yemas de coco - cvc. centro virtual cervantes · 2019-06-20 · siempre que no me aburro, lo paso...

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Los Cuadernos de Asturias YEMAS DE COCO Antonio Ortega (*) I e on ese an pedagógico que me caracte- riza, le expliqué: -¿Ves esta hoja de eucalipto? -Sí -rmó, después de contemplarla con cierto detenimiento. -Pues bien; no es una hoja: es un filodio. -¡Dios mío, un filodio! -gimió alarmada. -Sí; un filodio. Para que lo comprendas mejor, un peciolo convenientemente ensanchado. Recor- darás que los haces liberianos... Hacía cinco meses que vivíamos juntos. Era ne- cesario instruirla. Ignoraba las cosas más elemen- tales: la rotación de la Tierra, la multiplicación de quebrados, la muerte de Felipe II. -¿Me quieres? -acostumbraba a preguntarle con bastante ecuencia. -¡Oh, sí; te quiero, Amalio! ¿Por qué no que- rerte? Si estábamos en el cine, oprimía con dulzura mi mano derecha. Si estábamos en casa, se limitaba a contemplar con afectuosa atención mis pupilas. Tanto en un caso como en otro, yo me sentía re- bosar de dicha. Suspiraba. ¡Cosas de enamorado! Luego suspiraba ella bizcando los ojos. Eramos lices. Más tarde comencé a aburrirme de hacer siem- pre la misma pregunta para oír siempre, automáti- (*) Nací-en Gijón en el año 1903, el 13 de noviembre. Tengo, por tanto, veintisiete años. Mi cédula personal asegura que poseo tan sólo quince. Pero esto no es verdad. En Gijón, donde viví casi toda mi vida, hice el bachiller. Ni , ni . Un alumno de tantos. Luego me cencié en Ciencias Químicas. En Oviedo. Tenía diecinueve años. Más tarde me doctoré en Madrid. Hice oposiciones a cátedras de Instituto. Por fin, el 28 de brero de 1930 me dieron plaza. Fui destinado a Tortosa. Ex- pqué Agricultura y envejecí. Actualmente explico dicha asignatura en el Instituto Nacio- nal de Segunda Enseñanza de Oviedo. Por ahora vivo y mo cigrillos de cincuenta. Comencé a escribir hace siete años, en «Buen humor». En «Buen humor» publiqué mis primeros cuentos. Luego, en «Nuevo Mundo», «El Imparcial», «Blanco y Negro»... Pocos; 66 camente, la misma respuesta. No en vano el hom- bre es un ser repugnante y descontentadizo. Por huir de la monotonía, modifiqué mi pre- gunta: -Palmira, ¿me quieres mucho? Y ella: -Bien lo sabes, Amalio; te quiero mucho. Pero al cabo de quince días aquella mi pregunta se me antojó estúpida, y esta su respuesta, inso- portable. ¡Ay, corazón, quisiera tomar todo esto en broma! Hoy -¿por qué no?- me permito sonreírme un poquito de todo aquello que perdí para siem- pre. Ya el pasado ha madurado en recuerdos. La vida gastada no ha de volver a nuestros bolsillos. Además yo ahora soy otro. Amalio Felechosa mu- rió. Bien muerto está. Llevaba consigo una pena demasiado grande para poder caminar con ella a cuestas. El, tan pequeño; su pena, tan enorme... Tenía que suceder así. Y Felechosa murió. Y con él, su pena. Por eso yo -el otro, aunque utilice su nombre- me permito sonreírme de aquel pobre Amalio que e capaz de amar durante dos años a aquella mujer sin importancia que se llamó Pal- mira Gutiérrez. Desde lejos, ciertas cosas... Pero bien sabes tú, mi Dios, que entonces, cuando aquello, mi corazón se llenó de pena y chi- lló de dolor. Tú lo sabes. Y yo también. ¡Bah! No era esto lo que quería decir. Quería decir -hay que ser sinceros- que al amor exclusivo de los primeros días siguió una perezosa desgana. No era desamor. Yo la quería porque soy un hombre afectuoso. Me encariño de un li- bro, de un caballo, de una colchoneta ... ¡Cómo no encariñarme de Palmira! A fin de cuentas, no era mala. Recuerdo que cuando por las noches ella tardaba en llegar a casa, sentía abrirse en mí un pocito de angustia. Yo la quería. Llegaba ella y me daba un beso. Olía a frío, a viento limpio. Fue entonces cuando llevé a cabo el primer so- neto. Cinco días después, el número exacto de so- netos era de diez y ocho. Sí, esto es ridículo; lo reconozco. Pero no me avergüenzo de ello. Al fin y al cabo, tan idiota es el coleccionar sellos, o el pintar acuarelas, o el es- tudiar Química inorgánica. Siempre tuve la debili- dad de hacer versos. Ella se reía de mí. -¿Para qué haces eso? acaso un centenar. Todos ellos firmados con seudónimos: An- tonio Isaac. Me dieron un primer premio (votación de autores) en un concurso de cuentos de «El Imparcial». Y... nada más. No prepo ningún libro. Tal vez lo prepare. Hoy, mañana, dentro de cinco años... No sé. Amé a algunas mujeres. Algunas mujeres me amaron. Otras no me quisieron. Siempre que no me aburro, lo paso bien. Es- cribo cuando me parece y porque me divierte. Vivo. Me gustan mucho los buzos, los caramelos de chocolate y Greta Garbo. Total: una vida pequeñita, humilde y sin importancia. (Autobioafia publicada en «Nuevo Mundo» (Número 1.962, año 1931), a propósito del concurso de cuentos de la revista, ganado por el escritor asturiano con «Yemas de coco»).

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Los Cuadernos de Asturias

YEMAS DE COCO

Antonio Ortega (*)

I e on ese afán pedagógico que me caracte­riza, le expliqué:

-¿ Ves esta hoja de eucalipto?-Sí -afirmó, después de contemplarla

con cierto detenimiento. -Pues bien; no es una hoja: es un filodio.-¡Dios mío, un filodio! -gimió alarmada.-Sí; un filodio. Para que lo comprendas mejor,

un peciolo convenientemente ensanchado. Recor­darás que los haces liberianos ...

Hacía cinco meses que vivíamos juntos. Era ne­cesario instruirla. Ignoraba las cosas más elemen­tales: la rotación de la Tierra, la multiplicación de quebrados, la muerte de Felipe II.

-¿Me quieres? -acostumbraba a preguntarle conbastante frecuencia.

-¡Oh, sí; te quiero, Amalio! ¿Por qué no que­rerte?

Si estábamos en el cine, oprimía con dulzura mi mano derecha. Si estábamos en casa, se limitaba a contemplar con afectuosa atención mis pupilas. Tanto en un caso como en otro, yo me sentía re­bosar de dicha. Suspiraba. ¡ Cosas de enamorado! Luego suspiraba ella bizcando los ojos. Eramos felices.

Más tarde comencé a aburrirme de hacer siem­pre la misma pregunta para oír siempre, automáti-

(*) Nací-en Gijón en el año 1903, el 13 de noviembre. Tengo, por tanto, veintisiete años. Mi cédula personal asegura que poseo tan sólo quince. Pero esto no es verdad.

En Gijón, donde viví casi toda mi vida, hice el bachiller. Ni fu, ni fa. Un alumno de tantos. Luego me licencié en Ciencias Químicas. En Oviedo. Tenía diecinueve años. Más tarde me doctoré en Madrid.

Hice oposiciones a cátedras de Instituto. Por fin, el 28 de febrero de 1930 me dieron plaza. Fui destinado a Tortosa. Ex­pliqué Agricultura y envejecí.

Actualmente explico dicha asignatura en el Instituto Nacio­nal de Segunda Enseñanza de Oviedo. Por ahora vivo y fumo cigarrillos de cincuenta.

Comencé a escribir hace siete años, en «Buen humor». En «Buen humor» publiqué mis primeros cuentos. Luego, en «Nuevo Mundo», «El Imparcial», «Blanco y Negro» ... Pocos;

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camente, la misma respuesta. No en vano el hom­bre es un ser repugnante y descontentadizo.

Por huir de la monotonía, modifiqué mi pre-gunta:

-Palmira, ¿me quieres mucho?Y ella:-Bien lo sabes, Amalio; te quiero mucho.Pero al cabo de quince días aquella mi pregunta

se me antojó estúpida, y esta su respuesta, inso­portable.

¡Ay, corazón, quisiera tomar todo esto en broma! Hoy -¿por qué no?- me permito sonreírme un poquito de todo aquello que perdí para siem­pre. Ya el pasado ha madurado en recuerdos. La vida gastada no ha de volver a nuestros bolsillos. Además yo ahora soy otro. Amalio Felechosa mu­rió. Bien muerto está. Llevaba consigo una pena demasiado grande para poder caminar con ella a cuestas. El, tan pequeño; su pena, tan enorme ... Tenía que suceder así. Y Felechosa murió. Y con él, su pena. Por eso yo -el otro, aunque utilice su nombre- me permito sonreírme de aquel pobre Amalio que fue capaz de amar durante dos años a aquella mujer sin importancia que se llamó Pal­mira Gutiérrez. Desde lejos, ciertas cosas ...

Pero bien sabes tú, mi Dios, que entonces, cuando aquello, mi corazón se llenó de pena y chi­lló de dolor. Tú lo sabes. Y yo también.

¡Bah! No era esto lo que quería decir. Quería decir -hay que ser sinceros- que al amor

exclusivo de los primeros días siguió una perezosa desgana. No era desamor. Yo la quería porque soy un hombre afectuoso. Me encariño de un li­bro, de un caballo, de una colchoneta ... ¡Cómo no encariñarme de Palmira! A fin de cuentas, no era mala. Recuerdo que cuando por las noches ella tardaba en llegar a casa, sentía abrirse en mí un pocito de angustia. Y o la quería. Llegaba ella y me daba un beso. Olía a frío, a viento limpio.

Fue entonces cuando llevé a cabo el primer so­neto. Cinco días después, el número exacto de so­netos era de diez y ocho.

Sí, esto es ridículo; lo reconozco. Pero no me avergüenzo de ello. Al fin y al cabo, tan idiota es el coleccionar sellos, o el pintar acuarelas, o el es­tudiar Química inorgánica. Siempre tuve la debili­dad de hacer versos. Ella se reía de mí.

-¿Para qué haces eso?

acaso un centenar. Todos ellos firmados con seudónimos: An­tonio Isaac. Me dieron un primer premio (votación de autores) en un concurso de cuentos de «El Imparcial». Y ... nada más. No preparo ningún libro. Tal vez lo prepare. Hoy, mañana, dentro de cinco años ... No sé.

Amé a algunas mujeres. Algunas mujeres me amaron. Otras no me quisieron. Siempre que no me aburro, lo paso bien. Es­cribo cuando me parece y porque me divierte.

Vivo. Me gustan mucho los buzos, los caramelos de chocolate y

Greta Garbo. Total: una vida pequeñita, humilde y sin importancia. (Autobiografia publicada en «Nuevo Mundo» (Número

1.962, año 1931), a propósito del concurso de cuentos de la revista, ganado por el escritor asturiano con «Yemas de coco»).

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Los Cuadernos de Asturias

-Son versos, mujer. Suenan bien.-¡Bah! Me gustan más las yemas de coco.Era verdad; le gustaban muchísimo más las ye­

mas de coco. El porqué de esa predilección es algo en lo que nunca pude penetrar. Le gustaban las yemas de coco, los caramelos de limón y los calamares. Y no le gustaban las angulas, ni las pa­tatas fritas, ni el chocolate. Era apasionada en sus gustos. Le gustaban las cosas porque sí, suprema razón para ella.

-Los calamares huelen a muerto, Palmira.¿Cómo pueden gustarte?

-Y a ti, ¿por qué te gustan las angulas? Parecencerillas fritas.

A veces decía cosas extraordinarias: -Las golondrinas tienen rabito de sardina, ¿no?-Bueno, Palmira.Otras veces me hacía preguntas inquietantes.-Oye: tú, que lo sabes todo, dime: ¿por qué los

perros tienen cuatro patas y los gorriones tan sólo dos?

-Palmira, debes ir acostumbrándote a diferen­ciar un ave de un mamífero. Ya te dije muchas veces ...

Pero no me hacía caso. Ella hubiera deseado que le explicara esto de la siguiente forma:

-¿Cuántas ruedas tienen los aeroplanos?Y ella me contestaría:-Dos.Y yo continuaría:-¿ Vuelan los perros?Y ella:-No.-¿ Vuelan los gorriones?Y ella:-Sí.-Luego ...

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Y ella, viéndolo todo claro, terminaría mi razo­namiento:

-Los gorriones tienen tantas patitas como losaeroplanos; es decir, dos.

Nunca pude llegar a conocerla del todo. Palmira siempre tuvo para mí una parte en sombra, como la luna.

Era dócil, era dócil conmigo; de una docilidad silenciosa y resignada. Para las demás personas era terca, de una terquedad agresiva y chillona.

-Te voy a llamar Dócil, Palmira. Es un bonitonombre de mujer.

Se reía. Pero no, aquello no era docilidad. Era, sencillamente, que me ignoraba, que me descono­cía. Respetaba mis decisiones sin comprenderlas nunca, sin ni tan siquiera intentar comprenderlas. Me miraba con los ojos muy abiertos, quieta, inexpresiva, y me contestaba indefectiblemente:

-Se hará como dices, Amalio.¿Por qué me odiaba?Cuando ahora recuerdo todo aquello -un poqui­

tín borrosos los detalles-, lamento no encontrarme en el estado de ánimo en que me encontraba en­tonces. Me explicaría mejor. Estaría más cerca de vosotros, de vuestra comprensión. Pero ahora ... , ahora ni yo mismo sé explicarme cómo y por qué sucedieron ciertas cosas. Y es que yo soy otro. Y desde este sitio de ahora -regularmente cómodo­no puedo comprender a aquel Amalio de enton­ces, de allá lejos. ¿ Qué queda en mí del Amalio Felechosa de hace unos meses, unos meses tan sólo? Sinceramente, creo que nada. Aquel Fele­chosa era un hombre impulsivo, violento, tozudo y �pasionado. El Felechosa de hoy ... Pero bueno;deJemos al Felechosa de hoy.

Yo quise deciros, yo quiero deciros, para justi­ficarme, que amé a Palmira. ¡Hubiera podido per­donarla si no, Dios mío! En mi vida ella fue todo. Yo no lo supe entonces. Pero lo sé hoy. Haceros cargo de que yo estaba solo. Yo era un ser indócil y afectuoso, esquinado y frío por fuera, mollar y tibio por dentro. Yo precisaba acurrucarme en el cariño de alguien para poder vivir. Conocí a Pal­mira. Ella no era una chica decente, ni mucho menos. (No quiero con esto ofender su memoria; pero era así.) Cuando los señoritos de Ablanedo querían divertirse, llamaban a Palmira. Tomaban un coche. Iban a «La Venta del Río». Allí bebían, bailaban y cantaban. Ella tenía una bella voz, una dulce voz grave y convincente. (Después yo nunca quise que cantara para mí.) Nos hicimos amigos. Juntos vivimos cinco meses. Por entonces me destinaron a Candamín. Fui al pueblo a tomar posesión de mi plaza de maestro. Candamín no me gustó. Era un pueblo triste y sucio. Tenía dema­siadas montañas. Al pie del pueblo patinaba su camino un río flaco, negro y frío. Los habitantes de Candamín eran como su río; sucios, enjutos, helados. Al atardecer se llenaban las carreteras de bicicletas. Bajaban los obreros de las minas, ne­gros y sudorosos. Daba risa verles los ojos tan blancos.

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Los Cuadernos de Asturias

Candamín tenía casino (dominó, coñac, billar), una plaza (un farol y cuatro tilos) y una banda de música, una banda minúscula y desafinada.

Durante la semana se trabajaba intensamente en las minas. Desde las seis de la tarde del sábado hasta las doce de la noche del domingo los habi­tantes de Candamín concentraban todas sus acti­vidades en una sola: la ingestión de sidra. Se ma­taban a tiros o a puñaladas. Gritaban por la carre­tera embarrada. Lunes, vuelta a llenarse de ciclis­tas los caminos en los amaneceres. Hacía frío. Llevaban una mano en el bolsillo y otra en el guía. No conseguí enterarme por qué no llevaban guan­tes de lana. Al atardecer retornaban sucios, can­sados.

Volví a Ablanedo. -¿Quieres venirte a vivir conmigo, Palmira?-Sí; ¿por qué no?-Tendremos que casarnos.-¿Para qué?-Ya sabes lo que son los pueblos. Murmura-

rán ... -Bueno.Y nos casamos. Me cosía la ropa. Me ponía las

zapatillas al pie de la cama. Me buscaba el calza­dor cuando yo no lo encontraba. Me obligaba a ponerme la bufanda cuando la mañana era fría. Me besaba en la boca cuando volvía de clase.

¿Por qué Juan Sendín no comprendió todo esto? Palmira no era guapa. Era pequeña y tenía los

ojos de un color indefinible, de ese color indefini­ble que suelen tomar las ropas obscuras que estu­vieron muy expuestas al sol. Su pelo era negro, rizado y áspero. Al sonreír se le aniñaban los ojos, oblicuos y húmedos. Tenía las piernas demasiado gordas. La naricilla, descarada, llena de espinas carnales.

Realmente, Sendín, no valía la pena. Para ti, ella no valía la pena. Pero ... para mí lo era todo.

¡Ay, si Sendín hubiera comprendido esto!

Ibis

Yo, Juan Sendín, me creo obligado a contaros todo aquello. Deseo justificarme. Sé que lo inter­pretaron mal. Sé que llegaron a insultarme. «¡Po­bre Felechosa!» , sé que dijeron. Y de mí: «¿Sen­dín? Un conquistador profesional.» Y no; yo os digo que esto no es verdad. Aquella fue mi pri­mera aventura. Me aburría en el pueblo, y un hombre, cuando se aburre, es capaz de cualquier cosa. Unos juegan a los bolos, otros pasean a la orilla del río, los demás montan en bicicleta.

Amalio Felechosa era un buen hombre; pero ... , ¡yo qué iba a hacer! No me gustaba jugar a los bolos, ni .__pasear _ a la orilla del río, ni montar en .bicicleta. Mi vida de señorito provinciano era de­masiado afluente y demasiado fácil. Busqué esa complicación como pude haber buscado· otra cual­quiera. Pero sin maldad preconcebida, sin que se me ocurriera pararme a pensar que pudiera hacer daño a alguien. Y o os lo digo.

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He de reconocer que por ahora me encuentro -me siento- sano. Mi cerebro funciona admira­blemente; mi hígado se porta bien; poseo unos ca­paces pulmones conscientes de su función respira­toria; mi corazón ni retrasa ni adelanta. Soy unhombre normal, perfectamente normal; pero ... ,¿quién no tiene un pero? Yo tengo un presenti­miento, un presentimiento análogo al que debende tener las manzanas sobre la oruga que ignorantener en sus entradas. Ellas tienen su oruguita,pero no lo saben. A lo sumo, la presienten, comoen mi caso. La oruga construye sus galerías, sealimenta, evoluciona. Un día cualquiera sale unamariposa. Inesperada. Y vuela.

Bien; quedamos en que yo tengo un presenti­miento. A ciencia cierta, no sé de qué. Pero está aquí dentro; me ronda los sesos como una mosca bajo un vaso; lo noto. Construye sus galerías, se alimenta, evoluciona. A veces siento como una angustia pequeñita, aquí, en el corazón. Muy pe­queñita, como un grano de alpiste. «¿Qué me va a pasar? ¿De qué tenía que acordarme, Dios mío? ¿ Qué cosas desagradables me sucedieron hoy?». No, ninguna. El grano de alpiste crece y crece. Ya no cabe en el corazón; es mayor que un puño. Me inunda. Y todo sin ningún motivo. Es el presenti­miento.

Pues bien: he llegado a conocerlo casi. Veréis: Yo me encuentro lleno de cosas menudas, sin im­portancia. Esta minúscula canalladita que a nadie dije; aquella ridícula acción que sólo ella supo; esta otra humillación de la que ya casi no me acuerdo. Sí; todo esto no tiene importancia; yo os juro que carece de importancia. A veces, por ca­sualidad, pienso en ellas: Entonces pretenden im­portunarme. Pero les puedo siempre. «Quietas ahí. Total, ¿qué?». Y se callan, arrunchándose, miedosas. Pero siguen allí, aquí, verbeneando en la cabeza por dentro, esperando no sé qué, pe­queñitas como parásitos.

Pero yo tengo el presentimiento de que un día cualquiera han de asomarse todas de golpe a mi cabeza, a cualquier sitio de mi cabeza. Vendrán todas de pronto, en bandada. Esta y aquella otra y la de más allá ... ¿Cuándo? ¿Lo sé yo acaso? Pero presiento que han de venir, que tienen que venir. Y sé que entonces he de concederles mucha im­portancia. ¡Tanta!. .. Una sola de ellas sería capaz de matarme. No podré con ellas. Entonces saldrá de mí una mariposa. Y volará. Este es mi horrible presentimiento.

Pero no me expresé bien. En fin ... , por eso hoy escribo estas cosas.

Palmira. Su rostro tenía esa expresión de pato -nariz respingada, ojos tímidos, veloces, peque­ños e inquietos- tan corriente en algunas mujeres .Al hablar accionaba con los ojos más que con lasmanos, porque sus ojos tenían unas pestañascombas y gruesas, en tanto que sus manos eranregordetas y coloradas. Su voz era fresca y limpia,como sus dientes. Al reír echaba la cabeza haciaatrás. Era fuerte, redonda y pequeña como un

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Los Cuadernos de Asturias

Las golondrinas tienen rabito de sardina, ¿no?

diessel. Tenía las piernas gordas y los pechos pe­queños. Declaraba veintidós años. No se preci­saba de una gran imaginación para creerlo: los te­nía. Se fiaba demasiado en sus ojos, cuando su voz era lo más bello que poseía. Cuando hablaba apetecía cerrar los ojos para saborear mejor su voz. Detrás de sus palabras jamás se agazapaba una segunda intención. Era feliz por eso: porque tenía veintidós años, porque no ie dolían las mue­las, porque ... sí.

Bailé con ella. -Con tu permiso, Felechosa.-Sí, hombre.Era en la romería de Palacios, pueblo próximo a

Candamín. Una pradera en cuesta. Dos organillos melancólicos, gritones y desafinados. Trescientas personas. Por el suelo, papeles pringados de grasa y latas de sardinas vacías. De vez en cuando una vendedora de avellanas. Junto al río, los tricornios de la Guardia civil. Se estaba acabando la tarde. De las montañas vecinas bajaba la noche al valle.

-Palmira ...-¿Qué?A través de la falda le notaba la liga y la media

áspera de seda chardonet. De ella fluía un tibio y agrio olor a sudor. Se le habían encendido las me­jillas. Había echado la melena por detrás de las orejas. Era un pasodoble. Sólo sé bailar el paso­doble. Lo recordaré siempre.

Hacia el sur, y el tacto -mi mano sobre la es-

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palda de ella-, se percibían los tirantes de la ca­misa -un poquitín caído el izquierdo- y la carne dura, cálida y continua.

-¿Nunca estuvo usted enamorada, Palmira?No sé por qué le pregunté esto. Era una imper­

tinencia. Cosas de tímido. ¡Bah! Ya estaba dicho. Levantó hasta mí su mirada. Me la anunciaron

sus pestañas. Me miró fija, severamente. Me arrepentí de lo que acababa de decir. Pero antes de bajar mis párpados noté que los ojos de ella se encendían en sonrisas. Me apretó contra sí.

-No, Juan; nunca estuve enamorada.Pasábamos junto a Felechosa. Le miré iniciando

un saludo. -¿Qué? ¿ El pasodoble ... ? -nos gritó, mirando

cariñosamente a Palmira. -Sí, sí ... -dije, por decir algo.Perdimos a Felechosa de vista. Palmira, entre

mis brazos, apenas si era un amable bultito de carne. La estreché contra mi pecho.

-¡ Palmira ! ... Se acababa el pasodoble. Apenas si nos alum­

braba el mechero de acetileno del chigre. Aprove­chando las últimas migajas del pasodoble, arrastré a Palmira hasta un rincón. Un roble, una gran mancha de sombra.

-¡ Palmira ! ... Agaché la cabeza. Me esperaba la suya. Un

beso. Sus labios estaban fríos como gusanos. Al día siguiente, al atardecer, aprovechando que

Felechosa daba de siete a nueve una clase para adultos en el Ayuntamiento, fui a verla.

-¿No te vio nadie?Su mano, lienta, temblaba entre las mías.-No, Palmira.Nunca fui un conquistador, un don Juan ... No

acostumbro a tener éxito con las mujeres; pero ... fue así: tan fácil.

Al otro día también fui a verla. Hacía frío. Llo­vía. Todo el valle de Candamín estaba lleno de una niebla espesa. Me recibieron sus brazos. Olía a ropa limpia, a jabón color de rosa.

Y al otro día también fui. Y al otro. Y al otro.

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¿ Y Carballido? En este mísero mundo existen dos clases de se­

res: los afortunados y los infortunados. Es decir, los que poseen automóvil, cigarrillos «Capstan» y mujeres rubias, y los que no poseen mujeres ru­bias, ni cigarrillos «Capstan», ni automóvil. A los primeros suele encendérseles el mechero nada más intentarlo. A los segundos, rara vez se les en­ciende antes de la media hora. Y es inútil preten­der oponerse a esto. No sirve de nada el rebe­larse. Sucede así sin ninguna razón lógica; inex­plicable, fatalmente.

Pues bien; Carballido era un ser infortunado. La verdad es que lo recuerdo sin pena. Era tan

nimio, tan enclenque, que no hice más que preci­pitar en unos meses la fecha de su óbito. El pobre estaba siempre tosiendo.

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Los Cuadernos de Asturias

-Los pulmones de Carballido -aseguró en ciertaocasión don Román, el médico, que era un vulga­rizador- son como un queso de Cabrales: están llenos de bichitos.

Era de una ingenuidad desesperante. Parece que le estoy viendo con sus pelos lacios y rubios y sus ojos azules y blanduzcos.

Se asombraba de todo. -¡Ayer, Menéndez hizo trien ta y cuatro caram­

bolas seguidas! Todas sus anécdotas se referían a cuando es­

tuvo en el servicio militar. -Una vez, estando yo de puesto en la puerta

falsa ... De buena fe creía que todas las mujeres se ena­

moraban de él. Fundamentaba esta convicción en el simple hecho de que él se enamoraba de todas.

-A mí que no me digan; ellas sienten lo mismoque uno.

A veces, era malo; pero era malo por estupidez tan sólo. Pegaba a los perros y mataba a los gatos porque creía que esto carecía de importancia y que era propio de hombres. Pero me consta que le desagradaba.

¡ Pobre Carballido ! Precisamente porque jamás se me hubiera ocurrido sospechar de él, fue por lo que se me ocurrió creerle culpable.

Vuelvo a repetir que lo recuerdo sin pena, sin remordimientos. Es más; creo que le hice un fa­vor. Claro está que su madre ... ¡ Si no fuera por su madre, por aquella viejecita desolada y temblona que no cesó un solo día de llorar hasta que consi­guió morirse! Nunca vi a una mujer llorar tanto. Ningún ser humano podrá llorar lo que lloró la madre de Carballido. Murió deshidratada. A ella, sí, la recuerdo con pena. Lloraba silenciosamente, sin gritos, sin aspavientos, como si abriera un grifo. Había en su dolor ese silencioso patetismo que hay en los dolores de las bestias. Ni un solo chillido, ni un solo gemido se escapó de sus labios durante aquellos dos largos meses que duró su agonía. Lloraba tan sólo; echaba agua por los ojos. Se mojaba la toquilla, la falda, los pies ... Se­guía llorando.

-Doña Constanza, pare, no llore más -le decíacon lágrimas en los ojos la doméstica-. Va a «en­friase». Cogerá un catarro. «Vendrai» el reuma. «Non» remedia nada, señora, con tanto lloro. Si con ello el señorito resucitara ... Pero el «probín» está bien muerto. Fue un santín de Dios. Estará en el cielo, doña Constanza. Anda, ande; rece por él y no llore tanto.

Pero doña Constanza no rezaba. ¡ Para qué! Llo­raba tan sólo. Siempre llorando aquella mujer por aquel Carballido tan nimio, tan enclenque ...

* * *

Lo recuerdo todo como si fuera hoy. Aún en los más pequeños detalles: Recuerdo lo externo, lo accesorio. Veréis. Estaba el recogedor de la ba­sura detrás de la puerta; había un ejemplar del Co­rreo de Ablanedo sobre la mesita del recibidor; se

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me había enfriado una oreja, la izquierda, y pensé: «Me saldrá un sabañón»; olía la casa a humo de leña; en la estación chillaba desgarradoramente la locomotora de un mercancías ...

Abrí la puerta. Entré. Nadie. -No estará Palmira en casa -pensé.Encendí la luz de la escalera. Una cucaracha

echó a correr por encima de la mesa de la cocina. -¡Palmira! -grité. Silencio. Sólo se oía al río, que imitaba a la llu­

via. De pronto su voz me respondió desde lejos. No la entendí.

-¿Dónde estás, Palmira?-Aquí, en el granero; sube.Se acercaba su voz. Apagué la luz de la cocina.

Comencé a subir las escaleras. -¿Qué haces?-Colgando las patatas del techo para que no me

las coman los ratones. Nos vamos a quedar sin patatas, Amalio.

Me hablaba desde la baranda de la escalera. Llegué al primer piso. Fue entonces cuando oí

un ruido, un ruido sordo y blando, en la calleja frontera al río. Algo así como si hubiera caído un saco.

Subí al granero. Allí estaba Palmira con una vela encendida en la mano, y el saco de patatas en el suelo.

-¿ Te cayó el saco?-¡No! ¿Por qué?Le temblaba la luz.-Por nada.Me asomé a la ventana que daba a la calleja.

Estaba abierta, y la noche fría se colaba en el gra­nero a borbotones. Por eso tartamudeaba la vela.

Nuestra casa tenía dos pisos y el granero. Por la parte de detrás daba al río. Entre el río y nuestra casa había una vereda de unos dos metros de an­cha. Desde el granero a esta vereda habría unos ocho metros.

Cerré la ventana. * * *

Al día siguiente, nada más levantarme, ya co­mencé a averiguar mi desgracia en la cara de los demás.

-¿Cómo descansó usted, don Amalio?Me saludaban personas que no acostumbraban a

saludarme. Todas se hallaban de un excelente humor.

Fui al casino. -¿No sabe? -me dijo Gutiérrez, el notario-.

Sendín y Carballido cayeron con la camioneta vi­niendo del Puerto. Fue algo milagroso. Salvaron de casualidad. Se despistaron por la nieve y roda­ron hasta el río. No se ahogaron de milagro. Sen­dín rompió una pierna y Carballido, un brazo y dos costillas.

-¿A qué fueron al Puerto? -dijo no sé quién.Terció Belluga, el telegrafista:-Carballido llevaba la camioneta con cables

para la Central eléctrica. Sendín le acompañaba por dar un paseo.

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Los Cuadernos de Asturias

Un beso. Sus labios estaban fríos como gusanos.

Yo notaba algo extraño, algo que no sabría ex­plicar con palabras. Como si tuvieran mucha prisa por explicarme aquello de Sendín y Carballido.

En un rincón vi a Benito, el capataz de la Os­c_ura. Cuchicheaba con sus compañeros de par­ti�a. Me miraba y se reía. Benito no me quería bien. Había sido amigo mío. Pero hacía trampas en el juego, y reñimos. Se parecía muchísimo a Carlos II: ojos claros, caídos. Nariz pingona, sin hueso. Bezo colgante. Mentón alargado. Le puse de mote el Hechizado. Pero pronto le modificaron este alias y le pusieron el Hechicero. Le quedó el apodo. Benito el Hechicero me odiaba cordial­mente.

-¡Eh, tú, Hechicero, idiota! ¿De qué te ríes? -le grité.

Me sentía lleno de una espesa indignación. No sé por qué. Tenía ganas de llorar. ¿Por qué me hacían daño? Estaba como loco. Era como si es­tuviese defendiendo a un ser débil, duendo y pe­queñito. Le hacían daño; me hacían daño ... Saqué la pistola. Gutiérrez y Durán me desarmaron. A elHechicero le tenían cogido sus amigos. Le pin­gaba el belfo y le brillaban los ojillos estúpidos. Me gritaba no sé qué. Lo arrastraron fuera del ca­sino.

-Más te valiera no ser bobo -le alcancé a oír.Me dejé caer en un sofá. Lloraba de rabia. No;

entonces yo no sabía nada. Ni tan siquiera lo sos­pechaba, os lo juro. Lloraba porque me sentía triste, triste de no sabía qué; de mí mismo y de todos.

Marché del casino. Estaba avergonzado. ¡ Llorar allí, delante de todo el mundo ... !

Aquella tarde no salí de casa. Era fiesta: el 8 de diciembre. Me puse a leer la Historia de La Revo­lución Francesa, de Michelet, traducida por Blasco Ibáñez. Estaba en el comedor. En la plaza cantaban los chiquillos. Era una mañana fría, de s�.

. . . AL subir Las escaleras, al subir Las escaleras un marino cayó al agua sí, sí ...

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Cesaron de cantar de golpe. Después, una voz sola, desnuda en el silencio, cantó:

Por «dir» con la «muyer d'otru» «esfelpleyaste» la mano; Lo menos en quince días «non» podrás «day otru» abrazo.

-¡Palmira! -llamé. Pero Palmira no estaba en casa. Cogí la boína y

salí a la calle. A poco de salir encontré a uno de mis alum�os. Lo llamaban !'anoyina, porque tenía el pelo roJo como las panoJas de maíz.

-Panoyina, ¿por quién dicen ese cantar?El mocosuelo rompió a llorar.-Yo «non» fuí, don Amalio. Fue Corsino, el Fi­

ciellu, el que cantó esa copla. -Panoyina, ¿por quién dicen ese cantar?Le tenía cogido de un brazo. Me temblaban las

manos. Hubiera estado toda una vida haciendo esa misma pregunta. No callaría hasta que me di­jeran lo mismo que estaba pensando. Y o ya lo sa­bía todo.

-Dicen que Carballido ... ¡Yo «non» sé nada!Fue Carballido, que «tien» que ver con la su «mu­yer» y «tiróse pol» balcón. Dícenlo.

. ¡<;arballid?! Sí; así �ra: Carballido, el simple; elmm10 y rubio Carbalhdo. ¡ Carballido el conquis­tador! Me dio la risa, como si yo fuera otro. «Car­ballido y mi mujer se entienden». Ahora me dolía a mí. « Sí, y lo sabían el Hechicero y Gutiérrez ... ; todos, todo Candamín». Es ridículo. ¡ Si cuando menos hubiera sido Sendín! (Sí, pensé esto). Me hacía menos daño. Pero ... ¡Carballido!. ..

Llegué a cas�. Allí estaba Palmira entregada por completo a �a mocente y doméstica ocupación de elab_orar un Jersey de punto. Allí estaba debajo dela lamp�ra. Y o la quería. Me dio pena de ella. ¡Carballtdo! Me indigné.

-Palmira, marcha, no quiero verte más.Levantó los ojos de la costura. Me vio. Lo

comprendió todo. Engurulló su jersey y lo depo­sitó sobre el hule de la mesa.

-Se hará como dices, Amalio.Se fue. Me puse a leer, como todas las noches

la Historia de La Revolución Francesa. ¡Era ex� traño! No sentía nada, no me dolía nada. Como si no fuera yo.

-Pero después ha de dolerme mucho, ¡mucho!-volví a pensar.

La sentía rebullir arriba, en nuestro cuarto.Luego la oí bajar. Apareció en el marco de lapuerta.

-¿Me dejas llevarme el vestido azul?El vestido azul se lo había regalado yo uno de

aquellos días.-Sí; llévatelo. ¡ Hala, largando!Oí cerrarse la puerta de la calle.

* * *

No; Carballido no resbaló en las escombreras y cayó casualmente al río. A Carballido lo empujé yo.

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No hacía un mes que Palmira se había mar­chado de casa. Carballido aún llevaba el brazo en cabestrillo. Volvía de la oficina andando porque todavía no podía montar en bicicleta. Hacía sol. Le encontré junto a las escombreras. No le dije nada. Un empujón y ... a otra cosa.

Recuerdo cómo agitaba al caer su brazo sano. Rubio, flaco, cloqueante, parecía un polluelo con el alón roto. Cayó de cabeza al río. ¡Debía de es­tar el agua tan fría!. .. Asomó el rostro unos instan­tes. Sangraba por la frente. Luego se hundió. Asomó aún el brazo, su brazo herido, no el sano. Esto me causó un poquito de pena. Era su brazo herido, el entablillado ... Después se hundió defini­tivamente.

La muerte de Carballido no fue, pues, «un sen­sible accidente casual», como aseguró el Correode Ablanedo, sino simplemente un asesinato; un asesinato del que fue autor Amalio Felechosa, maestro nacional de Candamín; es decir, yo.

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Las cosas vienen rodadas desde lejos. Aquéllas no podían faltar a esa ley. Comenzó la gente a murmurar. .. Mintieron en muchas cosas. La ima­ginación popular se derbordó. ¡ Se aburrían tanto los candaminos ! El hecho cierto era que Palmira y yo nos queríamos y nos veíamos en su casa apro­vechando la ausencia de Felechosa. Pero todo lo demás no era verdad. Pachín, mi mejor amigo, me lo advirtió lealmente:

-Ten cuidado. Felechosa acabará por enterarse.Todo el pueblo lo sabe.

No; yo no temía a Felechosa. Felechosa era un pobre hombre. No temía a Felechosa en sí. Temía a su pena, a su dolor. Me molestaba hacer daño a aquel pobre hombre ajeno a mí. El tenía su vida, sus cosas ... Había trabajado, había luchado por crearse una posición ... ¡ Cuántas humillaciones no le habría costado aquella su relativa felicidad de entonces! El, Amalio Felechosa, había llevado a feliz término un organismo -su organismo-. Tenía pelo, dientes, nariz, dedos, ojos, uñitas ... Todo ello se lo había elaborado él sólo, poco a poco. Por otra parte, yo recuerdo, con cierta ternura, su gabardina, su gabán, sus botas de agua ... Todo esto lo había comprado él con su dinero. Las ca­cerolas de la cocina, las sillas del comedor, la es­coba, las perchas ... , sí, todo era suyo.

No sé si comprenderéis lo que quiero decir. Bien veo que no sé explicarme. Yo veía en Amalio Felechosa algo muy importante, muy grande. Ve­réis: lo enfrentaba -enfrentaba su idea� a mí. Amalio Felechosa era entonces una existencia; una existencia, fijaros bien, no un ser. Ser es es­tar, concepto estático. Existir, es ir siendo a lo largo del tiempo y del espacio; tiempo y espacio a la vez. Tú y yo somos dos seres. Pero tú y yo, con nuestros pañuelos, con nuestros zapatos rubios, con nuestras cartas de amor, con nuestros relojes, con nuestros recuerdos ... ; en fin,_ tú y yo con todo

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eso nuestro que podemos adquirir o perder todos los días, tú y yo somos dos existencias. Pues bien; Amalio Felechosa era una existencia; una existen­cia sin importancia, si así lo queréis ... Yo lo veía paralelo a mí, ir hacia no sé dónde. Detrás de él quedaba una larga estela de pasado inservible. Pero aún contaba con una larga provisión de por­venir. No; Amalio Felechosa no era un ente de ficción. Gastaba de una cuerda que le había dado no sé quién; su Dios, acaso. Contaba en segundos de corazón, no en segundos de reloj. Su páncreas elaboraba insulina.

Por eso temía a su pena, a su dolor. Me parecía estúpido que, por distraerme yo, hiciera llorar a aquel manso ser inofensivo, al que apenas cono­cía. Era un remordimiento parecido al que expe­rimentamos cuando pisamos sin querer el rabo de un perro o cuando atropellamos una gallina con el automóvil.

Amalio Felechosa era un hombre metódíco. Daba sus clases, subía todos los días a la estación a la llegada del correo; los sábados por la noche jugaba al billar en el casino, etc. Los domingos cambiaba de camisa, iba a la iglesia y por la tarde jugaba una interminable partida de dominó en compañía de Servando el Bello y Martín el del Llerón ... Así siempre.

Parece ser que experimentaba una decidida afi­ción por la sidra. Palmira me contaba que cuando Amalio Felechosa llegaba borracho a casa, era una verdadera calamidad. Se ponía intolerable­mente romántico. Pero he de advertir que esta pa­labra -la de romántico- era utilizada por Palmira con notoria imprecisión. Señalaba con ella a todas aquellas personas aficionadas a silbar trozos de música de esos que no pueden ser catalogados de una manera precisa como pasodobles. Igualmente incluía dentro de la citada denominación a todos aquellos habitantes de Candamín que gustaban de pasear a la orilla del río.·

Pero bien; yo os había dicho que no temía a Fe­lechosa. No es por jactancia. Felechosa era un pobre hombre. Yo hasta me recelo que él sospe­chara desde el primer momento de su mujer y de mí. Aunque no quiero creerlo. Porque Felechosa quería a su mujer; la quería con toda su alma. La admiraba en todos sus defectos: en su nariz res­pingada, en sus piernas gordas, en su prosodia re­volucionaria ...

¡Pobre Felechosa! Sé que no precisas de la li-_ mosna de mi lástima; pero...

Destrocé estúpidamente su vida. El hubiera sido feliz con su ración de dicha. En cambio, yo no; yo no podía esperar gran cosa de todo aquello. Es algo temperamental. Aún en los momentos más fe­lices de mi vida, siempre me faltaron unas migajas de dicha para que mi felicidad fuese completa. El hubiera sido feliz. Yo lo sé. Porque en aquello él perdió más que yo. El perdió más porque había puesto más de sí que yo en aquella mujer.

* * *

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Un día me dijo Palmira (aú�_me temblab¡;t vivo

un beso de ella entre los labios): -Amalio está celoso. Es para morirse de risa,

Juan. Averigua de quién. -¡Qué sé yo, Palmira! Renuncio a averiguarlo.

Dilo tú. Es más cómodo. -De Carballido.-¿Y por qué?-Dice que me mira a todas horas y que anda

rondando la casa. Tuve miedo de lo que me acababa de contar

Palmira. No por mí -ya os lo dije-, sino por la felicidad de Felechosa. «Si él se entera -pensé-, se morirá de pena.» Temía también por Palmira. Porque Palmira amaba a Amalio; estaba bien en­raizada a él. Le amaba a su manera, claro está; pero le amaba. Había sido mía por la misma razón por la que pudo haber sido de otro cualquiera. Era una mujer de una gran capacidad pasional. Quería a su marido, me quería a mí... Cuando Amalio la echó de casa estuvo viviendo con el capataz de las minas de la Obscura. Y luego con el ingeniero Pe­láez. Y a todos los quiso; para todos tuvo esos pequeños detalles de ternura que anidan en las manos de las mujeres. Era así, ¿qué mal hay en ello? Lo importante es saber querer, tener capaci­dad para querer ...

Fue el 7 de diciembre. Recordaré siempre esa fecha. Al atardecer comenzó a llover. Había ne­vado por la mañana. Obscureció pronto. Cuando

llegué a casa de Palmira ya hacía rato que era no­che cerrada. (Felechosa, de siete a nueve, daba clase en el Ayuntamiento a los obreros de la fá­brica.)

. Palmira, como siempre, me esperaba. Y, comosiempre, fueron sus primeras palabras:

-¿No te vio nadie?-No.

Era difícil que me viesen entrar. La casa de Palmira estaba situada en el extremo de una ca­lleja. Allí, de pronto, se terminaba el pueblo. En­frente de la casa había un monte alto, peludo y frío. Al sur de la casa pasaba el río. La casa era muy chiquita. Alta y estrecha. Tenía dos pisos y una guardilla.

Me aguardaba toda adornada y oliendo a colo­nia barata. Era una mujer primitiva. Le gustaban los trajes chillones y los collares de perlas falsas. Aquel día llevaba colgadas de la muñeca tres o cuatro cintitas de colores.

-¿Para qué colocas esas cintitas en las muñe-cas?

-Para que no se me olvide todo lo que te quiero.A veces tenía cosas líricas aquella mujer.Deposité sobre la mesa un paquete de yemas de

coco. Le gustaban muchísimo. -¿Yemas?-Sí.Comió una, dos, tres ... Al empezar a comer la

cuarta me recordó. Me miró con ternura, mimosa. -¡ Pobrecito mío, que no le daba yo ninguna! -No me gustan, Palmira.-Sí, sí... Tienes que probarlas. Este poquitín,

tan sólo. Me enfado. Encucuruchaba la boca, bajaba los párpados; se

enfurruñaba. En sus dedos me ofrecía una yema mordida. Cerré los ojos. Abrí la boca.

-¡Ay, que me mordiste un dedo! -No, te mordí la yema.Pero no comprendía los chistes. ¡ Era curioso!

Inutil pretender explicárselos. Tenía un gran sen­tido crítico, sabía ver perfectamente el lado ridí­culo de las cosas... Pero no comprendía ningún juego de palabras.

Me besó. Sentí en mis labios sus dientes fríos, fuertes, iguales y blancos, de animal bien calcifi­cado.

Fue entonces cuando oímos abrir la puerta. Nos separamos. Llevó el dedo índice a la boca. Tem­blaba. Se le encendieron las mejillas. Reaccionó. Abrió el balcón, sin ruido, y arrojó el paquete de yemas al río. Antes metió una en la boca.

-¿Amalio?-Sí, calla.Le oíamos rebullir por abajo. Encendió la luz de

la escalera. Palmira trepó hasta mi oído: -Tú sube ... , sube al granero. ¡Dios mío, pronto!Obedecí. Apenas si chirriaron los escalones.-¡ Palmira! -oí gritar a Amalio.Tentaleé la ventanita que daba sobre el río. La

abrí. Se atenuaron los ruidos de abajo. Entorné.

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Sentí pasos en la escalera: los de Palmira. Era un andar el suyo presuroso y titubeante, como de lá­grima. Se acercó a mí. Casi lloraba.

-Tienes que saltar -me dijo en voz baja-. ¡Portu madre! Yo se lo debo todo a él. .. ¡Todo! ... Compréndelo.

Su mano señalaba la ventanita. Me volví a aso-mar. Lo menos doce metros de altura.

-Bien -dije.Me romperé una costilla -pensé.Pero no fue una costilla. Fue una pierna.Me dejé caer. Tardé relativamente poco en lle­

gar al suelo. Quise levantarme. No pude. No me dolía la pierna, pero notaba que no podía levan­tarme. Me arrastré hasta la pared hasta una cene­tita de nieve ... Sentí abrirse la ventanita.

Ahora sí, de mi pierna manaba un dolor intole­rable. Mordí la chaqueta.

Me arrastré hasta el centro de la calleja. Se ce­rró la ventana.

Ahora era preciso atravesar el río; no había otra salida. Hacía mucho frío. Me quité la chaqueta. No nado del todo mal.

¿ Y si me desmayase? Atravesé el río. Me arras­tré hasta casa de Pachín.

La casa de Pachín no estaba lejos. Unos cien metros escasos. Tardé media hora en recorrerlos.

Cuando me abrieron la puerta aún tuve fuerzas para rogar a mi amigo:

-No digas nada a nadie. Avisa a don Román. Yate explicaré ...

Y perdí el sentido. A la mañana siguiente me enteré por Pachín de

que Carballido, viniendo del puerto de Panes en una camioneta que él conducía, había caído por un terraplén y se había roto un brazo y dos costillas.

Carballido me debía algún favor. Se me ocurrió todo de pronto. Le escribí:

«Querido Carballido: Me es absolutamente ne­cesario que las gentes sepan y crean que anoche yo venía contigo de Panes, ¿comprendes? Venía­mos juntos; yo te acompañaba por dar un paseo; tú te despistaste y ... tú te rompiste lo tuyo y yo una pierna. Mi pierna izquierda. ¡Por tu madre, Carballido! ¡Fíjate bien: VENIAMOS JUN­TOS ... »

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Me lo dijo Peláez: -Su mujer está en Robledo. Debe usted perdo­

narla, Felechosa. ¡La pobre sufrió tanto! -Y yo, ¿no sufrí, don Fermín?Pero don Fermín no creyó oportuno respon­

derme. Hacía dos meses que no veía a Palmira. Cuando

por las noches llegaba a casa me encontraba solo y viejo. Bebía. Me ponía más triste. Recorría las habitaciones llenas de polvo y eco; ¡ colmadas de su ausencia! En el ropero había dejado una vieja bata que acostumbraba a vestir al levantarse. Me olía a ella. A veces lloraba. Sí, lloraba, por mi so-

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ledad y tristeza de entonces, no por aquello. Aquello ya estaba olvidado. No en vano hacía un mes que Carballido se encontraba en el cemente­rio de Candamín dedicado especialmente a la mo­nótona ocupación de transformarse en esqueleto.

¡ Qué hacer! La perdoné. ¡ Hubiera podido hacer otra cosa, Dios mío!

Yo sé· que jamás serviré para nada. Esta es una certeza que me duele. Mi orgullo -monstruoso, irritable- no me impide reconocer ante los demás esta verdad. Yo me quiero bien, pese a mis defec­tos, porque me conozco ese fondo de bondad que hay en mí.

Palmira era para mí todo en la vida. ¿Sería yo, Amalio Felechosa, capaz de conseguir otra vez que una mujer se enamorara de mí? Realmente, ¿Palmira se había enamorado de mí? Pero volva­mos a lo de antes; ¿sería yo capaz de enamorar a otra mujer? Dudaba. Por eso quería doblemente a Palmira. Si, ya sé que éste es un mezquino senti­miento de limitación; pero, ¡ qué queréis!, era así.

Acuclillado a sus pies -mi cabeza en su regazo, la mano de ella en mi rostro- hubiera sido capaz de decirle (nunca se lo dije, os lo juro):

-Palmira; no me quieras, engáñame otra vez.Todo te lo perdono. Haz lo que quieras, todo lo que tú quieras ... Yo estaré a tu lado, sumiso, sin preguntarte nada. ¡ Te quiero tanto! Pronuncio tu nombre, ¡sólo tu nombre!, y tiemblo. Tengo miedo no sé de qué. Acaso porque detrás de tu nombre estás tú con tus cosas; con tu risa, con tus dientes blancos, con tus dedales... ¡ Si tú alcanzaras a comprender todo lo que te quiero! Fíjate; engá­ñame de nuevo con cualquiera, con el hombre que más te guste. Yo soy feo. Ellos son guapos. Haz lo que quieras. Yo ... , yo, Palmira ... Pero no te vayas. No me dejes solo. Que yo sepa que cuando vuelva del trabajo he de encontrarte siempre ahí, cosiendo bajo la lámpara.

* * *

Volvió por la mañanita temprano. La oí maniobrar en la cocina. Al poco rato todo

mi cuarto olía a pan frito en manteca. Me gustan mucho las tostadas de manteca.

Me pareció mal aquello. Era adularme. ¿No la había perdonado? Pues entonces, ¿para qué nece­sitaba rebajarse? Me molestaba que se rebajase, aunque fuera a mí a quien se humillaba.

Entró en mi habitación, en nuestra habitación. No me atreví a mirarla.

-El desayuno, Amalio. Son las siete y media.¡ Como si no hubiera pasado nada! Como si no

hubiera pasado nada, cuando durante dos largos meses estuve yo, como al borde de un pozo, aso­mado a su ausencia!

La miré. Le habían enflaquecido los brazos. En uno de ellos amarilleaba un cardenal.

-La habrán pegado -pensé.El corazón se inundó de ternura. Estuve a

punto de levantarme y besarla; pero ... ¡aquellas estúpidas tostadas de manteca! ...

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Las cogí del plato. El balcón estaba abierto. Las tiré una a una. Eran cuatro.

Parecía que lo esperaba. Miró al balcón. Luego me miró a mí. Sí, me odiaba, había un odio frío, sereno y resignado en sus ojos.

Dudó. Parecía que iba a llorar. Pero no. Dejó la taza de café sobre la mesita de noche. Se fue sin decirme nada.

Al marchar camino de la escuela pasé por la co­cina. Allí estaba sentada junto al albañal.

Sus ojos estaban secos.

111 bis

Yo estaba en Ablanedo. Me lo escribieron. Todo aquello me pareció ilógico, profundamente falto de razón inesperado.

Felechosa la había admitido de nuevo en casa. Bien. Verdaderamente no se podía esperar otra cosa de Felechosa. « Viven juntos; pero dicen que no se hablan» , me escribían. «Amalio compró hoy yemas en la confitería. Se hablan. Parece ser que han hecho las paces.» Y al día siguiente: «Se ahorcó.» ¿No es todo esto perfectamente ilógico?

Felechosa estuvo como loco. Dicen que chillaba y mordía como un perro. Se tiró al río cinco o seis veces, con ánimo, sin duda, de suicidarse. Cuatro veces lo sacaron. A la quinta salió él por su propio esfuerzo.

Pachín me escribió contándome una entrevista que tuvo con Felechosa. Fue él, Amalio, el que fue a verle. Le dijo que allí donde me viese, me mataría. «¡ Si vieses cómo lloraba! -me escribía

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Pachín-. Ten cuidado, Juan: ese hombre es capaz de todo. Lloraba sin ningún pudor delante de mí.»

* * *

«Yo, Felechosa, no quise hacerte tanto daño. Yo no quise hacerte ningún daño, amigo mío. Si no hubiera sido yo, hubiera sido otro cualquiera. Estaba de Dios. No fue mía la culpa. Yo te juro que me duele tu desgracia. Siento y sentí la muerte de Palmira. No tanto como tú, claro está; pero yo te vuelvo a jurar, amigo mío, que estoy más cerca que nadie de tu dolor; porque yo, Ama­lio, también amé a Palmira. Perdóname, te lo ruego.

Y ahora, Felechosa, parémonos a escargatar un poco en todo aquello. ¿Por qué se mató Palmira? O, mejor aún: ¿por quién? ¿Por ti o por mí? Puede que no haya sido ni por uno ni por otro. Puede ser que no haya sido por nadie, Amalio. Palmira -tú lo sabes, mejor que yo- no era una mujer muy complicada. Más bien era diáfana. Siempre que le hacía una pregunta sabía cómo iba a responderme. Pero esa última pregunta -imposible- que yo le haría hoy ignoro cómo la contestaría. Esa pre­gunta es ésta: «Palmira, ¿por qué te mataste?». Pero ni tú ni yo lo hemos de saber. Esa es nuestra tragedia. ¡ Y cómo nos une a los dos esa pena co­mún!

Olvida por un momento que tú fuiste el marido y yo el amante. Olvídalo, Felechosa. ¿No notas ahora cómo nuestras penas son mellizas? ¿No te sientes unido a mí?

Y o no quiero ofender a tu dolor; quiero tan sólo escarbar en el pasado: sincerarme. Escucha: Pal­mira fue de Peláez, fue de Rodríguez ( el factor de la Estación), fue del capataz de la Oscura, fue de la mayor parte de los señoritos de Ablanedo, fue tuya, fue mía ...

Todos ellos ya la olvidaron. Yo la olvidaré. Sólo tú, Felechosa, la seguirás amando siempre. Yo lo sé. Lo sé hoy, ahora ... ¡Ay, si lo hubiera sabido entonces, Amalio querido, amigo mío, hermano ... ! Pero no lo supe.

Y o te pido perdón; yo necesito que me perdo­nes. Yo no quise hacerte tanto daño. Yo no sabía todo lo que la querías ... »

Yo pensé en escribir todo esto, y mucho más, a Felechosa. Pensé en escribirle todo esto; pero ... luego, no sé por qué, no lo hice.

* * *

Hace ya más de un año que murió Palmira. Ayer sábado encontré a Amalio Felechosa. ¡ Pobre hombre! ¡ Ha engordado y se ha dejado crecer un bigote absurdo!

Le encontré en Nieva, donde reveses de fortuna me llevaron a desempeñar un cargo en las oficinas de los Astilleros. Iba paseando a la orilla de la ría, cuando me encontré con Felechosa. No pareció extrañarse de verme. Se me acercó. Le brillaban los ojillos. Llevaba un traje azul lleno de manchas de grasa y una corbata negra. En la solapa una cintita de luto.

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-Oiga, Sendín, oiga.Tartajeaba. Debía estar borracho. Me paré.-¿Quiere usted tomar unas copas de coñac?

Copas de coñac con amigo. ¡Gran cosa la amistad! Porque usted y yo somos muy amigos, ¿ verdad? Bueno ... , ¡amigos! Más aún: parientes. Eso es: parientes carnales.

. Se rió, mostrándome sus dientes, largos y ama­nllos, de caballo.

-;Yo le quie�o a usted mucho, ¡mucho! ¿Por quéno. ¡Le apreciaba tanto la difunta! ... Aunque sólo fu�ra por esto, usted debiera aceptar unas copasmias_. Y o lo pag?, con mi dinero. ¡ Para qué quieroel dmero ! El dmero no da la felicidad Sendín ·créalo. Una copita...

' '

-Una copa, ¡por qué no, Felechosa!-Llámeme Amalio. ¿Una copa dice usted? No;

�an de ser varias. Han de ser varias, para estar iguales los dos. ¿ Usted cuerdo y yo borracho? No, no; no quiero espectadores.

-Bu�no, Felechosa; usted se beberá las copasque qmera y yo las que me dé la gana,

Entramos en una taberna frontera al puerto. Nos hicimos servir unas copas de coñac.

-Sin rodeos. Sendín: yo deseaba verle -me dijoFelechosa.

No, no estaba borracho. Pronunció las prece­dentes palabras mirándome a los ojos descarada­mente. Sus palabras eran todas iguales y macizas.

-Sí, deseaba verle, pues es preciso que usted seentere de algo que ignora y que acaso le interese. Verá: ¿Se acuerda usted aún -de Palmira?

Me miró a hurtadillas. -Sí, Amalio.Ahora no levantaba la vista de la mesa.-¿Sabe usted que se ahorcó, que se mató estú­

pidamente? -Sí.

Calló. De un sorbo se bebió la copa de coñac. Agachó la voz.

-Iba a tener un hijo. ¿No lo sabía usted?Me miraba angustiosamente.-Lo ignoraba, Felechosa.-Era mío, ¿sabe? ¡Mío! Mi hijo. Yo sé que era

mío -me gritó. Paró de golpe. Parecía que iba a llorar. Levantó

sus ojos de la mesa. Me miraba con melancolía de rumiante. Esperaba que le dijera algo.

-Y, ¿qué, Felechosa? -le dije después de un si­lencio.

No me respondió. Miraba a la mesa. Mirando a la mesa dejó caer estas palabras:

-Si yo ahora le pegase un tiro, Sendín, ¿no co-metería un acto de justicia?

-¡Un tiro! ¿A mí? ¿Por qué? -Usted lo sabe.-¿Es usted idiota? ¿Es que pretende amedren-

tarme? ¿A santo de qué iba a pegarme un tiro? No me contestó. Sonreía. Se palpó el bolsillo de

atrás del pantalón. Me miraba entornando los aca­tarrados ojillos. Me levanté. Le dije despectiva­mente:

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-¡ Pobre Felechosa! Eres un cobarde. Eso que haces es de cobardes, ¿comprendes? Eres incapaz de pegarme un tiro. No te atreves.

Fui demasiado cruel. Me dio lástima. Le hu­biera abrazado con gusto, y con gusto me hubiera emborrachado con él. Juntos hubiéramos recor­dado a Palmira.

-¿ Te acuerdas, Amalio? Cuando reía se le ani­ñaban los ojos. Ella decía que te lo debía todo a ti y que te quería mucho.

A Amalio Felechosa le hubiera dicho mi verdad en aquel atardecer. Y a borrachos los dos, me hu­biera asomado a su oído para confiarle:

-Mira, Amalio: yo soy tan pobre hombre comotú; más pobre hombre que tú, todavía. A ti te en­gañaron entonces. A mí me engañaron siempre. Yo tampoco soy feliz, Amalio. Si esto puede ser­virte de consuelo ... Ante muchas cosas, se me en­coge el corazón de angustia. Pienso en aquello, en lo otro ... Mira, soy viejo ya. ¿ Tú crees que ellas me pueden querer todavía? Mírame bien, Amalio: ni juventud, ni dinero tengo. Estoy solo. Me siento enfermo. Cada día que pasa ...

Pero no le dije nada de esto. Era preciso acabar de una vez con aquella ridícula situación. Y o no hubiera querido decirle lo que le dije. Le dije:

-Bueno, Felechosa: ahora mismo me voy. Queconste que es usted un cobarde. Le volveré la es­palda. Podrá usted disparar si quiere, si se atreve ... Pero sé que no se atreverá ...

Eché a andar. Me latía con fuerza el corazón. Llegué a la puerta de la calle. La abrí despacio y sin prisas. Y salí.

El sol ya se había perdido detrás de los pinares. Respiré a plenos pulmones.

* * *

Después, en casa, fue cuando recordé lo que en una de sus cartas me había dicho Pachín: Parece ser que Felechosa, después de aquello, se entregó por completo a la bebida. Parece ser también que en su borrachera aseguraba haber asesinado a Carballido, pues había llegado a sospechar que éste había sido el amante de su mujer. ¡Pobre Fe­lechosa! Esto no era verdad. Todos sabíamos que esto no podía ser verdad. El día que Carballido cayó por las escombreras, Amalio Felechosa no estaba en Candamín. Mal pudo, por tanto, tirarlo al río.

No lo he vuelto a ver.

* * *

¿Y Palmira? Es verdad: hoy hasta he eolvidado de qué color eran los ojos de Palmira.

(Cuento premiado en el Concurso de la Revista «Nuevo Mundo» -en Madrid enjulio de 1931- por un Jurado integrado por Cristóbal de Castro, José Francés, Alfonso Hernández­Catá, Alberto Insúa y Eduardo Marquina.

Fue publicado en los números 1 .967, 1 .968, I.969 y 1 .977 del año 1931).

Page 12: YEMAS DE COCO - CVC. Centro Virtual Cervantes · 2019-06-20 · Siempre que no me aburro, lo paso bien. Es cribo cuando me parece y porque me divierte. Vivo. Me gustan mucho los buzos,

la tecnología puede llegar. La Compañía Telefónica Nacional de

España tiene la tecnología y los medios necesarios para que nuestros usuarios se comuniquen con cualquier país del mundo.

Vía cable submarino, satélite, radioenlace de microondas, cable coaxial ... Utilizando modernas estaciones terrenas de comunicaciones por satélite, centrales de conmutación electrónicas y redes de

transmisión de datos por conmutación de paquetes. Para sus comunicaciones telefónicas por medio de telefax, teletex, vídeotex ...

Pero aún estamos esforzándonos más. Porque nuestro futuro está en un mejor servicio, que sólo la más avanzada tecnología puede facilitar. Para ir siempre más lejos. Tan leJOS como la tecnología puede llegar.

Telefónica

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