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1 MARTIRIO: ITINERARIO DE LA IGLESIA MISIONERA "Seréis mis testigos" (Hech 1,8) J. Esquerda Bifet INTRODUCCION: MARTIRIO Y MISION 1. TESTIGOS DE LOS PLANES DE DIOS AMOR EN CRISTO. Dimensión teológica 2. TESTIGOS DE CRISTO MUERTO Y RESUCITADO. Dimensión cristológica y pascual 3. TESTIGOS DE LA FUERZA DEL ESPIRITU. Dimensión pneumatológica 4. TESTIGOS DE LA PRESENCIA DE CRISTO RESUCITADO EN LA COMUNIDAD ECLESIAL. Dimensión eclesiológica 5. TESTIGOS DE LA VERDAD DEFINITIVA DE CRISTO EN LA SOCIEDAD ACTUAL. Dimensión antropológica y escatológica 6. TESTIGOS GOZOSOS DE LA ESPERANZA. Dimensión de espiritualidad misionera CONCLUSION: ITINERARIO MARTIRIAL DE LA IGLESIA DEL TERCER MILENIO PARA MEDITAR Y COMPROMETERSE EN EL CAMINO MARTIRIAL DE LA IGLESIA BIBLIOGRAFIA SIGLAS

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MARTIRIO: ITINERARIO DE LA IGLESIA MISIONERA

"Seréis mis testigos" (Hech 1,8)

J. Esquerda Bifet

INTRODUCCION: MARTIRIO Y MISION

1. TESTIGOS DE LOS PLANES DE DIOS AMOR EN CRISTO. Dimensión teológica

2. TESTIGOS DE CRISTO MUERTO Y RESUCITADO. Dimensión cristológica y pascual

3. TESTIGOS DE LA FUERZA DEL ESPIRITU. Dimensión pneumatológica

4. TESTIGOS DE LA PRESENCIA DE CRISTO RESUCITADO EN LA COMUNIDAD ECLESIAL. Dimensión eclesiológica

5. TESTIGOS DE LA VERDAD DEFINITIVA DE CRISTO EN LA SOCIEDAD ACTUAL. Dimensión antropológica y escatológica

6. TESTIGOS GOZOSOS DE LA ESPERANZA. Dimensión de espiritualidad misionera

CONCLUSION: ITINERARIO MARTIRIAL DE LA IGLESIA DEL TERCER MILENIO

PARA MEDITAR Y COMPROMETERSE EN EL CAMINO MARTIRIAL DE LA IGLESIA

BIBLIOGRAFIA

SIGLAS

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INTRODUCCION: MARTIRIO Y MISION

El itinerario histórico de la Iglesia de Jesús estará siempre adornado de flores rojas de martirio, que pueden ser de sangre derramada o de vida donada por amor. El rostro del Buen Pastor se deja transparentar a través de vidas gastadas en amarle y hacerle amar.

Todo creyente queda invitado a "seguir las huellas de Cristo" (1Pe 2,21) para "participar en sus sufrimientos" (1Pe 4,13). La comunidad eclesial es transparencia de Cristo, en la medida en que sus componentes vivan esta realidad martirial, que es el estado normal de la Iglesia peregrina y misionera.

Cristo prolonga en su Iglesia su misma realidad oblativa. Vivir y morir por Cristo (cfr. Rom 14,8) equivale a la actitud permanente de transformar la vida en donación. Entonces aparece que la vida cristiana es asociación a Cristo, para "completarlo" en su gesto de morir amando y perdonando (cfr. Col 1,24).

Martirio significa testimonio de la propia fe, proclamar la esperanza en Cristo resucitado y hacer de la vida el supremo acto de caridad. Se da la vida como Cristo, guiados por el amor del Espíritu, para proclamar la Providencia misteriosa y amorosa del Padre. Puede ser en una "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3), como en Nazaret. Puede ser en los momentos de dolor y abandono, como en el Calvario (cfr. Lc 23,45). Siempre es prolongar en el tiempo la misma vida de Jesús.

Los mártires son siempre "semilla de nuevos cristianos, semilla de reconciliación y de esperanza... su testimonio enriquece el tesoro de gracia que la Iglesia abrirá a todos en el Gran Jubileo" (Juan Pablo II, 21.3.99).

El significado del martirio

Los mártires son testimonio de Dios Amor, de Cristo muerto y resucitado, de la fuerza del Espíritu, de la presencia de Cristo en la comunidad eclesial, de la verdad definitiva en la sociedad de hoy... Así es el itinerario misionero y martirial de la Iglesia en el tercer milenio, en su dimensión teológica, cristológica, pneumatológica, eclesiológica, atropológico-escatológica y espiritual.

El Señor calificó a sus discípulos de "testigos" ("mártires"), indicando que su vida estaba orientada a dar "testimonio" ("martirio") de él y de su mensaje evangélico: "Vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15,27); "seréis mis testigos... hasta el extremo de la tierra" (Hech 1,8; cfr. Mt 10,17-20).

Este "testimonio" evangélico de los seguidores de Cristo ha sido calificado con la palabra griega "martiría" ("testimonio"). Juan, en el Apocalipsis, se presenta como "testigo" ("mártir") (Apoc 1,2.9), y narra, entre otras pruebas eclesiales, el "martirio" de los que son fieles a Cristo hasta dar su vida por él (Apoc 6,9; 7,9-14).

Así lo reconocieron los Apóstoles desde el día Pentecostés: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32). "Yo soy también testigo de los padecimientos de Cristo y partícipe ya de la gloria que está por revelarse" (1Pe 5,1).

"Martirio" significa testimonio cualificado, especialmente hasta derramar la sangre. "El martirio es un acto de fortaleza" (San Tomás). El "mártir" es "testigo" del misterio pascual de Cristo, por medio de una vida que deja traslucir la oblación del Señor. El "martirio" es, pues, la actitud de dar la vida, en unión con el sacrificio de Cristo, para testimoniar la

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fe. No sería posible esta actitud oblativa y martirial sin la fuerza del Espíritu Santo (cfr. Mt 10,20). El "mártir" entrega su vida perdonando a los perseguidores (cfr. Hech 7,60).

"El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza" (CEC 2473).

Dimensión misionera del martirio

Siempre se ha considerado el martirio como indispensable para el primer anuncio evangélico y, de modo especial, para la implantación de la Iglesia. "El martirio cristiano ha acompañado siempre y sigue acompañando todavía la vida de la Iglesia" (VS 90). Habrá que distinguir entre el martirio de sangre y el de una vida sacrificada ocultamente. Pero siempre quedará en pie su valor de "signo" radical que acompaña necesariamente al mensaje predicado: "dar el supremo testimonio de amor, especialmente ante los perseguidores" (LG 42). La oblación martirial puede considerarse como "muerte vicaria", en cuanto que, en Cristo, asume la muerte de todas las personas (también no cristianas) que han dado la vida por la verdad y el bien.

El momento del martirio es el resumen de una vida que quiere transparentar el mensaje evangélico del Señor, "con caridad sincera, y si es necesario, hasta con la propia sangre" (AG 24). En él "resplandece la intangibilidad de la dignidad personal del hombre" (VS 92), es "un signo preclaro de la santidad de la Iglesia" y se convierte en "anuncio solemne y compromiso misionero" (VS 93).

Esta es la constante misionera desde los inicios del cristianismo: "Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús" (Hech 4,33). Por esto, el martirio ha llegado a ser "patrimonio común" de todos los cristianos (cfr. UR 4; UUS 1 y 84) e incluso de muchas personas de buena voluntad (cfr. VS 92).

Iglesia misionera y martirial

La Iglesia se encuentra siempre "en estado de persecución - ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad-, porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana" (DeV 60; cfr. Mc 13,9). Los mártires "son anunciadores y testigos por excelencia" (RMi 45).

El martirio cristiano puede ser cruento e incruento. Derramar la sangre amando en un momento de violencia, es imposible sin la gracia de Dios. Gastar la vida afrontando las dificultades cotidianas con amor, presupone, de hecho, la misma gracia. Si el don del martirio propiamente dicho queda restringido en cuanto al número, "conviene que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia" (LG 42).

El martirio participa de la eficacia del misterio pascual de Cristo (cfr. Jn 12,24.31). Se vive y se muere por él y con él (cfr. Rom 14,8). La oblación de Cristo, presente en la Eucaristía, hace posible la vida martirial, que se convierte en "trigo de Dios... trigo de Cristo" (S. Ignacio de Antioquía). La eucaristía construye a la Iglesia como comunidad

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martirial y virginal. El hecho constante del martirio pone en evidencia que "la misión... tiene su punto de llegada a los pies de la cruz" (RMi 88).

Los albores del tercer mienio del cristianismo se inician también con la memoria de los mártires: "La Iglesia ha encontrado siempre, en sus mártires, una semilla de vida. «La sangre de los mártires es semilla de cristianos». Esta célebre «ley» enunciada por Tertuliano, se ha demostrado siempreverdadera ante la prueba de la historia. ¿No será así también para el siglo y para el milenio que estamos iniciando? Quizás estábamos demasiado acostumbrados a pensar en los mártires en términos un poco lejanos, como si se tratase de un grupo del pasado, vinculado sobre todo a los primeros siglos de la era cristiana. La memoria jubilar nos ha abierto un panorama sorprendente, mostrándonos nuestro tiempo particularmente rico en testigos que, de una manera u otra, han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecución, a menudo hasta dar su propia sangre como prueba suprema. En ellos la palabra de Dios, sembrada en terreno fértil, ha fructificado el céntuplo (cf. Mt 13,8.23). Con su ejemplo nos han señalado y casi «allanado» el camino del futuro. A nosotros nos toca, con la gracia de Dios, seguir sus huellas" (Juan Pablo II, Novo Millennio Inneunte, n.41).

Este despertar misionero necesita "testigos" de una fuerte experiencia de Cristo resucitado: "Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos" (NMi, n.40).

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1. TESTIGOS DE LOS PLANES DE DIOS AMOR EN CRISTO. DIMENSION TEOLOGICA

Dar testimonio de los nuevos designios de Dios Amor, manifestados por medio de Cristo, será siempre difícil y arriesgado. Cada cultura y cada religión (y también cada corazón humano) tiene sus modos legítimos y lógicos de relacionarse con Dios. El cristianismo no es otro modo al estilo de las demás experiencias religiosas, sino que ofrece la gran novedad que sobrepasa todos los esquemas culturales y religiosos: "De tal manera amó Dios al mundo que le ha dado a su Hijo unigénito" (Jn 3,16). Dios ha querido mostrar sus amor y su presencia "de muchas maneras" y a todas las culturas y religiones; pero ahora "nos ha hablado por medio de su Hijo" (Heb 1,2).

Anunciar esta novedad salvífica significa que "Dios es Amor" (1Jn 4,8), que "a Dios no le ha visto nadie", sino que el Hijo unigénito nos lo ha contado" (Jn 1,18). Sólo Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre (cfr. Jn 1,14), nos puede dar a conocer este misterio de Dios Amor (cfr. Mt 11,27). Todo hombre de buena voluntad, habituado a la sorpresa de Dios, aceptaría el anuncio evangélico, si viera los signos establecidos por Dios y recibiera la gracia de la fe.

Este anuncio cristiano no es exclusivista ni destructor o humillante, puesto que Cristo "no ha venido a destruir, sino a llevar a la perfección" (Mt 5,17). Tampoco es simplemente inclusivista en el sentido de añadirse a las demás experiencias religiosas como una de tantas. "El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad" (TMA 6); es "la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia" (TMA 5). Se anuncia que las "semillas del Verbo", sembradas por el Espíritu Santo en todas las culturas y religiones, están llamadas a "madurar en Cristo" (RMi 28).

Quien da testimonio de estos planes de Dios Amor, a partir de la propia "experiencia de Jesús" (RMi 24), corre el riesgo de ser mal interpretado e incluso rechazado por el mundo, como lo fue el mismo Señor. Se trata de correr la misma suerte de Cristo, como él mismo lo anunció en la última cena (cfr. Jn 15,18ss). Pablo era consciente de esta realidad: "Estoy crucificado con Cristo Jesús" (Gal 2,19).

No se puede dar testimonio de este encuentro de fe, como "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88), si no se experimenta, en la propia pobreza, la misericordia y el perdón de Dios. El verdadero apóstol anuncia a Cristo desde la experiencia de perdón: "Cristo Jesús ha venido al mundo para salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo" (1Tim 1,15).

A partir de este don de la fe vivida, el apóstol se transforma en autorretrato de las bienaventuranzas y del mandato del amor. Los no creyentes en Cristo necesitan ver este testimonio de reaccionar amando y perdonando como Cristo (cfr. Mt 5,44-48). No obstante, este radicalismo evangélico puede producir un nuevo rechazo, como en Nazaret, y una nueva crucifixión: "lo quisieron despeñar" (Lc 4,29).

Sin la actitud de perdón, no existe el martirio cristiano. Pero el anuncio de la reconciliación y del perdón puede producir un nuevo escándalo y un nuevo rechazo. Se puede constatar en algunos medios de comunicación social una crítica y una caricatura de esta actitud evangélica de reconciliación. La actitud de perdón, por parte del diácono mártir San Esteban, dio inicio a una nueva persecución, pero también a una nueva posibilidad de evangelizar y a la conversión de Saulo el perseguidor (cfr. Hech 7,60; 8,1ss).

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A Dios Amor, revelado por Cristo, se le descubre en los testigos que hacen de la vida una donación: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16). Esta actitud de amor revela una nueva filiación divina participada, que nos hace "hijos en el Hijo" (GS 22; cfr. Ef 1,5; Mt 5,45). El "Padre nuestro", orado por Jesús en nosotros, se traduce en "vencer el mal con el bien" (Rom 12,21).

Quien da testimonio de Cristo, a riesgo de ser vituperado, proclama que "todo es gracia", según la expresión de Santa Teresa de Lisieux, porque no sucede nada "sin el consentimiento del Padre" (Mt 10,29). Quien se dedica a anunciar esta utopía cristiana, sabe muy bien que la persecución puede provenir de parte de quienes están convencidos de "dar culto a Dios" (Jn 16,2). Pero la reacción cristiana del amor y del perdón, se muestra cuando vivimos "alegres en la esperanza" (Rom 12,12), como reflejo de las bienaventuranzas: "Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa (Mt 5,11). Es la alegría de "ser ultrajador por el nombre de Jesús" (Hech 5,41).

Sólo después de meditar el evangelio en el corazón y en diálogo con Cristo presente en la Eucaristía, se puede decir con autenticidad: "Padre mío, yo me abandono en Ti, haz de mí lo que quieras. Por todo lo que hagas de mí, Te doy gracias. Estoy dispuesto a todo... y es una necesidad de mi amor el poder darme, ponerme en tus manos, sin reservas, con infinita confianza, porque Tú eres mi Padre". (Carlos de Foucauld). Así es la preparación misionera para el martirio.

Dios Trinidad es Dios Amor en su vida íntima de máxima unidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo (una naturaleza y tres personas). Testimoniar este misterio sólo es posible con una vida que sea dinámica de amor: "por él (Cristo), unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18). El Espíritu hace posible que digamos "Padre" a Dios, con la voz y el amor de Jesús (cfr. Rom 8,15; Gal 4,6). Pero esa dinámica (de oración y de anuncio) indica un corazón unificado en el amor, en el que se refleja la vida trinitaria.

Anunciar el misterio de la Trinidad de Dios Amor y de la Encarnación del Verbo, será siempre riesgo de martirio. Porque no se trata de una teoría amorfa, sino de un compromiso de hacer de la vida una donación. Es la moral cristiana acerca de la vida, de la familia, de la persona en todas sus actuaciones, de la comunidad humana: "ordenar la vida según el amor" (San Tomás de Aquino). Anunciar la cultura de la vida producirá una persecución permanente por parte de la falsa cultura de la muerte, infiltrada en todo corazón donde Cristo no es el verdadero centro.

Es un riesgo permanente creer y anunciar que Cristo es el Hijo de Dios (el Verbo) hecho hombre, el único Salvador. Los seguidores y entusiastas del progreso, de las culturas y de las religiones, pueden llegar a pensar que esta fe les desbarata sus seguridades legítimas. Pasar de este prejuicio a la persecución y al martirio, será una posible consecuencia. Pero en realidad, la Encarnación es la clave para valorar todos los dones de Dios (insertados en culturas y religiones) como preparación para el encuentro final con Cristo.

Si "el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22) ello significa que toda la historia camina con él y hacia él. Sólo Cristo puede descifrar el misterio del hombre. Pero, del mismo modo que, dentro de la comunidad eclesial, se han producido escisiones y tensiones por apego a los dones de Dios (dones que no son Dios), también en la sociedad humana se han producido y se producirán siempre rechazos y persecuciones. Los únicos que pueden lograr superar este "impasse", son los

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testigos del gozo de la esperanza, que saben perderlo todo para reaccionar amando y darse del todo a los demás. Volando alto en el amor y la esperanza, las pequeñas diferencias de la tierra (por buenas que sean) no pueden ser motivo de división ni de odio.

El gozo de la esperanza radica en la convicción de haber sido "elegidos en Cristo" desde la eternidad y para la eternidad (cfr. Ef 1,3ss). Anunciar esta realidad de gracia equivale a proclamar que Cristo es "la palabra definitiva" de Dios (TMA 5). La luz de Cristo disipa las tinieblas del error y del egoísmo, mientras, al mismo tiempo, recupera todos los destellos de verdad y de bondad para que no se pierda nada de todo lo que viene de Dios.

Anunciar esta verdad evangélica lleva siempre a la cruz: "La misión... tiene su punto de llegada a los pies de la cruz" (RMi 88). Jesús hubiera sido "crucificado" en cualquier pueblo y cultura donde hoy se aniquila o margina al inocente. Cuando el corazón no está totalmente abierto al amor, interpreta los dones de Dios (y la palabra divina) según el propio talante, produciendo los rechazos consabidos de toda época histórica y de toda comunidad humana y también eclesial. Así es como se puede llegar a la "persecución de los buenos" (Pío XII).

El gozo de la esperanza, que brota irresistible en los momentos de dolor y de martirio, ha ido creciendo paulatinamente en la relación personal con Cristo y en el seguimiento evangélico de compartir su misma vida. Cuando no hay tiempo para "estar con él" (Mc 3,14) y cuando las propias preferencias se imponen a los intereses de Cristo y al amor a los hermanos, entonces no es posible que surja la verdadera actitud martirial descrita por San Pablo: "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones" (2Cor 7,4). Sin esta actitud, sólo habría protesta, agresividad y desánimo.

La Encarnación del Verbo lleva a la perfección todas las leyes que Dios ha sembrado en la conciencia humana, en las culturas religiosas de los pueblos y en la revelación veterotestamentaria. Anunciar a Cristo equivale a proclamar las bienaventuranzas, que urgen a amar como Dios nos ama en Cristo: "amad... sed perfectos" (Mt 5,44.48). Es también el mandamiento nuevo de Cristo: "como yo os he amado" (Jn 13,34).

El anuncio de esta nueva ley del amor puede parecer que desbarata muchos esquemas humanos, que son válidos y que también son don de Dios, pero que no son la donación de Cristo el Hijo de Dios inmolado por amor. Cuando Cristo proclamó las bienaventuranzas, trazó la pista para descifrar el significado del martirio como testimonio del gozo de la esperanza.

Una Iglesia de rostro alegre es una Iglesia martirial. Anunciar el verdadero gozo en un orgía o en una fiesta de máscaras, producirá siempre el rechazo. Anunciar la cultura de la vida por encima de la cultura de la muerte y del pecado, será siempre causa de persecución, porque hay muchos intereses de por medio. Pero "la Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y de salvación... Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser pueblo de la vida y para la vida" (EV 78).

Cuando no se posee nada más que lo imprescindible para servir y para darse uno mismo, entonces brota en el corazón el gozo de la esperanza: "Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador" (Lc 1,47). Con esta disponibilidad mariana, los cristianos aprendemos que "Jesús es el único Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar... Es necesario hacer llegar el Evangelio de la vida al corazón de todo hombre" (EV 80). El nacimiento de Cristo, hace 2000 años, sigue siendo la única "gran alegría par todo el

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pueblo" (Lc 2,10).

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2. TESTIGOS DE CRISTO MUERTO Y RESUCITADO. DIMENSION CRISTOLOGICA Y PASCUAL

Al vivir el misterio de la Encarnación, el creyente siente a Cristo cercano: su mirada, sus pisadas, sus gestos, su corazón... De esta experiencia de su cercanía misericordiosa y de su presencia de resucitado, nace el amor apasionado por él y el anuncio apasionado de su persona y de su mensaje. Pero Cristo necesita nuestras miradas, nuestros pies, nuestras manos y nuestro corazón. La misión consiste en "dar vida por vida, amor por amor", como decía el Bto. Andrés, protomártir del Vietnam (año 1642). Este joven catequista de 19 años no quiso que los cristianos recogieran su sangre, sino que prefirió que esa sangre generosa empapara la tierra en que nació, para que Cristo pudiera nacer en todos los corazones.

Anunciar el misterio pascual de Cristo incluye el riesgo de un rechazo como el que sufrió Pablo en Atenas (cfr. Hech 17,32). No resulta cómodo ni produce ventajas temporales el proclamar que la única salvación se encuentra en Cristo crucificado y resucitado: "No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hech 4,12).

El problema del dolor y de la muerte es el mayor desafío con que se enfrenta toda religión y toda reflexión humana. La solución cristiana no es técnica ni teórica, sino sapiencial: poder compartir la vida y destino de Cristo para llegar al gozo de la resurrección. Propiamente es él quien comparte con nosotros nuestro caminar; es él quien ama y sufre en nosotros.

La novedad cristiana no consiste en una explicación sistemática sobre el sufrimiento, sino en que Cristo resucitado nos acompaña para "completarlo" en su pasión, muerte y resurrección (cfr. Col 1,24). Si este mensaje no se vive desde dentro, es decir, desde la unión con Cristo, se convierte en "piedra de escándalo" (Lc 2,25). Cuando se vive de verdad, es fuente de gozo.

En una sociedad de bienestar, el anuncio del misterio pascual puede resultar estridente en un primer momento; pero ése es el único camino para que el corazón humano se abra y encuentre la felicidad. A Cristo le rechazaron porque no era el Mesías que esperaban según los baremos de bienestar y de triunfo. El discípulo y testigo de Cristo correrá la misma suerte: "Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros" (Jn 15,20).

Precisamente por el hecho de vivir y sufrir amando, el testigo ("mártir") de Cristo anuncia la verdadera redención (liberación) e inserta en la historia el tono de esperanza (cfr. Rom 12,12). El martirio es el supremo acto de caridad (cfr. Jn 15,13), capaz de vencer el odio y de iluminar el camino histórico hasta un encuentro final de toda la humanidad con Cristo. La vida y la muerte del mártir cristiano proclama que Jesús es verdadero Dios, verdadero hombre y único Salvador, que salva al hombre por medio del mismo hombre, sin destruir los valores del camino religioso que ya ha recorrido bajo la guía de la providencia divina.

Hay una originalidad en el martirio cristiano, infinitamente más allá de dar la vida por un ideal honesto y verdadero. Efectivamente, se proclama y se prolonga en el tiempo la actitud oblativa de Jesús en la cruz, donándose confiadamente en manos del Padre por amor a toda la humanidad. Los hombres todos, de cualquier cultura y religión, se pueden salvar, porque Cristo "ha muerto por todos" (2Cor 5,14).

La fuerza del martirio cristiano deriva del amor de Cristo, que, al dar la vida por amor, sostiene la marcha martirial de su Iglesia: "Así como

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Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene un amor más grande que el que ofrece la vida por El y por sus hermanos (cfr. 1 Jn., 3,16; Jn., 15,13)... El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo llega a hacerse semejante al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a El en el derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y la mayor prueba de la caridad" (LG 42).

Es la fuerza de la verdad, vivida y anunciada por amor, como transparencia de las bienaventuranzas. "La doctrina de la cruz... es poder de Dios" (1Cor 1,18). Como Cristo y en unión con él, el mártir se convierte en "rescate" por la salvación de todos (cfr. Mt 20,28). Su donación sacrificial es para el bien de toda la humanidad, en "la esperanza que no defrauda" (Rom 5,5).

Se vive y se muere por amor, como queriendo dar a Cristo y a los hermanos el suspiro de cada momento y, como resumen de todos, el último suspiro. Esta lección se ha aprendido del mismo Cristo, que ha dado muestra de un "amor más grande" y más hermoso (Jn 15,13). Toda tribulación, afrontada por amor de Cristo, se vive "en su nombre", es decir, en unión con él (Jn 15,21). Pero esta actitud de amor desconcierta a quien no entiende de donación: "No os extrañéis, hermanos, si el mundo os aborrece. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos" (1Jn 3,13-14).

El hecho de enamorarse de Cristo da sentido a la propia vida y la pone al servicio de los demás. Es la misma caridad del seguimiento e imitación de Cristo, que no acepta rebajar el precio de la donación: la totalidad. Pero "la caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico, puede llevar al creyente al testimonio supremo del martirio" (VS 89).

El cristianismo es religión de esperanza gozosa y audaz. Apoyados en esta esperanza, que se desea compartir con todos, los mártires "son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor" (Bula IM 13)

Tomar en serio el cristianismo, a partir de una fuerte experiencia de encuentro con Cristo resucitado, comporta el riesgo de perderlo todo por él: "Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo" (Fil 3,7).

La mayor parte de los mártires, por derramamiento de sangre o por vida donada, ha sido y será siempre una muchedumbre di "soldados desconocidos" (TMA 37). De los 130.000 mártires vietnamitas (durante tres siglos de persecución), han sido canonizados un poco más de un centenar. Ello es una constante histórica, como en el caso de los santos canonizados. Lo más importante es haber sido un granito de trigo que muere en el surco (tal vez del anonimato) para producir la espiga (cfr. Jn 12,24).

La libertad, en sí misma, más allá del bosque inmenso de sus definiciones técnicas, consiste en la verdad de la donación. "Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad" (VS 85).

La Eucaristía es el punto de referencia del mártir cristiano, puesto que en su celebración se hace presente el misterio pascual. Una vida "anonadada" (cfr. Fil 2,7) se convierte en pan de vida eterna, pan partido para todos. Los sufrimientos de toda la humanidad quedan asumidos por Cristo crucificado y por la vida inmolada de sus discípulos y de sus mártires.

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La "muerte vicaria" de Cristo (en nombre de toda la humanidad doliente), hace que el martirio de sus discípulos confiera valor de martirio a cuantos viven y mueren por un ideal honesto. Por esto, la canonización de los mártires cristianos no es una injusticia para nadie, sino que es un honor y un bien de toda la humanidad. "Es la realidad de la comunión de los santos, el misterio de la « realidad vicaria », de la oración como camino de unión con Cristo y con sus santos. Él nos toma consigo para tejer juntos la blanca túnica de la nueva humanidad, la túnica de tela resplandeciente de la Esposa de Cristo" (Bula IM 10).

Cuando se produce una catástrofe natural o un atropello histórico o un genocidio, a veces se buscan responsables o cibos expiatorios, eludiendo la propia responsabilidad. Responder teóricamente a la pregunta sobre el por qué del sufrimiento, es imposible. Ninguna religión y ninguna filosofía han podido dar una respuesta teórica convincente. Pero los mártires (de sangre o de amor) y muchas madres cristianas de esas víctimas han acertado en la solución con su silencio elocuente. Dios está en Cristo crucificado su Hijo y en todos los inocentes que sufren por él y con él. Por eso saben morir amando y perdonando. Cristo no ha explicado teóricamente el misterio del dolor, sino que lo ha asumido, lo ha hecho suyo y nos asegura que nos acompaña. La misión avanza irresistiblemente cuando se dan estos mártires, que son casi siempre desconocidos.

Anunciar la redención de Cristo conlleva el riesgo del martirio y de la marginación. Todos reclaman una solución inmediata y clara sobre las limitaciones y el pecado, olvidando a veces la realidad humana. Todo ser humano es de barro quebradizo. A nadie le gusta que le recuerden su debilidad. Pero el apóstol no hace más que continuar la misma misión de Cristo: anunciar que este barro es moldeable y que puede ser transformado por el "alfarero". Cristo "ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). La solución está en la esperanza de "un cielo nuevo y una tierra nueva", que ya se comienza a construir aquí y ahora por el amor.

En una sociedad frecuentemente enloquecida por las ansias de poseer, disfrutar y dominar, el anuncio de la redención, concretada en el misterio de la cruz, va a producir el mismo rechazo que sufrió Jesús de Nazaret: "lo quisieron despeñar" (Lc 4,29) y le echaron en cara su condición social de "carpintero" y de "hijo de María" (Mc 6,3).

Todos los santos canonizados podrían haber sido declarados "mártires", debido a las dificultades afrontadas con amor. Es muy lógico que festejemos sus virtudes heroicas, aunque no debemos olvidar que esas virtudes se fraguaron en grandes fracasos humanos, en soledades hondas y en marginaciones humillantes. Pero nunca perdieron el gozo de la esperanza. La Iglesia evangelizadora sólo avanza cuando hay sangre de mártires derramada en su camino: "De la cruz, fuente de vida, nace y se propaga el pueblo de la vida" (EV 50).

Cuando uno ha experimentado el gozo de poder acompañar a Cristo en su pasión, ya no se encuentran palabras para contarlo. Sólo se desea encontrar la oportunidad para acercarse a todo ser humano que sufre, para escucharlo, ayudarlo y anunciarle el amor de Cristo.

Anunciar la redención equivale a proclamar que todavía se puede hacer lo mejor: darse como Cristo, en él y con él, para compartir todos los bienes con los hermanos. Esta utopía cristiana parece estrellarse contra teorías que arruinan a los más pobres y a los más débiles, con el señuelo o excusa de la calidad de la vida y de la globalización que selecciona sólo a los "mejores". Pero el mundo sólo podrá cambiar si sabemos sembrar siempre estrellas de esperanza.

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Anunciar el evangelio sobre la dignidad de la vida en todas sus fases va a comportar la pérdida de prestigio, del empleo y de la posición social. Lo que no es útil según los baremos del egoísmo humano, se suele desechar sin compasión. Algunos medios poderosos de información y algunos grupos ideológicos intentan arrasar todo lo que frene sus aspiraciones de poder y de ganancia, ridiculizando los valores evangélicos.

El cristiano del tercer milenio habrá de decidirse a adoptar una opción fundamental por Cristo, arriesgando todo por él. Sufrir amando y perdonando, con el gozo de la esperanza, será el nuevo estilo de la misión y del martirio. Es el riesgo de la fe vivida. Así lo afirmaba el Papa con ocasión de la XV Jornada Mundial de la Juventud: "También hoy, creer en Jesús, seguir a Jesús... conlleva una opción por él y, no pocas veces, es casi un martirio, el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra corriente, para seguir al divino Maestro" (Juan Pablo II, 19 agosto 2000).

A los cristianos, "en nuestro camino nos sostiene la ley del amor" (EV 79). No tenemos otra libertad que la de la verdad de la donación. Ya podemos mirar a la humanidad y al cosmos con una "mirada contemplativa" (EV 83), que es la mirada de Jesús. Esta es la única utopía que transforma la vida y la historia en un camino de bodas y en un inicio de fiesta nupcial. De camino hacia la Pascua, para dar la vida por todos, Cristo invitó a correr su misma suerte y a beber su misma copa de bodas o de Alianza: "¿Podéis beber la copa que yo he de beber?" (Mc 10,38).

Sólo con esta actitud de esperanza es posible transformar el dolor en donación a Dios y a los hermanos. Es "la perfecta alegría" de San Francisco de Asís. Cuando se ha aprendido a usar de los bienes de la tierra, como dones de Dios para compartir, entonces esos dones dejan entrever al dador de ellos que quiere darse a sí mismo. El martirio de sangre y el de la vida escondida en Nazaret, no es más que un empezar a descorrer el velo del misterio de la vida, para dejar entrever la fuente de la vida. "Mirando el espectáculo de la cruz (cfr. Lc 23,48) podremos descubrir en este árbol glorioso el cumplimiento y la plena revelación de todo el evangelio de la vida" (EV 50).

Sin la relación personal con Cristo resucitado presente, o sin una fe viva en él, esta actitud es ininteligible e imposible de llevar a efecto. En realidad, "la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega" (EV 51). Tener tiempo para estar con Cristo, escuchando su palabra y compartiendo su oblación eucarística, es la clave que descifra el camino histórico de la humanidad. Las explicaciones son insuficientes; hay que experimentarlo, recibiendo humildemente el don de la fe, que es "conocimiento de Cristo vivido personalmente" (VS 88). La vida y la muerte ya puede convertirse en desposorio con Cristo: "Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos" (Rom 14,8).

Los momentos pasajeros de borrasca hacen olvidar, a veces, los largos años de bonanza. La actitud martirial se aprende y se prepara agradeciendo y gozando con los hermanos del aroma de unas flores que se marchitan y que dejarán paso a otras flores sin interrupción. Entonces se podrá decir con San Pablo: "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en las tribulaciones" (2Cor 7,4). Es la utopía de poder "completar" a Cristo en su pasión (Col 1,24).

Cristo redentor, muerto en cruz, anuncia el perdón, la esperanza, la fecundidad materna y la confianza plena y total en las manos del Padre. Al resucitar y mostrar sus manos, pies y costado, puede comunicar la paz

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definitiva, que debe ser anunciada y construida siguiendo sus mismas pisadas. La misión consiste en completar la vida de Cristo en nuestra misma vida, haciendo de las dos vidas una sola biografía. El gozo de la esperanza sólo lo puede comunicar el Señor: "Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado" (Jn 15,11).

Cuando el ángel anunció a María que sería madre del Redentor, el contexto es de gozo, serenidad, fidelidad y generosidad total. Pero aquel "sí" tendría que actualizarse y renovarse en todo momento de gozo y de dolor. "El sí de la anunciación madura plenamente en la cruz, cuando llega para María el tiempo de engendrar y acoger como hijos a cada hombre" (EV 103).

El martirio, cuando llega, es la suma de una serie interminable de "sís", dichos a Dios en el servicio y anonimato de todos los días, sin protagonismos y sin constataciones inmediatas sobre el fruto espiritual y apostólico. Así pagó Cristo nuestro rescate, con el precio de su "sangre", es decir, de su vida hecha donación: "Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo" (1Pe 1,18-19).

La característica de la fe cristiana consiste en vivir del encuentro y de la presencia de Cristo resucitado. Esta vivencia da sentido a la vida y se orienta necesariamente hacia la misión. "Quien ha experimentado el gozo del encuentro con Cristo, no puede conservarlo encerrado dentro de sí" (Juan Pablo II, Mensaje del Domund, 22.10.2000).

Cuando San Pedro anunció la resurrección de Cristo crucificado, afirmó: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32). Así puso en práctica el encargo del Señor: "Seréis mis testigos" (Hech 1,8). A este "testimonio" le llamamos "martirial", porque el evangelizador corre el riesgo de compartir la misma suerte sangrienta del Señor.

Al anunciar a Cristo resucitado, se desbaratan muchos esquemas prefabricados del "saber" y del obrar humano. La persecución será una consecuencia lógica y permanente. Los apóstoles de todos los tiempos compartirán la misma suerte de los primeros apóstoles, quienes "marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús" (Hech 5,41).

El examen de amor para la misión encuentra su punto culminante cuando el "sígueme" de Jesús es una invitación a afrontar lo desconocido, y para vivir de sorpresa en sorpresa: "En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras. Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: Sígueme" (Jn 21,18-19).

En los momentos de dificultad, Cristo sigue acompañando a los suyos. Es posible que muchos "amigos" abandonen al apóstol para no comprometerse. Pero Cristo no abandona nunca a quienes él ha escogido para ser sus amigos, Así fue la experiencia de Pablo en la cárcel de Roma: "En mi primera defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon. Que no se les tome en cuenta. Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles" (2Tim 4,16-17).

A veces, se encuentran muros que parecen infranqueable. Frecuentemente se suceden fracasos que destruyen lo edificado con muchos sacrificios y

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sudores. Pero el amor martirial participa del misterio pascual de Cristo, vencedor del pecado y de la muerte. "Allí donde el odio parecía arruinar toda la vida, sin posibilidad de escapar de su lógica, ellos manifestaron que «el amor es más fuerte que la muerte»... Es la herencia de la cruz vivida a la luz de la Pascua: herencia que enriquece y sostiene a los cristianos mientras se dirigen al nuevo milenio" (Juan Pablo II, Homilía en la conmemoración de los mártires, en el Coliseo, 7 mayo 2000).

Sólo Cristo resucitado presente puede transformar las tribulaciones en una esperanza gozosa. La sangre de los mártires es también semilla de audacia misionera, que no se amedrenta ante ningún obstáculo. "Cristo es verdaderamente nuestra paz (Ef 2,14)... el amor de Cristo nos apremia (2Cor 5,14), dando sentido y alegría a nuestra vida" (RMi 11).

La cercanía de Cristo resucitado, que sostiene el camino martirial del apóstol, es más convincente que una aparición. Los signos pobres de la presencia de Cristo son signos eclesiales (palabra, sacramentos, Eucaristía, comunidad...). Las dificultades, vividas con amor por parte de los evangelizadores, abren a la fe los ojos y el corazón de los evangelizados: "Bienaventurados los que sin ver creen" (Hech 20,29).

Cuando los Apóstoles, reunidos en Cenáculo con María, eligieron a Matías para llenar el vacío de Judas, la cualidad imprescindible que exigieron era la de ser testigo del resucitado y haber convivido con él: "Conviene, pues, que de entre los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su resurrección" (Hech 1,21-22). Otras cualidades son menos importantes.

Que Cristo sea el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre, lo sabemos gracias a la fe en su resurrección: "Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana... ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron" (1Cor 15,17.20). En una sociedad postmoderna, que valora prevalentemente lo útil y lo eficaz, será difícil aceptar el anuncio de esta fe. Pero cuando esta sociedad pondrá las manos para herir a los nuevos inocentes y desechar lo que parece inútil, el grito de perdón y de amor de los mártires será un signo irresistible de la presencia de Cristo resucitado. Entonces exclamarán: "Verdaderamente éste (Cristo crucificado) era Hijo de Dios" (Mt 27,54).

Los mártires, gracias al resucitado, son un silencio sonoro que sigue hablando. Se puede purificar la memoria de los hechos negativos del pasado; pero la memoria de los mártires pertenece al amor y al perdón, y "el amor nunca pasa" (1Cor 13,8). El martirio es un monumento construido por este amor de donación; es una memoria perpetua del amor de Cristo crucificado y resucitado. La memoria de los mártires consiste en recordar amando y perdonando como ellos. Otra memoria, para acusar y echar en cara, no sería según Dios Amor.

El mártir ha prestado a Cristo resucitado sus manos, sus pies y su corazón, para ser su visibilidad y su memoria viviente. Gracias al hecho de vivir "crucificado con Cristo" (Gal 2,19), el mártir se hace transparencia imborrable del Señor resucitado.

Sólo el mártir puede superar el reduccionismo de un diálogo interreligioso que teme anunciar la unicidad y universalidad de Cristo Salvador. "Dar la vida", como Cristo, es el signo de que él sigue viviendo como único "camino, verdad y vida" (Jn 14,6), que no ha venido a destruir ninguna semilla religiosa sembrada por el mismo Dios, Padre de todos, sino a llevarlas a todas a la perfección o cumplimiento en el mismo Cristo (cfr. Mt

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5,17).

Al recordar a los mártires, desde el Cenáculo de Jerusalén, Juan Pablo II agradeció a Dios ese signo claro del Buen Pastor: "Quiero, desde el Cenáculo, dar gracias al Señor por su valentía. Los miramos para aprender a seguirlos tras las huellas del Buen Pastor que «da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11)" (Carta del Jueves Santo 2000).

Las bienaventuranzas ya se han plasmado en un signo visible y perpetuo de la presencia de Cristo resucitado. Si ellas son el "autorretrato de Jesús" (VS 16), los mártires son su presencialización. "Estos hermanos y hermanas nuestros en la fe... constituyen un gran cuadro de la humanidad cristiana del siglo XX. Un mural del evangelio de las bienaventuranzas, vivido hasta el derramamiento de la sangre" (Juan Pablo II, Homilía en la conmemoración de los mártires, en el Coliseo, 7 mayo 2000).

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3. TESTIGOS DE LA FUERZA DEL ESPIRITU. DIMENSION PNEUMATOLOGICA

La fuerza del martirio cristiano, que consiste en morir amando y perdonando, no proviene de un ideal ni de una decisión humana heroica, sino que es fruto del Espíritu Santo, Espíritu de amor, que transforma la debilidad en donación a Dios y a los hermanos. Esta donación se ensaya previamente en los servicios humildes y anónimos de todos los días.

El mártir cristiano o el apóstol que vive en una actitud martirial permanente, sigue la lógica del Espíritu, que conduce al desierto o a los momentos de oración (cfr. Lc 4,1) y a la evangelización de los más pobres (Lc 4,18). De esta fidelidad a la contemplación, al sacrificio y a los servicios de caridad, nace el "gozo del Espíritu", que nada ni nadie puede extirpar del corazón (cfr. Lc 10,21),

El Espíritu Santo es "el protagonista de la misión" (RMi 21), especialmente porque es él quien guía y fortalece al apóstol para adoptar las mismas actitudes de Jesús. Sólo bajo la acción del Espíritu, el apóstol se convertirá en instrumento para que las "semillas del Verbo" lleguen a "madurar en Cristo" (RMi 28).

El paso de las semillas hacia su madurez, comporta el testimonio martirial del apóstol. Esta transformación necesita ver claramente el testimonio de la donación de Cristo: "La prueba suprema es el don de la vida, hasta aceptar la muerte para testimoniar la fe en Jesucristo" (RMi 45).

Esta actitud martirial de la misión "exige igualmente lavalentía y la luz del Espíritu"; por esto, "conviene escrutar las vías misteriosas del Espíritu y dejarse guiar por él hasta la verdad completa (cfr. Jn 16, 13)" (RMi 87). Es una vida donada, como la de Cristo, que derramó su sangre como oblación "por medio del Espíritu Santo" (Heb 9,14). Movido por la "unción del Espíritu", Jesús "pasó haciendo el bien" (Hech 10,38). En esta consagración por el Espíritu, su vida de donación no tenía paréntesis, sino que era un "sí" permanente a los designios salvíficos del Padre (cfr. Lc 10,21).

Los apóstoles fueron "bautizados" en el Espíritu Santo (cfr. Hech 1,5) para continuar su misma misión: "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo; recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,21ss). Sólo una vida donada como la de Cristo, que derramó su sangre, puede comunicar a la humanidad el "agua viva", los "torrentes de agua viva" del Espíritu Santo (Jn 7,38; 19,34).

El Espíritu, que "guía a la verdad plena" (Jn 16,13), manifiesta al Verbo Encarnado escondido en las palabras inspiradas de la Escritura. El mismo Espíritu hace que el martirio sea la manifestación del misterio pascual de Cristo, para que todos puedan "renacer por el agua y el Espíritu" (Jn 3,5). Por este modo martirial, la Iglesia es "impulsada por el Espíritu Santo a poner todos los medios para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo" (LG 17).

Es el Espíritu quien hace posible el testimonio cristiano de donación, "con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad" (Rom 12,12-13). El amor del Espíritu hace posible afrontar los sufrimientos y contrariedades con amor, sin violencias ni desánimos y sin aires de superioridad: "Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro

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Padre el que hablará en vosotros" (Mt 10,19-20).

El Espíritu hace posible este testimonio de Cristo: "Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio" (Jn 15,26-27). Entonces el testigo del Señor sabe afrontar toda dificultad y superar toda frontera: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra" (Hech 1,8).

Con esta fuerza del Espíritu es posible anunciar "la palabra de Dios con audacia" (Hech 4,31). Es la acción que transforma a los apóstoles en "testigos o profetas (cfr. Hech 1, 8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima" (RMi 14).

La presencia del Espíritu (cfr. Jn 14,17), su luz (cfr. Jn 14,26) y su acción transformadora (cfr. Jn 16,14), hace posible dar testimonio de Cristo y prolongar su misma misión (cfr. Jn 20,21-22).

Por el hecho de haber recibido el "don de su Espíritu" (1Jn 4,13), se puede anunciar el evangelio con audacia: "Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo, como Salvador del mundo" (1Jn 4,14). Son muchas las ofertas de salvación, en todas las épocas y en todas las religiones, con ciertos contenidos de validez; pero la salvación que ofrece Cristo es única: "renacer por el agua y el Espíritu", para participar en la vida divina (Jn 3,5).

Este mismo Espíritu, que "sopla donde quiere" (Jn 3,8), ha sembrado en todos los pueblos las "semillas del Verbo", como "preparación evangélica". "La acción universal del Espíritu no hay que separarla tampoco de la peculiar acción que despliega en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. En efecto, es siempre el Espíritu quien actúa, ya sea cuando vivifica la Iglesia y la impulsa a anunciar a Cristo, ya sea cuando siembra y desarrolla sus dones en todos los hombres y pueblos, guiando a la Iglesia a descubrirlos, promoverlos y recibirlos mediante el diálogo" (RMi 29).

Dar testimonio de Cristo significa ser su transparencia. Pero "No se puede dar testimonio de Cristo sin reflejar su imagen, la cual se hace viva en nosotros por la gracia y por obra del Espíritu" (RMi 87).

Los apóstoles se hacen tales en un Cenáculo permanente: "Con la venida del espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores" (DeV 25).

Morir amando y perdonando, sólo es posible con la gracia del Espíritu Santo. Mons. Oscar Romero, poco antes de su martirio había dicho: "El martirio es una gracia que no creo merecer... Si llegasen a matarme, yo perdono y bendigo a quienes lo hicieren" (marzo 1980). El mártir cristiano es apóstol del perdón y de la reconciliación.

El apóstol, como Pablo, sigue las mociones del Espíritu Santo, "prisionero del Espíritu" (Hech 20,22). Por esto, es capaz de afrontar los cambios y tribulaciones, para que todos los hombres puedan ser sellados con "la prenda del Espíritu Santo" (Ef 1,13), que hace partícipes de la misma filiación de Cristo (cfr. Gal 4,5-7). Los creyentes en Cristo quedan "fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior" (Ef 3,16).

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Quien es apóstol de Cristo escucha los "gemidos" del Espíritu, que clama en todos los corazones para que lleguen a la "adopción de hijos" (Rom 8,23). Es un proceso en armonía con la propia debilidad del apóstol: "viviendo con plena docilidad al Espíritu, compromete a dejarse plasmar interiormente por él, para hacerse cada vez más semejantes a Cristo" (RMi 87).

Hay que "escuchar la voz del Espíritu" (RMi 30) para anunciar a Cristo con audacia: "Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo con « María, la madre de Jesús » (Hech 1, 14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu" (RMi 92).

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4. TESTIGOS DE LA PRESENCIA DE CRISTO RESUCITADO EN LA COMUNIDAD ECLESIAL. DIMENSION ECLESIOLOGICA

El itinerario de la Iglesia tiene lugar con la presencia de Cristo resucitado bajo signos pobres o limitados. Con la vivencia de esta realidad de fe, la Iglesia camina "al encuentro con el Espíritu que da la vida" (DeV 54).

El Espíritu vivifica la Iglesia en su caminar misionero, haciéndola reflejo de la comunión de Dios Amor: "Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4).

Jesús está "en medio" de los hermanos cuando éstos viven en fraternidad (cfr. Mt 18,20). Entonces el "testimonio" tiene la fuerza del amor: "En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros" (Jn 13,35). El mundo creerá en Cristo, en la medida en que vea el testimonio de comunión en los hermanos (cfr. Jn 17,23). Los mártires son siempre fruto de una comunidad eclesial unida. Sin esta escuela de amor, no sería posible la fortaleza heroica de su testimonio.

En el momento del martirio se refleja la presencia de Cristo y la realidad de la comunidad en que se vivió esta presencia vivificante. El mártir es testigo de la divinidad de Cristo resucitado y de la realidad sobrenatural de la comunidad cristiana. La verdad que el mártir vive y anuncia se concreta en el misterio de Cristo vivo, presente en la Iglesia.

El martirio de la comunidad cristiana se concreta también en la fidelidad "virginal" a Cristo. En este sentido, la virginidad ha sido equiparada al martirio. La Iglesia, esposa fiel (virgen), es el conjunto de creyentes que "cantan un cántico nuevo" y "siguen al Cordero adondequiera que va" (Apoc 14,3-4). Las personas consagradas a Cristo por la virginidad, son un signo y estímulo de esta realidad eclesial.

El martirio de amor es la entrega callada, generosa y constante de tantos creyentes y comunidades eclesiales, que no suelen ser noticia, pero que escriben, con sus vidas, la verdadera historia de la Iglesia. Especialmente "la virginidad por el Reino se traduce en múltiples frutos de maternidad según el espíritu" (RMi 70).

La dedicación a la misión "ad gentes" es una actitud martirial permanente, que necesita el apoyo de la comunidad eclesial universal. No se trata sólo del riesgo permanente de perder la vida, sino de una dedicación callada y casi siempre anónima. Hay innumerables apóstoles desconocidos y algunos hasta marginados. Acostumbran a ser las personas más felices, sin amarguras, que han sido el sostén fundamental de grandes empresas misioneras. A ellos hay que sumar innumerables laicos, religiosos y sacerdotes, que están dedicados, sin hacer ruido, a una labor apostólica de fermento evangélico, de signo fuerte de las bienaventuranzas, de representación del Buen Pastor.

Si no fuera por la comunidad eclesial, estos testigos (mártires) anónimos no hubieran perseverado. Al mismo tiempo, la comunidad se enriquece espiritual y pastoralmente con estos gestos proféticos y martiriales que, frecuentemente, se inspiran en algún carisma fundacional. La comunión en la Iglesia universal se mantiene gracias a la comunión de pequeñas comunidades, donde radican esas vidas felices en la donación. La animación misionera de la comunidad eclesial consiste en hacerla responsable de la misión universal, por medio del compromiso de oración, sacrificio, fomento de vocaciones, formación, limosna o ayuda económica (compartir los bienes).

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La comunión eclesial, a la que aspira llegar todo movimiento ecuménico, está asegurada para un futuro más o menos lejano, gracias a los mártires de todas las confesiones cristianas. El tiempo y el modo dependerá de la actitud evangélica que va desmantelando las barreras construidas por actitudes personalistas y de poder. Los mártires son un "patrimonio de santidad... patrimonio común" (TMA 37; cfr UUS 84), que caracteriza toda época eclesial. Ya son un patrimonio común capaz de unir en la comunión plena, gracias a todos los dones que el Espíritu Santo ha dado a las diversas comunidades eclesiales.

María, en medio de la comunidad eclesial, es la "Reina de los mártires", que ayuda a hacer de la vida un "fiat" y un "magníficat", que es el presupuesto necesario para perseverar "de pie junto a la cruz" (Jn 19,25). Toda comunidad cristiana está invitada a seguir el modelo de "la mujer vestida de sol" (Apoc 12,1), transparencia de Cristo. Los verdaderos seguidores del Señor "han lavado su túnica en la sangre del Cordero" (Apoc 7,14).

La comunidad eclesial se rehace continuamente en la comunión, celebrando el "domingo" o día del Señor, como momento privilegiado para vivir la experiencia de encuentro con Cristo resucitado. El domingo es la "fiesta primordial" (SC 106), donde el cristiano toma más conciencia de ser comunión. Por esto es "el centro mismo de la vida cristiana" (Dies Domini n.7). En ese "día de la fe", se aprende a confesar a Cristo resucitado como verdadero Dios, verdadero hombre y único Salvador: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20,28).

La presencia de Cristo resucitado en medio de lo suyos (cfr. Mt 28,20) se celebra principalmente en la Eucaristía dominical. Los primeros cristianos encontraron en esta celebración la mejor escuela para prepararse al martirio de sangre o de amor. Los que han encontrado a Cristo resucitado se hacen necesariamente sus testigos y evangelizadores (cfr. Lc 24,30-35). La Iglesia de los mártires ha sido y será siempre la Iglesia del domingo, donde la Palabra y la Eucaristía construyen la comunidad en el amor de donación incondicional. El "precepto" dominical corresponde más bien esa exigencia ineludible, que es garantía de vivir en la caridad, como participación en la vida divina.

Quienes viven el domingo como encuentro con Cristo resucitado, se hacen "anunciadores cada vez más creíbles del Evangelio que salva y constructores asiduos de la civilización del amor" (Dies Domini 87).

El amor auténtico a la Iglesia y al mundo creado por Dios y redimido por Cristo, sólo es posible a la luz de Cristo resucitado presente, que se esconde en los signos "pobres" de su Iglesia y en los hermanos más necesitados, y que se hace encontradizo en los acontecimientos y en el corazón.

Anunciar esta presencia de Cristo resucitado equivale a profetizar "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apoc 21,1). La misma Iglesia, amada por Cristo "hasta dar la vida por ella" (Ef 5,25), es también peregrina, que camina hacia la plenitud del más allá en Cristo. Mientras todo pasa, hay que preparar la venida del Reino, hasta "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10).

Vivir y anunciar este misterio comporta correr el riesgo de quedar marginado. No estará nunca de moda hablar con amor de los signos pobres donde se esconde Cristo: son los signos de la Iglesia y los de los hermanos que buscan y sufren. Servir a la Iglesia, amándola profundamente y sin servirse de ella para los propios intereses personales o grupales, no trae

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consigo ninguna ventaja constatable. Es la "vida escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3), que ya constituye, por sí misma, el único premio que vale la pena. La mejor escuela para llegar a la actitud martirial es la de sufrir por la Iglesia e incluso de la Iglesia, sin necesidad de sentirse y o presentarse como víctima.

En el fondo, es la misma dificultad que proviene de amar al hombre concreto redimido por Cristo. Hay que valorar la creación y el progreso, pero para construir una familia de hermanos donde se comparta todo en verdadera solidaridad. Quien ama así al mundo, como Dios ha amado al mundo en Cristo (cfr. Jn 3,16), está construyendo "un mundo más humano" (GS 57) al estilo de San Francisco de asís. Pero este proyecto desbarata muchos planes egoístas de ganancia y de dominio. El profeta, es decir, el que anuncia la verdad de los planes de Dios Amor, acaba siempre crucificado o marginado como si fuera un aguafiestas. Decir que la Iglesia es "experta en humanidad" (Pablo VI, citado en VS 3), produce frecuentemente una reacción de rechazo. Pero es una verdad que la han demostrado tantos santos y creyentes, dedicados a buscar el verdadero bienestar de todos los hermanos, liberándolos de un montón de desechos.

El mártir no se refugia en el resentimiento ni en la violencia, como tampoco en el desánimo ni el cansancio. Espera y prepara activamente la llegada de tiempos "mejores". Mons. Francisco Nguyen van Thuan, que fue arzobispo de Saigón, decía resumiendo sus 13 años de cárcel: "No podré expresar nunca suficientemente mi alegría. Celebré cada día la Misa con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano. Cada día pude arrodillarme ante la cruz con Jesús, beber con él el cáliz más amargo. Cada día, al recitar la consagración, confirmé con todo mi corazón y con toda mi alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, a través de su sangre mezclada con la mía. Fueron las Misas más bellas de mi vida" (Ejercicios ante el Papa, año 2000).

A veces, parece como si se repitiera la experiencia de San Pablo: "Amándoos más ¿seré yo menos amado?" (2Cor 12,15). El gozo de la esperanza impide encerrarse en la amargura, porque siempre es posible compartir la actitud de Cristo en la cruz: "Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). El Señor comunica su mismo amor para poder amar a quienes han proporcionado el sufrimiento. Este amor es un don de Dios y no nace del propio corazón; por esto hay que comunicarlo, perdonando y excusando a los hermanos. No habría martirio cristiano sin amor verdadero y sin perdón. Sólo sabe perdonar y excusar quien ha experimentado la misericordia de Dios en la propia miseria. La unidad de todos los cristianos tiene que pasar necesariamente por esta experiencia de misericordia.

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5. TESTIGOS DE LA VERDAD DEFINITIVA DE CRISTO EN LA SOCIEDAD ACTUAL. DIMENSION ANTROPOLIGICO-ESCATOLOGICA

Como Cristo ante Poncio Pilato, que representaba el poder del imperio romano, el apóstol afirma que ha venido "para dar testimonio de la verdad" (Jn 18,37). Por el hecho de que "el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros" (RMi 42), "el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio que proclamamos" (EN 76).

Con el testimonio martirial de la verdad, el apóstol llega hasta las "otras ovejas", que son también un pedazo de las entrañas del Buen Pastor (Jn 10,16), y sabe recoger a tiempo "la mies abundante" (Mt 9,27) antes de que se desperdicie. "En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y, a la vez, la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios" (VS 92).

Así se anuncia también la verdad sobre la Iglesia, amada tiernamente por Cristo. "El martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte, es anuncio solemne y compromiso misionero «usque ad sanguinem»... Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios" (VS 93),

Todos cuantos han decidido seguir a Cristo seriamente "han vivido plenamente la verdad de Cristo" (TMA 37). "El martirio es la demostración más elocuente de la verdad de la fe, que sabe darun rostro humano incluso a la muerte más violenta y que manifiesta su belleza incluso en medio de las persecuciones más atroces" (Bulla IM 13).

En este sentido, "el mártir es el testigo más genuino de la verdad de la existencia... Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar" (FR 32).

El misionero, al servicio de la verdad, recibe la verdad completa en todas sus dimensiones, la vive, la proclama, urgido por el designio salvífico de Dios, "el cual quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tim 2,4). Este servicio puede resumirse con estas palabras: "El misionero es el hombre de las bienaventuranzas" (RMi 91). Los cristianos estamos llamados a "dar testimonio de la verdad y a comunicar a los otros el misterio del amor del Padre celestial" (GS 92).

La verdad del evangelio, a la que el misionero se abre para testimoniarla y anunciarla, es "una verdad que hace libres y que es la única que procura la paz de corazón: esto es lo que la gente va buscando cuando le anunciamos la Buena Nueva" (EN 78; cfr. Jn 8,32).

El servicio de la verdad presupone esta apertura y acogida sin condicionamientos, a modo de culto de la verdad, tanto por buscarla como por aceptarla: "De todo evangelizador se espera que posea el culto a la verdad, puesto que la verdad que él profundiza y comunica no es otra que la verdad

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revelada y, por tanto, más que ninguna otra, forma parte de la verdad primera que es el mismo Dios. El predicador del Evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No obscurece la verdad revelada por pereza de buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla. La sirve generosamente sin avasallarla" (EN 78).

La encíclica "Veritatis Splendor" inicia con estas palabras, que señalan el camino hacia la verdad: "El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gen 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama: «¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7)".

Esta apertura a la verdad, como punto fundamental de la espiritualidad misionera, equivale a la actitud de "contemplación", es decir, de "ver" a Cristo escondido en todo aspecto de la verdad creada y revelada. Al descubrir a Cristo, "Palabra definitiva" del Padre (TMA 5), se descubren también las etapas de una preparación providencial para aceptar esta revelación plena. En efecto, "Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminación" (TMA 6).

En esto sentido, se puede afirmar que "el misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble" (RMi 91). En realidad, la actitud contemplativa lo convierte en "testigo de la experiencia de Dios", suma verdad, revelado en Cristo (cfr. ibídem).

Abrirse a la verdad es un primer paso para poder testimoniar la verdad. Pero la espiritualidad misionera se concreta verdaderamente en la autenticidad de la vida. "El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión" (RMi 42). En el contexto del servicio a la verdad, se multiplicarán los "misioneros auténticos", que sean capaces de responder a los desafíos de la sociedad moderna.

De ahí proviene la importancia del testimonio que acompañe al anuncio evangélico, puesto que entonces se sigue el ejemplo de Cristo que "hizo y enseñó" (Hech 1,1). De este modo, "ponemos en práctica la verdad" (1Jn 1,6). "Como siempre en la historia cristiana, los « mártires », es decir, los testigos, sonnumerosos e indispensables para el camino del Evangelio... Ellos son los anunciadores y los testigos por excelencia" (RMi 45).

La actitud de dar la vida, en unión con el sacrificio de Cristo, es el supremo testimonio de la fe y del amor (cfr. LG 42). Este testimonio va acompañado por el perdón (cfr. Hech 7,60). Es testimonio martirial, que acompaña siempre la vida de la Iglesia, es signo de santidad (cfr. VS 90-93). El martirio es la nota permanente de la misionariedad de la Iglesia, que se encuentra siempre "en estado de persecución" (DeV 60). El mártir es testigo de la presencia del Espíritu de la verdad.

Con el testimonio del martirio se rinde honor a la verdad sobre Dios Amor y a Cristo su Hijo, muerto y resucitado (con la oblación de la propia vida por amor); a la verdad sobre el hombre (con la defensa de la dignidad de la conciencia y de la libertad humana); a la verdad sobre el mundo (proclamando la esperanza en un cielo nuevo y en una tierra nueva).

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La espiritualidad misionera se concretiza necesariamente en el anuncio de la verdad: "El predicador del Evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmi-tir a los demás" (EN 78).

En realidad, "la fe nace del anuncio, y toda comunidad eclesial tiene su origen y vida en la respuesta de cada fiel a este anuncio" (RMi 44). De ahí proviene la responsabilidad del apóstol para servir la verdad toda entera, para hacerla llegar al hombre concreto en su situación social y cultural. "Este anuncio se hace en el contexto de la vida del hombre y de los pueblos que lo reciben" (ibídem).

La espiritualidad misionera al servicio de la verdad, significa que el anuncio "debe hacerse además con una actitud de amor y de estima hacia quien escucha, con un lenguaje concreto y adaptado a las circunstancias. En este anuncio el Espíritu actúa e instaura una comunión entre el misionero y los oyentes, posible en la medida en que uno y otros entran en comunión, por Cristo, con el Padre" (RMi 44).

Esta actitud espiritual y apostólica de servicio a la verdad, especialmente por medio del anuncio, puede calificarse de profetismo. El "profeta" es el "vidente" ("nabí"), habla en nombre de Dios Salvador para transmitir un mensaje. Es siempre un servidor de Dios y de su pueblo (cfr. Am 3,7), "seducido" por el mismo Dios (Jer 20,7) y enviado con la fuerza del Espíritu (cfr. Is 61,1).

La espiritualidad misionera, como servicio a la verdad, se concretiza en esta actitud profética de anuncio, llamada, denuncia, invitación a recibir la salvación de Cristo. El apóstol transmite la verdad "a precio de la renuncia personal y del sufrimiento" (EN 78). Es el profetismo del anuncio, que "quiere extraer toda la verdad contenida en las bienaventuranzas deCristo" (RMi 60).

Los "caminos de la misión" se recorren a la luz de las bienaventuranzas (cfr. RMi 91). El anuncio de la verdad evangélica es acompañado por una vida de "pobreza, mansedumbre,aceptación de los sufrimientos y persecuciones, deseo de justicia y de paz, caridad" (ibídem). Por esto, "viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido" (ibídem).

El servicio a la verdad, como anuncio de Jesús de Nazaret, es anuncio y testimonio de las bienaventuranzas, que "en su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con él" (VS 16).

El anuncio de la verdad plena en Cristo atrapa toda la vida del apóstol y lo compromete a proclamarla con audacia, con el profundo respecto a toda preparación evangélica. Si toda experiencia cultural y religiosa es una búsqueda de Dios (y también de su amor), el anuncio del Verbo Encarnado manifiesta que "no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo" (TMA 6). Por esto, la espiritualidad misionera, como servicio a la verdad, compromete a hacer "la proclamación de la verdad: «Ecce natus est nobis Salvator mundi»" (TMA 38).

La utopía cristiana se hace realidad sólo por la actitud de las bienaventuranzas: "Amad... haced el bien... como vuestro Padre" (Mt 5,44-48). La historia humana y la historia eclesial sólo se construyen con esta

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actitud de donación. Otra historiografía no pasaría de ser hojarasca o simple erudición.

Así como el pan y el vino, que se transforman en el cuerpo y en la sangre de Cristo, son anticipación de un mundo nuevo, de modo semejante, la actitud oblativa del creyente va transformando toda la humanidad y toda la creación en una realidad futura "donde no habrá muerte, llanto, dolor" (Apoc 21,4). El amor cristiano no desprecia el cuerpo ni los bienes creados, sino que los aprecia como dones de Dios para ensayarse a recibir al mismo Dios, dador de todos esos dones: "No deseamos ser despojados, sino revestidos para que nuestra mortalidad sea absorbida por la vida" (2Cor 5,4).

Este profetismo martirial cristiano se expresa con la sencillez de una vida gozosa, que consiste no sólo en dar cosas, sino especialmente en darse a sí mismo, como pan partido y comido. Es el único profetismo que puede transformar la humanidad en una familia de hijos de Dios, donde ya todo será "común", porque en ella todos serán "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32).

Esta utopía, a la que se aspira sin llegar nunca del todo en esta tierra, marca los pasos certeros que dan sentido al caminar. La fuerza del cambio está en el corazón de los más pobres: los que no anteponen nada a Cristo.

Este caminar esperanzado "no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporcionan nuevos motivos de apoyo para su ejercicio" (GS 21). Es actitud de fe, esperanza y caridad, por parte de quien no condiciona el amor de Cristo a ningún partido, a ningún grupo y a ninguna escuela. Ante esta actitud de verdadera libertad, se puede producir, como rechazo, la marginación y el martirio.

Sólo el Espíritu Santo, comunicado por Cristo resucitado, puede hacer gustar el gozo de la esperanza, hasta dar gracias por todo y alegrarse de todo, viendo en todos los seres mensajeros e instrumentos de Dios amor, sabiendo que "la apariencia de este mundo pasa" (1Cor 7,31), y que los dones de Dios también pasan, pero Dios que es Amor no pasa. Los creyentes que siguen esta actitud martirial, viven "alegres en la esperanza" (Rom 12,12), porque cada sorpresa es un aviso de que "el Señor está cerca" (Fil 4,5). En este sentido, decían los santos: "Todo es gracia" (San Agustín y Santa Teresa de Lisieux).

Con esta actitud de esperanza gozosa, ya se puede proclamar que la vida humana es "vida de relación, don de Dios, fruto y signo de amor; es proclamación de la extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo" (EV 81).

Para llegar a esta actitud de esperanza gozosa, fruto de la fe y expresión de la caridad, "urge, ante todo, cultivar en nosotros y en los demás una mirada contemplativa... Es la mirada de quien ve la vida en profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratitud, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad... encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad" (EV 83).

Hacer de toda la humanidad una oblación a Dios, a modo de "hostia de alabanza" (Heb 13,15) y de "sí" generoso, sólo es posible empezando por el propio corazón unido a los sentimientos de Cristo: "Por Cristo, ya podemos decir amén a Dios" (2Cor 1,12). Es el "amén" de la celebración eucarística, que recuerda y actualiza el "fiat" de María. De este modo se ensaya el "sí" personal y comunitario, que construye la verdadera gloria de Dios.

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6. TESTIGOS GOZOSOS DE LA ESPERANZA. DIMENSION DE ESPIRITUALIDAD MISIONERA

"Espiritualidad" equivale a la actitud de "caminar según el Espíritu" (Rom 8,4.9), es decir, "caminar en el amor" (Ef 5,1). La espiritualidad misionera pone en relación estas dos realidades cristianas: espiritualidad y misión. El contenido de la espiritualidad misionera queda descrita en AG 23-25 (virtudes del misionero). La espiritualidad se concreta en la "virtud de la fortaleza" necesaria para "dar testimonio de su Señor con su vida enteramente evangélica... y si es necesario, hasta con la propia sangre" (AG 24).

La espiritualidad misionera está al servicio de la verdad. es decir, de aquella verdad que se refiere a Dios, al hombre, al mundo: "El Evangelio que nos ha sido encomendado es también palabra de verdad... La verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo. Verdad difícil que buscamos en la Palabra de Dios y de la cual nosotros no somos, lo repetimos una vez más, ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los herederos, los servidores" (EN 78).

Parece una contradicción, pero es así. El martirio es un testimonio doloroso; la actitud de esperanza lo transforma en un testimonio gozoso. Los mártires son los más eficaces sembradores de la paz y los artífices más seguros de la unidad cristiana y universal. Cuarenta millones de mártires durante veinte siglos (de los cuales veintisiete millones sólo en el siglo XX) son una potencia pacífica imparable.

Cuando Jesús habló de este testimonio martirial de sus apóstoles, lo comparó a los dolores de parto, que se convierten luego en gozo de fecundidad materna: "En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo... y vuestra alegría nadie os la podrá quitar" (Jn 16,20.23). En realidad, la vocación cristiana es una llamada a compartir la misma vida de Cristo y a correr su misma suerte.

El tercer milenio cristiano estará marcado por el gozo de la esperanza, capaz de restañar las heridas y divisiones del pasado, y de superar las crisis de crecimiento del final del segundo milenio. Las dificultades continuarán siendo las mismas de todo período histórico; pero las gracias del pasado son ya una herencia imperecedera.

La actitud martirial de todo cristiano hará posible esta transformación. "El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires" (IM 13).

La Iglesia de los mártires es ahora la Iglesia de los más débiles humanamente, a veces marginados de la sociedad, que llegan a ser los más fuertes cuando se trata de afrontar las dificultades amando: "Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2Cor 12,10). Es la fuerza de la debilidad, la fuerza de la cruz.

Esta transformación radical del mundo, querida y anunciada por el Señor, no destruye ningún valor positivo, como tampoco cancela ningún signo eclesial. Los signos de Iglesia son siempre "pobres", pero, por ser signos sacramentales, son eficaces y portadores de la presencia activa de Cristo resucitado. Para que la Iglesia sea cada vez más signo transparente y

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portador de Cristo, como "sacramento" de la unidad universal (LG 1), se necesita la purificación "martirial" de los creyentes.

El mensaje de los mártires, en el pasado, presente y futuro, es siempre mensaje de esperanza gozosa. La "memoria" de los mártires ayuda a pasar del encuentro con Cristo a la misión, y de la misión al martirio como constante histórica y evangélica. La Iglesia de Cristo sólo se implanta con "sangre", es decir, con vida donada por amor.

La mejor preparación para el "martirio", como testimonio de Cristo en las dificultades, consiste en el aprender a gozar de los dones de Dios compartiéndolos con los hermanos: "La alegría cristiana supone un hombre sensible a los gozos de la creación. Frecuentemente, partiendo de éstos, Cristo anunció el reino de Dios" (Gaudete in Domino).

Los tres niños protomártires de México (en Tlaxcala, siglo XVI, Btos. Cristóbal, Antonio y Juan) fueron, junto con la aparición de la Virgen de Guadalupe al Bto Juan Diego (1531), el mordiente principal para hacer fecunda la evangelización de los primeros misioneros del Nuevo Mundo. María, Reina de los mártires, está siempre cerca de los más débiles y más pobres, para hacerlos instrumentos de salvación en Cristo, sin distinción de razas ni de categorías sociales.

Los signos de esperanza, un tanto deteriorados por el desgaste del tiempo y de las miserias humanas, pueden ser reconstruidos y restaurados. El camino evangélico más fecundo es el de saber "perder", para ganar en donación fiel y gratuita.

Habrá en cada época modalidades nuevas de martirio: marginación cultural y laboral, pérdida de la posición social y política, interpretación errónea de las actitudes evangélicas, malentendidos, desprecio o utilización indebida de los mismos signos martiriales (marchas profanas hacia el Coliseo o el Circo Máximo)... "El anuncio evangélico no carece de riesgos. La historia de la Iglesia está llena de ejemplos de fidelidad heroica al Evangelio. También durante nuestro siglo, incluso en nuestros días, numerosos hermanos y hermanas en la fe han sellado con el supremo sacrifico de la vida su adhesión a Cristo y a su servicio al reino de Dios" (Juan Pablo II, Homilía, 15.10.99)

El mártir de todos los tiempos es testigo gozoso de la esperanza. Esta esperanza martirial manifiesta la confianza en la ayuda de Dios y la aspiración o tensión hacia la felicidad plena del ser humano, en su encuentro definitivo con Dios. Por esto, cuando parece que todos los dones de Dios se disipan por la muerte, entonces nace en muchos corazones la convicción de que Dios se da a sí mismo. Sólo Cristo puede hacer posible esta actitud de pensar que siempre es posible hacer lo mejor, porque él "es nuestra esperanza" (1Tim 1,1).

La "esperanza que no defrauda" (Rom 5,5) es la actitud de "esperar contra toda esperanza" (Rom 4,18), precisamente porque "esperamos lo que no vemos" (Rom 8,25). Los creyentes en Cristo se muestran como tales cuando viven "alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación" (Rom 12,12). Los mártires han experimentado, más que nadie, que Cristo no abandona.

El mensaje de los mártires se concreta en el anuncio gozoso de la venida del Señor, cuando todo lo que vemos, transformado por el amor, será "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apoc 21,1), "donde reinará la justicia" (2 Pe 3,13). Formando parte de la comunidad eclesial, reunida para celebrar la eucaristía, especialmente el "domingo", día del Señor, "anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva" (1 Cor 11,26).

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Necesitamos el testimonio permanente de los mártires para disipar las tentaciones del cansancio, de la duda y del desánimo, así como para vivir la utopía cristiana de caminar cantando y formando parte de la Iglesia de rostro alegre, profundamente amada con el mismo amor de Cristo. "Ojalá que el mundo actual -que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo" (EN 30).

"La confesión de la esperanza" (Heb 10,23) sólo es posible con un corazón en paz y con una sonrisa que es auténtica porque brota de la donación de sí mismo, para hacer felices a los demás en su encuentro con Cristo.

Si la vivencia gozosa y el anuncio de la esperanza en Cristo, Verbo encarnado, redentor, resucitado y presente en la Iglesia y en el mundo, lleva necesariamente al martirio, entonces se puede decir que el nuevo nombre del martirio es la esperanza cristiana. En realidad, son voces equivalentes, porque la "tensión" confiada hacia el encuentro con Cristo (que es nota constitutiva de la esperanza), se hace "testimonio" doloroso y gozoso (que es la esencia del martirio). El martirio deja entrever su significado más profundo en los contenidos de la esperanza: "Soy juzgado por la esperanza en la resurrección" (Hech 23,6).

El caminar eclesial es siempre "adviento", tiempo de espera. La presencia de Cristo resucitado se va desvelando cuando alguien es testigo cualificado hasta dar la vida por él, ya sea día a día o de modo violento. El "todavía no" del encuentro definitivo, se va acercando más por el testimonio del "ya", de parte de quien gasta la vida por Cristo. La fiesta dominical es un ensayo del encuentro definitivo, que se prepara y acelera con el martirio.

El encuentro con Cristo, que deja siempre la huella imborrable de un amor apasionado por él, se hace misión, concretada en el anuncio apasionado de Cristo. Esta "pasión" de amor se hace testimonio radical, es decir, "martirio". El mensaje de los mártires se concreta en la esperanza gozosa, que se quiere contagiar a toda la humanidad.

El martirio del apóstol, en todas sus posibilidades y vertientes, es una purificación profunda del mismo apóstol. Se ha gastado la vida por Cristo, empleando las mejores energías en la construcción del Reino de Dios. Pero la persecución (también de parte de los buenos o de quienes piensan hacer un obsequio a Dios: cfr. Jn 16,2), arrasa frecuentemente todas las obras apostólicas, para hacer ver que lo que cuenta es el amor con que esas obras se hicieron. Y el amor no pasa nunca.

El amor providencial de Dios tiene sus preferencias por nuestra entrega, es decir, la entrega de nosotros mismos. Si se volviera a vivir, se harían las mismas obras apostólicas (porque han sido buenas), pero con el corazón más orientado hacia el amor de donación total.

Olvidarse para darse, es lo mismo que perderse para recuperarse en Cristo. El ensayo se hace sirviendo a los demás, para que todos se sientan acompañados y amados por Cristo. Ya no importan tanto los cargos y las cualidades (por buenas que sean), cuanto que cada apóstol sea transparencia e instrumento y "testimonio" de que Dios ama a todos y a cada uno de modo irrepetible. El momento o la actitud culminante de esta realidad de gracia se llama "martirio".

Toda persona que se encuentra con nosotros es un don de Dios que se

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nos confía a nuestra responsabilidad. Puede ser incluso un no creyente o un perseguidor. A nosotros nos toca realizarnos por el servicio de la caridad: reaccionar amando. "El Evangelio pretende transformar desde dentro, renovar la misma humanidad; es como levadura que fermenta toda la masa (cfr. Mt 13,33) y, como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro, para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida" (EV 95).

Este anuncio de "la primacía del ser sobre el tener y de las personas sobre las cosas" (EV 98) corre el riesgo de un rechazo, tal vez originado por malentendidos. Pero la esperanza cristiana sigue caminando con la confianza puesta en la fuerza de Dios Amor y con la tensión originada por la resurrección de Cristo. El "martirio" de una vida marginada o rechazada es una constante en la historia de salvación. La tensión misionera y martirial hará cambiar el mundo desde sus cimientos. Pero no debemos olvidar la paciencia milenaria de Dios.

La dimensión mariana de todo tema cristiano es una nota de autenticidad, porque indica su vivencia profunda. Así ocurre también con el tema del martirio. Cuando la Iglesia contempla la maternidad de María, "descubre el sentido de su propia maternidad y el modo con que está llamada a manifestarla" (EV 102). Es lo que Cristo profetizó sobre las persecuciones, con la comparación de los dolores de parto (cfr. Jn 16,21-23; Gal 4,19).

En el martirio cristiano aparece con más claridad que la maternidad dolorosa de María "encuentra una nueva prolongación en la Iglesia y a través de la Iglesia" (RMa 24). La "regeneración de los hombres" (LG 65; RMi 92) es un proceso de maternidad eclesial y martirial. De María, la Iglesia y todo apóstol aprende a ofrecer la propia vida por Cristo, para cooperar a la salvación de toda la humanidad. Pero la etapa primera e indispensable es la de recibir al Verbo en el silencio del propio corazón y en el propio Nazaret.

Cristo, presente en la Iglesia y, de modo especial, en la vida de cada apóstol, hace posible, con la gracia del Espíritu Santo, la actitud martirial del gozo de la esperanza. Esta es la mejor respuesta a los retos de la nueva evangelización.

La alocución del Papa en la celebración de los mártires junto al Coliseo, termina con esta oración: "Elevo mi oración al Señor para que la nube de testigos que nos rodea nos ayude a todos nosotros, creyentes, a expresar con el mismo valor nuestro amor a Cristo, que está siempre vivo en su Iglesia: hoy, como ayer, mañana y siempre" (Juan Pablo VI, 7 mayo 2000).

Por el testimonio del gozo de la esperanza, será posible demostrar que "la característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior que proviene de la fe" (RMi 91).

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CONCLUSION: ITINERARIO MARTIRIAL DE LA IGLESIA DEL TERCER MILENIO

Desde el momento de la Encarnación, todo creyente en Cristo es, en cierto modo, una página de su biografía. El tiempo tiene una "dimensión divina" (TMA 10). En el mártir, como testigo de Cristo, se prolonga el misterio pascual, dando sentido a la historia humana. El inicio del tercer milenio también estará marcado por la cruz y la resurrección. "La Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires" (TMA 37).

La historia no corre a merced de la suerte o del fatalismo, ni consiste en círculos concéntricos de repeticiones y de bandazos. La "reencarnación" de las almas es una idea ajena a la dignidad de la persona humana, cuya vida es irrepetible. La Providencia amorosa de Dios quiere que cada ser humano se realice en la verdad de la donación, con libertad, como elegido en Cristo para ser "hijos en el Hijo" (GS 22; cfr. Ef 1,5). El testigo de Cristo anuncia esta Providencia con el testimonio de la propia vida y con el gozo de la esperanza: "Ya lo sabe vuestro Padre" (Mt 6,32); "el Padre os ama" (Jn 16,27).

Toda vida gastada por Cristo es un testimonio de la misericordia divina, de las bienaventuranzas como actitud permanente de amor, del "Padrenuestro" como actitud filial, de la muerte de Cristo en la cruz y de su resurrección, de su presencia en la Iglesia y en el mundo. En el grado en que el testigo de Cristo se esconda de las modas y vanidades humanas, se hace transparencia e instrumento de los misterios del Señor.

La Iglesia, al ir adentrándose en el tercer milenio, "no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso" (LG 9). Para ser "la gran señal", como María, "la mujer vestida de sol" (Apoc 12,1), los miembros de la Iglesia "han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Apoc 7,14). Para llegar a esta transformación, la Iglesia se encuentra siempre "en estado de persecución... porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana" (DeV 60).

El corazón del apóstol se abre a la verdad para vivirla y anunciarla con el gozo de la autenticidad: "Ojalá que el mundo actual -que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo" (EN 80).

Toda página de la historia de la Iglesia se escribe con vidas donadas y con sangre de mártires. La escoria de las imperfecciones se purifica amando más a la Iglesia, dispuestos a pasar por el fuego del crisol de la persecución y de la calumnia: "Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la revelación de Jesucristo" (1Pe 2,6-7).

La comunión eclesial se construye con la actitud de donación. "El ecumenismo de los santos, de los mártires, es tal vez el más convincente. La «communio sanctorum» habla con una voz más fuerte que los elementos de división" (TMA 37).

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La Iglesia tiene siempre presente "la memoria de los mártires". Al recordar esta realidad de donación martirial, los creyentes ahondan en "el deseo de seguir su ejemplo, con la gracia de Dios, si así lo exigieran las circunstancias" (Bula IM 13).

El inicio del tercer milenio está marcado por el signo de la esperanza. El testimonio gozoso de la esperanza es el nuevo nombre de la misión.

La ruta está trazada para todo el camino eclesial: en el gozo de la esperanza, afrontar la realidad histórica con y como Cristo. Mirando a María, portadora de Jesús, los creyentes construyen la historia amando. Abriendo camino para los demás hermanos, van dejando huellas de Jesús, para que todo hombre de nueva voluntad le encuentre, le siga y pueda vivir de su misma vida.

El martirio es la máxima expresión del amor y de la misión, como testimonio gozoso de la esperanza cristiana. Los 40 millones de mártires durante 20 siglos de Iglesia, son una siembra fecunda que ciertamente dará fruto a su tiempo. "El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza «que no defrauda» (Rm 5,5)" (Juan Pablo II, Novo Millennio Inneunte, n.58).

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PARA MEDITAR Y COMPROMETERSE EN EL CAMINO MATIRIAL DE LA IGLESIA

- Los mártires "son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor" (Bula IM 13).

- En las dificultades, el punto de referencia es siempre la persona de Jesús: "Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros" (Jn 15,20). "El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires" (IM 13).

- El evangelio anunciado y testimoniado tiene lugar especialmente en el martirio de sangre o de vida donada: "Vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15,27); "seréis mis testigos... hasta el extremo de la tierra" (Hech 1,8; cfr. Mt 10,17-20).

- La promesa del Señor se sigue cumpliendo en todas las épocas y latitudes. El mismo Señor se ha comprometido a enviar la fuerza del Espíritu de amor: "Cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros" (Mt 10,19-20).

- Es una constante desde el inicio de la Iglesia, según el mensaje de San Pedro el día Pentecostés: "Nosotros somos testigos" (Hech 2,32). "Yo soy también testigo de los padecimientos de Cristo y partícipe ya de la gloria que está por revelarse" (1Pe 5,1).

- El creyente está llamado a ser pan partido para los hermanos, como Cristo: "Dejadme imitar la pasión de mi Dios" (S. Ignacio de Antioquía) .

- La actitud martirial del apóstol se estrena con la aurora de todos los días: "Te bendigo por haberme creido digno de este día y de esta hora, digno de ser enumarado entre los mártires" (S. Ignacio di Antioquía)

- La actitud martirial de todos los días, hace a los apóstoles "alegres en la esperanza" (Rom 12,12). Es la actitud que refleja las bienaventuranzas: "Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa (Mt 5,11). Es la alegría de "haber sido ultrajados por amor al hombre de Jesús" (Hech 5,41).

- El martirio, de sangre o de vida ordinaria, forma parte integrante de toda vocación cristiana: "Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia" (LG 42).

- El gozo de la esperanza es una vida donada día a día: "Jesús, que yo muera mártir por ti, el martirio del corazón o del cuerpo, o mejor los dos, y hazme comprender lo que debe ser una esposa para ti" (Santa Teresa d Lisieux).

- Hay martirios que quedan siempre escondidos en el corazón de Dios: "Padre mío, yo me abandono en Ti, haz de mí lo que quieras. Por todo lo que hagas de mí, Te doy gracias. Estoy dispuesto a todo... y es una necesidad de mi amor el poder darme, ponerme en tus manos, sin reservas, con infinita confianza, porque Tú eres mi Padre". (Carlos de Foucauld).

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- El misterio de Dios Amor y el misterio del hombre que busca siempre la verdad y el bien, encuentran en el martirio una expresión privilegiada: "En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios" (VS 92).

- La moral cristiana, llevada a la práctica con todas sus consecuencias, es una transparencia del sermón de la montaña, tanto en la vida ordinaria como en los momentos de especial dificultad: "El martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero «usque ad sanguinem»... Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios" (VS 93),

- Los mártires cristianos de todos los tiempos son un continuo anuncio de la verdad trascendente y definitiva del evangelio: "El mártir es el testigo más genuino de la verdad de la existencia... Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo que también quisiéramos tener la fuerza de expresar" (FR 32).

- La actitud de dar la vida, en unión con el sacrificio de Cristo, es el supremo testimonio de la fe y del amor (cfr. LG 42). Este testimonio es acompañado por el perdón (cfr. Hech 7,60). El martirio es nota permanente de la misionariedad de la Iglesia en estado de misión y, consecuentemente, "en estado de persecución" (DeV 60).

- La promesa del Señor se actualiza en todas las épocas: "En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo... y vuestra alegría nadie os la podrá quitar" (Jn 16,20.23).

- La posibilidad del martirio, según la promesa del Señor, no impide a los verdaderos apóstoles el vivir siempre "alegres en la esperanza" (Rom 12,12); cada acontecimiento es un aviso de que "el Señor está cerca" (Fil 4,5). Los apóstoles experimentan la presencia de Cristo en sus vidas. Cristo "es nuestra esperanza" (1Tim 1,1). La "esperanza no defrauda" (Rom 5,5), sino que consiste en la actitud de "esperar contra toda esperanza" (Rom 4,18).

- Pablo será siempre un punto de referencia. Las debilidad del instrumento humano hace resaltar el poder de la mano divina que lo mueve: "Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2Cor 12,10). "Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en las tribulaciones" (2Cor 7,4).

- Es un riesgo continuo anunciar el evangelio, puesto que se trata de "la confesión de la esperanza" (Heb 10,23). Por esto "la misión tiene su punto de llegada a los pies de la cruz" (RMi 88).

- La Eucaristía hace del apóstol "pan partido" para todos. Dando la propia vida, se comunica la vida divina. Así "anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva" (1 Cor 11,26).

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- Nadie puede quitarnos la alegría del corazón, si estamos dispuestos a hacer de la vida una donación permanente. Sólo nuestro egoísmo podría arrebatarnos esta alegría evangélica. Cuando uno está dispuesto a reaccionar amando y perdonando, entonces comienza a entender las bienaventuranzas: "Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos" (Mt 5,11-12).

- Los riesgos del camino misionero recuerdan los riesgos de Cristo, desde su nacimiento, el cual, desde hace 2000 años, sigue siendo la única "gran alegría par todo el pueblo" (Lc 2,10).

- Al Señor, en Nazaret, "lo quisieron despeñar" (Lc 4,29) y le echaron en cara su condición social de "carpintero" y de "hijo de María" (Mc 6,3). Poco a poco, el rechazo se hizo crucifixión de "Jesús de Nazaret".

- Ante dos millones de jóvenes, venidos a Roma para la XV Jornada Mundial de la Juventud, el Papa anunció los riesgos de creer en Jesús hoy: "También hoy, creer en Jesús, seguir a Jesús... conlleva una opción por él y, no pocas veces, es casi un martirio, el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra corriente, para seguir al divino Maestro" (Juan Pablo II, 19 agosto 2000).

- Lo más importante es saber y vivir que la vida del creyente no es más que compartir la misma vida y destino de Jesús de Nazaret: "¿Podéis beber la copa que yo he de beber?" (Mc 10,38).

- Toda la vida se hace "complemento" de la vida y muerte de Cristo: "Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos" (Rom 14,8).

- La alegría de la esperanza no es fruto del corazón humano, sino don y misterio, como participación del mismo gozo de Jesús: "Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado" (Jn 15,11).

- El precio que ha pagado Jesús para evangelizar el mundo, es el precio de su vida. La misión no hace rebajas, sino que necesita la respuesta de vida por vida, amor por amor. "Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo" (1Pe 1,18-19).

- "Testigo" de Cristo equivale a "mártir". Anunciar el misterio e la Encarnación, de la cruz y de la resurrección, comporta el riesgo de correr la misma suerte: "Seréis mis testigos" (Hech 1,8).

- La vida se vive sencillamente, como la lamparita del Sagrario, que se gasta gota a gota. Cuando sobreviene la tribulación, hay que recordar a los primeros apóstoles, quienes "marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús" (Hech 5,41).

- El examen de amor para la misión termina con la extensión de un diploma martirial: "En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras. Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: Sígueme" (Jn 21,18-19).

- Aún los mejores amigos pueden fallar y abandonarnos en el momento de la prueba; pero Jesús no abandona nunca: "En mi primera defensa nadie me

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asistió, antes bien todos me desampararon. Que no se les tome en cuenta. Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles" (2Tim 4,16-17).

- La celebración de la memoria de los mártires durante el Jubileo del año 2000, puede resumirse así: "Allí donde el odio parecía arruinar toda la vida, sin posibilidad de escapar de su lógica, ellos manifestaron que «el amor es más fuerte que la muerte»... Es la herencia de la cruz vivida a la luz de la Pascua: herencia que enriquece y sostiene a los cristianos mientras se dirigen al nuevo milenio... Elevo mi oración al Señor para que la nube de testigos que nos rodea nos ayude a todos nosotros, creyentes, a expresar con el mismo valor nuestro amor a Cristo, que está siempre vivo en su Iglesia: hoy, como ayer, mañana y siempre" (Juan Pablo II, Homilía en la conmemoración de los mártires, en el Coliseo, 7 mayo 2000).

- Lo más importante es la actitud permanente de donación y de perdón, para que, llegado el momento de la prueba, el apóstol pueda decir como Jesús: "Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34).

- La alegría de la esperanza consiste en recordar que, anunciando la resurrección de Jesús, nos hacemos partícipes de la misma: "No deseamos ser despojados, sino revestidos para que nuestra mortalidad sea absorbida por la vida" (2Cor 5,4).

- El profeta cristiano anuncia siempre la esperanza en un "cielo nuevo y una tierra nueva", porque ya desde ahora se puede hacer lo mejor: construir la historia definitiva amando. "Soy juzgado por la esperanza en la resurrección" (Hech 23,6).

- La Reina de los Mártires, de pie junto a la cruz, se convierte en ayuda y modelo por su presencia activa y materna. Su "sí" desde la Anunciación, se hace asociación junto a la cruz. Esta actitud martirial es posible cuando la vida ordinaria de Nazaret es un continuo "Magnificat" gozoso y doloroso de donación, día a día. Jesús nace en los corazones cuando el apóstol transforma los "dolores de parto" en maternidad fecunda y gozosa (cfr. Gal 4,19; Jn 16,21-22).

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BIBLIOGRAFIA

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SIGLAS DE LOS DOCUMENTOS

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CEC Catechismus Ecclesiae Catholicae. Catecismo de la Iglesia Católica: 1992.

DEV Dominum et Vivificantem. Encíclica de Juan Pablo II, sobre el Espíritu Santo: 1986.

Dies Domini Carta Apostólica de Juan Pablo II sobre la santificación del domingo: 1998.

EN Evangelii Nuntiandi. Exhortación Apostólica de Pablo VI, sobre la evangelización: 1975.

EV Evangelium Vitae. Encíclica de Juan Pablo II, sobre el valor de la vida humana: 1995.

FR Fides et ratio. Encíclica de Juan Pablo II sobre la relación entre la fe y la razón: 1998.

GS Gaudium et Spes. Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo: 1965.

IM Incarnationis mysterium. Bula de Juan Pablo II para el grande Jubileo del año 2000: 1998.

LG Lumen gentium. Constitución dogmática del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia: 1964).

NMI Novo millennio inneunte. Carta Apostólica de Juan Pablo II al concluir el Gran Jubileo del año 2000.

RMi Redemptoris missio. Encíclica de Juan Pablo II sobre la validez del mandato misionero: 1990.

TMA Tertio millennio adveniente. Carta Apostólica sobre la preparación del Jubileo del año 2000: 1994.

UR Unitatis redintegratio. Decreto del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo: 1964.

UUS Ut unum sint. Encíclica de Juan Pablo II sobre el compromiso ecuménico: 1995.

VS Veritatis splendor. Encíclica de Juan Pablo II sobre algunas cuestiones fundamentales de la doctrina moral de la Iglesia: 1993.