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LA MADUREZ DEL EDUCADOR Y LA SINTESIS PERSONAL ENTRE EL SABER PEDAGOGICO Y LA PRACTICA EDUCATIVA por FERNANDO BCENA ORBE Universidad Complutense de Madrid Introducción La int�nción principal de este trabajo es la justificación y recupe- ración para la práctica educativa de su condición esencialmente hu- mana. Este interés se apoya en la firme convicción de que la educación, más que una cuestión meramente epistemológica, es una empresa ética y política. Con ello quiero decir que todo el proceso educativo, expresado a través del esquema «enseñanza-aprendizaje», está encaminado a una doble finalidad: a) la transmisión racional, a través de procedimientos éticamente relevantes, de un contenido cultural susceptible de poseer un valor formativo para el educando; b) la ayuda al educando para que sea capaz de llevar a cabo acciones racionales e intencionales de carácter moral. Ambos hechos pueden quedar resumidos claramente en la idea de la «madurez», la cual se constituye en el fin de todo el proceso educativo. En consecuencia, y siguiendo las argumentaciones que O. Reboul hace en uno de sus trabajos, puede afirmarse que la idea de la «madurez» expresa el auténtico sentido del verbo «aprender» -la educación- cuyo objetivo es hacer a las personas más felices y libres, es decir, dueñas de sí, autónomas y dotadas de esa sabiduría que per- mite « aprender a ser» [ 1]. Estas ideas son esenciales aquí porque configuran y dan sentido a la firme convicción en la que este trabajo se apoya. Al decir, por tanto, que la meta de la educación es colaborar en el desarrollo de la madurez del educando, el educador se sitúa ante un tipo de tarea que no puede explicarse totalmente con la sola referencia epistemológica. Ello su- pondría que una excelente cualificación científica y técnica por su parte podría conducirle de inmediato a saber educar de hecho. Con otras pa- labras, que el conocimiento del conjunto del saber pedagógico científico Revta pañola de Pedagoa o IV, n.º 171, enermarzo 1986

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LA MADUREZ DEL EDUCADOR Y LA SINTESIS PERSONAL

ENTRE EL SABER PEDAGOGICO

Y LA PRACTICA EDUCATIVA

por FERNANDO BÁRCENA ORBE

Universidad Complutense de Madrid

Introducción

La int�nción principal de este trabajo es la justificación y recupe­ración para la práctica educativa de su condición esencialmente hu­mana. Este interés se apoya en la firme convicción de que la educación, más que una cuestión meramente epistemológica, es una empresa ética y política. Con ello quiero decir que todo el proceso educativo, expresado a través del esquema «enseñanza-aprendizaje», está encaminado a una doble finalidad: a) la transmisión racional, a través de procedimientos éticamente relevantes, de un contenido cultural susceptible de poseer un valor formativo para el educando; b) la ayuda al educando para que sea capaz de llevar a cabo acciones racionales e intencionales de carácter moral. Ambos hechos pueden quedar resumidos claramente en la idea de la «madurez», la cual se constituye en el fin de todo el proceso educativo. En consecuencia, y siguiendo las argumentaciones que O. Reboul hace en uno de sus trabajos, puede afirmarse que la idea de la «madurez» expresa el auténtico sentido del verbo «aprender» -la educación- cuyo objetivo es hacer a las personas más felices y libres, es decir, dueñas de sí, autónomas y dotadas de esa sabiduría que per­mite «aprender a ser» [ 1].

Estas ideas son esenciales aquí porque configuran y dan sentido a la firme convicción en la que este trabajo se apoya. Al decir, por tanto, que la meta de la educación es colaborar en el desarrollo de la madurez del educando, el educador se sitúa ante un tipo de tarea que no puede explicarse totalmente con la sola referencia epistemológica. Ello su­pondría que una excelente cualificación científica y técnica por su parte podría conducirle de inmediato a saber educar de hecho. Con otras pa­labras, que el conocimiento del conjunto del saber pedagógico científico

Revista Española de Pedagogía Año XLIV, n.º 171, enero-marzo 1986

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es condición necesaria y suficiente del éxito educativo. Muy al contrario, el carácter ético y político de la empresa educativa, así como la índole de bien práctico en que consiste la finalidad de la educación, le hacen moralmente responsable de una clase de compromiso ante el hecho edu­cativo, cuya justificación constituye el tema central de este trabajo.

Tal compromiso puede explicarse como la necesidad de formar la propia conciencia moral educadora y, a su vez, como la decisión de favo­recer a los educandos con un comportamiento educativo maduro. El profundo significado de las dos ideas centrales que aparecen en esta definición, nos va a permitir entender con claridad cuál será la fina­lidad última de este trabajo, así como el enfoque o la perspectiva más adecuada para su desarrollo.

La primera idea es la noción de conciencia moral. En este sentido, I. Quiles nos explica que la conciencia indica un acto de conocer refe­rido a sí misma, a un objeto y a un sujeto. «Es una experiencia simul­tánea -dice- del acto de conocer, del objeto del conocer y el sujeto <lel mismo» [2] . Estos rasgos son, como puede apreciarse, de extrema importancia, por cuanto la conciencia hace siempre relación a la reali­dad; es decir, que no puede haber conciencia real en la pura abstrac­ción. Siempre hay, por tanto, un sujeto real que conoce y un objeto. Todo esto, repito, tiene extrema importancia por cuanto -como ha escrito J. Escámez- «el proceso educativo consistirá en un progresivo acrecentamiento del sentido de la realidad y de las fuerzas que per­mitan afrontarla» [ 3]. Por otra parte, el adjetivo moral supone la con­sideración de «la cualidad propia de un acto de conciencia que se da cuenta de una distinción de lo bueno y de lo malo, y cuyo sujeto se considera libre para decidir entre uno y otro» [ 4]. Si investigamos, por último, en el significado profundo de la idea de conciencia podremos darnos cuenta de un hecho esencial . Este dato expresa la idea siguiente: «la unidad que se da en el obrar humano entre el conocimiento de los fines y principios y la consideración y elección de los medios adecuados a ellos -papel específico de la prudencia- es lo que llamamos con­ciencia en sentido amplio; soy "consciente" de algo cuando, conocidos sus principios y fines, lo refiero a mi actuación» [5]. Así, como ha dicho también J. Pieper, prudencia y conciencia, vienen a ser lo mismo, pues «la prudencia, o, mejor, la razón práctica perfeccionada por la virtud de la prudencia, es, vale decir, la "conciencia de situación", a diferencia de la sindéresis o conciencia de principios» [6]. Sin embargo, a la pru­dencia le compete tan sólo la elección de las vías de realización de tales fines o principios, de acuerdo, claro está, a cada concreta situación. Pero sin el previo conocimiento de los mismos, no es posible acertar en el acto de juicio de conciencia en el que esta virtud consiste.

La segunda idea, hace referencia al concepto de madurez. Así como en toda conciencia moral rectamente formada la prudencia es un ele­mento central, de la misma manera, el compromiso con la propia madurez supone la presencia de esta virtud. En relación con ello, cabe decir que «sólo la posesión de la prudencia hace posible al hombre la

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recta autonomía de su conducta : aquella emancipación por la que llega a regir por sí su propia vida, y merced a la cual se encuentra en con­diciones de hacerse íntegramente responsable de ella» [ 7]. Una expli­cación razonada del porqué de esta afirmación supondría un análisis profundo de la naturaleza de este hábito, cosa que, obviamente, no puede ser hecha ahora. Sin embargo, una lectura primera del carácter inter· medio que ocupa entre el sistema de las virtudes -intelectuales y mo­rales- que configuran la construcción plena del hombre, nos confirma la verdad de tal aserto.

De acuerdo, por tanto, con estas ideas, la finalidad de este trabajo será enfocar la actividad educativa -en lo que se refiere a la actuación del educador- a la luz de la clásica doctrina del saber prudencial. Esta teoría tiene, a mi juicio, una importancia pedagógica especial por cuanto, como se ha visto, permite configurar acertadamente la noción de conciencia y la idea de la madurez, aspectos fundamentales para dotar a la acción educativa de un sentido ético profundo. 1Pero, a su vez, este enfoque nos sitúa de lleno en el plano de una tradición -la aristotélica-, que, dentro de la perspectiva pedagógica, resuelve el difícil problema de la relación entre el conocimiento y la acción, la teoría y la praxis, en suma, el saber pedagógico y la práctica educativa.

En este sentido, P. Braido ha dicho que la solución a la síntesis entre teoría y praxis se encuentra en el plano del saber práctico, «en concreto (y tratándose de la acción educativa, que es una de las formas de acción humana), sobre el plano de la prudencia o sabiduría práctica, habitual capacidad de imponer dignidad humana a la contingencia de la vida» [ 8].

A mi juicio, este planteamiento es plenamente coherente con la na­turaleza específica de la actividad educativa y, así mismo, con el carác­ter exacto del conocimiento educativo. Sobre ambos aspectos, se ha elaborado en los últimos años análisis muy acertados que pueden que­dar resumidos en las siguientes palabras de J. Maritain: «la educación es un arte, y un arte particularmente difícil. No obstante pertenece por su misma naturaleza a los dominios de la moral y de la sabiduría prác­tica. La educación es un arte moral (o más bien una sabiduría práctica en la que va incorporando un arte determinado)» [ 9].

Pero, sobre todo, la perspectiva prudencial de la acción educativa es esencial en la tarea que tiene que desempeñar el educador porque, como dice P. Aubenque, «la prudencia represnta menos una disociación entre la teoría y la práctica y la revancha de la práctica sobre la teoría, que una ruptura en el interior de la teoría misma» (10]. Esta escisión se refiere a los dos tipos posibles de racionalidad humana, a saber, la racionalidad teórica y la racionalidad práctica. De acuerdo con ello, explica M. Schilling, el fin de una y de otra es radicalmente distinto, pues, mientras la primera tiende al conocimiento de la verdad universal, a través de métodos precisos de pensamiento, la racionalidad práctica tiende a la acción recta, ante la cual no caben prescripciones universa­les, dado el carácter singular y contingente en el que la gente actúa,

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y mira al desarrollo del carácter, por el ejercicio de la deliberación prudencial y la práctica de las virtudes [ 11].

Esta breve explicación, nos indica la insuficiencia de los plantea­mientoos reduccionistas, tanto del conocimiento como de la acción, que pretenden aumentar la eficacia de la praxis educativa por la mera apli­cación técnica del saber pedagógico a la situación educativa a través de prescripciones de carácter universal, descuidando, con ello, la for­mación de un tipo de saber educativo elaborado -como ha dicho Alta­rejos- en y desde la acción misma.

Las conscuencias pedagógicas de un planteamiento de estas carac­terísticas ha favorecido una progresiva pérdida del valor formativo del saber, así como una pérdida del valor moral de la acción.

Con el fin de explicar con detalle todo esto, que ahora queda tan sólo esbozado, haré referencia, en primer lugar, a las consecuencias fundamentales para la relación entre la teoría y la práctica de la pre­sencia de la reduccionista mentalidad cientificista y positivista. En se­gundo lugar, explicaré con mayor detalle esta presencia en el plano estrictamente educativo haciendo especial mención a ciertas deficientes relaciones entre el conocimiento y la acción. En tercer lugar abordaré el análisis de las características de un tipo de acción educativa reduc­cionista que resuelve la relación entre el conocimiento y la acción (teo­ría-práctica) por transformaciones meramente lógicas de la teoría peda­gógica en pura tecnología, para, por último, reflexionar sobre la refe­rida cuestión del uso de la racionalidad práctica y del ejercicio de la virtud de la prudencia por parte del educador con el fin de dar a su acción del sentido ético adecuado y a su comportamiento educativo de la madurez requerida.

1. Los planteamientos reduccionistas en la concepción de la teoríay la práctica

Gran parte de la complejidad de la relación entre lo teórico y lo práctico se debe a las contrapuestas actitudes que suscita. Así, mientras se hace cada dfa más evidente la tendencia a la escisión entre ambos, hasta el punto que puede escucharse, como decía Kant, «que lo que es plausible en la teoría no tiene validez alguna para la práctica» [12], por otro lado se hace necesario que el esfuerzo por lograr una síntesis racional de los mismos no rompa la natural delimitación de sus respec­tivos ámbitos. Así, declara R. Bubner, «Si la práctica debe convertirse en objeto de la teoría, entonces la teoría debe ponerse en guardia por miedo a que sin pensarlo se introduzca en el dominio de la práctica ( . . . ). Esto significa mantener la frontera entre teoría y práctica» [13].

De esta manera, el dilema que de continuo se plantea es -aun afir­mando las exigencias imperativas de lo teórico- respetar la naturaleza de las cuestiones prácticas, pero sin dejarla a ésta fuera del campo de

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operación de la teoría. Esto, sin duda, tiene una extrema importancia para el hombre, sea que lo consideremos en el fondo de su actividad pensante y filosófica, sea que lo veamos en el plano de las relaciones sociopolíticas o en su vida moral.

Ahora bien, la permanencia de las cuestiones relativas a este asunto tienen, filosóficamente hablando, un punto de controversia claro que vendría a expresarse en lo que F. Iniciarte llama el giro antropológico y sociológico de la filosofía posthegeliana. En efecto, la conexión operada entre la filosofía y la praxis -especialmente evidente en ciertos movi­mientos como son el marxismo, el existencialismo, el pragmatismo o la filosofía analítica [ 14 ]- ha conducido, según Inciarte, a la posibilidad de negar a la misma filosofía, en la medida que «Se prescinde del con­cepto de verdad práctica o cuando no se somete a una reflexión sufi­ciente» [15]. En consecuencia, este autor expone la doble posibilidad que puede darse: o bien pasar directamente a la praxis o, por el con­trario, plantearse la verdad de una manera tan estrecha y reduccionista, que deje a la praxis fuera de su campo de acción.

Evidentemente, ambas posibilidades presentan parecidas dificulta­des dado que, o bien la acción queda abandonada a la sola guía del intuicionismo, o por el contrario, tiene que acoplarse a acomodarse a una conceptualización de la verdad que deja fuera de ella gran parte de su significación como praxis. Indudablemente, desde un punto de vista pedagógico, ambos modos ofrecen formulaciones prácticas igual­mente erróneas. Pero si pensamos un momento en la causa más evidente que favorece esta segunda opción, no resulta difícil descubrir que siem­pre se da cuando la verdad, el conocimiento o el saber se orientan a lo fáctico o empíricamente dado. En este sentido no han faltado filósofos que últimamente se hayan percatado de la insuficiencia de este tipo de planteamientos hasta el punto que puede decirse que «todo el panorama filosófico del siglo xx, a pesar de su aparente diversidad e incomuni­cación, admite ser entendido a la luz de una aspiración insatisfecha por alcanzar "un concepto de racionalidad que englobe aquellos momentos de la razón ·escindidos en el pensamiento moderno"» [16].

Y, efectivamente, los esfuerzos por trabajar en esta línea han man­tenido un punto de crítica común a la creciente e insistente presencia de una mentalidad científica reduccionista y positivista, según la cual, los modelos de pensamiento paradigmáticos son los de tipo matemá­tico. Indudablemente, no puedo ahora describir con todo detalle este largo proceso de crítica, que parece presente ya en la denominada Es­cuela de Frankfurt, que posteriormente ha visto substituidas sus pro­puestas por el conocido movimiento germánico de Rehabilitación de la Filosofía Práctica, promovido principalmente por M. Riedel, y que, últi­mamente, filósofos como Toulmin, Bernstein o Macintyre han seguido revitalizando con la redefinición y la recuperación de la tradición ética y política aristotélica [17]. Sin embargo, si pueden describirse los ele­mentos más sobresalientes de este tipo de mentalidad positivista.

Para ello, entiendo que es suficientemente clara la exposición que

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D. Innerárity hace en su trabajo sobre las coordenadas básicas del pen­samiento de J. Habermas, donde expone los puntos de partida de dicha mentalidad. En resumen, tales rasgos son: « 1. Declaración de ilegiti­midad para las interpretaciones teóricas del mundo en general, al no poder traducirse en problemas susceptibles de tratamiento científico; 2. Declaración de irracionalidad para los valores y normas: las cuestio­nes prácticas y su elección son consideradas corno no veritativas; 3. Limi­tación de la competencia de la filosofía a la lógica y la metodología: las cuestiones sustanciales de la tradición filosógica son obviadas en térmi­nos de análisis del lenguaje» [ 18].

Creo que en estos tres puntos se encuentran implícitos los distintos campos de aplicación del positivismo, esto es, las dimensiones funda­mentales en las que dicha actitud ejerce una notable influencia. Tales dimensiones son la filosófica, la político-social y la ética.

En cuanto a la dimensión filosófica, como ya he mencionado, el punto central radica en una clara separación de lo teórico y lo práctico, donde la praxis carece de toda posibilidad de objetividad y verdad, y donde la teoría adopta el modelo de pensamiento científico-matemático. En su dimensión político-social, este tipo de actitud cientificista considera acep­table el modelo de ingeniería de organización social para la regulación y �l mejoramiento de la vida sociopolítica. Por otra parte, dentro de este mismo ámbito, algún autor ha señalado acertadamente que los conflic­tos centrales que se operan aquí, al amparo de una creciente presencia de la mentalidad cientificista, tienden a contraponer los conceptos de libertad y sociedad de tal modo que únicamente a través de un proceso emancipatorio, crítico, negativista y revolucionario, el hombre podrá liberarse de todo tipo de condicionamiento, consciente o inconsciente­mente asumido. Pero es indudable que, como dice A. Llano, «la autén­tica liberación sólo se alcanza a través de decisiones libres, es decir, por medio de la praxis de sujetos que realmente son libres» [19]. Finalmente, dentro de la dimensión ética el influjo de la mentalidad positivista es claro por cuanto ningún tipo de cuestión práctica podría poseer el nivel de objetividad que se supone debe caracterizar al método científico. Así, F. Inciarte ha escrito que «desde un punto de vista positivista, se puede tratar de fenómenos morales, pero ni tienen esos fenómenos morales (comportamientos, actitudes, disposiciones) ninguna exigencia justifica­da de verdad, ni tienen esa ciencia de los fenómenos morales (la Science des moeurs, como se llama sintomáticamente) un carácter específica­mente ético. Para tal posición positivista no existe una ética o política con carácter normativo de la actividad humana; sólo existe una meta ética» [20].

Esto mismo nos viene a confirmar A. Maclntyre en la profunda y crítica exposición de la situación ética actual que elabora en su último trabajo [21]. A su juicio, el vacío que hoy se percibe entre lo personal y lo social tan sólo puede salvarse mediante una vuelta y una revalori­zación de la doctrina clásica de las virtudes. Para ello, es necesario poder alcanzar un concepto unitario de la vida humana susceptible de

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poseer su bien propio. Ahora bien, en una sociedad como la actual, que se caracteriza en lo moral por un fuerte pluralismo que tiende a con­cluir, de la diferencia de contenido de los diferentes códigos morales, el relativismo, no es posible llegar a un mínimo consenso racional y a un acuerdo sobre lo que sea para el hombre el Bien, salvo que se rechace de plano, al menos esencialmente, la sociedad contemporánea. Esta situación en la que el hombre se encuentra, escindido entre la presión de la racionalidad objetivada de las ciencias sociales y la pura subjetivi­dad individualista, incapaz por definición de fundar sus decisiones y elecciones en firmes y sólidos -también objetivos- criterios, es lo que le permite hablar a este autor de la clásica tradición de las virtudes y de la formulación aristotélica de la sabiduría práctica (phronesis), pues «Phronésis -escribe Maclntyre- es una virtud intelectual; pero es esa virtud intelectual sin la que ninguna de las virtudes del carácter puede ser ejercitada» [22] . Por el momento bástenos dejar por sentado que es precisamente la esencial conexión entre las diferentes virtudes del carác­ter -las clásicas virtudes morales- y la prudencia la que permite hablar de ésta como genitrix virtutum, generadora de las demás virtudes y su facilitadora, en la medida que su cometido es aplicar las normas o principios generales, según lo exijan las concretas circunstancias, se­ñalando las vías o los medios para cumplir los fines concretos a cada situación. Por esta razón, se ha podido decir que «la educación y auto­educación, en orden a la emancipación moral, han de tener su funda­mento en la respectiva educación y autoeducación de la virtud de la prudencia, es decir, en la capacidad de ver objetivamente las realidades que conciernen nuestras acciones y hacerlas normativas para el obrar según su índole e importancia» [23].

Ahora bien, desde un punto de vista pedagógico, el influjo de la men­talidad positivista tiene, también, dos claras consecuencias que, por su insuficiencia a la hora de explicar en su totalidad la naturaleza de la acción educativa y de las exigencias del fenómeno educativo, la anterior propuesta de revalorización de la clásica doctrina de la virtud y la pru­dencia, como sabiduría práctica, entiendo son esenciales para que el educador pueda, en efecto, explicar la realidad educativa con la que se enfrenta, no sólo desde un punto de vista intelectual-racional, sino desde un punto de vista moral.

Estas consecuencias, que pienso son negativas, se expresan con toda su fuerza en dos hechos. El primero de ellos es una progresiva orienta­ción del saber al dominio de la realidad externa y al poder. Y el segundo, una reducción de la praxis humana -acción moral y acción técnica­al exclusivo ámbito de la producción -poiésis- olvidando con ello que, como decía Aristóteles, «la vida es praxis, y no poiésis» [24]. Ambos hechos conducen,por una parte, a una pérdida del valor forma­tivo del conocimiento, y por otro, a una pérdida del valor moral de la acción humana.

Las consecuencias pedagógicas de este tipo de actitudes parecen ser, por otra parte, de una gran importancia,por cuanto, en primer lugar,

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se vendría a desfigurar el tradicional concepto de hombre educado, o mejor, «cultivado», y en segundo lugar, porque llegaría a ser inservible la diferenciación entre la «eficacia técnica» y la «acción moral», toda vez que lo que primaría es la acción -entendida desde un punto de vista poiético- por encima de la actividad contemplativa, que tiende a consi­derar la verdad. Explicaré ambas cosas brevemente.

Parece, en efecto, que una de las consecuencias previsibles de una progresiva orientación del conocimiento y el saber humano al poder -tal y como lo expresa el ideal Baconiano, Scientia propter potentiam- es un olvido del valor subjetivo -no subjetivista- de la cultura en bene­ficio de su apreciación objetiva. Así, expresa R. Alvira, se diluye el tra­dicional concepto de «hombre cultivado» -es decir, todo aquél que se cultiva a sí mismo- en un tipo de mentalidad que lo concebiría como el producto objetivo de cualquier actividad técnica. Esto supone definir la cultura como «Una teoría científica, un trabajo de arte, un recurso técnico, "un punto de vista" sobre la vida y el universo, una "actitud" hacia la sociedad o el mundo, la tradición de un puebo, una religión, un mito» [25]. Esto mismo ha denunciado M. Polanyi cuando, frente al deseo de objetividad y desapasionamiento del conocimiento cientí­fico -conocimiento impersonal lo llama él- que ha conducido a una escisión entre los hechos y los valores, la ciencia misma y la humani­dad, propone una mayor participación personal de los científicos en el descubrimiento de sus conocimientos y su validación, es decir, un cono­cimiento personal que sea entendido como un compromiso intelectual donde la objetividad de la ciencia y la humanidad de todo lo personal puedan vincularse [ 26].

Estas ideas son de una importancia extrema, sobre todo si tenemos en cuenta las características de las sociedades modernas donde el nivel de desarrollo tecnológico y el establecimiento de modelos de pensa­miento lógico-matemáticos vienen, cada vez con mayor insistencia, a presionar toda la realidad humana y a intentar explicar toda cuestión o problema práctico que, como el educativo, suponen un nivel de res­ponsabilidad y conciencia moral importante. No resulta extraño, aun­que para algunos que no desean escucharlo de nuevo resulte tópico y aburrido oírlo otra vez, que tal situación conduzca a la educación a un estado tal de reduccionismo que pretenda explicarla toda ella por la sola actividad instructiva. G. Thibon expresa esto mismo cuando dice que «esta búsqueda del tener sin preocuparse por el ser, el querer buscar el objeto del conocimiento sin tener en cuenta al sujeto que conoce, ha ido cavando el abismo entre la instrucción y la educación» [27].

Es claro, por otra parte, que la progresiva tendencia a valorar la acción humana más en sus aspectos técnicos que en sus exigencias mo­rales es un rasgo típico de todos aquellos que hacen primar la acción incondicionada de la verdad y del bien, por encima de la capacidad con­templativa y teórica del hombre. Sin embargo, a la vista del valor que hoy parece darse al saber -aunque éste no tenga un valor formativo y personal- el verdadero riesgo consiste, como ya vimos, en reducir la

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idea de verdad a lo empíricamente dado a lo fáctico. En este sentido, quisiera solamente exponer algo que, a mi juicio, considero crucial para valorar, o mejor, justificar acertadamente la dimensión ética de las artes en las que, indudablemente, el arte de la educación se encuentra. Me refiero al hecho siguiente: que no sólo cabe la posibilidad -en el ám­bito de hacer- del defecto inherente a una deficiencia en el modus operandi de un arte particular, sino también el defecto consistente en errar el fin universal al que está destinado. J. Pieper describe ambas posibilidades de manera clara. «La primera posibilidad de acción defi­ciente es la «falta de arte» en sentido estricto, la infracción del fin particular puesto por uno mismo ( ... ). La segunda posibilidad, que también se da siempre, de acción fallida en el ámbito del arte, está en que uno, ciertamente, consiga el fin particular puesto por él mismo, y quizá lo construya con maestría genial, pero a la vez falle el fin universal de la existencia en conjunto» [28]). De no entender esto con claridad, parece obvio que no es posible diferenciar entre eficacia técnica y eficacia moral de la acción.

2. Conocimiento y acción en la práctica educativa

Esa ausencia de lo personal en la concepción de la cultura no es más que una manifestación del vacío imperante entre la instrucción y la educación. Ahí radica, en gran parte, la importancia esencial de las relaciones entre la teoría y la práctica para la educación humana pues, como decía Ortega, el ser humano vive sometido a la presión de un «doble imperativo» : «El hombre -declara el filósofo- ser viviente, debe ser bueno -ordena uno de ellos, el imperativo cultural. Lo bueno -sin embargo- tiene que ser humano, vivido, por tanto, compatible con la vida y necesario a ella -dice el otro imperativo, el vital-. Dando a ambos una expresión más genérica, llegaremos a este doble manda­miento : «la vida debe ser culta, pero la cultura tiene que ser vital» [29]. Así, en función de esta doble exigencia, se entiende que gran parte de la tradición pedagógica humanística encuentre pertinente «que los co­nocimientos que deben transmitir tienen que estar primeramente conec­tados con los intereses vitales, porque toda educación corre el riesgo del academicismo, del virtuosismo estético, que deja en ayunas de lo más importante» [30] .

Es natural que quien, en último término, ha de esforzarse en lograr una síntesis personal de ambos es el hombre mismo que se educa en contacto con la experiencia de otros hombres más adelantados que él en ese proceso que es la construcción del propio ser integral. Y parece lógico, igualmente, que una de las cosas que puede aportarnos esa sínte­sis, fruto de tal encuentro educativo, es la capacidad de juzgar, ese cri­terio y esa especial sabiduría que Vives definía como la capacidad de «juzgar bien de las cosas, con juicio entero, y no estragado, de tal ma­nera, que estimemos a cada cual en aquello que ella es, y no nos vaya-

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mos a las cosas viles como si fuesen preciosas, ni desechemos las viles por preciosas, ni vituperemos las que merecen loor, ni loemos las que merecen ser vituperadas» [31]. Por ello, si es cierto que «la educación del hombre ha de entenderse como la ayuda para una mejor praxis hu­mana, es decir, para un mejor proceder y no sólo para un hacer más eficaz, entonces, por lo menos surge la pregunta de si esta preparación para la praxis no ha de atribuirse a la praxis humana misma».

Y, por lo tanto, podemos decir con palabras de W. Bohm, que «en esa total integración de lo moral y lo sensual, de lo general y lo particu­lar, de la teoría y la praxis, consiste la determinación de hombre y, con ello, la tarea de su educación» [32].

Sin embargo, esta misión resulta problemática para el educador. Tal problematicidad consiste en la dificultad de saber utilizar la teoría, es decir, el conocimiento pedagógico recibido en el transcurso de su formación, y llevarlo a la práctica educativa procurando cumplir las exigencias propias de sus objetos y problemas específicos. Por esta razón puede decirse que «en la relación entre teoría y práctica, el conoci­miento y la acción han sido siempre la cuestión crucial en la ciencia de la educación y la investigación. Especialmente en la ciencia de la enseñanza, este tópico juega un importante papel» [33]. Por otra parte, la dificultad de esta misión también estriba en la difícil situación en la que el educador y la empresa educativa misma se hallan.

En efecto, el educador se halla en una difícil situación como ense­ñante, pues, como escribe 1P. Dupont, «se encuentra al término de la administración educativa, en el punto de partidade la formación de futuros ciudadanos así como en el punto de convergencia de la sociedad y el medio escolar» [34]. Ello hace que esté sometido a la tensión con­tinua de tener que coordinar las pretensiones, a veces tan contrapuestas, de lo profesional, lo pedagógico y lo administrativo, sin contar con la carga ideológica que todos estos ámbitos trae consigo. Mas, en segundo lugar, la empresa educativa en su conjunto se halla, como ya intuyó K. Jaspers, sometida a un doble riesgo, pues se sitúa entre «el dominio técnico de las cosas y lalibre comunicación de existencias» [35].

En consecuencia, pienso que el problema de la relación entre el cono­cimiento y la acción puede presentar una doble faz. Es decir, que la necesidad de encontrar un elemento que los vincule es, a la vez, fruto de una tarea y el resultado de un proceso. Como resultado, es el hombre mismo que se educa quien, a través de su propia experiencia y la ajena, debe procurar obtener esa capacidad de juicio y esa sabiduría que le permita enjuiciar las realidades, objetivamente y a la luz de la verdad, para poder hacerlas normativas en su proceder.En este sentido, puede decirse que la síntesis de la teoría y la práctica tiene como resultado del esfuerzo del hombre que se educa a través de la experiencia educativa -entendida, como dice Vázquez, como experiencia personal, experiencia directiva y experiencia temporal [36]- el juicio. Kant expresaba esto del modo siguiente: «aunque la teoría puede ser todo lo completa que se quiera, se exige también entre la teoría y la práctica un miembro

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intermedio que haga el enlace y el pasaje de la una a la otra; pues al concepto del entendimiento que contiene la regla se tiene que añadir un acto de la facultad de juzgar por el que el práctico diferencia si el caso cae o no bajo la regla» [37] . Pero, como tarea, el problema de la conexión entre el conocimiento y la acción, entre la teoría y la praxis, impone la necesidad de plantearse, a su vez, la cuestión de «saber si la ayuda educadora para la realización del hombre puede ser compren­dida como un hacer técnico o si consiste en un despertar progresivo de la propia responsabilidad (del educando)» [38]. Y esta pregunta ha de hacérsela principalmente el educador. No obstante, lo esencial de la ar­gumentación anterior es válido también aquí, pudiendo decirse que todo educador se encuentra entre la teoría y la praxis [39] y, como dice G. Vázquez, que «el objetivo conjunto de la teoría y de la práctica es la creación y desarrollo de una estructura cognitiva que capacite para el comportamiento educativo» [ 40]. De un comportamiento educativo maduro que sabe responder, tanto a las exigencias científicas de la práctica educativa, como a sus exigencias morales, y donde toda deci­sión pedagógica no sólo ha de ser eficaz desde un punto de vista técnico, sino también ético y moral.

3. El planteamiento tecnicista de la práctica educativa

Dado el objetivo de este trabajo debemos centrarnos principalmente en el análisis específico de esta segunda dimensión donde el vínculo entre la teoría y la práctica se descubre -siguiendo el planteamiento kantiano- como capacidad de juicio. En concreto, tenemos que anali­zar un tipo de formulación de la práctica educativa que resolvería el paso de una (teoría-conocimiento) a otra (práctica-acción) mediante una transformación del conocimiento o del saber pedagógico en puro saber técnico, en pura técnica. Creo que este tipo de análisis es útil porque ejemplifica con claridad: la insuficiencia de ciertas formas en el dis­currir pedagógico, donde el educador aplica más sus esfuerzos en un tipo de competencia técnica de la acción educativa, considerando con ello que el éxito de la empresa educativa radica en una previa planifi­cación técnico-científica de la misma. Yo entiendo que tal tipo de pro­ceder tiene como riesgo mayor el abdicar de la propia responsabilidad moral ante la persona del educando- y el desconocer que la relación educativa es un encuentro entre dos seres libre,s, donde la libertad escapa, en efecto, a todo cálculo previo.

Ahora bien, antes de abordar dicho análisis conviene ponernos de acuerdo en los significados de teoría y práctica. Así, para un pensador como Kant, teoría significa «Un conjunto de reglas, incluso de las prác­ticas, cuando estas reglas, como principios, son pensadas con cierta universalidad y, además, cuando son abstraídas del gran número de condiciones que sin embargo influyen necesariamente en su aplicación», y práctica «esa efectuación de un fin que es pensada como cumplimiento

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de ciertos principios de procedimiento representados en general» [ 41]. La apelación a un vínculo -la capacidad de juzgar- entre una y otra se hace necesaria por cuanto bien puede darse que diversos profesionales no sepan cómo dar un consejo, de modo que resulte la teoría de escaso valor práctico, sea debido a la falta de dicha capacidad o por ser la teoría incompleta. En consecuencia, y esto me parece importante, Kant dice que «nadie puede decirse prácticamente versado en una ciencia y a la vez despreciar la teoría, pues así mostraría simplemente que es un ignorante en su oficio, en cuanto cree poder avanzar más de lo que le permitiría la teoría mediante ensayos y experiencias hechas a tientas, sin reunir ciertos principios (que propiamente constituyen lo que se llama teoría) y sin haber pensado su tarea como un todo (el cual, cuando procede metódicamente, se llama sistema)» [ 42].

La posesión de este conjunto de principios teóricos y de este sistema que permite ver la tarea como un todo ha sido una aspiración continua de la ciencia de la educación y una búsqueda persistente de todo edu cador con intereses pedagógicos elevados. Sin embargo, esta razonable pretensión ha visto reducido el conjunto de la tarea educativa a la puesta en práctica de un conjunto de principios, teóricamente releyantes y con­sistentes, pero, en efecto, de escaso valor práctico. De manera gráfica esto vendría a expresarse del modo siguiente: puesto que tal teoría del aprendizaje dice esto, yo actuaré, en consecuencia, de tal manera.

Parece evidente, sin embargo, que el mismo concepto de profesio­nalidad impone a todo docente la responsabilidad personal de la pose­sión y mantenimiento de un conjunto de conocimientos teóricos y téc­nicos especializados y específicos de su tarea profesional. Así, puede decirse que «una profesión está basada sobre un cuerpo sistemático de conocimientos. La consecuencia aquí es -dice E. Hoyle- que una pro­fesión no está simplemente interesada en el ejercicio de alguna habi­lidad, sino una habilidad que tiene una base intelectual» [ 43]. Por otra parte, el hecho reconocido entre las características de toda profesión, a saber, que dicho cuerpo de conocimientos técnicos y altamente espe­cializados tiene que ser susceptibles de ser aplicadas a la praxis profe­sional, impone ciertos límites al saber específicamente pedagógico -en el caso de la praxis educativa- en el sentido que la naturaleza de la actividad educativa misma no facilita una aplicación inmediata, y mucho menos, una aplicación del saber o del conocimiento pedagógico de forma puramente tecnicista. Con ello quiero decir que, evidentemente, el hecho educativo, por poder hacerse de diverso modo -en lo que se refiere a la actuación del educador- es mejor que sea llevado a cabo con las dosis de reflexión y fundamentación científica adecuada. Pero esto no signi­fica que la utilización del conocimiento, saber o teoría pedagógica pueda ser aplicada a la acción misma de esa manera inmediata. Esta idea se apoya en una argumentación fruto de lo que los alemanes han descrito como el «shock que produce la práctica» (real life shock), o sín­drome reactivo de socialización profesional que los profesores sufren al ponerse en contacto por primera vez con la realidad profesional y que

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es fruto -según H. Widlak- de la falta de aplicabilidad del saber teó­rico y de la falta de aplicación del saber durante la formación [ 44]. En este sentido podría recogerse aquí lo siguiente.

En primer lugar, que solamente cuando hay una identidad estruc­tural de la situación de la aplicación en la ciencia y en la enseñanza, es posible hablar de un pleno valor de la teoría científica para la configu­ración y regulación de la acción en la enseñanza y/ o la educación. Por lo tanto, que una cosa es aplicar el saber con el fin de comprobar la verdad de una hjpótesis científica, y otra aplicarlo con la finalidad de conducir, guiar, regular la propia acción educativa que se desarrolla bajo la actividad de la enseñanza. En el primer caso puede haber -con dosis de reflexión, pero sobre todo con método- una mera aplicación técnica del saber; en el segundo caso, se requiere de una actividad reflexiva y de una capacidad de juicio por parte del educador -un acto de discer­nimiento- que permita canalizar previamente esa teoría o saber de modo que configure un pensamiento pedagógico preciso, claro y sin­tético.

Pero, en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, que es preciso pensar en la posibilidad de que, en efecto, la teoría o saber peda­gógico y la regla (instrucción para la acción) se encuentren, como dice Widlak, en una relación muy suelta y, por otro lado, que el contenido reducido de la teoría o saber pedagógico (científico) es otra posibilidad de fracasar en esa aplicación del conocimiento o saber a la acción [ 45].

Una vez que al educador se le facilita la oportunidad de enfrentarse críticamente con esta serie de cuestiones, a partir de un conjunto de conocimientos pedagógicos que invitan a la reflexión crítica y racional, y al rigor, entonces es posible hablar de un mayor compromiso por su parte tanto a nivel teórico -con respecto a los diferentes valores que la misma teoría pedagógica aporta- como a nivel práctico, porque es ahí donde se toman las medidas educativas concretas, se toman las decisiones pedagógicas y, en definitiva, se actúa como educador com­prometido que no sólo transmite conocimientos sino también actitudes positivas y valores.

Por ello, cabe decir que el tipo de cuestiones que hoy tiende a consi­derarse como acientíficas, es decir, aquellas que se refieren a los funda­mentos filosóficos y éticos de la tarea educadora, por ejemplo, están lejos de poseer tal condición. Ellas son, a mi juicio, las que posibilitan adquirir esa capacidad que supone un paso coherente y racional de la teoría a la práctica en tanto que es el propio educador el que se respon­sabiliza y se sensibiliza ante su propia conciencia moral desde el mo­mento en que se hace preguntas como éstas: ¿Cuál es el nivel de res­ponsabilidad que debo asignar a mis alumnos teniendo en cuenta el desarrollo madurativo psicoafectivo en el que se encuentran? ¿Qué con­cepto o idea de la autoridad, libertad, etc., debo poseer como científica­mente sólido y moralmente relevante, de manera que permita favorecer a mis alumnos con un comportamiento educativo positivo y maduro?, etcétera. En resumen, como puede apreciarse, ante este tipo de cues-

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tiones el educador se compromete pedagógica y personalmente, tanto desde el punto de vista del valor formativo de la teoría como desde el punto de vista de la cualificación moral de la acción.

Motivados, quizá, por este tipo de planteamientos y por el hecho de que la educación, más que una cuestión puramente epistemológica, es una empresa humana, práctica y ética, en el ámbito de la teoría y la filosofía de la educación -de corte anglosajón, principalmente- se ha venido hablando en las últimas décadas de la denominada teoría-prác­tica. En este sentido, autores como T. W. Moore han hablado de la teoría de la educación como una teoría-práctica consistente en un conjunto de recomendaciones razonadas para la práctica, en el sentido de que debe comenzar con fines u objetivos y caracterizada como teoría prescrip­tiva [ 46]. En la misma línea se sitúan los conocidos debates entre P. Hirst y D. J. O'connor. Así, Hirst entiende que la teoría de la educación está interesada «en la formulación y justificación de principios de acción para una serie de actividades prácticas», siendo así que es posible dife­renciar los dominios del simple conocimiento teórico -encargados del «acabamiento racional de la comprensión»- de los dominios de la teoría­práctica, que estarían interesados en el «acabamiento racional de la acción» [ 47]. Por su parte, los estudios de A. Hartnett y M. Naisch con­sideran necesario mantener una posición de «moderado escepticismo» frente a la teoría, pues, más que una firme guía para la acción, lo que de hecho aporta para la práctica educativa sólo son sugerencias y con­sejos sobre lo que ha de hacerse, cómo y cuándo, así como una explici­tación más clara de las propias limitaciones de los puramente prác­ticos» [ 48].

Conviene, en consecuencia, tener presentes todas estas formulaciones con el fin de precaverse contra ese tipo de práctica educativa que, dando excesivo valor a un tipo de teoría reduccionista, transforma el hecho de la educación en pura actuación tecnicista. Veamos cuáles son sus rasgos.

En un reciente trabajo sobre el lenguaje de la educación, O. Reboul ha señalado, entre otros, las características principales, así como sus deficiencias y aportaciones, del «discurso funcional». Según este autor este tipo de discurrir pedagógico afirma que «las ciencias y las técnicas que derivan de él son aptas para resolver todos los problemas de la educación, y, que el verdadero progreso para la pedagogía está en vol­verse científica» [ 49] . La obra que representa B. F. Skinner culminaría ese tipo de formulación, así como los modelos derivados de la ense­ñanza programada y, en general, la concepción sistémico-cibernética y el modelo mismo de la pedagogía por objetivos. Como, verdaderamente, no nos es posible analizar en profundidad las raíces históricas de este tipo de formulaciones pedagógicas, así como sus fundamentos filosó­ficos y sus distintas derivaciones prácticas, debemos, en consecuencia, limitarnos al estudio de sus rasgos fundamentales así como a la descrip­ción de las razones que, en apariencia, podrían justificar una versión exclusivamente tecnicista y tecnológica de la actividad educativa.

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Comenzando por estas últimas, creo que pueden quedar resumidas en las ideas siguientes:

a) Se supone que la aplicación de la tecnología a la educación estájustificada por la concordancia de sus respectivas naturalezas «teórico­prácticas», por depender de la teoría en cuanto a sus conocimientos científicos y al preocuparse ambas en la resolución de problemas prácticos.

b) Se afirma que el discurrir racional de la tecnología proporcionaa la acción educativa una mayor eficacia, al plantearse con claridad los objetivos de la acción y las condiciones idóneas en las que se produciría un logro exitoso de los mismos.

e) Se declara que tecnología y educación implican un actuar eincidir sobre una realidad para transformarla [ SO].

Con respecto a estos tres puntos hay que comenzar diciendo que, en efecto, sería poco inteligente por parte de cualquier educador rechazar los valores que la tecnología, sin duda, aporta a la praxis educativa. Dos de ellos bien pueden ser una mayor eficacia de la acción y, en todo caso, una considerable precisión. Ahora bien, esto no significa que todo el concepto de eficacia se reduzca al esquema formal de la determinación de una serie de objetivos a conseguir y el establecimiento de las condi­ciones que mejor permitan su logro. Esto sería tanto como olvidar que en la relación educativa «Un ser libre se confronta en forma exigente con otro ser libre, sabiendo desde un principio que la libertad del otro escapa a todo cálculo previo. Reconocer esta libertad del otro -expone O. F. Bollnow- significa aceptar que la educación tiene el carácter de un atrevimiento» [ S l]. Es decir, que el éxito e incluso la misma calidad de la educación no dependen, en principio, de una planificación técnica de la actividad educativa, donde la conexión entre los medios y los fines se resuelva a través de una exclusiva racionalidad instrumental. Así pues, cuando de lo que se trata es de educar, el mero incremento de la eficacia de la instrucción por transformaciones puramente lógicas de teorías generales en tecnologías, es insuficiente. Como dicen E. Terhart y H. Drerup, «la experiencia en el área de la reforma educativa y la innovación ha mostrado drásticamente que la utilización del conoci­miento científico en educación no es, en primera instancia, un proble­ma lógico de transformación de reglas generales en eficientes tecno­logías, sino una cuestión social, psicológica y de negociación polí­tica» [ 52].

1Por otra parte, en el ámbito concreto de la actividad educativa, F. Al­tarejos ya ha demostrado como el educador no se enfrenta únicamente con el problema técnico de tener que instruir o enseñar eficazmente, sino que, además, las decisiones que él lleve a cabo, afectan al educando como persona, de tal manera que, igualmente, su acción debe ser, por lo mismo, moralmente relevante. En este sentido, puede afirmarse que «hay dos clases de eficacia: la del dinamismo directo, de la fuerza que dirige y ·organiza; y la de la mente, de la verdad y del bien» [ 53]. Esta última

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es la que invita al educador a usar rectamente su conciencia moral y ser, en consecuencia, un educador responsable.

Todo esto esboza con claridad, y con esto concluimos, los rasgos esenciales de la práctica del discurso funcional anteriormente definido : la eficacia, que se manifiesta en la voluntad de solucionar todos los problemas educativos, la precisión, por la que se procura evitar todo aquello supuestamente ambiguo o impreciso, dando prioridad al juicio evaluativo cuantitativo y abdicando de la capacidad de juzgar las reali­dades educativas desde el punto de vista de su calidad moral, y, por último, la objetividad, por el cual es considerado el juicio de valor fruto del subjetivismo y la actitud acientífica. «Es él -dirá Reboul- quien reemplaza, en la medida de lo posible, los fines por los objetivos, quien estudia el aprendizaje a partir de los datos de la psicología experi­mental» [ 54].

Quisiera decir, finalmente, que no son estas razonables pretensiones lo que hacen de la práctica expresada en este tipo de modelos algo pro­blemático, sino, más bien, la pretensión « todopoderosa» e ilusoria -utó­pica, por tantcr- de que, tan sólo con la apoyatura del conocimiento científico de corte positivista, podrán resolverse los problemas de la educación. Muy al contrario, el fin de la autonomía y la madurez que se perfila al final de todo el proceso educativo, no es tan sólo un objetivo o meta a la que se llega después de una cuidadosa planificación, sinoalgo que tiene que promoverse responsablemente, y con el libre consen­timiento del otro, en cada momento. Por esto, es posible reconocer que, desde luego, es necesaria la presencia de la fuerza razonadora del hom­bre para poder educar, pero que, igualmente, «sólo cuando la razón se percata de su incompetencia en cuestiones prácticas deja de ser teórica y se constituye en razón práctica. La razón se convierte en razón prác­tica cuando deja de prescribir de arriba abajo normas de conducta que no esperan sino su aplicación (técnica)» [55) . Es evidente, después de todo lo dicho, que el educador está obligado a hacer uso de ella dando el nivel práctico en el que el educar se sitúa.

4. La madurez del educador y la prudencia pedagógica

Esta apelación a la racionalidad práctica resulta de una importancia extrema a la hora de poder justificar la dimensión ética de la acción educativa, pues, como ya vimos, educar es actuar como persona me­diante acciones que, pudiendo ser previamente estudiadas a la luz de consideraciones científico-técnicas, jamás se escapan, sin embargo, a la posibilidad de ser medidas por un tipo de norma moral.

Esta norma de carácter moral se introduce en el plano de la acción educativa desde el momento en que la empresa educativa en su con­junto no puede ser suficientemente abarcada como asunto puramente epistemológico. Más bien, educar significa dar la posibilidad de trans­mitir una cultura y unos conocimientos con valor formativo, así como

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intentar favorecer que el educando sepa en cada momento obrar recta­mente de acuerdo a cada concreta circunstancia. Es decir, colaborar en el desarrollo de su proceso madurativo y moralizador.

Si esto es así, entonces la ayuda que el educador le presta, no es solamente una ayuda técnica -que, desde luego, también es- sino que incluye un esfuerzo responsable por despertar la conciencia moral del educando. ·Por esta razón, es posible hablar de la educación como una empresa práctica donde todo tipo de comportamiento educativo, acción o decisión pedagógica no es solamente de índole técnica, sino de natu­raleza ética, por la razón de que todos estos elementos afectan a la persona del educando y suponen un respeto a su dignidad personal.

En consecuencia, la mencionada incompetencia de la razón teórica ante los asuntos prácticos, es decir, la relevancia de la razón práctica en el contexto de la actividad educativa está justificada desde el mo­mento en que al educador no sólo se le pide que sea un buen técnico, sino también una persona con carácter bien formado, un educador ma­duro. Como ya vimos, es precisamente la razón práctica la función inte­lectual que permite determinar la rectitud de la acción -desde el punto de vista moral- y la que se destina a colaborar en el desarrollo del ca­rácter. Ahora bien, al hablar de la razón práctica como una «función intelectual», no se pretende decir con ello que la formación del carácter maduro y la posibilidad de la rectitud de la acción sea una cuestión puramente intelectual, donde la práctica concreta de acciones moral­mente rectas se sitúe en un segundo plano. Al contrario, Aristóteles in­siste con frecuencia en la conexión entre la razón práctica y las virtudes del carácter. En este sentido, dice Aristóteles que «realizando acciones justas se hace uno justo,y con acciones morigeradas, morigerado. Y sin hacerlas ninguno tiene la menor probabilidad de llegar a ser bueno» [ 56]. El propio Maclntyre, reconociendo el valor actual de la tradición aristo­télica, ha manifestado que el ejercicio de la inteligencia práctica requiere la presencia de las virtudes del carácter, pues, de lo contrario, el tipo de racionalidad humana práctica dejaría de cumplir el fin al que está llamada a servir, esto es, la conexión entre los medios y los fines que son bienes genuinos del hombre.

Esto significa, entre otras cosas, que el educador así llamado a hacer de su acción educativa algo más que mera ayuda técnica, debe esforzarse en conocer -y esto bajo su propia responsabilidad moral- cuáles son los bienes y los valores específicamente educativos que deben acom­pañar todo el proceso educativo dela personalidad del educando. En cierta medida, las corrientes de investigación pedagógica que reconocen la tradición de la pedagogía como ciencia práctica y que, por esto mismo, estiman como algo central en ella el concepto de acción vienen a afirmar -como dice L. Wigger- que « la praxis pedagógica no sólo es para ella algo dado como objeto de conocimiento, sino también impuesto en cuanto que su tarea es dirigir, por medio de sus conocimientos, y orien­tar hacia la meta pedagógica de la madurez» [ 57]. Así, dentro del pensa­miento pedagógico alemán, cabe reconocer la importancia de las apor-

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taciones de J. Derbolav, para quien la praxis educativa corre el riesgo de ser técnicamente deformada y reducida -planteamiento éste que ya vimos estaba presente en K. Jaspers- y que, por consiguiente, va en contra de la dignidad humana y ética de los seres racionales. Estas ideas permiten enlazar con otro punto de especial importancia a la hora de caracterizar la verdadera naturaleza de la actividad educativa y la justi­ficada presencia de la racionalidad práctica en ella como elemento de búsquedade la dimensión ética de la acción educativa. Este punto se refiere a la tradicional conceptualización de la misma como acción y producción. Así, F. Altarejos ha escrito recientemente que «la educación es,pues, producción y acción. Producción en cuanto que designamos las tareas del educador, que reciben globalmente el nombre de enseñanza. Por otra parte, la educación es también acción, en cuanto que se designa la actuación del educando, el aprovechamiento que obtiene de tal ense­ñanza: el aprender. De modo particular, lo llamamoos aprendizaje, y de modo general y radical, formación, atendiendo al denominador común de todo aprendizaje que se considera educativo» [58] . De esta manera, la tarea del educador debe contemplarse desde el ángulo técnico artís­tico, mientras que la actuación del educando, o mejor, la formación misma, desde la perspectiva moral, en tanto que toda acción -como praxis, en el sentido aristotélico- persigue la modificación, no de algo exterior, sino del propio sujeto que actúa, piensa y quiere. Por esta razón, y pese a la verdad del valor necesariamente técnico de la tarea del educador, puede decirse, además, que él no sólo produce unos resultados determinados en el educando, sino que actúa, teniendo, o debiendo tener dicha actuación o acción, un valor moral y formativo -modificador­para él mismo. Esto puede explicar, al menos en parte, que la ense­ñanza sea virtualmente formativa para el educador, y no solamente mera actuación técnico-profesional . Pues bien, en el autor anteriormente men­cionado, J. Derbolav, aparecen estas mismas ideas, con la peculiaridad de aportar el elemento de la responsabilidad como nexo entre la parte técnica y la parte práctico-ética del hacer educativo. Así, escribe que « la acción y la producción se muestran con respeto a ambas dimensiones como estructuralmente ensambladas entresí, en cuanto que la acción implica cuestiones técnicas y la producción está subordinada a normas éticas ( . . . ) ambos momentos van necesariamente juntos, hallando su relación de dependenciar ecíproca en el principio de la responsabili­dad» [ 59] .

Parece, sin embargo, que cabe constatar una doble línea pedagógica en la que la apelación a la racionalidad práctica tiene una notable pre­sencia. En primer lugar, si nos situamos en la perspectiva finalista del hecho educativo, encontramos que este concepto es central en aquellas líneas de pensamiento que conceden una relevancia fundamental a la idea de la autonomía como fin de la educación, y como idea clave para comprender el significado de la moralidad humana. Así, autores clara­mente influenciados por la conocida corriente prescriptiva -cuyo máxi­mo portavoz es, sin duda, R. M. Hare [60]- consideran de máxima im­portancia, para la autodeterminación moral del individuo capacitarle de

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una habilidad de razonamiento moral de tipo práctico. Frente a este tipo de planteamientos, sin embargo, se ha venido paulatinamente revi­talizando la clásica teoría de la virtud, sin duda amparados en la creencia aristotélica de que «la reflexión de por sí no pone nada en movimiento, sino la reflexión orientada a un fin y práctica» [61].

Pero, en segundo lugar, el concepto de racionalidad práctica también ha venido reclamando un especial protagonismo dentro del campo espe­cífico de la tarea del educador. En concreto, se ha estudiado en las últi­mas décadas la importancia de que el profesor elabore su propio pen­samiento pedagógico y sea capaz de tomar decisiones pedagógicas que sirvan para guiar la acción de la enseñanza. En este sentido, consti­tuye una auténtica declaración de principios la creencia de que los pro­fesores son profesionales que elaboran juicios razonables y toman deci­siones en el complejo ámbito de la enseñanza, en la que se da una relación básica entreel pensamiento y la acción, la cual es preciso hacer constar con claridad. La producción bibliográfica es, sobre este tema, verdaderamente importante [62 ] y, desde luego, se escapa a las preten­siones de este trabajo dar cuenta de todas sus derivaciones y líneas de investigación. Sin embargo, es necesario realizar alguna puntualización al respecto.

En efecto, considerar la relevancia de la toma de decisiones pedagó­gicas para la dirección de la propia acción educativa y de la enseñanza es algo que responde con precisión a la naturaleza de problema práctico en que la educación consiste. Pero esto no significa que dicha capacidad para tomar decisiones pueda explicarse solamente como mera habilidad instrumental de índole exclusivamente intelectual. Muy al contrario, es necesario decir que quien decide algo, se compromete con lo decidido. Y, en educación, esta decisión tiene que hacerse sobre los medios que per­mitan mejor a los educandos lograr los fines que son sus genuinos bienes como personas racionales y morales. Como dice rP. Dupont, «toda decisión pedagógica, como toda acción educativa, no es nunca neutra. El término «neutro» no presenta, por otra parte, nada de atractivo. Re­cuerda la idea de una imposibilidad de elegir, de una falta de discerni­miento, de espíritu de decisión o de coraje» [63]. Esto, sin duda, re­quiere del profesor un tipo de actuación que vaya más allá de un puro eficacismo técnico: supone un compromiso con su propia educación. Como escribió A. Manjón, « Sin instrucción no hay educación, pero con ella solo tampoco, y de confundirla resulta el funesto y lamentable error pedagógico de reducir al maestro, que debe ser todo un educador a mero instructor y a los alumnos a hacerlos instruidos, aunque queden ineducados, esto es, sin energía, dirección ni hábitos en el pensar, querer y obrar» [ 64]. No parece que estas palabras estén desposeídas de un valor pedagógico actual, sobre todo si atendemos al consejo que Pe­ters no hace en uno de sus clásicos trabajos, a saber, que los profesores no sólo deben estar bien instruidos, sino que tienen que estar educa­dos» [ 65].

Lo que, por el contrario, le hace falta a la capacidad de decisión

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pedagógica es una mayor objetividad y una sólida fundamentación teó­rica. Ambas cosas podrían, en principio, quedar prácticamente resueltas apelando a una mayor cientificidad del proceso educativo. Sin embargo, eso no es suficiente. Como dice Altarejos, «cada educador es quien decide en cada caso lo más oportuno a hacer ( . . . ). El educador acepta sugerencias o consejos dados desde un conocimiento teórico, esto es, desde un conocimiento exterior a la acción. Pero dichos consejos sólo son válidos en cuanto son incorporados por él a la acción. El saber de la acción se establece desde la acción, y, por ello, cada educador decide cómo debe actuar» [ 66] . Este tipo de saber educativo del que Altarejos habla no es otro que el saber de tipo prudencial, un tipo de conoci­miento que se establece en y desde la acción, a partir de los datos cien­tíficos aportados por el saber pedagógico y, en general, a partir de toda teoría o toda experiencia relevante, propia o ajena, científica o no.

Por lo tanto, el ejercicio mismo de la misma prudencia resulta para el educador fundamental, pues, como es sabido, es ésta la virtud que, siendo por esencia virtud intelectual, capacita al hombre para obtener una comprensión moral de la realidad, permitiéndole, a su vez, saber juzgar con rectitud en el terreno de la moralidad. Es, en palabras de J. Pieper, «el arte de la recta decisión» y, dentro del marco de las con­sideraciones pedagógicas en las que nos encontramos, bien podría lla­marse a tal capacidad habitual de decidir con rectitud prudencia pe­dagógica.

Con el fin de atisbar su verdadero significado para el educador pa­semos a definirla. Para ello, explica Aristóteles, nada mejor que definir al hombre prudente, pues, en efecto, «parece propio del hombre pru­dente el poder deliberar bien sobre lo que es huno y conveniente para él mismo, no en un sentido parcial, por ejemplo, para la salud, para la fuerza, sino para vivir bien en general» [ 67 ] . Las dos ideas que de esta explicación conviene entresacar, nos permitirá comprender exactamente su significado pedagógico.

La primera es la idea de la deliberación. Sobre ella es preciso decir que, como dice el propio Aristóteles, «el que delibera parece, en efecto, que investiga» [68 ] . Resalto esto porque hoy es bien sabida la rele­vancia que se le da al profesor como investigador del aula. En este sen­tido, no tenemos más que recordar las siguientes palabras de L. Sten­house: «la investigación y desarrollo del currículum deben corresponder al profesor» [69] . Todo esto ha derivado, como se sabe, en la moderna exigencia de una investigación de la acción (action research), como alter­nativa a otro tipo de formulaciones que impedían la posibilidad de hallar un vínculo realista y operativo que permitiera una síntesis entre la teoría o saber pedagógico y la práctica educativa. Sin embargo, frente a tales conceptualizaciones es preciso indicar,por otra parte, que la situación en Ja que el educador tiene que actuar como tal, no tiene las mismas características que el campo en el cual de lo que se trata es de formular y validar hipótesis científicas. Sobre esto ya mencioné esa

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falta de identidad estructural entre la situación de aplicación del saber en la ciencia y en la enseñanza.

En consecuencia, puede decirse que lo que necesita el educador es una reflexión crítica continua, es decir, un proceso deliberativo que analice la realidad educativa concreta de manera objetiva, de forma que permita la transformación de ese saber en decisión y resolución para la acción. J. A. Ibáñez-Martín habla, en este sentido, de la existencia de unos « Supuestos críticos» imprescindibles en la formación de todo educador. Estarían tales «supuestos» constituidos «no por unas tesis de las que se parte, sino por unas ideas a las que se llega, usando la criba de la razón sobre el hecho pedagógico en su conjunto y en sus distintos elementos» [70].

Evidentemente una de las principales aportaciones de tales « Su­puestos críticos» es, no cabe duda, que el educador se ve favorecido por sólidos principios y criterios que le facilitan el enjuiciamiento racional de las cuestiones educativas fundamentales. Por otra parte, una progre­siva educación del sentido crítico posibilita, de igual manera, atisbar el valor y sentido exacto de los fines educativos, así como la justificación de los medios que mejor pueden emplearse para su consecución. Pero, sobre todo, lo que un correcto proceso deliberativo le aporta al educador es un tipo de actitud imprescindible en toda correcta formación peda­gógica. Se trata de una actitud fundamentalmente abierta a toda expe­riencia enriquecedora, esdecir, una disposición actitudinal que permite -como dice H. Scheuerl- estar «dispuesto a aprender de toda expe­riencia» de manera que pueda «colocarse en esa condición actualizando las teorías de hoy y del pasado y las experiencias pedagógicas almace­nadas en ellas y también las condiciones y tensiones inherentes, que prohíben proclamar un solo planteamiento como el único correcto» [7 1]. Estas ideas se justifican por una razón bien sencilla que, además, forma parte de la definición central de la prudencia. Se trata, en concreto, de ese « saber-dejarse-decir-algo» del que nos habla fieper, esa «conve­niente receptividad de la enseñanza» o docilidad sin la cual no es posible hablar de hombres prudentes ni de deliberación prudencial. Así, si el arte de la recta decisión en la que consiste la prudencia requiere estar inclinados a ver las realidades objetivamente y a transformar ese saber en decisión y voluntad de acción, entonces es una condición nece­saria a la misma prudencia dejarse aconsejar a lo largo del proceso deliberativo. Las siguientes palabras de Pieper resumen lo dicho con toda firmeza: « la prudencia ha de ser enseñable, no haciéndose referen­cia con ello al hombre simple, sencillo, sino a todo hombre. Sin docilitas no hay prudencia. Naturalmente que con ella no se entiende la docilidad ni el celo inconsciente del estudiante modelo. Se alude, más bien, al saber-dejarse-decir-algo, actitud nacida no de una vaga discreción, sino de la simple voluntad de conocimiento real» [72].

En referencia a esta «voluntad de conocimiento real» se hace impres­cindible puntualizar otra cosa antes de explicar el segundo rasgo sobre­saliente de la noción prudencial anteriormente citada.

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Cuando antes mencioné el interés suscitado, en ciertas áreas de la investigación pedagógica, por el análisis del pensamiento pedagógico de los profesores, una porción muy importante de tales estudios se ha destinado a reflexionar sobre el llamado «conocimiento práctico» (Prac­tica! Kowledge ). Este es el caso de una importante investigación reali­zada por F. Elbaz -profesora, actualmente, en la Universidad de Sher­brooke, en Quebec- en la que describe este tipo de conocimiento, tal y como se presenta en el caso de una profesora de Inglés canadiense. Lo importante aquí es señalar que este tipo de conocimiento práctico es «Un caso especial del conocimiento habitual que todos podemos po­seer» [73] , siendo su principal aportación una mayor comprensión del papel de la experiencia en la construcción del pensamiento pedagógico y en la forma en que el propio conocimiento de los profesores es usado para comprender y dirigir la práctica educativa. La idea que, por con­siguiente, quiero resaltar es que todo educador está llamado a regular su específica tarea educativa oscilando, con sumo tacto y prudencia, de la teoría -como saber pedagógico científicamente configurado- a la práctica educativa y viceversa. La finalidad de esta oscilación crítica y racional no es otra que la construcción de un saber estrictamente edu­cativo que, establecido desde la acción educativa misma, le permita cumplir el conjunto de exigencias científicas y morales que la educación supone. Por otra parte, esto responde con toda precisión a la esencia misma de todo conocimiento práctico, pues «la acción sólo puede ser regulable cognoscitivamente en cuanto que se actúa. Un conocimiento teórico desvinculado de la praxis, resulta inoperante frente al obrar» [74 ] .

Por último, l a segunda idea que quería comentar se refiere a la pre­sencia de la noción de la «vida buena íntegramente» que en la definición de prudencia antes dada aparece. Y, en efecto, la prudencia consiste en la determinación del recto obrar humano en cada concreta circuns­tancia, de acuerdo a los fines que deben ser realizados en cada situación específica. En este sentido, el ejercicio de una especial prudencia peda­gógica ha de permitirle al educador saber qué hacer y cómo hacerlo -es decir, con qué medios o a través de qué vías-, siendo, a su vez, enri­quecedor para él mismo y para el educando el cumplimiento de tal acción. Esto no significa que, como dice Millán Puelles, el contenido de lo bueno pueda ser determinado de antemano ni, por otra parte, creer que sea una cuestión puramente relativa y subjetiva la apreciación de la bondad de las acciones que permiten la formación de un carácter moralmente maduro. Al contrario, « la honestidad de la conducta hu­mana se inventa en cada ocasión, pues cada uno de nuestros actos libres tiene su propio perfil, aunque a todos ellos les convenga el denominador común -abstracto- de ser éticamente correctos» [75 ] . Esto explica el carácter de riesgo y atrevimiento -ineludible, por otra parte- que el educar conlleva.

Con estas ideas llegamos al final de este trabajo. ¿Cuál es, en resumi­das cuentas, la lección principal que la clásica doctrina de la prudencia puede y de hecho aporta a la difícil tarea de educar? Yo estoy conven-

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cido de que no puede ser otra que la siguiente : asumir el compromiso de la propia responsabilidad moral de la acción educativa -obra hu­mana- y el empeño constante de no renunciar a la búsqueda del pro­fundo sentido ético de la misma, como si para educar bastara única­mente con saber teóricamente qué debe hacerse. Esto, desde luego, es necesario. Pero es igualmente importante responsabilizarnos en llevar a la práctica los valores educativos que constituyen la esencia del proceso de maduración y crecimiento personal . Sólo una actitud de tacto extre­mado y prudente actitud, puede facilitarnos, como ha escrito P. Braido, la tarea de lograr una síntesis entre lo que teóricamente se conoce debe hacerse y lo que la realidad educativa concreta impone como deber [76].

Dirección del autor: Fernando Bárcena Orbe, e / General !Pardiñas, 97, 20006 Madrid.

NOTAS

[ 1 J «Además de la información, del aprendizaje, del estudio habría --comenta Reboul- una cuarta forma de aprender, la más importante, la única im­portante tal vez, que se haría no en una institución especializada sino «en la vida» y que se puede reproducir por la famoosa expresión: Aprender a ser». ( REBOUL, O. ( 1983 ) : Qu'est-ce qu'apprendre?, pp. 10-11 ( Paris, PUF) ) .

[2] Qu1LES, l . ( 1982) La conciencia moral. Filosofar cristiano, 9-12, p. 253. [3] EscÁMEZ, J. ( 1981 ) Autorrealización personal, fin fundamental de la educa­

ción. En CASTILLEJO BRULL, J. L. (ed.) : Teoría de la educación, p. 97 (Madrid, Anaya/2). En un sentido parecido se expresa A. Flitner cuando escribe que «es una exigencia repetida en cien variantes y que acompaña el desarrollo más reciente de la ciencia de la educación, el que ésta debe acercarse a la "realidad", a los acontecimientos reales de la educación». Cfr. ¿Una ciencia para la praxis? Educación (Tubinga), vol. 25, 1982, p. 99.

[4] ÜUILES, l . : ( 1982) o.e., p. 254 . [5 ] ALTAREJOS, F. ( 1983 ) Educación y felicidad, p. 149 ( Pamplona, Eunsa). [·6 ] PIBPER, J. ( 1980) Prudencia. En Las virtudes fundamentales, pp. 43-44 (Madrid,

Rialp). [7] MILLAN PuELLES, A. ( 1981 ) La formación de la personalidad humana, p. 86

(Madrid, Rialp). [8 ] BRAIDO, P. ( 1963 ) La teoria dell'educazione e i suoi problemi, p. 74 (Zurich,

PAS.-Verlag). Del mismo autor puede verse también: ( 1 968) Fil'osofia dell'edu­cazione, pp. 9 1-93 ( Zurich, PAS.-Verlag); ( 1 969) Paideia Aristotelica ( Zurich, PAS.-Verlag) .

[9] MARITAIN, J. ( 1947) La educación en este momento crucial, p. 13 ( Buenos Aires, Club de lectores) .

[ 10] AUBENQUE, P. ( 1976) La prudence chez Aristote, p. 19 ( Paris, PUF) . [ 1 1 ] SCHILLING, M. ( 1986) Knowledge and liberal education: A Critique of Paul

Hirst. Journal of Curriculum Studies, vol. 18, n. l, p. 12. L 12] KANT, I . ( 1967 ) Sur l'expression courante: il se peut qµ.e ce soit duste en

théorie, mais en pratique, cela ne vaut rien (Paris, Librairie Philosophique J. Vrin) .

[ 13 ] BuBNER, R. ( 1 984) La filosofía alemana contemporánea, p. 294 (Madrid, Cátedra) .

[ 14] Consúltese sobre esta cuestión el libro de BENSTEIN, R. ( 1979) Praxis y acción (Madrid, Alianza Universidad).

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[ 15 ] INCIARTE, F. ( 1974) El reto del positivismo lógico, p. 160 (Madrid, Rialp) . ( 16] INNERARITY, D. ( 1986) Praxis e Intersubjetividad. La teoría crítica de J . Ha­

bermas, p. 15 ( Pamplona, Eunsa). Ver también de HABERMAS, J. ( 1985) Con­ciencia moral y acción comunicativa, pp. 135 y ss . ( Barcelona, Ediciones Península).

( 17] TOULMIN, S. ( 1972) Human Understanding (Princeton, Princeton University Press) ; BERNSTEIN, R. ( 1 983 ) Beyond Objetivism and Relativism: Science, Hermeneutics and Praxis ( Philadelphia, University of Pennsylvania Press) ; MACINTYRE, A . ( 1981 ) After Virtue: A Study in Moral Theory (Notre Dame, University of Notre Dame Press) . De igual manera, conviene tener pre­sente la obra citada por M. Riedel en 1972 baj o el título Rehabilitiehrung der Praktischen Philosophie, 2 vols. ( Freiburg, Rombach) . Para el estudio de la fundamentación racional de la Filosofía práctica, ver KAMBARTEL, F. ( 1 978) Filosofía práctica y teoría constructivista de la ciencia ( Buenos Aires, Alfa) .

[ 18 ] INNERARITY, D. ( 1986) o .e .. p . 20. [ 19] LLANO, A. ( 1981 ) Libertad y sociedad. En AAVV. Etica y política en la socie-

dad democrática, p. 79 ( Madrid, Espasa-Calpe). [20] INCIARTE, F. ( 1974) o.e., pp. 166-167. [21] Id., p. 144. [23 ] PIEPER, J. ( 1980) Las virtudes fundamentales, p. 17 (Madrid, Rialp) . En el

mismo sentido se expresa Millán Puelles cuando escribe que «Sólo la pose­sión de la prudencia hace posible al hombre la recta autonomía de su con­ducta: aquella emancipación por la que llega a regir por ,sí su propia vida, y merced a la cual se encuentra en condiciones de hacerse íntegramente responsable de ella». Cfr. MILLÁN PuELLES, A. ( 1981 ) La formación de la per­sonalidad humana, p. 86 (Madrid, Rialp).

[24] ARISTÓTELES Política, I , 4 . 1254 a7. Traducción J. Marías ( 1 970) (Madrid, Instituto de Estudios Políticos) .

(25] ALVIRA, R. ( 1 974) The concept of culture, An !CU International Quarterly, n. 7, july-september, p. 5. Agradezco sinceramente, desde estas páginas, laamabilidad del profesor Alvira al facilitarme este claro y brillante artículo.

(26] PoLANYI, M. ( 1978) Personal Knowledge, pp. 249 y ss . (Londres, Routledge and K. Paul).

(27] THIBON , G. ( 1975 ) Instrucción y cultura. Nuestro Tiempo, n. 255-256, sep­tiembre-octubre, p. 15 .

(28] PIEPER, J. ( 1979) El concepto de pecado, p. 33 (Barcelona, Herder) . (29] ORTEGA Y GASSET, J. ( 1976) El tema de nuestro tiempo, p. 54 (Madrid, Revista

de Occidente) . (30] IBÁÑEZ-MARTíN, J. A. ( 1 984 ) Hacia una formación humanística, p. 56 (Barce­

lona, Herder) . (31] VIVES, J. L. ( 1 984) Introducción a la sabiduría, l . 1 , p. 145 (México, Porrúa) . 132] BoHM, W. ( 1982) ¿Es posible profesionalizar la actividad del maestro? En

La educación de la persona, pp. 96-97 ( Universidad del Salvador, Proyecto Cinae .Ediciones).

[33] TERHART, E. y DRERUP , H. ( 1981 ) Knowledge utilization in the science of teaching. Traditional models and new perspectives. British Journal of Edu­cational S tudies, vol. 39, n. 1 , p. 9.

(34] DUPONT, P. ( 1982) La dynamique de la classe, p. 17 ( Paris, PUF). [35] JASPERS, K. ( 1958) Filosofía, vol. I , p. 140 (Madrid, Revista de Occidente) .

A. Millán Puelles h a clarificado magistralmente e l sentido d e estas pala­bras die Jaspers : «La empresa educativa se encuentra, de esta suerte, ante un doble peligro, ya que puede caer en la tentación fácil de tomar como puro objeto al educando, en cuyo caso se convierte en técnica, o bien ser víctima de la ilusión de prescindir de toda objetividad, por donde vendría a confundirse con una libre y espontánea comunicación de exis­tencias.» Cfr. MILLÁN PuELLEs, A. ( 195 1 ) Los límites de la educación en K. Jaspers. Revista Española de Pedagogía, n. 35, p. 443 .

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VÁZQUEZ, G. ( 1983 ) La educación como experiencia directriz personal. En la obra colectiva : Teoría de la educación I (El problema de la educación), p. 127 (Murcia, Límites ) .KANT, l . "( 1967), o.e., p. 1 1 . BoHM, W . {1982) Teoría y práctcia, o.e., p . 22. En efecto, el problema de la relación entre la teoría y la praxis puede tener dos tipos de lecturas que, aunque no se contradicen ni se oponen -más bien se complementan- conviene diferenciar claramente. La primera hace refe­rencia al clásico problema del estatuto científico de la Pedagogía como la ciencia -o las ciencias, como hoy se dice- de la educación. Aquí, la cuestión central estriba en saber si la Pedagogía es un tipo de conocimiento especu­lativo-filosófico o, por el contrario, empírico-positivo. Pero, por otra parte, y esta es la dimensión que más nos interesa hacer notar aquí, la relación entre la teoría y la praxis hace directa relación al educador concreto que es, como dice W. Brinkmann, quien practicando y reflexionando las man­tiene juntas. Cfr. BRINKMANN, W. ( 1983 ) El profesor entre teoría y praxis. Educación (Tubinga), vol. 28, pp. 7-18 ; Bi:iHM, W. ( 1979 ) Il problema di teoría e prassi nella pedagogía tedesca. En AAVV. Teoría e Prassi, t. II , p. 585 Atti del VI Congresso Internazionale (Nápoles, Ed. Domenicane Italiani) .

VÁZQUEZ, G. ( 1982) El principio curricular de la relación entre la teoría y la práctica. Aplicación a la formación de profesores y de pedagogos. Bordón, n. 245, noviembre-diciembre, p. 500.KANT, l. ( 1967), o.e., p . 1 1 . Id., p . 12. HOYLE, E. ( 1969) The role of the teacher, p. 8 1 (Londres, Routledge and Kegan Paul) . WIDLAK, H. ( 1984) El shock que produce la práctica. Educación (Tubinga), vol. 30, p. 96. Id., pp. 100.101 . MOORE, T. W. ( 1980) Introducción a la teoría de la educación, pp. 29-31 . Del mismo autor, puede consultarse la última obra publicada, en 1982: Philo­sophy of Education: An Introduction, pp. 7-13 (Londres, Routledge and Kegan Paul) . HIRST, P. ( 1 983 ) Educational theory, en: HIRST, P. (ed.) Educational Theory and its Foundations Disciplines, pp. 3-4 (Londres, Routledge and Kegan Paul). HARTNETT y NAISCH, M. ( 1978) Theory and the practice of Education, vol. I , p. 41 (Londres, Heinemann Educational Books). Sobre esto mismo existeuna producción bibliográfica considerable desde que J. Dewey publicara su trabajo, en 1904, The relation of theory to practice in the Education. En DEWEY, J. ( ed.) The relation of theory to practice in the education of teachers. 3rd. Yearbook. Part. I of the NSSE, pp. 9-30 {Bloomington, Ill. Pu­blic School). Sin embargo, conviene recordar, por su importancia: DEARDEN, R. F. ( 1980) Theory and Practice in Education. Journal of Philosophy of Education, vol. 14, n. l . REBOUL, O. ( 1985) L e langage de l'éducation, p. 31 ( Paris, PUF). Cfr. QuINTANILLA, M. A. ( 1980) La tecnología, la educación y la formación de los educadores. S tudia Paedagógica, n. 6, pp. 101-1 14; GARCÍA CARRASCO, J. ( 1983 ) La ciencia de la educación. Pedagogos, ¿Para qué?, pp . 61-7 1 ; FERRY, G. ( 1 983 ) Le trájet de la formation. Les enseignants entre la théorie et la pra­tique, pp. 72-76; SARRAMONA, J. y MARQUES , s. ( 1985 ) ¿Qué es la pedagogía?, pp. 72-74 (Barcelona, Ceac) . BOLLNOW, O. F. ( 1 972) Atrevimiento y problemas en la educación. Educación (Tubinga), vol. 6, p. 17. TERHART, E. y DRERUP, H. ( 1981 ), o.e., p. 1 1 . GUARDINI, R . ( 1965 ) Les ages d e l a vie, p . 124 (Paris, Cerf) . Trad. cast. La aceptación de sí mismo y las edades de la vida, Madrid, Cristiandad, 1970. En este sentido conviene recordar el error básico de toda extravasación de

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los planteamientos de la técnica y la tecnología en el hacer educativo. Así, F. Altarejos ha escrito que el error principal es la disociación entre ética y técnica, lo cual supone una falsa oposición entre los principios de eficacia y libertad. Cfr. ALTAREJOS, F. ( 1982) El valor de la eficacia y el principio de la libertad. Revista Española de Pedagogía, n. 158, octubre-diciembre, pp. 1 1 7-124.

[54] REBOUL, o. ( 1985), o.e., p. 32. [55] INCIARTE, F. ( 1974), o.e., p. 205 . [56] ARISTÓTELES Etica a Nicómaco, II , 4 1 105b, 10-15 . [57] WIGGER, L. ( 1 984) Acción y educación. Un análisis de las concepciones de

acción en las teorías educativas . Educación (Tubinga), vol. 30, p . 39. [58] ALTAREJOS, F. ( 1983), o.e., p. 95. [59] WIGGER, L. ( 1984) . o.e., p. 56. [60'] HARE, R. M. { 1963 ) Freedom and reason ( Oxford, Oxford University Press ) ;

( 1970) The Language o f morals ( Londres, Oxford University Press) ; ( 1981 ) Moral Thinking ( Oxford, clarendon Press) ; sobre las principales corrientes en educación moral, ver: CARR, D. ( 1983 ) Three Approaches to Moral Edu­cation. Educational Philosophy and Theory, vol. 15, n. 2, pp. 39-52.

[6 1 ] ARISTÓTELES Etica a Nicómaco VI, 2, 1 139a, 30-35. [62] Cfr. SHALVESON, R. y STERN, P. ( 1983 ) Investigación sobre el pensamiento

pedagógico del profesor, sus juicios, decisiones y conducta. En GIMENO SA­CRISTÁN, J. y PÉREZ GóMEZ, A. ( eds.) La enseñanza: su teoría y su práctica (Madrid, Akal); BORKO, H. y SHALVESON, R. { 1983 ) Speculations on teacher education: Recommendations from research on teacher's cognition. The Journal of Education for teaching, vol. 29, n. 3 , october, pp. 210-224; MAR· CELO, C. ( 1985 ) Un enfoque cognitivo para la formación del profesorado : pensamientos juicios y toma de decisiones. Cuestiones Pedagógicas, n. 2, pp. 99-109.

[ 63 ] DUPONT, P. ( 1984), o.e., p. 5. [64] MANJON, A. (1905) Condiciones de una buena educación. Discurso leído en

la Solemne apertura del Curso Académico 1897 a 1898 en la Universidad Literaria de Granada (Granada, Imprenta-Escuela del Ave María), en PRE· LLEZO, J. M. ( 1 975) Manjón educador, p. 97 (Madrid, EMESA).

[65] PETERS, R. S. ( 196'6) Ethics and Education, p. 93 (Londres, Allen and Unwin) . [ 66] ALTAREJOS, F. ( 1983 ), o.e., p. 124. [67] ARISTÓTELES, E. N. VI, 5, 1 140a, 25-30. [68] Id. III, 1 1 12b, 20-25. [69] STENHOUSE, L. ( 1984) Investigación y desarrollo del curriculum, p. 194 (Ma­

drid, Morata). [70] IBÁÑEZ-MARTÍN, J. A. ( 1982) La formación pedagógica del profesorado y el

plural concepto de la filosofía de la educación. Revista Española de Pedagogía, n. 158, octubre-diciembre, p. 65.

[71 ] ScHEUERL, H. ( 1984) Sobre la cuestión de la fundamentación de las deci­siones pedagógicas. Educación (Tubinga), vol. 30, p. 92.

[72J PIEPER, J. '( 1980) El arte de decidir rectamente, en: La fe ante el reto de la cultura contemporánea, p. 209 ( Madrid, Rialp). Sobre la virtud de la docilidad como parte integral de la prudencia -en concreto de su parte deliberativa- y sobre su valor pedagógico, ver SMITH, R. ( 1952) The virtue of docility The Monist, vol . xv, pp. 572-623 ; COTTIER, G. ( 1980) Humaine raison, pp. 41 y ss . ; pp. 53-73 ; ALTAREJOS, F. ( 1983 ), o.e., pp. 15 1-152; PIEPER, J . ( 1 980), o.e., p. 49; MILLÁN PUELLES, A. ( 1981 ), o.e., p. 159.

[73] ELBAZ, F. ( 1983 ) Teacher thinking: A study of Practical Knowledge, p. 1 6 ( Londres, Croom Helm).

[74] VICENTE ARREGUI, J. ( 1 98 1 ) El carácter del conocimiento moral según Santo Tomás. Anuario Filosófico, vol. 12, n. 2, p. 101 .

l75] MILLÁN PUELLES, A. ( 1984 ), o.e., p. 499. [76] BRAIDO, P. ( 1968 ), o.e., p . 74.

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SUMARIO : El autor de este artículo enfoca la tarea educativa a la luz de la doctrina clásica del saber prudencial, como alternativa a otros planteamientos pedagógicos reduccionistas que son fruto de una escasa visión del saber y de la acción humana. Tales reduccionismos, explica el autor, favorecen la práctica de la educación como mero haber técnico, perdiendo así el docente su dimensión educativa e impidiéndole elaborar una síntesis personal entre el saber pedagógico y la praxis educativa. Finalmente, valora la importancia de su propia alternativa de cara a que el educador asuma el compromiso moral .con la formación de su conciencia y madurez educadoras .

Descriptores: Theory and practice in Education, Prudence and Education, Ethics and Educa'tion, Educator and 'Maturity, Padagogical Wisdom, Education as Praxis.