yuri herrera

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1 Yuri Herrera TRABAJOS DEL REINO EDITORIAL PERIFÉRICA

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Trabajos del reino (primeras paginas)

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Yuri Herrera

TRABAJOS DEL REINO

E D I T O R I A L P E R I F É R I C A

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P R I M E R A E D I C I Ó N : febrero de 2008

© Yuri Herrera, 2004, 2008© de esta edición, Editorial Periférica, 2008Apartado de Correos 293. Cáceres 10001

[email protected]

I S B N : 978-84-936232-0-3D E P Ó S I T O L E G A L : cc-02-2008

I M P R E S I Ó N : Tomás Rodríguez, CáceresE N C U A D E R N A C I Ó N : Preimex, Mérida

I M P R E S O E N E S P A Ñ A – P R I N T E D I N S P A I N

El editor autoriza la reproducción de esta obra, total

o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre

y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

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A Florencia

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N O T A D E L A U T O R

Parte de esta novela se escribió con el apoyo del Fondo Nacio-nal para la Cultura y las Artes de México.

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Él sabía de sangre, y vio que la suya era distinta.Se notaba en el modo en que el hombre llenabael espacio, sin emergencia y con un aire de sa-berlo todo, como si estuviera hecho de hilos másfinos. Otra sangre. El hombre tomó asiento a unamesa y sus acompañantes trazaron un semicírcu-lo a sus flancos.

Lo admiró a la luz del límite del día que sefiltraba por una tronera en la pared. Nunca habíatenido a esta gente cerca, pero Lobo estaba se-guro de haber mirado antes la escena. En algúnlugar estaba definido el respeto que el hombre ylos suyos le inspiraban, la súbita sensación deimportancia por encontrarse tan cerca de él. Co-nocía la manera de sentarse, la mirada alta, el bri-

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llo. Observó las joyas que le ceñían y entoncessupo: era un Rey.

La única vez que Lobo fue al cine vio unapelícula donde aparecía otro hombre así: fuerte,suntuoso, con poder sobre las cosas del mundo.Era un rey, y a su alrededor todo cobraba senti-do. Los hombres luchaban por él, las mujeresparían para él; él protegía y regalaba, y cada cual,en el reino, tenía por su gracia un lugar preciso.Pero los que acompañaban a este Rey no eransimples vasallos. Eran la Corte.

Lobo sintió envidia de la mala, y después dela buena, porque de pronto comprendió que estedía era el más importante que le había tocado vi-vir. Jamás antes había estado próximo a uno delos que hacían cuadrar la vida. Ni siquiera habíatenido la esperanza. Desde que sus padres lohabían traído de quién sabe dónde para luegoabandonarlo a su suerte, la existencia era unacuenta de días de polvo y sol.

Una voz atascada de flemas lo distrajo demirar al Rey: un briago le ordenaba cantar. Loboacató, primero sin concentrarse, porque todavía

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temblaba de la emoción, mas luego, con esa mis-ma, entonó como no sabía que podía hacerlo ysacó del cuerpo las palabras como si las pronun-ciara por primera vez, como si le ganara el júbilopor haberlas hallado. Sentía a sus espaldas la aten-ción del Rey y percibió que la cantina se silen-ciaba, la gente ponía los dominós bocabajo en lasmesas de lámina para escucharlo. Cantó y el briagoexigió Otra, y luego Otra y Otra y Otra, y mien-tras Lobo cantaba cada vez más inspirado, elbriago se ponía más briago. A ratos coreaba lasmelodías, a ratos lanzaba escupitajos al aserrín ose carcajeaba con el otro borracho que lo acom-pañaba. Finalmente dijo Ya, y Lobo extendió lamano. El briago pagó y Lobo vio que faltaba.Volvió a extender la mano.

—No hay más, cantorcito, lo que queda es paecharme otro pisto. Date de santos que te tocóeso.

Lobo estaba acostumbrado. Estas cosas pasa-ban. Ya se iba a dar la vuelta en seña de Ni modo,cuando escuchó a sus espaldas.

—Páguele al artista.

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Lobo se volvió y descubrió que el Rey ate-nazaba con los ojos al briago. Lo dijo tranquilo.Era una orden sencilla, pero aquel no sabía pa-rar.

—Cuál artista —dijo—, aquí nomás está esteinfeliz, y ya le pagué.

—No se pase de listo, amigo —endureció lavoz el Rey—, páguele y cállese.

El briago se levantó y tambaleó hasta la mesadel Rey. Los suyos se pusieron alerta, pero elRey se mantuvo impasible. El briago hizo unesfuerzo por enfocarlo y luego dijo:

—A usted lo conozco. He oído lo que dicen.—¿Ah sí? ¿Y qué dicen?El briago se rió. Se rascó una mejilla con tor-

peza.—No, si no hablo de sus negocios, eso todo

mundo lo sabe… Hablo de lo otro.Y se volvió a reír.Al Rey se le oscureció la cara. Echó la cabeza

un poco para atrás, se levantó. Hizo una seña asu guardia para que no lo siguiera. Se aproximóal briago y lo agarró del mentón. Aquel quiso

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revolverse sin éxito. El Rey le acercó su boca auna oreja y dijo:

—Pues no, no creo que hayas oído nada. ¿Ysabes por qué? Porque los difuntos tienen muymal oído.

Le acercó la pistola como si le palpara las tri-pas y disparó. Fue un estallido simple, sin im-portancia. El briago peló los ojos, se quiso dete-ner de una mesa, resbaló y cayó. Un charco desangre asomó bajo su cuerpo. El Rey se volvióhacia el borracho que lo acompañaba:

—Y usté, ¿también quiere platicarme?El borracho prendió su sombrero y huyó,

haciendo con las manos gesto de No vi nada. ElRey se agachó sobre el cadáver, hurgó en unbolsillo y sacó un fajo de billetes. Separó algu-nos, se los dio a Lobo y regresó el resto.

—Cóbrese, artista —dijo.Lobo cogió los billetes sin mirarlos. Obser-

vaba fijamente al Rey, se lo bebía. Y siguió mi-rándolo mientras el Rey hacía una seña a su guar-dia y abandonaba sin prisas la cantina. Lobo aúnse quedó fijo en el vaivén de las puertas. Pensó

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que desde ahora los calendarios carecían de sen-tido por una nueva razón: ninguna otra fecha sig-nificaba nada, sólo esta, porque, por fin, habíatopado con su lugar en el mundo; y porque ha-bía escuchado mentar un secreto que, carajo, quéganas tenía de guardar.

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Polvo y sol. Silencios. Una casa endeble dondenadie cruzaba palabras. Sus padres eran una pa-reja perdida en un mismo rincón, sin nada quedecirse. Por ello a Lobo las palabras se le fueronacumulando en los labios y luego en las manos.Tuvo escuela fugaz, en la que entrevió la armo-nía de las letras, el compás que las ataba y lasdispersaba. Fue una hazaña íntima, porque paraél los trazos en el pizarrón eran borrosos, el pro-fesor lo tenía por bestia y se confinó a la soledadde su cuaderno. Aún consiguió dominar de purofervor propio las costumbres de las sílabas y losacentos, antes de que lo mandaran a ganar la vidaa la calle, a ofrecer rimas a cambio de lástima ycentavos.

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La calle era un territorio hostil, un forcejeosordo cuyas reglas no comprendía; lo soportó afuerza de repetir estribillos dulces en su cabezay de habitar el mundo a través de las palabraspúblicas: los carteles, los diarios en las esquinas,los letreros, eran su remedio contra el caos. Separaba en la banqueta a repasar una y otra vezcon los ojos una salva cualquiera de palabras yolvidaba el ámbito fiero a su alrededor.

Un día su padre le puso el acordeón en lasmanos. Fríamente, como la indicación para des-trabar una puerta, le enseñó a combinar los boto-nes de la derecha con los bajos a la izquierda, ycómo el fuelle suelta y aprieta el aire para colo-rear sonidos.

—Y abrácelo bien —le dijo—, que este es supan.

Al día siguiente se fue al otro lado. Espera-ron sin fruto. Después, su madre cruzó y ni pro-mesas de vuelta le hizo. Le dejaron el acordeónpara que se metiera en las cantinas, y en ellas supoque los boleros admiten cara suavecita pero quelos corridos reclaman bragarse y figurar la histo-

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ria mientras se la canta. También aprendió las si-guientes verdades: Estar aquí es cosa de tiempoy desgracias. Hay un Dios que dice Aguántese,las cosas son como son. Y, quizá, la más impor-tante: Apártate del hombre que está a punto devomitar.

Nunca reparó en esa cosa absurda, el calen-dario, porque los días se parecían todos: rondarentre las mesas, ofrecer canciones, extender lamano, llenarse los bolsillos de monedas. Las fe-chas ganaban nombre cuando sucedía que alguiense apiadaba de sí o de los otros y sacaba su pisto-la y acortaba la espera. O al descubrir Lobo lospelos y los tamaños que se le instalaban capri-chosamente en el cuerpo. O cuando unos dolo-res como tajos adentro del cráneo lo tumbabandurante horas. Finales y caprichos así eran la hue-lla más notable para ordenar el tiempo. En eso sele iba.

Y en saber de sangres. Podía descifrar cómose cuajaba en las sabandijas que le decían Ven,chiquito, ven, y lo invitaban a los rincones; cómotrababa las venas de los miedosos que sonreían

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sin tener por qué; cómo se hacía agua en el cuer-po de los que ponían de nuevo y de nuevo lamisma herida en la rocola; cómo era piedra secaen ceñudos con ganas de torcer.

Cada noche volvía Lobo al rincón donde car-toneaba, a mirar las paredes y sentir que le cre-cían las palabras.

Se puso a escribir canciones de cosas que lepasaban a otros. Del amor no sabía nada pero es-taba al tanto; lo mentaba en medio de dichos ysaberes, le ponía notas y lo vendía. Pero era unarepetición lo suyo, un espejo de la vida que lecontaban. Aunque tenía la sospecha de que algomás podía hacer con las canciones, ignoraba cómoarrojarse, porque ya todo estaba dicho, y enton-ces qué caso. Apenas quedaba esperar, continuar,esperar. ¿A qué? Un milagro.