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1 Historias escalofriantes que las ciudades cuentan Leyendas urbanas Liliana Cineo -

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1 Historias escalofriantes

que las ciudades cuentan Leyendas urbanas

Liliana Cinetto

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Historias escalofriantes

que las ciudades cuentan

Leyendas urbanas

Liliana Cinetto

Colección

GfiJííEJI,

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Colección Juvenil: Alamar

Dirección Editorial: Gloria Páez Editor: Héctor Hidalgo Ilustración de portada: Francisco Ramos Portada de colección y diseño: Félix López C.

MN Editorial es una marca registrada de MN Editorial Ltda.

© Liliana Cinetto © 2011, MN Editorial Ltda. Avda. Eliodoro Yáñez 2416, Providencia, Santiago, Chile Teléfono: 2335101 e-ma i 1: promoción@mned itoria 1. elwww. m ned itoria 1. el

Se terminó de imprimir esta primera impresión de la primera edición de 2000 ejemplares, en el mes de mayo de 2012.

Nº de inscripción: 217.096 ISBN: 978-956-294-319-2

La presentación y disposición de la obra son propiedad del editor. Reservados todos los derechos para todos los países. Ninguna parte

de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea este electrónico, fotocopia

o cualquier otro, sin la previa autorización escrita por parte de lostitulares de los derechos.

Impreso en Chile por Salesianos Impresores S.A.

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La casa

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Extraño era el sueño.Ta11 11ítido, tan claro, tan real. .. La joven se veía a sí misma caminando por un sendero rodeado de flores silvestres y coloridas. Un se11dero que serpenteaba por u11a colina boscosa y ascendía zigzaguean­te, hasta dese1nbocar en u11 claro, justo en la ci1na. Allí, antigua y e11cantadora, bañada por la tibia l11z del sol, aparecía la casa.

La n111cl1acha distinguía en su sueño cada detalle: el pequeño jardín, los canteros prolijos, la cerca de 1nadera, los postigos semicerrados ... Veía con precisión los 1nuros de piedra, el techo de negra pizarra, la chime11ea humea11-do silenciosa ... Y se sentía tan feliz en aquel sitio. Por eso se acercaba a la entrada y golpeaba con insistencia a la puerta. Tardaban en responder. El que le abría final­mente era 11n hombre anciano, muy ancia110, de piel apergaminada y larga barba blanca. La saludaba co11 una sonrisa tierna y plácida y la muchacl1a i11tentaba hablar­le; pero en cuanto comenzaba a hacerlo, se despertaba.

Lo mis1no le volvió a ocurrir a la jove11 a la noche siguiente en_ la que el sueño se repitió idéntico. Y a la tercera noche, cuando volvió a soñar con aquel lugar. Nada cambiaba. Ni el paisaje campesino ni la inexplica­ble sensación de felicidad al llegar a la casa ni la sonrisa cálida del a11ciano ni ese silencio con el q11e el sueño se desva11ecía irremediable.

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Cada detalle, sin embargo, quedaba grabado de tal modo en la memoria de la joven que dura11te el resto del día no le era posible pensar en otra cosa. Y aunque el sueño ya no se reiteró, después de esa últi1na vez, la ima­gen de la casa la aco1npañó dura11te mucho tiempo, como un recuerdo imborrable.

A las pocas semanas, la empresa do11de trabajaba le e11cargó ciertas tareas especiales y la joven tuvo que viajar a Litchfield, una ciudad situada a pocos kiló1netros de Londres. Pasaron a recogerla por la Abadía de West1ni11s­ter en el preciso mome11to e11 que el Big Be11 marcaba las doce. Al cruzar el río Tá1nesis por el PL1ente de Londres, la joven alcanzó a ver la rueda del Londo11 Eye recortán­dose contra la brurna.

El automóvil que la condttcía dejó pronto la ciudad y avanzaba tranquilo por la ruta solitaria. La joven se e11-tretenía mirando distraídame11te por la ventanilla. De pronto, luego de L111a curva cerrada, algo llainó st1 atenció11 ...

Al verlo, no dudó ni un instante y tironeó desespe­rada de la n1anga del chofer.

-Deténgase, por favor -le pidió con tal tono de11rgencia que el hombre frenó de inmediato.

Al costado del cami110, a ape11as unos pasos de ella, estaba el sendero de st1s sueños.

-¿Podría esperarme? Será tan solo Ltn momento -lesuplicó.

El chofer accedió a esperarla y la joven descendió presurosa del vehículo y comenzó a andar por el sendero zigzaguean te.

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El corazón le latía alocado al ver las flores silvestres y coloridas que lo rodeaban, la colina boscosa por la que serpenteaba, el claro en la cima ... Allí, antigua y encan- · tadora, bañada por la tibia luz del sol, apareció la casa.

Era tal como la había visto en sueños, con su peque­ño jardín, sus canteros prolijos, su cerca de madera, los postigos semicerrados ... Vio con precisión los muros de piedra, el techo de negra pizarra, la chimenea humeando silenciosa ... Y se sintió tan feliz ...

La emoción era tal que las manos le temblaban, cuando golpeó i11sistente a la puerta.

No tardó demasiado en abrirle el anciano de piel apergan1inada y larga barba blanca, el misn10 que duran­te tres noches le había abierto la misn1a puerta, en ese mismo lugar. Y tal como lo había hecho en el sueño, el anciano le sonreía.

-Buenos días, disculpe mi atrevimiento, pero yo .. .bueno ... la verdad es que ... No sé por dónde empezar .. . Y es que este sitio ... este lugar ...

La joven balbuceaba, si11 encontrar el modo de hablar de su sueño, de contar lo que sentía al estar allí, de ex­plicar ... Finalmente dijo:

-¿Sabe? Me enca11ta esta casa. Quisiera comprarla.¿Podría decirme si cree que hay alguna posibilidad de que la vendan?

-Sí, la casa está en ve11ta desde hace mucho, muchotiempo -respondió el anciano y luego agregó, casi en un sus11rro-, pero yo no le aconsejo que la compren.

La joven pudo apenas ocL1ltar su desilusión

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-¿Y por qué no? -preguntó.

-Porque esta casa, hija mía, está frecuentada poru.n fantasma.

-¿ Un fantasma? -repitió incrédula la muchacha,pero luego se rió-. Y, a ver, ¿qltién es ese fantasma?

-Usted -contestó el anciano, sin dejar de sonreír,mientras cerraba con suavidad la puerta.

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El diablo bajo los pies

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La tarjeta estaba en el lobby del hotel, sobre u11a pequeña mesa, junto con otras publicidades que ofrecían excursiones por París y descuentos en restaura11tes y en entradas para diversos espectáculos. Solo que esta se destacaba sobre las de1nás porque era inesperada y com­pletamente 11egra, con unas letras góticas de color rojo que decía11:

tino cíudad bojo .su.s píe.s. (tonozrg to parte mós oscu11t !! tcncbro.sa de :t)orís.

{)í.sítc fas (totoctnnbo.s.

Alexandra había llegado hacía u11 mes a la capital francesa por razo11es de trabajo y le quedaban aú11 u11 par de semanas, antes de regresar a su casa. Desde el princi­pio, había aprovechado cada momento libre para descu­brir aquella ciudad que visitaba por primera vez en su vida. Y había alternado las tediosas reuniones con su jefe y otros empresarios co11 largas caminatas a orillas del Sena, paseos por las mágicas callejuelas del Barrio Latino o escapadas a la Place du Tertre, para admirar a los pin­tores que retratan a los turistas. París la había cautivado.

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Jamás olvidaría la emoción que l1abía sentido e11 la Saín­te Chapelle, con los juegos caprichosos que hace el sol cuando atraviesa los vitrales. O la sorpresa de ver cómo se il1tmina súbitame11te la Torre Eiffel, justo antes del anochecer, co11 cie11tos de luces inesperadas. O la alegría de descubrir la misteriosa sonrisa de la Gioconda en el Museo del Louvre. O la fasci11ación que le l1abía ca11sado el lt1joso palacio de Versailles ) co11 sus mag11íficos jardines.

Pero desde hacía un par de días, Alexa11dra se sentía extrañan1ente mela11cólica. Luego del vertiginoso entu­siasmo inicial, ahora que ya había cumplido con los iti­nerarios imperdibles de codo turista, y si11 fecha cierta de partida, la agobiaba una ang11stia i11definida. Se se11tía extraviada en una ciudad que no le perte11ecía y de la que no podía terminar de apropiarse, porque 110 era ni una visitante fugaz ni una habitante extra11jera co11 el proyec­to de quedarse. Las obligacio11es laborales se habían ido espaciando a medida que se habían resuelto los desacuer­dos y firmado los acuerdos y ella pasaba muchas l1oras sola. Apenas i11tercambiaba palabras con su jefe fuera de lo estricta1nente necesario. Ni siquiera se hallaba11 aloja­dos en el mismo hotel. Él había preferido el glamoroso Ritz, en la Place Vendome, mientras q11e Alexandra con 11n pres11puesto para viáticos más aj11stado l1abía elegido u11 albergue encantador, pero n1ás modesto) en Saínt­Gerrnain-des-Pres. No había hecl10 a1nigos ni tenía cono­cidos y las horas sin compañía se le hacían insoportables. El peor n1omento para Alexandra era, sin duda, el ocaso, cuando París se encendía, como si se vistiera de f1esta, 11na fiesta a la que Alexa11dra parecía no estar invitada, y desde cada rincó11 brotaba la voz inconf11ndible de .Edith Piaf cantando La vie en rose.

Aquella mañana, cuando encontró la tarjeta negra en

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el lobby, Alexandra se despertó con una llamada de su jefe.

-Se canceló la reunión de hoy -le explicó-. Nohace falca q11e vayas a la oficina hasta el lunes. Podrías aprovechar para hacer cornpras o ... en fin lo que sea que te guste hacer.

Alexa11dra se levantó si11 prisa y decidió d.esayunar en Les Deux Magots, el rnítico café que frecuentaba11 Sartre, Simone de Beauvoir, Prévert, Hemi11gway y otros escritores famosos. Solía pasar muchas horas allí, se11tada en u.na mesa redonda y diminuta, con un buen libro. Ese sitio le recordaba sus s11eños adolescentes, cuando aspi­raba a ser escritora y rumiaba u11a novela que jamás había comenzado a escribir.

-Café au laít avec deux croissants) s'íl vous plaít-pi­dió pronuncia11do le11tamente las palabras e11 un precario francés q11e intentaba mejorar c<?n la práctica.

Mientras esperaba, abrió la novela que estaba leyen­do. La tarjeta 11egra cayó al suelo. Alexandra la levantó. No recordaba haberla guardado entre las páginas.

-Vous connaissez fa?-le había preguntado al con­serje (lel l1otel, u11 inmigrante mal avenido que chapu­ceaba una n1ezcolanza de idiomas ininteligible.

El hombre se había encogido de hombros.

-Si vous voulez rester avec les morts, allez a Montpar­nasse-creyó e11tender Alexandra que le había respo11dido.

Se refería sin duda al cementerio de Montparnasse. Alexandra ya había estado allí, pero no, por afán morbo­so, sino porque en él estaban enterrados muchos de sus autores favoritos. Había visto las tumbas de Baudelaire,

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de Samuel Beckett, de Guy de Maupassant ... Había visitado la de César Vallejo, el poeta peruano, que pro­nosticó en sus versos que moriría en París con aguacero un día del cual tenía ya el recuerdo ...

Pero sobre todo había ido en busca de la tu1nba de Julio Cortázar, 3a división, 2a secció11, 17 oeste ... La encontró jugando casi a una insólita rayuela y había dejado allí, como ta11tos otros admiradores, una flor, un atado de cigarrillos ( Gitanes, Gauloises no había conse­guido) y una hoja en la que había escrito u11 párrafo inolvidable del capítulo 7:

"Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, aca­riciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besarnos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos morde­mos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terri­ble absorber simitltáneo del aliento, esa instantánea muer­te es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta rnadura, y yo te siento temblar contra mí como una Luna en

l

)) e agua.

El 1nozo i11terrumpió sus pensamie11tos al traer el pedido.

-Merci beaucoup -dijo Alex, jt1gueteand.o co11 latarjeta negra, antes de guardarla e11 el bolsillo de su saco.

Afuera, el cielo se había encapotado y cornenzaba a caer tina llovizna fría, monóto11a y gris.

"Siempre llueve en París en primavera", le habían dicl10.

Alexandra tomó un sorbo de café con leche y trató de enfrascarse en su novela, pero le costaba concentrarse. La distraía el murmullo de la gente que conversaba ale-

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gremente a su alrededor. Afuera, la llovizna se fue con­virtiendo poco a poco en un tenaz chaparrón y los transeúntes corrían de un lado a otro o se refugiaban entre risas bajo los toldos de los negocios. Todos parecían ser felices en París ...

Alexandra metió la mano en el bolsillo buscando el celular y sacó la tarjeta negra. Mie11tras mordisqueaba una de las dos croissants, buscó en Internet información sobre las Catacumbas. Había cientos de páginas. Eligió la que parecía ser la página oficial en la que había una síntesis de la historia de este lugar.

"El origen de las Catacumbas se remonta al siglo XVIIl

cuando el cementerio de los Inocentes, cerca de Saint-Eus­tache se convirtió en un foco de infecciones para los habi­tantes del quartier Les Halles. Hacia 1786 comenzó el traslado de restos humanos hacia estas antiguas canteras, traslado que se hacía siempre a la noche, en una procesión de carretas cargadas con osamentas cubiertas por un velo negro y encabezada por sacerdotes que cantaban a lo largo del trayecto el oficio de muertos".

Alexandra imaginó aquella escena y sintió un esca­lofrío en la espalda.

"Actualrnente, este sitio reúne Los restos de aproximada­mente seis millones de parisinos procedentes de distintos cementerios. Desde su creación, las Catacumbas han desper­tado una gran curiosidad y han sido visitadas no solo por ciudadanos comitnes, sino por personajes ilustres como Napoleón 111 que descendió acompañado por su hijo ... "

Luego figuraban datos acerca de días y horarios de boletería como así también condiciones de acceso. La cantidad de visitantes no podía superar los doscie11tos y

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en caso de fuerte afluencia de público, podían suspen­derse momentáneamente las visitas. Había que descender 130 escalones y luego subir otros 83 y el recorrido era de unos 2 k.tn. La temperatura aproximada sería de 14° y se desaconsejaba la visita a personas con i11suficiencia car­díaca o respiratoria, a personas sensibles o impresionables y a niños pequeños que en caso de i11gresar deberían estar en co1npañía de un adulto.

-Un sitio encantador -se dijo Alexa11dra, mientrasterminaba su café y buscaba otra pági11a de Inter11et.

"Cientos de leyendas se han creado en torno a este sitio misterioso) a estas sinuosas y húmedas galerías, a este verda­dero laberinto subterráneo que se desplieg·a veinte metros bajo nuestros pies, en el corazón mismo de París . . . Las histo­rias y los mitos populares le han atribuido una reputación oculta y sombría. Se dice que allí uno puede cruzarse con el mismo Satanás que hiryendo de la luz, habría encontrado un perfecto refag-io en las lúgubres catacumbas. Se dice, en cam-bio, que es Cibeles, la diosa de la tierra, la que habita esos oscuros dominios. Y se dice que si se transita por ciertos túne­les del área prohibida, uno puede encontrarse con ceremonias secretas) con ritos macabros, con la propia muerte . . . "

Alexandra no pudo evitar u11a sonrisa ai1te esa des­cripción exageradamente tétrica. Era clara la inte11ción de atraer a los amantes de los espectáculos de terror.

Volvió a mirar la tarjeta negra y discó el nú1nero de telé­fono qLie aparecía en la parte de abajo. Respo11dió una voz hueca y metálica apare11temente grabada en un co11testador:

-Laissez votre messaje ...

-Mi nombre es Alexandra .. . Je m) appelle Alexandra.

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Je voudrais ... -no encontraba las palabras en francés y optó por hablar en español, para que no hubiera dudas-. Me interesa visitar las Catacumbas con un guía de habla hispa­na. PL1eden ubicarme en este teléfono o en el de mi hotel. ..

Todavía lloviznaba al mediodía, cuando salió del café. Alexai1dra podía tomar el n1etro, pero prefirió caminar. Tenía den1asiadas horas por delante, sin destiI10 11i ocupación. Se cubrió con la capucha de su saco y avanzó hacia el Bou­levard Saint Michel. Por tnomentos, le daba la itnpresió11 de que alguien la seguía, pero cada vez que se detenía y giraba la cabeza, solo veía personas apuradas que se alejaban de ella, sin prestarle la más mínima atenció11. Bordeó el río Sena y cruzó por el Petit Pont rumbo a l1le de la Cité.

Al pasar frente a Notre Dame levantó la vista. Las gárgolas, aú11 desde lejos, tenía11 un aspecto sobrecogedor, siempre vigila11tes, sie1npre si11iestras ... En ese momen­to sonó su celular. No pudo deter1ninar si la persona que le hablaba era hombre o mujer, tan extraña era su voz, tan caver11osa ...

-Mademoiselle Alexandra, hemos recibido su mensaje.

Hablaba e11 un español perfecto, si11 11i11gún tipo de acento.

-Para hacer u11a visita individual a las Catacumbas,con un gLLÍa particular, debe presentarse en el número 1 de la Avenue du Colonel Henri Rol-Tang·uy, Métro Denfert­Rochereau. A las 17 horas.

Alexa11dra se sorprendió porque en la página oficial se 1ne11cionaba que a esa hora concluía el horario de vi­sita. Es más. Las boleterías cerraba11 a las 16. Tal vez por ser ésta L1na agencia privada tendría horarios especiales.

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O quizás era porque se trataba de una visita individual. De todos modos, consultó.

-¿No es u11 poco tarde? Leí en l11ter11et que ...

Ya le habían colgado. Alexandra l1izo un gesto de fastidio ante lo que consideró una grosería. Tal vez no era buena idea ir a las Catacumbas con esa empresa de turismo. Podía buscar otra alternativa. O no hacer una visita individual. O 110 ir. Era una to11tería después de todo eso de meterse bajo tierra a ver calaveras y huesos viejos y polvorientos.

La lluvia que arreciaba la obligó a guarecerse y entró en La Rosace, una brasserie sobre la Rue du Cloítre Notre Darne, a la vuelta de la Catedral, que ofrecía menúes de­liciosos a precios accesibles. No tenía demasiado apetito, pero decidió almorzar allí, aunque fuera una ensalada li­viana. O un plato de sopa. Alexandra 110 pudo evitar la desazón de verse nuevamente en un restaurant, con la sola compañía de su libro, tratando de que transcurriera11 los segundos, los minutos, las horas que parecía11 dilatarse con infinita lentitud. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Ence­rrarse en su hotel? Ya no le quedaban lugares por conocer e11 París. En muchos sitios había estado incluso más de una vez y, aunque hubiera disfrutado de u11a prolongada caminata por la ciudad sin rumbo fijo, el clima se lo im­pedía. A menos, claro, que se atreviese a ir a ...

Pagó la cuenta sin haber probado ni u11 bocado de la comida que le habían traído y salió rumbo a la estación Cité del Métro que quedaba a unas pocas calles de distan­cia. Co11sultó el plano de la red que colgaba en u11a de las paredes y siguió con el dedo los recorridos de las di­ferentes líneas.

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-Denfert Rochereau, Denfert Rochereau .. . -la encon­tró enseguida.

Era de la 1nis1na líi1ea en la que estaba, la 4. Ni siquie­ra tenía que hacer transbordo. Tomó el siguiente tren en direcció11 a Porte d'Orléans. Bajó un par de estacio11es más adelante y salió a la plaza Denfert-Rochereau. Había leído algo acerca de ella, cor1 su diseño rectangular, s11s tres jardines arbolados y la céntrica estatua del León de Belfort que simboliza la resistencia al ejército alemán dura11te el asedio a la ciudad entre diciembre de 1870 y febrero de 1871. De pro11to, recordó que Mario Vargas Llosa la mencionaba en un ensayo donde analiza Madame Bova1y.

"Hace alg·unos años, durante unas semanas, tuve la sensación de una incompatibilidad definitiva con el mundo, una desesperación tenaz, un disgusto profundo de la vida. En algií,n momento me cruzó por la cabeza la idea del suicidio; otra noche recuerdo haber rondado (fatídica influencia del "Beau geste';, en las cercanías de la Place Denfert-Rochereau, las oficinas de la Legión, con la idea de inflígirnie, a través de la nzás odiosa de las instituciones, una fuga y una punición románticas: cambiar de nombre, de vida, desaparecer en un oficio rudo y vil".

Así se venía sintiendo Alexa11dra, incompatible con París, disgustada con la vida, con deseos de cambiar de nombre, de desaparecer ...

La entrada a las Catacumbas estaba allí, e11 la vereda impar. Alexandra se acercó a la boletería.

La empleada le co11testó de manera antipática, sin siquiera 1nirarla:

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-Maintenant il'y a beaucoup de visiteurs. Les entrées.

/ sont interrompues momentanement.

Alexandra giró sobre sí misma dispuesta a regresar a su hotel. Estaba empapada hasta los huesos y era eviden­te que todo ese asunto de las Catacumbas no l1abía sido la mejor de las ideas.

Fue entonces cuando lo vio. De pie, a stt lado.

-Mademoiselle Alexandra, se adelantó a 11uestro horario.

Era un hombre vestido con un sobretodo de impe-cable negro que la lluvia parecía no 1nojar. Co11 ur1 so1n­brero de ala ancha qt1e le cubría parte del rostro, pero qt1e dejaba e11trever sus ojos ¡)equeños y huidizos. Esbo­zó ur1a sonrisa fugaz, ctiando ella le pregu11tó:

-¿Cón10 supo que era yo?

-La escuché hablar co11 la empleada de la boletería.Reconocí Sll voz. Esperaba a otro cliente, pero no ha ve11ido y ya que usted está aquí. .. ¿Vamos?

Alexandra dt1dó un instante.

-¿No está interru1npido el acceso? Eso dijo la mu­jer. Porque hay demasiada gente adentro y ...

-Yo entro cua11do quiero. No 11ecesito permiso.

Bajaron los prin1eros nove11ta escalo11es sin decjr ur1a palabra, él aclelante. A medida que descendían, el aire se iba enrareciendo e impregnándose de un olor áspero y pegajoso. Las luces tenues y titilantes contri­buían a crear una atmósfera desagradable y sobrena­tural. El prin1er tramo estaba flanqueado por muros de piedra; el segt1ndo, excavado en la propia pied.ra de

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la cantera, tenía la aterradora forma de t111 ataúd.

Antes de ingresar al osario un siniestro cartel advertía:

ARRÉTE! C'EST ICI L 'EMPIRE DE LA MORT

Alexa11dra tragó saliva.

"Es como descer1cler al mis1nísi1no infierno)) , se dijo y pensó que todavía estaba a tiempo de salir corriendo de allí, pero continuó avanzando ) co11 una mezcla de curiosidad y pavor.

Lo qt1e vio a continttación podía considerarse la puesta en escena de u11a pesadilla. U11 corredor intermi­nable cuyas paredes estaban conformadas por cientos, 1.niles, millones de huesos apilados uno sobre otro, pro­lija y macabramente acomodados, dibujando cada tanto una cruz o u11a estrella o algún otro diseño torpe y ale­górico. Lo que más impresio11ó a Alexa11dra eran las calaveras, con sus cavidades huecas, como ojos funestos, que parecía11 observarla.

La maraña de galerías oscuras y de corredores estre­chos ponía la piel de gallina. Sería se11cillo extraviarse allí, sin un guía.

-Sígame de cerca -le orde11ó el l101nbre, como sihubiese leído el pensamiento de Alexandra-. Se dice que, durante la Revolució11, un camillero del hospital se aven­turó a explorar los túneles por su cuenta y jan1ás salió. Lo encontraron casi 011ce años después y solo lograron identificarlo porque llevaba un llavero del hospital.

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La anécdota no le resultó interesante a Alexandra, pero le causó cierto alivio. Sonaba a i11vento, a dato pin­toresco para los amantes de lo escabroso, a la clase de tonterías que suelen contar los guías en los tours para darle a sus relatos una nota de color.

-Esta es la Fontaine de La Samarítaine, la cámaradel pozo -le explicó su guía-. Fue constru.ida para que los operarios pudieran beber. Y más allá está la Crypte du Sacellum que fue el escenario improvisado para fiestas clandestinas y conciertos ofrecidos por Madame de Po­lignac, una amiga de María Antonieta, y por Carlos X, cttando todavía era el Conde de Artois.

Cae.la tanto se oían gritos seguidos de risas nerviosas y agudas y de los pasos desacom pasados de alguna corri­da. Seguramente provenían de otros turistas que se juga­ban bromas entre ellos para espantarse. Pero si .había ta11tos visita11tes como para cerrar el ingreso, ¿por qué no se crL1zaban con nadie?

Alexandra se sentía cada vez más incómoda. Tenía los pies entutnecidos por la lluvia de todo el día, la ex­tensa caminata y el ambiente gélido. Había metido las manos e11 los bolsillos un poco para que se le entibiara11 y otro poco, porque no quería tocar nada en ese sitio.

-Más adelante veremos la Lámpara SepL1lcral yluego la Tumba de Gilbert, el poeta que escribió u11os versos sobre la muerte. ¿Sabe? Murió ocho días después al caer misteriosamente de su caballo, tal vez a caL1sa de L111a maldición. Por eso, le pLtsieron su nombre a esta tt1mba.

-¿Hay ratas aquí? -preguntó de pronto Alexandra aloír un ruido sibilante y sentir entre las piernas un roce sutil.

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-Como en todo París, pero nos dejarán en paz. Ellastambién respetan a los muertos.

Una ráfaga nauseabunda obligó a Alexandra a cu­brirse la nariz. Imaginó entonces a Jean Valjean, el per­sonaje de Los miserables de Víctor Hugo, arrastrando por esos pasadizos el cuerpo herido de Marius, cuando huye del inspector ... ¿Cómo se llamaba?

-Javert, el inspector Ja,rert -dijo el guía.

Alexandra se sobresaltó y retrocedió un par de pasos. El guía rió a carcajadas.

-Todos recuerdan a Valjean en este tramo del re­corrido. Aqt1í se desarrollaron violentos combates duran­te la Comuna y en la Segunda Guerra Mu11dial, la Re­sistencia y stts colaboradores utilizaban las Catacumbas, igual que los estudiantes en el Mayo francés para huir de la policía. Conti11uemos. Falta poco.

-¿Para la salida? -preguntó Alexandra con unainquietud crecie11te, J)eto el otro no le respo11dió.

Alexa11dra no sabía cuánto tiempo l1abía trascurrido porque allí en esas tinieblas húmedas y pestilentes, entre esas mL1rallas construidas co11 restos humanos, en ese submu11do, las cosas adquirían otra dime11sión. Lo único que sabía era que quería irse lo antes posible, regresar a la monótona tranquilidad de su l1otel, darse u11a buena ducha caliente y olvidar ese lugar que ...

-Allá -dijo por fin el guía empujándola suavemen­te hacia u11 pasadizo en penumbras-. Allá comienza la zona prohibida.

-Ya es suficiente -protestó ella, mientras forcejeaba

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para zafarse- Quiero irme. Lléveme a la salida, por favor.

Pero el hombre era demasiado fuerte y la tenía bien .

SU Jeta.

-Esta es la mejor parte -insistió él-. Hasta aquíllegan los que quieren participar de las fiestas y las cere­monias nocturnas, los artistas qt1e pintan a la luz de sus linternas, mientras beben vino y fuman susta11cias ilega­les, los que se aman a escondidas, los transgresores, los rebeldes, los solitarios ... ¿O acaso no buscaba eso, Ma­demoiselle, u11 poco de compañía y de diversión en París?

Alexandra sentía que las pier11as le temblaban.

-¿De qué está hablando? ¿Quién es usted?

-Me llaman de 1nt1chas maneras. Elija el no1nbreqt1e quiera. Lo t1nico qt1e importa es que esta noche, aquí, habrá u11a fiesta y usted será mi invitada.

En ese momento, Alexandra que seguía resistié11do­se, dio un manotazo burdo y desesperado y le quitó el sombrero que el otro llevaba puesto y alcanzó a ver aquel rostro, aquella mirada centelleante y rojiza, aquella piel escamosa, aquellos cuernos ... Fue e11tonces cuando gri­tó y en todas las paredes de aquellas tétricas caver11as retumbó su espanto.

Alexandra buscó a tie11tas algo con qué defender­se. Jamás supo qué fue lo que encontró. Quizás una piedra, quizás u11 viejo crá11eo ... Lo aferró y lo levan­tó con violencia. El golpe sorprendió al otro en plena cara y mientras lanzaba un alarido de rabia, soltó a Alexandra. La joven aprovechó para salir corrie11do y corrió sin dete11erse en lo que suponía era la direcció11 contraria. No sabía si aquel ser infernal la perseguía

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porque no quería mirar hacia atrás. En aquella carre­r:1 prácticamente a ciegas, tropezaba a cada paso, pero volvía a levantarse. Corrió durante un tiempo que no pudo precisar. Atravesó pasillos abovedados y largos que 110 parecían tener fin. Creyó adivinar en la semi­pc.numbra por la que avanzaba rostros desconocidos 1 :diados en las paredes, un anfiteatro romano esculpi­do en el suelo, mariposas hechas de trozos de cerámi­ca en los muros, bancos para sentarse, gárgolas, esta-lactitas ... Por momento había agua, mt1cha agua .. . :tgt1a que le cubría los pies, las rodillas, la cint11ra .. . <.;uando ya perdía coda esperanza, Alexandra distinguió cables eléctricos que daba11 la impresión de tener de­rnasiados años y estar e11 desuso. Poco más adelante, halló una escalera metálica ... Subió por ella, diez, veinte, trei11 ta peldaños ...

Toda,,ía llovía en París cuando logró salir de las (�atact1mbas por una especie de alcantarilla que daba a lns vías del tren de la estación más antigua de todo París.

Los cataflics, policías especiales que patrullan la zona

prohibida de las catacumbas en busca de intrusos, la encontraron magullada, con la ropa sucia y hecha jirones, pálida y llorosa. Jamás le creyero11 lo que contó.

-¿Le Diable? ¿Sous nos pieds?

Alexandra adivinó e11 su 1nal fra11cés las bromas descalificadoras, las burlas socarro11as, los comentarios

I •

cscept1cos ...

No le importó. Los demás podían pensar que era una ingenua que había sido víctima de un sádico. O tina loca que había inventado u11 delirio absurdo. Ella sabía .la verdad. Que había estado con el mismísimo diablo,

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allí, en las Catacumbas de París, donde la Ciudad Luz se vuelve pura tiniebla y comienza el imperio de la muerte.

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La estación de Metro

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Lo vio por primera vez cuando tenía ocho años y viajaba en la Línea 1 del 11etro de Madrid. Ana iba con la nariz apoyada contra el cristal de la ventanilla, en el vagón de la cabecera, mirando los destellos caprichosos que los faros del tren dibujaban en los túneles. Se había puesto las manos al costado de la cara, para evitar los reflejos y tarareaba una cancioncilla de Federico García Lorca con la que su madre sevillana solía hacerla dormir:

Este galapaguito

no tiene mare, ay; •

I no tiene mare, sz;

no tiene mare, no:

no tiene mare, ay.

Lo parió una gitana,

y lo echó a la calle, ay.

Lo echó a la calle, sí;

lo echó a la calle, no:

lo echó a la calle, ay.

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Este niño chiquito

no tiene cuna, ay)· . /

no tiene cuna, st;

no tiene cuna, no:

no tiene cuna) ay.

Su padre es carpintero

y le hará una, ay.

y le hará una, sí;

y le hará una, no:

y le hará una, ay.

Bajarían en Atocha, porque su abuelo, con el que vivía desde que había quedado huérfana, la llevaba al Museo del Prado a ver la magnífica colección de pinturas, con el afán de transmitirle poco a poco su pasión por el arte.

Acababan de pasar Iglesia y fue entonces cuando, por unos segundos, Ana vislumbró la estación en pe!1u111-bras, con sus andenes vacíos, cubiertos de polvo y olvido ... Allí, de pie, estaba él. Un joven alto y delgado, de cab�­llo rizado y negro y ojos infinitamente tristes. Lo vio extender sus manos hacia ella, como si quisiera tocarla, y seguirla con la mirada hasta que el tren entró otra vez en el túnel y la oscuridad devoró su imagen.

-¿Por qué no se detuvo el tren? -le preguntó in­quieta a su abuelo.

-Es una estación abandonada -le explicó él.

-Pero había alguien allí -insistió Ana.

El abuelo sonrió y le acarició la mejilla.

-Imposible, mi niña. Lo habrás imaginado.

Supo más tarde que aquella estación abandonada era ( :hamberí, una de las ocho que conformaban la primera 1 í nea de la red de Metro de Madrid, inaugurada en 1919 y que al principio conectaba únicamente Sol y Cuatro ( :aminos. Eficaz y veloz, el Metro se convirtió muy pronto en el medio de transporte preferido de los madri­lcfios y creció rápidamente. Al acabar la guerra civil, en 1939, ya contaba con dos líneas, otras tantas en proyec­to y más de treinta estaciones. Siguió expandiéndose hasta que en la década del 60, se tomó la decisión de reformar todas las estaciones de la Línea 1, para ampliar

· los andenes que originalmente medían sesenta metros yque pasarían a tener noventa. Así, cada convoy podríat'nganchar seis vagones, en lugar de cuatro y, de ese mo­do, transportar mayor cantidad de pasajeros. Sin embar­go, la estación Chamberí no podía ser ampliada, porque�c hallaba ubicada luego de una curva sumamente pro­nunciada. Eso, y el hecho de que se encontraba dema­�iado cerca de Bilbao e Iglesia, las otras dos estacionesl'fltre las que se encuadraba; fue el motivo por lo quefuera irremediablemente condenada y se o_ptó por clau­,-.;urarla.

Todo esto le contaba su abuelo, cada vez que pasaban 1>or allí, y Ana, la nariz apoyada contra el cristal de laventanilla, las manos al costado de la cara, para evitar losreflejos, sin dejar de tararear la cancioncilla sevillana quele recordaba a su madre, buscaba entre las tinieblas lafigura de aquel joven alto y delgado, de cabello rizado y11egro y ojos infinitamente tristes. Y él siempre estaba allí,como si la esperara. Solo Ana podía verlo, de pie en el

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andén solitario, extendiendo sus manos hacia ella, como

si quisiera tocarla, y siguiéndola con la mirada hasta que

el tren entraba en el túnel otra vez y la oscuridad devo-

raba su imagen.

-Debe vivir allí. Tal vv__ sea un guardia. O un mendigo ...

Cansada de que no le creyeran, Ana dejó de insistir y de señalar hacia la desolada estación Chamberí. No valía la pena perder los escasos segundos que tenía, mien­tras el tren pasaba por allí, en tratar de convencer a los demás para que vieran algo que no querían ver. Prefería, en cambio, dedicar ese tiempo fugaz a descubrir al mu­chacho entre las sombras irregulares, a adivinar la sonri­sa efímera que brillaba e11 sus labios, cuand.o ella le sonreía, y a despedirse hasta el siguiente viaje, agitando la mano en un gesto breve y mudo, sin el consuelo de la voz mur.murando las últimas palabras, las promesas de

reencuentro, el adiós ...

Durante toda su infancia, Ana tuvo la certeza de que ese joven estaba allí, aguardando quizás, con paciencia inútil, a una persona que debía llegar y que nunca llegó. Igual que ella había esperado a su madre, aquella noche, en su casa, los oídos atentos a los ruidos que presagiaran el reencuentro, el alma en vilo, el corazón latiendo con cad.a segundo que marcaba la ausencia ...

Ana solía imaginar aquel domingo 21 de mayo de 1966, cuando el tren se detuvo por última vez en Cham­berí. Solía imaginar a los pasajeros demorándose en descender, mirando con melancolía a un lado y a otro, caminando con pasos lentos hacia la boca de salida ... Solía imaginar al empleado del Metro repitiendo, como cada noche al acabar su turno, los movimientos rutinarios

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para cerrar los accesos a la estación que nunca más vol­verían a abrirse. Solía imaginar los bancos desocupados, los torniquetes inmóviles, las taquillas desiertas ... Solía i 111 aginar las papeleras llenas de basura, los periódicos lt·ídos y arrugados en un rincón, los carteles publicitarios y los planos antiguos en las paredes, los billetes usados y l:,s colillas de cigarrillos en el suelo ... Todo había queda­' lo intacto en Chamberí, tal como estaba aquella noche final, como si el tiempo se hubiera detenido. Y es que la t'Stación no había sido desmantelada. Nada se recogió. Nada se llevó a otro sitio ni se reutilizó. Solo se tapiaron l.,s entradas y se la dejó así, simplemente, enterrada bajo l:1 plaza, callada y oculta.

A medida que iba creciendo, Ana oyó mil rumores \( >hre la estación fantasma. Que allí donde había sido nnstruida los obreros encontraron viejas osamentas

pertenecientes, tal vez, a los monj�s del convento de la Merced, derrumbado hacía mucho. Que era parte de un \ <Hnplejo de galerías abovedadas que se extendían varios , 1vntos de metros, continuaban por la calle Eduardo 1 >�tto y que cruzaban por debajo del edificio de la Junta f\ 1 t tnicipal y de otros edificios aledaños. Que había sido 1111 refugio secreto duran te la Guerra Civil y que allí es­l <>l1dían los republicanos un polvorín. Que el mismísimo 1 t ·y Fernando VII recorría esos pasadizos rumbo a un¡,.tlacete en el que vivía amores secretos y prohibidos ... l,c·1·0 nada decían del joven que Ana veía una y otra vez. Lo veía incluso en sueños turbios de los que despertaba 11gitada y bañada en sudor, sueños en los que el Metro volvía a detenerse en Chamberí y las puertas se abrían y ella podía bajar y caminar por el andén donde él la espe-1 .1ha para abrazarla y besarla y decirle que la amaba. O 11cños donde era ella la que estaba esperando en Cham-

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herí, viendo pasar trenes que jamás se detenían y buscan­do entre los rostros apoyados en las ventanillas el rostro de su mamá.

Cuando Ana cumplió doce años, su abuelo murió y un padre que apenas conocía la llevó lejos de Madrid a un país de inviernos blancos e interminables, en el que habla­ban un idioma áspero e ininteligible que aprendió escasa­mente y de mala gana. Transitó una adolescencia aislada de amigos y afectos y no pudo construir un vínculo con un padre que había llegado demasiado tarde a su vida. Aletargada en su soledad, como en una trinchera, Ana se dedicó a estudiar con vehemencia en el colegio para obte­ner un título que le otorgara la libertad. Su único refugio era el recuerdo persistente del joven de la estación Cham­berí, más presente incluso que el de su propia madre. Y es que la imagen de ella, a pesar de sus esfuerzos, se le iba diluyendo como agua entre los dedos, y solo lograba evo­carla, para que no se esfumara completamente, cuando tarareaba la cancioncilla de Lorca, como quien repite un conjuro ancestral, un hechizo milenario ... En cambio, la imagen del joven se volvía más nítida, más perfecta. Sus rasgos leves se precisaban y se hacían más intensos, mar­cando el delicado contorno de su nariz, la barba i11cipien­te, los labios sedientos, la mirada dulcemente ávida ... Durante esa época que Ana padeció como un destierro, buscó los ojos de aquel joven en otros ojos y se entregó a otros abrazos solo por sentirse en brazos de él.

Cuando tuvo que elegir una universidad, negoció con su padre el regreso a España. Él la dejó partir con una cuenta bancaria generosa que pagaba su desamor y la tranquilidad de conciencia de haber cumplido con el deber al criar a una hija que nunca había deseado.

Ana rentó una buhardilla encantadora en la calle de León, muy cerca de la Puerta del Sol y a unos pocos pasos de la estación Antón Martín, en la Línea 1 del Metro. Apenas unos días después de instalarse, se enteró de que el Ayuntamiento tenía la intención de restaurar Chamberí para convertirla en el Museo del Metro. De hecho, desde el tren, Ana alcanzaba a apreciar las obras, los andamios, las vigas, los puntales y .hasta a los obreros que se afanaban, como hormigas laboriosas, en recom­poner la mítica estación respetando el mobiliario antiguo, los objetos encontrados, la decoración original con las cerámicas sevillanas, los azulejos blancos biselados, los techos en arco, los muros ...

Sin embargo, en ninguna de las tantas ocasiones en que pasó por allí logró disti11guir la silueta del joven, aunque la zona se encontraba ahora mejor iluminada, o tal vez a causa de ello. No tardó derp.asiado en resignarse a la nostalgia y dejar de buscarlo. Tuvo que aceptar que él también había desaparecido, como su madre, o quizás, como le habían dicho siempre, lo había inventado aque­lla niña frágil y desvalida que ya no era.

Ana se matriculó en la Universidad Complutense para estudiar historia del arte y musicología y encontró amistades superficiales y fugaces. De tanto en tanto, al pasar por Chamberí la invadía la melancolía y se le nu­blaban los ojos. Pero era solo un segundo, el tiempo apenas en que el tren entraba otra vez al túnel y la estación en reformas se hundía en la oscuridad.

Una noche, Ana se demoró más de la cuenta en la biblioteca tomando apuntes para un próximo y compli­cado examen. Salió muy tarde de la ciudad universitaria y era más de medianoche cuando se trepó en el Metro de

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la línea circular. Hizo la combinación en Cuatro Caminos con la 1, en dirección Valdecarros. Un par de viajeros adormilados eran sus únicos acompañantes en el vagón central de la formación. Ana se sumergió en la lectura de sus notas, repasando los datos que había escrito, y creyó ver de reojo que acababan de dejar Iglesia, cuando el tren se detuvo con un golpe seco e inesperado y todas luces se apagaron. Oyó varios gritos anárquicos y destemplados y algunas risas histéricas que parecían provenir de los otros vagones y hurgó en el fondo de su bolso, hasta que encontró el teléfono celular que le dio una hilacha de claridad suficiente para evaluar la situación. Descubrió, con no cierta inquietud, que no había más pasajeros con ella. Todos debían haberse bajado antes, sin que ella se percatara. Espero que el tren reanudara su marcha y que regresara la electricidad, pero quince minutos más tarde, las cosas seguían igual, excepto por los alaridos cada vez más angustiantes de otras personas que se encontraban también atrapadas y que ya no disimulaban el pánico y los nervios.

Ana se aproximó a una puerta y apoyó la nariz en el vidrio. Afuera no se veía nada. Tanteó a cada lado bus­cando el mecanismo de emergencia para destrabarla y poder salir. Fue entonces cuando la puerta se abrió. Ana se asomó vacilante, iluminada apenas por el celular. Un aire helado, pero sutil, como un suspiro, le rozó la nuca

y trajo un aroma inequívoco que la remontaba al pasado. En ese momento lo escuchó:

Este galapaguito

no tiene mare, ay .. . .

/ no tiene mare, si;

--· 40 .......

no tzene mare, no:

no tzene mare, ay.

.. Era la voz de un hombre que brotaba desde algún�1t10 , remo�o, �ero que se acercaba. Una voz mansa queJamas hab1a o1do y que, sin embargo, reconocía .

Lo parió una gitana,

Y lo echó a la calle, ay . . .

. ,A�a sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas1ndom1tas y suspiró aliviada.

· · . lo echó a la calle, sí;

lo echó a la calle, no:

lo echó a la calle, ay.

Un ?ªr de chispazos ruidosos parecían anunciar quela energ1a estaba a punto de restablecerse.

Este niño chiquito

no tzene cuna, ay . . .

. Las luces c?,menzaro� a �itilar todavía remolonas y

d tren se sacud10, como s1 qwsiera despertar de su letar­go, aunque volvió a quedar inmóvil.

. . . no tzene cuna, sí;

no tiene cuna, no:

no tzene cuna, ay.

Ana_ supo que le quedaba poco tiempo y dio unJ >aso hacia adelante.

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Su padre es carpintero

y le hará una) ay.

y le hará una) sí;

y le hará una, no:

y le hará una, ay.

Cuando las luces finalmente se encendieron, Ana caminaba por el andén de la antigua estación Chamberí. El guardia del metro la vio desde el otro extremo y le advirtió que volviera a su sitio.

-Señorita, es muy peligroso. Ya se arregló el des­perfecto y vamos a partir en unos momentos más.

Pero Ana no le hizo caso. Siguió avanzando hasta aquel joven alto y delgado, de cabello rizado y negro que la esperaba.

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La sonrisa de la muerte

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La ciudad estaba invadida por seres espantosos. Aquelarres de brujas contrahechas y repugnantes con escobas gastadas, negros vestidos y sombreros puntiagu­dos, vampiros sedientos de sangre, mostrando los colmi­llos afilados en una mueca inequívoca de horror, hordas de zombis, deformados y aterradores, los ojos en blanco, la ropa hecha jirones, restos de lo que bien podría ser carne podrida pegados a la piel ... El cuadro dantesco se extendía por doquier. Hacia donde uno mirara podía toparse con genios, ogros, fantasmas, monstruos, espec­tros, diablos, momias, esqueletos ... E incluso con la mismísima muerte encarnada de mil maneras, algunas grotescas, otras pavorosas, todas escalofriantes. En cada esquina, en cada calle, en cada rincón se repetían escenas apocalípticas protagonizadas por personajes escapados de las peores pesadillas. Y es que la temática del carnaval de Santa Cruz de Tenerife de aquel año 2009 era el cine de terror. Se hablaba de él como del carnaval anti-crisis, en un intento porque la zozobra económica que golpea­ba no sólo a España, sino a toda Europa, no aguara una fiesta tan relevan te para la isla.

Orgullosa de su carnaval mundialmente reconocido y considerado el segundo en importancia después del de Río de Janeiro, Santa Cruz se había engalanado para

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recibir a los cientos de miles de turistas que acudían en busca de diversión durante los días en que se prolongaba el festejo y que se sumaban a los residentes de toda Te­nerife con los que fundían su algarabía.

El escenario principal, montado esa vez en el Centro Internacional de Ferias y Congresos, con una decoración inspirada en la película Nosferatu y en filmes de Ed Wood, albergaba los eventos principales como la elección �e la reina, el Certamen de Rondallas, los concursos de disfra­ces, murgas, comparsas, carrozas, coches ... Pero la cele­bración, que se anunciaba con la tradicional cabalgata, se extendía por toda la ciudad y se prolongaría incluso más allá del miércoles de ceniza, cuando se realizaría, entre fuegos de artificio multicolor, el simbólico entierro de la sardina que representa tal vez el pasado, tal vez los vicios y el desenfre110 que se han vivido en esas jornadas, tal vez la promesa tácita del ayuno y la abstinencia que

exige la inminente Cuaresma ...

Los bailes con la actuación de grandes orquestas y modernos DJ's se concentraban sobre todo en las plazas de la Ca11delaria y del Príncipe, ésta última la preferida de los jóvenes.

Allá irían Antonio y sus amigos. Todos habían naci­do en Los Silos, un pueblo pequeño y mágico situado al noroeste de la isla que cada año, en diciembre, se llena de historias y de libros, durante el Festival Internacional del Cuento. Allí habían crecido también y habían hecho las primeras travesuras. Pero el azar los había ido desper­digando. Muchos compartían un piso en La Laguna, cerca de la Universidad en la que estaban cursando sus carreras; otros se habían mudado a la capital, a La Oro­tova o al Puerto de la Cruz donde trabajaban; unos pocos

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h��ían optado por asentarse en el sur. Sólo Antonio seguíav1v1endo en Los Silos, en la misma casona señorial fren­te a la Plaza de la Luz. Desde allí partió aquel sábado al atardecer. Condu­cía tranquilo su auto por la sinuosa carretera que vabordeando el mar. Una brisa juguetona y salobre se co­laba por la ventanilla entreabierta y lo despabilaba. Es­taba cansado. Había tenido una semana muy intensa detrabajo y había dormido poco, pero por ningún motivoquería perderse el reencuentro con sus amigos que lohabían invitado al baile.

-Ya tengo tu disfraz, tío -le había anticipado Adrián,el más eufórico del grupo.-No me vengas con chorradas -protestó Antonioque había soportado que su amigo lo vistiera ridícula­rnente en reiteradas ocasiones.-No te mosquees. Vamos todos como personajesde películas acojonantes. A ti te ha tocado el mejor: vase Je D rácula.

Ya había dejado atrás la encantadora Garachico elcod de los Vinos, con su drago milenario, y el Teide se.1somaba a su derecha, como un centinela eterno y silen­cioso, dibujando el contorno de su cráter nevado contrat·J cielo impecable.

Comenzaba a oscurecer cuando tomó la Autopistadel Norte. El tránsito era intenso y por momentos, in­soportable. Por fin llegó a la urbanización donde vivíaAdrián, que era el punto de encuentro y que estaba los11fic�entemente cerca del centro para ir andando y losuficientemente lejos como para estacionar sin inconve-

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nientes. De hecho, Antonio consiguió un buen sitio en una callecita tranquila, cerró el auto y tocó el timbre. Le abrió Frankenstein, con una copa de ron en la mano.

-Venga, Antonio. Sólo faltabas tú.

Saludo al resto de sus compañeros que ya estabanlistos y lo esperaban. Freddy Krueger, Chucky, Ghostfa­ce, el asesino de Scream, Jason de Viernes 13 y el payaso de It lo recibieron calurosamente, mientras Carrie, Regan MacNeil, de El exorcista y Samara Margan, de La llama­

da se lo llevaban a la fuerza y entre risas al cuarto de baño para maquillarlo.

Antonio tuvo que admitir que Adrián, fanático del cine, se había tomado muy en serio el asunto del carnaval ese año y se había esmerado. El traje que le había conse­guido para personificar al más célebre de todos los vam­piros era realmente espeluznante, y de excelente calidad.

-Te habrás gastado una pasta con todo esto- ledijo cuando apareció en la sala, elegantemente vestido de negro y envuelto en una capa brillante, el rostro páli­do a fuerza de polvo cor11pacto, los ojos cuidadosamente delineados con khol, los labios rojísimos en los que asomaba una dentadura postiza con colmillos impresio­nantes ...

-¡Qué guay! Estás igualito al Boris Karloff.

Cuando llegaron a la Plaza del Príncipe, el baile es­taba en su apogeo. Corría el ron y cientos de parejas

bailaban al ritmo de salsas y merengues. La mayoría había respetado la consigna oficial y predominaban las

máscaras de terror, aunque había algunos piratas, astro­nautas, cavernícolas y faraones extraviados, que habían conocido la gloria en carnavales anteriores.

Antonio y sus amigos dieron una vuelta y muy pron­to se encontraron contoneándose frenéticos con otros esperpentos y cadáveres danzantes.

,Antoni_o había perdido la cuenta de las arehúcas quehabian bebido, cuando vio junto al kiosco central de la plaza, a una hermosa figura. La seda roja de su traje no hacía más que_ r�saltar l�s curvas de un cuerpo perfectoq�e solo se ad1v1naba, s1n mostrar ni un centímetro de

piel. �n antifaz negro y dorado con plumas al estilo veneciano le cubría prácticamente todo el rostro y a pesar de la hoz que portaba en sus manos enguantadas

el disfraz era incierto. '

-Una muerte encantadora -le susurró Antonio aloído, cuando se acercó para invitarla a bailar.

. Había observado desde lejos que ella rechazaba sinpiedad_ ª, to�os los pretendientes y suponía que iba acorrer idenuca suerte. Pero no. Le sonrió exquisitamen­te, mientras le respondía:

-Gracias, pero no todos opinan lo mismo.-Estarán ciegos. O serán unos tontos.Ell� lo miró a los ojos y volvió a sonreír enigmática.Su sonrisa era bellísima, como todo en ella.

�¿Te gustaría bailar con la muerte? -le propusotendiendo su mano hacia él Antonio sintió un inexplicable escalofrío.-Claro.

El �umulto y el bullicio los obligaba a estar muy jun­tos, rozandose con cada movimiento. Ella olía a nardos y

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su fragancia era embriagadora. Tal vez eso, más el cansan­cio acumulado de la semana, la falta de sueño y el exceso

de alcohol fueron las causas de que comenzaran a nublár­sele los sentidos. Antonio sentía que todo giraba a su alre­dedor vertiginosamente, como en un carrusel macabrodonde se sucedían aquellos horrendos personajes que lorodeaban; la música atronadora y el griterío de la gente loaturdían y lo mareaban. Cada tanto, tenía que detenerse

jadeante para recobrar la respiración que parecía faltarle ypara aquietar los latidos de su corazón alocado.

-¿Estás bien? -le preguntaba ella solícita, apoyando

los labios en su oído, para que la escuchara.Su aliento era demasiado dulce, como si su boca

toda lo invitara a besarla, a morderla, a devorarla ... An­tonio intentó hacerlo un par de veces, pero ella sonreíajugúetona y encantadoramente y se alejaba justo a tiem­po, escapando de su abrazo insistente y aumentando eltorbellino de excitación y lujuria que provocaba en él.

-Me gustas muchísimo -le confesó Antonio, después

de un buen rato, cuando los deseos se le agolpaban des­bordados y lo único que quería era acariciarla, estrechar-la contra su pecho, amarla ...

--Vamos entonces .a un sitio más tranquilo.

Les costó encontrar un rincón sombrío y solitario

entre tanta fiesta. Anduvieron un par de calles hasta que

se refugiaron en un viejo portal.Antonio intentó quitarle el antifaz, pero ella se re-

. . /

s1st10.-Quiero que cierres los ojos -le pidió.

-· 50 --·

.. Antonio sintió el frío en los labios, un frío rígido,h1r1ente ...

Un grupo de borrachos apareció de repente junto aellos cantando escandalosamente y Antonio abrió los ojos

sobresaltado. Alcanzó a ver, entonces, el brillo amena­zante de la navaja en su boca, buscando la comisura de

los labios para desgarrarla ...

. , Gritó horrorizado al tiempo que se libraba con un em­puJon torpe de aquella mujer. La sacudida desplazó el antifazque cubría su rostro y dejó entrever un cráneo descarnadouna calavera que, sin embargo, tenía vida ... y que sonreía .. '.

Antonio corrió tambaleándose a cada paso y atrope­lla�do a los que se le cruzaban. Le pareció oír, mientrashu1a rumbo a la plaza, una carcajada siniestra.

. Adrián y sus amigos lo hallaron doblado sobre símismo, apoyándose contra un árbol, vomitando su mie­do y su borrachera.

No quiso contarles lo que había ocurrido, cuando selo llevaron a la urbanización y lo acomodaron en el sofá.

Era más de mediodía cuando se despertó. Le dolía

todo el cuerpo y tenía la lengua pastosa y una acidezpunzante en el estómago. Las imágenes turbias de la

n_oche anterior vinieron a su memoria y le causaron uncierto escozor. Pero a la luz del día, se dijo que probable­tnente había imaginado todo.

Adrián lo recibió en la cocina con un vaso lleno de

t1n líquido viscoso y verde.

. _-Remedio infalible contra la resaca, tío. Lechuga,kiwi Y pomelo con dos claras de huevo.

-- 51 -

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-Gracias, paso, prefiero un café -le agradeció An­tonio dejándose caer en una silla junto a la ventana-. No bebería ese brebaje ni muerto.

-Hablando de muertos, ¡qué horror lo de anoche!

-¿Qué? -preguntó Antonio intrigado-. No me he

enterado de nada.

-Lo de la sonrisa de la muerte.

Antonio se volvió hacia él, con un mal presentimiento.

Q / d" ? -¿ ue ices.

-Lo del chaval ese, pobre. Estaba con una mujer yse fueron a un rincón oscuro a ... Bueno, ya sabes ... Apareció ensangrentado. Dicen que le cortaron la cara con una navaja o un cuchillo, da igual. Desde la comi­sura de los labios hasta las orejas. Como si quisieran agrandarle la sonrisa. El pobre habrá quedado igual que

el personaje ese de la película de Batman. El Guasón.

-¿Lo viste? Al chico herido, digo. ¿Pudiste verlo?-preguntó Antonio.

-¡Qué va! Vimos el alboroto que se armó alrededor, cuando comenzó el griterío. Y la ambulancia que se lo llevó. Y no se hablaba de otra cosa más que de la sonrisa de la muerte. Buen título, ¿no? Para una peli de terror. Pasó justo antes de que te encontráramos tan descom­puesto. ¿Dónde te habías metido?

Antonio ignoró la pregunta de su amigo. Quería saber otra cosa.

-¿Sospechan de alguien?

.. w,, 5 2 ----·-

-Dicen que pudo haber sido un grupo de inadap­tados que causa disturbios últimamente por la ciudad. Y hablaban también de una mujer vestida de rojo, una máscara de la muerte. Pero hay que ver si es verdad. Todos estaban demasiado ebrios y la gente inventa cada historia ... Pero ¿qué te pasa, Antonio? Te has puesto pálido. ¿Te sientes bien? Parece que tuvieras fiebre.

Antonio lo tranquilizó, aunque no podía dejar de temblar.

-Nada, nada. Es solo un vahído. Ya estoy bien. Esque yo la vi ... Bailamos juntos ... Estoy seguro de que fue ella ...

-¿A quién viste? ¿Con quién bailaste? Me estásasustando.

Pero Antonio no respondió. Se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar como un niño, mientras resonaba en sus oídos aquella carcajada siniestra y recor­da?a a la enigmática máscara con traje rojo que había bailado con él y que había querido grabarle con una navaja una sonrisa macabra, su propia sonrisa, la sonrisa de la muerte.

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El videojuego

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Pudo haber ocurrido en algún sitio de Oklahoma, como afirman varios. O también en el norte de la soleada California, como sostienen muchos. O en algún otro lugar del mundo. Incluso en tu propia ciudad, donde estás ahora, leyendo estas páginas ... Pero ocurrió en Orego11. Exactamente en Portland, la ciudad verde como llaman a esa metrópoli que se eleva junto al río Columbia y el río Willamette. Tal vez por sus 288 parques públicos, entre ellos el área natural urbana más grande de Estados Unidos, el Forest Park, de más de dos mil hectáreas. O tal vez por­que sus habitantes cuidan los recursos naturales y la sos­tenibilidad más que en otros lugares. Pero esto no sucedió cerca del Jardín Japonés que se alza en una de las colinas con vista a la ciudad, en 611 SW Kingston Avenue. Tam­poco en el Oregon Zoo que nació hace más de cien años en la parte trasera de una farmacia en el centro de Portland. Menos aun en el Portland Children's Museum, que sorpren­de a los pequeños con sus maravillas, como la casa de más de dos metros, donde los niños juegan a ser albañiles. Ni siquiera ocurrió en las inmediaciones del mercado que cada sábado y domingo, de marzo a diciembre, cuando no han comenzado las torrentosas lluvias, se llena de artesanos, de músicos y de lugareños que van a comprar joyería,

/ .

ceram1ca, ropa, arte ...

., ...... 57 ·-···

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No. No ocurrió en ninguno de esos sitios, sino en los suburbios de la bella Portland. Y fue en el año 1981.

Él entró como lo hacía habitualmente en un salón

de máquinas de videojuego. Era joven. Muy joven. Tal

vez de tu misma edad. Las iniciales TO M aparecían en

el ranking de varias máquinas en las que solía jugar. Tal

vez se llamaba así: Tom, Tommy, Thomas, Tomás ... O

tal vez anotaba las primeras letras de sus nombres y de

su apellido. Habrás hecho lo mismo seguramente en si-.

tuac1ones como esa.

Tom (llamémosle así) compró fichas suficientes

como para pasarse la tarde entera de viernes en aquel

tugurio oscuro, iluminado apenas por las luces intermi­

tentes de las múltiples pantallas y escuchando esa mara­

ña profusa de ruidos ensordecedores, entre los que se

distinguían el estallido de los pinballs, los rugidos de

motores en las carreras de autos, el fragor de las peleas

de artes marciales, las explosiones de las armas en las

batallas espaciales, la repetición de musiquillas monocor-

des y simplonas ...

Dio una vuelta rutinaria para buscar sus juegos pre­dilectos y ver cuál estaba libre. Se cruzó con algunos amigos o quizás eran tan solo gamers conocidos y los salu­dó fugazmente, repitiendo frases huecas, gestos absurdos, entrechocar de manos abiertas, de palmas, de nudillos ...

Y entonces lo vio. En la parte de atrás. Un arcade nuevo. Polybius se leía en el frente con gruesas letras verdes que se destacaban sobre el fondo negro.

El encargado le contó que acaban de instalarlo.

-La empresa que lo fabricó creo que es alemana y

está probándolo. Hay solamente unos pocos distribuidos aquí y allá.

Tom decidió jugar. Puso un par de fichas en la ra­nura y apretó la tecla START.

La pantalla se ennegreció. Una música tétrica y re-. .

/ pet1t1va empezo a sonar mientras se definía ante él una suerte de espacio sideral, un cosmos virtual, un escenario intergaláctico, pero diferente de los de otros juegos co­nocidos, éste era más geométrico, más esquemático, más psicodélico ... Apareció su nave y él tanteó los controles para descubrir cómo desplazarla y cómo disparar. Pero la nave estaba fija; no se movía con el mando. Era la pantalla la que rotaba alrededor de un hexágono central, algo bastante revolucionario e innovador con respecto a otros juegos y que llamó la atención de Tom. Tampoco los enemigos eran aliens con diseños convencionales. Parecían cristales que caían comó copos de nieve en di­rección al jugador, pero no lo atacaban claramente. Los niveles se sucedían vertiginosamente, cambiando las fases y los gráficos de fondo con un efecto de puzzle. Círculos rosas que luego se tornaban fucsias, violáceos, morados ... partían desde el eje central y se agrandaban hasta desapa­recer, mientras líneas rectas, qtte nacían en ese mismo punto, se iban engrosando a medida que se abrían de manera radial. Estas líneas giraban permanentemente y creaban de manera hipnótica la ilusión de estar dentro de un túnel. Poco después las líneas se quebraron y se convirtieron en manchas de colores fluorescentes, como en un caleidoscopio desquiciado que no se detenía, que continuaba girando alocadamente, sin parar ...

Tom se alejó de los comandos como si de pronto algo le hubiera quemado en las manos ... Miró a su alre-

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dedor. Todo estaba vacío y el encargado barría con escaso

entusiasmo el suelo para recoger restos de golosinas, pa­peles, basura ...

-Creí que no ibas a terminar más. Ya no queda nadie ytengo que cerrar. Iba a decirte, pero estabas tan concentrado.

Tom se puso de pie. Se sentía mareado , confuso, entumecido ... Había pasado más de siete horas en esa máquina y no se había dado cuenta.

Llegó a su casa y se sentó frente al plato de comida que le había dejado su madre, ya dormida a esas h?ras. Apenas probó bocado, sin embargo, porque _una_ ligerajaqueca que se esbozaba al dejar el local de v1de0Juegos se le fue acrecentando hasta transformarse en una punta­da aguda e insoportable. Buscó un analgésico en el baño, tomó un par y se fue a la cama. Se durmió enseguida Y comenzó a soñar con naves espaciales hexagonales y mul­ticolores que lo atacaban. Quería huir, pero estaba para­lizado, mientras todo a su alrededor rodaba y rodaba Y cientos de luces enceguecedoras lo encandilaban hasta lastimarle los ojos. Se despertó a la madrugada, empap�­do de sudor, gritando ... Respiró profundo cuand? se d10cuenta de que todo había sido un mal sueño. La Jaqueca se había atenuado, aunque seguía allí agazapada como

una fiera, esperando que pasara el efecto de los calmantes.

Al mediodía, el malestar había desaparecido y volvió al salón de video juegos. Era sábado y el lugar estaba lleno.

. Las fichas tintineaban entre sus manos, mientrasdecidía a qué jugar. No pensaba gastárselas. to�as �n elPolybius. No le había resultado interesante n1 d1vert1do.

-Para ñoños -pensó.

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Pero al pasar frente al arcade negro con letras verdesse detuvo y como si un imán invisible y poderoso lo es­tuviera atrayendo, comenzó a acercarse.-Bueno, solo un par -se dijo, mientras ponía lasfichas en la ranura.

A las dos horas seguía allí y había perdido comple­tamente la noción del tiempo.-¿ Vas a seguir jugando mucho más? -le preguntóalguien que estaba detrás de él, observando sobre suhombro y esperando su turno.Tom no respondió. Estaba como enajenado, extra­viado en ese laberinto luminoso, en esa parafernaliaresplandeciente de rayas, figuras, formas que no podíadejar de mirar, mientras se defendía contra cientos denaves alienígenas.

Fue entonces cuando empezó a escuchar las voces.Primero creyó que eran rumores sordos, parte de los te­nebrosos compases que acompañaban cada uno de losniveles. Pero luego pudo distinguirlas con más precisión.Eran voces, voces amortiguadas, voces camufladas detrásde los ruidos, voces deformadas que repetían frases que,sin embargo, él podía comprender:-Kill yourself .. -fue lo primero que logró descifrar

y luego otras expresiones-. Do not think ... Do not ima­,{<ine. . . Give up yourself. . You must die . ..

Las voces eran cada vez más fuertes y las palabras sevolvían más nítidas y se clavaban en su cabeza comoastillas filosas, como clavos ardientes, como espadas ...1,o herían, le hacían daño, lo lastimaban y lo aturdían.

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-Hey, chico, ¿estás bien? -una mano lo sacudió porel hombro y lo trajo de vuelta a la realidad.

Tom tardó en reaccionar. Pestañeó varias veces para que desaparecieran los cientos de puntos brillantes que le nublaban la vista, como ocurre cuando uno observa demasiado tiempo una luz intensa. Estaba tirado en el suelo, como si se hubiera d.esmayado.

El encargado del salón lo miraba con el ceño fruncido.

-¿Estás bien? Creí que te había dado un ataque deepilepsia. Te sacudías como un loco y tenías los ojos desorbitados. Estaba por llamar a una ambulancia.

Tom se puso de pie lentamente. Estaba muy marea-do y tenía náuseas.

-¿Qué hora es?

-Más de medianoche. Las dos, creo. O algo así.

Tom había estado más de doce horas jugando al Polibyus, pero le habían parecido tan solo unos segundos.

Esa noche apenas pudo dormir. Cada vez que cerra­ba los ojos, se hundía en pesadillas angustiantes en las que sentía que una mano resplandeciente lo arrastraba hacia un pozo sin fondo, donde lo esperaban extraterres­tres monstruosos que querían devorarlo. Intentaba man­tenerse despierto tomando una taza de café tras otra, pero cada tanto cuando se adormilaba las imágenes ho-rrorosas regresaban.

A la mañana siguiente apenas podía tenerse en pie. Se puso anteojos de sol para que no se notaran las pro­fundas ojeras. Cada ruido, el entrechocar de una cucha­ra contra la loza, el aleteo de un pájaro en la ventana, el

chirrido del ascensor al subir, el llanto de un niño ... todo sonido por imperceptible que fuera lo atronaba y le provocaba un ataque de pánico, como si estuviera oyendo en realidad una explosión nuclear.

Salió al mediodía sin rumbo fijo, buscando aire fresco que lo despejara. De algún modo inconsciente, como si se ht1biera convertido en un autómata, los pasos lo llevaron nuevamente al salón de videojuegos y ya en él, al arcade del Polybius.

Su voluntad no le pertenecía, sus miembros no lo obedecían, su cerebro solo deseaba jugar. Como si un poder satánico lo dominara, como si estuviera poseído por un demonio, como si su mente estuviera en blanco ...

Nunca supo cuántas horas jugó en aquella última partida. Los médicos que lo atendieron durante meses en el hospital psiquiátrico no lograban hacerlo hablar. La tnedicación que le sumi11istraban controlaba sus terrores nocturnos, los ataques de pánico, las convulsiones, las alucinaciones, pero no le devolvían la memoria. La vista 1,erdida en un universo impenetrable, las manos agarro­tadas aferrando un comando imaginario, repitiendo tan solo dos palabras:

-Game over, game over . . .

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La encrucijada

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Conocía la Autopista I-95 Sur, que une Baltimore y Nueva York, como la palma de su mano. Aunque desde que se había recibido de médico, sólo había vuelto a to­rnarla en un par de ocasiones, la había recorrido práctica-1nen te a diario, cuando era más joven y trabajaba en Manhattan. Por eso, aquella noche el doctor James Con­nelly conducía tranquilo. Había, además, poco tránsito en la carretera. Quizás porque eran las tres de la madrugada; demasiado tarde para los oficinistas· que se habían demo­rado en sus trabajos y demasiado temprano para los que habían salido a disfrutar del comienzo del fin de semana.

El doctor Connelly llevaba un par de años sin salidas nocturnas, ya que las guardias en el hospital no le dejaban 11oches libres ni fuerzas para pasarlas sin dormir. Pero ese viernes, empujado por sus antiguos amigos más que por su propia voluntad, el doctor había vuelto a Nueva York, resignado a trasnochar. Luego de una cena bastante acep-1 able en la que sus amigos habían recordado viejos tiem-1>0s, el grupo había asistido a un espectáculo de músicatountry en un local bailable que acababan de inaugurarpara turistas desprevenidos cerca de la 7ma. Avenida.

A pesar de la compañía de sus amigos, el médico se sintió incómodo desde el principio en ese lugar. Le mo­ll·staba la decoración artificial que intentaba sin éxito y

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con mal gusto reproducir un supuesto lejano oeste. Pero,

además, comenzaba a aburrirse con las conversaciones

frívolas y los comentarios irracionales de sus compañeros

tan distantes de su actual estilo de vida en el que predo­

minaba una fría lógica de científico; era evidente que con

el paso de los años, sus intereses habían cambiado.

Sin embargo, soportó con estoicismo las melodías

que nada tenían que ver con sus preferencias music�es

y, también, el bullicio incomprensible de un tour �e Ja­

poneses que intentaban repetir las letras de las canciones

en un desafinado karaoke, hasta que decidió marcharse

solo, a eso de las tres de la mañana. Su mejor amigo,

Brian, luego de insistirle con convicción inútil que se

quedara un rato más, lo acompañó hasta el estaciona­

miento para devolverle los palos de golf que Connelly le

había prestado. El médico, que deseaba irse lo más pron­

to posible a su casa, no quiso bajar del auto para poner­

los en el baúl y los acomodó de mala manera en el

asiento del acompañante. Luego se despidió con más

apuro que afecto y partió.

Un rato después, se encontraba en la Autopista I-95 Sur, rumbo a Baltimore. El aire frío de un otoño inespe­rado le fue quitando el mal sabor por haber aceptado la estúpida invitación de sus amigos. Poco a poco, mientras

manejaba, se fue relajando y por puro afán de di�traerse, fue buscando y descubriendo los detalles del cammo que

unos años antes lo ayudaban a que el viaje se le hiciera más

corto y ameno, en especial, en el trayecto de regreso. Una

antigua iglesia, la antena de una radio, un motel pintado

de colores fluorescente. Casi todo permanecía intacto en su memoria tal como lo había visto infinidad de veces. Quizás por eso, cuando ya había recorrido unas doce

millas, no hizo falta que leyera los carteles indicadores

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para saber que se acercaba a una encrucijada peligrosa en la que se enredaban caprichosamente varias rutas. Conne­lly sabía que allí más que en ningún otro tramo había que

extremar las precauciones porque era un sitio en el que

habían ocurrido incontables accidentes, muchos de ellos fatales. El médico ya había levantado el pie del acelerador, cuando la vio. De pie, junto a la banquina. Connelly imaginó que vendría de una fiesta porque la joven llevaba

un vestido largo y elegante de color claro. Como no habíaacceso a peatones en ese sitio, supuso que habría tenido

un desperfecto con el auto. No había, sin embargo, rastros de otro vehículo en la zona. Y aunque por un momento

sintió temor de que intentaran asaltarlo, los gestos deses­perados de la muchacha, que evidentemente pedía ayuda, lo convencieron de detenerse.

-Por favor, ¿podría llevarme a mi casa? -suplicó lajoven, mientras trataba de acomodarse los mechones de cabello que el viento le arremolinaba sobre el rostro.

-Si, por supuesto -respondió el médico que sóloentonces notó los palos de golf a su lado-. Dame un minuto para que haga lugar aquí.

-No hace falta -se apresuró a decir la joven-. Pue­do subir atrás.

Connelly estuvo de acuerdo y le abrió la puerta.

-¿Dónde queda tu casa? -le preguntó cuando n:

tomó la marcha.

-North Charles Street, número 27 -le indicó ellaEspero no desviarlo demasiado.

-No te preocupes. Estamos bastante cerca -dijo elmédico y como no pudo resistir la curiosidad, agregó-.

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Pero ¿qué hacías sola en la autopista?

-Es una historia larga -contestó ella, con la vozquebrada-. Iba a una fiesta con mi novio. Y todo salió mal. No tendría que haber salido de casa. Nunca tendría que haber salido de casa.

Connelly la miró un instante por el espejo retrovisor y creyó ver que la joven lloraba. Por eso, decidió no ha­cerle más preguntas.

Siguió conduciendo en silencio. Abrió la ventanilla porque le resultaba un poco fuerte el perfume de la joven, una mezcla floral para él desconocida. Cada tanto echa­ba una mirada rápida al asiento trasero. La joven sollo­zaba despacio sin levantar la cabeza y se limpiaba las lá­grimas con un pequeño pañuelo blanco bordado.

En el siguiente desvío, el doctor Connelly dobló a la derecha y abandonó la autopista. Después de dar un par de vueltas confundido, tomó la calle North Charles.

-Ya casi llegamos -murmuró la joven-. Mi padredebe estar muy preocupado. Se alegrará con mi regreso.

El médico avanzaba lentamente por la calle oscura, para observar los números de los edificios hasta que se detuvo frente al 27. Era una antigua casa de dos plantas que tenía todas las persianas cerradas, lo cual no era ex­traño considerando que era de madrugada.

-Es aquí, ¿no? -dijo el médico.

Nadie le respondió. Entonces, Connelly se dio media vuelta y comprobó consternado que el asiento trasero estaba vacío. La muchacha había desaparecido.

---· 70 -·

-Pero, ¿dónde diablos está? -se preguntó el médico,sin llegar a comprender qué había pasado.

Era absurdo pensar que la joven había abierto la puer­ta y había bajado sin que él se diera cuenta. Aun así, en caso de que lo hubiera hecho, era imposible que hubiera cruzado el jardín y entrado en la casa en tan poco tiempo.

Intrigado, Connelly necesitaba hallar una explicación racional. Por eso en lugar de irse de allí y olvidar todo el asunto, bajó del auto, avanzó decidido y llamó con in­sistencia a la puerta del número 27.

Una luz frágil se encendió en el interior casi inme­diatamente y el doctor Connelly oyó unos pasos tímidos que se acercaban. Enseguida, alguien le preguntó qué deseaba, a través de la mirilla.

-Disculpe, traje a una joven hasta acá ... Dijo que

era su casa ... -explicó con cierta torpeza

La puerta se abrió y un anciano lo miró en silencio,con un gesto de profundo desaliento o quizás de cansancio.

-Era mi hija -dijo por fin.

-Quería saber si ella ... se encuentra bien -quisosaber el médico-. Es que parecía angustiada y ...

-Mi hija está muerta -lo interrumpió el anciano.

-¿Muerta? -repitió James Connelly-. ¿Qué quieredecir?

-Que mi hija murió hace dos años -agregó el a11-

ciano con un hilo de voz.

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El médico se quedó observándolo aturdido, pero se repuso.

-Debemos estar hablando de distintas personas.Seguramente usted se refiere a otra de sus hijas ...

-Sólo tenía una hija que murió hace dos años enun accidente de auto en el cruce de caminos de la Auto­pista I-95 Sur -dijo el anciano.

El doctor Connelly no supo qué decir.

-Allí la recogí justamente, pero ella ... ella ... estaba .. .estaba bien -tartamudeó-. Tiene que haber un error .. .

El anciano apoyó una mano sobre el hombro del médico.

-Yo más que nadie quisiera estar equivocado. Perolamentablemente mi hija está muerta y nunca regresará.

-No puede ser ... No puede ser ... -repetía el médicomientras sacudía la cabeza de un lado a otro-. No puede ser ...

El doctor Connelly se quedó todavía un largo rato de pie frente a la casa sin saber qué decir ni qué pensar, hasta que el anciano cerró lentamente la puerta y lo dejó solo en la oscuridad.

El autobús número 40

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Le habían hablado de las aguas termales de Ixtapan de la Sal, de sus virtudes terapéuticas, de sus propiedades relajantes ... Le habían dicho que quedaría prendado de esa ciudad típicamente mexicana con calles emped.radas, casas coloniales, techos de tejas rojas y clima benigno. Le habían contado que fueron los matlatzincas los que la fundaron allá, hacia 1394 cuando venían desde las costas del Pacífico rumbo a Tenochtitlan para asistir a la coro­nación de su emperador y se toparon con los manantia­les de aguas calientes que, al evaporarse, dejaban puña­ditos de sal, algo tan apreciado en aquellos tiempos, como el oro y la plata.

Y Pablo necesitaba escapar por unos días de la ciudad de México, tan tumultuosa y abrumadora. Había llega­do hacía un par de meses y se alojaba temporariamente en casa de unos amigos en la calle Donceles, detrás de la Catedral, en pleno Zócalo. Esperaba alquilar pronto un piso para él solo, ahora que al fin había conseguido u 11trabajo estable y con sueldo más holgado, luego de so brevivir como lavacopas en el bar Tenampa, en Ptl'.1.:1

Garibaldi, escuchando noche tras noche la interminable música de fondo de los mariachis que cantan sus serena­tas a voz en cuello y a precio de turista.

Gracias a una racha de buena fortuna, su currículum

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había llegado a manos correctas y había sido selecciona­do como nuevo ejecutivo de cuentas en un prestigioso banco. Empezaría con su nuevo empleo el siguiente lunes y como ya había presentado su renuncia al otro, disponía de cuatro días completos para irse a algún sitio a descan­sar. Su apretado presupuesto le impedía darse el lujo de largos viajes y gastos excesivos, pero Carlos, uno de sus compañeros, le propuso pasar el fin de semana en casa de su madre, en Ixtapan de la Sal.

-Estd padrísimo, güey, bien chido(l) . A menos deciento cincuenta kilómetros de aquí. En mi carro pode­mos tardar dos horas como mucho.

Pablo se había entusiasmado, pero un contratiempo de último momento le impidió a Carlos dejar la ciudad. Insistió, sin embargo, en que Pablo siguiera adelante con el plan.

-Mi madre te espera y estará encantada de recibirte.

Le dio incluso las llaves de su auto, un viejo y des­cascarado Renault que había conocido mejores tiempos y que echaba humo como una locomotora desquiciada.

Pablo se dejó convencer, aunque manejó todo el camino con la certeza de que el asmático motor dejaría de funcionar en cualquier momento. Contra todo pro­nóstico, arribó sin inconvenientes hasta el arbolado paseo y la glorieta con la escultura de la diosa Diana Cazadora que le dieron la bienvenida a Ixtapan de la Sal.

O) Está padrísimo, güey, bien chido: expresión del habla popular mexica­na que quiere decir algo así como: ''Está genial (la localidad termal delxtapan de la Sal, de acuerdo al contexto del cuento), amigo, (es un lugar)bien bonito. (N. del E.).

La madre de Carlos resultó una mujer diminuta y encantadora, de edad indefinida y sonrisa permanente, que no dejó de cocinarle chilacayote en pipidn (1) con carne de puerco, mole rojo con guajolote (l) y otros exqui­sitos platos regionales durante toda su estadía. Pablo devoraba todo sin pudor y con un apetito de caverníco­la, después de disfrutar durante todo el día las delicias del agua caliente en las piscinas del balneario municipal.

Los cuatro días transcurrieron tan plácidos que Pablose resistió a partir el domingo temprano, como había planeado inicialmente, y decidió quedarse hasta último momento, con la excusa de evitar el tránsito intenso y los atascos que le depararía el ingreso a la ciudad de México, luego de un fin de semana a pleno sol.

Era noche cerrada cuando se despidió de la madre de Carlos con suficientes quesadillas y gorditas como para dar la vuelta al mundo y desoyendo las mil reco­mendaciones de la mujer a la que sus huesos le asegura­ban que se avecinaba una tormenta.

Las primeras gotas lo sorprendieron a pocos kilóme­tros y en un instante una lluvia encarnizada lo obligó a disminuir la velocidad. Los limpiaparabrisas funcionaban mal y de a ratos, por lo que Pablo apenas veía lo que

tenía frente a la trompa del auto. Para colmo, el viejo

o) Ch·¡ t . . ' PI ' ·

d I t acayo e en p1p1an: ato t1p1co e xtapan de la Sal, México, com-puesto por chilacayotes ( especie de calabaza) picados y cocidos, ajíes, ce­bollas, tortilla, especias y pulpa de cerdo. (N. del E.).

(2) Mol . · 1 G . ' · e roJo con guaJo ote: u1s0 t1p1camente mexicano, con carne de guajalote (pavo), acompañado de una salsa de diferentes ajíes, almendras, nueces, pasas de uvas, maníes, cebollas, ajos, chocolate amargo, tomates, plátanos y condimentado con diversas especies. (N. del E.).

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Renault corcoveaba como un animal herido y Pablo comenzaba a arrepentirse de haber postergado su regreso a horas tan inciertas. Por ningún motivo, podía faltar el primer día a su nuevo empleo y eso aumentaba su preocu-

. , . pac1on y sus nervios.

Lo cierto es que la escasa visibilidad, el auto agoni­zante y el diluvio tenaz hicieron que se confundiera y desembocara en un viejo y desierto camino, en vez de tomar la autopista 55 hasta Toluca, donde empalmaría con la carretera número 15 que llegaba a las puertas del distrito federal.

Se dio cuenta demasiado tarde, cuando ya los neu­máticos patinaban empantanados y le exigían al motor un esfuerzo que no estaba dispuesto a hacer. Todavía llovía, cuando el destartalado Renault se detuvo irreme­diablemente. Trató sin éxito de ponerlo en marcha de nuevo. Pablo buscó, en el fondo de su bolso, el teléfono celular que no había tocado en cuatro días, pero no tenía señal allí. No le sirvió de nada levantar el capó y husmear sin conocimientos mecánicos ni herramientas apropiadas. Toqueteó aquí y allá sin encontrar la falla y se rindió a la evidencia y a la desesperación. Con muchísima suerte, cuando escampara el temporal y amaneciera, algún ve­hículo pasaría por ese camino desolado y lo rescataría del inminente desastre de perder su puesto en el banco por no presentarse el mismísimo día en que debía comenzar a trabajar. Ni siquiera caminando llegaría a tiempo y no se hacía ilusiones de conseguir ayuda cerca de allí. Sin embargo, cuando aún no habían trascurrido más que algunos minutos, unas luces tenues y repentinas que se dirigían hacia él le devolvieron las esperanzas. Pablo se plantó en mitad de la ruta a hacer señas alocadas e in­equívocas y pronto quedó encandilado por los faros de

un autobús �ue se detuvo a su lado y abrió la puertapara que subiera. Pablo parpadeó varias veces y aunque no alcanzó a leer el cartel que indicaba el destino, vio que el autobús era el número 40. Tomó sus pertenencias, abandonó el Renault sin cargo de conciencia y con la promesa de que volvería a recuperarlo en otro momento y ab.ordó enseguida el autobús.

-Gracias. ¿De casualidad va a Toluca? -le preguntóal chofer.

Por toda respuesta, éste cerró la puerta y arrancó.

Pablo se dirigió al interior y notó que se trataba de un autobús antiguo, como tantos otros que suelen utili­zar las,d�ferentes líneas que recorren los pequeños pueblosen Mex1co. Estaba eso sí, en muy buenas condiciones. Y limpio. A pesar de lo avanzado de la hora, iba lleno de pasajeros, muchos de los cuales viajaban de pie, aferrados a los pasamanos. Había sin embargo un asiento vacío en la tercera fila, junto a la ventanilla.

-¿No va a ocuparlo? -le dijo a un muchacho quese e11co11traba justo al lado.

Pero él no le contestó y, entonces, Pablo se acomodó en el ��gar desocupado, con una ligera e inexplicablesen�ac!on de resquemor. Miró a sus acompañantes concuno�1dad, pero discretamente y distinguió a hombres,a mu3eres e incluso a varios niños. Todos iban bien ves­tidos, como si regresaran de una fiesta, y aunque ya era muy tarde, estaban despiertos, con la vista fija al frente, en un punto indefinido, y permanecían extrañamente inmóviles y callados. Ni siquiera los más pequeños hacían algún ruido que quebrara aquel silencio pesado, incómo­do, desconcertante ...

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Para espantar los malos presagios, Pablo echaba cada tanto un vistazo al camino, bastante sinuoso, que los faros del autobús iluminaban fugazmente. Adivinaba en la penumbra las curvas traicioneras, los barrancos abrup­tos, una cuesta pronunciada, un puente estrecho, algunos desfiladeros ... Y se alegraba de no ser él quien debía conducir bajo aquella lluvia torrencial, por una ruta evidentemente peligrosa.

Cada tanto volvía a revisar su teléfono para ver si recuperaba la señal. Nada.

De pronto, un hombre comenzó a recorrer el pasillo. Parecía un auxiliar del chofer o la persona encargada de cobrar los pasajes o de revisarlos.

-Me bajo en Toluca. ¿Faltará mucho? -le preguntó,cuando estuvo a unos pasos de él, mientras hurgaba en sus bolsillos buscando dinero para pagar.

El hombre no dijo una sola palabra y se alejó, lo que aumentó la incomodidad y el recelo que Pablo ya no podía negar. Algo raro ocurría allí. Algo que Pablo no llegaba a comprender, pero que lo atemorizaba.

Se quedó acurrucado en su butaca, agobiado por horribles presentimientos, observando con desconfianza a su alrededor, pensando que aquella gente ...

Era más de medianoche cuando vio, a través de la ventanilla, las primeras casas, las calles iluminadas, �o�semáforos ... El autobús ingresaba a Toluca. Suspiro aliviado y sonrió por las tonterías que había imaginado, mientras se preparaba para descender.

Ya podía ver el edificio de la terminal, cuando el autobús se detuvo bruscamente.

El chofer abrió la puerta, giró y le hizo señas a Pablo que se levantó y se aproximó.

-Baje aquí -le ordenó.

Pablo no tenía la menor intención de averiguar porqué no entraba a la terminal. Se levantó de inmediato, se puso el bolso al hombro y al pasar junto al chofer le dio las gracias y le recordó que no había pagado su pasaje.

-¿Cuánto le debo?

-No es nada, pero bájese ahora y no voltee haciaatrás antes de que cierre la puerta. O jamás podrá dejar el autobús.

Pablo obedeció sin chistar. Se quedó quieto en la acera, sin voltearse hasta que escuchó con nitidez el chi­rrido de la puerta que se cerraba y el inconfundible so­nido de un motor que arranca y. acelera. Sólo entonces giró sobre sí mismo. Un escalofrío le recorrió la espalda porque el autobús número 40 había desaparecido.

Todavía temblaba cuando compró un billete hasta México.

-Aquí tiene. Llega a la Central de Poniente, metroObservatorio -le indicó la empleada-, aunque a esta hora ya no hay servicio. Tendrá que esperar hasta las 5 de la mañana.

Carlos estaba despierto, cuando entró, pálido y desen­cajado, en el piso de la calle Donceles. Le preparó un café bien cargado y unos huevos que Pablo no quiso probar.

Le contó rápidamente lo que había pasado y se dis­culpó por dejar el viejo Renault abandonado. Carlos le

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restó importancia, pero cambió la cara, cuando mencio­nó el autobús número 40.

-¿Estás seguro?

-Muy seguro -afirmó Pablo-. ¿Por qué?

Carlos movió la cabeza de un lado a otro, como si dudara de lo que iba a decir.

-Mi madre siempre cuenta la historia del autobúsnúmero 40 que partió un día, hace muchos años, de

Ixtapan de la Sal rumbo a Toluca, cuando todavía no se había inaugurado la autopista. Era de noche . Y llovía. Ya habrás visto que el camino es bastante peligroso.

-Sí, muchas pendientes, muchas curvas ...

-Pues parece que al llegar a la altura de las curvasde Calderón que son bastante cerradas y peligrosas, cuando el camino va en bajada, por algún motivo el autobús aumentó de velocidad. Tal vez fallaron los fre­nos ... No era un autobús nuevo. ¿Quién sabe? Esas cosas suelen ocurrir y ...

-¿ Y qué sucedió? -lo interrumpió Pablo impaciente.

-Pues que cuando llegó a ese puente estrecho por

donde solo pasa un auto, que cruza sobre una hondona­da profundísima, el autobús cayó al vacío. Los que so­brevivieron a la caída, murieron poco después, cuando el autobús se incendió. No se salvó nadie.

Pablo estaba abrumado.

-Entonces ... el autobús que tomé ... la gente ...

Carlos le puso la mano sobre el hombro.

-Fantasmas. Y serías uno de ellos si no hubierasobedecido al chofer y hubieras volteado antes de que

cerrara la puerta y arrancara.

Pablo recordó entonces las últimas palabras que elchofer había pronunciado.

-"O jamás podrá dejar el autobús ... " -repitió.

. Y sonrió con tristeza al pensar en esos hombres, esas

muJeres y esos niños condenados a viajar desde Ixtapan de la Sal hacia Toluca, en el autobús número 40 por toda la eternidad.

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No va a gustarte lo que vas a ver

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La carretera se extendía ante él solitaria y sinuosa, como una serpiente oscura. Los faros del auto rasgaban la negrura de una noche sin luna. El aire estaba tibio y pegajoso y por momentos caía una llovizna lánguida que se evaporaba sin siquiera mojar el pavimento.

Era más de medianoche, demasiado tarde para que circularan otros vehículos. Por eso Francisco avanzaba solo y a alta velocidad y calculaba llegar a su casa en media hora más. Conocía bien esa ruta que va desde Santa Ana a Chalchuapa, donde vivía. Eran apenas 13 kilómetros que recorría desde hacía años, dos o tres veces por semana. En general no lo hacía a esas horas, pero un compromiso lo había demorado. Unos clientes con los que se había reu­nido por negocios habían insistido en que se quedara a cenar con ellos y la cena se había extendida entre copas y charlas. Era la primera vez que esta gente estaba en Santa Ana y no dejaban de alabar el magnífico teatro, la Alcaldía Municipal, la belleza de la catedral, con ese estilo gótico que contrasta con los rasgos coloniales y españoles de la mayoría de las catedrales de El Salvador y de América Latina ... Planeaban visitar al otro día el Centro de Artes de Occidente, la casa donde vivió el ex presidente Pedro José Escalón, la casa del obispo y el Casino Santaneco como así también los antiguos edificios cercanos al parque

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Menéndez como la Casa del Niño, la iglesia El Calvario, el Centro de Gobierno ...

-Si tienen tiempo, deberían conocer tres sitiosprecolombinos en Chalchuapa -les recomendó Francis­co-. El más antiguo es El Trapiche, famoso por su pirá­mide principal de 21 metros, muy parecida arquitectó­nicamen te a la pirámide de la Venta. Otro es Casa Blanca u11 centro ceremonial político que tiene seis pirá­mides. YTazumal que el más grande y el más importan­te por su tamaño y por sus dos estructuras principales, tan majestuosas que su imagen se reproducía en uno de nuestros billetes. Los tres han sido declarados monumen­tos nacionales.

Francisco apretaba el acelerador, mirando insisten­temente el reloj. Quería llegar, pero el trayecto se le hacía inesperadamente largo.

Nunca pudo recordar después en qué parte exacta de la carretera la encontró. Si fue antes de Colonia Las Victorias o en la bifurcación hacia Colonia Los Olivos. Pero allí estaba. Con un vestido plateado que resplande­cía en múltiples destellos cuando los faros del auto la iluminaron. Una mujer bellísima de edad indefinida, pero joven, que parecía haber salido de una revista de modas o de una fiesta de la alta sociedad por su porte distinguido y su elegancia. No podía estar caminando por allí, con esos zapatos de taco altísimo. Pero tampoco había cerca algún vehículo averiado del que podía haber­se bajado.

Francisco se detuvo a su lado y bajó la ventanilla. Ella se reclinó hacia él mostrando un escote más que generoso.

-¿Podrías llevarme? -preguntó ella en un tono másque sensual, con un mohín irresistible.

Francisco no necesitó que se lo repitiera. Le abrió la puerta del acompañante y la observó, mientras ella se deslizaba frente a la trompa del auto para entrar, el andar felino, el cabello lacio y azul, de tan negro, la cintura brevísima, las curvas de sus caderas y de sus pechos des­tacándose bajo la tela-casi transparente, los labios rojos, húmedos, entreabiertos ... Realizó ese movimiento co11 una lentitud calculada, sin dejar de mirar fijamente a Francisco a través del parabrisas y deslizando un dedo por el capó, como si lo acariciara.

-La clase de mujer por la que un hombre pierde lacabeza -pensó él.

La mujer se acomodó en el asiento y la falda se des­lizó hacia arriba dejando al descubierto sus piernas tor­neadas, sus rodillas perfectas, sus muslos morenos ... Sonrió de una manera extraña, pícara tal vez, o malicio­sa, al descubrir los ojos de Francisco extraviados en la redondez de su cuerpo, tratando de imaginar los secretos rincones que ella insinuaba.

-¿Nos vamos o vas a quedarte mirándome toda lanoche? -dijo en tono burlón, para hacerlo reaccionar.

Francisco carraspeó un poco avergonzado de haber sido sorprendido husmeando descaradamente, pero im­provisó un elogio para disculparse.

-Me quedaría toda la noche, claro, admirandotanta hermostira. Pero es mejor irnos. ¿Adónde te llevo?

Ella inclinó levemente la cabeza en un gesto de aprobación y disculpa y luego señaló hacia el frente .

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-Voy a un par de kilómetros de aquí.

Francisco arrancó y se puso en marcha, ya sin apuro por llegar, tratando de prolongar ese encuentro fortuito que le resultaba tan grato.

-¿Y qué hace una mujer tan hermosa a estas horasen una carretera solitaria? -le preguntó.

Ella alzó los hombros, sin dejar de sonreír.

-Es una historia demasiado larga. Y aburrida ... Notengo ganas de contarla en este momento -dijo ella y enseguida, para cambiar de tema, le preguntó-. ¿No estoy despeinada?

-Estás perfecta -contestó Francisco y se rio debuena gana.

-¡Qué mentiroso! No es cierto -protestó ella con una coquetería descarada-. Debo estar horrible.

Y se acercó a él para contemplarse e11 el espejo retro­visor. Al hacerlo, Francisco sintió el aroma de su piel, en la que se adivinaba un sudor suave mezclado con alguna esencia dulce y difusa.

-Te ves espléndida -le aseguró él, completamentefascinado por sus contoneos sensuales, por su sonrisa sugerente, por su mirada traviesa ...

Ella arrugó la boca y se acercó un poco más a Fran­cisco, sin rozarlo.

Era indudable que lo estaba provocando y él estaba dispuesto a seguirle el juego.

-¿Me veo bien? ¿De verdad? -insistía ella.

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-Te verías mejor en mis brazos -aventuró él, lan­zado ya a la conquista que consideraba segura por la actitud atrevida de la mujer.

Ella, lejos de desentenderse o de amilanarse, seguía seduciéndolo. Jugueteaba con el bretel de su vestido, bajándolo para dejar su hombro al descubierto y volvién­dolo a subir, como si quisiera desnudarse.

-¿Te parece?

-Estoy seguro.

-Mmmm, no sé. Creo que si me desnudo, no va agustarte lo que vas a ver.

Francisco frenó de golpe y apagó el motor. Sentía la sangre bullirle de deseos, la virilidad despierta anticipan­do la pasión, el calor de la excitación en las manos ...

Giró hacia la mujer dispuesto a besarla, pero ella se alejó un poco sin dejar de sonreír.

-Va a encantarme -afirmó él.

-No, no va a gustarte lo que vas a ver./

El no estaba dispuesto a darse por vencido.

-Entonces, cerraré los ojos -le dijo y se abalanzósobre ella.

El beso fue ardiente, casi brutal. Dos bocas buscán­dose con desesperación, con premura, con una urgencia desbordada. Ella se apretó contra Francisco, gimiendo de placer, mientras la acariciaba y le ofreció el cuello para que él la mordiera suavemente. Él sintió algo tibio y húmedo entre las manos y sólo en ese momento abrió

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los ojos. Alcanzó a ver entonces la sangre espesa y oscu­ra en aquel trozo de carne, todavía cubierta de piel, como si acabaran de desgárralo. Levantó la vista y gritó horro­rizado mientras se echaba hacia atrás.

-Te dije que no iba a gustarte, lo que ibas a ver -seburló ella, mientras se despojaba de otros pedazos san­guinolentos de su cuerpo, uno a uno, como quien se quita una alhaja, dejando vislumbrar entre los huecos un horrendo esqueleto que muy pronto quedó casi por entero descarnado.

Nunca recordó Francisco cómo logró escapar del auto. Cuando se recuperó del estado de inconsciencia en que lo encontraron al día siguiente y en el que estuvo sumido en una cama de hospital más de dos semanas, solo pudo balbucear incoherencias y frases sin sentido. Salía de su confusión intermitentemente, los ojos desor­bitados, las manos temblorosas, gritando su espanto, un espanto que no lo abandonó jamás y que lo dejó a orillas de la locura, el espanto de haber tenido en los brazos a la descarnada.

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Una noche de rumba

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Al principio, cuando sus amigas le propusieron ir a bailar el viernes a aquel sitio, Lucía se negó.

-Vine a Cartagena de Indias a ver sitios históricos y no,para ir de rumba a un tugurio de mala muerte -argumentó.

-Pero estamos de vacaciones -insistieron ellas-. Yun poco de rumba no le viene mal a nadie, en especial a alguien que tiene que olvidar penas de amor.

-Yo no tengo penas de amor -mintió Lucía queacaba de terminar una relación de muchos años con un novio que le había dado más sinsabores que felicidad-. Ya no pienso en él. Es una etapa completamente superada.

-Mayor razón para que vayas a bailar con nosotrasy conozcas a otros hombres. Además Míster Babilla no es un tugurio de mala muerte. Nos dijeron que es una de las mejores discotecas, con música estupenda y buen ambiente ... Por favor, vamos ...

Lucía terminó cediendo. Después de todo, Liza y Andrea habían aceptado acompañarla en aquel viaje a la ciudad colombiana.

-Leí que Cartagena de Indias es una de los destinosl)lás bellos del mundo -les había dicho para convencerlas-.

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Que todos deben verla al menos una vez en la vida. Por

algo la UNESCO la declaró Patrimonio de la Humanidad.Y realmente las tres habían sucumbido a sus encan­

tos ya desde el aire, cuando el avión maniobraba paraaterrizar en el aeropuerto Rafael Núñez y espiaron por

la ventanilla ese mar que abraza a Cartagena y tiñe elhorizonte de turquesa.

Se habían alojado en la ciudad vieja rodeada todavía

hoy por las mismas murallas de piedra que erigieron losespañoles para protegerse de los corsarios. Lucía habíaescogido por Internet un pequeño y exclusivo hotel enpleno centro, frente a la plaza de Santo Domingo , don­de está la bella estatua de Botero y la angostísima Callede los Estribos. Llevaba un par de días guiando a susamigas, como un general déspota, por los lugares que a

ella le interesaba conocer. Y Liza y Andrea la habían se­guido dócilmente. Ya habían visitado el imponente

castillo de San Felipe de Barajas, con sus pasadizos secre­tos, la Torre del Reloj, construida como la entrada prin­cipal a la ciudad amurallada, la Catedral atacada en 1586por el temible pirata inglés Francis Drake, el Conventode Santo Domingo, la iglesia más antigua de Cartagena,el Museo del Oro, frente a la Plaza Bolívar, el malhadado

Palacio de la Inquisición, la casa del famoso Marqués de

Valdehoyos que traficaba harina y esclavos por igual, elMonasterio de San Pedro Claver, custodiado por magní­ficas y originales estatuas, las Bóvedas donde pululaban

los puestos de artesanías, el Portal de los Dulces ... Ellas

agradecían los relatos y las explicaciones de Lucía que

parecía conocer cada detalle de Cartagena, como la pal­ma de su mano, pero disfrutaban más cuando su amiga

olvidaba un poco su papel de experta en arte e historia­dora y caminaba, como una turista cualquiera, por las

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callecitas estrech:15

y empedradas, admirando las pinto­rescas c_asas de estilo colonial, con sus fachadas impecablesy coloridas, sus ventanales en madera finamente tall d a os,sus portones majestuosos, sus balcones floridos Ocuan�o lograban arrastrarla a las playas de las isl�

. del

Ros:_no o al menos a las de Bocagrande o de la Heroicaa banarse en las cálidas aguas del Mar Caribe. O cuandose sentaban a beber una copa o a cenar en uno de lostantos bares y restaurantes ubicados en las plazas justo alanochecer, cuando Cartagena se llena de m '

1 d

us1ca y sevue ve to avía más mágica.

. Luda solo había traído en su maleta bermudas, ca­�1setas y _otras prendas informales. Nada de eso le pare­c1a a�rop_1ado para aquella noche de rumba. Por eso seprobo, a instancias de sus amigas, toda la ropa que ellasle prestar�n. Luego �e descartar lo más provocativo que

� p�-o_�oman sus amigas para que luciera más sensual, seecidio finalmente por una blusa negra y escotada y una

f�da corta y ceñida que resaltaba sus curvas y sus piernasbien torneadas.

-�tás p�eciosa -!� dijeron las dos amigas que, a pesarde su resistencia, tamb1en la peinaron y la maquillaron.

�ntes de salir, Luda se observó detenidamente en elespeJO. Ap�nas se reconocía con ese atuendo y esa pintu­ra ,en los OJ�S y en los labios. Pero debía admitir que seve1a muy bien y que 1 b e gusta a esa nueva imagen, tanseductora.

F�eron �ndando porque la discoteca no se hallabademas1a�� leJOS y la noche tibia y estrellada se presenta­ba propicia para un paseo. Cartagena era aún más her­mosa, cuando la iluminaban sus cientos de faroles colo-

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niales. Cada tanto se cruzaban con alguno de los muchos

coches antiguos tirados por caballos, que llevan a,las

parejas a disfrutar de las mieles de su amor en un roman­

tico recorrido bajo la luz de la luna o con las bullangue­

ras "chivas" que amenizan los itinerarios _nocturnos con

el acompañamiento de un conjunto musical de vallena­

to o gaita, un guía que hace las veces de animador y un

bar abierto con licores nacionales.

Lucía, Liza y Andrea dejaron la ciudad vieja por la

puerta de la Torre del Reloj, y ya en el arrabal de Getse­

maní, bordearon el Parque Centenario y el centro de

Convenciones y desembocaron en la Calle del Arsenal,

E te a la Bahía de las Ánimas. Allí todo era algarabía y1ren . � fiesta. Los cafés y las discotecas rebosaban de gente r1suena.

Entre aplausos de aprobación masculina y piropos

subidos de tono, entraron en el local donde funcionaba

Míster Babilla, un edificio típico de la arquitectura de la

época colonial, muy bien conservado y ambientado.

Las tres chicas se ubicaron en una mesa a un costado

de la barra y pidieron algo para comer y unos cocteles

con ron.

-Salud -brindaron entrechocando sus vasos-. Por

una noche inolvidable. .

M Pronto se les acercaron unos norteamericanosuy ' b b

.d que casi no hablaban español y que ya hab1an e 1 o

demasiado. Liza y Andrea les festejaban las. bromas y

tonterías que hacían y decían e incluso se subieron a un

parlante y a una mesa para bailar con ellos, algo que

parecía ser habitual en aquel lugar.

Lucía declinó la invitación con una sonrisa educada,

pero firme. Eran demasiado jóvenes y alocados para ellaque prefería esperar si aparecía alguien más interesante.También rechazó a un par de muchachos que se le acer­caron después y que no le atraían demasiado.

Se quedó un rato sola en la mesa, a pesar de las señas de sus amigas que la llamaban insistentemente, bebiendosu trago de a pequeños sorbos y observando a su alrede­dor las siluetas que se deslizaban en las penumbras.

Ya eran más de las doce, cuando un poco desilusio­nada y algo aburrida, empezó a pensar en regresar alhotel. Buscó a sus amigas para avisarles y entonces lo vio.De pie, junto al barandal de madera del primer piso. Unhombre de edad indefinida, pero maduro, de piel trigue­ña, cabello oscuro y aire misterioso. Alto y atlético, ibavestido completamente de negro, con una camisa que

aparentaba ser de seda italiana, por ese brillo sutil que

delata una tela fina. Era increíblemente buen mozo yLucía se sonrojó al comprobar que la miraba fijamente.Sonrió cuando se dio cuenta de que, sin quitarle la vistade encima, él comenzó a bajar por la escalera y se dirigióhacia su mesa. Las otras mujeres lo acechaban con avidezy cuchicheaban a su paso ya que claramente llamaba laatención con su andar felino, sus rasgos perfectos y su

porte elegante y distinguido. Lucía lo perdió unos ins­tan tes entre el gentío y creyó que se habría retirado,cuando sintió el aliento dulzón y tibio en su nuca .

-¿Bailamos?

Giró apenas y se sobresaltó al descubrir el rostro de

él apenas a unos centímetros de su boca. Antes de res­ponderle que sí, él ya había tomado su mano y la guiabaha�ia el centro de la pista. A Lucía le costó disimular su

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turbación mientras lo seguía esquivando el tumulto que se agolpaba en ese sector. La música pegadiza y dichara­chera cambió por una melodía más lenta en el momento en que él la ciñó entre sus brazos. Lucía sintió la mano de él presionando suavemente su espalda y la embriagó el aroma exquisito e indefinido que emanaba de su piel, una rara mezcla a rosas y almendras. Bajó la vista, incapaz de sostenerle la mirada tan intensamente provocativa.

-No espíes mis pies -le pidió él en un tono de bro­ma-. No conozco este ritmo tropical y solo me dejo llevar.

Su voz era ronca, pero agradable y no mostraba

acento alguno.

Lucía le respondió con una sonrisa.

-No es cierto. A m.í me parece que bailas muy bien.

No lo dijo por compromiso. En verdad, el descono-cido se movía de manera cadenciosa, sin una técnica precisa tal vez, pero sin perder el compás. Por momentos, incluso, Lucía creía estar en el aire, como si se elevaran unos centímetros del suelo.

-Gracias por el elogio. Debe ser la buena compañía-murmuró él en su oído y al hacerlo sus labios rozaronel cuello de Lucía que se agitó con una oleada de deseos.

No quería que él lo notara, sin embargo. Por eso reclinó la cabeza sobre el hombro de él, la cara contra su pecho, los ojos hacia abajo.

-No vayas a hacer trampa y a espiar mis pies -vol­vió a decirle, mientras jugueteaba con su cabello, enre­dándolo entre sus dedos.

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Lucía ignoraba a Liza y Andrea que señalaban a su compañero y hacían gestos inequívocos. Ni siquiera le interesaba iniciar una charla superflua con él, como se estila en esos casos. Ya le diría él su nombre y dónde vivía y qué hacía en Cartagena de Indias y toda otra tontería que ella quisiera preguntar. Pero por el momento, Lucía sólo quería hundirse en el calor de aquel hombre, ima­ginando otras caricias futuras.

El baile y la nutrida concurrencia los fueron despla­zando hacia uno de los laterales. Allí, en la pared, colga­ba un gran espejo con un marco repujado en metal. Lt1cía no pudo evitar la coquetería de mirarse al pasar y se quedó paralizada. Porque en la clara superficie del espejo se reflejaba su cabello suelto, su cuerpo bronceado y sinuosamente vestido con la ropa de sus amigas, su rostro maquillado, sus brazos levantados ... Pero él, el hombre con el que bailaba y que seguía aún abrazándo­la, no aparecía.

-¿Qué ocurre? -le preguntó él, alejándose apenasy quitándole, con una ternura infinita, un mechón re­belde que le caía a Lucía sobre la frente.

Sin decir una palabra, Lucía volvió a mirar su imagen en el espejo. La imagen de una bella y joven mujer, una mujer que estaba sola ...

Intentó separarse con cierta brusquedad.

-Estoy cansada. Ya no quiero bailar.,,.

El no la soltó. Su expresión se descompuso agria-mente, como si de pronto mostrara su verdadero rostro que ya no lucía tan encantador. Sus ojos centellearon y s� boca se torció en una mueca antipática y burlona, ':;uando dijo con aspereza:

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-¡Qué pena! Porque yo sí quiero seguir bailando. Y además quisiera besarte y ...

Lucía gritó, pero sus gritos se diluyeron en el bullicio

de la discoteca que seguía su parranda, ajena a lo que le pasaba.

Forcejeó desesperada para zafarse de aquellas manos que ahora la atenazaban con inusitada crueldad y que le quemaban la piel, como si se tratara de brasas ardientes.

Forcejeó para librarse de ese aliento ponzoñoso y fétido que le daba náuseas. Forcejeó para escapar de ese beso que él intentaba darle, girando la cabeza hacia un lado, hacia otro, hacia abajo ...

Y alcanzó a distinguirlas, en lugar de pies, asomán­dose por debajo de la botamanga del pantalón: horrendas y cubiertas de pelaje negro, pezuñas, pezuñas de macho

cabrío, pezuñas de bestia infernal ...

Mientras se desvanecía y antes de que todo se volviera

pura oscuridad, creyó oír que le hablaban en un antiquísimo

idioma, arameo tal vez, qt1e no llegó a comprender.

Recuperó el sentido horas más tarde, en la guardia de un hospital.

Un grupo de médicos y enfermeras se afanaban en curarle las quemaduras de primer grado que tenía en los brazos y en las manos y en estabilizarle los signos vitales.

Liza y Andrea, con los ojos rojos de tanto llorar, tuvieron que esperar a que los doctores consideraran que estaba fuera de peligro para verla y consolarla.

No había rastros de alcohol ni de drogas en su sangre,

por lo que en el informe policial quedó registrado que las causas que provocaron su desmayo fueron descono­cidas. Ningún testigo pudo apoyar la versión de Lucía. Na�ie re�ordaba a aquel hombre. Ni siquiera sus amigas habian visto su rostro. Y nadie creyó que el mismísimo diablo hubiese salido de rumba, un viernes por la noche, a pesar de que el suelo de la discoteca quedó marcado

con extrañas y profundas rayas, rayas que parecían hechas por unas pezuñas.

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La casona de la calle San Francisco

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Era tan solo una niña, una niña pequeña. Parecía tener apenas unos ocho o nueve años. Su cabello largo y ondulado estaba alborotado, con ese ligero desorden de quien acaba de levantarse de la cama. Vestía apenas un camisón de color blanco que la cubría desde el cuello hasta los pies. Estaba descalza. Y sonreía.

La primera en verla fue la doctora Luisa Hernández Chingay. Casada con Javier, abogado como ella, Luisa compartía con su marido un amplio estudio heredado de su padre, ubicado en la casona de la Calle San Fran­cisco al 300. Eran los únicos abogados allí. Otras firmas se habían instalado en aquel edificio, durante la segunda mitad del siglo anterior, ya que se hallaba muy cerca de la oficina de Registros Públicos de la ciudad de Arequipa. Pero las cosas habían cambiado últimamente y muchos de ellos habían emigrado hacia otros barrios donde las rentas no eran tan costosas. Es que corría la década del 80 y Arequipa comenzaba a recibir un aluvión de turistas atraídos por la belleza de la llamada Ciudad Blanca. Tal vez porque gran parte de sus edificios han sido construi­dos con sillar, una piedra blancuzca de origen volcánico. O t�l vez porque en las viejas casonas coloniales del ceníro merodean los espectros y los fantasmas.

Lo cierto es que Luisa se resistía a dejar aquella zona

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que le .fascinaba. Adoraba caminar por las callecitas es­trechas del casco antiguo de Arequipa, admirando la arquitectura virreinal que había fusionado de manera única el arte europeo y el nativo y que había sido sin duda una de las razones por las que la UNESCO la había declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad. Ella, como todos, se sentía fascinada por la Plaza de Armas, con su doble arquería y el duendecillo de la pileta central de bronce. O por la majestuosa Catedral, con sus sesen­ta columnas neo-renacentistas coronadas de capiteles corintios. O por la Iglesia y los Claustros de La Compa­ñía, el conjunto más representativo del período barroco mestizo de fines del siglo XVIII. O por el monasterio de Santa Catalina, una espectacular ciudadela religiosa, donde vivieron más de cuatrocientas cincuenta monjas durante cuatro siglos sin contacto con el mundo exterior. O por el complejo de San Francisco con su pequeña plaza, su iglesia principal, su convento y los claustros de la ,..fercera Orden. O por tantos otros templos y capillas como los de Santo Domingo, San Agustín, La Merced, Santa Martha, Santa Teresa, Santa Rosa ... O por las más de quinientas casonas, testigos silenciosos de las historias que se habían tejido entre sus arcos semicirculares, bajo sus techos abovedados, junto a sus gruesos muros, en sus patios floridos ... Historias de locura y de sensatez, his­torias de amores y de desamores, historias que todos recordaban e historias secretas, historias de vida y de muerte ... Gran parte de esas casonas seguía en manos privadas, pero muchas otras habían sido vendidas a ban­cos y empresas o se habían transformado, debido a la enorme demanda turística, en galerías de compras y hoteles de lujo o comenzaban a albergar una profusión de bares y restaurantes.

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Eso estaba ocurriendo en el edificio donde se encon­traba el estudio de Luisa y su marido Javier. Ya funcio­naba un mesón que ofrecía platos típicos y una taberna a los que, muy pronto, cuando concluyeran las refaccio­nes, se sumaría un café. Los recientes vecinos eran suma­mente bulliciosos y cuando se excedían con el pisco sour o la cerveza, la parranda terminaba a los golpes y condestrozos. El olor a frito y a grasa, además, impregnabael ambiente dejando en todas partes una pátina pegajosay desagradable. Esos, más la posibilidad de vender a muybuen precio aquella propiedad, eran los motivos queargumentaba Javier para mudarse. Luisa se negaba, sinembargo, a abandonar ese sitio teñido de tantos recuerdosy se defendía con excusas frágiles que solo le permitía11ganar un poco de tiempo. Allí había trabajado su padre,allí se habían conocido, cuando ambos eran estudiantes,allí Javier le había pedido matrimonio ...

Una tarde, Luisa comenzó a escuchar a través de la pared que separaba su estudio del local aledaño donde pronto comenzaría a funcionar el nuevo café, una serie de ruidos confusos. A veces, golpes; a veces, risas y co­rreteos; a veces, algo así como un sollozo. Pensó que serían los obreros encargados de las refacciones, pero creía distinguir entre los sonidos solamente una voz, que no era precisamente de hombre. Estaba preparando un es­crito importa11te que debía presentar en el Tribunal al día siguiente y aquel alboroto, que por momentos era estri�en te, la perturbaba.

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Un rato más tarde, perdió la paciencia y fastidiada por las interrupciones, fue a quejarse. Golpeó la puerta

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insistentemente, pero nadie le respondió.

Al día siguiente, se cruzó con el encargado del lugar.

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-Ayer no hubo nadie trabajando aquí -dijo, ante

los reclamos airados de Luisa por los ruidos molestos.

-Pero si escuché perfectamente varios golpes e in-

el uso risas ...

El hombre se encogió de hombros.

-Se habrá confundido.

El hecho se repitió en varias ocasiones y en distintos horarios y la respuesta del encargado era siempre la misma.

-No había nadie trabajando en ese momento.

Luisa no podía disimular su disgusto y creía que el hombre se burlaba de ella. Pero como jamás pasaba esto cuando había otras personas en el estudio, era imposible corroborar sus acusaciones.

-Te digo que escucho golpes. Y risas ... -le decía aSLl marido que nunca había oído nada.

Un viernes, Javier salió a hacer unas gestiones y Luisa se quedó sola nuevamente.

-Regreso en un par de horas y te llevo a cenar. ¿Quéte gustaría comer? -le propuso él.

-Ceviche. De pejerrey.

-De acuerdo -le prometió Javier y se despidió con

un beso.

Luisa se quedó ordenando papeles y no se dio cuen­ta de que su marido se había demorado hasta que las primeras sombras lánguidas invadieron el estudio y tuvo que encender la luz.

Eran más de las ocho y comenzaba a preocuparse, cuando recibió la llamada.

-Perdón, cariño -le dijo Javier-. Tuve un desper­fecto con el auto y lo están reparando. En una hora a más tardar estoy allí.

Luisa se asomó por la ventana y una brisa tibia le acarició el rostro. El cielo era un telón renegrido donde se dibujaban caprichosamente cientos de estrellas titilan­tes. Unas nubes densas cubrían por momentos la luna. Luisa cerró los ojos y pudo reconocer entre los ruidos el entrechocar de la vajilla que lavaban en la cocina del bar, un motor que arrancaba, las campanas lejanas de una iglesia llamando a misa ... De pronto, un ruido inespe­rado atrajo su atención. Era un llanto. Un llanto acon­gojado. Luisa buscó el origen de aquel sonido y apoyó la oreja en la pared lindera al local en refacciones. Venía de allí, era indudable.

Salió hecha una tromba dispuesta a averiguar qué ocurría. Golpeó la puerta varias veces sin obtener res­puesta. Tanteó entonces el picaporte y éste cedió dócil ante la presión de su mano. El lugar estaba a oscuras. Luisa dejó la puerta entreabierta para que se filtrara la claridad exterior entre las obstinadas penumbras.

-¿Hay alguien aquí?-preguntó y avanzó un par depasos titubeantes.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la negrura, vio los ladrillos apilados, las bolsas de material, los andamios ... Y la escalera. Una escalera antigua, de madera torneada, originaria de aquella casona colonial. Arrodillada, con la cabeza asomada entre los barrotes estaba ella. Una niña. Parecía una de las niñas que suelen vender caramelos y

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cigarrillos en las calles, por la noche. Pero cuando un haz de luz de la luna logró colarse por las rendijas y rasgar las tinieblas, Luisa vio que tenía puesto un largo camisón blanco. Y que estaba descalza.

-¿Qué estás haciendo allí? -le preguntó y avanzóhacia la escalera.

La niña se puso de pie.

Luisa temió haberla asustado y dulcificó aún más el tono en que le hablaba.

-No tengas miedo. No voy a hacerte daño. Quieroayudarte.

Luisa tropezó con algo que había en el suelo y tras­tabilló. Logró sostenerse del barandal. Levantó la vista. La niña seguía inmóvil, mirándola.

La abogada subió los primeros peldaños. La made_ra, podrida en algunas partes, crujía amenazadora. Ya casi llegaba junto a la pequeña, cuando la niña se dio media vuelta y corrió, escaleras arriba.

-No te vayas -le gritó Luisa y extendió sus manoshacia ella.

En ese momento, el escalón donde se apoyaba cedió y Luisa cayó rodando. Sentía los golpes y las punzadas dolorosas de las astillas que se le clavaban y antes de tocar el suelo y desvanecerse, creyó percibir que alguien la sostenía entre sus brazos.

Su marido la encontró desmayada varias horas más tarde, después de buscarla por todos lados, y llamó de inmediato a una ambulancia. Cuando la subían a la ca­milla, Luisa abrió los ojos.

-Había una niña ... en la escalera ... No la dejessola ... -le pidió a Javier.

Más tarde, Luisa se recuperaba en el hospital. Tenía un par de heridas cortantes, pero leves, en brazos y pier­nas, aunque lo que preocupaba a los médicos era el trauma en el cráneo.

-Los estudios que le hicimos no indican daño ce­rebral -le explicaron. Pero vamos a dejarla una noche en observación.

Javier se quedó a su lado, dormitando en una silla de a ratos y de a ratos acariciándola.

Lucía se hundía por momentos en sueños brumosos en los que veía a la niña pidiéndole ayuda y se desperta­ba sobresaltada, empapada en sudor.

-Tranquila, amor. Fue solo una pesadilla-le decía Javier.

A la mañana siguiente le dieron el alta y Luisa se empecinó en ir al estudio.

-Vi en la escalera a t1na niña de unos ocho o nueveaños. Y no me digas que deliro -protestó.

Javier no quiso contradecirla y fueron juntos hasta el local en refacciones. El encargado llegó al mismo tiempo que ellos.

-Raro que la puerta estuviera abierta ayer-comen­tó, cuando le explicaron lo que había pasado-. Siempre cierro con llave.

La luz que atravesaba las ventanas pintaba de ama­rillo los torbellinos de polvo que flotaban en el ambien­te. En el suelo sucio estaban las huellas de las pisadas que

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llegaban hasta el escalón desde donde Luisa había caído. Pero no había marcas de los pies descalzos de una niña. En el peldaño donde Luisa señalaba haberla visto, la capa de polvillo se encontraba intacta.

-Estaba aquí -insistió Luisa desconcertada-. Ysubió la escalera corriendo ...

-Imposible, señora -la interrumpió el encargado-.Esta escalera está clausurada, ¿ve?

Y le mostró los gruesos barrotes que cerraban el paso e impedían que alguien pasara por allí.

En las semanas siguientes, Luisa estuvo atenta a los ruidos que provenían del local vecino en el que trajinaba una multitud de albañiles. Martilleos, sierras eléctricas cortando maderas, roldanas chirriando, voces y risas de hombres ... ruidos normales en una obra en construcción.

Un mes más tarde accedió al pedido de su marido de dejar el estudio en la Calle San Francisco al 300 y comenzaron la mudanza.

Luisa y Javier fueron vaciando armarios, bibliotecas y muebles llenos de archivos. Llenaron decenas de cajas con papeles, carpetas, copias de expedientes, libros ... Ya casi no quedaba nada en el estudio, excepto un escritorio de madera maciza, anticuado e incómodo, que habían encontrado allí y que suponían había pertenecido a los dueños anteriores. No pensaban llevárselo y aunque casi no lo habían utilizado, Luisa decidió revisarlo. En el fondo de un cajón, detrás de unos recortes de periódico, había una vieja muñeca de trapo.

-¿Y eso? -le preguntó Javier al verla jugueteandocon ella.

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-No tengo idea -respondió Luisa.

Comenzaba a anochecer y Javier cargó un canasto enorme.

-Es el último. Te espero afuera.

-Sí, ya voy -le dijo Luisa pensativa.

Seguía con la muñeca en la mano, cuando escuchó el llanto. Venía de al lado. Había visto a los albañiles retirarse a las cinco. Pero el llanto se oía claramente. Un llanto acongojado. Como el de una niña ...

Se asomó a la ventana y vio a Javier forcejeando para meter las cosas en el automóvil. El llanto era cada vez más fuerte.

Luisa salió del estudio y se dirigió al local vecino. No le extrañó que la puerta estuviera entreabierta. Espero hasta que los ojos se le acostumbraron a la oscuridad y avanzó hacia la escalera que ya había sido reparada. Mi­ró a un lado y a otro buscando entre las sombras a la pequeña. Quería verla, confirmar que no la había ima­ginado ... Pero allí no había nadie.

Subió un par de peldaños y se asomó al piso superior. Todo estaba en silencio. Y quieto. Muy quieto.

Se sobresaltó, cuando Javier hizo sonar la bocina del auto.

Antes de salir, miró la vieja muñeca de trapo y la apoyó con cuidado sobre el tercer escalón.

Mientras se ajustaba el cinturón de seguridad, tuvo una duda.

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-¿Cómo me encontraste aquella noche, la del acciden-te? -le preguntó a Javier-. ¿Cómo supiste dónde buscarme?

-Oí tu llanto -le dijo él y encendió el motor.

Luisa se rio.

-Pero si estaba desmayada ...

Él no le dio importancia.

-Habrá sido un gemido entonces. No sé. Parecíaun llanto.

Luisa sonrió y pensó que le hubiera gustado despedirse.

No miró atrás al partir. Tal vez por eso no alcanzó a ver a la niña que se asomaba en una de las ventanas. Una niña que abrazaba una vieja muñeca de trapo.

La dama de blanco

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Lo despertó el grito, un grito áspero y prolongado. No era extraño que alguien gritara en Buenos Aires, una ciudad insomne y bulliciosa que siempre trasnocha, que nunca se duerme del todo, que jamás se detiene ... Sobre todo en aquella zona del barrio de Recoleta, en la que los bares y restaurantes de la calle Junín permanecen abiertos hasta la madrugada con comensales tardíos o jóvenes en busca de diversión.

Sin embargo, aquel alarido que escuchó Martín y que lo arrancó bruscamente del sueño era diferente. Sonaba como un lamento que desgarraba el silencio quieto de la noche. Se levantó sobresaltado y salió al balcón de su departamento ubicado sobre la calle Azcué­naga, frente a la parte trasera del antiguo y aristocrático cementerio. Se hallaba en un séptimo piso y desde allí veía asomarse sobre el muro, inmóviles y dolientes, las esculturas que decoran las cúpulas de infinidad de bóve­das centenarias.

A Martín no lo perturbaba la proximidad de la muerte. No le temía. No creía en fantasmas ni aparicio­nes. Y sin embargo, aquel grito tenía algo de sobrenatu­ral. Por eso, buscando el origen del sonido, miró instin­tivamente hacia el cementerio vecino. Adivinó entre las sombras las amplias avenidas arboladas, las manzanas

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geométricas donde se suceden prolijamente alineados los mausoleos, las bellísimas estatuas de mármol y de grani­to, los monumentos funerarios ... Y de pronto la vio. Vestida de un blanco inmaculado, única gota de luz entre tanta oscuridad. Era una mujer, sin duda. Muy joven, casi una niña. Corría por los callejones estrechos, mientras el viento agitaba su larga falda. Cada tanto desaparecía de su vista y luego reaparecía huyendo de un enemigo que Martín no alcanzaba a distinguir.

Llamó de inmediato al 911.

-Hay una mujer, dentro del cementerio de la Re­coleta, está en peligro ...

Lo que decía le sonaba absurdo incluso a él. Insistió para que le creyeran. Dio su nombre y apellido, su nú­mero de documento, su dirección ...

El patrullero llegó media hora más tarde, sin apuro y con evidente desinterés.

Martín señalaba desde el balcón el sitio donde había visto a la m11jer.

-¿Está seguro de que no bebió nada, señor? -lepreguntó un oficial con tono de fastidio.

-Ni una gota. Puede hacerme un test de alcohole-. . .

m1a, s1 quiere.

-¿Para qué, si no está conduciendo un vehículo?

Martín notó el tono burlón, pero no se dio por vencido.

-Estoy completamente sobrio y vi a una jovenvestida de blanco corriendo por las tumbas.

El oficial frunció los ojos en dirección a la negra tranquilidad del cementerio.

-Yo no veo nada. Ningún fantasma con sábanablanca ...

-No era un fantasma. Era una mujer. Y no teníauna sábana, sino un vestido blanco ...

Fue inútil. El oficial de policía no le prestó atención y de ningún modo accedió a inspeccionar el camposan­to en mitad de la noche.

-Espero que mañana no tengan que lamentar a unavíctima de un asesinato ... -les reprochó Martín, dando un portazo, cua11do se retiraron.

Pero no hubo ninguna víctima. O al menos ningún periódico mencionó el hecho de qt1e una muchacha vestida de blanco hubiera sido asesinada ni dentro del cementerio de la Recoleta ni en otra parte de la ciudad. Martín leyó todos los periódicos de punta a punta a la mañana siguiente, bien temprano, mientras desayunaba en el bar La Biela, justo en la esquina de Avenida Quin­tana. Había sido el bar preferido de su padre, fanático del automovilismo y le traía recuerdos de su niñez con él, en el taller mecánico, cuando aprendía de motores engrasándose los dedos y la ropa.

Pero aquella mañana, no había lugar para la nostal­gia. Martín, preocupado por los sucesos de la noche anterior, se había sentado en una mesa en la vereda des­de donde alcanzaba a distinguir la entrada principal del cementerio con su austero pórtico dórico sobre el que se lee Requiescant in pace. Exactamente a las ocho, cuando se abrieron las gruesas rejas, Martín pagó la cuenta y

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cruzó la calle. Avanzó por la vereda y se sumó a los pri­meros visitantes que ingresaban. Algunos, con generosos ramos de flores y rostros adustos, deudos seguramente de muertos recientes que acudían en busca de un con­suelo imposible. Otros, con un paso presuroso y las manos vacías, ya sin dolor ni tristeza, pero cumpliendo el deber ineludible de no olvidar a sus muertos. Pululaban también los turistas de distintas nacionalidades, risueños y despreocupados, pero respetuosos, que tomaban el lugar de descanso eterno como un sitio más de interés en su recorrido, tal como seguramente habían hecho o harían con la Plaza de Mayo, el Obelisco, la Casa Rosa­da y otros íconos de Buenos Aires. Y no faltaban los amantes de la arquitectura y el arte y los estudiantes que sacaban fotos con portentosas máquinas o tomaban notas en cuadernos ajados.

Martín jamás había estado en el cementerio de la Recoleta y no sabía tampoco qué estaba haciendo ahí. Pero algo lo impulsaba a recorrerlo y entró decidido. Enseguida se topó con una amplia rotonda central, en la que se erigía una escultura de Cristo, y tomó al azar una de las tantas avenidas principales que partían desde ese punto. Deambuló un buen rato observando los mausoleos que presentaban el nombre de la familia a la que perte­necían y labrado en la fachada, además de placas de bronce para los miembros individuales que reposaban en él. Leyó apellidos ilustres, de familias tradicionales y acomodadas y de próceres y personajes de la historia argentina. Pero no había rastros de la dama de blanco.

Horas más tarde, después de aquel paseo infructuoso, se dejó caer abatido y acalorado en un banco de piedra.

-¿Está perdido?

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El que le hablaba era un anciano de piel apergami­nada y ojos curiosos. Arrastraba una carretilla en la que había una regadera y algunas otras herramientas de jardú1. Martín supuso que era uno de los tantos cuidadores del cementerio y negó con la cabeza.

-No, gracias, solo estoy recuperando el aliento yme voy.

El anciano se sentó a su lado y se quitó el sombrero. Pasó un impecable pañuelo celeste por su frente perlada de sudor.

-Para hoy pronosticaron más de 30 grados. Peropara mí que va a ser más, si a esta hora aprieta tanto el calor ... Y ... ya estamos casi en verano. Igual acá, con la arboleda, se aguanta un poco. Me acuerdo de aquel día de enero del 57 ... Cuarenta y pico hizo, un récord histórico.

-¿Hace mucho que trabaja aquí? -le preguntóMartín más por cortesía que por verdadero interés.

-Desde jovencito. Empecé allá por el ... déjemehacer la cuenta ... -dijo, mientras jugueteaba con t1n gran manojo de llaves-. ¿Será posible que hayan pasado tantos años ya?

-¿No tendría que haberse jubilado?

-Sí, pero sigo viniendo. ¿Sabe? No tengo a nadiey ... -al anciano se le quebró la voz, tal vez al recordar a un ser querido-. ¿Quién iba a ponerles flores a esos pobres desgraciados que nadie viene a ver? Los muertos también se sienten solos y necesitan algo de compañía. Además, lo único que hice toda mi vida fue cuidar a los muertos. Acá me siento en mi casa. Ellos ... -y señaló hacia las tumbas- son un poco como mi familia.

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De pronto, Martín tuvo una idea. Era descabellada, pero ...

-Conoce bien el cementerio, ¿verdad?

-Como la palma de mi mano.

-Y hoy, ¿no notó nada raro, algo fuera de lo común?

-¿Cómo qué?

-Yo vivo enfrente. Y ayer a la noche vi ... O creíver ... -Martín buscaba las palabras adecuadas para nosentirse ridículo, pero al final meneó la cabeza-. Olvídese.Es una tontería.

-No, hombre, dígame qué vio -insistió el anciano.

-Una mujer. O una chica más bien. Vestida de blanco.

Martín esperaba la risa del otro, la burla o el silencioescéptico. Nunca aquella respuesta.

-Era Rufina -afirmó el anciano sin dudar-. RufinaCambasceres. Venga conmigo.

Martín siguió al viejo cuidador que lo guió por varias callejuelas estrechas º A cada lado se sucedían las bóvedas, como pequeñas casas de una ciudad abandonada. Cada tanto, el anciano, que le dijo llamarse David, se paraba frente a algún monumento y hacía un comentario o le contaba una anécdota.

-Esta es la tumba más antigua del cementerio, lade Remedios de Escalada, la esposa de San Martín. Aque­lla es la bóveda de la familia Duarte, donde descansa Eva Perón. Es la más visitada de todo el cementerio. La de allá, con el templete, es la más costosa. Las partes que

forman los mosaicos de la cúpula interior csuín h;iii:1d.1.� en oro. Allí está Luis Federico Leloir, el Prcn1io NolH:I dt·

C?-uímica: � pensar que en vida pasó toda clase de priva­ciones. S1 investigaba sentado en una silla vieja y tenía las zapatillas rotas ...

Finalmente, después de varias vueltas, el viejo David se detuvo en una esquina.

-Es acá -dijo, señalando un panteón.

Martín miró y reconoció el estilo Art Nouveau de laconstrucción, con sus características flores y curvas. Pero lo que llamó su ate11ción de inmediato fue la estatua que representaba a una joven vestida apenas con una túnica que agitaba un viento imaginario y que aferraba con una mano el picaporte de la puerta, como si tratara inútil­mente de abrirla.

· -_-Rufina Cambasceres -leyó Martín en la partesuperior-. ¿Por qué me suena tanto ese ape�lido?

-Era la hija de un escritor -le explicó David-.Ei1ge.nio Cambasceres.

-No leí nada de él, creo -dijo Martín haciendo. memoria.

-Parece que escribía novelas bastante escandalosaspara su época, allá por el 1800 -siguió explicando el anciano-. Vio cómo es la gente copetuda. Se la dan de santos y son unos buitres. Y más en aquellos tiempos en que �a�ía tantos prejuicios. Y parece que don Eugenio los cr1t1caba en sus libros y eso no les gustaba ni medio. Para colmo se casó con una bailarina italiana, Luisa Ba­cichi. ¡Para qué! Fue pasto para las malas lenguas. De todo decían a sus espaldas. "La Bachicha" la llamaban,

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burlándose de su apellido y de su origen napolitano. Vio que a los napolitanos los apodan así. La cuestión es que don Eugenio y Luisa tuvieron a Rufina. Y a ella también la despreciaban, aunque la tenían que recibir cuando el padre la llevaba de visita, porque él tenía una gran for­tuna y era de familia bien. Así que no podían cerrarle la puerta en las narices. Pero a la mujer ... Ni el saludo. Ya me imagino a las viejas finolis ofreciéndole masitas a la criatura y murmurando en voz baja barbaridades. Y ella, pobrecita, soportando a esas arpías.

El anciano hizo una pausa, tal vez para recobrar el

aliento, y Martín observó con detenimiento el rostro

esculpido. Era un rostro bello, coronado de rizos, un

rostro por el que le dio la impresión de que se deslizaba

solitaria una lágrima ...

-¿Y qué pasó con ella? -preguntó Martín a quienno le costaba trabajo imaginar aquel cuadro de costum­bres que el anciano describía.

-Mientras el padre vivió, vaya y pase ... Pero a don

Eugenio se lo llevó la tuberculosis. Luisa y Rufina que­

daron solas, en un palacete en la calle Montes de Oca,

aunque se iban seguido a "El Quemado", una estancia

que también les quedó como parte de la herencia. Allá

se dice que Rufina era feliz, en medio del campo. Parece

que era un poco retraída, timidona, de guardarse las

cosas, de hablar poco ... Dinero no les faltaba, eso sí. La

cuestión es que su madre encontró consuelo pronto en

otros brazos y pasó a convertirse en "la querida" de don

Hipólito Irigoyen.

-¿El Presidente? -se extrañó Martín que no apar­taba los ojos de la estatua de Rufina.

-El mismo -afirmó David-. ¿Sabía qu� rue el t'111i­co presidente soltero que tuvo la Argentina? No sl' case', con Luisa, como no quiso casarse con ninguna de las mujeres anteriores que también le dieron hijos.

-Rufina entonces tuvo un hermano ... -agregóMartín que seguía con atención el hilo de los hechos.

-Medio hermano. Luis Hernán, que encima solollevaba el apellido de su madre, porque el padre se com­prometía nada más que con la política. ¿Se imagina el escándalo que habrá sido en aquellos tiempos? Tras que la viuda de Cambasceres no le caía en gracia a nadie ... Para ese entonces Rufina ya era una jovencita. Y muy agraciada, según dicen ... La rondaban los mozos y los hombres. Algunos supongo atraídos por su belleza; otros, por su fortuna, muchos, por la mala fama de Luisa, es­perando favores que la chica no supo o no quiso dar ... Ya la habían presentado en sociedad, con un baile, como se estilaba en esos tiempos, probablemente para casarla con algún candidato de buena familia que limpiara su nombre e hiciera olvidar el de su madre. Fue entonces cuando ocurrió la desgracia.

El anciano hizo una pausa y Martín sonrió levemen­te. David era u11 gran narrador, que sabía manejar los ritmos de su relato para mantener la atención de su au­ditorio y crear expectativa. Cuando espió de reojo al viejo cuidador, notó que éste también tenía la vista cla­vada en la estatua.

-Llegó el día del cumpleaños de Rufina. Diecinuevecumplía y Luisa Bacichi había organizado una gran cele­bración que acabaría en el Teatro de la Ópera, con una función lírica. Según cuentan, Rufina se estaba acicalando

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para esa noche tan especial, probándose su vestido de gala frente al espejo, contemplando las joyas que le había dado su madre, cuando se desencadenó la tragedia. Rufi­na cayó al suelo, inmóvil, aparentemente sin vida.

Martín se sintió invadido por esa pena indefinida que siempre causa la muerte temprana, aun la de aquellos que no conocemos.

-Ahora entiendo -dijo e hizo un ademán hacia laestatua-. Su rostro tan triste, morir tan joven ...

-Eso no fue lo peor -lo interrumpió el viejo cuidador.

-¿Qué puede ser peor que la muerte? A los dieci-nueve años, el mismo día del cumpleaños ...

-La tragedia apenas comenzaba -dijo David y suvoz se tornó más sombría-. Rufina fue velada esa misma noche. Y la lloraron con dolor sincero algunos, con llan­tos fingidos otros. Y luego de velarla y de llorarla, la trajeron aquí, a su morada final. Pero Rufina no estaba muerta.

Martín sintió un escalofrío al oír esas palabras.

-¿Qué dice, David?

-Que la enterraron viva, víctima de un ataque decatalepsia que la hacía parecer muerta.

-¿Pero no hubo un médico que la revisara antes de ... ?

-Por supuesto y diagnosticaron eso: que estabamuerta. Eran otras épocas. No se conocían muchas en­fermedades como ahora, supongo yo. Vaya uno a saber ... Lo cierto es que la pobre Rufina despertó dentro de un ataúd, para volver a morirse asfixiada. Imagínese la des-

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esperación, el espanto ...

Martín miró otra vez la imagen de la muchacha con la mano en el picaporte de su tumba que ahora cobraba nuevo sentido. Y recordó el grito que había oído la noche anterior, el grito como un lamento ...

-Pero, ¿nadie escuchó nada? Ella debe haber pedi­do ayuda, habrá tratado de escapar ...

-Habrá tratado, pobrecita. Imagínese. Pero nadie laoyó. Supongo que el sereno estaría dormido. O demasiado lejos. Cuando se dieron cuenta ya era demasiado tarde.

-¿Cómo lo supieron? ¿Cómo se enteraron de loque pasó?

Pedro suspiró. Parecía más viejo ahora y sus ojos se habían opacado.

-El cuidador avisó a la familia que el féretro estabamovido, algunos dicen incluso que la tapa apareció rota. No creo que la pobre haya tenido fuerzas para quebrarla. Era de roble macizo. Demasiado dura. Se pensó que podía tratarse de un robo, porque abundaban los saquea­dores que profanaban tumbas para llevarse objetos valio­sos. Es que se estilaba enterrar a una persona con sus pertenencias. Y Rufina era muy rica. Se suponía que llevaba puestas sus joyas. Así que, para averiguar qué había pasado, se ordenó que se abriera el ataúd y descu­brieron con horror el rostro y los brazos de la joven arañados y con moretones, signos evidentes de la pelea inútil que libró la desdichada por escapar de esa trampa mortal. Se dijeron muchas cosas después. Pero lo único cierto es que Rufina fue enterrada viva, después de sufrir un ataque de catalepsia.

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Martín estaba consternado. En otro momento, habría pensado que la historia de Rufina Cambasceres era solo uno de las muchas leyendas urbanas que se cuentan en Buenos Aires. Pero la imagen de la dama de blanco corriendo la noche anterior ... El grito que lo había despertado ...

-Entonces, lo que vi ayer ... Lo que escuché ...

-Los fantasmas son seres que han fallecido, pero nodescansan en paz -sentenció Pedro-. Son almas en pena que vagan eternamente, porque ya no pertenecen al mun­do de los vivos, pero tampoco al de los muertos. Les ha quedado algo pendiente, de este lado e intentan resolver­lo. Pero ... se ha puesto pálido ... -agregó el anciano preocu­pado-. ¿Se siente mal? ¿Quiere un vaso de agua?

Martín quería irse de allí lo antes posible y olvidar esa historia que le había dejado un sabor amargo en la boca. Pero no quiso ser grosero con el viejo cuidador.

-Estoy bien, gracias. Un poco impresionado. Ya seme va a pasar. De todos modos se me ha hecho tarde.

-Lo acompaño hasta la salida -se ofreció David.

Se despidieron con un apretón de manos.

-Vuelva cuando quiera. Tengo mucho tiempo librey le puedo contar otras historias de este cementerio.

Martín prometió que sí, aunque no tenía intenciones de regresar.

El sol de un mediodía furioso le golpeó la cara y lo obli­gó a cerrar los ojos. Pasó frente a la Iglesia del Pilar y al Cen­tro Cultural Recoleta y esquivó a unos bailarines de tango, rodeados de turistas y transeúntes. Vio los esqueletos vacíos de los puestos de la feria artesanal que florecía los fines de

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semana y caminó por Plaza Francia hasta la Avenida del i,i­bertador. Allí se dejó caer sobre el pasto, bajo la sombra amigable de un árbol. El calor dibujaba arabescos en el aire y el ambiente estaba agobiante. Tal vez por eso a Martín le costaba respirar. Cerró los ojos y se recostó contra el tronco unos instantes. Dejó que lo invadieran los ruidos de un trán­sito que a esa hora era infernal. Quería aturdirse para que no resonara en sus oídos, como un eco agónico, aquel grito.

Cuando regresó a su casa eran más de las tres de la tarde. Ya no tenía sentido que fuera a trabajar al taller. Sus empleados se las arreglarían sin él o lo llamarían por teléfono, si hiciera falta. Comió un poco de fruta y de queso y se dejó caer sobre su cama. Encendió la televisión con el volumen bajo y encontró una vieja película que ya había visto varias veces. Pero era graciosa y siempre lo hacía reír. Eso era lo que necesitaba en ese momento. Reír, olvidar el grito de Rufina ahogándose, de Rufina aferrando el picaporte de la puerta, de Rufina escapando de su tumba ... Poco a poco se fue quedando dormido y se hundió en una brumosa pesadilla. Se veía a sí mismo encerrado en un ataúd de roble macizo. Golpeaba· la tapa y arañaba la mortaja de encajes en la que estaba envuelto. Gritaba y con cada grito sentía que algo le atenazaba la garganta y lo sofocaba. De pronto, la tapa del féretro se levantaba y una muchacha joven de rizos dorados le daba la mano y lo ayudaba a salir. Ella ponía la mano en el picaporte, pero no lograba abrir la puerta y comenzaba a llorar ...

Martín se despertó bruscamente en medio de una os­curidad hostil, empapado de transpiración y con cada músculo de su cuerpo tensionado. El televisor quebraba débilmente el silencio y difundía un resplandor tenue y azulado. El reloj en su mesa de luz indicaba las 22.35. Se

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levantó embotado y con una jaqueca atroz. Se dio una larga ducha que arrastrara el mal sueño y decidió salir a despejar­se y a comer algo. Eligió una camisa clara y se anudó en el cuello un saco rojo de hilo porque un viento juguetón había refrescado el ambiente luego del día sofocante.

Era viernes por la noche y los bares y restaurantes estaban atestados de gente alegre.

Martín se dirigió a un pub en la calle Ortiz, en el que elaboraban la cerveza de manera artesanal. Pidió una pizza de mozzarella y apuró el primer vaso de cerveza antes de probar un bocado porque tenía mucha sed. Ya había bebido otras tres, cuando terminó de cenar. La música estaba demasiado fuerte y se sintió un poco ma­reado. Fue entonces cuando la vio. Una chica. Muy joven. Y bellísima. Con un vestido blanco suelto y largo y el cabello rizado. Jugueteaba con una copa de vino entre las manos.

-¿Puedo acompañarte? -le preguntó.

Ella le respondió que sí con una sonrisa. Era real­mente preciosa. Algo en su rostro le resultaba vagamen­te familiar. Pero el lugar saturado de humo de cigarrillo o la quinta cerveza que estaba tomando le enturbiabanla vista. Hizo el esfuerzo porque al hablar no se le notarala confusión que le trababa la lengua.

-Me llamo Martín y vivo muy cerca.

-Entonces, somos vecinos-le dijo ella-. Mi nombre es ...

No alcanzó a pronunciarlo. Un grupo de borrachos que desde hacía un rato estaba molestando, empezó a pelear y el personal de seguridad del pub intentaba sacarlos.

-Mejor vamos a otro lado más tranquilo. ¿Te pare­ce? -le propuso Martín, mientras pagaba su cuenta.

Estaba bastante fresco el viento cuando salieron a la calle, como si presagiara una tormenta inminente. La chica cruzó los brazos sobre el pecho y se los restregó para entrar en calor. Martín se quitó el saco rojo de los hombros y se lo ofreció.

-Gracias -dijo ella, mientras él, en un gesto decaballerosidad, la ayudaba a ponérselo.

La muchacha olía a flores y a colonia antigua y su piel era suave, aunque estaba helada.

Al llegar aJunín, cruzaron para caminar por la vere­da de la plaza. La luna resplandecía en el cielo y su luz destacaba el largo muro que rodeaba al cementerio, tan blanco, tan alto ...

Martín sentía que todo le daba vueltas y se arrepin­tió de haber bebido tanto. Esperaba que el paseo y las ráfagas frías le despejaran los sentidos.

Caminaron un rato en silencio hasta que él se dio cuenta de que la chica no le había dicho cómo se llamaba.

-¿Cuál es tu nombre?

Ella volvió a sonreír, esta vez con una infinita triste-za. Estaba muy pálida.

-Creo que mejor me voy.

-¿Tan pronto?

-Sí, ya es tarde.

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-¿Puedo acompañarte al menos hasta tu casa?

-No hace falta -respondió la muchacha retroce-diendo un par de pasos-. Es acá nomás.

-¿Dónde?

La chica avanzó hacia el austero pórtico del cemen­terio y antes de que Martín pudiera hacer algo, desapa­reció entre las sombras.

Cuando Martín volvió en sí, lo rodeaban varias personas. Una de ellas era el oficial que había estado en su casa la noche anterior.

-No me diga que hoy también vio a un fantasma-se burló, mientras lo ayudaba a ponerse de pie.

-¿Me desmayé? -preguntó Martín que no recorda-

ba nada.

-O lo que tomó le pegó duro. Porque hoy sí queno pasa el control de alcoholemia. Menos mal que no tiene que manejar.

Aunque insistían en llevarlo hasta el hospital Fernán­dez para hacerlo revisar, Martín aseguró que se sentía bien, que había bebido unas cervezas de más, que no había descansado lo suficiente ...

-Váyase derechito a la cama -le ordenó el oficialantes de partir.

Durmió profundamente hasta las nueve de la maña­na. Se despertó con el estómago revuelto y ganas de vomitar, aunque al menos no había tenido pesadillas.

Después de varios cafés bien cargados, se asomó al

balcón y miró hacia el cementerio. La imagen de la mu­chacha vestida de blanco se fundió con la de la estatua de Rufina Cambasceres y con la de la mujer que corría en el cementerio.

-Esto es absurdo -se reprochó.

Sin embargo, una hora más tarde, atravesaba nuevamen­te el pórtico del cementerio. Llevaba un ramillete de jazmines que acababa de comprar a un vendedor ambulante.

En la rotonda se cruzó con un cuidador, de impeca­ble uniforme gris.

-Buenos días, ¿podría decirme dónde anda David?

-¿David? -repitió el hombre extrañado-. No co-nozco a nadie con ese nombre.

-Es un viejo. Trabaja acá. Creo que está jubilado,pero sigue viniendo. Lo vi ayer. Iba como usted con la carretilla y la regadera.

El otro negó con la cabeza.

-Acá no trabaja ningún David.

-Será de otro turno, aunque ayer estaba a la maña-na. A lo mejor lo conoce solo por el apellido, pero no lo sé -insistió Martín-. Muy simpático. Y charlatán. Sabía muchas cosas del cementerio. Me contó varias historias ...

-Mire, por acá anda mucho loco suelto contandohistorias. Pero no hay ningún empleado llamado David.

-¿Está seguro?

-Veinte años hace que trabajo en el cementerio.Conozco a todo el mundo. Por nombre y por apellido.

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Martín iba a insistir, pero cambió de opinión.

-Bueno, no importa, ¿podría indicarme cómollego hasta la tumba de Rufina Cambasceres?

Siguió las indicaciones precisas y pronto encontró la callejuela que desembocaba en el panteón. Iba distraído, pero molesto, pensando en lo que el cuidador acababa de decirle sobre el viejo David. El tipo debía de haberse equivocado. O estaría confundido. Fue entonces cuando lo vio. Imposible creer que se trataba de un error. El color rojo se destacaba entre tanto gris ... Tenía que ser una broma de mal gusto, un chiste cruel, una burla atroz ... Se acercó para confirmar lo que su corazón presentía, pero él se resistía a aceptar. La estatua de Rufina Cam­basceres llevaba puesto su saco rojo de hilo, el mismo que él le había puesto sobre los hombros la noche anterior. Corrió como loco buscando la salida y limpiándose las lágrimas que brotaban a borbotones. Pero se perdió casi de inmediato. Giró a la derecha, tomó el callejón de la izquierda, dobló en una avenida ... El cementerio era un laberinto del que no podía escapar. Los panteones se le venían encima, lo asfixiaban, le cerraban el paso ... De pronto, chocó con el cuidador de uniforme gris con el que había hablado esa mañana.

-¿Qué le pasa, hombre?

-Quiero salir, quiero irme, estoy atrapado ...

-¡Qué va a estar atrapado! Venga que lo llevo.

Martín no podía dejar de llorar, mientras seguía los pasos del cuidador. Lo único que quería era salir. Sin embargo, algo hizo que se detuviera bruscamente.

-Es él.

"" .. 136 .... ,,,.

-¿Quién?

-¡David! -exclamó Martín y señaló una bóveda pequeña y sencilla, con un altorrelieve realizado en már­mol que representaba a un joven cuidador con su ropa de trabajo y su sombrero, una escoba, una regadera y un gran manojo de llaves.

-Es la tumba de David Alieno -le explicó el hom­bre-, un cuidador del cementerio que trabajó acá entre 1881 y 191 O y que cumplió su sueño de descansar en este lugar, al que solamente accedían las personas de la alta sociedad. Mandó hacer la escultura con un artista genovés. Cuentan que se suicidó para estrenar su propia tumba. Y hay quien dice que lo ha visto rondando de noche por el cementerio. Pero son historias de fantasmas. Como la que habla de una dama de blanco. Usted no creerá en esas boberías ¿no?

Martín sonrió y negó con la cabeza. Miró el rami­llete de jazmines que todavía tenía en la mano y lo de­positó sobre la tumba del joven Alleno.

Antes de abandonar el cementerio miró hacia aden­tro una vez más. El silencio dolía y el aire olía a pena y a soledad.

Los primeros puestos de la feria de artesanos comen­zaban a exponer sus mercaderías y el gentío invadía la plaza. Martín se abrió paso entre el tumulto, mientras se secaba las últimas lágrimas.

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La rubia de Kennedy

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La habían visto en las noches, cua11do las luces de los autos jugueteaban con la oscuridad, creando u na multitud de reflejos sobre el pavimento plomizo.

La habían visto caminando por la avenida, su cabe­llo rubio agitándose con el viento, los pliegues de su vestido rozando el suelo.

La habían visto emerger de las sombras como un espejismo blanco, solitaria figura que rasgaba la mansa quietud nocturna.

Para algunos tenía un nombre remoto. Marta, mur­muraban en voz baja. Marta Infante. Y se hablaba de su trabajo en la Corporación de la Madera y de aquel acci­dente el 8 de agosto de 1978. Para otros, acarreaba una maldición que se remontaba a principios de siglo, cuan­do vivía en tierras del Sur y la consumía una pasión prohibida e incestuosa. Para unos pocos, la muerte la sorprendió al defenderse de un ataque brutal de hombres sin escrúpulos. Para muchos, fue aquel mítico ser de los bosques, el despiadado Trauco, el que le robó la doncellez y apagó su vida.

Ni los titulares de los periódicos que la mencionaban hacia 1979 ni el supuesto pariente que certificaba la historia ni los testigos que dejaban constancia de haber-

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la visto en la comisaría de las Tranqueras podían, sin embargo, decir por qué aparecía en el tramo de la aveni­da Kennedy que va desde Américo Vespucio hasta Ge­rónimo de Alderete, después de la medianoche, errando obstinadamente, como si se hubiera extraviado en su dolor o en su infortunio. No explicaban por qué hacía señas inequívocas a los automovilistas y pedía cuando se ubicaba en el asiento trasero del vehículo, que la llevaran a un destino impreciso. No conocían las razones secretas de su expresión atormentada, de su voz marchita, de su mirada teñida de congoja cuando murmuraba como un ruego, como una letanía:

-No vaya tan rápido, por favor. No vaya rápido ...

Y sobre todo, nadie develaba el misterio de por qué se esfumaba sin dejar más rastro que la incertidumbre y la infinita orfandad de su ausencia.

Le temieron. Acaso porque ignoraban que era inca­paz de herir a nadie o que no era su pretexto la venganza con su idioma de crueldades. Pero siempre se teme lo que no se comprende. Asomada a la vida, como a una fiesta a la que uno no ha sido invitado, ella recorría senderos que ya no le pertenecían con la añoranza intacta.

La olvidaron pronto. En cuanto el temor por encon­ttársela quedó opacado entre otras tragedias o entre otros sinsabores más urgentes y cotidianos y su silueta incierta de criatura de rocío ya no transitó la avenida Kennedy, como si se hubiera cansado de su vagabundeo intermi­nable o como si al fin hubiera partido allí, al sitio donde emigran las tristezas.

Por eso ya casi nadie la recordaba, años más tarde, cuando su historia se volvió leyenda.

Ni siquiera Miguel se acordaba de ella. La había oído mencionar, sí, desde niño, cuando su padre regre­saba de trabajar y lo sentaba sobre sus rodillas para con­tarle historias.

Había crecido asustando a sus amigos en campamen­tos y noches de tormentas con sus relatos de terror en los que ella siempre estaba presente.

-Pero lo de la rubia de Kennedy es cierto, poh-cer­tificaba Miguel para darle más dramatismo a su narración-. Me lo contaba mi viejo desde que era una guagua. Era una joven rubia, bonita, vestida con un largo abrigo de piel blanco. Le hacía dedo a los automovilistas, ¿cachái? Siempre de noche. Sobre todo a los vehículos en los que viajaban matrimonios y les pedía que la llevaran a un supermercado cercano, ¿cachái? Y se subía al asiento de atrás. Y siempre pedía que fueran más despacio. Y al rato se desvanecía sin dejar ni rastro. Y sin que se hubie­ra detenido el auto ni se hubieran abierto las puertas, poh. Incluso les pasó a algunos que tenían autos de dos puertas solamente, poh.

Y su historia por real era más impresionante, más perturbadora, más angustiante y dejaba a su auditorio consternado, sin argumentos para refutarla o siquiera dudar de su veracidad.

Mucho tiempo había pasado, sin embargo, desde sus épocas de narrador espontáneo.

Miguel trabajaba ahora como taxista y la historia d( la rubia de Kennedy había quedado sepultada bajo el olvido y la frustración junto con los sueños de juventud y la inocencia.

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1

Las casi catorce horas que pasaba conduciendo y renegando con el tránsito enrevesado y laberíntico de la ciudad de Santiago le bastaban escasamente para mante­nerse y pagar la carísima educación universitaria de sus hijos, algo a lo que él nunca había podido acceder.

Un matrimonio mal avenido lo había condenado a un divorcio contradictorio y a una soledad que sobrelle­vaba torpemente.

Los años le habían agriado la mirada y las esperanzas y a veces se descubría alguna lágrima rebelde en los ojos, mientras rumeaba en voz baja su desventura de sentirse atrapado en una vida desdichada de la que no sabía cómo escapar.

Después de unos días nefastos, con poco trabajo, una multa inesperada e injusta que Miguel les discutió inú­tilmente a los carabineros y varios embotellamientos en los que había quedado atascado una eternidad, el fin se semana se presentaba promisorio. De hecho, el viernes tuvo una buena racha que le mejoró el humor ya desde temprano con un par de viajes desde el aeropuerto al centro de la ciudad. A eso se le sumó el arreglo especial, que incluía una generosa propina, con la pareja de an­cianos extranjeros que tenían poco tiempo y una billete­ra abultada y que lo contrataron para que les mostrara a vuelo de pájaro la ciudad en una especie de tour impro­visado. Miguel había estado inusualmente encantador, durante todo el recorrido, dándoles detalles de cada sitio en el que se detenían a sacar fotografías.

-Ésta es la Plaza de Armas, en pleno centro histó­rico. Fue llamada así por las armas que se almacenaban aquí para defender a los colonos, allá por la época de don

Pedro de Valdivia, quien fundó la ciudad y conquistó Chile. Después fue escenario de muchos acontecimientos públicos como desfiles de tropas o procesiones religiosas. Aquella de allá es la Catedral. Preciosa. Entren a verla que los recojo acá en quince minutos ... Miren bien el altar mayor de mármol blanco, bronce y lapislázuli. En Munich lo construyeron, unos jesuitas bávaros, si no me

, equivoco, en 1912. Bonita, ¿no? Les dije. Pero no es la original. Es la cuarta o quinta. Ahora no recuerdo. Las anteriores fueron destruidas por terremotos e incendios. Ése es el Correo Central, antes era el palacio del Gober­nador. Aquel es el Museo Histórico Nacional, que era el antiguo Palacio de la Real Audiencia y la de allá es la Municipalidad de Santiago, donde estaba el Cabildo de la ciudad y la cárcel colonial. Vamos a ir por la avenida principal ahora. En realidad se llama Avenida Libertador General Bernardo O'Higgins, pero todos la conocemos por el nombre de Alameda. Ese edificio que ven allá es el Palacio de La Moneda, la sede del gobierno. Se llama así porque originalmente se acuñaba ahí la moneda na­cional. ¿Cómo? Sí, sí, justamente ahí murió el presiden­te Allende, durante el golpe de Estado de 1973. A mano derecha está el barrio París-Londres. Hay muchos edifi­cios que imitan el estilo europeo de arquitectura. Aquí también está la Iglesia de San Francisco, la más antigua de Santiago. ¿En qué año? Y déjeme pensar ... 1618. Es uno de los pocos edificios coloniales que se conservan bien. Dicen que el mismísimo Valdivia fue el que trajo a Chile la imagen de la Virgen del Socorro que está en el altar. El que es precioso es el teatro Municipal, ahora se los muestro. Sí, barroco dicen que es. Y ya nos falta po­co para el Cerro Santa Lucía, donde se fundó propia­mente Santiago. La vista es espectacular. ¿ Verdad? Sí, claro que les saco una foto juntos. ¿Dónde aprieto? Estas

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cámaras modernas ... Ahora los llevo al barrio Lastarria. Allí en la Plaza Mulato Gil van a encontrar muy buenos restaurantes ... Y después de almorzar, si gustan, los llevo a ver otros barrios. El Concha y Toro tiene unas mansio­nes muy señoriales, Providencia es bonito, Bellavista que es donde está La Chascona, la casa de Pablo Neruda y de donde se puede tomar el funicular para ir al cerro San Cristóbal ...

Era tarde cuando lv1iguel dejó a la pareja en su hotel, luego de que cenaran en el Santiago Viejo cercano al Barrio Yungay en un pintoresco restaurante conocido como la Peluquería Francesa, en el que, además de comer, se podían comprar antigüedades.

A pesar de haber hecho una buena recaudación, Miguel decidió aprovechar el intenso 1novimiento de viernes por la noche y trabajar unas horas más. Se aveci­naban los vencimientos de varias cuentas que debía pagar y todavía no había logrado juntar la totalidad del dinero. Levantó varios pasajeros festivos en los bares de la Plaza Brasil y un par más, en Plaza Ñ uñoa. El último viaje lo dejó en una desierta Avenida Kennedy cuando pasaban ya de las cuatro de la madrugada. Comenzaba a sentir el cansancio de tantas horas bregando al volante y optó por dirigirse a su casa.

Mañana será otro día, pensó, mientras hacía cálculos mentales de cuánto le faltaba para saldar sus deudas.

No había andado más que un par de cuadras, cuan­do apareció. De repente. En una esquina. La mano en alto haciendo señas. El cabello, muy rubio. El vestido, increíblemente blanco. Supo enseguida que era ella. No estaba imaginándola como en sus cuentos de niño. No

era ur1a traición de sus sentidos. No era una visión pro­ducto de la somnolencia. Estaba allí. Podía verla, de pie, bella y desvalida en aquella acera desnuda y en tinieblas. Podía verla, no frágil y etérea como siempre había fanta­seado que sería, sino nítida, definida, tangible. . . Podía verla, cada rasgo de su rostro perfectamente delineado, cada gésto claro y preciso, cada contorno de su cuerpo incuestionable, completo, palpable ... Podía verla, con la expresión agotada de aquel que lleva demasiado tiempo esperando.

Por un momento, Miguel pensó en acelerar de golpe, dejarla atrás, huir ... No por temor, sino por cobardía. Pero ella lo miró a los ojos y en ellos Miguel leyó su propia soledad, su misma tristeza, su idéntico desampa-ro ... El, como ella, también estaba atrapado en un labe-rinto hostil y no encontraba la salida.

Frenó a su lado y le abrió la puerta trasera para que subiera. No tenía miedo. Sabía que no le haría daño.

Ella entró y al hacerlo, el aire olió a colonia antigua, a mares remotos, a madera recién cortada, a bosques en flor ... Cuando se acomodó en el asiento, la tela de su vestido crujió delicadamente, tal vez porque ella tembla­ba, como si un frío perpetuo la acechara.

Miguel la observó por el espejo .retrovisor. Era tan hermosa. Y tan joven ... Parecía una niña. Con una ma­no, alisaba su falda, tratando de borrar una arruga invi­sible y obstinada. Se acariciaba insistentemente el cabello que el viento había alborotado y apretaba los labios.

-No te preocupes -la tranquilizó Miguel-. Yo séadónde vas. Y no iré demasiado rápido.

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Ella suspiró como si finalmente se sintiera a salvo y le agradeció con una media sonrisa.

Antes de partir, Miguel se preguntó si los demás, sus hijos, los otros taxistas con los que solía cruzarse en las paradas o algún pasajero ocasional le creerían, cuando les contara, que había estado con la rubia de Ken·nedy y se le agolparon los recuerdos de infancia: su padre sentán­dolo en las rodillas al llegar del trabajo, las noches de tormenta, los campamentos, la rueda de chiquillos que jamás dudaron de sus historias escuchándolo narrar ...

-Sí, me creerán -pensó y arrancó, sintiéndose porfin en paz.

INDICE

1. La casa. (Litchfield, Inglaterra) ...................... 7

2. El diablo bajo los pies. (París, Francia) . . . . . . .. 13

3. La estación de Metro. (Madrid, España) . . . . . . 31

4. La sonrisa de la muerte.(Santa Cruz de Tenerife, España) ................. 43

5. El videojuego. (Portland, USA) ..................... 55

6. La encrucijada. (Nueva York, USA) .............. 65

7. El autobús número 40.(lxtapan de la Sal, México) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73

8. No va a gustarte lo que vas a ver.(Santa Ana, República de El Salvador) ........ 85

9. Una noche de rumba. (Cartagena de Indias, Colombia) ................. 93

10. La casona de la calle San Francisco.(Arequipa, Perú) ......................................... 105

11. La dama de blanco.(Buenos Aires, Argentina) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117

12. La rubia de Kennedy. (Santiago, Chile) .. .... 139

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Colección

f€I fil fífil., Alamar es una nueva colección de libros

para los jóvenes, con la particularidad de

presentarse como un surtidor de espacios

para la lectura, que va desde la aventura,

el conocimiento del mundo y las formas del

vivir del presente y el pasado; también se

dirige a la fantasía impregnada de acción

y al viaje al interior y exterior de la vida, de

las experiencias humanas, del misterio, el

ensueño y el descubrimiento, siempre el

descubrimiento, como buena colección para lectores juveniles.

• Sub-Terra, Baldomero Lillo

• El cazador, Jordi Sierra i Fabra

• Un viejo taxi en la nieve

Ramón Díaz Eterovic

• Historias escalofriantes que lasciudades cuentan

Liliana Cinetto

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