wolf eric - la revolucion mexicana

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Page 1: Wolf Eric - La Revolucion Mexicana

ERIC WOLF EERRIICC WWOOLLFF

LA REVOLUCIÓN MEXICANA LLAA RREEVVOOLLUUCCIIÓÓNN MMEEXXIICCAANNAA

Compañeros del arado y de toda herramienta

nomás nos queda un camino ¡agarrar un treinta–treinta!

CORRIDO DE LA CARABINA 30–30

Cuando la Revolución mexicana estalló ante el mundo en 1910, fue sorpre-sa para la mayoría: “muy pocas voces y todas ellas débiles y borrosas, la antici-pan” (Paz, 1967, pp. 122–3). Durante más de un cuarto de siglo el dictador mexi-cano Porfirio Díaz había gobernado a su país con mano férrea en interés de la libertad, el orden y el progreso. Progreso significaba el rápido desarrollo industrial y comercial, la libertad se otorgaba al empresario privado individual y el orden se aseguraba mediante una juiciosa política que alternaba las recompensas econó-micas con la represión –la célebre táctica de Díaz de “pan y palo”. En el curso de pocos meses la rebelión surgía en todas partes, bajo el estímulo del levantamien-to de Francisco Madero en contra del anciano dictador. En mayo de 1911 Díaz salió para el exilio en Francia. La Revolución había comenzado realmente. “Made-ro –dijo– ha liberado un tigre, veamos si puede controlarlo”.

Con el privilegio de nuestra perspectiva actual, podemos ver ahora que muchas de las causas de la Revolución tuvieron sus orígenes no en el período de la dictadura de Díaz, sino en un período anterior, cuando México aún era la Nueva España y una colonia de la madre patria española. Cuando México declaró su independencia en 1821, también heredó un conjunto de problemas característi-cos, que España no había podido ni deseado resolver y que fueron legados ínte-gramente a la nueva república.

Todos estos problemas se derivaron en última instancia del enfrentamiento original de una población indígena con una banda de conquistadores que tomaron posesión de la América Central en nombre de la Corona española. Para utilizar el trabajo de los indios, los españoles introdujeron un sistema de grandes propieda-des, las haciendas.

Estas grandes propiedades o haciendas fueron trabajadas por indios que se obtenían principalmente de dos fuentes: por una parte de trabajadores residen-tes, ligados a la hacienda mediante una sujeción por deudas y, por otra parte, in-dios no residentes que continuaban viviendo en comunidades indígenas que ro-deaban a las haciendas, pero que obtenían cada vez más su medio de vida en las haciendas. La finalidad de la hacienda era comercial: producir, en vista a una ga-nancia, productos agrícolas o pecuarios que se pudieran vender en los cercanos

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campamentos mineros y en los pueblos; a la vez, las haciendas pronto se convir-tieron en mundos sociales separados que aseguraban la posición y aspiraciones sociales de sus propietarios. Con frecuencia se pagaba a los trabajadores en es-pecie, ya fuera en fichas que podían cambiarse en la tienda de la hacienda, o me-diante el uso de parcelas que se les permitía cultivar para su propia subsistencia. Ambos métodos ataban al trabajador cada vez más a la Casa Grande, desde la cual el propietario de la hacienda regía sus grandes propiedades. En 1810, poco antes de la derrota de los españoles, existían unas cinco mil grandes propiedades de ese tipo, una cuarta parte de las cuales se dedicaba a la ganadería. Estas haciendas ganaderas eran más características de la árida región norte, en donde la insuficiente lluvia y la escasa vegetación impidieron el surgimiento de una po-blación indígena numerosa en tiempos prehispánicos. De cualquier forma, la ga-nadería requería poca mano de obra. Las haciendas agrícolas estaban situadas por lo general en el corazón central del país, la zona en que la población indígena siempre había sido numerosa y densa. Esto significó necesariamente que Ias haciendas se encontraron obligadas a compartir el territorio con las comunidades indígenas. Bajo el régimen español, éstas recibían la protección especial del Es-tado. Se les había otorgado la personería jurídica de corporaciones y se permitía a cada comunidad retener una cantidad estipulada de tierras bajo su propia admi-nistración comunal, así como sus propias autoridades comunales autónomas. En realidad numerosas comunidades perdieron sus tierras en favor de las haciendas y muchas autoridades comunales locales fueron depuestas por quienes tenían poder y lo ejercían en la zona. Sin embargo, en 1810 había todavía más de 4.500 comunidades indígenas autónomas que poseían tierras (Mc Bride, 1923, 131), e incluso el grado restringido de autonomía les había permitido conservar muchos patrones culturales tradicionales. Éstos variaban mucho de comunidad a comuni-dad; no había una cultura indígena uniforme, al igual que no existía un idioma in-dígena unitario. Cada comunidad conservaba sus propias costumbres y lenguaje, y se rodeaba con una muralla de desconfianza y hostilidad contra los extraños. Un conjunto de esas comunidades podían estar subordinadas a una hacienda que se encontrase valle abajo, pero conservaban al mismo tiempo un fuerte sentido de su diferencia cultural y social con respecto a la población de la hacienda. Así, México surgió a este período de in–dependencia con su paisaje rural polarizado entre las grandes propiedades por una parte y las comunidades indígenas por otra –unidades que, aunque podían estar relacionadas económicamente, estaban en oposición social y políticamente. Vista desde la perspectiva del orden social ma-yor, cada hacienda constituía un Estado dentro del Estado; cada comunidad indí-gena representaba una pequeña “república de indígenas” junto a otras “repúblicas de indígenas”.

Dentro del panorama de haciendas y repúblicas indígenas, se encontraban las ciudades, asiento de los comerciantes que abastecían tanto a las haciendas como a las minas, de los funcionarios que regulaban los privilegios y restricciones, y de los sacerdotes que dirigían la economía de la salvación. Desde sus tiendas, oficinas e iglesias se extendían las redes comerciales que abastecían a las minas y rescataban sus minerales; la red burocrática que regulaba la vida en el resto del territorio; y la red eclesiástica que comunicaba a los curas parroquiales con la je-rarquía del centro. Además, a la sombra de palacios y catedrales, trabajaban ar-tesanos que proveían a los ricos con comodidades y lujos de un mundo colonial barroco, ejércitos de sirvientes, y una enorme multitud de pobres urbanos.

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Era una sociedad organizada en torno a una estructura de privilegios espe-ciales. Éste sería uno de los problemas más graves legados por la Colonia a la República independiente. En 1837, el liberal José M. L. Mora escribiría que las grandes fuentes de dificultades

consistían en los hábitos creados por la antigua constitución del país. Entre éstos figuraba

y ha figurado como uno de los principales el espíritu de cuerpo difundido por todas las clases de la sociedad, y que debilita notablemente o destruye el espíritu nacional. Sea designio premeditado o sea el resultado imprevisto de causas desconocidas y puestas en acción, en el Estado civil de la antigua España había una tendencia marcada a crear corporaciones, a acumular sobre ellas privi-legios y exenciones del fuero común; a enriquecerlas por donaciones entre vivos o legados testa-mentarios; a acordarles en fin cuanto puede conducir a formar un cuerpo perfecto en espíritu, completo en su organización, e independiente por su fuero privilegiado, y por los medios de sub-sistir que se le asignaban y ponían a su disposición... No sólo el clero y la milicia tenían fueros generales que se subdividían en los de frailes y monjas en el primero, y en los de artilleros, inge-nieros y marina en el segundo; la Inquisición, la Universidad, la Casa de la Moneda, el Marquesa-do del Valle, los mayorazgos, las cofradías, y hasta los gremios tenían sus privilegios y sus bienes, en una palabra, su existencia separada... Si la independencia se hubiera efectuado hace cuarenta años, un hombre nacido o radicado en el territorio en nada habría estimado el título de mexicano, y se habría considerado solo y aislado en el mundo, si no contaba sino con él... entrar en materia con él sobre los intereses nacionales habría sido hablarle en hebreo; él no conocía ni podía cono-cer otros que los del cuerpo o cuerpos a que pertenecía y habría sacrificado por sostenerlos los del resto de la sociedad [1837, vol. 1, pp. XCVI–XCVIII].

En este contexto Mora debió mencionar también a las comunidades indí-

genas, corporaciones legales semejantes a los otros cuerpos enumerados. Cada conjunto de privilegios, estuvieran en manos de comerciantes influyentes o de indios de clase baja, daba monopolios sobre recursos. Como todos los monopo-lios, podían ejercerse contra competidores surgidos del mismo grupo de intereses o de clase; pero como todos los monopolios, también podían ejercerse contra quienes reclamaban “desde abajo”, contra todos los que deseaban participar en el proceso económico y social, pero que se veían impedidos por las distintas barre-ras de los privilegios especiales. Esta estructura de los privilegios especiales se hacía aún más compleja en la Nueva España por las discriminaciones, reconoci-das por la ley, contra todos los sectores de la población que no pudiesen demos-trar su descendencia o de españoles o de indígenas. Éstas, las llamadas castas, que se originaron en uniones entre indios, negros y españoles, pronto se convir-tieron en una parte considerable de la población total y fueron responsables de muchas ocupaciones económicas, políticas y religiosas de las cuales dependía la estructura de privilegios. Así, la abierta estructura de privilegios fue poco a poco complementada por un culto inframundo social de los no privilegiados.

Existía poca correspondencia entre la ley y la realidad en el orden utópico de la Nueva Es-

paña. La Corona deseaba negar a los colonizadores su propia fuente de mano de obra. Los colo-nizadores la obtenían ilegalmente ligando los peones a su persona y a su tierra. Los decretos re-ales apoyaban el monopolio del comercio sobre los bienes que ingresaban y salían de la colonia; pero al margen de la ley operaban los contrabandistas, cuatreros, bandidos y los compradores y vendedores de productos clandestinos. Para cerrar los ojos de la ley surgió una multitud de escri-banos, abogados, intermediarios, influyentes y agentes ocultos... En tal sociedad, incluso las tran-sacciones diarias podían tener aspectos ilegales; y no obstante, tal ilegalidad era la materia prima de la cual estaba hecho este orden social. Las transacciones ilícitas demandaban agentes; el ejér-cito de desheredados, privado de fuentes alternas de ocupación, proporcionaba estos agentes.

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Así, una marea de ilegalidad y de desorden parecía siempre presta a anegar las precariamente defendidas islas de legalidad y privilegios [Wolf, 1959, p. 237].

Y, no obstante, al mismo tiempo y paradójicamente la sociedad no podía

subsistir sin ellos. Así, a medida que la sociedad les heredaba sus negocios informales y no reconocidos, se con-

virtieron en agentes y encargados de múltiples transacciones que hacían circular la sangre a tra-vés de las venas del organismo social. Debajo del revestimiento formal del gobierno colonial espa-ñol y de la organización económica, sus dedos tejían la red de relaciones sociales y de comunica-ciones, única vía a través de la cual pueden los hombres atravesar los abismos entre las institu-ciones formales [1959, p. 243].

De esta manera, la sociedad colonial incubó un estrato de los socialmente

desheredados, que ocuparon ciertas posiciones estratégicas dentro de su sistema social. Estas posiciones servirían como una palanca cuando empezaron a hacer demandas sobre el orden social en el que se encontraban; el resentimiento sería el combustible psicológico y social de sus demandas.

El movimiento de Independencia tuvo tres aspectos relacionados y sin em-bargo con frecuencia contradictorios. Fue, en parte, una afirmación de la periferia contra el centro burocrático. Empezó en la región comercial–industrial–agrícola del Bajío al noroeste de la ciudad de México y en las provincias al sur de la capi-tal. Social y militarmente aspiraba al control del centro burocrático de la ciudad de México y de sus comunicaciones vitales con el puerto de Veracruz, que la conec-taba con España. También era, en parte, un movimiento de militaristas contra el mando de una oficialidad centralizada, independientemente de que combatieran a favor o en contra de los insurgentes... La Nueva España se había basado para el control interior y la defensa exterior en una combinación de tropas españolas con tropas reclutadas en el país. Los soldados locales, reclutados en su mayor parte por comerciantes y terratenientes, se alistaban de manera principal con el fin de obtener la protección de los privilegios jurídicos especiales otorgados a los milita-res y como un medio de mejorar su posición social a través de los títulos y unifor-mes militares. Las guerras de Independencia, sin embargo, dieron a muchos sol-dados ocasionales su primera experiencia de poder militar y de los beneficios per-sonales que se obtenían de su ejercicio, fundamentando así Ia base para el sur-gimiento de un estrato de caudillos militares que habría de plagar a la sociedad mexicana durante más de un siglo.

En tercer lugar, el movimiento de Independencia fue también un movimien-to de reforma social. Este elemento se hizo evidente al ser asumido el liderazgo de la insurrección por el cura de aldea don José María Morelos y Pavón. El 17 de noviembre de 1810, proclamó el fin del sistema discriminatorio de castas: en ade-lante todos los mexicanos, fueran indios, castas o criollos nacidos en América de padres españoles, serían conocidos simplemente como “americanos”. Se pondría fin a la esclavitud y al tributo especial indígena. La tierra tomada a las comunida-des indígenas debería ser repuesta. La propiedad de los españoles y de los crio-llos hispanófilos les sería expropiada:

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Deben tenerse como enemigos todos los ricos, nobles y empleados de primer orden y apenas se ocupe una población se les debe despojar de sus bienes, para repartirlos por mitad entre los vecinos pobres y la Caja Militar... En el reparto de los pobres se procurará que nadie se enriquezca y todos queden socorridos. No se excluyan de estas medidas ni los muebles, alhajas o tesoros de las iglesias... Deben derribarse todas las aduanas, garitas y edificios reales, quemarse los efectos ultramarinos, sin perdonar los objetos de lujo ni el tabaco. Deben ser también inutiliza-das las oficinas de hacendados ricos, las minas y los ingenios de azúcar, sin respetar más que las semillas y alimentos de primera necesidad... Deben inutilizarse las haciendas cuyos terrenos pa-sen de dos leguas para facilitar la pequeña agricultura y la división de la propiedad, porque el be-neficio positivo de la agricultura consiste en que muchos se dediquen con separación a beneficiar un corto terreno que puedan asistir con su trabajo e industria, y no en que un solo particular tenga extensas tierras infructíferas esclavizando a millares de gentes para que las cultiven por fuerza en la clase de gañanes o esclavos, cuando pueden hacerlo como propietarios de un terreno limitado con libertad y beneficio suyo y del público [citado en Cué, 1947, p. 44].

En consecuencia, la insurrección no fue sólo una reacción contra el control

de la metrópoli y un despliegue de poder militar, sino que fue también “una revo-lución agraria larvada” (Paz, 1967, p. 111).

Fue este tercer aspecto el que demostró ser decisivo para la conformación del curso de la revuelta. Tan pronto se hizo evidente que esta era también una guerra de los pobres en contra de los privilegios que existían, el ejército, la Iglesia y los grandes terratenientes apoyaron a la Corona española y aplastaron la rebe-lión. El mismo Morelos fue ejecutado en I815. Sin embargo, pocos años después, la propia España adoptó una constitución liberal que tenía como fin debilitar la posición de la Iglesia y la élite criolla se vio obligada a modificar su posición y le-vantarse en apoyo de la Independencia. En 1821 México se convirtió en un Esta-do independiente, comprometido firmemente con el mantenimiento de los dere-chos de propiedad y de los fueros especiales de los funcionarios, la Iglesia, los terratenientes acaudalados y el ejército. Los militares rompieron sus nexos con España de tal manera que

se creaba sobre bases firmes un régimen militarista que hasta antes de 1810 no había

existido en el país y además, se ligaban los intereses de la clase militar con los de la aristocracia eclesiástica y con los de la burocracia virreinal [Cué, 1947, p. 60].

El movimiento de Independencia que se había iniciado con demandas de

reforma social terminó así con la conservación del poder de élite. Esto era verdad en especial para las grandes propiedades. Cualesquiera que hayan sido los inten-tos de reforma que se hicieron en el curso del siglo XIX, todos ellos sólo sirvieron para fortalecer y ampliar, más que debilitar, el dominio del latifundio sobre sus vasallos. Se llevaron a cabo muchos cambios de diferentes tipos en el México del siglo XIX, pero el latifundismo triunfó sobre todos.

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Todas las ideas proclamadas por el movimiento de independencia habrían de volver a presentarse periódicamente en el siglo XIX. Al independizarse México del control español, los militares tuvieron mano libre para competir militar y políti-camente. A partir de entonces el dominio de los pretorianos trajo lo que Francisco Bulnes llamó “la subasta pública de la púrpura imperial”. El golpe de Estado sería “el golpe de martillo que abre el remate del poder en el sistema pretoriano”, acompañado por el ofrecimiento de “generalatos, coronelatos, sobreseimiento de causas criminales, contratos de vestuario, armas, equipo, libranzas y, si era posi-

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ble, un poco de dinero en efectivo” (1904, pp. 206–6). Cada golpe palaciego era seguido por el reparto de los despojos; y, no obstante, éstos nunca fueron sufi-cientes. A partir de 1821 el país se encontró en dificultades financieras cada vez más graves.

Atormentado por disensiones internas que se convirtieron en una constante de la política

mexicana, robado por una hambrienta horda de funcionarios públicos, cuya capacidad para el latrocinio era muy superior a su capacidad como gobernantes, empujado a un pantano financiero por préstamos extranjeros a largo plazo con ruinosas tasas de interés y por préstamos internos a corto plazo con una tasa de interés que en algunos casos llegaba hasta el 50% por 90 días; el gobierno caía de una crisis financiera a otra. Los ingresos normales nunca cubrían las necesida-des y se recurría a toda táctica conocida por los desesperados financistas públicos: préstamos forzosos, impuestos especiales, adelanto de impuestos, confiscaciones, hipotecas, deudas conso-lidadas, papel moneda y adulteración de la moneda. Para 1850 la deuda externa había aumentado a más de 56 millones, y la deuda interna a los 61 millones; hacia 1867, después de13 años de guerra y revolución intermitentes de los cuales formaron parte la intervención francesa y el Imperio de Maximiliano, la deuda externa había ascendido a la asombrosa cifra de 375 millones y la deuda interna a casi 79. Para esa época cerca del 95% de los ingresos arancelarios habían sido hipote-cados para el pago de varias deudas [Cumberland, 1968, p. 147].

En estas condiciones, “el gobierno no era más que un banco de emplea-

dos, custodiado por empleados armados que se llamaban el ejército” (Sierra, 1948, pp. 189–90). El comercio “comenzó a arrastrar una vida precaria entre la exacción famélica del agente fiscal y el contrabando organizado como una institu-ción nacional” (1950, p. 143).

El comerciante, el propietario, luchaban a brazo partido con el gobierno, robaban a sus ex-

torsionadores por cuantos medios podían, defraudaban la ley con devoción profunda, y abando-nando poco a poco sus negociaciones en manos del extranjero (al español, que había vuelto ya, la hacienda, el rancho, la tienda de comestibles; al francés, las tiendas de ropas, de joyas; al inglés, la negociación minera), se refugiaban poco a poco, en masa, en el empleo, maravillosa escuela normal de ociosidad y de abuso en que se ha educado la clase media de nuestro país [1948, p. 215].

Además, mientras la contienda armada fragmentaba abiertamente a la so-

ciedad y los problemas financieros minaban ocultamente sus bases, dos proble-mas adicionales enfrentaron a mexicanos contra mexicanos. La guerra entre la periferia y el centro que había caracterizado el movimiento de Independencia se presentaba de nuevo, una y otra vez, en las pugnas políticas e ideológicas entre federalistas que deseaban obtener una cierta autonomía regional y centralistas que deseaban conservar un mando unificado sobre el país. Otro conflicto opuso a los liberales, que deseaban debilitar a la Iglesia, a los conservadores deseosos de conservar el poder eclesiástico. Aunque en general los federalistas también esta-ban contra la Iglesia y los centralistas favorecían la continuación de los privilegios de ésta, los líderes con frecuencia creaban el caos al formar alianzas o cismas individuales, de acuerdo con sus intereses personales o locales.

Estos permanentes conflictos entre los liberales y federalistas anticlericales contra los centralistas proclericales, librados con una ferocidad inusitada, incita-ban a su vez a los poderes extranjeros a aprovecharse del agitado panorama mexicano. Desde el inicio de la república, intereses británicos se aliaron a los cen-

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tralistas e intereses norteamericanos a los federalistas, aumentando así el nivel del conflicto entre ellos. En 1835 Texas se levantó contra el gobierno mexicano, y en 1847 los Estados Unidos se anexaron y el estado, motivados en parte por inte-reses esclavistas sureños que esperaban añadir otro estado al grupo esclavista, y en parte por la esperanza de obtener un acceso a California y al Océano Pacífico. Después de la derrota mexicana de 1848, la agitada república perdió –con Texas, Nuevo México y California– más de la mitad de su territorio nacional. Por otra par-te, fue debilitada aún más por rebeliones indígenas a lo largo de la frontera sep-tentrional, y por el feroz levantamiento maya de Yucatán en 1847, propiciado por el aumento de la producción de azúcar en la península. En 1861 desembarcó en México una fuerza conjunta británica, francesa y española para cobrar deudas que se les debían, y aunque los británicos y españoles se retiraron, Francia pro-cedió entre 1862 y 1867 a convertir a México en un Estado dependiente a través del emperalato satélite de un Habsburgo austríaco. Contra todas las expectativas, las fuerzas mexicanas bajo el liderazgo de Benito Juárez obligaron a la evacua-ción de los franceses, dejando sin apoyo al emperador Maximiliano, quien se en-frentó a un pelotón de fusilamiento en 1867.

Paradójicamente, tanto la intervención norteamericana como la francesa contribuyeron a fortalecer a los liberales y debilitar a los conservadores. La guerra contra los Estados Unidos había sido mal dirigida por los líderes conservadores y después de la derrota perdieron tanto el poder como el prestigio. Como resultado, en 1955 los liberales habían podido hacer aprobar un grupo de leyes, las Leyes de Reforma, que tenían por fin convertir a México en un Estado secular y progre-sista. Se abolieron los privilegios especiales del ejército y de la Iglesia. Las corpo-raciones que poseían tierra, incluyendo las tenencias de la Iglesia y las comuni-dades indígenas, deberían disolverse. Se deberían vender las tierras de la Iglesia y las de los indígenas asignarse como propiedades individuales a sus poseedo-res. La ley de desamortización del 25 de junio de 1856 establecía que

Ninguna corporación civil o eclesiástica podía adquirir o administrar propiedades distintas

a los edificios dedicados exclusivamente al propósito para el cual existía tal corporación. Disponía que las propiedades que tenían entonces tales corporaciones deberían venderse a los arrendata-rios o usufructuarios que las ocupaban y las que no estuvieran alquiladas o arrendadas se vendie-ran en subasta pública [Whetten, 1948, p. 85].

Cuando la Iglesia se opuso a estos decretos y los conservadores se levan-

taron en armas nuevamente, Juárez fue más lejos, confiscando todos los bienes raíces propiedad de la Iglesia, suprimiendo todas las órdenes monásticas, institu-yendo el matrimonio civil y convirtiendo los cementerios en propiedad pública. Cuando los conservadores demostraron su incapacidad de derribar al gobierno liberal, que conservó el control de Veracruz y el acceso al mar, buscaron la ayuda francesa. A su vez, apoyaron a Maximiliano y al ejército francés durante los seis años de guerra. Sin embargo, al final triunfó Juárez, tanto contra los franceses como contra sus aliados mexicanos. El dominio de las corporaciones privilegiadas había sido roto y comenzaría una nueva era. Quienes hicieron las Leyes de Re-forma creaban

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un proyecto tendiente a fundar una nueva sociedad... el proyecto histórico de los liberales aspiraba a sustituir la tradición colonial, basada en la doctrina del catolicismo, por una afirmación igualmente universal: la libertad de la persona humana [Paz, 1961, p. 126].

No obstante, los dioses que rigen el destino de México parecen solazarse

en contradecir los signos. La guerra de la Independencia empezó con una protes-ta social y demandas de igualdad social. La Independencia de México la obtuvie-ron, no Hidalgo o Morelos, sino sus enemigos hispanófilos. De manera similar las Leyes de Reforma debían liberar al individuo de los grilletes tradicionales, pero sólo alcanzaron a crear una nueva forma de servidumbre. La libertad para el pro-pietario de tierras significaría una mayor libertad para adquirir más tierras y aña-dirlas a sus ya grandes tenencias; la libertad para el indígena –que ya no estaba sujeto a su comunidad y ahora era amo de su propiedad– significaría la capacidad de vender su tierra y de unirse a la muchedumbre de desposeídos que buscaban empleo. En el curso de otros treinta y cinco años, México descubriría que había abandonado los grilletes de la tradición sólo para propiciar la anarquía social. La Revolución habría de ser el resultado final.

En 1876 Benito Juárez cedió el poder a uno de los generales que más se destacó en la guerra contra los franceses, Porfirio Díaz. Bajo su autocracia se in-crementó el desarrollo económico, en tanto que bajo esta cobertura los problemas de México se hacían más álgidos sin encontrar atención ni solución.

Durante la dictadura de Díaz, México sufrió profundos cambios. En este pe-ríodo, la inversión de capital extranjero en México superó considerablemente a la inversión mexicana. Concentrándose primero en la construcción de ferrocarriles y en la explotación de los minerales preciosos, empezó a penetrar crecientemente, después de 1900, en la producción de materias primas: petróleo, cobre, estaño, plomo, caucho, café y henequén. La economía fue dominada por un pequeño grupo de hombres de negocios y financieros cuyas decisiones afectaban el bien-estar de todo el país. Así, en 1908, de 66 empresas que participaban en las finan-zas y en la industria, 36 tenían directorios comunes provenientes de un grupo de trece personas; diecinueve tenían a más de uno de los trece. Durante la década final del siglo XIX, los líderes de este nuevo grupo de control formaron una cama-rilla que pronto se conoció bajo el sobrenombre de “científicos”. Pretendiendo ser científicos positivistas, veían el futuro de México en la reducción y aniquilamiento del elemento indígena, al que consideraban inferior y, por lo tanto, incapaz del desarrollo y en el fomento del control “blanco”, nacional o internacional. Esto se lograría ligando más vigorosamente a México a las naciones industriales “desarro-lladas”, en especial Francia, los Estados Unidos, Alemania y Gran Bretaña. De esta manera, en su opinión, el desarrollo provendría del exterior en la forma de colonos o de capital extranjeros. Muchos se convirtieron en representantes de empresas extranjeras que funcionaban en México. Algunos directamente, como Olegario Molina, quien controlaba el mercado del henequén en Yucatán para be-neficio de la International Harvest Corporation; otros indirectamente, como aboga-dos que actuaban a nombre de las empresas extranjeras solicitando confesiones al gobierno. Durante los últimos años del régimen, algunos se desempeñaron abiertamente como socios de las empresas extranjeras. A la vez, sin embargo, combinaban sus intereses en los negocios con un interés en la adquisición de tie-rras. Aunque cierto número había empezado su carrera como abogado... y otros

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como terratenientes, al final del período todos resultaron siendo propietarios de grandes extensiones de tierra.

Díaz conservó cuidadosamente las formas del proceso constitucional esta-blecidas en la Constitución mexicana de 1856, pero ajustó su contenido para que sirviera a los fines de su maquinaria política nacional. Había elecciones frecuen-tes, pero se las “arreglaba” con mucho cuidado. Los diputados y senadores del Congreso mexicano eran nominados por el grupo del gobierno y se les confirma-ba después mediante el proceso electoral organizado. El poder judicial era nom-brado por el gobierno y servía a los fines de éste. La libertad de prensa estaba severamente restringida, y los periodistas de la oposición eran encarcelados o exiliados. Las huelgas estaban prohibidas. Las rebeliones rurales, como la insu-rrección de los indios yaquis de 1885 y 1898, eran aplastadas con grandes mues-tras de ferocidad. Un cuerpo policial especial, los rurales, reclutado entre crimina-les y bandidos, patrullaba las zonas rurales. Los opositores del régimen captura-dos por los rurales eran asesinados con frecuencia, so capa de aplicar la “ley fu-ga”, ley que permitía disparar contra los prisioneros que intentaban escapar.

Dentro de las garantías proporcionadas a través de tal violencia organiza-da, Díaz actuaba con gran habilidad, recompensando a sus seguidores y casti-gando a quienes se le oponían siguiendo la dialéctica de “pan y palos”. Los que buscaban poder y seguían a Díaz recibían posiciones o concesiones. Se neutrali-zaba a los opositores. La lealtad política se compraba mediante la distribución del Tesoro Público. A nivel de las aldeas esto significaba, por supuesto, confiar en caudillos locales que con frecuencia usaban el poder para su propio beneficio (véase Lewis, 1951, pp. 230–1). Se calcula que hacia 1910 cerca de tres cuartas partes de la clase media había encontrado ocupación dentro de los organismos del Estado, con un costo anual de 70 millones de pesos (Bulnes, 1920, pp. 42–3). Un sistema nacional de favoritismo sustentaba a la maquinaria política que con-centraba el poder en la cima, en manos del dictador. De una manera muy hábil, Díaz enfrentó entre sí a varios aspirantes al poder, al igual que creó una cierta medida de independencia para su régimen oponiendo entre sí a los inversionistas norteamericanos, franceses, alemanes e ingleses, a sus respectivos gobiernos. A la vez, estos gobiernos veían en Díaz al garante de sus inversiones y el pivote de la estabilidad.

Las Leyes de la Reforma de 1856–1857 habían iniciado un cambio impor-tante en la propiedad de la tierra agrícola; el primero de estos esfuerzos se dirigió contra las tenencias de la Iglesia. Es difícil calcular la cantidad total de tierras que estaban en manos de ésta; algunos autores afirman que se transfirieron aproxi-madamente $100.000.000 en bienes raíces eclesiásticos a propietarios privados, y que 40.000 propiedades cambiaron de dueño (Simpson, 1937, p. 24). Aunque el propósito pretendido por esta medida era el de crear una activa clase media rural en México, “las propiedades de la Iglesia pasaron en gran parte y conservando su extensión a manos de los partidarios de Juárez, y aunque se creó de esa forma una nueva aristocracia terrateniente, no por eso dejaba de ser una aristocracia” (ibid.).

Lo mismo aconteció con las tierras comunales de las comunidades indíge-nas. Como hemos visto, las tierras comunales fueron declaradas ilegales y se obligó a dividirlas en tenencias individuales. Así, se convirtió a la tierra en una mercancía comercial, susceptible a ser vendida o hipotecada para el pago de

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deudas. Muchos indígenas perdieron en corto tiempo sus títulos ante terceras personas, con frecuencia para financiar gastos ceremoniales de prestigio. Prácti-camente toda esa tierra cayó en manos de las haciendas y de compañías que negociaban en tierras. Se calcula que más de 810.000 hectáreas de tierras comu-nales fueron transferidas en el período de Díaz (Phipps, 1925, p. 115).

Además, bajo la nueva legislación el gobierno obtenía el derecho de vender tierras públicas a compañías de fomento, o de hacer contratos con las compañías deslindadoras pagándoles con la tercera parte de la tierra deslindada. Hacia 1889 se habían deslindado 32 millones de hectáreas. Veintinueve compañías habían obtenido posesión de más de 27.5 millones de hectáreas, o sea el 14% de la su-perficie total de la República. Entre 1889 y 1894 se enajenó un 6% adicional de la superficie total. Así se entregó aproximadamente una quinta parte de la República Mexicana. A la vez, los agricultores que no enseñaban un claro título de propie-dad sobre sus tierras eran tratados como colonos ilegales y se les desposeía. Lo que había empezado como una campaña para crear una activa clase media rural compuesta por pequeños granjeros terminó en una victoria triunfal de la oligarquía terrateniente.

McBride ha calculado que a fines del gobierno de Díaz existían 8.245 haciendas. Trescientas de ellas tenían cuando menos 10.000 hectáreas; 116 aproximadamente 250.000; 51 poseían aproximadamente 30.000 hectáreas cada una; y “medían no menos de 100.000. Desafortunadamente McBride no tomó en cuenta en su enumeración que un hacendado podía poseer más de una hacienda; el grado de concentración de la propiedad de la tierra era probablemente mayor que lo sugerido por las cifras de McBride. Southworth (1910) menciona, para 1910, 168 propietarios con dos propiedades cada uno, 52 con tres propiedades, 15 con cuatro, 4 con seis, 3 con siete, 5 con ocho y 1 con nueve. Luis Terrazas, el arquetipo del hacendado porfiriano, tenía 15 propiedades, que abarcaban casi dos millones de hectáreas. Se decía en aquella época que él no era de Chihuahua –había nacido allí– sino que Chihuahua era de él. Tenía aproximadamente 500.000 cabezas de ganado mayor y 250.000 ovejas y exportaba anualmente entre 40.000 y 65.000 cabezas de ganado a los Estados Unidos. No obstante, no todas las haciendas eran grandes: si aceptamos las cifras de McBride, 7.767, o sea más del 90%, tenían menos de 10.000 hectáreas. Probablemente la hacienda promedio se acercaba más a las 3.000 hectáreas.

La promulgación de la ley que anulaba la propiedad corporativa –eclesiástica o comunal– aceleró la desaparición del pueblo de indios que poseía tierras y que había subsistido durante todo el período del régimen colonial español y el primer medio siglo de Independencia. Los españoles habían reforzado la co-hesión de las comunidades indígenas otorgándoles cierta superficie de tierra y exigiéndoles que se hicieran responsables colectivamente por el pago de los de-rechos y por la conservación del orden social. Las comunidades respondieron desarrollando, dentro de la estructura de tal organización corporativa, sus propios sistemas internos de organización política, fuertemente asociados al culto religio-so. Casi en todas partes lo que calificaba a una persona para convertirse en uno de los responsables de las decisiones de toda la comunidad era el hacerse cargo de una serie de festividades religiosas. Por lo tanto, quien buscaba poder, tenía que hacerlo ajustándose en gran parte al criterio establecido por la comunidad; cuando satisfacía los requisitos, tenía que hacerlo participando en un comité de notables como él, que actuaban y hablaban por la comunidad. Así el poder era

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menos individual que comunal. Con las nuevas leyes relativas a la tierra, sin em-bargo, se minaron los fundamentos de este sistema. No sólo se apoderaron las haciendas de mucha tierra indígena, sino que los mismos indios empezaron a hipotecar su tierra, que poseían ahora individualmente, con el fin de cubrir los gastos de vida corrientes y los gastos extraordinarios asociados al culto religioso. El mismo mecanismo que en una época garantizó la solidaridad continua de la comunidad se convirtió ahora en instrumento de su destrucción. Así, sobrevivieron comunidades indígenas de tipo antiguo, pero sólo en las regiones más inaccesi-bles del centro y del sur, en tanto que la gran masa de indígenas se enfrentaba a la perspectiva de relacionarse individualmente con quienes tenían el poder en el mundo exterior, fueran comerciantes a crédito que embargaban las cosechas y pertenencias de los pequeños campesinos, fueran hacendados o industriales que buscaban mano de obra para sus plantaciones y fábricas.

Tannenbaum ha tratado de proporcionar una medida de la magnitud de la población que llegó a depender de la hacienda, en comparación con la población que permaneció “libre”. Así mostró que en cinco estados (Guanajuato, Michoacán, Zacatecas, Nayarit y Sinaloa) más del 90% de todas las poblaciones estaban si-tuadas dentro de haciendas; en otros siete estados (Querétaro, San Luis Potosí, Coahuila, Aguascalientes, Baja California, Tabasco y Nuevo León) ésa era la si-tuación para más del 80%. En 10 estados, entre el 50 y 70% de la población rural vivía en poblados dentro de las haciendas; en otros cinco estados esa población fluctuaba entre el 70 y el 90% de la total. Según Tannenbaum,

el número y la proporción total de las aldeas que se encontraban localizadas dentro de

plantaciones en cualquier estado indica el grado en que las plantaciones habían absorbido no sólo la tierra sino la vida autónoma de las comunidades y había logrado destruir sus costumbres. Era, en esencia, la diferencia entre la esclavitud y la libertad. La aldea que sobrevivió, incluso sin sus tierras, aldeas que habían perdido sus tierras y organización propias [1937, p. 193].

En este contexto es notable que en los ocho estados que rodeaban la re-

gión nuclear del valle de México continuaran predominando los grupos de pobla-dos independientes. En tres estados más del 90% de la población rural continuó viviendo en pueblos independientes; en otros cinco, tales asentamientos alberga-ban a más del 70% de la población contra la persistencia de estas aldeas inde-pendientes fue contra lo que el régimen de Porfirio Díaz desató su poder. Al ser presionadas, sin embargo, dieron una respuesta revolucionaria: “Estas aldeas hicieron en última instancia la revolución social en defensa propia, antes de verse reducidas a la condición de los indígenas de otras partes de México” (ibid.).

A pesar de que resulta obvio que las haciendas dominaban el escenario ru-ral, otros datos sugieren que el período porfirista también presenció un aumento en el número de ranchos de propiedad individual y que eran trabajados por fami-lias. El número de ranchos no debe tomarse en sentido absoluto, ya que el térmi-no rancho no tiene un significado homogéneo: en el norte puede referirse a enor-mes propiedades y en el centro a tenencias que lleguen hasta las 1.000 hectá-reas. No obstante, podríamos decir con seguridad que hubo un considerable au-mento en el número de pequeñas tenencias. McBride calcula que en el momento de iniciarse la Revolución había 47.939 ranchos, en comparación con 8.245 haciendas. Unos 29.000 de éstos se habían creado desde 1854 mediante la divi-

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sión de tierras comunales (19.906), asignación de tierras públicas (8.010) y dona-ciones de tierras a colonos (1.189). La superficie ocupada por estos ranchos era insignificante cuando se la comparaba con la que tenían las haciendas; pero no debe desdeñarse la importancia social de este aumento en el número de peque-ñas propiedades agrarias. Más de una tercera parte de las mismas se habían es-tablecido a expensas de las propiedades comunales, minando así la solidaridad de las aldeas indígenas; pero dos terceras partes continuaron una tendencia hacia el surgimiento de una clase rural media, que ya se había hecho evidente desde el siglo anterior. François Chevalier (1959) ha demostrado que durante los siglos XVIII y XIX se realizó un lento “retorno” de los pequeños granjeros, en es-pecial entre las poblaciones no indígenas del norte.

No obstante, a pesar del crecimiento del latifundio, la producción agrícola total no aumentó de manera continua y estable. De hecho, entre 1877 y1894 la producción agrícola disminuyó a una tasa anual del 0.81%. Entre 1894 y 1907 aumentó una vez más, pero sólo a la lenta tasa anual del 2.59%. La tendencia hacia el aumento se debió mayormente al crecimiento de las cosechas industriali-zadas para consumo interno y aún más al de las cosechas de exportación. La producción de algodón y caña de azúcar aumentó, cultivándose el primero para la industria textil mexicana, mientras se incrementó notablemente la producción de café, garbanzo, vainilla y henequén, además de la cría de ganado, para el merca-do internacional. Pero las cosechas de alimentos disminuían continuamente. Esto era especialmente cierto para el maíz, alimento básico de la población. La pro-ducción per capita de maíz disminuyó de 282 kilogramos en 1877 a 154 en 1894 y a 144 en 1907. Disminuciones similares se observaron en el frijol y el chile, otras cosechas de igual importancia.

No sólo disminuyó la cantidad de maíz producido per capita, sino que los precios del maíz aumentaron, en tanto que los salarios permanecieron al mismo nivel. Todo indica que el salario promedio diario no había aumentado entre los principios del siglo XIX y 1908. La clase media, acostumbrada a mayores gastos para vestimenta, habitación y sirvientes, también sintió el efecto de los crecientes precios de los alimentos (González Navarro, 1957, p, 390).

El desarrollo industrial continuó con rapidez durante el régimen de Díaz. La producción minera aumentó 239% entre 1891 y 1910 (Nava Otero, 1965, p. 179). La producción industrial creció a la tasa anual de 3.6% entre 1878 y 1911 (p. 325). Entre 1876 y 1910, además, las vías de ferrocarril construidas aumentaron de 666 a 19.280 kilómetros. No obstante, la fuerza de trabajo industrial aumentó en una proporción menor. Entre 1895 y 1910, por ejemplo, el número de trabajadores industriales aumentó a una tasa de sólo el 0.6% de la población económicamente activa, hasta un total de 606.000, en comparación con la fuerza de trabajo agríco-la que aumentó a la tasa anual del 1.3% durante el mismo período. Esto se debió en parte a que la nueva industria estaba mecanizada y, por lo tanto, se necesita-ban relativamente pocos trabajadores para producir un mayor volumen, y en parte a las haciendas que monopolizaban la oferta de mano de obra en el campo me-diante varias formas de peonaje por deudas.

No obstante, hacia 1910 había cerca de 100.000 mineros, muchos de los cuales trabajaban en grandes minas como las de la Green Consolidated Koper Company of Cananea, que empleaba a 5.000 trabajadores. La ocupación en la industria textil aumentó de 19.000 a 32.000 entre 1895 y 1910. La mayor parte de

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los trabajadores textiles trabajaban en grandes fábricas, como las de Río Blanco en Veracruz, con cinco mil husos y mil telares, manejados por 2.350 trabajadores, o sea, cerca de la mitad de todos los trabajadores empleados por once grandes fábricas en Veracruz. Esta fábrica era propiedad de una compañía de comercian-tes franceses. Por último, había varias decenas de miles de trabajadores en la creciente red de ferrocarriles, donde los trabajadores recibieron por primera vez un “salario real”. Molina Enríquez, al hablar acerca del crecimiento de los ferroca-rriles en México durante el porfiriato, dice que

la construcción de ferrocarriles... implicaba la ocupación de trabajadores que... por primera

vez recibieron salarios reales (esto es, en efectivo), salarios que mejoraron radicalmente su condi-ción económica. A lo largo de las líneas de ferrocarril que atravesaban el país se reunían trabaja-dores, peones que habían escapado del yugo de las grandes haciendas... Se puede afirmar que la bonanza que momentáneamente trajeron consigo en la construcción de nuestras vías férreas constituyó durante años el verdadero secreto de la paz del porfirismo, al propio tiempo que las modificaciones profundas que introducían en las condiciones de la producción, dentro del país, preparaban ya la futura Revolución [1932, p. 292].

“La dinamita de los ferrocarriles cargó la mina que la revolución habría de

hacer explotar” (1932, p. 291). Esta nueva fuerza de trabajo industrial reclutó sus miembros entre los anti-

guos campesinos desplazados de la tierra por la expansión predatoria de los lati-fundios, entre los numerosos artesanos incapaces de resistir los efectos de la competencia mecanizada y entre los peones que habían huido de la servidumbre por deudas hacia la relativa libertad del trabajo industrial asalariado. En su mayo-ría carecían de entrenamiento y de una élite tecnificada propia; las posiciones que requerían más técnica las ocupaban extranjeros. Aunque muchos habían ingresa-do recientemente en el trabajo industrial, tendían a concentrarse en fábricas y campamentos grandes, como Cananea u Orizaba. Eran notoriamente xenófobos debido a que la mayoría de sus capataces y patronos eran en realidad extranje-ros. Carecían de experiencia organizativa, porque estaba prohibida la actividad sindical, pero ya habían conocido las ideas anarcosindicalistas, en gran parte a través de las relaciones de los trabajadores migratorios en los Estados Unidos con miembros de los International Workers of the World (IWW). A medida que pa-só el tiempo, empezaron a manifestarse cada vez más mediante huelgas. Durante el porfiriato se llevaron a cabo cerca de 250 huelgas, aumentando su frecuencia a partir de 1880. Las huelgas eran comunes en los ferrocarriles, la industria textil, la minería y las fábricas de tabaco. Resaltan dos huelgas como precursoras de la actividad revolucionaria: la huelga de Cananea en 1906, aplastada por voluntarios norteamericanos y los rurales, y la huelga de Río Blanco en 1907, reprimida por el ejército, la policía y los rurales al costo de 200 muertos y 400 presos.

El desarrollo, sin embargo, tuvo efectos diferentes en las periferias septen-trional y meridional de la República (Katz, 1964). En el sur, el creciente mercado de alimentos y cosechas tropicales en los centros industriales produjo una expan-sión del cultivo en las haciendas unida a una explotación intensificada de la mano de obra indígena. Para complementar la mano de obra proporcionada por la po-blación local, se transportaba indígenas rebeldes y criminales para que trabajaran en las plantaciones bajo un régimen de trabaja forzado. La presión intensificada sobre la población indígena también produjo todo un sector de supervisores, con-

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tratistas de mano de obra y prestamistas interesados en hacer que los indígenas incurrieran en deudas para convertirlos en trabajadores de las haciendas. Aunque cada hacienda tenía sus propios mecanismos de coerción, policía y poste de azo-tes, toda la estructura coercitiva dependía en última instancia del organismo de coerción mantenido por el gobierno. Así, los propietarios sureños de haciendas tendían a apoyar a Díaz por razones internas, al igual que su dependencia res-pecto a los mercados y empresas extranjeras los llevaba a defender la simbiosis del régimen con los intereses extranjeros.

Sin embargo, la oposición al régimen era notoria en el norte, donde las condiciones diferían considerablemente de las del resto del país. Allí la mano de obra siempre fue escasa y, por lo tanto, sólo se la podía obtener ofreciendo una compensación más alta que en el centro o el sur. El trabajo en las minas y en un creciente número de hilanderías de algodón, o la migración a los Estados Unidos, ofrecían oportunidades que debilitaban la estructura de la servidumbre por deudas e incrementaban la movilidad de la fuerza de trabajo. Contratos de aparcería rem-plazaban el trabajo por deudas, especialmente en propiedades que cultivaban algodón. Además, en el norte se habían lograrlo mantener en diversos lugares núcleos de pequeños propietarios; durante el período en discusión su número aumentó. Los propietarios de grandes haciendas no sólo vendían cereales y car-ne en las crecientes ciudades del norte, como Torreón, Nogales, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, y al otro lado de la frontera, en los Estados Unidos, sino que tam-bién habían empezado a invertir en la industria local produciendo principalmente para el mercado interno. Esa movilidad y las crecientes oportunidades estimularon a su vez el crecimiento de los comerciantes independientes, muy distintos a los intermediarios del sur, cuya principal ocupación era el reclutamiento de mano de obro indígena o el préstamo de dinero a interés. A la vez, los norteños se encon-traron en desventaja en la competencia con las empresas extranjeras, general-mente norteamericanas, cuyas operaciones recibían la protección de los “científi-cos” y de Díaz. La competencia extranjera era especialmente vigorosa en el cam-po de la minería, donde la mayoría de las empresas mexicanas se vieron obliga-das a vender sus minerales a la American Smelting and Refining Company. Sólo la familia Madero había podido conservar una fundición independiente en Monte-rrey, la cual se abastecía con minerales de sus propias minas. Los norteños tam-bién llegaron a comprender cada vez más que el control extranjero de las mate-rias primas y de su elaboración limitaba su capacidad para ingresar en la industria pesada, en tanto que la expansión de la industria ligera se veía limitada por el dé-bil desarrollo de la demanda interna mexicana, restringida por la estructura autár-quica de la hacienda. Así, todos sus intereses estaban en contradicción con la influencia extranjera y con quienes, desde posiciones de poder en la capital, la patrocinaban. De esta manera, en el gobierno de Díaz se difundieron a toda la periferia del norte de México los motivos que impulsaron a la región del Bajío a rebelarse contra los españoles en 1810.

Mientras los obreros industriales se agitaban en huelgas cada vez más numerosas y los trabajadores rurales se rebelaban periódicamente contra el do-minio total del latifundio, tanto la clase media como la alta se inquietaban a medi-da que se aproximaba en 1910 un nuevo período presidencial para Díaz. Ya hemos hablado del descontento de los propietarios e industriales norteños cuyos intereses empezaban a entrar en conflicto con los de la dictadura. Las clases me-dias también comenzaron a sentir las limitaciones impuestas por Díaz. Iturriaga

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(1915, p. 28) ha calculado que en 1895 los miembros de la clase media eran 989.783, o sea el 7.78% de la población; de éstos 776.439, o sea el 6.12%, vivían en las ciudades, y 213.344, o sea el 1.66%, eran rurales. Siguiendo al sociólogo Gino Germani, dividió a la clase media en dos grupos: la clase media económi-camente “autónoma”, compuesta por artesanos, pequeños y medianos comerciantes, agentes comerciales, miembros de las profesiones liberales y pequeños y medianos rentistas, y la clase media “dependiente”, que se encontraba al servicio de organizaciones mayores que la empleaba. La clase media dependiente en el campo –compuesta por administradores y empleados de haciendas y empleados gubernamentales– era sólo el 8.97% de la clase media rural; el resto era “autónoma”. En la ciudad, sin embargo, la clase media de-pendiente representaba el 39.07% del total. La mayoría estaba probablemente compuesta por empleados públicos. Algunos se habían beneficiado considerablemente a través de su nombramiento a puestos que les permitían relacionarse con las concesiones extranjeras o eran fuentes de cohecho; la mayoría vivía con salarios bajos, descubriendo –según la frase de Justo Sierra– que, aunque el Estado tenía toda la riqueza, era pobre. Otros, ostentando diplomas y educación, no podían encontrar trabajo; todos los empleos habían sido agotados, con frecuencia por funcionarios que envejecían y se hacían seniles en el cargo. Por lo tanto, la Revolución –cuando ocurrió– demostró ser tanto un conflicto entre generaciones sucesivas que reclamaban el poder como un intento de corregir las injusticias y crear nuevas condiciones sociales y políticas. En el siglo XIX los liberales federalistas habían combatido a los conservadores centralistas tanto por una mayor autonomía regional como por las nuevas situaciones que tal autonomía podría crear. En 1910, se repitió este antiguo conflicto bajo una forma nueva, cuando la élite diplomada de las provincias se levantó contra un régimen compuesto de “cadáveres políticos”. Esta nueva clase no poseía una ideología propia elaborada, pero durante los primeros años del nuevo siglo, una parte de ella comenzó a prestar atención a temas más nuevos y radicales. Entre 1901 y 1910 se habían organizado más de cincuenta de los llamados clubes liberales, en su mayor parte en el norte y en la costa del Golfo (Barrera Fuentes, 1955, p. 39); entre los delegados al Congreso Liberal de 1901 figuraban ingenieros, estudiantes de leyes, abogados, comercian-tes e incluso un “burgués acomodado”. Sus demandas eran fundamentalmente de elecciones libres y de libertad municipal, pero también esperaban poner un fin al peonaje y a las inhumanas condiciones de vida de las haciendas de la zona tropi-cal. Con la creciente represión, sin embargo, muchos de estos liberales empeza-ron a irse más a la “izquierda”. Hacia 1903 muchos leían a Kropotkin, Bakunin y Marx, y desde 1906 intensificaron sus llamados para una rebelión armada contra el gobierno. Este cambio se vio reforzado por los acontecimientos políticos en España. Un creciente movimiento contra la intervención militar española en Marruecos, la explotación industrial, el clericalismo y la falta de libertad política fue reprimido, y grupos de socialistas y anarquistas españoles encontraron refugio en México. Se llevaron a cabo rebeliones e incursiones armadas desde el territorio de los Estados Unidos en 1906 (cinco) y en 1908 (dos). A la vez, un número cada vez mayor de trabajadores migratorios mexicanos en los Estados Unidos se fami-liarizó con el anarcosindicalismo mediante su relación con los wobblies, los miem-bros del International Workers of the World. “Los puntos positivos de esta ideolo-gía anarquista”, dice Paul Friedrich, quien estudió su efecto en una comunidad de la zona tarasca de Michoacán (1966, p. 206),

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eran mejoras materiales, en especial la reforma agraria, y una organización socioeconómi-

ca que se basaba en la asociación voluntaria de comunidades aldeanas, sindicatos de trabajado-res y otros grupos pequeños. Del lado negativo estaban una marcada hostilidad hacia la autoridad institucionalizada en gran escala, en especial hacia el Estado y la Iglesia.

Las dos corrientes, de clase media y proletaria, se unieron en la figura de

Ricardo Flores Magón, uno de los primeros impulsores de los liberales y poste-riormente, desde 1905, un importante organizador e ideólogo anarquista. Su pe-riódico, Regeneración, publicado en los Estados Unidos después de su exilio de México, circulaba de mano en mano dentro de la República; se dice que incluso Zapata fue influido por él (Pinchon, 1941, pp. 41–4). Flores Magón, “el precursor ideológico de la Revolución mexicana” (Barrera Fuentes, 1955, pp. 302–3), que fue de cárcel en cárcel en los Estados Unidos desde 1911, murió en Leavenworth, Estados Unidos, en 1922. Sin embargo, la idea anarquista de una sociedad orga-nizada en pequeñas comunidades sobrevivió, fundamentando la restauración de las comunidades indígenas en las reformas agrarias que habrían de seguir a la Revolución. De este modo, proporcionó un enlace entre la experiencia del pasado y el futuro, en términos que podían hacer esa experiencia inteligible para las per-sonas envueltas en las violencias de un apocalipsis revolucionario.

En 1910 empezó la Revolución. La señal para iniciarla la dio Francisco Ma-dero, terrateniente liberal de Coahuila, el cual –en su Plan de San Luis Potosí– asumió la presidencia provisional de México y designó el 20 de noviembre de 1910 como la fecha en que los mexicanos se levantarían en armas contra el odia-do dictador. Parece paradójico que este llamado para procedimientos electorales más ordenados desatara una tormenta de violencia y desórdenes que iba a barrer a México durante toda una década. En contraste con otros movimientos revolu-cionarios del siglo XX, la Revolución mexicana no fue dirigida por un solo grupo organizado en torno a un programa central. Ningún otro movimiento revolucionario tuvo participantes con tan poca conciencia de sus papeles y de sus posiciones. El movimiento se parece a una gran avalancha, esencialmente

anónima. Ningún partido organizado presidió su nacimiento. Ningún gran intelectual pres-

cribió su programa, formuló su teoría, delineó sus objetivos [Tannenbaum,1937, pp. 115–6].

Sus líderes militares surgieron por el levantamiento... La Revolución los hizo, les dio medios y apoyo. Fueron

los instrumentos de un movimiento; ellos no lo hicieron y apenas fueron capaces de dirigirlo [ibid].

Avanzó con sacudidas y saltos, y en varias direcciones a la vez; arrasó por

igual los bastiones del poder y los “jacales” de los peones. Cuando terminó, había alterado profundamente las características de la sociedad mexicana. Más que ninguna otra revolución del siglo XX, por lo tanto, nos da una visión de las condi-ciones de desequilibrio que fundamentan una época revolucionaria.

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Casi inmediatamente se delimitaron dos zonas de participación rural, una zona meridional en torno al estado de Morelos, y una septentrional en torno a Chihuahua. Los sureños fueron conducidos por Emiliano Zapata, los norteños por Doroteo Arango, más conocido bajo el nombre de Pancho Villa.

Para comprender estos movimientos necesitamos conocer más sobre sus respectivas zonas de origen. Localizado en la zona templada, Morelos, con una agricultura bien arraigada, tenía en 1910 una densidad de población relativamente alta de 37 habitantes por kilómetro cuadrado. Esta concentración de población, a su vez, había ayudado a conservar las costumbres indígenas y el uso del dialecto náhuatl. Los asentamientos de españoles habían sido pocos en la zona. Sus va-lles favorecían la explotación comercial de la caña de azúcar en plantaciones que primero fueron trabajadas por mano de obra de esclavos negros traídos del exte-rior y que eran propiedad de poderosos terratenientes y de órdenes religiosas lo-calizadas en la ciudad de México. Las comunidades indígenas sobrevivieron en las serranías cercanas. Sin embargo, al privar las Leyes de Reforma de sus tie-rras a las corporaciones, las haciendas privadas empezaron a avanzar por igual sobre las tierras de la Iglesia y de los indígenas. Su propósito no era sólo obtener tierra buena adicional para fines productivos, sino –principalmente– negar a las poblaciones indígenas tierra suficiente, forzándolas de esta manera a servir en las grandes propiedades azucareras. Poco deseosos de modernizar sus técnicas e ingenios en los primeros años del gobierno de Díaz, los cultivadores de azúcar de Morelos se vieron obligados –por la competencia– a mejorar sus ingenios. En 1880

se instaló en las haciendas la primera maquinaria que usaba el método centrífugo, siendo

Santa Clara la primera que empleó este moderno procedimiento. Dicho acontecimiento cambiaría radicalmente la vida en el estado. Para aumentar la producción de azúcar, los hacendados trata-ron naturalmente de aumentar la superficie cultivada y esto tenía que ocurrir necesariamente a expensas de las tierras de las aldeas; las obras de irrigación se ampliaron y la propia administra-ción pública tuvo que modificar sus impuestos y sus métodos de aplicación. En resumen, puede decirse que la instalación de maquinaria moderna trajo un cambio total, los terratenientes prospe-raron, su caña de azúcar les rindió más ganancias y el gobierno elevó sus impuestos; solamente a las aldeas se les obligó a entregar tierras y abastecimientos de agua. Gradualmente empezaron a reducirse y algunas incluso desaparecieron. Se agravó de esta manera el desequilibrio social que habría de terminar con la Revolución de 1910 [Díez, 1967, p. 130].

Al comenzar el siglo, Morelos era con mucho el principal productor de azú-

car entre los estados de México (Figueroa Domenech, 1899, I, pp. 373–81). Aunque las haciendas se apoderaban de la tierra de los indígenas siempre

que era posible, sin embargo, no había controlado la mayoría de las aldeas indí-genas cercanas. Esto se debía probablemente al hecho de que la producción de azúcar requiere grandes cantidades de mano de obra, pero sobre una base esta-cional; el mayor número de trabajadores se requerían para el período anual relati-vamente corto de unos dos a tres meses que duraba la cosecha. Así, a las aldeas indígenas como estaban dispuestas a utilizar reserva de mano de obra, sangran-do su trabajo –cuando se necesitara– mediante mecanismos como el pago de anticipos. Esto permitió empero que se dejaran intactas unidades sociales cohe-sionadas, que poseían la ventaja de una solidaridad social creada durante largo tiempo, en comparación con la organización más débil de los trabajadores de la

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hacienda, que con frecuencia provenía de muchas aldeas no relacionadas entre sí. Estas comunidades también eran muy conscientes de su libertad e intereses especiales, que consistían en una resistencia resuelta contra las usurpaciones de los propietarios de las haciendas. San Miguel Anenecuilco, por ejemplo, durante siglos había librado numerosas y por lo general exitosas batallas legales contra el poder superior de los hacendados. Esta lucha la había dirigido el consejo de an-cianos de la comunidad. En 1909, una asamblea de todos los miembros de la co-munidad, bajo la dirección del consejo, eligió un comité de defensa. El líder del comité era un ranchero local que se llamaba Emiliano Zapata. Todos los miem-bros contribuyen a la tesorería común, y se le encomendó a Zapata el cuidado de los documentos legales de la comunidad, que databan de principios del siglo XVII. Cuando –a principios de la estación de lluvias de 1910– la hacienda cercana em-pezó a ocupar tierras comunes que ya se habían preparado para la siembra del maíz, Zapata organizó un grupo de ochenta hombres para que realizaran la siem-bra en desafío a la hacienda. Poco después, Villa de Ayala y Noyotepec –otras dos comunidades– empezaron a contribuir al fondo de defensa de Zapata. Des-pués de eso Zapata procedió a tomar las tierras comunales ocupadas por las haciendas, destruyendo las cercas erigidas por ellas y distribuyendo la tierra a los aldeanos (Sotelo Inclán, 1943).

Históricamente, la rebelión de Zapata presenta analogías interesantes con una rebelión previa –en gran parte en la misma zona– dirigida por José María Mo-relos entre 1810 y 1815. Probablemente no es casual que varios antepasados de Zapata hayan tomado parte en ese movimiento. Como Zapata, Morelos demostró ser un gran líder guerrillero. Como Zapata, también, su zona de operaciones que-dó en gran parte confinada a la parte meridional de la Mesa Central.

No afectó Morelos la zona agrícola y minera principal de la meseta; guerreó en la región

cálida del Pacífico; preparó sus avances desde poblaciones pequeñas y sus triunfos más impor-tantes: Tixtla, Taxco, Izúcar, Tenancingo, si bien amagaron las ciudades de Toluca y Puebla, no comprometieron definitivamente la suerte de la Colonia [Zavala, 1940–1, p. 46].

Como Zapata después de él, Morelos también pedía el reparto de las

haciendas y la restitución de la tierra a las comunidades indígenas. Finalmente, al igual que los zapatistas, los insurgentes de 1810 usaron el símbolo de la Virgen morena de Guadalupe como su guía sobrenatural. Los escritores se han referido a la devoción “taumatúrgica” de Morelos por la Virgen de Guadalupe. Diciéndose de ella que se apareció a un indígena poco después de la conquista, la Virgen de Guadalupe llegó a representar a través de los siglos las esperanzas mexicanas de una liberación sobrenatural de España y un retorno a la edad dorada (Wolf, 1958). En contraste, el partido hispanófilo adoptó como capitana general a la Virgen blanca de los Remedios. Los zapatistas, llevaban la imagen de la Virgen de Gua-dalupe tanto en sus banderas de batalla como en sus sombreros de ala ancha, haciendo válida su demanda de retorno a un antiguo orden agrario con símbolos que también prometían el retorno a un estado sobrenatural más puro.

Aunque la lucha zapatista tuvo su origen en problemas locales de campe-sinos con una orientación localista, no evolucionó totalmente aislada de los movi-mientos mayores que empezaron a conmover los cimientos del orden social. El mismo Zapata no dependía de las tierras comunales de las aldeas: su padre era

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propietario de un pequeño rancho (los Zapata eran rancheros). La familia se iden-tificaba con pasadas luchas contra el Partido Conservador y los franceses. Un tío abuelo había combatido con Morelos en las guerras de Independencia; la esposa de un héroe morelense de las guerras, Francisco Ayala, podría haber sido parien-te suya; su abuelo y su padre, al igual que sus tíos paternos habían militado a las órdenes de Díaz contra los franceses. La familia también tenía historia defendien-do a la zona contra las incursiones de los bandidos. Además, Emiliano Zapata estaba acostumbrado a los caballos y a montar en ellos; era –como ha dicho Oc-tavio Paz– un “charro entre charros”, familiarizado con los caballos, el principal símbolo del dominio, introducido en el país por los españoles, cuyo uso era nega-do a los indígenas. Siempre se vistió, no al estilo de los aldeanos, sino como un “charro”, con pantalones ajustados, grandes espuelas, chaleco corto y gran som-brero con ribete dorado. Todos los generales zapatistas habrían de copiar el estilo de su vestido. Además, los amigos y parientes en quienes confiaría al principio de la rebelión eran jinetes como él. Sus dos cuñados eran, uno, arriero y el otro jine-te; su hermano Eufemio era comerciante en frutas. Un amigo, Jesús Sánchez, era ranchero; otro, Gabriel Tepepa, veterano de la guerra contra los franceses, se había convertido en capataz de una hacienda cercana. Tampoco es correcta la apreciación de que Zapata no sabía leer y escribir. Asistió a la escuela durante dos años en Anenecuilco, aparentemente el tiempo suficiente para permitirle leer los periódicos. Participó en una campaña política, que no tuvo éxito, en Morelos en favor del general Leyva y en contra del candidato porfirista y se había hecho amigo de Otilio Montaño, el maestro de escuela radical de Ayala. Otro amigo era el escribano de la aldea y tinterillo Pablo Torres Burgos. Además, durante una breve estadía en la ciudad de México conoció a varios intelectuales, entre ellos a Díaz Soto y Gama, quien se convertiría en el ideólogo de la rebelión zapatista, a Dolores Jiménez y Muro, profesora de escuela, y a los tres hermanos Magaña, uno de los cuales, Gildardo, habría de desempeñar un importante papel militar e intelectual en la Revolución. La función ideológica de Montaño está ilustrada por una carta que escribió un señor de apellido Monterde a Francisco Bulnes en 1909, y que es citada por el destinatario (1920, p. 406):

No creo que la Revolución francesa haya sido preparada con más audacia y materiales de

destrucción que como se está preparando la mexicana. ¡Estoy espantado! Los oradores de Leiva, sin empache ni vergüenza, han enarbolado la bandera santa de la guerra de los pobres contra los ricos; todo es ahora de los pobres; las haciendas, la honra y la vida de los que no son indios. Se predica el crimen como un nuevo evangelio, a los terratenientes hay que matarlos como víboras, triturando sus cabezas con una piedra. Sus mujeres e hijos son del pueblo, en desquite de la luju-ria de los hacendados impunes, violadores de las vírgenes populares. La caridad y la compasión se consideran cobardía; no es hombre el que no sepa vengarse, y sólo sabrá vengarse el que no dé cuartel ni siquiera a su padre. Las haciendas son de los pobres porque son pobres, y son de los indios porque se las robaron los españoles, y son de los oprimidos porque representan trabajo robado a éstos. Haciendo la cuenta justa de los jornales que pertenecen al pueblo y los que han recibido de sus explotadores, resultan los hacendados debiendo aún después de haber pagado con sus haciendas. Tales fueron los temas de la oratoria leivista, enseñada por el profesor de Villa Ayala, don Otilio Montano, normalista, a los tribunos del pueblo para que la enseñasen a los cam-pesinos analfabetos, zambos y torvos, convocados en 1908 para hacer la revolución redentora de los oprimidos, escogiendo –como quería Montaño y como lo consiguió– erigir a Tlaltizapán en “capital del proletariado en México”.

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Vemos así en la gestación de la revolución zapatista dos ingredientes de importancia capital: uno, la participación de los primeros intelectuales desconten-tos, con arraigo en la ciudad; y segundo, la participación de un grupo campesino que poseía suficientes recursos propios como para iniciar el camino de la acción política independiente. El lenguaje anarcosindicalista sirvió como lazo de unión entre ellos. De Ricardo Flores Magón provino el lema “tierra y libertad”, que fue pronunciado por primera vez por el líder anarquista en Regeneración el 19 de no-viembre de 1910, y que fue acogido por los indígenas que se habían levantado para defender y recuperar sus tierras. Habiendo empezado con la redistribución de tierras como dirigente del comité de defensa en Anenecuilco, Zapata convirtió ésta en la principal finalidad de su movimiento. Con la ayuda de Díaz Soto y Ga-ma, pronunció en noviembre de 1911 su Plan de Ayala:

hacemos constar: que los terrenos, montes y aguas que hayan usurpado los hacendados,

científicos o caciques a la sombra de la tiranía y justicia venal, entrarán en posesión de estos bie-nes inmuebles desde luego los pueblos o ciudadanos que tengan títulos correspondientes a esa propiedad, de las cuales han sido despojados por la mala fe de nuestros opresores manteniendo a todo trance, con las armas en la mano, la mencionada posesión.

Importantes como fueron estos elementos ideológicos del movimiento za-

patista, éste se basó principalmente en los campesinos, y combatió por sus obje-tivos. Ésta fue tanto su ventaja como su limitación. La base de los zapatistas es-taba en las aldeas, a las que regresaban después de cada batalla. Combatían en unidades de treinta a trescientos hombres, vestidos con sus sombreros de ala amplia, guaraches y pantalones y camisas blancas de manta de algodón. Entre sus líderes había tanto mujeres como hombres, coronelas al igual que coroneles. Sus armas eran rudimentarias: usaban granadas caseras y dinamita; obtenían las armas de fuego modernas y los cañones arrebatándolos al enemigo. No tenían un sistema organizado de abastecimientos. Su cercanía a la ciudad de México les permitía apoderarse de abastos destinados a la ciudad, o vivían de la tierra, en especial de las haciendas que habían tomado. Cuando hicieron su entrada victo-riosa en la ciudad de México, miembros de este ejército –armados hasta los dien-tes– tocaban humildemente a las puertas de las casas y pedían algo de comer. Este ejército combatía bien en su propio territorio, pero los combatientes campe-sinos no querían pelear en zonas poco familiares para ellos. Su capacidad militar era más defensiva que ofensiva. A pesar de esto, lograron algunos éxitos nota-bles contra los ejércitos del gobierno y los mantuvieron a raya durante años. De 70.000 hombres en 1915, el ejército zapatista disminuyó a 30.000 en 1916. Hacia 1919 sólo quedaban 10.000 (Chevalier, 1961).

En esencia, este ejército quería tierra; una vez que obtenía la tierra todos los demás problemas parecían en comparación insignificantes. Esta limitación de objetivos, junto con el poco deseo de los zapatistas de ampliar sus operaciones militares más allá de las cercanías de Morelos, limitó su atracción sobre los otros mexicanos que no estaban motivados por los mismos antecedentes ni por las mismas circunstancias. Zapata, por ejemplo, no entendía las necesidades e inte-reses de los trabajadores industriales y nunca supo atraerse su apoyo. De manera similar, la lucha agraria en Morelos se había librado en general contra propietarios mexicanos, no contra extranjeros. Por lo tanto, los zapatistas tenían una com-prensión limitada de la lucha de los mexicanos nacionalistas para defender la in-

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tegridad nacional de México frente a la influencia e inversiones extranjeras (Katz, 1964, p. 236). Cuando Zapata logró esta visión, en 1917, era demasiado tarde para impedir la derrota a manos de hombres con horizontes más amplios y mayor capacidad para formar coaliciones políticas de cierta urgencia.

El segundo centro de rebelión rural se localizó en Chihuahua, y encontró a su capitán en Pancho Villa. Chihuahua, como gran parte del norte, se caracteriza-ba por la mayor movilidad de su mano de obra en las grandes haciendas, las mi-nas y los ferrocarriles; por su clase alta terrateniente, que era a la vez en cierta medida una élite comercial e industrial, y por sus grupos de clase media de orien-tación urbana de pequeños comerciantes, profesionales y rancheros. La tenden-cia a la concentración de la propiedad de la tierra, sin embargo, había sido muy fuerte en esta región. Para 1910, dos quintas partes del estado eran propiedad de 17 personas; la familia Terrazas tenía la propiedad de cinco millones de hectá-reas; 95.5% de los jefes de familia no tenían propiedad individual de tierras (Lis-ter, y Lister, 1966, p. 176; McBride, 1923, p. 154). Se vendía mucho ganado a los Estados Unidos; las minas de plata estaban en pleno auge; la construcción de ferrocarriles había establecido las bases para un sistema que enlazaba la zona con el centro del país y con los Estados Unidos. Los pueblos crecían con rapidez. A pesar de una monopolización casi total de la tierra, había surgido una dinámica clase media de orientación urbana. “En manifiesto contraste con el resto de Méxi-co”, dice Michael C. Meyer,

en la primera década del siglo XX, Chihuahua tenía una clase media relativamente grande

de comerciantes, artesanos, cocheros ferroviarios y oficinistas. Hay algunas pruebas que sugieren que estos grupos de clase media conservaban un contacto limitado con sus contrapartes sociales en los Estados Unidos y, por emular al sector medio mejor definido del norte del río Bravo, desea-ban mejorar su suerte. En consecuencia, los grupos de clase media dentro del estado eran espe-cialmente susceptibles a la interminable corriente de propaganda revolucionaria que saturó a Chi-huahua durante los últimos años de la dictadura de Díaz [1967, p. 9].

Se podía contar con otras dos categorías de personas para que dieran su

apoyo a la Revolución. Una era la de los “vaqueros”, que trabajaban en los gran-des ranchos ganaderos. Paradójicamente, aunque el número de cabezas de ga-nado aumentaba continuamente, las ventas no se habían mantenido a la par con el incremento en los hatos, y en algunas zonas incluso sufrieron una disminución temporal. Esto pudo tener repercusiones económicas entre los “vaqueros”, siem-pre muy móviles y a caballo, fáciles de movilizar en contra de los grandes terrate-nientes. A la vez, sin embargo, menospreciaban a los agricultores asentados, y no mostraban ningún interés en convertirse en campesinos sedentarios: durante todo el período revolucionario, una de sus características notables sería su falta de interés en los problemas de la reforma agraria. Junto al sector de los vaqueros, existían agrupaciones ilegales, cuya participación en el contrabando, el bandidaje y el robo de ganado se beneficiaba tanto de la cercanía de los Estados Unidos como del asilo que proporcionaban a sus bandas las montañas y el desierto.

Un informe escrito en Zacatecas cincuenta años antes de la Revolución nos da una visión sobre el estilo de vida de estos grupos (citado en Pimentel, 1866, pp. 120–3):

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hay en las rancherías otras clases de hombres que no pueden llamarse propiamente agri-cultores y cuyo carácter, ocupaciones, costumbres y género de vida son muy diferentes del carác-ter y costumbres de los labradores. Son artesanos o menestrales, ordinariamente muy atrasados en sus oficios; o mercaderes de muy corto capital, que se avecindan en las haciendas con consen-timiento del dueño, o contra su voluntad. Viven en perpetua contradicción y enemistad con el mis-mo dueño, propenden, sobre todo, a hacer el comercio a menudeo, y como no está en los intere-ses del amo permitirlo, hacen siempre el comercio fraudulentamente y sacrifican a todos los cam-pesinos con los contratos más sórdidos y usurarios. Se dedican los más a comprar y vender taba-co de contrabando; tienen relación con todos los contrabandistas; proveen a las poblaciones del campo de naipes y licores embriagantes; compran a los vaqueros y pastores los animales que roban al dueño de la hacienda; tienen en sus casas cantinas y garitos de juegos; dan hospitalidad a los vagos y bandidos, y son, en fin, los receptadores de los robos y principalmente de los robos de bestias. Los llamados arrendatarios crían un gran número de animales, principalmente de mu-las y caballos, ocupación que requiere muy poco trabajo; defraudan por lo común la renta que debían pagar por la pastura de sus animales; rehúsan dedicarse al cultivo, y pasan lo más del día como los árabes, montados en muy buenos caballos, vagando por los campos desiertos, o promo-viendo pleitos y riñas en las rancherías. Lo restante de su tiempo, y principalmente los días festi-vos, repasan en fandangos y borracheras, y en el juego de albures y gallos, a que tienen una irre-sistible y fuerte propensión. Los pastores... hacen una vida casi nómada, y en la soledad de los campos se entregan a toda especie de vicios y de excesos. Se apropian para sí y para sus fami-lias, y roban también para vender, los mejores animales de cuantos tienen a su cargo... Los va-queros o campistas viven también en la soledad, como los pastores; andan siempre montados en muy buenos caballos, recorriendo los campos ocupados en ejercicios de equitación. Como sus salarios son muy miserables, se adeudan en muy grandes cantidades con los dueños de las haciendas; roban mucho de los animales que tienen a su cargo, y los venden por lo común a los salteadores de camino o a los contrabandistas, o se van a las grandes poblaciones a vivir de pica-dores o de sirvientes. Allí se ponen en contacto con los ladrones y forajidos de profesión que viven en los barrios; y como son hombres hábiles en el manejo del caballo, se alistan por fin en una cuadrilla de ladrones.

Así, era probable que las condiciones militares de la Revolución en el norte

fueran muy diferentes de las que existían en Morelos. Zapata dependía de cam-pesinos capaces y deseosos de pelear en las montañas, pero que no querían abandonar su reducto montañoso. En comparación, la Revolución norteña podía constar con un gran número de tropas de caballería nutridas por vaqueros y ban-didos, y por lo tanto capaces de operar en un amplio campo. Los zapatistas se veían limitados en su capacidad para obtener armas y para abastecer su base y la zona que la rodeaba. Los norteños podían confiscar ganado y algodón y venderlo en los Estados Unidos a cambio de armamento contrabandeado.

Pancho Villa, el líder de esta revuelta militar, se ajustaba completamente a estas circunstancias. Había sido peón en una hacienda, y se vio implicado en el asesinato de un propietario de hacienda, supuestamente muerto en venganza por la violación de una hermana. Huyendo a las serranías, se había convertido en arriero ocasional, en situación de crearse una amplia red de relaciones sociales, y en bandido. Al robar a las grandes haciendas, se había convertido en una figura legendaria entre los peones, un Robin Hood que les quitaba a los ricos para darle a los pobres. Cuando estalló la Revolución, fue ganado rápidamente para su cau-sa y se convirtió en uno de los líderes importantes. Encarcelado por el general Huerta, quien se apoyaba en la organización de Díaz para restaurar una dictadura al estilo de éste, encontró en la cárcel a Gildardo Magaña, intelectual zapatista que le enseñó los rudimentos de la lectura y la escritura y le hizo conocer el pro-grama agrario de Zapata. Después de una fuga venturosa de la cárcel, reunió una fuerza de tres mil hombres, que se convirtió en el núcleo de su División del Norte. Para fines de 1914 controlaba un ejército de 40.000 soldados (Quirk, 1960, p. 82).

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Friedrich Katz ha dicho de esta terrible fuerza que no era tanto un ejército sino la “migración de un pueblo”:

Mujeres y niños acompañaban a los soldados y eran alimentados por ellos. Nada es más

característico de los ejércitos revolucionarios mexicanos que las “soldaderas”, mujeres–soldado que acompañaban por millares al ejército [1964, p. 243].

El corazón de la rebelión de Villa fue Chihuahua, donde atrajo a sus prime-

ros partidarios entre los vaqueros, rancheros y mineros. Sin embargo, cuando Vi-lla empezó a apoderarse de las propiedades de los terratenientes españoles y de los científicos, éstas no se dividieron entre los campesinos, como en el sur, sino que se entregaron al “Estado” con la condición de que el ingreso que se obtuviera de ellas serviría para alimentar a las viudas y huérfanos después de la guerra. Aunque tenía simpatía por las demandas del Plan de Ayala, pronunciado por los zapatistas, nunca realizó ningún programa amplio de reforma agraria en las zonas que estaban bajo su control. Katz (1964, pp. 237–8, 325–6) atribuye esto a varios factores: la comprensión de que las haciendas ganaderas no podían dividirse en pequeñas parcelas que tuviesen un rendimiento económico; de que se necesitaba el ganado en grandes cantidades para proporcionar la única mercancía con que los villistas podían obtener abastecimientos y armas en los Estados Unidos; y el escaso interés que los vaqueros tenían en una reforma específicamente agraria. El factor decisivo, sin embargo, podría haber sido el desarrollo de una nueva “burguesía” dentro del mismo ejército del norte. Muchas propiedades pasaron rá-pidamente a manos de los generales de Villa, quienes las usaron para asegurarse a sí mismos un elevado nivel de vida, convirtiéndose de este modo en un grupo propietario de tierras, que tenía intereses propios. Ellos, por supuesto, se oponían directamente a la reforma agraria. Algunos de los más emprendores entre estos nuevos terratenientes militares participaron incluso en alianzas periódicas con empresas norteamericanas y se beneficiaron con el comercio y el contrabando desde los Estados Unidos. Además del ganado del norte, también llegaron a con-trolar la región algodonera de la Laguna. Así, el movimiento de Villa nunca ejecutó una reforma agraria efectiva, en notorio contraste con los zapatistas. El 27 de marzo de 1915, los delegados de Villa a la Convención Revolucionaria de Aguas-calientes defendieron incluso “los tradicionales derechos del siglo XIX a la propie-dad privada y del individuo” (Quirk, 1960, p. 213) contra los radicales zapatistas. Habían completado su ciclo.

Así, aunque los ejércitos de Villa y las fuerzas de Zapata fueron instrumen-tos en la destrucción del régimen de Díaz y de su sucesor epígono, Victoriano Huerta, no pudieron tomar los pasos decisivos para la creación de un nuevo orden en México. Zapata, porque no podía atender a las demandas de sus campesinos revolucionarios, concentrados en una pequeña zona de México, y Villa porque, glorificado en las batallas, no tenía comprensión para las exigencias sociales y políticas. Símbolo de esta trágica ineptitud de ambas partes es su encuentro en la ciudad de México a finales de 1914, cuando celebraron su unión fraternal pero no pudieron crear una organización política que gobernara el país. “Tanto Pancho Villa como Emiliano Zapata”, dice Pinchon en su biografía de Zapata (1941, p. 306)

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–regionalistas típicos, sin experiencia en la esfera de los asuntos nacionales– no sólo rehusaron cargos de cualquier tipo, sino que se consideraron a sí mismos incapacitados para hacer algo más que dar protección temporal para la formación de un gobierno revolucionario. Pero no apareció ningún hombre del calibre apropiado para la presidencia. Sobre el palacio presidencial pendía un ansioso pedido: “Se solicita un hombre honesto”.

Así, una tercera fuerza rompió este estancamiento, el Ejército Constitucio-

nalista de sólo 26.000 hombres. Constaba de una coalición entre dos alas, un ala liberal orientada a la reforma política y un ala radical orientada a la reforma social. El ala liberal tenía de líder a Venustiano Carranza, y la radical a Álvaro Obregón. Cada una representaba la orientación social que les había sido impuesta por sus diferentes orígenes. Carranza, como Madero, era un terrateniente. Bajo Díaz había ocupado varios cargos de poca importancia, incluyendo el de senador. Se unió al movimiento de Madero con el fin de asegurar el restablecimiento de las garantías constitucionales y la libertad federal. Sus partidarios estaban conforma-dos por

los mismos liberales de la clase media, los Iegisladores maderistas, y su meta era también

la misma: hacer que el control político de México quedara en manos de la clase media de los Es-tados. Los carrancistas eran federalistas... trogloditas en pleno siglo XX: imaginaban que los pro-blemas de México podían resolverse con una serie de medidas fracasadas en el siglo anterior [Quik, 1953, páginas 509–10].

A diferencia de Madero, Carranza había comprendido que el restableci-

miento de las garantías constitucionales formales sería una medida hueca en tan-to que la organización de Díaz –civil y militar– conservara una posición de poder. Había prevenido a Madero de que su exclusiva dedicación a las libertades forma-les significaría la muerte de la Revolución. De este modo, compartía la visión de Madero sobre la reforma política, pero de una reforma política armada. Esto lo llevó a proclamar la lucha contra la organización de Díaz, dirigida entonces por Victoriano Huerta. Sin embargo, esperaba forjar un Estado que no retornaría al despotismo centralista de Díaz, ni llegaría a las inquietantes reformas sociales propuestas por los radicales.

La anarquía y el centralismo eran, para los liberales, los enemigos principales de la revo-

lución carrancista. La anarquía se encarnaba en los agraristas radicales deseosos de transformar la revolución política en una conmoción social de tipo violento. Y el centralismo se encarnaba en el viejo régimen y en los huertistas. Los liberales optaron por un término medio: deseaban crear una república federal democrática, en que la clase media desempeñara el papel dirigente [1953, p. 511].

Los radicales, sin embargo, tenían una orientación distinta y obedecían im-

pulsos diferentes. Muchos eran originarios de Sonora y Sinaloa, en el noroeste de México; Sonora y Sinaloa compartían algunas características de las áridas provin-cias del norte central como Chihuahua, pero tenían una diferencia importante. En Sonora y Sinaloa también se había efectuado un aumento en las grandes propie-dades agrarias. En 1910 había 265 propiedades mayores que las 1.000 hectáreas en Sinaloa, 35 de ellas mayores que 10.000 hectáreas; el 94.7% de los jefes de

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familia no tenían tierra. En Sonora, 77 propiedades tenían cada una más de 1.000 hectáreas, y siete más de 10.000 hectáreas cada una. El porcentaje de jefes de familia sin tierra ascendía a 95.8% (McBride, 1923, p. 154). Con el advenimiento de los ferrocarriles, sin embargo, gran parte de esta tierra quedó bajo el control de empresas norteamericanas; “las ferrovías funcionaban en realidad más como un conducto desde el interior de México hasta los mercados de los Estados Unidos que como un estímulo para el mercado y el desarrollo económico internos” (Cum-berland, 1968, p. 217). Para 1902 las empresas norteamericanas tenían más de un millón de hectáreas en Sonora; en Sinaloa tenían el 50% de la productiva pla-nicie deltaica y el 75% de toda la tierra irrigable, donde se cultivaban para el mer-cado azúcar, algodón y verduras frescas (Pfeifer, 1939, p. 384). La mayor comer-cialización, a la vez, había producido una pequeña clase media, estimulada adi-cionalmente por su relación con los Estados Unidos y cada vez más antagónica a su influencia. También se encontraba en aguda competencia con comerciantes chinos que habían llegado a controlar gran parte del comercio local. Uno de los primeros actos de la Revolución sería la expulsión de estos chinos del estado (Cumberland, 1960). No obstante, ésta era una clase media de carácter mucho más rural que la de Chihuahua.

Obregón era un buen representante de esta orientación rural. Su padre había sido un ranchero independiente que perdió su propiedad a raíz de inunda-ciones e incursiones de indios. El hijo fue sucesivamente mecánico, agente viaje-ro para un fabricante de zapatos, mecánico en un ingenio azucarero, ranchero que cultivaba garbanzos en tierra arrendada, e inventor de un sembrador mecáni-co de garbanzos que pronto fue adoptado en toda la zona del río Mayo. Aprendió a hablar tanto el maya como el yaqui. Lector del periódico Regeneración de Flores Magón desde 1905, fue partidario de la revolución de Madero, y en 1912 reunió a cerca de 300 rancheros, acomodados como él, en una fuerza de combate que llegó a ser conocida como el Batallón de los Hombres Ricos (Dillon, 1956, p. 262). De ninguna manera era socialista, pero favorecía una legislación nacionalista y reformas agrarias y laborales que al mismo tiempo limitarían la penetración de los Estados Unidos, terminarían con el poder de las grandes familias terratenientes y ampliarían las oportunidades en el mercado tanto para el trabajador como para la clase media a la que él pertenecía.

Para expresar sus demandas radicales de reformas agraria y laboral, los zapatistas y los villistas convocaron a una convención que fue dominada por la retórica anarquista y socialista. Pedía con toda claridad la liquidación del sistema de latifundios, el retorno de las tierras a las comunidades indígenas, la nacionali-zación de las tierras en manos de los enemigos de la Revolución y de los extran-jeros y un programa de reforma agraria; se escucharon voces pidiendo una legis-lación que limitara las horas de trabajo y protegiera a las mujeres y niños que tra-bajaban, el seguro de accidentes industriales, la instauración de cooperativas y sociedades de ayuda mutua, la educación secular, la formación de sindicatos y el derecho de huelga. Aunque los oradores eran en su mayoría intelectuales radica-les como Díaz Soto y Gama, Miguel Mendoza López y Pérez Taylor, los delega-dos en su mayoría eran generales revolucionarios de las fuerzas de Villa y Zapa-ta, comandantes de ejércitos de campesinos y vaqueros. Provistos de títulos mili-tares por la Revolución, no eran principalmente militaristas, sino casi siempre “lí-deres de grupos de campesinos que apoyaban algún tipo de reforma agraria”

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(Quirk, 1953, p. 505). Los liberales que formaban parte de la coalición constitucio-nal escucharon estas peticiones con horror:

se negaron a aceptar la soberanía de la Convención cuando se dieron cuenta de que este

organismo estaba dominado por los villistas y zapatistas, o sea, por los radicales, por la chusma de la Revolución. Pensaron que era imposible alcanzar la estabilidad si las riendas del gobierno se ponían en manos de los radicales. Los constitucionalistas estaban dominados, en cambio, por varios abogados y hombres de experiencia en el arte de gobernar. Carranza había sido senador y gobernador. Palavicini, Macías, Cabrera y Rojas habían sido miembros del Congreso durante la administración de Madero. Aquí, quienes hacían y deshacían a su antojo eran los abogados, no los generales [Quirk, 1953, p. 506].

Se oponían a las reformas: Como la clase media ya se había apoderado del gobierno –y el régimen carrancista era to-

talmente de tipo liberal y civil–, los carrancistas no querían que la Revolución siguiera su curso. Pensaban que las reformas sociales de tipo avanzado, en tal época, acabarían por destruir el or-den y el progreso pacífico. Si se ensanchaba el cauce de la Revolución, los elementos de la clase media perderían el control del gobierno, dando lugar a que se desataran los desaforados líderes radicales de las masas [1953, p. 518].

AI sucederse los acontecimientos, sin embargo, resultó evidente que ten-

dría que haber una reforma. Había radicales no sólo dentro de los ejércitos de la Convención, sino también dentro de las mismas fuerzas constitucionalistas. Des-de un principio, Obregón y sus seguidores habían comprendido que sólo podrían quebrantar el dominio de Villa y Zapata prometiendo reformas sociales. Sus ale-gatos empezaron a ganar fuerza, a medida que el régimen constitucionalista era colocado en situación comprometida por el éxito de los avances de Villa y Zapata en 1914 y 1915. A principios de 1915 Carranza empezó a hacer vagos pronun-ciamientos en favor de la reforma social desde Veracruz. Ya en agosto de 1914 Obregón había reabierto la “Casa del Obrero Mundial” en México, y a mediados de febrero de 1915 esta organización socialista firmó un pacto con Carranza por el cual prometía proporcionar batallones “rojos” contra Villa y Zapata. En 1915, el general constitucionalista Salvador Alvarado entró en Yucatán y abolió el peonaje por deudas en el estado. Tales ajustes ayudaron enormemente a la causa consti-tucionalista y le atrajeron numerosos simpatizadores.

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Los métodos constitucionalistas están bien ejemplificados por la invasión de Yucatán. Desde mediados del siglo XIX, la península había presenciado un aumento continuo de la producción de henequén, en especial después de 1878 cuando la introducción de la cosechadora McCormick proporcionó un mercado creciente para el cordel de embalaje en los Estados Unidos. Hacia 1900 la indus-tria yucateca ya estaba en el camino de la mecanización, habiéndose instalado raspadores de vapor en más de 500 haciendas. El mercado estaba controlado en su mayor parte por la International Harvester mediante su representante en Yuca-tán, con el que tenían cuantiosas deudas la mayoría de los hacendados yucate-cos. La mano de obra para la creciente industria se obtenía mediante un amplio sistema de peonaje por deudas que llevó a entre la mitad y la tercera parte de la población de habla maya de la península a trabajar en las haciendas. La mano de obra maya era complementada con la introducción de trabajadores chinos y core-

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anos, y yaquis deportados de Sonora a Yucatán después de su última rebelión. El 8 de junio de 1910 se llevó a cabo un levantamiento en Valladolid, ciudad de la costa oriental, apoyando vagamente las reformas políticas de Madero; fue repri-mida a sangre y fuego (Berzunza Pinto, 1956). El año de 1911 presenció levan-tamientos marginales en el interior del estado. No obstante, la oligarquía porfiriana siguió con el firme control de Yucatán. En febrero de 1915, un Ejército Constitu-cionalista del Sureste, al mando del general Salvador Alvarado, desembarcó en Yucatán y derrotó a una fuerza armada local enviada contra él. Alvarado procedió inmediatamente a decretar el fin del peonaje, promulgar leyes de trabajo, iniciar la educación secular y estimular el gobierno municipal autónomo. También promovió la organización sindical y estableció una comisión para supervisar la venta del henequén. Este producto proporcionó una lucrativa fuente de ingresos para los constitucionalistas, ya que el inicio de la primera guerra mundial había creado una prima para el henequén yucateco. Para conservar esta fuente de ingresos, Alva-rado no hizo nada que alterara la estructura de la propiedad y el control de la in-dustria del henequén. Rebeldes agrarios incómodos, como los que levantaron la bandera de la rebelión en Temax, fueron encarcelados (Berzunza Pinto, 1962, p. 295). No obstante, las resueltas reformas “desde arriba” de Alvarado encontraron amplio eco en muchas partes de México en que los peones esperaban con ansie-dad la hora de su liberación.

Así, se acumularon otras ventajas para los ejércitos constitucionalistas. A pesar de dominar sólo posiciones periféricas dentro del país, en la costa del Golfo y en el lejano noroeste, estaban en control de recursos convertibles en dólares, con los que se podían comprar armas: Tampico proporcionaba cantidades cada vez mayores de petróleo, Yucatán tenía el henequén, Veracruz era un buen puer-to de ingreso marítimo, que ofrecía fondos provenientes de los derechos arancela-rios. Es interesante observar en este respecto cuánto se parecía esta victoriosa estrategia a la de Benito Juárez, tanto en su lucha contra los conservadores, pri-mero, como contra los franceses después. El dominio de Veracruz, de hecho, le permitió impedir la consolidación de sus enemigos en la meseta central. Además, Carranza y Obregón sabían cómo conducir un inteligente curso medio entre las demandas de los Estados Unidos y las de Alemania, que pronto se enfrentarían en una gran guerra. Mientras que Zapata entendía poco de los asuntos interna-cionales, y Villa era un manifiesto partidario de los norteamericanos, los constitu-cionalistas podían hacer un juego nacionalista, tomando una posición indepen-diente entre los dos campos rivales. Por último, la capacidad militar de Obregón demostró ser superior a la de Villa. La suerte de Villa quedó sellada en 1915, en la batalla de Celaya, en la cual las tropas numéricamente inferiores de Obregón ob-tuvieron la victoria aprovechando para su propia ventaja la predilección que Villa tenía por cargas en masa de caballería y ataques de infantería. La bien atrinche-rada infantería constitucionalista, equipada con ametralladoras, segó las cargas villistas. Obregón “había aprendido algo de la guerra europea que no pudo enten-der Villa –los ataques en masa no pueden tener éxito contra trincheras, ametralla-doras y alambradas” (Quirk, 1960, p. 224). El propio Villa declaró que tuvo 6.000 muertos en la batalla de Celaya. Los cadáveres, dijo un observador norteamerica-no, “estaban dispersos a ambos lados de la vía, hasta donde podía alcanzar la vista” (J. R. Ambrosins, citado en Quirk, 1960, p. 225). El 19 de octubre de 1915, los Estados Unidos decidieron reconocer a Carranza. La guerra revolucionaria continuó por Villa nunca se recuperó del golpe sufrido en Celaya y Zapata se en-contró cada vez más aislado en su reducto montañoso.

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Sin embargo, a medida que los acontecimientos comenzaron a favorecer a los constitucionalistas, el ala liberal dentro de la coalición empezó a retroceder en sus promesas de reforma. En enero de 1916 Carranza disolvió una vez más los batallones rojos y expulsó la Casa del Obrero Mundial de la sede del Jockey Club de la ciudad de México (actualmente Sanborns) en donde se habían instalado. Hacia agosto de 1916 se sintió lo suficientemente fuerte como para amenazar con la pena de muerte a los huelguistas en industrias que concernían al bienestar pú-blico. No obstante, los carrancistas estaban claramente librando una acción de retaguardia dentro de sus propias fuerzas. Por una parte no se podían permitir antagonizar a los líderes militares de sus propios ejércitos que se fortalecieron a través de los continuos éxitos de la causa constitucionalista. El gabinete de Ca-rranza estaba formado en su totalidad por civiles, y no podía poner en peligro su alianza con Obregón, que estaba en una posición más radical. Por otra parte ca-yeron víctimas de sus propios principios. Al emitir un llamado convocando un con-greso constituyente en Querétaro a fines de 1916, impidieron que asistieran al mismo no sólo los partidarios de Huerta y los católicos, sino también los de Villa y Zapata.

Los liberales permitieron que la política regional dominara el resultado de las elecciones.

Así, se eligió a dirigentes locales, simples caudillos muchos de ellos, hombres que, a semejanza de los convencionistas, eran agraristas radicales, con la consecuencia natural de que, desde un principio, estuviera sentenciado a muerte el sueño de una convención y de una constitución libera-les [Quirk, 1953, p. 525].

La constitución resultante llevó el sello de los radicales. La educación secu-

lar, la superación de la Iglesia y del Estado, la liquidación de los latifundios y la reforma agraria, una amplia legislación laboral y la afirmación del dominio supre-mo de la nación sobre los recursos del país fueron incluidos en las disposiciones constitucionales que se convirtieron en leyes del país. Para esa época, se había también decidido la suerte de la Revolución. Zapata fue emboscado a traición y asesinado en 1919. Carranza perdió el poder y fue asesinado en 1920; Obregón lo sucedió en la presidencia y en la dirección de un México posrevoIucionario más estable, comprometido con el cambio y con la reforma. Pancho Villa se había re-conciliado con Obregón en 1920 y se había retirado a un rancho en Chihuahua, donde fue asesinado en 1923. La Revolución pudo haber costado casi dos millo-nes de vidas (Cumberland, 1968, pp. 241, 245–6); sin embargo, a pesar de todo su horror, estableció las bases para un nuevo México en el cual –paradójicamente– los principios de los derrotados se convertirían una vez más en la guía de los triunfadores. Así, dice Robert Quirk,

Zapata, confuso militarmente e ineficaz, logró en muerte lo que no pudo obtener en vida.

Su espíritu continuó viviendo, y en un viro del destino, extraño, ilógico, pero totalmente mexicano, se convirtió en el mayor héroe de la Revolución. En la hagiografía de la Revolución el caudillo de Morelos continúa cabalgando en su corcel blanco... [1960, pp. 292–3].

Se iniciaron reformas, con altibajos, a lo largo de un período de veinte

años. Al igual que la Revolución mexicana tomó mucho tiempo para definir su programa, también se requirió mucho tiempo para el programa teórico se convir-

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tiera en una realidad institucional. La abolición del peonaje creó la condición legal para la movilidad de mano de obra libre, pero no hubo una redistribución general de la tierra. A las comunidades indígenas que habían reconquistadlo su tierra de las haciendas mediante la fuerza de las armas –como ocurrió en Morelos– se les permitió retenerlas, y a las comunidades que tenían un título claro sobre la tierra se les permitió que las recuperaran; pero la reforma agraria en gran escala tuvo que esperar el advenimiento del régimen de Cárdenas en 1934. La legislación laboral dio a un mayor movimiento sindical cierto grado de influencia política; pero éste sólo recibió un mayor poder político al nuevo gobierno. A la vez, tanto bajo Obregón como bajo su sucesor Calles, el gobierno se consolidó lentamente en el poder, capeando un número de pronunciamientos armados, tanto de parte de la jerarquía militar como de campesinos sublevados en la parte occidental de México central, que se levantaron para defender los privilegios clericales contra la legisla-ción anticlerical. En 1929 Calles organizó el Partido Revolucionario Nacional. Aunque al principio no era más que una coalición de generales y de líderes políti-cos que comprendieron que serían ahorcados separadamente si no se apoyaban uno al otro,٭ se convertiría después en un instrumento político flexible que permitió cierto grado de representación a los distintos grupos que tenían suficiente fuerza política para hacer oír sus voces en los consejos de gobierno. A su vez, la reforma prudente y la consolidación política hicieron que el gobierno adquiriese una mayor decisión y voluntad para enfrentarse a las rapaces compañías petroleras británi-cas y norteamericanas que funcionaban en territorio mexicano y, con ello, poner en tela de juicio la influencia extranjera en México en general. No obstante, este primer intento no demostró ser lo suficientemente fuerte y retrocedió ante la con-trapresión extranjera. Calles, que sucedió a Obregón como líder indiscutido de la “familia revolucionaria” durante algún tiempo (1928–1934), dio marcha atrás en la tendencia a la reforma y el nacionalismo. Se estancaron las reformas agraria y laboral, se favoreció una vez más al capital extranjero sobre el capital mexicano, y México estableció una cooperación más estrecha con los Estados Unidos.

El retroceso, sin embargo, prestó nueva fuerza al impulso de la reforma. Las concesiones al capital extranjero y a los Estados Unidos generaron una am-plia reacción nacionalista, reforzada por los efectos de la depresión mundial de 1929. El general Lázaro Cárdenas, que sucedió a Calles en 1934, abrió las puer-tas al inicio de la reforma agraria y de la organización laboral en gran escala. Cár-denas hizo lo que ningún líder mexicano había intentado antes: desmanteló el poder político de los propietarios y distribuyó las tierras de éstos entre los campe-sinos. Antes de Cárdenas, se habían distribuido aproximadamente 6.87 millones de hectáreas; durante los seis años de su período este total aumentó hasta 16.59 millones de hectáreas. La mayor parte de esta tierra se entregó a comunidades aldeanas bajo la forma de ejidos. La organización de los trabajadores se realizó al mismo ritmo. Nuevamente se favoreció al capital mexicano sobre el capital extran-jero; los capitalistas mexicanos se convirtieron en entusiastas defensores del ré-gimen. Se expropiaron los ricos campos petroleros de la costa oriental de México, y se privó a los accionistas extranjeros de su influencia en el manejo del sistema ferroviario nacional. La gran movilización de campesinos y de trabajadores indus-triales en el marco de sindicatos agrarios e industriales proporcionó al gobierno un

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Wolf hace aquí un juego de palabras en inglés, que no es posible traducir al español: “understood ٭that they would hang separately if they did not hang together”; optamos por presentar el sentido de la frase [T.].

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instrumento de gran poder político en su confrontación interior con los propietarios de las haciendas y en sus tratos con los gobiernos extranjeros, en especial con el de Estados Unidos. El partido del gobierno ganó fuerza mediante la inclusión de nuevos representantes campesinos y laborales en sus esferas de decisión.

De este modo, el período de Cárdenas (1934–1940) estableció las bases para un vigoroso avance de la industria y el comercio de México, en especial en el período que siguió a la conclusión de la segunda guerra mundial. No obstante, el notorio avance en un sector ha hecho resaltar el estancamiento relativo de otras partes de la sociedad. La industrialización acelerada ha producido una vigorosa élite industrial y comercial, ampliamente relacionada con el gobierno. La reforma agraria se ha convertido nuevamente en un hijastro desde el punto de vista eco-nómico: se favorece la propiedad privada sobre los arreglos comunales, y los fon-dos suplementarios han sido dirigidos a la industria, el comercio y la agricultura privada, más que el apoyo financiero del programa ejidal. Mientras el crecimiento industrial y urbano han marchado hacia adelante, el campo se ha retrasado una vez más, reforzando nuevamente la separación entre el México que tiene y el México que no tiene, para usar la frase acuñada por el sociólogo Pablo González Casanova. Una vez más, el capital extranjero es acogido en el país. El partido del gobierno se ha convertido tanto en un instrumento de control como en un instru-mento de representación. Dentro de él, los grupos de intereses –organizados en asociaciones formales campesinas, obreras, patronales, militares, burócratas y profesionales– están relacionados con grupos territoriales basados en los distintos estados federales de México. Estas relaciones dan lugar al surgimiento de un fuerte poder ejecutivo, capaz de contraponer a los grupos de intereses y las uni-dades territoriales y de enfrentar entre sí a los grupos de intereses. El resultado final se asemeja en mucho a las estructuras corporativas estatales de la Italia o la España fascistas, aunque con una retórica de justicia social y de socialismo, origi-nando que muchos intelectuales mexicanos hablen de un nuevo porfiriato.

De esta manera, la Revolución mexicana produjo, con el transcurso del tiempo, un nuevo y estable centro de poder, a partir de las muchas contradiccio-nes y oposiciones del pasado. Las Leyes de Reforma de mediados del siglo XIX habían fomentado la propiedad privada de la tierra como un medio para apoyar el crecimiento de la propiedad agrícola familiar; pero la tierra así liberada sólo inten-sificó el crecimiento de los latifundios. De esta manera, las grandes propiedades, ávidas de más tierra, presionaron cada vez con más fuerza en contra de las co-munidades indígenas que habían subsistido y de las pequeñas propiedades agrí-colas. La gran propiedad, con su mano de obra “servil”, también estaba en notorio contraste con una creciente industria y servicios de transporte, manejados por trabajadores libres que, sin embargo, todavía no recibían la protección de una legislación laboral efectiva. Estas contradicciones también se habían hecho sentir en tensiones entre la periferia sur –con su numeroso contingente de indígenas organizados en comunidades corporativas– y la periferia norte –orientada cada vez más hacia la comercialización y fuertemente nacionalista–, ambas alineadas a su vez contra el centro, que estaba controlado por una burocracia cada vez más inflexible. Este grupo central de poder había apoyado una política de industrializa-ción y comercialización, pero estos procesos sólo habían beneficiado a una pe-queña élite, en tanto que no se escuchó ni se dio representación a los nuevos as-pirantes al poder ni a los nuevos grupos de intereses creados en el proceso. En comparación con otras revoluciones que consideraremos posteriormente –en es-

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pecial las de Rusia, China y Vietnam– la Revolución mexicana no fue dirigida por un partido revolucionario bien organizado y dotado de una visión de una nueva sociedad. Aunque en el curso de la guerra se habían escuchado algunos temas ideológicos –ya fuera en relación con los llamados del anarquismo o identificados con la Virgen de Guadalupe–, éstos se perdieron dentro del estruendo causado por la violencia. Aquí, en contraste con otros casos, el trastorno revolucionario fue totalmente interno. La última vez que un poder extranjero intervino en gran escala y descaradamente en los asuntos mexicanos, fue casi cincuenta años antes de la Revolución; un breve episodio de intervención norteamericana, en el desembarco en Veracruz, demostró ser sólo una molestia sin importancia. Las facciones de pretendientes al poder surgieron en el curso de la lucha, en vez de haber estado presentes desde el principio. El éxito inicial fue para las guerrillas campesinas de Morelos y los ejércitos vaqueros del norte, pero la victoria final favoreció a una élite que consolidó un ejército funcional, demostró competencia burocrática y con-solidó su control sobre el vital sector de exportaciones de la economía. Esta élite fue también lo suficientemente flexible como para iniciar las reformas agrarias y laborales demandadas por los generales revolucionarios, dentro de una política más amplia de progreso nacional, congruente con los intereses de una creciente clase media de empresarios y profesionales. El resultado ha sido la formación de un fuerte poder ejecutivo central que estimula el desarrollo capitalista, pero que está en posición de equilibrar las demandas de los campesinos y de los trabajado-res industriales con las de los empresarios y grupos de clase media. Al desarrollar un sistema político de relaciones funcionales que se combinan con unidades terri-toriales dentro de un partido oficial que está por encima de ambas, el sistema polí-tico mexicano reprodujo finalmente, bajo diferentes circunstancias históricas y po-líticas, algunos aspectos de las “jerarquías paralelas” que –como veremos– habrí-an de desempeñar un papel tan importante en los movimientos revolucionarios de China y Vietnam.

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