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Las olas del destino

SARAH LARK

Traducción de Susana Andrés

Barcelona • Madrid • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • México D.F. • Miami • Montevideo • Santiago de Chile

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Título original: Die Insel der roten MangrovenTraducción: Susana Andrés1.ª edición: noviembre, 2013

© 2012 by Verlagsgruppe Lübbe GmbH & Co. KG, Köln© Ediciones B, S. A., 2013 Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) www.edicionesb.com

Printed in SpainISBN: 978-84-666-5322-0Depósito legal: B. 21.661-2013

Impreso por LIBERDÚPLEX, S.L.U.Ctra. BV 2249 Km 7,4 Polígono Torrentfondo08791 - Sant Llorenç d’Hortons (Barcelona)

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Agradecimientos

Como siempre, deseo expresar mi agradecimiento a todos los que han colaborado en la creación de este libro. Debo men-cionar a mi editora Melanie Blank-Schröder y a mi correctora de texto Margit von Cossart. Mi agente Bastian Schlück sigue haciendo milagros, y Christian Stüwe vende nuevos derechos prácticamente cada día... Doy las gracias en general a todos los empleados de la editorial Bastei Lübbe y a los de la agencia Tomas Schlück, que han colaborado en la confección de este libro y contribuyen a que llegue a las librerías. Y puesto que en esta ocasión ya sé con antelación que Las olas del destino tam-bién se publicará en otros países, en especial en España, quiero dar las gracias, asimismo, a todos aquellos que han favorecido el enorme éxito de Sarah Lark en España, mi país de adopción. Conocer en las ferias del libro y otros actos a mis lectores y a muchos de los libreros que acaban poniendo al alcance de la gente mis libros me alegra en grado sumo, y no deja de emo-cionarme el cariño que me ofrecen.

Last, but not least, quiero expresar mi gratitud a mis ami-gos Johannes y Anna Puzcas. Sin su ayuda con los caballos y la casa mi vida cotidiana habría sido mucho más difícil de or-ganizar, y yo no podría retirarme tan asiduamente a mi des-pacho para imaginar nuevas historias.

SARAH LARK

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UN FUTURO MEJOR

Jamaica - Cascarilla Gardens Islas Caimán - Gran Caimán

Finales del verano de 1753

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—¡Creo que no deberíamos apoyar algo así!Era un soleado día de verano y lady Lucille Hornby-War-

rington miraba contrariada el paisaje desde su carruaje abier-to, aunque no había mucho que ver: los polvorientos caminos entre las plantaciones de los Hollister y los Fortnam estaban flanqueados por campos de caña de azúcar. Los tallos alcan-zaban alturas de hasta seis metros y las carreteras semejaban pasillos recién trazados en el exuberante verdor. Era inevita-ble que la dama se aburriese. Por el contrario, su esposo, lord Warrington, evaluaba con gran interés la altura y el grosor de las plantas. A fin de cuentas, la plantación, que él administra-ba para el tío de su esposa, debía su fortuna justamente a la caña de azúcar y ese año todo indicaba que la cosecha iba a ser buena. Así pues, Warrington estaba de mucho mejor humor que su cónyuge.

—No lo dirás en serio — respondió a su mujer paciente-mente y con algo de ironía—. ¿Dejar de acudir a una fiesta de los Fortnam solo porque el motivo no te parece bien? ¿Acaso debo recordarte que Nora y Doug tienen la mejor cocinera de los alrededores, la sala de baile más bonita y que siempre contratan a los mejores músicos? Y la muchacha también es encantadora.

—¡La muchacha es mestiza! — replicó la esposa con ex-presión avinagrada—. Una mulata. Debería estar en un barrio

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de esclavos. A una mulata no se la cría como «primogénita de la casa» ni se celebra a bombo y platillo su «mayoría de edad». Pero Doug Fortnam se comporta como si se mereciera un premio por criar a esa bastarda.

Warrington sonrió. En realidad, quien era conocido por engendrar bastardos con esclavas negras era lord Hollister, el tío de Lucille. Pero Lucille y su tía siempre hacían la vista gorda, si bien docenas de primos y primas de la primera se-guían viviendo en la plantación Hollister. También el coche-ro, Jimmy, presentaba cierto parecido con el hacendado, quien, unos años atrás, se había retirado a su residencia en la ciudad de Kingston. Había dejado la plantación en manos del esposo de Lucille después de adoptarla a ella, que procedía de una familia de empleados londinenses sin recursos, los Horn-by. Lord Hollister y su esposa no tenían descendencia. Doug y Nora Fortnam, por el contrario, tenían, además de la muchacha que se presentaba ese día en sociedad, a dos hijos más jóvenes.

—Pero, en realidad, ¿no es hija ilegítima de Nora? — pre-guntó lord Warrington.

Todavía no acababa de entender del todo los vínculos de parentesco que había en Cascarilla Gardens, la plantación ve-cina, pese a que ya llevaba viviendo ahí con Lucille cinco años. De todos modos, los Fortnam no cultivaban una rela-ción muy estrecha con sus vecinos. Eran amables y siempre los invitaban a sus fiestas, pero no intentaban establecer lazos de amistad. Los demás hacendados, a su vez, mantenían cier-tas distancias con los propietarios de Cascarilla Gardens. Doug y Nora Fortnam trataban de forma muy peculiar a sus trabajadores negros. Si bien tenían esclavos, como era co-rriente en Jamaica, no solían contratar a vigilantes blancos, daban más vacaciones de lo normal a su personal y apostaban por una especie de sistema de autogestión entre los trabajado-res bajo la dirección de un capataz negro.

Al principio, los vecinos se habían temido una catástrofe inminente. Al fin y al cabo, se daba por hecho que los negros

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eran perezosos e incluso agresivos si no se los mantenía bajo un severo control. Pero Cascarilla Gardens prosperaba con el peculiar estilo con que su propietario la administraba. De he-cho, la plantación incluso formaba parte de las más ricas de Jamaica y, a esas alturas, ya eran muchos los hacendados que envidiaban a Doug Fortnam. ¡Aunque solo fuera por lo que se ahorraba en vigilantes! Pese a ello, a ninguno se le hubiese ocurrido adoptar su modelo de gestión en su propia planta-ción.

Lady Warrington resopló.—¡Todavía peor! — exclamó. A diferencia de su marido,

se acordaba muy bien de todos los pormenores—. De acuer-do, miss Nora no tuvo la culpa, la raptaron y... bueno, uno de aquellos tipos abusó de ella. ¡Justo por eso! ¿A quién... a quién le gustaría tener a su lado el fruto de tal desgracia?

Warrington se encogió de hombros. También a él le resul-taba extraño que Doug Fortnam no solo se hubiera casado con Nora, después de que esta por fin se hubiese liberado tras años de cautiverio en un poblacho de la resistencia de escla-vos huidos, sino que también hubiese adoptado a su hija, en-gendrada por uno de los insurgentes. A la chica en sí la en-contraba encantadora, era probable que ya de niña fuera una preciosidad. Doug no había sido capaz de separar a madre e hija. Ese hombre era demasiado sentimental, en eso estaban de acuerdo, desde hacía años, todos los habitantes de los alre-dedores de Kingston. En algún momento se arrepentiría de haber tomado esa actitud tan indulgente con los esclavos...

El carruaje pasaba en ese momento por uno de los últi-mos campos cultivados de la plantación Hollister, donde un grupo de esclavos estaba plantando nuevas cañas. Warring-ton observó con satisfacción que los hombres apenas levan-taban la vista. A fin de cuentas, esa gente no tenía por qué quedarse boquiabierta mirando su carruaje, su obligación era trabajar. Dirigió un gesto de aprobación al vigilante. El for-nido escocés, a lomos de un caballo, llevaba preparados el fu-sil y el látigo, pero no los usaba permanentemente. Debía de

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ser competente, pues por lo visto bastaba con su sola presen-cia para intimidar a los negros. ¡Y estaba claro que no permi-tía esos cánticos entre los esclavos! Algunos vigilantes asegu-raban obtener un mayor rendimiento si los hombres movían los machetes al compás de una canción. También en Cascari-lla Gardens se oía cantar. A Warrington eso no le gustaba, prefería el silencio, con lo que parloteaba su mujer ya tenía suficiente. En ese momento, no obstante, lady Warrington callaba con expresión indignada. Al parecer seguía indecisa sobre si asistir a la fiesta, vacilando entre el desdén y la curio-sidad.

Pero el silencio se quebró. En cuanto el cochero de los Warrington cruzó el lindero y se introdujo en Cascarilla Gar-dens, a un lado del camino resonaron cascos de caballo y una risa cristalina. El cochero Jimmy detuvo en seco el carruaje y lady Lucille lo regañó porque estuvo a punto de caerse del asiento.

Warrington se lo tomó con calma. Sin un frenazo brusco, el cochero no habría podido evitar el choque con los dos jine-tes cuyas monturas habían salido inesperadamente al camino, delante del carruaje. Un grácil caballo blanco montado por una joven en silla de amazona, adelantaba en ese momento a un bayo mucho más grande. El joven que lo azuzaba para que acelerase el paso gritó una rápida disculpa a los Warrington. El caballo blanco ya había desaparecido entre las hileras de caña.

Warrington resopló.—El joven Keensley — farfulló.—Y la hija bastarda de los Fortnam — añadió Lucille, sar-

cástica—. ¡Escandaloso! Lo que digo... ¡no deberíamos apo-yar algo así!

Su marido hizo un gesto de impotencia.—A pesar de todo disfrutaremos de la velada — contestó

apaciguador—. ¡Sigue, Jimmy! Después de este susto, necesi-to un trago de licor de caña. O de ponche de ron.

El ponche de la cocinera de los Fortnam era legendario, a

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Warrington se le hacía la boca agua solo de pensar en él. Y daba gusto ver a la hija de los Fortnam, aunque solo hubiese pasado al galope por su lado. Sin duda, resultaría más estimu-lante verla más tarde bailando. Warrington se preguntó si, en caso de que él la invitara a bailar un minué, tal gesto se consi-deraría paternal o simplemente absurdo.

—¿No se lo he dicho? Alegría es más rápida que su bayo, aunque descienda de caballos de carrera. Pero Alegría tiene sangre oriental, es nieta de un Darley Arabian...

Deirdre Fortnam empezó a explayarse con su acompa-ñante en cuanto pusieron al paso a los caballos después de haber traspasado la línea de meta, es decir, donde los caminos de la plantación entroncaban con el acceso pavimentado a Cascarilla Gardens. La pequeña yegua blanca había ganado con ventaja la improvisada carrera.

Quentin Keensley, el muchacho alto y pelirrojo que la acompañaba, hizo una ligera mueca. Le costaba encajar la de-rrota.

—Seguro que también cuenta que no lleve mucho peso encima — contraatacó—. Pues usted, miss Fortnam, es ligera como una pluma. La más delicada pluma del colibrí más pre-cioso que jamás haya existido en nuestra isla...

El joven Keensley se estiró la «mosca», la perilla que mar-caba la moda, y dirigió una sonrisa a la joven. Era evidente que se manejaba mejor con el lenguaje refinado que con la equitación; en realidad, los caballos no le interesaban en ab-soluto. Lo único que le atraía era Deirdre Fortnam.

Quentin había viajado mucho. Su familia le había propor-cionado una educación inglesa tradicional y le había regalado un viaje por Europa antes de su regreso a Jamaica. Sin embar-go, en ningún lugar había visto a una muchacha más hermosa que la hija de sus vecinos. Aunque solo fuera por esa piel: cre-ma de leche con una pizca de café, suave y sedosa. Quentin se moría por acariciarla. Y ese extraño cabello negro, ni liso ni

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ondulado, ni realmente crespo. Era mucho más fino que cual-quier cabello negro y caía en una cascada de ricitos diminutos por su espalda. ¡Y qué ojos! Parecían esmeraldas protegi- das por unas pestañas desconcertantemente largas y de un ne-gro intenso. ¡Y encima echaban chispas! Como en ese mo-mento, mientras Deirdre lo miraba.

—¡Eh, ni que yo fuera un jarrón encima del caballo! — protestó—. ¡A Alegría hay que saber montarla! Si le apete-ce, puede probarlo, pero le advierto que si no sabe montar de verdad no conseguirá detenerla antes de llegar a Kingston.

La joven acarició el cuello de su yegua, que parecía tran-quila y dócil. Keensley estaba seguro de que la joven exagera-ba. De hecho, nunca hubiese creído capaz a ese caballito de ser tan endiabladamente veloz como había demostrado.

—¡Me inclino ante su arte de montar al igual que ante su belleza! — declaró con una sonrisa de disculpa y bajando la ca-beza.

También le habría gustado sacarse el sombrero, pero ya al principio de esa desaforada carrera había perdido el tricornio. Tendría que enviar a un esclavo a recuperar tan preciado complemento.

Deirdre dirigía en ese momento el caballo hacia la casa de sus padres, un recargado edificio de estilo colonial que de ni-ña le parecía un castillo. Tenía torrecillas, miradores y balco-nes, y estaba pintado de azul y amarillo, los colores favoritos de su madre, y decorado con unas primorosas tallas en made-ra. En Cascarilla Gardens se formaba a carpinteros y tallado-res. Ahí los esclavos tenían más hijos que en otras plantacio-nes: Doug Fortnam aceptaba parejas entre sus trabajadores y, en sentido estricto, no vendía a ningún esclavo. Quien nacía en Cascarilla Gardens tenía allí su morada prácticamente pa-ra siempre. Era una buena opción, como lo demostraba el he-cho de que muy pocas veces se escapaba alguien. Sin embar-go, había que encontrar ocupaciones para todos los jóvenes negros.

Deirdre y Quentin recorrieron al trote la valla del jardín

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de los Fortnam, que rodeaba un espacioso terreno ya engala-nado para la fiesta. Las salas de recepción de Cascarilla Gar-dens daban a los jardines y cuando hacía buen tiempo se deja-ban abiertas las amplias puertas del salón de baile y los invitados podían sentarse fuera o tomar el aire entre los árbo-les y parterres de flores. Nora Fortnam era una gran aficiona-da a la flora jamaicana y hacía gala de cultivar todos los tipos de orquídeas en su jardín, mimaba sus arbustos accaria y tole-raba también la ubicua presencia de las cascarillas, que llega-ban a alcanzar hasta diez metros de altura y daban su nombre a la propiedad. Un enorme mahoe o majagua azul dominaba el jardín y ofrecía sombra en verano. En ese momento unos farolillos colgaban de sus ramas.

—¿A que ha quedado precioso? — dijo Deirdre, señalan-do los adornos—. Ayer decoré el jardín con las sirvientas y mis hermanos. ¿Ve el farolillo rojo que está ahí arriba? ¡Es mío, lo hice yo!

—Muy... bonito... — comentó Keensley contenido—. Pe-ro no debería estropearse las manos con trabajos domésti-cos... — En la familia de Quentin una dama habría supervisa-do cómo los esclavos decoraban el jardín. Y desde luego no se habría puesto a confeccionar farolillos.

Deirdre suspiró.—Y también debería llevar guantes para montar a caballo

— admitió, mirándose con expresión culpable los dedos, que casi no cesaban de tirar levemente de las riendas para mante-ner alerta a la yegua—. Pero siempre me olvido de ponérme-los. Pero da igual. «El trabajo no envilece», dice siempre mi padre...

En su juventud, Doug Fortnam se había pagado él mismo un viaje por Europa trabajando en el campo y la mina. Al fi-nal incluso se había enrolado como marinero para costearse el viaje de regreso a Jamaica.

Deirdre espoleó su caballo para llegar antes al establo. Al ver el jardín adornado había caído en la cuenta de que hacía tiempo que debería estar arreglándose y cambiándose de ropa

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para la velada. Al fin y al cabo se trataba de su fiesta... Cum-plía dieciocho años y los Fortnam lo celebraban por todo lo alto.

En el establo todo el mundo estaba preparado para recibir a los invitados. Kwadwo, el anciano caballerizo, aguardaba los carruajes delante de la entrada para saludar a los invitados y ocuparse de los caballos. Con este fin, había insistido en vestir la librea tradicional en el servicio de las casas nobles, azul claro con rebordes amarillos en el cuello y las mangas. Y una peluca empolvada de blanco. Deirdre se sonrió para sus adentros, pero a Kwadwo parecía agradarle ese atuendo. Se aproximaba dignamente a los carruajes y abría la portezuela a las damas con un ademán elegante. A continuación hacía una reverencia a la manera de un lacayo en la corte del Rey Sol. Alguien debía de habérselo enseñado y Kwadwo le había en-contrado el gusto, aunque sus actuales señores no prestaban importancia a tales formalidades.

Salvo en esas circunstancias, su comportamiento no era en absoluto servil. Al contrario, como busha, nombre que recibía en Jamaica el jefe negro de una plantación, representaba los intereses de los esclavos subordinados a él. Doug Fortnam lo consideraba el mediador entre el barrio de los esclavos y la casa señorial. Por otra parte, Kwadwo ocupaba el cargo de obeah, el guía espiritual de los negros de la hacienda, algo que se mantenía en secreto. Los blancos no veían con buenos ojos el culto obeah, que solía estar prohibido en las plantaciones. Por las noches, los esclavos acudían a las ceremonias a hurta-dillas. Doug y Nora Fortnam nunca habrían admitido ante sus vecinos que permitían que sus trabajadores acudieran a reuniones obeah; pero de hecho, ambos hacían la vista gorda cuando alguna vez desaparecía un pollo para ser sacrificado a los dioses...

Cuando Deirdre y su acompañante detuvieron los caba-llos delante del establo, Kwadwo salió a su encuentro. No

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obstante, se ahorró la formal bienvenida con la hija de la casa. Tras echar un vistazo a la posición del sol y a la acalorada Deirdre, una mueca de disgusto asomó en su rostro ancho y arrugado.

—Por todos los cielos, missis Dede, ¿qué haces... qué hace usted aquí todavía? Ya hace rato que debería estar en casa. ¡Su madre se enfadará! ¡Mira que salir a pasear sola con un señor! ¿Es así como se comporta una dama? Me huelo que has saca-do el caballo del establo a escondidas, yo no te habría dejado marchar sin la compañía de un mozo...

Deirdre rio.—¡Pues habría dejado atrás a ese pobre mozo! — observó

la joven.Kwadwo alzó teatralmente los ojos redondos y oscuros al

cielo.—Y seguro que también has ganado al señor Keensley, ¿o

no? Viendo cómo llevas el pelo...Deirdre se había sujetado los rizos antes de salir a montar

y los había escondido convenientemente debajo del sombre-ro. Pero con la audaz galopada se le habían soltado todos. La muchacha se disponía a replicar, cuando Quentin se interpu-so con su caballo entre el criado y la yegua. El joven tenía tendencia a sulfurarse. Ya el hecho de que el sirviente no le hubiera dedicado una reverencia le había indignado y ahora, encima, se mostraba sarcástico aludiendo a su derrota en la carrera.

—¿Así hablas a tu señora, negro? — espetó a Kwadwo—. Me ha parecido oír una inconveniencia.

La fusta del joven cortó el aire, pero el anciano caballerizo detuvo el golpe con su mano grande y callosa.

—¡Así, no, señorito! — le advirtió sin perder la calma—. No soy un esclavo, soy un hombre libre. Y solo al backra tengo que rendir cuentas de lo que digo y nadie...

Kwadwo se interrumpió. Fuera o no fuese libre, no le convenía regañar al muchacho. No obstante, Keensley se lo había ganado sin duda, pues no era digno de un caballero salir

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de paseo con una muchacha sin dama de compañía. Deirdre era a veces algo irreflexiva, pero Quentin Keensley no debe-ría haberse aprovechado de ello.

El muchacho paseó la mirada furibunda y desvalida entre el anciano negro y la horrorizada Deirdre.

—¿Cómo habla este? — preguntó confuso el joven a la muchacha— . Parece... parece un inglés correcto.

La mayoría de los esclavos llegados de África hablaban de forma muy elemental la lengua de sus amos, o al menos fin-gían no saber expresarse con fluidez. Menos en Cascarilla Gardens, y Nora Fortnam animaba a los jóvenes negros a que hablasen correctamente. Kwadwo, que había llegado a Jamai-ca siendo muy joven, no había tardado en aprender el idioma. Como era habitual, había ocultado sus conocimientos ante sus antiguos patrones, y aún en la actualidad hablaba un in-glés básico con los invitados; pero se había olvidado de hacer-lo en presencia de Quentin.

—Kwadwo lleva cincuenta años aquí — contestó Deir-dre, mirando con ceño a su galán, que se percató de lo enoja-da que estaba la joven— . Es normal que hable inglés, ¿no cree? Pero ¡usted sí debería avergonzarse de intentar azotar a un anciano! Me refiero a que... claro que tampoco debe pe-garse a los jóvenes... Bueno, a ningún esclavo. Aunque Kwadwo no es un esclavo, mi padre ya hace tiempo que le dio la libertad. Kwadwo es nuestro busha. ¡Forma parte de la familia! — Se ruborizó ligeramente—. Yo lo veo como si fue-ra mi abuelo... — Y sonrió al anciano obeah con expresión de complicidad.

El rostro de Kwadwo relució.—Vamos, vamos, missis, para eso soy demasiado negro...

— replicó de buen humor, aunque sabía que los abuelos pa-ternos de Deirdre no habían sido menos oscuros de piel que él mismo.

Pero Deirdre se parecía mucho a su madre y los Fortnam no iban pregonando sus orígenes. Se la consideraba la hija de Nora y Doug, y si se chismorreaba algo distinto era en susu-

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rros. Quien en su día no se había enterado de la historia, solía dudar de la veracidad de tales chismorreos.

—¡Tienes toda la razón, Kwadwo! — exclamó Deirdre riendo—. ¿Te ha lastimado?

Señaló la mano del viejo y desmontó, haciendo caso omi-so, a propósito, de la ayuda que Quentin se ofreció a prestarle.

El caballerizo agitó la cabeza, balanceando vivamente los largos tirabuzones de la peluca.

—Qué va, missis. Tengo las manos insensibles de tantos callos... como pronto tú... como pronto usted las tendrá si no se pone de una vez guantes para cabalgar.

Kwadwo probablemente habría proseguido con su ser-món si no hubiese asomado por la entrada el carruaje de los Warrington. El caballerizo llamó a unos mozos de cuadra que condujeron a Alegría y el bayo de Keensley al establo, mientras él mismo se ocupaba de los recién llegados.

—¡Señora Warrington, backra lord Warrington! — Kwad-wo ejecutó su famosa reverencia—. ¡Bienvenidos a Cascarilla Gardens! ¿Tener un buen viaje? ¿No mucho calor en carruaje sin toldo? Jimmy, vago, ¿no pensar tu missis arruinar la piel con sol...?

Deirdre sonrió cuando vio que Quentin fruncía el ceño. Kwadwo volvía a interpretar su papel, pero el joven caballero no parecía encontrarlo gracioso. En fin, ¡menuda pieza era ese Quentin Keensley! Deirdre sacudió la cabeza al pensar en lo tonta que había sido. ¿Cómo se le había ocurrido salir con él? No le dedicó ni una mirada más cuando la escoltó hasta la entrada principal de la casa. Había esperado contar con un acompañante de miras amplias e inteligente, ya que el joven había viajado por Europa. Sin embargo, había demostrado ser meramente un mediocre y vanidoso barón del azúcar: siem-pre recurriendo al látigo ante un esclavo indefenso. Siempre dispuesto a considerar idiota a toda la gente de piel negra.

¡Y encima tampoco sabía montar decentemente!

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