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Unidad 4 El arte en la cultura de masas 1

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Unidad 4

El arte en la cultura de masas

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Guías temáticas para clases teóricas

1. Literatura folk, popular y popularizada 2. La literatura policial 3. La Ficción Científica

1. Literatura folk, popular y popularizada Autor: Pedro Luis Barcia

Las Formas Literarias Marginales. La Literatura Popular.

El adjetivo popular aplicado a la literatura es equívoco, si no se define su alcance y su contextuación. Su uso indiscriminado ha sido y es origen de muchas confusiones. Trazo un cuadro clasificatorio tentativo y discutible, como toda clasificación en el terreno literario.

NARRATIVA POPULAR

1. Creada POR el pueblo: que es autor y destinatario.

FOLKLORICA o TRADICIONAL: Anónima (co-autores iletrados), oral.Especies: 1. cuento (el único formalizado).2. leyenda.3. caso o sucedido.4. tradición.

2. Escrita PARA el pueblo por letrados.

2.1. POPULISTA: con intención de compromiso sociopolítico reformista. Primó en el folletín.2.2. POPULARIZADA: o POPULAR: su intención es la evasión, el entretenimiento.Especies: 1. folletín: sentimental,

aventurero, histórico, criminal, etc.

2. Narrativa policial.3. Narrativa de C F.4. Narrativa de espionaje.5. Narrativa sentimental o

rosa.6. Narrativa de aventuras

(selva, aire, mar, oeste).

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LAS NOMINACIONES PARA LA LITERATURA POPULAR.1.Literatura de masas. Ver Guía sobre “Cultura de masas”.2.Literatura de consumo. Atenta a las preferencias del

mercado y a generar en él nuevas apetencias. El siglo XIX facilitó este tipo de literatura con la irrupción de un nuevo público lector: la pequeña burguesía. Como en el caso de todo producto social, la relación entre obra y lectorado es recíproca: el público condiciona con sus preferencias el tipo de obra que los autores compondrán para él, y a su vez, los textos van engendrando gustos y opciones, apetencias en el lectorado, que requieren satisfacciones lectivas. El autor se apoya en tendencias populares que refleja en su obra y, a su vez, influye por sus obras en el público. La literatura como bien de consumo.

3.Literaturas marginales: el adjetivo indicaría las formas que están fuera del “egido urbano” de la literatura aceptada como canónica o modélica y valiosa. Serían obras foragidas del ámbito literario. Lo de existencia “marginal” alude a existir “fuera de un marco” que es lo reglado, lo normalizado, lo legislado. Son manifestaciones periféricas respecto de un núcleo de formas consagradas, participantes de cierta canonicidad.

4.Subliteraturas: el prefijo está cargado de descalificación. Es una neta desvalorización de la materia que está “por debajo” de cierto nivel de valor.

5.Infraliteratura: variante de la anterior.6.Literaturas de kiosco: por el sitio en que se venden las

obras; se compran al paso, para consumo ocasional, estando uno en tránsito, al borde de un viaje. Julián Marías escribe: “Habría que estudiar en serio y a fondo la literatura de kiosco, que descubre profundos secretos de las almas. Cuesta trabajo comprender que los doctorandos se extenúen buscando inverosímiles temas de estudio que acaso leerá sólo el tipógrafo, cuando todo está por contar, por explicar, por entender, como esta materia literaria de kiosco”. Diversidad de oferta a precio módico en ediciones apresuradas y pobremente impresas, con tapas de colores llamativos, que reclaman el ojo del pasante.

7.Literatura “kitsch”: término alemán, sinónimo de “mal gusto”, que designa una obra groseramente mimética de obras de otro nivel, que reproduce aspectos artísticos convencionales y trivializados, para gustar a la masa de gentes semicultivadas. La industria cultural produce siempre simulacros o sustitutos de obras artísticas meritorias. Hay uso intencional de estas imitaciones por parte de los autores para captar el lectorado. Th. Adorno llama al kitsch “pillaje sentimental”. Es un subproducto favorecido por la producción en serie de la era industrial. Podría también traducirse como “cursi”. Esta producción pseudoartística se

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inició a fines del XIX en las artes plásticas. Lo kitsch viene definido por su inautenticidad y por la inadecuación entre la estructura formal y la vivencia que subyace en la obra. Sobreabunda en estímulos y apunta al carácter manipulable y utilitario de lo representado, ofreciendo una reproducción generalmente virtuosista, melosa, dulzona, no desprovista de un exagerado patetismo y sentimentalismo, pero falta de vigor y de cohesión.

Todas las precedentes son designaciones usuales para un tipo de producción impresa de enorme difusión. Podrían establecerse matices entre las denominaciones enumeradas. Algunas son de más amplio espectro semántico, como las 1 a 6; en tanto la 7 es de aplicación más estrecha.Todas estas denominaciones se usan para referirse al tipo de literatura 2.2 (en el cuadro) es decir: literatura popularizada o popular, cuyo objetivo básico es el entretenimiento del lectorado y la evasión de su realidad cotidiana. Jamás se usan para aludir a 1. la literatura folklórica, cuya autoría es popular; el fabulador es iletrado y su cuento es retomado por otros fabuladores (coautores), reelaborado y recontado.Las ilusiones populares que nutre la literatura popularizada dependerán de cada momento histórico y lugar, pero hay tendencias constantes muy firmes y sostenidas en todos los tiempos, que revelan la subyacencia de ciertos arquetipos y matrices básicas comunes. Igualmente se reiteran, con poca variación, algunos elementos tales como:

1. La tajante división en buenos y malos.2. El culto al honor.3. La compenetración con el héroe.4. Los tópicos sentimentales.5. El aproblematismo religioso y político.6. El respeto a las grandes instituciones.7. El gusto por las contraposiciones y paralelismos, etc.

Precisamente, el apartamiento de estas tendencias marca aportes originales en algunas de las especies de esta narrativa popular (p. ej. en la policial, la policial negra).Tanto los elementos arquetípicos como los recién enumerados hacen marcadamente monocorde el repertorio popular. Hay ciertas “cristalizaciones”, incluso formales que le restan fluidez a esta literatura y, con ello, hacen muy lenta su evolución. Esta tendencia iterativa y simplificadora facilita la tarea de la industria cultural, pues las fórmulas exigen pocas variaciones para satisfacer el consumo. El repertorio industrializado repite los mismos esquemas de su ideología básica.Esta tendencia a lo arquetípico en personajes, situaciones y soluciones aproxima las distintas especies (policial, espionaje, de aventuras, folletín) entre sí y las hace participar de cierta mitificación común de dichos personajes y situaciones. Para dar una idea de esta pervivencia mítica, cabría observar algunos casos:

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1.La diversidad de enredos y tejidos argumentales que se traman en las diversas especies de la literatura popular, son, en su base, variantes de un solo patrón: EL MITO DE LA AVENTURA. Este mito es esencial a la naturaleza humana y, a través de los tiempos, siempre se hace camino para encarnarse en obras y proyectos del hombre.El hombre es creatura apetente de nuevos horizontes y de correr riesgos para alcanzarlos, venciendo para ello obstáculos de todo tipo, triunfando por sobre las dificultades de la empresa: desea ser un héroe. Para ello tendría tres posibilidades básicas:1.1. Serlo realmente en su propia vida.1.2. Vivir la condición heroica vicariamente, a través de

una aventura sólo como experiencia lectiva, identificándose con el protagonista.

1.3. Otros sucedáneos de la aventura. Por ejemplo, en medio de la vida moderna, prevista, pautada y reticulada en tantos aspectos, el hombre desea quebrarla en su monotonía y, para ello, empresas sabedoras de esta apetencia común, han inventado el turismo aventura.

El comunista A. Gramsci, que se ha ocupado con pensamiento original respecto de la literatura popular, dice: “La religión es la mayor aventura para evadirse del mundo”. La frase es falsa en tanto es reductiva de todas las religiones a esta actitud escapista de la realidad. Por el contrario, más de la mitad de las religiones actuales de la humanidad son insertivas del hombre en el mundo. Para ellas, la vida en este mundo es el único camino para ganar un premio celestial. El hombre debe cumplir con “la aventura de ser santo” en medio del mundo, a través de su diario trabajo profesional. Hay, en cambio, religiones escapistas que proponen vivir de espaldas al mundo como conducta de todos sus fieles, en evidente prédica evasionista y alienante.La lectura tiene esa doble posibilidad: ser evasiva o insertiva; “hacer soñar con los ojos abiertos”, o abrir más los ojos para ver mejor el mundo en que actuamos.

2.Vinculado con el mito de la aventura se afirma el mito del héroe restaurador del orden quebrantado, que, en la mayoría de los casos, es la culminación del mito aventurero. El policía, el detective, el espía, el aventurero, son héroes restauradores de un orden alterado. Su acción nos trae tranquilidad a la comunidad, que veía peligrar su paz cotidiana por la acción malvada del villano. Cualquier crimen genera el clamor de venganza y castigo. La lectura nos hace vivir esta quiebra del orden respetable, la lucha por restaurarlo, encarnada en los principios del bien y del mal que personifican el héroe y el villano; y el triunfo final de la causa heroica. En última instancia se trata de una confrontación del Bien y el Mal, a través de sus paladines o campeones, situación mítica que concluye con el triunfo del Bien. Es una situación mítica porque es modélica y

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atemporal. Las parejas antipódicas -James Bond / Dr. No, Sherlock Homes / Dr. Moriarty, inspector Juve / Fantomas, son variantes, en distintos planos, tiempos y sitios, de la contienda mítica.El lector se angustia, se tensiona, acompaña las vicisitudes de la lucha, sufre cada golpe del héroe en sí y, finalmente, después de haber llegado a un clímax tensional, con el triunfo, se distiende, vuelve a su espíritu la calma y la distensión anticlimática, con la satisfacción de la labor realizada con éxito y provecho para todos. Este juego de tensión/distensión, de clímax/anticlímax, alienta la vida vicaria (que “hace las veces de”) del lector. Vive la aventura en carne ajena y, con ello, catartiza, equilibra la necesidad de cuota aventurera de su vida cotidiana sin altibajos y agrisada.

2. La literatura policial Autor: Sonia Budassi

Rivera, Jorge. 2.1. El relato policial en la Argentina Antología crítica, Buenos Aires, Eudeba, 1986.

I. LA DEFINICION COMO PISTA

a.La novela policial clásica:1) S. S. Van Dine: “La novela policial es una especie de

juego de inteligencia; más aún, es de alguna manera un modo de competencia deportiva en la que el autor debe medirse lealmente con el lector”.

2) Régis Messac: “La novela policial es un relato consagrado, ante todo, al descubrimiento metódico y gradual -por medio de instrumentos racionales y de circunstancias exactas- de un acontecimiento misterioso”.

3) Laín Entralgo: “La novela policial es un azar intencionado y dañoso reducido a teorema por el juego irónico de una inteligencia”.

4) Roger Caillois: “La novela policial representa, desde luego, la lucha entre el elemento de organización y el elemento de turbulencia, cuya perpetua rivalidad equilibra al universo”.

5) Boileau-Narcejac: “La novela policial expresó a través de Poe un deseo colectivo, y en parte inconsciente, de conocimiento positivo”.

b.La novela policial “negra”.

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1) Raymond Chandler: “Un efecto de movimiento, de intriga, de objetivos entrecruzados, junto con el gradual esclarecimiento de lo que son los personajes”.

2) Marcel Duhamel: “la inmoralidad, generalmente admitida en este tipo de obras con el único fin de servir de contraste a la moralidad convencional, encuentra aquí las puertas abiertas de par en par, así como las grandes virtudes o incluso la amoralidad pura y simple. Su tono es raras veces conformista. En ellas se ven policías más corrompidos que los bandidos a los que persiguen. El simpático detective no siempre resuelve el misterio. A veces no hay misterio; otras, ni siquiera hay detective”.

3) Robert Louit: “La novela negra es el reflejo más fiel de la sociedad, y, tal vez, de todo el mundo moderno. Describe una jungla social, jungla de asfalto, dice Burnett, y vuelve a encontrar el tema balzaciano de la relación entre poder y secreto. Aquí la complejidad del enigma ya no es un problema abstracto, sino un reflejo de la densidad y de la ambigüedad de las relaciones sociales”.

II CODIGOS DE LA NARRACION POLICIAL CLASICA

a.Edgar Poe, según Francois Fosca en Historia y técnica de la novela policial:1) el caso es un misterio inexplicable en apariencia;2) los indicios superficiales señalan erróneamente a un

culpable;3) se llega a la verdad a través de una observación rigurosa

y metódica;4) la solución es verdadera y a la vez imprevista;5) las dificultades son sólo aparentes; cuanto más complejo

parece un caso más simple es su resolución;6) cuando eliminamos las imposibilidades, lo que queda -

aunque increíble- es la justa solución.

b.Thomas de Quincey en El asesinato considerado como una de las bellas artes:1) desde el punto de vista estético son indispensables el

misterio, la originalidad del plan, la audacia y amplitud del estilo;

2) un asesinato cometido en pleno día y en el corazón de una gran ciudad es una idea sumamente aceptable;

3) la víctima debe ser un ciudadano intachable;4) conviene que no se trate de un notorio personaje público;5) la víctima debe gozar de buena salud, el asesino se

ocupará del resto.

c. Gilbert K. Chesterton en G. K. C. as M. C. y Charlas:1) el lector y el crítico no sólo desean ser engañados, sino

que desean ser susceptibles de serlo;

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2) es indispensable ocultar el “secreto” a la mente del lector;

3) el autor no debe introducir en la novela una vasta e invisible sociedad secreta con ramificaciones en todas partes del mundo;

4) no debe estropear los puros y hermosos contornos de un asesinato clásico rodeándolo con la sucia y gastada trencilla de la diplomacia internacional;

5) no debe introducir, asimismo, algún imprevisto hermano venido de Nueva Zelandia y que es de un parecido exacto con el protagonista;

6) no debe atribuir apresuradamente el crimen, en la última página, a alguna persona totalmente insignificante;

7) no debe especular con la oportuna introducción del cochero del héroe o del camarero del bribón;

8) no debe introducir a un criminal profesional para hacerlo responsable de un crimen privado;

9) no debe recurrir a más de un asesino;10)ni decir que todo fue un error y que nadie intentó

asesinar nunca a alguien, decepcionando seriamente a todos los lectores compasivos y humanos;

11)no debe cometer, tampoco, el difundido error de creer que la historia más complicada es la mejor;

12)la primera característica de un cuento sensacional es que la clave sea simple;

13)durante toda la narración debe existir la expectación del momento de la sorpresa, y ésta debe durar sólo un momento;

14)el roman policier debe parecerse más al cuento corto que a la novela.

d.Agatha Christie hornea su pastel:1) la unidad de lugar y los ámbitos reducidos son preferibles

a sus contrarios;2) es preferible enfilar una gran cantidad de sospechosos y

un número notable de indicios, contra uno en particular;3) el culpable debe ser el personaje menos sospechoso.

e.Las veinte reglas de fair play de S. S. Van Dine, según Boileau-Narcejac en La novela policial:1) todo relato es un puro juego intelectual entre el autor y

el lector;2) el lector y el detective deben tener idénticas

posibilidades para resolver el enigma;3) el autor no debe emplear trucos distintos de los que el

culpable emplea frente al detective;4) la intriga amorosa no debe aparecer;5) el culpable debe ser descubierto por medio de una serie

de deducciones, no accidentales, o producto de la casualidad o de una confesión;

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6) en toda novela policial debe haber un investigador que debe reunir los indicios y huellas necesarios para llegar a la justa develación del culpable;

7) una novela sin cadáver no puede existir, ya que un asesinato conforme a las reglas del arte suscita en nosotros un sentimiento de horror y un justo deseo de vindicación;

8) para la solución del enigma es indispensable apelar a recursos verosímiles;

9) un solo detective basta para descubrir un enigma;10)el culpable debe ser uno de los personajes centrales del

relato;11)el culpable debe ser alguien que valga la pena (el autor

debe prescindir en especial de la remanida figura del mayordomo taciturno y cortés);

12)el culpable debe ser uno, sin importar el número de crímenes cometidos;

13)el autor debe evitar las sociedades secretas y vela de aventuras;

14)el modus operandi del criminal debe ser racional y científico (la seudociencia y la seudotecnología no tienen cabida en la novela policial);

15)los indicios que conducen a la develación del enigma deben estar a la vista a todo lo largo de la novela, pues el valor del juego reside en la lealtad del autor para con el lector, a cuya perspicacia debe apelar en todo momento;

16)el autor no debe extenderse en descripciones accesorias;17)es preferible no elegir al culpable entre notorios

profesionales del crimen;18)el crimen investigado no debe ser al final un criminales

para no caer en el terreno de la no-mero accidente o un suicidio;

19)los móviles del crimen deben ser personales y verosímiles;

20)recursos prohibidos: colillas, espiritismo, falsas huellas, maniquíes, perro amigo, mellizos, sueros de la verdad, asociaciones de palabras, criptogramas, etcétera.

f. la receta de Ronald Knox, según Tzvetan Todorov:1) el criminal debe ser mencionado tempranamente en el

relato;2) las soluciones sobrenaturales están excluidas;3) sólo se admiten un cuarto o pasillos secretos;4) no está permitido el uso de venenos desconocidos;5) ningún chino debe aparecer en la anécdota;6) el detective debe operar con sus medios propios, sin el

auxilio de accidentes afortunados o intuiciones;7) el detective no debe ser el autor del crimen;8) ni debe ocultar al lector las claves;

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9) no se deben ocultar los pensamientos del respectivo “Watson” de la novela;

10)se debe hacer una advertencia muy especial con respecto al empleo de hermanos mellizos o sosias.

g.Las cortesías de lo policial, según Dorothy L. Sayers en la “Introducción” a El almirante flotante:1) cada autor se compromete a jugar limpio con el público;2) sus detectives deberán investigar por sus propios

medios, sin ayuda de accidentes ni de coincidencias;3) no inventará rayos mortíferos ni venenos absurdos para

llegar a soluciones que ningún ser normal podría esperar;4) tratará de escribir en el inglés más correcto posible.

III ENCUADRES MAS FRECUENTES: AMBIENTES, EFECTOS, ENIGMAS

Los códigos de la narración policial clásica suelen ser respetados con bastante escrupulosidad, aunque abundan, al propio tiempo, las transgresiones y los rodeos, apremiados por la simple y expeditiva necesidad de encontrar una resolución plausible, o por la voluntad de originalidad de los autores, a quienes el mercado exige compulsivamente cierta dosis de novedad permanente. El siguiente temario contabiliza algunos de los recursos temáticos, estructurales o procesales más frecuentes en el género:

1.el criminal es conocido desde el comienzo, se asiste a la ejecución del delito y al proceso que sigue el detective para develar la verdad;

2.el suspenso se obtiene haciendo que la propia víctima narre lo sucedido;

3.el asesino es el narrador de la historia;4.el asesino es el detective (como ocurre en el clásico Misterio

del cuarto amarillo, de Leroux, o en El último caso de Drury Lane, de Ellery Queen;

5.el misterio se refiere a los móviles y no a la identidad del culpable;

6.el relato se estructura a partir de un juego de paradojas al estilo de las propuestas por Chesterton en el ciclo del padre Brown;

7.para ocultar un crimen se cometen otros (una batalla, por ejemplo, según la clásica opción de Chesterton);

8. los asesinos son tres, aunque se confunden sus identidades para despistar a la policía (el caso más típico es El asesino vive en el 21, del belga A. S. Steeman);

9.el asesino es descubierto, pero los móviles permanecen ocultos hasta el final;

10. el asesinato no a sido cometido, quien lo descubre y no puede evitarlo es la propia víctima (cfr. “La muerte y la brújula”, de Jorge Luis Borges);

11. las falsas apariencias confunden al detective y al lector;12. lo evidente no es visto (“La carta robada”, de Poe);

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13. un ex policía chantajea con sus investigaciones;14. lo fácil es difícil y viceversa;15. la investigación se basa en informes periodísticos o en el

relato de los implicados (cfr. el detective Isidro Parodi, de Borges-Bioy Casares);

16. la solución es racionalmente correcta, pero errónea en la realidad;

17. el detective tiende cuidadosamente sus redes pero el mero azar frustra sus planes (cfr. La promesa, de F. Dürrenmatt);

18. el enigma tiene ribetes sobrenaturales, pero su resolución se verifica en clave racionalista.

IV. ¿A QUIEN LE INTERESA DESCUBRIR AL ASESINO?

1.Leemos novelas policiales no para conocer la verdad sino por amor a lo fantástico (Bernard Frank).

2.La lectura de relatos policiales permite revivir, bajo ciertas condiciones de seguridad, las angustias de la realidad, y en esta forma dominarlas (Fereydoun Hoveyda).

3.La literatura policíaca es un sedante (Jean Giono).4.Leerlas es un entretenimiento que permite pasar el tiempo

(Jean-Francois Josselin).5.Es una pura forma de abstraerse de las tensiones de la vida

activa y productiva (Danielle Corbel).6.Nos guía hacia los relatos policiales la atracción del misterio

(Louis Vax).7.Leerlos permite revivir angustias en un marco de irrealidad

que reduce lo penoso (Sigmund Freud).8.La literatura policial es puramente imaginaria, aunque

expresa las perturbaciones de nuestra sociedad (Jean Cau).9.Este tipo de literatura no constituye más evasión que el

sueño; como él, carece de gratuidad y está repleto de símbolos (Pierre Brochon).

10. Nos ayuda a comprender que el razonamiento puede ser expresado en forma de relato, y que su progresión lógica es al mismo tiempo una progresión dramática (Boileau-Narcejac).

2.2. La Novela Negra. Novela de la Serie Negra (Série Noir), novela dura, Hard-boiled story o Thriller story.

El período de la entreguerra fue crucial para los EE.UU. la depresión económica, el crack de Wall Street, la Ley Seca, la industria ilegal del alcohol, el gangsterismo organizado, la corrupción política, pusieron la violencia en las calles como realidad cotidiana. Por entonces se publicaban los pulps-magazines, revistas populares hechas con papel de la peor calidad (pulp) y difundían,

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preferentemente novelas y relatos policiales. Una de estas revistas llegaría a ser famosa: BLACK MASK (fundada en 1920), cuando toma la dirección del pulp el “Capitán” Joseph T. Shaw quien impone una línea a la publicación: “escribir un tipo de relato policial diferente del fijado por Poe en 1841 y continuado fielmente hasta nuestros días”. Si la violencia está en las calles, que se incorpore a los relatos policiales, estimó Shaw. Una nueva realidad social violenta, coactiva, inusitada, genera una especie nueva de relato policial. En Norteamérica la especie comienza con lo que se llamará la hard-boiled, iniciada por los relatos de Caroll John Daly (1889-1958) en Black Mask, protagonizados por su detective Race Williams: agresivo, dinámico, atropellador, con una escala de valores éticos alejada de la moral natural, deshumanizado, que narra sus propias aventuras con un lenguaje directo.Pero quien habrá de llevar a la novela dura o negra (porque el editor Marcel Duhamel, en Francia, en 1945, inauguró con sus textos una que llamó “Série Noire”, y quedó el adjetivo como tipificante), fue Dashiell Hammett.

CARACTERISTICAS DE LA NOVELA NEGRA1.Es una narrativa -novela y cuento- fundamentalmente

realista, porque procura reflejar en ella la sociedad en la que nace, desde el ángulo del crimen. Su realismo hace que los gangster se comporten como tales, hablen como tales y piensen como tales. No se tratará de crímenes de biblioteca ni de lugares insólitos (una abadía, un transatlántico) sino las calles, burdeles, bares y oficinas de la ciudad.

2.El ambiente es condicionante de quienes se mueven en él. El contexto de la acción es urbano, la ciudad grande con su ley del más fuerte, La jungla de cemento (como titula una novela suya William Burnett).

3.La novela negra describe una sociedad inficionada por el crimen y la corrupción. La ciudad desnuda, tal cual es. El crimen es el espejo de ella. La narrativa es vía de develación y casi denuncia social. La visión sobre esa sociedad es pesimista.

4.La acción pasa a primer plano por sobre la detección. La lógica y la inteligencia pura son superadas por la intuición vital, la astucia y la corazonada. Esa acción siempre es violenta, compulsiva. La razón básica es el instinto de supervivencia, de conservación.

5.El enigma o problema por dilucidar no es el eje de esta narrativa. Se ve desplazado -no desterrado ni anulado, p. ej. Hammett siempre lo mantiene- por el dinamismo de los hechos que se suceden con vertiginoso ritmo en secuencias que se empalman. Resulta casi imposible sintetizar un argumento de este tipo de relatos, dado el caudal de acciones.

6.El detective es un profesional, las más de las veces, agente privado, no policía oficial. Pero nunca es un aficionado, un

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curioso, un excéntrico o un dilettante. El detective es duro, recio. Trabaja por el dinero y no por ideales de justicia. Sus procedimientos son tan violentos como los de los criminales con los que se enfrenta. Tiene palabra.

7.El código expresivo es peculiar: lenguaje es directo, coloquial, cortante, incesante. No hay largas consideraciones o reflexiones. El estilo es áspero. No hay introducción a las situaciones: el lector es lanzado in media res. Casi no hay descripciones, salvo las muy abocetadas, precisas, nítidas. No hay retórica en sus frases. Diálogo irónico.

8.Los personajes se caracterizan por la dureza o carencia de sentimientos., Van directo al grano y nunca son movidos sino por intereses. No hay presentación psicológica de los personajes: se los conoce por sus conductas, por sus acciones.

9.La lengua narrativa -más allá de lo dialogístico cortante- es de fría objetividad, similar a la del informe policial.

La novela negra o dura fue una reacción contra la artificialidad bizantina y la frialdad racional de la novela-problema.El detective será despiadado y brutal pero respetuoso de su contrato. Así son Sam Spade, de Hammett; Mike Hammer, de Mickey Spillane y Philip Marlowe, de Raymond Chandler, que viene a ser para la novela dura lo que Sherlock Homes para la novela problema.Raymond Chandler, en El simple arte de matar, dice: “Hammett extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón. No tiene por qué permanecer allí para siempre”.Podría decirse que la modalidad narrativa de la novela dura está cifrada en el relato “Los asesinos” (1926) de Ernest Hemingway. Allí podemos hallar casi todos los elementos que habrá de manejar la nueva especie. Salvo que no hay en este relato detective.La forma narrativa dura o negra se proyectará o se asemejará a las preferencias narrativas de autores como John Dos Passos, Lewis, Truman Capote. En la Argentina, en nuestros días, Osvaldo Soriano es un narrador que ha aprovechado asimilativamente la modalidad de aquella narrativa. Claramente se puede ejemplificar con No habrá más penas ni olvidos.Chandler escribe acerca de la novela dura o negra:“El relato de misterio popular se despojó de sus buenos modales y adquirió reciedumbre”. “La editorial de Black Mask rechazaba una manera de escribir delicada. Algunos de nosotros realizábamos esfuerzos para hacer más flexible la fórmula, pero, por lo general, nos atrapaban y nos hacían volver”. “Una nueva potencia nacía, un nuevo tipo de literatura. No creo que toda esa potencia fuese violencia”. “La mayoría de los argumentos eran ordinarios y casi todos los personajes individuos bastante primitivos”. “Es posible que el éxito se debiera al olor a terror que los relatos conseguían engendrar”. “El relato de misterio se hizo duro y cínico en cuanto a los motivos y en sus personajes, pero no era cínico en cuanto a los efectos que trataba de producir, ni acerca de sus técnicas para producirlos”.

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(Estas citas entrecomilladas están entresacadas de: Chandler, Raymond. “Introducción” a El simple arte de matar. Barcelona, Ed. Brughera, 1986, pp. 9-13).

SAMUEL DASHIELL HAMMETT (1894-1961).Nació en St. Mary’s County, Maryland, EE.UU. Sargento del cuerpo de ambulancias durante la Primera Guerra Mundial, enfermó de los pulmones y debió regresar a su país. Se empleó como detective privado de la célebre Agencia Pinkerton de investigaciones. Sus experiencias en este terreno las recogió en Memorias de un detective privado (1923). Hasta 1929 sólo escribió cuentos. Parte de este material será recogido en dos volúmenes: Dinero sangriento y El gran golpe. Su éxito mayor comienza con sus novelas: Cosecha roja (1929), La maldición de los Dain (1929), El halcón maltés (1930), La llave de cristal (1931) y El hombre flaco (1932). Durante la “caza de brujas” de 1951, en EE.UU. fue acusado de filocomunista y estuvo en la cárcel. En sus últimos años quiso distanciarse del género policial y elaboraba un relato extenso, Tulip.Borges ha escrito: “La novela policial hasta él había sido abstracta e intelectual. Hammett nos hace conocer la realidad del mundo criminal y de las tareas policiales. Sus detectives no son menos violentos que los foragidos que persiguen. El ambiente de su obra es desagradable” (En: Introducción a la literatura norteamericana. B. A., Ed. Columba, 1967; Colección Esquemas, 77, pp. 57-58). En las novelas de Hammett no hay solo un detective, sino varios.

EL HALCON MALTES (The Maltese Falcon).Versiones cinematográficas de esta novela:

1.The Maltese Falcon. Warner Bros, 1931. Ricardo Cortez en el papel de Sam Spade.

2.Satan was a Lady. First National, 1936. Warren William en el papel de Ted Shane.

3.The Maltese Falcon. Warner Bros, 1941: Humphrey Bogart, en el papel de Sam Spade. Mary Astor, como Brigid O’Shaughnessy. Sidney Greenstreet, como el Hombre Gordo y Peter Lorre, como Joel.

Sam Spade, detective privado, no tiene a nadie junto a él, salvo a sí mismo y a Effie Perine, su secretaria. Mantiene cautas relaciones tanto con los que quebrantan la ley como con quienes la dictan, y no tiene confidente alguno. Es un bravo solitario que raras veces gasta el tiempo en palabras. En momentos de crisis, su cara se convierte en una máscara de madera que haría justicia a los más inescrutables jugadores de póker.Después de haber trabajado en una importante agencia de detectives en Seattle, forma sociedad con Miles Archer. La sociedad entre ambos es puramente comercial y entre los dos no se pierde ningún amor: la mujer de Archie es la amante de Spade.

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El departamento de soltero de Spade consiste en un cuchitril “para desayunar” dividido por tabique donde cocina -con bastante eficiencia- para él, y un dormitorio que se transforma en sala de estar cuando levanta la cama empotrada en la pared. Su despertador se apoya en un ejemplar de los Célebres Casos Criminales de los Estados Unidos, de Duke.Fuma tabaco Bill Durham en cigarrillos que él mismo se lía. Una muchacha, mezclada en el robo del Halcón Maltés -inapreciable adorno de oro y piedras preciosas que data de las Cruzadas- va a pedir ayuda a San Spade. Al ocuparse del caso Spade y Archer, este último es muerto de un tiro, después de lo cual lo primero que hace Spade es cambiar el nombre de la oficina de “Spade y Archer” por el de “Samuell Spade” y su primera decisión es desembarazarse de Iva Archer. Spade toma el asunto con su acostumbrado cinismo hostil, sospechando de todos, sin respetar a nadie y sin sorprenderse de nada.“Cuando matan al socio de un hombre, se supone que éste debe hacer algo. Era tu socio y se supone que debes hacer algo. Ocurre que nosotros estábamos en un negocio detectivesco. Pues bien: cuando matan a uno de tu organización es un mal negocio que el asesino quede libre. Es malo para todo: para la organización y para cualquier detective de cualquier lugar. Tercero: soy un detective y esperar de mí que atrape a un criminal y luego que lo deje en libertad es como pedir a un perro que atrape a un conejo y lo deje irse. Se puede hacer, es cierto, y a veces se hace, pero no es natural”.

2.3. El policial de víctima

(Según conceptos de Boileau-Narcejac en La novela Policial, Editorial Paidós)

La novela problema desarrolló cada vez más la investigación policial en detrimento de la utilización del recurso del miedo. Esto no se debió sólo a cuestiones técnicas sino a que la novela problema es, más que nada, una distracción para tiempos de paz. Pero, a partir del horror que sufrió la humanidad a causa de la segunda guerra mundial, el miedo ya no fue un sentimiento de lujo, extraordinario; por el contrario, se volvió omnipresente, se convirtió en un elemento frecuente en la vida cotidiana, en un temor fundado en la sensación de que, tarde o temprano, el mundo estaba condenado a una inevitable destrucción. La novela policial, que nació de un cientificismo triunfante, se vio afectada por ese pesimismo de la posguerra y, en vez de perjudicarse, se benefició. La técnica de la investigación se había perfeccionado desde Edgard Allan Poe hasta Agatha Christie y mostró procedimientos cada vez más sofisticados y sutiles, pero el sentimiento del miedo seguía en estado embrionario. La novela policial se había convertido en un juego, y eso adormecía al lector. Con la guerra, el miedo se volvió

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una sensación tan aguda que ningún esfuerzo de la inteligencia logra mitigarlo. Todo lo que era netamente racional en la novela problema se vuelve estéril y superado. El nuevo hallazgo de la novela policial, entonces, consiste en explotar ese miedo, ese terror emergente para convertirlo en suspenso.Si la novela negra reemplazó el protagonismo del detective por el del criminal, los relatos de William Irish, reemplazaron la novela del verdugo por la de la víctima. Y en eso consiste el suspenso, en recuperar la emoción latente en la novela problema, en darle más preeminencia que a la investigación. El suspenso propio del policial de víctima está hecho esencialmente de espera y angustia. En el relato está presente un castigo que se acerca y se vuelve inevitable. En la novela problema, el lector sabía que el criminal finalmente sería descubierto. Pero, como su identidad se desconocía hasta el final, la explicación ocupaba el lugar que ocupa el castigo en el policial de víctima. Por otra parte, en el policial clásico el lector no llegaba a estremecerse porque no se sentía implicado directamente en el relato. Una novela en la que el protagonista es siempre el detective, un observador distante que no está afectado por el crimen cometido es, inevitablemente, una novela carente de emoción. El policial de víctima, entonces, rescata el suspenso producto de un terror controlado, pensado y causado por un hecho cuya consecuencia inevitable se presiente. Para que el lector quede involucrado totalmente tiene que lograr identificarse con un personaje, y ese personaje es la víctima. El problema dejó de ser un “problema en sí” para convertirse en el problema de alguien que no puede entender lo que le pasa porque está metido él mismo en la situación.William Irish fue quien primero puso en práctica estos procedimientos que están presentes también -sobre todo el componente de la angustia y la espera- en Las señales de Adolfo Pérez Zelaschi y La espera de Jorge Luis Borges. Pero ¿cómo han de elegirse las víctimas? William Irish resuelve este planteo haciendo de la víctima un personaje en el extremo de la indefensión: un niño, una joven o un enfermo. Y para explotar al máximo la emoción, siempre son perseguidos o amenazados por personajes casi monstruosos: un loco o un sádico. Y la víctima, lógicamente, se meterá en la boca del lobo.Irish sitúa sus dramas en paisajes cotidianos. Cuando se conoce la naturaleza del peligro, el autor debe ir rápido, pues de lo contrario el crescendo pierde eficacia e intensidad. Por eso el autor recurre frecuentemente a los cuentos, en su brevedad logra la atmósfera y el ritmo apropiados. La lentitud del suspenso es relativa; se da sobre todo en la primera parte del relato, cuando el peligro es todavía latente. A medida que éste se materializa y se concreta, el ritmo se acelera. Pero, a diferencia de otros autores, Irish no tuvo en cuenta que la víctima puede ser algo más que una presa y a veces es capaz de defenderse.El suspenso mejor logrado es aquel que emerge por “la espera de algo cuya naturaleza no se conoce y que se manifiesta de un modo

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enigmático e incomprensible para la razón”. La víctima no logra encontrar una coherencia lógica a sus padecimientos, lo que le ocurre escapa al alcance de la razón pero, aunque sea inútil, no puede neutralizar su necesidad de comprender.Así, el género que mejor logra unir el misterio y la explicación y produce una novela policial fascinante, es la novela de víctima. Pero no es suficiente con ser amenazado para ser víctima. La víctima se caracteriza, además, por asistir a un acontecimiento “cuyo verdadero sentido no logra captar y para quien la realidad se vuelve una trampa y lo cotidiano se trastorna; es aquel que busca inútilmente la verdad; la que encuentra nunca es buena y cuanto más razona, más se le escapa”. Si la novela problema representaba el triunfo de la inteligencia y de la lógica, este tipo de relatos encarnará el fracaso de la razón. La víctima es el “héroe” que no llega a pensar el misterio sino que lo vive junto con el lector que se ve atrapado en la misma sensación desesperante. Pero la lógica no está ausente en el policial de víctima. Lo que sucede es que, en lugar de desarrollarse durante la investigación, sirve para construir el drama. La lógica ineficaz de la víctima es impotente en relación a la lógica implacable de la intriga. De esta manera se integran los recursos del policial clásico y de la novela negra. Mientras del primero toma el rigor para construir el suspenso, de la segunda toma el dolor, que ya no es físico sino moral, porque “proviene de un conflicto entre la razón y la vida”.

2.4. Glosario de la narrativa policial

Los textos críticos e históricos sobre la narrativa policial -inclusive los redactados en el ámbito hispano-parlante- suelen incluir abundante terminología técnica o específica, de origen generalmente anglo-norteamericano o francés. El presente glosario trata de esclarecer el sentido preciso de las voces de uso más frecuente, sin agotar por cierto el tema.Origen de las voces: al. (alemán), fr. (francés), ing. (inglés), it. (italiano).

Baker Street Irregular’s: grupo de aficionados que se ha dedicado a profundizar el estudio del ciclo Sherlock Holmes. Los Irregular’s han publicado abundante material sobre el género.

Black Mask, estilo: estilo “duro” y “negro” atribuido a la revista norteamericana del mismo nombre, creada por Mencken y Nathan a comienzos de la década de 1920. En ella se publicaron los primeros textos policiales de Dashiell Hammett. Raymond Chandler reconoce su influencia.

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Canard: fr., historia absurda o extraordinaria; folleto o texto periodístico que contiene el relato de un suceso de estas características. Algunos autores han señalado la influencia del canard en la gestación del género policial.

Crook stories: ing., historias con “gancho”.

Detection Club: sociedad privada de autores de novelas policiales que existió en Inglaterra durante los años ‘30. Fueron sus miembros Dorothy Sayers, G. K. Chesterton, Agatha Christie, Henry Wade, Anthony Berkeley, etcétera. Una de sus finalidades era la defensa de la denominada “novela-problema”. (Ver en este mismo volumen la nota 1 de la “Introducción”).

Detektiv-roman: al., novela detectivesca.

Detective novel: ing., novela detectivesca; denominación empleada por Arthur Conan Doyle a partir de 1890.

Detective story: ing., historia detectivesca; término empleado por primera vez por Ann Katherine Green en 1878, como subtítulo de su novela The Leaven-worth Case.

Dime novel: ing., novela de diez centavos, del tipo de las que popularizaron las historias de Buffalo Bill y Nick Carter, el personaje creado en 1880 por el norteamericano John Coryell.

Fait divers: fr., información periodística sobre crímenes y sucesos extraordinarios o truculentos. Stendhal se inspiró en el “fait divers” para escribir Rojo y negro.

Files: ing., documentación relacionada con un crimen que contiene indicios, testimonios y noticias varias, y que se somete al lector para que descubra al asesino. Recurso editorial en boga hacia los años ‘30.

Giallo: it., novela policial o sensacionalista; equivale a literatura “amarilla”.

Ghost stories: ing., historias de aparecidos y fantasmas, características de la literatura anglo-norteamericana. Cfr. Sheridan Le Fanu y M. R. James. Algunos relatos policiales

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parten de premisas sobrenaturales, como las planteadas por las ghost stories.

Ghost writer: ing., escritor “fantasma” o “negro” que trabaja en forma anónima para un empresario.

Hard-boiled: ing., novela dura, a la manera de las de Hammett, Cheyney o Spillane.

Horror-pulps: ing., revista sensacionalista, impresa en papel barato. Este tipo de publicaciones puede contener relatos policiales.

Kriminalroman: al., novela criminal o policíaca. Friedrich Dürrenmatt utiliza esta palabra en el subtítulo de La promesa: Das Versprechen, Requiem auf den Kriminalroman.

Murder-party: ing., novela policial con enigma, que sigue las reglas del Detection Club de Londres.

Mystery: ing., uno de los nombres de la novela policial británica.

Novela-problema: novela policial clásica, en la que se plantea un enigma que debe ser resuelto mediante procedimientos lógicos y verosímiles. Existen varios “códigos” sobre este particular.

Police novel: ing., designación anglo-norteamericana de la novela policial que comienza a generalizarse hacia 1880.

Quiz: ing., examen o serie de preguntas planteadas al lector como desafío.

Roguery, literature of: ing., literatura de pícaros y villanos, por extensión, cierto tipo de narrativa que trabaja con esta clase de personajes.

Roman-feuilleton: fr., novela de folletín. Las novelas policiales de Gaboriau pertenecían a este tipo.

Roman policier: fr., novela policial.

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Sensational novel: ing., otra de las designaciones de la novela policial, corriente a fines del siglo pasado.

Serie noire: fr., serie negra, novelas en las que se exploran fundamentalmente los universos del hampa, la marginalidad y la corrupción social. El héroe, o anti-héroe, puede ser un criminal o un detective de perfiles ambiguos.

Shilling pamphlets: ing., novelas publicadas por entrega, en folletones de un chelín cada uno.

Shocker: ing., literatura sensacionalista. Chesterton utiliza el término en About Shockers, un célebre ensayo de 1936 sobre el género policial.

Suspense: ing., suspenso, duda, incertidumbre, ansiedad despertada por cierto tratamiento de la historia; por extensión, un tipo de narrativa policial. Cfr. William Irish, John Buchanan, etcétera.

Tales of crime: ing., relatos de crímenes, a la manera de los textos fundacionales de Poe, quien a su vez consideraba al Barnaby Rudge de Dickens como un auténtico tale of crime.

Threedecker: ing., novela editada en tres volúmenes, típica de la época victoriana. Algunos viejos novelones “policiales” fueron publicados de esta manera.

Thriller: ing., historia conmovedora o espeluznante; se aplica por extensión a ciertas novelas “duras” o “negras”. Los integrantes del Detection Club excluían específicamente a los autores de thrillers.

Tough writers: ing., escritores “duros”.

Whodonit: ing., novela policial.

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3. La Ficción Científica

I. Denominación:

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1.Science-fiction (sf) (fiction/no fiction). Ciencia ficción (cf. o CF). Fantaciencia. Fantasía científica. Dos elementos titulares. Ficción científica.

2.Literatura de anticipación. Demasiado asociada a hechos e inventos luego concretados. Pero la CF no sólo se abre al futuro, sino al presente y al pasado. La guerra del fuego (1911) de J. H. Rosny. Hay filme de Jean J. Annaud. Chenobyl: anticipada en Nervios (1942) de Lester del Rey. Inventos, platos voladores.

3.Ficción especulativa. “La CF es la literatura de la imaginación disciplinada” Judith Merrill. Interpretación fantástica de ideas científicas. Abre notablemente el campo: “La biblioteca de Babel”, de base matemática, p. ej.

II. Naturaleza: 1.Subliteratura. Marginal. Lit. de masas (space opera).2.Lit. de entretenimiento educativo.3.Lit. extraña: explicación racional (Todorov).4.Literatura (plena, sin calificativos). Creación estética

verbal.Etapas de consolidación: Fogoneros. Profesionales. Autores consagrados (Bioy Casares, Borges, etc.). Nacen estilos: Bradbury, Dick, etc. Las exigencias de Campbell en 1939: Calidad literaria de los textos. Base científica seria. Efectos sobre hombre y sociedad.

III. Etapas: 1.Precursores: Luciano (II d. C.), Cyrano de Bergerac (viaje a

la Luna), (XVII). J. Swift: utopía y viajes imaginarios, isla volante (XVIII). Kircher (viaje al centro de la Tierra, “la Tierra hueca”).Micromegas de Voltaire (llegada de un habitante del planeta Sirio, XVIII). Frankestein o el moderno Prometeo (1817) de Mary Shelley (“el síndrome de F.” la creatura contra el creador). La Eva futura (1886) de Villiers de Lisle Adam (una androide).

2.Iniciadores: -Julio Verne. Positivista. Nace la hard sf (la CF dura) y la gadget story. Importan la máquina, el aparato, la base científica firme. “Yo aplico la ciencia; Wells, inventa”, dijo.-H. G. Wells. La máquina del tiempo (1895). Hay filme. Se aplica a la reflexión sobre la evolución humana y social por efecto de la ciencia. La guerra de los mundos (1896), invasión marciana. Transmisión radial en 1939 por Orson Welles.

3.Fundadores. Programáticos, organizan revistas, colecciones, fandom. EE.UU.1.Hugo Gernsback. Funda Amazing Stories. Pulps. Acentúa

lo “científico”.2. John Campbell. 1939 se hace cargo de Astounding SF.

Las “exigencias”. Surgen: Theodore Sturgeon, Isaac Asimov, Heilein, Van Vogt.

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-Surge otra línea: Los mitos de Cthullu de Howard Ph. Lovecraft.-Puente hacia el cambio: Ray Bradbury. Cordwainer Smith.-La Nueva Ola: EL ESPACIO INTERIOR: James Ballard, Ursula Le Guin, Brian Aldiss, Roger Zelazny. El inconsciente colectivo, los efectos espirituales, aspectos religiosos, etc.

IV. Subgéneros: 1.La CF dura (hard). Con apoyo sólido y explicación de las

bases científicas. Arthur Clarke. 2001 Odisea del espacio.Hay filme de Stanley Kubrick. Atención a máquinas, teorías, etc.

2.La space ópera: guerras interestelares, viajes interplanetarios, platos voladores. Héroes: John Carter (E. R. Burroughs) y Gordon (Hamilton). La guerra de las galaxias. Hay filme. Series televisivas: Viaje a las estrellas. Abundan los comics en esta modalidad.

3.Espada y brujería (sword and sorcery). Asocia elementos de aventuras, ciencia y elementos maravillosos y mágicos.

4.Cyberpunk: apocalipsis cibernético, catástrofes atómicas, etc.

5.Ficción especulativa: se asocia al espacio interior. Se incorporan ciencias blandas: psicología, sociología, etnología, lingüística.

V. Los temas.1.La técnica: máquinas, inventos, robots, aparatos, etc.

Peligros.2.Otros mundos: Imperios galácticos. Guerras:

ataque/defensa. Invasiones, exploraciones.3.Los extraterrestres: alienígenas o xenoides. Relatividad de

lo humano. Poderes parapsicológicos (telepatía, telekinesia, desdoblamientos, metamorfosis, proyecciones mentales objetivas, etc.). Morfología: BEM, diversos aspectos. Necesidades: oxígeno, agua, sangre, desovar.

4.El viaje: la nave: microcosmos, una humanidad en pequeño, reacciones. El retorno y los cambios.

5.La sociedad: megápolis. Superpoblación. Catástrofes. Cacoutopías. La publicidad y la manipulación. Lavado de cerebro. Regresión (El señor de las moscas de W. Golding. Hay filme.

6.El hombre y sus cambios: Androide (creatura de Frankenstein). Cyborg (Robocop, asocia elementos orgánicos y cibernéticos). Mutantes: Biológico. Psicológico (superhombre, superniño). Más que humano de Th. Sturgeon.

7.El tiempo: Dilatarlo (hibernación). Modificarlo (catacronismos). Viajes en el tiempo. Acelerarlo o desacelerarlo. Eliminarlo: eternidad.

LA CF: PROFETICA MITICA.

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-LA CF COMO MITO DE NUESTRO TIEMPO o MATRIZ DE MITOS: los salvadores extraterrestres, el superhombre, el dominio del tiempo, la eutopía y la cacoutopía futuras, la raza superior, la destrucción del mundo por la técnica, la metamorfosis del hombre, la muerte del antropocentrismo, el apocalipsis atómico, el desarraigo y la extrañeza del hombre en la Tierra.-LA CF propone a la reflexión varias cuestiones fundamentales. Obliga a una flexibilización creciente frente a realidades nuevas y cambiantes. Desarrolla la imaginación y la extraambientación. Muestra constantes humanas y tendencias naturales positivas y negativas. Pone en claro que el hombre proyecta lo propio y aún su historia en sus ficciones. Se verifican situaciones humanas básicas en otras dimensiones: lucha por la libertad, sometimiento y esclavitud, totalitarismos, colonialismos, racismos, etc.

Textos

SELECCIÓN DE CUENTOS POLICIALES

1. “La carta robada”, de E. A. Poe 2. “La muerte y la brújula”, de Jorge Luis Borges 3. “La espera”, de J. L. Borges 4. “El carbunclo azul”, de Arthur Conan Doyle 5. “La cruz azul”, de G. K. Chesterton 6. “Las señales”, de Adolfo Pérez Zelaschi 7. “Los asesinos”, de E. Hemingway 8. “Orden Jerárquico”, de E. Goligorsky

1. “La carta robada”, de E. A. Poe

Nil sapientiae odiosius acumine nimio. Séneca.

Me hallaba en París en el otoño de 18… Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del Nº 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la policía de París.Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho,

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a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.- Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad.- He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era “raro”, por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de “rarezas”.- Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.- ¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato.- ¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo, y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos, pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.- Sencillo y raro -dijo Dupin.- Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.- Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo.- ¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas.- Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.- ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?- Un poco demasiado evidente.- ¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. ¡Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa!- Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.- Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.- Hable usted -dije.- O no hable -dijo Dupin.- Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.- ¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin.- Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias

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que tendrían lugar inmediatamente después de que aquel pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.- Sea un poco más explícito -dije.- Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.El prefecto estaba encantado del cant diplomático.- Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.- ¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas, y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.- Pero ese dominio -interrumpí- dependería de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...?- El ladrón -dijo G...- es el ministro D..., que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.- Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.- En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.

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- Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.- Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es posible que, en efecto, se tenga de mí tal opinión.- Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.- Muy cierto -convino G...-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.- Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.- ¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia, pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener la seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.- ¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?- Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D..., exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.- ¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunté.- Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin.- Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.- Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.

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- Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D. .. no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.- No es completamente loco -dijo G...-, pero es un poeta que, en mi opinión, es, poco más o menos, lo mismo.- Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar-, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.- Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté.- Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.- ¿Por qué?- Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.- Pero, no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté.- De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.- Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?- Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una

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manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.- Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de cama, así como los cortinados y alfombras.- Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimientos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.- ¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!- Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.- ¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?- Dicho terreno está pavimentado con ladrillos de todas partes. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.- ¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de su biblioteca?- Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.- ¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?- Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.- ¿Y el papel de las paredes?- Lo mismo.- ¿Miraron en los sótanos?- Miramos.- Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.- Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted hacer?- Revisar de nuevo completamente la casa.- ¡Pero es inútil! -replicó G...-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.

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- No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.- ¡Oh, sí!Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:- Veamos, G..., ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.- ¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.- ¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin.- Pues... a mucho dinero..., muchísimo... No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres veces más, no podría hacer más de lo que he hecho.- Pues... la verdad... -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G..., que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse. ¿No cree que... aún podría hacer algo más, eh?- ¿Cómo? ¿En qué sentido?- Pues..., puf..., podría usted..., puf, puf..., pedir consejo en este asunto..., puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?- No. ¡Al diablo con Abernethy! De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Erase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar su caso personal como si se tratara del de otra persona. “Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?” “Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que viera a un médico”.- ¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.

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- En este caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Este lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara un cheque.Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.- La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D..., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.- ¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí.- Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.- Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de “par e impar” atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: “¿Par o impar?”. Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y

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que, levantando la mano cerrada, le pregunta: “¿Par o impar?”. Nuestro colegial responde: “Impar”, y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: “El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.” Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: “Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares”. Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llamaban “afortunado”, ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado?- Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.- Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: “Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamiento o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara”. Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella1 .- Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.- Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en 1 Los dos primeros, se sabe, son moralistas franceses, autores de agudas observaciones sobre la índole de los hombres y de la condición ética, sentimental, pasional, etc. En el caso de La Rochefoucauld, pueden leerse sus célebres Máximas y sentencias. De La Bruyère recuérdense Los caracteres. Maquiavelo ha recogido su experiencia de la naturaleza política y moral del hombre en El príncipe. Campanella lo ha hecho en su tratado utópico La ciudad del Sol.

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este asunto de D..., ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que el mismo se ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnífica, lo cual equivale a la misma cosa a ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.- ¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.- Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido incapaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.- Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.- Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention recue est une sottise, car elle a convenu

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au plus grand nombre2. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término “análisis” en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que “análisis” abarca “álgebra”, tanto como en latín ambitus implica “ambición”; religio, “religión”, u homines honesti, la clase de las gentes honorables3.- Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.- Niego la validez y, por lo tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente, a la suma de su valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant4

alude a una análoga fuente de error cuando señala que, “aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes.” Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las “fábulas paganas” constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: Jamás he 2 Chamfort, Sébastien-Roch-Nicolas (1741-1794), literato y moralista francés, comediógrafo. Fueron muy difundidos en el XIX sus Máximas y pensamientos (1803), donde figura la frase que cita Dupin: “Puede apostarse que toda idea pública, toda convención recibida es una tontería, pues ella ha convenido a la mayoría”.Adviértase la insistencia en la lectura de moralistas como útiles para un detective, en tanto le ayudan a esclarecer los resortes más íntimos del alma humana y, con ello, el centro de las motivaciones.3 Los vocablos y expresiones latinas citados tienen, en su lengua varias acepciones, o mayor latitud de acepción que sus traducciones modernas, que estrechan los significados a una sola acepción.4 Bryant William Cullen (1794-1878), poeta y periodista norteamericano, traductor de la Ilíada y Odisea al inglés y autor del manual de mitología que se cita, de enorme difusión en el siglo XIX.

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encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2 + px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2 + px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la pesquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D. .. terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.- Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.- El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiae5, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad en movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no

5 “Fuerza de la inercia”, en latín.

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menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?- Jamás se me ocurrió pensarlo -dije.- Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada; el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesiva y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D... en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trata del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped.Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que se aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que provocara mis sospechas.

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Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimientos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro, revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimientos superiores del tarjetero.Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente cara mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba una analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D..., y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento: todo ello, digo, sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por lo tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero: pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché enseguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de

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una multitud aterrorizada. D... corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan.La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.- ¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?- D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En su hotel no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama “cierta persona”, se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.- ¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?- ¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco! Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría.De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabra:Un dessein si funeste,S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

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Las hallará usted en el Atrée de Crébillon6 .

2. “La muerte y la brújula”, de Jorge Luis Borges

Publicado en el Nº 92 de la revista Sur, 1942.Recogido en Ficciones. Buenos Aires, Sur, 194, pp. 16-179.

A Mandie Molina Vedia.

De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño -tan rigurosamente extraño, diremos- como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Tristele-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur.El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord -ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua). El cuatro, a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de

6 Prosper Jolyot de Crébillon (1674-1762), dramaturgo francés, cuyas obras Idomeneo y Atreo (1707) resultaron exitosas. Compuso Electra, Radamisto, Jerjes, Semíramis y, la más notable, Zenobia. Sus piezas son truculentas, tenebrosas y de enredada intriga, lo que parece haber sido de interés para Poe. El mito de los dos hermanos lo explico en el comentario. La frase del drama Atreo dice: “Un designio funesto, si no es digno de Atreo, lo es de Tiestes”.

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horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.- No hay que buscarle tres pies al gato -decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro-. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?- Posible, pero no interesante -respondió Lönnrot-. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.Treviranus repuso con mal humor:- No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.- No tan desconocido -corrigió Lönnrot-. Aquí están sus obras completas. -Indicó en el placard una fila de altos volúmenes: una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.- Soy un pobre cristiano -repuso-. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.- Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías -murmuró Lönnrot.- Como el cristianismo -se atrevió a completar el redactor do la Yidische Zaitung-. Era miope, ateo y muy tímido. Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa:

La primera letra del Nombre ha sido articulada

Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia) su noveno atributo, la eternidad -es decir, el conocimiento inmediato de todas

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las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre -el Nombre Absoluto.De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Este quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y a derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver). Las palabras de tiza eran las siguientes:

La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y de Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval) Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon -esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias. Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés,

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abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish -él en voz baja, gutural, ellos con voces falsas, agudas- y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes). Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía:

La última de las letras del Nombre ha sido articulada

Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillos de marca húngara; en un armario, un libro en latín -el Philologus hebraeo-graecus (1739) de Leusden- con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Este, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:

- ¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. - Esto quiere decir, -agregó-, El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.El otro ensayó una ironía.

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- ¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?

- No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó “las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos”; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, “aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio”; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.Este recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran “los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico”; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geométrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot -indiscutible merecedor de tales locuras.Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también...Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:

- Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.

- Entonces ¿no planean un cuarto crimen?- Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar

muy tranquilos-. Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy.Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado -Red Scharlach- hubiera dado cualquier cosa por conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó... Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos,

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caras, trámites judiciales y carcelarios), apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía el agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el portón infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba una sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.

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Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso.Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:- Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche un día.Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró su voz.- Scharlach ¿usted busca el Nombre Secreto?Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.- No -dijo Scharlach-. Busco algo más afímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goím: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al norte o al sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas -entre ellos, Daniel Azevedo- el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la mañana irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en

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los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo “sacrificio” elegí la del tres de enero. Murió en el Norte; para el segundo “sacrificio” nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.El tercer “crimen” se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público: yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton -el Nombre de Dios, JHVH- consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden: ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.- En su laberinto sobran tres líneas -dijo por fin-. Yo se de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de

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camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.- Para la otra vez que lo mate -replicó Scharlach- le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante.Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.

1942

3. “La espera”, de J. L. Borges

El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invernáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer; los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente de su sangre.El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: “Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación”.Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío

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secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia.El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores; éstas sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no los advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte.No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término -salvo que el diario, una mañana trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer, ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio.Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro.Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del

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Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas.Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez, el otro, atónito balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo, donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricables pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villari entraban con revólveres en la pieza o lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, lo tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño el ataque se repetía y en otro sueño tenía que volver a matarlos.Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños del temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara, Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.

4. “El carbunclo azul”, de Arthur Conan Doyle

Dos días después de Navidad, fui a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con el propósito de brindarle los saludos propios de la época.

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Estaba tendido en el sofá con una bata color púrpura, el soporte de pipas a su derecha y una pila de diarios arrugados, sin duda recién estudiados, al alcance de la mano. Junto al sofá había una silla de madera, y de uno de los ángulos del respaldo colgaba un sombrero de fieltro engrasado y ajado, deteriorado por el uso y agrietado en varios puntos. Una lupa y unas pinzas en el asiento de la silla sugerían que el sombrero había sido puesto allí para ser examinado.—Lo veo ocupado— dije —y tal vez lo estoy interrumpiendo…—No, en absoluto. Me alegra tener un amigo con quien discutir mis conclusiones. Es una cuestión totalmente trivial —con el pulgar me señaló el viejo sombrero— pero con algunos aspectos que no carecen de interés e incluso de enseñanza.Me senté en su sillón y me calenté las manos junto al fuego; había caído una penetrante helada y las ventanas estaban empañadas por la escarcha.—Supongo— observé —que este objeto de apariencia tan modesta está ligado a alguna historia peligrosa, y es la pista que lo guiará a la solución de algún misterio y al castigo de algún crimen.—No, no. De ningún crimen— dijo Sherlock Holmes, riendo—. Sólo de uno de esos incidentes pequeños y curiosos que suceden cuando se aglomeran cuatro millones de personas empujándose unas a otras, en un espacio de pocos kilómetros cuadrados.. En un enjambre humano tan denso, las acciones y reacciones pueden generar toda clase de combinaciones de hechos y aparecen muchos problemas pequeños, que sin llegar a ser ilegales son raros y pintorescos. Algunas experiencias de esta clase hemos tenido.—Efectivamente— observé —ya que en los últimos seis casos que he añadido a mis notas, hay tres que carecen de crímenes.—Es cierto. Usted alude al intento de recuperar los papeles de Irene Adler, al extraño caso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventura del hombre con el labio retorcido. Bien. No tengo dudas de que esta cuestión va a caer en esa inocente categoría. ¿Conoce a Peterson el conserje?—Sí.—Este trofeo es suyo.—¿Es su sombrero?—No, no; lo encontró. Pertenece a un desconocido. Le pido que lo mire, no como un sombrero deteriorado, sino como un problema intelectual. En primer lugar hay que saber cómo llegó hasta aquí. Apareció durante la mañana de Navidad, en compañía de un ganso bien gordo que en este momento, seguramente, se está asando en el horno de los Peterson. Los sucesos fueron los siguientes. Aproximadamente a las cuatro de la madrugada de Navidad, Peterson, que como usted sabe es una persona muy honesta, volvía de una pequeña celebración, caminando por Tottenham Court Road. A la luz del farol, vio delante de él a un hombre alto, con cierta inestabilidad en los pies, que llevaba sobre el hombro un ganso blanco. Al llegar a la esquina de Goodge Street estalló una pelea entre el desconocido y una pequeña banda de rufianes. Uno de ellos le sacó el sombrero de un golpe, él levantó un bastón para

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defenderse y al revolearlo sobre su cabeza, rompió la vidriera de un negocio que estaba detrás. Peterson corrió para protegerlo de los asaltantes, pero el hombre, asustado por haber roto la vidriera y al dándose cuenta de que corría hacia él una persona con uniforme, arrojó el ganso y desapareció en el laberinto de pequeñas calles en las que desemboca Tottenham Court Road. Los maleantes también huyeron intimidados ante la apariencia de Peterson, por lo que éste quedó en posesión del campo de batalla y también de los despojos de la victoria: un sombrero arruinado y un respetable ganso de Navidad.—Que seguramente devolvió a su dueño…—Mi querido amigo, ése es el problema. Es cierto que hay una tarjeta atada a la pata izquierda del animal que dice "Para la señora de Henry Baker", y que las iniciales "H. B." son legibles en la entretela del sombrero, pero en nuestra ciudad debe haber miles de Bakers, y cientos de Henry Bakers y no debe ser sencillo devolverles algo que hayan perdido.—¿Qué hizo entonces Peterson?—El sabe que aun el problema más insignificante me interesa, por eso la mañana de Navidad me trajo el ganso y el sombrero. Guardamos el ganso hasta hoy, pero a pesar de la helada advertimos señales de que era necesario comerlo sin demora. En vista de eso, quien lo encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo ganso y yo sigo conservando el sombrero del desconocido que perdió su comida de Navidad.—¿No tuvo noticias de él?—No.—¿Y cómo lo puede identificar?—Sólo por lo que podamos deducir.—¿De este sombrero?—Exactamente.—Está bromeando. ¿Qué puede deducir de ese viejo sombrero arruinado?—Aquí tiene mi lupa. Usted conoce mis métodos. Dígame qué puede sacar en limpio acerca de la personalidad del dueño.Tomé el maltratado objeto y desganadamente le di varias vueltas. Era un sombrero negro común, redondo, vulgar, compacto y muy usado. El forro debía haber sido de seda roja, pero estaba decolorado. No tenía el nombre del fabricante, aunque como Holmes me había hecho notar, tenía las iniciales "H.B." garabateadas en un costado. El ala había sido agujereada para colocar una traba, pero el elástico se había perdido. En cuanto al resto, estaba sucio, agrietado y parecía que habían querido emparchar con tinta los lugares desteñidos.—No veo nada— dije mientras se lo devolvía a mi amigo.—Al contrario, Watson, puede ver todo. Sin embargo, falla cuando razona sobre lo que ve. Es usted muy tímido para sacar conclusiones.—Entonces, dígame por favor qué deduce de este sombrero.Lo tomó y lo observó con su característica introspectiva.

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—Tal vez sea menos sugerente de lo que debiera ser, pero nos lleva a algunas conclusiones muy claras y a otras que al menos presentan una fuerte probabilidad. Es obvio que pertenece a un hombre notablemente intelectual, que hace tres años tenía una buena situación económica pero que ahora pasa por una mala época. Era un hombre cuidadoso, pero ya no lo es, y hay señales de un retroceso moral que comenzó con la disminución de su fortuna, y que parece indicar que actúa sobre él alguna influencia nefasta, probablemente la bebida. Esto podría atribuirse al hecho evidente de que la esposa ha dejado de quererlo. —¡Mi querido Holmes! —Pero todavía conserva cierto grado de respeto por sí mismo— prosiguió sin advertir mi resistencia. Es un hombre de vida sedentaria, sale poco, no está en buen estado físico, es de mediana edad, de cabellos grises recién cortados, y usa fijador. Esos son los hechos más notorios que se pueden deducir de ese sombrero. También sé que es poco probable que tenga instalación de gas en su casa. —Realmente, Holmes, está bromeando. —De ninguna manera. ¿Es posible que aun con estos datos no entienda de dónde provienen mis conclusiones? —No me cabe duda de que soy muy estúpido, pero le confieso que no puedo seguirlo. Por ejemplo, ¿cómo deduce que el hombre es un intelectual? Como respuesta, Holmes se puso el sombrero. Le cubrió la frente y le llegó hasta el puente de la nariz. —Es un problema de capacidad cúbica —dijo—. Un hombre que tiene tanta cabeza debe tener algo dentro de ella. —¿Y que perdió su fortuna? —Ese sombrero tiene tres años. Por esa época aparecieron las alas planas y curvas. Es un sombrero de muy buena calidad. Mire la cinta de seda que lo ribetea, y la categoría del forro. Si hace tres años un hombre pudo comprar este sombrero tan caro y desde entonces no se ha comprado otro, es porque las cosas le empezaron a ir mal. —Bueno, eso parece bastante claro. ¿Pero cómo sabe que era cuidadoso y que tuvo un descenso moral? Sherlock Holmes rió. —Por este detalle —dijo señalándome con el índice la presilla del sujeta sombreros— nunca se venden los sombreros con esto. Si el hombre lo encargó especialmente a fin de prevenirse contra el viento, demuestra que era cuidadoso. Pero como podemos ver, se le rompió el elástico y no se molestó en reemplazarlo; es evidente que ya no es tan meticuloso como antes, lo que prueba cierto abandono personal. Por otro lado, ha intentado ocultar con tinta algunas manchas del sombrero, señal de que no ha perdido del todo el respeto por sí mismo. —Su razonamiento es bastante plausible. —Los demás detalles, tales como que es de mediana edad, que su cabello es gris, que se lo ha cortado recientemente y que usa fijador, se deducen de un atento examen a la parte inferior del forro. La lupa

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muestra gran número de puntas de cabello prolijamente cortadas por las tijeras de un peluquero. Todas parecen untadas y huelen a fijador. Como puede observar, el polvo que lo recubre no es el arenoso y gris de la calle, sino el pardo y tenue de una casa, lo que revela que la mayor parte del tiempo ha permanecido colgado, mientras que las marcas interiores son una prueba positiva de que el hombre transpira en abundancia, y por lo tanto no puede encontrarse en buen estado físico. —Pero usted dijo que su esposa ya no lo amaba. —Hace algunas semanas que nadie cepilla este sombrero. Mi querido Watson, cuando lo vea con polvo de una semana acumulado en el sombrero, y cuando su esposa le permita que salga de ese modo, sospecharé que ha perdido su cariño. —Pero podría haber sido soltero. —No, él le llevaba el ganso a su mujer como una ofrenda de paz. Recuerde el texto de la tarjeta que el animal tenía en la pata izquierda. —Tiene una respuesta para todo. ¿Pero cómo diablos deduce que en la casa no hay instalación de gas? —Una o quizás dos gotas de sebo pueden caer encima de alguien por casualidad. Cuando se encuentran no menos de cinco, pienso que no hay dudas de que el individuo debe estar en contacto frecuente con una vela encendida, probablemente a la noche, mientras sube las escaleras, con una vela en una mano y el sombrero en la otra. ¿Está satisfecho? —Bueno, es muy ingenioso— dije riendo—. Pero por lo que relató hasta ahora, no veo que se haya cometido algún crimen y salvo la perdida del ganso, todo parece ser un desperdicio de energía. Sherlock Holmes había entreabierto la boca para contestarme, cuando la puerta se abrió y Peterson, el conserje, irrumpió dentro del cuarto con las mejillas coloradas y la expresión de un hombre demudado por el asombro. —¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso!— exclamó jadeando. —¿Qué sucede? ¿Ha retornado a la vida y se escapó por la ventana de la cocina?— Holmes se acomodó en el sofá para ver mejor el rostro del hombre. —¡Mire aquí, señor! ¡Mire lo que mi mujer encontró en el buche! Extendió la mano y sobre su palma brilló una centelleante piedra azul, pequeña como una semilla, pero tan pura y radiante que destellaba como un punto eléctrico. Sherlock Holmes se incorporó lanzando un silbido: —¡Por Júpiter, Peterson! —dijo— ¡Esto es un tesoro! ¡Supongo que sabe de qué se trata! —¡Un diamante, señor, una piedra preciosa! Corta el vidrio como si fuera masilla. —Es más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa. —¿No será el carbunclo azul de la condesa de Morcar? —Ese es. Reconozco la forma y el tamaño porque veo el anuncio que aparece todos los días en The Times. Es único y no se puede conjeturar en cuánto está valuado, pero la recompensa es de mil

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libras esterlinas y eso no es ni la vigésima parte de su precio de mercado. —¡Mil! ¡Dios mío! El conserje se dejó caer sobre una silla y su mirada atónita se paseó de uno a otro. —Esa es la recompensa, pero tengo motivos para creer que hay ciertas razones sentimentales de fondo, por las cuales la condesa daría la mitad de su fortuna con tal de recobrar la gema., —Si yo no recuerdo mal, la perdió en el Hotel Cosmopolitan— observé. —Hace cinco días, exactamente el 22 de diciembre. Se acusó a John Horner, un plomero, de haberla robado del alhajero de la dama. La evidencia en su contra era muy fuerte y la causa ya se remitió a juicio. Tengo alguna información sobre este asunto, creo. Revolvió los periódicos revisando fechas, hasta que extrajo uno del montón, lo alisó, dobló la hoja y leyó el siguiente párrafo:

"Robo de Joyas en el Hotel Cosmopolitan. John Horner, 26 años, plomero, fue arrestado el 22 del corriente, bajo el cargo de haber sustraído del alhajero de la condesa de Morcar la valiosa gema conocida como el carbunclo azul. James Ryder, primer portero del hotel, testificó que durante el día del robo había acompañado a Horner al cuarto de vestir de la condesa, para que soldara una reja de la chimenea que se había soltado. Permaneció con Horner durante un rato, pero luego lo llamaron y tuvo que ausentarse. Al regresar encontró que Horner había desaparecido, el escritorio estaba forzado y el pequeño cofre de cuero donde la condesa acostumbraba guardar sus joyas estaba sobre el tocador, vacío. Ryder dio la alarma de inmediato y Horner fue arrestado esa misma noche, pero la piedra no pudo ser hallada, ni sobre su persona ni en sus habitaciones. Catherine Cusack, doncella de la condesa, testificó haber escuchado el grito que lanzó Ryder al descubrir el robo y que ella, al entrar corriendo a la habitación, encontró la situación como la había descrito el testigo. El inspector Bradstree, de la División B, declaró que al arrestar a Horner, éste se resistió furiosamente y declaró su inocencia con las palabras más duras. Ante la evidencia de que el prisionero había sido condenado por robo anteriormente, el magistrado rehusó tratar sumariamente el caso y lo envió al tribunal correspondiente. Horner, quien mostró señales de intensa emoción durante estos procedimientos, finalmente se desvaneció y fue retirado de la sala."

—¡Hum!, demasiado para el Tribunal de Policía— dijo Holmes pensativo, apartando el periódico—. Lo que debemos resolver es la secuencia de hechos que van desde el robo de la joya hasta el buche de un ganso en Tottenham Court Road. Como ve, Watson, nuestras

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pequeñas deducciones han asumido de pronto gran importancia y han perdido su aspecto inocente. Aquí está la piedra, la piedra vino del ganso, y el ganso vino del señor Henry Baker, el caballero dueño del sombrero que tiene todas esas características con las que ya lo he aburrido. Así que ahora debemos ponernos serios, encontrar a ese caballero, y saber cuál fue su papel en este pequeño misterio. Para esto podemos probar primero el camino más sencillo, que es sin duda poner anuncios en todos los periódicos vespertinos. Si falla, recurriré a otros métodos. —¿Qué pondrá en el aviso? —Déme un lápiz y ese pedazo de papel. Veamos: "Encontramos en la esquina de Goodge Street un ganso y un sombrero negro de fieltro. Señor Henry Baker, si los quiere recuperar concurra esta tarde a las seis y media al 221 —B de Baker Street". Es claro y conciso. —Bastante. ¿Pero lo leerá? —Pues, es muy probable que le dé una ojeada a los diarios, porque para un hombre pobre ha sido una gran pérdida. Además va a figurar su nombre y eso lo incitará a mirar y también a todos los que lo conozcan. Aquí tiene, Peterson, corra a la agencia y haga que se publique en los diarios vespertinos. —¿En cuáles, señor? —En el Globe, Star, Pall Mall, St. James's Gazette, Evening News, Standard, Echo y cualquier otro que se le ocurra. —Muy bien, señor. ¿Y la gema? —¡Ah, sí! Yo la guardaré. Gracias. Y, Peterson, cuando vuelva compre un ganso y tráigamelo. Lo necesitamos para el caballero, en reemplazo del que su familia se está devorando. Cuando el conserje se marchó, Holmes levantó la piedra y la puso a contraluz. —Es magnífica— dijo—. Mire cómo brilla y cómo centellea. Por supuesto, es un foco de atracción para cualquier crimen; toda buena joya lo es. Son la carnada del demonio. En las joyas grandes y más antiguas, se puede afirmar que a cada faceta le corresponde un episodio de sangre. Esta no tiene más de veinte años. Fue encontrada en las orillas del río Amoy, en China, y es valiosa porque tiene todas las particularidades del carbunclo, salvo que es de color azul oscuro en vez de rojo rubí. A pesar de su juventud, tiene una historia siniestra. Ha habido ya dos muertes, un lanzamiento de vitriolo, un suicidio, unos cuantos robos y todo a causa de cuarenta quilates de carbón cristalizado. ¿Quién podría pensar que un juguete tan hermoso iba a ser proveedor del patíbulo y la prisión? La guardaré en mi caja fuerte y le escribiré unas líneas a la condesa informándole que está en nuestro poder. —¿Piensa que Horner es inocente? —No sabría decirle. —¿Sospecha que Henry Baker tuvo algo que ver? —Creo que Henry Baker es un hombre inocente y que no tenía la menor idea de que el ave que llevaba valía más que un ejemplar de

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oro macizo. Eso lo determinaré con una simple prueba, si es que tenemos respuesta a nuestros avisos. —¿Y hasta entonces no podrá hacer nada? —Nada. —En ese caso continuaré con mi jornada profesional. Pero volveré a la hora indicada en el aviso porque me gustaría ver como se soluciona este asunto. —Con mucho gusto. Yo ceno a las siete. Hay pavo, creo. En vista de lo que ha sucedido recientemente, quizás le pida a la señora Hudson que le registre el buche. Me demoré con un paciente, y un poco después de las seis y media llegué una vez más a Baker Street. Mientras me aproximaba a la casa vi a un hombre alto, con gorra escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla esperando afuera, en el semicírculo brillante que arrojaba la luz de la puerta. Esta se abrió y juntos entramos a la casa de Holmes. —El señor Henry Baker, me imagino— dijo mi amigo mientras se levantaba del sillón y saludaba al visitante con ese aire desenvuelto que con tanta facilidad podía adoptar—. Por favor, señor Baker, siéntese cerca del fuego. Es una noche fría, y veo que su circulación se adapta mejor al verano que al invierno. ¡Ah, Watson!, llega justo a tiempo. ¿Es éste su sombrero, señor Baker? —Sí, señor, sin duda. Era un hombre robusto, de hombros cargados, cabeza maciza y cara inteligente y ancha que se afinaba en una canosa barba puntiaguda. Un toque colorado en la nariz y las mejillas y el leve temblor de la mano extendida, me recordaron la presunción de Holmes acerca de sus hábitos. Llevaba una chaqueta negra abotonada hasta arriba con el cuello levantado, y no había indicios de puños o camisa en las delgadas muñecas que sobresalían de las mangas. Hablaba en voz baja, por impulsos, eligiendo las palabras con cuidado y daba la impresión general de ser un hombre instruido y de letras, vapuleado por la fortuna. —Guardamos estas cosas desde hace unos días— dijo Holmes —porque esperábamos ver algún anuncio suyo con su dirección. No entiendo por qué no lo publicó.Nuestro visitante rió un tanto avergonzado y dijo: —Mi situación económica no es la misma de antes. Además, estaba seguro de que el sombrero y el ave habían sido llevados por la pandilla que me agredió. No quise desperdiciar dinero en un intento vano por recuperarlos. —Es lógico. Con respecto al ave, nos vimos obligados a comerla. —¡A comérsela! El impacto de la noticia hizo que el visitante se levantara a medias de la silla. —Sí, si no la comíamos, ya no la iba a poder comer nadie. Pero imagino que también le servirá ese ganso que está sobre el aparador; tiene el mismo peso y está completamente fresco… —Oh, seguro, seguro— respondió el señor Baker con un suspiro de alivio.

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—Por supuesto, si lo desea, tenemos las plumas, las patas, y el buche de su ave… El hombre lanzó una cálida carcajada. —Podría usarlas como reliquias de mi aventura —dijo—. Me cuesta imaginar para estos disjecta membra algún otro uso. No señor, con su permiso pondré todo mi esmero en esa excelente ave que veo sobre el aparador. Sherlock Holmes me miró en forma penetrante y se encogió levemente de hombros. —Si me disculpa, ¿le puedo preguntar dónde compró el otro ganso? Soy bastante aficionado a las aves y pocas veces he visto una mejor alimentada. —Cómo no, señor— dijo Baker, ya de pie y con su posesión bajo el brazo—. Soy parte de un pequeño grupo que frecuenta el mesón Alpha, cerca del museo. Durante el día nos encontramos en el mismo museo, ¿comprende? Este año, Windigate, el propietario, formó un Club del Ganso que, mediante el pago de algunos peniques cada semana, entregaba una de estas aves en Navidad. Yo pagué con regularidad y el resto ya lo conoce. Estoy en deuda con usted, señor, porque usar gorro escocés no va con mi compostura ni con mi edad. Con cómica pomposidad se inclinó solemnemente ante nosotros y se marchó. —Asunto concluido con el señor Henry Baker— dijo Holmes, cuando la puerta se cerró tras él—. Seguro que no sabe nada del tema. ¿Tiene apetito, Watson? —No mucho. —Entonces le sugiero que posterguemos nuestra cena y sigamos esta pista mientras esté fresca. Era una noche gélida, por lo que nos pusimos nuestros gabanes y nos envolvimos los cuellos con bufandas. Afuera, las estrellas brillaban fríamente en un cielo sin nubes y el aliento de los caminantes se convertía en humo, como algunos disparos de pistola. Nuestras pisadas resonaban secas y sonoras mientras cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street, Harley Street, y luego Wigmore Street hasta salir a Oxford Street. Al cabo de un cuarto de hora estábamos en Bloomsbury, en el mesón Alpha, una pequeña taberna en la esquina de una de las calles que desembocan en Holborn. Holmes empujó la puerta del salón reservado y le pidió dos vasos de cerveza al dueño, un hombre de cara colorada que llevaba un delantal blanco. —Su cerveza debe ser tan magnífica como sus gansos— dijo. —¿Mis gansos?—. El hombre parecía sorprendido. —Sí. Hace apenas hace un cuarto de hora estuve hablando con el señor Henry Baker, un miembro de su Club del Ganso. —Ah, sí. Pero en realidad, señor, los gansos no son míos. —¿Entonces, de quién son? —Le compré dos docenas a un vendedor de Covent Garden. —¿En verdad? Conozco a algunos. ¿Quién era? —Su apellido es Breckinridge.

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—Ah, no, no lo conozco. Bueno, a su salud y prosperidad. Buenas noches. —Vamos a buscar al señor Breckinridge— dijo abotonándose el abrigo mientras salíamos al aire helado—. Recuerde, Watson, a pesar de que tenemos al final de esta cadena algo tan común como un ganso, en el otro extremo hay un hombre, que a menos que podamos probar su inocencia, seguramente será condenado a siete años de cárcel. Es posible que esta investigación confirme su culpabilidad, pero de todos modos, seguimos un camino que la policía no conoce y que llegó a nuestras manos por una extraña coincidencia. ¡Hacia el sur, pues y marcha rápida! Fuimos por Holborn, continuamos por Endell Street, y atravesamos en zig—zag los suburbios hasta el mercado de Covent Garden. En uno de los puestos más grandes había un cartel que decía "Breckinridge", y el propietario, con aspecto de apostador de caballos, de cara afilada y patillas recortadas, ayudaba a un muchacho a levantar las persianas. —Buenas noches. En verdad hace frío. El vendedor asintió con la cabeza y clavó en mi compañero una mirada interrogadora. —Por lo que veo, vendió todos los gansos— dijo Holmes señalando el mostrador de mármol. —Puedo conseguirle quinientos para mañana a la mañana. —Con eso no hago nada. —Bueno, tengo en el puesto algunos chamuscados por la llama del gas. —Sepa que vine recomendado… —¿Por quién? —Por el dueño del Alpha. —Ah, sí. Le vendí un par de docenas. —Muy buenas aves, también. ¿Dónde las compró? Ante mi sorpresa, la pregunta le provocó al vendedor un ataque de ira. —Oiga, señor— dijo con actitud desafiante —¿adónde quiere llegar? Sea claro y directo. —He sido claro. Sólo deseo saber quién le proveyó los gansos que le vendió al dueño del Alpha. —Bueno entonces yo no quiero contestarle. ¡Así que…! —Pero si es un asunto sin importancia, no entiendo por qué se enoja tanto por semejante pequeñez. —¡Enojarme! Tal vez usted se enojaría como yo, si lo hubiesen molestado como a mí. Pagar bien por un buen artículo debería ser el cierre de un negocio. A qué viene tanto "¿dónde están los gansos?", "¿a quién se los vendió?" y "¿cuánto quiere por ellos?". Con tanto alboroto, uno pensaría que son los únicos gansos del mundo. —Está bien, pero yo no tengo relación con alguna otra persona que lo haya interrogado— respondió con despreocupación Holmes—. Si no quiere contestar, se levanta la apuesta y eso es todo. Aunque siempre estoy dispuesto a arriesgar mi opinión en cuestión de aves y

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había apostado cinco libras a que el ganso que me comí fue criado en la provincia. —Entonces perdió la apuesta, porque fue criado en Londres. —No puede ser. —Es tal como le digo. —No le creo. —¿Piensa que sabe más que yo, que vengo trabajando en esto desde que era un muchachito? Le digo que todas las aves que le envié al dueño del Alpha eran de la capital. —Nunca me convencerá. —¿Qué quiere apostar? —No quisiera sacarle el dinero, sabiendo que tengo razón. Pero le apuesto un soberano, sólo para enseñarle a no ser tan testarudo. El vendedor se rió con expresión severa y dijo: —Dame los libros, Bill. El muchachito trajo un libro fino y pequeño y otro grande, de tapas grasientas y los dejó bajo la lámpara que pendía del techo. —Y ahora, señor "Seguro" —exclamó el vendedor— le dije que se me habían acabado los gansos, pero antes de que termine va a comprobar que en este local todavía queda uno. ¿Ve este pequeño libro? —Sí, ¿y qué? —Esta es la lista de mis compras. Bien, aquí está la página de mis proveedores de la provincia, y los números detrás de los nombres indican en qué página del libro grueso están sus cuentas. Vea esta otra página en tinta roja. Bien. Esta es la lista de mis proveedores de la capital. Ahora, fíjese en el tercer nombre. Léalo en voz alta. —Señora Oakshott, 117 Brixton Road 249— leyó Holmes. —Bien. Ahora dé vuelta la hoja. Holmes así lo hizo. —Aquí está: "Señorea Oakshott, 117 Brixton Road, proveedora de huevos y aves". —¿Cuándo fue el último ingreso? —22 de Diciembre, 24 gansos a siete chelines y seis peniques. —Aquí lo tiene. ¿Y abajo qué dice? —Vendido al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines. —¿Qué tiene que decir ahora? Sherlock Holmes lo miró enojado. Sacó un soberano del bolsillo y lo tiró sobre el mostrador, con el aire de un hombre que siente una rabia tan profunda que no la puede desahogar con palabras. Se detuvo a unos metros bajo un farol y se largó a reír, de ese modo espontáneo y silencioso tan peculiar en él. —Cuando vea a un hombre con las patillas cortadas de esa forma y una boleta de juegos que le asoma por el bolsillo, tenga al certeza de que sólo podrá hacerlo hablar mediante el juego— dijo—. Le puedo asegurar que si hubiera puesto cien libras frente a él, no me hubiera dado una información tan completa como la que me dio pensando que ganaba una apuesta. Bien, Watson, aquí estamos, me imagino que cerca del final de nuestras investigaciones, y el único punto que nos queda por resolver es si vamos esta noche a ver a la señora

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Oakshott, o si lo dejamos para mañana. Por lo que dijo este individuo, es evidente que no somos los únicos ansiosos por averiguar algo. Sus comentarios se vieron interrumpidos de súbito por un griterío que provenía del puesto que acabábamos de dejar. Dimos media vuelta y pudimos ver a un hombrecito de cara arratonada bajo el círculo de luz amarilla que proyectaba la lámpara colgante. Breckinridge, el vendedor, encuadrado en el marco de la puerta de su local, amenazaba ferozmente con los puños al individuo de figura rastrera. —Ya estoy harto de usted y sus gansos— gritó. ¡Desearía que se fueran al diablo juntos! Si alguna otra vez vuelve con sus tonterías, le soltaré los perros. Traiga a la señora Oakshott aquí y entonces le contestaré. Pero usted, ¿qué tiene que ver? ¿Acaso se los compré a usted? —No, pero uno de ellos era mío— lloriqueó el hombrecito. —Pregúntele por él a la señora Oakshott. —Ella me dijo que le preguntara a usted. —Pregúntele al rey de Prusia, si quiere. Yo ya tuve bastante de esto. ¡Fuera! Se lanzó furiosamente contra el curioso, y éste se marchó, perdiéndose en la oscuridad. —Ah, esto nos puede salvar de un viaje a Brixton Road— susurró Holmes —venga, vamos a ver qué podemos averiguar de ese individuo. Mi compañero alcanzó rápidamente al hombrecito y lo tocó en el hombro. Este saltó y se volvió nerviosamente y pude ver a la luz del gas que había desaparecido de su rostro todo vestigio de color. —¿Quién es usted? ¿Qué quiere?— preguntó con voz temblorosa. —Perdone— dijo Holmes —pero escuché sin querer las preguntas que le hizo al vendedor. Pienso que puedo ayudarlo. —¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber algo sobre esto? —Mi nombre es Sherlock Holmes. Mi trabajo es saber lo que los demás ignoran. —¿Pero cómo puede saber algo de esto? —Discúlpeme. Sé todo sobre este tema. Usted trata de seguir el rastro de unos gansos que fueron vendidos por la señora Oakshott, de Brixton Road, a un vendedor llamado Breckinridge, y que éste a su vez vendió al señor Windigate del Alpha, y éste a su club, del cual es miembro el señor Henry Baker. —¡Oh señor, usted es el hombre que yo tendría que haber encontrado antes!— gritó el hombrecito mientras extendía su mano temblorosa—. No puedo llegar a explicarle lo interesado que estoy en este asunto. Sherlock Holmes llamó a un taxi que pasaba por ahí. —En ese caso, mejor es conversar en un cuarto abrigado, y no en esta plaza de mercado azotada por el viento— dijo—. Pero le pido por favor que antes me diga a quién tengo el placer de ayudar. El hombre dudó por un instante y luego contestó mirando de reojo. —Mi nombre es John Robinson.

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—No, no, el nombre real— dijo Holmes con dulzura—. Siempre es más difícil hacer negocios con un alias. Una ola de rubor coloreó las blancas mejillas del desconocido. —Bien— dijo —mi nombre verdadero es James Ryder. —Así es. Primer portero en el Hotel Cosmopolitan. Por favor suba al coche y pronto podré explicarle todo lo que desea saber. El hombrecito se quedó mirándonos alternativamente a uno y a otro, con una mirada entre esperanzada y miedosa, como quien no sabe si está a punto de recibir una bendición o un infortunio. De pronto subió al taxi y al cabo de media hora estábamos de regreso en Baker Street. Durante el viaje nadie dijo una palabra, pero la respiración irregular y brusca de nuestro compañero y el abrirse y cerrarse de sus manos daban cuenta del nerviosismo y la tensión que sentía. —Hemos llegado— dijo alegremente Holmes cuando entramos en el cuarto. La chimenea encendida se ve muy acogedora con este clima. Parece tener frío, señor Ryder. Por favor tome esta silla. Yo voy a ponerme las zapatillas. ¡Ya está! Bueno, ¿quiere saber qué pasó con esos gansos? —Sí, señor. —O mejor dicho, con ese ganso. Porque es en uno, me imagino, en el que está interesado, uno blanco, con una raya negra en la cola. Ryder exclamó con emoción: —¡Oh, señor! ¿Puede decirme dónde está? —Aquí. —¿Aquí? —Sí, un ave de lo más extraordinaria. No me sorprende que le resulte tan interesante. Puso un huevo después de muerta, el huevo más brillante, pequeño y azul que yo haya visto. Lo tengo aquí, en mi galería. Nuestro visitante se levantó tropezando y con la mano derecha se tomó de la repisa de la chimenea. Holmes abrió la caja fuerte y el carbunclo azul brilló como una estrella con múltiples rayos helados y brillantes. Ryder, con cara larga, la miraba fijamente si saber si tenía que reclamarla o desconocerla. —Se acabó el juego, Ryder— dijo Holmes tranquilamente—. Sosténgase bien, hombre, porque se va a caer al fuego. Watson, ayúdelo a que vuelva a sentarse. Este hombre no tiene la frialdad necesaria para cometer un delito. Sírvale un poco de aguardiente. Bien. Ahora ya parece más humano. ¡Qué poco hombre es! Ryder se había tambaleado y estuvo a punto de caer, pero el aguardiente le devolvió el color a sus mejillas y permaneció sentado, mirando con miedo a su acusador. —Tengo todos los eslabones y pruebas que puedo necesitar, así que es muy poco lo que me pueda decir. Pero no estaría de más que aclarara unos detalles para completar el caso. ¿Cómo se enteró, Ryder, sobre la gema azul de la condesa de Morcar? —Carolina Cusak me habló de ella. —Sí, la doncella de la condesa. Comprendo que hacerse rico de golpe y tan fácilmente le resultara una tentación irresistible, tanto como lo ha sido para otros hombres mejores que usted. Pero no ha

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mostrado muchos escrúpulos en los medios que usó. Pienso, Ryder, que tiene en su interior a un gran villano. Sabía que ese hombre, Horner, el plomero, había participado en un robo y que las sospechas recaerían sobre él. Así que hizo un pequeño desarreglo en la habitación de la condesa. Usted y su cómplice, Cusack, manejaron las cosas para que acudiera a componerlo Horner. Cuando él se marchó, usted violentó el escritorio, sacó el cofre de las joyas y después dio la alarma e hizo que arrestaran al pobre hombre. Entonces…. De pronto Ryder, se arrodilló y tomó las rodillas de mi compañero gimiendo: —¡Por el amor de Dios, tenga piedad de mí! ¡Piense en mi padre, en mi madre! ¡Esto los mataría! Jamás había cometido un delito antes. Nunca más lo haré: se lo juro. Se lo juro sobre la Biblia. ¡Oh, por favor, no me lleve a juicio! ¡Por amor de Cristo, no lo haga! —¡Vuelva a su silla!— le respondió severamente Holmes—. Mucho llorar y suplicar ahora, pero pensó bastante poco en el pobre Horner, acusado de un robo con el que nada tenía que ver. —Me escaparé, señor Holmes. Me iré del país, señor. Entonces tendrán que levantarle el cargo. —¡Hum! Ya veremos. Ahora cuéntenos la verdad de lo que sucedió después. ¿Cómo llegó la gema al ganso y cómo llegó el ganso al mercado? Díganos la verdad, porque ésa es su única esperanza de salvación. —Le contaré todo tal como pasó, señor. Cuando arrestaron a Horner, pensé que lo mejor que podía hacer era irme con la piedra, porque tal vez en cualquier momento a la policía se le ocurriría registrarme a mí o a mi habitación. No había ningún lugar del hotel donde la piedra pudiera estar a salvo. Salí como para una diligencia, y me fui a casa de mi hermana. Ella está casada con un hombre de apellido Oakshott, y vive en Brixton Road, donde cría aves para la venta. Todos los hombres que encontraba en mi camino me parecían policías y aunque la noche era fría, el sudor me corría por la cara. Mi hermana me preguntó por qué me encontraba tan pálido y le contesté que estaba conmocionado por el robo de joyas cometido en el hotel. Fui al fondo de la casa y fumé una pipa pensando en lo que debía hacer. Decidí buscar a Kilburn, un amigo mío que acababa de cumplir una condena, y sabía qué hacer con los objetos robados. Pero tenía miedo de que en el camino me detuvieran y me registraran. Yo llevaba la piedra en el bolsillo del saco. Mientras pensaba recostado contra la pared, los gansos daban vueltas cerca de mis pies. De pronto tuve una idea con la que podía despistar al mejor detective del mundo. Mi hermana me había dicho unas semanas antes que me regalaría el mejor de sus gansos para Navidad, y yo sabía que cumpliría su palabra. Dentro del ganso podría llevarle a Kilburn mi piedra preciosa. Tomé uno de los gansos, uno muy gordo con una franja en la cola. Le hice abrir el pico, tragar la piedra y se la empujé con el dedo lo más lejos que pude. Pero el animal aleteaba y luchaba hasta que se escapó de entre mis brazos. Mi hermana salió a averiguar qué sucedía.

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"—¿Qué estás haciendo con ese animal, James? —preguntó. "—Me prometiste un ganso para Navidad, y estaba eligiendo el más gordo. "—El tuyo está separado. Lo llamamos el ganso de James. Es ése blanco y gordo. De los veintiséis gansos que tenemos, separamos uno para ti, otro para nosotros, y las dos docenas que quedan son para el mercado. "—Gracias, Maggie, pero prefiero el que está allí, en el medio. "—Pero el otro lo cebamos especialmente. "—No importa, quiero éste. "—¿Y cuál es? —preguntó algo enojada. "—El blanco con la franja en la cola. "—Bueno, mátalo y llévatelo. "Así lo hice, señor Holmes. Me llevé el ave hasta lo de Kilburn. Le conté lo que había hecho y se rió hasta atragantarse. Abrimos el ganso y el corazón se me paralizó, porque no encontré rastros de la piedra. Había cometido una espantosa equivocación. Volví corriendo a la casa de mi hermana. Los gansos ya no estaban. "—¿Dónde están las aves, Maggie?— grité. "—Las enviamos al mercado. "—¿A quién? "—A Breckinridge, del mercado de Covent Garden. "—¿Había otro ganso con una franja en la cola? "—Sí, había dos, tan parecidos que yo nunca pude distinguirlos. "Corrí lo más rápido que pude al puesto de Breckinridge, pero él ya había vendido todos los gansos y no me quiso decir a quién. Usted lo oyó esta noche, ésa fue siempre su respuesta. Mi hermana cree que me volví loco, y hay momentos en que yo también lo creo. Y ahora, me señalan como a un ladrón. ¡Ayúdeme, por favor! ¡Por Dios!" Ryder se largó a llorar tapándose la cara con las manos. Hubo un largo silencio, interrumpido únicamente por su ruidosa respiración y por el tamborileo acompasado de los dedos de Holmes en el borde de la mesa. Mi amigo se puso de pie súbitamente y abrió la puerta: —¡Váyase!— dijo. —¡Gracias señor! ¡Que el cielo lo bendiga! —No diga más. ¡Váyase! No fue necesario repetirlo. Se escuchó una corrida, un resonar en la escalera, un portazo, y desde la calle, los pasos rápidos de alguien que huía. —Después de todo, Watson —dijo Holmes, extendiendo la mano para tomar su pipa— no tengo por qué cubrir las fallas de la policía. Si Horner estuviera en peligro, sería otra cosa, pero como este individuo no comparecerá, el caso deberá cerrarse. Supongo que estoy cometiendo un delito, pero también es posible que esté salvando un alma. Este hombre no se volverá a equivocar. Tiene demasiado miedo. Si lo mando ahora a la cárcel, lo convertiré en un delincuente para toda la vida . Además es época de perdonar. La suerte puso en nuestras manos un problema extraño y solucionarlo fue nuestra recompensa. Si no le molesta hacer sonar la campanilla,

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doctor, iniciaremos otra investigación, en la cual el centro de atención girará nuevamente sobre un pájaro.

5. “La cruz azul”, de G. K. Chesterton

Bajo la cinta de plata de la mañana y sobre el reflejo azul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich y soltó, como enjambre de moscas, un montón de gente, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacerse notable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.No; nada en él era extraordinario, salvo el ligero contraste entre su alegre y festivo traje y la seriedad oficial que había en su rostro. Vestía un chaqué gris pálido, un chaleco blanco, y llevaba un sombrero de paja con una cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba trigueño, y se prolongaba en una barba negra y corta que le daba un aire español y hacía echar de menos la gorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsimonia de hombre desocupado. Nada hacía presumir que aquel chaqué claro ocultaba una pistola cargada, que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de policía, que aquel sombrero de paja encubría una de las cabezas más potentes de Europa. Porque aquel hombre era nada menos que Valentin, jefe de la policía parisiense, y el más famoso investigador del mundo. Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura más comentada del siglo.Flambeau estaba en Inglaterra. La policía de tres países había seguido la pista al delincuente de Gante a Bruselas, y de Bruselas al Hoek van Holland. Y se sospechaba que trataría de disimularse en Londres aprovechando el trastorno que por entonces causaba en aquella ciudad la celebración del Congreso Eucarístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, el disfraz de eclesiástico menor, o persona relacionada con el congreso. Pero Valentin no sabía nada a punto fijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.Hace muchos años que este coloso del crimen desapareció súbitamente, tras de haber tenido al mundo en zozobra; y a su muerte, como a la muerte de Rolando, puede decirse que hubo una gran quietud en la tierra. Pero en sus mejores días -es decir, en sus peores días-. Flambeau era una figura tan estatuaria e internacional como el Kaiser. Casi diariamente los periódicos de la mañana anunciaban que había logrado escapar a las consecuencias de un delito extraordinario, cometiendo otro peor.Era un gascón de estatura gigantesca y de gran acometividad física. Sobre sus rasgos de buen humor atlético se contaban las cosas más estupendas: un día cogió al juez de instrucción y lo puso de cabeza “para despejarle la cabeza”. Otro día corrió por la calle de Rivoli con un policía bajo cada brazo. Y hay que hacerle justicia: esta fuerza casi fantástica sólo la empleaba en ocasiones como las descritas: aunque poco decentes, no sanguinarias.Sus delitos eran siempre hurtos ingeniosos y de alta categoría. Pero cada uno de sus robos merecía historia aparte, y podría considerarse como una especie inédita del pecado. Fue él quien lanzó el negocio

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de la Gran Compañía Tirolesa de Londres, sin contar con una sola lechería, una sola vaca, un solo carro, una gota de leche, aunque sí con algunos millones de suscriptores. Ya éstos los servía con el sencillísimo procedimiento de acercar a sus puertas los botes que los lecheros dejaban junto a las puertas de los vecinos. Fue él quien mantuvo una estrecha y misteriosa correspondencia con una joven, cuyas cartas eran invariablemente interceptadas, valiéndose del procedimiento extraordinario de sacar fotografías infinitamente pequeñas de las cartas en los portaobjetos del microscopio. Pero la mayor parte de sus hazañas se distinguían por una sencillez abrumadora. Cuentan que una vez repintó, aprovechándose de la soledad de la noche, todos los números de una calle, con el solo fin de hacer caer en una trampa a un forastero.No cabe duda que él es el inventor de un buzón portátil, que solía apostar en las bocacalles de los quietos suburbios, por si los transeúntes distraídos depositaban algún giro postal. Ultimamente se había revelado como acróbata formidable; a pesar de su gigantesca mole, era capaz de saltar como un saltamontes y de esconderse en la copa de los árboles como un mono. Por todo lo cual el gran Valentin, cuando recibió la orden de buscar a Flambeau, comprendió muy bien que sus aventuras no acabarían en el momento de descubrirlo.Y ¿cómo arreglárselas para descubrirlo? Sobre este punto las ideas del gran Valentin estaban todavía en proceso de fijación.Algo había que Flambeau no podía ocultar, a despecho de todo su arte para disfrazarse, y este algo era su enorme estatura. Valentin estaba, pues, decidido, en cuanto cayera bajo su mirada vivaz, alguna vendedora de frutas de desmedida talla, o un granadero corpulento o una duquesa medianamente desproporcionada, a arrestarlos al punto. Pero en todo el tren no había topado con nadie que tuviera trazas de ser un Flambeau disimulado, a menos que los gatos pudieran ser jirafas disimuladas.Respecto a los viajeros que venían en su mismo bote, estaba completamente tranquilo. Y la gente que había subido al tren en Harwich o en otras estaciones no pasaba de seis pasajeros. Uno era un empleado del ferrocarril -pequeño él-, que se dirigía al punto terminal de la línea. Dos estaciones más allá habían recogido a tres verduleras lindas y pequeñitas, a una señora viuda -diminuta- que procedía de una pequeña ciudad de Essex, y a un sacerdote católicorromano -muy bajo también- que procedía de un pueblecito de Essex.Al examinar, pues, al último viajero, Valentin renunció a descubrir a su hombre, y casi se echó a reir: el curita era la esencia misma de aquellos insulsos habitantes de la zona oriental; tenía una cara redonda y roma, como budín de Norfolk; unos ojos tan vacíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitos de papel de estraza que no acertaba a juntar. Sin duda el Congreso Eucarístico había sacado de su estancamiento local a muchas criaturas semejantes, tan ciegas e ineptas como topos desenterrados. Valentin era un escéptico del más severo estilo francés, y no sentía amor por el sacerdocio. Pero sí

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podía sentir compasión, y aquel triste cura bien podía provocar lástima en cualquier alma. Llevaba una sombrilla enorme, usada ya, que a cada rato se le caía. Al parecer, no podía distinguir entre los dos extremos de su billete cuál era el de ida y cuál el de vuelta. A todo el mundo le contaba, con una monstruosa candidez, que tenía que andar con mucho cuidado, porque entre sus paquetes de papel traía alguna cosa de legítima plata con unas piedras azules. Esta curiosa mezcolanza de vulgaridad -condición de Essex- y santa simplicidad divirtieron mucho al francés, hasta la estación de Stratford, donde el cura logró bajarse, quién sabe cómo, con todos sus paquetes a cuestas, aunque todavía tuvo que regresar por su sombrilla. Cuando le vio volver, Valentin, en un rapto de buena intención, le aconsejó que, en adelante, no le anduviera contando a todo el mundo lo del objeto de plata que traía. Pero Valentin, cuando hablaba con cualquiera, parecía estar tratando de descubrir a otro; a todos, ricos y pobres, machos o hembras, los consideraba atentamente, calculando si medirían los seis pies; porque el hombre a quien buscaba tenía seis pies y cuatro pulgadas. Apeóse en la calle de Liverpool, enteramente seguro de que, hasta allí, el criminal no se le había escapado. Se dirigió a Scotland Yard -la oficina de policía- para regularizar su situación y prepararse los auxilios necesarios, por si se daba el caso; después encendió otro cigarrillo y se echó a pasear por las calles de Londres. Al pasar la plaza de Victoria se detuvo de pronto. Era una plaza elegante, tranquila, muy típica de Londres, llena de accidental quietud. Las casas, grandes y espaciosas, que la rodeaban, tenían aire, a la vez, de riqueza y de soledad; el pradito verde que había en el centro parecía tan desierto como una verde isla del Pacífico. De las cuatro calles que circundaban la plaza, una era mucho más alta que las otras, como para formar un estrado, y esta calle estaba rota por uno de esos admirables disparates de Londres: un restaurante que parecía extraviado en aquel sitio y venido del barrio de Soho. Era un objeto absurdo y atractivo, lleno de tiestos con plantas enanas y visillos listados de blanco y amarillo limón. Aparecía en lo alto de la calle, y, según los modos de construir habituales en Londres, un vuelo de escalones subía de la calle hacia la puerta principal, casi a manera de escala de salvamento sobre la ventana de un primer piso. Valentin se detuvo, fumando, frente a los visillos listados, y se quedó un rato contemplándolos.Lo más increíble de los milagros está en que acontezcan. A veces se juntan las nubes del cielo para figurar el extraño contorno de un ojo humano; a veces, en el fondo de un paisaje equívoco, un árbol asume la elaborada figura de un signo de interrogación. Yo mismo he visto estas cosas hace pocos días. Nelson muere en el instante de la victoria, y un hombre llamado Williams da la casualidad de que asesina un día a otro llamado Williamson; ¡una especie de infanticidio! En suma, la vida posee cierto elemento de coincidencia fantástica, que la gente acostumbrada a contar sólo con lo prosaico nunca percibe. Como lo expresa muy bien la paradoja de Poe, la prudencia debiera contar siempre con lo imprevisto.

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Arístides Valentin era profundamente francés, y la inteligencia francesa es, especial y únicamente, inteligencia. Valentin no era “máquina pensante” -insensata frase, hija del fatalismo y el materialismo modernos-. La máquina solamente es máquina, por cuanto no puede pensar. Pero él era un hombre pensante y, al mismo tiempo, un hombre claro. Todos sus éxitos, tan admirables que parecían cosa de magia, se debían a la lógica, a esa ideación francesa clara y llena de buen sentido. Los franceses electrizan al mundo, no lanzando una paradoja, sino realizando una evidencia. Y la realizan al extremo que puede verse por la Revolución francesa. pero, por lo mismo que Valentin entendía el uso de la razón, palpaba sus limitaciones. Sólo el ignorante en motorismo puede hablar de motores sin petróleo; sólo el ignorante en cosas de la razón puede creer que se razone sin sólidos e indisputables primeros principios. Y en el caso no había sólidos primeros principios. A Flambeau le habían perdido la pista en Harwich, y si estaba en Londres podría encontrársele en toda la escala que va desde un gigantesco trampista, que recorre los arrabales de Wimbledon, hasta un gigantesco “toastmaster”7 en algún banquete del Hotel Métropole.Cuando sólo contaba con noticias tan vagas, Valentin solía tomar un camino y un método que le eran propios.En casos como éste, Valentin se fiaba de lo imprevisto. En casos como éste, cuando no era posible seguir un proceso racional, seguía, fría y cuidadosamente, el proceso de lo irracional. En vez de ir a los lugares más indicados -bancos, puestos de policía, sitios de reunión-, Valentin asistía sistemáticamente a los menos indicados: llamaba a las casas vacías, se metía por las calles cerradas, recorría todas las callejas bloqueadas de escombros, se dejaba ir por todas las transversales que le alejaran inútilmente de las arterias céntricas. Y defendía muy lógicamente este procedimiento absurdo. Decía que, a tener algún vislumbre, nada hubiera sido peor que aquello; pero, a falta de toda noticia, aquello era lo mejor, porque había al menos probabilidades de que la misma extravagancia que había llamado la atención del perseguidor hubiera impresionado antes al perseguido.El hombre tiene que empezar sus investigaciones por algún sitio, y lo mejor era empezar donde otro hombre pudo detenerse. El aspecto de aquella escalinata, la misma quietud y curiosidad del restaurante, todo aquello conmovió la romántica imaginación del policía y le sugirió la idea de probar fortuna. Subió las gradas y, sentándose en una mesa junto a la ventana, pidió una taza de café solo.Aún no había almorzado. Sobre la mesa, las ligeras angarillas que habían servido para otro desayuno le recordaron su apetito; pidió, además, un huevo escalfado, y procedió, pensativo, a endulzar su café, sin olvidar un punto a Flambeau. Pensaba cómo Flambeau había escapado en una ocasión gracias a unas tijeras de uñas, y en otra ocasión gracias a un incendio; otra vez, con pretexto de pagar por una carta falta de franqueo, y otra, poniendo a unos a ver por el telescopio un cometa que iba a destruir el mundo. 7 El que dirige los brindis.

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Y Valentin se decía -con razón- que su cerebro de detective y el del criminal eran igualmente poderosos. Pero también se daba cuenta de su propia desventaja: “El criminal -pensaba sonriendo- es el artista creador, mientras que el detective es sólo el crítico”. Y levantó lentamente su taza de café hasta los labios..., pero la separó al instante: le había puesto sal en vez de azúcar.Examinó el objeto en que le habían servido la sal: era un azucarero, tan inequívocamente destinado al azúcar como lo está la botella de champaña para el champaña. No entendía cómo habían podido servirle sal. Buscó por ahí algún azucarero ortodoxo...; sí, allí había dos saleros llenos. Tal vez reservaban alguna sorpresa. Probó el contenido de los saleros, era azúcar. Entonces extendió la vista en redor con aire de interés, buscando algunas otras huellas de aquel singular gusto artístico que llevaba a poner el azúcar en los saleros y la sal en los azucareros. Salvo un manchón de líquido oscuro, derramado sobre una de las paredes, empapeladas de blanco, todo lo demás aparecía limpio, agradable, normal. Llamó al timbre. Cuando el camarero acudió presuroso, despeinado y algo torpe todavía a aquella hora de la mañana, el detective -que no carecía de gusto por las bromas sencillas- le pidió que probara el azúcar y dijera si aquello estaba a la altura de la reputación de la casa. El resultado fue que el camarero bostezó y acabó de despertarse.

- ¿Y todas las mañanas gastan ustedes a sus clientes, estas bromitas? -preguntó Valentin-, ¿No les resulta nunca cansada la bromita de trocar la sal y el azúcar?

El camarero, cuando acabó de entender la ironía, le aseguró, tartamudeando, que no era tal la intención del establecimiento, que aquello era una equivocación inexplicable. Cogió el azucarero y lo contempló, y lo mismo hizo con el salero, manifestando un creciente asombro. Al fin, pidió excusas precipitadamente, se alejó corriendo, y volvió pocos segundos después acompañado del propietario. El propietario examinó también los dos recipientes, y también se manifestó muy asombrado.De pronto, el camarero soltó un chorro inarticulado de palabras.

- Yo creo -dijo tartamudeando- que fueron esos dos sacerdotes.

- ¿Qué sacerdotes- Esos que arrojaron la sopa a la pared -dijo el criado.- ¿Que arrojaron la sopa a la pared? -preguntó Valentin,

figurándose que aquella era alguna singular metáfora italiana.- Sí, sí -dijo el criado con mucha animación, señalando la

mancha oscura que se veía sobre el papel blanco-; la arrojaron allí, a la pared.

Valentin miró con aire de curiosidad al propietario. Este satisfizo su curiosidad con el siguiente relato:

- Sí, caballero, así es la verdad, aunque no creo que tenga ninguna relación con esto de la sal y el azúcar. Dos sacerdotes vinieron muy temprano y pidieron una sopa, en

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cuanto abrimos la casa. Parecían gente muy tranquila y respetable. Uno de ellos pagó la cuenta y salió. El otro, que era más pausado en sus movimientos, estuvo algunos minutos recogiendo sus cosas, y al cabo salió también. Pero antes de hacerlo tomó deliberadamente la taza (no se la había bebido toda), y arrojó la sopa a la pared. Yo y el camarero estábamos en el interior; así apenas pudimos llegar a tiempo para ver la mancha en el muro y el salón ya completamente desierto. No es un daño muy grande, pero es una gran desvergüenza. Aunque quise alcanzar a los dos hombres, ya iban muy lejos. Sólo pude advertir que doblaban la esquina de la calle de Carstairs.

El policía se había levantado, puesto el sombrero y empuñado el bastón. En la completa oscuridad en que se movía, estaba decidido a seguir el único indicio anormal que se le ofrecía; y el caso era, en efecto, bastante anormal. Pagó, cerró de golpe, tras de sí, la puerta de cristales, y pronto había doblado también la esquina de la calle.Por fortuna, aún en los instantes de mayor fiebre conservaba alerta los ojos. Algo le llamó la atención frente a una tienda, y al punto retrocedió unos pasos para observarlo. La tienda era un almacén popular de comestibles y frutas, y al aire libre estaban expuestos algunos artículos con sus nombres y precios, entre los cuales se destacaban un montón de naranjas y un montón de nueces. Sobre el montón de nueces había un tarjetón que ponía, con letras azules: “Naranjas finas de Tánger, dos por un penique”. Y sobre las naranjas, una inscripción semejante e igualmente exacta, decía: “Nueces finas del Brasil, a cuatro la libra”. Valentin, considerando los dos tarjetones, pensó que aquella forma de humorismo no le era desconocida, por su experiencia de hacía poco rato. Llamó la atención del frutero sobre el caso. El frutero, con su carota bermeja y su aire estúpido, miró a uno y otro lado de la calle como preguntándose la causa de aquella confusión. Y, sin decir nada, colocó cada letrero en su sitio. El policía, apoyado con elegancia en su bastón, siguió examinando la tienda. Al fin exclamó:

- Perdone usted, señor mío, mi indiscreción: quisiera hacerle a usted una pregunta referente a la psicología experimental y a la asociación de ideas.

El caribermejo comerciante le miró de un modo amenazador. El detective, blandiendo el bastoncillo en el aire, continuó alegremente:

- ¿Qué hay de común entre dos anuncios mal colocados en una frutería y el sombrero de teja de alguien que ha venido a pasar a Londres un día de fiesta? O, para ser más claro: ¿qué relación mística existe entre estas nueces, anunciadas como naranjas y la idea de dos clérigos, uno muy alto y otro muy pequeño?

Los ojos del tendero parecieron salírsele de la cabeza, como los de un caracol.Por un instante se dijera que se iba a arrojar sobre el extranjero. Y, al fin, exclamó, iracundo:

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- No sé lo que tendrá usted que ver con ellos, pero sí son amigos de usted, dígales de mi parte que les voy a estrellar la cabeza, aunque sean párrocos, como vuelvan a tumbarme mis manzanas.

- ¿De veras? -preguntó el detective con mucho interés-. ¿Le tumbaron a usted las manzanas?

- Como que uno de ellos -repuso el enfurecido frutero- las echó a rodar por la calle. De buena gana le hubiera yo cogido, pero tuve que entretenerme en arreglar otra vez el montón.

- Y ¿Hacia dónde se encaminaron los párrocos?- Por la segunda calle, a mano izquierda y después cruzaron

la plaza.- Gracias -dijo Valentin, y desapareció como por encanto.

A las dos calles se encontró con un guardia, y le dijo:- Oiga usted, guardia, un asunto urgente: ¿Ha visto usted

pasar a dos clérigos con sombrero de teja?El guardia trató de recordar.

- Sí, señor, los he visto. Por cierto que uno de ellos me pareció ebrio; estaba en mitad de la calle como atontado...

- ¿Por qué calle tomaron? -le interrumpió Valentin.- Tomaron uno de aquellos ómnibus amarillos que van a

Hampstead.Valentin exhibió su tarjeta oficial y dijo precipitadamente:

- Llame usted a dos de los suyos, que vengan conmigo en persecución de esos hombres.

Y cruzó la calle con una energía tan contagiosa, que el pesado guardia se echó a andar también con una obediente agilidad. Antes de dos minutos, un inspector y un hombre en traje de paisano se reunieron al detective francés.

- ¿Qué se ofrece, caballero? -comenzó el inspector, con una sonrisa de importancia.

Valentin señaló con el bastón.-Ya se lo diré a usted cuando estemos en aquel ómnibus -

contestó, escurriéndose y abriéndose paso por entre el tráfago de la calle. Cuando los tres, jadeantes, se encontraron en el imperial del amarillo vehículo, el inspector dijo:

- Iríamos cuatro veces más de prisa en un “taxi”.- Es verdad -le contestó el jefe plácidamente-, siempre que

supiéramos adónde íbamos.- Pues, ¿dónde quiere usted que vayamos? -le replicó el

otro, asombrado.Valentin, con aire ceñudo, continuó fumando en silencio unos segundos, y después, apartando el cigarrillo, dijo:

- Si usted sabe lo que va a hacer un hombre, adelántesele. Pero si usted quiere descubrir lo que hace, vaya detrás de él.

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Extravíese donde él se extravíe, deténgase donde él se detenga, y viaje tan lentamente como él. Entonces verá usted lo mismo que ha visto él y podrá usted adivinar sus acciones y obrar en consecuencia. Lo único que podemos hacer es llevar la mirada alerta para descubrir cualquier objeto extravagante.

- ¿Qué clase de objeto extravagante?- Cualquiera -contestó Valentin, y se hundió en un obstinado

mutismo.El ómnibus amarillo recorría las carreteras del Norte. El tiempo transcurría, inacabable. El gran detective no podía dar más explicaciones, y acaso sus ayudantes empezaban a sentir una creciente y silenciosa desconfianza. Acaso también empezaban a experimentar un apetito creciente y silencioso, porque la hora del almuerzo había ya pasado, y las inmensas carreteras de los suburbios parecían alargarse cada vez más, como las piezas de un infernal telescopio. Era aquél uno de esos viajes que el hombre no puede menos de sentir que se va acercando al término del universo, aunque a poco se da cuenta de que simplemente ha llegado a la entrada del parque de Tufnell. Londres se deshacía ahora en miserables tabernas y en repelentes andrajos de ciudad, y más allá volvía a renacer en calles altas y deslumbrantes y hoteles opulentos. Parecía aquél un viaje a través de trece ciudades consecutivas. El crepúsculo invernal comenzaba ya a vislumbrarse -amenazador- frente a ellos; pero el detective parisiense seguía sentado sin hablar, mirando a todas partes, no perdiendo un rasgo de las calles que ante él se desarrollaban. Ya habían dejado atrás el barrio de Camden, y los policías iban medio dormidos. De pronto, Valentin se levantó y, poniendo una mano sobre el hombro de cada uno de sus ayudantes, dio orden de parar. Los ayudantes dieron un salto.Y bajaron por la escalerilla a la calle, sin saber con qué objeto los habían hecho bajar. Miraron en torno, como tratando de averiguar la razón, y Valentin les señaló triunfalmente una ventana que había a la izquierda, en un café suntuoso lleno de adornos dorados. Aquél era el departamento reservado a las comidas de lujo. Había un letrero: Restaurant. La ventana, como todas las demás de la fachada, tenía una vidriera escarchada y ornamental. Pero en medio de la vidriera había una rotura grande, negra, como una estrella entre los hielos.

- ¡Al fin!, hemos dado con un indicio -dijo Valentin, blandiendo el bastón-. Aquella vidriera rota...

- ¿Qué vidriera? ¿Qué indicio? -preguntó el inspector-. ¿Qué prueba tenemos para suponer que eso sea obra de ellos?

Valentin casi rompió su bambú de rabia.- ¡Pues no pide prueba este hombre, Dios mío! -exclamó-.

Claro que había veinte probabilidades contra una. Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿No ve usted que estamos en el caso de seguir la más nimia sospecha, o de renunciar e irnos a casa a dormir tranquilamente?

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Empujó la puerta del café, seguido de sus ayudantes, y pronto se encontraron todos sentados ante un lunch tan tardío como helado. De tiempo en tiempo echaban una mirada a la vidriera rota. Pero no por eso veían más claro el asunto.Al pagar la cuenta, Valentin le dijo al camarero:

- Veo que se ha roto esa vidriera, ¿eh?- Si, señor -dijo éste, muy preocupado con darle el cambio,

sin hacer mucho caso de Valentin.Valentin, en silencio, añadió una propina considerable. Ante esto, el camarero se puso comunicativo:

-Sí, señor; una cosa increíble.- ¿De veras? Cuéntenos usted cómo fue -dijo el detective,

como sin darle mucha importancia.- Verá usted: entraron dos curas, dos párrocos forasteros de

esos que andan ahora por aquí. Pidieron alguna cosilla de comer, comieron muy quietecitos, uno de ellos pagó y se salió. El otro iba a salir también, cuando yo advertí que me habían pagado el triple de lo debido. “Oiga usted -le dije a mi hombre, que ya iba por la puerta-, me han pagado ustedes más de la cuenta”. “¿Ah?”, me contestó con mucha indiferencia. “Sí”, le dije, y le enseñé la nota... Bueno: lo que pasó es inexplicable.

- ¿Por qué?- Porque yo hubiera jurado por la santísima Biblia que había

escrito en la nota cuatro chelines, y me encontré ahora con la cifra de catorce chelines.

- ¿Y después? -dijo Valentin lentamente, pero con los ojos llameantes.

- Después, el párroco que estaba en la puerta me dijo muy tranquilamente: “Lamento enredarle a usted sus cuentas: pero es que voy a pagar por la vidriera”. “¿Qué vidriera?” “La que ahora mismo voy a romper”; y descargó allí la sombrilla.

Los tres lanzaron una exclamación de asombro, y el inspector preguntó en voz baja:

- ¿Se trata de locos escapados?El camarero continuó, complaciéndose manifiestamente en su extravagante relato:

- Me quedé tan espantado, que no supe qué hacer. El párroco se reunió al compañero y doblaron por aquella esquina. Y después se dirigieron tan de prisa hacia la calle de Bullock, que no pude darles alcance, aunque eché a correr tras ellos.

- ¡A la calle de Bullock! -ordenó el detective.Y salieron disparados hacia allá, tan veloces como sus perseguidos. Ahora se encontraron entre callecitas enladrilladas que tenían aspectos de túneles; callecitas oscuras que parecían formadas por la

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espalda de todos los edificios. La niebla comenzaba a envolverlos, y aún los policías londinenses se sentían extraviados por aquellos parajes. Pero el inspector tenía la seguridad de que saldrían por cualquier parte del parque de Hampstead. Súbitamente, una vidriera iluminada por luz de gas apareció en la oscuridad de la calle, como una linterna. Valentin se detuvo ante ella: era una confitería. Vaciló un instante y, al fin, entró, hundiéndose entre los brillos y los alegres colores de la confitería. Con toda gravedad y mucha parsimonia compró hasta trece cigarrillos de chocolate. Estaba buscando el mejor medio para entablar un diálogo; pero no necesitó él comenzarlo.Una señora de cara angulosa que le había despachado, sin prestar más que una atención mecánica al aspecto elegante del comprador, al ver destacarse en la puerta el uniforme azul del policía que le acompañaba, pareció volver en sí, y dijo:

- Si vienen ustedes por el paquete, ya lo remití a su destino.-...¡El paquete! -repitió Valentin con curiosidad.- El paquete que dejó ese señor, ese señor párroco.- Por favor, señora -dijo entonces Valentin, dejando ver por

primera vez su ansiedad-, por amor de Dios, díganos usted puntualmente de qué se trata.

La mujer, algo inquieta, explicó:- Pues verá usted: esos señores estuvieron aquí hará una

media hora, bebieron un poco de menta, charlaron y después se encaminaron al parque de Hampstead. Pero a poco uno de ellos volvió y me dijo: “¿Me he dejado aquí un paquete?” Yo no encontré ninguno por más que busqué. “Bueno -me dijo él-, si luego aparece por ahí, tenga usted la bondad de enviarlo a estas señas”. Y con la dirección, me dejó un chelín por la molestia. Y, en efecto, aunque yo estaba segura de haber buscado bien, poco después me encontré con un paquetito de papel de estraza, y lo envié al sitio indicado. No me acuerdo bien adónde era: era por Westminster. Como parecía ser cosa de importancia, pensé que tal vez la policía había venido a buscarlo.

- Sí -dijo Valentin-, a eso vine. ¿Está cerca de aquí el parque de Hampstead?

- A unos quince minutos. Y por aquí saldrá usted derecho a la puerta del parque.

Valentin salió de la confitería precipitadamente, y echó a correr en aquella dirección; sus ayudantes le seguían con un trotecito de mala gana.La calle que recorrían era tan estrecha y oscura, que cuando salieron al aire libre se asombraron de ver que había todavía tanta luz. Una hermosa cúpula celeste, color verde pavo, se hundía entre fulgores dorados, donde resaltaban las masas oscuras de los árboles, ahogadas en lejanías violetas. El verde fulgurante era ya lo bastante oscuro para dejar ver, como unos puntitos de cristal, algunas

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estrellas. Todo lo que aún quedaba de la luz del día, caía en reflejos dorados por los términos de Hampstead y aquellas cuestas que el pueblo gusta de frecuentar y reciben el nombre de Valle de la Salud. Los obreros, endomingados, aún no habían desaparecido; quedaban, ya borrosas en la media luz, unas cuantas parejas por los bancos, y aquí y allá, a lo lejos, una muchacha se mecía, gritando, en un columpio. En torno a la sublime vulgaridad del hombre, la gloria del cielo se iba haciendo cada vez más profunda y oscura. Y de arriba de la cuesta, Valentin se detuvo a contemplar el valle.Entre los grupitos negros que parecían irse deshaciendo a distancia, había uno, negro entre todos, que no parecía deshacerse; un grupito de dos figuras vestidas con hábitos clericales. Aunque estaban tan lejos que parecían insectos, Valentin pudo darse cuenta de que una de las dos figuras era más pequeña que la otra. Y aunque el otro hombre andaba algo inclinado, como hombre de estudio, y cual si tratara de no hacerse notar, a Valentin le pareció que bien medía seis pies de talla. Apretó los dientes, cimbreando el bambú, se encaminó hacia aquel grupo con impaciencia. Cuando logró disminuir la distancia y agrandar las dos figuras negras cual con ayuda de microscopio, notó algo más, algo que le sorprendió mucho, aunque, en cierto modo, ya lo esperaba. Fuera quien fuera el mayor de los dos, no cabía duda respecto a la identidad del menor: era su compañero de tren de Harwick, aquel cura pequeñín y regordete de Essex, a quien él había aconsejado no andar diciendo lo que traía en sus paquetitos de papel de estraza.Hasta aquí todo se presentaba muy racionalmente. Valentin había logrado averiguar aquella mañana que un tal padre Brown, que venía de Essex, traía consigo una cruz de plata con zafiros, reliquia de considerable valor, para mostrarla a los sacerdotes extranjeros que venían al Congreso. Aquél era, sin duda, el “objeto de plata con piedras azules”, y el Padre Brown, sin duda, era el propio y diminuto paleto que venía en el tren. No había nada de extraño en el hecho de que Flambeau tropezara con la misma extrañeza en que Valentin había reparado. Flambeau no perdía nada de cuanto pasaba junto a él. Y nada de extraño tenía el hecho de que, al oír hablar Flambeau de una cruz de zafiros, se le ocurriera robársela: aquello era lo más natural del mundo. Y de seguro que Flambeau se saldría con la suya, teniendo que habérselas cono aquel pobre cordero de la sombrilla y los paquetitos. Era el tipo de hombre en quien todo el mundo puede hacer su voluntad, atarlo con un cuerda y llevárselo hasta el Polo Norte. No era de extrañar que un hombre como Flambeau, disfrazado de cura, hubiera logrado arrastrarlo hacia Hampstead Heath. La intención delictuosa era manifiesta. Y el detective compadecía al pobre curita desamparado, y casi desdeñaba a Flambeau por encarnizarse en víctimas indefensas.Pero cuando Valentin recorría la serie de hechos que le había llevado al éxito de sus pesquisas, en vano se atormentaba tratando de descubrir en todo el proceso el menor ritmo de razón. ¿Qué tenía de común el robo de una cruz de plata y piedras azules con el hecho de

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arrojar la sopa a la pared. ¿Qué relación había entre esto y el llamar nueces a las naranjas, o pagar de antemano los vidrios que se van a romper? Había llegado al término de la caza, pero no sabía por cuáles caminos. Cuando fracasaba -y pocas veces le sucedía- solía dar siempre con la clave del enigma, aunque perdiera al delincuente. Aquí había cogido al delincuente, pero la clave del enigma se le escapaba.Las dos figuras se deslizaban como moscas sobre una colina verde. Aquellos hombres parecían enfrascados en animada charla y no darse cuenta de adónde iban; por ello es que se encaminaban a lo más agreste y apartado del parque. Sus perseguidores tuvieron que adoptar las poco dignas actitudes de la caza al acecho, ocultarse tras los matojos y aún arrastrarse escondidos entre la hierba. Gracias a este desagradable procedimiento, los cazadores lograron acercarse a la presa lo bastante para oír el murmullo de la discusión; pero no lograban entender más que la palabra “razón”, frecuentemente repetida en una voz chillona y casi infantil. Una vez, la presa se les perdió en una profundidad y tras un muro de espesura. Pasaron diez minutos de angustia antes de que lograran verlos de nuevo, y después reaparecieron los dos hombres sobre la cima de una loma que dominaba un anfiteatro, el cual a estas horas era un escenario desolado bajo las últimas claridades del sol. En aquel sitio ostensible, aunque agreste, había, debajo de un árbol, un banco de palo desvencijado. Allí se sentaron los dos curas, siempre discutiendo con mucha animación. Todavía el suntuoso verde y oro era perceptible hacia el horizonte; pero ya la cúpula celeste había pasado del verde pavo al azul pavo, y las estrellas se destacaban más y más como joyas sólidas. Con señas, Valentin indicó a sus ayudantes que procurasen acercarse por detrás del árbol sin hacer ruido. Allí lograron, por primera vez, oír las palabras de aquellos extraños clérigos.Tras de haber escuchado unos dos minutos, se apoderó de Valentin una duda atroz: ¿Si habría arrastrado a los dos policías ingleses hasta aquellos nocturnos campos para una empresa tan loca como lo sería la de buscar higos entre los cardos? Porque aquellos dos sacerdotes hablaban realmente como verdaderos sacerdotes, piadosamente, con erudición y compostura, de los más abstrusos enigmas teológicos. El curita de Essex hablaba con la mayor sencillez, de cara hacia las nacientes estrellas. El otro inclinaba la cabeza, como si fuera indigno de contemplarlas. Pero no hubiera sido posible encontrar una charla más clerical e ingenua en ningún blanco claustro de Italia o en ninguna negra catedral española.Lo primero que oyó fue el final de una frase del Padre Brown, que decía: “...que era lo que en la Edad Media significaban con aquello de: los cielos incorruptibles”.El sacerdote alto movió la cabeza y repuso:

- ¡Ah, sí! los modernos infieles apelan a la razón; pero, ¿quién puede contemplar estos millones de mundos sin sentir

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que hay todavía universos maravillosos donde tal vez nuestra razón resulte irracional?

- No -dijo el otro-. La razón siempre es racional, aún en el limbo, aún en el último extremo de las cosas. Ya sé que la gente acusa a la Iglesia de rebajar la razón; pero es al contrario. La Iglesia es lo único que, en la tierra, hace de la razón un objeto supremo; la única que afirma que Dios mismo está sujeto por la razón.

El otro levantó la austera cabeza hacia el cielo estrellado, e insistió.- Sin embargo, ¿quién sabe si en este infinito universo...?- Infinito, sólo físicamente -dijo el curita agitándose en el

asiento-; pero no es infinito en el sentido de que pueda escapar a las leyes de la verdad.

Valentin, tras del árbol, crispaba los puños con muda desesperación. Ya le parecía oír las burlas de los policías ingleses a quienes había arrastrado en tan loca persecución, sólo para hacerles asistir al chismorreo metafísico de los dos viejos y amables párrocos. En su impaciencia, no oyó la elaborada respuesta del cura gigantesco, y cuando pudo oír otra vez, el Padre Brown estaba diciendo:

- La razón y la justicia imperan hasta en la estrella más solitaria y más remota: mire usted esas estrellas. ¿No es verdad que parecen como diamantes y zafiros? Imagínese usted la geología, la botánica más fantástica que se le ocurran; piense usted que allí hay bosques de diamantes con hojas de brillantes; imagínese usted que la luna es azul, que es un zafiro elefantino. Pero no se imagine usted que esta astronomía frenética pueda afectar a los principios de la razón y de la justicia. En llanuras de ópalo, como en escolleras de perlas, siempre se encontrará usted con la sentencia: “No robarás”.

Valentin estaba para cesar en aquella actitud violenta y alejarse sigilosamente, confesando aquel gran fracaso de su vida; pero el silencio del sacerdote gigantesco le impresionó de un modo que quiso esperar su respuesta. Cuando éste se decidió, por fin, a hablar, dijo simplemente, inclinando la cabeza y apoyando las manos en las rodillas.

- Bueno; yo creo, con todo, que ha de haber otros mundos superiores a la razón humana. Impenetrable es el misterio del cielo, y ante él humillo mi frente.

Y después, siempre en la misma actitud, y sin cambiar de tono de voz, añadió:

- Vamos, deme usted ahora mismo la cruz de zafiros que trae. Estamos solos y puedo destrozarle a usted como a un muñeco.

Aquella voz y aquel actitud inmutables chocaban violentamente con el cambio de asunto. El guardián de la reliquia apenas volvió la

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cabeza. Parecía seguir contemplando las estrellas. Tal vez no entendió. Tal vez entendió, pero el terror le había paralizado.

- Sí -dijo el sacerdote gigantesco sin inmutarse-, sí, yo soy Flambeau.

Y, tras una pausa, añadió:- Vamos, ¿quiere usted darme la cruz?- No -dijo el otro; y aquel monosílabo tuvo una extraña

sonoridad.Flambeau depuso entonces sus pretensiones pontificales. El gran ladrón se retrepó en el respaldo del banco y soltó la risa.

- No -dijo-, no quiere usted dármela, orgulloso prelado. No quiere usted dármela, célibe borrico. ¿Quiere usted que le diga por qué? Pues porque ya la tengo en el bolsillo de mi pecho.

El hombrecillo de Essex volvió hacia él, en la penumbra, una cara que debió de reflejar el asombro, y con la tímida sinceridad del “Secretario Privado”, exclamó:

- Pero, ¿está usted seguro?Flambeau aulló con deleite.

- Verdaderamente -dijo-, es usted tan divertido como una farsa en tres actos. Sí, hombre de Dios, estoy enteramente seguro. He tenido la buena idea de hacer una falsificación del paquete, y ahora, amigo mío, usted se ha quedado con el duplicado y yo con la alhaja. Una estratagema muy antigua, Padre Brown, muy antigua...

- Sí -dijo el Padre Brown alisándose los cabellos con el mismo aire distraído-, ya he oído hablar de ella.

El coloso del crimen se inclinó entonces hacia el rústico sacerdote con un interés repentino.

- ¿Usted ha oído hablar de ella? ¿Dónde?- Bueno -dijo el hombrecillo con mucha candidez-. Ya

comprenderá usted que no voy a decirle el nombre. Se trata de un penitente, un hijo de confesión. ¿Sabe usted? Había logrado vivir durante veinte años con gran comodidad, gracias al sistema de falsificar los paquetes de papel de estraza. Y así, cuando comencé a sospechar de usted, me acordé al punto de los procedimientos de aquel pobre hombre.

- ¿Sospechar de mí? -repitió el delincuente con curiosidad cada vez mayor- ¿Tal vez tuvo usted la perspicacia de sospechar cuando vio usted que yo le conducía a estas soledades?

- No, no -dijo Brown, como quien pide excusas-. No, verá usted: yo comencé a sospechar de usted en el momento en que por primera vez nos encontramos, debido al bulto que hace en su manga el brazalete de la cadena que suelen ustedes llevar.

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- Pero, ¿cómo demonios ha oído usted hablar siquiera del brazalete?

- ¡Qué quiere usted; nuestro pobre rebaño!... -dijo el Padre Brown, arqueando las cejas con aire indiferente-. Cuando yo era el cura de Hartlepool había allí tres con el brazalete... De modo que, habiendo desconfiado de usted desde el primer momento, como usted comprende, quise asegurarme de que la cruz quedaba a salvo de cualquier contratiempo. Y hasta creo que me he visto en el caso de vigilarle a usted, ¿sabe usted? Finalmente, vi que usted cambiaba los paquetes. Y entonces, vea usted, yo los volví a cambiar. Y después dejé el verdadero por el camino.

- ¿Que lo dejó usted? -repitió Flambeau; y por la primera vez, el tono de su voz no fue ya triunfal.

- Vea usted cómo fue -continuó el curita con el mismo tono de voz- Regresé a la confitería aquélla y pregunté si me había dejado por ahí un paquete, y di ciertas señas para que lo remitieran si acaso aparecía después. Yo sabía que no me había dejado antes nada, pero cuando regresé a buscar lo dejé realmente. Así, en vez de correr tras de mí con el valioso paquete, lo han enviado a estas horas a casa de un amigo mío que vive en Westminster. -Y luego añadió amargamente- También esto lo aprendí de un pobre sujeto que había en Hartlepool. Tenía la costumbre de hacerlo con las maletas que robaba en las estaciones; ahora el pobre está en un monasterio. ¡Oh, tiene uno que aprender muchas cosas!, ¿sabe usted? -prosiguió sacudiendo la cabeza con el mismo aire del que pide excusas- No puede uno menos de portarse como sacerdote. La gente viene a nosotros y nos lo cuenta todo.

Flambeau sacó del bolsillo un paquete de papel de estraza y lo hizo pedazos. No contenía más que papeles y unas barritas de plomo. Saltó sobre sus pies revelando su gigantesca estatura, y gritó:

- No le creo a usted. No puedo creer que un patán como usted sea capaz de eso. Yo creo que trae usted consigo la pieza y si usted se resiste a dármela..., ya ve usted, estamos solos, la tomaré por fuerza.

- No -dijo con naturalidad el Padre Brown; y también se puso de pie-. No la tomará usted por fuerza. Primero, porque realmente no la llevo conmigo. Y segundo, porque no estamos solos.

Flambeau se quedó suspenso.- Detrás de este árbol -dijo el Padre Brown señalándolo-

están dos forzudos policías, y con ellos el detective más notable que hay en la tierra. ¿Me pregunta usted que cómo vinieron? ¡Pues porque yo los atraje, naturalmente! ¿Que cómo lo hice? Pues se lo contaré a usted si se empeña. ¡Por Dios! ¿No comprende usted que, trabajando entre la clase

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criminal, aprendemos muchísimas cosas? Desde luego, yo no estaba seguro de que usted fuera un delincuente, y nunca es conveniente hacer un escándalo contra un miembro de nuestra propia Iglesia. Así, procuré antes probarle a usted, para ver si, a la provocación se descubría usted de algún modo. Es de suponer que todo hombre hace algún aspaviento si se encuentra con que su café está salado; si no lo hace es que tiene buenas razones para no llamar sobre sí la atención de la gente. Cambié, pues la sal y el azúcar, y advertí que usted no protestaba. Todo hombre protesta si le cobran tres veces más de lo que debe. Y si se conforma con la cuenta exagerada, es que le importa pasar inadvertido. Yo alteré la nota, y usted la pagó sin decir palabra.

Parecía que el mundo todo estuviera esperando que Flambeau, de un momento a otro, saltara como un tigre. Pero, por el contrario, se estuvo quieto, como si le hubieran amansado con un conjuro; la curiosidad más aguda le tenía como petrificado.

- Pues bien -continuó el Padre Brown con pausada lucidez-, como usted no dejaba rastro a la policía, era necesario que alguien lo dejara en su lugar.

Y adondequiera que fuimos juntos, procuré hacer algo que diera motivo a que se hablara de nosotros para todo el resto del día. No causé daños muy graves, por lo demás: una pared manchada, unas manzanas por el suelo, una vidriera rota... Pero, en todo caso, salvé la cruz, porque hay que salvar siempre la cruz. A esta hora está en Wesminster. Yo hasta me maravillo de que no lo haya usted estorbado con el “silbido del asno”.

- ¿El qué? -preguntó Flambeau.- Vamos, me alegro de que nunca haya usted oído hablar de

eso -dijo el sacerdote con una muequecilla-. Era una atrocidad. Ya estaba yo seguro de que usted era demasiado bueno, en el fondo, para ser un “silbador”. Yo no hubiera podido en tal caso contrarrestarlo, ni siquiera con el procedimiento de las “marcas”; no tengo bastante fuerza en las piernas.

- Pero, ¿de qué me está usted hablando? -preguntó el otro.- Hombre, creí que conocía usted las “marcas” -dijo el Padre

Brown agradablemente sorprendido-. Ya veo que no está usted tan envilecido.

- Pero, ¿cómo diablos está usted al cabo de tantos horrores? -gritó Flambeau.

La sombra de una sonrisa cruzó por la cara redonda y sencillota del clérigo.

- ¡Oh, probablemente a causa de ser un borrico célibe! -repuso-. ¿No se le ha ocurrido a usted pensar que un hombre que casi no hace más que oír los pecados de los demás no

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puede menos de ser un poco entendido en la materia? Además, debo confesarle a usted que otra condición de mi oficio me convenció de que usted no era un sacerdote.

- ¿Y qué fue ello? -preguntó el ladrón, alelado.- Que usted atacó la razón; y eso es de mala teología.

Y como se volviera en este instante para recoger sus paquetes, los tres policías salieron de entre los árboles penumbrosos. Flambeau era un artista, y también un deportista. Dio un paso atrás y saludó con una cortés reverencia a Valentin.

- No; a mí, no mon amí -dijo éste con nitidez argentina-. Inclinémonos los dos ante nuestro común maestro.

Y ambos se descubrieron con respeto, mientras el curita de Essex hacía como que buscaba su sombrilla.

6. “Las señales”, de Adolfo Pérez Zelaschi

Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino antes descifrable y ahora revelado: un hombre de piedra (el sombrero sobre los ojos, casi palpable la pesada pistola) pero atentísimo a las próximas señales del estrago.El hombre ahí significaba que todos los plazos se habían cumplido; que él, Manolo, pronto sería el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado durante un tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos sólo hasta que otro (desde luego gallego, recio, petiso, velloso y cejudo) lo sustituyera en el mostrador del bar La Nueva Armonía.Ahora, frente a esta muerte enchambergada, comprendía con claridad por qué los vecinos lo miraban con piedad y por qué sus palabras tenían dejos de lástima constante:

- ¿Qué tal, Manolo? -la conversación solía comenzar así.- Trabajando, ya lo ve.- Es la vida del pobre. Y... ¿más sereno ya?- Sí..., pero hablemos de otra cosa.

Pero ellos nunca querían hablar de otra cosa, sino de aquella por la cual el barrio -la pequeña esquina desteñida de Floresta al sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos- fue transportado súbitamente tres meses atrás a los titulares de los periódicos amarillos.Primero eran los consejos:

- Le convendría cambiar de barrio...- Es difícil vender el bar.

Y luego volvían al tema obsesionante:- Nunca se sabe... Con esa gente no se puede jugar. ¡Y la

policía que no lo protege a uno! El agente ya no está más, ¿verdad?

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- Ve usted que no. Hasta luego... Lo pasado, pisado.Se iba, huía, pero aun así sabía que lo miraban alejarse como al portador de una segura enfermedad mortal.Había otros diálogos, sin embargo, aunque en el fondo eran lo mismo.

- ¡Lo felicito, hombre! ¡Qué coraje tuvo!- Me defendí, nada más. Pero no quiero hablar. Lo pasado,

pisado.- Para usted, sí. Pero ellos eran tres. Cayó uno y quedaron

dos.- No quise matarlo; me defendí, nada más.- Para un valiente como usted, lo mismo es uno que diez.

Que vayan saliendo, no más, ¿eh? ¡Qué hígados: enfrentar al Lungo Riquelme!

- Usted perdonará, pero debo atender a los clientes. No me gusta recordar.

Era, sin embargo, un recuerdo para llenar una vida y, sobre todo, la del oscuro Manolo Cerdeiro, atado día a día y durante años a una noria de jornadas iguales detrás del mostrador de La Nueva Armonía. Abrir el bar, atender a los corredores, a los parroquianos, desde la mañana hasta la madrugada; turnándose con la patrona, salvo los lunes, día en que comenzaba a las seis de la tarde. Estos lunes preparaban con nabizas, pingüe unto sin sal, papas y porotos, un caldo gallego blanquecino, generoso y tan espeso que las cucharas quedaban clavadas de punta en su masa, y del cual bebían (o comían) dos soperas, empanadas de pescado fuerte o callos, regado todo con vino tinto áspero y común. Era una fiesta, su única pausa en el trabajo, su escape hacia el mundo, ahíto, satisfecho, sin necesidad ni temor, que le aguardaba cuando pudiera redondear una fortuna. Luego, después de una siesta bovina y profunda, reabría el bar y, mientras llegaban los clientes, hacía las cuentas y preparaba el dinero para depositar en el banco.Aquel día, concluidas las sumas y las restas, liado y encerrado el dinero bajo llave en un cajón del mostrador, estaba limpiando unos vasos cuando, a un ruido de pasos, levantó la cabeza y se encontró frente a aquellos dos hombres parecidos a cuchillos.

- ¿Desean los señores?- Pasá el fajo y no grités, gallego.

Y ya no vio sino la boca de la pistola con que el más bajo lo encañonaba.Manuel Cerdeiro no era, tal vez, un cobarde. Por eso demoró un par de segundos mientras sentía que un sudor rápido le pegaba la ropa a la piel.

- Apurate, gallego, o te liquido -dijo el de la pistola, y el más alto, sin mover el cuerpo, le cruzó la cara con el canto de la mano, en un golpe cruel, duro e injusto.

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Llorando -recordaba que lloró, pero no si fue de rabia o de miedo, o las dos cosas juntas-, abrió Manolo Cerdeiro el cajón. Allí estaba el dinero, un fajo de sólo veintitrés mil pesos y también, saltándole a los ojos como la cabeza de una víbora, como la punta de un látigo, como una fría lengua de acero, aquel Colt 38, caño corto, que le vendieron junto con el bar, diez años atrás, y que jamás había usado.Hasta allí, los hechos memorables. Luego todo se confundía turbulentamente, se superponía en un lapso que debió de ser de segundos, y en el cual, llevado por el dolor de aquel golpe injusto, por un rencor instantáneo y feroz, por el pánico, por todo eso, se halló de pronto disparando su revólver sobre los dos hombres, dos veces, tres, cuatro, vaciando el tambor del arma sobre ellos, encogiéndose tras el mostrador porque también le tiraban mientras se retiraban lentos y precisos hacia la puerta con las cuarenta y cinco de inacabables recámaras, viendo sin ver, ciego, en tanto algunas botellas caían deshechas, regándolo de anís, cegándolo de coñac. Hubo un confuso ruido de mesas derribadas, patadas en el suelo, mientras él, enajenado por aquel rapto de matar y morir que le quemaba el alma, gatillaba inútilmente contra cualquier cosa su revólver ya sin proyectiles. El mostrador subió como un telón invertido, de abajo hacia arriba, borrándole todo mientras él caía derribado por una bala, sin tomar conciencia de que caía, ni por qué. Por tanto, advirtió de pronto que su boca daba contra el suelo, que olía, olfateándolo, el seco olor del polvo acumulado en las tablas no barridas, que no podía levantarse. Vio que la sangre le corría por la camisa, no sabía desde dónde, un dolor agudo le barrenó el hombro y volvió a caer, entonces sí, sin sentido.

Ese mismo dolor lo volvió en sí. El bar estaba lleno de voces, de sombras, de agitación y de ruidos. Un hombre recio y colorado se inclinaba sobre él. Luego se irguió:

- La bala le lastimó el hombro. No es grave, pero tengan cuidado.

Dos camilleros lo levantaron en vilo y lo sacaron acostado, semidesnudo, desvalido e infantil. Sintió una súbita vergüenza al pasar casi en cueros entre la apretada hilera de los curiosos, de los vecinos, de todo el barrio aborregado ante la puerta de La Nueva Armonía al concierto de los tiros, y volvió a desmayarse cuando lo metieron en la ambulancia.Sólo después, y lentamente, mientras salía del asombro como de una red de hilos infinitos que sólo se iban soltando de a uno y despacito, reconstruyó el episodio, a la vez trivial y trágico, oscuro y heroico.Ese día, aprovechando una hora vacía, dos asaltantes intentaron robarle. Un modesto golpe de mano, en un bar huero y a un hombre solo, desprevenido, desarmado y presumiblemente cobarde. Poco dinero, es cierto, aunque proporcional al escaso riesgo. Pero, imprevisiblemente, la víctima resistió (por avaricia, por aturdimiento, por estupidez, dijeron todos; nadie por cívico heroísmo) y mató a uno

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de los atracadores, mientras el otro huía. Nada, como se ve, más allá de un episodio cualquiera de la crónica policial. Nada más..., si el muerto no hubiera sido el Lungo Riquelme.Pero lo era, y por eso la gente empezó a mirar a Manuel Cerdeiro como a un cadáver, con lastimosa piedad, tanto que a veces él mismo se olisqueaba para ver si ya hedía a la muerte que le asignaban.

- Lástima que era Riquelme -decían.El sonreía, crispado:

- Sí... sí. Fatalidad. Pero no quiero hablar de ello.Así, y todavía exánime en el hospital, lo había repetido a los reporteros entre relumbres de flash.

- ¿Sabía usted que era el Lungo Riquelme?- No.- De saberlo, ¿hubiera resistido lo mismo?- No sé. Todavía no sé bien quién es ese señor Riquelme.

No lo sabía pero lo aprendió: el Lungo Riquelme era el mayor y el jefe de tres hermanos, duros profesionales del delito, asesinos todos, que desde hacía dos años se tiroteaban con increíble buena fortuna con la policía de cuatro provincias y la uruguaya. Asaltar era su oficio; matar, un azar aceptable para ellos; morir, un riesgo conexo. Bancos, pagadores, joyeros, casas de cambio, habían sido saqueados uno tras otro, a veces en pleno centro, y cuatro hombres habían caído ya bajo sus pistolas sin ley. Porque los Riquelme disparaban en seguida, sin más, alevosamente, cuando alguien resistía o parecía dispuesto a hacerlo. Así mataron a un oficial de policía llamado Bazán, y entonces se trabó uno de esos duelos cerrados, porfiados, sin piedad, incluso con víctimas por lujo, que se dan entre uno o más delincuentes y la policía cuando a ésta le matan uno de sus hombres.En tal duelo se tira de cualquier manera, en cualquier lado, sin aviso, sobre el culpable, el acompañante, el encubridor, el sospechoso, que son todos uno, y lo mismo para los perseguidores, como éstos lo son para los otros. Y del otro lado se mata por seguridad, como quien da vuelta una llave, o como un pagaré contra la propia muerte, que el delincuente sabe inevitable a menos que huya del país. Así, a las órdenes del comisario Gregorio Bazán, hermano del oficial muerto, se peleaba contra los hermanos Riquelme, que no se entregarían jamás.Hechos a esta fatalidad, los Riquelme eran para el gallego Cerdeiro otra fatalidad sin escape. Los cronistas y reporteros hablaron de esto: “Conociéndose la solidaridad que se practica en el hampa, y más en el caso de los hermanos Riquelme, corre grave peligro la vida del señor Cerdeiro...”; o “Es indudable que los dos hermanos Riquelme tratarán de vengar a Juan, alias El Lungo, que era el mayor de los tres”. Incluso la revista Ahora publicó una serie de notas que tituló “El juramento de los Riquelme”, según la cual los dos sobrevivientes, Ernesto y Pedro, habían jurado en rueda de taitas y sobre el filo de un cuchillo que perteneció a Di Giovanni dar muerte

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al pobre gallego después de un largo paseo de agonía, de esos que se ven en televisión. Lo asesinarían desde un automóvil en marcha, lo balearían de atrás, lo apuñalarían dormido, al abrir una puerta volarían él y la puerta al soplo de la gelinita; cualquier cosa podía suceder en cualquier momento. Sería un concluir sin horror, seguro, rápido y técnico, aceptado de antemano por todos.Por eso, cuando Manuel Cerdeiro volvió del hospital, hubo, noche y día y durante dos meses, un agente uniformado en la esquina de La Nueva Armonía. Desde su lugar, detrás de la caja, el gallego llegó a mirarlo como si fuera un elemento definitivo del paisaje urbano que cabía entre la puerta y la vidriera del bar; permanente como la casa de enfrente y sus balcones, como la mercería del armenio Bakirgián, en la esquina opuesta y transversal, el foco suspendido sobre los adoquines color plomo o la vereda de piedras desniveladas.Un día el agente desapareció. No hubo nadie en la esquina. Increíblemente, Cerdeiro adivinó que tampoco lo habría ya, y todas las cosas parecieron dar una voltereta, balancearse, ceder, mientras violines y campanitas vibraban en sus oídos.El armenio Bakirgián estaba en la puerta de su tienda y cruzó rápidamente la calle. Ni siquiera saludó.

- ¡Le sacaron el agente!- No sé..., tal vez volverá luego.

Ardían de furia los ojos del armenio.- No; lo averigüé yo mismo en la comisaría. Han levantado

la consigna. ¡Para eso uno paga los impuestos! ¡Para que cualquiera lo robe y lo asesine!

Cerdeiro fue a la seccional.- ¿Qué desea, señor?- El comisario, por favor.

El cabo de guardia lo miró severamente:- Está ocupado. No puede atenderlo.- Soy... Cerdeiro..., Manuel Cerdeiro, del bar La Nueva

Armonía, aquí en Mariano Acosta al mil y tantos.- ¡Ah! ¿Es por la vigilancia? Ya vino antes un turco

entrometido... Bueno. Se levantó.- Pero...- No hay nada que hacer. Tenemos mucho trabajo y no

podemos distraer tres turnos para cuidarlo a usted. Arréglese solo. Buena suerte.

Manuel Cerdeiro volvió como en sueños a su bar (“Ahoramevanamatar”). Tuvo que remirar sus botellas, las mesas percudidas, pasar los dedos por el mostrador de cinc (“Ahoramevanamatar”), abrir y cerrar los cajones para recordar el lugar de cada cosa (“Ahoramevanamatar”) y, aun así, no pudo concentrarse en su trabajo (lavar los vasos, apilar las cajas vacías, barrer y regar el piso antes de que vinieran los clientes -con esa furia gallega y obstinada de siempre que le habían permitido durante años

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ahorrar el sueldo de un peón y de un mozo-), porque en realidad estaba viviendo ya para la muerte.Y así, como en sueño, vivió hasta que los días le desarrollaron un curioso doble juego de sentidos: uno, el de los ojos, oídos, tacto, atado a la rutina diaria; el otro, también ojos, oídos, tacto, atento a las señales de la calle, el barrio, la ciudad entera, en uno de cuyos cubículos estaban los Riquelme vengadores y juramentados.Este segundo sistema le anunció la conclusión del plazo.Eran las once de una noche de lunes, dura, helada y lluviosa. Los últimos parroquianos -tres invariables billaristas- se habían marchado y él pensaba cerrar en seguida porque nadie vendría ya, e irse a su casa, a unas cuadras de allí, tránsito de calvario (“Ahoramevanamatar”) que hacía dos veces al día con todo su ser puesto en cualquier señal que pudiera darse. Entró en la trastienda, que era un patiecito entoldado, tapiado por cajones vacíos de Coca-Cola y de cerveza, y comenzó a apartar los de marca Tres Cometas, cuyo camión vendría mañana a retirarlos, cuando la señal vibró. Sí: no fue el abrirse de la puerta, ni los pocos pasos que siguieron los que le hicieron estremecer, sino la alarma que resonó en el segundo juego de sentidos que le había crecido durante la espera: “Ahoramevanamatar”.Allí estaban. Midió agónicamente sus posibilidades de escape: ninguna. Tres altísimas paredes verticales y ciegas cerraban el patiecito. Nadie oiría un grito mientras el viento zumbelara allá arriba, tan perdido Manuel Cerdeiro en la ciudad como en un abismo entre montañas desnudas.Sólo cabía regresar al bar (“Ahoramevanamatar”) y eso hizo. De no estar tan aferrado por la circunstancia, por los ineludibles aquí y ahora, hubiese comprobado que su espanto había desaparecido y que podía realizar un balance, incluso desapasionado, de los hechos o, por lo menos, de los hechos que le concernían.Vio, en efecto, que el recién llegado -era uno solo- estaba ya sentado a una mesita; que no podría intentar un desesperado y tal vez mortal salto a través de la vidriera, porque él mismo había cerrado; encerrándose, la cortina metálica; que el desconocido no tenía apuro; que estaba sentado de tal manera -el antebrazo derecho apoyado sobre la mesa y paralelo al pecho- que su mano empuñaría en un décimo de segundo la pistola; que ésta le abultaba bajo el brazo izquierdo y que otra tiraba pesadamente hacia abajo el bolsillo derecho de su americana; que estaba atento a los signos que debían venir de la noche, donde dormían los inocentes y velaban los asesinos.Manuel Cerdeiro no sabía si pensaba en algo cuando se acercó al tipo para preguntarle qué quería tomar, si lo hizo por rutina, por servil ansia de ganar un minuto, un minuto más de vida, por aturdimiento, o por cualquier otra razón.La mano del hombre se hundió bajo el saco y quedó allí, sin duda enroscados los dedos amarillos en el gatillo y la culata:

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- Algo livianito, maestro -le dijo, mirándolo, y Manuel Cerdeiro volvió a sentirse ya muerto porque aquellos ojos fijos de víbora brillaban con inequívoca burla.

- ¿Guindado?- Eso: guindado.

Mientras vertía el licor -sus manos temblaban y lo derramaron un poco-, pensó en los paseos de la muerte que decía la revista; en los lentos suplicios con que el hampa suele, según las historietas, cobrar la traición o el crimen, y así, de nuevo como en sueños, volvió con el guindado hasta la mesita (la mano del hombre, que había salido, tornó a su nido terrible) y regresó tambaleándose al mostrador. Allí se quedó, sentado en la silla alta que usaba para recontar el dinero, con la caja como pobrísimo parapeto, mirando a aquel hombre, que, a su vez, no lo miraba, pero lo escuchaba, el oído tendido simultáneamente hacia las señales de la noche.Todo había pasado en cuatro minutos. Luego el tiempo -inmóviles los dos, él y el otro, él y él, él y la muerte- sólo fue perceptible en su más claro símbolo: en aquella aguja del reloj eléctrico que remontaba silenciosa su rueda inmutable.Sin señal previa, a las once y cuarenta y tres se abrió la puerta. El viento arrojó dentro del bar una ráfaga de lluvia y luego a un tipo indescifrable, mojado, aterido, haraposo y con barbas de semanas, desmelenado, sucio y tan borracho que ya se desplomaba. De una corrida tembleque, adelantando las manos para asirse de cualquier cosa imprevisible antes de caer, llegó al mostrador y allí bisbisó algo.

- No tengo -dijo Manuel Cerdeiro, sin oír y coligiendo.El borracho volvió a borronear sílabas.

- Smm... iino.- No hay vino. Es hora de cerrar. Váyase.

Apestaba el mísero a alcohol, humo, sudor, ropa vieja. Una súbita esperanza atravesó a Manuel Cerdeiro como una saeta; lo acompañaría..., lo acompañaría hasta la puerta y él adelante y el otro atrás, usándolo como viviente escudo, tal vez...

- A ver, amigo, lárguese.Pero el hombre del chambergo lo había adivinado (todo el recinto cruzado por mensajes tácitos pero claros) y allí estaba, alto, tranquilo, fuerte, del otro lado del mostrador y ahora junto al borracho. Le calzó el brazo bajo el suyo, le torció la mano izquierda con un puño brutal e inmenso, y, cuando el pobre empezó a lamentarse, lo llevó en peso y lo empujó con destreza y violencia, lanzándolo a diez pasos, pero de pie, de tal manera que con el impulso dado el borracho se hundió en la sombra y desapareció, llevándose la esperanza, que, según había comprobado Manuel Cerdeiro, también puede residir en un piojoso.Y todo -el viento, la lluvia, el hombre, Manuel Cerdeiro, la espera de las verdaderas señales- regresó exactamente a su sitio, menos las agujas del reloj, que ahora marcaban las once y cuarenta y ocho.

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Los dos quedaron otra vez solos: el bolichero y el asesino, el hombre y su visible destino, separados por ese breve trecho -de nuevo Manuel Cerdeiro detrás de su caja, de nuevo el otro allí, a diez metros apenas, de nuevo la mano próxima a la pistola, de nuevo los dos oyendo la ciudad, descartando los conocidos ruidos: el rodar de un taxi; de cuando en cuando, el ronroneo del ómnibus 170, el asmático paso -ras, ras, ras, ras,- del colectivo 201, algún rápido y fugaz chis-ris-ris de neumáticos sobre el pavimento mojado, el continuo, continuo, continuo rodar, caer, gargarizar del agua de las cunetas en la boca de tormenta que bebía lluvia frente al bar, de nuevo pensando Cerdeiro en todas las puertas herméticas cerradas ante él, cada vez girando como en el vacío cada cosa (“Ahoramevanamatar”), cada vez más remotas, a medida que se aproximaba la señal de la sentencia desde algún punto de la ciudad dormida, impenetrable al tácito gemir, al mudo implorar de aquel pobre gallego que sudaba como Cristo en las últimas estaciones del Calvario.A las doce y doce la noche dio la segunda señal.Oyeron -los dos, porque la mano del otro ganó de nuevo su leonera como una fiera- los pasos en la calle: rápidos, pequeños, esquivando sin duda los charcos de la vereda.En seguida se abrió la puerta, avanzaron otra vez el viento y la lluvia, un paraguas inmenso y brillante entró después y tras él la menuda figurita de Adelquí Martinelli, un vecino.

- ¡Hola, don Manolo! Llueve, ¿verdad?Manuel Cerdeiro sonrió dolorosamente y no dijo nada.El hombrecito, chiquito, panzón, tocado con un tirolés negro, donde lucía una ridícula pluma, plegó el paraguas y fue derecho al mostrador con pasitos de bebé.

-¿No cerró todavía? -preguntó-. ¿Por qué? Adelquí Martinelli era el hombre de las preguntas con respuestas ahorrables.

- Es tarde... Las doce y cuarto.Controló su reloj pulsera con el eléctrico de la pared.

- Allí dan las doce y doce. ¿Andan bien?- Muy bien.- Vengo de casa de mi hija mayor. Todos los jueves voy allá.

¿Usted sabía? Y, cuando pasé, pensé: me vendría bien una ginebra con este frío.

- ¿Quiere una ginebra?- Una Bols.- ¿Doble?

Adelquí Martinelli vaciló largamente. Después:- Doble -dijo resueltamente.

Manuel Cerdeiro se volvió hacia el estante de las bebidas. Antes de servir vio sobre éste el lápiz y el papel para las cuentas. Entonces, siempre de espaldas, fue haciendo mañosamente dos cosas a un

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tiempo: con la mano izquierda bajó la ginebra, con la derecha tomó el lápiz; nuevamente con la mano izquierda depositó un vasito en el estante inferior y con la derecha escribió, mientas servía despacio: “Llamelapolicíapronto”.Luego dejó rebosar el vasito hasta que la ginebra humedeció su base, lo apretó contra el papel hasta que éste se mojó a su vez y quedó adherido al vidrio; finalmente deslizó las dos cosas, el vasito y el papel sirviéndole de bandeja, sobre el cinc del mostrador hasta ponerlo bajo la mirada del casi enanito.El viejo Adelquí leyó. Luego interrogó con los ojos a Cerdeiro, desmesuradamente, y comenzó abrir la boca. Fue un diálogo por signos: Adelquí vio el sudor que relucía en la estrecha frente del gallego, sus párpados semicerrados, el ruego íntimo, desesperado y mudo que se desprendía de todo él y comprendió (Adelquí era del barrio y conocía la historia de Riquelme). Sus ojos asustados giraron hacia atrás, sin mover la cabeza señalaron al asesino... Cerdeiro asintió levísimamente.

- ¿Ri... queelme? -preguntó Adelquí con un siseo inaudible, y Cerdeiro volvió a asentir.

Entonces el diálogo por signos se invirtió, y el gallego vio cómo se perlaba la frente del viejo y sus manos comenzaban a temblar como las de un perlático, tanto que la mitad de la ginebra se le derramó en la barba, mientras él, Manuel Cerdeiro, lo maldecía e injuriaba silenciosamente con lo mejor de su honesto terror (“Se dará cuenta, viejo imbécil. Nos matará a los dos”), cómo luego trataba de encaminarse hacia la puerta, tambaleándose de miedo, con las piernas tan ingobernables como dos flanes.Cuando pasaba frente a la mesita del enigma, éste se levantó sin prisa y apoyó la mano en el hombro redondito de Adelquí:

-Usted no sale, abuelo. Tírese ahí, en ese rincón, atrás de esa mesa, y no se levante ni para hacer pis, porque se viene el baile.

Sin una palabra, el viejo Adelquí -¡temblaba, temblaba!, ¡oh, cómo temblaba!, su pobre corazón allá adentro, aleteando con tan loco terror, con tan abyecta miseria que hasta hubiera dejado de latir sólo para congraciarse con el asesino- se dirigió al lugar ordenado, y se tendió en el suelo, rígido, horizontal.Y volvió todo -las doce y veintiocho- a su sitio, salvo aquel ronquido abominable que partía del lugar donde Adelquí prefiguraba su propio cadáver, tal vez agonizante, y en todo caso no de falla de su cuerpo, sino de su alma, estirada como una cuerda, tan tensa que a punto de quebrarse emitía ese ronquido premonitorio del síncope.Y detrás de la caja Manuel Cerdeiro, ya entregado sin fuerzas a su miserable suerte, ya agachado como un buey que espera la maza del carnicero, ya sin siquiera enumerar los indicios de la noche, porque ninguno le importaba ahora salvo el último (“Ahoramevanamatar..., ahoramevanamatar...”)

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De pronto -el reloj, inatendido, marcaba la una- se dio la verdadera señal: un automóvil negro y mojado (Manuel Cerdeiro vio sólo su brillante capota húmeda que deflectaba turbiamente la luz de los focos) se detuvo un instante, hubo un doble golpe de portezuelas, y de él descendieron dos hombres, negros, iguales, que abrieron por fin (la por-fin-muerte, el final de la espera) sin violencia, pero con fuerza inapelable, la puerta del bar. Ya en el primer paso que dieron dentro tenían las pistolas en las manos. El primer tiro pasó a diez centímetros del gallego, el otro le dio en el hombro, en el mismo hombro antes herido y lo derribó detrás del mostrador, como la otra vez, y luego ya no supo qué ocurría del otro lado, pero oía los tiros, el ruido de cosas volcadas y el grito, el gemido de Adelquí Martinelli: “¡No me maten!” Un hombre vino atropelladamente con eses y quebradas de tango a caer de este lado del mostrador, y su sombrero con gotas de lluvia rodó hasta la misma cara de Manuel Cerdeiro, que lo olió estúpidamente (un olor de violenta agua florida), mientras el dolor le desgarraba el hombro, como la otra vez, y advirtió que el sombrero, que el hombre, que el desconocido últimamente llegado, que el hombre del tango, estaba muerto y que simultáneamente decenas de terribles balas en hilera, uno, dos, tres, cuatro, hacían saltar vidrios, revoques, y otra vez cuatro, seis, diez, doce esquirlas de madera, agujereaban el mostrador también tiradas desde la calle -dos, tres, dos, tres, dos, tres-, y todo quedó en silencio hasta que una voz sonora, inmensa, potente, gritó:

- ¡Paren! ¡Bazán habla!Entraron varios hombres:

- Levantate, gallego. Ya pasó. En seguida te vamos a curar.Lo sentó en una silla como a un muñeco., Era el hombre del chambergo.

- Soy el comisario Gregorio Bazán, y quise esperarlos aquí a esos hijos de puta. Perdoname, viejo, el jabón que te llevaste, pero en estas cosas es mejor no abrir la boca. Yo sabía por una alcahueteada que vendrían esta noche. Por eso los esperé.

Gregorio Bazán dio un puntapié a uno de los yertos Riquelme.- Mucho tiempo esperé este día. Ya cayeron los tres, pero

eso no me devuelve vivo a mi hermano.El bar estaba lleno de policías uniformados y de civil.Detrás, en la calle, ya se oían gritos, la sirena de una ambulancia, la alarma de la gente que acudía. En el suelo estaban los dos Riquelme muertos, y, en una silla, llorando y sentado, un pobre gallego que asistía a su propia resurrección.

7. “Los asesinos”, de E. Hemingway

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Este cuento fue incluido en Men without Women (1927), Hombres sin mujeres, colección de relatos de E. H.

(1927)

La puerta del restaurante Henry se abrió y entraron dos hombres, que se sentaron ante el mostrador.

— ¿Qué les sirvo? —preguntó George.— No sé —contestó uno de ellos—. ¿Qué quieres comer, Al?— No sé —dijo Al—. No sé lo que quiero comer.

Afuera aumentaba la oscuridad. Las luces de la calle se veían por la ventana. Los hombres, sentados ante el mostrador, leían el menú. Desde el otro lado del mostrador, Nick Adams los miraba. Cuando entraron, estaba hablando con George.

— Una costilla de cerdo con puré de patatas y de manzanas —dijo el primer hombre.

— Eso no está listo todavía.— ¿Y para qué demonios lo pone en la lista?— Ese es el menú de la comida que empieza a servirse a las

seis —explicó George.— En ese reloj son las cinco y veinte —dijo el segundo

hombre.— Está adelantado veinte minutos.— ¡Al diablo con el reloj! —dijo el primero—. ¿Qué tiene para

comer?— Sandwiches de cualquier clase, jamón o tocino con

huevos, carne...— Yo quiero croquetas de pollo con salsa blanca y puré de

patatas.— Eso también pertenece a la comida.— Todo lo que queremos pertenece a la comida, ¿eh?

¡Buena manera de trabajar tiene usted!— Puedo darles jamón o tocino con huevos, hígado...— Deme jamón con huevos —dijo el hombre llamado Al.

Llevaba un sombrero redondo y abrigo negro, cruzado, un pañuelo de seda al cuello y guantes. Su rostro era pequeño y blanco y tenía los labios apretados.

— A mí, huevos con tocino —ordenó el otro. Era aproximadamente de la misma estatura que Al. Sus caras eran distintas, pero vestían como mellizos. Ambos llevaban abrigos demasiado ajustados para su cuerpo. Estaban inclinados hacia delante, con los codos sobre el mostrador.

— ¿Tiene algo para beber? —preguntó Al.

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— Silver Beer, Bevo, ginger—ale... 8

— ¡He dicho algo para beber!— Sólo hay eso que dije.— Este es un pueblo divertido, ¿no es cierto? —dijo el otro

—. ¿Cómo se llama?— Summit.— ¿Lo has oído nombrar alguna vez? —preguntó Al a su

amigo.— No —dijo éste.— Y ¿qué hacen por la noche?— Comen —replicó su amigo—. Vienen aquí a darse la gran

comilona.— Eso es —terció George.— ¿De modo que usted lo cree? —preguntó Al a George.— Claro.— Usted es un vivo, ¿no es cierto?— Sí —dijo George.— Bueno. Pues no lo es —dijo el hombrecito—. ¿Qué te

parece, Al?— Es un estúpido —dijo Al. Se volvió hacia Nick—: ¿Cómo se

llama usted?— Adams.— Otro vivo —dijo Al—. ¿No es cierto que es un vivo, Max?— Este pueblo está lleno de vivos.

George colocó los dos platos sobre el mostrador, uno con jamón y huevos y el otro tocino y huevos. Al lado de éstos puso dos pequeñas fuentes de patatas fritas y cerró la ventanilla que daba a la cocina.

— ¿Cuál es el suyo? —preguntó Al.— ¿No se acuerda? — Jamón con huevos.— ¡Qué vivo! —exclamó Max. Se inclinó hacia delante y

tomó el plato de jamón con huevos. Ambos comenzaron a comer con los guantes puestos. George los contemplaba.

— ¿Qué está mirando? —dijo Max a George.— Nada.— ¿Cómo nada? Me estaba mirando a mí.— Tal vez el muchacho quería hacer una broma, Max —dijo

Al.George rió.Usted no tiene que reírse. ¡No tiene que reírse! ¿Entendido?8 Las dos primeras son marcas de cerveza de baja graduación alcohólica y la última es una bebida solidificada de jengibre

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— Está bien —dijo George.— ¿De modo que piensa que está bien?

Max se volvió hacia Al.— Oye, piensa que está bien.— ¡Oh!, ¡es todo un pensador! —dijo Al. Siguieron

comiendo.— ¿Cómo se llama el vivo que está detrás del mostrador? —

preguntó Al a Max.— ¡Eh! ¡Vivo! —dijo Max a Nick—. Vete detrás del mostrador

con tu amigo.— ¿Por qué? — preguntó el aludido.— Por nada.— Es mejor que vayas —dijo Al. Nick obedeció.— De qué se trata? —preguntó George.— ¿A usted qué diablos le importa? —exclamó Al— ¿Quién

está en la cocina?— El negro— ¿Qué negro?— El negro que cocina.— ¡Dile que venga!— ¿Para qué?— ¡Dile que venga!— ¿Dónde cree que está usted?— Sabemos muy bien dónde estamos —dijo el llamado Max

—. ¿Acaso parecemos idiotas?— Hablas como uno de ellos —le dijo Al—. ¿Para qué diablos

te pones a discutir con este muchacho? Escucha —dijo a George—. Dile al negro que venga.

— ¿Que van a hacer con él?— Nada. ¡Usa tu cabeza, vivo! ¿Qué se va a hacer con un

negro?George abrió la ventanilla que daba a la cocina.

— ¡Sam! —llamó—; ven aquí un momento.Se abrió la puerta de la cocina y entró el negro.

— ¿Qué pasa? —preguntó. Los dos hombres, con los codos en el mostrador, lo miraron.

— Bueno, negro. Quédate aquí —dijo Al.Sam, el negro, de pie, con su delantal blanco lleno de manchas, miró a los dos hombres.

— Sí, señor —dijo.— Yo me voy a la cocina con el negro y este vivo —dijo Al—.

Vamos, a la cocina, negro. ¡Tú ve con él, vivo!

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El hombrecito entró en la cocina detrás de Nick y de Sam, el cocinero. La puerta se cerró tras ellos. El hombre llamado Max se sentó frente a George. No lo miraba, pero sus ojos estaban clavados en el espejo que se hallaba detrás de él a todo lo largo del mostrador.

— Bueno, vivo —dijo Max mirando al espejo—: ¿Por qué no dices algo?

— Y bien, ¿qué pasa?— ¡Eh! ¡Al! —gritó Max—. Este vivo quiere saber qué pasa.— ¿Por qué no se lo dices? —llegó la voz de Al desde la

cocina.— ¿Tú qué crees que pasa?— No lo sé.— ¡Di lo que piensas, hombre!

Max no apartaba sus ojos del espejo mientras hablaba.— No quiero decirlo.— ¡Eh! ¡Al! Este vivo dice que no quiere decir lo que piensa.— Te oigo perfectamente —dijo Al desde la cocina. Había

abierto la ventanilla por la que pasaban los platos desde la cocina al comedor y la dejó trabada con una botella de salsa de tomate—. Escucha, vivo —dijo desde la cocina a George—. Córrete un poco más hacia la derecha del mostrador. Y tú, Max, un poco a la izquierda. —Procedía como un fotógrafo disponiendo a un grupo para una fotografía.

— Dime, vivo —exclamó Max—. ¿Qué crees que va a pasar?George no dijo nada.

— Te lo diré —dijo Max—. Vamos a matar al sueco. ¿Conoces a ese sueco grande llamado Ole Andreson?

— Sí.— Viene a cenar aquí todas las noches, ¿no?— A veces.— Y viene a las seis, ¿no?— Sí.— Sabemos todo eso, muchacho vivo —dijo Max—.

Hablemos de otra cosa. ¿Va usted al cine?— De vez en cuando.— Debería ir más al cine. Las películas son algo muy bueno

para un vivo como usted.— ¿Por qué quieren matar a Ole Andreson?, ¿Qué les hizo?— Nunca tuvo oportunidad de hacernos nada. No nos ha

visto nunca.— Y nos va a ver sólo una vez —dijo Al desde la cocina.— ¿Y por qué lo van a matar, entonces? —preguntó George.

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— Por un amigo. Sólo para vengar a un amigo, vivo.— ¡Cállate! —gritó Al desde la cocina—. ¡Hablas demasiado!— Bueno, es para divertir al muchacho. ¿No es cierto?

George miró el reloj.— Si entra alguien, diga usted que el cocinero se ha ido, y si

quieren quedarse les dice que vayan a cocinar ellos mismos. ¿Entendido, vivo?

— Está bien —dijo George—. ¿Y qué van a hacer con nosotros después?

— Eso depende —dijo Max—. Esa es una de las cosas que no sabrás hasta que llegue el momento.

George volvió a mirar el reloj. Eran las seis y cuarto. Se abrió la puerta de la calle. Entró un chofer.

— ¡Hola, George! —dijo—. ¿Hay comida?— Sam se ha ido —dijo George—. Volverá dentro de media

hora.— Entonces, volveré.

George miró el reloj. Eran las seis y veinte.— Muy bien, vivo —dijo Max—. Eres un caballero.— ¡Sabía que le iba a volar la cabeza!, —exclamó Al desde

la cocina.— No —dijo Max—. No es para tanto. El muchacho es bueno

y me gusta.A las seis y media, George dijo: “No viene”.Otras dos personas habían entrado en el restaurante. En una ocasión George fue a la cocina para hacer un sandwich de jamón con huevos, para un hombre que quería llevarlo consigo. Dentro vio a Al, con el sombrero echado hacia atrás, sentado en un banco al lado de la ventanilla, que daba al bar, con la boca de un gran revólver descansando en el borde de aquélla. Nick y el cocinero estaban espalda contra espalda, amordazados cada uno con una toalla. George cocinó los huevos y el jamón del sandwich, lo envolvió en un papel encerado y luego lo colocó en una fuente. Salió con él de la cocina y lo entregó al hombre que, después de pagar, se fue.

— Un muchacho vivo puede hacer de todo —dijo Max —. Harás de alguna mujer una esposa feliz, muchacho.

— ¿Sí? —dijo George—. Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.

— Vamos a darle diez minutos más —dijo Max.Miró el espejo y el reloj. Las manecillas señalaban las siete;

luego las siete y cinco.— Vamos, Al —dijo Max—. Mejor será que nos vayamos. No

va a venir.— ¡Dale otros cinco minutos! —gritó Al desde la cocina.

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Pasados los cinco minutos entró otro hombre y George le dijo que el cocinero estaba enfermo.

— Á por qué diablos no consigue otro cocinero? —preguntó el hombre—. ¿Acaso esto no es un restaurante? — Salió.

— Vamos, Al — dijo Max.— ¿Qué hacemos con los dos vivos y el negro?— Déjalos.— ¿Te parece?— Sí. Hemos terminado aquí.— Así no me gusta —manifestó Al—. Sería un error. Hablas

demasiado.— ¡Oh! ¿Y qué diablos importa? —exclamó Max—. Tenemos

que divertirnos, ¿no?— De todos modos, charlas demasiado — exclamó Al

saliendo de la cocina. El tambor de su revólver hacía un ligero bulto bajo el abrigo demasiado estrecho. Se lo alisó con las manos enguantadas.

— ¡Adiós, vivo! —dijo George—. Tienes bastante suerte.— Es verdad —afirmó Max—. Deberías jugar a las carreras,

vivo.Salieron. George, por la ventana, los vio pasar bajo la luz del farol y cruzar la calle. Con sus abrigos ajustados y sus sombreros parecían una pareja de vaudeville. George entró en la cocina por la puerta de batiente y desató a Nick y al cocinero.

— No me gusta esto —dijo Sam—. No quiero saber nada más de esto.

Nick se quedó de pie. Nunca le habían tapado la boca con una toalla.— ¡Oye! —dijo— ¡Qué demonios! —Estaba tratando de

hacer creer que no daba importancia a lo ocurrido.— Van a matar a Ole Andreson. Lo van a acribillar cuando

entre a comer.— ¿Ole Andreson...?— Sí.

El negro se pasaba la punta de los dedos por la boca.— ¿Se fueron? —preguntó.— Sí —dijo George—, salieron.— No me gusta —exclamó el cocinero—. No me gusta nada.— Escucha —dijo George a Nick—. Deberías ir a ver a Ole

Andreson.— Está bien.— Es mejor que no te metas para nada en esto —intervino

Sam—. Mejor que no te metas.— No vayas, si tú no quieres —dijo George.

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— Meterse en cosas como ésta no lleva a ninguna parte —insistió el cocinero—. Quédate aquí tranquilo.

— Voy a verlo —dijo Nick a George—. ¿Dónde vive?Sam les dio la espalda.— En la pensión de Hirsch.— Iré allí.

Afuera, la luz del farol brillaba por entre las desnudas ramas de un árbol. Nick fue calle arriba caminando por el centro de la calzada y, al llegar al otro farol, tomó por una callejuela lateral. Tres casas más allá estaba la pensión de Hirsch. Nick subió los dos pisos y sacudió la campanilla. Una mujer acudió a abrir.

— ¿Está Ole Andreson?— ¿Quiere verlo?— Sí; si está.

Nick siguió a la mujer, que subió una corta escalera, yendo luego hasta el fondo de un corredor. Allí golpeó la puerta.

— ¿Quién es?— Alguien quiere verle, señor Andreson —dijo la mujer.— Soy Nick Adams.— ¡Entra!

Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Andreson estaba en la cama, vestido. Había sido boxeador profesional de peso pesado y era demasiado largo para la cama. Tenía la cabeza sobre dos almohadones. No miró a Nick.

— ¿Qué pasa? —preguntó.— Estaba en casa de Henry —dijo el muchacho—, cuando

llegaron dos tipos. Nos ataron a mí y al cocinero, diciendo que habían ido a matarte a ti.

Al contarlo le pareció una tontería. Ole Andreson no dijo nada.— Nos metieron en la cocina —continuó Nick—. Querían

acribillarte cuando entraras en el comedor.Ole Andreson miró hacia la pared sin decir nada.

— George creyó que era mejor que viniera a decírtelo.— No puedo hacer nada —dijo Ole Andreson.— Te diré cómo eran.— No quiero saberlo —declaró Ole. Miró a la pared—.

Gracias por haber venido a decírmelo.— Está bien.

Nick miró al hombre que estaba en la cama.— ¿Quieres que vaya a ver a la policía?— No —dijo Andreson—. No vale la pena...— ¿Puedo hacer algo?— No. No hay nada que hacer.

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— Tal vez no sea más que una fanfarronada.— No. No es una fanfarronada.

Ole Andreson se dio vuelta hacia la pared.— Lo malo —dijo hablando en la misma postura—, es que no

puedo decidirme a salir. He estado aquí todo el día.— ¿No puedes salir del pueblo?— No —dijo Ole Andreson—. Se acabó eso de dar vueltas de

una parte a otra.Miró la pared.— No hay nada que hacer ahora —dijo.— ¿Podrías arreglarlo de alguna forma?— No. Me metí donde no debía —hablaba con la misma voz

monótona—. No hay nada que hacer. Puede que más tarde me decida a salir.

— Bueno, me vuelvo a casa de George.— Hasta luego —dijo Ole sin mirar a Nick—. Gracias por

haber venido.Nick salió. Al cerrar la puerta vio a Ole Andreson, vestido, tirado en la cama y mirando hacia la pared.

— Ha estado en su cuarto todo el día —dijo la mujer, que lo esperaba abajo—. Supongo que no se siente bien. Le dije: “Señor Andreson, debería salir a pasear en un día tan hermoso como éste”, pero no tenía ganas.

— No quiere salir.— Lamento que no se sienta bien —dijo la mujer—. Es un

hombre muy bueno. Fue boxeador, ¿sabe usted?— Sí.— A no ser por la cara, nadie se daría cuenta —dijo ella.

Estaban hablando dentro con la puerta de la calle abierta—. ¡Es tan educado!

— Bueno. Buenas noches, señora Hirsch —dijo Nick.— Yo no soy la señora Hirsch —replicó la mujer— Ella es la

dueña. Yo soy sólo la encargada. Soy la señora Bell.— Bien; buenas noches, señora Bell.— Buenas noches —contestó ella.

Nick caminó por la calle oscura hasta la esquina iluminada por el farol y luego por el centro de la calzada hasta llegar al restaurante Henry. George estaba detrás del mostrador.

— ¿Has visto a Ole?— Sí —dijo Nick—. Está en su cuarto y no quiere salir.

El cocinero abrió la puerta de la cocina, desde donde había oído la voz de Nick.

— ¡No quiero ni oírlo! —dijo y cerró la puerta.

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— ¿Se lo has dicho?— Sí. Se lo he dicho, pero él sabe lo que ocurre.— ¿Qué va a hacer?— Nada.— Le matarán.— Supongo que sí.— Debió hacer algo en Chicago.— Me imagino —dijo Nick.— ¡Qué lástima!— ¡Es horrible!

Callaron. George tomó un trapo y limpió el mostrador.— ¿Qué habrá hecho?— Habrá traicionado a alguien. Ellos matan por eso.— Me voy a ir de este pueblo —declaró Nick.— Sí; harás bien.— No puedo soportar la idea de verlo en su cuarto

esperando y sabiendo lo que le va a pasar. ¡Es demasiado horrible!

— Bueno —dijo George—. Mejor es no pensar en eso.

8. “Orden Jerárquico”, de E. Goligorsky

A Carlos y María Elena

Abáscal lo perdió de vista, sorpresivamente, entre las sombras de la calle solitaria. Ya era casi de madrugada, y unos jirones de niebla espesa se adherían a los portales oscuros. Sin embargo, no se inquietó. A él, a Abáscal, nunca se le había escapado nadie. Ese infeliz no sería el primero. Correcto. El Cholo reapareció en la esquina, allí donde las corrientes de aire hacían danzar remolinos de bruma. Lo alumbraba el cono de luz amarillenta de un farol.El Cholo caminaba excesivamente erguido, tieso, con la rigidez artificial de los borrachos que tratan de disimular su condición. Y no hacía ningún esfuerzo por ocultarse. Se sentía seguro.Abáscal había empezado a seguirlo a las ocho de la noche. Lo vio bajar, primero, al sórdido subsuelo de la Galería Güemes, de cuyas entrañas brotaba una música gangosa. Los carteles multicolores prometían un espectáculo estimulante, y desgranaban los apodos exóticos de las coristas. El también debió sumergirse, por fuerza, en la penumbra cómplice, para asistir a un monótono desfile de hembras aburridas. Las carnes fláccidas, ajadas, que los reflectores acribillaban sin piedad, bastaban, a juicio de Abáscal, para sofocar cualquier atisbo de excitación. Por si eso fuera poco, un tufo en el que se mezclaban el sudor, la mugre y la felpa apolillada, impregnaba el aire rancio, adhiriéndose a la piel y las ropas.

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Se preguntó qué atractivo podía encontrar el Cholo en ese lugar. Y la respuesta surgió, implacable, en el preciso momento en que terminaba de formularse el interrogante.El Cholo se encuadraba en otra categoría humana, cuyos gustos y placeres él jamás lograría entender. Vivía en una pensión de Retiro, un conventillo, mejor dicho, compartiendo una pieza minúscula con varios comprovincianos recién llegados a la ciudad. Vestía miserablemente, incluso cuando tenía los bolsillos bien forrados: camisa deshilachada, saco y pantalón andrajosos, mocasines trajinados y cortajeados. Era, apenas, un cuchillero sin ambiciones, o con una imagen ridícula de la ambición. Util en su hora, pero peligroso, por lo que sabía, desde el instante en que había ejecutado su último trabajo, en una emergencia, cuando todos los expertos de confianza y responsables, como él, como Abáscal, se hallaban fuera del país. Porque últimamente las operaciones se realizaban, cada vez más, en escala internacional, y los viajes estaban a la orden del día.Recurrir al Cholo había sido, de todos modos, una imprudencia. Con plata en el bolsillo, ese atorrante no sabía ser discreto. Abáscal lo había seguido del teatrito subterráneo a un piringundín de la 25 de Mayo, y después a otro, y a otro, y lo vio tomar todas las porquerías que le sirvieron, y manosear a las coperas, y darse importancia hablando de lo que nadie debía hablar. No mencionó nombres, afortunadamente, ni se refirió a los hechos concretos, identificables, porque si lo hubiera hecho, Abáscal, que lo vigilaba con el oído atento, desde el taburete vecino, habría tenido que rematarlo ahí nomás, a la vista de todos, con la temeridad de un principiante.No era sensato arriesgar así una organización que tanto había costado montar, amenazando, de paso, la doble vida que él, Abáscal, un verdadero técnico, siempre había protegido con tanto celo. Es que él estaba en otra cosa, se movía en otros ambientes. Sus modelos, aquellos cuyos refinamientos procuraba copiar, los había encontrado en las recepciones de las embajadas, en los grandes casinos, en los salones de los ministerios, en las convenciones empresarias. Cuidaba, sobre todo, las apariencias: ropa bien cortada, restaurantes escogidos, starlets trepadoras, licores finos, autos deportivos, vuelos en cabinas de primera clase. Por ejemplo, ya llevaba encima, mientras se deslizaba por la calle de Retiro, siguiendo al Cholo, el pasaje que lo transportaría, pocas horas más tarde, a Caracas. Lejos del cadáver del Cholo y de las suspicacias que su eliminación podría generar en algunos círculos.En eso, el Doctor había sido terminante. Matar y esfumarse. El número del vuelo, estampado en el pasaje, ponía un límite estricto a su margen de maniobra. Lástima que el Doctor, tan exigente con él, hubiera cometido el error garrafal de contratar, en ausencia de los auténticos profesionales, a un rata como el Cholo. Ahora, como de costumbre, él tenía que jugarse el pellejo para sacarles las castañas del fuego a los demás. Aunque eso también iba a cambiar, algún día. El apuntaba alto, muy alto, en la organización.Abáscal deslizó la mano por la abertura del saco, en dirección al correaje que le ceñía el hombro y la axila. Al hacerlo rozó, sin querer,

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el cuadernillo de los pasajes. Sonrió. Luego, sus dedos encontraron las cachas estriadas de la Luger, las acariciaron, casi sensualmente, y se cerraron con fuerza, apretando la culata.El orden jerárquico también se manifestaba en las armas. El había visto, hacía mucho tiempo, la herramientas predilecta del Cholo. Un puñal de fabricación casera, cuya hoja se había encogido tras infinitos contactos con la piedra de afilar. Dos sunchos apretaban el mango de madera, incipientemente resquebrajado y pulido por el manipuleo. Por supuesto, el Cholo había usado ese cuchillo en el último trabajo, dejando un sello peculiar, inconfundible. Otra razón para romper allí, en el eslabón más débil, la cadena que trepaba hasta cúpulas innombrables.En cambio, la pistola de Abáscal llevaba impresa, sobre el acero azul, la nobleza de su linaje. Cuando la desarmaba, y cuando la aceitaba, prolijamente, pieza por pieza, se complacía en fantasear sobre la personalidad de sus anteriores propietarios. ¿Un gallardo “junker” prusiano, que había preferido dispararse un tiro en la sien antes que admitir la derrota en un suburbio de Leningrado? ¿O un lugarteniente del mariscal Rommel, muerto en las tórridas arenas de El Alamein? El había comprado la Luger, justamente, en un zoco de Tánger donde los mercachifles remataban su botín de cascos de acero, cruces gamadas y otros trofeos arrebatados a la inmensidad del desierto.Eso sí, la Luger tampoco colmaba sus ambiciones. Conocía la existencia de una artillería más perfeccionada, más mortífera, cuyo manejo estaba reservado a otras instancias del orden jerárquico, hasta el punto de haberse convertido en una especie de símbolo de status. A medida que él ascendiera, como sin duda iba a ascender, también tendría acceso a ese arsenal legendario, patrimonio exclusivo de los poderosos.Curiosamente, el orden jerárquico tenía, para Abáscal, otra cara. No se trataba sólo de la forma de matar, sino, paralelamente, de la forma de morir. Lo espantaba la posibilidad de que un arma improvisada, bastarda, como la del Cholo, le hurgara las tripas. A la vez, el chicotazo de la Luger enaltecería al Cholo, pero tampoco sería suficiente para él, para Abáscal cuando llegara a su apogeo. La regla del juego estaba cantada y él, fatalista por convicción, la aceptaba: no iba a morir en la cama. Lo único que pedía era que, cuando le tocara el turno, sus verdugos no fueran chapuceros y supiesen elegir instrumentos nobles.La brusca detención de su presa, en la bocacalle siguiente, le cortó el hilo de los pensamientos. Probablemente el instinto del Cholo, afinado en los montes de Orán y en las emboscadas de un Buenos Aires traicionero, le había advertido algo. Unas pisadas demasiado persistentes en la calle despoblada. Una vibración intrusa en la atmósfera. La conciencia del peligro acechante lo había ayudado a despejar la borrachera y giró en redondo, agazapándose. El cuchillo tajeó la bruma, haciendo firuletes, súbitamente convertido en la prolongación natural de la mano que lo empuñaba.

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Abáscal terminó de desenfundar la Luger. Disparó desde una distancia segura, una sola vez, y la bala perforó un orificio de bordes nítidos en la frente del Cholo.Misión cumplida.El tableteo de las máquinas de escribir llegaba vagamente a la oficina, venciendo la barrera de aislación acústica. Por el ventanal panorámico se divisaba un horizonte de hormigón y, más lejos, donde las moles dejaban algunos resquicios, asomaban las parcelas leonadas del Río de la Plata. El smog formaba un colchón sobre la ciudad y las aguas.El Doctor tomó, en primer lugar, el cable fechado en Caracas que su secretaria acababa de depositar sobre el escritorio, junto a la foto de una mujer rubia, de facciones finas, aristocráticas, flanqueada, en un jardín, por dos criaturas igualmente rubias. Conocía, de antemano, el texto del cable: “Firmamos contrato”. No podía ser de otra manera. La organización funcionaba como una maquinaria bien sincronizada. En eso residía la clave del éxito.“Firmamos contrato”, leyó, efectivamente. O sea que alguien -no importaba quién- había cercenado el último cabo suelto, producto de una operación desgraciada.Primero había sido necesario recurrir al Cholo, un malevito marginado, venal, que no ofrecía ninguna garantía para el futuro. Después, lógicamente, había sido indispensable silenciar al Cholo. Y ahora el círculo acababa de cerrarse. “Firmamos contrato” significaba que Abáscal había sido recibido en el aeropuerto de Caracas, en la escalerilla misma del avión, por un proyectil de un rifle Browning calibre 30, equipado con mira telescópica Leupold M8-100. Un fusil, se dijo el Doctor, que Abáscal habría respetado y admirado, en razón de su proverbial entusiasmo por el orden jerárquico de las armas. La liquidación en el aeropuerto, con ese rifle y no otro, era, en verdad, el método favorito de la filial Caracas, tradicionalmente partidaria de ganar tiempo y evitar sobresaltos inútiles.Una pérdida sensible, reflexionó el Doctor, dejando caer el cable sobre el escritorio. Abáscal siempre había sido muy eficiente, pero su intervención, obligada, en ese caso, lo había condenado irremisiblemente. La orden recibida de arriba había sido inapelable: no dejar rastros, ni nexos delatores. Aunque, desde luego, resultaba imposible extirpar todos, absolutamente todos, los nexos. El, el Doctor, era, en última instancia, otro de ellos.A continuación, el Doctor recogió el voluminoso sobre de papel manila que su secretaria le había entregado junto con el cable. El matasellos era de Nueva York. El membrete era el de la firma que servía de fachada a la organización. Habitualmente, la llegada de uno de esos sobres marcaba el comienzo de otra operación. El código para descifrar las instrucciones descansaba en el fondo de su caja fuerte.El Doctor metió la punta del cortapapeles debajo de la solapa del sobre. La hoja se deslizó hasta tropezar, brevemente, con un obstáculo. La inercia determinó que siguiera avanzando. El Doctor comprendió que para descifrar el mensaje no necesitaría ayuda. Y le

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sorprendió descubrir que en ese trance no pensaba en su mujer y sus hijos, sino en Abáscal y en su culto por el orden jerárquico de las armas. Luego, la carga explosiva, activada por el tirón del cortapapeles sobre el hilo del detonador, transformó todo ese piso del edificio en un campo de escombros.

SELECCIÓN DE CUENTOS DE CIENCIA FICCIÓN

A. Selección de cuentos de Crónicas Marcianas, de R. Bradbury: 1. “La última expedición" 2. "El Marciano" 3. "El picnic del millón de años". B. Selección de cuentos de Phillip Dick: 4. "El artefacto precioso” 5. "La máquina preservadora"

A. Selección de cuentos de Crónicas Marcianas

Indice de la obra El verano del cohete – Enero de 1999Ylla – Febrero de 1999Noche de verano – Agosto de 1999Los hombres de la Tierra – Agosto de 1999El contribuyente – Marzo de 2000La tercera expedición – Abril de 2000Aunque siga brillando la luna – Junio de 2001Los colonos – Agosto de 2001La mañana verde – Diciembre de 2001Las langostas – Febrero de 2002Encuentro nocturno – Agosto de 2002Intermedio – Febrero de 2003Los músicos – Abril de 2003Un camino a través del aire – Junio de 2003La elección de los nombres – 2004–2005Usher II – Abril de 2005Los viejos – Agosto de 2005El marciano – Septiembre de 2005La tienda de equipajes – Noviembre de 2005Fuera de temporada – Noviembre de 2005Los observadores – Noviembre de 2005Los pueblos silenciosos – Diciembre de 2005Los largos años – Abril de 2026Vendrán lluvias suaves – Agosto de 2026El picnic de un millón de años – Octubre de 2026

1. Abril de 2000. “La tercera expedición”             La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y las velocidades negras, y los movimientos brillantes, y los silenciosos abismos del espacio. Era una nave nueva, con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de metal, y se movía en un silencio limpio,

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vehemente y cálido. Llevaba diecisiete hombres, incluyendo un capitán. En la pista de Ohio la muchedumbre había gritado agitando las manos a la luz del sol, y el cohete había florecido en ardientes capullos de color y había escapado alejándose en el espacio ¡en el tercer viaje a Marte!            Ahora estaba desacelerando con una eficiencia metálica en las atmósferas superiores de Marte. Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado como un pálido leviatán marino por las aguas de medianoche del espacio; había dejado atrás la luna antigua y se había precipitado al interior de una nada que seguía a otra nada. Los hombres de la tripulación se habían golpeado, enfermado y curado, alternadamente. Uno había muerto, pero los dieciséis sobrevivientes, con los ojos claros y las caras apretadas contra las ventanas de gruesos vidrios, observaban ahora cómo Marte oscilaba subiendo debajo de ellos.            – ¡Marte! – exclamó el navegante Lustig.            – ¡El viejo y simpático Marte! – dijo Samuel Hinkston, arqueólogo.            – Bien – dijo el capitán John Black.            El cohete se posó en un prado verde. Afuera, en el prado, había un ciervo de hierro. Más allá, se alzaba una alta casa victoriana, silenciosa a la luz del sol, toda cubierta de volutas y molduras rococó, con ventanas de vidrios coloreados: azules y rosas y verdes y amarillos. En el porche crecían unos geranios, y una vieja hamaca colgaba del techo y se balanceaba, hacia atrás, hacia delante, hacia atrás, hacia delante, mecida por la brisa. La casa estaba coronada por una cúpula, con ventanas de vidrios rectangulares y un techo de caperuza. Por la ventana se podía ver una pieza de música titulada Hermoso Ohio, en un atril.            Alrededor del cohete y en las cuatro direcciones se extendía el pueblo, verde y tranquilo bajo el cielo primaveral de Marte. Había casas blancas y de ladrillos rojos, y álamos altos que se movían en el viento, y arces y castaños, todos altos. En el campanario de la iglesia dormían unas campanas doradas.            Los hombres del cohete miraron fuera y vieron todo esto. Luego se miraron unos a otros y miraron otra vez fuera, pálidos, tomándose de los codos, como si no pudieran respirar.            – Demonios – dijo Lustig en voz baja, frotándose torpemente los ojos –. Demonios.            – No puede ser – dijo Samuel Hinkston.            Se oyó la voz del químico.            – Atmósfera enrarecida, señor, pero segura. Hay suficiente oxígeno.            – Entonces saldremos – dijo Lustig.            – Esperen – replicó el capitán John Black –. ¿Qué es esto en realidad?            – Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable, señor.            – Y es un pueblo idéntico a los pueblos de la Tierra – dijo Hinkston el arqueólogo –. Increíble. No puede ser, pero es.            El capitán John Black le miró inexpresivamente.

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            – ¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen de la misma manera, Hinkston?            – Nunca lo hubiera pensado, capitán.            El capitán se acercó a la ventana.            – Miren. Geranios. Una planta de cultivo. Esa variedad específica se conoce en la Tierra sólo desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolucionan las plantas, durante miles de años. Y luego díganme si es lógico que los marcianos tengan: primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo, cúpulas; tercero, columpios en los Porches; cuarto, un instrumento que parece un piano y que probablemente es un piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es lógico que un compositor marciano haya compuesto una pieza de música titulada, aunque parezca mentira, Hermoso Ohio? ¡Esto querría decir que hay un río Ohio en Marte!            – ¡El capitán Williams, por supuesto! – exclamó Hinkston.            – ¿Qué?            – El capitán Williams y su tripulación de tres hombres. 0 Nathaniel York y su compañero. ¡Eso lo explicaría todo!            – Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día que llegó a Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a Williams y sus tres hombres, el cohete fue destruido al día siguiente de haber llegado. Al menos las pulsaciones de los transmisores cesaron entonces. Si hubieran sobrevivido, se habrían comunicado con nosotros. De todos modos, desde la expedición de York sólo ha pasado un año, y el capitán Williams y sus hombres llegaron aquí en el mes de agosto. Suponiendo que estén vivos, ¿hubieran podido construir un pueblo como éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con la ayuda de una brillante raza marciana? Miren el pueblo; está ahí desde hace por lo menos setenta años. Miren la madera de ese porche; miren esos árboles, ¡todos centenarios! No, esto no es obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. Y no saldré de la nave antes de aclararlo.            – Además – dijo Lustig –, Williams y sus hombres, y también York, descendieron en el lado opuesto de Marte. Nosotros hemos tenido la precaución de descender en este lado.            – Excelente argumento. Como es posible que una tribu marciana hostil haya matado a York y a Williams, nos ordenaron que descendiéramos en una región alejada, para evitar otro desastre. Estamos por lo tanto, o así parece, en un lugar que Williams y York no conocieron.            – Maldita sea – dijo Hinkston –. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con el permiso de usted. Es posible que en todos los planetas de nuestro sistema solar haya pautas similares de ideas, diagramas de civilización. ¡Quizás estemos en el umbral del descubrimiento psicológico y metafísico más importante de nuestra época!            – Yo quisiera esperar un rato – dijo el capitán John Black.            – Es posible, señor, que estemos en presencia de un fenómeno que demuestra por primera vez, y plenamente, la existencia de Dios, señor.

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            – Muchos buenos creyentes no han necesitado esa prueba, señor Hinkston.            – Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como éste no puede existir sin intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o llorar.            – No haga ni una cosa ni otra, por lo menos hasta saber con qué nos enfrentamos.            – ¿Con qué nos enfrentamos? – dijo Lustig –. Con nada, capitán. Es un pueblo agradable, verde y tranquilo, un poco anticuado como el pueblo donde nací. Me gusta el aspecto que tiene.            – ¿Cuándo nació usted, Lustig?            – En mil novecientos cincuenta.            – ¿Y usted, Hinkston?            – En mil novecientos cincuenta y cinco. En Grinnell, Iowa. Y este pueblo se parece al mío.            – Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de cualquiera de ustedes. Tengo ochenta años cumplidos. Nací en mil novecientos veinte, en Illinois, y con la ayuda de Dios y de la ciencia, que en los últimos cincuenta años ha logrado rejuvenecer a los viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los demás, pero infinitamente más receloso. Este pueblo, quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Green Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado a Green Bluff.– Y volviéndose hacia el radiotelegrafista, añadió –: Comuníquese con la Tierra. Dígales que hemos llegado. Nada más. Dígales que mañana enviaremos un informe completo.            – Bien, capitán.            El capitán acercó al ojo de buey una cara que tenía que haber sido la de un octogenario, pero que parecía la de un hombre de unos cuarenta años.            – Les diré lo que vamos a hacer, Lustig. Usted, Hinkston y yo daremos una vuelta por el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si ocurre algo, se irán en seguida. Es mejor perder tres hombres que toda una nave. Si ocurre algo malo, nuestra tripulación puede avisar al próximo cohete. Creo que será el del capitán Wilder, que saldrá en la próxima Navidad. Si en Marte hay algo hostil queremos que el próximo cohete venga bien armado.            – También lo estamos nosotros. Disponemos de un verdadero arsenal.            – Entonces, dígale a los hombres que se queden al pie del cañón. Vamos, Lustig, Hinkston.            Los tres hombres salieron juntos por las rampas de la nave.             Era un hermoso día de primavera. Un petirrojo posado en un manzano en flor cantaba continuamente. Cuando el viento rozaba las ramas verdes, caía una lluvia de pétalos de nieve, y el aroma de los capullos flotaba en el aire. En alguna parte del pueblo alguien tocaba el piano, y la música iba y venía e iba, dulcemente, lánguidamente. La canción era Hermosa soñadora. En alguna otra parte, en un gramófono, chirriante y apagado, siseaba un disco de Vagando al anochecer, cantado por Harry Lauder.

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            Los tres hombres estaban fuera del cohete. jadearon aspirando el aire enrarecido, y luego echaron a andar, lentamente, como para no fatigarse.            Ahora el disco del gramófono cantaba: Oh, dame una noche de junio,la luz de la luna y tú             Lustig se echó a temblar. Samuel Hinkston hizo lo mismo.            El cielo estaba sereno y tranquilo, y en alguna parte corría un arroyo, a la sombra de un barranco con árboles. En alguna parte trotó un caballo, y traqueteó una carreta.            – Señor – dijo Samuel Hinkston –, tiene que ser, no puede ser de otro modo, ¡los viajes a Marte empezaron antes de la Primera Guerra Mundial!            – No.            – ¿De qué otro modo puede usted explicar esas casas, el ciervo de hierro, los pianos, la música? – Y Hinkston tomó persuasivamente de un codo al capitán y lo miró a los ojos –. Si usted admite que en mil novecientos cinco había gente que odiaba la guerra, y que uniéndose en secreto con algunos hombres de ciencia construyeron un cohete y vinieron a Marte...            – No, no, Hinkston.            – ¿Por qué no? El mundo era muy distinto en mil novecientos cinco. Era fácil guardar un secreto.            – Pero algo tan complicado como un cohete no, no se puede ocultar            – Y vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas que construyeron fueron similares a las casas de la Tierra, pues junto con ellos trajeron la civilización terrestre.            – ¿Y han vivido aquí todos estos años? – preguntó el capitán.            – En paz y tranquilidad, sí. Quizás hicieron unos pocos viajes, bastantes como para traer aquí a la gente de un pueblo pequeño, y luego no volvieron a viajar, pues no querían que los descubrieran. Por eso este pueblo parece tan anticuado. No veo aquí nada posterior a mil novecientos veintisiete, ¿no es cierto? – Es posible, también, que los viajes en cohete sean aún más antiguos de lo que pensamos. Quizá comenzaron hace siglos en alguna parte del mundo, y las pocas personas que vinieron a Marte y viajaron de vez en cuando a la Tierra supieron guardar el secreto.            – Tal como usted lo dice, parece razonable.            ~ Lo es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos falta encontrar a alguien y verificarlo.            La hierba verde y espesa apagaba el sonido de las botas. En el aire había un olor a césped recién cortado. A pesar de sí mismo, el capitán John Black se sintió inundado por una gran paz. Durante los últimos treinta años no había estado nunca en un pueblo pequeño, y el zumbido de las abejas primaverales lo acunaba y tranquilizaba, y el aspecto fresco de las cosas era como un bálsamo para él.

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            Los tres hombres entraron en el porche y fueron hacia la puerta de tela de alambre. Los pasos resonaron en las tablas del piso. En el interior de la casa se veía una araña de cristal, una cortina de abalorios que colgaba a la entrada del vestíbulo, y en una pared, sobre un cómodo sillón Morris, un cuadro de Maxfield Parrish. La casa olía a desván, a vieja, e infinitamente cómoda. Se alcanzaba a oír el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra de limonada. Hacía mucho calor, y en la cocina distante alguien preparaba un almuerzo frío. Alguien tarareaba entre dientes, con una voz dulce y aguda.            El capitán John Black hizo sonar la campanilla.            Unas pisadas leves y rápidas se acercaron por el vestíbulo, y una señora de unos cuarenta años, de cara bondadosa, vestida a la moda que se podía esperar en 1909, asomó la cabeza y les miró.            – ¿Puedo ayudarles? –preguntó.            – Disculpe – dijo el capitán, indeciso –, pero buscamos.... es decir, deseábamos...            La mujer le miró con ojos oscuros y perplejos.            – Si venden algo...            – No, espere. ¿Qué pueblo es éste?            La mujer le miró de arriba abajo.            – ¿Cómo qué pueblo es éste? ¿Cómo pueden estar en un pueblo y no saber cómo se llama?            El capitán tenía el aspecto de querer ir a sentarse debajo de un árbol, a la sombra.            – Somos forasteros. Queremos saber cómo llegó este pueblo aquí y cómo usted llegó aquí.            – ¿Son ustedes del censo?            – No.            – Todo el mundo sabe – dijo la mujer – que este pueblo fue construido en mil ochocientos sesenta y ocho. ¿Se trata de un juego?.            – No, no es un juego – exclamó el capitán –. Venimos de la Tierra.            – ¿Quiere decir de debajo de la tierra?            – No. Venimos del tercer planeta, la Tierra, en una nave. Y hemos descendido aquí, en el cuarto planeta, Marte...            – Esto – explicó la mujer como si le hablara a un niño – es Green Bluff, Illinois, en el continente americano, entre el océano Pacífico y el océano Atlántico, en un lugar llamado el mundo y a veces la Tierra. Ahora, váyanse. Adiós.            La mujer trotó vestíbulo abajo, pasando los dedos por entre las cortinas de abalorios.            Los tres hombres se miraron.            – Propongo que rompamos la puerta de alambre –dijo Lustig.            – No podemos hacerlo. Es propiedad privada. ¡Dios santo!            Fueron a sentarse en el escalón del porche.            – Se le ha ocurrido pensar, Hinkston, que quizá nos salimos de la trayectoria, de alguna manera, y por accidente descendimos en la Tierra?            – ¿Y cómo lo hicimos?

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            – No lo sé, no lo sé. Déjeme pensar, por Dios.            – Comprobamos cada kilómetro de la trayectoria – dijo Hinkston –. Nuestros instrumentos dijeron tantos kilómetros. Dejamos atrás la Luna y salimos al espacio, y aquí estamos. Estoy seguro de que estamos en Marte._¿Y si por accidente nos hubiésemos perdido en las dimensiones del espacio y el tiempo, y hubiéramos aterrizado en una Tierra de hace treinta o cuarenta años?            – ¡Oh, por favor, Lustig!            Lustig se acercó a la puerta, hizo sonar la campanilla y gritó a las habitaciones frescas y oscuras:            – ¿En qué año estamos?            – En mil novecientos veintiséis, por supuesto – contestó la mujer, sentada en una mecedora, tomando un sorbo de limonada.            Lustig se volvió muy excitado.            – ¿Lo oyeron? Mil novecientos veintiséis. ¡Hemos retrocedido en el tiempo! ¡Estamos en la Tierra!            Lustig se sentó, y los tres hombres se abandonaron al asombro y al terror, acariciándose de vez en cuando las rodillas.            – Nunca esperé nada semejante – dijo el capitán –. Confieso que tengo un susto de todos los diablos. ¿Cómo puede ocurrir una cosa así? ojalá hubiéramos traído a Einstein con nosotros.            – ¿Nos creerá alguien en este pueblo? – preguntó Hinkston – ¿Estaremos jugando con algo peligroso? Me refiero al tiempo. ¿No tendríamos que elevarnos simplemente y volver a la Tierra?            – No. No hasta probar en otra casa.            Pasaron por delante de tres casas hasta un pequeño cottage blanco, debajo de un roble.            – Me gusta ser lógico Y quisiera atenerme a la lógica – dijo el capitán –. Y no creo que hayamos puesto el dedo en la llaga. Admitamos, Hinkston, como usted sugirió antes, que se viaje en cohete desde hace muchos años. Y que los terrestres, después de vivir aquí algunos años, comenzaron a sentir nostalgias de la Tierra. Primero una leve neurosis, después una psicosis, y por fin la amenaza de la locura. ¿Qué haría usted, como psiquiatra, frente a un problema de esas dimensiones?            Hinkston reflexionó.            – Bueno, pienso que reordenaría la civilización de Marte, de modo que se pareciera, cada día más, a la de la Tierra. Si fuese posible reproducir las plantas, las carreteras, los lagos, y aun los océanos, los reproduciría. Luego, mediante una vasta hipnosis colectiva, convencería a todos en un pueblo de este tamaño que esto era realmente la Tierra, y no Marte.            – Bien pensado, Hinkston. Creo que estamos en la pista correcta. La mujer de aquella casa piensa que vive en la Tierra. Ese pensamiento protege su cordura. Ella y los demás de este pueblo son los sujetos de¡ mayor experimento en migración e hipnosis que hayamos podido encontrar.            – ¡Eso es! – exclamó Lustig.            – Tiene razón – dijo Hinkston.

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            El capitán suspiró.            – Bien. Hemos llegado a alguna parte. Me siento mejor. Todo es un poco más lógico. Ese asunto de las dimensiones, de ir hacia atrás y hacia delante viajando por el tiempo, me revuelve el, estómago. Pero de esta manera... – El capitán sonrió –: Bien, bien, parece que seremos bastante populares aquí.            – ¿Cree usted? – dijo Lustig –. Al fin y al cabo, esta gente vino para huir de la Tierra, como los Peregrinos. Quizá vernos no los haga demasiado felices. Quizás intenten echarnos o matamos.            – Tenemos mejores armas. Ahora a la casa siguiente. ¡Andando!            Apenas habían cruzado el césped de la acera, cuando Lustig se detuvo y miró a lo largo de la calle que atravesaba el pueblo en la soñadora paz de la tarde.            – Señor – dijo.            – ¿Qué pasa, Lustig?            – Capitán, capitán, lo que veo...            Lustig se echó a llorar. Alzó unos dedos que se le retorcían y temblaban, y en su cara hubo asombro, incredulidad y dicha. Parecía como si en cualquier momento fuese a enloquecer de alegría. Miró calle abajo y empezó a correr, tropezando torpemente, cayéndose y levantándose, y corriendo otra vez.            – ¡Miren! ¡Miren!            – ¡No dejen que se vaya! – El capitán echó también a correr.Lustig se alejaba rápidamente, gritando. Cruzó uno de los jardines que bordeaban la calle sombreada y entró de un salto en el porche de una gran casa verde con un gallo de hierro en el tejado.            Gritaba y lloraba golpeando la puerta cuando Hinkston y el capitán llegaron corriendo detrás de él. Todos jadeaban y resoplaban, extenuados por la carrera y el aire enrarecido.            –¡Abuelo! ¡Abuela! – gritaba Lustig.            Dos ancianos, un hombre y una mujer, estaban de pie en el porche.            – ¡David! – exclamaron con voz aflautada y se apresuraron a abrazarle y a palmearle la espalda, moviéndose alrededor –. ¡Oh, David, David, han pasado tantos años! ¡Cuánto has crecido, muchacho! Oh, David, muchacho, ¿cómo te encuentras?            – ¡Abuelo! ¡Abuela! – sollozaba David Lustig –. ¡Qué buena cara tenéis!            Retrocedió, los hizo girar, los besó, los abrazó, lloró sobre ellos Y volvió a retroceder mirándolos con ojos parpadeantes. El sol brillaba en el cielo, el viento soplaba, el césped era verde, las puertas de tela de alambre estaban abiertas de par en par.            – Entra, muchacho, entra. Hay té helado, mucho té.            – Estoy con unos amigos. – Lustig se dio vuelta e hizo señas al capitán, excitado, riéndose –. Capitán, suban.            – ¿Cómo están ustedes? – dijeron los viejos –. Pasen. Los amigos de David son también nuestros amigos. ¡No se queden ahí!            La sala de la vieja casa era muy fresca, y se oía el sonoro tictac de un reloj de abuelo, alto y largo, de molduras de bronce.

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Había almohadones blandos sobre largos divanes y paredes cubiertas de libros y una gruesa alfombra de arabescos rosados, y las manos sudorosas sostenían los vasos de té, helado y fresco en las bocas sedientas.            – Salud. – La abuela se llevó el vaso a los dientes de porcelana.            – ¿Desde cuándo estáis aquí, abuela? – preguntó Lustig.            – Desde que nos morimos – replicó la mujer.            El capitán John Black puso el vaso en la mesa.            – ¿Desde cuándo?            – Ah, sí. – Lustig asintió –. Murieron hace treinta años.            – ¡Y usted ahí tan tranquilo! – gritó el capitán.            – Silencio. – La vieja guiñó un ojo brillante –. ¿Quién es usted para discutir lo que pasa? Aquí estamos. ¿Qué es la vida, de todos modos? ¿Quién decide por qué, para qué o dónde? Sólo sabemos que estamos aquí, vivos otra vez, y no hacemos preguntas. Una, segunda oportunidad. – Se inclinó y mostró una muñeca delgada –. Toque. – El capitán tocó –. Sólida, ¿eh? – El capitán asintió –. Bueno, entonces – concluyó con aire de triunfo –, ¿para qué hacer preguntas?            – Bueno – replicó el capitán –, nunca imaginamos que encontraríamos una cosa como ésta en Marte.            – Pues la han encontrado. Me atrevería a decirle que hay muchas cosas en todos los planetas que le revela rían los infinitos designios de Dios.            – ¿Esto es el cielo? – preguntó Hinkston.            – Tonterías, no. Es un mundo y tenemos aquí una segunda oportunidad. Nadie nos dijo por qué. Pero tampoco nadie nos dijo por qué estábamos en la Tierra. Me refiero a la otra Tierra, esa de donde vienen ustedes. ¿Cómo sabemos que no había todavía otra además de ésa?            – Buena pregunta –dijo el capitán.            Lustig no dejaba de sonreír mirando a sus abuelos.            – Qué alegría veros, qué alegría.            El capitán se incorporó y se palmeó una pierna con aire de descuido.            – Tenemos que irnos. Muchas gracias por las bebidas.            – Volverán, por supuesto – dijeron los viejos –. Vengan esta noche a cenar.            – Trataremos de venir, gracias. Hay mucho que hacer. Mis hombres me esperan en el cohete y...            Se interrumpió. Se volvió hacia la puerta, sobresaltado.            Muy lejos a la luz del sol había un sonido de voces y grandes gritos de bienvenida.            – ¿Qué pasa? – preguntó Hinkston.            – Pronto lo sabremos.            El capitán John Black cruzó abruptamente la puerta, corrió por la hierba verde y salió a la calle del pueblo marciano.Se detuvo mirando el cohete. Las portezuelas estaban abiertas y la tripulación salía y saludaba, y se mezclaba con la muchedumbre que se había reunido, hablando, riendo, estrechando manos. La gente

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bailaba alrededor. La gente se arremolinaba. El cohete yacía vacío y abandonado.            Una banda de música rompió a tocar a la luz del sol, lanzando una alegre melodía desde tubas y trompetas que apuntaban al cielo. Hubo un redoble de tambores y un chillido de gaitas. Niñas de cabellos de oro saltaban sobre la hierba. Niños gritaban: “¡Hurra!». Hombres gordos repartían cigarros. El alcalde del pueblo pronunció un discurso. Luego, los miembros de la tripulación, dando un brazo a una madre, y el otro a un padre o una hermana, se fueron muy animados calle abajo y entraron en casas pequeñas y en grandes mansiones.            Las puertas se cerraron de golpe.            El calor creció en el claro cielo de primavera, y todo quedó en silencio. La banda de música desapareció detrás de una esquina, alejándose del cohete, que brillaba y centelleaba a la luz del sol.            – ¡Deténganse! – gritó el capitán Black. – ¡Lo han abandonado! – dijo el capitán –. ¡Han abandonado la nave! ¡Les arrancaría la piel! ¡Tenían órdenes precisas!            – Capitán, no sea duro con ellos – dijo Lustig –. Se han encontrado con parientes y amigos.            – ¡No es una excusa!            – Piense en lo que habrán sentido con todas esas caras familiares alrededor de la nave – dijo Lustig.            – Tenían órdenes, maldita sea.            – ¿Qué hubiera sentido usted, capitán?            – Hubiera cumplido las órdenes... – comenzó a decir el capitán, y se quedó boquiabierto.            Por la acera, bajo el sol de Marte, venía caminando un joven de unos veintiséis años, alto, sonriente, de ojos asombrosamente claros y azules.            – ¡John! – gritó el joven, y trotó hacia ellos.            – ¿Qué? – El capitán Black se tambaleó.            El joven llegó corriendo, le tomó la mano y le palmeó la espalda.            – ¡John, bandido!            – Eres tú – dijo el capitán John Black.            – ¡Claro que soy yo! ¿Quién creías que era?            – iEdward!            El capitán, reteniendo la mano del joven desconocido, se volvió a Lustig y a Hinkston.            – Éste es mi hermano Edward. Ed, te presento a mis hombres: Lustig, Hinkston. ¡Mi hermano!            John y Edward se daban la mano y se apretaban los brazos. Al fin se abrazaron.            – ¡Ed!            – John, ¡sinvergüenza!            – Tienes muy buena cara, Ed, pero ¿cómo? No has cambiado nada en todo este tiempo. Moriste, recuerdo, cuando tenías veintiséis años y yo diecinueve. ¡Dios mío!Hace tanto tiempo, y aquí estás. Señor, ¿qué pasa aquí?

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            – Mamá está esperándonos – dijo Edward Black sonriendo.            – ¿Mamá?            – Y papá también.            – ¿Papá?            El capitán casi cayó al suelo como si lo hubieran golpeado con un arma poderosa. Echó a caminar rígidamente, con pasos desmañados.            – ¿Papá y mamá vivos? ¿Dónde están?            – En la vieja casa de Oak Knoll Avenue.            – ¡En la vieja casa! – El capitán miraba fijamente con un deleitado asombro –. ¿Han oído ustedes, Lustig, Hinkston?            Hinkston se había ido. Había visto su propia casa en el fondo de la calle y corría hacia ella. Lustig se reía.            – ¿Ve usted, capitán, qué les ha ocurrido a los del cohete? No han podido evitarlo.            – Sí, sí. – El capitán cerró los ojos –. Cuando vuelva a mirar habrás desaparecido. – Parpadeó –. Todavía estás aquí. Oh, Dios, ¡pero qué buen aspecto tienes, Ed!            – Vamos, nos espera el almuerzo. Ya he avisado a mamá.            Lustig dijo:            – Señor, estaré en casa de mis abuelos si me necesita.            – ¿Qué? Ah, muy bien, Lustig. Nos veremos más tarde.            Edward tomó de un brazo al capitán.            – Ahí está la casa. ¿La recuerdas?            – ¡Claro que la recuerdo! Vamos. A ver quién llega primero al porche.            Corrieron. Los árboles rugieron sobre la cabeza del capitán Black; el suelo rugió bajo sus pies. Delante de él, en un asombroso sueño real, veía la figura dorada de Edward Black y la vieja casa, que se precipitaba hacia ellos, con las puertas de tela de alambre abiertas de par en par            – ¡Te he ganado! – exclamó Edward.            – Soy un hombre viejo – jadeó el capitán – y tú eres joven todavía. Además siempre me ganabas, me acuerdo muy bien.            En el umbral, mamá, sonrosada, rolliza y alegre. Detrás, papá, con canas amarillas y la pipa en la mano.            – ¡Mamá! ¡Papá!            El capitán subió las escaleras corriendo como un niño.            Fue una hermosa y larga tarde de primavera. Después de una prolongada sobremesa se sentaron en la sala y el capitán les habló del cohete, y ellos asintieron y mamá no había cambiado nada y papá cortó con los dientes la punta de un cigarro y lo encendió pensativamente como acostumbraba antes. A la noche comieron un gran pavo y el tiempo fue pasando. Cuando los huesos quedaron tan limpios como palillos de tambor, el capitán se echó hacia atrás en su silla y suspiró satisfecho. La noche estaba en todos los árboles y coloreaba el cielo, y las lámparas eran aureolas de luz rosada en la casa tranquila. De todas las otras casas, a lo largo de la calle, venían sonidos de músicas, de pianos, y de puertas que se cerraban.

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            Mamá puso un disco en el gramófono y bailó con el capitán John Black. Llevaba el mismo perfume de aquel verano, cuando ella y papá murieron en el accidente de tren. El capitán la sintió muy real entre los brazos, mientras bailaban con pasos ligeros.            – No todos los días se vuelve a vivir – dijo ella.            – Me despertaré por la mañana – replicó el capitán –, y me encontraré en el cohete, en el espacio, y todo esto habrá desaparecido.            – No, no pienses eso – lloró ella dulcemente –. No dudes. Dios es bueno con nosotros. Seamos felices.            – Perdón, mamá.            El disco terminó con un siseo circular.            – Estás cansado, hijo mío – le dijo papá señalándolo con la pipa –. Tu antiguo dormitorio te espera; con la cama de bronce y, todas tus cosas.            – Pero tendría que llamar a mis hombres.            – ¿Por qué?            – ¿Por qué? Bueno, no lo sé. En realidad, creo que no hay ninguna razón. No, ninguna. Estarán comiendo o en cama. Una buena noche de descanso no les hará daño.            – Buenas noches, hijo. – Mamá le besó la mejilla –. Qué bueno es tenerte en casa.            – Es bueno estar en casa.            El capitán dejó aquel país de humo de cigarros y perfume y libros y luz suave y subió las escaleras charlando, charlando con Edward. Edward abrió una puerta, y allí estaba la cama de bronce amarillo, y los viejos banderines de la universidad, y un muy gastado abrigo de castor que el capitán acarició cariñosamente, en silencio.            – No puedo más, de veras – murmuró –. Estoy entumecido y cansado. Hoy han ocurrido demasiadas cosas. Me siento como si hubiera pasado cuarenta y ocho horas bajo una lluvia torrencial, sin paraguas ni impermeable. Estoy empapado hasta los huesos de emoción.            Edward estiró con una mano las sábanas de nieve y ahuecó las almohadas. Levantó un poco la ventana y el aroma nocturno del jazmín entró flotando en la habitación. Había luna y sonidos de músicas y voces distantes.            – De modo que esto es Marte – dijo el capitán, desnudándose.            – Así es.            Edward se desvistió con movimientos perezosos y lentos, sacándose la camisa por la cabeza y descubriendo unos hombros dorados y un cuello fuerte y musculoso.            Habían apagado las luces, y ahora estaban en cama, uno al lado del otro, como ¿hacía cuántos años? El aroma de jazmín que empujaba las cortinas de encaje hacia el aire oscuro del dormitorio acunó y alimentó al capitán. Entre los árboles, sobre el césped, alguien había dado cuerda a un gramófono portátil que ahora susurraba una canción: Siempre.            Se acordó de Marilyn.            – ¿Está Marilyn aquí?

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            Edward, estirado allí a la luz de la luna, esperó unos instantes y luego contestó:            – Sí. No está en el pueblo, pero volverá por la mañana.            El capitán cerró los ojos:            – Tengo muchas ganas de verla.            En la habitación rectangular y silenciosa, sólo se oía la respiración d los dos hombres.            – Buenas noches, Ed.            Una pausa.            – Buenas noches, John.            El capitán permaneció tendido y en paz, abandonándose a sus propios pensamientos. Por primera vez consiguió hacer a un lado las tensiones del día, y ahora podía pensar lógicamente. Todo había sido emocionante: las bandas de música, las caras familiares. Pero ahora...            “¿Cómo? – se preguntó –. ¿Cómo se hizo todo esto? ¿Y por qué? ¿Con qué propósito? ¿Por la mera bondad de alguna intervención divina? ¿Entonces Dios se preocupa realmente por sus criaturas? ¿Cómo y por qué y para qué?”            Consideró las distintas teorías que habían adelantado Hinkston y Lustig en el primer calor de la tarde. Dejó que otras muchas teorías nuevas le bajaran a través de la mente como perezosos guijarros que giraban echando alrededor unas luces mortecinas. Mamá. Papá. Edward. Tierra. Marte. Marcianos.“¿Quién había vivido aquí hacía mil años en Marte? ¿Marcianos? ¿0 había sido siempre como ahora?”            Marcianos. El capitán repitió la palabra ociosamente, interiormente.            Casi se echó a reír en voz alta. De pronto se le había ocurrido la más ridícula de las teorías. Se estremeció. Por supuesto, no tenía ningún sentido. Era muy improbable. Estúpida. “Olvídala. Es ridícula.»            “Sin embargo – pensó –, supongamos... Supongamos que Marte esté habitado por marcianos que vieron llegar nuestra nave y nos vieron dentro y nos odiaron. Supongamos ahora, sólo como algo terrible, que quisieran destruir a esos invasores indeseables, y del modo más inteligente, tomándonos desprevenidos. Bien, ¿qué arma podrían usar los marcianos contra las armas atómicas de los terrestres?”           La respuesta era interesante. Telepatía, hipnosis, memoria e imaginación.            “Supongamos que ninguna de estas casas sea real, que esta cama no sea real sino un invento de mi propia imaginación, materializada por los poderes telepáticos e hipnóticos de los marcianos – pensó el capitán John Black–. Supongamos que estas casas tengan realmente otra forma, una forma marciana, y que conociendo mis deseos y mis anhelos, estos marcianos hayan hecho que se parezcan a mi viejo pueblo y mi vieja casa, para que yo no sospeche. ¿Qué mejor modo de engañar a un hombre que utilizar a sus padres como cebo?”

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            “Y este pueblo, tan antiguo, del año mil novecientos veintiséis, muy anterior al nacimiento de mis hombres... Yo tenía seis años entonces, y había discos de Harry Lauder, y cortinas de abalorios, y Hermoso Ohio, y cuadros de Maxfield Parrish que colgaban todavía de las paredes, y arquitectura de principios de siglo. ¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el pueblo, sacándolo de mi mente, ¡lo poblaron con las gentes más queridas, sacándolas de las mentes de los tripulantes!”            “Y supongamos que esa pareja que duerme en la habitación contigua no sea mi padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de mantenerme todo el tiempo en un sueño hipnótico.”            “¿Y aquella banda de música? ¡Qué plan más sorprendente y admirable! Primero, engañar a Lustig, después a Hinkston, y después reunir una muchedumbre; y todos los hombres del cohete, como es natural, desobedecen las órdenes y abandonan la nave al ver a madres, tías,. tíos y novias, muertos hace diez, veinte años. ¿Qué más natural? ¿Qué más inocente? ¿Qué más sencillo? Un hombre no hace muchas preguntas cuando su madre vuelve de pronto a la vida. Está demasiado contento. Y aquí estamos todos esta noche, en distintas casas, distintas camas, sin armas que nos protejan. Y el cohete vacío a la luz de la luna. ¿Y no sería espantoso Y terrible descubrir que todo esto es parte de un inteligente plan de los marcianos para dividirnos y vencernos, y matarnos? En algún momento de esta noche, quizá, mi hermano, que está en esta cama, cambiará de forma, se fundirá y se transformará en otra cosa, en una cosa terrible, un marciano. Sería tan fácil para él volverse en la cama y clavarme un cuchillo en el corazón... Y en todas esas casas, a lo largo de la calle, una docena de otros hermanos o padres fundiéndose de pronto y sacando cuchillos, se abalanzarán sobre los confiados y dormidos terrestres.”            Le temblaban las manos bajo las mantas. Tenía el cuerpo helado. De pronto la teoría no fue una teoría. De pronto tuvo mucho miedo.            Se incorporó en la cama y escuchó. Todo estaba en silencio. La música había cesado. El viento había muerto. Su hermano dormía junto a él.            Levantó con mucho cuidado las mantas y salió de la cama. Había dado unos pocos pasos por el cuarto cuando oyó la voz de su hermano.            – ¿Adónde vas?            – ¿Qué?            La voz de su hermano sonó otra vez fríamente:            – He dicho que adónde piensas que vas.            – A beber un trago de agua.            – Pero no tienes sed.            – Sí, sí, tengo sed.            – No, no tienes sed.

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            El capitán John Black echó a correr por el cuarto. Gritó, gritó dos veces.            Nunca llegó a la puerta.             A la mañana siguiente, la banda de música tocó una marcha fúnebre. De todas las casas de la calle salieron solemnes y reducidos cortejos nevando largos cajones, y por la calle soleada, llorando, marcharon las abuelas, las madres, las hermanas, los hermanos, los tíos y los padres, y caminaron hasta el cementerio, donde había fosas nuevas recién abiertas y nuevas lápidas instaladas. Dieciséis fosas en total, y dieciséis lápidas.            El alcalde pronunció un discurso breve y triste, con una cara que a veces parecía la cara del alcalde y a veces alguna otra cosa.            El padre y la madre del capitán John Black estaban allí, con el hermano Edward, llorando, y sus caras antes familiares, se fundieron y transformaron en alguna otra cosa.            El abuelo y la abuela de Lustig estaban allí, sollozando, y sus caras brillantes, con ese brillo que tienen las cosas en los días de calor, se derritieron como la cera.            Bajaron los ataúdes. Alguien habló de “la inesperada muerte durante la noche de dieciséis hombres dignos ...”.            La tierra golpeó las tapas de los cajones.            La banda de música volvió de prisa al pueblo, con paso marcial, tocando Columbia, la perla del océano, y ya nadie trabajó ese día.

2. Septiembre de 2005. “El marciano”             Las montañas azules se alzaban en la lluvia y la lluvia caía en los largos canales, y el viejo La Farge y su mujer salieron de la casa a mirar.            – La primera lluvia de la estación – señaló La Farge.            – Qué bien – dijo la mujer.            – Bienvenida, de veras.            Cerraron la puerta. Dentro se calentaron las manos junto a las llamas. Se estremecieron. A lo lejos, a través de la ventana, vieron que la lluvia centelleaba en los costados del cohete que los había traído de la Tierra.            – Sólo falta una cosa – dijo La Farge mirándose las manos.            – ¿Qué? – preguntó su mujer.            – Me gustaría haber traído a Tom con nosotros.            – Oh, por favor, Lafe.            – Sí, no empezaré otra vez. Perdona.            – Hemos venido a disfrutar en paz nuestra vejez, no a pensar en Tom. Murió hace tanto tiempo... Tratemos de olvidarnos de Tom y de todas las cosas de la Tierra.            La Farge se calentó otra vez las manos, con los ojos clavados en el fuego.            – Tienes razón. No hablaré de eso nunca más. Pero echo de menos aquellos domingos, cuando íbamos en automóvil a Green

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Lawn Park, a poner unas flores en su tumba. Era casi nuestra única salida.            La lluvia azul caía sobre la casa.            A las nueve se fueron a la cama y se tendieron en silencio, tomados de la mano, él de cincuenta y cinco años, y ella de sesenta en la lluviosa oscuridad.            – ¿Anna? – llamó La Farge suavemente.            – ¿Qué?             – ¿Has oído algo?             Los dos escucharon la lluvia y el viento.             – Nada – dijo ella.             – Alguien silbaba.             – No lo he oído.             – De todos modos voy a ver.             La Farge se levantó, se puso una bata, atravesó la casa y llegó a la puerta de la calle. La abrió titubeando, y la lluvia fría le cayó en la cara. En la puerta del patio había una figura. Un rayo agrietó el cielo; una ola de color blanco iluminó un rostro que miraba fijamente a La Farge.             – ¿Quién está ahí? – llamó La Farge, temblando.             No hubo respuesta.             – ¿Quién es? ¿Qué quiere?             Silencio.             La Farge se sintió débil, cansado, entumecido.             – ¿Quién eres? – gritó, Anna se le acercó y lo tomó por el brazo.            – ¿Por qué gritas?             – Hay un chico ahí fuera en el patio y no me contesta – dijo La Farge, estremeciéndose –. Se parece a Tom.             – Ven a acostarte, estás soñando.             – Pero mira, ahí está.             Y La Farge abrió un poco más la puerta para que también ella pudiera ver. Soplaba un viento frío y la lluvia fina caía sobre el patio, y la figura inmóvil les miraba con ojos distantes. La vieja se adelantó hacia el umbral.             – ¡Vete! – gritó agitando una mano –. ¡Vete!             – ¿No se parece a Tom? – preguntó La Farge.             La figura no se movió.             – Tengo miedo – dijo la vieja –. Echa el cerrojo y ven a la cama. Deja eso, déjalo.             Y se fue, gimiendo, hacia el dormitorio.            El viejo se quedó, y el viento le mojó las manos con una lluvia fría.            – Tom – llamó La Farge en voz baja –. Tom, si eres tú, si por un azar eres tú, no cerraré con llave. Si sientes frío y quieres calentarte, entra más tarde y acuéstate junto a la chimenea; hay allí unas alfombras de piel.            Cerró la puerta, pero sin echar el cerrojo.            La mujer sintió que La Farge se metía en la cama y se estremeció.

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            – Qué noche horrible. Me siento tan vieja... – dijo sollozando.            – Bueno, bueno – la calmó él, abrazándola –. Duerme.            Al cabo de un rato la mujer se durmió.            Y entonces La Farge alcanzó a oír que la puerta se abría, casi en silencio, dejaba entrar el viento y la lluvia, y se cerraba otra vez. Luego oyó unos pasos blandos que se acercaban a la chimenea, y una respiración muy suave.            – Tom – dijo.            Un rayo estalló en el cielo y abrió en dos la oscuridad.            A la mañana siguiente, el sol calentaba.            El señor La Farge abrió la puerta de la sala y miró rápidamente alrededor. No había nadie sobre la alfombra. La Farge suspiró:            – Estoy envejeciendo.            Salía de la casa hacia el canal, en busca de un balde de agua clara, cuando casi derribó a Tom, que ya traía un balde lleno.            – Buenos días, papá.            El viejo se tambaleó.            – Buenos días, Tom.            El chico, descalzo, cruzó de prisa el cuarto, dejó el balde en el suelo y se volvió sonriendo.            – ¡Qué día más hermoso!            – Sí – dijo La Farge, estupefacto.            El chico actuaba con naturalidad. Se inclinó sobre el balde y comenzó a lavarse la cara.            La Farge dio un paso adelante.            – Tom, ¿cómo viniste aquí? ¿Estás vivo?            El chico alzó la mirada.            – ¿No tendría que estarlo?            – Pero, Tom... Green Lawn Park todos los domingos, las flores y.. La Farge tuvo que sentarse. El chico se le acercó y le tomó la mano. La mano de Tom era cálida y firme.            – ¿Estás realmente aquí? ¿No es un sueño?            – Tú quieres que esté aquí, ¿no? – El chico parecía preocupado.            – Sí, sí, Tom.            – Entonces, ¿por qué me preguntas? Acéptame...            – Pero tu madre... la impresión...            – No te preocupes. Estuve a vuestro lado, cantando, toda la noche, y me aceptaréis, especialmente ella. Espera a que venga y lo verás.            Tom se echó a reír sacudiendo la cabeza de rizado pelo cobrizo. Tenía ojos muy azules y claros.            La madre salió del dormitorio recogiéndose el pelo.            – Buenos días. Lafe, Tom. ¡Qué hermoso día!            Tom se volvió hacia su padre y se le rió en la cara.            – ¿Ves?            Almorzaron muy bien, los tres, a la sombra de detrás de la casa. La señora La Farge descorchó una vieja botella de vino de girasol, que había apartado en otro tiempo, y todos bebieron un

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poco. El señor La Farge nunca la había visto tan contenta. Si Tom la preocupaba, no lo demostró. Para ella era algo completamente natural. La Farge comenzó a pensar también que era natural.            Mientras mamá lavaba los platos, La Farge se inclinó hacia su hijo y le preguntó con aire de confidencia:            – ¿Cuántos años tienes, hijo?            – ¿No lo sabes? Catorce, por supuesto.            – ¿Quién eres, realmente? No es posible que seas Tom, pero eres alguien. ¿Quién?            Atemorizado, el chico se llevó las manos a la cara.            – No preguntes.            – Puedes decírmelo – dijo el hombre –. Lo comprenderé. Eres un marciano, ¿no es cierto? He oído historias de los marcianos, pero nada definido. Dicen que son muy raros y que cuando andan entre nosotros parecen terrestres. Hay algo en ti... Eres Tom y no eres Tom.            – ¿Por qué no me aceptas y callas? ~ gritó el chico hundiendo la cara entre las manos –. No dudes, por favor, ¡no dudes de mi!            Se levantó de la mesa y echó a correr.            – ¡Tom, vuelve!            El chico corrió a lo largo del canal, hacia el pueblo lejano.            – ¿Adónde va Tom? – preguntó Anna que regresaba a buscar el resto de los platos. Miró atentamente a su marido –. ¿Le has dicho algo desagradable?            – Anna – dijo el señor La Farge tomándole una mano –. Anna, ¿te acuerdas de Green Lawn Park, del mercado, de Tom enfermo de neumonía?            La mujer se echó a reír.            – ¿Qué dices?            – No importa – contestó La Farge en voz baja.             A lo lejos, el polvo se posaba a orillas del canal por donde había pasado Tom.            Tom volvió a las cinco de la tarde, cuando el sol se ponía. Miró indeciso a su padre.            – ¿Me vas a preguntar algo? – quiso saber.            – Nada de preguntas – dijo La Farge.            El chico sonrió con una sonrisa blanca.            – Estupendo.            – ¿Dónde has estado?            – Cerca del pueblo. Casi no vuelvo. He estado a punto de caer en una... – el chico buscaba la palabra exacta –, en una trampa.            – ¿Cómo en una trampa?            – Pasaba al lado de una casita de chapas de zinc, cerca del canal y de pronto pensé que me perdía y que no volvería a veros. No sé cómo explicártelo, no encuentro cómo, ni siquiera yo mismo lo sé. Es raro, pero prefiero no hablar de eso ahora.            – No hablemos entonces. Lávate las manos, es hora de cenar.            El chico corrió a lavarse.

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            Unos diez minutos más tarde, una lancha se acercó por la serena superficie de las aguas. Un hombre alto y flaco, de pelo negro, la impulsaba con una pértiga, moviendo lentamente los brazos.            – Buenas tardes, hermano La Farge – dijo deteniéndose.            – Buenas tardes, Saul. ¿Qué se cuenta por aquí?            – Esta noche, muchas cosas. ¿Conoces a un tal Nomland que vive al borde del canal en una casa de chapas?            La Farge se enderezó.            – Sí.            – ¿Sabías que era un granuja?            – Se dijo que salió de la Tierra porque había matado a un hombre.            Saul se apoyó en la pértiga mojada y miró a La Farge.            – ¿Recuerdas el nombre del muerto?            – Gillings, ¿no?            – Sí, Gillings. Pues bien, hace unas dos horas el señor Nomland llegó al pueblo gritando que había visto a Gillings, vivo, aquí, en Marte, hoy, esta misma tarde. Nomland quería esconderse en la cárcel, pero no le dejaron. De modo que volvió a su casa y veinte minutos después, dicen, se pegó un tiro. Vengo ahora de allí.            – Bueno, bueno – dijo La Farge.            – Ocurren unas cosas... – dijo Saul –. En fin, buenas noches, La Farge.            – Buenas noches.            La lancha se alejó por las serenas aguas del canal.            – La cena está lista – llamó la mujer.            El señor La Farge se sentó a la mesa y cuchillo en mano miró a Tom.            ~ Tom, ¿qué has hecho esta tarde?            – Nada – contestó Tom con la boca llena –. ¿Por qué?            – Quería saber, nada más – dijo el viejo poniéndose la servilleta.             A las siete, aquella misma tarde, la señora La Farge dijo que quería ir al pueblo.            – Hace tres meses que no voy.            Tom se negó.            – El pueblo me da miedo – dijo –. La gente. No quiero ir.            – Pero cómo – dijo Anna –, qué palabras son ésas para tamaño grandullón. No te haré caso. Vendrás con nosotros. Yo lo digo.            – Pero Anna, si el chico no quiere... – farfulló La Farge.            Pero era inútil discutir. Anna les empujó a la lancha y remontaron el canal bajo las estrellas nocturnas. Tom estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados; era imposible saber si dormía o no. El viejo le miraba fijamente. ¿Qué criatura es ésta, pensaba, tan necesitada de cariño como nosotros? ¿Quién es y qué es esta criatura que sale de la soledad, se acerca a gentes extrañas y asumiendo la voz y la cara del recuerdo se queda al fin entre

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nosotros, aceptada y feliz? ¿De qué montaña procede, de qué caverna, de qué raza, aún viva en este mundo cuando los cohetes Regaron de la Tierra? El viejo meneó la cabeza. Era imposible saberlo. Por ahora aquello era Tom.            El viejo miró con aprensión el pueblo lejano, y pensó otra vez en Tom y en Anna. Quizá nos equivoquemos al retener a Tom, se dijo a sí mismo, pues de todo esto no saldrá otra cosa que preocupaciones y penas, pero cómo renunciar a lo que hemos deseado tanto aunque se quede sólo un día y desaparezca, haciendo el vacío más vacío, y las noches más oscuras y las noches lluviosas más húmedas. Quitamos esto sería como quitarnos la comida de la boca.            Y miró al chico, que dormitaba pacíficamente en el fondo de la lancha. El chico se quejó, como en una pesadilla            – La gente. Cambiar y cambiar. La trampa.            – Calma, calma – dijo La Farge acariciándole el pelo rizado.            Tom se calló.            La Farge ayudó a Anna y a Tom a salir de la lancha.            – ¡Aquí estamos!            Anna sonrió a las luces, escuchó la música de los bares, los pianos, los gramófonos, observó a la gente que paseaba tomada del brazo por las calles animadas.            – Quiero volver a casa – dijo Tom.            – Antes no hablabas así – dijo Anna –. Siempre te gustaron las noches de sábado en el pueblo.            – No te apartes de mí – le susurró Tom a La Farge –. No quiero caer en una trampa.            Anna alcanzó a oírle.            – ¡Deja de decir esas cosas! Vamos.            La Farge advirtió que Tom le había tomado la mano.            – Aquí estoy, Tom – dijo apretando la mano del chico. Miró a la muchedumbre que iba y venía y sintió, también, cierta inquietud –. No nos quedaremos mucho tiempo.            – No digas tonterías, no nos iremos antes de las once – dijo Anna.            Cruzaron una calle y tropezaron con tres borrachos. Hubo un momento de confusión, una separación, una media vuelta, y La Farge miró consternado alrededor. Tom no estaba entre ellos.            – ¿Adónde ha ido? – preguntó Anna, irritada –. Aprovecha cualquier ocasión para escaparse. ¡Tom!            El señor La Farge corrió entre la muchedumbre, pero Tom había desaparecido.            – Ya volverá. Estará en la lancha cuando nos vayamos – afirmó Anna, guiando a su marido hacia el cinematógrafo.            De pronto, hubo una conmoción en la muchedumbre, y un hombre y una mujer pasaron corriendo junto a La Farge. La Farge les reconoció. Eran Joe Spaulding y su mujer. Antes de que pudiera hablarles, ya habían desaparecido.            Sin dejar de mirar ansiosamente hacia la calle, compró las entradas y entró de mala gana en la poco acogedora oscuridad.

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            A las once, Tom no estaba en el embarcadero. La señora La Farge se puso muy pálida.            – No te preocupes. Yo le encontraré. Espera aquí – dijo La Farge.            – Date prisa.            La voz de Anna murió en la superficie rizada del agua.            La Farge caminó por las calles nocturnas, con las manos en los bolsillos. Las luces de alrededor se iban apagando, una a una.            Unas pocas gentes se asomaban todavía a las ventanas pues la noche era calurosa, aunque unas nubes de tormenta pasaban de vez en cuando por el cielo estrellado. Mientras caminaba, La Farge pensaba en el chico, en sus constantes alusiones a una trampa, en el miedo que tenía a las muchedumbres y las ciudades. Esto no tiene sentido, reflexionó con cansancio. Tal vez el chico se ha ido para siempre, tal vez no ha existido nunca. La Farge dobló por una determinada callejuela, observando los números.            – Hola, La Farge.            Un hombre estaba sentado en el umbral de una puerta, fumando una pipa.             – Hola, Mike.            – ¿Has peleado con tu mujer? ¿Estás calmándote con una caminata?            – No, paseo nada más.            – Parece que se te hubiera perdido algo. A propósito. Esta noche encontraron a alguien. ¿Conoces a Joe Spaulding? ¿Te acuerdas de su hija Lavinia?            – Sí.            La Farge se sintió traspasado de frío. Todo era como un sueño repetido. Ya sabía qué palabras vendrían ahora.            – Lavinia volvió a casa esta noche – dijo Mike, y arrojó una bocanada de humo –. ¿Recuerdas que se perdió hace cerca de un mes en los fondos del mar muerto? Encontraron un cadáver que podría ser el suyo y desde entonces la familia Spaulding no ha estado bien. Spaulding iba de un lado a otro diciendo que Lavinia no había muerto, que aquel cadáver no era ella. Parece que tenía razón. Lavinia apareció esta noche.            La Farge sintió que le faltaba el aire, que el corazón le golpeaba el pecho.            – ¿Dónde?            – En la calle principal. Los Spaulding estaban comprando entradas para una función y de pronto vieron a Lavinia entre la gente. Qué impresión la de ellos, imagínate. Al principio Lavinia no les reconoció; pero la siguieron calle abajo y le hablaron y entonces ella recobró la memoria.            – ¿La has visto?            – No, pero la he oído cantar. ¿Recuerdas con qué gracia cantaba Las bonitas orillas del lago Lomond? La oí hace un rato allá en la casa gorjeando para su padre. Es muy agradable oírla. Una muchacha encantadora. Era lamentable que se hubiera muerto.

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Ahora que ha regresado, todo es distinto. Pero oye, qué te pasa, no te veo muy bien. Entra y te serviré un whisky..            – No, gracias, Mike.            La Farge se alejó calle abajo. Oyó que Mike le daba las buenas noches y no contestó. Tenía la mirada fija en una casa de dos plantas con el techo de cristal donde serpenteaba una planta marciana de flores rojas. En la parte trasera de la casa, sobre el jardín, había un retorcido balcón de hierro. Las ventanas estaban iluminadas. Era muy tarde, y La Farge seguía pensando: «¿Cómo se sentirá Anna si no vuelvo con Tom? ¿Cómo recibirá este segundo golpe, esta segunda muerte? ¿Se acordará de la primera y a la vez de este sueño y de esta desaparición repentina? Oh Dios, tengo que encontrar a Tom, ¿o qué va a ser de Anna? Pobre Ana, me está esperando en el embarcadero». La Farge se detuvo y levantó la cabeza. En alguna parte, allá arriba, unas voces daban las buenas noches a otras voces muy dulces. Las puertas se abrían y cerraban, se apagaban las luces y continuaba oyéndose un canto suave. Un momento después una hermosa muchacha, de no más de dieciocho años, se asomó al balcón.            La Farge la llamó a través del viento que comenzaba a levantarse.            La muchacha se volvió y miró hacia abajo.            – ¿Quién está ahí?            – Yo – dijo el viejo La Farge, y notando que esta respuesta era tonta y rara, se calló y los labios se le movieron en silencio.            ¿Qué podía decir? ¿«Tom, hijo mío, soy tu padre»? ¿Cómo le hablaría? La muchacha pensaría que estaba loco y llamaría a la familia.            La figura se inclinó hacia delante, asomándose a la luz ventosa.            – Sé quién eres – dijo en voz baja –. Por favor, vete. No hay nada que pueda hacer por ti.            – ¡Tienes que volver! – Las palabras se le escaparon a La Farge.            La figura iluminada por la luz de la luna se retiró a la sombra, donde no tenía identidad, donde no era más que una voz.            – Ya no soy tu hijo. No teníamos que haber venido al pueblo.            – ¡Anna espera en el embarcadero!            – Lo siento – dijo la voz tranquila –. Pero ¿qué puedo hacer? Soy feliz aquí; me quieren tanto como vosotros. Soy lo que soy y tomo lo que puedo. Ahora es demasiado tarde. Me han atrapado.            – Pero, y Anna... Piensa qué golpe será para ella.            – Los pensamientos son demasiado fuertes en esta casa; es como estar en la cárcel. No puedo cambiar otra vez.            – Eres Tom, eras Tom, ¿verdad? ¡No estarás bromeando con un viejo! ¡No serás realmente Lavinia Spaulding!            – No soy nadie; soy sólo yo mismo. Dondequiera que esté soy algo, y ahora soy algo que no puedes impedir.            – No estás seguro en el pueblo. Estarás mejor en el canal, donde nadie puede hacerte daño – suplicó el viejo.

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            – Es cierto. – La voz titubeó –. Pero he de pensar en ellos. ¿Qué sentirían mañana al despertar cuando vieran que me fui de nuevo, y esta vez para siempre? Además, la madre sabe lo que soy; lo ha adivinado como tú. Creo que todos lo adivinaron, aunque no hicieron preguntas. Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños. No soy quizá la muchacha muerta, pero soy algo casi mejor, el ideal que ellos imaginaron. Tendría que elegir entre dos víctimas: ellos o tu mujer.            – Ellos son cinco, lo soportarían mejor que nosotros.            – ¡Por favor! – dijo la voz –. Estoy cansada.            La voz del viejo se endureció.            ~ Tienes que venir. No puedo permitir que Anna sufra otra vez. Eres nuestro hijo. Eres mi hijo, y nos perteneces.            La sombra tembló.            – ¡No, por favor!            – No perteneces a esta casa ni a esta gente.            – No. No.            – Tom, Tom, hijo mío, óyeme. Vuelve. Baja por la parra. Ven, Anna te espera; tendrás un hogar, y todo lo que quieras.            El viejo alzaba los ojos esperando el milagro.            Las sombras se movieron, la parra crujió levemente.            Y al fin la voz dijo:            – Bueno,papá.            – ¡Tom!            La ágil figura de un niño se deslizó por la parra a la luz de las lunas. La Farge abrió los brazos para recibirlo.            Una habitación se iluminó arriba, y en una ventana enrejada dijo una voz:            – ¿Quién anda ahí?            – Date prisa, hijo mío.            Más luces, más voces:            – ¡Alto o hago fuego! ¿No te ha pasado nada, Vinny?            El ruido de pasos precipitados.            El hombre y el chico corrieron por el jardín.            Sonó un disparo. La bala dio en la pared en el momento en que cerraban el portón.            –          Tom, vete por ahí. Yo iré por aquí para despistarlos. Corre al canal. Allí estaré dentro de diez minutos.            Se separaron. La luna se ocultó detrás de una nube. El viejo corrió en la oscuridad.            – Anna,¡aquí estoy!            La vieja, temblando, le ayudó a saltar a la lancha.            – ¿Dónde está Tom?            – Llegará en un minuto – jadeó La Farge. Se volvieron y miraron las calles del pueblo dormido. Aún había alguna gente: un policía, un sereno, el piloto de un cohete, varios hombres solitarios que regresaban de alguna cita nocturna, dos parejas que salían de un bar riéndose. Una música sonaba débilmente en alguna parte.            – ¿Por qué no viene? – preguntó la vieja.

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            – Ya vendrá, ya vendrá.            Pero La Farge estaba inquieto. ¿Y si el niño hubiera sido atrapado otra vez, de algún modo, en alguna parte, mientras corría hacia el embarcadero, por las calles de medianoche, entre las casas oscuras? Era un trayecto muy largo, aun para un chico; sin embargo ya tenía que haber llegado.            Y entonces, lejos, en la avenida iluminada por las lunas alguien corrió.            La Farge gritó y calló en seguida, pues allá lejos resonaron también unas voces y otros pasos apresurados. Las ventanas se iluminaron una a una. La figura solitaria cruzó rápidamente la plaza, acercándose al embarcadero. No era Tom; no era más que una forma que corría, una forma con un rostro de plata que resplandecía a la luz de las lámparas, agrupadas en la plaza. Y a medida que se acercaba, la forma se hizo más y más familiar, y cuando llegó al embarcadero ya era Tom. Anna le tendió los brazos. La Farge se apresuró a desanudar las amarras.            Pero ya era demasiado tarde. Un hombre, otro, una mujer, otros dos hombres y Spaulding aparecieron en la avenida y atravesaron de prisa la plaza silenciosa. Luego se detuvieron, perplejos. Miraron asombrados alrededor, como si quisieran volverse atrás. Todo les parecía ahora una pesadilla, una verdadera locura. Pero se acercaron, titubeando, deteniéndose y adelantándose.            Era ya demasiado tarde. La noche, la aventura, todo había terminado. La Farge retorció la amarra entre los dedos. Se sintió desalentado y solo. La gente alzaba y bajaba los pies a la luz de la luna, acercándose rápidamente, con los ojos muy abiertos, hasta que todos, los diez llegaron al embarcadero. Se detuvieron, lanzaron unas miradas aturdidas a la lancha, y gritaron.            – ¡No se mueva, La Farge!            Spaulding tenía un arma.            Todo era evidente ahora. Tom atraviesa rápidamente las calles iluminadas por las lunas, solo, cruzándose con la gente. Un policía descubre la figura veloz. El policía gira sobre sí mismo, ve el rostro, pronuncia un nombre y echa a correr. ¡Alto! Había reconocido a un criminal. Y en todo el trayecto, la misma escena: hombres aquí, mujeres allá, serenos, pilotos de cohete. La fugitiva figura era todo para ellos, todas las identidades, todas las personas, todos los nombres. ¿Cuántos nombres diferentes se habían pronunciado en los últimos cinco minutos? ¿Cuántas caras diferentes, ninguna verdadera, se habían formado en la cara de Tom?            Y en todo el trayecto el perseguido y los perseguidores, el sueño y los soñadores, la presa y los perros de presa. En todo el trayecto la revelación repentina, el destello de unos ojos familiares, el grito de un viejo, viejo nombre, los recuerdos de otros tiempos, la muchedumbre cada vez mayor. Todos lanzándose hacia delante mientras, como una imagen reflejada en diez mil espejos, diez mil ojos, el sueño fugitivo viene y va, con una cara distinta para todos, los que le preceden, los que vienen detrás, los que todavía no se han encontrado con él, los aún invisibles.

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            Y ahora todos estaban allí, al lado de la lancha, reclamando sus sueños. «Del mismo modo – pensó La Farge –, nosotros queremos que sea Tom, y no Lavinia, no William, ni Roger, ni ningún otro. Pero todo ha terminado. Esto ha ido demasiado lejos.»            – ¡Salgan todos de la lancha! – les ordenó Spaulding.Tom saltó al embarcadero. Spaulding le tomó por la muñeca.            – Tú vienes a casa conmigo. Lo sé todo.            – Espere – dijo el policía –. Es mi prisionero. Se llama Dexten Le buscan por asesinato.            – ¡No! –sollozó una mujer –. ¡Es mi marido! ¡Creo que puedo reconocer a mi marido!            Otras voces se opusieron. El grupo se acercó.            La señora La Farge se puso delante de Tom.             –Es mi hijo. Nadie puede acusarle. ¡Ya nos íbamos a casa!            Tom, mientras tanto, temblaba y se sacudía con violencia. Parecía enfermo. El grupo se cerró, exigiendo, alargando las manos, aferrándose a Tom.            Tom gritó.            Y ante los ojos de todos, comenzó a transformarse. Fue Tom, y James, y un tal Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del pueblo, y una muchacha, Judith; y un marido, William; y una esposa, Clarisse. Como cera fundida, tomaba la forma de todos los pensamientos. La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló, estirando las manos, y el rostro se le deshizo muchas veces.            – ¡Tom! – gritó La Farge.            – ¡Alicia! – llamó alguien.            –¡William!            Le retorcieron las manos y le arrastraron de un lado a otro, hasta que al fin, con un último grito de terror, Tom cayó al suelo.            Quedó tendido sobre las piedras, como una cera fundida que se enfría lentamente, un rostro que era todos los rostros, un ojo azul, el otro amarillo; el pelo castaño, rojo, rubio, negro, una ceja espesa, la otra fina, una mano muy grande, la otra pequeña.            Nadie se movió. Se llevaron las manos a la boca. Se agacharon junto a él.            – Está muerto – dijo al fin una voz.            Empezó a llover.            La lluvia cayó sobre la gente, y todos alzaron los ojos. Lentamente, y después más de prisa, se volvieron, dieron unos pasos, y echaron a correr, dispersándose. Un minuto después, la plaza estaba desierta. Sólo quedaron el señor La Farge y su mujer, horrorizados, cabizbajos, tomados de la mano.            La lluvia cayó sobre el rostro irreconocible.            Anna no dijo nada, pero empezó a llorar. – Vamos a casa, Anna. No hay nada que podamos hacer – dijo el viejo.            Subieron a la lancha y se alejaron por el canal, en la oscuridad. Entraron en la casa, encendieron la chimenea y se calentaron las manos. Se acostaron, y juntos, helados y encogidos, escucharon la lluvia que caía otra vez sobre el techo.

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            – ¡Escucha! – dijo La Farge a medianoche –. ¿Has oído algo?            – Nada, nada.            –          Voy a mirar, de todos modos.            Atravesó a tientas el cuarto oscuro, y esperó algún tiempo al lado de la puerta de la calle.            Al fin abrió y miró afuera.            La lluvia caía desde el cielo negro, sobre el patio desierto, sobre el canal y entre las montañas azules.            La Farge esperó cinco minutos y después, suavemente, con las manos húmedas, entró en la casa, cerró la puerta y echó el cerrojo.

3. Octubre de 2026. “El picnic de un millón de años”             De algún modo mamá tuvo la idea de que quizás a todos les gustaría ir de pesca. Pero Timothy sabía que no eran palabras de mamá. Las palabras eran de papá, y las dijo mamá en vez de él.            Papá restregó los pies en un montón de guijarros marcianos y se mostró de acuerdo. Siguió un alboroto y un griterío; el campamento quedó reducido rápidamente a cápsulas y cajas. Mamá se puso un pantalón de viaje y una blusa, y papá llenó la pipa con dedos temblorosos, mirando fijamente el cielo marciano, y los tres chicos se apilaron gritando en la lancha de motor, y ninguno de ellos, excepto Timothy, se ocupó de mamá y de papá.            Papá apretó un botón. El motor emitió un zumbido que se elevó en el aire. El agua se agitó detrás, la lancha se precipitó hacia delante, y la familia gritó:            – ¡Hurra!            Timothy, sentado a popa, puso dos deditos sobre los velludos  dedos de papá y miró cómo se retorcía el canal y cómo se alejaban del lugar en ruinas adonde habían llegado en el pequeño cohete, directamente desde la Tierra.            Recordaba aún la noche anterior a la partida, las prisas y los afanes, el cohete que papá había encontrado en alguna parte, de algún modo, y aquella idea de pasar unas vacaciones en Marte. Marte estaba demasiado lejos para ir de vacaciones, pero Timothy pensó en sus hermanos menores y no dijo nada. Habían llegado a Marte, y ahora iban a pescar. Así decían al menos.            La lancha remontaba el canal. La mirada de papá era muy extraña, y Timothy no la podía entender. Era una mirada brillante, y quizá también aliviada; le arrugaba la cara en una mueca de risa más que de preocupación o de tristeza.            El cohete, ya casi frío, desapareció detrás de una curva.            – ¿Durará mucho el paseo? – preguntó Robert.            La mano le saltaba como un cangrejito sobre el agua violeta.            Papá suspiró:            – Un millón de años.            ~ ¡Zape! – dijo Robert.            – Mirad, chicos. – Mamá extendió un brazo largo y suave –. Una ciudad muerta.

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            Los chicos miraron con una expectación fervorosa, y la ciudad muerta estaba allí, muerta sólo para ellos, adormilada en el cálido silencio estival puesto allí por algún marciano hacedor de climas.            Y papá miró la ciudad como si le gustase que estuviera muerta.            Eran unas pocas piedras rosadas, dormidas sobre unas dunas; unas columnas caídas, un templo solitario, y más allá otra vez las extensiones de arena. Nada más, un desierto blanco a lo largo del canal, y encima un desierto azul.            De repente un pájaro atravesó el espacio, como una piedra lanzada a un lago celeste; golpeó, se hundió y desapareció.            Papá lo miró con ojos asustados.            – Creí que era un cohete.            Timothy observó el profundo océano del cielo, tratando de ver la Tierra en llamas, las ciudades en ruinas y los hombres que no dejaban de matarse unos a otros. Pero no vio nada. La guerra era algo tan apartado y lejano como el duelo a muerte de dos moscas bajo la nave de una enorme catedral silenciosa; e igualmente absurda.            William Thomas se enjugó la frente y sintió en el brazo la mano de Timothy, como una tarántula joven, arrobada.            – ¿Qué tal, Timmy?            – Muy bien, papá.            Timothy no alcanzaba a imaginar qué estaba funcionando ahora dentro de ese vasto mecanismo adulto que tenía al lado. Era un hombre de gran nariz aguileña, tostado y despellejado por el sol, de brillantes ojos azules, como las bolitas de ágata con que había jugado en la Tierra en las vacaciones de verano, y de piernas largas y gruesas como columnas envueltas en pantalones holgados.            – ¿Qué miras, papá?            – Estoy buscando lógica terrestre, sentido común, gobierno honesto, paz y responsabilidad.            – ¿Todas esas cosas están allá arriba?            – No. No las he encontrado. Ya no están ahí. Y nunca volverán a estarlo. Quizá nunca lo estuvieron.             – ¿Eh?            – Mira el pez – dijo papá señalando el agua.            Se oyó un clamor de voces de soprano. Los tres chicos doblaron los cuellos delgados sobre el canal, sacudiendo la lancha, diciendo «¡oh!» y «¡ah!».            Un anillado pez de plata nadaba junto a ellos. De pronto onduló y se cerró como un iris, devorando unos trocitos de comida.            Papá miró el pez y dijo con voz grave y serena:            – Es como la guerra. La guerra avanza nadando, ve un poco de comida, y se contrae. Un momento después... ya no hay Tierra.            – William – dijo mamá.            – Perdona – dijo papá.

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            Inmóviles, en silencio, miraron pasar las aguas del canal, frescas, veloces y cristalinas. Sólo se oía el zumbido del motor, el deslizamiento del agua, el sol que dilataba el aire.            – ¿Cuándo veremos a los marcianos? – preguntó Michael.            – Quizá muy pronto – dijo papá –. Esta noche tal vez.            – Oh, pero los marcianos son una raza muerta – dijo mamá.            – No, no es cierto. Yo os enseñaré algunos marcianos – replicó papá.            Tirnothy frunció las cejas, pero no dijo nada. Todo era muy raro ahora. Las vacaciones y la pesca y las miradas que se cruzaba la gente.            Los otros dos chicos ya estaban buscando marcianos, y protegiéndose los ojos con las manitas examinaban los pétreos bordes del canal a dos metros por encima del agua.            – Pero ¿cómo son los marcianos? – preguntó Michael.            Papá se rió de un modo extraño y Timothy vio que un pulso le latía en la mejilla.            – Lo sabrás cuando les veas.            La madre era esbelta y suave, con una trenza de pelo de oro rizado en lo alto de la cabeza, como una tiara, y ojos morados, con reflejos de ámbar, del color de las aguas profundas del canal cuando la corriente se deslizaba a la sombra. Se le podían ver los pensamientos nadando como peces en los ojos; unos brillantes, otros sombríos, unos rápidos y fugaces, otros lentos y pacíficos; y a veces, como cuando miraba la Tierra, los ojos eran sólo color y nada más. Estaba sentada a proa, con una mano en el borde de la lancha y la otra sobre los oscuros pantalones azules; una línea de piel tostada por el sol le asomaba bajo la blusa, abierta como una flor blanca.            Miró hacia delante, y, como no pudo ver con claridad, miró hacia atrás, hacia su marido, y reflejado en sus ojos vio entonces lo que había delante. Y como él añadía algo de sí mismo a ese reflejo, una resuelta firmeza, la mujer se tranquilizó y la aceptó, y se volvió otra. vez, comprendiendo de pronto dónde tenía que buscar.            Timothy miraba también. Pero sólo veía un canal recto, como una línea de lápiz violeta que cruzaba un valle amplio y poco profundo; las colinas antiguas y bajas se extendían hasta el borde del cielo. Y el canal continuaba, atravesando unas ciudades que habrían sonado como escarabajos dentro de una calavera si alguien las hubiese sacudido. Eran cien o doscientas ciudades que dormían envueltas en los sueños de los tibios días del verano y en los sueños de las noches frías de invierno...            La familia había viajado millones de kilómetros para esto: una excursión de pesca. Pero en el cohete tenían un arma. Era una excursión, pero ¿para qué habían escondido tanta comida cerca del cohete? Vacaciones. Pero detrás del velo de las vacaciones no había caras dulces y risueñas, sino algo duro y huesudo y quizá terrible. Timothy no podía levantar ese velo, y los otros dos chicos estaban ocupados ahora, pues sólo tenían ocho, y diez años.            Robert apoyó la barbilla en forma de V en el hueco de las manos y observó con ojos muy abiertos las orillas del canal

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            – No veo marcianos todavía.            Papá había traído una radio atómica de pulsera. Funcionaba según un anticuado principio: se aplicaba contra los huesos del oído y vibraba cantando o hablando. Papá la escuchaba con un rostro que parecía una ciudad marciana en ruinas: pálido, enjuto y seco, casi muerto.            Luego pasó el aparato de radio a mamá. Mamá escuchó con la boca abierta.            – ¿Qué ... ? – empezó a preguntar Timothy, pero no terminó lo que quería decir.            En ese momento se oyeron dos titánicas explosiones que los sacudieron hasta los tuétanos, seguidas de una media docena de débiles temblores.            Alzando bruscamente la cabeza, papá aumentó en seguida la velocidad de la lancha. La lancha saltó y se torció y voló. Esto acabó con los temores de Robert, y Michael, dando gritos de miedo y sorprendida alegría, se abrazó a las piernas de mamá y miró el agua que le pasaba por debajo de la nariz en un alborotado torrente.            Papá desvió la lancha, aminoró la velocidad, y llevó la embarcación por un canal estrecho hasta debajo de un antiguo y ruinoso muelle de piedra que olía a carne de crustáceo. La lancha golpeó el muelle, y todos fueron despedidos hacia delante, pero nadie se lastimó, y papá se inclinó en seguida sobre la borda para ver si los rizos del agua borraban la estela de la lancha. Las ondas del canal se entrecruzaron, golpearon las piedras, retrocedieron encontrándose otra vez, se detuvieron, moteadas por el sol. Desaparecieron.            Papá escuchó. Todos escucharon.            La respiración de papá resonaba como si unos puños golpearan las húmedas y frías piedras del muelle. En la sombra, los ojos de gato de mamá observaban a papá buscando algún indicio de lo que iba a pasar ahora.            Papá se tranquilizó y suspiró, riéndose de sí mismo.            – Era el cohete, por supuesto. Estoy cada vez más nervioso. El cohete.            – ¿Qué ha pasado, papá, qué ha pasado? –preguntó Michael.            – Nada, que hemos volado el cohete – dijo Timothy tratando de hablar en un tono indiferente –. He oído antes ese ruido, en la Tierra. El cohete estalló.            – ¿Por qué volamos el cohete? – preguntó Michael –. ¿Eh, papá?            – Es parte del juego, tonto – dijo Timothy.            La palabra entusiasmó a Michael y a Robert.            ~ ¡Un juego!            – Papá lo arregló para que estallara. Así nadie puede saber dónde estamos. Por si vienen a buscarnos, ¿entiendes?            – ¡Qué bien! ¡Un secreto!            – Asustado por mi propio cohete – le dijo papá a mamá –. Estoy muy nervioso. Es tonto pensar en otros cohetes. Quizás uno... Si Edward y su mujer consiguieron salir de la Tierra.

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            Se llevó otra vez el diminuto aparato de radio a la oreja. Dos minutos después, dejó caer la mano como quien deja caer un trapo.            – Por fin se acabó – le dijo a mamá –. La radio acaba de perder la onda atómica. Ya no hay más estaciones en el mundo. Sólo quedaban dos en estos últimos años. Todas callaron ahora, y así seguirán probablemente.            – ¿Por cuánto tiempo, papá? – preguntó Robert.            – Quizá vuestros bisnietos vuelvan a oírlas – contestó papá, y tuvo una sensación de terror, derrota y resignación que alcanzó a los niños.            Finalmente papá guió otra vez la lancha hacia el canal y continuaron el paseo.            Se hacía tarde. El sol descendía. Una hilera de ciudades muertas se extendía delante de ellos a lo largo del canal.            Papá les habló a sus hijos muy serenamente y en voz baja. Muchas veces, en otros tiempos, se había mostrado inaccesible y severo, pero ahora les hablaba acariciándoles la cabeza. Los niños lo notaron.            – Mike, elige una ciudad.            – ¿Qué papá?            – Elige una ciudad. Cualquiera.            – Bueno – dijo Michael –. ¿Cómo la elijo?            – Elije la que más te guste. Y vosotros, Robert, Tim, elegid también la que más os guste.            – Yo quiero una ciudad con marcianos – dijo Michael.            – La tendrás – dijo papá –. Te lo prometo. Hablaba con los chicos, pero miraba a mamá.            En veinte minutos pasaron ante seis ciudades. Papá no volvió a hablar de explosiones. Prefería, aparentemente, divertirse con sus hijos, verlos reír, a cualquier otra cosa.            A Michael le gustó la primera ciudad, pero los demás no le hicieron caso, pues no confiaban en juicios apresurados. La segunda ciudad no le gustó a nadie. Era un campamento terrestre de casas de madera que ya estaba convirtiéndose en serrín. La tercera le gustó a Timothy porque era grande. La cuarta y la quinta eran demasiado pequeñas, y la sexta provocó la admiración de todos, incluso de mamá, que se sumó a los “¡ah!” y “¡oh!” y a los “¡mirad eso!”.            Era una ciudad de cincuenta o sesenta enormes estructuras, en pie todavía; había polvo en las calles de piedra, uno o dos surtidores latían aún en las plazas. Lo único vivo: unos chorros de agua a la luz de la tarde.            – Ésta es la ciudad – dijeron todos.            Papá guió la lancha hacia un muelle y desembarcó de un salto.            – Ya estamos. Esto es nuestro. Aquí viviremos desde ahora.            – ¿Desde ahora? – exclamó Michael, incrédulo, poniéndose de pie. Miró la ciudad y se volvió parpadeando hacia el lugar donde había estado el cohete–. ¿Y el cohete? ¿Y Minneapolis?

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            – Aquí – dijo papá, y tocó con el aparatito de radio la cabeza rubia de Michael –. Escucha.            Michael escuchó.            – Nada – dijo.            – Eso es. Nada. Nada, para siempre. No más Minneapolis, no más cohetes, no más Tierra.            Michael meditó unos instantes en la fatal revelación y rompió en unos sollozos entrecortados.            – Espera, Mike – le dijo papá en seguida –. Te doy mucho más a cambio.            Michael, intrigado, contuvo las lágrimas, aunque dispuesto a continuar si la nueva revelación de papá era tan desconcertante como la primera.            – Te doy esta ciudad, Mike. Es tuya.            – ¿Mía?            – Sí, de los tres: tuya y de Robert y de Timothy. Exclusivamente vuestra.            Timothy saltó de la lancha.            – ¡Todo es nuestro, todo!            Continuaba jugando con papá, y jugaba a fondo y bien. Más tarde, cuando todo concluyera y se aclarara, podría separarse de los demás y llorar a solas diez minutos. Pero ahora era todavía un juego, una excursión familiar, y los otros dos chicos tenían que seguir jugando.            Mike y Robert saltaron de la lancha y ayudaron a mamá.            – Cuidado con vuestra hermana – dijo papá, y nadie supo, hasta más tarde, lo que quería decir.            Entraron en la vasta ciudad de piedra rosada, hablándose en voz baja, pues las ciudades muertas invitan a hablar en voz baja, y observaron la puesta del sol.            – Dentro de unos cinco días – dijo papá – volveré al lugar donde estaba el cohete y recogeré la comida escondida en las ruinas y la traeré aquí. Después buscaré a Bert Edwards, su mujer y sus hijas.            – ¿Hijas? – preguntó Timothy –. ¿Cuántas?            – Cuatro.            – Ya veo que eso nos traerá preocupaciones – dijo mamá meneando la cabeza.            – Chicas – dijo Michael, y torció la cara como una vieja y pétrea imagen marciana –. Chicas.            – ¿También vienen en cohete?            – Sí. Si consiguen llegar. Los cohetes familiares se construyen para ir a la Luna, no a Marte. Nosotros tuvimos suerte.            – ¿Dónde conseguiste el cohete? – susurró Timothy mientras los otros dos chicos corrían adelantándose.            – Lo guardé durante veinte años, Tim. Lo escondí, esperando no tener que usarlo. Supongo que tenía que habérselo entregado al gobierno, para la guerra, pero pensaba constantemente en Marte...            – Y en un picnic.

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            – Eso es. Esto queda entre nosotros. Cuando vi que todo acababa en la Tierra, y después de haber esperado hasta el último momento, embarqué a la familia. También Bert Edwards tenía escondido un cohete, pero nos pareció mejor no partir juntos, por si alguien intentaba derribarnos a tiros.            – ¿Por qué volaste el cohete, papá?            – Para que nunca podamos volver. Y de este modo, además, si alguno de aquellos malvados viene a Marte, no sabrá que estamos aquí.            – ¿Por eso miras siempre el cielo?            – Sí, es una tontería. No nos seguirán nunca. No tienen con qué seguirnos. Me preocupo demasiado, eso es todo.            Michael volvió corriendo.            – ¿Esta ciudad es de veras nuestra, papá?            – Todo el planeta es nuestro, hijos. Todo el bendito planeta.            Allí estaban, el Rey de la Colina, el Señor de las Ruinas, el Dueño de Todo, los monarcas y presidentes irrevocables, tratando de comprender qué significaba ser dueños de un mundo, y qué grande era realmente un mundo.            La noche cayó rápidamente en la delgada atmósfera, y papá les dejó en la plaza, junto al surtidor intermitente, llegó hasta la embarcación, y volvió con un paquete de papeles en las manos.            Amontonó los papeles en un viejo patio y los encendió. Todos se agacharon alrededor de las llamas calentándose y riéndose, y Timothy vio que cuando el fuego las alcanzaba, las létritas saltaban como animales asustados. Los papeles crepitaron como la piel de un hombre viejo, y la hoguera envolvió innumerables palabras:            «TÍTULOS DEL GOBIERNO; Gráficas comerciales e industriales, 1999; Prejuicios religiosos, ensayo: La ciencia de la logística; Problemas de la Unidad Americana; Informe sobre reservas, 3 de julio de 1998; Resumen de la guerra...»            Papá había insistido en traer estos papeles, con este propósito. Los fue arrojando al fuego, uno a uno, con aire de satisfacción y explicó a los chicos qué significaba todo eso.            – Ya es hora de que os diga unas pocas cosas. No fue justo, me parece, que os las haya ocultado. No sé si entenderéis, pero tengo que decirlo, aunque sólo entendáis una parte.            Arrojó una hoja al fuego.            – Estoy quemando toda una manera de vivir, de la misma forma que otra manera de vivir se quema ahora en la Tierra. Perdonadme si os hablo como un político, pero al fin y al cabo soy un ex gobernador; un gobernador honesto, por eso me odiaron. La vida en la Tierra nunca fue nada bueno. La ciencia se nos adelantó demasiado, con demasiada rapidez, y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas: artefactos, helicópteros, cohetes; dando importancia a lo que no tenía importancia, preocupándose por las máquinas más que por el modo de dominar las máquinas. Las guerras crecieron y crecieron y por último acabaron con la Tierra. Por eso han callado las radios. Por eso hemos huido...

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            »Hemos tenido suerte. No quedan más cohetes. Ya es hora de que sepáis que esto no es una excursión de pesca. He ido demorando el momento de decirlo. La Tierra ya no existe; ya no habrá viajes interplanetarios, durante muchos siglos, quizá nunca. Aquella manera de vivir fracasó, y se estranguló con sus propias manos. Sois jóvenes. Os repetiré estas palabras, todos los días, hasta que entren en vosotros.            Hizo una pausa y alimentó el fuego con otros papeles.            – Estamos solos. Nosotros y algunos más que llegarán dentro de unos días. Somos bastantes para empezar de nuevo. Bastantes para volver la espalda a la Tierra y emprender un nuevo camino...            Las llamas se elevaron subrayando lo que decía papá. Y luego todos los papeles desaparecieron, menos uno. Todas las leyes de la Tierra fueron unos pequeños montículos de ceniza caliente que pronto se llevaría el viento.            Timothy miró el papel que papá arrojaba al fuego. Era un mapa del mundo. El mapa se arrugó y retorció entre las llamas, y desapareció como una mariposa negra y ardiente. Timothy volvió la cabeza.            – Ahora, os voy a mostrar los marcianos. Venid todos. Ven, Alice – dijo papá tomando a mamá de la mano.            Michael lloraba ruidosamente, y papá le tomó en brazos y todos caminaron por entre las ruinas, hacia el canal.            El canal. Por donde mañana, o pasado mañana, vendrían en bote las futuras esposas, unas niñitas sonrientes, acompañadas de sus padres.            La noche cayó envolviéndolos, y aparecieron las estrellas. Pero Timothy no encontraba la Tierra en el cielo. Se había puesto. Era algo que hacía pensar.            Un pájaro nocturno gritó entre las ruinas.            – Vuestra madre y yo procuraremos instruiros – dijo papá –. Tal vez fracasemos, pero espero que no. Hemos visto muchas cosas y hemos aprendido mucho. Este viaje lo planeamos hace varios años, antes de que nacierais. Creo que aunque no hubiese estallado la guerra habríamos venido a Marte y habríamos organizado aquí nuestra vida. La civilización terrestre no hubiese podido envenenar a Marte en menos de un siglo. Ahora, por supuesto...            Llegaron al canal. Era largo y recto y fresco, y reflejaba la noche.            – Siempre quise ver un marciano –dijo Michael–. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste.            – Ahí están – dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal.            Los marcianos estaban allí. Timothy se estremeció.            Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá.            Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada silenciosa desde el agua ondulada... B. Selección de Cuentos de Phillip Dick

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4. “El artefacto precioso”

Por debajo del helicóptero de Milt Biskle se veían las nuevas tierras fértiles. Había hecho un buen trabajo en esta zona de Marte, floreciente gracias a su reconstrucción del antiguo sistema de riego. La primavera llegaba dos veces al año a este mundo otoñal de arena y sapos saltarines, de un suelo alguna vez reseco y resquebrajado que soportaba el polvo de tiempos pasados, de una desolación monótona y sin agua. Había sido víctima del reciente conflicto entre Prox y la Tierra. Muy pronto llegarían los primeros inmigrantes terráqueos, harían valer sus derechos y se apoderarían de esos terrenos. Ya se podía retirar. Tal vez pudiera regresar a la Tierra o traer a Marte a su familia, utilizando su prioridad en el otorgamiento de terrenos por su labor como ingeniero reconstructor. El Área Amarilla había progresado mucho más rápido que las de los otros ingenieros. Y ahora esperaba una recompensa. Inclinándose hacia delante, Milt Biskle presionó el botón de su transmisor de largo alcance. -Aquí el ingeniero Reconstructor Amarillo -dijo-. Necesito un psiquiatra. Cualquiera estará bien si puede estar disponible inmediatamente. Cuando Milt Biskle entró en el consultorio, el doctor DeWinter se levantó y le tendió la mano. -Me han contado -dijo el doctor DeWinter-- que usted, de entre los cuarenta ingenieros reconstructores, es el más creativo. No es sorprendente que esté cansado. Incluso Dios tuvo que descansar después de trabajar duramente después de seis días, y usted lo ha estado haciendo durante años. Mientras lo esperaba recibí un memo con noticias de la Tierra que seguramente le interesarán --recogió el memo de su escritorio--. El primer transporte de colonos está a punto de llegar a Marte... y se dirigirán directamente a su área. Felicitaciones, señor Biskle. Tomando fuerzas, Milt Biskle dijo:

-¿Qué pasará si regreso a la Tierra? -Pero si puede hacer que le otorguen terrenos para su familia aquí... -Quiero que haga algo por mí -dijo Milt Biskle-. Me siento muy cansado, demasiado --hizo un gesto-. O tal vez estoy deprimido. De todos modos, me gustaría que dispusiera las cosas para que mis pertenencias, incluyendo mi planta wug, sean llevadas a bordo de un transporte que esté por partir hacia la Tierra.

-Seis años de trabajo -dijo el doctor DeWinter-. Y de pronto renuncia a su recompensa. Recientemente visité la Tierra y todo está como usted lo recuerda... -¿Cómo sabe lo que recuerdo yo? -Más bien -se corrigió DeWinter suavemente-, quise decir que nada ha cambiado. Superpoblación, departamentos comunitarios donde se

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hacinan siete familias con una única cocina. Autopistas tan sobrecargadas que casi no se mueves hasta las once de la mañana. -En lo que a mí respecta -dijo Milt Biskle-, la superpoblación sería un descanso tras seis años trabajando con el equipo robótico autónomo. Estaba firme en su decisión. A pesar de lo que había logrado aquí, o tal vez precisamente a causa de ello, pretendía regresar a casa contrariando los argumentos del psiquiatra. El doctor DeWinter agregó: -¿Qué pasará si su esposa y sus hijos, Milt, están entre los pasajeros de este primer transporte? -Una vez más tomó un documento de su escritorio cuidadosamente ordenado. Estudió el informe, luego dijo-: Biskle, Fay; Laura C.; June C. Una mujer y dos niñas. ¿Es su familia? -Sí -admitió en tono seco Milt Biskle y miró directamente al psiquiatra. -Se da usted cuenta de que no puede regresar a la Tierra. Póngase el pelo y vaya a recibirlos al Campo Tres. Y cámbiese los dientes. Todavía lleva los de acero inoxidable. Biskle asintió a disgusto. Como todos los terráqueos, había perdido el pelo y los dientes bajo la lluvia radioactiva durante la guerra. En los días de servicio en su solitario trabajo de reconstrucción del Área Amarilla de Marte no usaba la costosa peluca que había traído de la Tierra y, en cuanto a los dientes, personalmente encontraba que los de acero eran más cómodos que la prótesis de plástico de color natural. Eso mostraba cuánto se había alejado de la interacción social. Se sintió vagamente culpable; el doctor DeWinter tenía razón. Pero se había sentido culpable desde la derrota de los proxitas. La guerra le había dejado una sensación de amargura; no parecía justo que una de las dos culturas que competían tuviera que desaparecer puesto que las necesidades de ambas eran legítimas. El mismo Marte había sido el centro de los combates. Las dos culturas lo requerían como colonia para establecer allí sus excesos de población. Gracias a Dios, la Tierra se las había arreglado para mostrar la supremacía táctica durante el último año de la guerra... y por lo tanto fueron los terrícolas como él, y no los proxitas, los que reconstruyeron Marte. -A propósito -dijo el doctor DeWinter-. Conozco sus intenciones en relación a sus colegas, los ingenieros reconstructores. Milt Biskle le lanzó una súbita mirada. -De hecho -dijo el doctor DeWinter-, sabemos que en este momento están reunidos en el Área Roja para escucharlo -abrió un cajón de su escritorio y extrajo un yo-yo, se puso de pie y comenzó a manipularlo expertamente e hizo el perrito-. Su discurso es provocado por un ataque de pánico y tendrá como efecto que sospechen que algo anda mal, aunque por lo visto usted no puede decir qué podría ser. -Ése es un juguete popular en el sistema Prox. Al menos es lo que leí alguna vez en un artículo -dijo Biskle observando el yo-yo. -Ajá. Creí que era originario de las Filipinas -concentrado, el doctor DeWinter ahora hacía la vuelta al mundo. Le salía muy bien-. Me tomé la libertad de enviar una nota a la reunión de ingenieros

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reconstructores, dando testimonio de su condición mental. La leerán en voz alta... Siento tener que decírselo. -Todavía tengo la intención de dirigirme a la reunión -dijo Biskle.

-Bien, entonces se me ocurre un compromiso. Reciba a su familia cuando llegue a Marte, y después dispondremos un viaje a la Tierra para usted. A nuestra cuenta. Y a cambio usted se comprometerá a no dirigirse a la reunión de ingenieros reconstructores o a agobiarlos de la forma que sea con sus nebulosas corazonadas --DeWinter lo miró directamente--. Después de todo, éste es un momento crítico. Están llegando los primeros inmigrantes. No queremos problemas; no queremos que nadie se sienta inquieto. -¿Me haría un favor? -preguntó Biskle-. Muéstreme que tiene puesta una peluca. Y que sus dientes son falsos. Solo para estar seguro de que es terrícola. El doctor DeWinter se quitó la peluca y se extrajo la prótesis de dientes falsos. -Aceptaré el ofrecimiento -dijo Milt Biskle-, si me prometen que mi mujer obtendrá la parcela de terreno que le he asignado. Asintiendo, DeWinter le arrojó un pequeño sobre blanco. -Aquí está su pasaje. Ida y vuelta, por supuesto, porque supongo que regresará. Eso espero, pensó Biskle mientras sacaba el pasaje. Pero depende de lo que vea en la Tierra. O más bien de lo que me dejen ver. Tenía la sensación de que le dejarían ver muy poco. En realidad tan poco como fuera posible a la manera de Prox. Cuando su nave llegó a la Tierra lo estaba esperando una guía elegantemente uniformada. -¿Señor Biskle? -maquillada, atractiva y extraordinariamente joven, dio unos pasos hacia él, atenta-. Me llamo Mary Ableseth, su acompañante en la visita turística. Le mostraré todo el planeta durante su breve estadía -Sonrío de un modo vivaz y muy profesional. Lo sorprendió-. Estaré con usted constantemente, día y noche. -¿Por la noche también? -se compuso para decir. -Sí, señor Biskle. Es mi trabajo. Suponemos que se sentirá desorientado por sus años de trabajo en Marte... trabajo que nosotros en la Tierra aplaudimos y honramos, como corresponde --se puso a su lado, conduciéndolo hacia un helicóptero estacionado--. ¿Adónde le gustaría ir primero? ¿A la ciudad de Nueva York? ¿Broadway? ¿A los clubes nocturnos, los teatros y restaurantes...? -No, a Central Park. Quiero sentarme en un banco. -Pero ya no existe más Central Park, señor Biskle. Mientras usted estaba en Marte lo convirtieron en una playa de estacionamiento para los empleados del gobierno. -Ya veo -dijo Milt Biskle-. Bien, entonces vayamos al parque Portsmouth en San Francisco. Abrió la puerta del helicóptero. -Tuvo el mismo destino -dijo la señorita Ableseth, sacudiendo tristemente la larga y luminosa cabellera roja-. Estamos tan

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detestablemente superpoblados. Podemos intentarlo igual, señor Biskle; han quedado unos pocos parques, uno en Kansas, creo, y dos en Utah, en el sur, cerca de St. George. -Son malas noticias -dijo Milt-. ¿Me permite ir hasta esa máquina proveedora de anfetaminas y ponerle una moneda? Necesito un estimulante que me levante el ánimo. -Por supuesto -asintió con gracia la señorita Ableseth. Milt Biskle caminó hacia la máquina proveedora de estimulantes que estaba fuera del espaciopuerto, buscó en el bolsillo, encontró una moneda y la introdujo por la ranura. La moneda atravesó por completo la máquina y repiqueteó en el pavimento. -¡Qué extraño! -dijo sorprendido Biskle.

-Creo que eso tiene una explicación -dijo la señorita Ableseth-. Esa moneda es marciana, hecha para una gravedad más ligera. -Sí -dijo Milt Biskle mientras la recuperaba. Como había predicho la señorita Ableseth, se sentía desorientado. Se quedó inmóvil mientras ella ponía una moneda propia y obtenía un pequeño tubo de estimulantes anfetaminas para él. Por cierto, la explicación parecía adecuada, pero... -Ahora son las veinte, hora local -dijo la señorita Ableseth-. Y yo no he cenado, aunque seguramente usted lo hizo a bordo de la nave. ¿Por qué no me lleva a cenar? Podemos hablar con una botella de Pinot Noir de por medio y me puede contar sobre esas vagas corazonadas que lo trajeron a la Tierra, sobre algo que va terriblemente mal, y sobre su maravilloso trabajo de reconstrucción que, según dice, carece de sentido. Me encantaría escucharlo. Lo guió de regreso al helicóptero, al que ambos entraron, sentándose juntos y apretados en el asiento trasero, Milt Biskle la encontraba agradable y complaciente, decididamente terráquea. Se sentía un poco perturbado y su corazón se aceleró. Había pasado mucho tiempo desde que había estado tan cerca de una mujer. -Escucha -dijo Biskle, mientras el circuito automático del helicóptero hacía que se elevaran sobre la playa de estacionamiento del espaciopuerto-, estoy casado. Tengo dos hijas y vine aquí por negocios. Estoy en la Tierra para demostrar que los proxitas en realidad ganaron y los pocos terrícolas que quedamos somos esclavos de las autoridades prox, y que trabajamos para... Se detuvo; no le quedaban esperanzas. La señorita Ableseth permanecía apretada contra él. -¿Usted realmente cree -dijo la señorita Ableseth poco después, mientras el helicóptero pasaba sobre la ciudad de Nueva York- que soy una agente prox? -No... no -dijo Milt Biskle-. Supongo que no. No parecía probable dadas las circunstancias. -Mientras permanezca en la Tierra -dijo la señorita Ableseth-, ¿por qué quedarse en un hotel ruidoso y superpoblado? ¿Por qué no viene a mi departamento comunal en Nueva Jersey? Hay lugar de sobra y usted será más que bienvenido.

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-Muy bien -estuvo de acuerdo Biskle, sintiendo que sería inútil discutir. -Bien -la señorita Ableseth le dio una orden al helicóptero, que giró hacia el norte--. Cenaremos allí. Así ahorrará dinero. Y además en todos los restaurantes decentes hay una cola de dos horas a esta altura de la noche, de manera que es casi imposible conseguir mesa. Probablemente ya no recuerde eso. ¡Qué maravilloso será cuando la mitad de nuestra población pueda emigrar! -Sí -dijo Biskle-. Y les gustará Marte; hicimos un buen trabajo -sintió que algo de entusiasmo regresaba a él, una sensación de orgullo por el trabajo de reconstrucción que él y sus compatriotas habían hecho-. Espere a verlo, señorita Ableseth. -Llámeme Mary -dijo la señorita Ableseth mientras se acomodaba la pesada peluca escarlata que se le había desaliñado en los últimos minutos en la apretada cabina del helicóptero. -Muy bien -dijo Biskle, y, a pesar de cierta inoportuna sensación de infidelidad hacia Fay, creció su sensación de bienestar. -Las cosas pasan rápido en la Tierra -dijo Mary Ableseth-. Debido a la terrible presión de la superpoblación.

Se acomodó los dientes. -Ya veo -agregó Milt Biskle, y también se acomodó su propia peluca y los dientes. ¿Podría estar equivocado?, se preguntó a sí mismo. Después de todo, podía ver las luces de Nueva York allá abajo. Decididamente la Tierra no era una ruina despoblada y su civilización estaba intacta. ¿O era una ilusión, impuesta por las desconocidas técnicas psiquiátricas de Prox a su sistema de percepción? Era verdad que la moneda había atravesado completamente la máquina de anfetaminas. ¿Eso indicaba que algo andaba sutil y terriblemente mal? Tal vez la máquina en realidad no estaba allí. Al día siguiente él y Mary Ableseth visitaron uno de los pocos parques que quedaban. En la región sur de Utah, cerca de las montañas, el parque, aunque pequeño, era de un verde brillante y atrayente. Milt Biskle estaba recostado sobre la hierba y observaba a una ardilla que trepaba por un árbol dando saltos ligeros, con su cola colgando detrás como un torrente gris. -No hay ardillas en Marte -dijo adormecido. Llevando un ligero traje de baño, Mary Ableseth se desperezó a sus espaldas, entrecerrando los ojos. -Este lugar es tan agradable, Milt. Así me imagino a Marte. Más allá del parque, el tránsito pesado se movía por la autopista. El susurro le recordaba a Milt el oleaje del Océano Pacífico. Ese sonido lo adormeció. Todo parecía estar bien, le arrojó una nuez a la ardilla, que se dio vuelta y a saltos se dirigió hacia la nuez, haciendo una mueca inteligente en respuesta. Cuando la ardilla estuvo erguida sosteniendo la nuez, Milt Biskle arrojó una segunda nuez hacia la derecha. La ardilla la escuchó caer entre las hojas de los arces. Irguió sus orejas, lo que le recordó a Milt

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el juego que había practicado una vez con un gato que le pertenecía a él y a su hermano, en los días en que la Tierra no estaba tan superpoblada, cuando las mascotas todavía eran algo legal. Había esperado hasta que Calabaza --el gato-- estuvo casi dormido y entonces arrojó un pequeño objeto a un rincón de la habitación. Calabaza se despertó. Con sus ojos abiertos de par en par y sus orejas erguidas, se volvió y se sentó durante quince minutos escuchando y observando, meditando sobre qué objeto podía haber hecho ese ruido. Era una manera inocente de molestar al viejo gato, y Milt se sintió triste, pensando en cuánto hacía que había muerto Calabaza, su última mascota legal. En Marte, sin embargo, las mascotas serían legales otra vez. Eso lo consoló. En realidad, en Marte, durante los años en que trabajó en la reconstrucción, lo consoló una mascota. Una planta marciana. La había traído con él a la Tierra y ahora estaba sobre la mesa de la sala de estar del departamento del departamento compartido de Mary Ableseth, con sus ramas caídas. No se había adaptado al clima poco familiar de la Tierra. -Es raro -murmuró Milt -que mi planta wug no haya florecido. Había pensado que en una atmósfera con tanta humedad... -Es la gravedad -dijo Mary, los ojos todavía cerrados, sus senos subiendo y bajando regularmente. Estaba casi dormida-. Es demasiado para ella. Milt consideró la forma de la mujer, recordando a Calabaza en circunstancias similares. El momento de la vigilia, entre el sueño y el despertar, cuando la conciencia y la inconciencia se funden... estirándose, tomó una piedra. La arrojó hacia un montón de hojas que estaban cerca de la cabeza de Mary.

Ella se sentó repentinamente, los ojos completamente abiertos y con el traje de baño cayéndosele. Sus orejas estaban erguidas. -Nosotros los terrícolas -dijo Milt- perdimos el control de la musculatura de nuestras orejas, Mary. Incluso de los reflejos básicos. -¿Qué? -murmuró ella, parpadeando confusa mientras se acomodaba el traje de baño. -La habilidad para erguir las orejas se nos atrofió -explicó Milt-. A diferencia de los perros y los gatos. Aunque si nos examinaran morfológicamente no se darían cuenta porque nuestros músculos todavía están allí. Así que cometieron un error. -No sé de qué estás hablando -dijo Mary, de mal humor. Se dedicó a acomodar el sostén del traje de baño, ignorándolo por completo. -Volvamos al departamento -dijo Milt poniéndose en pie. Ya no podía sentir que estaba recostado en un parque porque ya no podía creer en el parque. Una ardilla irreal, hierba irreal... ¿lo eran en verdad? ¿Le mostrarían alguna vez la sustancia que había bajo la ilusión? Lo dudaba. La ardilla los siguió durante un breve tramo mientras caminaban hacia el helicóptero, luego volvió su atención a una familia de

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terráqueos que incluía a dos niños pequeños. Los niños le arrojaron nueces a la ardilla que correteaba con vigorosa actividad. -Convincente -dijo Milt. Y en verdad lo era. -Es muy malo que no haya vuelto a ver al doctor DeWinter, Milt -dijo Mary-. Podría haberle ayudado. Su voz sonaba extrañamente dura. -Sin la menor duda -agregó Milt Biskle mientras reingresaba en el helicóptero. Cuando regresaron al departamento de Mary encontraron a la planta wug marciana muerta. Era evidente que había perecido por deshidratación. -No intentes explicarme esto -le dijo a Mary mientras los dos contemplaban de pie las ramas muertas de la planta-. Sabes lo que significa. La Tierra supuestamente es más húmeda que Marte, incluso que el Marte reconstruido. Sin embargo, la planta se ha secado por completo. No hay humedad en la Tierra porque debo suponer que las explosiones de los Prox vaciaron los mares. ¿Estoy en lo correcto? Mary no dijo nada. --o que no comprendo -dijo Milt- es por qué les preocupa mantener las ilusiones funcionando. Ya terminé mi trabajo. -Tal vez haya más planetas que requieran un trabajo de reconstrucción, Milt -dijo Mary, después de una pausa. -¿Es tan grande la población de ustedes? -Estaba pensando en la Tierra. Aquí -dijo Mary-. El trabajo de reconstrucción tomará generaciones; se necesitaría todo el talento y la habilidad que poseen sus ingenieros reconstructores -agregó-: Solo estoy siguiendo tu lógica hipotética, por supuesto. -Así que la Tierra es nuestro siguiente trabajo. Así que ése es el motivo por el que me dejaron venir hasta aquí. En realidad vine para quedarme aquí. Se dio cuenta de eso, completa y absolutamente, en un relámpago de comprensión. -No volveré a Marte y no veré a Fay otra vez. Tú la estás reemplazando -todo cobraba sentido. -Bien -dijo Mary, con una sonrisa que casi parecía mueca-, se puede decir que lo estoy intentando.

Le dio un pequeño golpe a Milt en el brazo. Descalza, todavía con su traje de baño, se le acercó lentamente. Se apartó de ella, asustado. Recogió la planta wug muerta y, aturdido, se dirigió hacia la abertura para los desperdicios y arrojó los restos resecos y quebradizos. Se desvanecieron en el acto. -Y ahora -dijo Mary diligentemente-, vamos a ir a visitar el Museo de Arte Moderno en Nueva York y luego, si tenemos tiempo, el Museo Smithsoniano en Washington D.C. Me pidieron que te mantuviera muy ocupado para que no pudieras comenzar a darle vueltas al tema. -Pero ya lo estoy haciendo -dijo Milt mientras la contemplaba dejar el traje de baño y ponerse una prenda gris de lana. Nada puede

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evitarlo, se dijo. Ahora lo sabes. Y a medida de que los ingenieros reconstructores terminen su labor va a suceder una y otra vez. Yo solo fui el primero. Al menos no estoy solo, comprendió. Se sintió un poco mejor. --Qué tal me veo? -le preguntó Mary mientras se ponía lápiz de labios frente al espejo del dormitorio. -Muy bien -dijo él con indiferencia. Se preguntó si Mary a su debido tiempo se encontraría con todos los ingenieros reconstructores, convirtiéndose en la amante de todos ellos. La cuestión ya no era únicamente si ella era lo que parecía, sino también si podría conservarla. Le pareció una pérdida gratuita, fácilmente evitable. Se dio cuenta de que ella estaba comenzando a gustarle. Mary está viva. Era muy real, terráquea o no. Al menos no habían perdido la guerra ante cualquiera; habían perdido ante auténticos organismos vivos. En cierto sentido se sintió reconfortado. -¿Estás listo para ir al Museo de Arte Moderno? -dijo Mary vivamente, con una sonrisa. Más tarde, en el Smithsoniano, después de haber visto el Spirit of St. Louis y el avión increíblemente antiguo de los hermanos Wright -que parecía tener al menos un millón de años-- vio la oportunidad de echarle una mirada a una sala por la que había estado esperando con ansiedad. No le dijo nada a Mary -ella estaba concentrada estudiando una vitrina de piedras semipreciosas en su estado natural sin pulir-, se escabulló y, un momento más tarde, estaba ante una sección con una vitrina llamada: MILITARES PROX DE 2014 Había tres soldados prox estáticos, con sus oscuras caras, manchados y mugrientos, las armas portátiles listas, en un refugio conformado por los restos de uno de sus transportes. Allí colgaba inerte una bandera prox manchada de sangre. Aquel era un enclave derrotado del enemigo; las tres criaturas parecían estar a punto de rendirse o de ser fusiladas. Un grupo de visitantes terráqueos estaba ante la exhibición, mirando tontamente. -Convincente, ¿no le parece? -le dijo Milt Biskle al hombre que estaba más cerca. -Por supuesto -estuvo de acuerdo el hombre de mediana edad, de anteojos y pelo gris-. ¿Estuvo en la guerra? -le preguntó a Milt, mirándolo directamente. -Trabajo en la tarea de reconstrucción -dijo Milt-. Soy ingeniero Amarillo. -Oh -asintió el hombre, impresionado-. Muchacho, estos proxitas dan miedo. Parece como que van a salir de la vitrina y nos van a matar. -Lanzó una sonrisita-. Los proxitas pelearon duramente hasta que los derrotamos, hay que reconocerles eso. -Esas armas me provocan escalofríos -dijo a su lado la esposa, de pelo gris y muy bien arreglada-. Parecen muy reales. Continuó caminando con desagrado.

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-Usted está en lo correcto -dijo Milt Biskle-. Parecen estremecedoramente reales puesto que en verdad lo son. No tenía ningún sentido crear una ilusión de este tipo ya que el objeto real estaba disponible. Milt pasó por debajo de la barandilla, se acercó al cristal que protegía la exhibición, levantó un pie y lo rompió. Estalló en pedazos y llovieron fragmentos astillados con un enorme alborozo. En el preciso momento en que llegaba corriendo Mary, Milt tomó el rifle de uno de los proxitas y se volvió hacia ella. La muchacha se detuvo, respirando entrecortadamente, y lo miró sin decir nada. -Estoy dispuesto a trabajar para ustedes -le dijo Milt, sosteniendo expertamente el rifle-. Después de todo, si mi propia raza ya no existe difícilmente pueda reconstruir una colonia en un mundo para ella. Puedo entender eso. Pero quiero saber la verdad. Muéstrenmela y continuaré con mi trabajo. -No, Milt -dijo Mary-, si supieras la verdad no seguirías con tu trabajo. Volverías esa arma contra ti mismo. Sonaba tranquila, incluso compasiva, pero sus ojos brillantes y abiertos de par en par estaban muy atentos. -Entonces te mataré -dijo Milt. Y después se suicidaría. -Espera -le suplicó-. Milt... esto es muy difícil. No sabes absolutamente nada y sin embargo fíjate lo desdichado que se te ve. ¿Cómo esperas sentirte cuando puedas ver el estado en que está tu propio planeta? Casi es demasiado para mí y yo soy... -vaciló. -Dilo. --Yo soy solo una... -balbuceó- una visitante. -Pero entonces yo estaba en lo cierto -dijo-. Dilo. Admítelo. -Estás en lo cierto, Milt -ella suspiró. Aparecieron dos guardias uniformados del museo llevando pistolas. -¿Está bien, señorita Ableseth? -Por el momento -dijo Mary. Ella no apartó los ojos de Milt y del rifle que llevaba-. Esperen -les ordenó a los guardias. -Sí, señora -los guardias esperaron. Ninguno se movió. -¿Ha sobrevivido alguna mujer terrícola? -preguntó Milt. -No, Milt -dijo Mary, tras una pausa-. Pero los proxitas pertenecemos también a la misma especie, como bien sabes. Podemos cruzar nuestra sangre. ¿Eso te hace sentirte mejor? -Por supuesto -dijo él-. Muchísimo mejor. Tenía ganas de volver el rifle sobre sí mismo, sin esperar nada más. Hizo todo lo posible por resistir el impulso. Así que todo el tiempo había tenido razón. No había estado Fay en el Campo Tres en Marte. -Escucha -le dijo a Mary Ableseth-. Quiero volver a Marte otra vez. Vine aquí para saber algo. Ya lo sé, ahora quiero regresar. Tal vez hable otra vez con el doctor DeWinter, tal vez pueda ayudarme. ¿Tienes alguna objeción? -No -ella pareció comprender cómo se sentía-. Después de todo, hiciste tu trabajo allí. Tienes derecho a regresar. Pero tarde o temprano tendrás que regresar a la Tierra. Podemos esperar un año o más, tal vez incluso dos. Pero eventualmente Marte estará

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completo y necesitaremos más lugar. Y va a ser mucho más duro aquí... como ya podrás descubrir. -Ella intentó sonreír pero fracasó; él apreció el esfuerzo-. Discúlpame, Milt. -A mí también -dijo Milt Biskle-. Mierda, me sentí mal cuando murió la planta wug. Entonces supe la verdad. No era solo una sospecha. -Te interesaría saber que tu colega ingeniero reconstructor Rojo, Cleveland Andre, se dirigió a la reunión en tu lugar. Y les transmitió tus sospechas junto con las suyas. Votaron el envío de un delegado oficial a la Tierra para investigar. Está en camino. -Me parece interesante -dijo Milt-, pero no es realmente importante. Difícilmente cambie las cosas. -Bajó el rifle-. ¿Puedo regresar ahora a Marte? -se sentía cansado-. Dile al doctor DeWinter que voy para allá. Dile, pensó, que tenga todas las técnicas psiquiátricas de su repertorio listas para mí, porque serán necesarias. -¿Qué pasó con los animales de la Tierra? -preguntó-. ¿Sobrevivió alguna forma de vida? ¿Qué pasó con los perros y los gatos? Mary les lanzó una mirada a los guardias del museo; un destello de comunicación fluyó silenciosamente entre ellos, luego dijo: -Quizá sea lo mejor después de todo. -¿Qué es lo mejor? -preguntó Milt Biskle. -Que lo veas. Solo durante un momento. Parece que estás mejor preparado de lo que habíamos pensado. En nuestra opinión tienes derecho a ello -luego agregó-. Sí, Milt, los perros y los gatos sobrevivieron; viven entre las ruinas. Vamos y echemos una mirada. Fue tras ella pensando para sí mismo, ¿ella no estaría en lo correcto la primera vez?, ¿de verdad quiero mirar? ¿Puedo enfrentar la verdadera realidad? ¿Por qué tuvieron la necesidad de mantener la ilusión hasta ahora? En la rampa de salida del museo Mary se detuvo y dijo: -Ve al exterior. Yo me quedaré aquí, estaré esperando a que regreses. Dándose por vencido, descendió por la rampa. Y vio. Todo estaba en ruinas, por supuesto, como ella había dicho. La ciudad había sido decapitada, nivelada a un metro sobre el nivel del suelo; los edificios se habían convertido en recuadros vacíos, sin contenido, como antiguos patios infinitos e inútiles. No podía creer que lo que estaba viendo era nuevo. Parecía que estos restos abandonados siempre habían estado allí, exactamente como estaban ahora. Y... ¿cuánto tiempo más permanecerían de ese modo? Hacia la derecha vio una compleja máquina recorriendo la calle llena de escombros. Mientras él observaba, se extendió una multitud de seudópodos que hurgaban en los cimientos más cercanos. Los cimientos, de acero y concreto, fueron pulverizados abruptamente; el suelo desnudo, expuesto, se veía ahora de una marrón oscuro, chamuscado por el calor atómico provocado por el equipo automático de reparación, una máquina, pensó Milt Biskle, que no era muy diferente a la que usaba en Marte. Evidentemente, la máquina tenía la tarea de limpiar todo lo antiguo en una pequeña

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área. Sabía muy bien por su propia experiencia durante el trabajo de reconstrucción de Marte lo que seguiría a continuación, probablemente en solo minutos, llevado adelante por un mecanismo igualmente elaborado que establecería los cimientos para las estructuras que allí se levantarían. Y, de pie en el otro lado de la calle desierta, observando el trabajo de limpieza que llevaba adelante la máquina, se podía ver a dos figuras delgadas y grises. Dos proxitas de nariz aguileña, con su pelo natural y pálido dispuesto en espiral y los lóbulos de sus orejas estirados por los objetos pesados que colgaban de ellos.

Los vencedores, pensó para sí mismo. Experimentando cierta satisfacción ante el espectáculo, fue testigo de cómo destruían los últimos artefactos de la raza perdedora. Algún día una ciudad puramente prox se elevaría aquí: arquitectura prox, calles de amplios y extraños patrones prox, construcciones uniformes con el aspecto de cajas con muchos niveles subterráneos. Y ciudadanos como esos deambulando por las rampas, recorriendo los túneles de alta velocidad en su rutina diaria. ¿Y que pasaría, pensó, con los perros y los gatos terráqueos que ahora habitaban estas ruinas, como había dicho Mary? ¿También desaparecerían? Probablemente no por completo. Habría un lugar para ellos, tal vez en los museos y zoológicos, como rarezas para ser admiradas. Sobrevivientes de un ecología que ya no existía. Puede que ni siquiera eso. Y sin embargo... Mary estaba en lo correcto. Los proxitas pertenecían a la misma especie. Aun si no se pudieran cruzar con los terráqueos que sobrevivieron, la especie como él la conocía continuaría. Y se cruzarían, pensó. La relación que tenía con Mary era una prueba. El resultado incluso podía ser bueno. El fruto, pensó mientras se alejaba y comenzaba el regreso hacia el museo, podía ser una raza que no fuera prox ni terráquea por completo. De la unión podía surgir algo genuinamente nuevo. Al menos podemos tener esperanzas de eso. La Tierra sería reconstruida. Había visto una pequeña muestra de ese trabajo con sus propios ojos. Tal vez los proxitas carecieran del talento que él y sus colegas, los ingenieros reconstructores, poseían... Y ahora que Marte estaba virtualmente terminado podían comenzar aquí. No era completamente desesperanzador. No del todo. Caminó de regreso hasta donde lo aguardaba Mary y le dijo con voz ronca: -Hazme un favor. Consígueme un gato que pueda llevar conmigo en mi regreso a Marte. Siempre me gustaron los gatos. Especialmente los de color naranja con rayas. Uno de los guardias del museo, después de lanzarle una mirada a su compañero, dijo: -Podemos solucionar eso, señor Biskle. Podemos conseguir un... cachorro, ¿esa es la palabra? -Gatito, creo -corrigió Mary.

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En el viaje de regreso a Marte, Milt Biskle estaba sentado con la caja que contenía el gatito naranja en su regazo, pensando en sus planes. En quince minutos las nave descendería sobre Marte y el doctor DeWinter --o lo que se hacía pasar por el doctor DeWinter- estaría esperándolo. Sería demasiado tarde. Desde donde estaba sentado podía ver la salida de emergencia con su luz roja de advertencia. Sus planes estaban enfocados sobre la compuerta. No era lo ideal pero serviría. En la caja el gatito naranja extendía una pata y golpeaba contra la mano de Milt. Sentía las agudas las agudas y delgadas zarpas raspar contra su carne y con la mirada ausente apartaba su mano de la caricia del animal. Marte no te gustará nada, pensó y se puso de pie. Cargando la caja se dirigió velozmente hacia la compuerta de emergencia. Antes de que la pudiera alcanzar la azafata la había abierto. Se metió en su interior y la compuerta se cerró a sus espaldas. Durante un instante estuvo quieto dentro del estrecho compartimiento, y luego comenzó a tratar de abrir la pesada puerta exterior. -¡Señor Biskle! -le llegó la voz de la azafata amortiguada por la puerta. La oyó abrir la puerta y andar a tientas para poder asirlo. Mientras él giraba la puerta exterior el gatito que estaba dentro de la caja que sostenía bajo el brazo maulló.

¿Tú también?, pensó Milt Biskle, e hizo una pausa. La muerte, el vacío y la pronunciada falta de calor del espacio exterior se filtraron a su alrededor, a través de la puerta parcialmente abierta. Milt los olfateó y algo en su interior, como en el gatito, hizo que por instinto se apartara. Se tomó una pausa, aún sosteniendo la caja, sin intentar abrir la puerta exterior más allá de lo que estaba, y ese momento la azafata lo agarró. -Señor Biskle -dijo ella a medias sollozando-, ¿se ha vuelto loco? Por Dios, ¿qué está haciendo? -ella se las arregló para tirar hacia dentro y cerrar la puerta exterior, ajustando la sección de emergencia otra vez a su posición de cerrado. -Sabe muy bien lo que estoy haciendo -le dijo Milt Biskle mientras le permitía que lo impulsara hacia el interior de la nave, hacia su asiento. Y no creo que pudiera detenerme, se dijo a sí mismo. Porque no fue usted. Podría haber seguido adelante y haberlo hecho. Pero decidí no hacerlo. Se preguntó por qué.

Más tarde, en el Campo Tres en Marte, el doctor DeWinter salió a su encuentro, como él había estado esperando. Ambos caminaron hacia el helicóptero estacionado y DeWinter dijo, con un tono de voz preocupado: -Me informaron que durante el viaje... -Es cierto. Intenté suicidarme, pero cambié de opinión. Tal vez usted sepa el motivo. Usted es el psicólogo, la autoridad en todo lo que sucede en nuestro interior -entró en el helicóptero teniendo cuidado de no golpear la caja que contenía al gatito terrestre.

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-¿Va a seguir adelante y trabajar en su parcela con Fay? -le preguntó el doctor DeWinter tan pronto como el helicóptero levantó vuelo sobre los campos de trigales verdes y húmedos-. A pesar de... ¿lo sabe? -Sí -asintió él. Después de todo hasta donde sabía, no había otra cosa que pudiera hacer. -Ustedes los terrícolas -sacudió la cabeza DeWinter-. Son admirables. Notó la caja en el regazo de Milt Biskle. -¿Qué tiene allí? ¿Una criatura de la Tierra? -Fijó sus ojos sobre la caja con cierta sospecha. Para él era una manifestación de una forma extraña de vida-. Un organismo de aspecto bastante peculiar. -Me va a hacer compañía -dijo Milt Biskle-, mientras sigo con mi trabajo, ya sea construyendo mi propia propiedad o... -O ayudando a los proxitas en la Tierra, pensó. -¿Es lo que llaman una «serpiente de cascabel»? Escucho el sonido de sus cascabeles --el doctor DeWinter se apartó un poco. -Está ronroneando -Milt Biskle sacudió al gatito mientras el piloto automático del helicóptero los guiaba a través del monótono cielo rojo marciano. Tener contacto con una forma de vida familiar, se dijo, me mantendrá cuerdo. Me permitirá seguir adelante. Se sintió agradecido. Mi raza puede haber sido derrotada y destruida, pero no han perecido todas las criaturas terrícolas. Cuando reconstruyamos la Tierra tal vez podamos lograr que las autoridades nos permitan tener lugares protegidos. Será una parte de nuestra tarea, se dijo a sí mismo, y otra vez acarició al gatito. Al menos podemos tener la esperanza de que así sea.

Cerca de él, el doctor DeWinter también estaba sumergido en sus pensamientos. Admiraba la intrincada destreza de los ingenieros en el tercer planeta, los que habían logrado el simulacro que descansaba en la caja sobre el regazo de Milt Biskle. El logro técnico era impresionante, incluso para él, y lo vio con absoluta claridad... como por supuesto no podía hacer Milt Biskle. Este artefacto, aceptado por el terrícola como un organismo auténtico de su pasado conocido, proveería una punto de apoyo sobre el cual este hombre podría mantener su equilibrio psíquico. Pero, ¿qué pasaría con los otros ingenieros reconstructores? ¡Qué pasaría cuando cada uno de ellos hubiera terminado su trabajo y tuvieran --les gustara o no-- que tomar conciencia de la situación? Variaría de un terráqueo a otro. Un perro para uno, un simulacro más elaborado, probablemente de una hembra núbil humana para otro. En todo caso, cada uno sería provisto como una «excepción» a las reglas. Una entidad sobreviviente esencial, seleccionada entre las que se habían desvanecido por completo. Las pistas sobre las inclinaciones de cada uno de los ingenieros serían obtenidas al investigar el pasado de cada uno, como había sucedido en el caso de Biskle. El simulacro del gato estaba terminado varias semanas antes de su abrupto viaje de regreso a la Tierra provocado por un ataque de pánico. Por ejemplo, en el caso de Andre ya estaba en

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construcción el simulacro de un loro. Estaría listo para cuando realizara su viaje a casa. -Lo llamaré Trueno -explicó Milt Biskle. -Un buen nombre -dijo el doctor DeWinter. Pensó que era una vergüenza que no pudieran mostrarle la verdadera situación de la Tierra. En realidad, sería bastante interesante que aceptara lo que veía, porque en algún nivel debía comprender que nada podía sobrevivir a una guerra como la que habían sostenido. Obviamente quería creer con desesperación que perduraban ciertos vestigios, aunque no fueran más que cascotes. Pero es típico de la mente terráquea aferrarse a ciertos fantasmas. Eso podía ayudar a explicar su derrota en el conflicto; simplemente no eran realistas. -Este gato -dijo Milt Biskle- va a ser un excelente cazador de ratones marcianos. -Seguro -agregó el doctor DeWinter, y pensó, mientras sus baterías no se agoten. También él acarició al gatito.Se activó el conmutador y el gatito comenzó a ronronear más fuerte.

5. “La máquina preservadora”

Y pensó también que de estas importantes cosas bellas, la que más rápidamente se olvidaría sería la música. Ciertamente que la música es lo más perecedero, frágil y delicado; y puede ser rápidamente destruida. Labyrinth se preocupaba mucho. Amaba la música y no podía acostumbrarse a que un día no existieran Brahms ni Mozart, que no se pudiera disfrutar de la música de cámara, suave y refinada, que hace pensar en las pelucas, en los arcos frotados con resma, en las velas que se derretían en la semioscuridad. El mundo sería seco y lamentable sin la música. Árido e inaguantable. De esta forma comenzó a concebir la idea de la Máquina Preservadora. Una noche, sentado cómodamente en su butaca escuchando el suave sonido de su tocadiscos, se le presentó una extraña visión. Vio, con los ojos de la mente, la última copia de un trío de Schubert, estropeada y casi ilegible, abandonada en un lugar oscuro, probablemente un museo. Un bombardero sobrevolaba. Las bombas caían, convirtiendo al edificio en ruinas, derrumbando las paredes, que se desmoronaban, dejando sólo escombros. En el desastre, la última copia desaparecía perdida entre las ruinas, para pudrirse y desaparecer. Y luego, siempre en la imaginación de Doc Labyrinth, observó cómo la partitura surgía de entre las ruinas como lo haría un animal enterrado, con garras y dientes aguzados, con furiosa energía. -¡Ah, si la música pudiera tener esa facultad, el instinto de supervivencia de ciertos insectos y otros animales! ¡Cómo cambiarían las cosas si la música se pudiera transformar en seres vivos, animales con garras y dientes! Entonces podría sobrevivir. Si sólo se pudiera inventar una Máquina, una Máquina que procesara las partituras musicales, convirtiéndolas en cosas vivas.

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Pero Doc Labyrinth no era mecánico. Logró unos pocos bosquejos aproximativos que envió a varios laboratorios de investigación. La mayoría estaban demasiado atareados con los contratos para el ejército, por supuesto. Pero al fin logró algo de lo que deseaba. Una pequeña universidad del Medio Oeste quedó encantada con sus planes e inmediatamente comenzaron a trabajar en la construcción de la Máquina.

Las semanas pasaron. Al fin Labyrinth recibió una postal de la universidad. La Máquina estaba saliendo bien. La habían probado haciendo procesar dos canciones populares. ¿Cuáles fueron los resultados? Surgieron dos pequeños animales, del tamaño de ratones, que corrieron por el laboratorio hasta que el gato se los comió. Pero la Máquina había trabajado a la perfección. Se la enviaron poco después, cuidadosamente embalada en un armazón de madera, sujeta con alambres y con un seguro que cubría todos los riesgos. Estaba muy nervioso cuando comenzó a trabajar, quitándole las tablillas. Muchas ideas debieron de haber pasado por su mente cuando ajustó los controles y se preparó para la primera transformación. Había seleccionado una partitura maravillosa para comenzar, la del Quinteto en sol menor, de Mozart. Durante un rato estuvo hojeándola, absorto en sus pensamientos. Luego se dirigió a la Máquina y la echó dentro. Pasó el tiempo. Labyrinth se mantuvo parado muy cerca, esperando nervioso y aprensivo, sin saber qué seria lo que hallaría al abrir el compartimiento. Estaba realizando una gran labor, según su idea, al preservar la música de los grandes compositores para la eternidad. ¿Cómo sería gratificado? ¿Qué hallaría? ¿Qué forma adoptaría esto antes de que todo hubiera pasado? Muchas preguntas no tenían aún respuesta. Mientras meditaba, la luz roja de la Máquina centelleaba. El proceso había concluido, la transformación se había efectuado. Abrió la portezuela. -¡Dios mío! -fue su exclamación- ¡Esto es verdaderamente extraño! De la máquina salió un pájaro, no un animal. El pájaro mozart era pequeño, bello y esbelto, con el magnífico plumaje de un pavo real. Voló un poco alrededor del cuarto y se volvió hacia él, curiosamente amistoso. Temblando, Labyrinth se inclinó, extendiendo la mano. El pájaro mozart se acercó. Entonces, súbitamente, remontó el vuelo. -Sorprendente -murmuró. Llamó dulcemente al pájaro, esperando pacientemente hasta que revoloteó hasta él. Labyrinth lo acarició durante un largo rato. ¿Cómo sería el resto? No podía adivinarlo. Cuidadosamente levantó al pájaro mozart y lo colocó en una caja. Al día siguiente se sorprendió aún más al ver salir al escarabajo beethoven, serio y digno. Era el escarabajo que había visto trepar por la manta, concienzudo y reservado, ocupado en sus cosas. Después vino el animal schubert. Era un animalito tontuelo y adolescente, que iba de uno a otro lado, manso y juguetón. Labyrinth interrumpió su trabajo para dedicarse a pensar.

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¿Cuáles eran los factores de la supervivencia? ¿Eran las plumas mejores que las garras y los dientes? Labyrinth estaba sumamente asombrado. Había esperado obtener un ejército de criaturas recias y peleadoras, equipadas con garras y duros carapachos, listas a morder y patear. ¿Las cosas le estaban saliendo bien? Y, sin embargo, ¿quién podía decir que era lo mejor para la supervivencia? Los dinosaurios habían sido poderosos, pero ninguno estaba vivo. De todas formas, la Máquina se había construido. Era demasiado tarde para plantearse otros problemas.

Labyrinth prosiguió dándole a la Máquina la música de muchos compositores, uno tras otro, hasta que los bosques que se hallaban cerca de su casa se llenaron de criaturas que se arrastraban y balaban, gritando y haciendo todo tipo de ruidos. Muchas rarezas fueron saliendo, criaturas todas que lo asombraron y llenaron de estupefacción. El insecto brahms tenía muchas patas que salían en todas direcciones; era un miriápodo grande y de forma aplanada. Bajo y achatado, estaba cubierto de una pelambre uniforme. Al insecto brahms le gustaba andar solo, y prontamente se alejó de su vista, preocupándose por eludir al animal Wagner, que había salido unos instantes antes. Este era grande, y tenía muchos colores profundos. Parecía tener un humor de mil diablos, y Labyrinth se atemorizó un poco, tal como les sucedió a los insectos bach. Estos eran animalitos redondos, una gran cantidad de ellos, que se obtuvieron al procesar los cuarenta y ocho preludios y fugas. También estaba el pájaro stravinsky, compuesto por curiosos fragmentos, y muchos otros. Los dejó sueltos, para que se acercaran a los bosques, y allí se fueron. saltando, brincando y rodando. Pero un extraño presentimiento de fracaso le atenazaba. Cada una de estas extrañas criaturas le maravillaba más y más. Parecía no tener ningún control sobre los resultados. Todo esto estaba fuera de su dominio, sujeto a alguna extraña e invisible ley que se había enseñoreado sutilmente de la situación, y esto le preocupaba sobremanera. Las criaturas mutaban a raíz de la acción de una extraña fuerza impersonal, fuerza que Labyrinth no podía ver ni comprender. Y que le daba mucho miedo. Labyrinth dejó de hablar. Esperé un rato, pero no parecía tener deseos de continuar. Me volví a mirarlo. Me estaba contemplando en una forma extraña y melancólica. -Realmente no sé mucho más. No he vuelto a ir allí desde hace mucho tiempo. Tengo miedo de ver lo que sucede en el bosque. Sé que está pasando algo, pero... -¿Por qué no vamos juntos a ver qué pasa? Sonrió aliviado. -¿Realmente piensas así? Imaginé que tal vez lo sugerirías, puesto que todo me está comenzando a resultar demasiado duro de afrontar --echó a un lado la manta, sacudiéndose--. Vamos, entonces. Bordeamos la casa, y seguimos un estrecho sendero que nos llevó hacia el bosque. Tenía un aspecto salvaje y caótico, con malezas

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demasiado crecidas y una vegetación que no había recibido cuidados en largo tiempo. Labyrinth fue hacia adelante, apartando las ramas, saltando y retorciéndose para abrirse camino.

-¡Qué lugar! -comenté. Seguimos andando durante un rato bastante largo. El bosque estaba oscuro y húmedo; ahora era casi la hora del crepúsculo y sobre nosotros caía una fina niebla que se desprendía de las hojas situadas sobre nuestras cabezas. -Nadie viene aquí -El doctor se quedó súbitamente de pie, mirando a su alrededor. --Tal vez sea mejor que vayamos a buscar mi escopeta. No quiero que suceda nada irreparable. -Pareces estar muy seguro de que las cosas han escapado a tu control --me llegué hasta donde estaba y nos quedamos parados hombro con hombro. --Tal vez las cosas no estén tan mal como piensas. Labyrinth miró alrededor. Movió la hojarasca con su pie. -Están cerca de nosotros, por todos lados. Observándonos. ¿No lo sientes? Asentí, en forma casi casual. -¿Qué es esto? Levanté un extraño montículo, del cual se desprendían restos de hongos. Lo dejé caer y lo aparté con el pie. Quedó en el suelo, un montoncito informe y difícil de distinguir, casi enterrado en la tierra blanda. -Pero, ¿qué es? -pregunté nuevamente. Labyrinth se quedó mirándolo, con una expresión tensa en el rostro. Comenzó a golpearlo suavemente con el pie. Me sentí súbitamente incómodo. -¿Qué es, por amor de Dios? -dije- ¿Sabes tú? Labyrinth volvió lentamente los ojos hacia mí. -Es el animal schubert -murmuró-. O mejor dicho, lo fue. Ya no queda mucho de él. El animalito, que una vez había saltado y brincado como un cachorrillo, tontuelo y juguetón, yacía en el suelo. Me incliné y aparté unas ramas y hojas que se adherían a él. No cabía duda de que estaba muerto. La boca estaba abierta, y el cuerpo había sido totalmente desgarrado. Las hormigas y las sabandijas lo habían atacado sañudamente. Comenzaba a oler mal. -Pero ¿qué pasó? -dijo Labyrinth. Movió tristemente la cabeza-. ¿Quién pudo hacerlo? Durante un momento quedamos en silencio. Luego vimos moverse un arbusto y pudimos distinguir una forma. Debía de haber estado allí todo este tiempo, observándonos.

La criatura era inmensa, delgada y muy larga, con ojos intensos y brillantes. Me pareció bastante semejante al coyote, pero mucho más pesado. Su pelambre era manchada y espesa. El hocico se mantenía húmedo y anhelante mientras nos miraba en silencio,

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estudiándonos como si le sorprendiera enormemente que nos halláramos allí. -El animal wagner -dijo Labyrinth-. Pero está muy cambiado. Casi no lo reconozco. La criatura olfateó el aire. Súbitamente volvió hacia las sombras y un momento después se había ido. Nos quedamos absortos durante un rato, sin decir nada. Finalmente Labyrinth se estremeció. -Así que esto es lo que sucedió -dijo-. Casi no puedo creerlo. Pero... ¿por qué, por qué? -Adaptación -le dije-. Cuando echas de tu casa a un perro o a un gato doméstico, se vuelve salvaje. -Sí -contestó. -Un perro vuelve a ser lobo. Para mantenerse vivo. La ley de la jungla. Debí haberlo supuesto. Sucede siempre. Miró hacia abajo, hacia el lamentable cadáver en el suelo. Luego alrededor, hacia los silenciosos matorrales. Adaptación. O tal vez algo peor. Una idea se estaba formando en mi mente, pero nada dije. -Me gustaría ver más. Echar una ojeada a los otros. Busquemos. Estuvo de acuerdo. Comenzamos a investigar la posible existencia de animales a nuestros alrededor, apartando ramas y hojas. Hallé y empuñé una rama, pero Labyrinth se puso de rodillas, palpando y observando el suelo desde bien cerca. -Aun los niños se transforman en animales -le comenté-. ¿Recuerdas los casos de los niños lobos de la India? Nadie podía creer que alguna vez fueron normales. Labyrinth asintió calladamente. Se sentía muy triste, y no era difícil darse cuenta de por qué. Se había equivocado, su idea original había sido errada, y ahora se hallaba frente a las consecuencias de su error. La música podía transformarse en animales vivos, pero había olvidado la lección del Paraíso Terrenal. Una vez que algo tomaba vida comenzaba a tener una existencia independiente, dejando de ser una propiedad de su creador y moldeándose y dirigiéndose tal como lo desea.

Dios, observando el desarrollo del hombre, debe de haber sentido la misma tristeza, y la misma humillación, tal como Labyrinth, ver que sus criaturas se modificaban y cambiaban para enfrentarse a las necesidades de sobrevivir. El hecho de que sus animales musicales podrían defenderse ya no quería decir nada para él, puesto que la razón por la cual las había creado, impedir que las cosas bellas se brutalizaran, estaba sucediendo ahora en ellas mismas. Labyrinth me miró, con ojos llenos de tristeza. Había asegurado su supervivencia, pero al hacerlo había destrozado el significado o los valores de tal acción. Traté de sonreírle para alentarlo, pero retiró la mirada. -No te preocupes demasiado -le dije-. No fue un cambio demasiado grande el que experimentó el animal Wagner. Siempre fue un poco

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así, brusco y temperamental, ¿verdad? ¿No sentía cierta atracción por la violencia? Me interrumpí bruscamente. Labyrinth había dado un salto, retirando apresuradamente su mano del suelo. Se apretó la muñeca, gimiendo de dolor. -¿Qué te pasa? -me apresuré a preguntarle mientras me acercaba. Temblando, me mostró su mano pequeña-. Pero ¿qué te sucede? Le tomé la mano. Por el dorso se extendían unas marcas rojas, como tajos, que se hinchaban bajo mis ojos. Había sido mordido o aguijoneado por un animal. Miré hacia abajo, pateando el césped. Algo se movió. Vi correr hacia los arbustos a un animalito redondo y dorado, cubierto de espinas. -Atrápalo -dijo mi amigo. ¡Pronto! Lo perseguí, con mi pañuelo en ristre, tratando de eludir las espinas. La esfera rodaba frenética, procurando esquivar mi maniobra, pero finalmente lo atrapé con el pañuelo. Labyrinth se quedó mirando la forma en que se retorcía atrapado. Me puse de pie. -Casi no puedo creerlo. Va a ser mejor que regresemos a casa. -¿Qué es? -le pregunté. -Uno de los insectos bach. Pero está tan cambiado que casi no puedo reconocerlo... Nos dirigimos otra vez hacia la casa, retomando nuestro camino por el sendero, a tientas en la oscuridad. Yo abría el paso, echando a un lado las ramas. Labyrinth me seguía, silencioso y triste, frotándose la mano dolorida.

Entramos al patio y subimos la escalera del fondo hacia el porche. Labyrinth abrió la puerta y pasamos a la cocina. Encendió la luz y se dirigió hacia el fregadero, para lavarse la mano. Tomé una jarra vacía del aparador, y dejé caer dentro al insecto bach. La esfera dorada rodaba de uno a otro lado cuando le ajusté la tapa. Me senté a la mesa. Ninguno de los dos decía palabra alguna, mientras Labyrinth seguía en el fregadero, dejando correr agua sobre su mano herida... Yo,…mientras tanto, seguía mirando a la esfera dorada, en sus infructuosos intentos por escapar. --Y bien --dije finalmente. -No hay la menor duda -Labyrinth se acercó y se sentó a mi lado. -Ha sufrido una metamorfosis. Antes no tenía espinas ponzoñosas, ¿sabes? Menos mal que tuve cuidado cuando me decidí a desempeñar el papel de Noé. -¿Qué quieres decir? -Tuve buen cuidado de que fueran híbridos... No se podrán reproducir. No habrá una segunda generación. Cuando estos ejemplares mueran, todo se habrá acabado. -Debo decirte que me alegro que hayas tenido eso en cuenta. -Me pregunto -murmuró Labyrinth- cómo sonará ahora, tal cual está. -¿Cómo dices?

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-La esfera. El insecto bach. Esa es la verdadera prueba, ¿no es así? Puedo volverlo a meter en la Máquina. Así veremos. ¿Quieres averiguar qué sucederá? -Lo que tú digas -le contesté-. Después de todo, es tu experimento. Pero no te ilusiones demasiado. Levantó la jarra cuidadosamente y nos dirigimos escaleras abajo, en dirección al sótano. Divisé una inmensa columna de metal opaco, que se levantaba en una esquina, cerca del lavadero. Una extraña sensación me recorrió. Era la Máquina Preservadora. -Así que ésta es -dije. -Sí, ésta es -Labyrinth manipuló los controles y estuvo ocupado con ellos durante un largo rato. Luego, tomando la jarra, la dio la vuelta y, abriendo la tapa, dejó caer al insecto dentro de la Máquina. Labyrinth cerró la portezuela. -Ahora veremos -dijo. Accionó los controles y la Máquina comenzó a andar. Labyrinth se cruzó de brazos, y nos dispusimos a esperar. Fuera se hizo de noche cerrada, sin una pizca de luz. Finalmente se encendió un indicador de color rojo que se hallaba en el tablero de la Máquina. Mi amigo giró la llave hacia la posición de desconexión, y nos quedamos en silencio. Ninguno de los dos deseábamos abrir la Máquina. -Bien -dije finalmente-. ¿Quién va a abrir y a mirar? Labyrinth se estremeció. Metió la mano en una ranura y sus dedos extrajeron un papel con notas. -Este es el resultado. Podemos ir arriba y tocarlo. Nos dirigimos al cuarto de música. Labyrinth se sentó frente al piano de cola y yo le pasé la hoja. La abrió y la estudió durante un minuto, con una cara inexpresiva. Luego comenzó a tocar. Escuché la música. Era espantosa. Nunca había oído nada igual. Era distorsionada y diabólica, sin ningún sentido o significado, excepto, tal vez, una rara familiaridad que jamás debió haber estado presente en algo así. Sólo con gran esfuerzo era posible imaginar que alguna vez había sido una fuga de Bach, parte de una serie de composiciones magníficamente ordenadas y respetables. -Esto es lo decisivo -dijo Labyrinth. Se puso de pie, tomo la hoja de música y la rompió en mil pedazos. Cuando nos dirigíamos hacia el lugar donde había dejado mi automóvil, le dije: -Tal vez la lucha por la supervivencia sea una fuerza mayor que cualquier ética humana. Hace que nuestras preciosas reglas morales y nuestros modales parezcan algo fuera de lugar. Labyrinth estuvo de acuerdo. -Tal vez nada pueda hacerse para salvar tales costumbres y tales reglas morales. -Sólo el tiempo puede ser capaz de responder a esa pregunta -le contesté-. Tal vez este método falló, pero otros pueden tener éxito. Es posible que algo que no podernos predecir o prever en estos momentos pueda surgir algún día.

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Le di las buenas noches y subí a mi automóvil. Estaba completamente oscuro; la noche había descendido sobre nosotros. Encendí los faros y comencé a recorrer la carretera conduciendo en plena oscuridad. No había otros vehículos a la vista. Estaba solo y sentía mucho frío. En una curva disminuí la marcha, para cambiar de velocidad.

Algo se movió cerca de la base de un sicomoro enorme, en plena oscuridad. Traté de determinar qué era. En la parte inferior de un árbol, un escarabajo muy grande estaba construyendo algo, poniendo un poco de barro cada vez, para dar forma a una extraña estructura. Me quedé observando al animal durante un largo rato, asombrado y curioso, hasta que finalmente notó mi presencia y dejó de trabajar. Se dio la vuelta rápidamente, entró en su pequeño edificio, haciendo sonar la puerta al cerrarla firmemente tras él. Me alejé rápidamente.

Bibliografía obligatoria

1. La carta robada, cuento poe licial

Autor: Pedro Luis Barcia

A Carlos Federico Bellone, semiólogo

“La carta robada” de Edgard Allan Poe es la tercera y última pieza de una tríada compuesta con la evidente intención de articular con ellas un minicontario, cuyas piezas fueron escritas en dos años (1841-1842): “Los crímenes de la calle Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada”9. Esta tríada es la fundadora de un nuevo género de discurso literario: la narrativa policial problemática, que podría llamarse poelicial, en la medida en que Poe su creador.Para alcanzar la comprensión más plena de LCR no debe considerársela aisladamente -como hasta hoy se lo ha hecho- sino integrada en la unidad mayor de la que participa como eslabón final de una cadena de tres piezas. Este contario exhibe razones firmes de unidad interior y muestras de interrelación sintáctica que podrían sintetizarse en los siguientes elementos:10

9 “The Murders in the Rue Morgue”, fue publicado en abril de 1841, en Graham’s Lady’s and Gentleman’ Magazine: “The Mistery of Marie Rogêt”, en noviembre de 1842, en Ladie’s Companion y “The purloined Letter”, apareció en The Chamber’s Journal, en noviembre de 1841. Las piezas fueron recogidas, con otras del autor, en Tales of Edgard A. Poe, Nueva York, Wileyand Putman, 1845.La edición por la que citaré los textos poenianos es Obras en prosa (OP), traducción, introducción y notas de Julio Cortázar, Puerto Rico, Editorial Universitaria, 1969; tomo I, Cuentos; tomo II, Narraciones y ensayos. Indicaré, en adelante, con romano y arábigo, el tomo y la página II, 33. Usaré las siglas correspondientes a las tres piezas, sucesivamente: LCCM, EMMR y LCR. Hay edición popular de la traducción de Cortázar en la colección “Libros de bolsillo”, en Alianza Editorial, en el tomo Cuentos.No hay versión fílmica de LCR; sí, y más de una, de las otras dos piezas.

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1.Los tres cuentos nacen como ilustración de una cualidad excepcional del personaje Dupin: su talento analítico. Claramente se lo dice en LCCM: “El relato siguiente representará para el lector algo así como un comentario a las afirmaciones que anteceden” (I, 340), después de haber sido expuesta la perspicacia y acuidad mental dupinianas. Se describe una excelencia mental y luego se muestra su funcionamiento aplicado. Esta mostración constituye la materia narrativa de los tres cuentos. LCR cierra la ejemplificación. Este es el primer caso en la historia de la literatura en el que un género, el policial, nace de la exaltación de una potencia del hombre.

2.Una segunda razón unitiva de esta tríada la constituye la situación de relato: el mismo Narrador; innominado, es siempre el depositario de las explicaciones de Dupin, esclarecedoras de los intrincados problemas con que se enfrenta. El Narrador pregunta y su ignorancia es conveniente porque le da pie a Dupin para su detallada y lúcida explicación. Esta situación dual, de cóncavo y convexo, funda una tradición policial que va desde Sherlock Holmes y Watson hasta nuestro comisario Laborde y su sobrino (Manuel Peyrou).

3.El Narrador amigo de Dupin se convierte en escritor y va publicando los relatos de los casos develados. Cada pieza de la unidad triásica hace referencia a las precedentes. Al comienzo de LCR, el narrador y Dupin están dialogando sobre “el doble asesinato de la Rue Morgue y la aparición de Marie Rogêt”. Los dos casos ya han sido publicados por el narrador y, como en El Quijote, los personajes pueden leer sus aventuras ya impresas.

4.En la serie de las tres piezas se da una gradual depuración, que va despojando a las sucesivas narraciones de la carga excesivamente truculenta y material. Este cuadro podría sintetizar el proceso depurativo:

LCCMDoble asesinato brutal y sangriento.Situación outrée: desmesurada, insólita.

D. examina huellas, compulsa diarios, hace entrevistas.

El asesino es un animal, un antropoide.

EMMR D. compara, crítica y

El criminal es un

10 No era ajena a Poe la idea de contario. A propósito, comenta en una carta: “Al escribir estos cuentos, uno por uno, a largos intervalos (no se refiere a la tríada escrita entre 1841 y 1842, obviamente), mantuve siempre presente la unidad de un libro, es decir que cada uno fue compuesto con referencia a su efecto como parte de un todo”. (OP, I, 883).El concepto de “efecto” es capital en Poe. Ese contario al que alude podría ser visto como un concierto de efectos diversos, pero concurrentes en su función.Para el concepto de contario, V. Pedro Luis Barcia, “Estudio preliminar” a Los desterrados de Horacio Quiroga, Bs. As., Huemul, 1987, págs. 13-19, especialmente.

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Una joven asesinada.Situación enigmática.

analíticamente los diarios.

hombre pasional.

LCR Hurto de una carta.Situación simplicísima.

D. actúa dos veces: reconocimiento y procedimiento.

El ladrón es un intelectual analista.

Al desprenderse los relatos de la sobrecarga efectista y conturbadora, el problema central se reduce a sí mismo, librándose de circunstancias y escenografías distractoras. Se despeja así la arena para la contienda limpia entre un problema y una mente. El contendiente dupiniano pasa de ser un simio a ser un homo sapiens superdotado, el ministro D. La situación outrée,11 extravagante, resultará de resolución más simple que la situación despojada: ésta es la paradoja que encarna LCR.12

5.En la literatura policial problemática, tradicional, clásica o de detección, la razón restaña el orden quebrantado por el crimen. La razón retorna el caos al cosmos. Esta narrativa resulta así la más representativa de la Modernidad, por el triunfo y endiosamiento de la Razón Restauradora.Esa razón se enfrenta con un conjunto de incógnitas por despejar y las va librando una a una. Las básicas son:

a b c d e¿quién? ¿cuándo? ¿dónde? ¿cómo? ¿por qué?

11 Poe menciona, en un pasaje de Marginalia (fragmento XXXIII, OP, II, 604), a un personaje real llamado Dupin: “Bien se ha dicho del orador francés Dupin que ‘hablaba como nadie el lenguaje de todos’; así su modalidad parece haber encontrado el exacto reverso en el de los eufuistas del Estanque de las Ranas, quienes, dado el tono familiar con que musitan sus frases autrées, parecen hablar como todos el lenguaje de nadie, vale decir, el lenguaje enfáticamente propio”.El eufuismo (de Eufues o la anatomía del espíritu) de John Lily fue la versión inglesa de la preciosité francesa del siglo XVII, un fenómeno similar al culteranismo español, forma de barroco muy afectado, lleno de paradojas, antítesis, paralelismos forzados y rebuscamientos expresivos. Todo ello lo sintetiza Poe en el adjetivo outré. El discurso del Dupin histórico es la antítesis del discurso autré. Dupin de Poe condena el autré situacional. No podría afirmar con seguridad si Poe se apoyó en este Dupin (en el siglo XVII y XVIII hay varios en Francia) o en otro para su detective ficticio.12 Quien relea la tríada de los cuentos poenianos policiales, advertirá cómo el autor simplifica gradualmente las situaciones y el proceso de análisis a un solo punto, desde LCCM a LCR. En éste, p. ej.:

1. Planteo de la forma de evasión:1.1.) Descarta hechos sobrenaturales; 1.2.) descarta salidas secretas; 1.3) considera cada una de las ventanas; 1.4) descubre el clavo revelador.

2. Analiza la forma de descenso (según altura, vigor, agilidad que requiere, etc.).3. Analiza la ausencia de motivo.4. Analiza el sonido inhumano percibido, etc. En cambio, en LCR lo que Dupin hace es

sólo verificar la existencia de una caja de cartas y en ella, la carta trucada. Y ya está.Respecto de LCCM, decía Dupin: ”Tengo la impresión de que se considera insoluble este misterio por las mismas razones que deberían inducir a considerarlo fácilmente solucionable: me refiero a lo excesivo, a lo autré de sus características” (I, 354). A la inversa, sobre EMMR opinará: “Apenas necesito decirle que este caso es mucho más intrincado que el de la Rue Morgue, del cual difiere en un importante aspecto: Estamos aquí en presencia de un crimen ordinario. No hay nada particularmente excesivo, outré en sus características” (I, 387). Por ello es más difícil de resolver.

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El orden de despejamiento varía de un relato a otro. En el caso de LCCM se conocen, sin dudas, b y c, y se ignoran a, d y e. En EMMR, están todas por despejar y se avanza gradualmente sobre b y d. En LCR todas las incógnitas básicas están develadas desde el comienzo. Se ignora, en cambio, aquello que se nos arroja a los pies al comenzar la lectura de los cuentos policiales: el cuerpo del delito. ¿Dónde está la carta robada?O menos que robada. No hay robo, porque no hay violencia, técnicamente hablando: sólo hay hurto, lo que aligera “materialmente” aún más la situación problemática. Por este virtuosismo inicial en la presentación del enigma, del que tenemos despejadas todas las incógnitas clásicas, es que el problema se constituye en un mayor desafío a la mente dupiniana: lo más aparente no será lo más simple. Aunque aquí el axioma matemático docente “problema bien planteado, problema medio resuelto”, no parecerá tan prometedor.Por este despejamiento de las incógnitas tradicionales, al comienzo de LCR la pieza se constituye en un notable modelo de fair play, en el que el lector dispone de todos los datos del problema desde el vamos, sin que se produzcan emergencias sorpresivas de información. LCR es un modelo de elegancia matemática en la forma de la proposición de su planteo y lo será en su solución.

6.Obviamente, lo que da mayor unidad interna a este minicontario que cierra LCR es la infrecuente aptitud mental del chevalier C. Auguste Dupin.Varias notas distintivas de este caballero son relevantes y hacen a la modalidad del cuento que nos ocupa:a) Dupin es francés: de la tierra de la raison y la clarté

cartesianas; de las propuesta “claras y distintas” y de las exposiciones metódicas. Dupin es heredero de la tradición racionalista de Descartes. ¿Los franceses son claros porque han leído a Descartes o Descartes es claro porque es francés? Poe renuncia, al elegir un galo como sede de la mente analítica, a su tradición empírica anglosajona. Descartes concibió el saber humano como un mecanismo de análisis y síntesis por el patrón del método geométrico, traducible en relaciones numéricas. Pero Dupin no es un mero racionalista: allega lo pascaliano a lo cartesiano. Fusiona en sí el esprit de géometrie y el esprit de finesse. LCR mostrará, magníficamente, que Dupin no opera atado a la razón razonante.

b)Dupin es un ocioso. Dispone de rentas que lo alivian de los trajines del trabajo cotidiano y le permiten una dedicación total a la reflexión analítica. No corre el riesgo del cogito interruptus por los accidentes cotidianos. El ocio es su negocio.

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c) Dupin es un hombre de cultura excepcional: esta base le da porosidad espiritual, flexibilidad y proyección a su pensamiento. No es un especialista, de percepción estrecha y reductiva; su diafragma intelectual es el de un “generalista”. Es un dilettante, en el más digno sentido del vocablo.

d)Dupin escribe poemas: esto indica, combinadas en él, la intuición y la visión creadora junto a la potencia razonadora. Esta peligrosa fusión aproxima, en LCR, a los dos contendientes.

e) Dupin es un sedentario de clausura diurna. La luz meridiana distrae la vista en la multiplicidad de los accidentes del contorno y nos priva de la percepción de lo esencial. Sólo pasea de noche y prefiere la penumbra de su biblioteca; cuando dialoga, incluso entrecierra los ojos, -y hasta se echa un sueñito- como hace al comienzo de LCR, al recibir al prefecto G. y tolerar su nimia exposición policial. Es sedentario y toda su labor es mental. En LCR ni siquiera lo vemos moverse: se nos cuenta que hizo dos salidas solamente, en sendas visitas a la casa del ladrón, simétricas y complementarias.

Dupin inicia la larga lista de detectives que insisten en una creciente inmovilidad física para contrastarla con su virtualidad mental: “El Viejo del rincón”, de la Baronesa de Orczy, Max Carrados, el detective ciego de Ernest Bramah y, para venir a lo de casa, Isidro Parodi, creatura nacida de la mente bicéfala de Borges y Bioy Casares (o Biorges). Isidro es un preso en la celda 273 de la penitenciaría porteña. Desde su clausura obligada resuelve los problemas que se le proponen. Como Dupin, es sedentario ...e pur si muove...13

Para decirlo a la manera de las genealogías veterotestamentarias: Dupin engendró a Holmes. Holmes engendró al Padre Brown, el Padre Brown (a pesar de su voto de castidad) engendró a Isidro Parodi, Parodi engendró...

Estas son, apretadamente, las razones unitivas del minicontario poeniano o contario pooelicial, macrotexto que incluye a LCR, pero esta pieza manifiesta un nuevo principio triádico. Es la tercera de las tres piezas del minicontario. Se nos informa que Dupin y su amigo viven en el tercer piso (troisième), del Nº 33 de la Rue Dunot, en el Faubourg Saint-Germain.14 Es la primera obra del tríptico en que se nos dan estas precisiones de piso y número de la mansión. El número 3 es el dupiniano. Es el de Palas Atenea

13 H. Bustos Domeck. Seis problemas para don Isidro Parodi. Palabra liminar de Gervasio Montenegro, Bs. As., Sur, 1942.14 Dupin y su amigo habían alquilado una “decrepitosa y grotesca mansión abandonada a causa de supersticiones sobre las cuales no inquirimos”, dice el narrador (I, 341). La adjetivación del caserón, del que ocuparán el tercer piso, lo acerca a la imaginería de la novela “gótica”. La mente de Dupin está por sobre todas las supersticiones. Su mirada será olímpica sobre la realidad, diría augusta e imperial, como el nombre del César que lleva.

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o Tritogamia, la diosa de la inteligencia. Pitágoras llamó al número 3 el número perfecto, porque contiene un principio, un medio y un fin. Encarna el camino del razonamiento y, con él, el de la develación del problema.

Dupin habita en el 3.

Y, al comienzo de LCR, los tres interlocutores se sientan a conversar, a oscuras, según la costumbre (fotofobia), de Dupin, porque como dice: “Si se trata de algo que requiere reflexión, lo examinaremos mejor en la oscuridad”15. Al prefecto G. el comentario dupiniano le parecerá una excentricidad.LCR es un relato, el del Narrador, que contiene otros dos relatos: los del Prefecto, primero, y el de Dupin, al final.16 El planteo inicial de G. es que el asunto es simple y, sin embargo, los tiene desconcertados. “Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto”, acota Dupin, frase que constituye para el Prefecto un nuevo rasgo de la “rareza” dupiniana. Sigamos. El ladrón es el ministro D. El ministro tiene el mismo alfónimo que Dupin: “D”. Se trata de un detalle intencional en Poe: elcriminal -este tipo de criminal- y el detective son de la misma naturaleza, de la misma laya intelectual.

a) El ministro D. es poeta. Dupin reconce: “Por mi parte me confieso culpable de algunas malas rimas”. Este aspecto los acerca.

b) El ministro D. es matemático, lo que consuena con el gusto por esa disciplina en Dupin, quien se servirá de ecuaciones para exponer algunas de sus consideraciones. “El ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial”. El amigo-narrador consignará dos rasgos de Dupin, comunes al ministro: “El exaltado fervor y la vívida frescura de su imaginación” (I, 341) y “la idea de un doble Dupin: el creador y el analista” (I, 342).

15 La deidad a quien Dupin rinde tributo secreto es Palas Atenea, cuya ave simbólica es el búho, el del ojo nietálope, que ve lúcidamente su rumbo en medio de la noche y la tiniebla. Recuerdo el final del soneto del mexicano Enrique González Martínez:

Mira al sapiente búho, cómo tiende las alasdesde el Olimpo, deja el regazo de Palasy posa en aquel árbol su vuelo taciturnoEl no tiene la gracia del cisne, más su inquietapupila que se clava en la noche, interpretael misterioso libro del silencio nocturno.

Dupin tiene ojo nietálope.16 Este relato funda una primera tipología trinitaria de los personajes del relato policial problemático. El funcionario oficial (Prefecto G.), espíritu de estrecha geometría, carente de imaginación, atado a esquemas de trabajo y procedimiento, a un método que sigue prolijamente y que es universal para todos los casos y sitios, momentos y criminales. Es el hijo de la Modernidad pura, por eso fracasa. El criminal (Ministro D.), talentoso, imaginativo, conocedor de la burocracia policial en el proceso investigativo, por extraambientado, y por ello puede confundir al hombre de la “institución”, de la Sûreté. El detective aficionado (Dupin), al margen de los organismos policíacos, que sabe pensar y contrapensar, por su flexibilidad mental. Este investigador o analista sabe, como decía Jacob Brondsky, que en todo juego, las movidas que imaginamos mentalmente y no ejecutamos son parte integral del juego, tanto como las que aceptamos y ejecutamos.

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c) D. y Dupin han confrontado antes de ahora, en Viena. “D. me jugó una mala pasada y yo le dije, con todo buen humor, que no la olvidaría”. Adviértase que Dupin plantea el match intelectual en términos lúdicos (jugó, jugada) y que fue derrotado en el primer encuentro. En este segundo team se toma la revancha. Todo esto robustece las aproximaciones entre enigma policial, problema matemático y juego. La confrontación es bien humorada, deportiva. Pero, además de humor, hay manejo de la ironía, lo que supone no sólo la compenetración con el otro -que el humor facilita- sino el distanciamiento intelectual frente a la realidad.

Al cierre de sus explicaciones, Dupin recuerda que ha firmado su solución del problema: D. conoce su letra, no es necesario que figure la rúbrica. El mensaje ha sido escrito en la página en blanco de la pseudocarta. No son ni siquiera palabras de Dupin sino solamente la transcripción de un alejandrino y medio de una tragedia de Crébillon, Atreo.

...una intención tan funestasi no es digna de Atreo, es digna de Tiestes.

Transleamos. Se trata de una tragedia neoclásica, una de las más famosas del autor, es decir, de la época de triunfo de la estética racionalista. Repasemos el mito al que se alude en este par de versos. Atreo y Tiestes son hermanos, hijos de Pélope e Hipodamia; los muchachos se unieron en un propósito malvado: matar a su hermanastro Crisipo, lo que les valió el destierro y la maldición de su padre. Pero si en el comienzo coligaron, el resto de sus vidas fue una cadena de confrontaciones. Se hicieron famosas las venganzas imaginadas y ejecutadas de uno contra otro. Ambos se disputaban el poder de Micenas y pasaron al mito popular como la imagen de la pelea permanente entre dos campeones de la intriga. Uno y otro eran gemelos en inteligencia y recursos. Lo que está sugiriendo Poe en esta cita es el parentesco de Dupin y D., la fraternidad, la consanguinidad espiritual, entre criminal y detective. Son Atreo y Tiestes. Una vez triunfó uno, ahora triunfa el otro. Podríamos imaginar, a la manera borgesiana en “La muerte y la brújula”, otros encuentros futuros y similares entre las dos D. Atreo y Triestes son D. y Dupin, Scharlach y Lönnrot, variantes de una misma relación antitética pero consanguínea. Es un duelo entre campeones con muchos episodios, hasta el infinito. El mito da al planteo su proyección extratemporal y extrageográfica. Los dos son "astillas del mesmo palo”, por eso se adivinan, se prevén, se comprenden y se respetan, nunca se desestiman Viena y París han sido escenarios ocasionales de dos encuentros en esta sostenida contienda: dos funciones en una sola acción, el combate. Dupin siempre asocia planos y allega elementos distantes: por eso rubrica este triunfo suyo con dos versos neoclásicos, hijos de la ilustración, la época de oro del racionalismo francés, y, al tiempo, mitifica el episodio al referirlo al plano atemporal y perdurable del mito.

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D. y Dupin, “astillas delmesmo palo”.

En este cuento hay tres personajes básicos (el Prefecto, Dupin y D.) pero sólo dos mentalidades en pugna (la del Prefecto y la de los de la D). Por un lado, la mentalidad sitemática y rutinaria del Prefecto y, por otro, la mentalidad creativa, desambientada del Ministro D. y de su hermano de leche intelectual, Dupin. Rómulo y Remo nutridos por la loba analítica. Hay dos momentos de confrontación y dos combates. El primero, el de G. contra D., dos estructuras mentales antipódicas, en que el Prefecto se declara vencido. El segundo combate se da entre dos personas con idéntica mentalidad: D. y Dupin. Nosotros, los lectores, sabemos cuál es el resultado: el triunfo del Chevalier. Pero el derrotado D. no lo sabe aún; no sabemos cuándo se enterará de que ha sido vencido en este segundo match. Es una magnífica ironía la de Dupin, porque, ignorante de su derrota, D. continuará con su actitud de suficiencia hasta el punto del escándalo: querrá valerse del instrumento extorsivo y advertirá que le ha sido robado. En rigor, el cuento debería llamarse “La carta rerrobada”. Al robo, como en la ley de Talión, con el robo.

El que roba a un ladrón...

El primero de los combates a que he aludido muestra la afanosa búsqueda y el minucioso registro de G. tras la carta hurtada, que articula dos movimientos: uno centrípeto, que va dividiendo el espacio de la habitación de D. en cuadrículas cada vez más estrechas, casi hasta lo microscópico; otro centrífugo, que va abriendo el radio del cateo: la habitación, todo el departamento, el piso del edificio, los otros pisos, las casas contiguas, etc. Pero el esfuerzo es inútil. Lo que el Prefecto aplica es un sistema de trabajo llevado casi hasta el paroxismo. Aquí radica la razón de su fracaso. Maneja un sistema previo, un instrumento de análisis que no se detiene a considerar dos puntos claves: a) si es eficiente respecto de la realidad a la que se aplica y b) cuál es la índole del criminal. No hay en la mentalidad policíaca oficial preocupación de concordancia o adecuación entre realidad e instrumento de sondeo. Es -como dijo Sábato con otro objeto- como si alguien pretendiera hacer estudios espeleológicos en globos aerostáticos, basado en que maneja diestramente el sistema de navegación en globo.El segundo desajuste, mayor que el anterior, es que el sistema policial no hace acepción de personas. En cambio Dupin sabe que hay adversarios y adversarios y por ello procurará situarse en la perspectiva y mentalidad del contrincante. La aplicación de un método para todas las circunstancias y para todas las personas es el punto vulnerable del sistema policial. La cuestión del método es un aspecto preferente para el narrador: “En nombre del cielo -exclamé- dígame cuál es el método... si es que hay algún método” (I, 352). Dupin subraya la inadecuación metódica policial.

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La policía parisiense, tan alabada por su penetración, es muy astuta, pero nada más. No procede con método. Toma muchas disposiciones ostentosas, pero con frecuencia éstas se hallan tan mal adaptadas a su objetivo, que recuerdan a monsieur Jourdain que pedía su robe de chambre... pour mieus entendre la musique (I, 352).

Hay un personaje real, investigador de la policía parisiense, cuyas memorias había leído Poe: Eugene Francois Vidocq (1775-1857), ex criminal, que llegó a jefe de la Sûreté en 1811. Escribió varias obras sobre sus casos policíacos. De él opina Dupin:

“Vidocq, por ejemplo, era un hombre de excelentes conjeturas y perseverante. Pero como su pensamiento carecía de suficiente educación, erraba continuamente por el excesivo ardor de sus investigaciones. Dañaba su visión por mirar el objeto desde demasiado cerca. Quizá alcanzaba a ver uno o dos puntos con singular acuidad, pero, procediendo así perdía la cuestión tomada en conjunto. En el fondo se trataba de un exceso de profundidad, y la verdad no siempre está dentro de un pozo. Por el contrario, creo que, en lo que se refiere al conocimiento más importante, es invariablemente superficial”. (I, 352)

Dupin al hablar de Vidocq define, por oposición, sus propias actitudes: aplicación sostenida a un punto, gradación calibrada de la distancia de observación, ni muy cerca, ni muy lejos, según las ocasiones y, fundamentalmente: la verdad puede estar a la vista de todos, como en LCR. Vidocq no es, como muchos han estimado, un antecedente de Dupin; lo es del Prefecto.El Prefecto G. debió atender a que la combinación de matemático más poeta debía generar una mezcla algo peculiar en el caso del Ministro, como para no ubicarlo en sus andariveles de tipificación. No advirtió que era un personaje poco común.

Las medidas eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión.

Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso.

La imagen mítica es apropiadísima. Recordemos la fábula: Procusto era un bandido que operaba en el camino de Megara a Atenas y a los viajeros los tendía sobre uno de dos lechos: a los bajos, en uno largo,

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y los estiraba para que alcanzaran la longitud de la cama; a los altos, en uno pequeño, cortándoles las piernas que sobraban. Imagen de la aplicación inflexible de patrones que desconsideran la realidad, es la antípoda de la adecuación. el método policial procustea. Si se lo incentiva -con recompensas, como en LCR- lo que hace es extremar los principios, no flexibilizarlos ni ensayar nuevos: acentúa con rigor y minucia las mismas prácticas, no abre nuevas perspectivas. El caso del Prefecto es la acentuación de un sistema hasta el extravío y la derrota. Los alfónimos casi esquematizan las funciones: G versus D.

El método policial procustea

El segundo combate se dará entre campeones de la misma índole. Ya he señalado los factores que hermanan a Dupin con D. El detective recuerda el juego de niños de Par e Impar para destacar el principio de estimación del adversario, de su mayor o menor astucia. Como decía el muchacho:

Adapto lo más posible la expresión de mi cara a la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón coincidentes con la expresión de mi cara.

Identificarse con el adversario hasta volverlo previsible. El procedimiento lo heredará Sherlock Holmes:

Usted sabe, Watson, los métodos que empleo en casos semejantes. Me situé en el lugar del individuo en cuestión y, después de calibrar su inteligencia, traté de imaginarme cómo habría procedido yo en circunstancias como las suyas.

Los rasgos de D. son atípicos. Dupin lo sabía:

Sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que era un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios.

Un hombre con rigor analítico, creatividad poética, simulación cortesana y serpentina astucia de intrigante debía tener la suficiente plasticidad para ponerse en lugar del Prefecto. Identificarse con él y pensar como él, prefigurando, entonces, cómo habría de llevarse adelante la búsqueda. Así, provisionalmente, elegirá un camino inexplorable para la pesquisa policial. “Comprendí que D. había seguido un razonamiento análogo al mío sobre los invariables principios de la policía para buscar objetos ocultos”. Entonces, procederá al empleo de un recurso resueltamente simple: pondrá la carta en la caja para cartas, la “ocultará” a la vista de todos. Allí la

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policía no la buscará, por obvio. “No hay nada más engañoso que un hecho obvio”, dice Sherlock Holmes, en “El misterio del valle Boscombe”, reiterando a Dupin. Esta apelación a la obviedad es el índice del talento de D.Dupin, para ejemplificar el principio de que lo demasiado visible no es percibido, recuerda otro juego: el de buscar una palabra en un mapa. Los expertos eligen las palabras con letras más grandes, porque “éstas, de tan evidentes que son, resultan imperceptibles.” Dupin piensa como ha de haber pensado D.: ”La policía buscará la carta en los lugares más insólitos; luego, el lugar más seguro es el sólito”. Y concluye: “Debo buscar la carta en algún sitio obvio”. La carta estará en la caja de cartas, pero no con el aspecto que se le conocía, sino disfrazada. Entonces advertirá que D. aplicó el recurso de la simetría inversa para transformar la carta A en una carta A’

Carta A

- Dirigida a una persona de la casa reinante.- Escrita con ostentosa letra de hombre.- Con un pequeño sello rojo.- Con las armas de la familia S.

Carta A’

- Dirigida a D’.- Escrita con menuda letra de mujer.- Con un gran sello negro.- Con el membrete de los D.

Así, invirtiendo los rasgos, disimuló la carta ante todos.El recurso efectivo y elemental de hacer algo invisible por evidente es un paradójico mecanismo que, iniciado por Poe, tuvo fructuosa descendencia. Podríamos recordar, sin esfuerzo de acopio, “El signo de la espada rota” (The sign of the broken sword) de Chesterton. El agudo Padre Brown pregunta candorosamente: “Un hombre astuto, ¿dónde esconderá una hoja? En un bosque. Si no hubiera bosque, plantaría uno. Y si deseara esconder una hoja seca, haría un bosque seco. Y si tuviera que esconder un cadáver, sembraría un campo de cadáveres para esconderlo”. Y, en consecuencia, el asesino organiza una batalla para disponer del campo sembrado de cuerpos entre los que coloca el de su víctima. Un discípulo argentino de Chesterton, Enrique Anderson Imbert -cuya narrativa resulta. siempre que acudimos a ella, tan rica y sugestiva- en un cuentículo llamado “El crimen perfecto” oculta el cadáver de la víctima en el cementerio. (Narraciones completas. Buenos Aires, Corregidor, 1990, t. I, 465).Hay variantes del recurso poeniano. Colocar el cadáver en un sitio público convertido en aparente estatua, mediante un tratamiento químico como en “El dedo de piedra” (The finger of stone); o vestirse el prófugo con las ropas del espantapájaros, como en “El príncipe evanescente” (The vanishing prince), que pasa inadvertido para el policía rural, pues es un artefacto sólito en medio del campo; no así para el detective ciudadano, para quien el tal muñeco es insólito. Los dos son ejemplos chestertonianos.

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La invisibilidad -casi la inexistencia- de lo cotidiano, de lo frecuente (“Nadie percibe la belleza de los habituales caminos”, dice Borges) queda probada en otro cuento de Chesterton llamado, precisamente, “El hombre invisible”: presenta el asesinato de un fabricante de autómatas cuya casa está celosamente custodiada por la policía, para detener a sospechosos o extraños. Pese a ello, el hombre es asesinado. El asesino resultó ser el cartero, que era “psicológicamente invisible”, por lo habitual de sus visitas. Las variantes giran en torno a la inadvertencia de lo obvio.En el cuento “Filatelia”, de Ellery Queen, se ha robado una de las dos estampillas idénticas. Se aclara quién es el ladrón, pero no dónde está la estampilla. La lectura de Poe y de La carta robada ayuda al colega de Dupin: “Si yo fuera los señores Ulm -los poseedores iniciales de las dos estampillas y supuestas víctimas del robo de una de ellas-, como el personaje del famoso cuento de Edgard Allan Poe, escondería la estampilla en el lugar más evidente. ¿Y cuál es el lugar más evidente?”. Da vuelta la estampilla que restaba y descubre la gemela en el dorso de ella.

Para ocultar un terrón deazúcar, el mejor esconditees la azucarera.

LCR es el primer cuento policial que señala la coexistencia de dos caminos inversos y complementarios en el seno del relato policial. Son los que el texto denomina el método de la ocultación y el método de la pesquisa que, universalizados, pueden señalarse como la historia del crimen y la historia de la investigación. La segunda reconstruye la primera. La historia de la investigación avanza de la Z a la A; la del crimen, de la A hacia la Z. Una es retrospectiva y la otra es prospectiva. Adviértase que la inversión de los rasgos del sobre que contenía la carta y la reversión de la carta misma (“la carta había sido dada vuelta como un guante, de adentro hacia afuera”) ilustran gráficamente la tarea de la investigación: retornar todo a su orden inicial, es decir, dar vuelta la carta y cambiar la simetría del sobre. Este es el camino de la pesquisa frente al método de la ocultación. Es el camino de la investigación frente al proceso del crimen. Pasaje de ida y vuelta.En la confrontación de las dos mentalidades, la de G. y la de D., hay otro aspecto que quiero apuntar: G. es un experimentado y D. es un extraambientado. El que tiene mucha experiencia en un campo no advierte que está incluso en él. “El pez no sabe lo que es el agua”. El extraambientado, que no pertenece al sistema, puede distanciarse y contemplarlo desde afuera. El policía oficial es un ambientado, un experimentado. El detective aficionado, como Dupin, es un extraambientado.

Análisis, juego y matemática

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Dupin establece una distinción referida a D.: “Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido incapaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto“. El amigo le señala que la frase contradice la experiencia, la opinión común, que siempre tuvo a la matemática como el ejercicio de la razón por antonomasia. Dupin responde con la frase de otro francés: “Se puede apostar que toda idea pública, toda convención recibida, es una tontería, porque ella ha convenido al mayor número de gente”. Los matemáticos habrían divulgado ese error.

Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término “análisis” en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que “análisis” abarca “álgebra”, tanto como en latín ambitus implica “ambición”; religio, “religión”, u homines honesti, la clase de las gentes honorables.

Identificar la operación intelectual más alta, el análisis, con el álgebra, es reductivo. Por analogía, ninguna de las palabras latinas que cita se agotan en una de sus acepciones. Se trataría de un planteo de género a especie. La operación algebraica está comprendida en la analítica pero no la agota. Para Dupin, la razón en su plenitud sería la de la lógica abstracta. Ya el plano matemático supondría aplicación y reducción de campo.

El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas y generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes [...] Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general; cosa, por lo demás, que la gente acepta y cree.

Y se divierte Dupin imaginando que puede ser objeto de maltrato de un algebrista si llega a decirle que pueden darse ciertos casos en que x2 + px no-fuera absolutamente igual a q.Conviene advertir que Poe da dos usos al término “análisis”. Uno es el que contiene la frase suya: “El analista halla su placer en esta actividad del espíritu consistente en desenredar” (I, 337). En esta

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dirección, la etimología esclarece. En griego, ana-lisis, indica en su prefijo “ana”, “de nuevo”, marcha hacia atrás, o hacia arriba”. En cuanto al verbo avio significa “astar”. Analizar vale, pues, tanto como des-atar, des-enredar. La operación analítica se aplicará a desatar, esto es resolver, el problema planteado.La segunda acepción de análisis que Poe maneja responde al concepto de “descomposición de un todo en sus partes”.Frente al nudo o problema que el hombre enfrenta suele haber dos actitudes posibles: la tajante o la analítica. La primera es la de Alejandro Magno frente al nudo gordiano, cuando desenvainó su espada y lo partió en dos. El gesto cifra la solución rápida y tajante, atribuida a los hombres pragmáticos. La vía analítica se atarea, en cambio, pacientemente en desajustar hilo a hilo. El analista goza con su tarea, dice Poe, “como el hombre robusto se complace en su destreza física”. El analista se ejercita aún en los juegos más triviales que desafían su capacidad: enigmas, acertijos, jeroglíficos. Poe pertenecía a la cofradía. Recuérdese que escribió un ensayo interesante sobre “Criptografía” en el que desafiaba a los lectores de su periódico a presentarle textos indescifrables.17 LCR como pieza de detección propone un problema por analizar. No se trata de un misterio, pues si lo fuera estrictamente, escaparía a la capacidad comprensiva de lo humano. A lo sumo es un falso misterio, un enigma, Dupin no es un mistagogo ni un vidente. Es un analista o, para decirlo a lo hebraico, “un soltador de nudos”. El principio básico del detective francés es que todo enigma o problema inventado por un hombre puede ser develado por otro hombre, siempre que sea lo suficientemente inteligente. Un nudo de marinería será desatado por un experto en cabulería. La astucia tejida por la mente lúcida del ministro D. será destejida por la mente gemela de Dupin.Una tercera observación dupiniana fundamental se refiere al uso reductivo del vocablo análisis.

La facultad de resolución se ve posiblemente muy vigorizada por el estudio de las matemáticas y, en especial, por su rama más alta que, injustamente y sólo a causa de sus operaciones retrógradas, se denomina análisis, como si tratara del análisis par excellence. Calcular, sin embargo, no es en sí mismo analizar (I, 337).

En ECCM, para distinguir “cálculo” de “análisis”, Poe confronta dos juegos de salón: el ajedrez y las damas. El primero, nos dice, exige 17 Poe tenía debilidad por los juegos criptográficos. Uno de sus ensayos, “Criptografía” (II, 567-580) dice: “El ingenio humano no puede elaborar un cifra (un escritura cifrada) que el ingenio humano no sea capaz de resolver” (II, 568). Sherlock Holmes retomará el concepto, en el caso “Los bailarines” (El regreso de Sherlock Holmes): “Aquello que un hombre inventa, otro puede descifrarlo”.Poe adelanta en “Criptografía” un consejo pedagógico: “Se observa en general que en las investigaciones de esta especie, la facultad analítica desempeña un papel muy importante; por este motivo los problemas criptográficos podrían ser utilizados en los colegios como medios para vigorizar al más importante de los poderes mentales” (II, 568)

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permanentes operaciones de cálculo, sin que obligue a la capacidad analítica del jugador. Por eso es errónea la estimación del ajedrez como altamente beneficioso para la inteligencia superior. Por el contrario, estima:

El máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el modesto juego de damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen elementos diferentes y singulares, con varios y variables valores, lo que sólo resulta complejo es equivocadamente confundido (error nada insólito) con lo profundo. Aquí se trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un solo instante se comete un descuido que da por resultado una pérdida o derrota. Como los movimientos posibles no sólo son múltiples sino intrincados, las posibilidades de descuido se multiplican y, en nueve casos de cada diez, triunfa el jugador concentrado y no el más penetrante. En las damas, al contrario, conde hay un solo movimiento y las variaciones son mínimas, las probabilidades de inadvertencia disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a la atención, y las desventajas obtenidas por cada uno de los adversarios provienen de una perspicacia superior (I, 338).

Con esta confrontación de dos juegos, Poe ejemplifica dos actitudes frente a los problemas. Una primera, la identificación errónea de lo complejo con lo profundo. Aquí reside la confusión -al menos una de ellas- del Prefecto G. frente a la cuestión de LCR. Otra es confundir concentración con profundidad de visión. La perspicacia de la que habla Poe posibilita una visión simple, clara y honda de la cuestión planteada, previa a todo análisis (en cuanto a descomposición de un todo en sus partes). Tiene más que ver con la visión sintética, intuitiva, global, que con un proceso analítico.

El analista penetra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamente sencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar un falso cálculo (I, 338).

Aquí está, in nuce, el método de resolución de LCR. El analista, en esta acepción que ahora Poe da al vocablo, no es el que hace cadenas calculatorias sino el que sabe qué debe observar, y por lo tanto, lo que se debe dejar de lado por accesorio. La policía oficial tiende a explorar todos los caminos posibles y estudiarlos sucesiva y ordenadamente. Esto es lo que ejecuta minuciosamente el Prefecto G. Repárese que en los noticiarios de televisión se insiste en este procedimiento: “La policía no descarta ninguna de las hipótesis”. Es

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lo contrario de lo que hace Dupin: su arte consiste en descartar de un golpe sectores enteros de hipótesis, y despejar el camino.LCR recoge otra constante del pensamiento poeniano, que surge en LCCM y se reitera en EMMR: “El analista penetra en el espíritu de su oponente y se identifica con él”. Aplica este principio al juego del whist, anticipando lo que expondrá con referencia al juego “Par e impar” en LCR:

Examina el semblante de su compañero, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Considera el modo en que cada uno ordena las cartas en su mano [...] Advierte cada variación de fisonomía a medida que avanza el juego (I, 339).

Estas reflexiones serán retomadas en LCR con el juego de las bolitas para proponer “la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente” (I, 432).No es necesario abundar para advertir la insistente relación que Poe establece entre lo lúdico (el juego del mapa y la búsqueda de la palabra, y “par e impar”, en LCR), lo policial y lo analítico, pues, muestran aspectos compartidos: el espacio acotado, la disputa en el terreno, leyes que rigen los movimientos de los participantes, principios convenidos de fair play. Diría que hay un espíritu deportivo que se place en el análisis de las situaciones.Sabemos que D. era autor de un tratado sobre cálculo diferencial. Es interesante subrayar cómo Poe funda también en esto cierta tradición que liga lo policial a lo matemático. El mayor enemigo de Sherlock Holmes, su Ministro D., digamos, es el profesor Moriarty: matemático y criminal.

Moriarty está dotado por la naturaleza de una capacidad matemática fenomenal. A la edad de veintiún años escribió un tratado sobre el teorema de los binomios, que alcanzó boga en toda Europa. Con esa base, ganó la cátedra de Matemáticas en una de nuestras universidades menores. [...] Corría por sus venas sangre criminal que en vez de modificarse, se multiplicó y se hizo infinitamente más peligrosa mediante sus extraordinarias dotes mentales.

Moriarty es el cerebro del crimen organizado en Londres. Permanece inmóvil en su sitio, igual que una araña tiende diez mil hilos radiales [...] Es muy poco lo que actúa personalmente. Se limita a proyectar (Memorias, pág. 177).

Dupin es detective sedentario; Moriarty es un criminal sedentario. En el último duelo, los dos campeones -Sherlock Holmes y Moriarty, de similar estructura mental, como Dupin y D.- han de morir abrazados, como simbólico gesto de fusión entre Atreo y Tiestes. Acorde con la afición matemática, el episodio en que ambos mueren se llama: “El

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problema final”. Sherlock despeja la última incógnita, y muere. Como Lönnrot en “La muerte y la brújula”.He dejado para el final, lo que va al principio: el epígrafe de LCR. La frase latina de Séneca dice, traducida: “Nada es más odioso para la sabiduría que una agudeza excesiva”. La sabiduría huye de extremos, pasionales o racionales. La prudencia en la adecuación del método apropiado para cada realidad y la calibración justa en todo. Dupin encarna estas cualidades.

2. Geometrización del cuento: la muerte y la brújula”

Autor: Pedro Luis Barcia

La herencia de Poe: la tradición intelectual del género

Un siglo después que Poe iniciara el género policial con LCCM en 1841, Jorge Luis Borges publica “La muerte y la brújula” (LMYLB)18, considerado como el mejor cuento policial en castellano.Borges, con su estimación crítica y su producción ficcional, venía adhiriendo a lo que llamó “la tradición intelectual del género” que, nacida en Poe, llegaba hasta los días del argentino. En varios ensayos y notas suyas va señalando la concatenación de los eslabones de dicha tradición, al tiempo que condena la desvirtuación de esa herencia en manos de los autores del subgénero “negro”, en el que los planteos enigmáticos, los juegos de la razón, los avances deductivos y otros rasgos determinantes de la narración-problema dupiniana son desplazados y toman su sitio la violencia, la sordidez, la brutalidad. “La tradición intelectual del género iniciado por Poe ha encontrado continuadores más puros en Inglaterra que en su patria”19. Lo que resulta irónico para el padre de Dupin. La línea inglesa se apoya en hitos bien conocidos: Conan Doyle, Chesterton, Agatha Christie. En Estados Unidos algunos de los escasos continuadores de la tradición poeniana son S. S. Van Dine, Stanley Gardner y Ellery Queen (Danney y Manfred). El interruptor de esta fluida continuidad genérica será Dashiell Hammett, con Cosecha roja (1929) y el resto de su producción, que instaura una segunda tradición en el género policial. “La novela policial hasta él había sido abstracta e intelectual. Hammett nos hace conocer la realidad del mundo criminal y de las tareas policiales. Sus detectives no son menos violentos que los forajidos que persiguen”20.Borges insiste, desde muy tempranamente, sobre esa tradición intelectual del género:

18 LMYLB fue publicado en Sur, Bs. As. Nº 92, 1942, recogido en Ficciones. Bs. As., Sur, 1944, págs. 161-179.19 J. L. Borges, Introducción a la literatura norteamericana, Bs. As., Columba, 1967 (Colec. Esquemas, 77), pág. 56.20 J. L. Borges, Introducción…, ed. cit., pág. 57.

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A despecho de su éxito, el especulativo Auguste Dupin ha tenido menos imitadores que la ineficaz y metódica policía. Por un detective razonador -por un Ellery Queen o un padre Brown- hay diez coleccionistas de fósforos y descifradores de rastros. La toxicología, la balística, la diplomacia secreta, la antropometría, la cerrajería, la topografía, y hasta la criminología, han estropeado la pureza del género policial”21

Como Poe, de quien se muestra discipular en teoría y ejecución narrativa, desprecia esas “tecniquerías necesarias” para la policía que alejan al lector del placer de resolver intelectualmente el problema que el texto policial plantea. En otro sitio, apunta: “El texto policial puede prescindir de aventura, de paisajes, de diálogos y hasta de caracteres; puede limitarse a un problema y a la iluminación de un problema”22. En esta concepción, que es la fundada por el Dupin de Poe, el cuento prescinde de barbas postizas y del azar. Conan Doyle y su Sherlock Holmes no renuncian a ellos, por eso no son ortodoxos. No siempre cumplen con aquella premisa que Borges postulaba como en un planteo matemático: “Declaración de todos los términos del problema”23. Y agrega: “El cuento breve (el cuento policial no debe ser extenso; la novela policial es inflada, dirá Borges) es de carácter problemático estricto” y “La narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden”..., dice bellamente. De Quincey estimaba -aplicable a lo matemático y a lo policial- que descubrir un problema no es menos admirable, y es más fecundo, que haber descubierto una solución”24.

Si breve e intelectual dosveces poelicial.

Cuando Borges incursione en el género lo hará, inicialmente, con una falsa reseña bibliográfica de una novela policial inexistente: “El acercamiento a Almotasim” (1935). Pasará media docena de años para que se decida por un cuento policial o con mayor ingrediente de “policialidad”, como “El jardín de los senderos que se bifurcan” (1941). Pero el primero cabalmente policial será LMYLB (1942).LMYLB es una pieza que se integra en la tradición textual intelectual del género, al tiempo que innova en él con creatividad. Borges estimó siempre como renovadora toda desviación personal a partir de la línea axial de una tradición. Lo dice en muchos sitios, por ejemplo, a propósito de Ellery Queen y su particular recurso en los finales: “El novelista suele proponer una solución vulgar del misterio, luego deslumbrar a sus lectores con una solución ingeniosa y 21 Jorge Luis Borges. Textos cautivos. Ensayos y reseñas de "El Hogar", edición de Enrique Sacerio-Gari y Emir Rodríguez Monegal. Bs. As., Tusquets, 1986, pág. 77. Texto del 22-I-1937.22 Textos cautivos, ed. cit., págs. 261-262. Texto del 19-VIII-1938.23 J. L. Borges, "Los laberintos policiales y Chesterton", en Sur, Bs. As., Nº 10, julio de 1935.24 Borges sostiene que la novela policial, para alcanzar su amplitud de novela, debe incluir elementos psicológicos, como la primera del género: La piedra lunar (1868) de Wilkie Collins. Para Borges el modelo de lo policial es el cuento breve.

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hermosísima de la que se enamora el lector, pero la refuta, y descubre una tercera, que es la correcta”25. Otra forma innovadora es la del juego de variantes para un problema planteado, por ejemplo, las que proponen para el motivo del cuarto cerrado Poe, Israel Zangwill, Gaston Léroux, Eden Phillpotts, Chesterton, E. Queen o John Dickson Carr, que van extremando su virtuosismo al ensayar variaciones de solución a un mismo problema.En LMYLB Borges va a insertarse en la tradición de un género, a apoyarse en un modelo de detective (Dupin) y a introducir personales alteraciones en ambas convenciones. LMYLB pertenece a la tradición intelectual del género. Su modelo de partida es Poe y su tríada policial. Es el mayor homenaje argentino al cuento poelicial y, al tiempo, su mayor renovación.

Borges parodia a Poe

De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño -tan rigurosamente extraño, diremos- como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahúr.

Así comienza el cuento de Borges. En apariencia, su detective Lönnrot sería heredero de Dupin. Pero el texto dice: “Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin pero...” No dice que “era” un Dupin, sino que “se creía” un Dupin. En esta breve acotación radica uno de los juegos borgesianos. Hay, además de esta errónea autoestimación, otro aspecto: no era un puro razonador sino que en la composición de su ánimo entraban otros ingredientes de aventura y de juego fullero. Con ello, Lönnrot estaba más cerca del Ministro D. -cortesano, intrigante, etc.- que de Dupin, poeta y matemático. Además, señalemos otras dos diferencias.: Dupin no era un “puro razonador” (si por ello se entiende un razonador absoluto; sí, por lo que tendía a la pureza racional), ni Lönnrot era poeta. Queda claro que el “creerse” de la familia intelectual de los Dupin será causa de su extravío. Porque, en realidad, quien se aproxima a la flexible condición del chevalier Dupin no es el detective Lönnrot, sino el criminal Scharlach. Por donde se ve una inversión de papeles o funciones.25 Textos cautivos, ed. cit., pág. 40. Textos del 30-X-1936.

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Lönnrot brújulea hacia elimán de Scharlach.

LMYLB es la parodia de un modelo arquetípico generado en una línea del género policial, cuyo prototipo -esto es, su primer modelo- es “La carta robada”. Parodia significa “canto o poesía semejante a otro”. El texto paródico es similar al parodiado. La parodia supone coincidencia de dos textos, el parodiado y el paródico; de una manera virtual uno, evocado, y el otro presente. Esta situación se da en dos momentos: en la creación y en la recepción. Hay una clara intencionalidad en el creador al producir su texto a partir de esta aproximación-distanciamiento del modelo de base. Ahora bien, si el lector no tiene la competencia debida no percibirá el juego paródico: como un lector de LMYLB que no conociera LCR. La recepción “ingenua” de una parodia anula el efecto paródico lectivo que se busca, pues borra la complicidad de la recepción. El lector lee la parodia haciendo coincidir dos horizontes de lectura y de expectación, sin mezclarlos, aproximándolos. Es decir, “actualiza” mentalmente el texto parodiado en el momento de leer el paródico. Caso contrario, leerá éste como si fuera un texto “original”, y no un texto derivado. La apelación a Dupin en el comienzo de LMYLB inicia el juego. El lector debe conocer el modelo y el código, para jugar con la transcodificación lectiva que la parodia exige.Para leer “a lo paródico” LMYLB debemos conocer por lo menos, LCCM o LCR y haber caracterizado debidamente a Dupin. Debemos saber qué cosa es un relato-problema en la tradición policial y el peso de lo intelectual en el género. Es decir, debemos saber que se trata de un discurso literario narrativo policial de apoyo intelectual. Si no es así, el lector es incompetente, porque tenderá a descubrir el Mediterráneo.Toda lectura paródica supone un juego intertextual (pero no a la inversa) entre el modelo parodiado y la obra parodiante. Así como Don Quijote se incorpora a una galería de caballeros andantes, cuyo arquetipo sería el Amadís de Gaula, y en ella se alinean Tristán de Leonís, Palmerín de Oliva, Ricarte, etc., así se da, a partir de Dupin, el paradigma del detective, el enfilamiento de Holmes, el Padre Brown, Perry Mason, Ellery Queen, etcétera.Dupin se ha convertido en un mito moderno. No lo es de la Modernidad absoluta, pues su mente encarna algo más que la mera razón razonante. Como todo mito, supone una validez extratemporal y extraterritorial. La vitalidad del mito consiste en que admite versiones de sí y variantes de sus hazañas. No es una realidad congelada: es atemporal, vitalísima, dinámica, motivadora. Precisamente, Borges no pretende amortecer o matar el mito de Dupin sino que, en su peculiar tratamiento de esa figura mítica y de situaciones que ella protagoniza, rinde culto a la activísima y siempre renovada tradición mítica occidental. Como las novedades que en los mitos leyeron los tragediógrafos y comediógrafos griegos

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y latinos y el vanguardista Ovidio, Borges se apoya en Dupin de la misma manera que se respalda en el mito del Minotauro para piezas suyas, creaciones de su originalidad, como “la casa de Asterión” y varios poemas notables. La tradición le sirve como trampolín para dar su salto personalísimo.Habitualmente, asociamos la parodia a un hecho burlesco o ridiculizante. El planteo no es tan simple. Deben advertirse, en principio, dos sentidos paródicos: el meiorativo y el peiorativo. Un tratamiento idealizante y otro avulgarador o degradante, y, entre ambos, toda una gama graduada de matices que se mueven entre la estilización y el desmerecimiento. Para que haya parodia debe haber una marcada definición de elementos constitutivos del texto parodiado, fácilmente reconocibles por acentuados y recurrentes en la obra o en las obras en cuestión. No es necesario que se haya llegado a la mecanización, como insiste Tinianov (“La esencia de la parodia reside en la mecanización de un procedimiento definido”). Basta que una presencia, un rasgo, sean acentuados, cobren relieve propio. Un rostro con rasgos muy normales no admite caricatura. Además, no se trata solamente de un procedimiento artístico, pues la parodia puede motivarse en un género, un subgénero, un tipo de personaje, un determinado estilo. Tampoco es necesario que la parodia se apoye en una tradición. Esto ocurre cuando lo parodiado es un género (el policial) o un procedimiento (el cuarto cerrado), pero no cuando se trata de la modalidad estilística de un autor cuyo estilo nace y se agota en él, como en el caso del mismo Borges, parodiado varias veces entre nosotros, en prosa y en verso.LMYLB es parodiado, humorísticamente en este caso, por el cuento “Homicidio filosófico” de Conrado Nalé Roxlo, en su Antología apócrifa, continuando así la concatenada serie paródica. El preso-detectivo, razonador leibniziano ideal, creado por Biorges (Bioy y Borges), al que me referí a propósito de LCR, se llama Parodi, es decir: Parodia, de Dupin.LMYLB es una parodia de la tradición intelectual del género policial y de un personaje, un tipo peculiar de detective. Del paradigma dupiniano nacen Holmes, Brown, Poirot, Parodi, cada uno con sus facetas peculiares, porque en cada caso se ha tratado de entrar con lo de Poe para salir con lo propio. Como decía Pascal: “Todos juegan con la misma pelota, pero todos la colocan de distinta manera”, Cada uno, como en Borges, lo parodia y parte de él, para distanciarse de él, de Dupin. En última instancia, la parodia es un homenaje al parodiado”26.

26 Borges es insistente en la necesidad de variación para mantener la vitalidad de un género. A veces, él mismo extrema el juego paródico. Parodia había sido quien se apellidaba PARODI, con apellido intencional. En otros textos, como en “Un modelo para la muerte” de B. Suárez Lynch (Borges y Bioy), publicado en 1946, ya desde el título se alude a lo que vendrá: un modelo. En el relato se comete un crimen que toma como modelo el relato “El oráculo del perro” de Chesterton (La incredulidad del Padre Brown). No es un modelo literario sino criminal, pero literario en cuanto texto. Es una parodia inclusa en una parodia. En este relato, el cuento chestertoniano pasa de mano en mano de los personajes que lo leen, y nadie advierte que ese texto contiene la clave del crimen cometido, su modelo. Se trata de una especie de variante de LCR: nadie ve lo obvio.

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Borges robustece su adopción de la tradición intelectual, sumándole el modelo de Chesterton al de Poe. No hace sitio, en cambio, al eslabón de Conan Doyle. Tal vez cierta tendencia materialista, positivista, en los procedimientos investigativos de Holmes -hace experimentos químicos, compara huellas digitales, se disfraza, etc.- lo aleja de una intelectualidad más pura, propia de Dupin y del Padre Brown. Gesto borgesiano que tal vez podría emparentarse con el rechazo por las máquinas y aparatos en obras de ciencia ficción o en las fantásticas de su amigo Bioy Casares.Sintetizaré el argumento del cuento, sin duda conocido por el lector. El 3 de diciembre, en un hotel du Nord aparece muerto un hebraísta, Yarmolinsky, y un papel que decía: “la primera letra del Nombre ha sido articulada”. El 3 de enero, en el suburbio occidental de la ciudad, aparece muerto Azevedo y una escritura en la pared: “la segunda letra del Nombre ha sido articulada”. El 3 de febrero, en una taberna del este, es secuestrado y muerto, posiblemente, Gryphius y en el muro el escrito: “La última letra del Nombre ha sido articulada”. El 1º de marzo le son entregados al detective Lönnrot una carta y un mapa de la ciudad. La carta dice que el 3 de marzo no habrá otra muerte, pues los tres puntos de homicidio trazaban un triángulo equilátero y místico. El mapa unía los tres puntos y lo ratificaba.

Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también... Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente).

Deduce, a partir del vocablo griego Tetragrámaton, que la clave es el 4 y no el 3, y prevé, mediante un compás y una brújula, el punto preciso donde se cometerá el crimen final de la serie triásica. Lönnrot va a la quinta de Triste-le-Roy, maniáticamente simétrica en su edificación, a impedir el asesinato. Llega al mirador, esto es el ápice o cielo de ese laberinto, y es sorprendido por dos hombres que lo reducen. Aparece Red Scharlach, que resulta ha sido el cerebro organizador de la trampa y le confía que todo es parte de su venganza: Lönnrot había atrapado a su hermano y lo hirió gravemente a él.Y así como en la narrativa problemática clásica policial, al final el detective expone razonada y minuciosamente las circunstancias del crimen y del método seguido para esclarecerlo, aquí este discurso racional explicativo está en boca del asesino, quien expone prolijamente los detalles del plan urdido para ultimarlo. Red explica que el primer crimen fue ocasional, Azevedo lo cometió traicionando a Scharlach en su intención. Para ajusticiar al traidor, Scharlach urde

En 1938 Borges había imaginado una novela policial clásica que, en su última frase circunstancial, hacía sospechar al lector que la versión leída era falsa y, al repasar el texto, iría descubriendo aquí y allá vestigios de la verdad oculta por la versión falaz.

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todo el tejido sobre la base de un modelo de geometría simétrica. Y para cebar la mente de su enemigo Lönnrot, se apoya en la frase que escribiera el rabino Yarmolinsky: “La primera letra del Nombre ha sido articulada” y juega con bases duales, triales y cuaternarias para saciar su sed de venganza.Pero desde el comienzo ya hay otros distanciamientos, además de los señalados, respecto del modelo: el comisario acierta, a diferencia del Prefecto G. con las dos hipótesis que adelanta: 1) el asesino entró a robar al Tetrarca y confundió su habitación con la de Yanmolinsky; 2) el tercer asesinato es un simulacro. El policía oficial tiene razón frente al detective Lönnrot -tampoco asimilable a Dupin porque está dentro del sistema policial, no es aficionado-, quien descalifica las propuestas de su jefe: “posible, pero no interesante. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis”. Lo irónico, adverso a Lönnrot en su planteo, es que la “realidad” empieza a mostrarse organizada, sistemática, geométrica, fascinante, más interesante que cualquier hipótesis que pretenda explicarla. Aunque todo sea falaz era un mentís a su concepción. No sospechó de una realidad que presentaba crecientes grados de seducción.Como en Poe, el Ministro D. y Dupin tiene mucho en común: en Borges se da este parentesco entre el detective Lönnrot y el asesino Scharlach. Lo primero que los une es un elemento nominal: lo rojo está en sus nombres (como D en Dupin); Lönnrot (“rojo”) y Red (“rojo”, en inglés) Scharlach (“rojo”, en alemán). El rojo los une, el color que simboliza la sangre y el crimen a un tiempo (porque es su derramamiento) une al detective y al asesino. Claro que en Borges los nombres no son circunstancias, son esencias: “en el nombre de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’. Lönnrot y Scharlach son de igual naturaleza, son con-sanguíneos. Además, según Borges, todos los asesinos son el mismo asesino y todos los detectives son el detective. Red y Erik son funciones: función asesino y función detective. Lönnrot deviene en otra función: víctima. Las dos funciones son complementarias, como las dos caras del dios Jano que preside la quinta, una hacia el futuro y otra hacia el pasado, hacia la paz y hacia la guerra. El duelo entre dos antípodas que se suponen, retoma el de los hermanos Tiestes y Atreo -como en Poe- aquí llamados Erik y Red. El de Borges es un nuevo episodio del combate interminable. Hubo un encuentro en Viena, en que ganó D. - Red. Hubo uno segundo en París, donde triunfó Dupin - Erik. En LMYLB se dio el tercero, donde prevaleció Red - D. Pero, al cabo, Erik desafía a su oponente para otro combate futuro en terreno diferente. Los escenarios podrán cambiar y aún los contendientes, pero la confrontación será la misma. El tablero del ajedrez es el “ámbito en que se odian dos colores”, dice un verso de Borges. Esos colores se entrelazan en el dibujo simétrico y antitético del campo común de lucha. El soneto se cierra así:

en el oriente se encendió esta guerracuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.

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Como el otro, este juego es infinito.(Ajedrez I)

Borges, a propósito de LMYLB, pensó en la amplificación temporal y espacial de su planteo:

Ya redactada esta ficción, he pensado en la conveniencia de amplificar el tiempo y el espacio que abarca: la venganza podría ser heredada; los plazos podrían computarse por años, tal vez por siglos; la primera letra del hombre podría articularse en Islandia; la segunda, en Méjico; la tercera, en el Indostán27.

Algo de esta apertura estaba propuesto en LCR: un primer episodio en Viena, otro en París. En LMYLB, a punto de morir, Erik habla como si fuera inmortal, ofreciendo una sugerencia para el próximo encuentro. Podría plantearse una especie de infinito prospectivo en el que, en juego de venganzas, se van alternando las funciones, incluso: Lönnrot hizo víctima de su persecución al hermano de Scharlach; éste mata a Lönnrot; el hermano de Lönnrot... Semeja la encadenada serie de “El fin” de Borges: Martín Fierro mata al negro, el hermano del negro mataría a Martín Fierro, el hijo mayor de Fierro mata al primer hermano del negro...28

Tres personajes en buscade función.

Pero lo curioso de este cuento es que lo motiva el odio de un hombre por otro y un deseo, y aún juramento, de venganza (“Yo juré tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano” dice Red). La motivación profunda, pues, es de índole pasional primaria y, sin embargo, los modos que asuma ese odio vengativo serán los de la geometría y la aritmética, los instrumentos más alejados de la violencia y de la brutalidad esperables en el vengador rencoroso. Red no se deja arrastrar por lo impulsivo de su pasión. Se resitúa y comienza a pensar en función de su oponente. Entonces es cuando se produce toda esta mutación cortical, este embozamiento en la numerología y la geometría, tras de las cuales sigue palpitando el odio.Esta ficción borgesiana tiene una base numérica. Borges mismo recuerda: “el sacrificio de cuatro vidas para obtener las cuatro letras que imponen el nombre es una fantasía que me dictó la forma de mi cuento”. Prólogo citado. El número cuatro es la raíz del relato: Tetrarca, tetragrámaton, pero quedará velado temporalmente por el 3. El comisario se llama Treviranus. La base de los hechos aparece como trinitaria: los crímenes ocurren los 3 de cada mes, en tres meses consecutivos, en puntos equidistantes que forman un triángulo equilátero, los colores que se mencionan en los losanges 27 J. L. Borges, “Prólogo” a Artificios, segunda sección de Ficciones (OC de Borges, I, 483).28 He analizado este relato en mi trabajo: Proyección de “Martín Fierro” en dos ficciones de Borges.

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son tres. Pero ésta es una clave falsa. Los indicios harán sospechar a Lönnrot que el número clave es el cuatro, a partir de la más lata realidad posible, que es el nombre de Dios, el Tetragrámaton, las cuatro letras: JHVH, El Que Es. Pese a la insistencia triásica, Lönnrot sólo lee la presencia del 4. Lo confirma el hecho de que los días hebreos se computan de ocaso a ocaso, no de alba a alba, con lo que los crímenes resultan cometidos los días 4 de cada mes. Entonces, se produce la revelación: falta un cuarto crimen, en un cuarto punto espacial, el Sur, el próximo día 4 del mes29. Otros vestigios que lo confirman: los losanges y los rombos de los arlequines tienen cuatro lados.Impuesto el número 4 en la atención de Lönnrot, descubre que el triángulo equilátero no es sino la mitad de un rombo. Basta con revertir hacia abajo el triángulo para dar nacimiento a la figura clave, la real, que contiene dos triángulos simétricos.

El laberinto que Red dibuja para atrapar a su enemigo es nítidamente geométrico. En su racionalidad estriba la eficacia: la víctima arribará, ineludiblemente, al ángulo en que la figura romboidal se completa. Se cierra el trazo del dibujo, se clausura el periplo investigativo y con ello, se ciega la vida del investigador, se consuma su crimen.

Y A V E: la Cuatro Letras de“T-R-E-S” son cuatro.

29 En una nota al poema “Calle desconocida” de Fervor de Buenos Aires, Borges advirtió esa forma diferente de estimar el día para los hebreos. La observación le servirá para LMYLB.

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Hay un indicio sutil que denuncia lo engañoso y aparente de todo el desarrollo. Los crímenes se cometen en este orden: Norte, Oeste, Este y Sur. Si leemos los puntos cardinales en ese orden resulta: NOES. En efecto NO ES lo que aparenta. Hay una advertencia oculta para el descifrador, pero de clave elemental. El “lector” reductivo que es Lönnrot no la alcanza porque se ha extraviado por caminos de mayor complejidad asociados a onomatologías hebraicas teológicas. El tercer crimen ocurre, o parece ocurrir, en el mes de carnaval, lo que ya apunta al engaño y a la simulación; la realidad está disfrazada, la supuesta víctima, el tal Gryphius, no es tal, es el asesino Red que, en pleno carnaval, se disfraza de lo opuesto a lo que es en la vida.

El tercer “crimen” se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo, una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton -el Nombre de Dios, JHVH- consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden; ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.

Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín, subió el grito inútil de una pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.

- En su laberinto sobran tres líneas -dijo por fin-. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A, y de B, a mitad de camino entre los dos.

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Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.

-Para la otra vez que lo mate -replicó Scharlach- le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante.

Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.

El título “La muerte y la brújula” indica tiempo y espacio: la clausura del tiempo vital en espacios precisos. El texto dice que Lönnrot se enfrenta con “el problema de las muertes simétricas y periódicas”, esto es, tiempo y espacio armónicos. La simetría rige todo el cuento. Está en la periodicidad de los crímenes, en los puntos cardinales, en las equidistancias, en las figuras geométricas triangulares equiláteras, en los rombos, vidrios y losanges. Se acumulan las simetrías en la quinta Triste-le-Roy: los balcones simétricos, las dos Dianas, las dos fuentes cegadas, las dos balaustradas para la escalera, escaleras idénticas en extremos opuestos, espejos enfrentados, el Jano bifronte, el Hermes de dos caras, etc., etc. La abundancia de simetrías está destinada a satisfacer la apetencia de una mente simétrica: la de Lönnrot. La simetría es el cebo y, al tiempo, el espejo de la mente de Lönnrot. “Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano habría otros escalones”, y los había. Hay una consonancia mental entre Lönnrot lector del mundo y las figuras del mundo que se le proponen para gratificarlo. El mismo Red vivió intensamente una simetría inquerida, la padeció, no la gozó como Erik: cuando su hermano agonizaba en una celda cuadrada, él yacía en la habitación de la quinta: “agonicé en esta desolada quinta simétrica”. Y, simétricamente, conducirá a su víctima a ella para que agonice en el mismo escenario, como él.

Dígale sí a la metría.

El texto menciona a Spinoza, cuya obra mayor habla desde el título de un Ordo geometricus, y su pensar se califica de philosophiae more geometrico demonstrata. Scharlach sabe que Lönnrot está regido por el esprit de géometrie. Según la sabida distinción pascaliana, Red, en cambio, está más cerca del esprit de finesse, de mayor flexibilidad, capacidad de improvisación, sutileza penetrativa, aprovechamiento de lo circunstancial. En realidad, como ya dice, es Red quien se hermana con la mente creativa, flexible, organizada de Dupin. En tanto que lo distancia de Erik Lönnrot cierta rigidez racional esquemática que éste prefiere. Red Scharlach supo ponerse en el lugar de la víctima para alimentarla, cebarla y atraparla, como a una presa. Pero toda esta tara cinegética no se mueve en el plano de los instintos, de los sentidos exacerbados, propios de la caza mayor. La motivación es exclusivamente racional, rica en juegos de

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simetrías y paralelismos. Red ha previsto las preferencias de Lönnrot y las ha satisfecho con sus escenografías ad hoc. Erik es previsible, porque es puramente racional, inflexible y simétrico. Por eso Red lo puede manipular con astucia. Porque Lönnrot no es Dupin: se creía Dupin.A una mente que apetece el ordo geometricus se la ha de alimentar con esquemas espaciales, con figuras geométricas oportunas: triángulos, rombos, juegos numéricos. Pero se trata de numerología y geometría mortales. Un compás, una brújula y una razón razonante son suficientes para cegar una vida. “La exacta muerte lo espera”, dice el texto con geométrica precisión.Sábato, en Heterodoxia (1949)30, destinó algunas reflexiones a lo que denominó "geometrización de la novela”, aunque se ocupa de LMYLB, que es cuento, y estima a esta pieza borgesiana ”un caso extremo de geometrización...”: “En este cuento no se cometen asesinatos: se demuestra un teorema. Los crímenes del pistolero no emocionan de distinta manera que el resultado de a2 + b2 = h2 del teorema de Pitágoras” (pág. 79). “El cuento podía haber comenzado con estas palabras: sea una ciudad X cualquiera...” Lönnrot se maneja en un universo estrictamente racional y con explicaciones de esta índole. Si la tarea natural del policía investigador es hallar una teoría que dé razón y orden del mayor número de circunstancias del crimen, aquí el detective no se enfrenta con la realidad más o menos caótica del mundo. Por el contrario, Red Scharlach organiza geométricamente la realidad para facilitarle al investigador la propuesta de una teoría esclarecedora, que la misma “composición de las figuras y de los hechos ya lleva en sí. Sábato se equivoca cuando dice: “Como Borges, el criminal ama la simetría, el rigor geométrico, el número, el silogismo; de manera que piensa y ejecuta un plan matemático: el detective termina por hallarse en el punto prefijado de un rombo trazado sobre la ciudad” (pág. 78). No; el que ama lo geométrico y simétrico es el detective, Lönnrot. Red está más allá de las simetrías. Se sirve de ellas como de lazos para atrapar a su víctima. Precisamente quien sabe que lo racional puro es mortal para el hombre es el asesino, no el detective. Borges está detrás de ambos. Pero es más el criminal que el policía, porque sabe articular los dos espíritus pascalianos. El cuento no es una exaltación de la razón leibniziana, como dice Sábato: por el contrario, demuestra su fracaso en un mundo que no es “el mejor de los mundos posibles”. Borges no postula el triunfo de Lönnrot: expone su derrota, porque ese hombre tiene mente reductiva, no abierta. A ella no le interesan finalmente los datos concretos, los nombres de las víctimas, ni otros detalles: “Virtualmente había descifrado el problema: las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios), apenas le interesaban ahora”. Y muere, porque no conoce la realidad.Los nombres de los personajes son extraños a nuestra realidad argentina, para que sólo se los estime como simples designaciones, 30 Ernesto Sábato. Heterodoxia. Bs. As., Emecé, 1949 págs. 77-81.

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por lo menos, en una primera lectura. Pudo llamar Alfa a Lönnrot y Beta a Red. Chesterton y Belloc propusieron una novela en la que los personajes tenían asignadas letras: “con perversidad, A vigilaba los ingenuos movimientos de H. cuando el imprevisible M...” Y el ruso Zamiatin, en Nosotros (1921), una utopía fundada en las matemáticas, menta a sus personajes así: el narrador es D-503, enamorado de la sensual I-330, es amigo de R-13, un poeta, y así parecidamente.El espacio, Buenos Aires, ha sido debidamente esfuminado (pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños, dice en el “Prólogo” Borges), llevado a un plano abstracto para que no se afirme demasiado como geografía, sino que se proponga simplemente como espacio geométrico31 .Asociable a LMYLB hay una novela de Agatha Christie: ABC contra Poirot (The ABC Murders). El asesino mata primero a una persona cuyo nombre comienza con A, luego a otra con B, otra con C, en pueblos cuyos nombres comienzan, correspondientemente, con A, B y C. Deja siempre junto a los cadáveres una guía de ferrocarriles cuyo nombre es ABC, como se lee en grandes letras en su tapa. Sigue el crimen alfabético hasta la víctima cuya letra inicial de su nombre ha generado todo el plan. Con la invención de un “sistema” racional se oculta la realidad y se distrae la atención de la policía. La organización racional tapa lo real. También este asesino sabe la predilección por el orden lógico y racional en los investigadores. Y se vale de este conocimiento de esta debilidad.El gusto por la razón razonante y la primacía del espíritu geométrico suele ser utilizado por los que tienen espíritu sutil. Así, en El misterio de la naranja china de Ellery Queen, el asesino quiere ocultar que el muerto es un clérigo: deja su cuello, cerrado por detrás, como está, pero le da vuelta el saco, invierte los cuadros colgados en las paredes y los muebles de la sala. Todo ello inducirá a creer que es un maniático de la inversión: esto lo ha de interpretar quien busque una razón simétrica para explicar la realidad. Y engaña a la policía.Scharlach procede de igual manera: construye un mundo geométrico para su adversario, simétrico y regido por el número, a partir de dos azarosas circunstancias que se le brindan y que aprovecha talentosamente. Esta es su creatividad. Red Scharlach teje una red, como la de su nombre, “la urdimbre roja” (red-red). Red es la araña que teje la tela geométrica para la mosca-Erik. Dibuja un laberinto, pero no caótico sino racional, para que Lönnrot no lo rechace y se 31 Podrían señalarse estos elementos locales, deslizados en la intención de universalidad:

1. “el estuario cuyas aguas tiene el color del desierto” (río de la Plata); 2. “una calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los

vendedores de Biblias”, la Rue de Toulon (Paseo de Colón);3. “Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, inflamada de

curtiembres y basuras” (Riachuelo);4. “Del otro lado hay un suburbio fabril, donde al amparo de un caudillo barcelonés, medran

los pistoleros” (Avellaneda y Barceló);5. Triste-le-Roy es el Hotel de las Delicias, de Adrogué, donde Borges pasaba las vacaciones

con sus padres;6. Ernst Palast (Ernesto Palacio), etc.

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interne gozosa y desafiantemente en él. Lönnrot no se enfrenta con la vida sino con un orden fabricado a su medida, para su mente apetente de orden. Su espíritu racional espera hallar “la secreta morfología de la malvada serie”. Esta frase es esencial. La realidad le es propuesta seriada y con una forma que la sustenta. Red es un geómetra creativo manejando el espíritu estrechamente geométrico de Erik.

La geométrica tela de arañaes dialéctica mortal.

Hasta aquí hemos visto a Scharlach como geómetra. Veámoslo como autor. En efecto, él escribe un texto (textum: tejido, urdimbre) para que Lönnrot lo lea, y aún le da pautas para su lectura orientada. Erik hace una lectura formal del texto sin advertir lo capital: “el es lector y signo, al mismo tiempo, en ese texto; y no sabe leerse. El es la última letra, no del Nombre de Dios, sino del texto mortal compuesto por Red.El texto tiene tres lecturas a lo largo del cuento: la del comisario Treviranus, la de Lönnrot y la de Scharlach. A su vez, el autor ha diseñado tres niveles en ese texto: 1) el de base triásica y triangular, 2) el de base tetrásica y romboidal y 3) el de base dual pasional: el odio y la venganza. Lönnrot devela que un número, el 4, se oculta tras de otro, el 3; y que una figura, el rombo, está embozada tras otra, el triángulo. Pero no alcanza el nivel tercero: el del 2, el hombre enemigo con su odio oculto, que es lo que alimenta toda esta realidad engañosa. La inteligencia de Red es tan astuta que esconde un nivel falso, tras otro nivel falso, induciendo la idea de que el primero es falso y el segundo es verdadero. Esta develación guiada -inconsciente Lönnrot de esta manipulación- gratifica a Erik como lector inteligente (“leer adentro”, significa el vocablo) y entonces cesa de buscar más hondo. Confunde la segunda careta con un rostro. Sólo al borde de la muerte identificará el rostro del adversario oculto tras la segunda carta. Como una suerte de nuevo Edipo -ironía a la griega- Lönnrot devela que él está implicado en esa realidad: que es la incógnita que da sentido a todo. El no es, como en Edipo, el asesino: es la víctima32.A propósito de Poe ya he hablado de que en todo texto policial hay dos historias, como lo señalara Dupin en LCR: la historia del crimen y la historia de la investigación. En LCR el crimen está consumado, la investigación es posterior; como en LCCM y EMMR. En LMYLB, en cambio, todo está en proceso, porque ambas historias van juntas: Lönnrot cree que avanza en la historia de la investigación, pero, en realidad, va haciendo adelantar con la investigación la historia del crimen, de su propio asesinato. Este rasgo es otra innovación de Borges sobre el modelo de la combinatoria de las dos historias en toda pieza policial. Si la investigación de Erik se detiene, lo hace el 32 Hay otro texto borgesiano, “Tema del traidor y del héroe”, donde Rigan cree haber develado el enigma, para descubrir, finalmente y con humillación, que “él también forma parte de la trama” urdida por Nolan, y no lo sabía.

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relato del crimen; si avanza, ambos progresan. Lönnrot encarna un viejo motivo de la narrativa: el perseguidor perseguido. El dios Hermes preside -además de Jano- el ámbito de la revelación final: la quinta de Triste-le-Roy... Hermes es el dios de la comunicación, de la interpretación, de la hermenéutica. El que facilita las llaves -claves- para lo cerrado o difícil. No es el dios protector de Erik. El Hermes Diprosopon (“con dos rostros”) es una creación de Borges, a partir de la imagen de Jano. Esto enriquece el planteo: toda interpretación tiene por lo menos dos caras, como el dios que la respalda.Scharlach es también arquitecto de laberintos. En la obra hay, polo menos, cuatro, unos inclusos en otros. El más vasto es el del mundo que contiene a todos. Otro, la ciudad, manejada como laberinto por Scharlach, que recorta su espacio y dibuja en él sus falaces esquemas geométricos. El tercero, preexistente como la ciudad, pero que no requiere acotamiento y diseño por parte del criminal: la quinta de Triste-le-Roy33 , inclusa a su vez en la ciudad y edificada sobre la base de simetrías. Por fin, el cuarto es el que propone Lönnrot a Red para su próximo encuentro: constituido por una línea recta e inspirado en una de las paradojas eleáticas de Zenón: la de Aquiles y la tortuga.Poe dice en uno de sus textos ensayísticos más ambiciosos, Eureka:

En la construcción de una trama, por ejemplo, en la literatura de ficción, deberíamos mirar a disponer los incidentes de modo que no pudiéramos determinar, con respecto a cualquiera de ellos, si depende de otro o si lo sustenta. En este sentido, la perfección de la trama es en realidad, o en la práctica, inalcanzable, pero sólo porque la que construye es una inteligencia finita. Las tramas de Dios son perfectas. El universo es una trama de Dios. (II, 810).

Esa trama perfecta escapa a la razón humana, que resulta incapaz de abarcarla e interpretarla. LMYLB contiene una refutación al racionalismo y una burla cruel a la optimista confianza en la interpretación de la realidad por el hombre. Lönnrot muere víctima de su propia racionalidad, por la eficacia de su razón. La razón, pues, no resulta un instrumento apto para adaptarse ni para comprender la realidad. Las morfologías en que Lönnrot cree son falaces. Scharlach, que se vale instrumentalmente de ellas, lo sabe. Es más “realista” que su adversario.

Literatura poelicial y matemática

Cabría preguntarse cuál habrá sido para Poe la razón creativa del nuevo género narrativo. Está claro que su intención fue exaltar en Dupin la más alta de las potencias intelectuales del hombre. Pero, tal 33 Podría postularse que en este nombre habría alguna alusión a Pierre Sylvain Le Roy, más conocido en la historia de la filosofía como Régis o Regius. Francés (1632-1707), encendido difusor del cartesianismo, con algunas tesis propias. O bien, a Henricus Regius van Le Roy, que abandonó el cartesianismo y lo combatió desde otra orilla. Ambas relaciones se asociarían al cartesianismo y a su crítica, reconocibles en los planteos de LMYLB.

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vez, detrás del proyecto del autor había una necesidad de ensayarlo. Con afirmación tajante, uno de sus críticos, Wood Krutch, dice: “Poe inventó las historias detectivescas para no volverse loco”34. Hay estudios psicológicos -psicoanalíticos y psicocríticos- sobre la narrativa de Poe, coincidentes en que en su espíritu se libraba una lucha de potencias contrarias: fuerzas oscuras y alienantes contra la lucidez de la inteligencia. Hombre de dos planos, uno tenebroso y otro iluminado, vivía una psycomaquia entre potencias demoníacas y angelicales que se disputaba en su interior. De las fuerzas oscuras nacen las memorables historias de terror que todos hemos padecido gozosamente, repasando su breviario de estremecimiento: “El retrato oval”, “El pozo y el péndulo”, “El gato negro”, “El corazón delator”. El mismo talento produjo la tríada de Dupin, triunfo supremo de la inteligencia develadora y lumínica sobre toda confusión o tiniebla. Las historias de horror, nacidas de los miedos; las historias policiales, nacidas de la inteligencia lúcida. Por eso es que algunos estiman que escribió el ciclo de Dupin para no extraviarse en el delirio que lo acosaba, o no caer en el abismo que lo acompañaba.De modo que, para el creador del género, es posible que una de las motivaciones haya sido la catarsis; exorcizar a los demonios ocultos y actuantes en su espíritu. Para ello fueron válvula eficiente de escape los relatos dupinianos. A su vez, si lo vemos desde la recepción, el relato poelicial le ofrece al lector una distensión de las angustias y una recuperación del orden después del extravío. Bastaría con citar un solo caso, el de un lector vicioso de novelas policiales, a lo largo de toda su vida: Juan Carlos Onetti, uno de los padres de la nueva narrativa hipanoamericana. Onetti no ha ensayado, formalmente, ningún cuento o novela policial, pero fue un consumidor irredimible de ellos. En una entrevista dice escueta y reveladoramente: “La novela policial me permite abandonar mi túnel personal”35. Salir del subterráneo propio hacia otras realidades en las que, a través del crimen y la aberración, se alcanza, finalmente, el esclarecimiento y la paz social. Los fantasmas personales, se olvidan frente a este cosmos que todo lo lleva hacia la luz meridiana y final.Ese lector de la narrativa policial también ha sido generado por Poe. Si Proust decía que los cuartetos de Beethoven generarían a los auditores capaces de estimar los cuartetos de Beethoven, a los cuentos dupinianos de Poe se les puede aplicar -servata distantia- dicha consideración. Las obras valiosos generan su propio público. Un nuevo género modela el suyo. Borges señala que el lector del discurso narrativo policial padece cierta deformación profesional curiosa:

Ese lector está lleno de sospechas, porque el lector de novelas policiales es un lector que lee con incredulidad, con suspicacia especial. Por ejemplo, si lee: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...” desde luego

34 W. Krutch, Edgard Allan Poe. A study in genius, 1926, pág. 114.35 María Esther Gilio y Carlos M. Domínguez. Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti, Bs. As., Planeta, 1993, pág. 339.

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supone que aquello no sucedió en la Mancha. Luego, ¿por qué no quiso acordarse Cervantes? Porque sin duda Cervantes era el asesino, el culpable (pág. 67) 36.

Sería partícipe de lo que en otros campos se llama “hermenéutica de la sospecha”. Es a propósito de estas reflexiones que Borges adelantará una opinión que abre cauce a una vasta especulación teórica y que resulta tan aplicable a la naturaleza del género como a su recepción por parte del lectorado: “Los géneros literarios dependen quizás menos de los textos que del modo en que éstos son leídos” (ob. cit., pág. 66). En medio del desborde, si no desgobierno del romanticismo, la aparición del género policial, con su caracterización de relato-problema, con sus exigencias de claridad expositiva, sus leyes de fair play, su nítida exposición de comienzo, medio y fin, su resolución final lúcida y esclarecedora, su restauración del orden en medio del caos provocado por el crimen, etc., fue una actitud clásica frente al torbellino romántico. Esto en cuanto al efecto -término tan del gusto poeniano- que su aparición produjo en el abigarrado siglo XIX. La narrativa policial mantuvo casi hasta el primer tercio de nuestro siglo la misma caracterización, sin modificaciones esenciales. Aún cuando se producen alteraciones importantes en ella con la aparición de la narrativa “negra” en Norteamérica, no abandonará el trazado argumental bien tramado, oponiéndose a la moda que anunciaba, con ingenua profecía “la muerte del relato y de la historia”. El discurso narrativo policial seguía, y lo ha hecho hasta nuestros días, resguardando ciertos elementos “conformadores” de lo literario. Digámoslo con palabras de Borges en su conferencia sobre “El cuento policial”:

¿Qué podríamos decir como apología del género policial? Hay una muy evidente y cierta: nuestra literatura tiende a lo caótico. Se tiende al verso libre porque es más fácil que el verso regular; la verdad es que es muy difícil. Se tiende a suprimir personajes, argumentos, todo es muy vago. En esta nuestra época tan caótica, hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial. Ya que no se entiende un cuento policial sin principio, sin medio y sin fin. [...] Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa; leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden. Esta es una prueba que debemos agradecerle, y es meritorio.

Cuando Borges habla de Poe y de su creación narrativa dice: “Poe no quería que el cuento policial fuera un género realista, quería que fuera un género intelectual, un género fantástico, si ustedes quieren, pero fantástico de la inteligencia, no de la imaginación solamente; de

36 J. L. Borges, Borges oral, Bs. As., Emecé-Universidad de Belgrano, 1979: “El cuento policial”, págs. 63-80: lo citado, pág. 80.

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ambas cosas, desde luego, pero sobre todo de la inteligencia” (ob. cit., pág. 73). Dupin es el allegamiento de imaginación e inteligencia.Retomemos algunos cabos. La obra poelicial ha sido catártica para el autor, restablecedora del orden en el caos por el triunfo final de la razón lúcida y analítica. Ha sido liberadora para los lectores angustiados. Y, es curioso, pero no debe serlo: han cuumplido un papel similar al de la matemática para los espíritus ocasionalmente confusos o conturbados, rescatándolos -el cuento poelicial y las matemáticas- del extravío y el caos. Recuerdo una frase nada menos que de Bertrand Russell: “En la adolescencia, la vida me era odiosa, y estaba continuamente al borde del suicidio, del cual me libré gracias al deseo de saber más matemáticas”37. Consonante con este mismo rescate por las matemáticas quiero recordar un pasaje autobiográfico de Ernesto Sábato.

Desde que recuerdo, mi vocación fue artística: la pintura y la ficción. Sin embargo, en dos momentos cruciales de mi vida, corrí hacia las matemáticas. Primero, cuando fui enviado desde mi pequeño pueblo pampeano a una ciudad para mí grande y terrible a seguir mis estudios secundarios. Me encontré solo y desamparado, lejos de mi madre, rodeado por chicos que se conocían entre sí, que parecían brillantes, que no podían considerar sino con irónica superioridad a un muchacho del campo. Yo había sido patológicamente introvertido, mis noches estaban pobladas de pavorosas pesadillas y alucinaciones, y todo ese tumulto interior y nocturno permanecía dentro de mí, disimulado por mi timidez. Al encontrarme en un mundo más duro, esos males se agravaron hasta un grado que es difícil suponer, y pasaba largas horas cavilando y llorando. Y entonces, de pronto encontré ante mí el mundo matemático. Todavía ahora recuerdo el éxtasis que experimenté en la primera demostración de un teorema: todo el orden, toda la pureza, todo el rigor que faltaba en mi mundo de adolescente, y que desesperadamente anhelaba, se me revelaba en ese orbe transparente de las formas geométricas; en ese universo platónico y perfecto que fascinaba al vicioso Sócrates. Por primera vez, también, aunque de modo casi inconsciente, me sentí disputado por dos fuerzas encontradas: la que me arrastraba hacia un abismo oscuro, la que intentaba rescatarme mediante los poderes del orden y la luz.

En una segunda encrucijada de mi vida, en otro momento de caos y desesperación, volví a acercarme a las matemáticas. Aunque más exacto sería decir que corrí a las matemáticas. En 1935, yo había ido, siendo estudiante, a un congreso comunista en Bruselas. Ya iba en plena crisis, mi cabeza era un pandemonio, mis ideas estaban revueltas, nada me parecía claro ni convincente. De Bruselas debía seguir hacia Rusia, pero lo que hice fue fugarme a París, sin

37 Bertrand Russell. La conquista de la felicidad. Madrid, Espasa-Calpe, 1991, pág. 34.

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autorización, naturalmente, de mis superiores. Allí, sin dinero, sin amigos, sin ánimo para nada, enfrenté una tremenda crisis. […] Un día de máxima desesperación fui a la librería Gilbert y robé un libro de Análisis Matemático, de Borel. Volví a la pieza del amigo en que dormía y a la luz de una lámpara empecé a leer su primera página. Pocas veces en mi vida sentí una tal paz interior, un confortamiento tan hermoso38.

La restauración del orden, el graduado esclarecimiento y discriminación en lo complejo y aún confuso, la secuencia explicativa, el proceso de exposición clarificadora, la razón operante en vivo y dinámica, la construcción de un cosmos, en fin, son elementos comunes a los dos ámbitos aquí allegados: matemáticas y literatura policial. Y presidiendo ambos espacios, la capacidad analítica del hombre.La vecindad de estos ámbitos explica intereses y atenciones de Borges, explícitas en un diálogo con G. Charbonnier39.

G. Ch.- De nosotros, los franceses, creo que se puede decir que lo que ha llamado la atención sobre sus obras es el gusto que poseemos por la lógica y la matemática modernas.

J. L. B.- Sí, sí, esto es muy posible. No creo ser un buen matemático, pero sí he leído -y releído, lo que es más importante- a Poincaré, Russell y algunos matemáticos más. Todo ello me ha atraído de la misma suerte. He dado conferencias en Buenos Aires sobre las paradojas eleáticas. No diré que sea matemático o filósofo, pero creo haber encontrado en la matemática y en la filosofía posibilidades literarias, y sobre todo para la literatura que más me apasiona: la literatura fantástica. [...] En un tiempo fui apasionado del álgebra. La aritmética siempre me aburrió un poco. No así el álgebra. Era, lo puedo decir con modestia, un buen algebrista y un mal aritmético (págs. 9-10).

Y hacia el final del sustancioso diálogo, al responderle a Charbonnier, que le ha señalado que cada vez que habla de sus obras, Borges acota: “hay dos ideas” -preguntándole a su vez: “¿Es que usted, Charbonnier, tiene la impresión de que no hay ninguna?”- distingue en lo propio. “Por un lado hay el plano intelectual, el plano matemático, por decirlo así. El otro plano es el poético. Sus preguntas me han revelado que esos dos planos, esas dos caras, deben estar siempre presentes en un libro. El anverso y el reverso de la medalla, ¿no?” (ob. cit., pág. 92).Los dos planos articulados que Borges señala como permanentes en toda su producción ponen en evidencia su carácter jánico o de Hermes Díprosopon, el de los dos rostros. Es decir, avecinando poesía y matemática en sus relatos, en su relato policial LMYLB, queda claro que38 En Obras. Ensayos. Bs. As., Emecé 1970, págs. 462-463, corresponde a El escritor y sus fantasmas.39 El escritor y su obra. Entrevista de G. Charbonnier con Jorge Luis Borges. México, Siglo XXI, 1967.

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Borges es D. y Dupin.

3. Ficción científica, el arte de la conjetura

Autor: Pedro Luis Barcia

El debate en torno de la ciencia ficción siempre se ubicó en un ámbito más cercano a la sociología que a la crítica literaria. En efecto, aquello que hoy se llama “ciencia ficción” (según una clasificación perpetrada por editores y libreros) acreedita en su pasado todos los prestigios de la tradición utópica occidental. Pero, de hecho, nació a la fama como un “género” popular, ajeno a las vanguardias literarias y huérfano de crítica, que recién comenzaría a llamar la atención de los académicos a fines de los años 60, cuando empezaban a soplar las primeras brisas posmodernas y con ellas se iniciaba el rescate de la cultura pop. En un mundo donde el escaso público que aún no ha optado por los juegos electrónicos consume best sellers manufacturados en serie, y la ficción que recomiendan los críticos no suele interesar más que a ellos, es imposible desconocer que la literatura de ciencia ficción constituye un mercado de importancia: un alto porcentaje de las diezmadas huestes de lectores consume ciencia ficción.Otros “géneros” populares han tenido más suerte: los prejuicios contra la narrativa policial han cedido, aunque en la práctica haya sido absorbida casi por completo por el cine. La ciencia ficción, en cambio, sigue estando relegada a los estudios de mercado o a la sociología literaria. Se da por descontado que si un autor pertenece al “género” (es decir, si sus obras han aparecido en revistas o colecciones genéricas) podrá tener “su” público y hasta ser objeto de culto, pero no existirá fuera de él.En una cultura que se segmenta cada vez más, el escritor que tuvo la desgracia de hacer carrera en la ciencia ficción deberá pagar por las ventajas que ofrece un mercado fiel, el precio de ser ignorado por la crítica.James G. Ballard y Philip K. Dick, por ejemplo, son decididamente posmodernos: el uno por haber anticipado en veinte años los climas y las ambigüedades de la posmodernidad, y el otro por cultivar la hibridación de estilos y géneros antes que otros las levantaran como consignas programáticas. Su posmodernismo no responde a imperativos de escuela sino a la espontaneidad de artistas sensibles a los cambios de su tiempo. Sin embargo, será difícil encontrar un crítico que los mencione, segregados como están tras los muros de un género despreciado por ser masivo. La envidia de los árbitros culturales, pese a todos los discursos demagógicos, sigue viva y actuando, y no perdona que los lectores desobedezcan sus mandatos.Siempre se ha discutido si la ciencia ficción es menos o más que una literatura. Algunos, incluyendo ciertas figuras del género como

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Norman Spinrad, la han condenado a ser una “subliteratura”, endilgándole su carácter predominantemente especulativo, su carencia de personajes creíbles o su desinterés por explorar nuevas estructuras y estilos. Los adictos a la ciencia ficción, que generalmente ignoran otro tipo de lecturas, la ven como la única narrativa capaz de estimular y satisfacer su imaginación, el único género capaz de hacerse cargo de los interrogantes que plantea la tecnociencia, esos que el resto de la narrativa recoge a lo sumo como parte de su escenografía, pero sin hacerlos jamás temáticos.Algo hay de cierto en la base de estas exageraciones, así como lo hay en el hecho de que se insista en el enfoque socio-cultural de la ciencia ficción. Más allá de todas las cuestiones literarias, bien puede decirse que la ciencia ficción ha constituido una corriente ideológica nada despreciable, que a lo largo de todo el siglo XX, circuló por debajo de los discursos dominantes, alimentando el imaginario colectivo y filtrándose en los proyectos más ambiciosos; como buena ideología pasaba inadvertida, y nadie quería hacerse cargo de ella.Mientras se multiplicaban las ociosas discusiones en torno a su sentido, la ciencia ficción iba conformando la imaginación de las generaciones expuestas a su influencia, suministrándoles un arsenal de símbolos acorde con las revoluciones tecnológicas y las transformaciones sociales. Nacida como el último avatar del progresismo positivista, la ciencia ficción pasó a ser el vocero de las dudas y los temores que despertaba el progreso, exteriorizándolas en una suerte de catarsis cultural. Algunos filósofos lo llegaron a percibir: Karl Jaspers escribió que toda la ciencia ficción apocalíptica surgida en torno de la energía atómica había servido para evitar el peligro de una catástrofe nuclear. Hannah Arendt reconoció que detrás del Sputnik y la exploración del espacio, estaban las fantasías de la ciencia ficción.Palabras que hoy forman parte de nuestro vocabulario, como “robot” (Capek), “robótica” (Asimov), “televisión” (Gernsback), o “astronáutica” (Rosny), fueron creadas por escritores de ciencia ficción. Algunos de sus nombres figuran hoy en los libros de cosmografía: quienes cartografiaron Marte o Venus se habían nutrido de ciencia ficción, de la misma manera que los conquistadores de América lo habían hecho con las novelas de caballerías.El desarrollo de la energía atómica, la exploración espacial y la revolución informática fueron ideas que nacieron en las mentes de personas que habían sido formadas por las fantasías de la ciencia ficción. Se cuenta que cuando el hombre llegó a la Luna, el editor John W. Campbell, una legendaria figura del género, reunió a sus colaboradores para decirles “Nosotros lo hicimos, por unos pocos centavos cada página...”Algunos de los mitos más persistentes de este siglo, como el mito OVNI (hoy convertido en religión) fueron construidos por la literatura de ciencia ficción varias décadas antes de que afloraran masivamente en la cultura de masas. Una de las más influyentes y peligrosas sectas multinacionales (la Cienciología) fue creada por un antiguo escritor del género, Lafayette R. Hubbard. La famosa

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Iniciativa de Defensa Estratégica, que llevó al absurdo a la guerra fría y acabó con la Unión Soviética, se llamó “Guerra de las Galaxias”, en homenaje a George Lucas, quien, a su vez se había propuesto homenajear a las space-operas de la década del 30. Quien lee hoy a los más notorios ensayistas y divulgadores científicos, como Carl Sagan o Steven Hawking, no dejará de percibir el constante uso de recursos propios de la ciencia ficción: algunos hombres de ciencia, como Fred Hoyle, Sagan o Marvin Minsky han incursionado en la narrativa siguiendo las pautas del género. Asimov, quizás el más popular de los divulgadores, procedía enteramente de él.La ciencia ficción ha invadido hasta tal punto el torrente circulatorio de nuestra cultura que hoy se hace mucho más difícil que en otras épocas encontrar problemas, situaciones o conflictos específicos del género que ya no estén de algún modo orillando el realismo. Aquello que denunciara Brian Aldiss hace un cuarto de siglo (“La ciencia ficción no existe, sólo existe el Imperio editorial de la ciencia ficción”) parece haberse cumplido, en la medida en que el “mercado” sigue próspero, pero los productos que se comercian en él son bastante dudosos.En efecto, la ciencia ficción “dura”, con sólida base científica, tiene que competir con los divulgadores y corre el riesgo de quedarse obsoleta a corto plazo. Las trilogías, tetralogías y demás engendros que se consumen ávidamente parecen más novelas de capa y espada o cuentos de hadas que lo que solía llamarse ciencia ficción. Los vástagos más prometedores del género, los cyberpunks, se revuelcan en su propio pesimismo, pregonan que “no hay futuro” y canalizan toda su fantasía en el “espacio virtual” de las computadoras.“Ciencia ficción” se ha vuelto un sinónimo de “fantasía” en el lenguaje corriente. Al mismo tiempo, el posmodernismo ha permitido la más promiscua hibridación de los géneros, de manera que hoy es posible hacer un film que sea al mismo tiempo policial, denuncia política, ciencia ficción, horror y fantasía, que incluya técnicas de animación, escenas en blanco y negro y rótulos al estilo del cine mudo.De ese modo, en un mundo poblado de ornitorrincos, es difícil ponerse a diferenciar las aves corredoras de los mamíferos. Algo así ocurre cuando nos preguntan qué “es” hoy la ciencia ficción y cómo hacer para distinguirla de otras narrativas.Podríamos responder que no hace mucho la ciencia ficción se diferenciaba de la fantasía en cuanto sus situaciones eran siempre justificables racionalmente. Allí donde el autor de fantasías exigía al lector que se rindiera a las reglas de juego que él ponía, el escritor de ciencia ficción estaba obligado a dar una explicación por lo menos racional (o “científica”). No importaba si la explicación ofrecida era efectivamente científica, es decir, basada en teorías o hechos verificados: lo único necesario era que fuera coherente y plausible. Por más especulativa que fuera la propuesta, debía tener las características de una conjetura racional.

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Para los que dudaban que la ciencia ficción pudiera convertirse en una literatura perdurable bastarían nombres como los de Olaf Stapledon, Sturgeon, Ursula K. Le Guin, Stanislav Lem, Cordwainer Smith, Philip K. Dick o Ballard. Estas cumbres se alcanzaron quizá en el momento áureo en que el nuevo imaginario tecnológico acababa de consolidarse y las convenciones pasaban a integrar el patrimonio de los auténticos creadores. Luego, la idea del progreso (incluyendo ahora el progreso tecnológico), entró en un prolongado eclipse, la racionalidad en crisis, y el imaginario comenzó a poblarse de magia, irracionalidad y la búsqueda de asideros en un mundo inestable. El cine de ciencia ficción, que había dado Kubrick, a Tarkovsky y al mejor Ridley Scott, se internó definitivamente en la Disneylandia de los efectos especiales, marcando un estilo ilusionista que los narraodres asumirían como evasión.El viejo lector de ciencia ficción buscaba ideas estimulantes que lo hicieran pensar y exorcisaran los temores del cambio, sin dejar de confiar en que la racionalidad científico-tecnológica sería capaz de resolver todos los problemas. El actual, que suele pedir “buenas ondas” y “energía positiva” se debate en la duda de un confuso “retorno a lo Sagrado”. Puede empecinarse de manera masoquista, en imaginar un inevitable futuro de pesadilla, donde las cosas irán cada vez peor, o evadirse a mundos de fantasía donde los personajes son inmortales, la magia “funciona” y aunque la naturaleza humana siga tan corrupta como siempre, uno puede identificarse con personajes cuasi divinos.La ciencia ficción es parte de la cultura contemporánea, y sigue sus vaivenes. El tiempo dirá si su ciclo se ha cumplido, aun cuando el imperio editorial siga vivo. Sabremos entonces si la evasión ha derrotado definitivamente a la reflexión, o si las semillas de ésta germinarán en el futuro. De cualquier manera, no es poco lo que ha hecho para configurarnos tal como somos.

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Índice. Unidad 4

Guías temáticas para clases teóricas……………………………..………… 21. Literatura folk, popular y popularizada……………………………………………………22. La literatura policial………………………………………………………………………………63. “El halcón maltés”, de John Houston…………………………………………………….134. La Ficción Científica…………………………………………………………………………….19Textos……………………………………………………………………………….21SELECCIÓN DE CUENTOS POLICIALES……………………………………..211. “La carta robada”, de E. A. Poe……………………………………………………………222. “La muerte y la brújula”, de Jorge Luis Borges………………………………………353. “La espera”, de J. L. Borges…………………………………………………………………434. “El carbunclo azul”, de Arthur Conan Doyle…………………………………………..455. “La cruz azul”, de G. K. Chesterton,……………………………………………………..586. “Las señales”, de Adolfo Pérez Zelaschi……………………………………………….737. “Los asesinos”, de E. Hemingway……………………………………………………….828. “Orden Jerárquico”, de E. Goligorsky………………………………………………….91SELECCIÓN DE CUENTOS DE CIENCIA FICCIÓN……………………….94A. Selección de cuentos de Crónicas Marcianas……………………………………….941. Abril de 2000. “La tercera expedición”……………………………………………….952. Septiembre de 2005. “El marciano”…………………………………………………….1083. Octubre de 2026. “El picnic de un millón de años”………………………………118B. Selección de Cuentos de Phillip Dick……………………………………………………1254. “El artefacto precioso”……………………………………………………………………….1255. “La máquina preservadora”……………………………………………………………….138

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Bibliografía obligatoria……………………………………………………….1441. La carta robada, cuento poelicial………………………………………………………..1452. Geometrización del cuento: la muerte y la brújula”………………………………1603. Ficción científica, el arte de la conjetura……………………………………………..177

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