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11 F ue hasta la tarde del 13 de agosto de 2009 cuando la familia del compositor Xosé Ximénez decidió llenar los papeles, cobrar los seguros y darlo por muerto. Sucede entonces. Sucedió ahora. No encuentran los huesos, no hay sepelio. Lágrimas, sí. Pero ningún rastro. Hasta hoy. Cristina y Julieta han dado con su úl- tima residencia: la habitación individual del hotel Magallanes. Isla Mujeres, Quintana Roo. La esquina del universo donde Xosé fue visto por última ocasión mide siete metros cuadrados. En el baño, las hermanas del músico encuentran su cepillo de dientes amarillo, una navaja de rasurar y una pastilla. Una esponja y una taza con el escudo del gobierno del estado completan los trazos de la naturaleza muerta. Julieta y Cristina han llegado a la costa montadas en una colec- ción de números telefónicos. Letreros pegados en postes y casetas de teléfono. Se pararon a preguntar en puestos de tacos, pulque- rías, salones de baile y navaja. Ofrecieron dinero, alimentos, dro- gas, ropa, más dinero, un anillo de compromiso con diamante propiedad de la difunta tía Amparito. A lo mejor un muerto, pensaba Julieta, ayudaba a encontrar a otro, si era verdad que su hermano estaba muerto. Llegan a la avenida Gustavo Rueda, do- blan esquinas, cuentan cuadras, buscan fachadas, quedan frente CONSTANTINOPLA JC.indd 11 10/15/13 3:58 PM

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F ue hasta la tarde del 13 de agosto de 2009 cuando la familia del

compositor Xosé Ximénez decidió llenar los papeles, cobrar los seguros y darlo por muerto.

Sucede entonces.Sucedió ahora.No encuentran los huesos, no hay sepelio. Lágrimas, sí. Pero

ningún rastro. Hasta hoy. Cristina y Julieta han dado con su úl-tima residencia: la habitación individual del hotel Magallanes. Isla Mujeres, Quintana Roo. La esquina del universo donde Xosé fue visto por última ocasión mide siete metros cuadrados. En el baño, las hermanas del músico encuentran su cepillo de dientes amarillo, una navaja de rasurar y una pastilla. Una esponja y una taza con el escudo del gobierno del estado completan los trazos de la naturaleza muerta.

Julieta y Cristina han llegado a la costa montadas en una colec-ción de números telefónicos. Letreros pegados en postes y casetas de teléfono. Se pararon a preguntar en puestos de tacos, pulque-rías, salones de baile y navaja. Ofrecieron dinero, alimentos, dro-gas, ropa, más dinero, un anillo de compromiso con diamante propiedad de la difunta tía Amparito. A lo mejor un muerto, pensaba Julieta, ayudaba a encontrar a otro, si era verdad que su hermano estaba muerto. Llegan a la avenida Gustavo Rueda, do-blan esquinas, cuentan cuadras, buscan fachadas, quedan frente

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a la recepción. Un abanico en el techo que gira en cámara lenta. Hablan con la encargada de la recepción, piden permiso para sa-car las pertenencias de su hermano. Se les concede a cambio de cuatro mil pesos: por la vuelta, por la visita de un cerrajero al que nunca ven entrar, por el riesgo de abrirles así nomás sin saber quiénes eran y sin permiso de los dueños, por el silencio que en esta tierra siempre cuesta.

—¿Cuánto traes?—Ochocientos.—Voy rápido al cajero, a ver si queda algo.Siente los ojos como terrones, incapaces de lluvia o tormenta,

apenas unas órbitas rojizas como evidencia del sollozo atragan-tado. Cristina hace la caminata de ida y vuelta. Regresa con los brazos húmedos y un par de billetes morados guardados en el bolsillo de sus pantalones cortos.

Les aceptan los dos mil ochocientos.Un par de viajes son suficientes para acomodar todo en el asiento

trasero del Civic. Julieta y Cristina suben tres cajas de cartón, cinco camisas (cada una con su gancho de alambre), la guitarra Wash-burn FM333, un pantalón gris, el pedal de distorsión Big Muff y una libreta de forma francesa con tapas negras atiborrada de fotos, apuntes, dibujos, notas que tendrán que revisar más tarde, cuan-do el nudo esté menos apretado, cuando el pulso vaya más lento.

Las notas de su hermano, el desaparecido, el no muerto, el in-sepulto. Se detendrán en cada página. Revisarán sus secretos nota por nota, querrán conocer el significado de cada historia, de cada uno de esos dibujos que brotan en las orillas. Lo mirarán a los ojos en las fotos. Encontrarán lo que estaban buscando. Se darán un abrazo largo y tardarán unos meses antes de volver a encon-trarse para decirse una palabra.

Se siente como un tren que te pasa encima del pecho cada hora, dice Cristina antes de parar en una gasolinera en el camino de vuelta.

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Se bajan del auto, compran guayas y mangos en una carretilla; no tienen hambre.

Se quedan un rato frente al baño de la estación antes de vol-ver al camino negro, cada una asomada al abismo sin final de su propia tristeza.

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E l anuncio del periódico no decía nada de seguro social, vales

de gasolina, vacaciones pagadas o despensa. El rectángulo blanco y negro sólo utilizaba como imán las palabras “buena paga”.

Lo encontré en el periódico.Viernes 11 de septiembre de 1998.Sección de clasificados.“Se solicita asistente. Buena paga.”La dirección y el teléfono.Me animé a llamar porque necesitaba ocuparme en algo. Era

parte de la terapia: levantarme temprano, evitar la siesta, llegar a la noche con una lista de actividades a cuestas. Esconderme del pánico y el insomnio detrás de mis párpados al final de cada faena.

Tenía dos meses y medio de haber terminado la licenciatura en ciencias de la comunicación en el Plantel Tlalpan de la Univer-sidad Mexicana, la unMe, una de esas instituciones de educación privada que gravitan alrededor de la unaM, en el sur del D.F.

Al igual que otros graduados, recibí como presente de fin de cursos un diploma con letras doradas que certificaba mi paso por una de las carreras con menor nivel de especialización que ha ideado nuestro sistema educativo. Sabía poco de algunas cosas y varios de mis exámenes finales consistieron en entregar manuali-dades dignas de un jardín de niños.

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Ocho semestres que me dejaron como capital de intelecto la filmografía de Brian de Palma y un dibujo hecho con tiza blanca que representaba la teoría de la aguja hipodérmica.

Lo de Brian de Palma fue resultado de la obsesión de Gómez, nuestro profesor de cine: curso teórico práctico desarrollado en-tre los semestres tercero y sexto, que alcanzó su clímax con una recreación estudiantil de la primera escena de Perros de reserva de Quentin Tarantino, favorito de la clase. Puestos a votar, elegimos ese reto.

Gómez terminaba despeinado cada vez que se ponía a hablar del cineasta. Decía que cada una de sus películas era un manual de lenguaje cinematográfico, técnicamente perfecto.

Nos puso a ver todas: Carrie, Los Intocables, Obsesión, La furia, Scarface, Asesinato a la moda, La hoguera de las vanida- des, Carlito’s Way, Misión imposible. Le servían para explicar gé- neros, movimiento de cámaras, diseño de arte, dirección de actores, continuidad. Si entendías la narrativa de De Palma, ase-guraba, encontrarías pocos obstáculos al momento de crear tus propias películas. Él terminaba la clase de tres horas sin gomina y con la garganta reseca. Varios roncaban en la última fila de la sala de proyecciones.

“Aprenderemos a hablar”, decía al inicio de cada sesión. Col-gaba su saco sobre una de las butacas, levantaba el vhs en turno y le daba una palmadita frente a los educandos.

Si las agujas no me provocaran fobia, me habría tatuado la que Verónica dibujó sobre el pizarrón para explicar a la clase las con-clusiones de Harold Lasswell. Era el último curso del seminario de teoría de la comunicación. El temario fue repartido entre los estudiantes y cada uno debía hacerse cargo de un apartado. Se-gún la doctora Vázquez, a cargo de la materia, se trataba de un mecanismo inmejorable para repasar algunas de las teorías y con-

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ceptos más importantes analizados durante toda la carrera. Para muchos de los compañeros se trataba de una forma de justificar la holgazanería del personal docente, que así evitaba tener que preparar un par de lecciones a la semana.

Fue la materia que nos permitió admirar por treinta y tres mi-nutos, sin interrupciones, la presencia de Verónica con fondo de ladrillo y rectángulo verde.

En una mano las hojas con los apuntes, en la otra el pedazo de gis. En el centro del cosmos su falda corta de mezclilla, sus muslos cubiertos por la elasticidad de una tela negra. No se enteraba de lo que decías si te colocabas en su costado derecho. Un dispositivo color hueso en la oreja izquierda para amplificar el sonido. Si se te quedaba mirando y arrugaba la nariz, quería decir que tampoco con el aparato había conseguido entenderte y era necesario hacer una segunda toma. Sacaba mejores notas en estadística que en literatura universal.

A veces olvidaba sus argumentos a medio debate en la clase de filosofía. Cerraba los ojos y se echaba a reír.

Fuimos compañeros de equipo durante ocho semanas en el ta- ller de medios impresos. Un día nos quedamos encerrados en el cuarto oscuro del laboratorio de fotografía. Evitamos los gritos desesperados y no nos fueron a buscar hasta que pasaron cuaren-ta minutos y la sesión había terminado. La penumbra me permitía reconstruir mentalmente las curvas de sus labios, los mechones color rosa que decoraban su cabellera.

Verónica, junto con otras seis personas de mi generación, era parte del círculo de pelotita haki que se reunía en la explanada durante las horas libres.

Podíamos utilizar cualquier parte del cuerpo, salvo los brazos, para evitar que la esfera rellena de semillas tocara el suelo. Cuan-do nos alcanzaban el reloj, la sed o el agotamiento, terminábamos la partida.

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Ciertos días la pelota se olvidaba, se perdía o se volaba al mo-tel contiguo a la escuela (desde el estacionamiento se podían ver las habitaciones). Entonces el equipo deportivo mutaba en tertu-lia, los temas frecuentes eran Álex Lora, Molotov, Street Fighter, La Cuca, la separación de los Pixies, vida y obra de Danny Boyle y la versión cinematográfica de Romeo y Julieta, de Baz Luhr-mann. Dejábamos nuestras mochilas en el suelo, contábamos la morralla sobre la palma de la mano, íbamos por café y nuestro compañero Javier iniciaba la sesión con un relato que conocía-mos de memoria: su participación en el equipo de carpinteros de la filmación.

—Fue un privilegio para todos los vecinos de la Del Valle ver actuar a Leonardo DiCaprio.

—No mames.—Güey, es un chingón y muy a toda madre. Un día nos lo

llevamos al Pervert Lounge, nos compraba chupes; ya bien pedo nos pedía chavas, tachas. Se lo llevaron al Pedro Infante y dicen que se puso a rapear cabrón. Yo ya no me lancé a ese plan porque tenía una peda de mi compita el Álex, del CueC.

”Lo que me contaron el otro día fue que se llevó a trabajar a dos de los camaradas que estaban de asistentes de filmación ahí con el Baz Luhrmann. Uno de ellos fue el que lo acompañó en toda esa peda del Pervert hasta el otro día. Se lo llevó luego a Tres Marías para que probara la cecina. Entonces el DiCaprio se vol-vió su cuate, cuate, y le prometió llevárselo a trabajar al gabacho como agradecimiento.”

—¿Y por qué no te llevó a ti?—Ps, porque no vio mis fotos.Verónica llegaba temprano en un Marquis negro que seguido

se quedaba sin corriente. Se le olvidaba apagar las luces. Nunca le faltaban voluntarios con cables e ímpetu para levantar el cofre. De la cajuela sacaba latas, repartía la comida entre los gatos que vivían en el estacionamiento del campus. También les compraba

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croquetas en una de las misceláneas del rumbo. Caminaba entre las hileras de automóviles en busca de rabos entre las ruedas. Con una mano detenía la bolsa de papel, la otra iba dejando monton-citos de colores sobre las piedras.

La mañana del diagrama no llevaba su perfume de naranja y jazmín; en su lugar despedía un vapor como de animal muerto.

Cuando chocamos las mejillas para darnos los buenos días, pude verle los rasguños sobre la frente.

No tuve tiempo para hacer preguntas; la doctora Vázquez dio la orden para iniciar la ceremonia colegial.

—Jóvenes, vamos a empezar. Ya saben que es obligatorio apa-gar sus bípers y teléfonos celulares, o ponerlos en vibración; pue-den salir sólo si se trata de una emergencia. Señorita Verónica…

Ana, Silvia y Mercedes, liga de la decencia y comité de buenas costumbres de la unMe, sujetaban sus bolígrafos, intercambiaban muecas de reprobación y señalaban las botas color cereza emba-rradas de lodo que llevaba la ponente, cuyo rostro era una co-lección de tonos verdes y amarillos. Frente a las butacas del aula ella era un temblor con poco éxito en el intento de controlarse, se agitaban las hojas blancas con la tinta de su caligrafía.

Mientras ella hacía chillar el pedazo de tiza y un hilito de pol-vo blanco quedaba regado sobre el suelo, vestigio del diagrama, yo volvía a sentir el impulso, el deseo de construir, en cada uno de los valles de su cuerpo, una unidad habitacional, un parque, una reserva ecológica, un chalet, una biblioteca, un centro comercial, un templo para cada una de las religiones del universo, y quedar-me allí para siempre a mirar la puesta del sol.

Verónica mantenía el equilibro sujetándose de Lasswell, la Primera Guerra Mundial, los conceptos de masa, enajenación, es-tímulo/respuesta y propaganda. En la pared una circunferencia quedaba atravesada por el extremo de una línea recta. Terminó de hacer el dibujo, puso los brazos sobre el pecho, dejó que la tiza rodara por el suelo, vomitó.

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Salió corriendo hacia los baños. El barullo y las carcajadas me tuvieron confundido unos segundos.

Cuando fui capaz de sacudirme la torpeza y quedar erguido era tarde.

No alcancé el baño de señoritas.Verónica estaba en el pasillo abrazada de Daniel.El sobresalto de ella recargado sobre el pecho de él. Se le iban

apagando las mejillas coloradas.Los ojos de Daniel emitieron la señal que me obligó a dete-

nerme.

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