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Escuchar (y oír) es el primer paso activo y cam­biante de participación en el reconocimiento, la consideración y la modificación de los espacios urbanos. Escuchar distraída y atentamente, tan lejos y tan cerca, lo invisible y lo evidente, lo cen­tral y lo periférico, lo molesto y lo agradable, los sonidos identitarios y las máscaras, lo de todos y lo de nadie.

Sonema

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Este volumen de postales dedicado a Cartagena de Indias fue uno de los ejes  de Sonema 4_espacio público: artesanías sonoras y ruidos de barrio, laboratorio exploratorio para descubrir y pensar la ciudad desde el sonido, que tuvo lugar del 28 de abril al 10 de mayo de 2014. Se inscribe en una di­rección de trabajo desarrollada por el colectivo Sonema en estos últimos años, asumiendo el ejercicio de interacción con los sonidos y la ciudad más allá de perspectivas patrimoniales melancólicas y de políti­cas ecoacústicas excluyentes y reduccionistas.

Responde también a una inquietud ante la in­gente cantidad de grabaciones acumuladas en ar­chivos voraces y sordos (podríamos poner un día a sonar a la vez todos esos registros hasta el punto de no poder escuchar la realidad sonora; lo que está sonando ahora y que ya ha dejado de sonar), que lanzamos a circular y dialogar con la imagina­ción visual de artistas plásticos y la constelación lingüística del sonido a través de la escritura de Roberto Burgos Cantor y Guido Polo Nule, para así tratar de aprehender una ciudad como Cartagena a través de algunas de sus representaciones, símbolos y lenguajes.

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Un epílogo hacia otros lugaresFonográfica tiene vocación viajera, partiendo des­de Bogotá para llegar a Cartagena y muy pronto a otras ciudades latinoamericanas (Buenos Aires), en un ejercicio de diálogo e interlocución entre paisajes intercambiables, parecidos y singulares. Ahora es su turno: no olvide dibujar a su vez algunos de los so­nidos que hemos dejado para usted en las postales blancas y recorrer otras ciudades a través de nuestro sitio web: www.fonografica.org.

AgradecimientosA Christine Renaudat y al Colectivo Octavo Plástico, quienes fueron —y son— oreja atenta de la ciudad. A todos los artistas plásticos, que se unieron al jue­go de escuchar a ciegas y dibujar a oídos. Son buena muestra de lo mucho que tienen que decir los ar­tistas locales. A Roberto Burgos Cantor y Guido Polo Nule. A Laguna Libros, por confiar y creer en la propuesta de Fonográfica. Con el apoyo de la Fundación Príncipe Claus para la Cultura y el Desarrollo y la Consejería Cultural de la Embajada de España en Colombia.

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De sonidosy silencios

Desde el comienzo de los tiempos: el incesante golpe contra las rocas, su lamer estas orillas sin avaricia. Unos atardeceres suelta su bramido de bestia ena­morada. Otros, el sosiego, y por la superficie de olas mansas el ulular del viento se mete a los sueños, levanta la arenisca de las calles, arma remolinos con restos de papel y hojas viejas.

Roberto Burgos Cantor

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Algunas noches parece aquietarse el mundo y se oyen, en espantada vigilia, los ruidos quebradizos de los rodamientos del universo.

Y el silencio antiguo, arrumado entre las babas del óxido.

Así era.Un poblamiento de lenguas y oficios, entre­

tenciones y comercio, habitaba lugares, expandía territorios.

Las guacamayas y los loros, sorprendidos por el canto desafinado con tono de esfuerzo de los gallos de pelea entrenados en Cuba, se quedaron impá­vidos, escondidos en las ramas de los cauchos y los manzanillos. Los gallos, en medio de la ambición de los apostadores.

En la ciudad vieja se preservan las voces de la liturgia, vuelan en las arcadas de los templos, y afuera, sobre adoquines, los coches dejan la marca de las herraduras gastadas de los caballos flacos. Pasos lentos.

Los gallos ya no anuncian el amanecer. Entre­nan los picos y las espuelas y celebran, en cualquier momento, al día.

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Si el trabajo lo hizo Dios como castigo, mejor instalar una mesa de dominó. El juego del Caribe. Números y vacíos. Basta con guiarse por el golpe­teo de las fichas de marfil encima de la madera.

Los buses salen y entran a la ciudad vieja. Las máquinas asmáticas y el crujido de las cajas de velocidad anuncian sus rutas organizadas por la necesidad. Siempre una risa suelta de mujer alegra el viaje.

En los barrios, en una especie de exilio al cual son arrojados por las nuevas apropiaciones de la zona histórica, las carretillas de tres ruedas de madera y empuje humano ruedan y las acompaña el can­to de sus ofrecimientos: cocos, plátanos, nísperos. La familiaridad no despierta a los perros.

El bullicio del mercado público en otra época, zoco de infieles, se trasladó a otra zona de manglares, islotes, escondite de botines de contrabandistas. El ruido de los escondrijos de juegos de azar, el látigo de la manteca hirviente y los chapuzones de las postas de jureles y sábalos. Al anochecer llega el ruido, roce de agua, de los remos de las canoas que descargan sacos de carbón vegetal, jaulas de pájaros dormidos, patillas y melones.

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Los paseantes atribulados por la canícula del embarcadero, junto a la bahía, buscan dando traspiés contra la luz del sol, casi sólida, el parque de pal­meras empinadas y almendros de mar. Allí reposan, ven evaporarse la fuente, y el chillido agresivo de las mariamulatas atiborra el hervor del aire.

Laberinto de señales, escasos senderos de silen­cio, trochas de bullas, ruidos, sonajeros, un mundo que ocupa los oídos y ancla los pies a una geografía inasible que está allí, cada día del mundo, cada día de la vida.

Así, ahora, va siendo. Un lejano trueno de turbinas incendia las nubes.

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A qué suena

Cartagena de Indias tiene el sonido manso de la bahía. Un arrullo de espuma, un murmullo de olas. Tiene además un sonido lejano de grilletes y cadenas. Gota a gota llanto de negro; gota a gota sudor de esclavo. Si se aguza el oído hacia las cinco y veinte de la tarde, aún puede escucharse en el baluarte de La Merced el tra­jín de piedras y manos por la boca estrecha de la garita. Y en esa misma dirección, alargando los sentidos,

Guido Polo Nule

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puede oírse el rugido del mar abierto en los espolones: embates que se atomizan contra las rocas y llenan el aire de un ruido de lluvia salada.

Ese mar trajo el ron y la música de África y las Antillas. La algarabía del puerto se extendió más allá de los muros para alcanzar la ciénaga. El bu­llicio de la noche llegó al arrabal; y una vez allí, las manos de hombres recios, acostumbrados a la ata­rraya y al cuchillo, se encargaron de unir las orillas y encontraron en la armonía del bajo, en las guitarras y en la percusión precisa, la esencia de sus tambores. Con los años, por esa costumbre de desahogar el alma con el canto, sumaron sus voces a aquellas tonadas y después decidieron escribir sus propias canciones. Así nació la champeta.

Cartagena suena a champeta. Claro que sí. Suena también a los versos de Luis Carlos López y Jorge Artel; al galope de ruedas y cascos cansa­dos sobre callecitas de adoquines; a estallidos de letras que sobre el papel imprimen las teclas de las máquinas de escribir en La Matuna. Y suena a Alegría con coco y anís en el pregón de una pa­lenquera; a la cuchilla inclemente que pulveriza el hielo y lo convierte en raspao; a campanadas de

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catedral, promesas de amor eterno y sollozos de desengaño; y en el Espigón de la Tenaza, cuando baja el sol, a veces se oye el zumbido de un barrilete solitario que le protesta a la brisa que lo azota.

Cartagena tiene los sonidos del ocio de la tarde. En los mangos y cauchos de los parques se oye el canto altanero de las mariamulatas con sus plu majes de sombras, con sus ojos de luna llena. Abajo, un rumor de gacetillas ajadas va de mano en mano, y se interrumpe a veces por el golpe seco de una ficha en la mesa de dominó, y otras veces por el tropel de piezas apresuradas en el ajedrez de a cinco minutos. Los loteros cantan los núme­ros de la fortuna, los vendedores de café silban sus pregones y en los escaños los pensionados discu­ten de todos los temas y se cuentan las mismas historias de hace cien años.

Tiene Cartagena un barullo de avenidas. Colgados de los estribos van los sparrings en los buses: esos muchachos ágiles y menudos que van gritando en orden los pormenores de la ruta a los posibles pasajeros. ¡Ternera, bomba El Amparo, avenida, Bazurto, centro! ¡Pilas que sí hay pues­tos! Y la música, siempre la música, hace más ligero

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el calor y más llevaderos los afanes. Vendedores de dulces se pasean entre los asientos y con voz canta­rina recitan que uno le vale doscientos, lleve los tres por quinientos para su mayor economía. Se suben músicos empíricos y raperos de ocasión que impro­visan sus breves recitales de diez cuadras. Aplausos por favor; tintineo de monedas; que mi Dios los ben­diga; muchas gracias, mi gente, por apoyar al artista.

Motocicletas que resuenan, impaciencia de bocinas, sirenas urgentes, predicadores callejeros, abanicos de palma, relojes implacables: Cartagena es caos. Motores de buques que acercan los con­tinentes; camiones con tambores de cemento que entorpecen la vista; reactores y calderas que ali­mentan el ruido industrial; un ruido que es al mismo tiempo progreso y deterioro. Pero cuando llega la noche, las horas se hacen un paseo sereno de balcones apretados. Soplo de mar, ventanas abiertas, ajetreo de pocillos y copas en los cafés al aire libre. Una trompeta diáfana se asoma en la plaza de La Aduana, las parejas de bailadores siguen los pasos de un bolero, un chismorreo de mecedoras engatusa al tedio y un aguacero feliz por fin se desgaja.

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Se escuchan los sonidos de pinceladas y lien­zos; de plumillas y cinematógrafos; de martillos y buriles; de arcos y cuerdas. El ambiente suena a coco en rayador; a pescado en aceite hirviendo; a techos de cinc en el sol del mediodía. A cacharreros y alba­ñiles; pescadores y lancheros; escribas y tinterillos; escritores y músicos. Flotan en el aire los sonidos de la fiesta, del cabildo, del bando, del picó. Cartagena es toda una polifonía colorida, una colección com­pleta de acordes urbanos.

Este conjunto de postales permite ver a la ciudad por los ojos de talentosos artistas y escucharla en los sonidos de su cotidianidad. Una puerta de creati­vidad se instala, más allá de los muros, en el mar y en el papel, para descubrir, todas las veces, a qué suena Cartagena.

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