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Historias de los jueves

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Autoría:Germelina Andrés; Pilar de Andrés; Chelo del Árbol; Txelo Esteban; Nieves Echeverría; Ángela García; Madalen González; Juli Gorosabel; Estrella Nogueira; Mª Jesús Loizaga; Mª Pilar López; Mª Ángeles Ortega; Loli Pineño; Mercedes Rodríguez; Mertxe Santamarina.

Coordinación:Josu Montero (Profesor)

Taller de Escritura del Centro Municipal de Personas Mayores. Sestao.

Edita: Fundación EDEX

Diseño de portada: Alfredo Requejo

ISBN: 978—84—9726—921—6D. L.: BI—00209—2020

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TALLER DE ESCRITURA CENTRO MUNICIPAL DE PERSONAS MAYORES

Historias de los juevesRelatos cortos

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Índice de autoras

Germelina Andrés La carta. 13

Pilar de Andrés La silla seguía allí. 19

Chelo del Árbol El tren 23

Txelo Esteban El testamento de Carlo Magno 27

Nieves Echeverría. El camino. 33

Ángela García La silla 41

Madalen González Visita inesperada. 47

Juli Gorosabel Oztopuchi 53

Estrella Nogueira Un guiño al tiempo: 61 El baúl de los recuerdos / Mirando una foto.

Mª Jesús Loizaga. La familia, sin reservas. 67

Mª Pilar López Sus ojos sonríen. 73

Mª Ángeles Ortega. Las rosas en mi ventana. 83

Loli Pineño. Lina. 89

Mercedes Rodríguez. El regreso. 99

Mertxe Santamarina. Aquellos alegres veraneos. 103

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El placer de la escritura compartida

Todos los jueves desde hace ya un buen puñado de años; de 11:00 a 12:30, y raro es el día que no nos dan casi la 13:00. Son mujeres, todas; los hombres están al otro lado de la puerta, jugando a las cartas. Mujeres nacidas en los años 30, en los 40 o en los 50, y que viven en Sestao; mujeres por lo tanto con vidas no precisamente fáciles. Bastantes de ellas nacidas fuera del País Vasco, emigrantes que vinieron a la Margen Izquierda buscando su futuro y el de sus familias. Por supuesto casi ninguna tiene estudios superiores, ni apenas de grado medio, y es una pena, una verdadera injusticia histórica y social, que ellas suplen a fuerza de curiosidad e inquietud cultural.

Desde hace un buen puñado de años nos dedicamos esa hora y media larga de los jueves a leer y a escribir. Leemos relatos, poemas, fragmentos de novelas… buena literatura; los comentamos, los disfrutamos –sobre todo se trata de eso, de disfrutar— y también aprendemos, para aplicar nosotras sus recursos a nuestros textos. Y es que les propongo los más estrambóticos ejercicios de escritura, ahí, in situ, en clase, o bien en casa; y ellas no se arredran y siempre echan el resto. Da gusto con ellas, aunque casi siempre me dedique a sacarles pegas a sus textos –lo que ellas agradecen porque están más que acostumbradas en sus vidas a hacer frente a los problemas de verdad y a superarlos. ¡Y se iban a achantar

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con la literatura! Son además amigas, y es un lujo ser testigo de esa solidaridad femenina, de ese apoyo mutuo, que entre los varones es muchísimo más difícil que se produzca.

Alguien un jueves trajo las bases del certamen literario que organiza la Diputación de Bizkaia para personas mayores; y nos lo tomamos como un ejercicio más de clase: que cada una escribiera su relato, pero paso a paso, para que entre todas fuéramos siguiendo el proceso creativo; comentando las posibilidades del plan narrativo que cada una planteaba, leyendo los fragmentos que se iban escribiendo, y aportando críticas e ideas entre todas… Y ese proceso arduo e incluso un tanto pesado se convirtió, gracias a sus ganas, al interés de cada una por los textos y el trabajo de sus compañeras, al esfuerzo creativo, ese proceso, decía, se transformó por todo ello en un auténtico placer colectivo. Además, luego, unas cuantas se juntaban para entregar en mano los relatos de todas, y tampoco se perdían la gala de entrega de premios, bien orgullosas por participar. Lo de ganar lo veían inalcanzable; y aunque yo insistiera en que se equivocaban y se minusvaloraban, ellas pensaban que esas palabras mías no eran sino mis deseos de animarlas. Pero a la tercera ha sido la vencida, y por partida doble; en el certamen de 2018 dos de ellas obtuvieron los dos galardones: el Primer Premio y el Accésit. Y aunque las galardonadas fueran dos compañeras, Ángela y Germelina, creo sinceramente que cualquiera de ellas, cualquiera de esos relatos, podría haber sido premiada. Por supuesto todas nos hemos sentido orgullosas por el reconocimiento; pero yo quiero insistir aquí en la dimensión de trabajo, sí, personal, pero también muy colectivo, de todos los relatos escritos, y recogidos en estas páginas.

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Decir aquí lo que ya saben ellas: que las quiero, que aprendo de ellas más que ellas de mí, y que son una generación de mujeres esforzadas cuya voz deberíamos escuchar y poner en valor más allá de los tópicos buenistas de las personas mayores, de la tercera edad y demás zarandajas que sólo ponen etiquetas políticamente correctas para obviar a los seres humanos, a las mujeres que han hecho posible, y aún siguen haciéndolo, nuestro bienestar.

Josu MonteroProfesor del Taller de Escritura

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Silenciosa querubina era yo y alrededor todos me observaban. En tiempos aureos debieron pensar.

Mas por las grietas de sus circunstancias como los níveos copos de nieve, así mis nombres del cielo cayeron.

Germelina cuatro sílabas tiene. Dos tiene Merche, con ambos me llaman. Así tándem de dos conmigo llevo.

LA CARTAGermelina Andrés

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Pero ella no había dejado de esperar, y ahora tenía la última oportunidad, los últimos años antes de la vejez. Pensó en LA CARTA.

Con los primeros rayos del día, Miren salió de la alcoba sin hacer ruido, de puntillas, no quería despertar a Ignacio, había pasado tan mala noche con su pierna… Le dolía tanto al pobre hombre… Ella era enérgica e inquieta. Le gustaba adelantar las labores, atender a su marido enfermo, y después lo que más deseaba era ese momento suyo e íntimo para poder escribir. Ahí era cuando volcaba sus ideas, que bullían y brotaban en la cabeza sin parar; necesitaba plasmarlas en un papel. Ignacio lo llamaba “ocurrencias” que ponía en papel.

Se dirigió a la cocina. El sol se abría paso entre las rendijas de la persiana, dibujando en el suelo una especie de manta de rayas. Puso la cafetera y ante la ventana se acomodó en la silla de mimbre que tan cómoda le resultaba. El resplandor del sol hacía entrecerrar los ojos a Miren, podía así otear mejor el camino de grava. Hoy vendría el cartero y traería LA CARTA.

[15 — Germelina Andrés]

LA CARTAGermelina Andrés

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A medida que se gastaban los primeros días del mes de abril, su impaciencia crecía y sus sueños también. Todo lo bueno le había ocurrido en abril, aún siendo las lluvias abundantes. La luz se alargaba más, las primeras flores de la primavera asoman sus corolas, exultantes de belleza. Los brotes de los árboles pronto explotarían. En ese momento, todo parecía estar en ebullición. La vida en la Naturaleza no pide permiso, se lo toma con descaro y alegría.

En sus ensoñaciones, Miren se transportaba a un mundo de ilusión y esperanza. LA CARTA le daría el empujón que necesitaba. Con ella vendrían las bases para participar en el concurso. De ahí partiría. No dejaría pasar más tiempo. Se veía a sí misma como las heroínas de los cuentos que leía cuando era niña. Aquellas eran audaces, osadas, triunfadoras y capaces de todo.

A Miren le asaltaban pensamientos sobre dónde se encontraría LA CARTA. La veía en el fondo de una saca de correos, olvidada, aplastada, arrugada; y su membrete, tan bonito y distinguido cuando salió de su punto de partida… de aspecto formal, como corresponde en estos casos: sobre alargado; arriba, a su izquierda, una fila de letras MAYÚSCULAS, todas ellas de tamaño grande; debajo de estas dos filitas de letras minúsculas, que te ponen sobre la pista de quién la envía, a la izquierda de las MAYÚSCULAS, casi coronándolas, pero sin coronar, se levanta majestuosa la hoja de ROBLE.

Es la hoja del ROBLE sobria por naturaleza, dentada en sus formas y de tonalidad verde grisáceo. El árbol del que procede es robusto, fuerte, y a su tronco se adhieren otras formas de plantas que hacen que resulte aún más bello. Lo

[16 — Germelina Andrés]

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adornan como si fuesen puntillas de un laborioso tapiz. Los bosques de los robles en invierno resultan fantasmales y, aún así, hermosos.

Ahora el sobre estaba estropeado. Y en su sueño se tornaba pesadilla. LA CARTA venía a ella de forma angustiosa. Se asfixiaba en el fondo, soportaba demasiado peso. Pugnaba por respirar. Un pequeño desgarro en la saca serviría para que se filtrase el aire y recibir una bocanada de aliento. La abandonaban las fuerzas y caía en un profundo sueño hasta que el frío del suelo donde se encontraba o una corriente de aire la estremecía y despertaba de nuevo. A oscuras en aquel fondo, LA CARTA perdía toda la ilusión de ser rescatada. Sin embargo la llama de la esperanza se avivó cuando desde su sopor oyó que alguien se acercaba. Había movimiento a su alrededor, hablaban, y las voces se filtraban como un susurro. Debían estar disponiendo algo definitivo; y al cabo de un rato notó un empujón. LA CARTA había sido desplazada y donde antes estaba abajo, ahora estaba arriba.

Han dado volquete a la saca y como un vendaval quedaron todas desparramadas por el suelo. Gran número de sueños tal vez yaciendo allí. Quizá los sueños de Miren eran idénticos a los de los demás.

El terrón de azúcar, imaginario, que saboreaba en su boca, le daría fuerza a Miren para contar una historia, aunque sólo fuera una. Una para ser leída por alguien más que no fuera ella misma. Las escribía en cuadernos, siempre de la misma clase: pastas de cartón blandito y color verde, el color de la esperanza. No le gustaba la cuadrícula, tenían que ser rayados, lineales en paralelo. Por allí las letras viajaban como por las vías del tren, sin obstáculos, con libertad y

[Germelina Andrés — 17]

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visibilidad. Todo despejado. Y esas rayas lineales, siempre de color azul claro, como el cielo cuando palidece. Ese tono tan especial hace que entre más luz en el papel.

Había utilizado ya muchos, pues los años de Miren no eran pocos. Los tenía ordenados por temas, sin tener en cuenta la cronología. Pensaba que eran más importantes las historias contadas que el tiempo en que transcurrían.

Pero ahora el tiempo sí importaba. Era el día 10 cuando desde la ventana divisó al cartero que se dirigía a su casa. Traía LA CARTA.

Al entregársela, la emoción la embargó y no pudo contener las lágrimas que brotaban de sus ojos. La visión aparecía borrosa, pero no cabía duda, con LA CARTA entre sus manos, los movimientos se antojaban torpes en su afán por abrirla. Sabía que era para ella y a ella se le brindaba la oportunidad de contar una historia. Se sentía feliz… ya la empezaba a dar forma. Sabedora como era de su deseo, tenía sin embargo miedo al fracaso. Pero ahora no podía dudar. Lo bello y esperanzador tenía que contarlo. Cogería un cuaderno verde, le diría a Ignacio que “iba a poner ocurrencias” y se deslizaría entre las líneas azul celeste para llegar adonde la devoción le llevara.

[18 — Germelina Andrés]

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Me llamo como me pusieron mis padres, nací, viví y ahora estoy aquí, preparada para lo que la vida me depare mañana.

LA SILLA SEGUÍA ALLÍPilar de Andrés

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Caminaba despacio por la estrecha acera; poco después se paró delante de un portal. Su mano rebuscó en el bolso hasta sacar unas llaves, eligió una, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. Vaciló al entrar, una vez dentro comenzó a subir las escaleras lentamente, como si de un gran esfuerzo se tratara; a la altura del segundo piso se encontró con Elena, la vecina, quien al verla exclamó:

—Por Dios, Ana ¿Qué haces aquí? ¿Has venido sola?

—Si —respondió Ana sin apenas voz.

—Hija, por favor, bajemos las dos, salgamos de aquí —y mientras pronunciaba estas palabras pretendía hacerla bajar.

—No, Elena, tengo que subir, necesito recoger algo, y hacerlo yo sola —dijo al tiempo que iniciaba la subida hacia el tercer piso.

Lentamente Ana eligió una llave, la metió en la cerradura y la puerta se abrió. Por un momento retrocedió, como si algo le impidiese entrar. Respiró profundamente, se detuvo unos segundos en el umbral y finalmente dio unos pasos, entró y cerró la puerta. Un olor a humedad y polvo la invadió.

[Pilar de Andrés — 21]

LA SILLA SEGUÍA ALLÍ Pilar de Andrés

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De pronto se paró en seco: ¡estaba allí!, al fondo, en el comedor. Entre risas oía la voz de Luis y también las risas infantiles de María. Jugaban y cantaban, y sobre todo reían, reían. Corrió, abrió la puerta de golpe, la estancia estaba vacía, nadie jugaba, nadie reía. En la terraza la silla seguía arrimada a la barandilla. En el suelo la muñeca de María. Sus ojos recorrieron cada objeto de la habitación como si lo viese por primera vez. Sin piedad, los recuerdos se agolparon en su mente. Por sus mejillas resbalaban las lágrimas.

[22 — Pilar de Andrés]

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Me llamo Chelo, nací hace muchos años pero no quiero pensarlo, para qué hacerlo si no cuento las arrugas. Para que los siga contando deseo más vida.

EL TRENChelo del Árbol

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Salí de casa enfadada y nerviosa, empecé a caminar sin ir a ninguna parte, no veía por dónde caminaba, iba sin rumbo, no veía los edificios, no veía los semáforos, ni siquiera si circulaba algún coche por la calzada, solo quería caminar y dejar atrás todo.

De pronto el sonido de un tren me sacó de mis pensamientos, y caminé hacia la estación, saqué un billete, me subí al tren y me senté donde no había gente, no deseaba hablar con nadie, quería pasar desapercibida, solo quería que aquel tren se pusiera en marcha y se alejara lo más lejos posible.

Cuando se puso en marcha sentí un profundo alivio y me puse a mirar por la ventanilla, viendo pasar las ciudades que no veía, árboles a mucha velocidad que el viento movía al paso de la locomotora, de vez en cuando una bandada de pájaros atravesaba el cielo, trinaban contentos; yo todo eso lo veía pasar sin prestarle mucha atención y no pensaba en nada, solo quería que ese tren corriera mucho y se alejara, se alejara.

Con el traqueteo me quedé adormilada, y cuando desperté empecé a darme cuenta de dónde estaba, ¡y me asusté!,

[Chelo del Árbol — 25]

EL TREN Chelo del Árbol

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pues no me acordaba de cómo había subido a aquel tren. Y entonces me di cuenta de lo que había hecho en la cruel realidad, y pensé que tenía que volver, pero no sabía cómo y porqué. ¿Estaría perdiendo el juicio? No sabía que pensar, solo que tenía que volver, alguien me estaba esperando, alguien que me necesitaba. Y mi conciencia se despertó de golpe, y miré a todos, a todos, a la gente, para ver si me veía a mí misma, pero no me encontraba.

Y pensé, tengo que volver, pero no sabía cómo hacerlo, no sentía nada, sólo sentía a mi conciencia que me avisaba que tenía que volver. Yo no estaba enfadada ni nerviosa, solo deseaba que el tren parase, comprar un billete y regresar a casa, una vez más había ganado mi conciencia.

[26 — Chelo del Árbol]

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Nacimiento deseado esperadísimo: <<Rosáceo>>.Adolescencia entre nubes y soles: <<Azulada>>.Del azul al gris fue pasando mi vida. Feliz comí perdiz. Algunos años más tarde: <<Arco Iris>>.Y muchas, muchas décadas después continuará la aventura de vivir y del color.

EL TESTAMENTO DE CARLOTA MAGNOTxelo Esteban

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Mirian se está preparando para ir a la compra, tiene una manga de la camiseta dentro y otra fuera cuando suena el teléfono. —¡Carmen! —grita—. Por favor coge el teléfono, que estoy a medio vestir —No hay respuesta. El aparato sigue sonando. «Qué faena me hicieron mis padres al dejarnos el piso para las dos». Se apresura a descolgar y, al hacerlo tropieza con una de sus botas y por poco se cae, mas consigue agarrar el auricular. —¡Hola! ¡Buenos días! —Escucha con voz varonil—. Pregunto por Miren Escota. —Sí, soy yo —contesta, a la vez que intenta meterse la otra manga.

La voz continúa. —La llamo del despacho de abogados “Sumer”, queremos citarla para el miércoles día 16 a las 11 de la mañana. Se trata de la lectura del testamento de Carlota Magno.

Mirian sin entender nada y con voz que apenas le sale de la garganta dice: —¡Por favor! ¿Podría repetirlo?

Todo bulle en su ser, como una olla a punto de explotar. La voz asiente y repite lo mismo. Sujetando el teléfono como puede, Mirian responde: –Allí estaré.

[Txelo Esteban — 29]

EL TESTAMENTO DE CARLOTA MAGNO

Txelo Esteban

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Termina de vestirse a trompicones. Está tan nerviosa que decide no maquillarse. Se peina por inercia, coge el carrito y sale atropelladamente. Antes de salir vuelve a gritarle a su hermana: —¡Carmen! ¡Me voy a la compra, y levántate que ya es hora! —Mientras baja la escalera se da cuenta que no lleva la cartera y vuelve a subir lo más rápido que la permiten sus piernas, que cada vez son más lentas.

En su mente se repiten una y otra vez las palabras del abogado. El testamento de Carlota Magno. Carlota Magno…

No tiene ni idea de quién es o era Carlota Magno, pero está segura que ha pronunciado correctamente su nombre.

Consigue por fin salir a la calle. Es una mañana soleada, parece que todos se hubieran puesto de acuerdo para que brille el sol.

El supermercado está cerca de su casa. No ha cogido la nota con las cosas que debe comprar. Su cabecita no está para pensar, así que recorre pasillo por pasillo intentando recordar los artículos que necesita.

Al pasar cerca de las cajas observa el letrerito de una de las cajeras. «Carlota». Piensa que cuando salga pasará por su caja, pues es posible que eso sea una buena señal.

Sin darse cuenta ha llenado el carro, no le cabrá todo en el carrito de la compra, pero dejará la mitad en la taquilla y luego volverá a buscarlo.

Aguanta la cola de la caja de Carlota. Mientras ella va pasando los artículos, Mirian intenta entablar conversación, pero la cajera va a lo suyo y termina entregándole el ticket. Mirian saca la tarjeta para pagar, sin atreverse a decir nada. Mientras mete atropelladamente las cosas en el carrito

[30 — Txelo Esteban]

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y en las bolsas, le parece percibir en Carlota un gesto de complicidad, eso la alienta y vuelven a su cerebro las palabras del abogado. A fin de cuentas Carlota Magno puede ser la solución a sus problemas.

El apartamento que miró hace un tiempo permanece libre. Solo necesita un pequeño empujón económico. Con su gusto por la decoración podría aprovechar todo lo que dejan los dueños. Ella se llevaría pocas cosas. Pero el collage que ha montado con las viejas fotografías, ese que tanto le gusta a Carmen, ese, sí que se lo llevará. Pensando en las viejas fotos, se entristece, cree que es un poco mayor para ilusionarse. Su vida hasta ahora ha sido bastante gris y monótona y le asusta ese rayo que empieza a colarse en ella.

Retira los pensamientos negativos y se envalentona. Siempre ha soñado con viajar, y a veces se ve a sí misma en un gran transatlántico, comprando en sus tiendas, comiendo y cenando en los diversos restaurantes. Se imagina cuando el barco arriba a los puertos, visitando las distintas ciudades, gozando con todo lo que se ve.

Pronto vuelve a la realidad.

Va empujando el carrito por la calle, tropezando con todo y con todos los que encuentra a su paso. Pide perdón atolondradamente.

Cuando llega al portal de su vivienda, se detiene para tomar aliento; sin saber muy bien lo que hace, comienza el calvario de la subida, menos mal que es un segundo piso.

Al abrir la puerta escucha la voz de su hermana desde la cocina; se acerca, Carmen está desayunando con parsimonia y le dice, mientras mastica una tostada, que la

[Txelo Esteban — 31]

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han llamado de un despacho de abogados para anular una cita, que perdone las molestias, pero que todo ha sido una equivocación.

[32 — Txelo Esteban]

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Es Nieves, dijeron al escribano al inscribirme, más los apellidos.

Del ayer quedó una nebulosa y ya descendiendo sin freno hacia el polvo. En este amanecer brillan hermosas las estrellas.

Luego haré mermelada.

EL CAMINONieves Echeverría

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No estaba siendo una cómoda marcha. El tiempo había cambiado bruscamente, llovía y el viento azotaba con fuerza empujando a los peregrinos obligándoles a forzar su paso, ya cansino, al final de la etapa. Una vez llegados al albergue y sellada la carta, solo les quedaba la última etapa para llegar a Santiago, la meta por la que cada peregrino se esforzaba cada día. Se habían agrupado para formar un muro contra el fuerte viento charlando animadamente entre ellos. No todos hablaban el mismo idioma.

Entre ellos, Javier no dejaba de pensar en Ane. La había dejado mohína y no sabía el motivo. Hablaría con ella a su regreso. Hacía una semana que había salido de casa y en este tercer año, por fin, cumpliría el deseo que desde estudiante se prometiera: hacer EL CAMINO.

El viento y la lluvia habían amainado y la marcha, ya más relajada, hizo que las conversaciones fluyeran de nuevo. Tras ascender la pendiente divisaron la torre del templo, todos se miraron jubilosos y de nuevo el paso volvió a tomar su ritmo; estaban deseando llegar al albergue. A lo largo de todo el Camino, los albergues ofrecían un descanso reparador al peregrino tras la dura marcha.

[Nieves Echeverría — 35]

EL CAMINO Nieves Echeverría

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Con gran entusiasmo entraron en el albergue, tras sellar la carta y dejar las mochilas se turnaron para tomar una reconfortante ducha y pasar después al comedor. El aroma que impregnaba el lugar casi les había reconfortado.

A ambos lados de la gran mesa del comedor había sendos bancos corridos. Los comensales se servían de una gran sopera un apetitoso potaje en una escudilla. Javier se sentó junto a uno de ellos, al que reconoció del año anterior; se saludaron y abrazaron efusivamente ya que habían congeniado desde el primer momento. A ambos les unía la misma profesión: la pedagogía. Francisco, más joven que Javier, era profesor de Enseñanza Primaria; Javier daba clases en un Instituto. Durante la cena no dejaron de hablar de sus alumnos, les apasionaba su profesión.

—¿Cómo has pasado el curso, Francisco? ¿Conseguiste serenar a aquel alumno tan revoltoso?

—No sin esfuerzo y con gran ayuda de sus compañeros; no dejan de asombrarme estos pequeños. Gracias Javier por acordarte de mi preocupación del pasado año. Por cierto, ¡enhorabuena! Me enteré por el boletín del premio que obtuvisteis con el último trabajo.

—Sí, fue una experiencia emocionante. Ya empiezan a comprender que todo esfuerzo tiene su recompensa. Algunos cursos fueron complicados, no es sencillo formar a los jóvenes, pero eso bien lo sabes tú. Gracias Francisco. Pronto me jubilaré y sé que les añoraré. No he planeado aún que haré con tanto tiempo libre, quizás alguna ONG. ¡Si es más de media noche! —exclama Javier mirando el gran reloj de la pared—. Ha sido una velada inolvidable, me ha reconfortado este encuentro. Será mejor que nos

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acostemos, mañana será una dura etapa: la última para acabar EI CAMINO.

—Sí, será mejor acostarnos. Para mí también ha sido muy agradable encontrarte; hasta mañana y mucha suerte en tu merecido retiro.

De camino a su litera, suena el teléfono de Javier...

En el hogar de Javier, Marga ya ha preparado la cena. Sus hijos, Ane y Juan, acaban de llegar y charlan con la abuela mientras preparan la mesa. Ane mira a su madre con cariño, sabe que añora la presencia de Javier y que está deseando estar de nuevo todos juntos. Ella anhela formar un hogar como éste.

Marga sonríe al ver bromear a su hijo con la abuela, luego observa a su hija, hace días que la ve desilusionada. Tiene que hablar con ella.

—¿Me ayudáis a llevar la cena a la mesa? —pregunta Marga. La anciana se incorpora de su butaca—. Tú no mamá. ¡Seguro que la cena os gustará a todos! —exclama.

En torno a la mesa los platos pasan con rapidez de mano en mano.

—¡Todo está delicioso, mamá! —la felicitan a coro.

—Gracias chicos, sabía que os gustaría. A esta hora Javier ya estará en el albergue.

—Sí, total ¿para qué? —contesta enfurruñada la abuela.

—Nunca entendiste el sueño de papá —afirma Juan mientras acaricia la mano de su abuela—. Pronto se jubilará y quiere cumplir su sueño antes de que acaben sus fuerzas.

[Nieves Echeverría — 37]

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Sus alumnos esperan siempre anhelantes su regreso, ya sabes que todos le aprecian y respetan en el Instituto. Además, siempre trae nuevas ideas para los trabajos de su clase de Arte. No olvides que el año pasado ganaron un premio en México, el primero, con su último trabajo. ¿No crees abuela que sea importante para él cumplir su sueño?

—Tienes razón Juan, perdona, no lo había considerado así.

—Sí, abuela, yo también tengo un sueño: ser un buen Médico de Familia y ser tan querido y respetado como mi padre.

Marga sonríe feliz al escuchar a su hijo. Sabe que lo conseguirá, mas no sin esfuerzo.

—Y tú Ane ¿por qué estás tan desilusionada últimamente? No lo entiendo, has acabado Arquitectura siendo la primera de tu promoción. Todos han admirado tus trabajos y proyectos y el tutor del doctorado está que flipa con tu tesis. ¿Qué más quieres? Tu padre se marchó muy preocupado, nos preguntamos si hicimos bien al animarte, ya que siempre obtenías tan excelentes notas. Lo sentimos si ha sido así.

La abuela y Juan se miran expectantes. Ane se levanta, se sienta junto a su madre y la abraza envuelta en llanto. No quiere herirla ni reprocharles todos estos años.

—Lo siento mamá, todos estos años he trabajado duro, noches enteras sin dormir mientras mis amigas se divertían y algunas, con menos esfuerzo, conseguían un trabajo bien remunerado. ¡Si a mí lo que me gusta es la enseñanza, como a vosotros! La lista de espera es larga para dar clases, ya lo sabes. ¿Cuánto tiempo tendré que esperar?

[Nieves Echeverría — 38]

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—Lo siento Ane, estábamos tan orgullosos de ti. ¿Qué piensa Santi de todo esto? Pronto iréis a vivir a vuestra casa.

—No te preocupes mamá, acabaré el doctorado. Quizás mientras todo se arregle y pueda dar clases en una universidad o en un instituto como vosotros.

—Vamos a llamar a tu padre ahora mismo, esta noticia le hará feliz.

—Yo lo haré ahora me encuentro con ánimo para hablar con él.

La mañana era espléndida, Javier caminaba risueño. Se había despedido de Francisco, quería hacer el final del viaje solo y reflexionar sobre las palabras de su hija. Había sufrido mientras la escuchaba, mas sus últimas palabras le habían consolado: «Te quiero papá, completa tu sueño y regresa pronto, te esperamos», así se despidió. ¿Cómo pudo no ver en todos esos años la tensión que ella padeció? ¿Que aquellas lágrimas eran también de frustración? Sus palabras mostraban una gran madurez, esto le reconfortó. Pronto podría abrazarlos a todos. Su querida familia.

[Nieves Echeverría — 39]

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Me llamo "Ángela", nací un lunes anterior y ya estamos en un lunes siguiente; y es en ese momento donde detengo mi vida, y pienso cómo haré para ser feliz los siguientes lunes que me quedan.

LA SILLAÁngela García

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Después de servirse una taza de café sin derramar ni una gota, cuando el color del cielo marcaba aquella ciudad destartalada, Santos salió a la calle, aunque antes pasó por el cuarto de las bicicletas, donde guardaba su pequeño pero auténtico tesoro: su silla. No era nueva, ya que llevaba con él muchas décadas; ni era hermosa, porque tenía las patas descascarilladas; y a primera vista podía parecer pequeña, pero una vez extendida alcanzaba tal tamaño que podía parecer un trono. Eso y mucho más le parecía a Santos su silla. Le había hecho compañía, en silencio había escuchado muchos de sus secretos, y estrechamente unidos habían descansado los dos juntos debajo de aquel árbol al que ahora se dirigía.

Al recogerla cada día del cuarto de las bicicletas recordaba el momento en que se la regaló Sara. Había gastado en ella unos ahorros que tenían para los dos. Él se enfadó un poco, pero al ver la cara picarona de ella no pudo seguir fingiendo que su enfado era monumental. La verdad era que cada vez que pasaban por aquella tienda llena de sillas, ésta era la que atraía todas las miradas de Santos, mas acto seguido recordaba el precio que el dependiente sonriente les había

[Ángela García — 43]

LA SILLAÁngela García

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dado. Hasta que Sara le dio la sorpresa.

Ya en la calle, caminando con su silla, sujeta por aquella especie de asa que hacía su trasporte más cómodo, vio y saludó a su segundo mejor amigo, el árbol. Con él también tenía sus conversaciones; le estaba muy agradecido por la sombra que le regalaba y por mantener esa copa tan frondosa que de tantas lloviznas le había resguardado. Aquel era el sitio preferido de Santos; cada tarde, sentado bajo su sombra, hacía un recorrido por su extensa vida. Él creía que ya había vivido suficiente. Por las noches escuchaba a Sara que le llamaba cada vez con más intensidad.

Una vez acomodado, su primera mirada se dirigió hacia la carretera que llegaba hasta el centro del pueblo; los rascacielos de oficinas eran manchas opacas entre la mezcla de niebla y contaminación. Aquel lugar se seguía llamando el barrio de Las Fuentes, allí era donde Santos había nacido, donde había vivido hasta que aquellos señores tan amables les habían obligado a aceptar la oferta que les hacían; y sin darse cuenta, su casa, con su tejado plano de estilo mediterráneo, desapareció. No fue lo único que desapareció por aquel entonces, ya que las fuentes que daban denominación al barrio fueron cubiertas con tierra, no quedando de ellas más que su nombre.

Seguía él recorriendo su pasado cuando sonó la voz quejumbrosa de un cantante; a Santos le encantó. Así se quedó, escuchando la canción y dando una larga calada a su cigarro, sabedor del riesgo que aquello suponía. Aspiraba el humo, que llegaba a sus maltrechos pulmones, pero al mismo tiempo sentía un placer inmenso, cuando le vino a la mente aquel día que estando con su querida Sara, los

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dos solos tomando la fresca, apareció aquel vagabundo que brincaba y agitaba los brazos de forma extraña, y con la misma rapidez que había aparecido dio media vuelta y volvió a internarse en la oscuridad. Santos, con la misma sorpresa que Sara, dijo: «seguramente ese hombre tocaba el trombón en una banda de otro mundo».

La silla gimió, Santos consultó su reloj, repartirían pronto las cenas y no quería ni debía llegar tarde. Pensó que ya era hora de dar un descanso a su vieja amiga. La revisaría antes de dejarla aparcada en el cuarto de bicicletas, como denominaba a aquel cuchitril. No les quedó más remedio que irse a vivir allí, ya que la enfermedad de Sara avanzó con bastante rapidez. Quizás tuvo que tomar la decisión más difícil de su vida. Jamás dejaría a Sara sola y él se veía incapaz de cuidarla solo.

Ella jamás se dio cuenta de cuál era su nuevo hogar, únicamente dibujaban sus labios una opaca sonrisa cuando fijaba su mirada en aquella fotografía en blanco y negro que mostraba a dos jóvenes llenos de ilusión y esperanza; era lo único, junto con la silla, que habían traído de su casa. La fotografía la había colocado encima de aquel armario aparador; habían pasado treinta y tantos años. De Sara no quedaba nada, ya hacía años que solamente respiraba. También daba algunos paseos cogida de la mano de Santos. Ella tampoco supo nunca que aquella pequeña habitación no servía para guardar las bicicletas, sino para guardar las sillas de ruedas que por una cosa u otra se quedaban sin dueño.

Al dejar aparcada la silla se dio cuenta que él también estaba cansado, quizás más que su querida silla; pensó que

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llevaba tres años y medio haciendo ese recorrido diariamente, pero hacía seis meses que lo hacía él solo. Durante esos seis meses pensaba lo sola que la iba a dejar cuando se reuniese con Sara.

Entonces caviló que le quedaba todavía algo que hacer. ¿A quién le regalaría su silla? ¿Quién sería capaz de pintar sus patas cuando éstas se descascarillasen? No le venía a la mente nadie, quizás era porque apenas conocía a los otros residentes, ya que esos años que había estado con Sara no necesitó más compañía, y los seis meses restantes de su convivencia allí no se había sentido con fuerzas para hablar con nadie. Siguió buscando al mejor candidato. ¿Quién era el que más necesitado estaba de una buena amistad? Se dio cuenta de que su mejor opción era él mismo. «Si todas esas cosas puede dar mi silla sin el más mínimo esfuerzo, ¿por qué tengo tanta prisa por reunirme con Sara?». Aspiró hondo, sonrió y se dijo en voz alta: «Mejor lo pensare mañana, ya que hasta allí creo que llegaré».

[Ángela García — 46]

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Nazco en Sestao un primer domingo de mayo de mediados del siglo XX. Me llaman Madalen.

Crezco, río, lloro, corro, juego, sufro, aprendo, y sobre todo, amo.

Desde mi otoño gozo viendo las montañas.

VISITA INESPERADAMadalen González

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El autobús que le trae del aeropuerto aparca en la terminal. Llega agotado del largo viaje y tiene la sensación de haber salido del cine: como si todo lo ocurrido lo hubiera visto en una película y ahora ya estuviera en su lugar.

Baja despacio del confortable autobús y con paso cansino se dirige a la estación del metro. No le apetecen las prisas después del tiempo pasado en casi retiro.

Suspira con fuerza. Es el mismo paisaje gris que dejó después del trance. Le vienen a la cabeza los diversos lugares y gentes conocidas, los largos paseos a caballo por interminables caminos, sin más pensamientos que mirar las brillantes crines del noble animal y contemplar el extenso paisaje con los altos chopos bordeando el río. Esos paseos la ayudaban a mantener la mente en blanco. Volvían jadeando, le agradecía al roncel con caricias y un buen cepillado, pues le había tomado afecto.

Divagando llega a la estación. Entra en el vagón, coloca la maleta a su lado en el pasillo y deja espacio para que otros viajeros ocupen el sitio libre. Una pareja se sienta enfrente, charlan amigablemente. Lo mira todo como si nunca hubiera

[Madalen González — 49]

VISITA INESPERADAMadalen González

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viajado en metro y su cabeza empieza a negar su regreso.

Sube en el ascensor del metro, él solo, tranquilo. Le sorprende la limpieza. Al salir a la plaza, casi siempre concurrida, solo encuentra las máquinas limpiadoras que son el único sonido de la calle. Agradece que no haya nadie, quiere llegar a casa y ordenarse.

Sale cabizbajo, sin ganas de mirar, pero sus ojos se topan con algo imposible de creer: ella está ahí, sentada en un banco. Sonriente, levanta la mano para atraerle. Le ofrece asiento y esa sonrisa picarona que tanto echaba en falta. Se abrazan, no se lo puede creer. Tienen mucho de que hablar y fluye tranquila la charla.

La ciudad empieza a despertar y los camiones de suministro no cesan de pasar.

—¿Te acuerdas papá cuando jugábamos al Nature Memory y siempre te ganaba? Me encantaba verte esa cara contrariada de chiquillo.

—¿Y nuestra época de la cometa? Subíamos a Artxanda en familia a echarla a volar —responde él.

—Ya… nosotros íbamos a la emisora. No te hacíamos ni caso y tú ahí luchando con los hilos para que cogiera vuelo. De todas todas se iba hacia los árboles... ¡qué caras de rabia ponías! —Se ríe con risa sonora, ríen los dos.

—¿Y recuerdas las salidas dominicales en nuestro viejo coche? El ruido que hacíais era ensordecedor…

Las calles siguen vacías, pero empiezan a aparecer los primeros viandantes: un viejo con su perro, que se acerca y olisquea los pies de ella y luego corre hacia el árbol que está

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detrás del banco para hacer sus necesidades.

—Hija —le dice cabizbajo—, encontré tu diario y me derrumbé. Sabes que somos muy parecidos, pero yo tenía que mantener el tipo.

Pasan unos instantes en silencio. El ruido del camión de la limpieza resuena. Ella se muerde nerviosa el labio superior.

—Papá, he podido comprobar que la abuela es todavía más igual que yo. Ese tonillo enérgico nos viene de familia, ¿no te das cuenta?

Asiente con la cabeza.

—Yo hija siento haberme mostrado tan firme en mis convicciones, pero me envolvías en un torbellino y era por eso que ponía esa cara de póker de la que me acusabas.

Ya empezaban los escolares a dirigirse hacia los colegios, y el murmullo de sus voces iba envolviendo el aire matutino.

—¡Qué bien usaba la abuela los refranes para poner límites! Lo hacía de una forma encantadora —Sonríe picarona.

—¿Sabes hija que me rompía de verdad? Que a mí lo que me pedía el cuerpo era abrazarte cuando llorabas. Me enfadaba tanto conmigo que notaba cómo contraía el rostro… Te presentaste en la oficina con tu moto, tan testaruda como resuelta. ¡No supe aceptarlo! Te quería modosita, para motos ya estaban tus hermanos... En fin, ya todo ha pasado y no hay vuelta atrás.

Ella se levanta, pasea y vuelve conciliadora.

—Voy a decir una de esas frases que tanto me enfadaban: “No hay culpables, las cosas pasan porque pasan, sin más”.

[Madalen González — 51]

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Aquí he encontrado respuestas que lo hacen todo sencillo y estoy bien.

Siente ganas de abrazarla pero algo se lo impide. Era su niña encantadora trayéndole sosiego. Estaba abstraído cuando un hasta otro día le sacó de su estado. Entraba en casa con nuevas sensaciones. Con fuerza se le agolpaban preguntas que no había hecho. A partir de ahora enfrentará todo con naturalidad, aunque siga pensando que los ciclos se invirtieron: por lo general son los padres quienes primero se van.

[Madalen González — 52]

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Hija esperada. Nací en primavera, y de eso ya han pasado muchas primaveras.

Ahora a vivir día a día lo mejor posible.

OZTOPUCHIJuli Gorosabel

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Casi sin pensarlo me vi sentada en torno a una mesa, rodeada de mujeres que no conocía y que me parecieron muy simpáticas.

«¿Qué hago yo aquí?», me preguntaba; ¡me habían dado mis hijos tanto la lata!

«Ama, no puedes quedarte en casa, tienes que salir y hacer algo». Se enteraron de estas actividades en el Centro de Mayores y ellos se encargaron de todo.

En la primera clase no despegué los labios, estaba nerviosa, me parecía que todas me miraban, pero no me preguntaron nada, y poco a poco me fui tranquilizando, en el fondo estaba contenta de la decisión tomada; además, al finalizar, me animaron a ir con ellas a tomar un café, que yo acepté encantada. Nos sentamos en una terraza, porque hacia un día espléndido, con un sol que acariciaba; me sentí muy bien, fue muy, muy, gratificante,

Pasé la mañana pensando en la siguiente clase con unos pocos nervios. Con ganas y miedo al mismo tiempo de que llegara. Me había gustado la experiencia. No tenía nada preparado, estaba a la expectativa; el profesor me había

[Juli Gorosabel — 55]

OZTOPUCHIJuli Gorosabel

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dicho que estuviera tranquila, y que participase cuando quisiera, y eso me dio seguridad.

Se llama Josu, es una persona muy agradable y joven; «puede ser mi hijo», pensé. Se ve que sabe mucho, se explica y se le entiende muy bien.

En este segundo día de clase estaba más tranquila, y empecé a fijarme en la sala en la que estábamos. Me habían pedido en casa que les contase donde nos reuníamos y no supe describírsela es increíble lo que hacen los nervios.

Mientras llegaban las compañeras lo miré todo con curiosidad. La clase tiene unos ventanales que resultan muy luminosos, con buena calefacción, sillas cómodas; nos sentamos alrededor de cuatro mesas unidas entre sí, de forma que nos veíamos todos las caras.

Cuando llegó el profesor, empezaron a leer los trabajos que traían de casa; me parecieron estupendos, qué cosas más bonitas leían. ¿Llegaré yo a escribir algo parecido? Me sentía incapaz, así que mi malestar crecía. Mi idea del ridículo aumentaba por momentos. Recuerdo que cuando dijo el profesor: «Escribid palabras que sólo tengan la vocal “o”», me puse a pensar y sólo me vinieron a la cabeza solo y tonto. ¡Cómo estaría de nerviosa…!

Empezamos a leer las palabras que habíamos escrito; me quedé hundida… Algunas compañeras tenían hasta treinta. «Tranquila —me decían—te has bloqueado, a todas nos ha pasado lo mismo al principio». Reconocí que era gente estupenda y me animaban. En mi fuero interno decía, «tienes que superarlo, si las demás lo hacen, aunque te cueste, tú también lo harás».

[Juli Gorosabel — 56]

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En cuanto llegué a casa cogí papel y empecé a escribir palabras con la “o”. Yo misma me sorprendí, llegue a treinta y cinco y me salían seguidas. Seré tonta, pensé, si en clase estás entre amigas.

Cuando se lo conté a mis hijos se reían; me decían: «Que tú puedes. Has estado tanto tiempo sin relacionarte que te pones nerviosa por cualquier cosa, en cuanto cojas confianza lo conseguirás y llegarás a disfrutar con lo que haces».

Me animé a buscar por mi cuenta palabras con otras vocales. Con la “a” me salieron muchas, con el resto me costó un poco más, pero me entretenía y me hacía pensar.

Esto de la clase de literatura creo que me está gustando, pensaba. Van a tener razón mis hijos, lo voy a disfrutar además de relacionarme y aprender.

Me comentaron a la salida de clase que también hacían excursiones, la última había sido a Gernika: visita, comida y baile. Pasaron un día estupendo; cuando organicen otra me animo y voy con ellas.

Me daba cuenta de todo el tiempo que había pasado en casa sin apenas salir y sin relacionarme con otras personas. Me arrepentí mucho.

Josu, el profesor, nos dio unos textos que leíamos por turnos y luego comentábamos. Con sus explicaciones lo comprendí todo mucho mejor. Se me hizo corta la clase. Nos puso deberes para la siguiente semana. Hacer frases con las palabras que salieron con la letra “o”.

Esa misma tarde me puse a hacer los deberes; y al estar en casa tranquila, escribí algo que a mí misma me hizo mucho gracia, lo repito aquí. Este fue mi primer trabajo:

[Juli Gorosabel — 57]

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Colombo y nosotros, codo con codo, con sofoco llorón somos colofón, y gozo mogollón.

Y con Montoro como horroroso roñoso y moscoso, pronto compró oro y lo donó; coño.

Posó como Borbón con dorso ponpón, tomo ron y toco molón.

Estaba al mismo tiempo contenta y nerviosa, pero pensaba que no terminaba de encajar en el grupo. Me daba cuenta de mi nivel, no tenía nada que ver con lo que hacían las demás.

En esos momentos estuve a punto de tirar la toalla, pero siempre me ha gustado seguir lo empezado y rechacé la idea de abandonar

Estuve toda la semana con esos pensamientos. Y llegó el jueves. Me dirigí a clase nerviosa y con menos seguridad.

Ese día el profesor nos explicó el significado de la palabra SINESTESIA, tengo que confesar que no la había oído en mi vida, pero con su explicación entendí perfectamente su significado. Se trataba de mezclar en frases los cinco sentidos.

Ese día me salió muy bien el ejercicio, escribí:

Sentí el calor de su mirada

El perfume de sus palabras

Lo salado de tus caricias

Salí muy contenta de clase. Había participado y me sentía una más en el grupo. Nos quedaba un rato y el profesor propuso inventar palabras. Nos reímos de las cosas que salieron… Drujo, Japepi, Truno, Branjudo, Cotarron, ltoricol; y la que yo propuse, oztopuchi.

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Al final de clase hicimos una pequeña historia metiendo las palabras inventadas. Este fue el resultado.

Nos invitaron a la boda del hijo de mi tío el DRUJO, estamos encantados. Fuimos al comercio donde tenía la lista de boda, compramos una vajilla JAPEPI y un juego de café modelo TRUNO. Yo me compré un vestido LOSPONTIMIA. No es una marca muy conocida, pero a mí me quedaba estupendo.

Mi hijo también quería regalarles algo y compró un florero BRANJUDO. Pasamos toda la tarde de compras.

Al final del día estaba agotada. Tome un calmante POLITORICOL, me sentó muy bien. El que tomaba antes se llamaba REPITON y siempre me sentaba mal al estómago, parecía que repetía….

Al llegar a casa cenamos una empanada de ESPAMAYA. Estaba riquísima. Prepare un refresco de TACULIN. Vaya día más bonito que pasamos… Por la noche me quedé un rato leyendo. Mi marido se quedo dormido y roncaba como un COTARROON.

Llego el día de la boda, que bien cantó el coro OZTOPUCHI, fue muy emocionante. La comida estuvo muy bien. Lo mejor de todo la carne al estilo MARALARA y la tarta de SALAMADIN.

En el baile tocaron el LUMPEL, vaya ritmo…. Tenían un instrumento que yo no conocía me dijeron que se llamaba INDIOLA, era como un clarinete pero curvado.

Al final se sirvió una copita de CAMIPUJO.

Lo más importante de estas clases de Literatura en la que participo es que me han servido para conocer y hacer amigas nuevas, y también para superarme día a día. ME HACEN SENTIR QUE SOY CAPAZ DE ALGO MAS.

[Juli Gorosabel — 59]

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Llorando llegué al tren de la vida... Después risas de niñez... ¡Ilusiones de juventud...! Y el tren de la madurez... ¿Me dejará en la terminal de la vejez?

UN GUIÑO AL TIEMPO: EL BAÚL DE LOS RECUERDOS.MIRANDO UNA FOTO.

Estrella Nogueira

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«¡A ver, que ya te toca!», digo abriendo el cajón de la cómoda. Cajas, cajitas y paquetitos se acomodan allí unos sobre otros. Hay de todo... Cuando llego al fondo, encuentro una caja bien cerrada «¿Que habrá aquí?» La abro y... ¡Señor! ¡Si es la mantilla de la abuela! Cierro los ojos y entonces la veo, la veo a ella en mi mente, tal cual era, que dice: «Hoy voy a visitar a mis compadres».

Vestido largo negro de tosca tela y abotonado, del cuello al bajo; la mantilla, prendida con el camotón blanco en el pelo, la cubre los hombros, y llega hasta las caderas. Y de esta guisa la veo caminar por la estrada, ese camino de piedras y barro; y pienso: «¡Como si fuera a los toros!», pero se dirige al centro del pueblo, donde viven sus paisanos; aunque ella no había anunciado su visita.

Le gusta cumplir con los amigos y para ello se viste con sus mejores galas: «¡Su mantilla de Manola!». Luego vuelve quejándose: «¡Cuánto me duele la pierna!». Pero ella ya ha cumplido y se encuentra contenta; cuenta que están todos bien, que han abierto la perfumería y se han alegrado de verla. Y es que el “terruño” tira mucho, me emociono al pensar que tanto como la familia.

[Estrella Nogueira— 63]

EL BAÚL DE LOS RECUERDOSEstrella Nogueira

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Y con mucho cuidado doblo y coloco la mantilla en la cajita prendida con su camotón blanco, para que duerma acomodada el sueño de los tiempos.

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Aquella fotografía la llenaba de ternura; la sacó del fondo del cajón, después de muchos años de haber estado expuesta en la pared. Lo recordaba...

Se hizo en el estudio de Peláez, un fotógrafo importante de Barakaldo.

La ocasión no merecía menos. Era el día de la primera comunión de su único hermanito, que iba muy emocionado, con su traje de marinero, todo serio e interesante.

Pero no estaba solo en la foto; al lado se encontraba ella, la hermana. También luce el vestido de su primera comunión, que había celebrado el año anterior, pero no el clásico, sino uno de crespón rosa y labor de puntos azules que la confeccionaron las hábiles manos de mamá y de las tías, “¡qué preciosa labor!”.

En aquellos tiempos no era posible gastar lo que valía un típico vestido de comunión... Esto los niños lo entendían.

Volviendo a la foto, para completar el grupo también se habían colocado papá y mamá, uno a cada lado de los niños. “¡Bien, ya está la familia al completo!”, comentó el fotógrafo.

MIRANDO UNA FOTOEstrella Nogueira

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Entonces no se celebraban banquetes sino que se visitaba a familiares y amigos para llevarles un recordatorio, que ellos correspondían con un aguinaldo. Esa era al menos la costumbre de las familias humildes.

Antes de guardar la foto no pude por menos que depositar en ella un beso para los cuatro, y sonreír pensando en la ocurrencia del hermano cuando preguntó a mamá, mientras contaba las propinas:

—¿Llegará para una tortilla, mamá?

—Sí hijo mío, una para ti solo.

[Estrella Nogueira — 66]

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Ayer me llamaban Marijesu, hoy rotundamente María Jesús.

No importa cómo me llamen mañana, solo deseo que me recuerden con cariño.

LA FAMILIA SIN RESERVASMaría Jesús Loizaga

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Era la tercera vez que se asomaba a la ventana, buscaba en la tarde brumosa la figura de Pablo, su nieto. Con una mueca de fastidio y a la vez de intranquilidad se retiraba de la ventana dando muestras con sus ademanes nerviosos de lo mal que lo estaba pasando.

Nunca una tarde se le había hecho tan larga; la espera y la inquietud provocaban que su cuerpo, entrado en años, se encontrase agotado. Se le dormían las manos, las piernas estaban agarrotadas, su corazón parecía que iba a explotar, a saltar de su pecho. Los que le conocían opinaban que era un hombre paciente, tranquilo, por así decirlo, con esa sere-nidad que dan los años de trabajo y penuria. En esos años le había pasado de todo, más malo que bueno, la balanza así lo indicaba y los que eran sus amigos, también.

¿Qué razón presentía para ese desaliento? Esto pasaba una y otra vez por su cabeza.

Cuando sonó el timbre del portal, la figura de Pablo se situó en su mente. Esa mañana temprano, serían las 7:30 u 8:00, le llamó por teléfono. No le contó nada, pero sí quedaron que se verían esa misma tarde en la casa del abuelo Efrén. La

[María Jesús Loizaga — 69]

LA FAMILIA, SIN RESERVASMaría Jesús Loizaga

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figura del nieto representada en la mente del abuelo al oír su voz esa mañana, le pareció derrotada y triste.

Quedaron a las cinco, hora que a los dos les venía bien. Abrió la puerta del portal; en los minutos que Pablo tardó en subir en el ascensor, por la cabeza del abuelo pasaron fra-ses como en una película. Se decía a sí mismo: «¿No puede ser que pasen cosas tan malas como las de mi pensamien-to?». A su mente acudieron los peores recuerdos de su vida.

Pablo salió del ascensor. Efrén, que le esperaba con la puerta del piso abierta, se asustó al ver su semblante. Llegó a la altura de su abuelo, se derrumbó y si no hubiese sido porque Efrén le sostuvo con los brazos extendidos se hubie-se caído al suelo. El abuelo vio enseguida en los ojos lloro-sos, la pena que lo embargaba. Estaba pálido, desencajado, como un animal herido.

Efrén se asustó de verdad, ya no era porque su nieto más querido sufría, sino también porque con su comportamiento se perfilaba la tragedia. Por fin entró derecho a la sala de estar y se puso a dar vueltas por ella sin saber por dónde empezar. Al final se sentó en una butaca, mientras Efrén, el abuelo, asustado explotó:

—¡Cuéntame de una vez qué pasa! ¿Le ha ocurrido alguna desgracia a Marta o a la niña?

Pablo negaba con la cabeza una y otra vez.

—No, abuelo, es a mí al que todo le pasa. ¡Marta me ha pedido el divorcio! —Efrén se sorprendió.

—¡Como dices! ¿Divorciarse? Pero, ¿qué le pasa a esa chi-ca?

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—Abuelo, dice que no le hago caso, que salgo mucho con la cuadrilla, pero no es verdad… ¡Hay días que ni los veo! Muchos de esos días, cuando salgo del trabajo voy a pasear solo. Tú ya sabes, te lo he contado, en el colegio paso mu-chas horas sentado y también de pie, quieto. ¡Necesito esti-rar las piernas y pensar! La relación con Marta y mis sue-gros es fría, ella no espera a que vuelva del trabajo, se va con sus padres, y con ellos mi hija.

El abuelo Efrén le miró con más pena que tristeza; se sor-prendía de no habérselo imaginado, o tal vez lo temía y por eso lo había desechado.

Un poco más sereno le dijo:

—Pablo, te asesoré, te hablé claramente: El casado, casa quiere. Te animé a que comprases un piso aunque fuese con una hipoteca. Erais jóvenes, hubierais salido adelante, pero tú, Pablo, no quisiste coger el toro por los cuernos. ¡Ese ca-rácter tuyo, tan introvertido, no te ha ayudado mucho!

El abuelo no sabía cómo seguir, hizo un esfuerzo. Continuó con mucho tacto y cariño, con ese respeto que siempre ha-bía existido en la relación con su nieto.

—Ahora no hay tiempo para lamentaciones. Hasta hoy creí que mis consejos no se habían ido por el agujero del saco roto, los problemas ahora son distintos.

Efrén le abrazó, le acarició con ternura, esa que se tiene con los seres que amamos.

Cuando volvió a tomar la palabra, con esa mirada de com-prensión que el nieto esperaba, añadió:

—Quiero que todo lo pasado te haga reflexionar. Eres joven

[María Jesús Loizaga — 71]

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y esta experiencia hará que mires hacia delante, espero que sin ira. El mundo no se ha acabado para ti: lo que queda de esta vida preciosa, que espero que sea mucho, seguro es-toy de que sabrás aprovecharlo. Mis brazos estarán siempre abiertos para ti.

[María Jesús Loizaga — 72]

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Mi nombre es Pili, con los años algunas personas me llaman Pilar; me gustan los dos. Yo siempre firmo Ma Pilar. Así aparezco en los registros de mi vida. Esos de los que no se escapa nadie.

SUS OJOS SONRÍENMa Pilar López

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Con la taza de café bien caliente, Paula observa por la ventana cómo una helada ha dejado el parque blanco. La radio está dando la temperatura —tres grados— las noticias y comienza la tertulia.

Se aparta de la ventana y con la taza de café en la mano apura el último trago; recoge la cocina. La voz de la locutora le llega ahora más cercana.

—Está con nosotros Jaime, que es el portavoz del Banco de alimentos en esta campaña de Navidad. Cuéntanos qué pueden hacer nuestros oyentes para colaborar

—Un año más nuestro trabajo se multiplica, falta un mes escaso para estas fechas tan señaladas y hacen falta más voluntarios, los supermercados hacen una labor importante y necesitamos más manos, así de sencillo, Nekane —responde el interpelado.

Paula está planeando la comida y se da cuenta que le faltan zanahorias y puerros. Coge papel y lápiz y en ese momento escucha a la locutora.

—Jaime, deja en antena el número de teléfono y la dirección para que nuestros oyentes sepan dónde dirigirse.

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SUS OJOS SONRÍENMª Pilar López

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—Gracias, estoy seguro que habrá gente solidaria, también quiero agradecerte tu disposición. Estamos en Avenida de La Libertad Nº 28 de 9 a 1 y de 4 a 7. Nuestro teléfono de contacto es 94 415 30 58.

En un impulso Paula ha anotado el teléfono y la dirección. ¿Y si me animo? Apaga el fuego, una mirada al reloj, todavía tiene tiempo; se enfunda unas mayas, un jersey gordo, se recoge el pelo en una coleta y con la parka en la mano sale a la calle.

El frío de la mañana le golpea en el rostro, pero decide ir andando hasta el gimnasio. Recuerda que ha quedado con Laura para ir al cine por la tarde. Tendrá que llamarla si se acerca al Banco de alimentos.

Con paso decidido busca el número que lleva apuntado.

—22, 24 ¿dónde está el 28? ¡Anda que no está escondido!

Una puerta verde da paso a una nave, a la derecha una oficina, y al fondo palés con cajas de naranjas y más cajas con otros productos que no alcanza a distinguir. Una joven le sale al paso.

—Hola ¿vienes a colaborar?

—Sí, he oído esta mañana que necesitáis gente y me he animado. Mi nombre es Paula.

—Yo soy Sofía. Acompáñame, te voy a presentar a los demás.

Con paso decidido cruzan la nave; en la parte derecha un grupo de personas está agrupando lotes de diversos alimentos, y otros seleccionan fruta. Todos se detienen mientras Sofía se dirige al grupo.

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—Os presento a Paula, que viene a colaborar. ¿Os viene bien que se quede aquí?

—¿Tú qué crees? —contesta una joven—.

—No te vas aburrir con estos. Que os vaya bien. Vuelvo a mi tarea.

—Yo soy Oscar, Juan, Sonia, Kati, Marga, y aquel que viene con la carretilla es Ousmane —presenta la chica de pelo rojo con un mechón verde.

Paula observa el trajín que hay en la nave, los hombres que están en el grupo son más o menos como ella, 67 o 70 años; las mujeres quizás algo menos. Los más jóvenes, la del mechón verde, y el chico de la carretilla. Cuando se va acercando ve que se trata de un tiarrón, medirá por lo menos 1́ 90; es un negro muy guapo, que llama la atención. Cuando llega hasta ellos saluda.

Con larguísimos pasos va trayendo cajas de fruta, están seleccionando la fruta, y le indican a Paula dónde tiene que ir colocando las piezas buenas para luego hacer bolsas. La tarde va pasando entre el ruido de cajas y la conversación. Ousmane también participa, en un español en el que intenta hacerse entender; con una amplia sonrisa. Comenta que alguna tarde no podrá venir porque va a clases para aprender español.

Con disimulo Paula observa al joven. Tiene unos ojos grandes, la mirada luminosa, lleva un niki verde de manga corta que deja al descubierto unos fuertes brazos de piel tersa y brillante. Todos le dicen que no se preocupe, que venga cuando pueda.

El tiempo ha pasado rápido; Paula se ha sentido bien, le ha

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parecido que en el grupo hay buena armonía. Se despiden. De regreso va pensando en Ousmane. Entra en casa y se dispone a preparar la cena, suena el teléfono:

—Diga. Hola Laura ¿qué tal lo habéis pasado?

—Te has perdido una película preciosa.

—Sí, ¿que habéis visto?

—Figuras Ocultas, la de las científicas afroamericanas que trabajaban en la Nasa. Nos ha gustado muchísimo, menuda discriminación, y eso que eran científicas, pero negras claro. ¿Y tú qué tal?

—Bien, allí hemos estado; en el grupo había ocho personas, y entre ellos un chico negro que tira de carretilla, menudos músculos. Chica, me ha sorprendido.

—¿Y eso el primer día?

—Es que no esperaba encontrar un chico tan agradable, Laura, ya hablaremos, me disponía a cenar.

—No de momento no voy a quedar hasta la semana que viene, ya hablaremos. Adiós, adiós.

El segundo día en el Banco de alimentos, la tarde es más tranquila. Ousmane pasa toda la tarde con ellos; no hay camión para descargar y se dedican a preparar los lotes. Juan pregunta a Ousmane, cuánto tiempo lleva en España.

—Cuatro años. Cuando marché de Dakar fui a Francia por el idioma, en mi país es idioma oficial junto con el Wolof, estuve unos años con unos primos y como el trabajo no duró mucho vine a España, primero en Barcelona seis meses y luego en Euskadi.

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Paula mira sus manos bonitas y bien cuidadas, que se mueven rápidas en el manejo de los paquetes que va preparando. También observa que le cuesta expresarse, pero pone empeño en que le entiendan. La tarde va pasando y Ousmane no pierde la sonrisa.

De regreso a casa Paula recuerda que tiene que llamar a su hija: «Sara ya estará en casa, cuando llegue la llamo».

—¿Sara?, ya he visto tu llamada. Acabo de llegar, que hoy también he ido al Banco de alimentos.

—Ya lo imaginaba, no te preocupes, sólo era para saber cuando vienes, ¿el jueves?, estupendo, así ves a los niños, que no tienen academia, y miramos las cortinas. Adiós, un beso. Se me olvidaba, y los pantalones que le tienes que arreglar a Ekin. Adiós, adiós.

Cuando cuelga se queda pensando que no le ha dicho nada de Ousmane a su hija. «¿Qué le puedo decir, que he conocido a un chico negro muy guapo? ¿Y por qué no?»

Quedan pocos días para colaborar en el Banco, la Navidad está cerca, el movimiento en las calles es de compras, regalos, niños que se quedan pegados en los escaparates mirando tantos juguetes, con esa ilusión que asoma a sus ojos casi tapados por bufandas que apenas dejan ver su cara. Paula se dirige con paso firme a su cita con el Banco. Varias veces delante del espejo se ha cambiado de ropa y por fin se ha decidido por un pantalón vaquero y un grueso jersey de lana de cuello vuelto, que le da un aire más juvenil, el abrigo y una boina que cubre su corta melena, que le confiere un toque de picardía.

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Ousmane no ha ido al Banco. Paula intenta centrar su atención en los paquetes que está preparando, para no confundirse. La tarde ha sido más larga.

Todos se despiden con prisas hasta el día siguiente, hay que hacer compras y los comercios están llenos de gente. Ella se va caminando, ya tendrá tiempo de hacer compras. Cuando llega junto a la cafetería allí está Ousmane.

—Hola, ¿cómo tú por aquí?, han dicho que hoy tenías clase.

—Sí, dos horas. ¿Tomamos un café?

—Sí lo necesito. A última hora me he quedado fría —Cuando se acerca el camarero piden los cafés.

—Pareces cansada —le dice sonriente Ousmane.

—Un poco, hemos estado terminando de hacer los lotes y mañana se hace el reparto. La verdad que esta gente hace una labor extraordinaria; te hemos echado en falta.

—Tú también eres como ellos

—No estoy muy segura; pero cuéntame qué has hecho hoy.

—Nos ha mandado la profesora una redacción sobre la cultura y las costumbres de nuestro país.

—Y tú ¿sobre qué has escrito?

—Del Ramadán, porque muchos no saben en qué consiste.

—Si te digo la verdad yo tampoco, he oído hablar pero no tengo conocimiento exacto de lo que significa para vosotros.

—En el Ramadán se hace un ayuno diario durante veinte o treinta días, desde el alba hasta la puesta del sol, cuando se

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hace la primera comida, al anochecer, después de la oración. Es obligación de todos, pero los niños y las mujeres después del parto, así como los enfermos no tienen obligación de hacerlo. No siempre lo celebramos en la misma fecha, depende del calendario lunar, comienza con la primera luna nueva y acaba la siguiente luna nueva.

—¿Todo musulmán lo cumple?

—Sí, pero hay excepciones como los enfermos diabéticos o los que padecen otras enfermedades, como te he dicho.

Ousmane mira a Paula, ella le sonríe.

—Muy interesante, seguro que les ha gustado tu redacción. ¿Nos vamos? —Se levanta y pasa rozando el hombro de Ousmane, un olor a colonia fresca y ropa se desprende de él.

Cuando se despiden, Paula vuelve la mirada atrás y saluda con su mano a Ousmane, sus ojos siempre sonríen.

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LAS ROSAS EN MI VENTANAMa Ángeles Ortega

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No cualquier tiempo pasado fue mejor. Eso pasó, pasó ya, aunque no se borró. Y ahora…ya me jubilé, nos jubilamos los dos. Desearía disfrutar, viajar junto a mi esposo. Se ha pasado tanto…. pero no sé, si mi cuerpo traiciona a mi mente o es mi mente quien traiciona a mi cuerpo.

¿Si pudiera higienizar mis pensamientos y derrotar esta angustia, este cansancio, esta impaciencia que me come?

Hay noticias…no son gratas…todos callan.

Llueve incertidumbre sobre mi sombra desolada.

Se extinguen los recuerdos en mi mente, sin tregua alguna, nadie dice nada.

Es la abominable injusticia de una rifa a ciegas en la que participamos todos, pero que solo toca a ciertas personas llenas de sueños y planes de futuro todavía.

Teníamos quimeras por realizar, por disfrutar, por vivir, teníamos tiempo aún.

Las rosas en mi ventana se marchitan, y no sé si seré capaz de darme cuenta cómo brotan la próxima estación.

LAS ROSAS EN MI VENTANAMª Ángeles Ortega

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Es otoño, esto no pinta bien, nadie lo sabe mejor que uno mismo.

Esquivan la mirada y las preguntas, solo monólogos o mentiras piadosas y sonrisas deslucidas. Se creen que no me doy cuenta, pero si, todavía sí. Yo callo.

Sin más, pronto seré como la otra cara de la luna.

Marta, guardó el diario en el cajón de la cómoda y se dirigió a la ventana. Se oía el bullicio de unos niños jugando a la pelota, los miraba sin ver, simplemente los miraba.

Marta oyó aproximarse unos pasos tranquilos a su espalda y sintió cómo unos brazos presionaban sus hombros cariñosamente y le besaban la mejilla.

—¿Qué estás mirando, Marta? —preguntó su esposo David con tono cariñoso.

Miraba la calle, cómo se notan los días, cada vez oscurece antes, y los chavales, qué energía, me recuerdan a nuestros hijos cuando eran chicos.

— Anda Marta —replicó David—, vamos a sentarnos, tengo algo importante que decirte.

David cogió las manos de Marta entre las suya y dijo con voz serena pero firme:

—Marta, había pensado que deberíamos hacer ese viaje que tanto anhelábamos, ¿por qué no?

Marta suspiró profundamente y asintió con la cabeza.

—Bueno, ya veremos.

David replicó:

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—No hay más que hablar, este pequeño viaje ya estaba hablado, nos lo debemos y no vamos a renunciar a él, lo haremos, no hay más que hablar. Te gustará, será nuestro secreto, nuestro recuerdo. Nos espera el Zatón.

Sentado al lado de Marta, muy juntos, David empezó a relatar esa aventura que recordarían hasta que la condición de Marta lo permitiese. Él ya lo había experimentado en su juventud, acompañado de su abuelo, y quería volver a revivirlo junto a Marta.

—Verás cariño —dijo David—, iremos en nuestro coche. Tomaremos la N—111 hasta llegar al pueblo de Nain. Luego tomaremos ese desvío. A la derecha nos toparemos con un camino sofocado por altos castaños que se abrazarán en sus cumbres y moldearán un baldaquín sobre nuestras cabezas. Seguiremos adelante y a nuestra izquierda descubriremos los altos muros vestidos de hiedra que los poseerán sin piedad. De su interior sobresaldrán dos altas palmeras, estoicos vigilantes de la quinta del indiano. Nos dirigiremos al viejo puente romano, lo cruzaremos y al final de éste habrá una plazuela adoquinada, enfrente, justo allí, estará la taberna y pensión de Tío Paco. En ella hallaremos de todo, nos pertrecharemos bien y preguntaremos si habrá buen tiempo para subir al Zatón en la siguiente mañana. Tío Paco, lugareño, conocerá todo lo que hay que saber del Zatón y sus alrededores.

Marta, sin decir palabra, miraba a David atentamente. David, prosiguió su relato.

—Sin perdida, a primeras horas de la mañana, nos pondremos en marcha, encontraremos un sendero abrupto al final de la plazuela. Estará rebosante de helechos y espinos

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deslucidos. Caminaremos entre luces que se filtrarán entre los árboles perennes y caducos que se erguirán hasta el limbo. Nos servirán de palio, y una alfombra vegetal crujirá a nuestros pies. Seguiremos el camino y moderaremos la marcha. Llenaremos nuestros ojos y todos nuestros sentidos de alborada, con esa neblina que viste la velada acuarela del pasado de la vida. Y los haremos nuestros. No tendrán amo y escucharemos el eco de las almas perdidas fusionadas con el canto de las aves. La brisa en el otero alimentará nuestro ánimo y el otoño en todo su esplendor será nuestro compañero. Nada ni nadie podrá robarnos esos momentos. Esos recuerdos, serán nuestro secreto, serán nuestros, Marta.

Al oír el relato de su esposo, Marta se sintió emocionada y plena de ilusión. Se le iluminó el rostro y en su boca se dibujó una amplia sonrisa a la vez que asentía con la cabeza, y se fundía en un abrazo con su compañero.

Alguien dijo una vez:

No puedes evitar que el pájaro de la tristeza sobrevuele tu cabeza, pero puedes evitar que construya un nido en ella.

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Nací en viernes.Me casé en sábadoY los segundos Volvieron mi pelo blanco.Pero hoy domingo,Un chocolate con churrosMe está esperando.

LINALoli Pineño

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LINALoli Pineño

La tarde de color de abril hace presencia por el gran ventanal. Su luz se cuela atravesando los visillos e iluminando la estancia. Es un gran salón donde predomina casi en su totalidad el blanco y los grises claros. Muebles blancos y amplios sofás en cuyo regazo varios cojines dormitan la espera de anfitriones y visitantes. Puertas blancas y cuadros con motivos florales reflejan un estilo vintage cálidamente acogedor.

Una kentia luce su esplendoroso verde al lado de un aparador coronado por un gran espejo.

Debajo unos zapatos de tacón color rojo esperan pacientemente.

Rompe la línea de claros un sillón de mimbre marrón modelo abanico, legado de Carlos. En él está sentado, mientras reposa los pies sobre una silla. Entre los pelillos mal colocados de su torso desnudo relucen una cadena y medalla doradas. Más que devoción son una remembranza de su infancia.

El cabello aún húmedo le cae sobre la frente y una toalla anudada a la cintura le cubre hasta los pies. Su donaire y

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arrogancia son la debilidad de Laura. Ojea distraído una revista.

Por la escalera contigua, con los antebrazos en alto y las zapatillas enchancletadas baja Laura un tanto apresurada soplándose las uñas.

—¡Carlos! ¿Me subes la cremallera, por favor?

—¿Tú no puedes?

—No, es que se me estropean.

—Pues podías habértelas pintado dos horas antes.

Laura se acerca a Carlos y se gira de espaldas para facilitarle el trabajo. Se echa el pelo sobre el lado derecho, dejando desnuda su nuca. Carlos con una mano intenta subir la cremallera, pero no puede.

—¿Qué pasa Carlos?

—¡Que no sube!

—¡Hijo!¡Pues suelta la revista y hazlo con las dos manos!

—¡Si es que ha pillado el forro!

Laura sacude graciosamente las caderas para que el forro se recoloque mientras le dice a Carlos:

—Ten cuidado no se vaya a romper !¡Y date prisa que llego tarde!

Carlos al fin consigue que la cremallera suba sin dificultad. El vestido negro se ciñe como un guante al cuerpo cimbreante y todavía esbelto de Laura.

—¡Gracias cariño!

[Loli Pineño — 92]

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Acercándose al aparador Laura se retoca el pelo y se da brillo en los labios. Al hacerlo, ve por el espejo como Carlos la mira por encima de la revista. Siente que esa mirada recorre todo su cuerpo y un escalofrío la envuelve… pero, solo dura un instante. Carlos desinteresado continúa ojeando la revista.

—¡Oye, Carlos: ese marrón del sillón no pega nada! Estaría mejor lacado en blanco y... ¡un cojín con amapolas quedaría genial!

—¡Ay, Laura! ¡Tú y tu brocha blanca! Te he dicho cien veces que se quedará así. Es historia y merece un sitio de preferencia tal y como está. Creo que está claro, ¿no?

—Es que yo no aguanto los marrones. Son aburridos y tristes.

Laura se saca las zapatillas y se sube a los zapatos rojos. Coge el bolso a juego y una bolsita que está sobre el aparador. Se mira el reloj.

—¡Ay! ¡Ya llego tarde!

Carlos, sin inmutarse, pregunta:

—¿Vas a venir tarde?

—No sé, depende de Lina.

—¡Oye! Sales mucho con esa Lina, ¿no? A ver si me la presentas.

—Algún día. Ya veremos. ¿Tú que vas a hacer?

—Iré al gimnasio… o al cine con Raúl o David. No sé. ¿Me has dejado cena?

—Sí, ahí lo tienes todo. ¡Hasta luego Carlos!

[Loli Pineño — 93]

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Laura va a salir, pero se da cuenta de que no ha cogido el móvil. Vuelve hacia el aparador, pero se arrepiente y sale cerrando la puerta tras de sí. Se dirige sin prisa al ascensor. Da al botón de llamada. De la puerta de al lado sale Miren, cargada con bolsas en las manos. Dos son de unos grandes almacenes.

—¡Hola, Miren!¡Buenas tardes!

—¡Buenas tardes, señora!

—Andas muy tarde hoy, ¿no?

—Sí, es que han venido los hijos de los señores con los niños y tenía plancha para aburrir.

Llega el ascensor. Laura abre la puerta.

—¡Pasa Miren!

—¡No, señora! ¡Espero al otro!

—¿Pero por qué?

—Porque ésta —Señalando una de las bolsas— es de basura.

—No importa Miren, ¡pasa!

—¡No, señora! ¡Usted primero!

—¡Que no, mujer! ¡Pasa tú!

Miren, arrimándose las bolsas al cuerpo para no entorpecer:

—Pues hoy... hace un día muy bueno para dar un paseo, ¿verdad?

—Pues sí. A eso vamos. ¿Vas muy cargada, no?

—Sí, es que la señora me ha dado un montón de ropa. Es

[Loli Pineño — 94]

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buena, de marca. Antes de ir a casa paso por donde mi amiga Maricarmen que le viene muy bien; así, de paso, me arregla algo para mí. Se le da muy bien la aguja, en cambio yo nada de nada. Y luego a casa, ¡a ver la que me ha preparado la tropa!

—Estás muy cansada, ¿verdad?

—Pues sí. ¡Es que tengo unos sofocos…!, ¡y el calor que hace hoy! —Un hilillo de sudor le cae por la frente. El ascensor se detiene en el portal. Sale Laura sosteniendo la puerta para que Miren pueda salir con su carga

—¡Gracias señora! —Laura se apresurar a abrirle también la puerta de la calle

—¡Bueno, señora, muchas gracias y hasta mañana!

—¡Cuídate Miren!

Laura se queda parada en el escalón. Ve alejarse a Miren. Es una mujer regordeta, muy guapa. Apenas 1,60. Sus andares denotan cansancio. Sus tobillos inflamados han perdido forma y muestran una piel enrojecida. La ve pararse ante el contenedor para tirar la basura.

Casi en voz alta susurra: ¡Pobre Miren!. Compara. Casi tienen parecida edad. Se pregunta: Ahora, cuando llegue su tropa (como ella dice) no podrá ni dejarse caer en el sofá y empezará a preparar el puchero de mañana. La pierde de vista y entonces, casi indolente, inicia su paseo en dirección contraria.

Cabizbaja sigue recordando a Miren. Le produce una gran ternura y se pregunta: ¿Será feliz con esa prole? ¿Y su marido… todavía la encontrará bonita?

[Loli Pineño — 95]

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Un claxon la vuelve a la realidad.

—¡A ver, esa señora tan guapa sola!

—¡Hola, José! ¿Vas para casa ya?

—¡Sí, a ver si me dan de comer, que estoy reventao! ¿Y, Carlos?

—En casa.

—¿Y tú… de paseo?

—Sí. He quedado con una amiga.

—Pues dile a Carlos que no se despiste tanto... Bueno, dale un saludo. ¡Hasta otra!

—¡Adiós, José!

El taxista se aleja. Laura anda sin prisa, sin fijarse en nada especial. La gente se cruza, la adelanta y a veces Laura entorpece el tránsito sobre todo en los semáforos. El tiempo transcurre sin más.

En la misma acera hay una boutique de lencería. Le apasiona un conjunto que ya ha visto otros días. Le dirige una mirada de complacencia y sigue camino del parterre.

Se pierde por el laberinto de los jardines hasta llegar al lugar donde cada vez queda con Lina. Llega al banco. Mira a un lado y a otro: Lina no tardará en llegar, es muy puntual, piensa.

Laura se sienta. Está cansada. Se quita los zapatos y estira las piernas. Empieza a girar los pies a un lado y a otro para relajarlos. Va pasando el tiempo y Lina no hace acto de presencia.

[Loli Pineño — 96]

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Una señora con un Yorkshire la saluda:

—¿Qué, de espera?

—Sí, hoy me toca a mi esperar. Me extraña que no haya venido.

—Eso digo yo. Ella siempre llega antes y se sienta pacientemente a esperarte.

—Sí, ella siempre es muy puntual. Me parece raro que tarde tanto.

—Bueno, no se preocupe. Enseguida aparecerá. ¡Hasta luego!

La mujer se aleja. Laura se pone de pié y vuelve a calzarse los tacones. Se impacienta.

Siente los ladridos de un perro enrabietadamente obstinado, en un punto del seto. Alrededor, el murmullo de una chavalería que mira curiosa. El dueño del perro apenas puede hacerse con el chucho. Laura comienza a acercarse inquieta. Por fin, el hombre da un fuerte tirón llevándose al perro. Los niños continúan mirando. Instantes después se alejan jugando entre ellos.

Laura llega al punto del conflicto para ver qué es lo que ponía nervioso al dichoso perro; pero antes, se alza de puntillas para ver por encima de los rosales una vez más el banco y cerciorarse de que Lina aún no ha llegado. Saca la bolsita que guarda en el bolso a la vez que se agacha, atisbando, para ver más adentro del hueco entre las ramas del seto. Escucha un débil maullido. Laura sacando unas galletitas de la bolsa, las pone con mimo junto al hueco y… otra vez, el maullido. Laura pregunta:

—¿Lina?¿Eres tú?

[Loli Pineño — 97]

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Me llamo Mercedes y algo más, y en el libro de mi vida pasé por la introducción, el desarrollo, y he llegado al desenlace, que no se cómo será.

EL REGRESOMercedes Rodríguez

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Apoyada en el borde del barco que les llevaría de regreso a casa, una mujer miraba indiferente el ir y venir de los marineros que se afanaban en el muelle ultimando los tardíos embarques para retirar la pasarela y poder soltar amarras.

El barco ya había anunciado su inminente salida, con el grave sonido de la sirena. En el muelle, sumergido en la niebla que subía del mar, esa sirena sonó lúgubremente en los oídos de la mujer, abismada en sus negros pensamientos.

El tiempo pasaba y su marido aún no había embarcado, probablemente enfrascado en una de sus interminables partidas de cartas.

Los marineros comenzaron a soltar amarras y retirar la pasarela.

El barco lentamente comenzó a separarse del muelle. Los negros pensamientos que hasta ahora danzaban en su mente, comenzaron a disiparse.

El barco zarpaba y su marido estaba en tierra. Volvía sola a casa. Imaginó ese regreso.

[Mercedes Rodríguez — 101]

EL REGRESOMercedes Rodríguez

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Pasaría las horas en cubierta, contemplando los rojos atardeceres, después la luna nacarada y el brillo de las estrellas la envolverían por la noche.

Disfrutaría de la brisa del mar en vez del aire cargado de los salones donde su marido la obligaba a ir todas las noches.

Sería un final feliz para ese viaje que había resultado tan agotador para ella.

En el cielo, cuando el aire rasgaba la niebla en jirones, aparecían brillantes las estrellas animándola a mantener viva la esperanza.

De pronto la sobresaltó el vocerío que subía del muelle. Alguien, a gritos, pedía que bajasen la pasarela. Era su marido. ¡Adiós a todas sus esperanzas!

Ya no podría disfrutar de anocheceres bajo las estrellas.

Las voces del muelle la devolvieron a la realidad, y sueños y esperanzas desaparecieron.

Volvió a sonar la sirena, y el barco, conducido por los prácticos del puerto, enfiló hacia la salida del abra adentrándose en el oscuro mar. Dejaba tras de sí una estrella de esperanzas perdidas que la luna iluminó.

[Mercedes Rodríguez — 102]

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AQUELLOS ALEGRES VERANEOSMertxe Santamarina

¡Qué veranos pasamos en casa de mi tía y madrina Mertxe en Laredo!

Enfrente de aquella casa se extendía la playa. Uno de los huertos que había detrás era de una vecina, y pasábamos muchas tardes en él, regando y aguardando que maduraran aquellas verduras y aquellas legumbres.

Pero lo que poco a poco maduraba era la vida.

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Por las mañanas solían ir a pasear por la orilla de la playa, para al final darse un buen baño y volver a casa.

Después de comer, él se echaba la siesta y ella, tras recoger, salía a sentarse en la terraza de entrada al apartamento; se ponía a la sombra a coser o hacer punto. Todo esto lo hacían cuando estaban solos, podían aprovechar para vivir, pasear y descansar.

Allí sentada veía todas las puertas de los otros apartamentos y el ascensor, con el ir y venir de los veraneantes, casi todos se conocían de muchos años y los que venían de alquiler enseguida se integraban.

Desde allí podían ver también casas de labranza, el camping y los caballos de alquiler.

A la izquierda un campo de fútbol y un gran aparcamiento de coches junto a la carretera.

Muchos vecinos se sentaban a charlar cuando el sol se iba escondiendo, una vez que su marido se había vestido paseaban hasta el puerto y contemplaban como volvían los barcos tras la faena cargados de peces.

[Mertxe Santamarina — 105]

AQUELLOS ALEGRES VERANEOS

Mertxe Santamarina

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Por la mañana podían ir a la playa, si hacía bueno y si estaba nublado siempre había algo que hacer en casa, o se iban a algún pueblo vecino en el que sabían que habría mercado. Si había llovido iban a buscar caracoles para su sobrina, que le gustaban mucho y los preparaba muy bien, y que ellos comerían en casa de ella, porque también les gustaban mucho a ellos.

En agosto venía su hija Esther con su marido y los niños.

Allí se juntaban tres generaciones y aunque era pequeño, pues solo tenía dos habitaciones, el salón grande, donde hacían la vida, y una cocina tan minúscula que solo cabía la que cocinaba. Eran días muy felices.

El salón tenía una terraza grande desde donde veían la playa y el puerto a la derecha, y a la izquierda Santoña. Tenían un jardín con dos piscinas, una pista de tenis y un pequeño campo de fútbol, porque eran dos bloques y había muchos niños.

Como los padres trabajaban en julio, los niños veraneaban con ellos. En agosto se reunían por fin todos.

Un fin de semana de julio, cuando iban de camino a verles, tuvieron un accidente, el coche cayó por un pequeño terraplén, dando dos vueltas de campana; ella quedó atrapada bajo el peso del coche. No pudo salir con vida. Él pudo salir solo del coche, que quedó destrozado, con heridas y magullado, pero vivo.

Aquello fue, era su única hija y solo tenía 37 años. Era matrona, trabajaba en el Hospital.

Dejó una niña con 7 años y el niño con 5. Toda la familia les apoyaron. Por la mañana venía la chica que tenían hacía

[Mertxe Santamarina — 106]

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tiempo, los abuelos les llevaban al colegio, les iban a buscar y les daban de comer. La chica se marchaba a las 2, y por la tarde se hacían cargo de los niños hasta que regresaba su padre para cenar.

A finales de agosto, en Laredo, se celebraba una fiesta de fin de veraneo en los jardines de la urbanización. Cada vecina bajaba algo hecho en casa y chucherías para los niños; al final tenía lugar una chocolatada.

Los niños hacían grupos, unos contaban chistes, otros bailaban, jugaban, corrían, se lo pasaban en grande.

En septiembre se marchaban los que tenían niños, no les quedaba más remedio que volver; pero ellos se quedaban hasta finales de octubre, para recoger la casa, después de haber estado veraneando allí 3 generaciones juntas.

A eso del año, el padre empezó a salir con una chica soltera, los niños la cogieron mucho cariño y ella también a ellos. Se les veía contentos.

En verano se iban con los abuelos a Laredo; cuando venía su padre con su nueva novia a buscarles para ir a merendar, pasaban un día estupendo, por la noche volvían encantados, y los abuelos casi más de verles felices.

La chica adoraba a los niños y quería casarse, pero él no estaba muy convencido, ella le dejó. De vez en cuando veía a los niños cuando estaban con los abuelos.

Así que el padre pensó que los abuelos habían hablado mal de él a la chica, cosa que no era cierta; se enfadó con ellos y prohibió que fuesen a ver a los niños, ni llevarles al cole.

[Mertxe Santamarina — 107]

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Aquello les hundió más aún. Tenían que verles a escondidas o en los cumpleaños de las sobrinas, porque con ellas no se había enfadado.

Así fueron pasando los días, iban a gimnasia, hacían excursiones y viajaban con el Imserso, veían a los nietos furtivamente en los recreos o al salir del cole, porque la chica les dejaba ver, sin que lo supiese su padre.

En junio marchaban al apartamento hasta finales de octubre. En el 2º piso tenían una vecina, Inés, que era mayor que ellos, pero bajaba 2 días a la semana a regar el huerto que tenía su hijo cerca de la Urbanización; ellos solían ir a ayudarla y llevaban algo de merienda y pasaban la tarde.

Los niños crecían. Y la niña quiso estudiar Veterinaria y tuvo que ir a Cáceres. Los abuelos pensaban que lo estaría pasando mal tan lejos de casa y pensaban ir unos días.

Una Navidad, al abuelo le dio un infarto y murió. A partir de aquel momento, el yerno les dejaba ir a ver a la abuela y pasar unos días en Laredo con ella. Luego iban con él a Labastida.

La abuela quería ver cómo estaba la niña en Cáceres, y pidió a las sobrinas, que por favor la llevasen a verla.

Se fueron las tres y estuvieron hospedadas en el Colegio Mayor. Todo aquello era precioso y más cuando lo enseñaba la niña, que ya llevaba dos años allí. Se quejaba de la comida que daban en el comedor; hombre como en su casa no era, pero se podía comer.

El padre tenía una amiga del trabajo y los fines de semana la llevaba a su casa a comer.

[Mertxe Santamarina — 108]

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La abuela se quedó tranquila al comprobar como vivía su nieta. Al nieto, como vivía cerca de ella, le veía a menudo, estaba contenta porque estudiaba cocina en Archanda.

Así iban pasando los días. Ella no quería vivir sola, y como tenía la cabeza bien amueblada, decidió irse a una residencia muy próxima a la casa de yerno y nieto.

Nunca le faltó la visita del nieto, y por supuesto la de las sobrinas. La nieta terminó la carrera y se quedó trabajando en Extremadura; venía de vacaciones, y un verano se trajo al novio, que era de allí, y prepararon la boda.

¡Allí fueron a casarla toda la familia!

[Mertxe Santamarina — 109]

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