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BIBLIOTECA DEL ESTUDIANIt UNIVERSn

115

*

MARTÍN LUIS GUZMÁN

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CAUDILLOS

Y OTROS

EXTREMOS

Pr6logo, selección y notas

de

FERNANDO CURIEL

UN NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

COORDINACIÓN DE HUMANIDADES

M 1995

- - .,. .‘

INTRODUCCIÓN

UNA VIDA SUIORDINADA

A Emrnanuel Carballo

Al) VER TENCIA

A

Primera edición: 1995

DR © 1995. Universidad Nacional Autónoma de México

Ciudad Universitaria, 04510. México, D. F.

DIRECCIÓN GENERAL DE PUBLICACIONES

Impreso y heCho en México

ISBN 968-36-3573-3

Leía Martín Luis Guzmán con fruición y pro vecho, entre los escritores compatriotas, a Ángel de Campo MiCrós, Alfonso Reyes, Julio Torri, Carlos Díaz Dufoo fr.; pero, asimismo, a pensadores como José Vasconcelos y Antonio Caso; y, de modo seña lado, a historiadores del calibre de Francisco Bul. ves, Justo Sierra, Carlos Pereyra. Es que las corrien tes pro fundas del océano guzmaniano (que los perezosos de mala fe constriñen a uno, dos títulos) entreveran, si no es que confunden, historia y lite ratura. Ambas bajo el signo de la crítica. Contra lo qve algunos intrigantes propalan, Guzmán no se arroja en 1913 al torrente del constitucionalis mo presa de la confusión sino en obsequio ineludi ble de una aguda -lucidez civil. Aunque suele o lvi darse, la obra literaria de Guzmán, en la que espe ¡ea del cabo a la punta una experiencia con la

historia, la de México y la España republicana, es una obra artística, al mismo tiempo, consumada y revolucionaria. En otras palabras, el pesimismo político de Guzmán no invoca una actitud reac cionaria o pequeñoburguesa ( es, ahora, lo burgués?) sino una elección social (con sus riesgos

, :i •

1

y

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y desastres); la elección de las otras revoluciones mexicanas, las perdedoras (la del maderismo mudaS do gobierno democrático contra viento y marca, la de Villa, la de la Convención de Aguascalientes, la de Adolfo de la Huerta contra el caudillo ¿iva- ro Obregón). Y el desdén por la supuesta obro cencia formal del escritor, a su vez intenta ocultar candorosamente (pero con éxito en los cst ratos crí ticos) la vigencia de su novedad estética; siendo que los pares del chihuahuense se localizan entre lo más

Perdura ble de la •Nueva Novela Latinoamericana

o Boom! (Rulfo, Cortázar, Onetti, García Márquez, Carpentier, Guimaraes Rosa, Vargas Llosa, etcéte ra), entre los cultores del “New Journalisrn” o de la “Non fiction novel” (Wolfe, Talese, Capote, etcétera), o entre los oficiantes (le la neo(neo)novc-. la histórica, fiebre finisecular (Del Paso, Cerda Márquez, Fuentes, Roa Bastos, Saramago, etcétera).

Guzmdn, lectora, no cuenta anécdotas san grien tas: ilustra una personal visión (convicción) totali zante de la historia del poder en nuestro aís; Guz mán, lector, no está pasado de moda como sucede con algunos novelistas de la revolución: es una vanguardia menospreciada y saqueada a la luz del día (cuántos novelistas Profesionales, o histo riadores metidos no siempre con causa a la novela, sueñan, deliran mejor dicho, con su Sombra de caudillo

Orígenes

Segundo hijo de una prole numerosa, Martín Luis Guzmán Franco nace el 6 (le octubre de 1887 en la capital del estado de Chihuahua, Calle de la Libertad núm. 5. Fueron sus -padres un yucateco, don Martin Luis Guzmán Rendón, milite; y uña

VI

chihuahuettse, doña Carmen Lucrecia Franco Terrazas, dedicada al hogar. El padre fallecerá a los 57 años de edad, en uno de los primeros encuéntros entre “federales y revolucionarios”; la madre, por el contrario, sobrevivirá hasta ver a su hijo convertido en príncipe de las letras, mf/u yentishno político, empresario editorial, académico de la lengua. Éste, por su parte, vivirá las postri merías porfirianas; casará muy joven con la seño rita Ana West Villalobos, con la que procreará tres hijos; tendrá de antecesores o contemporáneos o sucesores a los Modernistas (Nervo, Tablada, Ruelas, etcétera), al Ateneo de la Juventud (Hen ríquez Ureña, Caso, Acevedo, Reyes, Torri, Vas concelos, Silva y Aceves, etcétera), a la Generación de los Siete Sabios (Gómez Morín, Lombardo Tole dano, etcétera), a los Con/em poréneos (Villaurru tia, Novo, etcétera) a los inclasificables (López Ve- larde, Genero Estrada, Arreola, Rulfo, etcétera); se unirá al maderisrno triunfante, eligirá a Villa frente a Carranza, a Eulalio Gutiérrez frente a Ca rranza y Villa y Zapata, y a Adolfo de la Huerta frente a sus antiguos socios del Plan de Agua Prie ta; Conocerá el exilio hasta las heces; regresará a México de manera definitiva en pleno cardenis mo para labrar una reconciliación marcada por el éxito; producirá una obra dilatada y varia, la más de ella de médula clásica; morirá casi nonagenario, en 1976, su celebridad bajo sospecha.

Infancia: Tacubaya

1887. No hace mucho que el Ferrocarril Mexica no enlaza Chihuahua con la capital de la Repúbli ca. De 35, 40 días de nacido, Martín Luis Cuzinán sigue a la familia rumbo a un nuevo destino del padre: la Dirección del Detall del Colegio Mili-

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tar de Chapultepec (donde además inlpartiid cia ses de táctica de infantería y de caballería). De ttIZJ el lugar (le residencia: ‘J’acubaya, Calle (le Árbol Bendito. Confirmado por el arzobispo de México, don Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, el niño Guzmán empieza a recibir en Tacubaya lec ciones imperecederas La de la belleza de la natu raleza circundante y de la ciudad de México (le entonces, bucólica y urbana (no como la de hoy, toda cija suburbana pese a la tmitacion de [ tan); la le la It t.storia P° ita )t tiflO (It’ sus it vi y, si no es que su entero sistema nervioso: el libera lismo. Aprendizaje, este último, a cargo tanto (le? dramático escenario del bosque de Chapultepec y su habitante hierático, Porfirio Diaz, como del señor su padre, liberal a machamartillo. Etapa, también, desde luego, de la religiosidad católica. J justomesj una caída en su ritualismo, descie bici-te a tiempo or el ni ilitar, lo que deciden no lección más al hijo: la lectura (Los mil y un día de Juan (te Dios Peze, corridos Populares con dibu jos del inmenso Posada, fuvenal, la prensa de la época; El proceso del Mesías, sin huella El Deca merón). A/tora bien: sentido de la belleza, historia patria, episodios del liberalismo, primeras lecturas, valoí-ey a la postre abstractos, cristalizan de pronto gracias a la intervención (otra más) del ni ilita r Guz,ng u Ren (1(5

Aq tiella noche el niño sostuvo UI diálogo Oil 5 padre. “iQué es esto?”, le preguntó, mostrándole el instrumento que había descubierto arrumbado. ‘Una brújula”. “ por qué esto apunta siempre hacia allá?”. ‘Porque allá está el Norte, Cuando crena y seas hombre, también tú serás así. Sabrás dónde está tu Norte y no te extraviarás’’

Aquí no te? nina aquel suceso clave.

Pocas noches después hubo otro tliálogo. A tres calles de la casa del niño acababa de ioori r u u hombre famoso llamado Guillermo Prieto, de quien todos hablaban apodándolo El Romancero. “ quién era Guillenno Prieto?”, le contestó su padrie: “Un gran liberal; con su palabra salvé a Benito Juárez de la muerte que iba a darle un pelotón de solda nos”. “ quién era Benito Juárez?”. “Otro gran liberal, el mayor de todos?’.

Desde entonces, dos frases de aquellas explicacio nes pascru as se le grabaron indeleblemente, pero las dos ligadas, las dos casi unidas en u ‘n sola, sin saber él por qué: “Ser un gran liberal”, “Tener un Norte, como las brújulas”. 1

Para quien recuerda, el hombre hecho y célebre, la escena parecía haber ocurrido apenas el día

anterior.

Pubertad; Veracruz

Si a las pocas semanas de nacido Guzmán deja la primigenia Chihuahua, la de los dilatados pai sajes, a los once conoce el mar. Nombrado el padre subdirector de la Escuela Navala la familia Guz mán Franco marcha a Veracruz. Son varios los hijos además de Martín Luis: Carmen isabet, Manuel Demetrio, Mercedes Lucrecia, María Cristina y, muerto a poco de naccr, Francisco Lain berta. El puerto refuerza las enseñanzas de Taeubaya (y su bosque próximo). La belleza natural ora sosegada ya tormentosa del Golfo; el hálito histórico; la

1 “Apunte sobre una personalidad”, autobiografía, en Obras completas, México, Compañía General de Edicio nes, 1961, t. 1, p. ISiSI.

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instrucción laica :y: graÇuita en la Escuela Canto nal Francisco Javier Clavijero, dirigida por Del- fino Valenzuela (muchas personas cónoció Guz mán, pero a pocas, como a don Delfino, las inmor taliza con su prosa escultórica). Años luego, ya revolucionario, de paso a la ciudad de México, Guzmán desem barca en el puerto. Ocupado por fuerzas extranjeras; con algunos huertístas, uno de ellos su adntirado Ruines, al garete. El fondo de la lnemona agítase

El viejo puerto de mi infancia sólo lleno hasta hacía poco, de magnífica evocaciones prettritas, vivía ahora, en presente, una de esas; etapas, tan suyas, de donde le viene la personalidad, alta y dra mática, que le corresponde en la historia. Era un Veracruz de impotencia, de humillación, de tra gedia.

Con los acorazados yanhis de ominoso fondo, quizá cruzdndose en los portales con Jack London, corresponsal de guerra, recorre ávido la ciudad. Visita a su antiguo mentor de la escuela que mira al parque, Ciriaco Vázquez. Ahora que no menos intensa debió ser para el villista la evocación del descubrimiento, a •los catorce años, de ese otro mar que ya nunca abandonará: la escrituri En efecto, en 1901, junto con un condiscípulo, Feli ciano Prado, Martín Luis funda su primer impreso y espacio de sus primeras letras. El quincenal La Juventud. ¿Qué escribe el debutant ¿Poern.illas? ¿Trémulos arrebatos de adolescente? No. Escribe sobre Juan Jacobo Rousseau, sobre Víctor Hugo. La sociedad, la épica lírica. Dos de las marcas del Guzmán futuro.

Juventud México, D F

Para 1904, antes incluso, nuestro personaje ha regresado a la ciudad de la infancia. Un hermano más, Francisco Javier, ha engrosado la prole. De 1904 a 1908, Guzmán cumplimenta los estudios de la Escuela Nacional Preparatoria. La del positi vismo comteano arreglado para México por Gabi no. Barreda. “La Preparatoria de entonces”, memo raQuzn 1 -

• era la escuela superior del liberalismo mexicano, liberalismo allí humanístico y amante de cuanto trascendiese a cultura. Sus intérpretes de aquella hora, a ejemplo del esclarecido Justo Siena, mante nían puro como el agua al surgir bajo la roca el credo de los grandes reformadores de México, pero a la vez lograban que la propensión hacia todo pen sar noble y generoso compensara, en parte al menos, el rigor con - que doctrinalmente v&laban la filo sofía: 3

Quizás algunos de sus condiscípulos no compar tieran el acento en lo “humanístico”: la expulsión de las humanidades clásicas (y de la filosofía como lo anota el propio Guzmán) fue uno de los costos de la implantación, eufórica e inevitablemente dog mática, del injerto comteano, su escala de las cien cias. ¿Qué discípulos? Alfonso Reyes, por ejemplo. Y tan faltaban las humanidades y la filosofía que uno de los reclamos de la generación emergente será el regreso de ambas implorantes (humanida des, filosofía) a los programas de estudio de la edu cación superior, ¿Qué generación emergente? Tó mese nota. La que será conocida como de Savia

Blbideni, p. 1855.

2 Ibídem, pp. O2-5O3.

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Moderna (por la revista del mismo nombre, 1906), del Ateneo de Ja Juventud (por la asociación fun dada en 1909) o del (eitteuariu (por el ciclo de con ferencias ateneístas que forman parte (le las Fies tas del Centenario de la Independencia, ¡910). Ni más ni menos. Además del citado Reyes: Antonio Caso, José Vasconcelos, Jesús T. Acevedo, los Hen ríquez Ureña (Pedro y Max), Alfonso Cravioto, Luis Castillo Ledón, Diego Rivera, Angel Zárraga, Rafael Ló Manuel de la Parra, etcétera; y, más adelante, Mariano Silva y Aceves, Julio Torri, y otros. El paisaje ya no natural, urbano o de remi niscencias históricas, sino humano, generacional, de Martín Luis Guzmán.

Dudas e interrogantes

Dáse por establecida la pertenencia (le Guzmán a los dos movimientos revolucionarios que inaugu ran (y definen) el siglo veinte mexicano: el social que arranca en 1906; y el cultural que, aspecto no subrayado del todo, (lata del mismo año. Otra es la verdad documental, documentable. Ni Guzmán se lanza sin dubitaciones, como en cambio sí lo hará Vasconcelos, a la rebelión maderista, expre sión, en 1910, de un malestar que se remonta al Manifiesto y Prograni.a del ¡‘anido Liberal Mexi

cano; ni se aúpa de.çde el comienzo, no con la con sistencia de un Acevedo o un Caso, a la revuelta intelectual ateneísta. Preciso.

Respecto a lo primero (la política): como el propio Martín Luis Guzmán conf iésalo en su auto biografía de 1954, no es sino hasta las algaradas de junio de 1911, firmados ya los Tratados de Ciu dad Juárez, que se moda en la protesta pública contra el caduco, y más que caduco inepto (su pro

pia sucesión se le va (le las manos) Porfirio Díaz

j%iori.

Respecto a lo segundo (la cut toe): G uzi/lán no escribe en Savia Moderna, publicación (jeto (lora del ateneísmo; no firma la Protesta Literaria

ni participa en la Protesta Pública que [ la

- - pretensión de resucitar la Revista Azul de Manuel

Gutiérrez Nájera, vez primera que ci nuevo grupo

intelectual ocupa las calles de la ciudad porf iría

na (abril (le 1907); sí participa, a uq como oscu

ro observador, en el desagravio de Ca b i o i3arreda

que paradójicamente inicia la crítica frontal, por

boca (I propio Sierra, (tel posit 1 o (marzo (te

1908); sí aparece, esta vez en papel protagónico,

como organizador y orador, en la llamada “mar

cha de las antorchas”, desfile con el que el estu

diantado capitalino, sin injerencia oficial (aunque

con la previa autorización del receloso dictador),

celebra a los héroes (le la independencia de M

co (septiembre (le 1908); no se cuenta entre las

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exponentes (le los dos ciclos montados por la Socie—

(1(1(1 (le Con feren cia, preám bulo (le 1 Ateneo de la

Juventud (1907, 1908); no se incluye su nombre

entre los fundadores de la agrupación ni entre los

participantes de las llamadas Conferencias del Ate

neo (respectivamente, 1909 y 1910).

¿Qué se fizo (le Guzmán entre 1908, año en (/1 concluye la Preparatorio, y 19/1, año en q se

hace tn.aderista?

Todavía prepa )atoT ingrese co repon (/0 al periódico progobiernista El imparcial (1908); junto con Alfonso Reyes se inscribe en la ES€uela

Nacional de Jurisprudencia, pese a que su afición al álgvbra y a la geometría parecía inclinarlo a! estudio (le la ingeniería (1908); casa (1909); se aso ma a la política del nonicnto, aunque no como

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XI

antirreeleccionista sino ¡como reeleccionista!, en apoyo de esa fórmula Diaz presidente-Corral vice presidente que dará al traste con el viejo régimen (1909). Bien. Quizá, especulo, para ale jarse de un ambiente agitado cuyos signos comprendía, aunque no hasta el punto de decidirlo a la acción, es que se deja nombrar canciller en el Consulado de México en la población de Phoenix, Arizona, lugar donde ya se encuentra para el mes de agosto de 1909. De ahí que no asista en octubre, el 28 para ser exactos, a la fundación del Ateneo (le la Juven tud en la ciudad de México. El 26 de abril del año siguiente nace su primer hijo, Martín Luis Guz mán West.

Primer regreso

Podría especular también, en el terreno de lo que yo llamo la biografía virtual o posible, otro destino para Martín Luis Guzmán. Estallada la Revolución, cuya razón comprende, permanece sin embargo en los Estados Unidos encontrando sus medios de vida, como lo hará en los futuros exilios, en el negocio librero o el periodismo (o aun la cátedra, salvación que será de un Pedro [ Ureña). ¿En qué me baso? En que, antes que la insurrección maderista, lo que lo saca de su inver

nadero consular es una tragcdia privada ocurrida en Chihuahua, cerca de la población de Pederna les, a finales de 1910. Guzmán mismo evócala des-

pués, valiéndose de la tercera persona del singular:

- - 29 de diciembre de 1910, a los treinta y nueve días de iniciarse el movimiento armado contra la dictadura porfirista. Herido su padre, que era coro nel del ejército federal, en el cañón de Malpaso.

MV

donde peleé heroico y en condiciones innecesaria mente advez fue llevado a Chihuahua. 4

Al hospital Miguel Salas, añado yo; sitio en el que a poco fallece don Martín L. Guzmán (como gustaba identificarse), no sin antes brtndar un pos trer monólogo al hijo. Para el

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coronel que había combatido a los apaches, los revolucionarios no eran, contra lo que opinaban los ricachones chi huahuenses, “la mala yerba”. 5

Guzmán viaja a la ciudad de México. Ex emplea do consular, ayuno ahora de su único guía hasta entonces, el único guía total que uno puede reco nocer en su vida pletórica, asúmese político. Aun que no de manera inmediata. Se reinscribe en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, imparte cla ses en la Escuela Superior de Comercio, se desem peña en la Escuela Nacional de Altos Estudios como bibliotecario; y, lo más señalado, participa al fin en los trabajos intelectuales del Ateneo de la Juventud. Es con estos antecedentes que aparece como delegado por Chihuahua en la Convención z\racioflal del Partido Liberal Constitucionalista; instrumento de que el victorioso y todavía po pu larísimo Madero se vale para deshacerse, con vis tas a las nuevas elecciones presidenciales, las prime ras de la Revolución, de los compromisos contraí dos cuando el Partido Antirreeleccionista (su nue vo segundo a bordo no será ya, como en 1910, Francisco Vázquez Gómez, sino José María Pino

Suárez).

E pero, el Partido Liberal Constitucionalista no lleva a Guzmán ni a una diputación ni a un car go ministerial de rumbo. Padre de un segundo

J

4 p. 1360.

5 Ibidem.

xv

¿

Izqo, Her» tuido, nu ido el 26 de junio de 1912, permanece fuera del gobierno maderista (al igual que, aunque quizá por razones diversas, José Vas concelos). ¿Quiere esto decir que resurgían las tliedas e interrogantes de 1909 y 19107 ¿No afirma el propio Guzmán que a partir de 1911 dio irre parable entrada en su vida a la poiítica, y con ello, “tinte definitivo a sus actividades de intelec tual y escritor”? 3 Así, así es en realidad. Sólo que al mismo tiempo Guzmán empieza a delinear, pese a su ad crítica a Madero, el perfil de un opositor dentro de la Revolución. Postura que queda patentizada el 24 de noviembre de 1912 al intervenir como orador en la ceremonia (le erec ción del Monumento a Aquiles Scrdán (Plaza Villa- mil). Comparte la tribuna con el líder carnaral Luis Cabrera y el mismísimo Presidente de la Repá blica. Heterodoxo, hermana en su discurso a l dos ejércitos enemigos, el federal y el revolucio nario; independiente, denuncia que las promesas revolucionarias no sólo no se habían cumplido sino que en alto grado llevaban trazas de no cumplirse, y que aún quedaba en pie mucho de lo que debió sucumbir.

En resumen, entrada en la vida de Guzmán la política, ésta mantiénese y acreciéntase. Campo elegido durante el maderismo: la cultura. De esta suerte revalora, en un texto precursor, la significa ción de Justo Sierra, puente de geni falle cido en Madrid. Y se encuentra entre los fundado res de la Universidad l’opular Mexicana, de la que es nombrado Secretario (órgano, la UPM, del Ate neo, llamado ahora Ateneo de México por obra y gracia de Vasconcelos).

Sin q o ni it.ani os una utisió u secreta, 1913- A pedido tic Madero, Guz intercede ante su cole ga Alfonso Reyes para que éste se comprorflcta a que el rebelde general Bernardo Reyes, preso en Santiago TlatelolcO, se retire a la vida privada; compromiso

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del hijo que aparejaría la inmediata libertad del progenitor. El joven autor de Cuestio nes estéticas, libro aparecido en París dos años antes, responde atribulado con una negativa, una confesión de impotencia (a quien escuchaba don Bernardo era al otro hijo, el político cien por cien, Rodolfo). La misión secreta de Guzmán fracasa. 8

Adviene el 9 de febrero, la Decena Trágica.

La Revolución, segunda oleada

Guzmán no vivió el maderismo armado; sí, casi íntegra, la revolución constitucionalista que echa de México al usurpador Victoriano Huerta. Apre sado Madero, escribe con otros maderistas, El Honor Nacional, impreso cuya exhumación todavía nos debe la hemerografia académica. Asesinado el Pre sidente, junto con Alberto J. Pani volantea propa ganda subversiva hasta que los cerca la policía secreta. Guzmán se planta en los campos revolu cionarios del norte. Conoce a Villa; conoce, decep cionándolo, a Carranza y a Obregón. Urde, sin éxito, un periódico constitucionalista. Designado por Carranza Oficial Mayor del gobierno del esta do de Sinaloa, la política local le impide entrar en funciones; aun que recibe la protección del gene ral Ramón F. Iturbe, hombre fuerte del estado que lo será hasta la rebelión de Agua Prieta. .lleor

8 Véase Medias palabras, correspondencia Guzmán/Reyes.

1911 -1959, prólogo (epistolar) notas y apéndice documental por Fernando Curiel, México, UNAM, 1991, pp. 168-165.

XVI

o Ibidem. 7 Ibidem, p. 158.

x

a

ganiza, Guzmán, el hospital militar de Culiacán. El Estado Mayor de Obregón le echa el anzuelo. Carranza, contrariándolo, lo comisiona a Ciudad Juárez. Se hace villista. Agente del guerrillero, reaparece en la ciudad de México, via Veracruz, al triunfo de la Revolución. Se desempeña en la Inspección General de Policía. Renuncia. Ligado al general Lucio Blanco, realiza labor anticarran cista; lo que le gana ser recluido en la penitencia ría. Liberado él y sus compañeros por orden de la Soberana Convención de Aguascalientes, asiste, espectador privilegiado, a sus deliberaciones en el Teatro Morelos.

La revolución victoriosa se escinde a la hora inapelable del poder. Carranza se repliega a Vera cruz, con Obregón como su brazo armado; Eulalio Gutiérrez, presidente salido de la Convención que da en manos de Villa y de Zapata, sus supuestos salvaguardas. Villista crítico, Guzmán se hace con vencionista. El general José Isabel Robles, secreta rio de Guerra, lo hace asesor suyo con amplísimas facultades. Al par, si bien por breve tiempo, Guz mán desempeña, sucesivamente, como secretario de la Universidad Nacional y director de la Biblio teca Nacional.

Insostenible un día mds su situación, el gobierno de “Ulalio” Gutiérrez deja la ciudad de México camino a la nada. Guzmán no sale a tiempo de la capital. El villista Roque González Garza, autoinvestido 5 de la Convención, lo designa secretario de Guerra. Desmorónanse las ilusiones revolucionarias del joven Guzmán. Ene mistado con González Garza; viaja ñ Aguascalien tes para entrevistarse con Francisco Villa. Éste no sólo no castiga su indisciplina sino que lo dis tingue nombrándolo secretario suyo. Guzmán acep ta. Pero pretextando la búsqueda de su esposa

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Anita y sus hijos Martín Luis y Hermando, cruza la frontera y se autodestierra. Semanas luego Villa y Obregón se baten en El Bajío.

Primer exilio

Políticó, intelectual, escritor, considérase pues, a partir de 1911, el vástago del coronel Guzmán Rendón, a los veinticuatro años de edad. Única mente que quien señorea hacia 1914-1915, mamen— to de su defección, es el intelectual: el que, más que hacer, piensa la Revolución. Digo esto porque las elecciones del político habían sido las insoste nibles democracia maderista, villismo, convencio nismo; mientras que el escritor, por su parte, apenas si asomaba con timidez la cabeza. Hablo de algunos ensayos publicados en el Boletín de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria, que él mismo dirigía; 9 hablo de breves y alados textos aparecidos en la revista Nosotros justo cuando la nación tomaba de nueva cuenta las armas. 10 Eso y nada más. El primer exilio será por fortuna la ocasión de la insurgen cia del escritor (del escritor intelectual y político antes que del narrador prodigioso, novedad ésta del segundo exilio).

Los Guzmán West prueban suerte, primero, en Nueva York. De aquí marchan a París, donde el padre posa para Diego Rivera. 1915. Se establecen en Madrid, donde junto con los Reyes (a Alfonso la caída de Huerta lo había arrojado de la Lega

9 Alfonso Garef a Morales, El Ateneo de México (1905.1914), Sevilla, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1992, pp. 15-76.

10 Los recojo en mi La querella de Martín Luis Guzmán, México, Oasis, 1987, pp. 116-118.

4

ción de México en Francia), y los Acevedo ( había renunciado a su cargo de Director de Correos poco antes del triunfo constitucionalista), forman, en un edificio de los suburbios madrileños, Calte de Torrijos Duplicado 14, una comunidad mexi cana en el exilio. Ahora bien, en tanto que el arquitecto Acevedo no resiste la laboriosidad y el éxito crecientes de Reyes, esto hasta el extremo de perdérsele en la propia ciudad, allá por Lava piés, Guzmán se pliega al paso del regioinontano. Con él escribe en la revista España de fosé Ortega y Gasset la sección cinematográfica Frente a la pantalla (común seudónimo: “Fósf oro”) a su sombra coquetea con la investigación filológica (Góngora, Gregorio Silvestre, etcétera) en el Centro de Estudios Históricos de Madrid bajo el mando de Ramón Menéndez Pidal. Pero, lo más importante, escribe su primer libro, La querella de México. 11 Trabajo éste parte de una obra mayor “donde se estudian las cuestiones palpitantes de México y las principales figuras de la últi Revolución”. 12 Ambicioso y tempranísimo proyecto de ensayista, o de crítico de la historia ( sobre todo de Buines antes que de literato a secas.

1916. En busca de mejor fortuna pero, también, sin lugar a dudas, para acechar el padre más de cerca el acontecer mexicano, la familia, que cuen ta con un nuevo miembro, Guillermo, nacido en Madrid el 1 de diciembre de 1915, regresa al pun to de partida: Nueva York. Guzmán (la aquí sus primeros pasos como empresarios: inaugura un “Book Department” en el número 42 de Broadway.

Acoge a Pedro Henríquez Ureña, futuro embozado enemigo, en su piso de Central Park y West Street. Además, el otrora codirector de La Juventud, director del Boletín de los alumnos de la ENP, reportero de El Imparcial, crítico de El J Nacional y colaborador de

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España, regresa al perio dismo. Como articulista: Revista Universal; y direc tor: El Gráfico. impresos ambos publicados en español en Manhattan.

En 1919, anunciada ya la tormenta que acarrea rá la sucesión (le Carranza, empeñado en atajarle el paso a Obregón, Guzmán pone término al auto- destierro.

La aventura delahuertista

Reincide, Guzmán, en la política. Su bagaje diga mos teórico, esto es, su visión de la historia de México desde la independencia a la Revolución pasando por la Reforma, periodo para él el más luminoso pese a sus “embelecos constitucionales”, contiénese en La querella de México y su siguien te libro, también ensayístico, A orillas del Hud son. I Veamos su trayectoria. Recién desempacado se encarga de la sección editorial de El Heraldo de México, periódico fundad.o por Salvador Alvarado; viaja a Mazatlán para presentarse ante su antiguo jefe, el general Ramón F. Iturbe, quien se mantie ne leal a Carranza; ya Obregón Presidente de la República, su Cancille,-, Alberto J. Pani, llama a Guzmán a su lado como secretario particular. Es con este carácter que el ex secretario de la Univer sidad Popular y de la Universidad Nacional, ex di rector de la Biblioteca Nacional, participa en la

18 México, Andrés Botas e Hijo, 1920.

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1 Madrid, Imprenta Clásica Española, 1915.

12 Ibidem, p. 5. Aunque las ideas son del autor, el prólo go redáctalo su vecino Alfonso Reyes.

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organización de las Fiestas del Centenario. 4e . la Consumación de la Independencia de México (res puesta de la Revolución al boato poifirzano de septiembre de 1910 que, sin embargo, no ms un ciclo de conferencias equiparable al rendido. por los ateneístas). No pocos se preguntan la razón de que José Vasconcelos, en la Rectoria de la Uni versidad Nacional enfilándose a un Ministerio de Educación, no incluya al repatriado entre sus cola

boradores. . - . . -

Así como en 1912, fresca- todat’ía la (uniba de Justo Sierra, Guzman n;zcza su revaloractón, en 1921 realiza otro tanto con el finado Jesús Urué ta. De otra parte, fructifican sus ambiciones peño dist has (periodismo político) y empresariales. En 1922 lo tenemos al frente de un diario propio, el vespertino El Mundo, al que dota de una exten sión inalámbrica, la radiodifusora, una de las pri meras de México, del mismo nombre, que inaugu ra mostrándose totalmente insensible al nuevo medid de difusión, el ya secretario de Educación Pública, l Si en 1911 el Partido Libe ral Constitucionalista no lo promueve, el Partido Cooperativista, al que ahora se afilia lo lleva como

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d al Congreso (le la Unión. Cargo que empieza a desempeñar a partir del mes de np tiembre de 1922. Distrito: el 6° de la ciudad de México. De las elecciones de entonces deja un testimonio, Aventuras democrñticas, material que formaba parte de la primera versión de La sombra del caudillo y que, a la postre, publicará dé forma separada. :14 Corno empresario periodístico y dipu.

tado, Martin Luis Guzmán toma partido en la escena política nacional. El partida de los que,

t- Madrid, Compañía Iberoamericana de Publicaciones,

1931.

ante la próxica sucesión de Alvaro Obregón, se inclinan por Adolfo de la Huerta, secretario de Hacienda y Crédito Público, frente a Plutarco Elias Calles, secretario de Gobernación (el “tapa do” del Presidente). Alto, muy alto, será el precio de su delahuertismo.

El Mundo, de común acüerdo con De la Huerta según su director, sin tal acuerdo según. don Adol fo, desata, al dar a çonocer la renuncia del min tro de Hacienda al gabinete obrçgontsta, la crisis política que más adelante se convertirá en militar. Esto tiene lugar en septiembre de 1923. Guzmán se ve en la disyuntiva de seguir a Adolfo de la Huerta a la rebelión armada o abandonar, de nue va cuenta, apenas cuatro años luego de su regreso, al país. “

Como capitulo estelar de sus dispersas memo- rías, Martín Luis Guzmán confía al historiador Eduardo Blanquel lo sucedido a raíz de la publi cación de la renuncia de De la Huerta, misma que Obregón deseaba mantener a toda costa oculta (para no azuzar la caballada). Cinco años antes de fallecer recuerda don Martin:

Salí precipitadamcnte, si mal no recuerdo, en el mes de diciembre (le 1923, por ferrocarril, porque se me había dicho que: o cainé iaba de pensamiento polttico o sencillamente el gobierno me mataba. l’ala bra5 te)Cttiales, dichas por una persona tan impor tante entonces, como el señor ingeniero Alberto

J. Pai secretario de Hacienda y Crédito Público, quien era además mi amigo íntimo.

Pani, en efecto, instrumento de la venganza del Presidente Obregón contra su antiguo colaborador,

15 La defensa polémica (le su conducta, pasaje de alto valor autobiográfico planléala Guzmán en Cómo y por qué renunció Adolfo de ta t1 Oc,, t. u, pp. 1492 y si

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xxm

despacho, le dice:

XXIV

a Blanquel:

sustituye a Adolfo de la Huerta en Hacienda. Pro sigue el relato.

otra carta bajo la manga. Doc el entrevistado

Lo interrumpí: ‘Bueno, pero hay ciet tos puntos que debemos precisar. Primero soy un hombre pobre, ¿qué hago en el extranjero, así lanzado de pronto con mi mujer y mis tres hijos?’ “Bueno, yo creo que todo puecl,e resolverse”, me dijo Pani. 6

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- . .me dijo el ingeniero Pani: “Está usted en una situación muy difícil. Y0 creo que si no cambia su actitud política, corre peligro. Gréame, el gobierno lo manda matar. “Contesté: ‘Pues no sé qué hacer. ¿Cómo voy a cambiar de actitud? ¿Qué quiere usted? ¿Que vaya a la Cámara de Diputados esta tarde, a decir: no soy ya delahuertista; me he vuelto callis ta? Eso es imposible. No son mis modos”.

La conversación entre los dos amigos se desarro ¡la en el despacho del nuevo ministro, en Palacio Nacional. Nada más había que decir. Guzmán des pídese. Sin embargo, narra después.

Pasando frente a la Catedral (algún día serviría de algo), me dije: Bueno, el gobierno está dispuesto a matarme. Mejor que no me mate, sino que me expulse del país. Así sin que yo haga nada ni diga nada contrario a mi actitud, logra lo que quiere:

apartarme del lugar donde estoy.

Fi peligro mudado ecuación. Guzmán retorna y pide ser recibido otra vez por Pani. Ya en el

¿Barruntaba Guzmán que este segundo exilio seria larguísímo, casi tres lustros7 ¿Qué Obregón le cobraría cuentas? Lo inconcuso es que Pani cum ple sus ofrecimientos. Un emisario suyo, Manuel

7. Sierra, dota esa tarde a Guzmán de pasaportes diplomáticos para los Estados Unidos; también merced a la intervención del ingeniero una perro ia arrienda a Guzmán, al dio siguiente, El Mun do; 35,000 pesos (3,000 mensva les). La tarde del tercer día de su conversación con el ministro de Hacienda, Guzmán y los suyos abordan el tren a Laredo en la estación Buenavista. Sólo que en el Laredo mexicano lo aguardaba una desagrada ble, más que desagradable, sorpresa. Un pelotón de soldados lo traslada a la guarnición de la Plaza, cuyo jefe, un general Hurtado, había recibido la orden telegráfica de pasarlo por las armas. Paradó jicamente, fusión de historia y novela, la orden de fusilamiento emitióla el ministro de la Guerra, general Francisco Serrano. El sujeto real que, junto

¡ con Adolfo de la Huerta, inspirará al personaje ¡ imaginario Ignacio Aguirre de La sombra del cau dillo. El general Hurtado no se atreve a la postre

a dar muerte al diputado Guzmán. Éste y su sobre. saltada familia cruzan la frontera.

16 inédita, Méxiw, 1971, pp. 1-3.

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“Se me ha ocurrido esto, ingeniero. No creo que haga falta que el gobierno me mate, ni hace falta que diga que ya no soy delahuertísta, y que de pronto me he vuelto callista. Que el Gobierno me coja y me ponga en la frontera y todo está resuelto”. “No me parece mal —repuso Pani—. Es una magní fica idea. De antemano le digo que el presidente Obregón aceptará. Ya me comnicaré con usted”.

Pese a tratarlo íntimamente de tiempo atrás, Guzmán seguía dándole sorpresas a Pani. Había

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y

Segundo exilio

Estados Unidos, Italia, Estados Unidos de nue vo, Francia, España. Ésta por segunda ocasión, lue go de los años 1915-1916, pero ahora de modo de fi. nitivo. Los sucesos de

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México, esto es, los asesina tos de Francisco Serrano y Arnulfo I Gómez, la reelección de iure pero no de fado de Obregón, la cruzada vasconcelista de 1929, el mas imato callista, etcétera, vigorizan la crítica al sistema político nacional por parte del desterrado Martín Luis Guzmán. No menos hondos son los agravios personales. El periódico El Mundo no tarda en ser silenciado; algunas propiedades de su ex dircctor, confiscadas. Dando paso a una copia de rumores, que ponen en tela de juicio la honorabilidad polí tica y financiera de Guzmán (éste traicionó en todo tno?nento a De la Huerta, el periódico no era de su propiedad), el ministro de Hacienda se llama defraudado por su amigo, quien había abusado de su confianza y buena fe, y así lo hace saber of icial mente. Guzmán partici a Reyes, diplomático en París, su angustiosa situación inicial:

Como mis recursos son muy exiguos, entre otras cosas porque algunos de mis amigos de antes no contentos con calumniarme se dedican a robarme, así que salí de México, me paso la vida escribiendo artículos para periódicos de ultramar. En mis ratos de ocio escribo otras cosas. Ya las conocerá usted, si alguna vez se publican. 17

19 de septiembre de ¡925. Para esta fecha, Reyes ya había soltado el caudal de su innagotable biblio grafía; Antonio Caso y Mariano Silva y Aceves

17 Medías palabras..., carta núm. 86, p. 126.

publicado sus primeros libros; Torri, su solitario Ensayos y poemas. Tan difícil es su situación que Guzmán incluso prueba fortuna en París. Los pe riódicos de ultramar a que se refiere son: El Uni versal de la ciudad de México; La Prensa de San Antonio, Texas; y La Opinión de Los Angeles, California (más adelante colaborará asimismo con la prensa española). Pero ya reinstalado, a partir de 1927, de fijo, en la villa y corte, su estrella (“Estrella de Oriente” llamaban a Guzmán sus amigos de México), brilla fulgurante. Dos brillos. Ilumina el primero, antes de la República, en exclusiva, al periodista y al narrador súbitamente mayor; el segundo, ya advenida la República, tam bién al político de poderosa influencia.

El escritor: con un simple año de diferencia, Guzmán publica dos libros que 1e confieren fama unánime lo mismo en México que en España que al sur de los Estados Unidos: El águila y la ser piente y La sombra del caudillo. 18 El primero autobiografía su paso por el constitucionalismo, el

¡ villismo, el convencionismo, entre 1913 y finales de 1914; el segundo funde, en términos de ficción, la aventura delahuertista y el asesinato de Fran cisco Serrano. 1923 y 1928. Así, sin antecedentes previos, dado por desperdiciado por no pocos de sus cofrades, Guzmán colócase al frente del grupo ateneísta. Refiriéndose a El águila y la serpiente, cuyo título inicial era el de A la hora de Pancho Villa, el español Luis Bello escribe:

A lo largo del frondoso y magnifico relato veo al patriota y al revolucionario. Creo haber descubierto

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18 Respectivamente: Madrid, Aquilar, 1928 y Madrid, &pasa-Calpe, 1929. Ejemplares de ambas primeras edicio nes obran en el Ateneo de Madrid, del que Guzmán era todo.

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un sentimiento más íntimo. Hay en él un traspaso de valores: Patria, Revolución. Salvar la Revolución es salvar la Patria. 1

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Lo mismo pudo decir Bello de La sombra del caudillo. La portentosa narrativa de uno y otro libros conlleva, en efecto, una posición política frente a la Revolución, mudada pugna de faccio nes caudillescas, caudillaje. Con el Atlántico de por medio, Guzmán continúa participando en las batallas políticas (y de las ideas) de su país natal. Y bien pudo seguir por ese camino (de hecho, La sombra del caudillo era parte de una trilogía), de no haberse dado, como se dio, la represalia (le Ca lles (a la desaparición de Obregón, el Jefe Máxi mo). Éste permite la circulación de La Sombra, sí, pero obliga a la Editorial Espasa-Calpe, a través de su representación en México, amenazada de Cierre, a que Guzmán, bajo con trato, no publicara en lo futuro ningún libro sobre sucesos mexicanos posteriores a 1910. Así se explica vn inmersión es; asuntos relativos al siglo XIX o, incluso, aún más remotos: Mina el mozo: héroe de Navarra, Fila delfia, paraíso de conspiradores, Mares de fortu na. 20 Quedando en el tintero una biografía de fray Servando Teresa de Mier, otra sobre el pirata Drake y una biografía del Golfo de México (lo que, décadas más tarde, Claudio Magt-is hará con e río Danubio y Predrag Matvejevic con el mar Mediterráneo).

1 A.breu Gómez, Mar Luis Guzmán y su obra, México, Empresas Editoriales, 5. A., 1968. Biografía oficial (tel auto

20 Para la biografía de Mina: Madrd, Espasa-Calpe. 1932. Los otros dos títulos aparecen en capítulos sueltos en diver sos diarios, no publicándose como libros sino hasta los años sesenta.

XXVIII

Además, para entonces España ensaya por segun da ocasión la forma republicana. Y decir la Repú blica de los treinta es decir Manuel Azaña, quien otorga a su amigo mexicano Guzmán, conocido en el medio periodístico madrileño como “El Generalito”, un lugar sobresaliente entre sus ase sores. Sos pecho que dicha amistad comienza oía en el Ateneo de Madrid ya en la tertulia del desaparecido Café Regina de la calle de Alcalá (Canedo, Araquistaín, Bello, Rivas Cheriff, d’Ors, etcétera). La nueva actividad de Guzmán es la de un pez que regresa al agua; Azaña llegará a escri bir, quizá exasperado: “A Guzmán le interesa la política más que a mi”. 21 Un autor tan parcial y pasional como José Vaston celos anota, por su parte, objetivo, lo siguiente:

Martín Luis Guzmán, fue por unos meses el niño numado de la República Española. Escondió a Azaña en su casa cuando el león moribundo de la monar quía daba sus riltirnos zarpazos, y en gratitud y recom pensa el Azaña ministro le mostró consideración pública, le tenía de confidente y consejero. Pronto entró de lleno a los negocios y a la acción política.

Aunque aclara:

Y, sin embargo, no creo que Martin ejerciese influen cia maléfica. Sus experiencias en lo de México y su talento hacían de él un moderado. El mismo Azaña lo era. 22

De aquel encumbramiento, de aquella influencia en medio extranjero, despréndense algunos episo

21 Obras con;pmnas, prefacio general, prólogo y bibliogra fía por Juan Marichal, México, Editorial Oasis, t. iv, 1968, p. 230.

22 1. i, México, FCE, 1982, p. 1143.

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dios. La necesidad de contar con una Prensa adicta a la República, a Azaña, le Permite a Guz mán integrar un “trust” eriodistitico (FI Sol, La Luz, Ahora), del que es designado gerente. Empero, la o»osieión de otras publicaciones y los minis tros socialistas dan al traste con la empresa. Otro lance que, lamentablemente Guzmán olvida narrar, a no ser que reserváralo para sus incumplidas Memorias de España, es la de su participación en una conjura armada contra el dictador de Portu gal, Salazar (plan del “Generalito” que si bien cuenta con el visto bueno de Azaña, no consigue el apoyo del Consejo de Ministros,).

A todo lo anterior da fin el advertibla fracaso de la República (desastre al que, entre otras cau sas, a lo mejor contribuyó la circunstancia de que

Azaña, factótum, no gustara tanto como Guzmán de la política). Nuestro Personaje, otra vez, como en 1915 y 1923, al garete. Escribe entonces al presi dente Lázaro Cárdenas pidiéndole garantías para regresar a México. Cárdenas responde positiva mente a través de uno de sus secretarios, el de Conunicaciones, Francisco 1. Mágica. Queda la pregunta: ¿abandona Guzmán a Azaüa, en el momento decisivo, como antes abandonara a Villa

y a De la Huerta?

1936. Año del regreso.

El retorno

Uno es el Guzmán de los iniciales años de ¡a rc»atriacwn definitiva; otro el de los restantes. 11 primero comparte las esperanzas revolucionarias que acarrea (y cumple en parte) el cardenismo; el segundo se beneficia a manos llenas de la ms-

¡it ucionalización que inaugura el periodo de Manuel Avila Camacho, sucesor de Cárdenas. El primero recorre el campo mexicano; escribe sobre Yucatán, tierra de la raíz paterna; asónzase por vez primera sin perjuicios positivistas al inundo indígena; emprende las memorias villistas; narra con temple suetoniano y concreción schwobiana los últimos días de Porfirio Díaz y Venustiano Carranza. El segundo, todavía con un pie en el cardenismo, funda junto con Rafael Jiménez Siles Edición y Distribución Ibero-Americana de Publi caciones, 5. A. (1937), primera de numerosas empre sas; y, más adelante, Romance, revista’ popular hispanoamericana (1940), y Tiempo, Semanario de la Vida y la Verdad (1942). Si en 1940 es nom brado “individuo correspondiente” de la Academia Mexicana (de la Lengua), en 1954 ingresa a la misma como “individuo de número”, en una cere monia que preside el mismísimo Ejecutivo de la Nación, Adolfo Ruiz Cortines (respóndele otro ateneísta, Carlos González Peña). En 1958 otórga sele el Premio Nacional de Literatura; y, un año después, el Premio Literario Manuel Ávila Cama cho. Ese mismo año de 1959 su amigo Adolfo López Mateos, Presidente de la Repiblica, destg nalo presidente de la Comisión Nacional de los Ltbros de Texto Gratuitos. Rector lloizoris Causa de la Universidad Autónoma del Estado de México lo es en 1958; en seguida, el mismo año, Doctor Honoris Causa de la Universidad de Chihuahua, que no podía quedarse atrás. Durante el eche verrismo es elegido al cargo de Senador de la República por el Distrito Federal. La celebración, en 1967, de sus ochenta años de edad, congrega a los que habían sido, los que eran y los que estaban or serio en el pereg’dno firmame

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de la cultura nacional. Exáltanlo lo mismo Jaime Torres Bodet que José Luis Martínez que José Revueltas que Carlos Monsiváis.

¿Deja de escribir? No. Con este matiz. Se aplaca el crítico frío y pugnaz; revive, reaviva lauros, el narrador. En efecto, aunque da a la.ç prensas Pábulo para la historia (1 serie) 23 y Necesidad de cumplir las Leyes de Reforma (1993), 24 en que remira la Revolución, para él consumada, suplida por sus con quistas, bajo la óptica de la Reforma, tales textos son pálida sombra de La querella de México y A ori has del Hudson. Empero, con Memorias de Pancho Villa, 25 Muertes históricas 20 y Febrero de 1913 (Fi parte), 27 alcanza las cotas logradas por el narrador de los años del segundo exilio. Además de deleitar nos con exhumaciones del pasado como Otras pági nas, 28 Crónicas de mi destierro, 29 etcétera. Ahora que incumple promesas diversas: nuevas páginas de las memorias de Villa, nuevas Muertes históricas, la conclusión de Febrero de 1913, sus Memorias de España, etcétera; y el proyecto que daría cima

a su vida y obra: la Historia de la Revolución Mexicana. Libro que habría anticipado el floreci miento historio gráfico sobre el movimiento de 1910 que siguió, aquí y fuera de aquí, al 68 ( sin embargo, hoy por hoy, más y más hondamente sobre el maderismo, el orozquismo, el villismo, el carrancismo, la Soberana Convención de Aguas calientes, el agua prietismo, que lo que nos revelan

23 Libro incluido cii la edición de Obras completas, 1961-

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2 Empresas Editoriales, S. A.

25 1935-1951.

26 México, Compaflta General de Ediciones, S. A., 19i8.

27 México, Empresas Editoriales, 3. A., 1963.

28 México, Compañía General (le Ediciones, 3. A., 1958.

27 México, Empresas Editoriales, S. A., 1964.

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¡viariano Azuela, Guzmán, Rafael F. Muñoz, Nellie e.arnpobelloi Francisco Urquiza?).

Y no podemos obliterar la serie por él dirigida, El liberalismo mexicano en pensamiento y en acción que, a su modo, reinventa a no pocos pró ceres de la fundación política y espiritual de la nación mexicana (al que esto escribe descúbrele, deslumbrado, la prosa crítica de Lorenzo de Zava la). 30

También, aunque sólo por dos ocasiones, renace el político. Mejor dicho, el político intelectual. En 1945, ante una abierta acometida del clero ostensiblemente politizado, Guzmán, desde la revis ta Tiempo, sale a la defensa rijosa de los valores liberales que es decir laicos; y con tal vigor que en breve constituye el Partido Nacional Liberal Mexicano (empresa fugaz en la que lo acompañan, entre otros, Daniel Cosio Villegas y Jesús Reyes Heroles). En 1951, con motivo del Primer Congreso de Academias de la Lengua Española, a la que inasiste a última hora, tortuosa, franquista, la Real Española, Guzmán consigue, contra vierto y marca (viento y marca levantados en un comienzo por su propia docta casa), la autonomía e igualdad de las Academias Correspondientes y, hasta ese año, súb ditas de la peninsular. Sus discursos de académico dan cuerpo, por cierto, a su gran libro ensayísticO posterior al destierro. Hablo, por supuesto, de Academia. ‘

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30 México, Empresas Editoriales, S. A., 1947. Véase Pági nas escogidas de Lorenzo de Zavala, 5 y prólogo por Fernando Curiel, México, Universidad Nacional Autónoma de México, (fliblioteca del Estudiante Universitario), 2 cd., 1991.

81 México, Compañía General de Ediciones, S. A., 1959. El libro lleva como subtítulo: ‘Tradición. Independencia. Libertad”. La dedicatoria reza: “A la memoria de mi padre,

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Pero si 1967 señala el entronizamiento de Guz mán c la sociedad mexicana (aquella avenida del desarrollo estabilizador), 1968 anticipa el olvido y desprecio que a la fecha aherrojan su vida y obra. Al igual que Agustín Yáñez, que Salvador Novo, don Martin apuesta todo contra el des pertar democrático que, visto en perspectiva, apun taba .a un México distinto al surgido de la post guerra. El ídolo de meses atrás se vuelve blanco de furiosas saetas. La crítica cultural de los seten tas, iconoclasta, encuentra, en su caso, abonado terreno.

Martin Luis Guzmán fallece en la ciudad de México, en su despacho de la revista Tiempo pre sidido por la fotografía del coronel Guzmán ¡ten dón, apenas confirmado en su para él vitalicio cargo de presidente de la Comisión Nacional de ¿os Libros de Texto Gratuitos, la noche del 22 de diciembre de 1976. A los 89 años de edad.

Visión de conjunto

Martin Luis Guzmán es autor de una vasta pro ducción (ensayos, reportajes, biografías, crónicas, novelas políticas, discursos, episodios) a la que, quizá, convenga el calificativo de heterodoxa histo riografía nacional. Obra, además, pese a los ava tares de la política y los destierros, a fin de cuentas sistemática. Para el autor, la historia de México data del México independiente, criollo y mestizo, toda vez que la conquista española liqui da el mundo precolombino. Cuenta, el México auténtico, con un villano, una utopía y una pro.

varón en quien la escuela del honor y del deber halló maes ti-o y paradigma”.

fundización de la utopía. Villano: las clases diri gentes, por antonomasia inmorales y dadas al cau dillaje, sin garra democrática, cívica. Utopía: el periodo reformista, exaltador de la libertad indi vidual y el laicismo. ¡‘ro fundización de la utopía:

la Revolución, que agrega a las garantías indivi duales de la Reforma, las sociales. El problema principal de México no es material sino espiritual, educativo: la educación civil, civilizadora, de sus ciases dirigentes. Las oposiciones alrededor del podcr revolucionario después de 1917 son falsas oposiciones: lo que precisábase era un Partido de la Revolución (llamado guzinaniano que precede diez años la maniobra callista de 1929), 82 etcétera. Ideas fruto, desde luego, de su formación familiar, el positivismo, el antipositivismo el renacimiento espiritual ateneísta, sv experiencia revolucionaria, la cultura norteamericana, la Europa de los veinte y los treinta. Yo llamo la atención, sin embargo, sobre tres aportaciones personalísimas:

Guzmán, como lo apunta José C. Valadés, inicia la “historia de lo mexicano” con una postura independiente; Guzmán escribe a partir de la reflexión (su idea de México) y la acción (político por lustros opositor, de 1911 a /910); Guzmán es dueño tic uno de los estilos artísticos supremos

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de la literatura castellana. Desdeñar o ignorar su obra es privarnos tic perfecto placer estético y antifabulatorio conocimiento del país. Leámosla por nuestro bien (estar crítico).

FERNANDO CURIEL

82 Véase ‘Origenes del Partido de la Revolución’ CC, t. i, pp. 201 y sigs.

88 El parfirisnio, histona de un régimen, el crecimiento

1, México, UNAM. 1977, p. xxv.

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XXXIV

SOBRE LA ANTOLOGÍA

Subordinada su vida, entregada a la reilexión y redención de 1\{éxico, la escritura d (;uz abreva en los momentos límites del trecho de historia que le compete: porfirismo último, nue va cultura, males nacionales de fondo, Revolu ción, vanguardias estáticas europeas, posrevolu ción, República Española, cardenismo, aco políticos it partir de la dáa la del cuarenta. Uteratura de extremos: extremosa. IJe ahí el título elegido.

Advierto, ademiís, que en ocasiones acudo al método del montaje, altero el orden (le los títulos y subtítulos o, de plano, los invento (atribución de editor no obstante devoto y respetuoso).

La idea (le antologar universitariamente a Mar tín Luis Guzuiií u, viej a deuda, la (Icho al doctor Rubén Bonifaz Nuño y al niaestro Roberto Moreno de los Arcos; empero, el criterio editorial, su realización y posibles desaciertos son de mi intrans ferible responsabilidad. Agradezco a Paula Curiel Rivera su puntual auxilio.

FERNANDO CURIEL

27 de julio dc 93

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PRIMTJ1A PARTE

CAUDILLOS

JAVIER MINA

Vivo aún el recuerdo de Belchite, Mina se tras ladó a Lérida entre los oficiales de Aréizaga, que había merecido ascenso a teniente general por su conducta en Alcafliz e iba a mandar las tropas en aquella ciudad de Cataluña.

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El acaso, (le este modo, favorecía las tispiracio IICS (Tel presunto guerrillero. Porqtn cii J .érida, al fin, Mina pudo comunicar ainpliaiii ente a su jefe cuanto había visto y oído cerca de los voiun tarios navarros: pudo extendcrse en reflexiones propias, bosquejar sus planes. Y la consecuencia de todo ello fue que el nuevo teniente general, gracias a sus recientes poderes, autorizase a su discípulo a levantar por sí mismo, y a capita noar, un cuerpo franco (lite se llamaría ‘Corso ‘lerres tre de Navarra”.

Mina acababa de cumplir veinte a ¡los. Ent un mozo gentil y sinipático; de buen porte y no mala estatura; fuerte, igil, flexible. Elocuente con la palabra, afable en el modo, sabía ya insinuarse en las voluntades y atraerlas, pues era mucha su maestría para interesar a los otros en cuanto refe ría o imaginaba, así como su arte de convencer. Su solo aspecto predisponía a estimarlo. La inte ligencia y el valor le asoniabat a los ojos, que tenía brillantes, aunque pequeños, y la voluntad

—profunda, indómita— iba definiéndosele en la energía del labio y en cierta liinieza, imponde 3

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rable, que hacía ya precisas las facciones de su rostro, todavía juveniles. Verlo era como sentir preseiltes el impulso noble, el aflojo, la resolu ción, la serenidad.

* 1 *

Pamplona convirtió pronto en hecho visible la idea (le que Javier Mina, el estudiante, se echaría al campo capitaneando una partida de guerrille ros. Varias conversaciones y juntas en la ciudad

—seguidas de misteriosos viajes por los pueblos de la Cuenca y del contorno-— encauzaron los prime ros trabajos. ¿O podían los valles de la Cuenca, los valles de Mina, no ofrecer en el acto el puñado de hombres y de armas indispensable para empe zar? Con su entusiasmo, él persuadía; con su aplo mo, arrastraba. Atrajo hacia el proyecto, con rue gos y razones realzados por la firmeza, el apoyo de su padre y de toda su familia; buscó a sus anti guos condiscípulos; reanudó amistades aldeanas de los df as en que, niño aún, iba, escopeta al hom bro, de monte en monte y de río en río.

Todo comenzó haciéndolo él: desde imaginar cómo se pertrecharía una vez lanzado a la lucha, y cómo se enteraría de los movimientos eneini gos, y có se comunicaría con Aráizaga, hasta escoger cuidadosamei ite, de antemano, el sitio h lible para su primer golpe —el que habría de valer le desde luego la confianza y la obediencia de su tropa—. Sería su primer caballo de batalla el de las labores agrícolas paternas; sería su primer pro veedor su tío Clemente Espoz, vicario del Hospi tal Civil; sería su primer agente de informaciones secretas y su primer tesorero fray Casimiro Javier de Miguel, prior de Ujué.

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En busca de la primera acción, Mina abandonó su casa en los días m calurosos de aquel año de 1809. Su gente, ya presta, lo esperaba en el sitio convenido. Eran doce hombres,

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labriegos los más. Los principales se llamaban Félix Sarasa, Ramón Elordio, Lucas Górriz. Entre ellos estaba el otro tío de Mina: Francisco Espoz.

Todos —-armados de trabucos, de escopetas y de una que otra anna blanca— evocaban tan lejanas las fatigas militares, y tan próximas las faenas cam pestres, que su primer destilar por entre las rugo sidades del monte —desfilar lento, silencioso— se avino a maravilla con el distante panorama del valle. Aquellos hombres habían nacido para esnpu fiar la laya, no el fusil: los llamaba el oro del trigo que brillaba abajo recogido ya en millares de ger has; iban, aunque mudos, respondiendo a los gri tos de la trilla, coreando los cantos de los segadores.

Mina, naturalmente, había señalado para sitio de sus primeras tentativas guerreras el escenario que lo vio crecer. La reunión de su gente acababa de efectuarse arriba de Otano, en la sien-a de Alaiz. Él y la partida treparon luego hasta los haye dos de la cumbre —para cruzarla en toda su anchu ra—, y después bajaron a emboscai-se entre los carrascos del otro extremo de la falda. Una vez allí, tuvieron detrás, invisible, pero protector, el empi nado pico de la sierra.

Hubo que esperar pacientemente, durante días

enteros, la ocasión propicia. Caía a plomo sobre los campos el calor de agosto. Los bisoños guerri lleros, ocultos entre la tibia sombra del Carrascal,

veían discurrir por la carretera de Pamplona a Tafalla sillas de posta, viandantes, caballerías, tille (le noche, al resplandor de las estrellas, se

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transformaban en tenues manchas movibles, en rui do de carros y bestias, en rumor de voces acompa ñadas a veces por un punto de luz. Pasaban tam bién, de tarde en tarde, columnas (le tropa enemi ga y convoyes o correos mil tares; pero eran tan numerosas las unas, iban tan bien escoltados los otros, que lo juicioso e ca tio moverse.

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Por fin, una mañana, Mina se decidió a obrar. La partida, por adiciones espont había creci do aig-o: armas y hombres pasaban (le quince. Por entonces también empezaban a recihirse (le Pam plol y Taíalla informes sobre las tropas (lite (le all:S salían. Justamente el informe de e-;! uiañan;i era favorable a tal punto, que la 11( la de ) robar fortuna no debía retrasa rse. Min;t 1 p05111 SU gel! te se colocó en acecho y esperó.

El aviso era exacto: a poco asomó en la lonta nanza, a pie, un grupo de soldados enemigos no más numeroso que la guerrilla, o acaso menor. Viéndolos venir, los hombres de Mina pasaron de las palabras a. los susur y (le los s al si cio. Todos se mantenían inmóviles; mano al alma, atendían sólo a inicar. Los Franceses se acercaban paso a paso. Segi’!n se vio por los inufornies, cuya negrura se destacaba sobre lo blanco del camino, eran artilleros. Traían las armas al descuido, venían charlando y riendo; nada sospechaban.

Mina los miró aproximarse y fue sintiendo una emoción imprevista, una emoción diversa de la de Belchite y Alcaíliz. Sí, le latía el corazón —-quizá le latiera más que en aquellas dos ha tal! as; sentía brincos y rel unibos dentro del pecho--; p estos

latidos, si más violentos, eran análogos a los de otra experiencia suya más lejana: la del día en

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q estuvo, agazapado entre las hayas de la sierra, atento al paso de su primer jabalí. De pronto se le irguió aute los ojos la actitud (le cat mio de sus honihi-es. ¿Experimentaban también ellos esa sen sación suya, esa sensación de estar cazando fie ras?. . - En aquel momento, los franceses empeza ron a pasar por delante de él: se oían claras, dis tintas, sus exóticas palabras.

Mina y los suyos —él acometido de un arranque ciego, irracional— brotaron de su escondite y se arrojaron encima de los artilleros con tamaña furia, que no sólo les coartaron todo movimiento, sino que no fue siquiera preciso el disparar: los diez enemigos —porque eran diez— rindieron las armas y se entregaron. Magnífica victoria! ¡Mag nifico botínl Sólo los diez fusiles, ampliamente dotados de cartuchos, valían varias veces más que el armamento y pertrechos de la guerrilla.

Fue problema inesperado el de la guarda de tan tos prisioneros. Pero tras el éxito brillante de su primera empresa, ¿iba Mina a ver obstáculo en tan fútiles cuestiones? Sujetó a los cautivos lo niejor que pudo; les puso una guardia, y en seguida, col! el resto de su gente, se trasladó a Beriáin, donde esa misma tarde realizó otra hazaña semejante.

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A partir de entonces no dejó Mina de aprove char, sostenido por un dinamismo que mititipli caba sus fuerzas, cuanta coyuntura favorable le deparaba la carretera (le ‘Fa falla - De este modo

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consiguió dos cosas: armarse bien y descubrir, inventar, los recursos del género (le guerra que iba practicando.

Poco (lespués --siempre con el Carrascal corno guarida o base de operaciones— inició a mayor dis tanda golpes de mayor aliento. Atravesando njon íes y valles —ios mismos que conocía palmo a pal mo desde su niñez— cayó de súbito, cuando el ene migo no sospechaba siquiera su existencia, sobre el destacamento de Puente la Reina, al que arre bató entre otras cosas, 60 mulas. La presa, consi derable en sí, lo sería más por su resonancia. Mina habla ya demostrado a sus hombres que sabía pelear y mandar; ahora, para que vieran que tam bién sabía premiarlos, vendió las mulas en las aldeas del contorno y repartió entre ellos el pro ducto,

De Puente, en un brinco, se apareció en Estella. Pasaba por la ciudad, conduciendo piezas de paño para uniformes, un piquete francés. Mina lo sor prendió, lo puso en fuga y se hizo dueño del car gamento y otros efectos. Y corno este solo hecho proveyera de fondos a su guerrilla y acentuara la posibilidad de lo mucho que tenía imaginado, regresó cii seguida al Carrascal para constituir un almacén o fondo co y para (lar rápido ensan che a sus fuerzas. Haría que se le sumasen, con reconocimiento de la jefatura de él, todas las ban das anárquicas que infestaban los caminos.

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La reunión de Mina y las bandas anónimas se efectuó en la villa de Monreal, al pie del pico áspe ro y enhiesto. La convocatoria, aunque persuasiva, ¡tabla salido de tal modo enérgica, (Inc entre los

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mismos que la atatatón algunos Vefilaíl cOli aire

provocativo y muchos cou semblante receloso. Pero

h guerrilla, exaltada en su calidad bélica gracias

a los recientes triun los, se impuso con sólo llegar.

Mina arengó al informe concluso de gente arma da, prcvianlent.e dispuesta en la plaza del pueblo. Él estaba en la parte alta con los principales jefes de las guerrillas; veía enfrente y arriba, agran dada por la proximidad, la higa formidable y rugo sa; abajo, a sus pies, la masa confusa, torva, oscu ra, de los guerrilleros. ¿Era porque allí, a la vista de la montaña familiar, en medio del paisaje de motivos cotidianos —valle de Ibargoiti, montes de Tharcoa y de Zabalza peña de Jzaga—, el brío de su lenguaje se convertía cii elocuencia? 1 labló

de sus poderes extraordinarios y del teniente gene ral que mandaba en Lérida; hizo ver cómo no era la mismo guerrear por la patria que por el pillaje, y acabó exigiendo que los patriotas se le unie ran y sometiesen y los demás depusieran allí mismo las armas.

El resultado del discurso fue que todos los pre sentes, a quienes cii tropel amenazador se acababa de ver bajando por las accidentadas calles de la villa, solicitaran, entre mansos y entusiastas, alis— tarse en el Corso Terrestre de Navarra —todos, menos algunos que el comandante no quiso acep tar—. Y de este modo, la guerrilla, días antes com puesta de sólo 12 hombres, pasó a. tener, en un momento, hasta 200 soldados.

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La abundancia de guerrilleros y armas permitió un esbozo de organización. Mina designó varios

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jefes üba1tetnos aunque todavía sin grado militar fijo: fueron Sarasa, Górriz, Azcárate, Espoz. Pudo asimismo resolver el problema de los prisioneros; los mandó escoltados a Lérida, j unto con un infor me para Aréizaga. Finalmente, decidió hacer de Mon su base de operaciones y permanecer allí en espera de que sus hombres, organizados y adies trados, estuviesen a la altura de los planes que empezaban a ocurrírsele.

Una circunstancia facilitaba sus propósitos: el estar ya en marcha el sistema de espionaje y apro visionamiento ideado al principio. El prior de Ujué, aparte mandarle algún dinero, lo tenía al tanto de cuanto sus confidentes escuchaban en la propia tertulia de D’Agoult, el general en jefe francés. Clemente Espoz ya había hecho los pri ros envíos de anuas, de municiones, (le vestuario. Los cargamentos los sacaba de Pamplona, en el cano de los caddveres, el sepulturero del Hospital Civil, Malacría, que luego, en la soledad del cemen terio, entregaba bultos y cajas a los agentes de Mina. ¡Valeroso Malacria! En cada uno de aque llos viajes se jugaba la cabeza; pero, en cambio, la partida iba recibiendo así, bajo los propios caño nes del enemigo, camisas y pantalo alpar gatas, una 1 otra an (le fuego y millares de cartuchos.

Sorprendió a Mina en medio de sus preparativos de Monreal la noticia de que por la carretera de Vitoria iban prisioneros a Francia algunos solda dos españoles, entre ellos una banda de músicos. No era su deber acudir a libertarios? Tentaba su arrojo el prestigio consiguiente al iescate; lo ame-

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drentaba la incompleta preparación (le sus guerri lleros. Pero impaciente por esto mismo —-incapaz de esperar más tiempo la acción sosegadora de su vehen a la postre se decidió.

Partió de Monreal con ánimo de salir al paso de los prisioneros en las cercanías de Irún. Hizo en tiempo apenas creíble, con toda su gente, la veintena de leguas que de allá lo separaban. (Era, sólo que al revés, casi la misma senda que él y Aréizaga recorrieran juntos un año antes.) Una vez en el paraje elegido, se apostó en Oyarzun y esperó.

Cuando los prisioneros y el convoy que los con ducía pasaron cerca, Mina y todo el Corso cayeron sobre la escolta con la tremenda furia que tan efi caz iba resultándoles, lo cual prod L lo de siem pre hasta entonces: vencidos los franceses, disper sos, prisioneros, soltaron o entregaron cuanto lle vaban. ¿Qué gesto salvaje, qué ademán espantable había él descubierto y comunicado a su tropa, que ésta, con sólo hacerlos, parecía anonadar al enemigo?

La acción de Oyarzun permitió a Mina remitir más cautivos con destino a Lérida, adornar su gue nilla con una banda militar y volver a su base de operaciones convencido, para siempre, (le sus apti tudes como guerrillero.

Pronto a usar sus fuerzas con amplitud, de regre so en Monreal tomó —como parte de la obra orga nizadora-.. a sus primitivos ataques sobre la carre tera de Tafalla, si bien ahora en forma intensiva. Sorprendía destacamentos, capturaba pequeños con voyes, apresaba correos —cuyos papeles, si eran importantes, remitía a Lérida— y no descuidaba medio de hacer precarias las comunicaciones fran cesas entre Na y Aragón. Dio un paso más:

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mandó recorrer el valle de Aezcoa en busca de caba llos útiles para la guerra, y como de allí le traje ran hasta ochenta, hizo que en Lnmbier, mientras reposaba la tropa, le forjaran ochenta lanzas y le fabricaran arreos para otros tantos jinetes. El Corso Terrestre, de allí en adelante, tendría nn escua drón de caballería.

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Mediaba octubre. Sólo dos meses habían pasado desde la minúscula acción del Carrascal y ya la guerrilla era temible y famosa. Mina Mina!, sonaba el nombre de labio en labio. Estremecida de emoción, Navarra creía haber encontrado al fin su caudillo en el guerrillero de veinte años. Y lo creía, o lo sentía, no porque descubriese trascen dencia militar inmediata en las hazañas del Corso Terrestre; lo creía por el espíritu que animaba tales hazañas; por la voluntad guerrera eficaz, por la presencia múltiple, por el coraje optimista y triunfador que iba sembrando entusiasmo bélico desde un extremo de Navarra al otro. La llama del Roncal, extinta con el aniquilamiento de Reno vales, se reencendía ahora desde Roncesvalles hasta Viana, desde el Baztán hasta Sangüesa.

Nació entonces entre los jóvenes navarros una frase que luego consagrarían los viejos: “Irse a Mina” —que equivalía a decir: “Irse a pelear con los franceses”—. Se iban a Mina los mozos de Pam

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plona y de la Cuenca, los de Aoiz, los de Estella, los de Olite; se iban los labriegos, los artesanos, los estudiantes. Y mientras de este modo la realidad bélica se plasmaba en torno de la guerrilla, la leyenda la leyenda iluminadora de la realidad— se ensayaba en interpretar, en crear la imagen del

guerrillero. ¿Có y cuándo habla empuñado las armas aquel estudiante de diecinueve años? Se sab a ele mil modos, a cuál más patético y mejor. Tres rasgos someros, más profundos que el com plicado desarrollo de toda una historia, podían decirlo. Mina estudiaba en Zaragoza a la llegada de los franceses. Heroicamente peleó alli. Enfermó. Regresó a Navarra. Y hallábase convaleciente en su valle natal cuando su casa fue saqueada por los franceses, en venganza de un sargento muerto en el pueblo, y su familia señalada como responsable. Eso lo impulsó a presentarse en Pamplona para que su padre no sufriera persecuciones, y poco después, redimido con dinero, volvió a la guerra.

Navarra, demasiado aparte hasta entonces del impulso heroico que sacudía a toda España, tenia ya en Mina una medalla que exhibir.

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PORFIRIO DM2

FINALES DEL SIGLO XIX

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En medio de. tanta hermosura, el niño de enton ces fue adueñándose de las imágenes que lo rodea ban: aprendía a ver y a sentir, se acostwnbraba a lo bello, modelada su alma por el sencillo embe leso de los vergeles y por lo ingente de los bosques y las montañas. Y mientras tanto, au ilqile en otro orden muy distinto, e iniorniulado para él, el espí ritu se le agitaba al toque de una emoción que lo predisponía con huella gemela y no menos profun da: la que en él iba grabando la presencia de lo histórico en toda su grandeza.

Porque entraba en su ambiente cotidiano uno de los escenarios más conmovedores que la 1-listo- ria conoce: la llanura y las arboledas que de pron to, convertidas en bosque, alzaban al cielo el Casti llo de Chapultepec, fijo sobre la masa de verdura con la evocadora serenidad de lo que sin moverse vive y viviendo es inmutable; el edilicio ya sin propósito utilitario; misterioso en la hueca super posición de sus cinco hileras de ventanas, estático como un recuerdo escrito— del Molino del Rey; y más arriba, junto a las escarpas de la Casa Mata, medio oculto por los matorrales, el monumento minúsculo —tina mujer cii miniatura, llorando mcli ijada sobre un ánfora— conmemorativo del drama militar acaecido allí durante los días 8 a 18 de septiembre de 1847-

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Paseaba y corría el niño bajo las frondas de aque llos ahuehuetes; trepaba por las laderas de aquel cerro; se asomaba curioso a la lob de aquel edificio, y traveseaba enire los matorrales (le aquel monumento. Todo lo cual hacia latir en él las in inefables de otros cinco niños, hé roes en la más pura inocencia de la patria, y daba origen a que la patria misma, de ese modo, se le fuera ya representando ---él se la imaginaba como un manto protector— mientras la realidad de las sombras históricas lo impregnaba.

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Otras veces, durante sus correrías y sus juegos, el sentimiento patriótico embrionario se le entre tejía con la sensación (le los toques marciales que bajaban al bosque desde las terrazas del Colegio Militar; y otras —eso empezó a ocurrirle después—, se le volvía elemento inmediato, íntimo de los minutos que estaba viviendo, al fundirse con una aparición periódica, y obsesiva por las ejnanacio nes de su resplandor tangible: la aparición del héroe, vivo y al propio tiempo legendario, que habitaba en lo más alto del cerro y del castillo, la aparición del general Porfirio Díaz.

A Porfirio Díaz, fulgurante (le bordados y meda llas (le todos los brillos, viripotente por la esbelta robustez de su estatura y lo ancho de sus hombros, el niño lo veía pisar, majestuoso, la alfombra de los escalones que, año tras año, lo llevaban hasta el sitio de honor en las conmemoraciones del 8 de septiembre Era para él algo único, incomparable, Oir así personificados los rumores de su bosque y confundidos con los acordes del Himno Nacio nal. Luego, fascinado por aquella figura domina dora, enigmática e impasible, la contemplaba lar garncrit y en silencio, mientras en su interior seguían flotando, durante toda la ceremonia, las

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(los palabras mágicas: Porf irlo Díaz, voz como de triunfo, afirmación invencible de no sabía él cuan tos combates. Y al formulársele así, unidas a los nombres que los discursos le traían al oído, su emoción de la patria se le volvía jocunda, lo enibar gaba una euforia que, inconscientemente, prolori gana él después musitando, al unísono (le Sus juegos, los nombres gloriosos de los Niños 1 lérocs,

No siempre era allí. En ocasiones, el adalidma jestuoso, de paso hacia la casa de su hija, se le apa- recia de súbito, visible apenas en el fondo de’ un coche oscuro y sin reflejos, por las calles de Tacu baya. Ahora iba solo, vestido de negro y despro visto (le galas y preseas. Al divisar el carruaje, el niño corría tras él hasta verlo perderse cii el londo del bosque donde ella vivía. Una vez lo vio entrar, a pocos pasos de su propia puerta, por el amplio zaguán de la casa de don Manuel Romero Rubio. El coche se quedó varias horas, traspuesto los poyos de granito, junto a los arniates cuajados de flores, y esa tarde se ilnnnnaron más las ventanas de la casa, ventanas anchas y altas, y de grandes barrotes dorados. Y también lo vis it nhró, otra vez, en las cercanías (le la mansión (le don Fer nando de ‘Teresa. Entró el coche por el lado del jardín, que esa mañana parecía más luminoso y alegre: detrás de los muros inmensos, el ferro carrilito del parque robada sin descanso, no deja ba (le silbar, iba de una a otra de sus estaciones diminutas, que eran como de juego, aunque pare ciesen de veras, y que entonces lucían adornadas desde el cobertizo hasta los andenes- [

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Entre otras ventajas de la vejez está la de poder invocar como prueba, el testimonio de los recuer

dos. Fle aquí uno. En 1908, cuando los jóvenes sejitíamos ya las inquietudes de la Revolución, y las sentíamos, aunque vagas e informuladas, de manera incontenible,

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discurrimos los estudiantes hacer algo increíble entonces, aunque hoy parezca pueril: celebrar la independencia nacional, cele-

brarla a nuestro modo, no de acuerdo con la rutina con que venía celebrdudose desde que nosotros habíamos visto la luz. Porque para nos otros, niños de 1895, adolescentes de 1903, el gene ral Díaz, la Bandera Mexicana, el Himno Nacio nal, y el 2 de abril, el 5 de mayo y el 15 y el 16 de septiembre, eran una sola y misma cosa. No concebíamos a la nación sin don Porfirio, ni a éste sin todo lo demás, como atributo personal y pro pio prendido a él.

Se nos ocurrió, pues, a los estudiantes hacer una cosa nueva; peto tan sencilla, tan inocente, que jamás nos imaginábamos que pudiera tropezar con dificultades. Dijimos: nuestro acto será una procesión de antorchas que irá por las calles la noche del 16 de septiembre y a la cual concurrirán todos los estudiantes. Partirá el desfile del jardín de Ja Corregidora, donde se hará el elogio de los

precursores de la Indcpendencia; llegará a la Plaza de la Constitución, donde se ensalzará la figura de Hidalgo; seguirá hacia el jardín Morelos, donde se hablará de lo que significa, como epopeya bélica, el momento cumbre de aquella lucha por las libertades, y acabará en el jardín de San Fer nando, al pie del Monumento a Guerrero, donde se cantarán loores a quien consumó el movimiento iniciado por Hidalgo.

Nos reunimos los estudiantes; tuvimos una junta los delegados de todas las escuelas; nos organiza tnns; reunimos dinero. Mas bien pronto se nos

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advirtió que no eran lícitas las manifestaciones estudiantiles sin previo permiso de la autoridad; que ausente el consentimiento oficial, ausente la licencia del goberna aquello no se toleraba. ¡Qué dirían los actuales estudiantes universitarios si conocieran, exacta, la imagen de un universi tario de 1908! ¡Cómo lo despreciarían, ellos, que por sobra de libertad, no respetan ni a su rector!

Así las cosas, fuimos a ver a los directores de las escuelas, quienes nos dijeron: “No, no hay nada malo en ello, pero tenemos que consultar.” Consultaron, en efecto, con el jefe del Departa mento de Enseñanza Superior —mi querido y respe tado maestro el doctor Alfonso Pruneda—, y éste dijo: “No, no creo que haya razón para que tan simbólico acto no se realice, pero tengo que con sultar.” Se consultó entonces a otro querido y vene rado maestro mío, don Ezequiel A. Chávez, sub secretario de la entonces Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes; y dijo don Ezequiel: “No, no hay motivo para oponerse, pero tengo que con sultar.” Y fue y consultó con aquel hombre por tentoso, gran amigo de los jóvenes, gran amigo de cuanto significara generosidad, aquel que se llama ba Justo Sierra; y fuimos a consultarle también nosotros; y don Justo

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nos dijo: “Muchachos, tienen ustedes razón, pero tengo que consultar,” Y don justo Sierra, maestro de todas las libertades del espíritu, auscultador profundo del alma libérrima de su patria, consultó con el señor Presidente de la República, general don Porfirio Díaz, si no consideraba él perturbador del orden reinante en el país el ¡que los estudiantes quisieran hacer una procesión de antorchas para vitorear a los héroes de la Independencia! Y aquí viene lo mejor:

don Porfirio, que no quiso decir que no, se sintió

recelosO de la mucha simpatía que el maestro Sierra mostraba por unos jóvenes dispuestos a meter algún ruido, y decidió resolver por sí mismo y con todo conocimiento de causa: “Tráigame usted a esos muchachos”, contestó a su ministro.

Y una mañana de luz y de sol —la primera en que yo me deslumbré mirando desde lo alto de Chapultepec el Paseo de la Reforma, y que me hizo comprender por qué tantos mexicanos quie ren ser presidentes de la República—, una mañana el presidente nos recibió en la terraza de su Cas tillo. Nunca lo había yo tenido tan cerca; nunca lo había visto frente a frente, a medio paso; nunca le había estrechado la mano. Me produjo tal sentimiento de admiración, me sobrecogió de tal modo contemplar así lo que, niño, me habían enseñado a concebir como la mayor gran deza, que sólo es comparable mi emoción de entonces con la que, en la Ilíada, tuvieron los griegos cuando miraron tendido sobre el polvo el cadáver de Héctor.

Nos recibió don I’orfirio irreprocliablemente vestido de negro, severo, solemne, todo él irradian do dignidad. Sus zapatos, de charol, estaban tan bien hechos que hasta las arrugas, así me pareció, eran artificiales. Hizo que uno a uno le fuéramos exponiendo los motivos de nuestro gran acto cívico. Allí hablamos Arturo H. Orcí, todavía estudiante; José Manuel Puig Casauranc, Jesús Pallares, Hipó lito Olea y yo. Después de oírnos con escrutadora atención y de pesar nuestras palabras, don Porfi rio consintió en lo que le pedíamos, pero se expre só en tales términos —no los he olvidado jamás— que demuestran de plano cómo era él un espíritu profético e inteligente y cuán lejos se hallaba de ser ese hombre inculto que muchos suponen. Nos

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contestó así: “Muy bien; hagan su manifestaei4 hagan su desfile; pero tengan cuidado, mucho cuj

dado, porque hay en este pueblo atavismos dormi dos que si alguna vez despiertan, no surgirá ya nadie que los pueda contener.” Lo cual revela, además, que él también, viejo dictador y caudillo, presentía en 1903 la agitación espiritual mexicana que pronto habría de desbordarse en la Revo lución. 1 [

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Por abril o mayo de 19 don Porfirio y Carme lita volvieron a París. Mejor dicho, volvió entonces a París todo el pequeño núcleo de la familia: ellos dos, los Flízaga, los Teresa, y Porfirito con su mujer y su hijos. La explosión de la Guerra Mun dial los habí sorprendido mientras veraneaban en Biarritz y en San Juan de Luz, y a casi todos los había obligado a quedarse en las playas del sur de Francia el resto del año de 1914 y los cuatro primero meses de 1915.

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En París don Porfirio reanudó su vida de las primaveras anteriores. Fue a ocupar con Carmelita

—y los Elízaga, como de costumbre_ su departa mento de la casa número 28 de la Avenida del Bosque.

Todas las mañanas, entre nueve y diez, salía a cumplir el rito de su ejercicio cotidiano, que era un paseo, largo y sin pausas, bajo los bellísimos árboles de la avenida. Generalmente lo acompa iíaba Porfirito; cuando no, Lila; cuando no, otro de los nietos o el hijo de Sofía. Su figura, severa en el traje y en el ademán, había acabado por ser a esa hora una de las imágenes características del paseo. Cuantos lo miraban advertían, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse, sino para aparecer más erguido. Porque siempre usaba su bastón de alma de hierro y puño de oro, tan pesado que los amigos solían sorprenderse de que lo llevara. Es mí arma defensiva”, con testaba sonriente y un poco irónico.

Cada semana o cada quince días, Porfirito alqui laba caballos en la pensión de la Faissanderie, próxima a la casa, y entonces, montados los dos, prolongaban el paseo hasta el interior del bosque. Aquellas caminatas, lo mismo que las otras, le sentaban muy bien: le vigorizaban su salud, ya bastante en declive, de hombre de ochenta y cinco años, le entonaban el cuerpo; le alegraban el espí ritu.

Por las tardes, salvo que hubiera que corres ponder alguna visita, se quedaba en casa. Era la hora de escuchar las noticias de los periódicos, que le leía el Chato, y de escribir o dictar cartas para los amigos que todavía no lo olvidaban. Porfirito llegaba a poco, y entonces era éste el encargado de la lectura, o, juntos los dos, o los tres —y a veces también con algún amigo—, estu diaban la marcha de la guerra y veían en unos

mapas plantados de banderitas blancas y azules las posiciones de los ejércitos.

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1 La procesión de antorchas” llévase en efecto a cabo. A un costado de ]a Alameda en la entonces avenida de los Hombres Ilustres, hoy avenida Hidalgo, el preparatoriano M. L. Guamá» habló frente a la Estatua de Morelos, desta cándolo como héroe del sentido social de la Independencia. Discurso luego reproducido por ¿El Im Es entonces que lo descubre el arquitecto Jesós T. Acevedo, quien lo introduce al grupo que al at siguiente funclaní el Ateneo de la Juventud.

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De la colosal contienda europea, a don Porffr sólo le interesaba lo estrictamente militar, y esto en sus faces de carácter técnico. Sobre el posible resultado humano y político, ni una palabra. No tenía preferencias por unos ni por otros, o, si las tenía, las callaba, acaso por iguales sentimientos de gratitud hacia franceses, ingleses y alemanes, que lo habían recibido con análogos extremos de cordialidad. Francia lo acogió con los brazos abier tos; el Káiser le pidió que viniera a sentarse a su lado; en el Cairo, lord Kiicliener lo recibió oficial mente en nombre del gobierno inglés.

Un día a la semana su distracción eran los nietos, a quienes profesaba cariño profundo, si bien un poco reservado y estoico. Porfirito, que vivía en Neuilly, llegaba con ellos desde por la mañana, para alargarles la estancia con el abuelo. Aunque Lila se mostraba siempre la más afec tuosa, él prefería al primogénito, qiae era el tercer Porfirio.

Por las mañanas, o por las tardes —o acomer con él, con Carmelita y los Elízaga—, a menudo venía también María Luisa, la otra cuñada, a quien acompañaba a veces su hijo

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José. Lo visitaban con asiduidad Eustaquio Escandón, Sebastián Mier, Fernando González, la señora Gavito. De cuando en cuando se presentaba algún otro mexicano de los que vivían en París o que por allí pasaban.

Carmelita lo acompañaba siempre, salvo en la hora del ejercicio matinal. Se desayunaban a las ocho, comían a la una, cenaban a las nueve, se acostaban a las diez. Como el departamento no era muy grande —se componía de un recibi miento, una sala, un comedor, dos baños, cuatro alcobas— aquella vida, sosegada y uniforme, trans curría cii una atmósfera de constante intimidad

y de un sabor netamente mexicano. Porque a toda hora se entretejía allí con la vida diaria, en lo importante y en lo minúsculo, la imagen de México, y aun bahía presencuis accesorias, y otras, mudas, que la evocaban. El cocinero, el criado, las recamareras eran los mismos que con don Porfirio habían salido al destierro desde la calle de Cadena. Algunos de los muebles habían estado en Cha pultepec.

También las conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad actual, sino (le un México converudo en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era la Noria, eran matices o anécdotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que se había quedado atrás. Sonriendo recordaba él al viejo Zivy asomado a la puerta de “La Esmeralda” y diciéndoles a sus empleados:

“Pongan el cronómetro a las ocho menos tres minutos: allí viene el coche de don Porfirio.” A veces comentaba alguna frase de don Matías Romero, o de justo Sien-a, o lo que en tal ocasión había tenido que hacer Berriozábal, o Riva Pala cio. De lo del día, de la lucha regeneradora o aso ladora —unos se lo insinuaban de un modo, otros de otro—, no había para qué hablar. En esto su juicio era terminante “Será buen mexicano

—decía— quienquiera que logre la prosperidad y la paz de México. Pero el peligro está en el yan qui, q tic nos acech a.’’ De allí no había quien lo sacara ni quimi se saliera. Sólo un suceso le mere cía juicios en voz alta: el crimen de Victoriano Huerta. Lacónico, lo declaraba execrable; y con cluía luego, para no dar tiempo a más amplias opiniones: “jPobre Félix!”

A mediados de junio empezó a sentirse mal. Le sobrevino la misma desazón de dos años antes

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en Biarritz, la misma fatiga, los mismos amagos de bronquitis y de resequedad en la garganta. Pero ahora la acometían más fuertes mareos al mover súbitamente la cabeza y se le nublaba más lo que estaban viendo sus ojos. Le zumbaban los oídos al grado de ahuyentarle el sueño. Se le dormían los dedos de las manos y de los pies.

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Por de pronto no hizo caso: su hábito le orde naba no enfermarse. Luego, consciente de que su malestar se acentuaba, mandó llamar al doctor Gascheau, un médico del barrio, que ya lo había atendido de alguna otra dolencia, ésa más leve, y que le inspiraba confianza y simpatía.

A él Gascheau le (lijo que aquello no era nada:

el cansancio natural de los años; convenía evitar todo ejercicio, todo esfuerzo; debía descansar más. Pero a Carmelita y Porfirito el médico no les disimuló lo que ocurría: era la arteriosclerosis en forma ya bastante aguda. Como dos años antes en Biarritz, quizás el enfermo se sobrepusiera y se aliviara; pero había más probabilidades de que eso no sucediese.

Don Porfirio dejó de salir. Ahora se estaba sentado en una silla que le ponían junto a la ventana. Desde allí miraba los árboles de la ave nida, que diariamente lo habían acompañado en sus paseos. Se entretenía en escribir, de su puño y letra, una que otra carta. Le contaba a Teodoro Dehesa los detalles de su mal. Cansado o absorto, volvía la vista hacia la ventana; contemplaba las puestas de sol.

Cerca de él siempre, Carmelita le conversaba para distraerlo. Procuraba que los temas, variando, lo interesaran. Esfuerzos inútiles; a poco de abor dar ella cualquier asunto, el pensamiento de don Porfirio y sus palabras ya estaban en Oaxaca o en

la Noria. “jCómo le gustaría volverl ‘Allá le gustaría descansar y morir”

El cuidado por el enfermo aumentó las visitas; pero se procuraba abreviarlas para que no lo fati gasen. Él pedía que le trajeran a los nietos y que los tuvieran jugando allí: eso no lo cansaba. Llegaba Lila con sus halagos; venía el segundo Porfirito a dejarse querer. 1- un recién nacido; Luisa, la nuera, se acercaba a la silla, le ponía en las piernas al niño, y entonces él se quedaba mirándolo en ratos de profunda contemplación.

Para ocultar un poco la inquietud —porque todos estaban inquietos y temían revelarlo— Por firito y Lorenzo comentaban entre sí la guerra, o con Carmelita, o con Sofía, o con María Luisa, o con José. Don Porfirio atendía unos instantes y luego tornaba a su obsesión: “ noticias había de Oaxaca?” “Otros años, por esa época, la caña de la Noria ya estaba asf” —asegu raba levantando la mano—. Se detenía en el recuerdo de su madre y de su hermana Nicolasa, o evocaba conversaciones y escenas de tiempos ya muy remotos: “Borges, el segundo marido de Nicolasa, le había dicho una vez esto o aquello”.

El 28 de junio tuvo que guardar cama, pero 110 porque algo le doliera o lo quebrantara parti cularmente, sino porque su desazón, su fatiga eran tan grandes que apenas si le dejaban ánimos de hablar. El hormigueo de los brazos, la sensación de tener como de corcho los dedos de las manos y de los pies, le atacaban ahora más a menudo. Procuraba no mover bruscamente la cabeza para no desvanecerse.

Gascheau, que venía a mañana y tarde, le dijo que sólo eran trastornos de la circulación; que si Se sentía mejor en la cama, le convenía no levan-

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tarse; acostado sentiría menos los desvanecjmjen. tos y no se le nublarían tanto los ojos. “Sí

—comentaba él, con acento de quien todo lo sabe—: la circulación”, y paseaba la vista por sobre cada uno de los presentes, para quienes, en apariencia, todo seguía igual. Porque realmente sólo los accesos de tos, por la resequedad de la garganta, parecían ser algo mayores.

Cuando se iba el médico, don Porfirio decía, dirigiéndose a Carmelita, la cual no lo dejaba ya ni un instante: “Es la fatiga de jtantos años (le trabajo!”

El día 2 hablando a solas con Porfirito, Gas cheau advirtió que el final podía producirse den tro de unos cuantos días o dentro de unas cuantas horas. El abatimiento físico, no el moral, empezaba a adueñarse de don Pon irlo, que ya casi rio se movía en su cama. Ahora tenía mareos continuos, y la resequedad de su garganta se había conver tido en molestia pennanente.

Esa mañana pidió que viniera un sacerdote. Por la tarde le trajeron uno, español —de la igle sia de Saint Honoré l’Eylau—, al cual dijo que quería confersarse. Hizo confesión y en seguida se habilitaron altar y capilla para que comulgase. Además de aquel sacraillento, recibió ese día la bendición apostólica, que le trajo el padre Carmelo Blay, un sacerdote mexicano del Colegio Pío Latino de Roma, a quien él conocía. Don Porfirio manifestó extraordinaria beatitud al verlo y puso visible atención a las sagradas palabras. El padre Carmelo Bla.y también lo ungió con los santos óleos.

A media mañana del 2 de julio la palabra se le fue acabando y el pensamiento haciéndosele más y más incoherente. Parecía decir algo de la

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Noria, de Oaxaca. Hablaba de su madre: “Mi madre me espera.” El nombre de Nicolasa lo repetía una y otra vez. A las des de la tarde ya no pudo hablar. Era una como parálisis de la lengua y de los músculos de la boca. A señas, con la intendón de la mirada, procuraba hacerse entenderse. Se dirigía casi exclusivamente a Car melita. “ “ decía? 1 sí: la Noria “Sí, sí: Oaxaca, en Oaxaca; que allá quería ir a morir y a descansar”.

Se complació oyendo hablar de México: hizo que le dijeran que pronto se arreglarían allá todas las cosas, que todo iría bien. Poco a poco, hun diéndose en sí mismo, se iba quedando inmóvil. Todavía pudo, a señas, dar a entender que se le entumecía el cuerpo, que le dolía la cabeza. Estu vo un rato con los ojos entreabiertos e inexpre sivos conforme la vida se le apagaba.

Perdió el conocimiento a las seis. Por la ventana entraba el sol, cuyos tonos crepusculares doraban afuera las copas de los castaños. Los rayos, obli cuos, encendían los brazos y el asiento de la silla y casi atravesaban la estancia. Era el sol cálido de julio; pero él, vivo aún, tenía ya toda la frial dad de la muerte. Carmelita le acariciaba la cabeza y las manos; se le sentían heladas.

A las seis y media expiró, mientras a su lado el sol lo inundaba todo en luz. No había muerto en Oaxaca, pero sí entre los suyos. Rodeaban su cama Carmelita, Porfirito, Lorenzo, Luisa, Sofía, María Luisa, Pepe, Fernando González y los nietos mayores.

Se llenó la casa con funcionarios de la Repú blica Francesa y con delegados de la ciudad de París. Vino el jefe del cuarto militar del Presi dente Poincaré; se presentó el general Niox, que

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tabla recibido a don Porfirio a su llegada a Fran cia y le había puesto en las manos la espada de Napoleón; desfijaron comisiones de los ex comba tientes. Acababa de morir algo más que una per sona ilustre: ej pueblo de Francia rendía home naje al hombre que por treinta años había gobernado a otro pueblo; el ejército francés traía un saludo para el soldado que medio siglo antes había sabido combatirlo. Pero eso era el valor oficial: el duelo íntimo quedaba reservado para el país remoto y presente. Porque lo más de la colonia mexicana de París acudió en el acto tra yendo su reverencia, y otros hijos de México, al conocer la noticia, llegaron desde Londres, desde España, desde Italia.

Quiso Carmelita que se le hicieran honras fúne bres. El servicio religioso, a la vez solemne y modes to, se celebró en Saint Honoré l’Eylau, y allí quedó depositado el cadáver en espera de su tumba defi nitiva. Año y medio después se sacaron los despo jos para llevarlos al cementerio de Montparnasse. El sepulcro es una capilla pequeña, en cuyo inte rior, sobre una losa a modo de ara, se ve una urna de cristal que contiene un puño de tierra de Oaxa ca. Por fuera, en lo alto, hay inscrita un águila mexicana, y debajo del águila un nombre com puesto de dos palabras.

Rugía en México la lucha entre Venustiano Carranza y Francisco Villa. El 2 de julio Carranza recibió en Veracruz un telegrama que lo apartó un momento de las preocupaciones de la contienda. El mensaje venía de Nueva York y, conciso, decía

así:

‘Señor Venustiano Carranza, Veracruz: Prensa anuncia estos momentos hoy siete de la mañana murió en Biarritz el general Porfirio Díaz. —Salú dolo afectuosamente.— Juan T. Burns.”

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El 22 de marzo de 1908, día inolvidable, vio cul minar con tres actos públicos efectuados en la ciu dad de México una de las polémicas pedagógicas más significativas que han apasionado a nuestro país.

El doctor Francisco Vázquez Gómez había publi cado un folleto en que atacaba el programa y los fundamentos ideológicos de la Escuela Nacional Preparatoria. El País, periódico rabiosamente cle rical, ultramontano, había tomado a pechos difun dir y comentar los juicios del doctor Vázquez Gómez. A éste había contestado don Porfirio Parra, director de la Preparatoria; contra El País se habían pronunciado los editorialistas de El Impar cial, diario liberal porfirista donde escribían el doctor Manuel Flores, Luis G. Urbina, Carlos Díaz Dufoo. Y herida cual nadie por el origen de la disputa, la juventud prepara.toriana se había pues to en pie, colérica y vehemente, detrás de su direc tor; había pedido ayuda a los a]unlnos de las otras escuelas superiores, y a los profesionistas reciente- mente salidos de las aulas y, de consuno con ellos, no había parado hasta conseguir que adquiriese volumen y resonancia nacionales la repulsa para los censores de la enseñanza secundaria liberal, absolutamente liberal y laica, instituida por don

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JUSTO SIERRA 1908

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Gabino Barrcda dentro del esquema político reformista.

[ la mañana de aquel día, en el Salón del Generalito de la Escuela Preparatoria, una asamblea nudosa y desbordante que se arrebaté con las pala bras de jóvenes filósofos, jóvenes historiadores, jóve nes literatos, como Ricardo Gómez Robelo, Alfon so Teja Zabre, Pedro Henríquez Ureña. A conti nuación, en muchedumbre altiva y turbulenta, la grey estudiantil recorrió y agitó, con sus estandartes y sus gritos, las calles de San t y del Reloj, hasta arremol marsa [ te al Sagrario y la Cate dral; siguió luego por Plateros, por la Profesa, por San Francisco, hasta volver la esquina de Vergara y el Factor, y entró en el Teatro Virginia Fábregas, cuyas localidades tomó casi por asalto, para escu char los discursos de jóvenes oradores como Hipó lito Olea y Rubén Valente, y de políticos y tribu nos, ya no tan jóvenes, como Rodalfo Reyes y Dió doro Batalla, (mic la confi cina ron en el amor de los estudios liberales —científicos, positivos-— y en el horror de la enseñanza qne había habido antes: escolástica, dogmática, clerical. Y no confor mes aún —pues menos de tres reuniones públicas en aquel solo día les hubiera parecido poco— los estudiantes de la ciudad de México, imbuidos en el pensamiento liberal reformador, llenaron esa noche ci patio de butacas y los cinco órdenes de palcos del Teatro Arbeu para asistir a la velada que ellos mismos habían organizado y para aplau dir y aclamar hasta el paroxismo, delante del pre sidente de la República y frente a varios ministros del gobierno, las ideas de sus compañeros y mento res —las del joven estudiante Antonio Caso, las del joven poeta Rafael López— y, más que todo y por encima de todo, el (liscurso del supremo entre sus

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gulas. del primero entre sus ür el discurso del maestro Justo Sierra, que esa noche los satis fizo plenamente.

Porque fue ahí donde Justo Sierra, a tono siem pre con la vibración de los jóvenes idealistas y ge nerosos —que por eso abrevaban su mente en él, y en él creían—, no tan sólo defendió y exalté la obra de Barreda frente a quienes la deturpaban, ni meramente expuso su propio concepto de la ciencia, amplio, flexible, evolutivo, sino que hizo el panegírico de la escuela laica, la única —son conceptos de él— que puede realizar la educación nacional; la única clue puede respetar todas las creencias; la única que puede ser neutral frente a todas las filosofías la única que puede educar a la República en el respeto a la más cara de las liber tades, la libertad de conciencia; la única que puede fundar la sola religión compatible con todas las religiones, la religión cívica. Y también entonces pronunció don Justo las palabras, hoy memora ¡ bles, que históricamente definían y daban sitio

a la generación, todavía en las aulas o apenas sali da de ellas, que lo escuchaba. “El doctor Barreda

—dijo— se indinaría con atención profunda, y no menos profunda e inquieta simpatía, hacia este movimiento que hoy presenciamos, este llegar atro pellado y tumultuoso de la nueva generación, que en pos de quienes están ya parados en los umbra les de la virilidad y aun más acá, invoca con voca blos de guerra civil y anatemas de contienda reli giosa los ideales santos de nuestros padres, en gran

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parte realizados ya, y golpea sonoramente los bro queles del sentimiento juvenil con espadas descol gadas del arsenal de las bravas luchas de antaño por la Reforma y por la emancipación social. -

Y en seguida añadió: “Para estos efebos, enardeci

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dos por el amor. de la ciencia, amor que es bus no mantener encendido en ellos porque sólo así podrán ascender intrépidos la dura y alta esca la . del conocimiento, la obra de Barreda es un ideal religioso casi, un ideal de emancipación y de libertad.

Cuán profunda huella habrían de grabar aque llos juicios en el ánimo de la juventud que los escuchaba es cosa que se apreciará mejor si se advierte que don Justo Sierra no titubeé al expre sarse de aquel modo delante de Porfirio Díaz y dos semanas después que el omnipotente dictador habla hecho saber al mundo, en su ya entonces famosa entrevista con el escritor norteamericano Creelman, pensamientos y designios políticos tan preñados de consecuencias como éstos: su deseo de que en México se formara un partido de oposición; su creencia en la madurez del pueblo mexicano para practicar la democracia; su convicción de que la clase media —hasta entonces, según él, inexistente en el país— era la destinada a dirigir la política nacional, y, por último, su propósito de no acep tar otra reelección. [ .

1912

“Lo sentimos junto a nosotros, caliente todavía de juventud y de cariño.Y Eso decía él de Gutié rrez Nájera, eso podemos decir de él nosotros. Su alma, no afligida y sollozante como la del poeta, antes serena y confiada, vaga en torno nuestro y nos envuelve aún con el tibio hálito de su energía inte lectual y moral, de su pensamiento y de su amor.

Los jóvenes de la última hora; ios que, apresu. rados por alcanzarle, hubimos de abandonar (según la imagen que él a menudo evocaba) el barco car

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gado de flores en que se arriba a la juventud; los

que en nuestros: esfuerzos por ascender a mayor perfecciótb a él acudíamos para beber nuevo alien to y descansar de nuestros afanes bajo su sombra

hospitalaria, en él vimos, cualesquiera que fuesen nuestras personales aficiones (y por eso todos le

llamamos Maestro), viva promesa de un inundo por nosotros presentido y ensoñado, mundo donde la idea es fuerza, virtud y generosidad.

Tal fue su más grande título a nuestros ojos:

el de Maestro. Su amor por la enseñanza —fuego alimentado, al par que por inclinaciones espiritua. ¿es personalfsimas, por el vivo ardimientó de un patriotismo genuino que vela en la propagación de la cultura el medio más eficaz de constituir y afirmar la nacionalidad, y por la convicción de que “todo problema social y político implica nece sariamente un problema pedagógico, un problema de educación”— lo convirtió durante sus años de madurez en núcleo polarizador de la actividad inte lectual de tres generaciones. Desde el cenáculo de jóvenes poetas, apasionados y curiosos, de charla jovial y musa triste, que hallé en Manuel Gutié rrez Nájera su legítimo portaestandarte y su acen to más fiel y cristalino, hasta la generación de hoy, impaciente

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y adusta, inquieta respecto de los pro blemas ültimos de la vida y de las cosas, represen tada ante el público por Antopio Caso, toda la juventud mexicana oyó de sus labios la verdad más pura y la verdad más nueva.

Y no sólo realizó él obra de educador y de maes tro cuando, en comunión directa con el discípulo, orientaba a nuestro mejor grupo de poetas o dis curría sobre la historia universal en su cátedra de la Escuela Preparatoria. Maestro y educador supre mo fue al hacer de sus libros y de su palabra

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manantial constante de enseñanzas, y cuando, al fin, teniendo en sus manos las riendas todas de la actividad intelectual del país, luchó sin descanso por elevar el nivel de la cultura mexicana, ansio. sa de reanudar el diálogo con la tradición.

Intento inesperado era aquél, inesperado ya que no extraño, en un mundo que se creía definitiva. mente redimido de todo nuevo esfuerzo, de toda tentativa, de todo anhelo hacia mejor condición mental, desde que Gabino Barreda levantó, pulido y completo, el nuevo arquetipo de nuestra educa ción superior; raro intento ante quienes, recosta dos a la sombra del comtismo de 1840, no sentían aún renacer la eterna ansiedad humana por seguir en sus revoluciones a los dioses y asomarse a la contemplación de las esencias, no obstante ser esto indispensable ya bajo toda luz. La gran obra de Barreda exigía, apremiante, la rectificación que por ley histórica había de venirle, no en verdad porque ella hubiese sido parcialménte equivocada (siempre he creído en tos indiscutibles derechos de ta Escuela Preparatoria a poner durante algún tiempo su mano salvadora sobre la juventud), sino porque, esencialmente revolucionaria, y aun jaco bina —pues fue la implantación de un orden men tal dispuesto a dar a los postulados del liberalismo y de la Reforma base orgánica y sólida en el alma de la República—, hubo de ser por esencia, como toda revolución que cuida de su eficacia, hecho perfectamente definido y radical. Si el concepto pedagógico (demasiado exclusivista, como. hijo de las condiciones políticas del momento) que produ. jo a la Escuela Preparatoria hizo de ésta una obra irreprochable en su origen, como acción sabianien te encaminada a sus fines, ese concepto, trunco a la luz de la superior cultura, no podía conservar mal-

terable su valor. La vida intelectual de todo un

pueblo tenía que sentirse ahogada entre límites tan angostos, tanto porque tal sistema había de pro ducir una anemia cada día mayor en nuestras escuelas superiores, destinadas hasta ahora a crear hombres de profesión, pero no maestros ni hom bres cje ciencia, cuanto porque, aparte de aquella función vital y utilitaria, tenían que hacerse sen tir los motivos desinteresados: la necesidad de la especulación y la investigación, que lleva siempre a las sociedades, a través de un grupo de indivi duos, a mantener encendido el fuego de la sabidu ría. A este afán, por nadie mejor ni más intensa mente sentido que por el Maestro, respondieron la creación de la Escuela de Altos Estudios y la re surrección de la Universidad de México.

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Hijas fueron entrambas del santo anhelo de soplar nuevamente en el hogar, casi extinto, de la ciencia mexicana, del cual fueron un tiempo devo tos guardianes Sigüenza y Clavijero, Alzate y Gamarra, Mociño y Río de la Loza. Entrambas significan —la Universidad como intento de desasir a la enseñanza superior de la mano, siempre peli grosa, de la política, y la Escuela de Altos Estudios, destinada a colmar la inmensa laguna, cultural y pedagógica, que dejó abierta la obra de Barreda— un progreso tan definitivo en nuestra organización escolar, que igual no lo había realizado México durante cuarenta años. Y es falso afirmar que con la ambición de conquistas espirituales al parecer quiméricas se malversa nuestro poder persiguiendo Instituciones que no son reflejo de la necesidad real; es vano argüir que problemas educativos más graves y hondos solicitan hacia otro lado la poten cia y la atención. Porque si es verdad que impor

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ta primordial a la nación mexicana llevar a todos los ámbitos del territorio el bautismo de las primeras letras, con más justicia diremos que ésa es sólo una parte, la mayor y más ardua sin duda, pero una parte al fin, del gigantesco y ago biador trabajo de educación nacional que habre. snos de realizar. Ni hay censura posible para el Maestro por razón de que entren aquí en conflic:

to, como en todos nuestros problemas sociales, las condiciones de vida, irreductibles entre si, que presentan las dos porciones demográficas de nues tro país: la civilizada y la incivilizada. Si esta últi ma, en efecto, ha pedido desde hace siglos la más rudimental iniciación en la vida del espíritu, la otra, consciente de lo que quiere, de lo que puede y de lo que debe; de lo que exige su vida, como de lo que constituye su misión de perfeccionarse a sí misma y a los demás, nunca consentirá en pac tar con la incultura ambiente un estancamiento que, sobre inútil para los otros, le sería perjudicial. Lejos de ello, aprovechando toda coyuntura para hacerse oír en defensa de sus inalienables derechos, pedirá en todo caso, y a toda voz, maestros mexica nos formados en la cultura superior —sin los cua les sería ilusoria toda cultura general—, para que juntamente con su ciencia aporten a la obra el amor de su raza y de su patria.

Tal fue el sueño del Maestro. Su patriotismo, siempre elocuente porque siempre era sincero, sofía ba con una ciencia nacional, vigorosa y adulta, que con la verdad nos diera la conciencia de la patria, y con el saber, la paz, el orden, la armonía.

Pero ¿qué pensó o hizo él que no tuviera a la patria por fin inmediato o remoto? Su amor de ella, antorcha luminosa que lo guió en la acción,

fue a modo de inspirador fecundo para su obra literariaS Historiador, a la vez pensador y artista de la historia, es sin duda el más alto de los nues tros, tanto por su poder sintético, que nos ha dado los más hermosos cuadros de conjunto de la histo ria patria, como por aquella su perspicaz mirada de adivinación, con la cual sorprende la génesis y el perfil de los hechos históricos nacionales, adi vinación que es hija del amor, del patriotismo vidente- Y no sólo en la historia: su patriotismo, su amor por los grandes ideales humanos —el bien, la cultura, la libertad— inundan toda su obra lite raria. Su espíritu de patflota y de educador está presente siempre: en su poesía, donde, si no por la forma, fue grande poeta por el espíritu, románti camente entusiasta, hondo en el

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sentir, exaltado en el imaginar; en su rica y opulenta prosa (una dc las mejores prosas castellanas de nuestros tiem pos); sobre todo, en sus discursos, ajenos al brillo efímero de nuestra oratoria de los últimos años, pero nutridos de noble y severa doctrina y sólidos en su majestuosa arquitectura.

Quede al biógrafo la difícil tarea de ajustar más tarde el material disperso y mutilado por la vida misma; acometa el critico el mostrarnos las per fecciones del arte del Maestro, las excelencias de su saber y el valor de su ética. Los que conocimos al hombre; los que a ejemplo suyo dimos vigor a nuestro espíritu en seguimiento de unos mismos ideales; los que sentimos nuustra juventud, arre batada y pasajera, junto a la de él, tranquila e inmarcesible, y con él quemamos la ofrenda de nuestra devoción ante una misma imagen, íntegro lo llevamos con nosotros. Pero nadie que quiera conocerlo espere verlo nunca surgir cabal, sirio que

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habrá de ir juntando hoja por hoja y tallo por tallo en el huerto de su vida fecunda; y más sabrá de él, y más cerca sentirá el entusiasmo de su alma y la lozanía de su naturaleza, quien más amorosa. mente recoja y guarde.

FRANCISCO 1. MADERO

Los héroes, lo mismo si surgen (le la realidad que si viven en la fantasía, son siempre hijos del alma de los pueblos. Propiamente hablando, nunca hubo héroes falsos: los hombres (lite se tornan héroes son siempre héroes, independientemente de su capa cidad real y (le sus a tos y sus ideas. Por esto los héroes no se discuten, o se discuten s dentro de su heroicidad Acaso se diga: ¿Cuál es la virtud esencial del héroe? ¿Cónmo se le conoce? ¿Quién la descubre? A estas preguntas responde apenas el instinto de los ptieb os, y, naturalmente, no con un avaloramiento preciso ni un análisis, sino de manera sintética e imperativa: con la fama. La fama es el atributo heroico inconfundible.

Francisco 1. Madero es un héroe. héroe lo hizo el pueblo de México desde el primer itiomento. Desconociendo en él esta esencia, a menudo se le La (liScnt do como a simple mortal, y (le allí que nadie haya separado hasta hoy a Madero héroe de Madero hombre, sino q’’ cnnfttinliendo al mio con el otro, se persista en el equívoco (le engran decer o destruir al primero con las cualidades o los defectos mortales del segundo. En Madero héroe, inmortal e intangible, el pueblo de México ha querido simbolizar --encarnar más bien, hacién dolos particularmente humanos y activos— muchos anhelos vagos, muchas espetani.as contra sus dolo res. Madero es para Mérico la piostesa (1 ande se encierra cuanto a México fa Ita en el canijo (le la

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tranquilidad y la ventura; el hombre que nos hubiera salvado; el héroe que nos salva en nuestra imagii1ación; el recipiente de la generosidad tras cendental y del poder extrahumano que necesitan los pueblos ya sin esperanza.

Todo eso es Madero, y de ello hay que partir

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cii indo de él se Ira te, a (:ejn nulo el dato inicial colijo se acepta un ax ioi u ‘. No quiere ello decir que Madero carezca t significación inodestainen te humana y transitoria: su significación en la lus toria política de México. Este 20 (le noviembre es el sexto aniversario de la revolución iniciada por él. En el desarrollo de este movimiento social Made ro fu e, y sigue siendo, el valor más un )Oi (a u te. Para explicarse la parte más nuble de la Revol u cióu quizá no haya mejor camino, ni camino más corto, que el de reducir la Revolución a la esen cia y los atributos del carácter de Madero. Made ro significa, dentro de nuestra vida pública, una reacción del espíritu, noble y generosa, contra la bruLdidad poríiriana; una reacción del liberalis mo absoluto, el i iberal ismo que se fu nl a en la cultura, contra la tiranía inherente a los pueblos incultos, urania oligárquica unas veces, demagó gica otras. Lo mismo los revolucionarios vocifera dores de 1911 y 1912, que los reaccionarios de 1913, vieron siempre en Madero un ser incapaz (tan sólo porque no recurría a los excesos ni a la violencia), y así se exp ca t algunos (le los primeros se hayan ni ido a los segundos en la hora del c men. Así se explica ianibién el fracaso de Madero en la obra transitoria de dominar a su pueblo, inculto y excesivo. La verdadera revolución inicia da por Madero, revolución esencialmente del espí ritu, fue obra incomprendida por los mexicanos d;rigei aunque sentida por las iiiasas pupula

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res. Tudtvír hoy, después de seis años de sangre, tIc ira, de incapaci (lad cultural, y a medida que la veneración por Madero crece y se hace más irresis tible, su obra se entiende menos en su significación profunda.

Madero, por su valor, por su bondad, por su mansedumbre, por su confianza en los procedi mientos justicieros y humanos; cii ulla palabra, por su moralidad nu quebrantable, es la u ‘ás alta personificación (le las ansias revolucionarias de México- El pueblo de México presintió en él la fuerza generosa y moralizadora, dispuesta al sacri ficio y enemiga del crimen, que México espera hace mucho tiempo.

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PANCHO VILLA

[ Yo peregrinaba sin descanso en compañía de José Sánchez y de mi compadre Eleuterio Soto. Ibamos de Chihuahua a San Andrés, y de allí a Cié- llega de Ortiz, para encaminarnos a San Andrés de nuevo, y pára andar otra vez nuestro camino de Chihuahua. Viéndome siempre perseguido, mante niéndome siempre oculto, desconfiaba de todos los hombres y de todas las cosas. A cada instante temía una sorpresa, una emboscada.

En Chihuahua, que era donde parábamos más veces, empecé a tener por aquel entonces una casa habitación. La dicha casa no era más que un solar, aunque grande, situado en la calle que se nombra Calle l0 número 500, y en el cual había tres piezas de adobe, blanqueada,s de cal, una cocina muy chiquita y un machero grande para mis caba llos. Yo mismo había levantado las bardas del corralón. Yo había construido las caballerizas, y el abrevadero, y el pesebre.

Aquella casa, que hoy es de mi propiedad, y que he mandado edificar (le nuevo, aunque modesta mente, no la cambiaría yo por el in elegante de los palacios. Allí tuve mis primeras pláticas con don Abi-aharn González, ahora mártir de la democracia. Allí of su voz invitándome a la Revo— lución que debíamos hacer en beneficio de los derechos

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del pueblo, ultrajados por la tiranía y por los ricos. Allí comprendí una noche cómo el pleito que desde años atrás había yo entablado con todos

los que explotaban a los pobres, contra los que nos perseguían, y nos deshonraban, y amancilla ban nuestras hermanas y nuestras hijas, podía servir para algo bueno en beneficio de los perse guidos y humillados como yo, y no sólo para andar echando balazos en defensa de la vida, y la liber tad, y la honra. Allí sentí de pronto que las zozo bras y los odios amontonados en mi alma durante tantos años de luchar y sufrir se mudaban en la creencia de que aquel mal tan grande podía aca barse, y eran como una fuerza, como una voluntad para conseguir el remedio de nuestras penalidades,

a cambio, si así lo gobernaba el destino, de la sangre y la vida. Allí entendí, sin que nadie me

lo explicara, pues a nosotros los pobres nadie nos explicaba las cosas, cómo eso que nombran patria, y que para mí no había sido hasta entonces más que un amargo cariño por los campos, las que bradas y los montes donde me ocultaba, y un fuerte rencor contra casi todo lo demás, porque casi todo lo demás estaba sólo para los perseguidores, podía trocarse en el constante motivo de nuestras. mejores acciones y en el objeto amoroso de nuestros senti mientos. Allí escuché por vez primera el nombre de Francisco 1. Madero. Allí aprendí a quererlo y reverenciarlo, pues venía él con su fe inquebran table, y nos traía su luminoso Plan de San Luis, y nos mostraba su ansia de luchar, siendo él un rico, por nosotros los pobres y oprimidos.

Y sucedió, que viniendo yo una vez a concer tarme con don Abraham González en. mi casa, y estando allí reunido con José Sánchez y Eleu terio Soto, nos vimos sitiados por una fuerza de veinticinco rurales al mando de Claro Reza.

Quién era aquel individuo lo voy a decir. Había

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pasado por amigo mío y compañero, y me debía favores de ayuda y consideración. Un día, preso él en la cárcel por el robo de unos burros, pensó que la manera más pronta para el logro de su libertad era poner carta a don Juan Cre dicién dole que se comprometía a entregar en manos de la justicia a Pancho Villa, el famoso criminal de Durango que tantos daños estaba causando al Estado, a condición de que por esa entrega suya, a él lo pusieran en libertad y lo dieran de alta en el cuerpo de rurales. Y no vaciló en consumar aquella negra tradición. Pero como siempre he tenido amigos en el campo y en los poblados, no me faltó esta vez un rural, nombrado José (del apellido no me recuerdo), que me contara inme diatamente cómo llevaban muy buen camino las agencias de Claro Reza, y por eso pude librarme entonces de mis perseguidores.

Aun sabiendo aquello, no logré impedir que mi compadre Eleuterio Soto, José Sánchez y yo nos viéramos sitiados en mi casa por la gente de Reza, ese mal hombre, y que al mirarnos así me turbara yo en mi ánimo. Porque no era sólo que corrié ramos grande peligro al ser atacados por un anti guo compañero, conocedor de todos nuestros pasos. Es que se nos revolvía la cólera en nuestro cuerpo, y nos sacudía la indignación, de ver cómo correspondía aquel canalla los servicios que le había yo hecho.

Toda la noche nos la pasamos en guardia; mas cuando a eso de las cuatro de la madrugada nos aprontábamos a combatir, propuestos a matar o a que nos mataran, descubrimos con sorpresa cómo nuestros sitiadores se retiraban mansos y quedos y nos dejaban en paz.

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Dijo mi compadre Eleuterio Soto:

—Así nos paga este traidor lo que con él y por él hemos sufrido. Yo le pido, compadre, que nos deje ir a buscarlo y a matarlo.

Le contesté yo:

—Sí, compadre. Es muy justo su deseo. Si usted quiere, iremos a buscar a Claro Reza, mas ha de ser con la condición de que lo hemos de matar dondequiera que lo hallemos, masque sea en el Palacio de Gobierno. ¿Le parece, compadre?

Él me dijo:

—Sí, compadre. Me parece.

Convenidos en todo, nos fuimos a amanecer en

la Presa de Chuvízcar. Luego, muy de mañana,

y perfectamente montados, armados y municiona

dos, según siempre andábamos, nos dedicamos a

• sólo buscar a Claro Reza, empezando nuestra

exploración por la Avenida Zarco de la ciudad.

Y es lo cierto que la buena suerte nos alumbraba.

Porque fue en la dicha Avenida Zarco, en un

expendio de carne situado frente a “Las Quince

Letras”, donde, como si no viéramos a nadie, divi

samos la persona de Claro Reza.

En viéndolo, una lluvia de balas le cayó en el

cuerpo. A los disparos, en pleno día y en lugar

de mucho movimiento, corrió la gente y empe

zaron a juntarse y arremolinarse los que querían

ver el cadáver. Pero nosotros estábamos de ánimo

para matar a todos los que se nos pusieran delante.

Al paso fuimos saliendo por entre el gentí o, que

crecía a cada momento, y cuando así fuera, y aun

que todos nos miraban, nadie se atrevía a dete

nernos. Y lo que sucedió fue que muy tranquilos

nos alejamos nosotros por aquella avenida, sin

que hombre alguno diera un paso para embara

zarnos en nuestro camino.

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Poco después, ya nosotros algo lejos, salieron a perseguirnos unos soldados, que, según yo creo, todos iban pidiendo a Dios el fracaso de su perse cución, pues en verdad que ni un momento tuvi mos que arrear nosotros el aire de nuestras cabalgaduras.

Subimos a la Sierra Azul, hasta un punto que nombran La Estacada. Allí empezamos a reclutar gente para la revolución maderista. Desde luego, sin grande esfuerzo juntamos quince hombres de lo mejor.

Una tarde habló conmigo a solas Feliciano Domínguez, que era uno de los comprometidos. Me dijo él:

-a-Oiga usted, jefe. Mi tío Pedro Domínguez acaba de volver de Chihuahua, adonde fue a pedir una autorización para recibirse de juez de acor dada. Dice, que nos va a perseguir sin, descanso, y a mf me parece muy peligroso que se reciba de juez. Yo lo siento mucho, jefe, porque es mi tío, y muy buena persona, y muy valiente; pero creo, por el bien de nuestra causa, que hay que matarlo. Mi tío Pedro Domínguez vive en el rancho del Encino.

Le respondí yo:

—Está usted en lo justo. Tenemos que acabar con todos esos hombres que sin oír la voz del pueblo ni la de su conciencia sostienen la tiranía y son origen de los muchos sufrimientos de los pobres. Ahora mismo, arniguito, tomamos ocho hombres, y nos vamos al rancho del Encino para quitarle a su tío todas esas ideas.

Así fue. Dejamos el resto de la gente en el campo. de La Estacada, y yo y aquellos nueve hom bres nos fuimos al rancho del Encino.

Cuando Pedro Domínguez nos vio bajar en dirección del dicho rancho, cogió su rifle y sus cartucheras y se aprontó a la defensa. Nosotros caímos derecho sobre la casa; pero Pedro, que era muy buen tirador, se parapetó detrás de una cerca, y nos mató dos caballos. A u1’ de los nuestros, conforme lo vio salir por la puerta de la cocina, le puso una bala debajo de un ojo y lo dejó muerto. Entonces n compadre Eleuterio Soto y yo nos echamos sobre la cerca, y en el momento en que uno de los muchos tiros de Pedro Domínguez vino a traspasarle el sombrero a mi compadre, ye le coloqué a n nestro cnemigo una bala en la caja de su cuerpo.

Sintiéndose herido él, salió del cercado a la carrera, y conforme corría, yo y mi compadre le pegamos otros dos tiros más. Pero todavía así tuvo alientos para brincar otra cerca, detrás de la cual cayó. Me acerqué yo entonces a quitarle el rifle, que él, ya sin fuerzas, no conseguía palanquear. Pero era de tanta ley aquel hombre, que tan pronto como me tuvo cerca se me prendió a las mordidas, y en aquel momento llegó mi compadre Eleuterio y lo remató con un tiro de pistola en la cabeza.

Co estábamos rematando a Pe Domín guez, salió (le la casa de la familia un viejecito. Corriendo hacia nosotros y amenazándonos con el puño, nos gritaba furioso sus palabras. Nos decía él:

— Bandidos! iBandidos!

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Hasta, que uno de nuestros muchachos levantó el rifle, apuntó y lo dejó muerto del primer tiro.

Así terminó aquello. Mas es la verdad que al volver a La Estacada a reunirnos con nuestros compañeros, ya íbamos libres de la amenaza que

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para nuestros planes revolucionarios significaba el ahora difunto Pedro Domínguez.

Yo quería estar seguro de Ja calidad de los quince hombres que había escogido para que juntos connugo iiicliiui-atnos en la levoltición iiiade— rista. Cuando (:onocj el :uiiiino (le teclas, y lo (Inc valían, y l1t (jité serían buenos, tomamos el rumbo de Ch iiiuahua y fuimos a detenernos en el rancho (le Montecillo, que está como a tres leguas de la capital.

Esa noche entré yo a la ciudad para considerar cori don Abraham González las providencias tocante al levantamiento, que no tardaría mucho en oci irrir.

F InC (lijo:

—Otuero, Pa lidio, que religas a oCtIit;irte (011 tu gen te en a ]gu ita casa (le la ciudad, pa cii tic desde allí me cuides. La policía me vigila mucho, y desconfío de pie cualquier día los elleinígos no me cojan y me metan a la cárcel.

Le contesté yo:

—Así lo haré, señor. Voy a traer la gente a nu casa de la Calle 104 Mandaré que siempre le hagan a usted guardia dos de tuis hombres, y todos los demás estaremos listos para que si, por desgra cia, lo agarra la policía, nosotros lo saquemos de donde se encuentre y nos lo llevemos I acia la sierra.

Y así se hizo. Otro día siguiente, 4 de octubre de 1910, nos instalábamos en la casa número 500 de la Calle lO de Chihuahua yo y mis primeros muchachitos de la revolución maderista. Los nom bres de aquellos hombres revolucionarios los voy a expresar: Francisco Villa, Eleuterio Soto, José Sánchez, Feliciano l)oln íuguez, Tomijs Tjrbiua, Pánfilo Solís, Lucio Escárcega, Antonio Sotello,

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José Utavarría, Leonides Corral, Eustaquio Flores, Jenaro Chavarría, Andrés Rivera, Bárbaro Carrillo, Cesáreo Solís y Ceferino Pérez.

Todos estábamos perfectamente armados y mon tados. Eran buenos los caballos, las monturas, los rifles, las pistolas; era bastante el parque. Los haberes de todos los pagaba yo de ini propio pecu lio, pues como jefe me correspondía la obligación de atender desde luego a que mis hombres no pasaran necesidad. Yo, que sabía mucho de lo que eran penajidades y privaciones andando por las quebradas de la sierra con fuerza enemiga a la espalda, sabía también que una tropa sólo vale cuando está segura de que será surtida en su necesidad. Por eso, desde aquella primera hora, yo comprendí que mi mayor obligación corno jefe habría de consistir en que a mis muchachos no les faltara nada.

• Decía, pues, que (lía y noche teníamos puesto el ojo en don Abraham González, y que estábamos

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• prontos a defenderlo y a cualquier otra contin ¡ gencia. Porque yo me daba bien cuenta de que

corría allí muy grande peligro, lo mismo que cloii Abraham. La muerte de Claro Reza, aun que nos había librado del enemigo peor que podía salirnos en Chi y había hecho crecer en mucha gente la proporción de nuestro respeto, no bastaba paa tranquilizarnos. Me decía mi compa dre Eleuterio Soto:

—Ahora es cuando tenemos que andar con más tiento, compadre. Ahora los riesgos son mayores, porque ahora es cuando más taita podemos hacer.

Y le respondía yo:

——Sí, c:nmpitdie. Me hago cargo de la falta que yo ptid iera hacer ahora que estamos pan pelear en beneficio de los pobres.

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I t!\tj, - -

A l r il -

El 17 de noviembre de 1010 fue don Abraham Gorizálezacenar COfl nosolros en inj Ct5 de la Calle 1O n:onipauado de Cásttilo llenera. YO había siclo presentado i don Abraha Gon a vi itud de su 1 lai nado, par mi compadre Victo riano Avila, que e persona de toda mi confianza, En el poco tiempo que don Abraham llevaba tratándome no era fácil que se hubiera dado cuenta cabal cte que yo, por mí mismo, podía 1 levar la campaña cte la revolución. Así pues, no m soipreudió inliclio saber al fin de la cena cómo mio era yo ci isonib rado para jefe de los liomnbies que i abia fC Oil ido y tIc otros niás qn e 11 ab ía de

le unir.

Don Abraham nos habló sus palabras con mucha emoción. Nos dijo él:

—Ha llegado el momento de emprender la cam

1 Yo me voy al norte del estado, a Ojinaga, y U’i, Pancho, te vas al sur. Said rás para San Andiésaomganizar las fuerzas, y todos recono cerán conio jefe-a Gástulo 1 lerrera, que está aquí presente. Espero, pues, que ohedeceráa sus órdenes y sabrán cumplir con su deber hasta morir, o hasta triunfar por la noble causa que perseguimos.

Le respondí yo:

—Señor, viva usted seguro tjite siemu pre será obedecido, y esté usted cierto que 10500-os v a la lucha corno revolucionarios conscientes, cuino hombres ilC saben que se batirán por el bien del

pueblo y de los pobres, contra los ricos y pode rosos, y que por ser ignorantes, pues nadie los ha

enseñado, necesitan que los que más saben los

manden y los guíen. Le aseguro, don Abraba:u,

(IUC obedeceremos siempre las órdenes de Cústulo herrera, y que nos mantendremos leales-a nuestra

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causa, y que pelearemos por ella hasta el último instante de nuestra vida.

Poco después, don Abraham nos abrazó ( aFi’lO— samente a u no por uno. Y en ronces todos u oso con la fe en el triunfo de la Revolución y un amor grandíslino por nuestra patria, que ya ansiá bamos ver redimida de tantos males, emprendimos aquella misma noche del 17 de noviembre, fecha que yo considero memorable para e coz-arón de todos los mexicanos, la marcha hacia la sierr a que nombran Sierra Azul.

Según íbamos desando atrás las calles de Chi hualuta, mc 1) rotaban las lágrimas, pues desde la noche que vi de lejos la casa donde velaban a mi madre, nunca me habían venido tantas ganas de llorar. Y es lo cierto que con trabajo acallaba yo unos gritos que me subían hasta la garganta.

Porque yo hubiera querido gritar, para que mis compañeros me contestaran: IViva el bien de los pobres! 1 don Abraham González! Viva Fran cisco 1. Madero!

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[ .

¡El Primer jefe! ¡El Cuartel General! ¿Qué pro funda emoción experimenté al oí r por vez primera aquellas palabras, dichas así, cercana y familiar mente! ¡Al evocar hoy esa hora de mi consagra ción oficial como rebe)de, se me agita el alma de igual modo que entonces, mientras caminába mos desde el mugriento hotel Escobosa hasta las oficinas de la Primera Jefatura!

Éstas se hallaban instaladas, a (los calles del edificio aduanal, en una casa baja, de esquina ochavada, cuyo zaguán daba acceso, a derecha e izquierda, a dos perpendiculares atas de habita ciones y se abría al fondo sobre un patio triste, alumbrado por resplandores moribundos. Dos cen tinelas, de guardia en la calle, terciaron los fusiles al entrar nosotros. Ocho o diez soldados más, que estaban sentados en dos bancos en el interior del zaguán, se pusieron en pie y se cuadraron. Por su indumentaria, estos soldados no eran tan pinto rescos como los villistas que hablamos entrevisto días antes al asomarnos a Ciudad Juárez, pero ostentaban un aire más marcial —-hasta donde lo marcial existe en las improvisaciones militares de México— y más austerameifle revolucionario. Así al merlos me pareció aquella noche.

Tras de esperar cosa de media llora en una piececita que hacía las veces de antesala, irrum

pimos en el despacho del Primer Jefe. Irrumpimos en forma que no careció de cierta solemnidad. No menos de quince personas nos acompafíaban, entre ellas varios de los más altos personajes del movi miento constitucionalista. Rafael Zubaran, ministro de Gobernación y amigo personal de Pani, nos presentó. Fabela, buen amigo mío, hizo mi pane gírico con esa benévola facundia, tan suya, capaz de encontrar siempre virtudes en los demás y amante de elogiarlas. Carranza nos acogió protec tora y patriarcalmente. Se había levantado de su sillón de brazos para salirnos al encuentro, y ahora permanecía en pie, en el centro de la pieza, rodea do por nosotros. No recuerdo las frases que dirigió a Pani, aunque sí estoy seguro de que fueron muy halagüeñas. A mí me retuvo la mano varios segun dos, y mientras tanto, estuvo mirándome, desde

la cima de su gran estatura al sesgo de dos anteojos que mandaban sobre mi rostro, junto con

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Yo iba algo predispuesto en contra de don Venus tiano por lo que Vasconcelos acababa de contar me durante nuestra estancia en San Antonio. Esto aparte, su figura evocó en mí asociaciones con los hombres típicos del porfirismo. Más aún: después del candor democrático de Iviadero, creía notar en él algo que me hacia pensar en don Porfirio tal cual lo vi y lo oí la última vez. Pero, así y todo, confieso que a primera vista don Venustiano no frustrd mis esperanzas de revolucionario en cierne. En aquella primera entrevista se me apareció sen cillo y sereno, inteligente, honrado, apto. El modo como se peinaba las barbas con los dedos de la mano izquierda —la cual metía por debajo de la nívea cascada, vuelta la palma hacia afuera y encor

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lo tierno de un ver dulzón, de un ver casi bovino, los reflejos de la lámpara eléctrica.

VENUSTIANO CARRANZA ENTRADA

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y

vacias los dedos, a tiempo que alzaba ligeramente el nisiro— acusaba tranquilos hábitos (le reflexión, Ji ábitos de que no podía esperarse —así lo supuse entouces_. nada violento, nada cruel. ‘‘Quizá —pen sé— no sea éste el genio que a México le hace falta, ni el héroe, ni el gran político desinteresado, pero cuando menos no usurpa su título: sabe ser e! Primer Jefe”.

Fra costnujhr de entonces, en Nogales, que los revo] uciouarios prouhinentes se sentaran a diario,

o casi a diario, a la mesa cte Garra uza. A Pani y a mí se nos invitó desde luego, Sil) (luda no a título (le PCI Sollajes importantes, que 110 lo éra sino por cortesía ineludible con los recién llegados.

—Dentro de un momento iremos todos a cenar

—dijo don Venustiano dirigiéndose a nosotros—. Si ustedes gustan acompañarnos no los haré aguar dar niucho. Sólo tengo c ue dar respuesta a dos o tres telegramas urgentes.

Ji u tos regresamos entom todos a la antesala, menos Carranza, que se acercó a su mesa (le traba jo, y un joven pálido, alto, flaco en exceso y de modales finos, que fue también hacia la mesa y tomó unos papeles de allí. (Después supe que este joven se llamaba Gustavo Espinosa Mireles y que era el secretario particular del Primer Jefe.)

En la pieza con! gua nos pusimos a c arlar —pri mero en conjuuto, luego en grupos, después en parej as—. Fabela in llevó a un ri ucón para hacer me, sin trabas, preguntas sobre nuestros amigos, los ateneístas, que quedaban en México: “iY Carlos Gonz Peña? ¿Y Antonio Caso? ¿Y Julio Torri? ¿Y Pedro?”

A Livor de una tie las muchas reacoinodaciones interlocutorias, en cierto momento logré escaparme hacia el patio (le la casa. Visto éste de cerca, me

pareció más triste que antes, cuando lo había columbrado desde el cubo del zaguán. Lo circun daba, casi a ras cte tierra, un corrcclorci lo unieito por cuatro salientes del techo

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que venían a apoyar- se en postes desnudos, largos, endebles. A uno de esos postes estaba atada, a la altura de la trabe, una bombilla eléctrica opaca y negruzca, la cual abría hacia un lado el abanico de su luz melancólica, y por el otro dejaba caer, entre los extremos del sector luminoso, un cono de tinieblas. En el epa cio iluminado todo era desnudez; en e oscuro, se

acumulaban las sombras hasta refluir, en negro amontonamiento, hacia los rincones. Difícil preci sar la causa verdadera, pero de aquel patio se des prendía una tristeza infinita: el contacto de su atmósfera, el rumor de las conversaciones de la antesala, que se percibían allí cernidas por la dis tancia y las paredes y confundidas con el habla

de los solda,dos del zaguán, se escarchaba, se helaba.

Recorrí los tramos del corredor alumbrados por c abanico de luz. Luego alargué mis pasos hasta la parte oculta en la penumbra, y entonces descu brí que no estaba yo solo en el patio. La so de un hombre, apoyada en la sombra de un poste, se mantenía inmóvil. La curiosidad me empujó a aproximarme más: la souibra no se movió. Enton ces volví a pasar, esta Vez más cerca y nur;nido todavía, aunque aúu (le reojo, más insisteiltelmiell

te. La sombra era de un hombre gallardo. Un rayo de luz, al darle en la orilla del ala del sombrero, mordía en su silueta un punto gris. ‘tenía doblado sobre el corazón uno de los brazos, apoyada en el

puño la barbilla, y el antebrazo derecho cruzado encima del otro. Por la postura (le la cabeza com premidí que el hombre estaba absomi o en la con-

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templación de los astros: la luz estelar le caía sobre la cara y se la iluminaba c tenue fulgor. Aquellzt figura liwjiaua, auseli te en SU eflsiflhis— nial niel i tu, no in era extra fi a del todo. Con esa seguridad, así que llegué al extremo del corredor volví sobre nus pasos y vine resueltamente a colo carme ante la sombra inmóvil. El hombre salió poco a poco de su contemplación; bajó la mano en que apoyaba la cabeza; se irguió, y dijo con voz dulce y humilde, en raro contraste con la ener gía y rapidez de sus movimientos, cabalmente nulitares:

—Buenas noches. ¿Quién es?

—Un viejo conocido, general. ¿O me engaño aca so? ¿No hablo con el general Felipe Ángeles?

Ángeles era, en efecto.

¿Qué hacia allí, solo, melancólico, con el alma perdida en las estrellas, él, verdadero hombre de acción y de grandes impulsos? ¿Por qué estaba a esa hora en ese sitio, encarnando la profunda tristeza que dimanaba del patio de la Primera Jefatura, en vez de hallarse entregado en cuerpo y alma al despacho de los asuntos militares de la Revolución, para lo cual su capacidad era mil veces superior a la de los generales improvisados? Tanto me des concertó sorprender así a Ángeles, que evité hablar le de lo que más me importaba —de la eficacia del ejército constitucional isla— y durante los minutos que allí cstuviiiios (lej é que él escogiera los temas de la plática. Naturalmente, hizo desde luego recuerdos de mi padre, de quien él fuera discípulo en Chapultepec. Lo rememoró con agrado, con cariño, con admiración.

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—En su padre de usted —me dijo entre otras cosas— había el espíritu, pero había también la voz, la voz en que el espíritu resonaba y se hacía

sentir y obedecer. Era una voz de mando como )‘O no lic escuchado otra: su sonoridad lindaba con el misterio. Fonuado el Co1eg Militar en todo un trozo del Paseo de la Reforma, sus órdenes, ami dichas a media voz, corrían de u u extremo a otro de la fila: no había quien no las oyera. Para que me entienda mejor, me serviré de una compara ción tomada de la mecánica. Su voz era como los proyectiles de mucha masa, que una vez lanzados, así la velocidad sea poca, recorren grandes trayecto ri as. Cuando él quería’ 1)0(1 fa fin cer, iii a u dando en voz baj a, que se le cien elia ra a (1 istaucias adonde otros no hubieran sido escucliads u j a gritos. ¿Se debería acaso a que en las remembranzas de Ángeles había mucho de conmovedor para mí? Lo cierto es que las palabras que brotaban de su boca respondían a la íntima tristeza del patio en que nos hallábamos. De tiempo en tiempo subrayaba la frase con algún modesto ademan de sus lnat1o pequeuias, oscuras como la sonibra, o con el anim cio de lilia sonrisa que no llegaba a forinularse. De nuestra conversación vino a sacarnos ruido de armas y (le pasos presurosos. La guardia forma ba para hacer los honores.

—Ya sale don \Tenustiano —dijo Ángeles—- Vamos

a cenar

Cuando volvimos a la antesala, Carranza estaba allí, cubierta la cabeza con el sombrero de alas anchas y dominando a todos con su gran estatura. La luz de la lámpara le bruñía la barba y le baja ba después, por la única hilera de botones que le ajustaba el chaquetín, en chorro de enor gotas doradas.

Echó a andar; tras él desfilaron los otros. Ánge les y yo nos incorporamos a la comitiva: yo, co.n

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timidez bisofla; él, con su timidez de siempre. Y a poco salimos a la calle.

FI corneta de guardia toc la marcha de honor.

# * *

La celia, ex(eletite por sus iiiali e interesan tísitila por los itidivid uos c1e puhlía c contado, no logró hacernos hablar mucho ni a Pani ni a mí. Mas bien nos dedicamos a ver, oír y gustar. Yo, desde luego, no dejé de fijarme en ciertos detalles que para la edificación de un rebelde primerizo suponían alguna importancia. Noté, por ejemplo., t Rafael Zubaran ocupaba (le pleno derecho el primer sitio a la diestra de (1011 Veutistiano, lo cual me pareció 1H11)’ bien: Zuharan era ci Se retario (le (;obernición cii el gabinete revolucionario. Noté

(PhC Angeles, lecienteineute nombrado Secretario de la Guerra, no tomaba para sí el primer sitio (le la izquierda, sino que éste se reservaba al coronel Jacinto Treviño, jefe del estado mayor (le Carran za. Noté que Adolfo de la Huerta iba a sentarse adrede, y ajeno a su cargo oficial, relativamente alto, entre los comensales de menos ínfulas. Y noté, en fin, q tic don \ enustiano 110 perdía un segundo a ha tu ta (le la conversación; que hacía a cada paso alusiones históricas —evocadoras en especial (le la época de la Reforma—, y (jue era escuchado por todos con acatamiento profundo, Insta cuando incurría en notorios disparates, como al escap5rsele aquella noche dos o tres que hubieran hecho son reír a cualquier estudiante cte primer año de Derecho. [ .

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PLATO F UEItTE

Sentarnue a la mesa con Carraimza y sus colaho radores próxinios acabó por ser, lnteiiltns periiia—

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necilflos cm Nogales, el niás trascendente de mis actos de cada (lía. (om o tu era de tal deber, que ejecutaba de buen grado a tarde y noche, no tenía ninguna ocupación de ar lijo, hacia eso se orieiii:ilxiii itii actitud diaria y uds sentidos. Era collio vivir sujeto a una función social s Wn:

casi palaciega —aunque al margen del monte—- y que duraba poco.

Muy (le mañana desperté bamos De la Huerta y yo. Despertábamos con gran facilidad, pues el hotel Escobosa tenía, entre sus parvas virtudes, la no lara de eniheberse a la hora en (lttC el sueño, fatigado (le sí m isnio, se hace dos veces dulce— cii la más clara luz que baja (le los cielos. ;‘ nuestro despertar se seguía un largo coloquio de caiiia a cama. Cuándo pegálxmnos la hebra por el lugar que la dejara rota la noche anterior; cuándo abor—

(l;íhanios nuevo tema; cu nos divertíamos comen (ando —De la Huerta descubrió pronto ni i peculiaridad (le conversar dormido mejor que des pierto— alguna de las cosas extraordinarias que le lmabí;i yo dicho mientras dormía. Por íin sal tába 1fl05 (le la cama, nos vestíamos de prisa, bajálxituos a luchar a brazo partido (oi el nial desayuno iuc Escobosa daba a suis huéspedes, y cada quien buía— ha su cahmmino. De l:t 1—tuerta, olicial hmiitvor (le la

Secretaría de Gohermiaciómm, se iba en busca (le Rafael Zubaran ; yo, libre hasta la hora (le comer,

ocioso mientras encontraba con quién entablar plá tica, pasaba y repasaba por una misma accra de una misma calle, o inc dirigía de lleno hacia los cerros circunda ntes más altos y hem-moso para esca larios a título (le divertuniento.

M i sim pie condición de (:onmehmsal (le (Ion Venus— hallo nme p;ulcc” al piitcipio, tti:ís qtte duia, inso— porlable: larga mañana (le espera para la rcunión

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(le la comida; largo esperar de la tarde para. la reunión de la cena. Yo no disponía ni del recurso de Luis Cabrera y Lucio Blanco, que organizaban ruidosos partidos de billar en el bar inmediato a la línea fronteriza —el juego de Cabrera, sabio, feli no, eficaz; el de Blanco, brillante, efectista, genial a veces, a veces torpe—. Tampoco contaba yo, como Salvador Martínez Alomia —antes que lo destina ran a escribir el retrato biográfico de Carranza—, con el entreteni de los versos. En sus parén tesis de ocio, Zubaran reencontraba la vida median te su afición —arte magistral, podría decirse— de la guitarra; Ángeles, en el severo programa disci plinario de su cuerpo y su espíritu (tantas horas a caballo, tantas a pie, tantos saltos, tantas horas de estudio, tantas de meditación; Isidro labela y Miguel Alessio, en el secretó libar de’frases y urdir de períodos para ver cuál de los dos se lleva ba a la postre la palma de los oradores revoluciona rios; Pani, en sus hábitos de ingeniero, capaces (le sistematizarlo todo, hasta el vacío. Pero yo, yo entonces creyente fervoroso en las virtudes •revolu cionaria$ activas, no tenía defensa. Por fortuna, descubrí pronto que en el Nogales de Sonora había una tienda de libros, aunque no muy buenos —des coll ib u entre ellos las novelas de Dumas— y me acogí al

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refugio de llenar lagunas de mis trece años. Después, a fuerza de meterme en todas partes, hallé q en el Nogales de Arizona existía, aun cuando no lo pareciera, una biblioteca pública, y que en iquella biblioteca podrian leerse hasta las obras de Plotino. De allá datan niis inmersiónes temporáles en la mística alejandrina y en su pureza espiritual ajena al mero conocimiento; de allá mi trato mo mentaneo con Poifirmo y Jamblico

* * *

Uegád la horá de la comida o la cena, me aparecía por el Cuartel General. Antes no, para no herir susceptibilidades, pues nada inquietaba tan to entonces a los más inmediatos servidores del Primer Jefe como la presencia de revolucionarios nuevos desprovistos de funciones propias: los sobre cogía el terror de verse arrancados, como por esca moteó, de los puestos que desempeñaban, para ellos importantísimos y prometedores. Lo cual —lo

¡ diré tambiénL no quitaba para que todos ellos fueran excelentes personas: desde Jacinto Treviño, cuya paz de alma naufragaba en la cercanía de

- Ángeles, hasta el joven aviador Alberto Salinas, que habría sido capaz —pese a sus cualidades de buen muchacho— de estorbarle el paso al propio Guyne mer. Lo de Treviño respecto de Ángeles lo digo

con amplia disculpa para el primero. ¿Hubo acaso muchos generales de la Revolución que no sintie ran celos de Ángeles? ¿No abundaron, a la verdad, los que se apasionaban contra él —movidos sólo por la envidia— y aun localumniaban por escrito?

Para ir al refectorio salíamos del Cuartel General en apretado grupo, don Venustiano a la cabeza, y caminábamos hasta la Aduana En tales momen tos,; como lá noche de nuestra llegada, siempre había cornetas y tambores que tocaban la marcha de honor. Era, por lo visto, de gran interés lanzar al viento la noticia de que el jefe supremo de la causa revolucionaria y sus elegidos abandonaban la mesa de trabajo para ir a la del almuerzo o la cena. Así los humildes habitantes de Nogales se

enterarían y regocijarían.

A mí aquella nmúsica me resonaba indefectible mente a don Porfirio. ( qué habitante del Distrito Federal, cuya niñez haya transcurrido de

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— 1 .

los noventas a la otra década, Porfirio Díaz, mar cha de honor e himno nacional no serán tres par tes de un soio todo?) Oírla me desconcertaba. Com prendía por ella cuán lejos debía aún considerar me respecto de los usos revolucionarios, pues nada hacía ver que en los otros miembros de la comitiva se agitaran sentimientos análogos a los míos. “ ocultarán acaso?”, pensaba. O bien: “ Impre siones de político bisoño; pronto me acostumbraré a lo uno o a lo otro: a que este aparato milita rista y caudillesco me parezca bien, o a disimular (fue me dísgusta.”

, * *

Paulino Fontes —entonces lo conocí— era lo qrie podría llamarse el Intendente de las Residencias del Primer Jefe en Nogales. En la Aduana, el departamento donde comíamos no acataba otra autoridad que la suya. Yo debo de haber supuesto, desde la

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primera vez que entré en aquel comedor, que Fontes, futuro presidente rejecutivo de las Líneas Nacionales, el-a ferrocarrilero de oficio, por que en verdad que bajo su economato las cosas marchaban allí con precisión maravillosa. Nunca la llegada de un manjar se- retrasaba más del tiempo justo respecto del manjar precedente, y ello con tal ritmo previsor, que los comensales éramos como otros tantos trenes encarrerados sobre una sola vía al amparo de órdenes perfectas. Un jifia lible reloj Waitham, de esos que ostentan una locomotora incrustada en la tapa y marcan la hora con manecillas enérgicas bajo la luz, entre clara y verde, (le un vidrio grueso, parecía coordinado allí todo: ningún choque, ningún accidente, nin

gún contratiempo. Si algún invitado se aparecía tarde o surgía de súbito, Fontes miraba de llevarlo por el carril pletórico, y pronto conseguía poner lo en ruta de manera definitiva, sin trastornos para los demás ni forzamientos de vele cidad per judiciales al equipo. Para semejantes casos Fontes empleaba —en forma de entremeses, platos sincré ticos o eclécticos otras cosas análogas---- un ainplí simo sistema de escapes, vías latera le igriegas, maromas, con cuyo auxilio adecuado e infalible, y sin que nadie se enterase cómo, todos arribá bamos al término de los dos viajes diarios, todos a punto y satisfechos. “;Llegará un día este hombre aquí tan apto —pensaba yo —a director de las líneas Nacionales? ¿Su capacidad directiva no desmerecerá entonces (le la de ahora?” Porque, en Nogales, Fontes era de habilidad tan fecunda que aun había sabido crear para si, a manera de rito simbólico, el acto distintivo de sus funciones. Todo el servicio se hacía bajo su mando, pero él en persona pasaba la bandeja con las previas copitas de coñac. Dudo por esto que nadie lo haya respe tado tanto como yo entonces: respeto de la perfec ción que no conoce alto ni bajo, grande ni humilde.

* * *

Una vez estábamos de sobremesa —como de costumbre, quince o veinte personas—: Carranza, Zubaran, Ángeles, Pesqueira, Fabela, Pani, De la Huerta, Treviño, Espinosa Mireles .. Con eficacia

insuperable, Fontes conve los más desordenados apetitos en meros ejercicios de eutrapelia. Todos nos sentíamos gozosos: aquella mañana la banda

nulitar había recorrido dos veces el pueblo y cele brado al toque de diana dos triunfos de nuestras fuei-zas, uno en Chihuahua, otro en Tepic. Con

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este motivo, Carranza se puso a pontificar, según su hábito, y acabó a las pocas palabras estable ciendo como hecho inconcuso ia superioridad de los ejércitos iinpi-ovisados y entusiastas sobre los que se Organizan ciei seu ante ten fa que sonar a h erej ía en los oídos (le cualquier militar entendido, y así psó entonces. Angeles dejó que don Venustiano terminara de hablar, y luego, muy dulcemente en la forma, pero vigorosísimo en el razonamiento, esbozó la defensa del arte militar como una disciplina que se apren (le y se enseña y que se practica mejor cuando se ha estudiado bien que citando se ignora. Carranza, empero, que solía mostrarse tan autócrata en la charla como en todo lo demás, interrumpió sin I ingún itiiuuniento a su M ustro (le la Gueir;t y concluyó de pl a no, sin apelación, como Primer jefe, con un juicio absoluto. ‘En la vida, general

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—dijo—, sobre todo para el manejo de los hombres y su gobierno, la buena voluntad es lo único indispensable y útil.”

Ángeles dio un nuevo sorbo a su taza de café y no añadió una sílaba. Los demás guardamos silencio, dej amos ílot ar en ámbito infinito las

palibras concluyentes del Primer jefe. “ESe que dará esto así? —-pensé—. Illiposihl e; algiulo va a

hablar ya y a poner los puntos sobre las íes’’ Por desgracia, harto más de un minuto trans currió sin que ningún labio chistara. Don Venus tiano, callado también, disfrutaba a pequeiios tra gos el placer de mandar hasta en nuestras ideas; acaso se recreara en nuestro servilismo, en nuestra cobardía. Yo ... ¿Hice bien yo? ¿Hice mal? Yo sentí vergüenza; me acordé de que estaba en la Revolución —pali lo cual habla ten ido que roui per ‘lites CO!) todo UI! prograin a (le vida— y me

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sentí arrebatado por un dilenia: o no tenía razón

de ser mi rebelión contra Victoriano 1-luerta, o era

i ni pera tivo sublevan nc’al í tani b iéir, así fuera tau

solo (le pilibra.

El si leixcio cli torno (le la ‘ilesa seguía firme,

• más fu Inc acaso que segundos antes. ¿ Eso it aaar re

drarine? No. Me eché cte cabeza en la pequeña

• hazaña con que de seguro se mc clasificaría, inme

diatamente, entre los heterodoxos y levantiscos

del campo revolucionario, con que se me clasifi

caría allí mismo, para siempre y sin remedio.

— Lo que son las cosas! —(lije sin ambages y

mirando con fijeza hasta el fondo de los ojos

dulzones del l’ninier ¡efe—. Yo pienso exactamente

lo con tIanio (] (lC usted. Rechazo íntegra la teoría

que hace (le la buena voluntad el sucedáneo de los competentes y los virtuosos. FI (licho (le (jUe las buenas voluntades empiedran el infierno me pare ce sabio, porque la pobre gente de buena voluntad anda aceptando siempre tareas superiores a su aptitud, y por allí peca. Creo con pasión, quizá por venir ahora de las aulas, en la técnica y en los libros y detesto las improvisaciones, salvo cuan do son imprescindibles. Estimo, en todo caso, ( para México, 1 miente, la lécn ¡ca es esencial cii estos tres puntos fuiida en Hacien da, en Educación Pública y en Guerra.

Mi salida causó, más que sorpresa, espanto. Don Venustiano me sonrió con aire protector, tan pro tector que al punto comprendí que no me perdo naría nunca mi audacia. Salvo Zubaran, que me dirigió una ojeada (le inteligente simpatía; Ángeles, pie me miró con aprobación, y Pani, que se cuten-

(lió con mediante sonrisas enigmníticas, nadie levantaba la vista de sobre el ma miel. Y 5 Adolfo (le la ¡ Juerta, echando la cosa u ti poco a j llego,

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vi JlOe 1 mi apoyo, o cori iiris exacti tuci; en mf auxilio. Se enipeñó en borrar o suavizar Ja mala huella, que mi soberbia Pudiera haber dejado en el espiritu de Carranza; lo cual hizo, a riesgo (le malquistarse él, noble y valientemente dej ndose

llevar de su disposición conciliadora, ALVARO OBREGÓN

Cuando llegamos a Hermosillo nacía me intrigó tanto como conocer a Alvaro Obregón. Sería éste e grande hombre que Pani anunciaba ya — entonces como nuestra suprema figura política del futuro? ¿Sería más bien, como lo creía Vas concelos —deslumbrado por los fulminantes triun los de Villa—, tirio de tantos ambiciosos que nublaban el porvenir revolucionario? Yo sabía que ninguno de esto juicios valía para aprecia ciones de tondo: el primero, porque Pani, instin livamente acaso, parecía fundarse en una mcta ecuación (le personas que lo abarcaba a él, no en un sentido de los verdaderos valores humanos; y el

segundo, p°’ la razón opuesta, porque Vasconce los, a caza siempre de noblezas altísimas, caía a menudo en opiniones que luego él era el primero en rectificar. Pero todo esto, unido a los informes de nuevos triunfos militares al sur de Sonora, contribuía a que jni curiosidad aumentase.

* * *

Adolfo de la Huerta —fiel prosélito y eficaz lMopagandista— no había desperdiciado oportuni dad de encender en mí, mientras estuvimos en Nogales, la llama del obregonismo de entonces:

un obregonismo de reserva, sumiso al carrancismo

naciente.

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—l-lay que admirar a Obregón me decía más o menos— no sólo como soldado, sino como espí ritu de ideas originales y como político tic convic ciones revolucionarias hondas. Es, por otra parte, hombre de gra it talento natural. 1’ roen te usted leer sus ‘a it i fies tos.

Pero como resu 1 (a ni (j u e aquellos manifiestos no los tenía nadie en Nogales, De la Huerta sal vaba la dificultad recitándome una vez y otra

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—corno para que me lo aprendiese de memoria— el mensaje que él mismo le llevó a Carranza de parte de Obregón ál celebrarse la junta de Piedras Negi-as. Obregón había mandado pedir al Primer Jefe (jue se expidiera un decreto en cuya virtud quedaseis inhabilitados para ocupar puestos públi cos todos los jefes del movimicnto arruado, ‘‘por que —decía- todas las desgracias (le México se deben a la desen frenadas ambiciones de los mili ta

Confieso que el obregonismo de De la Huerta sí me iÑpresionaba a veces, y aun medio me con-

quistaba en las ocasiones en que salía a relucir la hábil ilustración del faniosó mensaje. De la Huerta vivía entonces pi-ofundamente inquieto por las responsabilidades de la obra revoinciona ia, y como era austero cual ni ngu no, y ti e u desinterés a prueba de la sonda más fina, come- guía comunicar a otros, en momentos de elocuen cia a medio tono, sus propias emociones. Su bella voz temblaba al hacer, aunque quizá no en idén ticos términos, comentarios como éste:

—Obregón• sabe que su principal misión será la militar, y, no obstante eso, quiere que los militares de hoy no puedan ser los funcionarios de mañana. Obregón sabe que descollará entre nuestros más grandes soldados, y, con todo, no tiene empacho

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en advertir que las mayores desgracias de México se deben a las ambiciones de los militares.

La (le Obregón, en efecto, era una actitud extra ordinaria: cxi i-aordinaria en los días del mensaje a ( arranza —poco después (le la toma (le Ca ita tea—--, y más extraordinaria aún cuando l)e la Huerta ponderaba ante mí lo que en ella había (le altrtnsmo patriótico: después de Naco, de Santa Rosa, de Santa María. ¿Quién, carente de malicia política y malicia humana —o sordo a ellas —no se habría entusia Yo me figuraba asistit a un suceso ins’lito: a la elaboración de un cau dillo, capaz (le negar, desde el origen, los derechos de su caudilla je, que era ‘ como ver a un león sacá nclose los dientes y arrancándose las uñas.

* * *

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En 1-lermosillo la diligencia de no recuerdo quién — Azcena? ¿Fabela? ¿Puente? ¿Mal váez?— puso bajo mi vista uno de los manifiestos tan alabados por De la Huerta, y It leí. Eva el qüe Obregón había dirigido al pueblo de Sonora el día que las ftic’rzas revolucionarias desfílarofi

por primera vez en la capital sonorelise. Empezaba diciendo: ‘1-la llegado la hora ... Va se sienten las convulsiones de la patria, (Pie agoni-J-a en las manos del matricida.” Y luego, en el tono perfec tamente conocido de nuestras proclamas políticas, pintaba con terrible metáforas el crimen de Huerta e invitaba al pueblo a tomar las armas.

Mi primera impresión fue que aquel- documento ro hacía 5usticia a la capacidad mental del autor, o que . si la hacia, la capacidad no resultaba, en púnto a ideas políticas y literatura, digna de toniarse en cuenta; pues, aparte la indignación

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cívica —obvia en cuantos entonces nos alzábamos contra el autor de la muerte de Madero—, y salvo un principio de idea —que la rebelión armada era indispensable para restablecer el estado jurí dico— y un propósito noble —el de no fusilar a los prisioneros—, el tal manifiesto no pasaba de ser cina sarta de palabras e imágenes apenas nota bles por su truculencia ramplona. Se conocía que Obregón había querido hacer, de buenas a pri meras, un documento de alcance literario, y que, falto del don, o (le la experiencia que lo suple, había caído en lo bufo, en lo grotesco y descom pasado que mueve a risa.

En las tres primeras líneas del manifiesto. Huerta era el ?natricida que, después de clavarle a la patria un puiTal en el corazón, continúa agitán dolo como para destruirle todas las entra í7as. En las cuatro líneas siguientes Huerta y sus secuaces se convertían en la jauría que con los hocicos ensangrentados aullaba en todos los tonos, ama gando cavar los restos de Cuauhtémoc, Hidalgo y Juárez. Más adelante la jauría se metamorfo seaba en pulpos, pulpos a quienes había que Jis p utar los ensangrentados jirones de nuestra Cons titución y a quienes debía arrancarse (le un golpe, pero con la dignidad del patriota, todos los ten táculos.

Lo peor del manifiesto —o lo mejor para los fines de la risa— no estaba en el juego de los sími les o metáforas. Provenía, sobre todo, de cierto dramatismo a un tie ingenuo y pedantesco, que era como la médula de la proclama. Se le sentía presente en las palabras iniciales: “Ha llega do la hora...”: se le escuchaba estrepitoso en el apóstrofe final: “jMalditos seáis?”, y hallaba expresión perfecta en esta frase de dinamismo

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teatral agudo: La Historia retrocede espantada de ver que tendrá que consignar en sus páginas ese derroche de monstruosidad —la monstruosidad de

Huerta.

Toda mi buena voluntad no pudo con esta lite ratura ni con el espíritu que en ella se traslucía. Después de la imagen (le la Historia “retrocediendo espantada”, no era posible guardar compostura

para el resto de la proclama, así lo mereciese. Irremediablemente me venía a la memoria aqnel delicioso romance antiguo en el que, para dar idea de una noche de tempestad en el mar, el poeta, entre otros versos que no recuerdo, cantaba éstos:

Los peces daban ge por el mal tiempo que hacía.

Sólo (l en el romance, pese a lo disparato (le la fantasía naturalista, había una gracia encanta dora que en el manifiesto de marzo de 1913 fal taba y no podía haber, pues hubiera estado fuera

de su sitio.

* * *

Eduardo Hay adnnraln también a Obregón y gozaba en describir las batallas de Santa Maria

y Santa Rosa. Pero con él la igualdad de opinio nes se lograba pronto. El coronel Hay sacaba el

lápiz, abría su cuaderno de apuntes de ingeniero y tomaba impulso para entrar en materia con aires de catedrático:

---La batalla (le Santa María fue de un desarrollo preciso, geométrico, admirable .. Mire usted: aquí

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estaba el agua.

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Y a poco, uno, oyente de buen grado, vislum braba que Hay tenía razón, aun cuando su inte ligencia de las batallas anduviese más cerca de la geometría descriptiva que de la estrategia: Obregón era un buen general, según lo probaban los hechos. Lo era, por lo menos, dentro de la gama de los generales a quienes combatía: comparado con Medina Barrón, comparado con Pedro Ojeda.

Luego, conforme Hay seguía trazando en su esquema rayas y puntos, la personalidad guerrera del jefe sonorense se destacaba corno en perfil Se le veía provisto, primeramente, (le una activi dad inagotable, de un temperamento sereno, de una memoria prodigiosa —memoria que le ensan chaba el campo de la atención y le coordinaba datos y hechos—, y muy pronto se percibía que estaba dotado de inteligencia multiforme, aunque particularmente activa bajo el aspecto de la astil- cia, y de -cierta adivinación psicológica de la

voluntad e intenciones de los” demás, análoga á

la que aplicael jugador de póquer.- El arte bélico

de Obregón consístíá más que todo, en atraer con

maña al enemigo, en hacerlo atacar, en hacerlo

perder valentía y vigor, para dominarlo y acabarlo

• después echándosele encima cuando la superiori

dad material y moral excluyera el peligro de la

• derrota. Acaso Obregón ño acometiera nunca nin

guna de -las brillantes hazañas que ya entonces

hacían famoso a Villa: le faltaban la audacia y el

genio;- carecía de la irresistible inspiración del

minuto, capaz de animar por anticipado posibili

dades que apenas pueden creerse, y de realizarlas.

Acaso tampoco aprendiera jamás a maniobrar, en el sentido en que-esto se entiende en el verdadero

arte• de la guerra —como lo entendía- Felipe Ánge les—. Pero su modo de guerrear propio, fundado

en resort de materialismo muy concreto; lo cono cía y manejaba a - la perfección. Obregón sabía acumular elementos y- - esperar; sabía escoger el sitio en- que al enemigo le quedaran por fuerza las posiciones desventajosas, y sabía dar el tiro de

gracia a los ejércitos que se herían a sí mismos. Tomaba siempre la ofensiva; pero la tomaba con métodos defensivos. Santa Rosa y Santa María fueron batallas en que Obregón puso a los fede iales —contando con la impericia de los jefes de éstos —en el caso de derrotarse por sí solos. Lo

cual, por supuesto, era ya signo evidente de indis cutible capacidad militar

* *

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Por fin, una noche, a la luz del foco de una esquina, - conocí a Obregón. Había él llegado esa tarde a Hermosillo para informar al Primer Jefe acerca de las operaciones de Sinaloa. Culiacán

acababa de caer en manos del constitucionalismo; las- tropas- de Iturbe, de Carrasco, de Buelna se escalonaban ya en línea continua hasta Tepic.

ibamos por la calle, en grupo ocioso de amigos, De la Huerta, Martínez Alomía, Pani, Zubaran, yo y algunos otros civiles, cuando, de pronto, a corta distancia, vimos a Obregón. Todos apresu ramos entonces el paso hacia él, y nos le reunimos, bajo los rayos del alumbrado público, para felicitarlo por su reciente victoria. Volvía vencedor una vez más; radiaba la satisfacción del éxito.

Aquellos de nosotros que ya lo conocían lo abra zaron; los demás, al serle presentados, le estre chamos la mano con efusión tímida. Y luego, mientras - unos le hablaban, los otros —yo por lo menos— nos pusimos a observarlo con el interés

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1

(lite correspondía a su creciente renombre. De la 1 luei-ia le hacía, adrede, preg serias de tono superi uial, temeroso sin duda cte vulnerar el eso terjsjiic, de las grandes cuestiones revolucionarias. Pero él contestaba en son de chanza y corno si su solo deseo fuese en esos momentos charlar por charlar. Se refirió a su herida, burlándose de sí mismo porque las balas no parecían tomarlo bastantemente en serio.

—-Me ltiriet-oii, sí; peo liii herida 110 ¡nido ser fluís ridícula: tilia bala de m:íiisei- telioti’, en una pi edi-a y ni e pegó e u u ti ni uslo.

De sus ojos —de reflejos dorados, evocadores del gato— brotaba lina sonrisa continua que le invadía el rostro. Tenía una manera personalí sima (le mirar al sesgo, como si la mirada riente tendiese a converger, en un pi lateral situado en el plano de la cara, con Ja Sonrisa tIc l:is connsui-as de la boca. No tenía nhugúu aspecto militar, El uniforme blanco, con bou nes (le cobre, le resaltaba en el cuerpo corno tod® lo (lite est:i fuera (le su sitio. La gorra, también blanca, y de águila bordada en oro sobre tejuelo negro, 1-lo le iba bien, ni por la colocación ni por las dimen siol) es: deinasi ado pequeña, le baj aha, en pla 110 inclinado, de la oionilla a la frenie. Por el aspec to general de s persona, se echaba ile ver

afe taha desaliño, Y que lo afectaba como si eso fuese pa te de sus lliéritos (le can I)esde las jornadas de Culiacán bahía I ahi do tiempo de sobra Ixtra que sus asistentes le lustrasen los zapa tos y las polainas y para que un barbero lo afeitara. Pero no era así: el polvo (le sus pies y el pelo (le su cara eran los iii ismos que había asisi (lo al ii-itnilo (ulliacal

La fai nosa herida —ridícula no sé por q (té, salvo ponhite se la lite I dio pábuLo a que Obregón hablara de sí mismo en grado su ciente para empezar a conocerlo pese al fiat It jovial de sus palabras. A mí, desde ese primer mo de nuestro trato, me pareció un hombi-e que se sentía seguro de su inmenso valer, pero que aparentaba no dar a eso la menor importancia. Y esta simulación (loiti nai t te, como que normal,a cada uno (le los episodios de sil conducta: Obre- gol] no Vivía sobre la i ieira de las sinceridades

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-ot dianas, sitio sobre un tablado; no cia un lioin— hi-e cii luitriones, sino uiii actor. Sus ideas, sus creencias, sus sentimientos, eran como los del inundo del teatro, para brillar frente a un p

carecían de toda raíz personal, de toda realidad interior con atributos pi-opios. Era, en el sentido (1 recto de la palabra, un faLsa nte.

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que correspondía a su creciente renombre. De la 1-luerta le hacía, adrede, preguntas serias de tono superfcial, temeroso sin duda cte vulnerar el eso terisnio cje las grandes cuestiones revolucionarias. Pero él contesta ha en son cte el i;tiIza y como si su solo (leseo f en esos moiiieiitos charlar por charlar. Se -chi-ud a su herida, burlándose cíe sí mismo porque las balas no parecía u tomarlo bastan teme te en serio.

—Me hirieron, sí; pero mi herida no 1 ser más ridícula: una bala de máuser rehotó cii una piedra y me pegó en un muslo.

De sus ojos —de reflejos dorados, evocadores ( gato brotaba lina solirisa continua (pie le invadía el -ostro. ‘l’enía tu inailera pcr5OI1:ulí- sima de mirar al sesgo, como si la mirada riente tendiese a converger, en un ptullto lateral situado en el plano de la cara, con la sonrisa de las comisuras de la boca. No tenía ningún aspecto militar. El uniforme blanco, con botones de cobre, le resaltaba ci el cuerpo como tod® lo que está fuera (le su sitio. La gorra, también blanca, y de águila bordada en oro sobre tej uelo negro, no le iba bien, iii 1)01 la colocación ni por las dimen siones: demasiado pequteíi, le bajaba, en plano inclinado, cte la (oroililla a la frente. Por el aspe(— Lo general de sin persona, se echaba de ver P alectaba desaliño, y que lo afectaba como si eso fuese parte dIc sus méritos de campaña. Desde las oruadas de Culiacán había habido tiempo d sobra para que sus asistentes le lustrasen los 7apa- tos y las polainas y para que un barbero lo afei tan. Pero no era así: el polvo tic sus pies y el pelo de s cara eran los i 5iiIO5 (pie habían asistido al triunfo culiac:tiiense.

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La famosa herida —ridícula no sé por qué, salvo porque se la mencionase— dio pábulo a

Obregón hablara de sí mismo en grado sufi ciente para elupe/al a conocerlo pese al nial i jovial de sus palabras. A mí, desde ese priiiuer momento de nuestro trato, uie pareció un hombre que se sentía seguro de su iunletiso valer, pero que aparentaba no dar a eso la menor importancia. Y esta simulación dominante, como que normaba cada uno de los episodios de su conducta: Obre gón no vivía sobre la tierra (le las sinceridades cotidianas, sino sobre un tablado; no era un hom bit en funciones, sino tui actor. Sus ideas, sus creencias, 5 sentinliel) tos, eran como los del imnutido cíe1 teatro, para brillar Irente a in público:

carecíaul de toda raí/ personal, de toda realidad interior con atributos propios. Era, en el sentido directo cíe la palabra, un farsante.

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BERNARDO REYES

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Al triunfar la Revolución (le 1910 había Vitelio a México el general Bernardo Reyes. Se mostraba

—así al menos quería hacerse aparecer— compren sivo y desinteresado. Llegó diciendo a Madero ne no venía a disputarle la Presidencia de la República, piteS (:0 lSitlelkiha pci igioso flete) al país cii tina 1w ha electoral cuando ni estaba aún totalmente piclicado, y recoIlOt (a que la opinión señalaba para aquel puesto a quien había veiit:itlo en deFensa (le los principios (leinocríticos. Él no tDiería sino com pletar con su experiencia la popu laridad y la buena fe de Madero, a quien juzgaba joven e inexperto, y de al] í que se limitara —cosa que recalcaba y repetía— a ofrecer sns servicios en apoyo del gobierno provisional (le don Francisco León (le la Ha fra.

Madero, generoso ante todo —e inclinado i una

política conciliadora, capaz de evitar a México

hondas perturbaciones-— acogió a Reyes en Íoriiia benévola, as i co ti cari ño, y le ti )iiió en (:Lle i (a sus plausibles propósitos ofreciéndole nombrarlo Ministro (le la G tierra t iii pronto como él llega fa a la Presidencia de la República. Más aún: a Rodolfo Reyes, hijo de don Bernardo, se le invitó desde luego a que ocupara la subsecretaría (le

¡ Justicia, pero él no aceptó, temeroso (le l eso

pudiera estorbar las aspiraciones políticas de si

pat! re.

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Después de su entrevista con Madero —era a mediados (le JUfl (le 19!!—, don Bernardo publi có un Illalliliesto en (pie renunciaba a su candi— datura y se adhería al nuevo orden (le cosas; pero dócil t quienes le liahl al oído, y con el pietex lo (le que los aliligos de Madero, lejos t entender y agradecer la actitud del ex candidato, lo rechaza hai y a tacaban, van ó (le opinión un mes después, no obstante la incontenible ola del entusiasmo maderista que dondequiera !o envolvía.

Así las cosas, el 16 de julio Madero escribió a don Bernardo una carta en que lo relevaba (le todo compromiso, O más Cxact amente, en la que declaraba no haber habido entre los dos ningún çompromiso q obliganu t general Reyes a lan zar o no lanzar su candidatura, ‘‘lo (Itie lialyiía sido un pacto indigno de ellos’’, y de-i í resultó

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que a pnii (le agosto ya estuviera Reyes en plena campaña electoral, después de otra entre vista con Madero. En ésta confirmó sus intencio nes de llevarlo todo por los caminos democráticos y dio su palabra de honor de que en ningún caso recurriría al uso (le las armas, ‘‘promesa que garan tizaban sus antecedentes militares’’.

Se al arm a bai i los maderistas por la (01111 ncta de ]teyes y por la benevolencia con que Madero lo trataba. Pero les contestaba él que no tenían razón.

‘‘Reyes —les decía— cuenta Con dos cain mo para oponerse a la nueva situación revo!ucionaria: el democrático y el de! cuartelazo. Si, a pesar de todo, su candidatura prosperá y logra atraer la mayoría de !os votos, yO no veré ninguna amenaza en él, pues el pueblo ffiexicano es duefio de darse los gobernantes que guste, y yo seré e! primero en respetar la voluntad de la ni a.yoi-ía de mis conci ndada nos, aparte de que niin ca he preten

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dido que se me dé un puesto como-. recompensa de mis pocós servicios, En cuautó a! camino del cua te!ázo, !o creo muy dilíci!. ¿Con qué pretexto invi taría el genera! Reyes a los jides uiilitares para que lo secundaran en un inovnnieuto (le ese gélie ro? ¿Qüé podría d después del manifiesto que ha pub!icado adhiniéndose al nuevo orden de cosas? Para lanzarse a una empresa tan injusufi cada, y de un modo tan felón, sería preciso que é! y los jefes a quienes se dirigiera estuviesen des provistos de todo patriotismo y de toda idea de la dignidad persona!.”

A principio de septiembre, confrontado Bernar do Reyes con e! evidente fracaso de sus empeños eiectorales, empezaron a correr rumores de aso nadas y levantaunentos, Madero no quería pres tarles oídos, pues cualquier propósito (le esa natu raleza le parecía impracticable e insensato, Estaba seguro de que un movimiento militar reaccionario pondría nuevamente en pie a toda la nación, y que eso podían ver!o hasta los ciegos. Pero tanto le ponderaron el peligro sus partidarios, que acce dió a ver a De la Barra para que] arse (le que c

gobierno no persiguiera la labor sediciosa de Reyes y sus a nugos, promotores (le (listurbios y corrup tores del ejército.

‘‘Desde que Llegó usted —le decía— al puesto que ocupa no tanto por ministerio de !a ley cuanto porque en ello estuvo conforme el partido revolu cionario, me manifestó en conversaciones privadas, y lo ha demostrado e!ocuentemente en sus actos públicos, que aceptaba !os principios de nuestro partido y se adhería a él. Pues bien, estando per fectamenic comprobado que Reyes conspira y pre para un levaataniiento, veo con profunda pena que no ha tomado usted ninguna c!ase de medidas

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para impedir esol pk bélicos y salvar el depósito de nuestras libertades, puesto por nosotros en sus manos.”

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El buen deseo de algunos políticos consiguió entonces que se formara una comisión nnxta, de representaiites de Reyes y (le Madero, la cua se reunió ante De la Barra y levantó un acta haciendo constar que por ningún motivo Madero ni Reyes se valdrían de sus partidarios para recurrir a un cuartelazo. De la Barra felicitó a los dos contrin cantes por el patriotismo de que daban prueba, mas ello no impidió que dos semanas después Bernardo Reyes optan por aba ndorar la mcli a democriítiea y saliera seccetameni e (le México hacia Veracruz, donde se embarcó rumbo a los Estados nidos. A sus partidarios les envió un telegrama, diciéndoles:

“Para evitar más desmanes y eludir confusiones de maderistas salgo por ahora de la República. El partido que encabezo debe permanecer en pie, para desarrollar su acción al obtener las garantías

(lUC hoy le faltan, en la inteligencia (le (ltiC opor— tunanien te veiidté a octi vr mi ptiesto, siempre cubierto con la bandera de la ley.’

Don Bernardo se ausentó de México a fines de septiembre. Un mes después, desde San Antonio Texas, lanzaba poclaznas sediciosas y hacía llama inientos a Ja rebelión contra Madero, (lUn ya era

presidente de la República. l)ea I í a poco deci dió volver al país. Cruzó el Bravo el 13 de (licieni bre, feclsa en que ya cundía entre sus partida rios el propósito de desconocerlo. El día 14 se pro clamó alzado en armas contra el gobierno de la Revolución, y unos cuantos días después, viendo que nadie acudía en su apoyo, y casi solo, se constituyó prisionero del destacamento rural de

Linares, al cual se presentó, a la vez que telegra fiaba al general Jerónimo Treviflo, Comandante Militar de la zona, la siguiente explicación de su conducta:

“Paca efectuar la contrarrevolución llamé a los revolucionarios descontentos, al ejército y al pue blo, y al entrar al 1’ procedenft de los Estados lJIii(ios, ni iii SOlO hombre ha acudido. Esta clenostración patente del sentir general de la nación me obliga a inclinarme ante ese sentir, y, declarando la imposibilidad de hacer la guerra, he venido a esta ciudad la madrugada de hoy a

ponerme a la disposición de usted para los efectos que cocrcs pi-esentándoine a la primera

nitoridad del municipio y al jeíe (le la fuerza. Vcrificado este acto, solicito, y no piri mí, si no para los que en alguna forma se han comprome tido por mi causa, una amplia, amnistía, que, sin duda, de concederse, concurrirá a serenar la República.’’

Don Bernardo fue trasladado a la ciudad de México, sometido t proceso e internado en la prisión iiiilitai- (le Santiago, adonde vino a unir— sele su lii o Rodolfo, que se declaró cii todo cóm plice de su padre y anduvo pidiendo que también a él la encarcelaran y procesaran, lo que consi guió al fin. Pero apenas se vieron juntos en la pnii’in, padre e hijo resolvieron considerarse vic

i (le Madero, a d tl en afeaban no osar fusilai- los, rolo se podía esperar, por el delito (le haberse levantado en aulas, ni decid ii-se a evitarles la torttu-a de que los jueces los tuvieran presos para juzgarlos. ¿Cómo no comprendía Madero —clama ban— que en vez de consentir la acción de los

tribunales debla llamar al general Reyes; exigirle, bajo palabra de honor, promesa de salir del país

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para no volver, y darle así ocasión de terminar su vida militar y pública, todo lo cual se armo nizaría con ]a grandeza moral de los vencedores?

A los seis meses de açuello, Rodolfo logró su liheitad gracias a la inisii acción persona con qn e ah tes Ji ahía conseg i do que lo metieran preso, Y 1)11(10 así dedicarse a conspirar con mayor efica cia. ib lo hacía ahora en la calle, mientras clon Bernardo seguía conspirando desde la prisión, olvidado ya de aquella “necesidad de ser impla cable consigo mismo” que había sentido al entre garse en Linares, y de su decisión de “no concurrir de ninguna manera a las desgracias de la patria, ai inq tic ello le deinandai-a entregarse en holo causto’’.

¿Era un ibis) el general Berna ido Reyes? ¿Era sólo un ambicioso engailado por el falso concepto de su personalidad y su capacidad? No pueden negar- se las grandes cualidades que tenía, pero tampoco el hecho de que obraba, una vez y otra, con una inconsistencia política, o una ceguera, de que ape nas hay ejemplo. Siempre con el nombre de la patria en los labios, por patriotismo hacía las cosas m infecundas, extrañas o conti-adictorias. Por patriotismo no se había enfrentado con Porfirio Díaz e ndo lada M se lo aconsejaba : dolo. Por pal rio isino I abía vuelto al país cuando la ola del maderismo le indicaba no volver. ‘ Por patriotismo se había levantado en armas contra Madero precisamente cuando nadie estaba dispues to a seguirlo. Por patriotismo se rindió cuando su rendición no era indispensable ni significaba nada. Y por patriotia tras de reconocer su error y pro clamar que debía castigársele, se entregaba a cons pirar de nuevo y más insensatamente que antes. Acaso pudiera decirse (le él que se creía y se sentía

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un patriota, y que obraba siempre, leal en el pro pósito, a impulsos de esa convicción, pero que, en realidad, su patriotismo no eta bastante para seña larle dónde estaba ci verdadero bien (le la patria.

Su ansia de echar 1)0 tierra al gobierno de Made ro alcanzó en Santiago Tiatelolco caracteres de obsesión: llegó a ser una especie de frenesí. “Quie ro salir a pelear”, repetía con frase constante y casi única. Creyéndose todavía dueño del prestigio, tan grande como inexplicable, de que había gozado en otros tiempos, y que entonces no había sabido usar, todo su empeño ej-a salir de la prisión “para con sumar su carrera de soldado pacificando al país’’. Quería que se aceptaran sus planes militares y que se le encargara de consumarlos, y si buscaba alia dos cia sólo para eso. Se creía el 11-amado a ‘‘ende rezar los derroteros de su pueblo, y a detener y encauzar muchedumbres desoladas y hambrien tas, que descendían a buscar en el crimen reivindi caciones justas en su origen”.

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SALVADOR ALVARADO

[ . .]Ortiz era entonces un campamento formidable:

cuartel general de las fuerzas que sitiaban a Guay mas; base de operaciones, ¡depósito de armas y apro visionamiento; Todo lo cual, bajo el excelente espí ritu administrativo y organizador de que el gene ral Alvarado dio siempre pruebas en cuanto tuvo a su mando directo, producía cierta impresión verdaderamente militar y en no pequeña escala. Por vez primera sentí allí el vigor armado de la Revolución Constitucionalista, y lo sentí al punto de que nada análogo habrf a de experimentar hasta conocer, andando el tiempo, los grandes campa mentos villistas de Chihuahua.

Alvarado nos recibió a bordo del vagón de carga que le servía de oficina. Su verba fácil e incon gruente, y su rápido teorizar sobre todas las cosas, me lo presentaron desde luego tal cual era. Y no dejaba de hacerme gracia —acostumbrado yo a tra tar militares de verdad— el choque constante en que vivían en él n aire de boticario de pueblo y sus enérgicas attitudes marciales. Sin embargo, era evidente que por debajo de aquella figura bullía el hombre dinámico, el hombre de talento fecundo en grandes destellos y capaz de grandes cosas, aunque invalidado por cierto desequilibrio entre su escasa continuidad de acción y su torren cial imaginación de hacer. También se conocía a primera vista que Alvarado era megalómano, pero megalómano honrado, es decir, de los que no

ocultan la megalomanía ni la disfrazan: tenía sobre nu escritorio un completo arsenal de fotografías suyas, en multitud de tamaños, posturas y formas; las había ele formato ‘imperial’’ y formato ‘‘visita’’, en tarjeta y sin ella, de uniforme y de paisano, de busto y de cuerpo entero, de kepis y sin kepis.

Hablar mucho de sí mismo era para él ocupación predilecta, que animaba y sostenía indefinidamen te y con brillo. Se atrincheraba, además —muy pecu liarmente—, detrás de sus anteojos, para disparar desde allí sobre el interlocutor andanadas de pala bras e ideas que subrayaba con gestos como de estu ¡ diante chino semieuropeizado. Su actividad mental

me produjo vértigo a los cinco minutos de cono cerlo. En cada veinte palabras esbozaba un propó sito que, puesto en obra, habría cambiado la faz del mundo. Su espíritu resolvía, en apariencia, la insoluble antinomia del genio y su contrario: a un tiempo era vidente e incomprensivo, a la vez sabía llegar de un salto a la intuición de la.s más pro fundas verdades y se quedaba en la superficie de los problemas más sencillos. Después, sometido a análisis su proceso de ideación, su genialidad se deshacía en humo, en mera corte;na de un pensar audaz, muy afirmativo sobre tinas cosas por sobra de ignorancia acerca de otras. En esto, el corte de

¡ Alvarado era obra de las mismas tijeras que el ¡ de los demás personajes revolucionarios que se auto-

investían de genios y hablaban de curar las peores dolencias patrias con una sola plumada (le su mano medio analfabeta.

En el carácter de Alvarado había muchos rasgos merecedores de respeto: su ansia vehemente de aprender, su sinceridad, su actitud grave ante la

¡ vida. Aquella tarde, iniciada apenas nuestra pláti ca, me agobió a preguntas acerca de los estudios

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universitarios; quiso saber quién era Antonio Caso. A menudo sonreía al hablar, pero sonreía con las capas inconscientes de su alma, fuera del radio luin iiioso cte las ideas. Un chascanfilo (jue i rerca]ó Hay, a propósito cte la batalla cte Santa María, no estinuló su regocijo hasta después de repetíesele el chiste dos veces. Y es cine ni la risa ni la sonrisa entraban en el esquema de sus nociones sino corno algo desnudo de objeto, o sin otro objeto que res tar utilidad al empleo de las horas. Para él la obra oculta en el empeño revolucionario era de tal mag nitud que no consentía el desperdicio de un ins tante ni de un pensamiento: el detalle más peque ño requería la a tención íntegra, la disposición más grave.

Esa tarde su sinceridad a cttió en pleno a cada palabra. Elogió, en lo que tenía de elogiable, la organización militar que estaba a su cargo, y la censuró en cuanto merecía censura. Se refirió a Obregón en términos que de seguro no habría dicho si no le nacieran desde lo más hondo. Y ya a punto de despedirnos resolvió, espontáneamente, regalarnos sendas fotografías suyas. Para esto nos miró en grupo a los tres —nos miró, abrillantados los ojos por eniginiltica sonrisa un tanto oriental—, y luego, consiclerándonos despacio, uno en pos de otro, dijo con llaneza:

—A ver: ¿cuál debo darle a cada quién?

En una de las de mayor formato estampó enorme firma y se la tendió a Miguel Alessio Robles. Otra, no tan grande, la firmó con cierta mesura y se la dio a Hay; y, por último, me alargó a mí, tras de escribir una pequeña firma cuidadosa, una de las más pequeñas y de menor aparato escénico. A su luicio, nos había calado, acababa de pesarnos, con los ojos, como en balanza de precisión.

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¿Iviolestó a Hay que Alvarado manifestara tener lo en menos que a Miguel A Robles? A mí me fue indiferente que in apreciase por debajo de los dos, pero en cambio me encantó aquel alarde de fnulqueza, tan grande que, a la verdad, pugnaba con la buena crianza. [

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RAMÓN E. ITURBE

El comedor de la casa del general Ramón E. Iturbe no mostraba, al llegar nosotros esa noche, nada del aparato tan común en las grandes ocasiones. Claro vi, con sólo entrar, que el jefe de las tropas revo lucionarias de Sinaloa era hombre sencillo y sobrio. La cena de bienvenida se nos ofrecía en una habi tación notable por su limpieza, arreglada con esme ro, pero en la cual todo se declaraba ajeno a la ostentación y al lujo. Una mesa amplia y blanca ocupaba la mayor parte del espacio de la sala —li mitado por cuatro paredes casi desnudas— y reco gía, lanzándolos después con mayor nitidez, los rayos de la lámpara pendiente del techo. Sobre el mantel, los brillos humildes de una vajilla

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pobre y las transparencias desiguales de vasos de diver sas formas alternaban con las manchas oscuras, como de palos de boliche en desorden, de las bote llas de cerveza.

El único ornato especial que se discernía entre todo aquello lo formaban varios ramos de flores puestos en jarritos bajos y dos hermosas granadas de 75 milímetros —dos de las últimamente quita das a las fuerzas huertistas enhiestas, como peque ñas columnas, en los focos ideales de la elipse en torno de la cual íbamos a sentarnos. La luz de la lámpara brnt largos rc-flcios en los (los enormes casquillos de cobre y abrillantaba la superficie roja de los proyectiles debajo de los faros diminutos que los rayos luminosos encendían sobre los anillos

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de las espoletas. ¡Lucecitas menores; todas meno res, pero simbólicas de la lucha y del triunfo! Su presencia nutría allí el aliento de la victoria. —pe netrante y contagioso como el desaliento de la derrota— y, sobre todo, nos hermanaba.

De las veinte o veinticinco personas que estába mos a la mesa, Ramón F. Iturbe —esto se compren día desde luego— era el de mayor importancia intrínseca, el dotado de más fuerte personalidad. Diéguez, Hay, Riveros, Alessio, yo y todos los demás entrábamos en la pintura como reflejos o esbozos, como elementos parciales de un conjunto superfi cial en claroscuro, Iturbe figuraba íntegro. Y figu raba no a fuerza de querer hacerse notar, sino al revés, contra todo empeño por inhihirse.

Iturbe hablaba poco y con •cautela. Su frase, resuelta a alcanzar el matiz de los pensamientos, seguía un trazo lento y sinuoso, tan sinuoso que al pronto se hubiese creído que buscaba disfrazar u ocultar el fondo de las ideas. La cultura de Itur be, pobrísima entonces, tenía la ventaja de presen tarlo libre de la salsa de repugnantes lugares comu nes en que nadaban los revolucionarios semileídos y farsantes. Se expresaba, además, con cierta timi dez, con el aire de humildad sincera de quien cre yese fácil caer en error y de antemano estuviese de

acuerdo en que se le enmendara la piana. Todo lo cual se traducía en su carácter a modo de con traste con otros rasgos: contraste entre su inseguri dad juvenil y su aplomo adquirido ya en la vida; entre su adolescencia espiritual y su madurez pre coz de alma, acentuada por su fe en sí mismo, por su profunda e íntima convicción de estar, Funda mentalmente, en lo cierto y lo justo.

Porque Iturbe era uno de los poqulsimos revo lucionarios que habían pensado por su cuenta el

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problema moral de la Revolución y que habíañ venido a ésta con la conciencia limpia. Aunque muy joven, su impulso revolucionario arrancaba más de la convicción que del entusiasmo. Y en él la convicción no se reducía, como en otros —los principales, los guiadores—, al ansia de crear un estado de cosas.., dócil al nnpel-io propio, sino al imperativo de obrar bien, de obrar moralmente, religiosamente. No en balde Iturbe era ci único general revolucionario que creía en Dios y ‘:que afirmaba sus creencias en voz alta, ya que en tono de estarse disculpando. Y eso sólo, creer en Dios, lo levantaba a gran altura sobre todos sus compañe ros de armas, casi siempre descreídos e ignorantes,

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bárbaros, audaces, sin ningún sentido de los valores huuianos y desconectados (le todas las fuentes —fal

sas o ciertas— originadoras de los impulsos hacia la virtud.

La extrema juventud y lo muy desmedrado del cuerpo hacían de Iturbe, al principio, un personaje de poco relieve. Él, por oit-a parte, acusaba con el desaliño del traje un descuido tan espont:ineo, una tan auténtica inatención por lo inmediatamente material y corpóreo, que se requería considerar dos o tres veces la totalidad de su persona para con vencerse de que aquello, lejos de ser defecto, era disposición de ánimo superior, indiferencia por lo que en el fondo no representaba valor ninguno definitivo, de igual manera que en los generales sonorenses era temprana manifestación de defectos,

y no de virtud, el inqnebrantable apego a los arreos militares m militaristas. Pero una vez bajo la

mirada escrutadora, Iturbe crecía rápidamente e iba dejando entrever por qué pertenecía al corto número de los que mandaban incluso cuando prac ticaba la obediencia.

Su temperamento reflexivo y maduro constituía la base de su personalidad, apuntaba hasta en los detalles más nimios. Esa noche, por falta de abri dores, hubo que destapar las botellas de cerveza al modo revolucionario: haciendo encajar el borde de la corcholata en el martillo de la pistola y apo yando ésta después contra el cuello de la botella para . que el tapón sal tara (le SU sitio. Quién más, quién menos, todos ‘los presentes efectuamos la operación con dejos de temeridad ostentosa, cual si los revólveres (el cartucho 38 6 44 frente a la aguja) fueran instrumentos inofensivos. Y es que entre nosotros no había quien no se creyera muy valiente o no se sintiera, ya muy hecho a jugarse la vida minuto a minuto. It no procedió así. flesenfundó la pistola con sencillez; la volvió cui dadosamente culata arriba; tomó la botella con la mano izquierda, y atento a que el cañón del arma apuntara en dirección del piso, o de la pared que le quedaba a la espalda, la hizo describir la curva supletoria de las funciones del abridor. Vién dole tal aspecto, no se habría creído que se i.ratara del nusino hombre que a la hora del combate, )‘ siempre que el arriesgar la vida tenía un senti do, se olvidaba de ponerle cortapisas al valor, según acababa de demostrarlo durante el ataque y la toma de Culiacán. [

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Nncstros paseos salíamos hacerlos en carretela, invitados por el general Iturbe. Culiacán se nos ofrecía entonces —tal al menos se me figuraba a mí, al observar la mirada gozosa, tranquila, con que Iturbe lo abarcaba todo— como premio de un lar go esfuerzo. Sitj duda que la victoria final de la

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Revolución quedaba aún muy distante — apenas si estábamos en los comienzos de la lucha—; pero ¿cómo no oir el secreto sentimiento, o presenti miento, de esa hora: la convicción de que pasear así por la ciudad recientemente conquistada equi valía a sellar y saborear el triunfo de una etapa?

El carruaje, de muy buenos muelles y excelente tiro, rodaba blando sobre la húmeda tierra de las calles principales. En seguida, agotado el centro, daba tumbos —tumbos en

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que las sopandas nos mecían como en columpio— entre el lodo y los charcos de los barrios extremos. Y de esa manera visitábamos hasta los sitios más recónditos y nimia mente discutíamos los detalles de cuanto desfila ha ante nuestros ojos. Porque como íbamos siém pre a un paso que resultaba desproporcionado con las dimensiones de la ciudad, había que pasar y repasar por unos mismos lugares para que la distracción durase.

Iturbe, no sé si por hábito propio o por seguir alguna costumbre sinaloense, no daba instruccio nes generales al cochero en el momento de partir, sino que iba señalando, conforme avanzábamos, el camino que había de seguirse. Minuto a minuto decía: “A la derecha”, “A la izquierda”, “Para atrás”, “Por el puente”, “Hacia la capilla”. Y si la necesidad de comunicar una de estas órdenes lo sorprendía hablando, en el instante preciso que braba la frase, se dirigía al cochero y a continua ción terminaba, sin tropiezo alguno, la oración interrumpida. Era un arte peculiarísimo, que a mí me interesaba como gimnástica propia para ense ñar a la atención a desdoblarse de modo continuo, con eficacia paralela, en dos cauces simultáneos aunque divergentes. En un principio sólo me divir tió; pero después traté de practicarlo por mi cuen

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ta, participando de lleno en la conversación y, a la vez, analizando la lógica que Iturbe ponía en el itinerario.

* * *

En la monotonía de tales paseos lo grato pare cía provenir, más que de cualquier otra cosa, de la espirituosidad, como de champaña, que impregna ba el aire, virtud que nos predisponía a mirarlo todo con ojos inteligentes, simpatizantes. Pero apar tes de eso, había dos digresiones que a mí se me antojaban de grande interés: una, el tránsito por el puente del río Tasnazula; otra, el indispensable alto al pie del cerro en cuya cima lucían blancas, enjalbegadas, humildes, las paredes de la capillita.

El l puente sobre las aguas del río, azules y poco profundas, estaba dotado de la secreta vir tud de abrir horizontes a las almas contemplado ras. Era tosco, feo, inartístico, pero nos ofrecía siempre cierta fresca novedad, y si no él, lo que de él dimanaba: el paisaje, no muy rico en el fondo, que era su atmósfera. Más tardábamos en entrar en él que en sentirnos trasladados a otro plano,

como si se tratara de un templo, de un recinto des-

tinado al recogimiento espiritual. Lentamente, al paso de las bestias, se movía nuestro coche por entre las dos rojas arcadas de hierro, cuyas sinuosas líneas paralelas se precipitaban, como a brincos, de una a otra banda. Generalmente pasábamos por allí al atardecer, a la hora en que las diferencias máxi mas, los valores individuales, próximos a borrarse

en la sombra, se aguzan. El golpe de las pezuñas

sacaba sonoridades del piso de madera, apoyado en los tirantes de los arcos, y el hueco resonar de las tablas hacía brotar a un flanco y otro armónicos

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metálicos que venían a formar una rara música compuesta de tres fajas: la densa y ancha de la madera, las claras y brillantes del acero. Aquella música me hacía mirar hacia lo alto, hacia el hori zonte, y me daba el contacto de lo cercano y lo remoto: veía enrojecerse el Sol; veía al puente, como eje de cielo y tierra —de un cielo donde los fulgores de acero comenzaban a teñirse en san gre—, partir el Universo en dos perspectivas con trastadas. Abajo, en la tierra, esas dos perspectivas eran tan pequeñas y modestas que su existencia parecía reducirse a mera aspiración, a mero aca tamiento de las de arriba. Eran, de una parte, el caserío de la ciudad en torno de las blancas torres de su mayor iglesia —casitas bajas, pobres, tristes—; de la parte contraria, las avanzadas del campo, tupi do de vegetación, casi selvático: apretado de male za, invadido a trechos por cañaverales, sembrado aquí y allá de macizos de árboles corpulentos y enhiestos.

* *

Al pie del cerro de la Capilla el interés de nues tros paseos radicaba en circunstancias de orden bien distinto. Aquí, necesariamente, volvía yo a pensar en el sentido espiritual de la Revolu ción, a empeñarme en entrever, mediante el dato directo de la conducta cotidiana de los hombres con quienes andaba, el nuevo término a que llega ría el alma nacional, si llegaba a alguno, a conse cuencia de la lucha que estaba envolviéndonos y arrastrándonos; y esto porque lo que presenciaba yo con sólo llegar frente al cerro, merecía consi derarse, dado el tono dominante entre los espíri tus revolucionarios directores, como algo tan de excepción que acaso pareciera inaudito.

Nos apeábamos del coche entre materiales de albañilería; piedras, ladrillos, arena, cal. Iturbe se alejaba un poco de nosotros; hablaba con el maestro de obras; pasaba revista a lo que se había hecho ese día; preguntaba por lo que se haría al día siguiente, y por último, ya de nuevo a nuestro lado, nos enteraba en detalle de la marcha de aquel proyecto suyo. La primera vez que estuvimos allí, nos dijo:

—Un día —de esto hace ya mucho tiempo, aún andaba yo a salto de mata por el monte— hice pro mesa de construir, tan pronto como Culiacán caye ra en mis manos, una escalinata que subiese desde lo más bajo del cerro hasta la puerta de la capilla. Ahora, según ustedes lo ven, estoy cumpliendo esa manda.

Nos decía esto Iturbe, fija la vista no en nues tros ojos, sino en el pequeño santuario del cerro, y pronunciando la parte final de la última frase

con firmeza un tanto fingida, como si quisiera, gracias al tono, dejar liquidado el punto —un pun to indiscutible y personallsimo—. Pero a despecho de todas estas precauciones, su voz arrastraba las palabras más inseguramente que de costumbre

y, pese a los esfuerzos por aparecer con el mismo carácter de siempre, no lograba velar por comple to la inquietud. Se notaba, entre sílaba y sílaba,

que Iturbe temía ser mal comprendido o mal juz gado por su religiosidad; si bien su temor, aunque bastante grande para asomarle al rostro, nada podía contra los actos. Iturbe se ruborizaba de que sus compañeros de armas o de ideales políticos lo vie ran entregado a construir, por mero impulso reli gioso, como simple acto de fe en la potencia divi na, la escalinata de una iglesia; pero, contra todo rubor, la construía.

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M h: .1..-..

Aquel detalle pintaba al general Iturbe de cuer po entero. Lo pintaba, salvo para unos cuantos imbéciles, con líneas y colores favorahi lísinlos. Por— (j era un hecho (J tic muy pocos se habían atievi do entoitres a confesar en públ;co SUS (:reellcias reli giosas, en el supuesto de tenerlas o conocerlas. El ambiente y el monier tO otorgaban prima a los descreídos. Más todavía: el deber oficial casi man daba, o daba por hecho, negar a Dios. Don Venus tiano, que con la mitad de su persona soñaba en parecerse a don Porfirio, soñaba más aún, con la mitad restante, en parecerse a Juárez. De ahí su afición a represelutar c papel de gran patricio en las ciudades t ion erizas, lo cual no pasaba de ser a copia de lo que al Beue:nérit ti le impulso la uieeesttlrud, y de ahí unnhién otras ilnhtaciones, éstas menos (leJetudi bIes, como el establecimiento (le la Ley de 5 (le enero, en cuyo nombre se cometían, pese a no ser Carranza propenso a matar, asesina tos incalificables. En punto a política religiosa, la inclinación del Primer jefe a ganarse determinado pedestal en la Historia marcaba el paso: quienes lo scguíalno:;, o palecía seguirlo, nos j actába— IDOS (le Uli j acobinisnio, (le un refonnismo (le cdi ¡nieva y contenido mayor.

El caso (le 1 turbe, empero, (Otilo el (le otros cuantos, era diferente. Él —-entonces católico, des pués espiritista— se movía en las cosas del alma a impulsos de su personalidad propia, no arrastra do por la personalidad de los derná e iba afir mándose, imponiéndose hasta lograr el respeto: en esto, lo mismo que en lo militar. En lo militar acababa (le hacerle ver a Obregón (lite no hurtaba la jerarquía (le general del Ej érci lo Constituciona— lista: ¡urbe sabía niatula disponer, obrar y triun far, según lo demostró multitud de veces durante.

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el ataque a esa misma ciudad donde ahora estába mos. Nadie, en efecto, ignoxaba que en la toma de Culiacán — -aparte la jefatura de Alvaro Obregón—- había habido un heroísmo tranquilo y de autén tico linaje guerrero: el de Cte taro Garnietidia; una bizarra tenacidad: la de 1 )iéguez; y, descollando sobre todo, una md iseutibie ca teidad de jefe -—de jefe valeroso—: la de Iturbe. Después de la bata lla, a Obregón le faltaron elogios para exaltar la conducta del joven general de Sinaloa.

Otro tanto ocurría en el orden civil —al menos en lo referente a la conducta del individuo—. Frente a la masa de los resol uueionarios serviles, qn a ya eiiipezaha a espesa rse y a deslindar su canu— p Iturbe, ignorándolo quizá, Se erigía, col! sólo ma ntenerse leal a su fe religiosa, en ejemplo de independencia: no escondía sus sentimientos, no renunciaba a sus ideas ni a su carácter.

‘! * *

Cuando, años después, lic vuelto a Culiacán, no siempre he con segn i do revivir, haj o el influjo evo cativo de las odIes o de los paisajes del contorno, las in presiones ji i la emoción que recibí al pasar por ui en los d fas (le nl isa ml anzas de rel )elde.

Pero una cosa no be dejado nunca (le vol ver a encontrar tan viva (01110 c la primera tarde: la

disposición de ánimo que me provocaba el ver constrnir los escalones por donde subirían después los fieles de la capilla de Guadalupe. De pie ante el cerro, atenta a los recuerdos la memoria, siem

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pre han retornado a mí las imágenes (le entonces y su h u’eiIa coumovedora; he vuelto a sentir el estre meui, de honda sjnlpíllía, aunque ajena a luis reencias, por el general revolucionario que 1-eco—

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nocía en público su voto religioso y llevaba en el alma toda la ci teteza indispensable paus obrar así. Vivíamos tiempos mejores: el caudal (le la Revo lución rodaba sus aguas con mucha de la trans parencia de su origen; no lo enturbiaban aún del todo la ambición, la codicia, la desleifitad, la cobar día. A riesgo de romper con los hombres, cumplía Iturbe la ofejia hecha a su Dios y empleaba en eso sus reclusos oficiales. Un contraste pone de relieve la calidad de aquel acto suyo: c Cliihuja!nja, meses después, se nonibrai-ía entre-aplausos y risas, por lucro decreto de las armas cje la Revolución, un obispo católico, y a las pocas semánas se harían en Monterrey fusilamientos de imágenes de santos.

MANUEL M. DIÉGUEZ

[ Otras veces no era Iturbe, sino Diéguez, quien nos invitaba a recorrer la ciudad, si bien en tales casos, más que a la ciudad misma, nos dedicába mos a los alrededores, de preferencia a los sitios que habían sido poco antes escenario de los com bates con las tropas de Huerta. Para esos paseos renunciaba yo por unas horas a mis pantalones y sombrero comunes y corrientes —de revoluciona rio civil— y recurría a los breechcs de caqui, a las polainas de cuero de cerdo y al sombrero tejano de alas y copa un tanto vergonzantes.

-

El general I)iégtiez teñía nuestro grupo con un intenso color de jovialidad. Vestido todo de blan

co —salvo los zapatos y las polainas, que llevaba

de cuero negro, como la mayoría de los jefes y of i

ciales de sus fuerzas—, venía en nuestra busca risue

ño y hablador. Y apenas echábamos a andar, daba

señales de ir poniendo tenso para el resto ( día

3 —llegaba por nosotros en las primeras horas de la

maflauta— el hilo de la plática. Su cutis oscuro,

requemado por el sol, se plegaba en multitud de

arrugas precoces conforme crecía la animación (le la charta, charla que en gran parte era sólo suya; y sus palabras, gracias al influjo de una honda simpatía personal, nos absorbían, nos arrancaban al paso sin brío de nuestros caballos, mientras no nos parábamos a observar, por indicaciones de él, algún detalle del camino.

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Sus comentarios lo revelaban ingenuo; sus pre guntas, cándido. Había en su teniperameuto cierto impulso afectuoso que de rato en rato ‘e hacía iucl u lar la ca va, al

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tiempo t!ue hablaba, hacia sus ii,Itei’loc Fui øuces la fu ( (leí Oyente (les— cubría de cerca, en el C51 ert;írulo que era el rosi lo del general, una nueva versión de lo cine éste venía diciendo, o una versión complementaria. 1-lacían polígonos de elocuencia, en torno de dos ojos como de gato, las resquebrajaduras de la piel. U11 bigo te muy varonil vibrab al soplo de las palabras y (le] aba entrever, y cubría de nuevo, los amari llentos brillos de la dentadura, Y aun solía quien escuchaba, mirando con mayor fijeza, distraer la. atención puesta en el siglilicado (le las fiases y dejarla ai’rasl ra P°’ las peclllaYi tules fisonó— inicas que se le colocaban delal’ te: por el rayo (le sol ipie, al soslayo, entraba por las córneas de los ojos del general y salía (le ellas enriquecido con las tonalidades del iris; por la multitud de punti llos negros, como rociada de pólvora, que se espar cían sobre aquel rostro franco, hecho a la vez en armonía y contraste co la albura del uniforme que bajaba lustroso y cerrado desde el cuello.

¿había ilguui relación entre esos pum itos Ile— gros y l: costumbre y aroma que ei’in (le i)iégnez característicos? Yo, ta pronto como inc le acer caba, me complacía en creerlo así, para lo cual

-—-acaso contra toda evidencia— pie ciaba :i elabo rar las más extrañas teorías dermatológicas. Por que el general Diéguez olía siempre a café: no al café que se está tostando o moliendo, sino a un café antonomástico, simbólico de sí mismo, eterno. Y tal

perfume se (‘X})lic:Lba en él por la costumbre suya de beber café a todas lloras: en su casa, en la ofi cina, en .canipaiia.1 levaba collst:Intciiuelte, suspen

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dido de una correa que le bajaba del hombro dere

cho a la cadera izquierda, un frasco pequeño, cha to, forrado de piel, en el que no faltaba nunca la cantidad (le extracto necesaria ivtr:l el día. l)e cuando en cuando •—auicouiscienteinente a veces, como juien sin darse cuenta saca un cigarro del bolsillo y lo enciende— cogía el frasco cori la mano izquierda, lo destapaba y se lo llevaba a los labios para dar rápido sorbo. Luego, mientras volvía el frasco a su sitio, chascaba dos o tres veces la len gua y se relamía, revelando, por muchos indicios,

haber entrado de nuevo en su ser, haber recon quistado su naturaleza. De este nuot el café —cine era su tabco, su coca, su droga excitante y vital— lo enía saturado desde la Irene hasta las uñas. Más aún: el tinte p copio de s substancia predi lecta lo recubría de una pátina de extraño matiz

—-con remusgos más oscuros hacia el borde de los labios y las cot usuras de la boca—, el cual, al con centrársele en los poros del cutis y formar así una infinidad de grumos negros, le salpicaba el rostro.

t * *

i)iégucz i’iO haría nunca gala (le valiente, p stis malicias recordaban al militar. o era Jan— farróu, no era farsante. lira modesti’sno en la importancia que cOi).cedía a sus cualidades guerre ras; y quizá por eso mismo gustaba a fondo del ejercicio de las armas, a que lo habían arrastrado sus ideales políticos. La primera vez que salimos acompaflándolo, se empeñé en recorrer los parajes donde poco antes se libraran, los reencuentros de la toma de Culiac y nos clescri hió las cosas

con t lujo (le detalles, (Ile no parecía que a él le hubiese correspondido desenupeflar entonces sólo

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un papel subalterno, aunque distinguidisimo, sino el de general en jefe y, a la ve; el de cada uno de los oficiales y soldados que se batieron. Desde la junta de generales y jefes celebrada en el Pal mito para acordar -el plan de ataque, hasta la irrupción de las fuerzas de Blanco en la ciudad la madrugada siguiente a la noche en que huye ron los federales, no había circunstancia que él ignorase o callase. Y hacia el relato de la batalla con estilo rico en colores y observaciones concre tas; no en el -lenguaje seco de quien sólo se inte resara por lo militar. Hablaba con los ojos y el corazón abiertos a lo expresivo tanto como a lo técnico, haciendo brotar del fondo de lo mar cial las visiones que le habían parecido patéticas o cómicas. Las patéticas, es cierto, no las lloraba, así las impregnase de emoción, de emoción visible en el fulgor de los ojos; las otras las reía cordial mente.

—Porque de todo hubo —decía— en la toma de este pueblo de Culiacán, como de todo hay siem pre en cualquier combate si los ojos lo saben ver. ¿Gracioso entre lo gracioso? La espantada del mayor Alfredo Breceda durante una de las falsas alarmas a que dieron lugar los movimientos del enemigo antes que empezáramos a dominarlo.

Y nos contaba el episodio. Breceda (en otra parte he consignado este curioso hecho de armas tal cual me lo relataron los capitanes dc ensueño) se había incorporado en aquellos días a las tropas sinaloenses ansioso de combatir y cubrirse de glo ria. A la estrella que ya decoraba su sombrero de mayor —y que, al decir unánime, se debía a méri tos no precisamente catalogables entre los de cam paña— quería añadir otra estrella más, dos acaso, é sí puras y refulgentes desde el origen.

Semejante aspiración, noble en un todo, ¿habría podido no parecer plausible? El mayor Breceda

-fue objeto de la simpatía general y probó el gozo de verse alentado por sus compañeros y superiores- Se le ayudó, se le distinguió. Obregón mismo, a fin sin duda de darle amplias oportunidades desde el principio, resolvió tomarlo bajo su mano:

se hizo acompañar de él, como si fuera uno de los oficiales preferidos, mientras anduvo recono ciendo las posiciones de los federales

En aquella empresa mucho del éxito iba a depen der, naturalmente, de la calidad de las armas. Breceda lo sabía bien, y, atento al logro, llegó provisto de buen número de ellas: todas nuevas, todas finísimas, todas pulidas y a punto. En esto de armarse fue tan prolijo que no se olvidó ni de la cocina de campaña: la que trajo podía competir, por su belleza y eficacia, con todo lo otro. Era un aparato de última invención, ultrasimple, ultrarrápido, en el cual lo mismo se pasaba por agua un par de huevos, dándoles la sazón exacta de los dos o los tres minutos, que se asaba un pavo o se ponía el dorado más uniforme a la costra azucarada de un flan.

Las bellas cualidades de sus armas fueron para Breceda, en los días previos al ataque, fuente de no escaso renombre. Sus rifles y pistolas conocie ron la fama antes de disparar; su equipo inquie tó a los curiosos del campamento. La cocinilla sobre todo —aquella cocinilla a la que tantas satisfacciones debían de ir anejas, y que hacía pen sar en

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la máxima de que el soldado bien alimen tado y bien curado es el de las victorias— no cesó de atraer el cumplido, el elogio y el halago hacia quien con tanto orgullo la exhibía.

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Por desgracia, las cosas cambiaron de aspecto cuando de los preparativos del ataque se pasó al ataque co toda su fuerza: cuando la acción bélica relegó al olvido cuanto no fuera guerrear, incluso el supremo y más prometedor de los artes culinarios. El mayor Breceda empezó entonces a perder el sentido preciso de sus armas; no acertó a servirse de ellas con claro juicio, pese a la per fección de los rifles y las pistolas —perfecdón que, como visual que va del alza a la mira, estaba apuntando al blanco, al objeto—, antes cayó en error. Y así fue como una mañana, al intentar los federales una, salida por la parte del ferro carril, Breced a, con su cocinilla en hombros

—como si ella fuese el ‘mis precioso de los ú lles militares—, emprendió la carrera. Magnífica carre ra, digna -—cuando la contaban quienes de cerca la presenciaron— de todo un cantar épico; carrera con altos, con invocaciones, con ritmo trascen dente. El general Diéguez la hacía vivir con su elocuencia risueña, aunque no cruel, y le conlu nicaba cierto sabor cadencioso, melódico, €01110 de romance de ciego, intercalando de etapa Ci) etapa este estribillo:

—1-lasta Navolato no pararon el mayor Breceda y su cocina.

Y a lo último añadía, como para disculparse de su poca caridad.

—Y no es que los denn nos hayamos portado como héroes. No había cómo ni por qné. La tal salida no valía la pena de que nos moviéramos. Nuestros soldados se replegaron unos cuantos pasos sin dejar de combatir... Pero el mayor Breceda, armado de su cocina, no paró hasta Navolato.

* * *

Ya en los cerros, la charla de Diéguez cobraba tollo muy distinto. Recorríamos de un extremo a otro el lomerío en que se prolonga el cerro de la Capilla. Descubríamos restos de las trincheras construidas por los federales. Nos niovíamos bajo lrholes (le ro in ls desgajar as 1)0 el f c’go de los cañones, entre pedazos de proyectiles, sobre rastros (le sangre. Y a la vista (le todo aqu ello el general Diéguez se enardecía en el recuerdo como semanas antes en el combate. Nos hablaba de sus batallo nes 49 y 50 como de dos entidades dotadas de alma, como de dos adalides en ci momento de ases tar los n’i:ís tremendos golpes. Nos hacía asistir, cosi lucidez extraordinaria, al asalto de los dos fortines: el que fue tomado por el 40, el que cayó en poder del 59, y cuya resistencia mantuvo en jaque con diversas alternativas, por más de treinta y seis horas, a las fuerzas que los atacaban.

Pero al llegar a este punto de su relato, Diéguez dejaba siempre fuera su actuación personal, bri lla nte como había sido, para. que el sitio lo ocupa— ra otros. Alababa Li conducta de sus subordi nados, la del mayor Calderón, la del mayor Ríos, y evocaba, trémulo, la bizarría de Gustavo Garmendia. Porque fue allí, junto a una de aque llas rudimentarias defensas (le ladrillo, donde Garmendia tropezó con la muerte.

—Venía como los bravos--- decía Diéguiez---: a la cabeza cte sus ho y seguro del triunfo. Estaba a unos cuantos metros del fortín; los defensores flaqueaban visiblemente. Entonces él, para abre viar la lucha, se lanzó al asalto; pero, atleta hasta el final, salvó cte unos cuantos brincos el espacio que lo separaba (le la posición enemiga y llegó

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a ella solo, o casi solo... Una bala le alcanzó la pierna al saltar sobre el parapeto. . . Murió en las angarillas que le improvisaron con unas cuan tas ramas

JUAN CARRASCO

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Mucho tiempo después habrían de contarme, a propósito del general Juan Cari-asco, la graciosa salida suya que me lo hizo simpático para siempre. (Viniendo una vez de Guadalajara a México, un oficial de su estado mayor le preguntó, al pasar el tren sobre el puente del río Lerma: “ río es éste, mi general?” A lo que Carrasco respon

• dió: “Este, hijo, es el río Grande. Lo llaman así porque se le cuenta entre los muy muy enormes

del mundo. Según creo yo, sólo el Mesesipe le supera.”) Pero la verdad es que ya entonces me interesaba el guerrillero sinaloense como tipo representativo de uno de los aspectos de la Revo lución.

Por aquellos días su nombre sonaba a menudo cerca de nosotros. Aparte de sus acciones guerre ras, no había quien no hablara en Culiacán de

los entusiasmos prolongadísimos con que celebraba él los últimos triunfos revolucionarios, muy en particular el de la toma de la capital del estado por nuestras fuerzas. Cierta mañana lo vi pasear por las principales calles en entera concordancia con lo que de él se decía. Iba en carroza abierta, terciada la carabina a la espalda, cruzado de cana nas el pecho y acompañado de varios oficiales masculinos y uno femenino y notorio: la famosa

Güera Carrasco. Detrás del coche, a la buena usanza sinaloense, una charanga hasta de cuatro

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o cinco músicos se afanaba por seguir el paso de los caballos, sin d por ello reposo a ios ins trumentos. Y lo más curioso era que los miembros de la murga, visiblemente rendidos por el doble ejercicio, mostraban menos fatiga que el séquito y el general. El contraste me impresionó y inc hizo detenerme para mirar más a mis anchas el espec táculo y sus personajes.

De éstos, sin duda, el central era Carrasco. Con su esbeltísimo talle, con su cabeza diminuta y su rostro broncíneo, de facciones angulosas, su gran figura dominaba la

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escena. La Güera —se com prendía en seguida— se esforzaba a su vez por ocupar sitio y llamar la atención; pero en este punto Carrasco -la traía hecha añicos. Él, pese al cansancio que parecía doblegarlo —y sin preten derlo ni saberlo quizá—, acaparaba las miradas del público: todos se volvían a ver su cara partida en dos por la línea negra del mugriento barbi quejo y velada a medias por el ala ohlicua del sombrero, puesto con garbo.

Con éste —dijo a mi lado una voz— son tres los días que mi general Carrasco lleva así.

— —inquirí volviéndome, deseoso de saber

más.

—Tres con sus noches —me respondieron—. En lo cual, si hay pecado, más va por el poco tiempo que por el mucho. ¿Ve usted cómo anda ya mi general a estas horas? Pues le quedan aún cinco o seis días de horizonte risueño. Ahora, que no es de día, sino de noche, cuando el verlo da gusto.

—Y ¿por qué de noche?

—jAhi porque entonces se le juntan sus spldados.

* * *

Esa noche misma, sonadas las diez, me propuse asistir a lo que el desconocido había ponderado

tanto en la mañana. Dejé a Miguel Alessio Robles preparando el discurso que diría al día siguiente ante la tumba de Garmendia, y me eché a la calle en busca de la parranda de Carrasco y su tropa.

A semejante hora, en el Culiacán de aquellos días, era insólito encontrar gente por las calles. Apenas si en la proximidad del mercado se veía discurrir a unos cuantos trasnochadores en busca del clásico plato (le pollo, servido a la luz humosa de velones y linternas. Era ci Culiacán desierto de los días siguientes al sido; el de las casas abando nadas; el de las tiendas vacías por el saqueo doble

—saqueo de los federales al emprender la fuga; saqueo nuestro al entrar, urgidos también nosotros por las necesidades terribles de cada minuto—. Y la desolación, pavorosa en el día, pero semioculta entonces bajo el manto admirable de una natura leza rica y desbordante en pleno invierno, se alzaba durante la noche, del fondo mismo de las sombras, invisible y real, imponderable e inmediata. Bastaba el recorrido de unas cuantas calles para perder las nociones diurnas, para sentirse vagando en el inte rior de un cuerpo a quien el alma hubiese sido arrancada, para escuchar, como venido de lo más hondo del enorme ser muerto, el latir de las pro pias arterias, allí brújula única, contacto único con lo vivo. En medio de la más completa soledad del campo o de la montaña siempre se oye de noche, o se presiente, una palpitación vital; en medio de la ciudad en ruinas las tinieblas son lo más cercano al desvanecimiento del último soplo en la nada. Aun los súbitos fulgores de vida se desnudan enton ces de su apariencia auténtica, se vacían de su con tenido: el perro famélico que pasa de pronto, pasa como el espectro del perro; la voz lejana nos hiere como un eco —con la mortal deshumanización de

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la voz en el eco—; el bulto que boga un instante en el espacio iluminado bajo el remoto farol es el aparecido del bulto, participa de la inconsistencia de lo plano, carece de su tercera dimensión. Y una imagen se agita entonces en la memoria, se apode ra del espíritu y le comunica su estremecimiento:

se ve a Eneas abrazando en vano la sombra de Anquises bañada en lágrimas que no mojan.

Prendido a aquellas imágenes lúgubres ambulé más de una hora por las calles solitarias, oscuras, y al paso que me alejaba del centro, las tinieblas se hacían más hondas, el silencio más mate. Llegó un momento en que me perdí, y un rato anduve a tientas. Luego un fugaz resplandor lejano me sirvió de norte, y poco después empecé a seguir, a grandes rasgos, las someras indicaciones de mi sentido de orientación, ya con ánimo de retirarme a casa. Porque mi largo caminar acabó por anto járseme inútil y desprovisto de sano propósito. A lo mejor, el holgorio nocturno de Carrasco y sus tro pas era mera invención del desconocido de la mañana.

Eso pensaba yo cuando oí, tamizado por la oscu ridad, un levísimo rumor de voces. Se le sentía venir de la parte hacia donde yo caminaba. .. Seguí andando... A los pocos pasos escuché varias deto naciones que dominaron aquel rumor, ya más pró ximo, pero aún confuso, zumbante. Me detuve. No se veía nada: la negrura de la sombra me tocaba el rostro. Los disparos, a juzgar por la opacidad de las detonaciones, se habían producido dentro de una casa. Su sucesión había sido uniforme y rapi dísima. “De una misma pistola —me dije— y de una misma mano”. Y esperé quieto.

El rumor de las voces no cesaba. A poco, otra serie de detonaciones —ésta también regular y rápi

da— volvió a cubrir los demás ruidos. Eran dispa ros de otro calibre . . - Las voces, como ola que sube, arreciaron entonces y se enhebraron en un grito agudo, carcajeante, que tras varias notas gutu rales —seguidas, menuditas— se ensanchó en un ¡ay! casi sin aliento y vino a terminar en una expre sión ronca y obscena... Aquello me hizo com prender: eran Carrasco y su gente. Y entonces me dispuse a oír con toda la concentración que nos embarga en las sombras.

Para mi oído, ya que no para mis ojos, el grito acababa de señalar el punto de donde habían par tido las detonaciones. La casa de los disparos esta ba en la accra por donde iba yo, probablemente a doscientos o trescientos pasos. Vacilé un punto sobre lo que me convenía hacer. ¿Me acercaba más a la casa? ¿Retrocedía? Por lo pronto resolví cru zar hacia la accra de enfrente, y, al hacerlo, descu brí que por ese sitio la calle venía a convertirse en lodazal, más que en lodazal, en río de fango que se tragaba mis pies hasta el tobillo. Así y todo, anduve poco a poco, y después de marearme varias veces con el vértigo de la sombra, logré tocar la pared opuesta. Allí, me pareció, no había acera: el mar de lodo llegaba hasta fundir su negro profun do con el tono pardo, discernible apenas, de los muros de las casas. Era un disparate seguir andan do en tales condiciones; pero como no se veía gota, resultaba quimérica la busca de mejor sendero. Por allí continué.

Según me aproximaba al lugar de la detonacio nes y el grito, las voces —no menos confusas que antes, no menos indescifrables— ganaban en volu men. “Deben de ser

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muchos”, iba yo diciéndome, cuando tropecé con algo —al parecer con las pier nas de un cuerpo recostado contra la pared— y me

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fui de bruces hacia el lodo. Pero al extender los brazos en el curso de la caída, mis manos, abiertas en anticipación del suelo, dieron milagrosamente en la ropa de otro cuerpo, al que me agarré. Este segundo cuerpo estaba a pie firme, Según noté en segnida, y fue a sus piernas a lo que me man tuve asido mientras mis rodillas se posaban en el lodo con fresca blandura. Mi salvador invisible pitreció entender lo que me pasaba, pues sentí una mano fuerte que me cogía por una axila, que me ayu daba a enderezarme y que, por último, me soltaba un instante para convertirse en brazo echado sobre mis hombros, brazo cariñoso, brazo que me api-e taba el cuello con inesperado afecto, sensación que se desvaneció en mí en el acto para resolverse en la de un olor Ji um ano desagraclabilísimo y a vuel tas con el tufo del mezcal. Entonces hice un vigo roso movimiento por soltarme de aquel cuerpo que se me juntaba; pero como el brazo me sujetó con mayor fuerza, y al mismo tiempo una puerta de la acera de enfrente dejó escapar un rayo de luz, me torné inmóvil. El que me abrazaba dijo:

—rAnda, pos y que te me queres ir?

La luz de la puerta nos estaba dando (le soslayo. Quise ver quién ¡nc tenía cogido y levanté la vista. Mi apresador era un soldado andrajoso. El sonr brero, de palma, le caía hasta media nariz, al grado de que el ala, ancha y colgánte, venía a tocar el cuello de una botella que tenía él empuñada con la otra mano y apoyada, por el fondo, en el ángu lo que las dos cananas le hacían sobre la camisa mugrienta. Muchos sombreros como el suyo ilumi naba en aquel momento el estrecho paralelogramo de luz vaciado en la calle por la puerta a medio abrir, y a un lado y otro del espacio luminoso -—en la penumbra primero, luego en los con fi oes de las

tinieblas— se perfilaban sobre una masa informe mus y más sombreros del mismo tipo. Imposible calcular su núniero igual podían ser doscientos que cuatrocientos o un millar; pero mientras lo consideraba yo, vi tanibién, por encima de toda aquella muchedumbre, que bajo la horca lui iii lo Sa de la puerta salían a la calle varias figuras de hombres, entre ellas una de silueta alta e incon fundible: era Carrasco La puerta se cerró.

La oscuridad me cegaba ahora más que antes. La multitud, en cambio, gracias a la acción de un ¡suevo sentido, se volvió para mí muís perceptible. Dentro de su perinsetco, que yo no veía, pero que sentía, se forinó un al ala de unidad colectiva: la inuclieduin Inc se i i y coiiieai,’ a agitarse corno un cuerpo soio, eiiipezó a ondular, a mecer-

se, a haynbotearse, todo en el corazón de un ruido espeso y opaco. Porque persistía, bajo e impreciso, el rumor de las voces como antes; los movimien tos, o se acordaban espontáneamente, o ahogaban sus choques en el colchón de lodo. Pero el temblor que sometía ahora el total de la masa a una sola voluntad era evidente: uno como fluido corría de cuerpo en cuerpo. Se esbozó primero una onda hacia la parte donde estábamos yo y el bruto que loe sujetaba cada vez con mus fuerza. Luego la ola refluyó. Luego me di cuenta de que se iniciaba un avance lento: tan leve que, más que avanzar, revelaba la intención previa de avanzar.

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Conforme nos movíamos, noté que poco a poco iban surgiendo, a espaldas del grupo formado por mí y quien me asía, y a ambos lados, otros grupos que nos apretaban y empujaban. Eran parejas, como la nuestra, o racimos de tres, de cuatro, de

seis hombres enlazados entre sí. De nuevo intenté escapa esta vez casi con furia; mas mi compañero,

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con presteza de músculos muy superior a la mía, mc apretó e! cuello. Para ‘ni la lucha resultaba difícil, imposible, porque él pasaba entonces por el estado en que la embriaguez hace suprema la agilidad precisa de los movimientos, y, además, porque era grande y fuerte. Mi nuevo forcejeo le provocó una risita baja, orgullosa y contenida, aunque reveladora de todo menos de maldad. Aquello, por lo visto, le divertía. Poco a poco fue acercándome a la cara, sin duda para demostrar me su actitud benévola, la mano con que tenía cogida la botella: sentí contra mis labios el extre mo frío y pegajoso de la boca de vidrio y por dos o tres segundos me escurrió sobre el pecho el mez cal. Luego apartó de mi la botella y, fraternal mente, bebió él a grandes tragos.

La mole humana que formábamos se movía, mientras tanto, hacia el extremo de la calle. Unas siluetas altas, como de jinetes, parecían constituir el centro en torno del cual se insinuaba nuestro remolino. La más alta de ellas debía de ser la de Carrasco. De tarde en tarde bajaban desde allí voces con entonación de autoridad, aunque para mí inar ticuladas, indistintas, como todas las otras; pues

—cosa rara, fantástica— en medio de tan grande rebaño de gente no había logrado oír, hasta enton ces, otras palabras inteligibles que las que dijo al principio el hombre que me tenía preso. La expre sión de aquella multitud no rebasaba los susurros, los murmullos: murmullos de canciones, susurros de frases. Sólo a ratos un grito estridente lo domi naba todo: luego el zumbido de colmena recobraba su tenebroso imperio. A veces también, las rápidas series de los fogonazos de las pistolas nos envol vían en un resplandor rojizo e intermitente que moría con la última detonación. E igual que los

disparos, los gritos eran a manera de remate de vagas aspiraciones, que se manifestaban conforme ¡os murmullos caóticos, acordados en cierto modo, lograban, en su musitación vaga semejanza con cantos.

Extraña embriaguez en masa, triste y silenciosa como las tinieblas que la escondían! ¡Embriaguez gregaria y lucífuga, como de termites felices en su hedor y en su contacto! Era, en pleno, la brutali dad del mezcal puesta al servicio de las más rudi mentarias necesidades de liberarse, de inhibirse. Chapoteando en el lodo, perdidos en la sombra d la noche y de la conciencia, todos aquellos hom bres parecían haber renunciado a su humanidad al juntarse. Formaban algo así como el alma de un reptil monstruoso, con cientos de cabezas, con milla res de pies, que se arrastrara, alcohólico y torpe, entre las paredes de una calle lóbrega en una ciu dad sin habitantes.

Al llegar a una esquina mi compañero y yo, pude escapar. ¿Cuánto tiempo me sujetó aquel brazo hediondo? ¿Me sujetó una hora? ¿Dos? ¿Tres? Cuando me arranqué de él, sentí quitárseme de encima una opresión mayor —corporal y moral— que si todo el espacio negro de la noche, conver tido en dragón inmenso, hubiese estado pesando sobre mis hombros.

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IGNACIO AGUIRRE

A fines de 1918, Ignacio Aguirre, oficial bisoño del Ejército (onstitucionalista, se hubiera conside rado dichoso con el grado de capitán segundo. Eran los días- magníficos en que las tropas de Obregón ---irresistibles, arrolladoras— marchaban sobre Sinaloa después de encerrar en Guaymas a los federales. Luego vinieron los combates y triun fo de Culiacán. Allí Aguirre se batió, si no con pericia, con denuedo —se batió a las órdenes de Gustavo Garmendia---- y, al recibir después el pre mio de su valor, aquellas primeras ambiciones suyas se vieron satisfechas.

A partir de entonces, las promociones de Agui rre fueron rápidas, vertiginosas, increíbles. Muy pocos años después a él mismo le sonaría a burla que lo llamaran general, y algo más adelante, ya en la cima del poder y el buen éxho, no era raro que el rubor le subiera a las mejillas cuando reflexio naba, a solas en su despacho de la Secretaria de Guerra, sobre el absurdo nacional que le permitía ser ministro de la Guerra de la República Mexi cana. “Él, Ignacio Aguirre, estudiante destripado, militar de aventura, general sin batallas, revolu cionario de ideales marchitos y fe exhausta!” Pero siempre que le ocurrían tales pensamientos, se tran quilizaba pronto recordando el origen, el valer y las proezas de muchos de sus compañeros de armas y andanzas políticas. “ ellos no eran

también generales y ministros? Del propio grupo a que él pertenecía, ¿tres o cuatro no habían lle gado a más: a jefes del Estado, a presidentes de la República?” Cierto que algunos de esos compafie ros suyos habían mandado ejércitos numerosos y ganado batallas. Mas acerca de este punto, Agui rre abrigaba pesimismos para él consoladores:

“;Qué ejércitos —se decía— y qué batallas! Sobre todo, ¡qué generales los de los ejércitos con trarios

Aguirre no era tonto ni inculto. No lo era, por lo menos, en el grado en que solían darlo a enten der sus malos hábitos y el carácter brusco, violento, a menudo grosero, que debía a su carrera revolu cionaria. Quienes conocían a su padre, y lo cono cieron a él de pequeño (fue niño precoz, de gra cias prometedoras, de aparentes tendencias a lo ordenado y arregladito), se gloriaban de su pronós tico de que el muchacho llegaría, en virtud de la mucha inteligencia heredada del padre, a cosas grandes y de fama. “Allí estaba ya: general de divi sión y ministro de la Guerra, a los treinta años”.

Aunque, a decir verdad, nada había en su espí ritu que recordara el de su progenitor: ni una som bie de aquella humanidad profunda, ni un remedo de aquella intensa cultura, ni un rastro de aquel decoro intachable. Treinta años antes el padre de Ignacio había empezado a explicar lecciones de Historia Patria en la Escuela Preparatoria, y la generosa labor de modelar generaciones encendió pronto en torno de su cabeza una especie de aureo la de santo laico. Pero de eso, en el hijo, ni el

menor resplandor, o resplandores, tan sólo, del con traste. Porque —diversidad curiosa—, la fuerza que en el padre era perfección interior y opacidades externas, se manifestaba a través del hijo en brillo

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de exterioridades oficiales y políticas, en mengua de las potencias superiores del alma.

Aguirre, varonilmente atractivo, era, en amores, afortunado. Falto de grandes hazañas guerreras, durante la Revol ucion había cobrado desde luego,

por sus lances con mujeres, amplísimo renombre. Se contaba de él multitud de historias. En el pue.

blo de la Magdalena, del estado de Sonora, donde su batallón permaneció cierta vez varios días, alcan zó a tener hasta doce novias a un tiempo. Y lo inte resante es que - como aquella situación resultaba molesta e insostenible, así para él como para las enamoradas doncellas que se lo (lispu taLan, éstas, buenas muchachas ansiosas sólo de vivir un poco, se pusieron (le acuerdo para disfrutar del novio común por turnos.

En los primeros meses de la lucha constitucional, Carranza acostumbraba prolongar iriás de lo justo sus altos en un lugarejo próximo a Hermosillo lla mado Carbó. Las detenidas estancias se explicaban

—para las malas lenguas— porque había allí una fonda famosa por los encantos maduros y la com placiente disposición de la dueña. El paso del bata llón de Aguirre por Carbó y una (le aquellas visi tas del Primer Jefe coincidieron El tren militar sólo se detuvo para que los soldados descansarai y pasaran allí la noche. Sin embargo, fue tal la intimidad que surgió al punto entre Aguirre y la bella fondista, que luego se atribuiría a ese hecho

—y lo atribuirían también las malas lenguas... la resolución de don Venustiano, tomada intempes tivamente, de salir hacia el norte la madrugada del siguiente día. Y aun hubo quien observara, con posterioridad, pie el Primer Jefe no volvió a hon rar nunca a Carbó (:onvil-(iénclol o en asiento de la P niel-a Jefatura.

Se contaba asimismo, a propósito de los triun fos amorosos de Aguirre, que cuando las tropas

a que pertenecía salieron de Culiacán hacia el Sur, una de las señoritas más ricas y lindas (le la socie dad culiacanense, huyó de su casa para seguirlo. Tanto —decían-— era el amor de la doncel la, que no la arredraron ni las penalidades ni la vei-güen— za de hacer el viaje, de Tepic a Guadalalara, ora en la grupa del caballo del oficial, ora a pie, confun dida con las otras hembras de la tropa. Por último, Hortensia Gaxiola (así se llamaba la pobre mucha- elia), se vio abandonada en la capital tapatía, y allí los celos y el dolor la volvieron al sentido de su decoro, y se suicidó.

No se crea, sin embargo, que la inclinación a las mujeres hiciera a Aguirre descuidar los progresos de su carrera militar y política. Al revés: a menudo supo valerse de las ventajas que le brindaba su

seguro éxito como galán. Y otro tanto en lo que se refiere a sus tendencias a la vida licenciosa. Pro curaba, desde luego, no hacer, en punto a desór tIenes, sino más o menos aquello que hacían los más de sus superiores. Llegó a la Revolución empa pado en ideales generosos, movido por la indigna ción arrebatadora que despertó en su alma el cri men de Victoriano Huerta. Pero no bieu respiró el ambiente revolucionario, cuando tuvo por cosa cierta que los ideales no lo eran todo allí ni menos impedían que quienes los alentaban se divirtieran, como en México los amigos de la usurpación. Se enteró de que Carranza traía siempre en su tren cajas de champaña y coñac para los bochinches

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que organizaba con el menor pretexto. Supo que en las francachelas de la Primera Jefatura, ministros y generales solían amanecer borrachos debajo (le las mesas. Y él, propenso a los placeres viciosos, acep

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tó sin dificultad la ¿tica correspondiente a seme jante conducta. Convino, cosa facilísima, en que al buen revolucionario no debí a exigírsele austeri dad; se hizo el ánimo de gozar de la vida en cuan tas oportunidades se le ofrecieran Se prometió embriagarse sin otro límite que las obligaciones (le! servicio. “ se priva en la Revolución

—-se había dicho a sí mismo—, de frascas con mujer zuelas o de aventuras con damas acreedoras a falso respeto? Las tienen desde los más altos hasta los más bajos. ¿Quién no derrocha aquí más allá de sus estrictas posibilidades, salvo los que se apli can ya a ir amasando su fortuna?” Y convencido de que en efecto era así, de que en sus juicios abso lutamente peyorativos de la Revolución, se abar caba toda ésta, se ingenió pronto, sin descuidar las mujeres y el vino —para disponer (le sumas muy supeliores a su paga. Se aficionó a jugar y aprendió a convertir en fuente de recursos los golpes de mala fortuna, según aconteció con unos famosos trescientos pesos que le ganara cierta vez el paga dor de sus fuerzas. En los primeros meses de su carrera militar y política, nada le produjo tanto como aquella pérdida. Porque, vista su insolven cia, el pagador se creyó en el caso de ayudarlo a apafíar el dinero, y la combinacióli que ambos idearon dio tan buenos frutos, que resolvieron mantenerla en pie delinitivarnente

Ya en México, al consumarse el triunfo de la causa colistitucionalista las habilidades de Aguirre se armonizaron a maravilla con su presencia varo nil y su carácter mujeriego y licencioso, para encumbrarlo a grandes saltos. La cosa fue tan súbita, que a él mismo le sorprendió. Una mañana lo invitaron, por escrito, para concurrir a la reu nión social que iba a celebras-se, la tarde del mismo

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día, en una casa del Paseo de la Reforma cercana a la glorieta de Colón. Después liabda (le saber que se trataba de una de las liabitua les reuniones, u.u poco misteriosas, que tarde a tarde se efectua baii cii aquel la casa para regalo de la p ana mayor, militar y civil, del consta iciolial isuso. itero enton ces, a la curiosidad que en él despertaron los términos, algo extraños, de la invitación, no tuvo idea, ni remota, de la clase de fiesta a que se le convidaba. Las pocas preguntas que hizo no acla raron nada. Por lo visto, nadie tenía noticias de aquellas fiestas vespertinas en la casa del Paseo de la Reforma, a lo cual acaso contribúyera la disposición de la casa misma: grande y señorial, rodeada (le jardines amplios y espesos, con puertas hacia tres ca llcs, y propia, en son para disimular

perfectarneiite cuanto ocurría en ella. Apenas si uno que otro de los desocupados del Calé Colón creía notar de cuando en cuando insólito movi miento de automóviles —automóviles de generales y políticos— hacia determinado trozo de las calles inmediatas.

Al presentarse allí esa tarde Ignacio Aguirre, lo recibió en persona, en la antesala, la señora (le la casa. 1 creyó identilicarla desde luego:

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era una viuda rica y vieja, de quien se contaban cosas irregulares y extravagantes. Se mostró muy complacida al verlo; le dijo, toda sonrisa, que las

¡ presentaciones holgaban entre ellos, puesto que de él le hablaba sin descanso, desde hacia varios días, una amiga de ella —“amiga muy íntima”— a cuyo interés por él se debía que se le hubiese invitado aquella tarde, y sin más explicaciones, aunque sí con derroche de desenvoltura y amabi lidad, lo huz.o pasar a una sala muy concurrida, y una vez en ésta lo condujo en derechura hasta

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un sofá que ocupaba una dama bellísima y elegan temente vestida, pero no muy joven.

—E mayor Ignacio Aguirre —dijo presentán. dolo. Y luego, dirigiéndose a él:

—Le presento a usted a la amiga de quien hablábamos.

Lohizo sentarse, conversó con él y con la bella señora breves minutos, y en seguida, so pretexto de ir a atender a otros invitados, los dejó solos. Aguirre se halló de pronto sin saber qué hacer, si bien no porque su nueva amiga lo cohibiera de algún modo. Había tardado más en entrar en la sala, que en darse cuenta exacta de la natura leza de aquella reunión, y para tamaños lances a él le sobraban recursos. Aun la sorpresa de ver allí al pronto un grupo de señoras que en otras circunstancias le hubieran parecido insospechables, le duró poco. Su desconcierto era de otro orden. Vio que en la sala estaban también, departiendo en ruidosos corrillos y al lado de señoras de tan buen parecer y tan rico atavío como la que él tenía cerca, el general en jefe de su división, dos o tres ministros y hasta ocho o diez personajes más, militares y civiles, del movimiento revolu cionario. Y aquello sí, le pareció, venía a crearle un problema inesperado y delicadísimo ¿Con qué talante recibirían esos señores lo que de seguro iban a interpretar como el entrometimiento de un humilde mayor en las juergas rumbosas de sus jefes?

Por fortuna notó pronto que “su general” le dirigía desde el estrado de enfrente mirad de maliciosa inteligencia; que después hablaba, son riente, con el ministro que tenía al lado; que el ministro lo veía a su vez sin dar signos de extra ñeza, y que todo, en fin, seguía como si la presea.

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cia de él, lejos de estorbar, fuera algo con que se contaba anticipadamente. Aguirre apaciguó enton ces sus inquietudes y se entregó de lleno, como sólo él sabía hacerlo, al dulce trato con su nueva amiga.

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A partir de ese día, se convirtió en asiduo con currente de la casa, y supo, en el término de unas cuantas semanas, hacerse de tal modo grato a “su general” y a los ministros, que de allí a poco lo ascendieron a teniente coronel y obtuvo cf mando de un batallón, de donde meses más tarde, coronel ya, pasaría a puestos que le aseguraban el camino del éxito más rotundo.

Aguirre tenía fama de cruel y sanguinario. Por temperamento quizá no lo fuera. Pero el ambiente desmoralizador de las contiendas civiles y la evi dencia del destino trágico que se cierne sobre cuan tos en ellas intervienen, le endurecieron pronto el corazón. “Yo moriré fusilado el día que caiga entre los vencidos —acostumbraba decir—, porque ésa es, entre nosotros, la suerte de los que no triun fan. Y si es así, ¿cómo he de contribuir a mi ruina ahorrando vidas de enemigos? Esto, sin contar con que los intereses de la patria exigen que seamos implacab Para nadie era un secreto que Aguirre, ya brigadier y jefe de columna, había descollado entre los principales instigadores de los fusilamientos de villistas en 1915 y 116. Había también quienes lo señalaban como la verdadera fuerza que empujó las manos de Carranza, de suyo clemente, para inmolar, en crimen tan inútil como abominable, al pundonoroso Felipe Ángeles. Y, por último, se decía asimismo que, siendo ya general de brigada y jefe de operaciones, intervino de manera directa en la horrible trama que costó la

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vida a uno de los más leales sostenedores de Carranza.

Nociones de deber, principios de honor, ideales patrióticos, eran cosa que para Aguirre habían venido trasimitándose paso a paso, conforme él ascendía, en conceptos que queda ha it a mil leguas de las generosidades de su adolescencia, de los entusiasmos teóricos de sus primeras andanzas de rebelde. Él no practicaba ya más que una regla amoral y egoísta; la única, según su experiencia, merecedora de la fe, la única capaz de guiar en México, ahora como antes, el paso de los triunfa dores, de los clirigente de los poderosos: “Hay que sul,ocdinarlo todo —-decía—- a la continuidad de la acción propia (lesde los puestos que confie ren influencia y autoridad; no se debe ser nunca de los que pierden, así se pierda por una buena causa (en rigor las causas que pierden no son nunca las buenas); lo imperativo es ganar, ganar siempre, sostenerse sin tregua entre los que ejer cen el domino, saber acomodarse a tiempo del lado de los que conservan el poder o lo conquis tan. En México, los únicos que no tienen razón, son los que no se imponen.”

Y en verdad que hasta este momento no le habían fallado a Aguirre ni su regla de conducta ni su clarividencia para aplicarla. Había apren dido mucho en la Revolución, y gracias a ello se explicaba sin grandes esfuerzos el cambio de sus ideas y sentimientos; lo que él llamaba “el tránsito de la aparente inmoralidad”. Cuando en 1913 se había presentado pidiendo un fusil en los campos de batalla sonorenses, estaba ai metido dentro del cascarón blanco y quebradizo de las enseñan zas pa ternas y librescas. Era un joven lleno (le

generosidad e idealidad, pero —según se le figu raba ahora a él— sobradamente iluso e inepto.

i. rompió la envoltura de sus aspiraciones idealistas y nuró a la vida ---a lo que él creía ser la vida: las discordias, las intrigas, las i nmnorali— dades políticas de los peores

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niomnentos de la lucha revolucionaria. Y como si ese mundo se hubiera hecho para él, lo entendió y asimiló en seguida de extremo a extremo. Con las ideas heredades de su padre temió mo allí de hambre y no librarse, ni saliendo al encuentro de las halas, del anónimo o la mediocridad. Pero adaptándose al medio que lo rodeaba, descubrió pronto que podía vivir con tento mientras se abría paso a las situaciones (le privilegio. Para conseguir su primer ascenso hubo de recurrir a acciones meritorias, casi heroicas. Luego aprendió que era más fácil y más útil la senda de las intimidades licenciosas con sus superiores. Y después recibió premios hasta por meros actos de crueldad, ascensos y honores en las más altas jerarquías militares, por su virtud de saber fusilar en masa y ser capaz de imponerse por el terror y el desbordannenio ele sus mismas pisiolles. Al nI:is alto peldaño (le la escala militar, a su despacho de Secretario (le la Guerra, llegó por obra (le ui a deslealtad hacía su jefe y su amigo. El Presidente de la República había con- fiado en él, lo había colmado de amistad, de

riquezas, de honores; pero eso no obstante, en el momento decisivo, Aguirre se alzó en su contra con las mismas tropas con que debía defenderlo; lo combatió, lo persiguió, y dejó, por último, que lo acorralaran como a fiera y lo asesinaran. ‘‘ culpa en ello? —se preguntaba Aguirre—.

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Si hubiera permanecido fiel, habría caído entre los vencidos. En cambio, traicionando, he triun fado

Aguirre era ahora general de división y miem.

bro del Gabinete.2

TERCERA PARTE

RELATOS

2 Para la creación del personaje Ignacio Aguirre de La sombra del caudillo, Guzmán se basa en dos revolucio narios reales: Francisco Senano y Adolfo de la Huerta. El presente capítulo es a la postre eliminado por el autor, Véase Martín Luis Guzmán, Versión periodística de La sombra del caudillo, estudio preliminar de Juan Eruce Novoa, México, UNAM, 1987.

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LA TOMA DE CIUDAD JUÁREZ

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En varias juntas que habíamos tenido los princi pales jefes (le la Revolución, y las cuales presidía el señor Madero, sc había estado mirando la posi bilidad o la imposibilidad de tomar la plaza de Ciudad Juárez. El señor Madero opinaba siempre que aquel intento era muy arriesgado, y se some tía siempre al parecer de un general boero, de apellido Viljoen, según el cual resultaba imposi ble para cualquier ejército la torna (le aquella plaza, por sus muchas y muy grandes fortifica ciones. Es decir, que no

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obstante que Pascual Orozco y yo insistimos muchas veces en que, al menos por dignidad, debíamos arriesgar el asalto, pues era vergonzoso rctirarse sin siquiera inten tarlo, el señor presidente no dejaba de manifes tarnos su oposición en aquel negocio de tan

grandes consecuencias.

En eso estábamos cuando el mismo día que

desarmé yo al Garibaldi y le devolví sus armas,

Pascual Orozco me vino a buscar.

Me dijo él:

— piensa, compañero, que debemos hacer tocante a la toma de Ciudad Juárez? Ya usted ve que el señor presidente es de opinión que no ataquemos la plaza y que nos vayamos para Sonora. Le contesté yo:

—Pues según yo pienso, compañero, debemos lanzarnos al ataque, porque la verdad es que toda

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la gente nos tacharía de cobardes al considerar que nosotros, después de tantos días de permane cer aquí con un propósito, nos retirábamos sin hacer nada. Creo que por dignidad cte honil)les revolucionarios detieniosair lesgarlios al ataque, y soy de opinión que mandemos algunos hombres de la gente de José Orozco a que se acerquen a provocar las avanzadas federales, lo que las obli gará a tirotearse con ellos. Nosotros, al oír el tiroteo, haciendo como que no sabemos nada, des tacamos una, poca de gente con el pretexto de ver

es lo que pasa, pero con la consigna de ayudar a los nuestros. Entonces los federales tendrán que m ndac refuerzos a los suyos. Y de esta manera,

paso a paso, ii’eiiios encendiendo la media basta (lic Ya nO sea posible coiiiencr nuestra gente, que, como usted sabe, anda ardorosa y propuesta a la toma de Ciudad Juárez,. Una vez los ánimos cii ese estado, ¿qué podemos hacer nosotros, compa ñero? Manifestamos al señor presidente que la cosa ya no tiene remedio, y que no hay más que organizar nuestras fuerzas y proceder de modo decidido al asalto y toma de la población para alcanzar al final la victoria o la muerte. Entonces él, viendo las circu us t ui cias expuestas de esa ma ne ra, no tendrá otra opción qtie acceder a nues deseos. ¿Cué le parece, compañero?

Pascual Omzco inc contestó:

—Me parece bien.

Y entre los dos quedó convenitlo que at pardear la tarde se comunicarían a José Orozco, con muy grande reserva, nuestras primeras providencias. Es decir, que él tenía (loe mandar quince hombres que fueran bajando la corriente del río hasta pro vocar a los federales, pero sin internarse en la

población, sino unís bien procurando atraérselos fuera de las casas.

Para que no se sospechara que nosotros éramos los autores de la estratagema, Pascual Orozco y yo al ravesanios esa tarde el río por la parte de la Esmeld a, una fund ició 1 que así se nombra, y i ios fuimos a quedar la noche cii El Paso.

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fll como lo quería nuestra orden, así se cum plió. Otro día siguiente, a la hora indicada, olmos el tiroteo que según nuestro conocimiento tenía que ocurrir. Preguntando, como quien nada sabe, que qué sucedía, nos dijeron:

—Pues que ya los suyos y los federales se están agarrando.

Pascual y yo tomamos entonces un automóvil cada uno y dimos orden (le que a grande velocidad nos llevaran hasta la Esmelda. j í llegamos los dos al Inisnio tiempo, y los dos nos apeamos junto al puente colgante del ferrocarril que llaman de Rokail, por donde pasamos juntos y con mucha prisa.

Ya en nuestro terreno encontramos allí con que el señor Presidente nos sale al paso. Nosotros seguíamos con el fingimiento de no saber nada, por lo que le preguntamos cuál era la causa de aquel suceso. Nos dice él:

—iQué ha de pasar, linnibre! Que ya algunos de nuestros inticliaclios se están tiroteando con los federales. Vayan inmediatamente, vayan a retirar esa tropa de allí.

Le contestamos Pascual Orozco y yo:

—Esta muy bien, señor presidente.

Y los dos nos retiramos, pero no con intenciones de alejar la fuerza qtie andaba en el tiroteo. Antes es la verdad que en seguida mandamos cincuenta lioinln’es in:ís que aytidaran en su pelea a los otros quince.

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Se nos aparece de allí a poco el señor Madero y nos dice:

— sucede con esa gente? ¿No han conse guido retirarla?

Nosotros le respondemos:

—No, señor. Nos comunican que aquellos hom bres andan muy dispersos y que no los han podido 1 juntar por lo muy fuerte del tiroteo.

Él nos repite:

—Pues a ver qué hacen, pero inmediatamente hay que retirar esa fuerza de allí.

A lo que le contestamos los dos:

—Está muy bien, señor presidente. Mandare más fuerza, a ver si se consigue reunirlos.

Y así lo lucimos, sólo que aquella otra gente iba también con la consigna de avivar todavía más la mecha, que ya estaba ardiendo. Empezaba a oscurecer cuando el señor Madero vuelve a presentársenos. Nos habla entonces con acentos de contrariedad; nos expresa las siguien tes palabras:

— sucede, por fin? ¿Retiran o no retiran

esa gente?

Y allí fue el contestar nosotros según de antes estaba previsto. Le dijimos los dos:

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—Señor presidente, esa retirada es ya imposible. Los ánimos andan muy exaltados. La gente toda ya no quiere más que pelear, y en estas condicio nes nos resulta muy difícil, y creemos nosotros que de mucho riesgo, el tratar de contenerla. No hay, pues, más remedio que disponer en forma el ata que de la población, o dejar morir uno a uno los hombres que ya están peleando y granjeamos de ese modo la malquerencia de todas las tropas, que verán en nuestros actos señales de cobardía y anti cipos de ruina para la causa.

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Yo comprendí entonces, según el señor Madero escuchaba lo que decíamos, que si vacilaba él ante el ataque a Ciudad Juárez no era por falta de fe. Era por sentir mucho su responsabilidad de jefe de la Revolución. Nosotros, en nuestro ardor de hombres militares, atendíamos por encima de todo al mero azar de la guerra. Como hombre civil, y como responsable del futuro revolucionario, él esperaba, en favor de la Revolución, la alianza de los acontecimientos políticos que van producién dose con el correr del tiempo. Y yo no niego que la razón podía estar con él; pero la verdad es que, según yo creo, entonces estuvo con nosotros.

El señor Madero nos contestó;

—Pues si es así, ¡qué le vamos a hacen

Orozco y yo, que sólo esa orden esperábamos para determinaj- lo más conveniente, concertamos en pocos minutos todo el plan de aquel ataque. Nuestras disposiciones fueron así: que él entraría por el río con quinientos hombres hasta tomar la Aduana; que José Orozco, con doscientos hom bres más, avanzaría por donde ya estaban agarra dos los federales y los nuestros, y por último, que yo atacaría por la parte sur, o sea, por donde se encuentra la estación del Ferrocarril Central.

Dadas nuestras órdenes y tomadas nuestras mejores providencias, ambos jefes, Pascual Orozco y yo, Pancho Villa, dispusimos en muy buen orden nuestra gente, y sigtuendo los derroteros que tuvimos por más favorables, emprendimos nuestra marcha hacia los puntos que nos había mos asignado para comenzar el ataque.

Aquel día, 8 de mayo de 1911, no se debiera olvidar entre los hombres revolucionarios, Porque Orozco y yo, que éramos en verdad los jeFes direc tos de las tropas de la Revolución, habíamos con-

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seguido trabar los hechos (le manera propia para nuestra acción. A espadas del señor Madero, (lite era el presidente (le nuestra República, ClO 110 hombre militar, nosotros esial hamos poniendo los medios de alcanzar una gran victoria, o de morir en el combate. Así lo manda a veces el deber de la guerra. A un jefe civil puede ocultársele lo que más abajo ven los ojos militares de sus subordina dos, y si lo que se juega entonces es todo el bien (le una canipañ a, cuanto m;ís (le una revolución, el subprtlinado, si es de veras hombre nubLar, debe desde su puesto (le obediencia dar o ído 1 SU deber; o sea, (Jebe recobrar él con maña la dirección de las cosas nnlitares.

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[ .J Para el ataque a Ciudad Juárez, yo luce ini derrotero por el Ion erío que va a dar al panteón. Estuve toda la noche cerca del d icho panteón, metido con tuis fuerzas en sino (le losar royos q nc por al! í pasan.

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En aquel sitio me jmse a maditar cómo haría yo lo más conveniente para poder entrar bien en lucha con el enemigo a las cuatro de la mañana. Pascual Orozco y yo habíamos resuelto aquel ata que menospreciando la opinión del señor Madero. Era mucha y muy grande nnestra responsabilidad. Considerando, adcii las buenas fon ificaciones (le los federales, les riesgos que aguardaban a n ties tras tropas podían acrecen tarse si no ponhonos acierto en cualquiera cte nuestras providencias. Y más lo pensaba yo así sintiendo quedo en las sombras de la noche el campamento de mis sol dados junto al camposanto. El jefe militar que siente dormir sus fuerzas la víspera de ui com bate que él prepara, no logra acallar, si es jefe

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(lite quiere a sus soldados, el rumor (lite la muerte it ace en cadi nito de sus 1 tonibres (Influidos.

Yo foru ié u ti plan. Y lo (1(1 e sit cedió fue q tic a la dicha hora, es decir, a las cuatro (le la mañana del 9 de mayo de 1911, logré llegar con mi gente hasta cerca (le las bodegas de Kételsen, un comer cio que así se llama, y alli rompí el fuego.

Porque conforme nos sintieron por aquella par te, nos gritaron el ‘‘ vive!’’ desde la escuela que est frcnte a las dicisíss bodegas. Allí había ti arietialladora (Inc inc causó algunas bajas y i deslxiiató un po tuis filas. Yo entonces traté de seguir. Peto co luego viera que estaba flan— queado, pues en el corralón que nombran de los Cow-boys había, fortificada, tropa de caballería que me hacía fuego, y desde la bocacalle inmediata, afortinada con vigas y costalcra de arena, me man daban también descaras i,erradas, que en combi nación con las otras inc Ciii harazab:in cualquier mov decidí sin más replegarme liasia la estación del Ferrocarril Central.

En el patio (le aquella estación habla muchos durmientes apilados. Con ellos me atrincheré. Y fuerte ya detrás de aquel abrigo, pude con calina desarrollar mi ataque contra la escuela y dem fortificaciones que he indicado. I)i mi preferencia al asedio del primer pu oto, potq Ile ésa era por su

poder, que nombran esta! égico, de grande valor, para lo cita! n consel it í que el citen ligo llevara allá lnngúii refuerzo, ni ( se surtiera (le basti mentos de boca, ni que renovara su parque. De ese modo logré que el dicho punto fuera desalo jado y que, ya de noche, quedara en poder de diez (le mis hombres, los cuales pudieron entonces diri gir desde aqtiella nueva posición certeros crisparos

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sobre el corralón de los Cow-boys y los parapetos de la calle inmediata.

Los federales, mirándose cogidos así a dos fuegos, procedieron a iepleg;irse en direccróii (le su Gnai— tel ( cuera!. Nosotros av,u izamos entonces por el ji) tenor de las casas, que nos servían (le tlisiniulo y nos amparaban. Go, [ progresaba nuestro avance, 1] osotros iban os horadando pared a pared para pasar de una casa a la otra. Aquella fue muy larga y muy dura pelea nocturna, con la que ama necimos y

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continuamos luego a la luz del alba, hasta que nos alumbró el Sol y empezaron a correr las horas de la iliañana. O sea, que era ya otro día siiien(c, ¡O (le mayo (le 1911, muy cerca de las diez, cuando los federales, ahora en franco ieplie glie baria st (luartel General, me (lujaron todos los herid os y prisioneros que me habían hecho la inadrun da del cha 9 en iui avance hacia las bode gas de Kételsen.

Mirándolos irse, y creyéndolos abatidos en su ánimo, empezamos nosotros a tomar las posiciones que nos abandonaban. Pero entonces vimos que de la plaza del nieccado se desprendía una fuerte col ununi. Estaba comp’ esta, al parecer, de sesenta

infantes, unos cien dragones. dos morftros y una batería de ametralladoras; marchaba sobre sioso ros

con nuiy grande resolución, como para romper el cerco por aquella parte. Dicha columna venía

mandada por el genes-id en je [ (le las fuerzas fede rales, Juan j. Navarro.

Pero es lo cierto que no consiguieron su propó sito, pues al descubrirlos nosotros en aquella acti tud, los recibimos con descargas nutridas, y aun que su artillería hacía grandes estragos en las casas abriendo boquetes en las paredes, ni aq 11(110 ni nada desan niaba a mi ge tite.

Según antes he indicado, nosotros teníamos ya minas abiertas por entre todo el caserío, y así podía mos atacarlos a ellos por diferentes rumbos, y mu chas veces a muy corta distancia de sus lilas. Al fin, esa fue la razón de que el valiente defensor de la plaza, mirando la imposibilidad de consumar su intento de salida, tocara reunión y dispusiera un ordenado replegamiento hacia su Cuartel General.

Mi gente, más animosa a la vista de aquello, se precipitó entonces con muy grandes bríos sobre los federales. Ellos siguieron retrocediendo, pero siem pre con mucho orden y batiéndose en valerosa reti rada. onforme mandaba yo el combate, veía al general Navarro areugando a su gente, y animán dola, y dirigiéndola. Y es la verdad que no les amedrentaba el nutrido fuego que nosotros haci a mos sobre él y todos los suyos, y que así lograron retroceder hasta su Cuartel General.

Después de aquella retirada, costosa para el ene migo, no obstante su valor, el general Navarro apreció serle imposible una salida. Y como también fuera aquello grande indicio de la superioridad

de ánimo de nosotros los revolucionarios, decidió al fin tocar parlamento, considerando sin duda que iba a resul tar!e inútil continuar en su resis tencia.

A la luz de mi juicio, yo creo que el general Navarro hizo bien. Los revolucionarios estábamos propuestos a to aquella plaza. Nuestras provi dencias, o sea, las que ordenamos Pascual Orozco y yo, Pancho Villa, estaban calculadas para con sumar el triunfo, y así, de nada les hubiera apro vechado a ellos resistir, cuantimás que las tropas federales sólo estaban cumpliendo con su deber militar, por ser e!!as las que desde initcl,o tiempo antes pagaba de su peculio el gobierno de la tira-

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nf a. Mas el ejército nuestro, nombrado por eso el Ejército Libertador, se movía dentro de los impul sos del pueblo, y obrando con los dichos impulsos tenía que resultar invencible.

Creo por esto que el general Navarro hizo bien en abreviar los padecimientos de Ciudad Juárez y en limitar a tiempo el quebranto de sus tropas. Un hombre militar debe doblegarse, en su hora justa, ante las derrotas que le guarda su destino.

La rendición de Ciudad Juárez se efectuó a las tres de :la tarde del día 10 de mayo de 1911. De los jefes sitiadores, el primero en entrar al cuartel donde estaba el general Navarro fue el teniente coronel Félix Tenazas, de mis fuerzas con una parte de la gente mía. Yo vi, al llegar a dicho cuartel, cómo él y mis hombres recibían de manos del general Navarro la espada que él les estaba entregando.

Mirándome entrar Félix Tenazas, él me dices

— hacemos, mi coronel?

Le contesto yo:

— usted toda la oficialidad rendida y le pone una fuerte escolta; manda formar los solda dos prisioneros; recoge las armas y municiones, y conforme esté efectuado todo esto, ordena el desfile de esos soldados hacia la cárcel, donde han de quedar a merced del jefe de la Revolución.

Y dictadas por mí aquellas providencias, quebré mi caballo y salí a media rienda, seguido sólo de mi asistente, a dar al señor presidente de la Repú blica cuenta de que la plaza de Ciudad Juárez había caído en nuestro poder, no obstante la liono rable opinión del señor general Viljoen.

Cuando oyó mis palabras, el señor Madero se quedó dudoso de 1 que yo le decía. Me pregun

tó él:

— dices, Pancho?

Le contesté yo

—Que nos vayamos para Ciudad Juárez, señor presidente; que la plaza es nuestra; que al general Navarro lo acabo de dejar preso bajo la custodia del teniente coronel Félix Terrazas. O sea, que el Ejército Libertador ha triunfado, pues con la toma de esta plaza la situación, en lo futuro, seguirá a nuestro favor.

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Dos hechos eran evidentes al principiar enero de 1913: el total desprestigio (le Madero entre las cla ses conservadoras, que no habían dejado de ata carlo y befado con las peores armas desde que lo vieron en el poder, y el profundo descontento, el desmayo, la

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desesperación con que todos sus parti darios —hasta los más firmes— lo veían empeñarse en una política tolerante y conciliatoria.

Porque es la verdad que toda aquella atmósfera contraria al maderismo nacía no de actos revolu cionarios del gobierno en los que el enemigo pudie ra señalar como cosa palpable la insensatez de la Revolución, sino justamente de la ausencia de esos actos. Por sobra de fe en la persuación y la bondad, Madero no había acometido la obra revoluciona ria al otro día de su encumbramiento, y eso, tran sitoriamente, lo aniquilaba. Quienes lo habían llevado al triunfo, o habían deseado verlo triunfar, se revolvían ahora contra él o lo miraban con des vío y desencanto, aunque casi todos le permane cieran in imaznente fieles; y quienes lo habían com batido, o habían temido que triunfan, lo despre ciaban ahora, y se ensañaban con él, usando para destrozarlo las mismas libertades que él les habla dado. Nunca una prensa innoble y ciega ni unos políticos extraviados por la pasión fueron más crue les e injustos al atacar a quien los protegía en sus excesos, que entonces El Im El Mañana, El Multicolor, y los llamados “tribunos del Gua-

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clril Nunca una clase conservadora, por sim- 1)1 e od o a quien no la triuraba pud jejido hacer lo, ah]siU tanf o la caída (le un ho cuino la que en (onces ridiculizaba y vilipendiaba a Made ro, sin darse cuenta de que, por de pronto al menos, él estaba salvándola de la ruina.

Y de aquel modo, Madero, que se enajenaba la devoción de sus partidarios y íufligos por no atajar desde el gobierno a la conjura de los reaccionarios, no se grat ij cal ia la i edad de éstos, ni su simpatía ni su tolerancia, sino la b el escarnio y la calumnia, convertibles ci arción, ¡rauca o solapa— c que pronto lo destruyera. Era la ceguedad, la pequeñez, Ja incontenible pasión rencorosa, domi nantes y feroces frente a un hombre bueno, de espíritu apostólico, d ante la tragedia de “no poder encontrar —igual que nadie la habría (flicOii trado.—— la fórmula de gobierno apta para una socie dad que bruscamente, sin preparación, pasaba de un n severo, negación (le la •l iber id, a otro, blando, clin proc ani aba todas las libertades’’.

I’orq nc entre aquel ambiente de antimaderismo, activo o pasivo, cundía palpable y casi definida —se pronosticaban hechos, se mencionaban nombres— la inminencia del levantamiento militar que derro caría al gobierno. Si los grandes periódicos, sin decirlo, querían (lite el hecho ocurriese, y lo fomen taban, los periód ¡tos 1” limos, en su impaciencia agorera, casi lo denunciaban. Y en el rumor calle jero, igual .Se hablaba tIc Victoriano 1—Tuerta, de Bei-nardo Reyes, de Félix Díaz, de Manuel Mon dragón en términos de certeza sobre cuándo, cómo y con quién se sublevarían. La policía, natural mente, estaba al tanto; además, gente adicta al gobierno traía a los n inisn os noticias y detalles de lo que se (ruinaba. Pero todos se sentían abúl

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LA CONTRARREVOLUCIÓN

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cos, todos se hallaban como paralizados por la fal ta 1 entusiasmo o el desvanecimiento (le la fe, y algunos se contagiaban de la filosofía optimista (te Madero, que tenía por nnpos u)] e q nc iii ligón nial lo acecliant Gr cía él que los mexicanos eran fundanietitalinente buenos y estaba seglilo (le r(ple sentar, junto (:0 sus colaboradores el principio del bien.

Una noche, a mediados (le enero, don jerónimo López de Llergo se presentó en la casa del vice presidente de la República para comunicarle que Victoriano 1-Juerta, según le acababa (le informar un alto jefe (le la Secretaría (le Guerra, acaso se alza ra en a aquella mismo noche, segundo (le una

parte de la guclrni(-t6JI de la plaza. Pino Swirez mandó decir a (; Peija, nuinistro (le la Guerra, lo que sabía, y éste, recibiendo la noticia con cierto desdén, observó; “Si no se tiene confianza en el ejército ni fe en los hombres, no se puede gober nar.” A poco, avisado de lo Que se decía, Victo riano Huerta acudió a presencia de Pino Sui y le protestó lealtad, con mil razones y en todos los térninos inragina bIes.

A tanto llegaba aq lelia sU Ilación —la (le un gobierno inclinado a practicar la doctrina (le la no resistencia al mal, y decid ido a dejar sueltas las fuerzas mal igilas confabuladas en su contra— qtue libremente se discutían en el Congreso y en los periodicos las ventajas o desventajas de que •la lega lidad sucumbiera. “El esfuerzo de los mexicanos

—decía el señor Calero— debe tender a q nc el gobierno corrija sus graves deficiencias, para que pueda vivir toda su vida constitucional. Considero ciega la labor tic los tille pit la caída del presí— (lente. Si este gobierno cae por obra (le una revuel

ta, estaremos perdidos, porque entraremos en un nuevo ciclo de revoluciones y cuartelazos.”

1 buda nuen te alarmados por cuanto se sabía o se esperaba, los tiipu tados adictos al gobierno, que eran los 1rI 1 ueron el 13 (le enero ante el presi dente de la República y le leyeron ini memorial preñatio de signos ominosos.

‘La Revolución —le decían— se ha hecho poder, pero no ha gobernado cori la Revolución. La Revo lución va a su ruina, arrastrando al gobierno emanado de ella, sencillamente porque no ha gober nado con los revolucionarios, pues sólo estando los revolucionarios en el poder se podrá sacar avan te a la Revolución. Las transacciones y complacen cias con individuos del régimen político derrocado son la causa eficiente de la si tnacióui inestable en que se encuentra el gobierno. ¿Cómo es posible q se enipeiien, o se hayan empenado, en el triunfo de la causa revolucionaria personas que desempe flan, o han desempeñado, altas funciones políticas o administrativas en el gobierno de la Revolu ción sin estar identificadas con ella? ¿Cómo, si no la sintieron, ni la pensaron, ni la han amado, ni ptieden amarla? La labor emprendida por esas personas infidentes ita prosperado en muchos esta dos de la República y hierve y [ ta en odios contra el gOIJierlit) de la ley. Era natural y lógico que sobreviniera la contrarrevolución, pero tam bién lo era que ésta hubiese sido sofocada ya por el gobierno más fuerte y popular que ha tenido el país. Sin embargo, ha acontecido lo contrario. ¿Por

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qué? Primero, port nc la Revolución no ha gober nado con los revolucionarios; después, porque el gobierno ha olvidado que las revoluciones sólo triunfan cuando la 01) Çn ión pública es su sostén, y vamos ca de iuie la contrarrevol tición col]—

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siga adueflarse de la opinión pública. ¿Qué ha hecho el gobierno para mantener incólume su pre tigio? El gobierno, creyendo respetar la ley, ha con sentido que sea apuñalada la legalidad. La con trarrevolución existe cada vez más peligrosa y exten dida, no porque los núcleos contrarrevolucionarios sean hoy más fuertes, sino porque va apoderándose de las conciencias por medio de la propaganda de la prensa, que día a día conculca impunemente la ley, labrando el desprestigio del gobierno, mayor cada vez, y porque todo el mundo piensa ya que este gobierno es débil. Se le ultraja, se le calumnia, se le infama, se le menosprecia, todo impunemente. La prensa ha. infiltrado su virus ponzoñoso en la conciencia popular, y ésta llegará al fin a erguir- se un día contra el gobierno en forma violenta e incontrastable, en la misma forma en que antes se irguió contra la tiraní a. Debemos, pues, concluir que la contrarrevolución parece fomentada por el propio gobierno, fomentada con sus contemplacio. nes y lenidades para con la prensa de escándalo, fomentada por medio del ministerio de Justicia, que se ha cruzadó de brazos violando la ley, que es violar la ley consentir en que ella sea violada. El propósito de la contrarrevolución es evidente:

hacer que la Revolución de i910 pase a la historia como un movimiento estéril, de hombres sin prin cipios que ensangrentaron el suelo de la patria y la hundieron en la miseria. Los medios de que la contrarrevol se ha valido y se vale son: el dinero de los especuladores del antiguo régimen, la pasiva complicidad de los dos tercios de los gobernantes de La República y la deslealtad de algunos intrigantes que fueron objeto de inme recida confianza. Sus adalides más activos y fuer tes son los periodistas de la oposición y los dipu

tados de la llamada minoría independiente; y su colaborador más eficaz es el ministerio de Justicia. Cambiad, señor presidente, este ministerio, o impo nedle una orientación política distinta, no para iniciar una era de atentatorias persecuciones a la prensa, sino para la represión enérgica y legal de las transgresiones a la ley. Con sólo eso, el gobierno reaccionará en la opinión y se conver tirá en una entidad respetable y temida. Aca bando con los conspiradores de la pluma, se acaba rá con los conspiradores del capital, se acabará con la inercia contemplativa de los gobiernos de los estados y se facilitará la pacificación del país, para gloria de vuestra señoría y de la Revolución de 1910.”

Madero oyó con benevolencia lo que sus amigos políticos le decían, pero calificó de e todos aquellos temores.

Hubo susurros (le que el movimiento militar estallaría el primer día de febrero. Después se supo que se le posponía para el día 5, durante la ceremonia conmemorativa de la Constitución frente al monumento de Juárez, donde por un golpe de mano los conjurados se apoderarían del presi dente y de todo el gobierno. De no ser así —se auguraba—, el movimiento se llevaría a cabo :la noche de aquel mismo día, al evadirse de Santiago Tlaltelolco el general Bernardo Reyes, que para eso contaba con la fuer/a del Primer Regimiento de Caballería, destacado en el cuartel anexo a la prisión. Pero sucedió, en la ceremonia de la mafía na, que entre las tropas designadas para hacer los honores al presidente de la República estaba el Colegio Militar, ante el cual los

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conspiradores se arredraron, bien por no complicarlo en un acto bochornoso en extremo, o bien por temor a la

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actitud que el Colegio pudiera asumir, y con él, a su ejemplo, las demás unidades militares pre sentes, Y ocurrió también, por la noche, que ci general Lauro Villar, comandante Militar de la Pla za, mandó al cuartel anexo a Santiago Tlaltelolco otros dos escuadrones del Primer Regimiento, éstos mandados por el mayor Juan Manuel Torrea, jefe de pundonor y espíritu militar acrisolados, y la presencia de esas nuevas tropas, o eso y alguna otra causa más, estorbaron lo que se proyectaba. Entretanto, seguían celebrándose casi abierta mente los conciliábulo de los conspiradores. Los había en Tacuhaya: en la casa del general Manuel Mondragón o en la del general Gregorio Ruiz; los había en M en el despacho de Rodolfo Reyes, o en la casa dc doctor Enrique Gómez, o en el Hotel Majestic, propiedad de Cecilio Ocón. ste y el doctor Espinosa de los Monteros, a quien servían de agentes o intermediarios el capitán Romero López, Miguel O. de Mendizábal, Pedro Duarte, Enrique Juan Palacios, Francisco de P. Sentíes, Rafael de Zayas Enríquez (hijo), Felipe Chacón, Abel Fernández, concertaban jun tas con jefes y oficiales de ejército, o hacían pr& paganda en los cuarteles. Había ya acontecido, al celebrarse la Navidad del Soldado bajo los auspi cios de comisiones de damas patrocinadas por la esposa del presidente de la República, que los agentes de los conspiradores intentasen aprovechar para sus prédicas subversivas, corruptoras del elér cito, hasta las reuniones públicas de la oficialidad de los cuerpos. Así ocurrió en Tacubaya, en el Primer Regimiento de Caballería, donde el mayor, que hacía veces de segundo jefe, tuvo que salir al paso de las frases con que un paisano, invitado a hablar por el coronel, denigró en presencia de

éste al gobierno de Madero y ensalzó a quienes lo atacaban.

En la aparente soledad de su encierro, Bernardo Reyes esperaba con impaciencia la hora de salir a pelear. Exigía que se hiciera algo, lo que fuese, cualquier cosa definitiva. “No se preocupen por mí —recomendaba a su hijo Rodolfo y a los demás conspiradores—; arreglen lo más práctico, lo más rápido; sefiálenme el momento, y yo acu dirá como pueda.” Félix Df az, flemático y fata lista, dejaba hacer al general Mondragón, que lo

movía todo, y no tenía más que una frase: “Yo estoy siempre listo.” I-ienry Lane Wiison, que de todo se enteraba, había ya conseguido tener en Acapulco el acorazado Denver para la protec ción de los intereses norteamericanos, y esperaba lograr de su colega el encargado de negocios de la Gran Brétaña que retuviese en aquel puerto el cai5onero Shearwater. Se disponía así a poner en juego todos los resortes de su embajada.

El 6 de febrero, jueves, acordaron los conspira- dores efectuar el movimiento la noche del siguiente sábado. Se fijó al fin esta fecha, y no la del día 11,

escogida antes, porque Victoriano Huerta habló esa mañana al general Gregorio Ruíz para decirle que convenía prepararlo mejor todo retrasando el golpe hasta el 22 o el 24,.

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y ello desasosegó mucho a Bernardo Reyes, que sospechó doblez en tal comportamiento.

Como para preparar el ánimo de Washington a la fatalidad de los sucesos que se estaban íra guando, el día 4 Henry Lane Wilson envió a Knox un informe que fuera a modo de última pintura

del régimen maderista y lavara de todo pecado original a quienes se alzarían en armas y acaba rían con Madero. Para lograr mejor su propósito

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y convencer a su gobierno de la necesidad y legi timidad del cambio que iba a ocurrir, mezclaba Wilson verdades y mentiras y citaba en su apoyo a Manuel Calero y Luis Cabrera, que acusaban al gobierno de “falsear sistemáticamente en el extran jero la verdadera situación de México”. Fi informe decía cosas como éstas:

“El área de la revolución armada parece haber disminuido sensiblemente en el Norte; pero hay abundantes signos (le que las actividades revolu cionarias se reanudarán de modo formidable en los estados de Chihuahua, Durango, Coahuila, Nuevo León y Zacatecas. Las negociaciones de paz celebradas recientemente sólo fueron promovidas por los revolucionarios, según opina esta emba jada, con el objeto de ganar tiempo para cimentar ciertas alianzas y concluir el paso de armas y municiones por la frontera. En el Sur la extensión del movimiento revolucionario es la misma. Hay momentos en que la actividad revolucionaria, ante la incapacidad total del gobierno para enfrentarse con la situación, abarca todo el país, desde el Pací fico hasta Veracruz, y luego, exhaustos de armas y municiones, los revolucionarios inician falsas negociaciones de paz. La impotencia militar del gobierno en el Norte y en el Sur se debe sobre todo a la irremediable situación del ejér cito, que rápidamente está perdiendo el espíritu y disciplina que tenía bajo Porfirio Díaz; que está destrozado por intrigas y disensiones, y que sólo guarda unidad en su disgusto y desprecio por el actual gobierno. Los revolucionarios, que dominan una tercera parte de los estados de la República, no sólo consumen allí los productos del trabajo, sino que destruyen las fuentes de producción. Es enorme el número de haciendas

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que están ociosas y con sus implementos destrui dos. Son enormes, y van en aumento, la incomu nicación ferroviaria y la destrucción del material

de los ferrocarriles. No se conoce el número de minas clausuradas, pero debe de ser muy grande. Todo lo cual ha trastronado y deprimido los intereses financieros y bancarios y amenaza la vida del comercio y de la industria. Nueve esta dos de la República se hallan en quiebra: unos por su desequilibrio presupuestario y otros por falta de honradez en quienes •los administran. En vez de las finanzas bien saneadas y las amplias reservas que existían a la caída de Porfirio Díaz, prevalecen el desorden y el derroche por conduc tos desconocidos, aunque seguramente corrompidos algunas veces. Ante la intolerable situación que existe en todo el país, el gobierno es incipaz de afrontar o remediar de algún modo los peligroá que se acumulan a grandes pasos. El

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gobierno se halla dividido en facciones rivales, cuyos propó sitos se resuelven en intrigas menudas y en una política liliputiense que nada tiene que ver con

la salvación del país ni con la restauración del prestigio nacional; y según tiene que ser, de esto resulta un gobierno impotente frente a las dolen cias nacionales, y truculento, insolente y falso en sus relaciones diplomáticas. La libertad de prensa no existe de hecho, ni se pretende que exista. En cuanto a elecciones libres, tan pronto como el actual gobierno llegó al poder, empezó, por intri gas en unos casos y por la fuerza en otros, a depo ner a unos gobernadores y a imponer a otros. También ha intervenido en las elecciones de diputados y senadores; pero por la imperfección de las organizaciones locales y la poca lealtad de los estados hacia el gobierno, el Congreso sigue

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siendo independiente y cada vez lo es más. En la capital la situación de esta hora se caracteriza por un infinito número de intrigas y maniobras polí ticas; por la intolerancia del gobierno frente a todo lo que sea libertad de pensamiento y expre sión; por un amplio sistema de espionaje, que persigue y vigila los pasos de los hombres públicos importantes que disienten del gobierno; por la mentira y la falsedad al exponer las condiciones reales del país, y por la difamación y caluinnia de cuantos tienen independencia y valor bastantes para criticar y exigir más inteligencia en el manejo de los negocios públicos. Esta campaña de false dad se hace en grande escala. Los agentes del gobierno, mexicano y norteamericanos, ostensibles y secretos, no descansan ni en México ni en los Estados Unidos; y es parte del sistema no sólo esparcir falsas pinturas de la realidad, sino desacre ditar e impugnar los móviles de los representantes diplomáticos y consulares de nuestro gobierno. En cuanto al concepto de Madero acerca de sus obli gaciones para con los extranjeros que han venido acá con su energía y su capital, el discurso que pronunció el día de Año Nuevo ante el cuerpo diplomático apenas si deja lugar a duda.”

LA CAftRÉRA EN LAS SOMBRAS

A la tarde siguiente salimos de San Blas, y dos días después, ya anochecido, estábamos en Cruz de Piedra. Allí se me acercó, poco después de nuestra llegada, un joven militar.

—Soy el general Rafael Buelna —me dijo, y me estrechó la mano con aire franco, aunque tímido. Aquella presentación súbita me desconcertó; -me (lesconcertó sobre todo, porque con ella se vino abajo cuanto mi imaginación había construido en torno del nombre de Buelna. Éste no era, como yo había supuesto, un guerrillero del tipo de Juan Carrasco, sino un adolescente que daba la impre sión de haber hurtado, por travesura, los arreos militares que ostentaba. Y mi sorpresa no habría encontrado término a no ser porque, mirando des pacio a Buelna, observé que entre su físico y su

vida interior existía una gran discrepancia. A me dida que hablaba, crecía el contraste entre su ros tro, imberbe aún, y su manera reflexiva.

—Traigo para usted —continuó— un encargado del general Ramón F. Iturbe

Y luego, vuelto hacia los dos oficiales que lo acompañaban, ordenó a uno de ellos, a la vez que le entregaba unas llaves:

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—Mire, hijo: vaya a donde están los cofres y tráigame el bultito, envuelto en papel de perió dico, que el general Iturbe me dio en Qiliac

El oficial se alejó y volvió pronto con lo que

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se le pedía. Büeiña toma el paquete y me lo puso en las manos.

—Algo importante —dijo— ha de venir aquí, pues el general Iturbe insistió con eiripeíio en que hicie ra la entrega lo antes pos ble ¿Quiere usted cer ciorarse de lo que viene dentro y decirme si está conforme?

Un impulso de simpatía mutua hizo que Briol na y yo prolongáramos nuestro encuentro circuns tancial. Yo lo informé de que iba hacia Hermo sillo. Él me propuso que juntos emprendiéramos desde luego el camino de Maytorena. Y a partir de ese instante, sin preliminares, como viejos-ami gos y correligionarios, nos comunicamos nuestros

am ie u tos.

* * *

Buelna no irradiaba el entusiasmo de la Revo lución, sino su tristeza. Parecía moverse como pren dido a una gran responsabilidad: a una responsa bilidad que, de una parte, lo conminaba a ejecu tar ciertos actos, y, por la otra, le exigía estrecha cuenta de ellos. Era de los poqnísilnos constitucio nalistas CI t percibían la tragedia revolucionaria la imposibilidad moral (le flO estar con la Revolu ción y la imposibilidad material y psicológica de alcanzar con la Revolución los fines regenerado res que la justificaban. Y como miraba a fondo el conflicto y no podía resolverlo en ideas suficientes, afectaba fiereza, simulaba un hablar rudo que le era ajeno del todo, y del cual se deshacía siempre en la intimidad. Al ocurrir esto último, surgía en él el muchacho escapado de la escuela, el estudiante a medio iniciar en los libros, y se le sentía ena niot ido (le un mundo imaginario e ideal que (le los

libros tenía lo desinteresado, lo generoso, y de la realidad la esperanza eterna, el engaño que hace vivir el negro día de hoy con la ilusión de alcanzar el claro (lía de mañana.

* * *

no le faltan, decídase No hay tren que com ni en comodidad ni en

La proposición no me desagradó, o, para ser más exacto, me agradó. Porque sin duda era mejor salir de Maytorena inmediatamente, con relativa seguridad de estar en Hermosillo temprano por la Iliañana, que pasar en el campamento otra mala noche y suj etarse, además, a las dilaciones sin lími te de los trenes ordinarios. Claro que un viaje de doscientos kilómetros en armón de gasolina no prometía nada satisfactorio, menos aán de noche, en enero y con las pavorosas condiciones en que se encontraba entonces la vía férrea. Pero, bien que así fuese, todo me resultaba más seductor que la perspectiva de (lorni ir al raso en Maytorena para esperar la salida de un tren incierto.

Buelna inc había ponderado mucho las cual ida- (les de su motor, o, para darle el nombre con que él lo designaba, (le su “máquina voladora”. ¿Se hacia ilnsiones? Cuando fuimos a presenciar cómo la bajaban del carro en que acababa de acometer la travesía desde Cruz de Piedra, advertí que la tal ni no tenía nada de extraordinario. Fra

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un mecanismo primitivo, de miserable aspecto, sin pci al ida d de m ngnn a especie. Lo fon oaban cuatro ruedas, el motor mismo y una mala plata—

Al llegar a Maytorena, Buelna me dijo:

—Ahora, si las fuerzas a seguir el viaje conmigo. pita con ini motor de vía, velocidad.

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forma donde se apoyaban tres o cua tio bancos transversales en cuyas tablas cabrían, a duras penas, cinco personas o seis. Daba buena idea de las dimensiones y ruindad del armón la holgura con que venía en el guayín de donde iban a deseen derlo. Para su transporte había bastado una mula enclenq nc y tris te.

—En este aparatito —pensé—- igual puede llegarse a Hermosillo que a la Gloria.

Pero Buelna, como si me adivinara el pensa miento, me salió al paso:

—No vaya usted —me dijo— a juzgar mal de mi máquina por verla tan desmedrada. Para apreciar la bien, bien y en su punto, hay que ir encima tic ella a ochenta kilómetros por hora, a ochenta 1 lo menos.

* * *

Dejó Buelna el motor en manos de su asistente y del mecánico; mandó a cenar a sus dos oficia les, y por nuestro lado nos fisiinos él y yo a tratar de hacer lo propio, cosa no muy di fluí] en verdad, porque como Maytorena era campamento bien abastado, encontramos sin mucho esfuerzo lo que habíamos menester.

Terminada la cena, Buelna observó:

—No tiene caso llegar a. Hermosillo a las tres o cuatro de la madrngada - Saliendo (le aquí entre la una y las des, estaremos allá, sin apresurarnos más de lo justo, a eso de las siete. Son las doce. ¿Quiere usted que estiremos un poco las pierm Andando, charlaremos.

Y así lo hicimos.

Durante buen espacio (le tiempo, a tientas casi, paseamos entre los jacales diseminados a sino y

otro lado de la estación. A esa hora el silencio era, si no profundo, solemne. Sólo a lo lejos se oía continuo el ladrar de los perros, y, más lejos aún, el sordo traquetear de los carros en el camino de Cruz de Piedra. De tarde en tarde salía de las cho zas de los soitlados —--al acercarse a ellas se notaba— el rumor de un canto suave, retrasado, susurrante. Se adivinaban en tori tados en la sombra los ojos (le los hombres que canturreaban así. Más allá, a cam po abierto, el ámbito del silencio crecía, se ensan chaba, se hacía infinito. La noche, aunque de estrellas, era oscura. Los puntos luminosos lucían arriba con intensidad quieta y eterna. Abajo, a ras del suelo, brillaban humildes, efímeras, intranqui las, las lumbcecitas de los cigarros de los soldados tjtie no dormían.

A veces los ladi-idos de los perros dejaban de ser lejanos. Un animal tras. otro iban asomando entre los matorrales, y a poco se formaba en nuestro alre dedor una jauría, una verdadera manada de lobos que nos lanzaban desde la sombra gritos feroces. La jauría nos acosaba tanto por momentos que era preciso ahuyentarla. Yo, con ini terror .

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instintivo por los perros, esperaba hasta el s instante; Bnelna iba a ellos mecánicamente; daba, sin dejar de hablar, una patada entre las hierbas, y volvía

a mi lado. Los perros se amedrentaban un rato y poco después empezaban a cercarnos otra vez.

Así pa cosa de dos horas: ya tropezando con las matas, ya pai a contemplar la remo ta serenidad del cielo o a ver, del lado del mar, las distantes fogatas de los federales. Aquellas lumi narias, encendidas de trecho en trecho sobre las alturas de un horizonte invisible, irradiaban con su fulgor rojizo una significación para nosotros viva y honda. Eran niás que la presencia simbólica

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de -la lucha: eran, bajo el manto de estrellas sin limite, la expresión de un contraste, el resplandor, parpadeante y minúsculo, de la impotencia nacio nal, el trazo de la pequeñez con que se conforma la aspiración a lo grande. “ ¡Revolucio narios! ¡Ni un átomo del menor rayo de luz de la menor de todas las estrellas!”

Dije de improviso:

—jCuánto evocan aquellas fogatas!

Y Buelna contestó, sin quitarles la vista:

—Sí, mucho evocan . - -

* * *

Cuando regresamos a la estación, el motor esta ba listo para salir. Buelna y yo nos instalamos en el asiento de atrás. En medio, al alcance de las lla ves y las palancas, se colocó el motorista; a su lado, el asistente del general; adelante, los dos oficiales. Ya íbamos a partir, cuando noté que no llevá bamos luces.

—Oiga usted —le pregunté a Buelna—, ¿pero vamos a ir sin luz?

—Por supuesto —respondió.

—Muy bien —le repliqué—. Sólo debo advertirle una cosa: de aquí a Hermosillo no queda en pie ningún puente; me refiero a los grandes y a los medianos; a trechos la vía está tendida sobre las escarpaduras de las barrancas y los cauces de los ríos. Algunos de esos shoe-flies son terribles

—Eso no le hace —respondió Buelna—. Igual está la vía de Culiacán a Cruz de Piedra, y así hemos venido. Pero, de todos modos, nunca está de más una precaución.

Y luego agregó, dirigiéndose al asistente:

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—A ver, lujo: saca la linterna y aiuárrala lo mejor que puedas delante del motor

El asistente se puso a buscar en uno de los cofres y sacó al fin algo que yo esperaba que seria un fanal. Nada de eso- Era una linterna común y corriente. Puesta en la delantera

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de nuestra máqui na, su luz no iluminaba medio metro de la vía. Sin embargo, no quise hacer nuevas objeciones.

—Se me figura —comentó Buelna— que no gana remos así gran cosa.

A lo que contestó el motorista:

—-No, mi general. Si le parece a usted, le pon dremos por detrás un papel a la linterna. Servirá de reflector y nos alumbrará más.

Ahora fue uno de los oficiales quien metió mano en los cofres para sacar la hoja de papel blanco que se necesitaba. Pero el nuevo dispositivo tam poco convenció a nadie: prácticamente el reflector no añadía nada; la luz de la linterna ro avanzó un milímetro.

— tal conoces tú esta línea? —preguntó Bueina al motorista.

—Nunca he venido por aquí, mi general.

Y entonces fui yo el interrogado:

—dSe acordará usted —me dijo— del lugar donde están los shoe-f líes más peligrosos?

—Imposible —le respondí—. Una sola vez lic hecho este viaje.

—Bueno —concluyó él entonces—, pues lo que se ande se andará, que al fin y al cabo no hemos de morir de parto. Nomás es cosa de ir con pre caución. Tú, hijito, si sientes que la vía se te baja, mete luego luego el freno.

Y, efectivamente: lo que había de andarse se anduvo.

Serian las dos cuando salimos de Maytorena.

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Así que nos apartamos de la estación, nos dimos cuenta de que no se veía gota: la linterna, antes que alumbrarnos, nos encandilaba. Adivinarnos, por el ruido, cuándo dejamos atrás el último de los furgones alineados en las vías laterales. El movimiento nos anunció el paso del último cam bio; el ruido, otra vez, la fuga de la última casa. Y entonces, cercados por las tinieblas, nuestro oído se entregó a un aprendizaje rápido.

El motor, frío al principio, se calentó pronto y se dio a acelerar: el rosario de su explosiones se hizo perfecto. Nuestra máquina empezó a desli zarse prodigiosamente sobre los rieles ocultos. FIen- día la sombra, y la transformaba en viento que nos golpeaba la cara. Era el suyo un correr terso y veloz, capaz hasta de arrullar. Los dos oficiales se trenzaron entre sí, se doblaron, se arrebujaron y se echaron a dormir sobre el asiento, a un centí metro de la vía y de la muerte. El asistente apoyó los brazos sobre el respaldo la cabeza sobre los brazos, y se durmió tambi6’i. Buelna y yo segui mos la plática. El motorista, un poco después, comenzó a cabecear.

¡Extraña carrera loca, en manos de una de esas encrucijadas de las circunstancias que da como resultado algo peor que la temeridad: la incons

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ciencia; algo peor que la inconscieficia: la vanidad y el fatalismo! Ninguno de los seis hombres que allí íbamos tenía necesidad ni ganas de matarse. Pero, insensibles a todo, allí estábamos los seis, jugando a cual más con la muerte: uñas pór obe decer, otros por no confesar que el juego, .siendó peligroso, merecía no jugarse. En el fondo, a todos nos tranquilizaba un pensamiento, o el instinto de un pensamiento: los hombres, hasta cuando son

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más prudentes no burlan su destino. Pensamiento de primitivos y de heroicos.

Llegó un momento en que Buelna y yo no pudimos ya hablar. El motor, dueño íntegro de s ritmo de máquina perfecta, se enardeció con su propio impulso, se entregó a la realiza ción de aquella hora suya. La “máquina vola dora”, como que volaba. Y había algo de indiscu tiblemente grandioso en aquel huir desenfrenado, sin, propósito ni objeto, sobre carriles hechos de tinieblas. Valía la pena entregarse a aquel vértigo de velocidad falta de puntos de relación y bajo la mirada de las estrellas inmóviles: vértigo de velocidad pura, perceptible para el oído y los músculos. Fijas, como si no nos moviéramos, bri laban por delante las dos agujas que la luz de la linterna sacaba de los rieles.

De pronto el fugaz resplandor de otra aguja venía a sumarse y coincidía con el doble choque de las ruedas al salvar algún cambio. Entonces nuestro ruido se quebraba violentamente — furgón? ¿alguna casa?— o se encajonaba por breves segundos. Nuevos resplandores fugaces, nuevos cho ques, y nuestro ruido se espaciaba otra vez. De cuando en cuando el motor se inclinaba despla zando hacia un lado nuestro equilibrio. Lo adivi nábamos describiendo en la oscuridad curvas majestuosas o torciendo su ruta con esfuerzo. Cada rato, una caída brusca, una sonoridad hueca nos revelaban el paso de algón desagüe, de alguna alcantarilla. El salto inesperado de los shoe-flies duraba instantes de una angustia al mismo tiempo terrible y deliciosa. Sentíamos que el motor, en busca de los rieles que de súbito le faltaban, se hundía en el abismo, Ñás veloz 4ue nunca, hasta el fondo de las hondonadas y los cauces de los

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ríos. Y aquello semejaba un caer de pesadilla

—caer que dura poco y parece eterno—, entre infor mes bultos de vegetación fantástica y siluetas de peñas contra las cuales el vehículo parecía quererse estrellar. Pero siempre, cuando la congoja de la caída iba haciéndose insoportable, se trocaba sin transición en el ahogo de subir, de subir por pendientes increíbles, subir corno la barca sobre grandes olas, que aquí se presentían duras, negras, caóticas. Era aquella una montaña rusa en la sole dad del campo y de la noche; pero tan absurda, tan imprevisible e inexplicable en sus curvas y altibajos que tenía momentos de viaje infinito, sin origen ni término. ¿Qué hacía yo allí, en aque lla desorbitada danza de fugas de loco, en com pañía de cinco desconocidos tan inconscientes

como yo?

En fuerza de querer penetrar las sombras, acabé por ver. Vi como si el Sol alumbrara: un camino

perfecto, arboledas laterales, postes del telégrafo, durmientes cuidadosamente balastados; pueblos en el fondo, montañas en el horizonte, nubes orladas de plata en el

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cielo. -. La vía, con todos sus altibajos, con su curvas, sus desviaciones, sus cam bios, sus cruzamientos, no ofrecía el menor peligro. Era una vía limpia y despejada donde no se con cebiría el obstáculo más leve. Se podía confiar, se podía dormir.., dormir. -

El motor dio un brinco. Cayó otra vez sobre los rieles. Vaciló corno si las ruedas se le hubie ran acolchado. Pareció dar traspiés. Se encabritó. Brincó de nuevo. Volvió a caer. Se arrastró. Paró.

Buelna y yo estábamos de pie, cogidos a los

asientos. El mecánico se había enroscado a la caja de las palancas. El asistente, con medio cuerpo

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fuera, estaba prendido por las piernas al asiento anterior. Los oficiales habían desaparecido.

Algo se sentía debajo de la plataforma. Sin comunic&noslo, supusimos que fuesen los oficia les. Bajamos. Callados desatamos la linterna y tra tamos de aclarar lo que había sucedido. Entre las cuatro ruedas, cogida por éstas, se apelotonaba una masa enorme y confusa. Era algo velludo, húmedo, caliente. No eran los cuerpos de los ofi ciales: pare.cía ser un animal. Entonces nos apar tamos del motor y, medio a tientas, guiándonos con nuestra luz, buscamos a ambos lados de la vía. Los oficiales tampoco estaban allí. Luego cami namos sobre los durmientes en sentido opuesto al del viaje. A los diez o quince metros descubri mos un puente pequeño. Lo pasamos; seguimos buscando. Los cuerpos de los oficiales no se veían por parte alguna, ni la menor huella: ningún objeto, ningún rastro de sangre.

—Estarán abajo —le dije a Buelna, hablando por primera vez—: en el arroyo.

—Seguro —contestó.

Y en efecto, tras breve registro en el fondo del arroyo, los encontramos desmayados y desangrán dose horrorosamente. No sin esfuerzo los sacamos de allí y conseguimos llevarlos cerca del motor. Uno recobró el sentido poco después. El otro pare cía moribundo.

Al cabo de mucho forcejear conseguimos des prender del motor lo que se le amontonaba debajo. Era una mula, que había muerto ya a consecuencia del choque. Sin duda estaría echada, durmiento sobre la vía a la entrada del puente, cuando el motor chocó con ella y se la llevó entre las ruedas.

Con todo, nuestra máquina no había perdido ni un tornillo. La subimos a los rieles; acomodamos

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a los heridos lo mejor que se pudo, echamos a andar. T allí a poco entramos a una estación grande. ¿Hermosillo acaso? Entre la sombra se des. tacaban a iiclias masas como de edificios; se visluni. iwaban bocacalles a lo lejos. Cosa extraña: apenas si se veía una que otra luz.

Por las dudas, pararnos. Buelna y su asistente se apearon y caminaron hacia los cobertizos de la estación. El mecánico y yo nos quedamos con los heridos.

Minutos después of que una voz me gritaba:

— ¡Guznuín! No estamos en 1-lermo- sillo; esto es Torres.

Regresaron Rneliia y su asistente y en el acto reaslinhilitos Ja marcha, pci-o ahora con lentitUd. Así anduvimos varias bocas. Amaneció. Pronto se hizo de día; día tan claro, que todo lo inundaba en luz; veíamos correr las liebres a uno y otro lado del camino. Buelna no pudo resistir el inipul so de hacer blanco y se entretuvo en cazarlas con el máuser.

A dos kilómetros de Hermosillo descarrilamos otra vez. El motorista no advirtió que estaba cerra da la agtij a (le u u cambio, y el a inón, al pasar sobre ella, saltó fuera de la vía y fue a dar a dos metros de los rieles. Mas no pararon en eso nues tras tribulaciones de aquel viaje singularísimo, pues aún no nos rehacíamos del segundo desca labro, cuando, en el propio patio de la estación de Hermosillo, se abalanzó sobre nosotros el tren de pasajeros que salía para Maytorena. Unos segundos más y no nos queda tiempo ni para hacer a un lado el motor, donde nuestros heridos se quejaban horriblemente.

Cosa de las ocho de la ¡naílana entré en el Hotel Arcadia. Iba todo sucio y manchado de sangre. Mientras el empicado hojeaba su libro y escogía la llave de la hab i iaciói 1 que aca baba yo de v irle, inc sen té en tina silla próx i irla al mostrador y nie dormí.

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LOS REBELDES EN YANQUILANDIA

Asomarse a Nogales, Arizona, viniendo de nuestras ciudades empobrecidas y nuestros campos asolados por la guerra, era como tener una visión radiosa e insospechada. Contemplándola ahora otra vez, comprendí mejor que antes por qué los revolu cionarios

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que se acercaban al pueblo fronterizo se sentían allí dominados por una especie de sorti legio: era el magnetismo de lo comercial, de lo vital.

A Nogales, Arizona, íbamos a confortarnos un poco con el calor de la industria de los hombres y a comprar con nuestros bilimbiques (válidos en casi todas las tiendas) hasta los cordones de los zapatos. Los aparadores pueblerinos de la única calle activa —aparadores rudimentarios, pero ubé rrimos— nos hacían detenernos llenos de sorpresa y prontos a la admiración: admirábamos las bate rías de cocina puestas en serie, las sartenes relu cientes, las estufas de carbón o leña, las escopetas, la ropa, las pieles, el calzado, las tenazas, los mar tillo las bicicletas, los automóviles, y todo lo admi rábamos parejamente, todo como si la civilización

—así fuese la semibárbara de los cow-boys—- acabara de inventarse para nuestro alivio.

Porque los comerciantes de Arizona compren dieron pronto que la revolución mexicana los enri quecería, y se aprestaron desde el primer momento a satisfacer muchas de nuestras necesidades. Los de Nogales nos equipaban para la vida y para

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la muerte: igual nos daban el vino que se consu mía en las fiestas oficiales cte la Primera Jefatura, que los tiros •con hab (le acero o bala expansiva para nuestras pistolas, lo uno y lo otro a cambio

de los papelitos impresos que nosotros les entregá bamos a guisa de moneda, y que luego les servían a ellos para llevarse los restos de la riqueza que la Revolución malbarataba por razones impera tivas, y porque era ‘‘riqncza de los científicos’’. De este modo, los revolucionarios regresábamos del Nogales yanqui al Nogales mexicano con cuanto habíamos menester para seguir matándonos —y también para solazamos un poco entre combate y combate—. Pero al propio tiempo, el ganado de las dehesas sonorenses cruzaba la raya divisoria en un rebaño solo, en un rebaño que no acababa nunca, para ir a enriquecer a precio vil —era un chorro de oro incontenible— a los live-stock brokers del Far West. La prohibición yanqui de exportar armas y municiones a México —lo que en la jerga de los pochos se llamaba el embargo (le armas— no disminuía esta fuga del patrimonio nacional, antes la intensificaba, pues los riesgos del contrabando y su clima, al elevar el precio de nuestro principal articulo, se reFlejaban, por simpatías (le mercado, en los precios de lo demás. Todo lo pagábamos caro, y muy particularmente cuanto halagaba la coquetería indumentaria de los jóvenes constitu cionalistas: los liern sombreros grises de ala ancha, los trajes de casimir de color caqui y corte guerrero, las polainas amarillas de cuero de cerdo, las camisas de lana verde aceituna. -

La encrucijada internacional de la calle divisoria (mexicana en una accra, norteamericana en la de enfrente) y la calle perpendicular (ésta mexicana en la porción del sur y norteamericana en la del

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norte) solfa vernos pasar hacia allá vestidos de un modo y repasar luego hacia acá trajeados de modo distinto. Allí nos encontrábamos los que íbamos a comprar y los que veníamos de la compra; allí era la feria de los paquetes bajo el brazo y de las bromas entre curiosas y amables.

—Ya viene usted a dejar vacías las tiendas del otro lado —le decía Rafael Zubaran a Juan Sánchez Azcona, que la víspera había llegado de Hermo sillo y se disponía ahora a pasar la línea en com pañía cte su hijo, subteniente del ejército consti. tucionalista.

—yacías? No lo crea usted —contestaba Sánchez Azcona; y en apoyo de su dicho sacaba la cartera para mostrar, cuidadosamente colocados, ordena dos, y nuevos y Olorosos a tinta, varios billetes de la emisión de Monclova, cuyo valor no ascendía a doscientos pesos—. Apenas para camisas y cal cetines.

A menudo aquellas rápidas conversaciones frente al mojón fronterizo derivaban hacia la paradoja que creíamos ver en Ja contigüidad absoluta de los dos países. Nos dábamos la mano por sobre la teórica línea divisoria; poníamos un pie en cada una de las dos jurisdicciones. El general Felipe Ángeles —que, como todos los hombres íntegra mente buenos y sinceros, tenía mucho de niño— jugaba allí a ir a los Estado Unidos y volver de ellos en un solo paso.

—Me voy a los Estados Unidos —decía, adelan tando un pie.

Y luego, a la inversa:

—Regreso a México.

Un día fue y vino así hasta veinte veces —“para batir todos los récord lo cual hizo sin aban donar un instante su sonrisa melancólica, y movi

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do de la simpatía que le despertaba el encontrar en mí un espíritu comprensivo del suyo aun en tales menudencias.

* *

Después de breve estancia en Nogales, Sonora, seguí mi viaje hacia las grandes ciudades del Este.

• En Nueva York me encontré con Alberto J Pani, Luis Cabrera, Roberto V- Pesqueira, Juan y Francisco Urquidi y varios otros revolucionarios. Todos se hallaban investidos de funciones más o menos diplomáticas o consulares, y cuando no, tenían a su cargo misiones comerciales o comi siones sencillamente ininteligibles y absurdas.

La llegada de Cabrera a los Estados Unidos había permitido a Paul huir de Washington, donde las pasaba negras gracias a los cincuenta centavos que Pesqueira, agente confidencial de “la causa’, le suministraba para su sostenimiento cotidiano. Y ya instalado en Nueva York, afirmó Pani, con gesto

¿ categórico, su derecho a vivir, si no con el lujo de los representantes oficiales del constitucionalis mo, sí al menos con alguna decencia: saltó de la furnished room que en Washington le costaba un

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dólar por semana, hasta una excelente habitación del Hotel MacAlpin —habitación con cuarto de baño y demás comodidades de la’ hotelería moder na—. Resolvió, en suma, desquitar en la esquina de Broadway y la calle 34 todas sus recientes estre

checes.

En el Hotel MacAlpin se alojaba también Cabrera —Pesqueira no; él en el Vanderbilt—, y en el MacAlpin me alojé yo.

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Roberto Pesqueira no estaba suficientemente preparado —o quizá era demasiado joven— para el puesto que las circunstancias y la avidez del grupo sonorense le hacían desempeñar. Su bagaje se reducía a la lengua inglesa y alguna práctica en el trato con los nortea de la región de Douglas, Arizona, allí donde los supremos centros de la acción y la cultura eran los Green Copper Coinpanies y otras com por el estilo. Pero como no le faltaba talento natural ni com prensió rápida, su capacidad instintiva para oír el buen consejo y seguirlo sin regateos de amor propio le permitía ir cumpliendo su cometido, si no con lustre, con alguna eficacia; aunque tam bién es verdad que en Washington acababa de tener cerca a Pani durante más de un mes sin darse cuenta de la utilidad que la colaboración de él hubiera podido reportarle. ¿Se debía a que Pani cayó entre los revolucionarios de Sonora como persoualidad casi desconocida? ¿a que Pesqueira, semejante en esto a todo el grupo sonorense, adivi naba cuáles eran los resquicios por donde el fruto político de •la Revolución podía escaparse a otras manos? Meses antes, en Sonora, Felipe Ángeles había tardado más en llegar al campo consticucio nalista que Obregón en declararle guerra a muerte. Ángeles, por su capacidad militar y, más aún que por eso, por su virtud, resultaba tan peligroso para los futuros caudillos como la verdad lo es para quie ues viven de simillaciones. Análoga —aun que en diverso orden de cosas—, Roberto Pesqueira presentía acaso que Paul estaba llamado a repre sentar en la desteñida actividad diplomática y financiera del México de entonces un papel más importante que el suyo. Lo cual no era, en el fondo, más que el primer episodio de la lucha

que los civiles de Sonora habrían de trabar con Pani por varios años, y de la cual Pani no saldría victorioso sino con el apoyo de Obregón. Porque para Obregón, lejos de constituir Pani un peligro

—la rivalidad era imposible—, sería un instru mento fecundo. No así para los otros: para De la Huerta, por ejemplo, ni para Calles, durante el tiempo que Calles y De la Huerta serían aliados.

Respecto de Cabrera la situación de Pesqueira se presentaba de otra suerte. Cabrera llegaba a ocu par desde luego en el constitucionalismo, por dere cho propio, sitio entre los más encumbrados. Los coregas de primera magnitud eran, pues, quienes le disputarían ‘los honores y el poder; y, mientras tanto, Pesqueira, cuya magnitud se situaba por debajo de las primeras, podía suhordinarse a Ca brera sin temor de ninguna especie, y seguir sus indicaciones.

Cabrera, en verdad, y no Pesqueira, era quien

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daba en aquellos días la impresión de ser el jefe

de la misión diplomática revolucionaria en los Esta

dos Unidos. El Hotel MacAlpin estaba lleno de su

nombre y de su persona. Tan pronto como asomaba

por el lobby, se alzaba de sillas y sillones un tropel

¡ de gente deseosa de hablarle; siempre había dos

¡ o tres personas importantes esperándolo en los sofás

del mezzanjne floor; los botones andaban de con

tinuo gritando su nombre para entregarle recados;

las máquinas autográficas —esas que transcriben

los mensajes de un piso a otro— movían sin des

canso su pluma angular para mantenerlo informa

do; el teléfono de su cuarto no paraba un instante,

y noche a noche, en fin, era preciso colgar de la

perilla de su puerta el cartelito con la advertencia:

Don’t disturb, y dejar aviso de que no se le des

pertara antes de determinada hora. Por supuesto

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que el principal volumen de aquella actividad no respondía a nada tangible: eran las salpicaduras del millón de corredores que en Nueva York agi tan mar y tierra para vender el rifle que no tienen o para ofrecer el servicio que no está a su alcance. Mas por debajo del barullo hueco apun. taban trozos de labor real, a la que Cabrera aten. día con su manera nerviosa, rápida y precisa.

, * *

En el Hotel MacAlpin pasé entonces unos cuan tos días de vida sibarítica —sibarítica a lo bur gués, o mejor aún: a lo miembro del E C1ub- a la cual me arrastraba el sensualismo tranquilo de Alberto J. Pani. Para iniciarla con buen pie, Pani y yo empezábamos por desayunarnos en el great dining del segundo piso, comedor sun tuoso y enorme, detonae de dorados, espejos y columnas, donde los comensales hablaban bajo, los mozos pisaban quedo y el empleado de la puerta

—convencido de que tal era el exponente más alto del vivir distinguidísimo anotaba sobre un plano el nombre y colocación de cada huésped, para ir, silencioso, a buscarlo en caso dç llamada urgente.

Aquel grandioso comedor, de lujo tan despro porcionado con mi único trajecito y mi única cor bata (le revolucionario trashumante, no lograba cohibirme, pero sí me obligaba a mirarlo, má.s que en su relación positiva conmigo, en una rela ción de contraste. Para Pani la cosa era distinta, o así se me figuraba: él —por lo mismo que su frialdad sólo hacía excepción de las cosas que tocan a los sentidos— gozaba del gran

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comedor con amplitud e integridad. Se le ofrecía como resolu ción de problemas arquitectónicos —era el comedor

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principal de un hotel de dos mil cuartos— y antes que nada, como teatro de un admirable servicio de mesa hecho para regalo de los que quisieran sentirse, a ratos y a tanto la hora, grandes señores del hotel. Así nosotros. Nosotros éramos revolucio narios convencidos —no cabía dudarlo—; pero ello

no obstaba para que paladeásemos con delectación el vasito de jugo de naranja que el criado nos traía en una riquísima bandeja de plata sobre la que se irisaban las facetas del cristal cortado y la masa del hielo fundente. Y así ló demás del desayuno, que en nada desmerecía de su finura inicial. El buttered toast para los huevos nos llegaba coloca do con arte en delicadísimas rejillas de metal blan co; el pan suave para el café nos lo presentaban dentro de servilletas tan finas que, aparte de con servar el calor, parecían añadir otro perfume al ya grato de la harina recién cocida en el horno.

Nuestro desayuno de aristócratas de hotel nos normaba el estado de ánimo para el resto del día. Nos inclinaba, de manera inconsciente, a buscar en las horas que venían después las equivalencias de nuestro primer acto mañanero. Igual espíritu presidiría a nuestro lunch; igual a nuestras entre vistas políticas; igual a nuestra comida de la tarde. Y si decidíamos ir al teatro y abríamos el New York Times por la sección de anuncios de espec táculos, no nos conformábamos con menos que el Hamiet de Forbes Robertson o Los maestros can tores en el Metropólitan.

Solía también el MacAlpin regalarnos con la última satisfacción de la jornada. En esos casos bajábamos a cenar a medianoche en la grill-room. Nos acompañaban Cabrera, Pesqueira, Urquidi, etcétera; todos a cuál más propenso a dejarse arre batar por el ritmo del one-ste del hesitation waltz

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y de los blues africanos. Las paredes de mayólica de la grill-room, verdadero cabaret subterráneo, provocaban en Pani frases admirativas y observa ciones técnicas que nosotros escuchábamos y comen tábamos entre bocado y bocado de welsch rarebit o de bluepoints en salsa de cock-tail.

Fue allí donde asistí por vez primera al trabajoso baile de los restaurantes —baile a destajo al margen de los placeres de la mesa, baile de fatigas y estre checes increíbles—. Allí también confirmé que la alegría, para ser genuina, ha de teflirse de cierto desorden o exceso dionisíacos.

Roberto Pesqueira, con su smoking impecable, se levantaba de cuando en cuando a bailar. Nosotros lo veíamos. Cabrera, mexicano hasta la laíz, sacaba del bolsillo del chaleco una bujeta misteriosa y nos la ofrecía para que de ella tomásemos al aparecer sobre la mesa el manjar a propósito: en aquella caj ita había chile en pasta.

—Siempre que viajo —decía Cabrera— traigo esto conmigo. Sin picante de México no podría vivir.

Me lo preparan especialmente: tiene chile pasilla, chile ancho y chile mulato

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Ni tampoco podía vivir Cabrera sin acordarse de que era gramático y filólogo. Si alguno, al terminar la cena, pedía un plus-café, corregía él con sonrisa que le goteaba de los anteojos al bigote y del bigo te al plato:

—Pousse-café, ousse-café, no plus-café.

LA VUELTA DE UN REBELDE

conforme el tren se acercaba a la capital de la República, el recuerdo de la tarde de la traición de 1-Tuerta, y de las horas que inmediatamente la siguieron, volvía a mí con más alunco, me traí a la evocación, más y más próxima, de la experien cia espiritual que en mí obraron aquellos sucesos.

Un grupo de esbirros —lo veía ahora con la misma emoción de entonces— había ido a poner fuego a la casa del presidente Madero; otro cavaba en un jardín público el hoyo donde se echaría el cadáver, aún caliente, del pobre Gustavo; y mien tras tanto, por las calles más céntricas de la ciudad, varios grupos de alumnos de la Escuela Militar de Aspirantes andaban celebrando en automóvil, con gritos de orgía, el triunfo de los traidores. En la avenida del Puente de Alvarado los jóvenes cadetes pasaron frente a mí, y yo, indignado por la felonía que se acababa de con sumar, no pude contener mi cólera: como un insensato, me solté injuriándolos casi a voz en cuello. Por fortuna, caminaba a mi lado Pedro Henríquez Ureña —fraternal amigo, maestro en entereza de carácter, consejero discreto—, y él me volvió a la cordura con palabras admonitorias Y enérgicas.

¿Qué sentido tenía el reavivar ahora las imágenes de aquella escena, que en realidad no había olvi dado yo en uno solo de mis días revolucionarios? ¿Se disponían quizá los recuerdos a perder su

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y Y.

carácter de resortes vengadores? ¿Consentían en borrarse al fin, purgados por e! derrumbamiento de los autores de la muerte de Madero? Lo evi dente era que a los dieciocho meses de cometido el crimen, el campo estaba expedito para llamar a eso crimen, para Itamarlo crimen en el propio lugar de la traición y el asesinato, y en tal circuns tancia fundaba yo, sobre un plano casi simbólico, Ja esperanza de que mi vuelta me valdría una profunda satisfacción mora!. Sentía ir alcanzando el polo opuesto al de mi furor de antes.

Pero hay estados de ánimo imprevisibles: ast el del político que abandona la ciudad de México para lanzarse a revolucionar cii tieruas lejanas, y que después —tras varios años o meses de lucha— vuelve a su valle portentoso en la cresta de una onda guerrera y triunfadora. Porque lo que enton ces se experimenta no es, sobre todo, la satisfacción de la victoria y su triunfo: al fin victoria sobre hermanos, triunfo efímero, egoísmo, vanidad. Ni es tampoco el sentimiento del deber que se cum

p cosa dura siempre o melancólica; próxima al llanto cuando afecta alegría. Ni menos aún es el innoble halago de sentirse en el sendero del éxito: felicidad engañosa, deforw del alma y la verdad. Es algo fundamentalmente desintere sado y jocundo: la sorpresa, acaso no traducida en ideas ni en palabras, de haber reconquistado con ansia, con sacrificio, con dolor, el Valle de México, una cumbre de belleza natural cuyo sabor

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pleno torna así a gozarse, ahora con la frescura de las primeras impresiones y la sabiduría de las

de antes.

A mí el aire sutil de mi gran ciudad —transpa. rencia donde reside la mitad de su hermosura:

atmósfera que aclara, que purifica, que enjuta— me descubrió de nuevo (como si esta vez lo hiciera sólo para mis sentidos) todo un mundo de alegría serena cuyo valor esencial estaba en la realización perenne del equilibrio: equilibrio del trazo y el punto, de la línea y el color, de la superficie y la arista, del cuerpo y el contorno, de lo diáfano y lo opaco. El contraste de las sombras húme das y las luminosidades de oro me envolvía en la caricia suprema que es el juego de la luz. La sensación orgánica de encontrarme ligero, de reco nocer en cada movimiento de mis miembros o cada palpitación de mi carne una fuerza alada y etérea, trascendía a mi espíritu en forma de secreta seguridad de poder volar. Sí: mis pies pisaban la tierra, mas la pisaban por encapricha miento de la voluntad, por gusto, porque ésa era la tierra en que había estado yo soñando, porque era mi tierra. Un leve impulso del mismo pie donde me apoyaba me habría bastado para subir a bañarme en el abismo de luz de las más altas regiones y para quedarme allá, sujeto al movi miento, libre y majestuoso, de lo que no pesa ni cae.

Ebrio de claridad —pero de claridad sin crudeza, pues ahí un poder impalpable conseguía pulir hasta los reflejos últimos—, en los primeros monien tos de mi regreso no tuve sino ojos para ver. ¿Había nada comparable, en el cielo o en la tierra, a la beatitud de contemplar otra vez el ritmo doble y blanco del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, con cuya belleza magnífica estuve familiarizado desde mi infancia? 1 de blancura mate en las primeras horas de la mañana; formas gigan

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tescas de azogue refulgente cuando el sol, fijo. en lo más alto, deja abajo libres los colores y matices; montes irreales, montes de ensueño, montes de cuento de hadas cuando la tarde los cubre con los más tenues y distantes de sus mantos: el rosa, el violeta, el lila, el azuli

Ante esta presencia me parecía evidente la nece sidad de que el cinturón montañoso del valle se elevara en otros sitios —para que no se rompiese la armonía— a proporciones también grandiosas. Por eso la fuente de la belleza natural no se can saba de producir allí las supremas de sus obras:

las de lo grande inmensurable en lo iiimensurable armónico. De los dos volcanes nevados mi vista pasaba a posarse sobre el Ajusco: ola de roca, mole arrolladora en

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quien la quietud —incomprensible sin e auxilio de todo una mitología— es dinámica pura, fuerza en cúmulo. En el Ajusco sentía yo latir todo el vigor del valle.

Aquella enorme divinidad sonreía a veces, y entonces, deteniéndose en los tonos menos profun dos de su azul, mostraba complaciente los detalles ciclópeos de su musculatura: anchos espacios de luz llenaban los ámbitos de sus anfractuosidades; la menor de sus comisuras se veía poblada de inmensos bosques; por sus desfiladeros y precipi dos bajaban las sombras a torrentes. Pero el monte no siempre sonreía. Adusto por temperamento, bajo la misma mirada que un momento antes lo viera sonreir, recobraba de pronto su gesto propio:

el tempestuoso. Entonces lo envolvían las tintas más suyas: las oscuras, las sombrías, las que le borraban todo accidente superficial y lo hacían crecer, crecer en la unidad abrumadora de su masa. Sobre su cima señera, se aborrascaban entonces las

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nubes más hoscas; desde ella bajaban los truenos más ingentes.

La mera visión de las montañas del valle resti tuyó mi espíritu a su centro de origen: como si hubiera un modo más fácil de ser, insensiblemente perdido en la ausencia, que ahora recuperara yo de súbito; como si la nitidez de un clima interior

—espiritual y orgánico— renaciera al contacto de la nitidez del clima externo. Y ese entrar en mí mismo se robustecí a en el ambiente de la cuidad, al influjo de la perfecta rectitud de sus calles, en lo espacioso de su gran plaza, bajo la sombra florida de sus jardines, dentro del misterio de su bosque.

Todo tenía el mismo valor que antes, y, sin embargo, todo resurgía con nueva trascendencia y brillo: con la efusión que hay en el fondo de todo reconocimiento. Series infinitas de sensaciones redescubiertas se apoderaba de mí, venían a acu mularse, de lo humilde a lo grande, de lo suave a lo intenso, en arpegios que afloraban a un tiempo en toda la superficie de mi sensibilidad. Mi cuerpo había vuelto a su perfecta ecuación de lo muscular y lo táctil: sus límites periféricos coincidían con el sentido de su masa y su peso; su volumen ocupaba el espacio preciso. Era la misma la ropa que me cubría, y, sorpresa grata, se me amoldaba más suave y exactamente, cual si un invisible forro, de fluido seco y fresco, corri giera a cada paso el ajuste. El simple hormigueo de la sangre en el tránsito de las primeras horas de la mañana a aquellas en que el sol calienta, me parecía de una novedad secreta, honda. E, igual mente, el mero paso desde la acera umbrosa hasta la acera soleada me revelaba toda una gama —gama unica y un poco áspera— de temperaturas peculia

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res. Habi a infinitas gradaciones en el frescor de los zaguanes, puestos en el conflicto de (los regio. nes de sol: el sol de la calle, el sol del patio.

En el Paseo de la Reforma el coche corría en dirección del Bosque. Al final de la avenida, cerrando la doble fila de troncos y follaje, la arbo. lada cortina del cerro caía a plomo; su terciopelo verde se tendía de nube a nube. Y más arriba aún, al abrigo de los años, descollaba sin alardes la estructura del castillo: castillo sobrio (le línea y de prestancia, castillo extraño en su fijeza sobre el mar (le los ramajes gigantescos. Seguía raudo el coche: venía fácil, sutil, su entrar como de aire en las oquedades hechas de verdura. Luego, más allá, el perfume de las frondas añosas —ano son ésos los árboles

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más antiguos del valle?— añadía otra dimensión a la quietud. Los enormes troncos rojos, las soberanas copas (le filigrama de cobre

en mechones gigantescos y desmelenados se nutrían allí (le quietud, bebían quietud al ritmo de la savia que cii el suelo elaboraban las ni íces mile narias. El coche seguía corriendo. Tibia al prin cipio la atmósfera, se enfriaba de pronto, a medio decurso de la Gran Avenida, al convertirse en som bra perpetua: iba el toche por la región donde las ramas, a gran altura del suelo, se juntaron para siempre. La avenida del Rey lo acogía en su inti midad remota

Pero si el misterio del Bosque me comu nicaba uno (le los estremecimientos más auténticos del alma (le mi ciudad, otro me nacía al divagar por las calles más tradicionalmente o más moderna mente mexicanas: desde Don Juan Manuel, desde San Ildefonso, hasta San Cosme o Versalles. Me lo daba, (le preferencia, la contemplación del Zócalo El Zócalol Mucho había sufrido en el

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recuerdo la hermosura de la gran plaza al compa rarla con las plazas de otros países. Mas lic aquí que, mirándola otra vez, reconquistaba de un golpe la supremacías lograba que a su lado desapare ciera la emoción conservada de todas las demás. ¿Qué era lo que volvía a haber en la sencillez _horizontal y austera— del viejo palacio colonial? ¿Qué en el perfil barroco y violento (y en las grandes superficies lisas y grandiosas) del conjunto de la Catedral y el Sagrario? Los soportales torna ban a aparecérseme como los evocadores de toda

una historia, como los testigos de las hazañas de toda una raza. Y ése era el latido ciudadano que

entraba más profundamente en el corazón del rebelde vuelto a su casa, a su ciudad. Aquella plaza nacional concordaba, como la mente de quien la concibió al otro día de derribar una civilización entera, con la grandeza del ámbito del valle; era amplia como el gesto del pueblo que allí debió haber crecido, como sus ainbicioues, como su obra. ¿Algún día sería ese pueblo? ¿Sería el niismo que nosotros —por deber o por pasión— ensangrentá bamos ahora en interminable lucha de móviles

casi ciegos?

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En medio del desastre de las mejores esperanzas de la Revolución, Eulalio Gutiérrez no olvidaba sus compromisos de Aguascalientes. Seguía traba jando para que Obregón desconociera a Carranza al mismo tiempo que nosotros a Zapata y Villa; empezaba, en secreto, los preparativos de nuestra marcha a San Luis, inclinado ya, en último trance, a pelear a la vez con villistas y carrancistas. Y debe reconocerse que tal actitud enaltecía sobremanera al presidente provisional, puesto que para esperar convencer a Obregón de los peligros de Carranza se necesitaba entonces casi tanta fe en el destino

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revolucionario, como hacía falta arrojo para pre parar la ruptura con Villa estando dentro de la propia férula del villismo. Sobre lo segundo huel gan las pQnderaciones: Villa, sin dejo de duda, se enteraría pronto de cuanto tramábamos —se enteraría a pesar de todo nuestro sigilo— y, una vez enterado, nada impediría que se nos echara encima con su rapidez y violencia de costumbre.

* *

Aquella situación hizo crisis un domingo por la mañana. (O si no era domingo, era, al menos, día en que por una razón u otra las oficinas públi cas permanecían cerradas.)

Había yo ido a la Secretaría de Guerra a despa char varios asuntos urgentes. Llevaba tres horas

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manejando papeles y dictando oficios y telegramas. Ugalde —mi taquígrafo— estaba sentado frente a mí, al otro costado de la mesa, e iba convirtiendo en pequeños trazos diná de su lápiz amarillo, ágil y bailante sobre la superficie del papel, las palabras que brotaban de mi boca. Los dos nos sentíamos contentos. Ambos trabajábamos, en la quieta soledad de la oficina, con el mismo estado de espíritu que si la realidad militar, flexible entre mis palabras y su dedos, no tuviera otro sentido ni otro valor que aquella, desinteresada y remota, que los sabios someten a sus observa ciones.

Cerca de la una (le la tarde el teléfono sonó. Ugalde descolgó el audífono y se dispuso a con- testar sin mover la mano de sobre el cuaderno ni aflojar la presión de los dedos en el lápiz. Su voz se empapaba en el ambiente de la tarea tranquila según iba diciendo:

—Bueno... Sí. -- Sí - -

Vi en seguida cómo tapaba el orificio del trans misor apoyando éste boca abajo contra la super ficie de la mesa, y escuché, desde el fondo del párrafo cuya elaboración había quedado en sus penso, lo que me decía:

—Preguntan si está usted aquí y piden, si está, que se ponga inmediatamente al aparato.

Entonces tomé el teléfono y respondí, yo tam bién con acento de la más absoluta serenidad:

—Bueno - - - Sí - - - Yo mismo

Pero en el opuesto extremo del alambre el panorama de la vida debía de ser otro. La voz que desde allá hablaba parecía temblorosa, agitada, catastrófica; era una voz cuyas palabras, pese a mi disposición y esfuerzos por conservarme sereno, me Sacudieron en el acto desde la cabeza hasta los

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POS “MALGRÉ TOUT”, LICENCIADO

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pies. El cambio que esas palabras me producían lo iba yo advirtiendo, con] orine las ese ud iaha, más que c ‘i mis cii la cara (le Ugalde, que refle jaba paso a paso, por simpatía inmediata, la expre sión de f rostro.

Cuando deposité de nuevo el teléfono sobre la mesa, la magia de la labor en paz había quedado rota. Mi silencio profundo sólo denotaba perple jidad. Ugalde, sin perderme de vista, guardaba SU lápiz en el bolsillo, cerraba su cuaderno. Al fin inc preg ti t(’i, (1011 ‘fOX (lttC contrastaba, por lo trémula, con lii de ni i nutos an es:

— algo grave, señor Guzmán?

—Me informan —le contesté con voz semejante a la suya— que Villa acaba de poner preso al pre sidente y ordenar también la aprehensión de todos los ministros y demás miembros principales del gobierno.

Bajé al patio, subí al a u tonróvil, salí. Aftiera, el claro sol de invierno, tibio al inediodma, brillaba con placidez, irradiaba jovialidad y negación de lucha. Las calles rebosaban tIc ruido alegre, de trá fago jocundo, de discreta disposición al goce de todos los sentidos. En el Zócalo, lago de luz, auto móviles y tranvías formaban un ritmo único donde sus afanes parecían disolverse. Entre todos, mi automóvil conservó intacto el afán suyo. Y en seguida, a lo largo del bullicio (le Plateros, se prolongó en mí esa misma sensación, a un tiempo natural y extrafí:t: la de esta yo viviendo fuera del pulso que movía cadenciosamente los vehícu los y el desfile de hombres, mujeres y niños sobre las aceras.

Al pasar frente a la dulcería de L Globo, la marcha del coche era tan lenta que sólo existía en contraste con el desenfreno de i,ii ideación:

movimiento retardado puesto al servicio de una velocidad próxinia al vértigo. Pero entonces colum bré al cojo tel I)om ínguez. Se It a lIaba junto al mostrador de los pasteles, en el acto de tomar de las manos de ulla dependienta el paquete que ésta le tendía con un ramito de flores y una sonrisa.

Salté del automóvil, atravesé la calle eludiendo parachoques y guardafangos, y entré en la tienda. Ahora estaba Domínguez frente a la caja —el bas tón, el cigarro, e paquete, y el ranuto en una mano y c dinero en la otra.

—Deja tus pasteles —le dije en voz no tan sorda como la quería yo— y ven conmigo inmediatamente. Curiosos o sorprendidos, varios parroquianos se volvieron hacia nosotros. Pero él, con gran natu ralidad, puso el paquete sobre el mostrador y, sin responder una sílaba, se dispuso a seguirme.

Salimos. Yo iba delante y aprisa, sorteando los obstáculos (le la itt tiltitud, para alcanzar (le nuevo el autonióvi 1, qne había seguido avanzando tlctitro (le la triple fila de coches. Así que lo ocupamos, me preguntó Domíngtiez:

—Pero, ¿qué pasa?

—Pues pasa esto—. Y le conté.

De allí a la estatua de Carlos IV hicimos nuestro plan. Dejaríamos el automóvil a la puerta del gara e ( estaba en el paseo (le la Reforma frente por frente del a casa de Eulalio. Yo me acercaría a la casa, resulto a comunicarme con Gutiérrez como se Pudiera. Domínguez, entretanto, procuraría hablar por teléfono con Lucio, para

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prevenirlo contra el peligro que lo aguardaba y pedirle consejo. Y si pasada inedia hora no regi-esaba yo, Domínguez iría en mi busca.

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Mi primer tropiezo fue con la guardia. En vez de la escolta del presidente me encontré con los

dora (los (le Vi Ua.

—No se puede pasar, mi jefe.

—I ¿Que no puedo pasar yeN

—Ni tisté ni naiden, ini jefe. Es orden de mi

general.

— qué general?

—Pos de mi general Villa. ¿De quién habla de ser? Del mero petatero, del (liJe manda aquí.

Inútil seguir discutiendo. En vista de lo cual pedí (J nc viniera el comandante de la guardia. Éste ni e repitió lo di cl o por el soldado; pero yo entonces aseguré que era a Villa a quien necesi taba hablar para asuntos del servicio, por donde vino a franqueárseme la puerta hasta el amplio recibimiento desde el cual arrancaba la escalera,

—Más allá de ningún modo —dijo el oficial—. Las órdenes son terminantes,

Fu e piso bajo de la casa no se veía a iiiiiguno de los hombres t confianza de Eulalio: los dora íI lo ocupaban todo. Algunos de ellos, en grupos próximos a las ventanas, asistían desde allí al desfile de una columna de caballería que en aquel momento iba pasando bajo los árboles del paseo. Eran las fuerzas del compadre Urbina, las cuales, por lo visto, se aparecían oportunamente como una presei ici a amenazadora - Yo ta inbién las con— templé varios segundos. Los jinetes avanzaban con paso tardo, y en columna de poco frente, a fin de que su alarde fuera mayor.

—il mucho que el general está aquí? —pre

gunté poco después al oficial.

—Cosa de una hora.

Entonces inc dediqué a pasear por el cuarto, afectando el aire paciente de quien espera. Luego,

absorto al parecer en mis reflexiones, prolongué mi ir y venir hasta la habitación contigua. Y poco después, aprovechando un momento en que nadie me miraba, me escurrí hasta el primer patio.

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Claridad radiosa; verdes copas de -Jrboles barni zadas en sol. 1- allí, en un rincón, una esca lera de servicio. Durante un minuto estudié la forma en que estaba dispuesta. La subí. Daba a una especie de piso intermedio, que era a modo de departainen to de criados. No había nadie en él:

camiué por su interior. l)e allí conseguí pasar, no sin trabajo, a una cte las habitaciones principales. I puertas luie comunicaban esta pieza con el resto de la casa estaban cerradas; pero una de ellas, que daba a un pasillo con balcón, me permi. tió seguir introduciéndome así, tras el laborioso esfuerzo de saltar de ese balcón al inmediato.

La habitación donde me vi entonces estaba tam bién solitaria, y como ésa, las dos siguientes. i)esde más adentro parecía venir riunor de voces. C;nniixé hasta donde los rumores se resolvieron en palabras. Alicia el hablar se oía en la habitación próxima.

Puse mi sombrero sobre un mueble, y, con el mayor desplante, cual si perteneciera a los de casa, pasé cerca de la puerta para ver lo que había más allá. Las voces partían de un grupo de oficiales de los dorados, que conversaban tranquilamente en el centro (le la antesala. linos —los más— se habían sentado, colg pies y piernas, sobre la mesa; otros se mantenían en pie. Su charla no era obs táculo para comprender que estaban apercibidos Y en espera de sucesos graves. Formaban grupo compacto y hacían frente a la puerta del salón,

cerrada en aquel momento. Eulalio, de seguro, se hallaba 1)1-eso allí.

Con la misma naturalidad que antes, atravesé

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ahora la antesala en dirección •a la pieza. de enfren te, que era la inmediata al salón. Los oficiales de Villa se volvieron a mirarme, Y0, metidas las manos en los bolsillos, los saludé familiarmente:

—Qué húbole . - Respondió uno:

—Pos ya ve usted: aquí con el jefe.

Pasé. La habitación contigua al salón era una alcoba. Como lo demás de la casa, estaba desierta. Allí el murmullo de la antesala cedía ante otro mayor, éste venido por una de las puertas latera les, si bien ambos rumores se ensordecían ahora al atravesar las cortinas y rozar la alfombra. Las nuevas voces sonaban agrias, como de disputa, pero de disputa cuyo peor momento hubiera ya trans currido: eran voces de riña en ocaso. Para oírlas distintamente me acerqué a la puerta por donde venían. Las hojas estaban entreabiertas; las corti nas, del lado de allá, echadas por completo. Pasan do por la

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abertura, vine a quedar entre la madera de las hojas y el terciopelo de las cortinas. Ahora oía yo, clara y enérgica, la voz de Villa:

¿Que al licenciado Vasconcelos lo quieren matar? Pues ¿por qué no me lo dice, señor? Yo le

pondré una escolta.

Con no menos claridad, me llegó entonces la voz de Eulalio aguda, irónica, bisbisante:

—Porque las cosas no se hacen así. Si yo soy el presidente, de mí tienen que depender todas las fuerzas y, en consecuencia, todas las escoltas.

De nuevo la voz de Villa:

—Pero ¿quién le dice, señor, que mis fuerzas no son también suyas? ¿No nos comprende un mismo gol) ierno?

Aquí, confusas y entrelazadas, sonaron varias voces a la vez. Sólo me llegaban palabras sueltas.

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Moví levemente el borde de la cortina por el

lado en que ésta tocaba la pared; en el intersticio

se recortó una tira del rostro y del uniforme de

Roque González Garza, y más acá, de espaldas

• hacia mí, parte del busto y de la cabeza de Vito

Alessio Robles. Agrandé un poco el resquicio para

ver mejor: apareció una mano, una mano que me

era conocida, pero que me sorprendió como algo

• enteramente nuevo al verla así, amputada del cuer

po de que formaba parte. Era la mano de Eulalio.

Cerca de ella se veía, rodeada de tres o cuatro

copitas, una botella de coñac. Más arriba y más

allá, entre dos cuerpos, se agitaba el mechón de la

cabellera de Villa, rizosa y rojiza bajo la línea cur

va del ala del sombrero. A veces, los movimientos

del mechón se acompañaban del fulgurante paso de

dos ojos por el espacio que dejaban libre las

franjas de los dos uniformes. Tenía Villa el ros

tro encendido. Su gesto, de sonrisa estática, era el

de sus grandes raptos de ira. Por el apiñamien

to de miembros próximos a él, se comprendía que

lo rodeaba mucha gente.

La mano de Eulalio cogió la botella y vertió

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coñac en una de las copitas. Tres dedos rodearon

luego la que estaba llena y la levantaron. Dedos

y copa se evadieron de mi campo visual... Seguían

las voces entrecruzándose, ininteligibles .. Copa

y dedos reentraron en escena... Eulalio pronun

ció entonces palabras de timbre más agudo

Breve silencio.

Se escuchó la voz de Villa:

—Fue por orden mía, señor; por orden mía. Si le entrego al gobierno de usté todos los ferrocarri les, ¿cómo muevo mis tropas? Fíjese nomás ed la gran extensión de mi territorio.

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—Pero ultimadamente es lo mismo. Usté me ha nombrado general jefe de las tropas de su gobierno, ¿no es así? Bueno, pues yo lo protejo, y para pro. tegerlo conservo debajo de mi mando todo lo que esta situación justifica. Cuantimás que son trenes y tropas mías

En ese momento creí distinguir la voz de Fierro y, más cerca, la de Vito Alessio Robles. Eulalio replicó algo. La voz de Villa tomó a dominar:

—Pos ahora ya lo sabe, señor: frente a su casa están desfilando tres mil hombres de mi caballe ría, para que sienta nomás mi fuerza. La guardia que le Ile puesto es mía también. Lo que es de aquí no sale si ini perni iso.

La voz (le Eulalio:

—Eso lo veremos.

Rumores. Después la voz (le Villa:

—Y si saliera, de poco habría de valerle, porque ahora sí, sépaselo, lo voy a dejar sin ningún tren. ¿Cuándo ni cómo va uste, pues, a escapárseme?

Entonces la voz de Eulalio, perfectamente audi ble, inalterada, tranquila, mordaz:

— No me faltará cómo; que por no que darme cerca (le usted, soy capaz de irme hasta en

burro.

—Pos ya lo sabe: si intenta írseiue lo tizno. Sobrevino entonces un movimiento general, apa gado en parte por la alfombra. Primero temí que fuera a reencederse la disputa; luego comprendí que aquello la daba por concluida. Precipitada mente me aparté (le la cortina y volví al centro de la alcoba. Se escuchó entonces rumor de voces; andaba gente en tropel. 1-Tizo ruido una puerta al abrirse; se oyeron, por el lado. (le la antesala, muchos pasos. Transcurrió un momento ... Fue ron apagándose pasos y voces ilencio en la

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antesala - - - Silencio en el salón - - - Entonces volví a acercarme a la cortina y poco a poco la entre abrí: nadie. Entré en el salón.

Eulalio, sentado en un sillón de brazos, acababa cte servirse otra copa de cofiac y se la llevaba en aquel momento a la boca. Viéndome salir de mi escondite, se sorprendió y sonrió, aunque sin decir nada, y luego se me quedó mirando inquisitiva— mente. Al verlo así, entre tranquilo y burlón, yo tampoco pude dejar de sonreírme. Con todo, le pregunté:

—Y ahora, ¿qué hacemos, general?

— Ahora eso que dicen ustedes, los que leen los libros y han estado en la escuela.

Y clavó en rití los ojos, vivos, inteligentes, mien tras daba a su rostro la expresión comunicativa en él anunciadora de la risa.

— que decimos nosotros?

—Lo que dicen ustedes, los intelectuales.

—No lo recuerdo. ¿Qué decimos nosotros?

—Pos inaigré tout, licenciado, rna tout. ¿O no es así como dicen ustedes los intelectuales?

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HACIA EL DESASTRE

El 5 de mayo por la mañana, la situación política y militar de Venustiano Carranza no tenía remedio.

Las Olas del descontento en armas, de la rebe lión, de la defección, habían venido propagándose desde las más remotas comarcas del país hasta el interior mismo de los salones presidenciales Ya no era sólo Calles en Sonora, ni Estrada en Zacatecas, ni Obregón en los estados del Sur, donde las tropas acogían al rebelde y se pronunciaban. Era Pablo González, que se mantenía en Texcoco rodeado de partidarios, como en acecho, y que no necesitaba sino extender la mano para adueñarse de la capi tal. Y entre tanto, Carranza, aparte de ignorar quié nes lo acompañaban todavía para sostenerlo, y quié nes para traicionarlo Oportunamente, veía apartar- se de su lado a militares y civiles que horas antes le protestaban adhesión; veía cómo defeccionaban hasta sus regimientos preferidos, aquellos cuyos jefes y oficiales recibían paga y sobrepaga, y cuyos soldados rasos tenían haberes de sargentos.

¿Tan insensato se juzgaba su propósito de entre gar la Presidencia a don Ignacio Bonillas, tan cri minal su idea, que así lo abandonaban o negaban casi todos? Sola surgía esta pregunta en el espíritu de cuantos entonces penetraban a fondo lo que estaba ocurriendo; sola se le formulaba a él. Y como él sabía historia, bien hubiera podido pronosticar para sí mismo, interrogándose y respondiéndose, cuán funesto habría de serle aquel error, y cómo

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habría bastado el más somero análisis para enten der el vacío a que se asomaba poco a poco.

Porque hay una hora, si se produce, que nunca falla en el derrumbamiento de los gobernantes mexicanos: la mala hora en que se proponen, con olvido de su origen,

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provocar una repulsa verda deramente nacional, una negativa a la que después tratan de enfrentarse. Y esa hora la había sonado él queriendo improvisarse un sucesor, y luego la había acortado empeñándose en sacar de la nada, o casi de la nada, al hombre dispuesto a constituirse —de hecho o en apariencia— en heredero de una situa ción política que nadie, ni el propio Carranza, podía legar arbitrariamente, ya que otros, con muy buenos títulos, también la consideraban suya.

La realidad exterior era así. La realidad en el espíritu de don Venustiano la que su carácter le imponía. Porque nada superaba en él a su obsti nación; nada a su incapacidad para reconocer sus errores. Pudiendo rectificar, ni un minuto pensó en hacerlo, y, menos aún, en rendirse; ni se acordó de la mano que apenas la víspera le había tendido Pablo González a cambio de no llevar adelante el delirio de la imposición. Pensó que le quedaban leales Diéguez en el Norte, Iturbe en Sinaloa, Agui lar en Veracruz —sin considerar que no siempre la lealtad de los jefes asegura la de los soldados—, Y se afirmó, inconmovible e impasible, en la evi dencia de que el único sendero, como siempre has ta entonces, era el suyo, el que él se trazaba. Es

decir, que tuvo la visión de estar cumpliendo un destino —claro y acariciador a la luz de su cegue ra— mientras de hecho, inconsciente e implacable- mente, caminaba hacia otro, negro y cruel, qu estaba aguardándolo.

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Aquella tarde, por ios informes de Urquizo, com prendió que su estancia en la ciudad de México era ya insostenible, y esa misma noche, en consejo que más que de gobierno parecía de familia, resol vió trasladar a Veracruz la capital, llevándose allá consigo los otros poderes federales.

Segün su hábito, él lo acordó todo. I dijo que saldrían hacia Veracruz; él, que el viaje se liaría por la línea del Ferrocarril Mexicano, resguardada para eso desde días ¿tutes por las fuerzas de Fran cisco Murgula; él, que se iniciaría la marcha a pri mera hora del día 7; él, que lo acompañarían, ade más de las tropas, cuantos políticos y burócratas quisieran hacerlo. Un recuerdo lo inspiraba: la evacuación de seis años antes, también hacia Vera cruz, cuando la Convención de Aguascalientes lo depuso de la Primera Jefatura. Así hoy: habían de seguirlo todos los poderes, todos los órganos de la administración, todos los funcionarios y emplea. dos, y hasta algunos presos políticos, no pocos muebles de las Secretarías de Estado y parte de la maquinaria de las fábricas militares.

¿Bastaban apenas veinticuatro horas para tama ño proyecto? Tenían que bastar. Así se había deci dido, aunque con menos agobio, en noviembre de 1914, y las cosas habían terminado bien.

Muy tranquilo, como si la ansiedad de aquellos preparativos fuera modo de vida normal, don Venustiano dedicó todo el día 6 a resolver con Pau lino Fontes los problemas, grandes o chicos, del traslado de su gobierno.

Quienes lo vieron ese día no echaron de menos en él aquel gesto, tan constante y tan suyo, con que gustaba acariciarse la barba morosamente. Lo vieron expresar, ya por las palabras, ya por la acti tud, que estaba ocupándose en un asunto casi coti

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diano. Para él no se trataba de la fuga de unos poderes políticos tambaleantes bajo el ímpetu de

¡ fuerzas avasalladoras e incontenibles, sino de un cambio transitorio de capital en medio de circuns tancias adversas; de una maniobra por razones sólo militares. Problema político, trascendental o de fondo para el paf s, no había ninguno.

Su manifiesto, publicado en los diarios de esa misma mañana, fue claro y terminante, y respira ba, como toda su persona, fortaleza y dignidad. Exponía allí lo impecable de su conducta, hija de sus responsabilidades históricas, hija (le la Ley; anunciaba su propósito de no entregar la Presiden cia sino legalmente, y eso hasta después de sofocada la rebelión; explicaba cómo su postura sólo era delicada por no saberse con exactitud qué parte del Ejército se conservaba pronta a prestarle apoyo y cuál se disponía a combatirlo de verdad. Y en seguida agregaba: “Se equivocarán quienes me supongan capaz de ceder bajo la amenaza del movi miento armado, por extenso y poderoso que sea. Lucharé todo el tiempo que se requiera y por todos los medios posibles. Debo dejar sentado, afirmado y establecido el principio de que el poder público no debe ya ser premio de caudillos militares cuyos méritos revolucionarios no excusan posteriores actos de ambición.”

Los militares aludidos eran Obregón y Pablo González, caudillos del movimiento que lo había llevado al poder y que ahora ambicionaban el pues to que él disfrutaba desde hacía seis años.

Al día siguiente, con sólo acercarse al Tren Dora do, que iba a conducirlo, pudo darse exacta cuenta de la discordancia entre los hechos y los manda tos de su desmedida voluntad.

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En las estaciones todo era confusión y desorden. Habían desertado, no presentándose, jefes de las graduaciones más altas y oficiales de ‘os estados mayores; varias de las unidades habían llegado incompletas; la marcha, que debió iniciarse a prin cipios de la mañana, no daba señales de empezar nunca. Bloqueaban las vías más de sesenta trenes que se estorbaban unos a otros. Faltaban conduc tores, maquinistas, despachadores. Faltaba lo prin. cipal ( personil ferroviario, simpatiz.ador (le Pa blo González o de Obregón.

Dieron las ocho, dieron las nueve. Cuando ya debían encontrarse a muchos kilómetros de la ciu dad de México, no acababa el embarco de hom bres, animales y cosas. El movimiento de los ande-

nes seguía impedido por montones de muebles, de cajas, de uniformes; los caballos del presidente no estaban en el tren; su guardia no aparecía por el sitio seílalado. Y en medio (le aquella batalicil a lle gaban noticias alarmantes: la (lefección (le toda la caballería —cuatro regimientos— destinada a cubrir

uno de los flancos al paso de los convoyes por la Villa de Guadalupe. De hecho, el escuadrón de alumnos del Colegio Militar era la única fuerza montada que se hallaba lista y en su sitio.

Total: que no empezaban a rodar los trenes cuando ya se sabía que las tropas (le Pablo Gonzá lez estaban entrando en varios (le los suburbios, y que no sólo las ayudaban en

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sus maniobras los informes de los jefes emboscados en la Secretaría de Guerra y en la Comandancia Militar de la Pla za, sino que fraternizaban con ellas los soldados y oficiales que las aguardaban en los cuarteles.

Sereno y calmoso en el coche-salón de su Tren Dorado, don Venustiano departía con Paulino Fon tes. Lo rodeaba su personal político nuis próximo.

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Urqtiizo y otros llegaron con la inquietud que les producía tau grande retraso.

—Sí —observó él—; ya debiéramos habec salido. Y, volviéndose a Fontes, ordenó, alterado apenas su reposo:

—i’aulino, haga usted salir los trenes inmedia tamente.

Al fin, pasadas las diez, aquello se consiguió. Empezó a moverse el Tren Dorado. Otros, cuatro o cinco, iban delante; todo e resto, él así lo espe r.aba, vendría detrás.

Hubo que detenerse un momento en la Villa de Guadalupe, expuesta al ataque de Pablo Gon zález. Se veían desde allí, por el camino de Puebla, las polvaredas que el enemigo levantaba en su avance hacia la ciudad de México. Varios funcio narios encargados de ordenar la marcha, Urquizo entre otros, vm ieron a decir a don Ven nstiano que todo iba saliendo mal. Él no se alteró: les ordenó, con su calma de siempre, que no se demorara más el movimiento. Eso era todo lo que importaba:

esquivar allí el ataque enemigo, alejarse un poco para dejarlo atrás. Después, el orden indispensable entre los convoyes se iría resolviendo solo y el peli gro desaparecería al mismo paso. “Una.jornada de ventaja era siempre salvadora para quienes sabían cómo aprovecliarse (le ella.’’

Siguió su tren y siguieron otros; pero el posible ataque enemigo no se evitó. Alcanzados durante la salida, los últimos convoyes habían chocado, o no habían podido moverse, y, sorprendidos así, que daron presos con cuanto llevaban. Se perdieron las municiones, la artillería, parte de la aviación y de la maquinaria militar; se perdieron miles de

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Estaban con él ministros, generales, ayudantes de su estado mayor.

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caballos, incluso los del presidente; se quedaron miles de soldados con sus oficiales, jefes y generales.

Sin detenerse, corrieron los trenes hasta Tepex pan. Por la tarde pararon en San Juan Teotihua. cán. Allí se presentó el general Murguía, ya con su gente dispuesta en convoyes, y pronta a tomar el servicio de vanguardia. Allí también escuchó don Venustiano detalles, precisos en cierta forma, de lo desastroso de su salida, que le costaba en hombres y elementos más de la mitad de lo que creía traer. Era lamentable, pero cosas peores acae cían en la guerra.

Oyendo lo que unos contaban y lo que comen. taban otros, advirtió cómo los más de los hombres que venían con él disimulaban apenas el desaIlen. to, y cómo algunos se reprimían para no desbor darse en indignación. Él, silencioso, acaso empe zara a libar para sí la amargura que habría de depararle aquel éxodo militar y político, el luto de aquel viaje presidencial en el que iba encon trando, como respuesta a su íntima

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desolación, la indiferencia, también desoladora, que por todas partes lo recibía. En efecto, al atardecer se reanudó la marcha, y ya de noche no eran pueblos con vida, sino fantasmas de pueblos, desiertos y tenebrosos, los que turbaba, con el resonar de un ruido enca jonado, la interminable fuga de los trenes.

Pero si en el alma de don Venustiano iba definiéndose aquel sentimiento, ni su rostro, ni sus ademanes, ni su actitud lo dejaban ver.

A la mañana siguiente los convoyes se detu vieron en Apizaco. Se incorporaron allí una sec ción de artillería y un regimiento de caballería. Se presentaron dos generales y otros militares y civiles procedentes de Puebla y Tlaxcala.

urguía, en quien Carranza había puesto el mando, dijo que aquel era el sitio y el momento de organizar las tropas. Así se hizo. Y en un caballo que le consiguieron prestado, el presidente de la República pasó revista a lo que le quedaba del Ejército Nacional, aquel ejército de quien él todavía se sentía jefe. Eran cuatro mil hombres. Le presentaron las armas, lo saludaban con la marcha de honor, mientras, al paso de los caballos, le daba escolta un séquito de quince o veinte t

Quizá fuera irónico que allí desfilaran con él amigos como Lucio Blanco, a quien en las horas

- y prósperas él lo había negado todo,

o casi todo, por complacer a otros; quizá fuera instructivo que entre aquellos otros descollase ahora Obregón, el mimado de antes y hoy cabeza de la conjura militar empeñada en arruinarlo a él, que tanto lo había considerado. Pero tales reflexiones eran puntos de mero sentimentalismo. Lo importante, lo práctico, estaba en que apare cían tangibles sus propios movimientos, y que esa realidad le infundía confianza para la lucha

a que se le obligaba. Con cuatro mil hombres suficientemente armados y equipados. y él con su investidura de Presidente Constitucional frente a políticos y militares expuestos al desprestigio por sus ambiciones y su violencia, no era ilusorio esperar ci triunfo. ¿Con cuánto menos no había empezado siete años antes la guerra contra Victo riano Huerta? Todo se reducía a llegar a Vera cruz, donde las tropas de Cándido Aguilar, que era su yerno y continuaba fiel, se apresurarían a resguardarlo y sostenerlo.

Por lo pronto, bastó una parte de sus cuatro mil hombres para la derrota de la gente que se atrevió

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a enfrentársele por el. lado de Tlaxcala. Pero, en rigor, bien pudo haber calificado de excesiva aquella conclusión optimista. Porque, horas des pués, el enemigo atacó de nuevo los trenes que avanzaban hasta San Marcos, y aunque se le recha zó y casi se le dispersé, o pareció que así ocurría, sobrevino allí la deserción de un regimiento casi íntegro.

Tras nuevo combate, su tren y el grueso de los convoyes se reunieron con la vanguardia, ya en San Marcos, la tarde del día siguiente. Don Venus tiano sospechaba que de un

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momento a otro lo volverían a atacar, y así fue. Sólo que el golpe cayó ahora sobre las fuerzas de caballería que avanzaban a retaguardia, compuestas del escua drón del Colegio Militar y del regimiento venido de Tlaxcala. Los cadetes, sencillos y estoicos, pelea ron tan serenos que parecían hacer práctica o estar en maniobras. Se rechazó al enemigo otra vez, aquel enemigo, múltiple y ubicuo, que tan pronto se dispersaba como reaparecía.

Pesada, interminable, la inmensa fila de trenes se detuvo allí hasta otro día a la medianoche, e igual que en todos los altos, por la mañana y la tarde salieron cuadrillas a destruir los puentes que habían quedado atrás.

Llegaron hasta don Venustiano noticias y rumo res del mundo minúsculo que viajaba con él. Una nota predominaba: el desaliento de todos, el pesar de muchos, que no se explicaban el verse metidos en tamaña aventura. Hubo intentos de levantar los espíritus reavivando el fugaz optimismo que dos días antes se había logrado con la revista de las tropas; pero fue inútil. Apenas si por un mo mento cobraban ánimo aquellos que se acercaban a Carranza y lo veían, tranquilo, ocuparse con

¡ Murguía en los asuntos militares, resolver algunas cuestiones mínimas, recibir a las personas, unas cuantas, que por allí pedían verlo.

A las desventuradas noticias que ya tenía acerca de lo sucedido en la ciudad de México, en San Marcos se sumaron otras. Se habían estrellado por Texcoco los dos aeroplanos de Felipe Carranza, que se proponían unírsele, y de los tripulantes, uno quedó herido, dos prisioneros, y el jefe se suicidó. Se sabía también, aunque vagamente —eso

era lo peor—, de una columna mandada por Jacin to B. Treviño, que avanzaba, reparando puentes, para caer sobre los trenes por detrás, y destrozarlos.

Era firme en don Venustiano el propósito de ganar cuanto antes las tierras de Veracruz, e incon movible su idea de que allá lo esperaba la misma situación favorable que en 1915. Pero fuerzas pequeñisimas, casi inexistentes al lado de la volun tad de él y de su fe, no sólo se le sobreponlan para retrasarlo, sino que casi lo paralizaban: no había bastante agua, faltaba carbón para aquella larguí sima serie de trenes. De cualquier modo, como Murguía, Urquizo, Fontes, Mariel y otros acudían a todo, él apenas si tenía oportunidad de sugerir ni ordenar nada. Sin confesárselo, acaso fuera naciendo en él la sensación —no la idea— de que muy poco le valdría avanzar. A dondequiera llega ba tal cual había salido de México: cercado por tropas que lo acechaban, metido en el círculo de un enemigo encubierto que ni se mostraba Lodo ni lo acometía de frente, sino que en parte se dejaba ver, para atacarlo, y en seguida, descu bierto apenas, sólo parecía querer hostilizarlo de lejos y empujarlo a no se sabía qué ocultos desastres.

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CóMO ACABÓ LA GUERRA EN 1917

A la memoria de la Tierra y de su hija la Luna, bellos astros desapareci dos por culpa dc la humana flaqueza, dedica este único escrito, condenado a permanecer inédito, el último de los hombres.

Ninguna tarea se avino mejor con mi carácter que aquella sistemática inquisición (le los afanes privados de los hombres y del final destino huma no y cósmico. Todo fue obra de una máquina portentosa, aunque creada por la pasión ruin para malos fines. ¿Quién

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habló de la sumisión del hom bre a la máquina, de la moderna tiranía uni versal, hija de sus mismos esclavos y glorificada

por éstos como glorificaron siempre oprimidos a opresores? No importa. Yo era esclavo de mi máquina: su garra me sabía a gloria, y nunca me rebelé contra ella porque nunca llegó la garra a causarme tortura. (Cambiar el punto de vista fue en la Tierra el solo origen de las rebeliones:

creíamos buena una cosa y la gozamos hasta el momento de creerla mala. La cosa permanecía idéntica.) Mis compañeros, era natural, se rebe

laron todos.

Por la mañana llegaba yo a la oficina, alegre

y remozado, saboreando de antemano las sorpre sas que el día me iba a deparar. Un puntillo negro me inquietaba entonces; aunque no tan negro, pues-

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to que lo obligaba yo a luchar con la impre sión matutina de mis tres hijos, fresca aún al aproximarme a mi trabajo. Ni era tampoco cosa de gran entidad; apenas la molestia de un recuerdo universitario: sobre la gran puerta de entrada se leía este rótulo en caracteres de oro:

OFICINAS CENTRALES DE LA CENSURA

Departamento de Lenguas Romances

Traspuestos los umbrales, tornaba mi felicidad. Yo reinaba allí, reinaba y brillaba como monarca y lumbrera incomparables. Mi famosa reforma, llamada en el lenguaje de la ciencia “foco de distribución alternada por perforaciones paralelas”, me valió desde un principio jerarquía, prestigio

dineros envidiables: despuás de la opinión de la máquina mi razón era la ley. Otra cosa, por lo demás, habría sido injusta, pues gracias a mí la efi cacia del precioso mecanismo se había centupli cado, y precisamente por la parte más útil a la marcha de la Guerra, en lo relativo a trincheras, movimiento de tropas, avituallamientos, valor per sonal. Bien sé yo, en el fondo de mi alma, que nada valía todo aquello junto a la capacidad de la máquina para los grandes problemas, ya fueran del universo o del espíritu (no, claro está, por genios del inventor, sino por virtud in del aparato: los inventores no saben bien lo que inventan); pero fingía opinar como mis mediocres compañeros y subordinados y aceptar la admira ción que me tributaban.

El procedimiento general, lo diré de una vez, era bien sencillo. De cada carta sometida a la censura

—todas lo estaban— se hacia en una ficha de

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cartón, mediante determinadas perforaciones, un transporte minucioso y cabal. Introducíase la ficlia

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por u’ ‘a lic ,idcd ura tic la In áquina, se oprimían ciertos botones del rnecanhmo, y, con sólo esto, todos los datos de la carta, hasta los más insigni ficantes y a primera vista inofensivos, iban a armo nizarse por sí solos con los registrados antes. Nueva opresión de botones, y saltaba por el otro extremo, mientras el interior de la máquina se iluminaba, otra ficha con las conci tisiones in Falibles en vista de los (latos aciiui nl idos hasta entonces. Si al cFect,,arse este segundo orden (le movimientos la máquina no se encendía, (Juedaba en pie la conclusión anterior; es decir, la nueva carta no había modificado las informaciones ya adquiridas. ¿Habrían sido posibles los grandes e inesperados frutos de la censura sin este invento ad ¿Qué cabeza It unia na l,ubiera soportado el coor tImar tantos indicios aparentemente inconexos o inco,,cxos (le veras? ¿tina cabeza alemana? Ni pensarlo; todas estaban en el campo enemigo. íngla terra habría sucumbido.

Confieso que la emoción me ahogaba cada vez

que la luz interior y el tintín de las matrices al resbalar por las correderas prometían un nuevo descubrimiento. Eta una emoción sólo mía, Mis ompañeros, natural mente, apenas si rezumaban por el rostro insana malicia amicipada cii espera de alguna revelación (lesilonesta o (le carácter íntimo. Su regocijo se desbordaba cuando los mensajes de la máquina eran como éstos:

Fulana de Tal (casada)—Men gano (soltero).

Simple bégan.

O bien,

Don Juan de Armas, Conde. Se tiñe el pelo y presume de añejo abolengo.

Padres desconocidos.

En el acto se echaban sobre los directorios para indagar nombres completos, posición social y demás particularidades de las personas aludidas. A tal grado llegó esto, que hube de ponerle un hasta aquí.

Mas de todos modos, tantas cran y tan diversas las noticias de la máquina que —lo diré sin ánimo de acusar a nadie, por simple an,or a la verdad— los descubrimientos menos interesantes para nos otros eran los relacionados con la Guerra. Maldita la gracia que nos hacían fichas como las siguientes:

J.M.C., Inspector servicio transportes. Traidor.

Maíiana entregará planos al enemigo en tal parte.

O esta otra:

William Bechstein.

Alemanófilo vergonzante.

Autor proyecto secreto militarizar México.

A cualquiera no familiarizado con las máquinas censoras estos resultados prodigiosos le habrían quitado el sueño. Nosotros apenas los considerá bamos, y de mala gana corríamos de oficio el traslado al comisario ejecutivo. Chocábamos en ocasiones que noticias de tan poca monta como éstas causaran escándalo en la prensa, y llegába mos hasta decir en público, sin que nadie nos entendier por supuesto: “jVaya, con lo que se

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conforman esas gentes!” Algunas veces me arras traba la vanidad (le ini oficio, sobre todo en los tranvías, y 1 súbito (leslizaba al vecino, en voz baja, cualquier noticia (le las gordas. Los muy inibéciles mc miraban cte hito en hito y me toma. han por loco. Loco!

Las grandes noticias, no las (le la Guerra, eran las que Inc preocupaban. Las había de todo orden:

origen de las lenguas, rectificaciones históricas, situaciones geográficas de lugares inexplorados, lagunas bibliográficas, apreciaciones críticas, son deos estelares, canonizaciones olvidadas o clescono ciclas, y otras así. Cabalmente, esta predilección l por las luces que la neíquina arrojaba en tales materias, causa al pr ipio (le agradabilísi— mas sorpresas, (lic) higa 1 más tanle a que cayera yo en sospe:lta de la horrible catástrofe (lije había de traerlo todo al estado actual.

Cierta vez empezó la máquina a producir, en sus respuestas, fichas ininteligibles y raras. La estructura (le ellas, sin embargo, era (le una cohe rencia interior tan evidente para ojos acostumbra (los a leer aquellos mensajes, que su aspecto indescifrable y la diiirimltad de rcla ioiiarlos con sucesos posibles no habrían podido aclmacarse a totpe’a cii el funciotiaiijieiito (le la ni iquina O a error en las perforaciones (le registro. Porque solía acontecer, por ejemplo, que donde debíamos marcar 23 años, casado, marcábamos por descuido 3 años, casado, y con este dato imposible la máqui na se volvía loca y arrojaba las respuesl.as más caprichosas y absurdas. Ahora no se trataba de eso. Algu mt significación oculta presentía ya tras la extraña apamiemu ia (le L liclia (JIIC Inc descon— certó por primera vez y inc sumió, a partir de

ahí, en profundas cavilaciones ya nunca aban donadas.

Decía así

Lot. 11° 50’, Long. 87° 38’ tV.

que a

Noviembre 22, 3 a.nz. Antes que los cuerpos morirán las almas.

Esos signos geográficos, ¿no señalaban la situa ción de Chicago en el globo terrestre? “Gato que vuela”, por otra parte, inc recordaba confusamente algun a poesía lunar y regocij ada de cierto poeta mexicano. Mas, ¿ por qué recu Fría la máquina a notaciones astroimóni has en lugar (le decir clara mente Chicago? ¿Ni qné tenía que ver el buen humor fantástico de aquel poeta (amigo iii lo por cierto; en paz desea nse), con la ciudad norteame ricana, ni menos con la terrible sentencia final, digna de los labios de un gran filósofo?

Desde entonces, muchas fichas de esta especie dieron en salir, al lado de las acostumbradas, cada vez más frec más enigmáticas, más torvas. Y los días pasaron. Poco a poco nuevos datos se minaban a los muy endebles que yo acertaba a interpretar, y t gran prisa crecían mi excitación y milis te A no dndarlo, la nliíqmiina pugnaba iOF expresar algo i ieíable dentro del lenguaje con (lite se la había dotado. Todo un orden (le acontecin trascendentales —parecíame así— debió de escapar a la previsión del inventor, y la máquina, guiada por la consciencia adquirida, se esforzaba por exceder los designios (le la voluntad creadoni, como lo hacían los hombres, ni más ni menos.

I_ sospechas fueron iransforniándose paso a paso ci ceri idnnjbre espami tosa. Cada l detalle

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provocaba en mí mayores alarmas, agrandadas por la naturaleza misma de las cosas anun ciadas: ya eran velocidades enormes, ya altísimas tempeva_ turas, ya (lensidades inconcebibles, ya vibracio nes y ondas extraordinariamente complicadas. El momento fijado, además, Noviembre 22, 3 am., se repetía con persistencia aterradora. De cuando en cuando renegué entonces de la afición que no me dejó hacer de las ciencias físicas ini especia lidad; y, aunque fiel siempre a la máquina y seguro de su saber infalible, mejor aún, resuelto, si era preciso, a morir con ella, a menudo eché entonces de menos mi cátedra universitaria pese a toda su insípida pedantería. Me ocurrió también pregun tarme entonces cómo las simples cartas que unos hombres dirigen a otros, conjugadas entre sí, vistas en conjunto y corno desde arriba, podían dar base al pronóstico de inmensos fenómenos supraterres tres y de inminentes cataclismos interplanetarios. ¿O serían los hombres, al fin y al cabo, la verda dera causa: los fragmentos infinitesimales de la pasión destructora, derramados a todos los ámbitos del mundo mediante las cartas, y con foco en los frentes de combate? Jnútil quererlo investigar.

El terror fue ocupando mientras tanto el sitio de mi pasada curiosidad, y llegó un día en que ya no quise separarme de la máquina, sino que me aferré más a ella para descubrir la verdad completa. Sin decir a nadie palabra de los móviles reales que me guiaban, introduje radicales refor mas en mi departamento: reorganicé el trabajo y la distribución de las secciones, añadí emplea dos y, en fin, •lo preparé todo para despachar cuanto antes hasta la última carta que se me entregara. A regañadientes primero, después con tagiado de mi extraña fiebre, el personal a mis

órdenes secundó mis esfuerzos con actividad incan sable. En pocos días no quedó carta rezagada ni de las que en tiempos normales habrían requerido un estudio de meses. Nos felicitó el ministerio; los sueldes se elevaron; diose el caso de tener nosotros que pedir más cartas al correo, y aun hice publicar en toda la prensa, subrepticiamente, costosísimos artículos de las mejores firmas sobre la conveniencia y necesidad de cultivar la litera tura epistolar en tiempo de guerra. Durante muchos días, lo recuerdo con vaguedad, los gran des diarios tributaron calurosos elogios al Depar tainento de Lenguas Romances de la Censura.

Y así, los días pasaron y la máquina pareció alcanzar el sumo conocimiento: sólo una verdad tenía ya, una verdad sola, tenazmente repetida en una misma ficha. La ficha terrible! Para enton ces, en fuerza de atar cabos y de pensar en ello, ya sabía yo a qué atenerme; mi tormento no en, como antes, la ansiedad cruel de la duda, sino la espantable certeza de lo que habría de Ocurrir.

Pasó un día; pasaron dos, tres. Convencido, resuelto, más que nunca sumiso a la presciencia de la máquina, la víspera de la fecha fatal reuní a mis compañeros de trabajo y les revelé la suerte que a ellos, a mí y a todos los hombres nos espe raba. Recuerdo haberlo dicho con profunda emo ción, aunque sin solemnidad ni preámbulos OciosOs. ¿Me expliqué mal acaso? ¿Hubo en la expresión de mi rostro algo que desvirtuara la sinceridad de mis palabras? Ellos se miraron primero entre sí, Sonrieron después, y acabaron por mofarse de mí y reírse en mis barbas. Bien mirado, así tenía que suceder. Allí terminó para siempre mi anti guo prestigio; desplomóse allí el glorioso pedestal

‘ ,

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que antes me valiera mi afamado “centro de dis tribución alternada por perforaciones paralelas”, y durante las pocas horas restantes fui objeto de toda clase de burlas encubiertas por pat-te de mis antiguos admiradores. A media voz me llama ron necio, imbécil, loco, Alguien habló hasta de dar parte al Director General,

Por razones que ignoro, sin embargo, todos mis compañeros permanecieron a mi lado hasta el momento trágico. Las horas —largas horas deben de haber sido— corrieron para mí como unos cuantos minutos, en que desplegué actividad y esfuerzos incalculables. Quietos en sus sitios de costumbre, luis compañeros me miraron hacer durante esas lloras, con actitudes que a veces mos traban —ahora me doy cuenta— principios de compasión. Cómo si a todos los hombres no nos gobernara en aquel trance un mismo destino!

En los últimos instantes se había adueñado de mí el furor de acelerar más y más ci funcionamien to de la máquina, ya no para cerciorarme de la catástrofe anunciada, sino en espera de noticias salvadoras. La horrible ansiedad de esos momen tos postreros la evoco hoy confusamente mezclada con la faz cambiante e inexorable del reloj y las imágenes de mi mujer y mis tres hijos. Me sentí entonces como si viviera en el corazón mismo de una pesadilla, interrumpida aquí y allá por la nota, real pero lejana, de mis compañeros, burlo’ nes, compasivos.

Sin sentirlo casi, con la rapidez de cuanto se precipita a su fin, habíamos salvado las horas fina les del día 21, y las manecillas del reloj corrían desbocadas entre las dos y las tres del 22, En mis oídos sólo sonaba el ruido característico de la máquina; luis OjOs sólo existían para la muesca

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por donde saltaban las x spuestas si bien en ellos estUvie sie presentes, por extraña manera, la cara del reloj y las de mis compañeros de tra bajo. ¡Pobrecillosl

La deseperacióli de un 1111 cierto y muy cercano obró entonces en mí un curiosísimo estado contra dictorio, que no por pare.cerme ahora explicable fue en aquellas circunstancias menos absurdo ni menos contrario a mi pasada dignidad: aunque seguro de la veracidad de la máquina, quise con vencerme de que nada anormal estaba estorbando la llegada de un mensaje salvador, y ya muy cerca de las tres intenté un rápido examen de las par tes más delicadas del mecanismo- Descorrí las tapas centrales; comprobé al tacto la situación exacta de los centros distribuidores y los receptáculos de primer grado; no satisfecho aún, resolví, para mayor seguridad, verificar los contactos de asimi lación y comencé a desmontar los cilindros maes tros. No sé cómo algunas escobillas se aflojaron, dejando que las matrices se desprendieran de su sitio y empezaran a derramarse fuera de la máqui na. Al estrépito que éstas hicieron al caer, mis com pañeros vinieron hacia mí y trataron de asirme. Alguien me cogió por un brazo; instintivamente me agarré yo a lo que pude, casi en las entrañas mismas de la máquina; tiraron de mí con más fuerza y, junto con mi mano, se arrancó de la máquina un puñado de piecesitas torcidas y rotas. Oí que gritaban: “ solté las piezas y me cogí de una palanca; forcejearon conmigo. . -

Yo me defendía con los pies, con el cuerpo, con la cabeza, y me asía a la máquina con tanto ardor como si de ello dependiera mi vida. Las fichas y las matrices llovían sobre mi cabeza, salían volando por todos lados, se amontonaban bajo nuestros

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13

-

pies. De pronto lograron ellos separarme de la máquina y entonces rodamos todos por el suelo, revueltos con fichas, matrices, bobinas, condensa dores. Logré ponerme en pie cuando sonaba en el reloj la primera campanada de las tres. Traté de ir hacia la puerta; dio el reloj la segunda campa. j nada; bruscamente un vivísinlo resplandor me cegó y sentí, cual si hubiese sido inseparable de un estallido interno, un enorme dolor en la frente.

* *

¿Cómo se salvó esta porción del inundo en la cual me hallo? No lo sé. La luz que me alumbra no puede ser la del sol (imposible que la máquina se equivocara), por más que me parezca que hay días y noches. Algo ha de ser, algo que yo descu- birf a si no tuviera esta rara pereza de pensar, si un eco de aquel enorme dolor no pesara todavía J sobre mi frente. Vivo en una casa que, a juzgar por rumores lejanos pero familiares, debe de ser muy grande. No sé cómo ni por qué estoy aquí, ni hay para qué saberlo. Un ser vestido de blanco, una a manera de mujer, entra en mi habitación de vez en cuando, arregla los muebles, me sirve aguamanos, me da de comer y me mira siempre con ojos dulces y sonrientes. Hay días en que, según creo, paso dos noches, siento como si dos veces despenan a la vida después del olvido profundo que es el sueño. Cuando así ocurre, uno de estos sueños me deja dolorosamente cansado, con menos ganas de pensar por qué estoy aquí y por qué la luz que me alumbra se parece tanto a la del sol. Desde ini ventana veo las calles de un gran jardín siempre solitario; es un bellísimo jardín. ¿Por qué este ser de los ojos dulces, tan amable, tan cuida doso, tan servicial, no me da también el jardín?

212

EL ATENTADO

LOS HOMBRES DEL FRONTÓN

Olivier Fernández respondió a los sucesos de Tolu ca organizando, antes de veinticuatro horas, el “bloque de diputados y senadores pro Ignacio Aguirre” —bloque tan poderoso que incluía al nacer las dos tercias partes de la Cámara de Dipu tados y una porción casi equivalente de la de Senadores.

Aquello fue a modo de señal para que los áni mos se enconaran y las pasiones se desbordasen. Hubo inmediatamente rumores de que el Caudi llo estimaba el nuevo paso de los radicales pro gt’esistas como un reto a su poder, como provo. ciones intolerable para su aureola de guiador revo lucionario supremo. Y se supo asimismo que Hilario Jiménez, furioso ante la lista de los 180 diputados y 38 senadores adictos a la candidatura de su con trincante, amenazaba con ir a exterminar, en masa, las dos cámaras legisladoras.

Los informes acerca de Jiménez eran particular mente amplios e inquietantes —inquietantes, aun que a ratos se volvieran pintorescos—. Se le des cribía paseándose en su despacho de la Secretaría de Gobernación y profiriendo, sin duelo, frases tan tremendas como airadas. “¡Vil canalla —voci feraba descompuesto—, caterva infame de conve nencierosi . .. ¿Cuándo han sido sensibles al dolor proletario de las ciudades y los campos? ¡Merece-

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r ‘‘

riamos que nos ahorcaran si los dejásemos vivir!

Y se contaba también que, durante tales accesos sólo dos cosas lograban aplacarlo: una, hablar (le los medios más eficaces para suprimir de uu golpe a todos sus enemigos; otra, enterarse en detalle de las cartas de su administrador. Porque ocurría la coincidencia de que el candidato del Caudillo

—sin que nadie supiera cómo y pese a sus terri bles prédicas contra los terratenientes— acababa de adquirir, justamente en esos días, la hacienda más grande del norte de la República, lo que por momentos le dulcificaba el alma con la luna de miel de los propietarios noveles.

Una de aquellas noches, Axkaná, que tenía urgencia de hablar con Eduardo Correa, fue en busca de éste al frontón de la calle de Iturbide. Alguien le había dicho que el alcalde faltaba raras veces a los partidos de pelota y que, de nueve de la noche a una de la mañana, el Frontón Nacio nal era el sitio más a propósito para encontrarlo.

Cuando Axkaná entró en el edificio, ya había comenzado la función. El vestíbulo, desierto del todo, se llenaba con el eco de los ruidos lejanos; refluían hasta allí los gritos de los corredores y los pelotaris, los rumores del público, el golpear de la pelota, alterno contra la pared y contra el mim bre de las chisteras.

Axkaná se acercó a la taquilla, compró su bille te y caminó hacia el interior; mas no bien dio los primeros pasos, cuando le vino a la memoria haber dejado en espera el automóvil de donde acababa de apearse. Tomó, pues, a la calle para despedirlo.

En la puerta tropezó ahora con cinco o seis indi viduos que no había visto antes, al llegar, y los cuales, agrupados en corro y hablándose en voz baja, parecían concertarse en algo. Al advertir uno

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de ellos que Axkaná se acercaba, todo el grupo guardó silencio y se estrechó contra una de las jambas para que el paso quedara libre.

Axkaná tuvo por un momento la vaga sensación de que aquellos hombres se ocupaban de él, de que a él se refería cuanto estaban diciéndose. De modo que trató de observarlos mientras liquidaba el coche; y luego, según pasó nuevamente junto al grupo, lanzó sobre los cinco o seis hombres una

mirada de soslayo. Fue una mirada rapidísima, pero suficiente para abarcar la escena. Vio que descollaba entre los cinco individuos —porque notó ahora que eran cinco tan sólo— uno alto y robus to, de sombrero castaño, y en él detuvo la vista, seguro de que era el mismo sujeto que ya se le había puesto delante ese mismo día en algún otro sitio: acaso a la salida de la Cámara, o en la accra de Sanborn’s tal vez. Su frente, chata y cejijunta, era inconfundible, así como su rostro, de cutis lívi do y escabroso, y como su corbata, a rayas azules sobre fondo de oro. .. De cualquier manera, como todo el incidente carecía de importancia, o no pare cía tener mucha, ninguna quiso atribuirle Axkaná.

A despecho de que aquel día era jueves, Eduar do Corren no se encontraba entre los espectadores del frontón; pero sí estaban allí algunos amigos o conocidos suyos: don Carlos B. Zetina, Ramón Riverol Guillermo Farías y otros nuís. Varios de ellos dijeron a Axkaná (lU el alcalde, de un tiem po a esa parte, solía no aparecerse por su butaca

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Sino al segundo partido, y como esos informes fue ron, en fin de cuentas, los mejores que le dieron, Axkaná se dispuso a aguardar el tiempo necesario para que el alcalde llegase.

La espera, a la postre, resultó larga e inútil, si bien no estuvo desprovista de atractivos que hicie

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.

1

_2:

— - rÇ.r a ,, ti

ron algo más que aligerarla. Porque esa noche, Axkaná, que hasta entonces no había asistido nun ca al frontón, descubrió un nuevo espectáculo, un espectáculo que se le antoj-ó magnífico por su riqueza plástica, y del que gustó plenamente. Con los ojos llenos de visiones extraordinarias, se creyó, por momentos, en presencia de un acontecimiento de belleza irreal —asistió a la irrealidad de que se saturan, en la atmósfera de las lámparas eléctricas, las proezas de los pelotaris.

Dos horas después, al concluirse el segundo par. tido, Axkaná salió del frontón y saltó dentro del primer Ford que le ofrecieron.

—A la calle de la Magnolia —dijo al chofer—. Si entras por Soto, tuerce a la izquierda. Allí te diré dónde has de detenarte.

F pensado a última hora que el alcalde podía encontrarse de visita en casa de las amigas de Olivier Fernández.

Mientras maniobraba el Ford para salir de la fila, Axkaná volvió a advertir la presencia del gru po de sujetos en que habí a reparado antes, y que ahora se hallaban de guardia en la acera de enfren te, ya no en la puerta del frontón. Hasta hubo un segundo en que sus ojos y los del hombre lívido se encontraron; pero Axkaná no hizo aprecio. Se entregaba todavía, retrospectivamente, a las esce nas culminantes de los partidos de pelota. Con todos sus sentidos admiraba aún, como hechos sobrehumanos, como fenómenos ajenos a las leyes físicas y al vivir de todos los días, los incidentes del juego que acababa de ver. Seguía asistiendo

a la increíble agilidad de Egozcue —que trepaba por el muro de la cancha cual si fuera a colgarse de la pelota con la cesta—-; a la infinita eficacia de Elola —que devolvía a tres metros saques mortífe

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ros, saques casi invisibles—; a la acometividad rabiosa de Irigoyen —que se lanzaba de cabeza con tra la pared cada vez que perdía un tanto porque la pelota le taladraba la cesta—, y a la maestría heroica de Goenaga —que se dejaba ir de espaldas al suelo mientras recogía, a dos centímetros, rebo tes inverosímiles.

En la calle de la Magnolia bajó del coche; llamó

a la puerta; entró. Una criada de pies descalzos

y trenzas brillantes vino a abrirle y lo detuvo en el

cubo del zaguán con la noticia de que las “niñas”

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no estaban.

— que no están?!

—No, siñor; no están.

—Ninguna, siñor. La niña Mora habló por telé fono desde no sé dónde, para decir no sé qué, y todas se jueron muy de priesa ya va para un rato largo.

—Dejarían dicho a dónde iban.

—No, siñor.

En aquel momento se oyó el ruido de un auto móvil que se acercaba a la casa y se detenía frente a la puerta. Axkaná y la ajada callaron, aten tos a que alguien llamara. Afuera sonaban voces; los choferes, al parecer, discutían. Pasó un rato breve; el automóvil recién venido volvió a par tir... Axkaná continuó:

—Y doña Petra, ¿está?

—Tampoco, siñor. Ella niñas. Dijeron que

La criada se detuvo.

— cosa tli¡ eron?

—No, siñor, nada... creo que ella tenía que

no sé por qué.

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también se jue con las

Doña Petra me dijo que ir también a la Comisaría

__ 4-

- —

—Bueno, Cástula —concluyó Axkaná—. Te (les conozco esta noche. Quédate con tus misterios.

Y cte nuevo en la calle, y resuelto a ciclar para el otro cha s OIiVerSaciOn con Eduardo Conca, dio al chofer las senas de su casa.

De la Maguolia, el auto descrubocó, rápidatuen— te, ci la calle de Soto; luego, de allí, en 1-lumbres 1 lustres, y luego, por un lado (le la Alameda, en la avenida Juárez.

El chofer y su ayudante, con las bufandas hasta los ojos, inclinaban la cabeza para esquivar el frío golpe del viento. Axkaná seguía discurriendo acerca cte la singular belleza plástica del arte del frontón. Acabó, sin embargo, por sentir que también a él le calaba el frío, y queriendo medio acurrucarse en el asiento, de igual tundo que lo había hecho al tomar el coche e, ti orbide, buscó, y no encontró, el reborde donde antes llevara apoyados los pies. Tanta extrañeza le produjo aquello, que al pasar el auto bajo las farolas de la plaza de Colón quiso explicarse lo que sucedía, con lo que, puesto a mirar despacio, sacó pronto en limpio que ahora iba en un Chevrolet, no en el Ford a que había subitlo para ir a la calle (le la Magnolia. Su sor pesi fue enorme. ‘‘ habré engañado col on ces?’’, dudó ini ins ante. Pero rectificó en seguida- ‘‘No, estoy seguro. El otto auto era un ¡ no un Chcvrolet.”

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Metros más allá ordenó al chofer que se detu viera. El automóvil paró entre las masas de sombra del paseo.

—Este coche no es el que yo tomé para ir a la calle de la Magnolia ---dijo Axkaná.

El chofer lo iii terrunmptó:

—No, ini jefe; éste no es. Usted tomó frente jI

fi-ontói i ci P’OYd l liC nm iuieja mi hermano. Pero

como él tenía un viaje a San Ángel a las dos y media y creía que usted iba a tardarse mucho en aquella casa, al pasar yo por allí me pidió que siguiera con la carga. Si a usted no le parece, puede liquidarilme.

La explicación era perfecta verosilnil.

—Da lo mismo —respondió Axkaná—. Sigue ade

laute.

El Chevrolet reasumió entonces la carrera, pero una vez en la glorieta de Cuauhtémoc, el chofer no

¡ torció por Insurgentes, según requerían las señas dadas (Londres 135), sino que continuó en la direc ción que traía. “Va a entrar por Niza”, pensó Axka nñ, que solfa ir también por ese otro clerrotein. Mas nuevamente, a la alt ja de l;t ca Ile de Ni za, Axkatmá se sorprendió ,l ver el auto seguía por la Reiornta cmi lugar de tomar pov las calles trans versales. Aquello produjo en Axkaná un principio de inquietud.

—Te dije Londres 135 —gritó al chofer. A lo

cual éste, volviéndose a medias, replicó:

—Sí, mi jefe; Londres 135. Voy a entrar por Flo rencia, porque por allí el piso, que está mejor, no me rompe las muelles.

Así fue. Al llegar a la plaza de la col ti in ‘la, el (Jicorolci, honicando la explanada circular, vino a salir a L calle de Florencia, que surgió de iurpro viso, a la luz (le los fanales, cii toda su desnudez de paraje tlcsierto: ni un iírbol, ni tina casa. Sólo que ahora, el Ghevrolct, en contraste con su rapi dez de antes, rodaba con inexplicable lentitud. Cosa aún más extraña: el chofer, no obstante que nada parecía obstruir la calle, hacía (lar ai claxon repetidos t:acareos.

M inqtneto, preguntó Axkan

— l tocas?

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1

r.

—dMi jefe?

—Que ¿por qué tocas?

—Por ese coche, ini jefe, que está atravesándose

delante.

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Axkaná no Veía coche alguno e iba a decirlo. Pero notó, tres metros más lejos, que la lentitud se hacía mayor, y que entonces, a la altura de la esquina próxima, brillaban de pronto, y se venían sobre el Chevro los fanales de otro automóvil, que pareció partir de la calle de Hamburgo.

Aquella luz, poderosísima, cegó a Axkaná, bo rrándole de un golpe toda noción de la topografía de la calle. El chofer, sin duda encandilado tam bién, paró. Pero eso duró apenas unos segundos; el otro automóvil se había acercado hasta rozar el flanco del que Axkaná ocupaba, y en seguida, reba sándolo un poco, dejó que los fanales de éste alumbraran de nuevo hasta perderse la corriente de luz en el trazo paralelo de las aceras.

Axkaná tuvo entonces la certeza de que el auto misterioso acababa de parar a espaldas del Chevro let, y notando, al propio tiempo, que su chofer no daba señales de seguir adelante, comprendió, por fin, la emboscada en que había caído. Se incor poró rápidamente y trató de llevar la mano al revólver, pero el tiempo de que dispuso fue tan corto que no le alcanzó ni para desabrocharse el gabán. Unos por la izquierda, otros por la derecha, dentro del Ghevrolet se alargaron cuatro brazos armados de pistolas. Dos le apuntaban a él y dos al chofer y al ayudante.

— arriba!

Axkaná, sin moverse, preguntó:

— qué se trata?

—Se trata de que levanta usted las manos o le aflojo un tiro.

Aquella voz parecía hablar muy en serio. Acto seguido añadió

— arriba y b de ay!

Tampoco esta vez levantó Axkaná las manos; se limitó a mostrarlas, vacías, a la altura del pecho. Con ellas así, se apeó del automóvil, mientras en frente de él el chofer y el ayudante, dóciles hor quetas hechas de sombra, se recortaban contra el río luminoso de los fanales.

Una vez al pie del coche, Axkaná se vio rodeado de cuatro hombres. Aunque ninguno de los cua tro llevaba sombrero, dos se ocultaban el rostro y parte del cuerpo con algo blanco —un trapo, al parecer, o un periódico—. Y Axkaná no consiguió ver mucho más. Cerca de los coches las tinieblas eran profundas a causa de la región luminosa que las circundaba. Porque de un lado alumbraban los fanales del Chevro hasta los edificios distantes, mientras del lado opuesto, los fanales del otro co che mandaban su luz hasta la columna de la Inde pendencia. Y así, entre coche y coche, el islote de negruras se hacía impenetrable.

Uno de los dos desconocidos había procedido desde luego a vendar los ojos de Axkaná, en tanto que otro, tras de quitarle el revólver, seguía regis trándole los bolsillos. Los dos lo agarraron en se guida por los codos, lo hicieron caminar y lo obli garon, a empujones, a subir al automóvil que traían.

—jÉchese allí! —le ordenó la misma vOz.

Y una mano que se le cargaba sobre el hombro lo hizo caer sobre el suelo del coche. Lo rozaron pies. Sintió que le aplicaban en la cara, cerca de la boca, el cañón de una pistola.

La voz le dijo:

—Si se mueve o grita, lo tizno, jla verdad de

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fliost

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CAMINO DEL DESIERTO

Vendado de los ojos e impedido de moverse como estaba, Axkaná se entregó por de pronto a reflexionar.

Le crecía en la conciencia, hasta adquirir pro porciones enormes, la sensación fría de la pistola que le apoyaban contra la cara. Percibía también

—esto con poderes casi microscópicos_, a través de la venda, del cabello, de los vestidos, el áspero contacto del tapete del automóvil. Pero más inme diata que tales evidencias físicas, más imperativa que ellas, era la duda que lo impelía a conjeturar el origen de su secuestro, para luego inferir de allí la posible coricluct (le sus secuestradores

“dEn manos de quidn estoy —se preguntaba, todavía con el mareo de la sorpi-esa: en manos de una partida de forajidos o de un grupo de agentes del Gobierno?” Y su vehemente deseo era que los secuestradores resultaran bandidos, ban didos de lo peor, pero en ningún caso sicarios gobiernisias “Porque cli México —se dijo en el acto, y el concepto le vino preciso como nunca— no hay peor casta de criminales natos que aque lla (le (bride los gobiernos sacan sus esbirros.’’

Entonces, más por asociación de emociones que (le ideas, relacionó con el asalto que acababa de sufrir en plena noche la escena de los individuos que habían estado espiándolo a la puerta del Frontón Nacional y la charla, tan extraña, tan reticente, de la criada de la Mora.

Sus reflexiones no duraron arriba de varios segundos, pues el auto vino a quitarlo de ellas al ponerse en movimiento.

Vagos resplandores, perceptibles a pesar de la venda que le apretaba los párpados, le hicieron

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ípresumir que el coche pasaba de la calle de Flo rencia al Paseo de la Reforma; y como, a la vez, su cuerpo se desplazó de modo que indicaba un viraje a la derecha, a partir de ese momento se dispuso a seguir con la imaginación —con la ima .ginación ayudada del oído y del sentido de los

- -músculos— la ruta por donde lo llevaban.

Un cambio en la trayectoria del coche, aunque sumamente leve, le indicó el tránsito de otra glo rieta del paseo. Se percató en seguida de que tornaban atrás; luego, de que viraban sobre el mismo lado que al principio. Iban, de seguro por la Colonia Cuauhtémoc... Otra vuelta a la dere cha, una a la izquierda, a la derecha otra vez - Corrían a lo largo de varias calles. . -

¡ Adivinó más allá el paso a nivel sobre las vías de la estación de Colonia Ahora debemos de Ir por Sadi-Carnot” ... “Ahora por las Artes”. “Ahora por la Industria”... Nueva curva a la izquierda, más amplia que las últimas, vino a cón firmarlo en la hipótesis de que pasarían de la calle

de la Industria a la de la Tlaxpana... Llegaban

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—lo reconoció en el suavísimo ascender de una pendiente— al cruce de la Tlaxpana con la cal zada de la Verónica .. Rápido viraje del coche hacia el sur. .. Corrían por la calzada ru a Chapultepec: el auto, al salvar los baches, brin caba repetidamente.

lJno de aquellos saltos fue tan brusco que el

¡ cañón de la pistola, contra su rostro siempre, le golpeó con violencia en el pómulo y le produjo una herida. Sintió Axkaná el brotar de Ja sangre y el escurrir de la humedad tibia hasta la nariz.

—jimbécili —dijo sin moverse—. ¿No comprende

Usted que así puede írsele un tiro?

223

.

- A

Entre su carrillo y el tapete, la sangre se exten día. En seguida agregó:

—No veo el objeto de que - -

Pero la misma voz que había sonado cuando lo asaltaron no le dejó concluir:

—iCállese, hijo de ta

Y el cañón de la pistola, volvió a golpearlo, sólo que ya no de punta, sino longitudinalmente, mientras en el pecho le asestaban un puntapié.

El automóvil se detuvo entonces unos instantes para hacer diversas evoluciones clue Axkaná no pudo seguir más que a medias; aturdido por el dolor, perdió el sentido de dos o tres de aquellos movimientos. Era indudable, sin embargo, que volvían a correr por la calzada. Pero ahora ¿con qué rumbo? ¿Hacia San Cosme? Minutos después, tras nueva vuelta del coche, el piso volvió a ser parejo; parecía de asfalto. -. Tornaron a hacerse perceptibles por entre la venda vagos resplandores; eran, sin duda, las lámparas de las calles. “Hemos vuelto a la ciudad”, pensó. . . Carrera larga... Muchas vueltas y revueltas .. Prolongado corTer otra vez...

Hubo un sitio donde el automóvil, sin que la velocidad disminuyera, giró quién sabe cuántas veces en torno de un círculo perfecto y escapó al fin por la tangente. Se hizo entonces completa la desorientación de Axkaná. .. La nueva carrera, sobre amplias superficies planas, persistió largo rato ... Al cabo de éste volvieron los baches; luego trepidé el auto, como si cruzara dos pares de rieles; luego se acusaron baches todavía más profundos... Subir de cuestas, subir De un lado se dila taba el sonido del motor como en campo abierto, sin el menor obstáculo; del otro, el rosario de las explosiones parecía elevarse e ir acompañan-

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do al coche, cual si muros interminables lo contu vieran, lo encajonaran . - . Cesaron los baches

Se iniciaban, ahora en serie, cuestas, curvas, ondu laciones. Las series se repetían. Recomenzaban otras más. .. Sobrevino un bajar lento y largo; :]uego, cual si el automóvil se desviara en el fondo de una barranca, un virar rápido sobre la derecha, seguido de un subir breve, pero pronunciadísinio, y, ya en la cima, una vuelta a la izquierda. De nuevo a correr -

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Aquel último enlace de accidentes era para Axkaná cosa muy conocida la identificó en el acto. Un poco más lejos la relacioné inequívoca mente con otras peculiaridades topográficas a cuya aparición se adelantó prediciéndolas. “Sí —pensa. ha—; vamos por el camino del Desierto”, y dentro de las tinieblas de la venda se le ilnminó el pai saje: de nuevo sabía por dónde lo llevaban.

De allí a poco se detuvo el coche, y, en seguida, avanzó lentamente, inclinándose sobre una de las ruedas delanteras. Cayó después sobre la otra rueda (le adelante mientras la primera ascendía. Luego ocurrió lo mismo con las ruedas de atrás: las dos

tcayeron y se alzaron en operación alterna.

Habían salvado una de las cunetas. . . Estaban fuera del camino . . . El coche, ahora con lentitud, seguí a avanzando. Axkaná oía a través del piso el crujir de los neumáticos sobre los terrones; oía el azotar de la hierba doblada por los ejes. Al cabo de dos o tres minutos de rodar así, el automóvil paró.

Vino entonces un momento de silencio y de quietud infinita. Llegaba al espíritu la majes tad de las lomas impregnadas del misterio de la noche, la majestad de la sombra, la majestad de las montañas y del campo. . - Pero toda esa gran-

225

‘A

-

--‘U

deza se tj itebró (le pronto en el sonid zn lii t1sct lo de una voz:

—Di les a esos (j tic ap:igtlei 1

Sonaron las cerraduras de las portezuelas. Varios hombres, a j u por el ru ido y los movimientos, se apeaban.

—jLevántese de ay! La voz era enégica y ronca, Mieiiii-as Axkaná se incorporaba, dos manos lo

cogieron por un brazo y otras lo aflojaron contr el asiento. Ahora sentía apoyársele sobre el pecho el cañón de la pistola.

—Daca el tequila —dijo la misma voz. Sintió Axkaná que alguien palpaba cerca de su cuerpo. Oyó que movían algo, que rasgaban papeles.

El cuello de tina botella vino a tocarle la boca.

—Echa un trago —mandó la voz. Pero Axkaná, desviando el rostro, respondió firme y tranquilo:

—No bebo.

— bebe?

—No. No bebo.

—Conque no, ¿eh?

Las ondas de la voz siguieron dirección distinta:

—A ver, tú; que te den el embudo del aceite ¿Conque no bebe?

Se oía e ruido que hacían delante al remover los trebejos del automóvil.

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—Conque no bebe... Conque no bebe —repetía la voz.

“Va a ser inútil resistir —pensó Axkaná—. Acaso fuera más juicioso no oponerse.”

Tuvo, sin embargo, miedo de que lo envene nata u:

,y ¿quién t aseguni ——preguntó--- que es sólo tequila lo (jUe ( nierc da une?

—Nadie. Y sobran las preguntas. Si quisiéramos envenenarlo o matarlo (le otro modo cualquiera, ¿quién lo habría de impedir? Pero ya oyó que pedí el tequila. Sienta la botella: está nuevecita, la acabamos (le destapar. Beba, pues, por las buenas o por las malas. Traiga la mano... ¿No es ésta una botella?

A despecíso (le todo, aquel lenguaje hizo cierta gracia a Axkaná. - [ la botella dijo:

—Sí, cs tilli botella.

—Beba un trago, pues Mise, bebo yo pr

mero.

Breve silencio. . . Chascaba una lengua:

—Buen tequila, ¡la verdad de Dios Ahora usted. Axkaná bebió.

— tequila o no es tequila?

—Así pa

La botella seguía apoyada, c parte, esi la niano

de Axkan;í.

—Beba otra vez.

—No, ya no.

—-Beba otra vez, le digo ... Y nomás no se me mueva tanto, que la pistola puede dispararse. Y diciendo así, el desconocido volvió a hacer que fa botella y los labios de Axkaná se juntaran. A xka u 1 ornó a beber.

— es bue u tequila?

——Sí, sí es bueno - - - Peto ¿para t use liati traído

a este sitio?

—Ande, ande; no sea curioso. Ya se Jo diremos en euantito que esté briago. Empújese otro trago nomás. Y atienda a mis consejos: si sigue movién (lose no respondo de la pistola.

Con el cuello de la botella golpeaba el desco nocido los labios (le Axkaná. lo hacía, evidente—

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mente, tan intención de causarle daño y lnanj nerlo dócil. Paja que cesara en aquello, Axkaná bebió.

Esta vez el desconocido no se contentó con que Axkanrj bebiera como las otras, Sino que le metió entre los dientes varios centímetros de la botella y lo obligó a tragar enorme cantidad del líquido Sintió Axkaná el efecto cálido del alcohol, que casi lo ahogaba, y un comienzo (le mareo. De la cara seguía manándole el hilo de sangre; la hume dad le bajaba ya hasta la pechera de la camisa.

—Tome otra vez.

Y la voz, orientada a otra parle, añadió:

—Agárrenlo de los brazos, no sea que con la borrachera se nos alebreste.

De nuevo la voz se volvió hacia él:

—Ánclele, don tal; tome otro trago. Está aquí para cbedecermc.

Axkaná se resistía.

—Bebe por las buenas, ¿sí o no?

Por cuarta vez consintió Axkaná. Y también

ahora sus Secues traclojes hicieron de modo que el trago ingerido fuera enorme.

Sentía Axkaná corno si tuviera lumbre en la boca, en la garganta, er el pecho; si bien, pese a todo, empezaba a inundarlo inmenso bienestar. Dos tragos más, que le dieron innjedjatanicq no provocaron casi resistencia alguna; entraron en él como droga que libera, que alivia. Pero aquello no duró mucho; momentos después sus sensaciones variaron de golpe. Experimentaba ahora veloces amagos de una borrachera terrible, de una embria guez extraña que lo inundaba, más que en mareo, en ahogo. Iba sintiéndose otro, otro de segondo en segundo, profundamente otro cada vez, que sus arterias, bajo la presión ele la sangre, se hinchaban.

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Nuevos tragos hicieron que su cabeza se le anto jara tan grande como el automóvil, y mayor que la cabeza sentía la herida del pómulo . . La vendo, ceñida a muerte contra las cejas, le gol peaba las sienes con latidos que eran tremendos mar ti 11 a/os.

—;Quítenme la venda, quítenniela, por favor!

—Beba otra vez.

Y de nuevo le metieron la botella hasta la gar

ganta. Y no acababa de pasar todavía lo que le

ccbaron en la boca, cuando ya estaban obligán

dolo a tomar otro trago

Desde ese momento la operación de hacerlo

beber degeneró en continuo forcejeo. Breve rato resistía Axkaná, y luego, exhausto, cedía tinos

segundo hasta volver a resistir. Así cinco, diez, quince veces. Lo tenían asido por las piernas, por la nariz, por los cabellos. Cuando ciaba señales de ahogarse lo dejaban desc-ansar y en seguida vol vían. Le golpeaban la cara para que abriera la boca; le metían entre los d;entes algo parecido a un destornillador.

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Finalmente, entre ebrio y desvanecido, fue entre gándose. Estaba abora de espaldas sobre el asiento, y, para mayor facilidad, ya no le ciaban cie beber con la botella, sino con el embudo. Se le mezclaban

en la boca, remotos, los sabores del tequila, de la Sangre, del aceite .,. Durante cierto espacio bebió mansamente cuanto le dieron: fue un tiempo largo, larguísimo . . Ya no sentía la herida, ni la cabeza, ni el cuerpo. Toda su conciencia era una sola sen sación: la de un, tubo de metal que se amoldaba a su lengua; la de su lengua escaldada que se amoldaba al tubo de metal.

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Y aquella sensación, que por un instanle pareció llenar c universo, que fue infinita, empezó a apa gane y desvanecerse, y conforme se desvaneció, todo fue desvaneciéndose con ella.

CUARTA PARTE (CASI) POEMAS

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Nada como reitu nciar al fruto de las cosas para

interesarse más en ellas; quien hace de su vida un atelismo perfecto, abre por ahí ancha puerta a todo el caudal de las formas vivas e inertes, y ellas vienen a él y ‘e mantienen sumergido en un baño de constante renovación. Como no pide finalidad, no gasta preferencias; que si alguna tiene, no será 01 1-a que 11 11111 Y i )cc nl ja r, y no confesada, de s naturaleza, más hu mientras

ti interna, y )iSís ¡)UdC)Osa mientras más ciega ni ella le vedará volver la inicada hacia todos lados, ni seguir todos senderos, antes Ita de ilumi nar los que caigan bajo su luz.

Afirmas- de la vida una dirección necesaria, es imponer camino al espíritu negándole la inmensa copia (le direcciones en tic las cuajes se escogió. ¿Y qué más ilusorio que en(auzar lo que de suyo

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deshoi-clanujentu in fui-inc e ilicOliten iblc; ( çeen la til)áirina tiansforniaciómi cii ditte se

es

ti

inuitcla el espíritu, y jneieiiulci (-onu-fil le wn

uno de los frutos, (liando se une sí [ las manzanas doradas del huerto en (file vive? La fina lidad convierte en sistema ah mundo, y nada hay fluís contrario a la ilimitada perspectiva (le la Voluntad y el pensamuen co (Inc la concepción si temática que por fucs enipohiece la i de las cosas y las preiu-iga En el ulnve de la

pluralidad cte las fonnas y la multiplicación Ile los resultados, la visión del intuido será tanto más

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intensa y sugestiva cuando avalore en su punto las individualidades. Pero, ¿cómo podrá esto alcan zarse sino sosteniendo a todo trance por el indife. rente interés de una actitud espectacular, enemiga por la sangre de afirmaciones absolutas y siste máticas? Sólo la naciente simpatía de todo, alimen tada en el fresco matinal de la curiosidad atélica y desinteresada, lleva al espíritu a esa contempla ción pluralista y serena; sólo ella no exige sacrificio y consagra íntegro el privilegio de la conciencia a presidir todas - ]as cosas.

CRtTICA RESERVADA

No es juicio de crítica el destinado a permanecer en secreto. Hay inteligente que me dijo al oído irreverencias de Cervantes y horrores de Goethe, y en todo sincero y convencido; mas no por eso Goethe ni Cervantes lo son menos.

La crítica es resultado y función social, y no de individuos, por más que la pronuncieli labios par ticulares, pues tiene la sociedad modo adecuado de expresar sus preferencias y conservar el domi nio: a nadie es permitido formular juicio sin afrontar la corrección ajena, ya que sería engaño guardarlo para sí, tildando de error a los demás.

A la estimación de las obras nunca se ha puesto punto; ella se rectifica y elabora a diario, según va pasando (le mano en mano: así que vanamente pone mano en ella quien a otras manos no pasa la enmienda. Sólo es honrada la preferencia a cen sara que en público se declara, por ser la única que se expone a la extraña discreción.

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ARTIFICIO

Va es vieja historia la de la civilización que llega de Oriente; tan vieja, que tiempo ha habido de que el mundo se complete, y a nosotros, habi tantes tic este Nuevo Mundo, no es por Oriente sino por Occidente por donde nos viene: la china, de pies pequeños, deseinhaj-ca en San Francisco; viene pobre y sola y no trae más caudal que el caudal mutilado (le su pies; pero él la sirve, por que él es su prestigio. En vano el filántropo occi dental la mira y la compadece; cii vano la con dena y la envidia nuestra desvirtuada mujer, ya apenas capaz del suave sufrimiento del corsé: ella de todos triunla; su virtud es la sumisión a lo artificial, a lo femenino, a lo superior. ¡Ah, las mejeres de pies pequeños, de rostros esmaltados y de uñas de nácar!

INFANCIA

Nació a la vida del espíritu quien hoy os habla como colega, en Tacubaya, rincón del Valle de México, hace más de sesenta años Tacuhaya el-a entonces una villa rústica y señorial. No conocía el drenaje en sus calles ni el alumbrado eléctrico bajo sus techos, pero, en cambio, se deleitaba mirándose a sí misma en la belleza (le sus calza das y sus fuentes y en la lozanía de sus alamedas y sus parques, pues nada suyo carecía de luz. Florida toda ella, por sobre las tapias y las verjas de sus casas, chicas o grandes, se desbordaban los floripondios y las bugambilias, y al abrirse sus portones más anchos o sus postigos más estrechos, se mostraba inmediata la visión, fresca y umbrosa, de álgún lardín: El aroma de las flores era su atmósfera. La iluminaban los brillos del sol, soni

• breados por la humedad de la lluvia o su recuer do, y el iris de la escarcha o del rocío. Era clara y armoniosa. Enriquecían su silencio el aleteo tic las palomas en la transparencia del aire, el graz nido de los patos en vuelo hacia la laguna o el canto del jilguero y la calandria y el grito del pavo real. Era elegante, era bucólica. Uno que otro carruaje de hermosos caballos, tranvías dimi nutos tirados por mulitas veloces, algún jinete, burros cargados de arena o carbón, rebaños de ovejas o vacas, daban tono a la soledad de sus calles, sobre cuyo empedrado corrían o jugaban a lo lejos unos cuantos niños. Era apacible- De

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tarde en tarde transitaban por las aceras, hechas de baldosas, hombres que no ponían prisa en el andar y mujeres generalmente atareadas y llienu das, liLlin i Ides las más, pero todas con cintas de colores c el pdo y la gracia cId rebuio caída a la espalda.

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Lo grato y amable no paraki ahí. En torno a la primitiva placidez urbana se extendía, gran dioso y sin término, e espectáculo de la belleza natural. Quedaban próximas, casi al alcance de los dedos, las inmensas cortinas de los bosques aledaños, inagotables en su verde ascensión por colinas y lomeríos. Se veía (le dondequiera, remota y cercana a la vez, la mole del Aj nsco, Oscura e incomprensible, p presidiendo día y noche, con la hosca majestad de su dina, hasta las in recómi (litas pulsaciones del valle. Y más lejos todavía, pero taiiiljién más alto y armónico, y reflejándose en la superficie de los lagos como para levantarse a mayor altura y adquirir otra dimensión, comple taba las luminosidades de aquel pueblecito un ritmo múltiple, doble (le forma y de línea: el juego de colores de los dos volcanes, (le cumbres de nieve. {. .

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Al co mi pl ir el niño los once años, la familia se trasladó a Veracruz. Allí el espectáculo del mar

—era una visión magnífica y portentosa— le clila tó en el espíritu las enseñanzas recibidas frente a las montañas y los paisajes de Tacuhaya y lo condujo como (le la mano —porque t amnbién era aquélla oua visión de anchura ii finita— al senti miento y el amor (le la libertad. Solo en la playa desieri a, y más si eran días de olas y vien tos teni pestuosos, vivió con la naturaleza el instinto (le las gaviotas y con el estímulo (le sus lecturas infanti les el individualismo absoluto de Robinson Gen soe y el ansia vengativa y justiciera del Conde de Montecristo. Hubo más: de ahí a pocos meses, la diaria aparición del milagro marino, al que todas las mañanas acudía insaciable desde los balcones de su casa, ahondé en él el surco ya dispuesto a recibir las sImientes gei-ininatlor (le la cultura. Contemplaba a lo lejos el relieve indescifrable de las islas veracruzanas, y con sólo nnrarlo asistía, transportado, a la epopeya oceánica de Cristóbal Colón y sentía despertarse en él, al conjuro de unos cuantos nombres —San Lúcar de Barrameda, Isabel la Católica, la Santa Maria, la Niña, la Pinta—, un desbordamiento intenso, aunque indeciso y vago:

era, incipiente, el sentido ecuménico de su patria.

En Veracruz, además, pr icipio del Mé hin— (lado por 1 Ici-ná ( ortés, las proezas y el dolor de la Conqinsta ren;m( ieion para S ojos, Imieron rea—

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lidad presente entre el rugir d.: las olas que veía él lanzarse broncas hacia los arenales de la playa del Norte, y entre el estrépito de las que se des trozaban contra el islote de San Juan de I Y aunque totalmente ciego aún a los imponde rabIes efectos de la lengua que se habla desde la cuna, empezó a sentir y entender cómo España era la prolongación espiritual de su pa tiia mestiza, igual que México, entrevisto en su viaj e desde la

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montaíht al mar como un país de llanos 110 siem pre feraces, y de cordilleras y cerros áridos las más veces, era el ensanchamiento geográfico de su valle, rodeado de nieves y bosques y humedecido de lagos.

También en Veracruz, bastión secular de las luchas contra los piratas ingleses; escenario, heroi co a porfía, de contiendas civiles y guerras contra invasores; plaza cuyo destino dramático se pinta ba en las almenas de su castillo arrancado al alar, ei los restos de su muralla hecha de riscos y en sus baluartes ennegrecidos por el tiempo y las bo rrascas, la presencia del hálito histórico, antes per cib a la sombra de Chapultepec, se marcó en él más profunda y permanentemente. Y también allí, olvidándose a ratos de sus juegos, y ensimis mado sobre las mesas de la Biblioteca Pública, los misero bies de Víctor Hugo, México o través de los siglos, El contrato social de Rousseau, los Eva u gelios sinópticos, la I±iectra de l’eréz Galdós, y así otras muchas obras, previnieron y excitaron en él, adolescente ya, la inteligencia y las dudas del mun do en que había nacido.

Pero más que nada, o como cauce y remate de todo, en Veracruz, cuna de las Leyes de Reforma y comunidad todavía entonces embebida en el idea rio de Benito Juárez, el adolescente fue adquirien do para sus ideas la misma soltura espaciosa con

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que hasta allí se habían expandido sus emociones. La Escuela Cantonal Francisco Javier Clavijero, concebida dentro de la pedagogía de Enrique C. Rébsamen, se le ofreció —era laica a la mexicana; pública y gratuita a la perfección— como la antí tesis de su escuela .tacubayense. Dejó allí de pro nunciar rezos cuyo significado o palabras no había entendido nunca por completo, y, poco a poco, bajo la acción de maestros admirables —tan admi rables eran que parecían obedecer a distancia los designios del padre—, fue aprendiendo a pensar sin trabas la idea de México, la idea del mundo, la idea del cosmos; un cosmos y un mundo que en nada se parecían a los de su catecismo de los años anteriores, un México cívico y civil. Estos dos tér minos, cívico, civil, que muchas veces habí a escu chado en las exégesis paternas, pero que antes no había logrado entender, lo exaltaron más que si hubiesen sido invención suya. Y entonces penetró hasta el fondo de lo que su padre había querido decirle al hablar de Guillermo Prieto como de “un gran liberal”; y sintió la grandeza de Benito Juárez; y se explicó por qué el cielo empíreo, entidad teológica o metafórica, es factor hetero géneo en las especulaciones terrenas del ho Pero, sobre todo, se dio cuenta, complacido, de

que nada tenía que reprochar a su Mesías, ni a sus Evangelios, ni a sus transportes enlociona les bajo la bóveda de San Diego o entre la penumbra

del atrio de la Condesa. Porque ahora veía claro

—la idea se le iluminó nítida y transparente— cómo la religión no era cosa del César, sino de Dios, y cómo un sacerdocio que se desvirtuaba hacién dose César en nombre de Dios, o aliándose con el César para fines postegardores de lo divino, profanaba a Dios y prostituía a César, y, como tal,

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ir.

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era contrario a Ja verdadera religión y peligroso para la salud de la república.

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Arrebatado por todo aquello; seguro de llevar, como la brújula de sus entretenimientos infanti les, un Norte dentro de sí, y ansioso de seguirlo, el adolescente de catorce años se asoció con un condiscípulo, y juntos publicaron un periódico, La Juventud, hojita quincenal destinada —no espe raban menos los editores— a influir en las costum bres de su época.

La empresa editorial no duró arriba de cuatro o seis meses, e igual suerte habrían de correr otras semejantes. Pero gracias a esas aventuras, que no por breves o precoces eran menos definitivas dentro de su significado espiritual, el adolescente iba formándose y quedando apto para pisar con pie firme los umbrales de la juventud, esa juventud que propugnaban las insipientes columnas de su periodiquito. Sus directrices más hondas estaban hechas. Podían asaltarle aún, como infinitas veces le asaltaron y seguirían asaltándole y desasose gándolo, dudas e interrogaciones, pero serían las interrogaciones del conocimiento, las (ludas de la elección, no las del impulso de la voluntad.

TRAVESÍA EN EL GOLFO

Pani hubiera querido que hiciéramos la travesía de La Habana a Nueva Orleáns en el Chalrnette, barquito —le habían dicho— donde viajaba siem pre lo más selecto de la sociedad habanera, lo más selecto y lo más bello. Y 110 negaré que tal pers pectiva —por lo que veía en el Malecón y en el Prado— era para seducir al revolucionario más impaciente. Pero como yo tenía mis razones para reducir al mínimo la estancia en La Habana, luché por que tomáramos pasaje en el Virgiflie, que saldría cuatro o cinco días antes que el Chal mette, y así se hizo.

Mi prisa por tomar barco se impuso de tal modo —gracias a la benévola actitud de Pani— que a última hora atraje al bando del Virginie a Salvador Martínez Alomia, que también estaba entonces en La Habana, listo para unirse a la Revolución y en espera de la salida del Cha

Tan excesivo triunfo de mi parte anduvo a pique de dejarnos a todos en tierra. Martínez Alomia estaba enfermo de conjuntivitis crónica. Al exami narlo, el médico del buque declaró, sin más ni más, que aquello se asemejaba demasiado al ti-a- coma, por lo cual nuestro compañero no sería recibido a bordo sino a condición de pagar de antemano su pasaje de regreso, para el caso de que las autoridades norteamericanas no le permitiesen desembarcar. Tamaña exigencia nos indignó —nos indignó, más o”e nada, por la sospecha de que

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una vez cobrado el pasaje en disputa, la gente del buque se propondría ayudar a que Martínez Alomía no desembarcara_, y amenazamos con la huelga general de pasajeros de primera clase. Esto de la huelga no era simple ficción, sino verdad absoluta y tangible; porque como Pani, Martjnej Alomía y yo éramos los únicos pasajeros no mini grantes, a la mano teníamos el realizarla.

Nuestro procedimiento, revolucionario y noví simo, triunfó al primer choque: Martínez Alomía

se quedó en el barco sin requisitos especiales;

y así las cosas, Pani y yo no vimos ya inconveniente

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alguno en honrar al Virginie con nuestro dinero

y nuestra presencia.

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El Virginie era un barco viejo (:01110 un carabela, sucio como un lanchón y lento y pesado como una artesa de granito. Sus grandes dimensiones contribuían a que en él nos sintiéramos como en un buque fantasma. Para nosotros solos cian las largas cubiertas del barco: cubiertas por donde no transitaba ni un marinero; para nosotros solos era el salón: salón donde no aparecían m caras que las nuestras; para nosotros solos era la carta indicadora de la ruta: carta que señalaba con veinte banderitas las veinte posiciones en los veinte días de navegación a través del Atlántico. Y esta rara sensación de soledad, este disponer (le casi todo el barco para nosotros tres, nos rozaba el corazón con el contacto de lo misterioso, de lo eterno, de lo extrahumano. Si en aquellos días Buster Keaton hubiera hecho ya su película T1,e Navigator, habríamos sentido tal vez el escalofrío (le que las puertas de todos los camarotes se abrie

rail y cerraran a una bajo el empuje de manos invisibles. Si Sutton Vane hubiera escrito ya su drama Outward l acaso nos asaltara el (error

de ver de pronto, en el criado que nos servía la

mesa, al mismísimo Caronte.

Algo de terrorífico, en todo caso, hubo durante

la primera cena que nos reunió a los tres en torno de mu de las mesas del comedor, terrorífico no tanto por la naturaleza posible de quien nos presentaba los platos, cuanto por los platos mis mos. Nada de lo que había allí era para paladares humanos, salvo el vino y, hasta cierto punto el pan. Del vino, Pani empezó a vaciar vasos enteros al ver la segunda vianda, y entre trago y trago clavó en mí miradas tales, que otro las hubiese tornado a reproche, pero que yo, que también me acogía ya al vino con deseperación gemela de la suya, opté por no tomar en cuenta de ningún

modo.

La dualidad pan y vino se enriqueció a los pos-

tres con otro elemento: pasó a ser la triada pan, vino y queso, gracias a un camembert, ya bastante enérgico, pero aún tolerable, que clescolló cons picuo entre frutas podridas y dulces rancios. En resolución, que no nos arredramos, y de tal forma lo bara jamos todo, que al dejar la mesa, Salvador Martínez Alomía hablaba de recitarnos sus mejores versos, y I’ani, mientras nos instalábamos en el salón, resumía así sus impresiones:

— usted que el Virginie tardará tres cijas en llegar a Nueva Orleáns? Bien, pues serán tres días cii que nos sustentaremos con pan y queso y nos embriagaremos.

* * *

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A mi travesía del Golfo a bordo del Virginie debo dos de los mayores espectáculos que han contemplado mis ojos: el rayo verde y la desem bocadura del Mississippi.

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El rayo verde lije sorprendió una Larde, sin yo esperarlo 1) ¡ quererlo, inieni ras conversaba con l’aiii, ambos apoyados de brazos sobre la borda. Hacía una tarde magnífica —tarde del Golfo—:

a la vez que hablábamos, se nos bafiahan los ojos en la belleza del cielo y el mar. La cornija celeste y la comba marina giraban, recortándose la una en el límite cte la otra con transparente armonía (le cristales, a medida que el T’irginie, tardo en ti balanceo, hendía las ondas. El agu a era a ¡nl y oro; el a ¡re, azul y plata. ‘Yo había ven ido siguiendo las úliinias fases del sol, y pt aquella en que la intersección de las (los coinba habría de devorarlo, quise ver el postrer destello en la limpidez maravillosa (le la tarde. No apartd la vista del pedazo de disco refulgente, del breve segmento que brillaba a flor de mar con incan descencia de rail luceros juntos, rIel punto lun noso que nadaba en cobre líquido ... Y, (le promo, una emanación verde —verde cual el más puro verde del espectro—- brotó coipo tspa desde el fulgor hundido y anegó medio horizonte en trajo fug instantáneo.

A la desembocadura del Mississippi llegamos al amanecer. Todavía eran mar las aguas, y ya estaban convertidas en espejo —en espejo fluvial cuyo limo se encendía con todos los tintes de la aurora—. A trechos, aquel espejo se quebraba para (lar paso a los bancos, inmensamen te verdes, Y entre éstos, tan a ras (le agua que parecía ti lagos limitados por tierras- de colores, el Vii-ginie se movía a media )ndqtInLI. Visto a disíaijcia, nues—

tro feo barco debe de haber cobrado, navegando entre tanta quietud, la majestad de un cisne mons truoso. La ariuga que levantaba su proa era lo único móvil en toda aquella liatt!raleza dueña (le su paz: naturaleza (le río inmensurable, de río capaz de vencer al mar cal ladamen Le y en sosiego.

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(liRA FIESTA DF LAS BALAS

Ponj tic fue en el Hospital Militar de Culiacán (1011 (le ni ve mi primer contacto con la imagina. ciáii (le bis halas. Yo bahía creído lI;ista entonces

—auis() p01 el aliSistit (le IIIS Y5j lejanas nociones jo Iaiitj les, y por alguna ex periencia personal dolo- duma— cj nc los pioyecules de las a Finas de fue go se mostraban dolados (te ciera sensibilidad, de cierta conciencia que los mantenía, gracias a no se qué poder misterioso, atentos siempre a su lo isión exclusivamente mortífera. El hombre ch paraba el rifle, Ja pistola, Ja amen-al adora, y la bala, d6 1 al lnnlann furor de matar, partía hacia el blanco, que-a ve1cacerIahílavec erraba,

pero en cuya busca iba siempre con disposición siniestra y grave. En el hospital Militar de Culia cán descubrí que no era así. Existían, si duda, las halas serias, las balas concienzudas —las que matan con golpe certero o hieren con crueldad simple—; pero al lado de éstas existían también las balas imaginativas y íaui:iseacloias —las que apenas sneltas en c curso de su trayectoria, reden tI ansia universal de jugar, y jugando jugando ( lnnplcn 5 ( ojuetidu.

Miraba yo la doble fila de camas, los catres clise- minados en las salas rebosantes de heridos, y era raro que en cada lecho (o en cada jergón, en cada si [ no descubriese la obra maestra de un entre ienimieino diabólico. Las llagas niés i-einendas, las peores desgarraduras (le la carne o ptuiveriiaciones

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de los huesos me impresionaban menos por su t horror que por la sugerencia del recreo destruc tivo que las causara. Y ocurría otro tanto con mu- chas heridas en apariencia simples. Por sobre aque líos cuerpos, puestos ahora a vivir en torno al solo

: estremecimiento de sus dolores, no había pasado una ráfaga mortal —aunque 1-as heridas produje tan después la muerte—; habí a soplado un mero hálito juguetón y deportista: el deporte de afligir carne y derramar sangre, caro a la raza de tas balas,

% como a la de los hombres.

Separadamente, cada herido era revelador de la existencia de una categoría particular de balas, de una personalidad actuante en cada proyectil al momento mismo de asestar el golpe. Juntos todos los heridos, su agrupamiento abarcaba, como en museo, como en panorama, la gama matizada de esas categorías, de esas personalidades. Las balas que vaciaban un ojo —como la que hirió al mayor Esteban B. Calderón— y luego seguían su curso sin tocar ninguna otra parte del cuerpo así herido, eran evidentemente proyectiles risueños, proyectiles que gozaban ejercitando su tremenda capacidad de mal,

pero que no la agotaban, a fin de dejar viva a la Víctima y obligarla a oír durante años el silbido (le una carcajada. Las balas que primero arran caban de sobre el cráneo mechones de cabello, y luego, para sembrar los pelos otra vez, abrían un surco a lo largo de la espalda, eran balas propen sas a recrearse en un virtuosismo excesivo. Las balas que de una parte rozaban la yema de un dedo

¡ o afilaban el corte de una uña, y de la otra destro zaban una clavícula o pulverizaban un codo, eran balas que se complacían en afinar hasta la sutileza su capacidad activa y en robustecerla hasta el

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estrépito. Las balas que mutilaban una oreja reba nándole cuidadosamente el lóbulo; que luego alo jaban el lóbulo bajo la carne de la nuca, y que por último iban a incrustar la piel de la nuca en el talán, cian balas traviesas, balas que se entrete nían en cambiar de sitio cuanto hallaban al paso y que describían, para lograr mejor su objeto, tra yectorias inverosímiles entre los puntos más irre lacionados. Las balas que penetraban por la fren te, pero que en vez de perforar el cráneo se desli zaban entre el hueso y la piel y al fin huían por la coronilla, eran balas de dinamismo alegre, incli nadas a poner a prueba sus in rápidos esguinces.

Con estas balas, de anca veces rondeño, a veces florido y de coloratura, se mezclaban, además, las que se servían de su virtud imaginativa con ánimo de deformar o hacer sufrir. Estas otras se gozaban menos en el carácter seguro o elegante de su mane ra, que en el alcance de su acometida. Eran las balas que desnarigaban o desquijaraban; las que multiplicaban ociosamente los escapes purificado res del organismo; las que perforaban el vientre para producir peritonitis; las que dejaban en el cerebro un eterno estrépito (le cataratas o un res plandor irresistible, m intenso que si el Sol estu viera dentro de los ojos; las que creaban, en fin, para toda la vida, focos de frío, de quebranta miento, de dolor, o inercias penosas en los órganos de función más necesaria, más constante. ¡Aquel soldado que nunca se podría sentar! ¡Aquel otro, que para comer habría de completarse la cavidad de la boca con la palma de una mano! ¡Aquel que no podía doblar la rodilla izquierda ni poner recta la derecha! ¡Aquel a quien las más leves varía ciones de temperatura se le acumulaban, con sen-

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sación de brasa o de témpano de hielo, a lo largo

de la espina!

Y no faltaban tampoco las balas que herían con el ridículo, las que chasqueaban al héroe. Algunas, que se hubiese (lidio disparadas al corazón, se contenta ban con llevarse el botoncito de la tetilla izquier da y con pasar luego por debajo de la tetilla derecha, dejándola desprendida pero intacta. A este género de balas pertenecía la que le dio en el muslo al general Obregón: buscándolo, la bala lo había alcanzado; mas en lugar de hacer la herida opu lenta que el general sonorense anhelaba como tim bre indeleble de su heroísmo —eso le acaecería después—, le produjo apenas, en la epidermis, un moretón despectivo. El desaire fue tan claro que Obregón mismo lo comprendió, por lo que se puso sin tardanza a desvirtuar la burla —incapaz de callar que una bala le había tocado el cuerpo—, haciendo según su costumbre: situándose muy por

•encima de los acontecimientos. Durante varios df as no dejó de decir a todas horas.

—jPero qué ridícula ha estado mi herida!

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QUINTA PARTE

CRÍTICA

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LA POLÍTICA MEXICM4A

Vista desde lejos por un mexicano, y a la luz de lo que acontece en otros países, la vida pública de México se presenta con perfiles enteramente definidos y claros. Falso que sea aquél un país tan absurdo como suelen creer algunos de sus hijos, o tan inexplicable y misterioso como a menudo aseguran los extranjeros. Todo lo contrario, la política de México parece, desde aquí, desenvol verse sobre un plano que no por ser muy peculiar está exento de lógica.

Hay allí, y en esto concuerda México con todos los países del mundo, un grupo de hombres, hon rados unos y pícaros otros, que tienen por oficio intervenir en los asuntos de la república. Pero, a diferencia de los políticos de otras partes, la mayo ría de los políticos mexicanos sólo concibe una manera de ejercer su oficio: el uso del poder. Esto, naturalmente, no se debe en ellos a maldad o ambi ción —sería injusto y torpe el asegurarlo—, sino más bien a la estrechez de aptitudes que por lo común los caracteriza. La única habilidad, o la habilidad suprema, de casi todos los gobernantes que México ha tenido desde la Guerra de Inde pendencia ha sido la habilidad de mandar. Y como la política es una profesión (o una pasión) que, lo mismo que las otras profesiones, ha de practicarse diariamente durante toda la vida, resulta muy natu ral que los hombres de mando que en México profesan la política pretendan llegar sin tardanza al

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gobierno y mantenerse en su puesto perpetuamente, Los políticos mexicanos no son, salvo excepciones contadas, ni escritores, ni oradores, ni periodistas, ni conferenciantes, ni maestros; son ciudadanos simples, hombres de poquísimas o ningunas letras, aunque a veces de muy buena intención, que han resuelto encauzar con su brazo el fluir de la patria.

Basta lo anterior para explicar desde luego dos resortes de la política mexicana: la predilección de los hombres públicos de México por el estado (le guerra siempre que no empuñan ellos el gobierno y, corolario de esto, la resistencia del partido, o del grupo, o del caudillo vencidos a deponer las armas de un modo absoluto. Respecto de lo primero, es evidente que en tiempo de paz sólo se participa en la cosa pública —cuando no se (lesempeña algún cargo— moldeando la opinión, es decir, poniendo en ji ego la palabra, la pl m a, las ideas, actividad vedada a los más de los políticos luexiunlos, pte rara vez escriben o hablan. Respecto de lo segundo, a nadie chocará que los políticos de esta especie crean, no sin razón, que, una vez vencidos, influ yen más en el gobierno de su país merodeando por la sierra al frente de dos o tres docenas de hombres, que volviendo a la nada, o a la medianía, de donde surgieron. Esto sin contar con algo más: que el político gobernante, siempre expuesto a caer de su sitio por virtud de las armas, aniqitila al venci do temible que se le entrega.

La sedición, pues, y el levantamiento, y el motín, no son, en México, signos necesarios de inmora lidad (aun cuando muchas veces sí lo sean), sino la forma habitual como casi todos los políticos mexicanos de la oposición expresan su desacuerdo. ¿Que por qué lo expresan así? Porque ése es el

único medio de expresión que ellos conocen o de que ellos son capaces. ¿Qué puede hacer el general Zutano o el general Mengano para convencer a los demás de (jue ellos tienen razón, sino levantarse en armas y demostrar, con el triunfo (le las armas, que la razón les asiste? ¿Acaso está en su órbita conseguir eso mismo mediante la fuerza de las ideas?

Frente por frente de los políticos militantes, la gran masa de los mexicanos vive entregada a sus negocios. Priva entre las clases mejor educarlas del país la teoría de que la política, la política mexi cana por lo menos, es sólo digna (le los espíritus aventureros o inferiores y de quienes ambicionan el poder o el enriquecimiento rápido. Y de tal actitud toman pie circunstancias favorables a la continuación del régimen de la violencia. Porque si esas clases, de cuyo seno podrían salir políticos dotados, a lo menos, del instrumento indispensable para hacer política sin recurrir a la espada, qTlere mos decir, políticos capaces de utilizar el lenguaje y la escritura, se abstienen de todo impulso ciuda dano, no hay alternativa para que cese el reino de los que se entienden a golpes, ni asiste justifi cación moral a quienes se lamentan de que así ocurra.

Cuando de tarde en tarde algún ij de las clases enl tas ele México se lanza a hacer política por su cuenta, y no como mero instrumento (le generales ignorantes, sus mayores esfuerzos para Sustituir la razón a la fuerza son de todo punto inútiles; la atmósfera militar se encarga de demos trarle pronto que en la república no valen las palabras, sino las acciones, y de obligarlo a recurrir a los medios violentos o a desaparecer: tal fue el cas0 de Madero.

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Esa misma actitud de las clases cultas de México explica también el que no haya allí aquella cate goría social, presente en todas las naciones de la Tierra medianamente organizadas, ya sean deino. cráticas, oligárq o monárquicas, que tiene el papel de ocuparse, sin mira inmediata ninguna hacia el poder o hacia las riquezas que del poder se derivan, en los asuntos públicos, en la educa ción pública, en el espíritu público y, dicho (le una vez, en cuanto concierne a la vida nacional de un país. Lejos de ello, de nada se ufanan tanto los intelectuales mexicanos como de su indiferen. cia por las cuestiones políticas. No hacer política equivale, a sus OJOs, a practicar una virtud: como si realmente el ejercicio de Ja inteligencia trajera aparejado en México el sacrificio de la dignidad de ciudadano y el olvido de la responsabilidad de ser padre.

En estos momentos no se país un solo escritor, un solo tro que pueda medirse con necesidades nacionales.

Cuando la obra de Madero se realice, el juicio de la nación mexicana sobre tan ilustre hijo suyo será unánime, o motivará apenas discrepancias míni mas, así como es ya uno sólo el juicio sobre los héroes de la Independencia y la Reforma. Pero mientras esa obra se halle en formación no podrá evitarse que existan diversas maneras de juzgarla, pues nada se notará más en ella que las caídas y las vacilaciones transitorias. Y entre tanto, quie nes conservamos la fe en la acción del maderismo nos contentamos con ir haciendo de éste un balan- ce parcial, en espera de tiempos que permitan razonar nuestro entusiasmo, inconsciente en mu dios, injustificado para otros.

Días pasados hablábamos de cómo Madero res tauró prácticamente entre nosotros las nociones de ley y de decoro público. Asinusmo, a él debe el

México actual su concepto (le la ciudadanía. Antes que Madero apareciese, nadie había logrado con

mover a la sociedad mexicana, ni en el orden de las ideas ni, menos aún, en el de los hechos, con fuerza suficiente a volver fatal, por necesidades de vida tanto materiales como espirituales, el paso del estado acívico, no ciudadano, en que el país fue hundiéndose más y más bajo Porfirio Díaz

—imperio aquél sin horizontes— a ese otro estado, indispensable a la salud de los pueblos, que lleva a éstos a comprender cómo la conquista de la vida

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SER CIUDADANO

columbra en todo el orador, un solo maes la magnitud de las

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pública bien vale la pena de que los hombres se maten entre sí.

Privó de 1880 a 1910 —y priva aún en muck cabezas, por ¡a inercia de ideas alimentadas largo tiempo— la doctrina, profesada a voces, de que la política es una mala afición, digna sólo de gente de poco valer o inepta para lograr otros medios de vida, Y tanto se extremó este modo de pensar, que llegó a calificarse de conducta

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perniciosa aun el simple hecho de emitir o tener opiniones sobre modos de gobernarse los pueblos y gobernarlos. Así se explica (así y no por la Revolución) que la mayor parte de los políticos mexicanos de ahora sean hombres ignorantes o escasísimamente prepa rados, pues sólo ellos no habían aprendido en nues tras escuelas necedades sociológicas tales como la distinción entre razas superiores y razas inferiores, entre pueblos aptos para conducirse y pueblos irres ponsables, o ineptos, etcétera. Así se explica tam bién que, no obstante las tempestades de diez años, sea aún numerosísima la clase superior, la clase acomodada y culta, renuente a influir en la vida general del país lanzándose, por lo menos para defender sus propios derechos e intereses, a la pla za pública de •la política. Abunda ahora, tanto como antes, el tipo del mexicano que espera que otros vengan a ordenarle y arreglarle su patria, o su ciudad, o su aldea, y que con ello le propor cionen el goce de vivir en paz. Dicho de otra forma:

el mayor número de los cultos, de los “conscien tes’Ç sueña todavía con una felicidad deparada por la Providencia a través del menor número, ilus trado o ignorante, que por circunstancias acciden tales se adueña del poder.

Y sobre esto Madero nos dio una lección de vida, procediendo a semejanza de Cortés, y paralela-

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mente a todos los hombres para quienes lo esen cial no ha sido salvarse, sino ser hombres: que-. mándoles las naves a los medrosos. * ti reencendió la chispa de nuestras revueltas mal apagadas y nos enfrascó en una verdadera revolución, de Ja cual no saldremos nunca, o saldremos como

se sale del crisol: purificados a fuego. Las zoze bras, los dolores, la destrucción, las amenazas,

la sangre y, en fin, todo eso que los reaccionarios le echan en cara a la Revolución, como si de tales cosas no fueran ellos los mayormente autores, y las cuales desencadenó sobre nosotros Francisco 1- Ma lero para curar nuestra alma colectiva, transforma rán en las prácticas de una verdadera vida pública

—institucional, orgánica— nuestra pasividad polí tica de antaño y la fiebre que desde hace dos lustros nos devora, ésta necesariamente violenta, destruc tiva y cruel, porque ha expresado el primer choque libre de fuerzas antes reprimidas. A fuerza de sufrir

—por nosotros y por la generación pasada, que no quiso purgar su parte de sufrimiento—, llegaremos a la verdadera tranquilidad, gracias a la verdadera libertad, el día en que el hábito nos enseñe que el ser ciudadano es el único medio de no ser esclavo.

* Se equívoca el modo de ver, por lo demás un poco legen dario, según el cual, Cortés quernó sus naves- Cortés, seguro de sí mismo, no necesitaba de tales expedientes para sí fue a sus compañeros, cuyo valor flaqueaba, a quienes les quemó

naves.

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LA INMORALIDAD DEL CRIOLLO

EL MAL DE ORIGEN

Tan ajena es la política mexicana a la realidad por gobernar (nuestras instituciones son importa das; nuestra especulación política, vaga y abstrac ta, se informa en las teorías extranjeras de moda, etcétera), y tan sistemática la inmoralidad de sus procedimientos, que no puede menos que pensarse en la existencia de un mal congénito en la nación mexicana. Así es, efectivamente. En el amanecer de nuestra vida autónoma —en los móviles de a guerra de Independencia— aparece un verdadero defecto de conformación nacional (inevitable por desgracia): los mexicanos tuvimos que edificar una patria antes de concebirla puramente como ideal y sentirla como impulso generoso; es decir, antes de merecerla,

He ahí la fuente inagotable del desconcierto. Si nuestro primer paso hubiera sido una adivinación, o un avaloramiento frío y concienzudo, o un deseo mezquino, pero francamente definido, la vida nacional mexicana gozaría de las excelencias de la primera, de la marcha segura y moderada del segundo o de la firme estrechez del tercero; mas como, lejos de ello, nuestro primer acto parti cipó de lo nuevo, de lo vago y de lo inmoral, de lo uno y lo otro habremos de padecer largamente. Este mal de origen es nuestra carne primera, el punto de partida de nuestra individualidad como

pueblo y como nación; él ha trazado nuestra vida y nuestro carácter, él nos explica. Nacimos pre maturamente, y de ello es consecuencia la pobre za espiritual que debilita nuestros mejores esfuer zos, siempre vagos y desorientados.

Dos son los momentos de nuestra historia en que, con mejor fruto, podemos asomarnos al alma política mexicana —al alma de aquella clase, inte grada con cierta unidad, que dirige los aconteci mientos sociales de México—: la Independencia y la paz porfiriana. Entre estas dos etapas, la Refor ma crece, da frutos casi malogrados, se desvirtúa y se pierde al fin en la paz.

LA INDEPENDENCIA

Obra fue, en su origen, de una vieja querella, de una vaga exaltación literaria y de una oportunidad.

Hasta México refluyó, tardía ya y casi extinta, la onda de revolución espiritual que habí a con movido a Europa y Norteamérica en Ja segunda mitad del siglo xviii. Su influencia no fue entre nosotros de aquellas que simplemente aceleran los efectos de un anhelo largo tiempo alimentado y contenido, sino de las que producen un estado de exaltación artificial sobre bases engañosas. El grupo de la sociedad mexicana que se creyó entu siasmado por la idea de libertad pertenecí a a la clase opresora y no a la clase oprimida de la Nueva España; no era el material más a propósito para inflamarse al contacto de las nuevas ideas fran cesas. Pero éstas, y el ejemplo de los Estados Uni dos, llegaron en sazón para prestar un motivo de noble desahogo al viejo —y quizás justo— rencor de los criollos por los españoles, y a encauzarlo

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confusamente hacia una posibilidad atrevida y lisonjera: la Independencia.

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Añ a lo anterior la oportunidad incitante de la invasión napoleónica en Espaíla, y todo que (hará explicado.

Nuesira guerra de Independencia no fue un movimiento nacional. No lo fue ni por los hom. bres que intervinieron en la lucha, ni por el espí ritu de ella, ni por sus resultados: nada hay más innoble que la intriga jurídica de 1808, encabe zada por el virrey Iturrigaray, falso para unos y para otros —el movimiento de Hidalgo es el tipo de lo improvisado y aventurero—; su desinterés per. sonal y sus dotes militares no excusan a Morelos de sus sueños políticos, tan extraños a la realidad en que vivía; Iturbide es el símbolo mexicano de la componenda política fraudulenta y de la inmo ralidad militar.

Muy trabajosamente, había llcgado por fin a encarnar en la Reforma lo que al principio fue vaga idea de que la Independencia sólo tenía sen tido como un rompimiento interno del régimen colonial. Medio siglo había necesitado el alma criolla para ver la luz. La revolución de Ayutla traía, con los eternos embelecos constitucionales, la verdad circunscrita y adulta de la acción refor madora. Sobre la maleza teorizante de siempre, dominaba la humilde confesión de una decadencia de los espíritus en las clases directoras, y la nece sidad de regenerarlos. Se llegó hasta fundar una gran escuela para forjar las nuevas almas.

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LA PAZ PORFIRIANA

No hubo tiempo. Sobrevino el régimen de Día; el régimen de la paz como fin y (le las petulancias

‘ sociológicas, el cual, vuelto contra la corriente natural de nuestra historia, solió de las marlos la obra espiritual comenzada apenas, la única verda dera. Los directores de la vida social mexicana, a partir del 70, ignoraron el sentido histórico de su época y mataron en su cuna la obra funda mental que iba a hacerse. Después de la Reforma y la lucha contra la intervención francesa, que dio a aquélla un valor nacional, la única labor política honrada era la obra reformadora, el esfuerzo por dar libertad a los espíritus y mora lizar a las clases criolla y mestiza que gobierna. El Régimen de la Paz hizo criminalmente todo lo contrario. Instituyó la mentira y la venalidad como sistema, el medro particular como fin, la injusti— cia y el crimen como arma; se miró en El Impar cial, periódico inmoral e infame; engendró todos los Ifligos Noriegas de nuestros campos, los Lord Cowdrays de nuestras industrias, los Rasalinos Martínez de nuestro ejército.

Ante esta acusación, en quien menos ha de pCfl sarse es en Porfírio Díaz. ¿Qué vale el error o la incapacidad (le un solo hombre comparados con la incapacidad y el error de la nación entera que lo glorificaba? No. Piénsese en el amplio grupo que vivía a sombra del caudillo, y que creyó entender las necesidades de la patria, o lo fingió al menos, de modo propicio al enriqueci. miento personal. Piénsese en toda la clase diri gente de entonces, en los jóvenes de veinte años del 70, en los intelectuales mad (le 1890, cii los venerables sesentones que recalentaron sus car

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LA REFORMA

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nes al sol del Centenario. Todos éstos, herederos directos de la obra informe, pero generosa, de ‘os reformadores, ¿qué hicieron por su patria? ¿Dónde está el acto o la palabra que los vincula con sus antepasados? ¿Qué esfuerzo hicieron ellos para aca bar con la abyección nacional, con la ruindad y la mentira nacionales, con la injusticia nacional, con la profunda, profundísima inmoralidad mexi cana? Tiempo y ocasiones les faltaron para sonreir al tirano y sumirlo más en su creencia imbécil de que salvaba a la patria; tiempo les faltó para cortejar a los hombres de la camarilla presidencial, o a sus amigos, o a sus criados, a caza de conce siones, favores y empleos. ¿Habrá nada más defi nitivo, para un valoramiento de la inmoralidad criolla, que el espectáculo de aquellos cientos y cientos de ciudadanos que durante treinta y cinco años no faltaron nunca al tirano para colmar los asientos de las cámaras y las legislaturas? ¡Legio nes de ciudadanos conscientes y distinguidos, la flor de la intelectualidad mexicana, prestándose a la más criminal de las pantomimas políticas que han existido! Entre estas glorias mexicanas

—que no tienen siquiera la disculpa de la cobar día, pues lejos de ser obligados, faltaban puestos para •los solicitantes— entre estas glorias figuraban nuestros maestros - -

Nuestras agitaciones armadas, con ser tan elo cuentes, nada nos dicen de nuestra dolorosa verdad junto a las enseñanzas crueles de la paz de treinta

y cinco años.

MÉXICO Y LA RELIGIOSIDAD CONTEMPORÁNEA

Í Somos nosotros —los mexicanos— naturalmente irre ligiosos; nunca quizás, o muy pocas veces, tenemos

“el sentimiento profundo de nuestra dependencia”

—como decía Schleiermacher nuestra religión es LÇ religión de partido político, airada y corajuda.

Cuando creemos, domina en el fondo de nuestra devoción la rabia de que otros no crean; y cuando

- no creemos, cuando somos liberales, cuando somos

- ateos, nuestro descreimiento es un motivo de polé

mica y de ataque, no de serenidad. ¿Esto explica que hasta México no haya llegado aún la moderna

- inquietud religiosa de los pueblos occidentales?

f ¿Lo explica la penuria de nuestro pensamiento

W filosófico? ¿Es consecuencia de ambas cosas? México ha producido, esporádicamente un Antonio Caso, un espíritu susceptible de elevarse, por sobre nues tras cabezas, hasta el verdadero sentimiento de Dios. Pero nada más.

Mientras tanto, en los países europeos aparece mayor cada día el ansia por reencontrar la fe. Durante la Guerra particularmente. y después de ella, la necesidad de valores

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sobrenaturales que conforten del horror y del dolor se ha hecho más y más imperiosa. A la simple disposición teórica anterior a 1914, representada por hombres como William James, como Bergson, como Richet, sucede hoy una angustia general _supersticiOsa y emo Uva— que invade las regiones más humildes del

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pensamiento y el sentimiento de ‘os pueblos. No hace mucho, en inglaterra ---país tan propenso a sentir a la divinidad— 1-1. G. Wells, autor de novelas fantásticas, escritor (le libros populares, vulgarizador de socialismo y política, sintió junto a sí a Dios, revelado corno un rey invisible, y publi có su profesión de 1 De allí a poco, en campos todavía más modestos, sir Arthur Conan Doyle, universalrnente conocido por sus novelas policia cas, se convertía a una nueva religión, con la cual

—él así lo esperaba— volvería la humanidad al cristianismo pri Y en torno a estos hechos, sulltomas (le estados de ánimo generales, se pro duce simultáneamente todo un movimiento de aná lisis e interpretación, se fundan societlades, nacen sectas, se somete la llueva fe a la prueba de las obras buenas y útiles.

En México no entenderemos nunca la generosa sinceridad de esos impulsos sociales ni la candidez de los pueblos que se dejan arrastrar por ellas. Los mexicanos somos irónicos, escépticos. Nos hemos refugiado en una lógica elemental, amiga de nues tro materialismo, o en la idolatría más grosera:

querríamos para Dios —como p;ira Carranza, para Villa, p;tr;t U ix Díaz— la glorificación sangrienta o el lusilaniiento sumario. En nuestra alma mexi cana la razón siempre es esclava de la ls No respetamos las ideas ajenas; no nos estremece el temor de equivocarnos.

Afirma Conan Doyle que, segán los mensajes de los espíritus, la otra vida está llena de ventura y sencillez. Como en la evolución de la natura leza, en la cual los estados se suceden sin solu ciones bruscas, al salir de este mmmundo los muertos se encuentran en otro tan semej ante, que muchos de ellos se convencen difícilmente de su pas

¡ a otras regiones. Allí no hay ricos ni pobres y todos trabajan según su vocación. Existen, si,

círculos punitivos, mas no círculos de tortura:

esíes as (le alivio para las almas dcíbiles, curadas luego por la tristeza. En ese inundo posterior al nuestro las almas de los niños crecen basta perfec cionarse y las de los ancianos se libran de la fatiga de la edad, reasumen el vigor adulto, son para siempre almas de treinta y cinco años —las masculinas— y de treinta las femeninas.

Así, poco más o menos, se expresaba Conan Doyle en una conferencia dada en Manchester recientemente y comentadísima en Inglaterra y los Estados Unidos. Y al recordar sus palabras no puedo menos de imaginar la sonrisa con que la; acogerán los

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lectores de esta página. Escéptico e irónico, como todos los habitantes de la altipla nicie mexicana, yo también he estado a punto de sonreír. Yo también soy laico, descreído, ateo; y tampoco yo he visto de cerca, en punto a reli giones, más que las formas mecánicas de nuestro catolicismo. Sin embargo, mi sonrisa no llegó a for. mularse, no llegó a ser, aunque no creo en nada, aunque nada espero ni nada deseo para después de mi muerte. ¿Acaso será que surge en mí, ante estos anuncios de un nuevo contacto con Dios, ante estas visiones contemporáneas del futuro des tino de los hombres, la imagen de viejas beati tudes? Wells dice: “El verdadero Dios no es un dios infinito, ni omnisciente, ni todopoderoso, sino perfectamente limitado y humano, ajeno a la Crea- ción —tan ignorante de ella, acaso, como los hom bres mismos— y no por necesidad relacionado con el Incognoscible (con el ser velado) que pueda estar detrás de todas las cosas.” Y no sé si tales palabras, tales herejías, tales atentados contra la

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lógica y la teología son un pedante desvarío a una iluminación. Conan Doyle, el creador de tipos novelescos para colegiales y gente sencilla, y H. G. Wells, pintor de la vida lunar y de las sociedades milenarias de edades futuras, ¿pueden llamar a las puertas de nuestro espíritu para agitar lo más profundo de nuestra intimidad? Hay una despro porción enorme entre la conducta mundana de estos hombres modernos, tan armónicamente enla zada con nuestros útiles y nuestras máquinas, y el giro súbito con que se vuelven hacia sus semejan tes y les explican a Dios, un Dios necesariamente contemporáneo, hecho también a las máquinas y a los útiles. Algún valor, empero, debe de ence rrarse en los nuevos actos de fe; un valor igual, sin duda, al de la fe de todos los siglos. ¿Quién dirá nunca en qué hombre se está haciendo el santo ni cuál es el verdadero elegido para mos trarnos a Dios? En los comienzos, Asís rió de San Francisco.

Sea corno fuere, en estos precisos instantes hay en los Estados Unidos y en Jnglaterra multitud de hombres y mujeres que cavilan gravemente, since ramente, sobre las palabras de los nuevos predica dores, grandes y pequeños; hay grandes muche dumbres prestas a oír, fuera de su alma, el eco verbal, la descripción plástica de su propia desazón. Y tal actitud respecto de las cosas piadosas, a la vez ingenua y seria, es el supremo atributo de un pueblo, de una nación, de una raza. Cuando la verdadera piedad mora en los corazones, las manos trabajan para el bien. Los más grandes países del mundo son los países de la íntima piedad.

LÁZARO CÁRDENAS

Despedimos al general Lázaro Cárdenas, en su carácter de presidente de la República, con la satis facción de contemplar —caso insólito en México— L cómo acaba normalmente sus días un gobierno que

los empezó y casi los vivió todos dentro de la más jj completa normalidad. Esto se avalora con sólo

volver atrás los ojos, para sentir de golpe, abar cada en un trazo único, la interminable sucesión de tragedias e imposibilidades políticas que hemos debido sufrir durante un lapso no menor de vein ticinco años.

De los seis presidentes constitucionales que México eligió de 1910 a 1934, dos —Madero y Carranza— murieron asesinados por levantamien tos militares; otros dos —Porfirio Díaz y Ortiz Rubio— no lograron concluir el perído de su mandato; uno —

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Obregón— hubo de ahogar en sangre las agitaciones anejas a la disputa por el botín presidencial, y el otro —Calles— no pudo siquiera, pese a la sangre derramada, entregar el poder al sucesor escogido imprudentemente. Vistas las cosas desde otro plano, ofrecen este panorama:

Madero y Carranza llegaron a la presidencia en su papel de caudillos revolucionarios; Obregón la escaló sobre el cadáver de Carranza; para que Calles la alcanzase fue precisa tal mortandad de primeras y segundas figuras de la Revolución, que con trabajo se las enumera (Villa Alvarado, Dié guez, Maycotte, Buelna, García Vigil); las aspira-

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dones reelecionistas de Obregón fueron culpables de la tremenda matanza de Huitzilac, y asesinado él al día siguiente de su triunfo, Calles procedió de tal manera que después de un gobierno tran sitorio, el nuevo presidente constitucional no reci bió su investidura sino al cabo de una conmoción armada tan seria como fue la rebelión de Escobar.

Hay, pues, razones para concluir que la Historia, tras cinco lustros de convulsiones políticas, parece haber reservado al general Cárdenas el privilegio de que asumiera su investidura presidencial, la conservan hasta el último día y la entregara a su sucesor, sin rúbricas de sangre ni dilemas trágicos. Aunque también es verdad que ello ha de atri buirse no tan sólo a las cualidades que corno esta dista tiene quien supo acometer y consumar la expropiación del petróleo, sino, a la vez y en mucha parte, a la existencia del Partido de la Revolución.

Producto quizá de la misma madurez política, de la misma virtud a que debernos referir la durabilidad normal (I gobierno del general Cár denas, es el no desmentido vigor con que gober nante y gobierno han sabido definirse, revolverse a cada paso en los caracteres que les son propios, tener en todo momento la decisión y la capacidad de ser ellos mismos. Desde el acto inicial de haber echado p° la borda el maximato de don Plutarco Elías Calles —institución diabólica, que, de persis tir, habría tenido las más funestas consecuencias en la política mexicana—- el gobierno de Cárdenas no ha conocido subterfugios ni vacilaciones. Fía sido un gobierno claro y preciso, en sus ideas, en sus proyectos, en sus actos. Si de algo puede acu sársele alguna ve; no será, por cierto, de haber ignorado qué quería ni cómo esperaba conseguirlo.

Y esta precisión suya, de espíritu y maneras, explica también que, siendo, por su origen, un gobierno revolucionario, haya sabido serlo con tales acentos y con tenacidad tan franca, que vale decir, sin riesgo a equivocarse, que la Revolución Mexicana no había tenido plena expresión gubernativa hasta el momento en que el general Cárdenas llegó al poder.

Y coi no en politiGt, igi tal q nc en cualquier otra arte, fondo y forma se compenetran, al grado de ser una sola y misma cosa en la obra bien reali rada, esa madurer. a que nos referimos es también, seguramente, causa de que el gobierno del general Cárdenas no haya intentado nada que no fuese 1 e posible, es decir, nada que al pro ducirse deseinhocara en estallidos cte violencia ni nada que no ofreciera probabilidades (le perdurar, salvo las modalidades y rectificaciones que el tiem po y la experiencia traen a toda obra hecha sobre grupos humanos. Porque en el orden político ño basta con querer, ni es suficiente querer con da rida U, sino que hay que desear y actuar con la clin ividencia propia de los hombres políticainente coIls( lentes, a dI uienes se llama estadistas. NO siendo así, la realidad social se subleva, la nación gober nada desborda o envuelve la forma que trata de imponérsele, y lejos de consumarse entonces aquello que

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el gobernante pretende, se aleja, se hace más difícil, o termina en lo contrario, según ocurrió (O e intento de atacar de fsente el fanal isnio nacional, desentumecido imprudeal.emente y a (les boca por el general Cal les.

No hay que descender a hechos particulares ni pararse a mirar lo que la acción de este gobierno representa en el orden social, en el económico, en el educativo, y hasta en la unión de las diversas

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facciones revolucionarias, divididas todavía hace seis años, por hondísimos •rencores, y unidas por fin, sabiamente, gracias al mecanismo del Partido de la Revolución. Lo dicho antes da base sobrada para suponer que el gobierno del general Cárde nas dejará huella profunda en todos los sectores esenciales de la vida de México. Habiendo logrado ser punto de llegada en cuanto a la consumación real, no sólo legal y política, del impulso y los ideales revolucionarios, y en cuanto a la capacidad de éstos para expresarse, desde el gobierno, en foima inconfundible, duradera y normal —hasta donde podamos estimar normales nuestros cauces o carriles políticos—, también tendrá que ser punto de partida hacia la futura tarea puesta a desbastar la obra (le la Revolución, a enqui ciarla y pulirla, a lituarle sus excrecencias y defor inidades.

inaugurador y consumador en muchos sentidos. el general Cárdenas parece asimismo destinado, como hombre público, ya no como gobernante, a traer a la política de México otra novedad, de valor a penas inferior al de la más alta que quiera reconocérsele: su apartamiento, ya anunciado, de cualesquiera postura o actos que puedan atribuir le, una vez fuera de la presidencia, inclinaciones a convenirse en otro Jefe Máximo. “El cardenismo

—se le ha oído decir— se acabará el 30 (le noviem bre: ni yo ni mis amigos seremos un problema.” Y esta frase, que en otros labios podrían consi derarse sospechosa, dicha por él equivale a propo ner congruentemente lo que será el coronamiento de su programa. Hay, pues, que tener fe en ella, esperar que se verifique, que empiece a fructificar en el momento oportuno, o sea, sin anticipa ciones ni retrasos. Porque no sólo es el general

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Cárdenas hombre de palabras cumplidas, sino que, en efecto, nada cuadraría mejor con la totalidad de su obra, nada la realzaría más ni la dejaría mejor acabada, que la ejecución natural, oportuna, fiel, de ese propósito.

Piénsese que de los tres hombres que, bien por sus hechos, bien por el acaso, llegaron a consti tuirse, antes de Cárdenas, en grandes directores de la política revolucionaria, ninguno, ni Carranza, ni Obregón, ni Calles, supo vencer el atractivo de sobrevivirse en su puesto de mando. Dominados así por la pasión del poder, los tres concibieron una política de sucesión presidencial propensa a las catástrofes y a los errores. Tan desatinado fue en esto Carranza, que perdió la vida; fue tan ciego Obregón, que primero suscitó una de nues tras más tremendas rebeliones militares, y luego cayó en la aberración política que le atrajo la muerte; y fue tan torpe Calles, que produjo la ines tabilidad gubernativa del periodo de 1928 a 1934 e hizo posible su propio derrumbamiento en tér minos contrarios a su decoro, ya que no a su vida.

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A diferencia de lo anterior, el general Cárde nas, extraño, por lo visto, al señuelo de perpe tuarse, ha conseguido poner en práctica, para la sucesión presidencial, una política tan hábil que no admite equiparársela, ni de lejos, a la de sus tres antecesores. Es notorio e indiscutible el resul tado que hasta hoy ha conseguido a este respecto; pero tal triunfo menguará o crecerá, se volverá definitivo o pasajero, según el general Cárdenas, por su conducta y sus hechos futuros, corrobore que su política era capaz de cerrarse dejando en el poder un régimen autónomo, estable y apto por si mismo. Así alcanzará —cualquiera que sea el espíritu con que se juzgue su política electoral—

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su justificación mayor, pues en este orden el éxito, bueno o malo, es lo que cuenta; a tal punto, que puede establecerse, casi como un axioma, que cuan do en política uno de dos caminos lleva a buenos resultados, eso prueba que el otro, como quiera se ofreciese, era el camino malo o el camino inposible.

Este criterio ha (le aplicarse a la labor del gene- ial Cárdenas consumada ya. Y resulta entonces evidente, aun para sus peores enemigos, que el fallo le es favorable en proporciones extraodina rias. Para justipreciarlo basta esta sola considera ción: el general Cárdenas ha sido un gobernante (le innovaciones y transformaciones, se ha guiado por un espíritu (le audacias y acometividades que acaso 110 tengau igual desde los días de la Refor ma, y, sin embargo, nos lega, entre muchas cosas realizadas, una que es suprema: el bien iniguala ble de la paz, de la paz viva y orgánica, no de la paz quieta que teme hasta de sí misma.

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EL VERDADERO CONCEPTO DE LA HISPANIDA

No es ésta, amigos míos, la primera vez que nos reúne algún suceso espiritual que en el momento mismo de producirse se vuelve resonante por la virtud de sus implicaciones o de sus proporciones. Y basta advertir esto para confirmarnos en la fe, confortadora y necesaria, de que las causas gene rosas nunca de] tu de encolI rar ea México quienes las prohij en, qn ienes las defiendan y q m iei tes a la postre las hagan valer. Así en el caso presente. Surgió en el Primer Congreso de Academias una voz, discordante en apariencia, un criterio discre pante de lo ya aceptado, y hastó ese aparecer para que al punto brotara y viniese a suniársele un sin- 11 úmero (le 50fl idos al i n es, al modo :om o )Csj)O I (len, y clan todos sus ar inón cos, las cuerdas musicales dispuestas (le antemano a vibrar por

simpatía.

¿Cuál era la discordancia? ¿cuál la discrepancia? ¿Versaba quizá sobre alguno de esos temas minúscu los cuya formulación, ya en un sentido, ya en otro, no afecta para nada los valores sustanciales? De ningún modo. Se refería a esencias tan importantes, que dudo que exista algo superior a juicio de quie nes, como nosotros, hablan la lengua española y viven y están modelando las diversas maneras (le cuanto abarca la cultura de todos los pueblos Iris- pánicos. Era una discrepancia sobre c verdadero concepto (le la hispanidad - Se tia tal ri (le saber si,

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como pretendían unos, hispanidad es lo mismo que españolidad, o si, como afirmábamos otros, lo his pánico es algo que, conteniendo a lo español, excede de lo español puro y simple, por muy vernáculo, y muy genuino, y muy puro que lo español sea.

El episodio concreto, la simple peripecia en cuyo derredor giraría el pleito entre estas dos maneras de vei; diferentes y aun antagónicas, 1 nc la negativa de la Real Academia Española a concurrir al gran congreso de la hispanidad concebido y convocado, con ojos bien abiertos hacia lo futuro, por el presi dente de la República Mexicana. Pero por debajo del mero incidente circunstancial se movía lo otro en toda su amplitud y con toda su trascendencia: el verdadero concepto de la hispanidad.

Y allí chocaron las dos actitudes tradi.cionales que explican, a la vez que la historia de España como metrópoli de un imperio, la historia del imperio que España pudo y no supo hacer. De una parte estaban los que piensan que hispanidad equivale a colonia lismo español; cTe la otra, quienes sabemos que por hispanidad debe entenderse el conjunto, la suma, la anfictionía espiritual de los pueblos que poseen como herencia común y propia, no como regalo gra cioso hecho por uno de ellos a los demás, la lengua y la cultura que originalmente fueron sólo españo. las. Y entonces se vio, igual que otras muchas veces en el curso de los siglos, cómo este segundo modo de entender la lnspanidad —el único fecundo y útil— no parece accesible a todas las inteligencias, sino que abundan los preconizadores de lo hispánico capa ces, en la forma y en el fondo, de predicar tan sólo lo español.

Así se comprende que anteayer domingo, don José Vasconcelos haya tenido el rasgo de mal gusto, y cometido el disparate, de empezar su oración, o su

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homilía, o lo que fuere, de clausura del Congreso de Academias de la Lengua Española con estas pala bras: “La noble idea concebida por el señor presi dente de México, al convocar este congreso, ha resul tado fecunda. El peligro de escisiones que hubiesen deshonrado nuestra acción, quedó vencido fácil mente, gracias al arraigado sentimiento hispánico de esta asamblea. Aquí fuimos llamados para forti ficar el baluarte de la lengua, para añadir torres y cúpulas a la catedral de su grandeza, no

dispersada en capillas de reducido nacionalismo.”

De mal gusto, digo, fue aquel rasgo, porque la ceremonia de clausura, protocolaria y con el presi dente de la República delante, resultaba lugar im propio para reanudar unilateralmente lo que había sido una controversia pública. ¿Por qué no vino al congreso el señor Vasconcelos y se enfrentó allí con quienes defendían la tesis contraria a la de él? Y todavía de peor gusto resultó aquello, si se con sidera que el conflicto de opiniones, en el cual no entró jamás la perspectiva de ninguna escisiÓn, se había liquidado un día antes con el triunfo de una ponencia que consagraba lo razonable del concepto de la verdadera hispanidad en materia de lenguaje. No disculpa al señor Vasconcelos su total ignorancia de lo ocurrido en el congreso; antes lo muestra, cosa en él frecuentísima, hablando audazmente y con aplomo sobre lo que ignora. ¿No dijo, en ese nlislno discurso, que algún día se impondrá la reforma ortográfica propuesta por el padre Félix Restrepo, siendo así que la tal reforma no tan sólo no se debe al padre

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Restrepo —la propuso don Roberto Res- trepo—, sino que el sacerdote la calificó de poco recomendable?

El error de aquellos que, como el señor Vascon celos, ieduccn la hispanidad a lo español en su

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expresión más estrecha, más intolerante, más intran sigente, apenas si merece que se le aclare, no obstan te ser un error casi tan viejo como el imperio espa ñol que no llegó a tomar forma. Fue el error (le Carlos y, que en lugar (le convertirse en verdadero eniperador respetando a las comunidades (le Casti lla, destrozó a éstas como cualquier reyezuelo a los súbditos que no se le doblegan. Fue el error de Felipe I a quien la pasión, fanática y sectaria, de imponer en Europa el modo de ser español en mate ria religiosa, no dejó ver que la grandeza de Espa fía estribaba en mantenerse fuerte mirando hacia el Atlántico, hacia América, no hacia los Países Bajos o hacia Italia. Y andando los siglos, en igual error i ilcurrirían los que lic) supieron oír al conde (le Aranda cuando aconsejaba dar a las nuevas nacio ries hispanoamericanas, dentro de un verdadero imperio español, el sitio que para cada una clc ellas exigía su personalidad, ya a punto de formarse. Y todavía siglo y cuarto después, caerían en error aná logo los que no entendieron a don Antonio Maura cuando buscaba solución a la guerra de Cuba.

¡Increíble parece, señores y señoras, que después de tantas centurias (le sufrir las consecuencias (le una Inisuma aberración, la historia no haya enseñad nada a los definidores oficiales (le ese supuesto ‘‘arraigado sentimiento hispánico’’! E increíble tam bién q tengamos q oír tonterías o bizantinis mos como éstos: que “para fortificar el baluarte de la lengua hay que añadir torres y cúpulas a la cate dral de su grandeza, no dispersarla en capillas de reducido nacionalismo”; que “el hombre español ha demostrado que no es un cis que ‘‘hom bre español es todo el que piensa en castellano’’;

(Inc ‘‘el hombre español ama la unidad (Jue nace de la confianza y se asienta en la majestad’’; que

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“el hombre español rechaza el sectarismo porque su mente es universal”; que “no es reformista porque posee la verdad”, y que por ello se alistó, “desde que empezaba a integrarse la cultura cristiana, en los escu adroites (le la ortodoxia’’; qtie el hombre español, ‘‘protesta viva contra todas las injusticias de los hombres, no comparte rebeliones contra la autoridad que emana de Dios”, etcétera.

Por desgracia para España y para América y para toda la hispanidad, este hombre español que el se ñor Vas.concelos nos pinta —y del cual podemos ha blar con entera franqueza porque a él estamos refe ridos todos nosotros— es tan inexistente y arbitrario

qe, págh i a a página, la historia (le la luspanidad lo niega. Por ‘‘ser dueño (le Ja verdad’’, el hombre español lnst6rico ensaimgrentó a media Europa con la Contrarreforma; como ‘‘protesta viva contra todas las injusticias de los hombres’’, el hombre español histórico le queinó los pies a Cuauhtémoc y explotó, esclavizó y anonadó para siempre las razas aborí genes de América; en nombre de la “autoridad que emana de Dios”, el hombre español histórico paseó a Riego metido en una jaula y

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decapitó a Hidalgo y fusiló a Morelos; por “no ser sectario, sino univer sal’’, el español histórico se ha cansado (le perseguir la libertad (le conciencia, la libertad (le pensamien to, la libertad de palabra. Y ¿qué decir (le todo lo

demás, como el criterio que deja fuera, ya 110 sólo de la hispanidad, sino de la españolidad simple, a Galicia, Asturias, los Países Vascos, Cataluña y Va lencia, naciones de España que, respectivamente, piensan y hablan en gallego, en bable, en vascuence, en catalán, en mallorquín y en valenciano?

Pero no es cosa (le seguir y cansar vuestra ateli ción. Tan sólo migregaré millas palabras sobre la cties— tión prin( ipal, (pie de propósito he dejado pmt lo

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último: la que parece oponer como términos irre ductibles el hecho diferencia! de las varias persona lidades nacionales hispánicas, y el hecho integral de la hispanidad como un todo. Reducido a ni ateria (te lenguaje, ése fue, senores y señoras, el gran terna del Congreso (le Academias de la Lengua Española, y ése el (Jue nos mantuvo allí en pie de lucha hasta que el último día, en el último momento, logramos los partidarios de la verdadera hispani dad atraer a nuestro lado a don Félix Restrepo, que, como buen jesuita, es hombre inteligente.

Con poco que sobre esto se diga, las ideas que dan claras y en su sitio. Negar Ja influencia (le las nacionalidades en la herencia común y la 01)1-a común del lenguaje español es cosa tau absurda como lo sería si, trat:indose (leí concierto de los pueblos l)iSp; se les negara su individualidad política. La unidad del habla española como len guaje común a todas las naciones hispánicas —his pánicas de Europa, hispánicas de América, hispá nicas de Malasia.— es la unidad en la diversidad, diversidad que el genio de la lengua mantiene una en su esencia, lo mismo en Avila o en Sevilla, que (-u l México o Bogotá. A lo que Cervantes llamaba ‘el toque’’, (Jan 1 inflas lo 1 lania ‘‘el deta lle’’, y (le castellano a castellano allá se vais. j)icho (Le otro modo, y para concluir: la I ispanidad (le España es la españolidad; la hispanidad de Méxi co es la mexicanidad la de Cuba, la cubanidad; la de Colombia la colombianidad la del Perú, la peruanidad, y así sucesivamente. De donde se sigue que la gran unidad hispánica de nuestro lenguaje no ha de venirnos de la sumisión con (lite espere mos, mudos, a que las palabras nos la (lé el caste llano que hoy se habla en Castilla, sino (le la vi al idad, y genio (í idioma, con nc usemos, (011

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servemos, enriquezcamos, el castellano que cada pueblo hispánico habla hoy en su patria.

Gracias, señores y señoras, por haberme traído aquí: gracias por este acto, que sólo merezco en

cuanto significa estar entre vosotros. Gracias. Y permitid que desde este sitio y unido a vosotros, mande un saludo y un voto (le reconocimiento

a los reporteros, columnistas y redactores de los I diarios mexicanos y a los radiolocutores de la ciu dad de México que me ayudaron, con sólo decir la verdad, en

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esta pequeña cruzada afirmativa del espíritu del verdadero México, de la verdadera América y de la verdadera España; en una palabra:

de la verdadera hispanidad. *

* Este ensayo, cii Fi ‘(ni a de di so no, cobra una i:flojifle actualidad en estos tiempos post Quinto Centenas-jo dct Descohrimicnio cte América. (uzm no sólo adivina en 1951 la consagración académica dci cantinflisnio sino, lo más significauvo, que la posible wmunidad de América y España (y, según las nuevas -tendencias, llrasil y Portu gal) descansa esencialmente en la lengua, ]a cultura. Aspec tos los más descuidados pese a la propaganda de actual gobierno español y la realización, cada vez más ritualista, (le Cumbres de Jefes de Estado de Iberoamérica. A la indepen ciencia e igualdad de las Academias de la Lengua Espailola, a filo y logro (le Curmún, no ha seguido Tilia imaginativa consolidación tIc las relaciones culturales -xiste,ites ni una

sq til a sosi ci ida de oi evos, al’ tén tiros, el) rilen tros.

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Rojas Garcidueflas, José, El Ateneo de la Juventud y la Revolución mexicana, México, Iustitnto Nacional de Estudios 1-listóricos de la Revolu ción Mexicana, 1979.

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t

INTRoDUcCIÓN: Una vida subordinada Sobre la antología

PRIMERA PARTE: CAUDILLOS

Javier Mina

Porfirio Díaz. Finales del siglo XIX

JUSTO SIERRA. 1908 Francisco 1. Madero

Venustiano Carranza. Entrada

Á Obregón

SEGUNDA PARTE: GALERÍA DE GENERALES

Bernardo Reyes

Salvador Alvarado

Manuel M. Diéguez

Ignacio Aguirre

TERctatA VARE RELATOS

1 a tool a t Ciudad j uS re

1 a Contra llevo lución

1.; i carrera en las soni bras

los rebeldes en Ya i iq ni la nd ia

La vuelta (le un rebelde

Pos “Maigre ‘l’out”, licenciado

Hacia c desastre

Cómo acabó la guerra en 1917

El atentado. Los hombres del frontón

Camino del desierlQ

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La vida a tél i ca

Crítica reservada

Artificio

lo lancia

Pubertad

Travesía en el Golfo

Otra fiesta de las balas

1 a política iisexicii

Sr, tiiitlattaiio

La i nolora 1 ¡dad del criollo

fil mal de origen

La Inde

La Reforma

La Paz Porfiriana

L:izaio Cárdenas

MíNIN isiIil.lo(a

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Caudillos y otros extremos, editado por la Direc ción General de Publicaciones, se terminó de imprimir en la Imprenta Universitaria el mes (le agosto (le 1995, a ño dci sEXAGl ANIVERSA it o 1) El. Esr lan esto nr. L,- 1 al l’itItNTA UN!— ItSEÍAItIA. Su cola posición se hizo en tipo iSas kervillc tic 8:9, 9:10 y 10:11 puntos. la edición consta de 15000 ejemplares en papel Cultural

tic 44.5 Kg.

México y la religiosidad (01 CIII poránea

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El verdadero concepto (le la I isp;i nidal

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