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EL DERECHO ADMINISTRATIVO EN BOLIVIA
Bases para una reflexión sobre su estado y evolución
Wilson Jaime Villarroel Montaño – Escuela de Gestión Pública Plurinacional
EL DERECHO ADMINISTRATIVO EN BOLIVIA
Bases para una reflexión sobre su estado y evolución
Wilson Jaime Villarroel Montaño Docente universitario
consultor de la Escuela de Gestión Pública Plurinacional
SUMARIO.- I. CONSIDERACIONES PREVIAS. II. LA LEGISLACIÓN Y LA
REGLAMENTACIÓN ADMINISTRATIVA EN BOLIVIA. III. PERÍODOS DE
EVOLUCIÓN EN LA NORMATIVA ADMINISTRATIVA EN BOLIVIA.- 1.
Período pre-republicano 2. Período inicial de reordenamiento político-
administrativo 3. Período de la Administración liberal 4. Período del
Estado Benefactor 5. Período del paradigma de la economía de mercado
(neoliberalismo) 6. Período actual de refundación estatal IV. ESTADO
ACTUAL DE EVOLUCIÓN EN LAS PRINCIPALES ÁREAS DE LA
LEGISLACIÓN ADMINISTRATIVA.- 1. Las Administraciones en el marco
de la descentralización autonómica y el reparto competencial 2. El
control fiscal o control gubernamental – Ley SAFCO 3. La
responsabilidad patrimonial del Estado 4. La contratación
administrativa. Contratos administrativos y contratos de Derecho
común 5. Los servicios públicos. La regulación y la defensa del usuario
o consumidor 6. Situación jurídica del administrado frente a la
Administración. Plataforma ampliada de legitimación procesal 7.
Derecho Administrativo Laboral. Régimen del funcionariado V. EL
CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO Y LA NECESIDAD DE UN CÓDIGO
PROCESAL ADMINISTRATIVO VI. CONCLUSIONES VII. El estudio del
Derecho Administrativo en la hora actual
I. CONSIDERACIONES PREVIAS
El Derecho Administrativo en Bolivia ha seguido, en su evolución, un decurso
similar al de la propia legislación y normativa reglamentaria. Si estas últimas, todavía
siguen dispersas y carentes de orden –a pesar de los esfuerzos de sistematización en
algún caso aislado- no es menos evidente que los estudios de la doctrina, si puede
afirmarse que ésta exista en nuestro país, ateniéndonos a la escasa atención prestada a
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esta ciencia, puede arribarse a igual conclusión. No hay ni ha existido, pues, el necesario
rigor y profundidad que podría esperarse del cultivo académico o científico sobre esta
disciplina jurídica.
Sin embargo, los intentos de alcanzar una comprensión ordenada sobre el
desarrollo de los institutos jurídico-administrativos han estado más o menos presentes en
nuestro país, aunque muy parcial o limitadamente, según resulta de la revisión sucinta de
la muy escasa bibliografía sobre el Derecho Administrativo. Ello confirma que es
connatural a la misma emisión de normas de naturaleza administrativa, un propósito de
explicación racional de la lógica seguida en el ordenamiento jurídico patrio.
En suma, el estudio del Derecho Administrativo en Bolivia –si así puede afirmarse
de la sola revisión de las disposiciones vigentes- ha sido, las más de las veces, efecto de
la dictación de normas legales o reglamentarias, sin contar con las escasas
prescripciones constitucionales –muchas veces incomprendidas- que regulaban materias
harto diversas en la gestión administrativa. Su reconocimiento, como ciencia jurídica, es
propia del ámbito académico y recién vino con su paulatina incorporación en la parrilla
curricular de las universidades bolivianas, bien entrada la primera mitad del siglo XX.
Empero, en cuanto disciplina de especialidad, no es sino de reciente data la convicción
profesional de su valía y proyección normativa luego de renovarse la legislación procesal-
administrativa, en especial con la Ley de Procedimiento Administrativo N° 2341 a
principios de este siglo.
En cuanto a los contenidos de su estudio, confinado a las aulas universitarias, ha
versado, mayormente, en el detalle y relación descriptiva de la conformación orgánica de
la Administración y sus atribuciones, así como referencias ligeras a los servicios públicos.
Luego de reconformarse el control fiscal en la última década del siglo pasado, se agregó
un nuevo capítulo que incluso opacó al primero de los nombrados y, tanto es así, que hay
muchos que creen, sinceramente, que el Derecho Administrativo no es sino el estudio de
la ley que establece los sistemas de control gubernamental. No hay referencia alguna al
estudio de la misma función administrativa, como tarea estatal, sino –en el mejor de los
casos- la sobrevaloración casi memorística de las atribuciones ministeriales. Por si fuera
poco y en el último tiempo, dictada la nueva Constitución en 2009, que supuso el cambio
en la forma estatal estableciendo nuevos niveles de gobierno y consiguientemente
reconociendo la proyección política de las Administraciones autónomas, el debate y
reflexión ha versado mas bien sobre los alcances políticos y no gestionarios que tal hecho
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dramático supone. Es decir, apenas una faceta de las muchas que podrían motivar
renovados estudios de Derecho Administrativo.
De lo anteriormente dicho se infiere que un primer propósito de sistematización del
pensamiento jurídico administrativo en nuestro país, debe atender también y en lógico
correlato, a la sistematización que pueda alcanzarse en la evolución normativa de la
función administrativa en Bolivia. No obstante, esta empresa –de revisión ordenada del
desarrollo de la legislación y reglamentación administrativa- también ha estado
caracterizada y notablemente condicionada por la suerte o la fortuna de tales normas
circunstanciales y la predisposición al análisis específico, en un propósito las más de las
veces motivado por un afán académico singular y excepcional, a cargo de los muy pocos
autores bolivianos que podrían citarse.
De hecho, las primeras manifestaciones de un estudio, generalmente descriptivo,
de las instituciones que conforman el Derecho Administrativo, son sumamente escasas
aunque algunas de ellas se remontan, inclusive, a las primeras épocas del ordenamiento
administrativo republicano. La primera, posiblemente, en una obra de singular factura del
publicista boliviano José S. QUINTEROS, en su Derecho Administrativo que data de 1894
desarrolla conceptos de Derecho Público notoriamente avanzados para su época. De
igual resonancia casi académica, es la obra de Alfredo REVILLA QUEZADA, con igual título,
aparecida a mediados del pasado siglo. Sorprende, luego, que la producción bibliográfica
boliviana en esta materia hubiera sido tan escasa hasta casi finalizado el siglo, no así en
otras disciplinas jurídicas, como se puede advertir de la lectura de la conocida obra –más
en el extranjero que en Bolivia- del jurista e investigador boliviano Manuel DURÁN PADILLA:
Bibliografía Jurídica Boliviana – 1825-1954, Editorial Universitaria, Oruro, 1957.
No hay, entonces, una recopilación completa y actualizada sobre la producción
intelectual en el Derecho Administrativo y, la falta de ella, sólo autoriza a señalar, de
manera siempre aislada, los aportes bibliográficos que alcanzaron cierto renombre o
consagración. Estas obras, las más de ellas en artículos o capítulos y temática aislados y
de uso académico, por supuesto excepcionales, no trascendieron el ámbito universitario y
es posible afirmar que no llegaron a constituirse en una suerte de fuente material del
Derecho Administrativo en Bolivia.
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Con similar criterio puede también decirse que la jurisprudencia administrativa ha
tenido un íter en su evolución, casi parejo al desarrollo de la legislación administrativa.
Pero ello, únicamente en la explicación de la lógica que subyace a la mera aplicación de
la norma, no en la coparticipación creadora del Derecho del juez siguiendo el rumbo
jurisprudencial de permanente interpretación en una tarea que provee nuevos contenidos
normativos a las disposiciones jurídicas. Si a ello se suma que la aplicación de la
legislación y reglamentación administrativas no han llegado sino muy ocasionalmente a
las instancias de control judicial del obrar administrativo, es fácil comprender que la
jurisprudencia boliviana tuvo que ser muy escasa, mucho más limitada, inclusive, que el
aporte del pensamiento jurídico doctrinario o especializado en la materia.
En general, se puede concluir que en Bolivia no se ha comprendido la
trascendencia que tienen la legislación y reglamentación administrativas, seguidas del
posible y necesario aporte de la jurisprudencia y la doctrina cuando éstas acompañan una
tradición sistemática de interpretación hermenéutica del Derecho Administrativo. Este
fenómeno no se compadece de la configuración y diseño relativamente reciente del
Estado de Derecho, mas allá de las posibles calificaciones adicionales que puedan
añadirse a esta categoría del Derecho Constitucional, tal como se han proclamado en las
modificaciones constitucionales de 1994 y aún luego de la importantísima aprobación y
puesta en vigencia de la novísima Constitución Política del Estado que data de febrero de
2009.
Aunque esta singularidad del fenómeno no es únicamente atribuible a nuestro
país, pues en Hispanoamérica pueden señalarse otros casos parecidos de retraso o
postergación en la tarea de reflexión jurídica sobre el obrar administrativo, el hecho
incuestionable es que en Bolivia el retraso o abandono del estudio del Derecho
Administrativo es mucho más notable y evidente que en otras latitudes o en países
vecinos que comparten con el nuestro la comunidad temporal en su establecimiento como
unidades políticas independientes. Las razones de este desarrollo embrionario de la
disciplina que nos ocupa exceden, y con mucho, el espacio que en este trabajo podríamos
dedicar al tema. Su explicación amerita la consideración de cuestiones sociales y políticas
y hasta sociológicas, en un marco histórico asaz completo, más allá del solo estudio de la
disciplina del Derecho Administrativo.
Luego, en corolario, la revisión del actual estado de evolución del Derecho
Administrativo en Bolivia –por obvias razones metodológicas y de orden- debe sujetarse al
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desarrollo de la misma legislación y reglamentación administrativa en el Derecho patrio.
Otro de los acotamientos necesarios en este punto es el de examinar nuestra ciencia
jurídica a partir del establecimiento del Estado republicano y sus normas propias, dejando
de lado la tradición anterior a esta época, cuya comunidad de origen en la legislación
colonial de la Metrópoli puede y debe ser materia de un estudio y análisis
complementario.
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II. LA LEGISLACIÓN Y REGLAMENTACIÓN ADMINISTRATIVA EN BOLIVIA
En principio, debe señalarse que en Bolivia la mayor parte de las disposiciones
administrativas no se encuentran, precisamente, en el nivel jerárquico de la ley. Es decir,
prima el voluntarismo de las autoridades circunstanciales más allá de la evolución
institucional amparada en la ley, entendida esta última en su sentido formal. Aunque estas
curiosas circunstancias parecen ser comunes a todos los países de Derecho escrito, en
que el reglamento –generalmente por vía del decreto emanado del Ejecutivo- es el
vehículo mas usual de normación en la materia, incluso de autoconformación del circuito
orgánico del aparato estatal, en Bolivia su ocurrencia asume características más
sugestivas que en otros países.
En efecto, no hay una tradición institucional de conformar, de manera paulatina y
sostenida la estructura normativa prevista por el constituyente, dictándose luego las leyes
y recién los reglamentos. En verdad, muy poca trascendencia han tenido las escasas
disposiciones constitucionales en los sucesivos textos que han sido aprobados en la
historia republicana, a pesar de lo llamativo que pudieren parecernos sus disposiciones,
incluso por lo avanzado de sus prescripciones.
O bien tales textos fueron poco comprendidos y aplicados en su alcance normador
e irradiador de los principios que rigen el obrar administrativo o, en su caso, tales
mandatos fueron desatendidos por fuerza de las variables circunstancias políticas que
recoge la historiografía de la frágil institucionalidad republicana. Es ya lugar común el
comprobar que aún en las normas fundamentales que se remontan al inicio de la misma
vida republicana, la referencia a las cuestiones administrativas era o fue más bien
tangencial, aún si éstas fueron incorporadas como parte de los llamados “regímenes
especiales”, tal como se observa en la técnica constituyente a partir de 1938.
Los textos constitucionales bolivianos, en especial los más importantes, resultan
como efecto inmediato de graves acontecimientos históricos, sociales o económicos.
Estos últimos, luego, informan el contenido de la futura norma como resultado de la
intensa movilización social producida. Así, por ejemplo, luego de la Guerra del Pacífico,
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en 1879, la Convención Nacional de 1880 aprueba la Constitución de ese año; o la
Convención de 1931, a la conclusión de la Guerra del Chaco, sanciona el resultado del
referendo que en dicho año aprueba la descentralización administrativa. Incluso la actual
Constitución de 2009 es resultado de la conmoción social que vivió el país luego de la
crisis sistémica del modelo político y económico de apertura de mercado (neoliberalismo).
Las primeras señales de disfuncionalidad del modelo se remontan a 2000 y anticiparon el
cambio político que opera desde 2006 a la fecha.
Así y todo, los diversos textos constitucionales tuvieron una muy relativa aplicación
y modulación en la hermenéutica jurídica, incluyendo la jurisprudencia y el pensamiento
jurídico, en especial en el Derecho Administrativo. Podríase concluir, adicionalmente y en
el mejor de los casos, que la práctica común atribuía al texto constitucional un carácter
más bien programático que fundacional del sistema u orden jurídico. Como en el Derecho
clásico, la prestigiosa figura de la ley –y no la Constitución- remataba todo el
ordenamiento establecido. De allí que la opción mas frecuente haya sido el decreto,
explicable además por la figura siempre protagónica del presidente (presidencialismo)
cuyo liderazgo personal opacaba otras manifestaciones del Poder Público.
Entonces, no es de extrañar que entre los motivos que explican la excesiva
profusión de normas reglamentarias dispersas –principalmente decretos- hay una razón
que reside, justamente, en la ausencia de una institucionalidad sólida y de carácter
permanente, que sobreviva más allá de las vicisitudes de la azarosa vida republicana.
Nuestra historia está caracterizada por los largos recesos congresales producto de las
asonadas y asunción del Poder Público por la vía de los puros hechos, y es protagonizada
por hombres fuertes cuyo carisma imponía el sello de las actuaciones oficiales. En la
mayoría de ellos, primó la sola voluntad política de mando del Presidente o del líder
insurrecto y quienes lo acompañaban en su circunstancial trance histórico, más que la
percepción serena de una línea normativa a seguir a pesar de la orientación que pudo
haberse encontrado en la norma constitucional violentada, a su turno también variable e
inconstante como la vida política del país.
Esta singularidad –la opción preferente por el mandato u ordenación a través de
decretos- está todavía vigente en el actual trance político en que el Órgano Ejecutivo
recurre a la vía reglamentaria a fin de satisfacer las necesidades normativas que exige la
evolución de la función administrativa. De allí el especial énfasis que debe merecer el
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estudio y posible sistematización de la profusa y dispersa normativa que rige dicha
función estatal, y cuya referencia es subyacente al presente trabajo.
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III. PERÍODOS DE EVOLUCIÓN EN LA NORMATIVA ADMINISTRATIVA EN
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De manera general, en Bolivia podrían distinguirse las siguientes seis etapas
históricas en la evolución de la institucionalidad administrativa, tanto republicana como la
anterior a ella (1):
1) Período pre-republicano (… 1825)
2) Período inicial de reordenamiento político-administrativo (1825-1880)
3) Período de la Administración liberal (1880-1938)
4) Período del Estado Benefactor (1938-1952-1985)
5) Período del paradigma de la economía de mercado (1985-2006)
6) Período actual de refundación estatal (2006…)
Va de suyo que en cada una de estas etapas o períodos la legislación y reglamentación
administrativa alcanza notas singulares (2), reiterándose que la noticia de las
(1) Como toda distinción de períodos históricos, la nuestra no es sino un primer intento de aproximación a las
etapas de conformación de la estructura orgánica de la Administración (centralizada) y su natural evolución
de una fase a otra. El estudio del Derecho Administrativo, aquí como en cualquier parte, resulta también
condicionado por las circunstancias históricas e institucionales de cada período señalado. De hecho, aunque el
período liberal se reputa siempre el más largo, en las etapas que nosotros señalamos, el atribuido al Estado
intervencionista es mucho más prolongado. En rigor, pueden distinguirse aún dos etapas en dicho ciclo: el
primero, de preparación o anticipación –por más de una decena de años- al período del Estado Benefactor
propiamente dicho que suele convenirse en la inauguración del ciclo correspondiente al de la Revolución
Nacional, fruto de una notabilísima movilización social que tiene sus antecedentes en la Guerra del Chaco,
esto es, en el segundo lustro de la década de los 30.
(2) Aunque, de todas maneras, a pesar de su especificidad, es imprescindible la comparación con otros
momentos históricos y normativos a fin de hacer evidente su importancia, sea por la importancia de su
anticipación o, finalmente, para resaltar algún efecto o consecuencia en la legislación posterior.
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modificaciones constitucionales es más bien referencial –a pesar, reiteramos, de lo
llamativo de su mandato- en lugar de observarse una línea hermenéutica contínua de
aplicación en razón a la inexistencia de una jurisprudencia sostenida o regular:
1. Período pre-republicano
No es común encontrar mayores referencias que las usuales a la institucionalidad
administrativa precolombina (3). Ello es injusto pues, en el caso boliviano, las formas de
organización social y económica ya existentes antes del arribo de los conquistadores, han
supervivido no solamente en el lapso de la Colonia, sino durante el transcurso de la
República. Su reconocimiento como institutos jurídicos actuales, a pesar de la organicidad
y obrar administrativo oficiales que las excluyeron como parte del sustrato ideológico
entonces vigente, ha venido operado sólo de manera paulatina en los últimos años hasta
el advenimiento del último ciclo que aquí señalamos, en que su inclusión formal asume
contornos políticos de primerísima importancia en el establecimiento del nuevo orden.
Es más, la riqueza de tales construcciones –algunas indudablemente de
naturaleza administrativa- excede su sola valoración sociológica y ello ha llevado, no sólo
a su reivindicación política –cual es el signo del tiempo histórico actual- sino también a su
incorporación normativa sustentada en el denominado pluralismo jurídico y también
económico, que ha encontrado consagración constitucional en 2009. Bástenos señalar –
porque más adelante lo haremos en apartados específicos- que las formas comunitarias
de hacer justicia –acaso debiéndose incluir, entre ellas, la administrativa (4)- corren en
(3) Fuera de las recopilaciones o crónicas que nos llegan desde el período colonial, de Bartolomé de LAS
CASAS, pasando por CIEZA DE LEÓN y otros, acaso la obra clásica de descripción de la estructura
administrativa indígena siga siendo la de BAUDIN, Louis: El Imperio Socialista de los Incas, ediciones Rodas,
Madrid, 1972. Desde el ámbito jurídico, confróntese la clásica obra del boliviano BONIFAZ, Miguel: Derecho
Indiano – Derecho Castellano-Derecho Precolombiano-Derecho Colonial, en publicaciones de la
Universidad Mayor de San Francisco Xavier de Chuquisaca, 1° edición, Sucre, 1960.
(4) Es interesante destacar que la relativamente reciente Ley de Deslinde Jurisdiccional N° 073 de 29 de
diciembre de 2010 que pretende señalar el ámbito de actuación de las instancias jurisdiccionales, proclama en
su art. 1° (Objeto) que “La presente Ley tiene por objeto regular los ámbitos de vigencia, dispuestos en la
Constitución Política del Estado, entre la jurisdicción indígena originaria campesina y las otras
jurisdicciones reconocidas constitucionalmente; y determinar los mecanismos de coordinación y cooperación
entre estas jurisdicciones, en el marco del pluralismo jurídico”. No obstante, la justicia no solamente reside,
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paralelo a su valoración jurídica (5) hoy oficialmente establecida, así como las formas de
organización económica, en especial la también llamada comunitaria, que imponen un
estudio por separado (6) pero cuyo desarrollo excedería largamente nuestro propósito.
No obstante todo lo anterior, consignamos en un solo período el lapso que corre
desde el establecimiento de las culturas y civilizaciones precolombinas en esta parte de
América, hasta el la conclusión de la presencia colonial luego de la Guerra de
Independencia.
Este período de duración notable, entonces, evoca la legislación colonial y su línea
evolutiva concluye con la dictación de las primeras normas del Estado recientemente
establecido en 1825. Su vigencia se extiende en el interregno de los años 1826 a 1828
(gobierno del Mariscal Antonio José de Sucre) y el lapso entre 1828 a 1839 (gobierno del
Mariscal Andrés de Santa Cruz), para concluir –a fines expositivos- con el advenimiento
como sabemos, en el área de actuación estrictamente judicial, sino que también es posible concebir –y de
hecho, así debiérase entender- que la justicia se hace también en el ámbito administrativo. Por ello, llama la
atención que dicha ley, que aspira al reconocimiento de las formas “tradicionales” de hacer justicia, entre las
que caben las que se originan en infracciones o contravenciones del puro orden administrativo, están
expresamente excluidas de la ley y no pueden ser invocadas en la institucionalidad comunitaria. Así lo
señala, de manera textual el art. 10°-II que excluye del “ámbito material” de dicha ley, a asuntos de “Derecho
Administrativo”. Esta prescripción contenida en la ley frustra, desde el inicio, el establecimiento real de las
formas comunitarias de realizar la justica en razón, justamente, a la visión o perspectiva meramente
jurisdiccional y administrativa.
(5) Desde la década pasada hay una producción bibliográfica muy interesante e ilustrativa sobre la
denominada “justicia comunitaria”, esto es, aquella que ha sobrevivido a las instancias judiciales de
formulación republicana y que es expresión de la universal concepción de justicia que distingue al ser
humano. Empero, la mayoría de las obras –sino casi todas- son desde una perspectiva más bien sociológica o
sociopolítica. Véase, por ejemplo, la de FERNÁNDEZ O., Marcelo: La Ley del Ayllu, edición a cargo del
Programa de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB), 2° edic., La Paz, 2004.
(6) Así lo establece la novísima Constitución Política del Estado, de febrero de 2009, que proclama en el art.
306°, que “I. El modelo económico boliviano es plural y está orientado a mejorar la calidad de vida y el vivir
bien de todas las bolivianas y los bolivianos. II. La economía plural está constituida por las formas de
organización económica comunitaria, estatal, privada y social cooperativa”. Confróntese lo anterior con los
arts. 304° y ss. de la misma norma fundamental –que atribuye competencias exclusivas y compartidas a las
autonomías indígena originario-campesinas- y la nota, en este mismo trabajo, a propósito de la confusión que
genera la reciente Ley de Deslinde Jurisdiccional.
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del liberalismo. Es el tiempo de la República en su nacimiento y de la institucionalidad
política republicana en su etapa embrionaria.
En este trance, todavía se aplican las disposiciones propias del Derecho Indiano,
entre ellas, la conformación territorial administrativa –división político administrativa-
heredada del régimen colonial y que, en muchos casos, todavía pervive hasta el tiempo
actual (7).
2. Período inicial de reordenamiento político-administrativo
Abarca desde la emisión de las disposiciones administrativas en el lapso
mencionado, hasta la inauguración del ciclo liberal a partir de 1880. (8)
Acaso la norma más importante de este período sea el Decreto de 23 de enero de
1826 que establece –aunque con un propósito más bien político (9)- la organización
(7) Según refiere TRIGO, Ciro Félix: Las Constituciones de Bolivia, (con prólogo de Manuel Fraga Iribarne, en
edición actualizada al 2002), Editora Atenea S.R.L., 2° edición, La Paz, 2003, págs.. 19 y ss., el Alto Perú,
como parte del Virreinato del Perú, desde 1776 dependió del Virreinato de La Plata, con capital en Buenos
Aires y que comprendía ocho intendencias (La Paz, Charcas o Chuquisaca, Potosí, Cochabamba, Salta del
Tucumán, Córdoba del Tucumán, Buenos Aires y Paraguay, además de cuatro provincias (Moxo, Chiquitos,
Misiones Guaranies y Montevideo). En cuanto a la Audiencia de Charcas, fundada según Real Cédula de 12
de junio de 1559, a ella fueron atribuidas las cuatro primeras intendencias nombradas, así como las dos
primeras provincias señaladas. Es el antecedente político-geográfico sobre el que, posteriormente, se
establecería el territorio boliviano, además de los territorios litoraleños del Pacífico y las extensas regiones del
nordeste amazónico del país, denominadas genéricamente Territorios de Colonias.
(8) En este punto, y en los siguientes, las noticias sobre el desarrollo de la normativa administrativa se han
recogido de la excelente recopilación del investigador y abogado boliviano SAN MIGUEL RODRÍGUEZ, Erick:
Legislación Administrativa en Bolivia, edición a cargo de la Universidad Andina de Bolivia, La Paz, 2004.
(9) En rigor, este decreto, dictado por el Mariscal Antonio José de Sucre, vino en convocar a la primera
Asamblea Constituyente que luego proclamó la República de Bolívar, luego Bolivia, estableciendo, a partir de
las delimitaciones geográficas señaladas, las representaciones por cada una de las unidades territoriales así
reconocidas y que luego conformaron, a su turno, los primeros “departamentos” que configuran la división
político-administrativa en Bolivia.
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territorial de la República en los departamentos de La Paz, Chuquisaca, Cochabamba,
Potosí y Santa Cruz. Los departamentos estarán a cargo de prefectos y atienden una
subdivisión en provincias, bajo gobernadores. Las provincias, finalmente, se desagregan
en cantones bajo el mando político –todos en dependencia del Poder Ejecutivo- de los
corregidores.
El Decreto de 19 de julio de 1826, establece las atribuciones del Presidente de la
República al que se reconoce la potestad reglamentaria, recogida luego en todos los
textos constitucionales posteriores, incluyendo la facultad de veto de las leyes del Poder
Legislativo. También son de este período los decretos que crean los servicios de correos,
cementerios, colegios de ciencias y artes, beneficencia, hospicios, supresión de tributos
coloniales, reglamento de la Policía, etc.
En el gobierno del Mariscal Andrés de Santa Cruz, de otro lado, se dictaron dos
nuevos textos constitucionales y se introducen los primeros sistemas de contabilidad y
presupuesto. En lo político-administrativo la ley reglamentaria de 28 de septiembre de
1831 señalará las atribuciones y deberes de prefectos, gobernadores, corregidos y
alcaldes.
En la Constitución de 1831 se establece, como novedad, la responsabilidad del
Presidente y de los ministros, superando el régimen de irresponsabilidad que consagró la
primera Constitución (bolivariana) de 1826. Se crea también el Consejo de Estado,
alternativamente llamado Consejo Nacional, pero como instancia de alto asesoramiento y
consulta del Poder Ejecutivo, suprimido definitivamente en la Constitución de 1878.
El derecho de petición se remonta, con ese nombre, a la Constitución de 1843,
aunque tiene como antecedente el derecho de queja y ser oído según se prescribió en
1831, obviado en la Constitución de 1843.
El reconocimiento del régimen municipal –grave omisión histórica por la
importancia de los cabildos durante la Guerra de Independencia- opera recién en la
Constitución de 1839. Se establece la singular vía de control de constitucionalidad y
legalidad –como aporte boliviano al constitucionalismo- de la demanda de nulidad de
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actos usurpativos, en especial de la Administración, hoy recurso directo de nulidad según
recogen invariablemente la Constitución de 1871 y la actual, cuya paternidad se atribuye a
Pantaleón Dalence, el más notable jurisconsulto boliviano de aquel tiempo.
3. Período de la Administración liberal
En esta etapa se inaugura, de manera excepcional, un ciclo de notable estabilidad
institucional. Su inicio puede fijarse en 1880, luego de la notable Convención del mismo
año –que reunió a lo más selecto del pensamiento jurídico y político del país- y se
prolonga, por más de cuatro décadas, hasta 1920 –en lo formal- aunque concluye muy
posteriormente con el advenimiento del ciclo social o del constitucionalismo social,
antecedente directo del ciclo de la Revolución Nacional cuyo inicio se abre en 1952. Los
antecedentes históricos de este último período se encuentran en la Guerra del Chaco, sus
referencias normativas en el Referendo de 1937 y ulterior nuevo texto constitucional de
1938. El lapso histórico liberal se remonta, pues, a 1880 y es, definitivamente, el período
del asentamiento y consolidación de la incipiente institucionalidad política del país.
Este largo período resultó en uno de los más fructíferos en el ámbito de la
legislación y reglamentación administrativa, además de la natural modernización de las
estructuras orgánicas e institucionales del país (10). De ahí que varias noticias sobre la
legislación y reglamentación administrativa parten, justamente, de este período y se
señalan en este apartado –con un criterio objetivo y desapasionado- las novedades
posteriores y consecuencias ulteriores que hacen a su evolución.
Entre las normas que se destacan, fuera de las puramente administrativas,
tenemos la de creación del Registro Civil (1898); la separación del Estado y la Iglesia con
la proclama del principio de libertad de cultos (1906), el matrimonio civil (1911) y el
divorcio vincular (1931). A continuación, se resaltan las más importantes:
(10) En palabras de TRIGO, en op. cit. (Constituciones…), pág. 105, “…la undécima Constitución es la que ha
tenido una efectiva vigencia y ha sido la de más prolongada duración. A su amparo, las instituciones patrias
se organizaron y consolidaron. Mereció diversas reformas sancionadas siguiendo el procedimiento especial
previsto en ella. No obstante que se produjeron revoluciones o golpes de Estado, se la respetó y conservó
hasta 1938, en que fue sustituida por otro texto”.
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En el campo de la educación, la creación de las escuelas Normales luego del arribo de la
misión belga a cargo de Georges Roumá, con el propósito de modernizar la educación
pública del país.
En el ámbito administrativo se dicta la Ley de Organización Política y
Administrativa de 3 de diciembre de 1888 y su Decreto reglamentario de 10 de enero de
1903, primeras normas efectivamente orgánicas que establecen el número de los
ministerios, las atribuciones de éstos y de los prefectos, subprefectos y corregidores. Es
importante advertir que tales normas tuvieron larga vigencia, hasta ser derogadas
parcialmente con la Ley de Bases del Poder Ejecutivo de 1970 en el ciclo de inauguración
de los gobiernos militares autoritarios, sentando el principio, hoy sugestivamente en
desuso, de la necesaria dictación de una ley de naturaleza orgánica –que nosotros
anticipamos debiera ser, inclusive, de mayoría congresal calificada- que norme la
estructura funcional de la Administración Pública central o del nivel de gobierno estatal.
Según referimos en el apartado subsiguiente, y en lo que es una consecuencia
notable de la vigencia de la normativa de origen liberal, no ha sido hasta casi reciente
data que se vino en establecer, a través de una ley orgánica, la estructura institucional de
la Administración Pública central en Bolivia con la Ley de Ministerios del Poder Ejecutivo
de 1993, y luego otras versiones de la LOPE (Ley Orgánica del Poder Ejecutivo) como la
Ley N° 2446 de 19 de marzo de 2003, por ejemplo, hasta la casi reciente Ley de
Organización del Poder Ejecutivo N° 3351 de 21 de febrero de 2006 que, finalmente y
contrariando la exigencia del Estado constitucional de Derecho en lo tocante a la
conformación orgánica estatal, atribuye al Presidente de la República (hoy del Estado
Plurinacional de Bolivia), la facultad de establecer por decreto el número, composición y
atribuciones de los ministerios y sus órganos dependientes. (11)
(11) Desde un punto de vista eminentemente técnico, la Ley N° 3351 –de clara delegación de hecho de
funciones legislativas al Ejecutivo- tenemos el Decreto de 7 de febrero de 2009 del Órgano Ejecutivo en que
por vía reglamentaria reconforma el circuito orgánico e institucional de la Administración Pública
centralizada.
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Ahora bien, en un primer intento de establecer la organización administrativa
interna en el período en que nos encontramos revisando los acontecimientos legislativos
más notables, una ley de 1912 fija el horario de atención de oficinas de la Administración,
con más su reglamentación. Los días feriados y fiestas cívicas fueron reglados según
leyes de 1905 y 1909, aunque su normalización se remonta a un decreto anterior dictado
en 1903. En lo referido a los servicios públicos, destacan la Ley General de Sanidad de
1906, la Ley General de Ferrocarriles de 1910, todavía vigente a pesar de su notoria
obsolescencia, el reglamento de telégrafos (1910) y las normas reglamentarias de
navegación fluvial y lacustre (1912).
La Ley Orgánica de Municipalidades, emitida en 1887, siguió la línea de paulatino
reconocimiento del nivel de la Administración municipal aunque no todavía en cuanto
gobierno autónomo. Esta norma legal recoge parcialmente la trascendencia en lo
administrativo de este nivel gubernativo en la Constitución de 1839. Esta última carta
incorpora un apartado destinado al “régimen municipal”, tal como ya se anticipó en la
Constitución de 1880, pero dejando la reglamentación de lo municipal a la ley.
Actualmente se encuentra en vigencia la Ley Orgánica de Municipalidades de 10 de enero
de 1985.
En 1890 una ley escueta dispuso el procedimiento de delimitación territorial de
nuevos cantones, provincias y aún departamentos, atribuyendo a las municipalidades el
conocimiento de procesos administrativos propios de su conocimiento. Esta norma debe
complementarse con la Ley de 6 de octubre de 1913 sobre creación, supresión y
restablecimiento de secciones municipales, así como la Ley de 20 de noviembre de 1914
suprimiendo las unidades territoriales de los subcantones y la Ley de 16 de noviembre de
1919 que categorizó a las ciudades y sus requisitos poblacionales.
También del período liberal datan las leyes de responsabilidad que, hasta
entonces, resultaron poco prácticas dada la inexistencia de vías procesales que las hagan
efectivas. Se dicta, en aquel entonces, la Ley de Responsabilidades contra Altos
Dignatarios de Estado de 31 de octubre de 1884, vigente hasta 1944, así como la Ley de
Responsabilidades contra Magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Ambas leyes
fueron abrogadas recién con la Ley N° 2411 de 2002, inicialmente, y de manera definitiva
con la Ley N° 2445 de 13 de marzo de 2003. No obstante, también esta última resultó
abrogada por la actual y vigente Ley N° 044 de 8 de octubre de 2010.
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No obstante, se debe aclarar que todas estas normas, incluyendo la última de las
señaladas, suponen el procedimiento de un juicio político y no, necesariamente, el
régimen de la responsabilidad patrimonial del Estado en el ejercicio de las funciones de
quienes incurren en los presupuestos del enjuiciamiento anotado. Hasta el presente, por
consiguiente, no hay una vía procesal inequívoca para demandar dicha responsabilidad.
Es de destacar que en las postrimerías de este período pletórico en lo tocante a la
organización administrativa del Estado, se abre el debate sobre la descentralización
político-administrativa que incorpora un mandato específico luego del referendo sobre
reformas constitucionales de 1931. Para un mejor entendimiento, este punto se vuelve a
tocar en el período del constitucionalismo social o reformista, propio del siguiente
apartado.
En lo tocante al ejercicio de la potestad expropiatoria del Estado, en el período
liberal destaca la Ley de Expropiación por Causa de Utilidad Pública de 30 de diciembre
de 1884, reglamentando la Constitución de 1880 que proclamó esta potestad ablatoria
estatal y administrativa previa indemnización (pago del justiprecio).
En materia monetaria, se dictan las leyes que establecen el patrón oro como
unidad monetaria (1908) y el reglamento de acuñación de moneda metálica (1909). En el
ámbito de política poblacional, el reglamento del censo (1910) estableció su periodicidad
en diez años, práctica todavía vigente según evidencian los últimos censos de 2001 y
2012. Corresponde también al período liberal la dictación de la Ley de Reforma Monetaria
de 11 de julio de 1928, conservando el nombre de “boliviano” para la moneda nacional, al
igual que la Ley General de Bancos de 11 de julio de 1928, que regula a través de la
Superintendencia de Bancos la actividad bancaria que ingresa, así, al régimen jurídico de
Derecho Público a pesar de ser realizada por entidades del orden privado y comercial.
Así, tenemos la Ley del Banco Central de la Nación Boliviana de 20 de julio de
1928 que refunda dicho órgano –siguiendo las recomendaciones de la Misión Kemmerer-
como depositario de las reservas del país y agente fiscal, en la línea de establecimiento
de un “Banco Central moderno”.
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En el campo tributario y aduanero, se dicta la Ley de Aduanas de 1893, modificada
por la actual y vigente Ley de 1999 luego de instruirse la compilación ordenada del Código
Tributario que data de 2003. En materia fiscal y presupuestaria, se dicta la Ley Orgánica
del Tribunal de Cuentas de 28 de noviembre de 1883, creando una instancia conformada
por magistrados elegidos por el presidente según terna del Senado, destinada a fallar –en
el campo administrativo y presupuestario- sobre las cuentas y manejo de la hacienda
fiscal. El Tribunal de Cuentas también prestaba informes y recomendaciones al Ejecutivo
sobre el manejo contable de las finanzas nacionales. Sus decisiones eran recurribles
únicamente por ante la Corte Suprema de Justicia en recurso de nulidad. Es, como se
sabe, el antecedente orgánico directo de la Contraloría General de la República (hoy
Contraloría General del Estado Plurinacional de Bolivia).
Por consiguiente, recién por Ley de 5 de mayo de 1928 se dicta la Ley Orgánica
de la Contraloría ante la insuficiencia del control legislativo del Tesoro Público,
complementando la Ley Orgánica del Presupuesto de 27 de abril de 1928, tal como
sugirió la Misión Kemmerer en aras a una buena administración presupuestaria con un
sistema adecuado de contabilidad y control fiscal (“Reorganización de la Contabilidad e
Intervención Fiscal del Gobierno y la Creación de una Oficina de Contabilidad y Control
Fiscal”, elaborado por Edwin Walter Kemmerer, jefe de la misión contratada), con “un
carácter más bien preventivo y (que) no estaba limitada a revisar y corregir las
erogaciones fiscales como era el caso del Tribunal Nacional de Cuentas”.
Los cambios y evolución del sistema de control fiscal –en especial el relativo a la
Contraloría General de la República (hoy del Estado Plurinacional) se reseñan en el
período correspondiente.
En el ámbito de la seguridad interna, la Ley Reglamentaria de Policía y Seguridad
de 1886, sustituida luego por la Ley Orgánica de la Policía Boliviana de 1961 después de
casi un siglo de aplicación y, finalmente, por la Ley Orgánica de la Policía Nacional N° 147
de 1985, todavía vigente.
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4. Período del Estado Benefactor
Está caracterizado por el establecimiento del Estado de Bienestar Social y la
desmesurada presencia del Estado en la vida económica y social boliviana (paradigma del
intervencionismo y la planificación económica). Este período, aún y a pesar del derrumbe
del sistema político en 1964 instaurado en la Revolución Nacional, continuó en sus
contornos notablemente estatizantes -incluso en lapso de los regímenes militares
autoritarios- hasta el retorno de las vías democráticas en 1980 y 1982. De aquí hasta
1985, el modelo entra en crisis hasta 1985 (momento culminante en el proceso
hiperinflacionario), con la adopción de medidas económicas de shock y oportunidad en
que se abre un período nuevo caracterizado por la adopción de una economía de libre
mercado.(12)
Empero, no es menos importante advertir que dicho debate, a su turno, fue
resultado de un proceso histórico de modificación del centro político del país cuyo origen
se remonta a finales del siglo XIX. En efecto, la traslación del centro de decisión
económica –como resultado de la explotación minera de la plata- desde Potosí y la vecina
ciudad de Sucre, entonces capital de la República, era ya un hecho con el advenimiento
de la ciudad de La Paz como nuevo referente central de la actividad económica y
administrativa del país.
Las presiones por reconstituir la imputación geográfica de la capitalidad que perdía
Sucre, impulsaron en contrapartida la llamada Revolución Federal que, promovida desde
Santa Cruz y también La Paz, abrieron un largo debate congresal –sobre la conveniencia
del cambio de la forma de Estado- que se plantea a finales del siglo XIX, prolongándose
hasta bien entrado el siglo XX y que jamás concluyó favorablemente a las presiones
descentralizadoras o, peor aún, federalistas.
(12) Ya se ha anticipado que el debate de la descentralización administrativa y, en especial, el de la
descentralización político-administrativa tiene en el Referendo de 1931 el antecedente más claro, en lo
formal, de las reformas constitucionales que, finalmente y luego de casi setenta años, culminarían con la
adopción de una nueva forma de Estado (autonómico) con la Constitución actual de 2009.
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En este debate, de profundas consecuencias constitucionales y administrativas
recién advertidas en las siguientes décadas, todavía no hemos clausurado la discusión en
Bolivia, especialmente en el plano político. Ciertamente, el replanteo de la forma estatal
intercambiando el unitarismo por una fórmula descentralizada, permanece aún hoy en día
vigente en sus efectos y alcances, a pesar de la dictación de la nueva Constitución de
2009 que, como se sabe, vino en establecer la forma estatal autonómica.
Si bien a principios del siglo XX dicha discusión congresal resultó en un empate
histórico que impidió adoptar la forma federal en lugar de la unitaria, la decisión de optar
por la vía descentralizadora fue finalmente desechada por el veto presidencial de 1932 a
la Ley de Administración Departamental sancionada por el Congreso, con el argumento
que “no habían suficientes fondos para los Gobiernos Departamentales y (existe) el
peligro de descentralizar la administración estatal en plena conflagración bélica con el
Paraguay”.
La figura de la autonomía, también aprobada referendariamente, sólo pudo ser
aplicada a la administración de los centros universitarios públicos (autonomía
universitaria), como una concesión a las presiones estudiantiles que, en Bolivia, reflejaron
la llamada Revolución Universitaria de Córdoba (Argentina) de 1918, así como a la
necesaria autonomización de los gobiernos municipales cuyos ejecutivos todavía eran
nombrados directamente por el presidente. Estas concesiones se reflejan en el texto de la
Constitución de 1938, la primera de las que se encuadran en el constitucionalismo social
o reformista. Con posterioridad, la Constitución de 1947 estableció que los alcaldes serían
elegidos por los concejos municipales y no por el presidente. (13)
(13) Sin embargo, y como ya se ha anotado precedentemente, estas previsiones constitucionales no llegaron a
constituir una práctica institucional sino hasta el siguiente período histórico de nuestro análisis y, en especial
luego de los sucesivos ejercicios democráticos en el lapso que va desde dicho período al actual. A ello
contribuyó, desde luego, el llamado municipalismo emergente que se hizo objetivo con las normas de
Participación Popular y la aplicación de la Ley Orgánica de Municipalidades.
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Como resultado del Referendo de 1931, se enriquece la redacción y contenidos de
los nuevos textos fundamentales que, a partir de entonces, incluirán los llamados
“regímenes especiales”, entre ellos el económico creándose, por ejemplo, un Consejo
Económico y Social, en técnica constituyente y disposiciones que recogen casi
uniformemente los textos constitucionales posteriores. Resulta desde entonces un
apotegma que la organización económica debe basarse en principios de justicia social,
principio incluso intangible en el ordenamiento jurídico-constitucional del período histórico
siguiente de economía libre de mercado.
En lo administrativo, se proclaman artículos y apartados relativos a la
Administración, tales como el deber del funcionariado de declarar bienes y rentas antes
de tomar posesión en sus funciones. Pero, desde luego y para los fines del presente
estudio, como materia propia del Derecho Administrativo, se ponen en práctica desde el
Ejecutivo –al amparo de un renovado voluntarismo social- potestades administrativas de
alcance ablatorio de la propiedad privada cuales son la aplicación de figuras como la
nacionalización-reversión de la explotación de los recursos naturales, entre ellos y
principalmente, los hidrocarburos y la riqueza minera entonces en manos de sociedades
comerciales transnacionales (Standard Oil, en 1937, incluso con figura confiscatoria;
Decreto de 7 de junio de 1939 que impone a la gran minería a depositar el 100% de sus
divisas al Banco Central). En lo estrictamente social, la abolición del pongueaje
(servidumbre personal establecida en el Derecho Agrario como expresión del latifundismo
todavía vigente), así como el voto y ciudadanía a la mujer (1943 a 1947).
Este es el antecedente directo del proceso que sigue el “nacionalismo
revolucionario” que se propone como misión histórica en la racionalidad política y
económica del país, la llamada “liquidación del feudal-latifundismo” y del “superestado
minero” con la nacionalización de las minas, reforma agraria (Decreto 03464 de 2 de
agosto de 1953 y Decreto 03471 de 27 de agosto de 1953 que crea el Consejo Nacional
de Reforma Agraria), voto universal, reforma de la educación y creación de la seguridad
social (Código de Seguridad Social de 1956). Estas medidas alcanzaron consagración
constitucional en el texto fundamental de 1961.
El lapso que corre de 1952 a la dictación de la nueva Constitución de 1961 se
caracteriza por la gran dinámica social que, no obstante, no se traduce en normativa legal
de mayor trascendencia como la ya señalada para otros períodos y la referida en líneas
anteriores, en razón a que la ley requiere de un ambiente de serenidad y sosiego difíciles
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de alcanzar en aquellos años tumultuosos en que operaba un cambio estructural de
grandes y notables proporciones prohijados por la movilización social revolucionaria.
Desde luego que la emisión de reglamentos, en la vía de establecer mandatos inmediatos
a partir del Ejecutivo, muchas veces pasó por la dictación de decretos leyes –que jamás
han tenido previsión constitucional en Bolivia- siguiendo la línea de producción profusa
pero también dispersa según hemos advertido en líneas precedentes.
Nota aparte y que interesa a este estudio es la Ley de 29 de diciembre de 1955
que crea la Sala Social, Administrativa y Asuntos Mineros en la Corte Suprema de
Justicia, como un antecedente directo de la conformación del circuito jurisdiccional propio
en materia minera. Era la natural consecuencia estructural de un país cuya actividad
económica principal era –y lo es, todavía, al presente- la extracción de recursos naturales
no renovables.
No obstante, la renovación del sistema jurídico-administrativo marca un hito con el
Decreto Ley 7375 de 5 de noviembre de 1965 que establece el Estatuto del Funcionario
Público, luego del cambio político que supuso el desmoronamiento de la estructura
estatal-partidaria del régimen imperante hasta 1964 (golpe de Estado e inauguración de la
llamada Restauración, finalizando el ciclo de la Revolución Nacional). Esta norma se
mantendría hasta la dictación de la Ley de Carrera Administrativa y Sistema Nacional de
Personal, aprobada según Decreto Ley 11049 de 24 de agosto de 1973, en pleno auge de
los gobiernos militares de facto. Es una norma que estuvo vigente hasta 2000.
En esta línea y en el ciclo autoritario-militar destaca nítidamente la previa Ley de
Bases del Poder Ejecutivo de 30 de abril de 1970, que cedió aplicación a la posterior Ley
Administrativa del Poder Ejecutivo según Decreto Ley de 19 de septiembre de 1972 y que
no sería intercambiada hasta el siguiente período histórico de nuestro análisis.
Asimismo, en la política de planificación económica, es de notar la Ley del Sistema
Nacional de Planeamiento según Decreto Ley 11848 de 3 de octubre de 1974, que
instruyó la creación de un Ministerio de Planeamiento, en una secuencia institucional de
conformación orgánica de una secretaría de Estado (Ministerio) cuya vigencia se ha
mantenido hasta el presente.
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En cuanto toca a las inversiones (Derecho de Inversiones), necesarias en las
políticas de planificación económica y que auspicia el acometimiento de grandes
proyectos (política del desarrollismo) en un período de bonanza en los precios de los
minerales exportados, se dicta la Ley de Corporaciones Regionales de Desarrollo según
Decreto Ley de 9 de febrero de 1978. Esta norma, paradójicamente, abriría las
compuertas de la descentralización administrativa que se pondría en práctica en la
década de los años 90. También destaca la Ley de Licitación de Obras para el Sector
Publico según el Decreto Ley 15192 de 15 de diciembre de 1977, congruente con la Ley
de Adquisiciones del Sector Público conforme al Decreto Ley 15233 de 30 de diciembre
de 1977, o la Ley de Consultoría según Decreto Ley 16850 de 19 de julio de 1979.
En lo referente al Derecho Fiscal, se contrataron los servicios de la Misión
Musgrave (Misión sobre la Reforma Fiscal En Bolivia – Richard Abel Musgrave, 1975) que
no tuvo la trascendencia de la Misión Kemmerer. Entre las recomendaciones de esta
Misión se encuentran, desde luego, las modificaciones que alcanzaron a las atribuciones
de la Contraloría General de la República, tal como lo dispuso el Decreto 8321 de 9 de
abril de 1968 que dispuso la transferencia de la responsabilidad de la Contabilidad
Nacional al Ministerio de Hacienda. Así también el Decreto Ley 11902 del 21 de octubre
de 1974 que sistematizó, amplió y reorganizó las funciones de la Contraloría, convirtiendo
a la oficina de la Contraloría en La Paz como el centro del sistema, con oficinas de
auditoría interna en las diferentes entidades públicas y con unidades regionales
desconcentradas a cargo de Contralorías Departamentales.
Destaca también, en este período, la Ley del Banco Central de Bolivia aprobada
en el Decreto Ley 14791 de 1° de agosto de 1978, cuyos contenidos normativos serían
modificados posteriormente por la Ley de Bancos y Entidades Financieras N° 1488 de 14
de abril de 1993 y la vigente Ley del Banco Central de Bolivia N° 1660 de 31 de octubre
de 1995 y disposiciones posteriores conexas como la última Ley de Modificaciones a la
Ley de Bancos y Entidades Financieras N° 3892 de 18 de junio de 2008, entre otras.
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5. Período del paradigma de la economía de mercado (neoliberalismo)
Es el ciclo que deviene luego de la dictación del célebre decreto 21060 que
clausura el modelo económico estatizador, abriendo el país –y en especial los servicios
públicos- a la iniciativa e inversión privada, amén de muy importantes reformas
estructurales del Estado. Se prolonga hasta el cambio de orientación política y económica
en 2006 y que, normativamente, culmina con la dictación de la nueva Constitución Política
del Estado de 2009. Es, igualmente, un período fértil en disposiciones legales y
reglamentarias en el ámbito administrativo bajo la cobertura del entonces embrionario
Estado de Derecho en la aplicación de la Constitución Política del Estado de 1967, a su
turno también objeto de modificaciones notables como las de 1994.
El fenómeno hiperinflacionario del primer lustro de la década de los años 80, en
que el país se reconducía por derroteros democráticos después del ciclo autoritario militar,
puso al desnudo la crisis del modelo estatizante e intervencionista. La norma más
importante al inicio de este período es de carácter reglamentario y no legal (Decreto
Supremo N° 21060 que, a pesar de todas las modificaciones o derogaciones que suman
un listado muy difícil de precisar aún sigue vigente en más de algún aspecto sustancial).
Este decreto abre oficialmente la economía entonces estatal a la iniciativa privada (cfr.
D.S. 21137, 21187, 21364, 21660 de reactivación económica, 22407. 22836, 26285 y un
largo etcétera aún en el período histórico posterior).
En lo monetario, superada la inflación de varios dígitos, se dicta la Ley de Reforma
Monetaria de 28 de noviembre de 1986. Había arribado, pues, un nuevo tiempo, esto es,
el de la llamada Nueva Política Económica (NPE), que promueve un tipo de cambio
variable y libre de la moneda boliviana con respecto al nuevo patrón que es el dólar
americano; la dolarización de las operaciones bancarias, la libre importación y exportación
con muy contadas limitaciones, la eliminación de restricciones arancelarias hasta el
máximo posible, la libre contratación del trabajo remunerado (relocalización), supresión de
bonos excepto los más sensibles socialmente ( bono de antigüedad, de producción),
racionalización del personal público, descentralización de las empresas estatales,
liquidación de las corporaciones de desarrollo y, en general, liberalización de los precios
de bienes y servicios, especialmente públicos, con la supresión de subvenciones y
subsidios estatales.
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Todos estos antecedentes permitirían luego el acometimiento de notables
reformas estructurales del Estado en la perspectiva de una pretendida racionalidad
económica liberalizando el mercado nacional y fomentando la inversión privada,
especialmente extranjera, tanto en las empresas públicas que serían privatizadas
(capitalizadas) como en los mismos servicios públicos.
En efecto, siguiendo una tendencia casi generalizada en América Latina, se
adoptan medidas de franca apertura de mercados. A principios de la década de los años
90, difundido el llamado Consenso de Washington, que lista un conjunto sugerido de
medidas económicas, financieras, presupuestarias y fiscales (ampliación del universo
tributario y políticas de presión impositiva con el nuevo Código Tributario, según Ley 843,
o Ley de Reforma Tributaria de 1986, reduciendo el número de impuestos y tributos hasta
entonces establecidos y creando los impuestos indirectos), se inscribe al país en las
previsiones del llamado modelo “neoliberal” de economía abierta o economía de mercado.
Fruto de este emprendimiento y con el retorno de las formas constitucionales de
gobierno y racionalidad política recién puede cumplirse el mandato constitucional de
aprobarse congresalmente el Presupuesto General de la Nación a través de un acto
administrativo de formato legislativo cual es la Ley Financial a partir de 1986 y cuya
recurrencia se ha mantenido invariable aún al tiempo actual.
Las denominadas reformas estructurales del Estado abarcan varias disposiciones
legales y, desde luego reglamentarias, que reconforman no sólo el aparato y el obrar de la
función administrativa, sino que también atienden a otros sectores de la vida pública,
incluyendo el circuito jurisdiccional o disposiciones sustanciales en la legislación civil y
penal. Así, se remozaron disposiciones legales que se reputaban anacrónicas como la
prisión por deudas (Ley Blattman de abolición del apremio corporal por deudas)
dictándose una nueva Ley de Organización Judicial en 1993 que vino a sustituir la que se
remontaba a la Ley de Organización Judicial de 31 de diciembre de 1857, modificada por
la Ley de 12 de diciembre de 1914 y la de 10 de septiembre de 1917 y, en el interín, por
otras disposiciones, algunas reglamentarias como el Decreto de 10 de agosto de 1876 y
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el de 18 de enero de 1877 y la Ley de 5 de octubre de 1892, entre otros muchos
dispositivos de permanente reorganización del Poder Judicial. (14)
Es de destacar que varias de las normas dictadas, generalmente reglamentos,
designaban o intercambiaban ministros y jueces, en la que ha sido una constante
interferencia del Ejecutivo en el Poder Judicial, no hicieron sino mantener una política de
permanente avasallamiento del órgano jurisdiccional. Finalmente, según Ley N° 1455 de
18 de febrero de 1993, se dictaría la Ley de Organización Judicial, antecedente directo de
la actual Ley del Órgano Judicial N° 025 de 24 de junio de 2010.
Es importante subrayar la importancia de estas disposiciones legales y
reglamentarias por la directa incidencia en la conformación del circuito que hace a la
jurisdicción contencioso-administrativa y jurisdicción contenciosa, destinadas al control de
legalidad de los actos administrativos y las controversias emergentes de los contratos
administrativos, respectivamente. La surte de estos procedimienetos estuvo ligada, de
manera más que sugestiva, a la variación constante de las atribuciones de los órganos
judiciales. Ello creó confusión sobre el alcance de tales disposiciones e impidió la
conformación de una práctica permanente de las tareas de control de legalidad de los
actos administrativos o de resolución de las controversias en ocasión de la contratación
administrativa.
También en el ámbito jurisdiccional, las reformas estructurales del Estado pasaron
por la modificación del sistema de control de constitucionalidad hasta entonces difuso
conforme lo disponía la redacción original de la Constitución Política del Estado de 1967.
Esta reforma devino en la creación de un órgano de control de carácter concentrado,
siguiendo el modelo europeo de cortes constitucionales. El propósito era, entre otros, el
de ofrecer un marco jurídico de seguridad en las posibles inversiones extranjeras en el
proceso de privatización o capitalización de las empresas estatales. Así, se creó el
Tribunal Constitucional y se dictó la Ley del Tribunal Constitucional N° 1836 de 1° de abril
de 1998, acompañando estas modificaciones con la Ley del Consejo de la Judicatura N°
(14) Con posterioridad, pero en la misma línea, se había dictado –con un decreto- la Ley de Organización
Judicial de 19 de mayo de 1972 y, desde entonces, una multiplicidad de normas, también por vía de decreto-
ley, reformando la estructura orgánica judicial, de también larga enumeración.
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1817 de 22 de diciembre de 1997, o la Ley del Defensor del Pueblo N° 1818 de la misma
fecha.
Como dato insólito, la Ley del Tribunal Constitucional –cuyo acierto en la
promoción de renovadas interpretaciones de la Constitución y la aplicación conforme a
Derecho (control de legalidad adicional) de las disposiciones administrativas es innegable-
está la derogatoria circunstancial de las vías contencioso-administrativa y contenciosa,
contempladas en el Código de Procedimiento Civil de 1976, como mandato de las
disposiciones abrogatorias de la Ley N° 1836, en un interregno que duró hasta que el
Congreso de entonces, advertido del exceso en sus disposiciones abrogatorias, volvió
sobre sus pasos y en una norma legal posterior, restableció tales vías. Lo interesante del
caso es que, durante este lapso, no hubo reclamo alguno de los pocos justiciables que
presentaron su demanda, sea contencioso-administrativa o puramente contenciosa y
menos, aún, de los operadores, incluidos abogados, de la administración de justicia.
Otra nota curiosa constituye la dictación de la Ley de Administración y Control
Gubernamental N° 1178 de de 20 de julio de 1990 (Ley SAFCO), descontando el notable
avance que supuso en el manejo de la Administración –o función administrativa del
Estado- que vino en establecer, a partir de su art. 47°, la postura –invariable hasta el día
de hoy- de considerar a todo contrato celebrado por el Estado como uno administrativo.
Como se sabe, es una tesitura subjetiva que ha sido abandonada en el Derecho
comparado pero que, en nuestro medio, resultó convirtiendo la vía contenciosa en un
proceso y procedimientos ilusorios en caso de incumplimiento estatal en el ámbito
contractual. Es más, las vigentes Normas Básicas de Administración de Bienes y
Servicios, conforme al Decreto 181 reafirman esta anacrónica disposición que desconoce
la ocurrencia y celebración de contratos por parte de la Administración, sujetas no al
régimen de Derecho Público, sino al común previsto en la legislación civil.
No obstante ello, la Ley SAFCO, financiada por el Banco Mundial, ha impreso una
visión extraordinaria de modernización del Control Gubernamental, más allá inclusive del
intercambio del control fiscal previo, característica del período anterior, por el del control
ex post que, acorde a las necesidades de una Administración racional en el manejo de
sus recursos y que es característica del manejo público administrativo en los Estados
contemporáneos.
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En lo favorable, reiteramos, la Ley de Administración y Control Gubernamental N°
1178 de 20 de julio de 1990 cambió sustancialmente las funciones y atribuciones del
Contralor General de la República así como el concepto del control fiscal. Este último
pasó de previo a ex post, es decir, se estableció, como modalidad de control, la revisión
de lo obrado con posterioridad a la realización de la tarea y gestión fiscal. Es decir, y he
aquí un cambio importantísimo, luego de la dictación de esta ley, eliminada la atribución
de la Contraloría General del ejercicio del control previo del obrar administrativo, esta
responsabilidad vino en recaer en los servidores públicos de cada entidad, como parte de
sus deberes de ejercer el control interno, tanto en los actos administrativos como en los
demás actos de la Administración.
Tal como lo instruye dicha norma legal, desde 1990 se aplica, hasta el día de hoy,
un nuevo marco jurídico que regula los Sistemas de Administración y de Control
Gubernamental de los recursos del Estado, y su relación con los Sistemas Nacionales de
Planificación e Inversión Pública, creando los sistemas de administración y control
destinados a i) Programar y organizar las actividades en la Administración; ii) Ejecutar las
actividades programadas y, iii) Controlar la gestión del Sector Público, a través de un
conjunto ordenado y sistemático en los siguientes ocho rubros (sistemas), conforme reza
el art. 2° de dicha ley que, a su turno, establece las llamadas Normas Básicas cuyo
régimen jurídica se regula en disposiciones reglamentarias específicas que luego deben
ser objeto de una reglamentación propia al interior de cada entidad pública.
Estos sistemas pueden agruparse según determinadas actividades propias de la
Administración Pública:
Para programar y organizar las actividades, que comprende los sistemas de:
- Programación de Operaciones.
- Organización Administrativa.
- Presupuesto
Para ejecutar las actividades programadas, contemplando los sistemas de:
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- Administración de Personal.
- Administración de Bienes y Servicios.
- Tesorería y Crédito Público.
- Contabilidad Integrada.
Para controlar la Gestión del Sector Público, que supone el sistema de:
- Control Gubernamental, integrado por el (subsistema de) Control Interno y el
(subsistema de) Control Externo Posterior.
Ya se ha hecho referencia a la conformación orgánica del Poder Ejecutivo a través
de la emisión periódica de las LOPEs (Ley Orgánica del Poder Ejecutivo) que, aún cuando
autoriza la dictación de normas reglamentarias impone, sin embargo, una formalidad
imprescindible cual es la de autorizar cualesquier modificación de la estructura del aparato
estatal de la Administración centralizada a través de una ley. Nosotros reiteramos que, en
homenaje a la construcción racional de la institucionalidad política del Estado de Derecho,
dicha ley debiera ser siempre por mayoría congresal calificada por tratarse, justamente,
de una norma de naturaleza orgánica del Poder Público.
En lo que se refiere a las normas legales –las que acompañaron multiplicidad de
normas reglamentarias- que configuraron las reformas estructurales del Estado, siguiendo
las directrices de la Nueva Política Económica (NPE), deben citarse la Ley de
Capitalización N° 1554 de 21 de marzo de 1994, que dispuso el traspaso a manos
privadas, bajo el eufemismo de “capitalización” de las más importantes empresas
estatales (Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos-YPFB, Empresa Nacional de
Energía Eléctrica-ENDE, Lloyd Aéreo Boliviano-LAB y Empresa Metalúrgica de Vinto)
siguiendo un procedimiento muy original sugerido, para varios de estos casos, por una
consultoría contratada con el bufete Baker & McKenzie.
También se inscriben en este propósito aperturista e innovador, la Ley de
Pensiones de 1996 y la creación de los Fondos de Pensiones y la Administración de
dichos fondos para la capitalización individual que permita el pago anual de un bono a la
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tercera edad (Bonosol), pero en beneficio de los bolivianos mayores de edad a tiempo de
la capitalización a partir de los réditos de las empresas privatizadas, en especial por la
explotación comercial de los servicios públicos transferidos por delegación administrativa
a la iniciativa privada.
En cuanto toca, por ejemplo, a la responsabilidad del funcionariado y de quienes
prestan servicios a la Administración (responsabilidad frente al Estado) se han dictado
normas reglamentarias especiales, fuera de las previsiones de la misma Ley SAFCO
(Decreto Supremo N° 23318-A de responsabilidad por la función pública en una cuádruple
vertiente de atribución de responsabilidad (ejecutiva, civil, penal y administrativa). En el
régimen de administración de bienes y servicios se encuentra vigente, actualmente, el
muy notable y de aplicación contínua Decreto Supremo N° 0181 que regula las Normas
Básicas de Administración de Bienes y Servicios. Todas estas normas básicas,
ulteriormente, deben ser desarrolladas en un régimen jurídico propio y singular al interior
de cada entidad pública.
Con todo, hay un evidente retraso en otras áreas. Así, según todavía reconoce el
portal electrónico de la actual Contraloría General del Estado Plurinacional de Bolivia, el
Decreto Ley N° 14933 del 29 de septiembre de 1977, puso en vigencia la Ley Orgánica de
la Contraloría General de la República, la Ley del Sistema de Control Fiscal y la aún
vigente Ley del Procedimiento Coactivo Fiscal. Empero, esta última es una norma en
franca obsolescencia y es una de las más evidentes tareas pendientes –de su necesaria
actualización- para el tiempo histórico actual.
En el período republicano que analizamos se acometió, aunque con alguna
prudencia, el proceso de descentralización político-administrativa en la que cobró
renovada fuerza la visión municipal de un Estado cercano al ciudadano. Así se explican
leyes como la de Participación Popular o la nueva Ley Orgánica de Municipalidades
reconociendo a los municipios un nivel de decisión subnacional, esto es, el carácter de
“gobierno” que recién alcanzaría consagración constitucional en la norma fundamental de
febrero de 2009.
Ahora bien, emergente de la capitalización de las empresas públicas y la
privatización de los servicios públicos librados a las vicisitudes de su explotación
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comercial en un mercado de economía abierta, se creó el llamado Sistema Regulatorio
que conformaban tres (sub)sistemas que agruparon órganos regulatorios según ciertas
proximidades o afinidades en su tarea estatal de regulación de los mercados.
En efecto, lo notable de este emprendimiento orgánico es la recepción hasta su
actual y vigente reconocimiento, de una tarea o función estatal cual es la regulación, en
un sentido técnico y económico (strictu sensu), cuya vigencia se ha mantenido aún en el
modelo político y económico del período histórico siguiente al que aquí reseñamos.
A este propósito se crearon las superintendencias sectoriales (Sistema de
Regulación Sectorial-SIRESE, Sistema de Regulación Financiera-SIREFI y Sistema de
Regulación de Recursos Renovables-SIRENARE) que debían ser órganos independientes
y equidistantes –se dijo- del Estado, de los entes privados regulados y de los usuarios o
consumidores. Los nuevos órganos no podían, entonces, ser parte de la Administración
central y sólo bajo un régimen de descentralización y acaso autarquía (generación y
administración de recursos “propios”), podían alcanzar el objetivo propuesto.
Ello explica, entonces, que en lo referente a las parcelas de la economía nacional
reputadas de estratégicas, esto es, aquellas que definen la pervivencia del mismo Estado,
se señalaron como sectores clave, a ser regulados, los de hidrocarburos, electricidad,
telecomunicaciones, transportes y de saneamiento básico (agua y alcantarillado). Es el
momento de fundación del Sistema Regulatorio Sectorial (SIRESE), con la Ley N° 1600
de 1994, que contempla el establecimiento de las llamadas superintendencias sectoriales
destinadas a regular los servicios públicos en tales sectores.
Desde luego que el sistema financiero debía merecer especial preocupación. Así,
se dicta la Ley de Pensiones N° 1732 en 1996 que crea el sistema de regulación
financiera (SIREFI), a cargo de las superintendencias de bancos y entidades financieras,
la de pensiones, valores y seguros y, finalmente, la de empresas. Es de notar que la
primera de ellas ya había sido establecida muchísimo antes y lo que se hizo fue dotarla de
tareas regulatorias además de las que tradicionalmente había tenido de simple control o
supervisión de los entes financieros.
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Finalmente, y en lo que parece ser una nota anticipatoria de lo que podría
significar de importante o trascendente la gestión de los recursos naturales renovables –a
diferencia de los no renovables, como los mineros- se vino en crear –un poco antes que el
destinado al sector financiero- el sistema de regulación de recursos renovables
(SIRENARE), según Ley Forestal N° 1700, también de 1996. Este sistema estaba
constituido por las superintendencias forestal y agraria. (15)
Una cuestión importantísima que luego vendría a ser el punto central del debate en
torno al papel destacado que tenían las superintendencias en el quehacer administrativo y
económico del país, vino con la creación –para cada sistema- de una superintendencia
general, a la que no se subordinaban jerárquicamente las otras superintendencias. Las
superintendencias sectoriales tenían igual rango que la superintendencia general pero
esta última, como primus inter pares tenía, como principal tarea, la resolución del recurso
jerárquico, agotando la vía administrativa previa a la posible apertura de la acción
contencioso administrativa. La principal crítica formulada contra este circuito de decisión
administrativa residía en que el sistema regulatorio, carente de legitimidad democrática,
adoptaba decisiones nacionales de carácter estratégico más allá de la Administración
centralizada, constituyéndose en los hechos en un poder paralelo.
No está demás hacer saber que el establecimiento de estos sistemas generó gran
expectativa en el área administrativa. Por tal razón y, con posterioridad, se crearon
también otras superintendencias –pero no con funciones regulatorias- destinadas a la
supervisión de áreas no necesariamente económicas, tales como la superintendencia del
servicio civil (destinada al seguimiento y aplicación del régimen jurídico propio del
funcionariado en los alcances de la Ley del Estatuto del Funcionario Público); la
superintendencia tributaria general (para la aplicación de las nuevas disposiciones
tributarias y como un modelo mixto –en lo administrativo fuera de lo jurisdiccional- de las
controversias emergentes de las obligaciones tributarias); así como la superintendencia
de minas.
(15) La fórmula común para el establecimiento de estos sistemas venía por un giro muy similar en los textos
legales de conformación de cada sistema: “Créase el Sistema de Regulación… cuyo objetivo es regular,
controlar y supervisar aquellas actividades de los sectores (financieros, económicos, de servicios y de
recursos naturales)… asegurando que: … tanto los intereses de los usuarios, las empresas y demás entidades
reguladas… como los del Estado, gocen de la protección prevista por ley en forma efectiva…”.
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Empero, bien vistas las cosas, estas últimas superintendencias no tenían en
común con las que conformaban los tres sistemas antedichos, sino la denominación. Su
función no era regulatoria en el sentido y alcance técnico-económico que aquí hemos
expresado, sino más bien de control y supervisión en una tarea eminentemente
administrativa. (16)
En este período, a pesar de la pretendida modernización de la estructura estatal
que conforma la Administración Pública que ejerce la función administrativa, se mantuvo
invariable la forma de Estado unitario. Es decir, hay una Administración que abarca, por
vínculo de tuición administrativa –casi desde un principio poco comprendida en sus
alcances jurídico-administrativos- los entonces llamados “servicios nacionales” y otros
entes descentralizados, mas allá de la natural desconcentración de funciones que
naturalmente impone una mejor gestión de la cosa pública.
En paralelo, no obstante, y en una tendencia que se remonta al mandato de
descentralización desde el Referendo de 1931, se forma convicción paulatina de un
necesario reconocimiento de otros niveles de decisión administrativa con carácter,
inclusive, de autonomía de gestión. Es el caso, por supuesto, de los gobiernos
departamentales y de los gobiernos municipales considerados, no obstante, como “el
Poder Ejecutivo a nivel departamental” e incluso municipal.
En efecto, se dicta la Ley de Participación Popular de 28 de julio de 1995 que,
aunque estableciendo un punto de inicio en la descentralización, mantiene vigente el
carácter fuertemente centralizado del Estado unitario, creando “consejos departamentales
y cuyo régimen reglamentario vino en el Decreto Supremo 27431 de 2 de abril de 2004.
En el caso municipal, según anotamos en líneas precedentes, aunque ya la Constitución
de 1947 estableció la elección de los alcaldes y miembros del concejo municipal, no es
hasta 1987 que se celebran elecciones municipales la par de las elecciones generales.
(16) El aparente éxito de una gestión administrativa cualitativamente tecnificada llevó, en su momento, a
proponer la creación de otras superintendencias para las tareas más disímiles, en lo que se llamó –con acidez e
ironía- la fiebre de la superintendentitis de aquella período histórico.
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Dos años antes, se había dictado la Ley Orgánica de Municipalidades de 1985 que
dispuso la municipalización de todo el territorio nacional, así como la coparticipación
tributaria en el 20% de los ingresos nacionales a favor de los municipios. No obstante, se
crearon los comités de vigilancia sobre la base de las circunscripciones municipales para
supervigilar los recursos de la Participación Popular. Estas disposiciones legales y
reglamentarias se consagrarían constitucionalmente en las reformas de 1993-1994.
Merece un apartado especial el destinado al régimen jurídico del administrado
frente a la Administración, esto es, la norma destinada a regular los procedimientos y
recursos administrativos, hasta entonces librados a la aplicación extensiva, en sede
administrativa, de las disposiciones procesales del Código de Procedimiento Civil. Es de
destacar que la creación del Sistema Regulatorio, en especial en el SIRESE y luego en el
SIREFI, supuso la puesta en práctica de un régimen procesal –o, todavía, procedimental-
de actuaciones predeterminadas en el Decreto Supremo N° 24505 cuyo éxito animó a la
dictación de la Ley del Procedimiento Administrativo N° 2341 de 23 de abril de 2002 que
recién se pone en aplicación desde el 23 de julio de 2003. El reglamento a esta ley viene
por el Decreto Supremo N° 27113 de 23 de julio de 2003 cuya falta de coordinación
normativa con la ley es más que evidente.
El hecho es que la Ley del Procedimiento Administrativo (LPA) en plenitud de
vigencia normativa, de clara influencia a partir de la Ley Nacional del Procedimiento
Administrativo (nacional) de la República Argentina, es de vocación general y supletoria
frente a los posibles reglamentos procesales en sede administrativa que pudieran
dictarse, sea en el Sistema Regulatorio (Decreto 27172 para el SIRESE, Decreto 27175
para el SIREFI). Así, se abre paso al reconocimiento ulterior de una nueva disciplina
jurídica de naturaleza procesal en Bolivia cual es el Derecho Procesal Administrativo.
Aunque ya se había dictado el Decreto Supremo 23934 de 23 de diciembre de
1994 aprobando el reglamento común de procedimientos administrativos y de
comunicación de los Ministerios, su aplicación resultó en extremo relativa, originando una
situación de indefensión jurídica del administrado frente a la Administración, sólo
técnicamente superable con la Ley del Procedimiento Administrativo N° 2341.
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Por consiguiente, el valor de esta norma procesal es innegable. En primer lugar,
establece el régimen jurídico del acto administrativo cuya categoría jurídica no había sido
reconocida anteriormente aunque las referencias a su existencia estaban ya señaladas en
anteriores disposiciones legales y aún constitucionales, pero sin llegar a comprender su
trascendencia como manifestación unilateral de la voluntad del órgano que ejerce función
administrativa y que incide patrimonialmente en el administrado (efectos jurídicos).
A partir de esta plataforma conceptual que reconoce el valor de la piedra de toque
de todo el Derecho Administrativo cual es el acto administrativo, devino el lógico
establecimiento del sistema recursivo (recursos de revocatoria y jerárquico) en sede
administrativa. Y esto, como paso previo, luego de su agotamiento, para ingresar al
control judicial del obrar de la Administración, esto es, la verificación de legalidad
enervando la presunción de legitimidad a la que también acompaña la presunción de
constitucionalidad (antes en la Ley del Tribunal Constitucional N° 1836 y actualmente
consagrada en el art. 4° de la Ley del Tribunal Constitucional Plurinacional).
Y, no menos importante, es aplicable desde entonces el reconocimiento del
sistema de legitimación procesal activa, sea como titular de derechos subjetivos o, al
menos, acreditando interés legítimo en las decisiones del ente que ejerce función
administrativa. Cosa notable es la incorporación, aunque todavía en una norma
reglamentaria –lo que hace evidente la necesidad de una armonización en el rango
jerárquico de una ley- de la legitimación procesal de asociaciones de administrados
(generalmente usuarios o consumidores) que defienden derechos de incidencia colectiva.
No se acepta legitimación procesal activa, por supuesto, a quienes sólo ostentan un
interés difuso (denunciantes).
Las demás disposiciones vienen a establecer el régimen procesal y procedimental
de la sede administrativa con un contenido publicístico alejado de la norma procesal civil
que conserva rasgos de Derecho Privado, incluso con directrices (principios) que informan
su aplicación renovada a partir de la hoy Constitución Política del Estado de 2009, tal cual
ha venido en proclamar la jurisprudencia sentada por el Tribunal Constitucional
Plurinacional siguiendo la tónica impresa por el extinto Tribunal Constitucional.
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Lamentablemente, dicha norma resulta incompleta al tiempo actual en que se
precisa reconformar toda la vía administrativa en concordancia y armonía con la
contenciosa-administrativa en cuanto garantía constitucional de legalidad en el ejercicio
del Poder Público del Estado de Derecho. Fuera de ello, urge el proveer mecanismos de
tutela efectiva de los derechos subjetivos del administrado, así como de sus intereses
legítimos, más allá de los posibles pronunciamientos del órgano que ejerce función
administrativa.
En el ámbito del Derecho Administrativo Laboral, se dictó la Ley que aprueba el
Estatuto del Funcionario Público N° 2027 de 27 de octubre de 1999 –con mas una
dispersa reglamentación de aplicación restringida- y que sienta las bases de la Carrera
Administrativa cuya vigencia es todavía incierta, a pesar de los antecedentes
escalafonarios que se remontan a la Ley de Bases de 1970. En períodos de intensa
renovación institucional como el actual, es necesario restablecer la seguridad jurídica en
el reclutamiento del funcionariado para evitar su politización y consiguiente pérdida del
carácter esencialmente técnico que debe informar el acceso a la función pública de los
servidores del Estado.
Finalmente, tal como señalamos, la potestad administrativa expropiatoria, cuyos
antecedentes se remontan al período liberal fue enriquecida con las disposiciones
actuales del Código Civil de 1975 –dictado en el ciclo militar- y la todavía vigente Ley de
Municipalidades N° 2018 de 28 de octubre de 1999. En el marco del ejercicio de su
autonomía, algunos gobiernos municipales hoy estudian la emisión de leyes de alcance
municipal que actualicen las disposiciones de la norma señalada cuya vigencia notable de
mucho más de un siglo, evidencia su utilidad y aplicación constante.
6. Período actual de refundación estatal
En esta etapa histórica que corre de 2006 al presente, además del cambio político
operado, la mayor novedad, en la materia que os ocupa, es el cambio en la forma estatal
que pasa del Estado unitario al Estado autonómico a partir de la nueva norma
fundamental de 2009.
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Este solo hecho, cuya trascendencia en el ámbito del Derecho Administrativo –y su
legislación ulterior- es, de lejos el de mayor relievancia. Y ello no sólo por la actualidad del
fenómeno de gran dinámica institucional en un proceso que recién comienza, sino por las
consecuencias que deben originarse en el sistema jurídico. Entre ellas, el reconocimiento
de varios niveles de gobierno además del central, estatal o nacional, esto es, de
subgobierno nacional (mesogobierno) que agrupa las autonomías departamentales,
regionales, municipales y las denominadas autonomías indígena-originario-campesinas.
Estas últimas son resultado del reconocimiento territorial de unidades geográficas
subnacionales y/o subdepartamentales, en las que ciertos grupos étnicos y de
nacionalidad diversa han mantenido sus instituciones políticas y jurídicas (pluralismo
jurídico, además del económico).
Todos estos niveles de gobierno reconocidos constitucionalmente, exigen el
reconocimiento de sus correspondientes Administraciones.
Posiblemente en Bolivia no se ha advertido la trascendencia de la transición del
régimen jurídico de la forma de Estado unitario a la del Estado autonómico. No es
únicamente un acontecimiento constitucional y sociopolítico sino, en la práctica, la
objetivación material de las disposiciones de la novísima Constitución Política del Estado.
Es, de lejos, de especialísima importancia para el Derecho Administrativo porque a partir
de su conformación, opera el reconocimiento formal de las Administraciones –en plural-
que corresponden a cada nivel de gobierno, sea nacional o subnacional (mesogobierno).
Si a ello se agrega la consagración constitucional del pluralismo en sus vertientes
jurídicas y económicas, el panorama que se abre para el estudio renovado del Derecho
Administrativo es, ciertamente, de un horizonte amplísimo y de insospechadas cuanto
favorables consecuencias en nuestra materia.
La nueva Constitución ha supuesto un constructo normativo de superlativa
importancia cuyos contenidos culturales reflejan la diversidad de sus destinatarios
sociales. Basta, por ejemplo, la sola revisión de los principios ético-morales de la sociedad
plural que se pretende establecer, para confirmarlo. Al pluralismo jurídico acompaña
también el pluralismo económico sobre la base de una cuádruple vertiente de formas de
organización económica reconocidas según proclama la Constitución en el art. 306° y
siguientes. Es decir, en la economía plural oficialmente adoptada, deben coexistir formas
que interesan, por ejemplo, en el ejercicio estatal de la función regulatoria.
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Estas formas de organización económica son las siguientes:
Comunitaria, cuyo alcance –todavía en el ámbito de la sociología política- deberá
ser acotado por la interpretación jurídica que venga a elaborar el Tribunal Constitucional
Plurinacional. Esta forma de organización económica descansa en la estructura
institucional propia de las comunidades indígenas, principalmente, que ha permanecido
vigente a pesar de la Colonia o la República;
Estatal, en inequívoca referencia al papel principal y protagónico del Estado
Plurinacional que, en el caso que nos ocupa, brindará servicios públicos –objeto de la
regulación técnica- en aquellas áreas o sectores que considere estratégicos. De hecho, la
provisión del agua potable o el alcantarillado (hoy llamados derechos humanos) no
pueden ser, por imperio del mandato constitucional, sino provistos por el mismo Estado y
no por particular alguno;
Privada, que es la que las teorías de la regulación suponían la más importante y
que, sin desmerecer su aporte y trascendencia actual, es atribuida todavía, a la mayoría
de los servicios públicos hoy regulados. Empero, esta forma de organización económica
es posible que ceda –de manera paulatina- espacio a las demás formas económicas
reconocidas constitucionalmente. En verdad, la iniciativa privada o particular ha visto, en
algunos servicios regulados, la reaparición del Estado como proveedor principal,
hegemónico y hasta monopólico: telecomunicaciones (ENTEL), transporte público
aeronáutico (BOA), energía eléctrica (ELECTROPAZ y otras) y, desde luego, y porque así
lo establece la Constitución, el servicio público de agua potable y alcantarillado;
Social cooperativa, que supone una forma intermedia entre la iniciativa privada y
estatal, a cargo de cooperativas que, si bien no están signadas por el lucro como motivo
de su establecimiento, actúan también en el ámbito comercial o mercantil. De hecho, el
servicio público de telefonía local está a cargo de cooperativas conformadas por los
usuarios de dicho servicio (COTEL, COTAS, COTEAUTRI, etc.), exigiendo, no obstante,
renovadas reglas de organización más acordes a las exigencias de una población usuaria
numerosa, de la tecnología propia del campo de las telecomunicaciones y, por supuesto,
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más allá de las prescripciones constitucionales y legales que no han variado
sustancialmente desde el reconocimiento del cooperativismo como alternativa y medio de
organización económica en los tiempos del constitucionalismo social o reformista. Es de
lógica que también, en este punto, el Tribunal Constitucional Plurinacional deberá fijar el
alcance de este reconocimiento constitucional a tan singular forma de organización
económica;
Luego, estas formas de organización económica deberán ajustarse a las pautas
que los principios y directrices de contenido ético-moral se reseñan en el art. 8° de la
nueva Constitución. Resalta en ellos el principio del “vivir bien” (suma qamaña) que hoy
distingue, al menos así se lo proclama, todo el obrar y emprendimientos estatales. De
igual manera, los valores que se consignan en el segundo parágrafo de esta disposición
constitucional tienen que ver –y mucho- con la regulación técnica que hasta aquí hemos
referido- como, por ejemplo, y por citar sólo algunos, la “igualdad”, la “inclusión”, la
“solidaridad”, la “reciprocidad”, la “transparencia”, el “equilibrio”, la “equidad social”, el
“bienestar común” y, por supuesto, la “distribución y redistribución de los productos y
bienes sociales” para, justamente, “vivir bien” (suma qamaña, teko kavi y ñandereko).
En este sentido, siendo “productos y bienes sociales” los servicios públicos, esto
es, como resultado y emprendimiento de formas de organización económica comunitaria,
estatal, privada o social-cooperativa, deberán ser provistos en “términos de solidaridad,
equidad, destinados al bienestar común y en la búsqueda del ideal del “vivir bien”.
A lo anterior, deben sumarse los principios propios del obrar administrativo que se
reseñan en el art. 232° constitucional, resaltando algunos de ellos como directamente
aplicables en sede de la Administración regulatoria. Así, los de “compromiso e interés
social”, de “transparencia”, “igualdad”, “eficiencia”, “calidad”, “calidez”, “responsabilidad”
y/o “resultados”. Adviértase que en estos principios, refulge el contenido nuevo que
seguramente tendrá que atribuirse, en la provisión de los servicios públicos regulados, a
nociones como la eficiencia, la calidad, calidez o la gestión por resultados.
En lo que toca a los principios contenidos en la Ley del Procedimiento
Administrativo N° 2341, su relación y estudio cobran trascendencia innegable, en todo el
ámbito del obrar administrativo aún si la citada ley es de aplicación supletoria.
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Mas allá de estas consideraciones meramente jurídicas, el hecho de la
autonomización de las unidades territoriales departamental, regional, municipal o de las
autonomías indígena-originaria-campesinas, exige un renovado interés desde el Derecho
Administrativo en la perspectiva del diseño orgánico e institucional de sus respectivas
Administraciones. Igual consideración nos merece el estudio de las hoy reconocidas
potestades legislativas y reglamentarias –en notable extensión del ejercicio de esta
función normativa residenciada en la Administración- a cargo de los niveles de gobierno
subnacional.
Finalmente, es importantísimo advertir que en 2009, coetáneamente a la dictación
de la nueva Constitución de 2009, también se emitió el célebre Decreto Supremo 29894
de 7 de febrero del mismo año, modificado a su turno por ulteriores decretos, que
reconforma el circuito orgánico de la Administración Pública (central), redistribuyendo o
asignando tareas entre los distintos ministerios y viceministerios y, en su caso,
extinguiendo varios órganos regulatorios o intercambiando la denominación de los
mismos. El cambio operado fue de gran magnitud y corrió en paralelo al proyecto político
que ahora se consagraba constitucionalmente en la nueva norma fundamental. Es el
momento clave en el proceso político que comenzó en 2006 y que supuso la conclusión
del modelo político y económico correspondiente al ciclo anterior, esto es, el del período o
fase de apertura de mercado.
El Estado retomó notoriamente, a partir de entonces, la dirección política y
económica del país, pasando a un segundo plano la iniciativa privada, característica del
período anterior. En lo tocante a los servicios públicos, por ejemplo, la reconformación de
los órganos y entidades que ejercían la función regulatoria, restableció la decisión última
en sede administrativa en los niveles ejecutivos de la Administración central o estatal, a
través del conocimiento y resolución de los recursos jerárquicos. Este cambio supuso la
liquidación del sistema regulatorio y la adopción de un nuevo modelo de órganos
regulatorios.
El momento presente en la evolución de la legislación y reglamentación
administrativa en Bolivia es, justamente, el de la paulatina adopción del proyecto político
consagrado constitucionalmente, incluyendo el proceso y los procedimientos de
descentralización hacia la conformación del Estado autonómico. Ésta, y no otra, es la
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razón por la que el estudio del Derecho Administrativo en Bolivia, al menos en la hora
actual, pasa también por el análisis del mandato fundamental contenido en la nueva
Constitución Política del Estado de febrero de 2009.
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IV. ESTADO ACTUAL DE EVOLUCIÓN NORMATIVA EN LAS PRINCIPALES
ÁREAS DE LA LEGISLACIÓN ADMINISTRATIVA
Desde luego que una relación detallada del estado de evolución de todas las áreas
cuya normación se inscribe en el marco jurídico del Derecho Administrativo supondría una
extensión desmesurada para el presente trabajo. De allí que nos limitaremos a reseñar
aquellas áreas en las que es necesario prestar mayor atención y, en su caso, acusar
aquellos vacíos o disfunciones que impiden la realización a plenitud de los derechos
subjetivos e intereses legítimos de los administrados. En paralelo, tales falencias impiden
un margen razonable de éxito en el ejercicio de la función administrativa.
En suma, en esta parte del trabajo advertimos que en ciertas áreas de normación
en la legislación y reglamentación boliviana se deben no solamente actualizar los
contenidos normativos, sino complementar o terminar de establecer un marco jurídico
adecuado para el ejercicio de los derechos subjetivos e intereses legítimos del
administrado sin descuidar la plenitud del ejercicio de la función administrativa.
1. Las Administraciones en el marco de la descentralización autonómica y el
reparto competencial
Nosotros creemos que la más importante de las reformas en la Administración
reside, justamente, en el cambio de la forma estatal unitaria por la descentralizada con
autonomías siguiendo, en muchos casos, el modelo español adoptado luego de la
Constitución de 1978.
Previo al proceso mismo de descentralización autonómico, se debieron configurar
las unidades territoriales destinatarias, conjuntamente el nivel de gobierno central
actuando como unidad territorial que abarca todo el Estado, el reparto competencial
previsto en la Constitución y desarrollado en leyes reglamentarias.
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Los departamentos, provincias y/o municipios coaligados, municipios y territorios
indígena-originario-campesinos configuran, entonces, unidades territoriales que, en su
caso, serán receptores de las competencias que les serán transferidas y delegadas desde
el nivel central de Gobierno en un proceso de reparto previsto constitucionalmente para el
ejercicio de la autonomía.
Es importantísimo encuadrar el concepto de “autonomía” que nos viene desde la
Constitución, tal como lo señala el art. 272° de la norma fundamental que atribuye a esta
categoría: i) la elección directa de sus autoridades; ii) la administración de sus recursos
económicos; y iii) el ejercicio de facultades legislativas, reglamentarias, fiscalizadoras y
ejecutivas por parte de sus órganos de gobierno propio, al interior de su circunscripción
geográfica (17)
El mencionado reparto competencial, en norma específica y a nivel de
reglamentación legal del mandato constitucional, como se ha dicho, se encuentra en la
Ley Marco de Autonomías y Descentralización “Andrés Ibáñez” (18) N° 031 de 19 de julio
de 2010 es, esencialmente, una norma reglamentaria (19) de la Constitución. Así, por
ejemplo, lo reza el art. 2°, relativo a su objeto, que proclama que dicho texto legal tiene
por objeto “regular” el régimen de autonomías, así como las bases de la organización
territorial del Estado. El “regular” se entiende por “reglar” o “normar”. Es, en un sentido
(17) La norma constitucional refiere, con evidente imprecisión, que lo será en “el ámbito de su jurisdicción”, en un giro
terminológico impropio jurídicamente pues la “jurisdicción” es una tarea técnica atribuida a un órgano –preferiblemente
judicial- que resuelve controversias suscitadas entre particulares o entre éstos y el Estado, en tanto la circunscripción –que
es el término que debió emplearse- evoca la idea de un ámbito regional fijado conforme a determinadas coordenadas y
referencias espaciales y geográficas.
(18) Es interesante destacar que la denominación de esta ley es un homenaje póstumo a Andrés Ibáñez, paladín
del federalismo cuya noticia se consignó en los primeros apartados de este trabajo. Aunque la forma estatal
federal no ha sido adoptada, de todas maneras el proceso de descentralización sí ha arribado, finalmente, pero
a través de la conformación de autonomías.
(19) El carácter “reglamentario” de esta ley está referido a que, por vía legal –que prevé con más detalle el mandato
constitucional, facilitando la aplicación de los procedimientos para la realización de las previsiones de la Constitución- se
establecen mecanismos y lineamientos con miras a la autonomización de las entidades territoriales a las que se reparti rá
competencias. Su contenido “reglamentario” no debe confundirse, empero, con el resultado de la potestad reglamentaria
que tiene el Estado, generalmente a partir de emisiones generales o abstractas que emite la Administración, en especial la
centralizada (decretos supremos, resoluciones supremas, etc.). Estas emisiones administrativas, en términos sencillos,
“desarrollan” una ley y no la Constitución pero, lo más importante, no conceden ningún derecho ni pueden modificar el
plexo de los mismos –o de los deberes y obligaciones- ya previstos en la ley o en la misma Constitución.
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semántico, establecer, precisamente, un “marco normativo”. Se elige una ley porque ésta
tiene la posibilidad de ingresar detalles –generalmente mecanismos y procedimientos-
destinados a hacer efectivo el mandato constitucional, que la misma Constitución, por su
carácter abstracto y general, no podría contener.
La Ley Marco, siguiendo el art. 271° de la Constitución, regula i) el procedimiento
para la elaboración de Estatutos autonómicos y Cartas Orgánicas; ii) la transferencia y
delegación de competencias; iii) el régimen económico financiero; y iv) el imprescindible
régimen de coordinación entre el nivel central y las que serán las unidades territoriales
descentralizadas y autónomas (20).
Efectivamente, el art. 3°, en cuanto al alcance de la ley, anticipa que comprenderá:
i) las bases de la organización territorial del Estado; ii) los tipos de autonomía; iii) el
procedimiento de acceso a la autonomía; iv) el procedimiento de elaboración de Estatutos
y Cartas Orgánicas; v) los regímenes competencial y económico-financiero del nuevo
Estado; vi) el marco de general de la participación y control social en las entidades
territoriales autónomas y, principalmente, vii), el régimen de coordinación entre el nivel
central del Estado y las entidades territoriales autónomas.
Al presente, en curso el procedimiento de transferencia y delegación administrativa
–en su caso, definitiva- de las competencias del Poder Público, los gobiernos autónomos
–especialmente departamentales y municipales- vienen asumiendo, de manera paulatina,
las competencias previstas constitucional y legalmente a su favor.
Esta reconformación estatal, reiteramos, ha supuesto el establecimiento de varios
niveles de gobierno: central estatal, autónomo departamental, autónomo regional,
(20) No toda unidad territorial será “descentralizada y autónoma” pues, por ejemplo, la mayoría de las provincias seguirán
estando sujetas al gobierno departamental o, finalmente, a un gobierno regional. En más de algún caso, aún respetando sus
límites geográficos, algunas provincias serán parte de una autonomía índigena-originario-campesina, etc. Empero, en el
caso de los departamentos, que son unidades territoriales de mayor envergadura geográfica, adquieren –por mandato
constitucional- la inmediata posibilidad de ejercer su autonomía una vez aprobado su Estatuto y operada la transferencia
y/o delegación de competencias. Esta última previsión es también enteramente aplicable a los municipios que conforman,
ya actualmente, un nivel de gobierno llamado “gobierno municipal”, aunque deberán tramitar la aprobación previa de su
“carta orgánica”.
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autónomo municipal y autonomías indígenas originario-campesinas. Desde un punto de
vista técnico, entonces, se han conformado tipológica y genéricamente, dos niveles de
gobierno: i) uno estatal o central, y ii) cuatro niveles de gobierno subnacional o de
mesogobierno. A todos ellos corresponde, entonces, transferir competencias –y, en su
caso, definitivamente- desde el primer nivel (21).
Todos ellos, reunidos, conforman el gobierno –y también parte del Gobierno- según el
siguiente listado:
1. Gobierno central (o nacional), que ya estaba establecido en el Estado Unitario en
el Poder Ejecutivo, ahora denominado Órgano ejecutivo. La Constitución lo
denomina, a nuestro juicio de manera errónea, Estado o Estado central (22);
(21) Es, por supuesto, un proceso descentralizador enteramente diferente –y opuesto- al de la federalización.
En este último, preexisten al nivel de gobierno central, unidades políticas que resignan competencias a favor
del gobierno nacional o estatal. En la autonomización, el procedimiento es inverso pues, como en el caso
boliviano, el nivel de gobierno, en razón a la forma estatal unitaria existe con anterioridad a las nuevos
gobiernos a ser creados. El principio de gobierno reside, justamente, en la coordinación de todos los Poderes
Públicos, reservando competencias exclusivas, en uno u otro caso (sean del nivel central o de gobierno
subnacional), competencias compartidas, competencias concurrentes y, residenciadas tan sólo en el nivel
central, las competencias privativas que son del todo intransferibles. Así, el art. 297° constitucional proclama
que “Las competencias definidas en esta Constitución son: 1. Privativas, aquellas cuya legislación,
reglamentación y ejecución no se transfiere ni delega, y están reservadas para el nivel central del Estado. 2.
Exclusivas, aquellas en las que un nivel de gobierno tiene sobre una determinada materia las facultades
legislativa, reglamentaria y ejecutiva, pudiendo transferir y delegar estas dos últimas. 3. Concurrentes,
aquellas en las que la legislación corresponde al nivel central del Estado y los otros niveles ejercen
simultáneamente las entidades territoriales autónomas, de acuerdo a su característica y naturaleza. 4.
Compartidas, aquellas sujetas a una legislación básica de la Asamblea Legislativa Plurinacional cuya
legislación de desarrollo corresponde a las entidades territoriales autónomas, de acuerdo a su característica
y naturaleza. La reglamentación y ejecución corresponderá a las entidades territoriales autónomas”. Este
dispositivo constitucional concluye proclamando que toda competencia que no hubiere sido expresamente
destinada a un nivel de gobierno se reputa privativa. Luego, en los arts. 298° y ss., se establece el largo listado
de las competencias –en muchos casos limitativo y, en otros, meramente enunciativo- sujetas al
procedimiento de reparto. Esta caracterización competencial exige, de suyo, la conformación previa e
inclusive simultánea de unidades territoriales con ejercicio gestionario autónomo que son las ya señaladas y a
las que se imputa el gobierno central o estatal y el nivel de mesogobierno.
(22) En rigor, todo el aparato institucional y orgánico conforma el Estado, desde la Administración
centralizada (Ejecutivo del Gobierno nacional), hasta los posibles órganos que vayan a crear las autonomías
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2. Gobierno Autónomo Departamental;
3. Gobierno Autónomo Municipal;
4. Gobierno Autónomo Regional;
5. Autonomías indígenas-originario-campesinas:
Aunque la nota de diversidad cultural –o plurinacionalidad, según lo reitera el texto
fundamental- que hace al pluralismo traducido en diversas categorías sociopolíticas
recientemente constitucionalizadas, lo constituyen las autonomías indígenas-originario-
campesinas, no se ha brindado la misma importancia al nivel de gobierno regional (23)
cuyo contenido semántico sigue siendo elusivo para gran parte de los bolivianos (24).
indígenas-originario-campesinas, son parte del andamiaje estatal. Otra cosa es que, en el lenguaje común y
excesivamente simplificado, se objetiva al Estado como parte de una institucionalidad orgánica reunida en los
ministerios y, a cuya cabeza, cual ocurre en el imaginario boliviano, se encuentra siempre un hombre fuerte,
de gran carisma y liderazgo. Luego, el Estado no puede ser parcelado y, si hacemos referencias al Poder
Público conformado por varios órganos, lo hacemos en un afán didáctico y desde una perspectiva estática. Lo
corriente, no obstante, es que el Poder es único, actúa en diversas facetas y a través de diversos actores
institucionales –incluso personas físicas que representan parte de sus cometidos- pero siempre en una línea
dinámica integral sin que sea posible advertir limitaciones –salvo aproximaciones conceptuales- en los
alcances de su cometido estatal. Ciertamente, el Poder, en el que descansa la institucionalidad pública que
ejercita facultades coactivas y coercitivas –el empleo de la desnuda eficacia de la violencia legítima- es
siempre uno solo. Unicidad del Poder Público.
(23) Y es que, hasta hace poco, era frecuente oír, en referencia a los departamentos, la expresión “regiones”,
como si éstos –la primeras unidades políticas desagregadas menores- configuraran una región en el sentido
técnico del término que hoy debe atribuirse a este constructo político-administrativo que recién tendrá cabida
en nuestros estudios de Derecho Constitucional y de Derecho Administrativo bolivianos.
(24) Así, el art. 280° de la Constitución, establece que la “región” está conformada por varios municipios o
provincias con continuidad geográfica pero sin trascender límites departamentales y que compartan cultura,
lenguas, historia, economía y ecosistemas en cada departamento. Es, concluye la norma fundamental, un
“espacio de planificación y gestión”. Excepcionalmente una región estará constituida por una sola provincia y
en las conurbaciones de más de medio millón de habitantes podrán conformarse regiones metropolitanas
(como en las ciudades del eje troncal, incluyendo la ciudad de El Alto) en lo que parece ser una evocación
sutil de las comunidades autónomas de Madrid o de Barcelona, si se sigue el modelo español. Luego, la idea
de atribuir carácter de “región”, por ejemplo, a lo que es el Chaco boliviano, encuentra cabida en la
conformación –sin indisponer límites departamentales- de una región así prevista constitucionalmente.
Empero, en este último caso, no podemos soslayar que la nación chaqueña, distinguible por cuanto puede
invocar comunidad cultural, e incluso un ecosistema diferenciado, se objetiva y se hace visible también en los
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Pues bien, cada uno de los niveles de Gobierno subnacional en lo atinente a los
departamentos y regiones, a semejanza del Gobierno central (o nacional), está
constituido, inicialmente, por una Asamblea departamental o regional, según sea el caso.
Estos órganos de carácter representativo, tienen facultades i) deliberativas –que, por su
naturaleza, es la más importante de todas las que pueden serles atribuidas-; ii)
fiscalizadoras; y iii) legislativas. Empero, en el caso de las regiones, la facultad
“legislativa” se ha modulado como, simplemente, normativo-administrativa, es decir, de
ordenación sólo en la esfera del reglamento (potestad reglamentaria estatal a nivel de
subgobierno regional que, explícitamente también goza el Gobierno departamental).
En cambio, el Gobierno municipal está conformado, lógicamente, por un Concejo
municipal. La Constitución prevé expresamente, en este caso, un órgano Ejecutivo, lo que
no señala –aunque en la práctica se ha constituido en el tránsito de las prefecturas a las
respectivas gobernaciones que actúan a través de un órgano personificado en el
Gobernador- en el apartado correspondiente de las normas fundamentales.
Atentos a lo anterior, una vez establecida la organización territorial en Bolivia a
partir de las unidades territoriales que serán descentralizadas y autónomas, recién puede
operar –y así viene sucediendo, en efecto- el reconocimiento de los niveles de Gobierno
que hemos nombrado. Es inexcusable señalar –a fin de evitar confusiones- que la noción
de Gobierno supone una referencia inequívoca al órgano administrativo por excelencia,
esto es, al que se conoció como Poder Ejecutivo y ahora se llama Órgano Ejecutivo (25).
departamentos de Santa Cruz y Chuquisaca, fuera del de Tarija. En contrapartida, el permanente reclamo de
Vallegrande, provincia cruceña, en cuanto conforma, a su turno, una comunidad cultural distinguible y/o
diferenciada, podría resultar en la configuración regional en los alcances constitucionales.
(25) No hay, en la forma de Estado autonómico en Bolivia un proceso de descentralización que incluya
también reparto de competencias para los demás órganos que conforman el Poder Público (Legislativo,
Judicial y, últimamente y según la nueva Constitución, Electoral). Esta es, reiteramos, una diferencia con el
régimen federal en que en algunos países, por ejemplo en los Estados Unidos de Norteamérica, o los Estados
Unidos Mexicanos, o la República Federativa del Brasil o la República Argentina, hubo un proceso de
conformación política inverso y diverso al boliviano a partir de unidades políticas (Estados, provincias), que
ya tenían órganos judiciales propios, incluso emitieron legislación estatal, estadual o provincial, etc.; o habían
adoptado procedimientos singulares en lo que hace al ejercicio del poder electoral (caso de EE.UU. en que
hay algunos Estados en los que las modalidades del ejercicio del sufragio difieren con respecto a otros en la
conformación de sus respectivos colegios electorales). El modelo boliviano, inspirado en el ejemplo y
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Pero, además, el término mayusculado evoca otras nociones propias del Derecho Público
(26).
En cambio, el gobierno –así, en minúscula- es el resultado de la coordinación entre
los Poderes Públicos que, en el Estado (democrático y social) de Derecho, que se
atribuye a órganos especializados para cumplir determinadas funciones y tareas
estatales. Aunque en la gran mayoría de los Estados contemporáneos esta división de
tareas ha evolucionado desde la concepción clásica de la tripartición de poderes, propia
de MONTESQUIEU, hasta la configuración de funciones específicas que no son
absolutamente independientes unas de otras –y, por ello, el principio de coordinación de
Poderes es un paradigma del nuevo Estado- manteniendo vigente la tradicional
nomenclatura de tres Poderes ahora llamados “órganos”: Ejecutivo, Legislativo y Judicial,
a los que se añade el Electoral a cargo de un Tribunal Supremo Electoral.
Lo importante de destacar es que estos Órganos son conformados con
procedimientos democráticos que pasan por la elección vía sufragio popular, en especial
el Ejecutivo y el Legislativo, en tanto el Judicial que alcanzaba legitimación política
mediante el ejercicio de la función jurisdiccional en observancia y también control estrictos
de la norma jurídica ha sido objeto de profunda renovación. En Bolivia, entonces, también
se eligen –según lo previsto en la Constitución- los más altos magistrados y tribunos
mediante el voto popular. Empero, la independencia –en términos generales- de este
Poder es absolutamente imprescindible en la conformación del Estado de Derecho. El
Judicial es, finalmente, un contrapoder que equilibra toda posible hegemonía de las
mayorías políticas –siempre circunstanciales- en desmedro de la minoría, como parte del
juego equilibrado de pesos y contrapesos.
experiencia españoles a partir de la Constitución de 1978 no prevé órganos jurisdiccionales singulares
apartados de un circuito común de órganos de justicia. En nuestro país, la reciente Ley del Órgano Judicial
proclama el principio de la unicidad o unidad jurisdiccional en que las instancias jurisdiccionales se
encuentran, todavía, reatadas a una estructura orgánica única, aunque ejercen su tarea competencial y
jurisdiccional en las circunscripciones territoriales que la ley les atribuye para la tarea judicial. Pero, desde
luego, ello no obsta a que los Estados o provincias tengan, efectivamente, tribunales o instancias de
enjuiciamiento y/o procesamiento que, eventualmente, tienen una Corte o Tribunal Supremo que unifica
jurisprudencia y culmina la tarea jurisdiccional impugnativa de tribunales y jueces de menor jerarquía.
(26) Es decir, el Gobierno, así con mayúsculas, refiere al órgano administrador en tanto el “gobierno”, en minúsculas evoca
la idea de la coordinación de los Poderes, como base del establecimiento del Poder Público ejerciendo soberanía en un
determinado territorio y sobre un grupo social o comunidad nacional o nacionales como, desde luego, es el caso boliviano.
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Estas nociones son importantísimas de tener en cuenta antes del estudio o
revisión de las competencias pues el proceso descentralizador, cuyos presupuestos en lo
tocante a la organización territorial suponen la conformación previa de la institucionalidad
democrática del Estado.
En lo que nos interesa, todos estos niveles de gobierno –incluyendo el nivel central
o estatal- deben reconfigurar sus respectivas Administraciones. Ello incluye no solamente
el establecimiento de un circuito orgánico, sino también adecuar o en su caso implantar,
de manera inédita, procedimientos propios de gestión administrativa propia. No debe
olvidarse que a los niveles de mesogobierno se delegan facultades legislativas (en el caso
de competencias exclusivas) y también reglamentarias (competencias exclusivas y
concurrente) cuyo ejercicio exige una nueva visión del obrar de la Administración.
En suma, al momento actual, establecido el estado y evolución de las normas
tanto constitucionales como legales –y aún reglamentarias desde el nivel de gobierno
central o estatal- que interesan desde el Derecho Administrativo, urge el reacomodo de
las normas hasta el presente dictadas, sean cual fuere su jerarquía, a fin de proveer un
marco de racionalidad jurídica en el régimen normativo del nuevo Estado. En lo técnico,
debe promoverse el estudio –y consiguiente dictación de disposiciones así acotadas- de
la potestad reglamentaria del Estado autonómico, esto es, la que involucra ya no a una
sola Administración sino al conjunto de todas ellas.
2. El control fiscal o control gubernamental – Ley SAFCO
El control fiscal o control gubernamental en Bolivia, según se señaló en líneas
precedentes, vino a partir de la Ley de Administración y Control Gubernamental N° 1178
de 20 de julio de 1990 y que supuso un cambio radical en el ejercicio de las funciones y
atribuciones de la Contraloría General de la República –hoy Contraloría General del
Estado- y el concepto del control fiscal. Dicho control, que originalmente era ex ante, es
decir, antes de consumarse el acto administrativo o acto de la Administración, pasó a ser
ex post, en el marco de la responsabilidad por el ejercicio de la función pública.
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En otros términos, se elimina el control previo en el obrar administrativo, dejando
esta responsabilidad a los servidores públicos de cada entidad, dentro de su deber de
ejercer el control interno. La tarea del control interno corresponde, desde entonces, a la
Unidad de Auditoría de la entidad pública, en tanto el control externo reside tanto en el
auditaje a cargo de un profesional externo como, aleatoriamente, por la misma Contraloría
General del Estado Plurinacional.
La Ley SAFCO, entonces, regla los ocho Sistemas de Administración y de Control
Gubernamental de los recursos del Estado, así como su relación con los Sistemas
Nacionales de Planificación e Inversión Pública. Estos ocho sistemas de administración y
control, conforme reza el art. 2° de dicha ley, han supuesto la emisión de las llamadas
Normas Básicas cuyo régimen jurídico reglamentario es actualizado con cierta
periodicidad a través de decretos. (27)
La vigencia de esta ley que ya suma más de dos décadas en su aplicación,
pasando exitosamente el escrutinio de los cambios políticos producidos desde 2006, es
una muestra elocuente de la fortuna de su dictación. Pero ello, obviamente, no asegura –y
más, tratándose de una norma que rige el obrar de la Administración- su pervivencia en el
nuevo escenario político-institucional, en especial si consideramos el cambio en la forma
estatal conforme hemos señalado.
Acaso las ventajas de esta formulación sistémica de una ley (28) han residido, y la
experiencia lo ha comprobado, en la mejora sustancial de la eficiencia y eficacia,
(27) Así, según se señaló, tales sistemas se agrupan en: I. Programar y organizar las actividades, que
comprende los sistemas de 1) Programación de Operaciones, 2) Organización Administrativa y 3)
Presupuesto; así como los destinados a II. Ejecutar las actividades programadas en 4) Administración de
Personal, 5) Administración de Bienes y Servicios, 6) Tesorería y Crédito Público, y 7) Contabilidad
Integrada; finalmente, el sistema previsto para el control de la gestión del sector público, esto es, el sistema de
8) Control Gubernamental, integrado a su vez por el (subsistema de) Control Interno y el (subsistema de)
Control Externo Posterior. Estos últimos, en el ámbito de la auditoría de la gestión pública, a cargo de las
unidades de auditoría internas independientes (UAIs) o, mejor aún, autónomas con respecto a la máxima
autoridad ejecutiva de la entidad (MAE), como externas (auditores externos y, eventualmente, la Contraloría).
(28) La Ley SAFCO parte de una concepción sistémica del control fiscal o gubernamental en la asunción de
una correspondencia recíproca en la aplicación de todos y cada uno de los sistemas que resulta en un producto
que, a su vez, es insumo de los demás sistemas en un proceso de retroalimentación contínua e interactiva.
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conforme al principio de medición y valoración del obrar administrativo según los
resultados y la forma (29). De hecho, supuso liberar a la Contraloría de la pesada
responsabilidad de asumir el resultado de la gestión administrativa en ciernes (el control
ex ante). En el ámbito del Derecho Administrativo Laboral, por ejemplo, cuyo régimen se
estudia más adelante, ello ha resultado en una mayor calificación técnica del
funcionariado luego de la emisión de las disposiciones legales y reglamentarias
específicas sobre el particular.
La conformación de mecanismos internos –tanto en la Administración central como
en las demás Administraciones- que acompañan a la aplicación de los sistemas
nombrados, es ya una práctica común diferente, en sus contenidos y alcances, de la que
tradicionalmente caracterizaba al obrar burocrático de la Administración antes de la
dictación de la Ley SAFCO. Ha operado, por consiguiente, la institucionalización y
tecnificación del obrar administrativo como parte del presupuesto constitucionalizado de la
racionalidad y formalidad en el ejercicio del Poder Público.
Empero, la paulatina asunción de competencias por parte de los niveles de
gobierno subnacional o de mesogobierno exigen que éstos, tratándose el control fiscal o
gubernamental, de una competencia que no es privativa del Estado en su nivel central
(30), adecúen este control, según las singularidades de su ejercicio administrativo
departamental, regional, municipal o indígena-originario-campesino. Es previsible
(29) Esta ley es también el resultado de una visión gestionaria que nos llega desde la administración privada
bajo el paradigma de la medición de la labor según resultados y no limitados, únicamente, al tiempo empleado
por el funcionario o servidor. Empero, tratándose de la administración de un ente público, debe exigirse –
además- la observancia de la forma, en apego al mandato, tanto previsto constitucional como legalmente, del
“sometimiento pleno a la ley” que singulariza un obrar estrictamente formal en la Administración. Es,
definitivamente, una garantía del ciudadano/administrado frente al peligro, siempre recurrente, de la
limitación o menoscabo de las libertades civiles y políticas limitando, anteladamente, el margen de las
actuaciones que se esperan, previsiblemente, del Poder Público.
(30) Confróntese lo dicho con el art. 298° constitucional que en su primer parágrafo (competencias privativas),
no atribuye al nivel de gobierno central la competencia del control fiscal. Mas importante, todavía, es advertir
que el sistema de control gubernamental comporta una competencia concurrente entre las unidades
territoriales autónomas y el nivel de gobierno central, tal como lo prevé el art. 299°-II, competencia 14)
constitucional, esto es, que a partir de la legislación básica a cargo del nivel estatal, se pueda formular
legislación de desarrollo (complementaria) –y también reglamentación- por los niveles autónomos de
gobierno subnacional.
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entonces, a futuro, que no será suficiente la sola emisión de reglamentos específicos para
cada entidad conformados a las previsiones reglamentarias de las Normas Básicas
dictadas por el nivel de gobierno central o estatal, en especial las que dependen de los
niveles subnacionales de gobierno, sino que será preciso atribuir nuevos contenidos
gestionarios para cada caso.
Es más, y siguiendo este razonamiento de lógica jurídica hasta sus últimas
consecuencias, no parece lógico o conveniente en aras a un mejor desempeño
administrativo, que el ejercicio autónomo de la gestión de los niveles subnacionales de
gobierno dependa, en cuanto a su eficiencia, eficacia, resultados y forma de los mandatos
reglamentarios de Normas Básicas dictadas por el nivel de gobierno central o estatal. Si a
ello se añade que la reglamentación específica, a ser desarrollada por cada entidad
pública, depende de la aprobación del órgano rector –que es una repartición del gobierno
central o estatal- entonces el ejercicio de la gestión administrativa autónoma se haría
ilusorio o estaría notablemente condicionado por criterios no previstos constitucional o
legalmente.
Otro punto que merece atención es el atributivo de responsabilidad funcionaria
según los alcances que emergen del régimen jurídico impuesto por la Ley SAFCO. Es
decir, el régimen jurídico de la responsabilidad frente al Estado –distinta de la
responsabilidad patrimonial del Estado- que en Bolivia ha seguido un curso o evolución
irregular pues, planteada como objeto de un procedimiento administrativo en lo esencial,
se ha judicializado en un intento, harto desafortunado para el Derecho, de proveer mayor
fuerza sancionatoria a los ilícitos (infracciones y contravenciones) propios de la sede
administrativa. (31)
(31) El procedimiento atributivo de responsabilidad frente al Estado, señalado tanto en la Ley SAFCO como,
en especial, en una norma reglamentaria como el Reglamento de la Responsabilidad por la Función Pública
aprobado por Decreto Supremo N° 23318-A, permitía establecer dicha responsabilidad –inicialmente en sede
administrativa, únicamente- en una cuádruple vertiente de posibles indicios a ser atribuidos luego de una tarea
de auditoría (sea interna o externa): i) ejecutiva (propia de la llamada Máxima Autoridad Ejecutiva); ii) civil
(en ocasión del daño patrimonial producido al Estado); iii) penal (si, además, o directamente, se incurriese en
ilícitos previstos penalmente); y iv) administrativa (cuando sólo se vulneraron normas cuyo resultado sólo
puede ser valorado como una infracción o contravención al orden administrativo).
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En los hechos, el procedimiento administrativo –inicial y esencialmente resultado
de la labor de auditoría- ha sido intercambiado por la sola denuncia y ulterior imputación,
en sede judicial, al amparo de tipos penales excesivamente abiertos o no acotados, tales
como el “incumplimiento de deberes formales”, la emisión de “resoluciones contrarias a la
Constitución y las leyes” u otras similares. Es decir, la verificación de los supuestos que
conforman una actuación punitiva administrativa hoy son sujeto de contraloría por fiscales
y jueces, las más de las veces desconocedores de la función pública administrativa que
es esencialmente técnica y no jurídica. (32)
De otro lado, la sola atribución de responsabilidad administrativa, que
efectivamente es resultado de una tarea de auditoría, ha venido en resultar, a la larga, en
un procedimiento excesivamente largo y, por ende, de costosa sustentación por la entidad
pública. De hecho, en el interín de estos procedimientos o de su inauguración, suele
operar la prescripción del hecho acusado con la consiguiente atribución de
responsabilidad, esta vez, a auditores o a funcionarios de la entidad en la que dicha
investigación no fue realizada oportunamente.
Finalmente, aún si fuere establecida la responsabilidad civil –por daño patrimonial
al Estado- a algún servidor público, la vía procesal prevista en nuestro ordenamiento es la
Ley del Procedimiento Coactivo Fiscal que data de 1977 en que la misma Contraloría, a
través de la hoy ya suprimida Subcontraloría, perseguía el cobro del crédito estatal.
Resulta sorprendente que a pesar de la actualización de los procedimientos
administrativos de control gubernamental que se han consagrado luego de la dictación de
la Ley SAFCO, dicha norma –coactivo-fiscal- no hubiere sido también actualizada en el
nuevo escenario institucional y jurídico.
(32) Por ejemplo, la dictación de “resoluciones contrarias a la Constitución y las leyes” en cuanto incursa en
un tipo penal, exige, y la lógica nos lo señala, una tarea previa de confrontación de la emisión redargüida de
inconstitucional o ilegal a cargo de un órgano con calificación técnica para precisar su ocurrencia. No es
conveniente que alguien –un fiscal o un juez del circuito común- bajo la cobertura del control parcialmente
concentrado o difuso que caracteriza nuestro sistema de contraloría constitucional, sustituya el delicado
proceso y procedimientos de verificación constitucional del acto administrativo o acto de la Administración
que debiera residenciarse en un órgano –judicial, preferentemente- de calificación reconocida para este tipo de
labor. Si de ilegitimidad se trata, debiérase abrir la vía del contencioso-administrativo. Lo contrario supone
medir una gestión o un resultado administrativo, que es esencialmente de valoración técnica, con el rasero
común de un parecer o criterio exento de las particulares o singulares especificidades del acto administrativo
o acto de la Administración a cargo de órganos distintos a los que la racionalidad jurídico-procesal aconsejan.
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Como consecuencia de lo anterior, las lagunas, vacíos, omisiones o
inconsistencias hermenéuticas (33) en la aplicación de la Ley del Procedimiento Coactivo
Fiscal han venido en ser cubiertos a través de una reglamentación dispersa que, mediante
decretos casi particularizados, provee la calidad de título coactivo-fiscal a determinados
informes o certificaciones oficiales de adeudos al Estado. (34)
3. La responsabilidad patrimonial del Estado
En Bolivia no hay una tradición ciudadana de reclamación de la responsabilidad
patrimonial del Estado en ocasión del daño ocasionado por el obrar de la Administración,
sus agentes o quienes ejerzan función administrativa. Mas todavía, se desconoce que ello
sea jurídica y procesalmente posible. Peor aún, resulta casi inconcebible la demanda al
Estado, en la vía de la responsabilidad patrimonial de éste, por un acto legislativo o un
fallo judicial equívoco aún cuando en este último caso, el mismo Código Penal prevé el
resarcimiento.
Los textos de estudio de Derecho Administrativo en Bolivia no hacen la necesaria
distinción entre la responsabilidad frente al Estado, esto es, aquella que es atribuida al
servidor público o a un administrado que ha coparticipado con aquél en el ilícito –y que ya
estudiamos en un acápite anterior- y la responsabilidad patrimonial del Estado (35). Va de
(33) Lo que evidencia, desde otra perspectiva, la casi inexistente jurisprudencia sobre la materia. Una rápida
revisión de los fallos de la Corte Suprema y hoy del Tribunal Supremo, comprueba que el control judicial
sobre la Administración y las contingencias que su obrar origina, son demasiado escasos y han propiciado, en
contrapartida, la emisión de decretos (reglamentos) dispersos y a veces contradictorios, en un esfuerzo de
paliar la necesaria interpretación jurisprudencial.
(34) Esta última observación permite constatar, desde otro ángulo, la necesidad de remozar gran parte de las
disposiciones administrativas vigentes y, en su caso, sistematizar las mismas en un cuerpo orgánico ordenado
y acorde a las necesidades actuales del ejercicio de la función administrativa. En rigor, pareciera más que
evidente el contar con un cuerpo normativo integrado en el que estos procedimientos vengan ya señalados,
acaso en un Código Procesal Administrativo cual es la opción que se ha adoptado en el Derecho comparado.
(35) Una excepción honrosa a este panorama parece constituir la obra de SAAVEDRA BEJARANO, Celín:
Responsabilidades ante el Estado previstas en la Ley N° 1178 (SAFCO), Imprenta Medina, Sucre, 2004, 2°
edición, pág. 4, cuando afirma: “…por otra parte y sólo a efectos de mayor comprensión del tema, apoyados
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suyo que tampoco se encuentran disposiciones, fuera de las que señalamos más abajo,
que permitan indagar sobre los alcances de un instituto jurídico-administrativo que en
otros ordenamientos es ampliamente reconocido.
El Estado de Derecho, así asuma las calificaciones que el constituyente hubiera
previsto (36), no es tal por la sola invocación del respeto y acatamiento a la ley que, a la
postre suele resultar en un mero enunciado ausentes las condiciones materiales y
objetivas para su realización. Si no hay, al menos, una vía contencioso-administrativa
accesible y en condiciones de realización de la tutela jurídica efectiva (37) prometida en el
texto fundamental, destinada a la reclamación de la responsabilidad patrimonial del
Estado, así como si no existe la posibilidad cierta de vías procesales reales y no
frustratorias, no puede predicarse el Estado de Derecho.
en la doctrina, corresponde diferenciar las responsabilidades de los servidores públicos y personas
particulares ante el Estado, de la responsabilidad del Estado frente a terceros”.
(36) El art. 1° constitucional proclama que “Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho
Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con
autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y
lingüístico, dentro del proceso integrador del país”. Luego, más allá de las caracterizaciones provistas por el
constituyente boliviano, resalta la adscripción al Derecho, a la ley en su sentido material, que debe tener el
nuevo Estado Plurinacional de Bolivia.
(37) La tutela efectiva es una categoría procesal que se ha difundido, en especial, desde la Constitución
española de 1978 y la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000, dictada en aquel país. Supone un plexo de
condiciones que van desde el acceso al juez predeterminado por ley, a los procedimientos establecidos, al
debido proceso, a la defensa, a la contraloría de la prueba, etc., cuya realización no puede ser programática
sino actual en el Estado de Derecho. La actual Constitución boliviana de 2009 proclama en el art. 14°-III que
“El Estado garantiza a todas las personas y colectividades, sin discriminación alguna, el libre y eficaz
ejercicio de los derechos establecidos en esta Constitución, las leyes y los tratados internacionales de
derechos humanos”. Anteriormente, el Código de Procedimiento Civil, en su art. 91° (Interpretación de
normas procesales), ha señalado que “Al interpretar la ley procesal, el juez deberá tener en cuenta que el
objeto de los procesos es la efectividad de los derechos reconocidos por la ley sustantiva. En caso de duda
deberá atender a los principios constitucionales así como a los principios generales del derecho procesal”.
Conforme a estas disposiciones se ha creído entender –y la inquietud sólo podrá ser absuelta, de momento,
por la jurisprudencia- que se ha consagrado la tutela efectiva de los derechos, tanto de justiciables como de los
mismos administrados. Pero, tal cual están las cosas, parece que se tendrá que esperar todavía bastante antes
de acoger, así sea por vía pretoriana, la plenitud de la vigencia del instituto procesal señalado. Ello no obsta,
sin embargo, a que una nueva legislación administrativa pueda inclusive adelantarse a un pronunciamiento
judicial como el esperado y proclamar que, al menos en sede administrativa, rige también el principio de la
tutela efectiva de los derechos.
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No obstante, la misma Constitución Política del Estado ha consagrado, desde
2009, la responsabilidad patrimonial en el art. 113°-II que “En caso de que el Estado sea
condenado a la reparación patrimonial de daños y perjuicios, deberá interponer la acción
de repetición contra la autoridad o servidor público responsable de la acción u omisión
que provocó el daño” (38). Esta disposición constitucional abre el camino y sienta
fundamento para el establecimiento de vías procesales, más allá de las meramente civiles
(39), para la demandabilidad del Estado en ocasión del obrar de la Administración, sea
éste lícito o no, en el ámbito extracontractual.(40)
(38) Podría aducirse que, sin embargo, dicha disposición colisiona con el art. 110° también constitucional, que
atribuye la responsabilidad en caso de “atentados contra la seguridad personal” únicamente a los autores
“inmediatos” sin que ello pueda irrogar responsabilidad estatal. Pero ésta es una apreciación limitativa del
margen de cobertura responsable que puede exigirse del Estado y, en caso de duda razonable, ninguna corte
constitucional aprobaría semejante limitación de una garantía que es hoy ampliamente reconocida en el
mundo civilizado. La Constitución boliviana se precia de ser garantista y, justamente tal singularidad, hace de
su texto uno proclive a una interpretación –y aplicación, esto es, pura hermenéutica- también ampliamente
favorable.
(39) Nosotros no participamos de la opinión de la demandabilidad del Estado por la sola vía civil, en
cuestiones que hacen a su responsabilidad patrimonial. Y, precisamente, porque en la práctica o tradición
jurídica boliviana, no se conoce de algún caso en que una demanda hubiere resultado meritoria o siquiera
admitida. En la hipótesis de una decisión administrativa que no necesariamente sea recurrible por la vía del
contencioso-administrativo (un simple acto de la Administración y no un acto administrativo), el juez civil se
pronunciaría por su incompetencia. Es pues, uno de los puntos que se deben considerar a la hora de proyectar
la ley o el Código Procesal Administrativo en cuanto a la cobertura de tutela de derechos. Pero hay más, ya en
el terreno de la técnica jurídica, en el medio forense boliviano civil se desconocen, inclusive, los conceptos
propios de la responsabilidad patrimonial del Estado, que es de construcción publicística y, a lo sumo, pero
con también soslayamiento de las diversas modalidades y sistemas de atribución de responsabilidad civil
(subjetiva u objetiva, sin ir más lejos), por lo que inclusive, en términos de la pura responsabilidad civil, las
demandas suelen ser, en el mejor de los casos, muy parcialmente estimadas.
(40) En el ámbito extracontractual, reiteramos, pues, la responsabilidad contractual, conforme a la práctica y
anterior normativa boliviana –tanto constitucional como todavía legal- puede exigirse en la vía llamada
“contenciosa”. Mas adelante volveremos sobre el tema en ocasión de la contratación administrativa y la vía
contencioso-administrativa. En la responsabilidad extracontractual, entonces, es posible una ulterior
desagregación entre la responsabilidad por acto lícito y la responsabilidad por acto ilícito de la
Administración. Esta última pareciera que no ofrece mayor inconveniente en su incorporación a un texto
legislativo. Empero, creemos ser necesaria la difusión y explicación de los alcances jurídicos –y de necesaria
justicia- en ocasión de la también necesaria reparación por un acto lícito de la Administración.
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Aún más, el plexo de principios que caracteriza a la nueva Constitución boliviana,
así como los contenidos en la Ley del Procedimiento Administrativo N° 2341, permite, sin
lugar a dudas, la recepción por vía reglamentaria legal, de la responsabilidad patrimonial
del Estado en la perspectiva cierta de la tutela efectiva de los derechos.(41)
Por consiguiente, si bien ha operado ya un principio de recepción de la
responsabilidad patrimonial del Estado desde la Constitución, es ineludible el desarrollar
este instituto de Derecho público en una norma legal reglamentaria, en la que se
consignen, además, los recaudos formales y procesales para su reclamación en la
proyección garantista de la tutela efectiva de los derechos.
4. La contratación administrativa. Contratos administrativos y contratos de
Derecho común
Inicialmente, como en muchos países que siguieron la tradición francesa hasta
antes de los notables fallos del Consejo de Estado, el contrato administrativo fue
desconocido en el nuestro. Es de reciente data el reconocer la existencia, como categoría
jurídica propia, del contrato administrativo. La posición en contrario hoy es uniformemente
recogida por autores nacionales que, sin embargo, condicionan su admisión a la
celebración del mismo por la Administración, esto es, sigue vigente en Bolivia la tesis
subjetiva. (42)
(41) Así, es menester señalar que el catálogo de principios que reafirmamos como directamente aplicables a la
invocación de la responsabilidad patrimonial del Estado vienen listados en: a) los principios constitucionales
en cuanto directrices de contenidos ético-morales, tal cual reza y proclama el art. 8° de la Constitución; en la
misma línea, b) los principios –también constitucionales- que rigen el obrar de la Administración, contenidos
genéricamente en el art. 232° de la misma Constitución; y c) los principios de orden y jerarquía legal que se
reseñan en el art. 4° de la Ley del Procedimiento Administrativo N° 2341.
(42) Véanse, por ejemplo, DERMIZAKY, Pablo: Derecho Administrativo, edit. Amigos del Libro, La Paz, o
FERNÁNDEZ, Lindo: Derecho Administrativo, imprenta edit. G.H., La Paz, 1989, págs. 169 y ss. Este último
autor advierte que caracterizan al contrato la participación de un sujeto estatal, además de la forma y la razón
de sus efectos, fuera de otros elementos de diferenciación con respecto al contrato común, sea por su objeto,
las cláusulas exorbitantes o la duración del vínculo contractual. La postura anterior, si nos atenemos a la
escasa bibliografía nacional en la materia, estaba adscrita en la posición contraria y se remonta a las obras de
REVILLA QUEZADA, o incluso GUTIÉRREZ, José M. que en su Derecho Administrativo, Arnó Hnos. Libreros
Editores, La Paz, 1920, pág. 407 señala, adoptando el razonamiento del administrativista español POSADA de
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En Bolivia, la recepción legislativa (43) de la existencia del contrato administrativo
ha venido, en el último tiempo, a consagrarse definitivamente en la citada Ley SAFCO Nº
1178 de 20 de julio de 1990, conforme se desprende de los arts. 10º y, especialmente, el
art. 47º que, en apretada síntesis, enumera con carácter mas bien enunciativo, los
contratos administrativos (44). Empero, la lectura corriente que se hace en nuestro medio
ha resultado en la afirmación equívoca que el contrato administrativo es aquel celebrado
por la Administración, esto es, adoptando una clara postura subjetiva que asigna la
naturaleza de “administrativa” a la contratación en la que participa la Administración,
desconociendo que ésta podría también, conforme a Derecho, celebrar contratos de
Derecho común. Demás está decir que, a propósito de la estructura formal que debe
observar todo contrato estatal, la norma reglamentaria contenida en el D.S. N° 181
establece la requisitoria validante de su formación, ejecución y terminación.
En suma, si bien el art. 47º de la Ley SAFCO ha venido a integrar todos los
contratos celebrados por la Administración, en la categoría de los administrativos, en
actitud legítima del legislador que norma soberanamente, no podemos olvidar que ello
finales del siglo pasado: “Posada tiene sobrada razón al sostener que no puede aceptarse la personalidad
jurídica sui-géneris de la administración al contratar obra o servicio público... (y luego cita textualmente)
“La administración, mientras contrata, no obra considerando al particular como miembro subordinado al
Estado, sino como persona sustantiva que determina su voluntad según el contrato. Si la administración
impone su voluntad por interés público, no contrata: manda”. La pregunta sigue inquietante: ¿hay o no
contrato?
(43) A diferencia de lo ocurrido en Francia en que el reconocimiento de esta figura fue obra de la labor
jurisprudencial a cargo del Consejo de Estado francés, verdadero paradigma del derecho pretoriano que se
adelanta a la formulación legislativa. En nuestro país se tuvo que esperar que sea la voluntad del legislador la
que venga a receptar la categoría jurídica del contrato administrativo.
(44) El citado art. 47º señala que se crea la jurisdicción coactiva fiscal para el conocimiento de demandas en
ocasión de...contratos administrativos con el Estado... Concluye el dispositivo señalando que son contratos
administrativos aquellos que se refieren a contratación de obras, provisión de materiales, bienes y servicios y
otros de similar naturaleza. Empero, la jurisdicción coactivo-fiscal tiene como único sujeto legitimado al
mismo Estado, esto es, la Administración. De su parte, el art. 10º de la Ley SAFCO establece el Sistema de
Administración de Bienes y Servicios al que se atribuye la forma de contratación, manejo y disposición de
bienes y servicios según el reparto de cometidos a los distintos sistemas que ha venido en conformar la Ley
SAFCO, resaltando entre ellos y en lo que nos interesa, por supuesto y como norma jurídica de carácter
reglamentario las Normas Básicas de Administración de Bienes y Servicios según D.S. Nº 181.
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ocurre en desmedro de la distinción científica que propugna la doctrina y el derecho
pretoriano actual en su labor jurisprudencial. Mas grave aún, crea indefensión en los
contratantes de Derecho común que se vinculan con la Administración pues no podrían
demandar su inejecución ante un juez civil del circuito común sino, conforme a la práctica
judicial adoptada en Bolivia, únicamente ante el pleno del máximo tribunal de justicia.
En nuestro ordenamiento jurídico parece seguirse una solución mixta: por un lado,
todavía se admite que en la aplicación e interpretación del clausulado contractual
celebrado por el Estado participen normas de derecho común en cuanto toca a su
celebración pero -y esto es lo interesante y hasta discutible- en ocasión de las
controversias suscitadas, éstas sólo pueden resolverse en la vía contenciosa (45),
conforme lo establece el régimen procesal de los arts. 775º a 777º del Código de
Procedimiento Civil, así como el art. 47º de la Ley SAFCO que establece la jurisdicción
especializada para conocer de “todos” los contratos del Estado.
Sin embargo, debemos estar advertidos de la importancia de distinguir los
contratos que el Estado celebra en el ámbito privado con los que innegablemente
comportan actuaciones propias del Derecho Público, el error puede devenir en un franco
despropósito pues las diferencias son de suyo notables, reconocidas por la opinión
mayoritaria de los administrativistas contemporáneos y, en el terreno práctico, que es
donde reside la mayor trascendencia de esta distinción, el de poder atribuir a
determinados órganos jurisdiccionales su conocimiento. (46)
(45) Recuérdese que en Bolivia las controversias suscitadas en la ejecución de los contratos en los que
participa el Estado –contratos administrativos, según el art. 47° de la Ley SAFCO y el D.S. N° 181- deben
dilucidarse en la llamada “vía contenciosa”, distinta de la vía contencioso-administrativa que está reservada al
debate sobre la legalidad del acto administrativo.
(46) En Bolivia, la tradición forense vigente hasta nuestros días, es la de llevar ante el Tribunal Supremo toda
cuestión que verse sobre contratos en los que participe el Estado, lo que importaría colapso en el Tribunal.
Antes, todavía era peor: todos los contratos –incluso los indudablemente administrativos- se dilucidaban, si
había conflicto entre contratantes, ante un juzgado común (civil-comercial). Afortunadamente, la práctica
judicial en los últimos años –pero sólo recientemente, insistimos- ha podido distinguir intuitivamente los
contratos estatales que, siendo por naturaleza del orden privado, merecen su tratamiento por los jueces de
materia civil y comercial, reservando el conocimiento de las controversias por los eminentemente
administrativos a la vía contenciosa. Desde otra perspectiva, más importante aún en lo que es la defensa y
garantías del cocontratante, es claro que si la exigencia pasa por llevar todos los conflictos suscitados en
ocasión de los contratos estatales –sean administrativos o no- a conocimiento del máximo tribunal ordinario,
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La distinción, entonces, no es en absoluto superflua. A este propósito, se han
difundido de manera universal ciertos criterios a fin de facilitar el reconocimiento de la
naturaleza jurídica de los contratos administrativos en contraposición a los de derecho
común. De nuestra parte –en la búsqueda de criterios fisonomizadores del contrato
administrativo en una suerte de guía práctica- creemos que se deben receptar todos los
criterios ya reconocidos en otros ordenamientos (formal, jurisdiccional, por la naturaleza,
exorbitancia) pues sólo así, de manera integral –y también de manera ecléctica o práctica
(47), pues todos ellos contienen algo de verdad- arribar a la conclusión deseada.
En nuestro criterio, puédese adoptar todavía una fórmula adicional cuya paternidad
reclamamos: se reputará contrato administrativo aquél que involucre directa y no
mediatamente la función administrativa. Es el corolario a nuestra posición de atribuir la
se crea indefensión en el administrado que ha contratado con el Estado en el ámbito civil o comercial pues la
vía que únicamente debiera ser excepcional –para el contrato administrativo- se convierte en los hechos en la
vía común y ordinaria pues. Así ocurría en la anterior Ley de Organización Judicial que no estableció, con la
suficiente claridad, la posible competencia en esta materia a los juzgados en materia administrativa pues en
ninguna de las atribuciones de competencia conferidas a dichos juzgados, señala con precisión el
conocimiento posible de una controversia suscitada en ocasión de un contrato estatal no administrativo. Peor
aún, la reciente Ley del Órgano Judicial nada dice sobre este tema, lo que es una omisión extraña y por demás
sugestiva. Nosotros creemos que ni siquiera todos los contratos administrativos debieran residenciarse ante el
máximo tribunal en única instancia y, por el contrario, debiera establecerse un circuito jurisdiccional que
permita que únicamente en casación venga el Tribunal Supremo, si todavía debe esperarse su incorporación
como juez último en una conflicto contractual, a decidir sobre la controversia planteada en un contrato
administrativo, tal como podría suceder en un proceso civil por un contrato estatal de naturaleza u orden
privado.
(47) La posición nuestra –en cuanto a la acumulación ecléctica de criterios de caracterización de los
contratosadministrativos- no es novedad alguna en otros ordenamientos pues, para muestra, vale la pena citar
un fallo
jurisprudencial de la Argentina en el que la Corte dijo que (...) los contratos administrativos constituyen una
especie dentro del género de los contratos, caracterizados por elementos especiales, tales como que una de
las partes intervinientes es una persona jurídica estatal, que su objeto está constituido por un fin público o
propio de la Administración y que llevan insertas explícita o implícitamente cláusulas exorbitantes del
derecho privado. Nótese que en esta doctrina, se recogen los criterios formal (postura subjetiva), de la
naturaleza u objeto del contrato, la finalidad o fin público, la existencia de cláusulas exorbitantes y, por
supuesto, la nota de potencialidad de aplicación de dichas cláusulas, así ellas no hubieren sido expresamente
pactadas. En la Argentina, esta posición se ha ratificado en el fallo Necon S.A. c. D.N.V. (“R.E.D.”, 26-201).
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calidad de sujeto que actúa como Administración, no solamente a los agentes designados
por ésta, sino a quienes ejerciten, así sea por delegación administrativa, las funciones
propias de esta parcela del Poder Público.
Por consiguiente, en el estado actual de evolución de la contratación
administrativa, es importante que se reformule el art. 47° de la Ley SAFCO, así como las
disposiciones reglamentarias que, como en el D.S. 181 de Normas Básicas admiten una
única categoría de contratos –los administrativos- cuando contrata la Administración, sus
agentes o quienes ejercen función administrativa. Y esto a fin de permitir que el
conocimiento de las controversias entre contratantes de Derecho común puedan dilucidar
su conflicto por ante un juez del circuito jurisdiccional común. Lo contrario, reiteramos, es
irrogar indefensión insuperable al administrado vinculado contractualmente –pero no en la
tipología administrativa- con el Estado.
5. Los servicios públicos. La regulación y la defensa del usuario o consumidor
En nuestro país se ha seguido, y la misma norma fundamental así lo señala, la
concepción clásica del Derecho Administrativo que atribuye los servicios públicos ab
origine al Estado, es decir, son atribuibles a la Administración por antonomasia. Aunque
con el reconocimiento de la categoría de servicio público –más por la práctica que en el
mismo Derecho- arribó también la delegación administrativa a la iniciativa particular
cuando la Administración estimó conveniente destinar sus esfuerzos a otros cometidos, el
origen del régimen jurídico en lo tocante a los servicios públicos se enmarcó en el
Derecho Público, esto es, en el Derecho Administrativo, como uno de carácter exorbitante
al Derecho Privado.
En la reciente Constitución, dictada en 2009, se recoge esta tesitura (48). En
verdad, algunos de los servicios públicos –como el agua potable- han sido
(48) El art. 20° constitucional así lo recoge en sus parágrafos I y II, señalando que los servicios “básicos” son
responsabilidad del Estado: “ I. Toda persona tiene derecho al acceso universal y equitativo a los servicios
básicos de agua potable, alcantarillado, electricidad, gas domiciliario, postal y telecomunicaciones. II. Es
responsabilidad del Estado, en todos sus niveles de gobierno, la provisión de los servicios básicos a través de
entidades públicas, mixtas, cooperativas o comunitarias. En los casos de electricidad, gas domiciliario y
telecomunicaciones se podrá prestar el servicio mediante contratos con la empresa privada. La provisión de
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recategorizados como un derecho humano siendo el Estado el único autorizado a
suministrarlo a través de sus empresas estatales (49). Esta decisión del constituyente es
una muestra del cambio político operado desde 2006 en que el Estado ha asumido un rol
protagónico en la dirección de la economía. Siendo así, era lógico esperar que los
servicios públicos –en especial los sujetos a regulación- sean objeto de especial atención
por el Estado y la Administración central o estatal.
En otros términos, si el modelo económico de apertura de mercados había
supuesto la privatización de los servicios y éstos, a lo sumo, podían ser objeto de la
regulación –como función estatal- en cuanto tarea técnica y económica, en lo posterior
será el mismo Estado quien recupere la provisión de los mismos. En todo caso, se
reafirma la titularidad que corresponde al Estado, a través de la Administración, sobre los
servicios públicos que en el anterior modelo habían sido confiados a la iniciativa privada a
través de la delegación administrativa.
servicios debe responder a los criterios de universalidad, responsabilidad, accesibilidad, continuidad,
calidad, eficiencia, eficacia, tarifas equitativas y cobertura necesaria; con participación y control social”.
Nótese, sin embargo, que la iniciativa privada en cualquiera de sus modalidades asociativas, dicho de manera
expresa, sólo podrá ser convocada para el suministro de los mencionados servicios públicos –mediando
delegación administrativa, se entiende- en los rubros de electricidad, gas domiciliario y telecomunicaciones.
Empero, estos dos últimos sectores también están incluidos en el mandato que sale del parágrafo I,
estableciéndose que su provisión será a través de entidades “públicas, mixtas, cooperativas o comunitarias”, lo
cual origina una inquietud sobre cuál de las disposiciones prevalece. De hecho, la intención del constituyente
pareció ser evitar su explotación comercial a través de, por ejemplo, sociedades anónimas u otras formas
asociativas previstas en la legislación mercantil. No obstante, el mismo Código de Comercio prevé la forma
cooperativa como una reconocida por ley. La duda también puede entenderse superada luego de la dictación
de la reciente Ley de Telecomunicaciones que autoriza el suministro de servicios en telecomunicaciones a
través de particulares que, aún explotando comercialmente su provisión son, sin embargo, regulados. Lo
importante de la disposición constitucional transcripta reside, desde otro punto de vista, en la consagración
constitucional de los principios que rigen los servicios públicos, añadiéndose o incorporándose también
principios propios de la regulación de los servicios públicos delegados administrativamente (principios de
eficiencia, o de tarifas equitativas).
(49) En efecto, como un aporte del constituyente boliviano a la clasificación (topología) de los servicios
públicos, el art. 20°-III constitucional proclama incuestionablemente que “El acceso al agua y alcantarillado
constituyen derechos humanos, no son objeto de concesión ni privatización y están sujetos a régimen de
licencias y registros, conforme a ley”. Esto a propósito de la clasificación de los servicios públicos atendiendo
a su importancia o trascendencia (calificación legal), que los distribuye en a) servicios públicos comunes, b)
servicios públicos esenciales; y c) servicios públicos como derecho humano.
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En ese entendimiento, el nuevo texto fundamental vigente incorpora, como un
derecho constitucionalmente establecido, el acceso a la información –sobre los servicios-
que asiste a los usuarios o consumidores (50). Es el trasfondo de la incesante batalla, en
especial por el usuario y luego por la Administración, por acceder a mayor información
relievante. Al consumidor le asiste conocer razonablemente –y ahora la nueva
Constitución así lo establece- no solamente las condiciones del servicio público que
contrata o al que se adhiere, sino también la calidad del mismo, pasando por las notas
técnicas que hacen a su provisión. No estar al tanto de estos aspectos priva al usuario de
poder conformar una plataforma eficaz y eficiente del control (social) que debe ejercitar
continuamente en aras a un mejor servicio público.
Visto objetivamente, es una concepción novísima, tratándose de un texto
normativo de primer nivel jerárquico, imponiendo el deber de reglamentar, a través de una
ley en sentido formal, el catálogo de derechos que asisten al consumidor. Es una
necesidad más que patente y renueva la promesa de terminar de complementar el marco
normativo de tutela del usuario, tarea pendiente desde el establecimiento del que fue el
sistema regulatorio boliviano.
Y es que, de manera implícita, en unos casos, y explícita, en otros, ha venido en
reconocerse la regulación, entendida ésta como una función estatal insoslayable, pero
cuyos contenidos en su acepción semántica restringida, presuponen una
conceptualización técnica –atentos a la misma configuración técnica en la provisión del
servicio- al igual que una económica, en razón a la necesidad eventual de intervenir en los
mercados en los que dicho servicio público se provee. (51)
(50) El art. 75° constitucional proclama que “Las usuarias y los usuarios y las consumidoras y los
consumidores gozan de los siguientes derechos: 1. Al suministro de alimentos, fármacos y productos en
general, en condiciones de inocuidad, calidad, y cantidad disponible adecuada y suficiente, con prestación
eficiente y oportuna del suministro. 2. A la información fidedigna sobre las características y contenidos de
los productos que consuman y servicios que utilicen”. También el art. 76° constitucional debe mencionarse en
cuanto mandato constitucional sobre el tema aunque hace referencia únicamente al servicio público (regulado)
del transporte
(51) La regulación en un sentido lato, supone supervigilancia, normación y control sobre una determinada
actividad humana. Empero, en un sentido técnico, esto es, strictu sensu, la regulación presupone adopción de
medidas y procedimientos de carácter económico, principalmente y, en nuestro medio, referidos a los
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En rigor, el acceso a la información es también parte de la batalla que libra la
Administración (regulatoria) por conocer las condiciones técnicas y económicas del
proveedor del servicio –llamado “operador”- en Bolivia. El procesamiento de la
información relievante conforma un principio de los principios “regulados” y, en paralelo,
también uno de la regulación, entendida ésta como una tarea estatal –es, en el fondo, una
función del Estado insoslayable como cualesquier otra.
Para una mejor comprensión de lo dicho –conforme a nuestro ordenamiento
jurídico- es posible que la secuencia conceptual del razonamiento sea mejor entendida
siguiendo un camino inverso. Es decir, a partir del principio referido a propósito de los
servicios regulados, recién se podrá entender la importancia de las directrices que
encauzan la tarea regulatoria. Tal debiera ser la metodología empleada aunque, es
prudente reconocer, los principios propios de la regulación varían de un autor a otro, de
una escuela o concepción regulatoria a otra y aún en la misma bibliografía especializada.
(52)
servicios públicos, en lo tocante a los costos de provisión del servicio, inversiones y tasas de retorno, política
de precios y tarifas, barreras de entrada, percepción de ganancias, comercialización de servicios, etc. Para
nosotros y en nuestro ordenamiento jurídico, es una función estatal que debe añadirse a otras ya amplia o
tradicionalmente reconocidas.
(52) No obstante, coinciden casi todos los autores especializados en la materia, en que la regulación debe
discurrir por una triple exigencia principista ab initio: 1) Principio de eficiencia en la provisión de los
servicios públicos regulados; 2) Principio de provisión de los servicios públicos a costo; y 3) Principio de la
información no asimétrica. Por el principio en la eficiencia en la provisión de los servicios públicos
regulados, ingresan a esta categoría otros principios que pueden ser considerados resultado de la aplicación de
estos tres que reseñamos, o acaso principios menores (universalidad, accesibilidad, etc.), que también son
comunes a todos los servicios públicos y hoy están constitucionalizados –como lo establece el art. 20°, ya
citado- sean o no sean éstos regulados (técnica y económicamente). De igual manera, por el principio de la
provisión del servicio a costo, dicho servicio no puede ser realizado si no es atendiendo a un margen
razonable en los insumos empleados: materiales, recursos humanos, tecnología, etc. Esta razonabilidad
implica que la ganancia que obtiene el operador en la tarifa establecida por el órgano regulador, ni sea tan alta
que atente a la economía del usuario, ni tan baja que tiente al operador a invertir o llevar su capital a otros
sectores de la economía más atractivos. Pero, más importante aún, que el establecimiento de de precios y
tarifas no encubra, hasta de manera insospechada, el afán de apropiarse de un mercado con el aparente
beneficio de un servicio a costo bajo o incluso por debajo de costo. Muy pocas veces el proveedor brinda el
servicio a costa suya o en desmedro patrimonial de sus inversiones. Generalmente las políticas agresivas de
precios artificialmente bajos (precios predatorios) tienen la velada intención de hacerse del mercado
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Y es que en el anterior modelo de apertura de mercado, si bien los más
importantes servicios públicos fueron privatizados –operando la capitalización de las
empresas estatales que los suministraban- jamás se llegó a completar el marco normativo
deseable para su provisión. Faltó, entre otras normas que entonces se esperaban con
notable expectativa, una ley de la competencia y, en el punto que aquí tratamos, la ley
protectiva del usuario o consumidor. Esta última, de aplicación cotidiana, cuando se la ha
dictado, tal como puede constatarse en la experiencia internacional y el Derecho
comparado.
A nuestro juicio, dicha ley protectiva del consumidor –y que es una norma
notoriamente ausente en el marco normativo administrativo boliviano- debe consignar,
más que disposiciones específicas, un marco principista de tutela del usuario, asumido
éste como el eslabón más débil en la cadena de provisión del servicio público. Máxime si
el suministro está delegado a la iniciativa privada. Por esta razón, en lo que toca a los
principios de los servicios públicos y, en especial los regulados, las directrices que se han
sentado –con carácter universal- en el Derecho Administrativo, son aplicables casi en su
integridad.
ahuyentando a otros proveedores que, no pudiendo competir con el que así actúa, opta por retirarse para
invertir en otros sectores de la economía más redituables. Para evitar esta indeseable situación, es lógico que
el regulador –y, a su turno, también el usuario o consumidor- tenga la suficiente información sobre el costo
real del servicio público provisto. Es decir, el regulador y, eventualmente el consumidor, deben saber, en todo
momento y circunstancia, cuáles son los insumos empleados, cuánto gasta en sueldos y salarios, cuánta
tecnología y a qué valor económico se ha invertido. Esta información no es fácilmente accesible por la
tendencia natural de quien actúa en el ámbito comercial a sustraer datos que él reputa en extremo valiosos.
Razones no le faltan, en muchos casos. Así, parte de su estrategia comercial –y el costo que ello le irroga-
puede ser componente esencial de su plan de negocios y del financiamiento que dicha estrategia le impone. Si
la competencia conociera de estos datos, podría actuar con ventaja luego de conocer esta información y así, de
manera desleal, promover otras políticas de mercadeo o de inserción en el mercado del servicio, que
neutralicen aquella estrategia y pongan en riesgo su permanencia en la provisión del servicio público. Como
se advierte, la gran batalla de fondo en la regulación es la batalla de la información que, inicialmente
planteada como asimétrica porque hay alguien que está informado y otro u otros (regulador y usuario), que
desconocen los datos reales en la provisión del servicio, debe ser reconducida. Es decir, se debe revertir esta
asimetría empleando –por parte del regulador- las técnicas propias de la regulación, desde la evaluación real
del costo de los materiales empleados y el pago de su personal (técnicas contables), hasta inferencias producto
de la comparación del mismo servicio en otros lugares, regiones y aún países. Luego, el principio de la
información no asimétrica es imprescindible en la tarea regulatoria.
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Incluso estos principios se invocarán con mayor fortuna en los servicios provistos
por particulares a cuenta de la Administración pues, si un servicio público, original o
inicialmente a cargo del Estado, supone exigencias mínimas, su provisión a cargo de
particulares, emergentes de la delegación administrativa que opera para su cometido por
un tercero a través de un contrato, permiso, licencia o autorización, implica la observancia
de estándares –contenidos en los principios mencionados- que deben ser
inexcusablemente cumplidos so pena de caducidad o revocatoria del título habilitante (53).
6. Situación jurídica del administrado frente a la Administración. Plataforma
ampliada de legitimación procesal
Ya se ha dicho en un apartado anterior que la dictación de la Ley del
Procedimiento Administrativo N° 2341 de 23 de abril de 2002 resultó en la incorporación
de categorías procesales administrativas inéditas en el ordenamiento jurídico boliviano. Y
es que el conocimiento de los asuntos administrativos en sede administrativa estaba
librado a las reglas comunes de la legislación procesal civil. Aunque puede parecer obvio
que los procedimientos administrativos deben ser asumidos desde la singularidad de la
sede en que se gestionan, el hecho es que en Bolivia no se había establecido un marco
jurídico adecuado en la materia.
Es verdad que muchísimo más antes, un reglamento menor de “comunicaciones”
entre los ministerios, contemporáneo a la Ley de Bases del Ejecutivo de 1970 había
sentado algunos procedimientos con destino al uso de los administrados. Con bastante
(53) En efecto, se ha dicho que en lo tocante a los servicios públicos –en general- concurren los principios,
entre otros, incluso los ya constitucionalizados en 2009, de: a) universalidad; b) accesibilidad; c) oportunidad;
d) continuidad y/o permanencia; e) trascendencia (en directa relación a la clasificación de servicios
calificados de comunes, esenciales o –según refiere la Constitución- como un derecho humano); f) no
discriminación; g) orden y carácter público (“orden público” porque su régimen jurídico, en razón a su
exorbitancia, es intangible para los particulares y “carácter público” porque, de por medio, está el Estado y el
interés general del público usuario). En todo caso, el desarrollo de estos principios corresponde en su
contenido esencial al Derecho Administrativo.
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posterioridad, el D.S. N° 23934 de 23 de diciembre de 1994, siguiendo la misma línea,
aprobó el reglamento común de procedimientos administrativos y de comunicación de los
Ministerios. Empero, y ya se anticipó en líneas precedentes, no sería sino hasta la Ley N°
2341 y su reglamente aprobado según D.S. N° 27113 que se estableció un conjunto de
procedimientos técnicos que superaron el estado de indefensión jurídica del administrado
en sus trámites con la Administración al enfrentarse, de un lado, a trámites en los que
primaba el arbitrio oficial y, de otro lado, a exigencias en exceso formales más bien
propias del ámbito judicial que del administrativo.
No obstante el tiempo transcurrido desde su promulgación, la actual Ley N° 2341,
cuya fuente legislativa viene grandemente influenciada por la Ley del Procedimiento
Administrativo de la República Argentina, ha venido a sentar una línea normativa que ha
permitido la consolidación de los procedimientos y recursos administrativos en una
concepción que hoy resulta todavía más actualizada y enriquecida desde la lectura del
nuevo texto fundamental que es eminentemente garantista. De hecho, el plexo de
principios que reseña esta ley (art. 4°) ha sido recogido –aunque parcialmente- en la
nueva Constitución, al igual que el catálogo de derechos de los administrados previstos
por el legislador (art. 16°) condicen con los principios generales del obrar administrativo
consignados en el art. 232° constitucional.
El objeto de la Ley N° 2341 (art. 1°) tiene una doble vertiente: a) de un lado recoge
el concepto común a todas las legislaciones sobre la materia cual es el de asegurar, en
los procedimientos y recursos administrativos la eficacia de la voluntad unilateral de la
Administración, y, de otro, b) privilegia el derecho fundamental de petición, que es la base
jurídica de raigambre constitucional que sustenta todo procedimiento y recurso en sede
administrativa. Esta visión humanista última, desde luego, concuerda con el contenido
protectivo y tutelar de la actual y vigente Constitución.
En lo que toca al ámbito de aplicación de la ley, se establece la posibilidad cierta
del ejercicio delegado de la función administrativa por entes públicos no estatales (art. 2°-
IV), lo que ratifica nuestra posición en cuanto el estudio del Derecho Administrativo debe
ser siempre atendiendo al ejercicio de la función administrativa y no del órgano que la
realiza. Esta sola concepción de la ley evidencia, ciertamente, el avance conceptual sobre
el obrar administrativo –y sus procedimientos y recursos- que hoy debe recoger una
norma destinada a enmarcar jurídicamente la situación del administrado frente a la
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Administración, en términos precisos y acordes al estado de evolución del Derecho
Administrativo.
Finalmente, es de destacar que la Ley del Procedimiento Administrativo proclama,
desde sus mandatos, su vocación supletoria frente a normas que establezcan
reglamentos especiales cuya aplicación preferente, frente a la misma ley, entra en
consonancia con el principio de especialidad o principio técnico que debe animar a todo
órgano administrativo en la búsqueda de la norma que deba aplicar en un asunto
determinado. La supletoriedad de la ley, entonces, completa el marco normativo de todo
el obrar administrativo, sin dejar resquicio alguno a alguna actuación no formalizada, lo
cual refuerza el contenido garantista del principio de sometimiento a la ley del Poder
Público.
Sin embargo de lo anterior, el régimen procesal común administrativo, consagrado
en la ley mencionada y el reglamento que la acompaña, no han observado la necesaria
correspondencia entre ambos cuerpos normativos ni tampoco con otras disposiciones de
carácter especial a las que debieran informar, dado su carácter supletorio. En el primer
caso, por ejemplo, el instituto de la acción de lesividad no está previsto en la ley y sí en el
reglamento, aunque con una parquedad desconcertante que ha impedido su aplicación
oportuna y técnica cuando la Administración ha invocado judicialmente la dejación de
efectos de un acto administrativo. En el caso de esta última categoría, de lejos la más
trascendente de todas las cuestiones que aborda la materia, el tratamiento es diferente
contemplando, inclusive, diversidad en la enumeración de los elementos que esencializan
o caracterizan el acto administrativo.
Quizá donde reside la mayor de las dicotomías es en el régimen recursivo, en
cuanto a plazos –diferente en cada caso para el recurso jerárquico (54)- o los efectos del
(54) Por ejemplo, el art. 67° de la Ley del Procedimiento Administrativo N° 2341, otorga un plazo de noventa
(90) días para sustanciar y resolver el recurso jerárquico en tanto el art. 124° del reglamento aprobado por el
D.S. N° 27113 establece apenas el término de sesenta (60) días para que la autoridad resuelva la impugnación.
¿Se aplica la ley en razón a su prevalencia jerárquica y una consideración de favorable entendimiento en la
delicada misión administrativa? O, por el contrario, ¿se opta por el dispositivo reglamentario fundados,
digamos, en un criterio de mayor garantía con respecto al administrado que así podrá ver resuelto su recurso
y, eventualmente, satisfechas sus expectativas con un plazo menor para la Administración? La corte
constitucional boliviana es partícipe de la primera consideración.
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silencio administrativo que en la ley, sorprendentemente, resulta positivo. Urge,
definitivamente, una recomposición del mandato normativo supletorio y, por supuesto, la
normalización de ciertas categorías que son comunes, tanto en la ley y su reglamento,
como en los regímenes procesales especiales de aplicación preferente frente a aquellos.
Es, por ejemplo, el marco jurídico de las nulidades en sede administrativa cuya confusión
es generalizada; o la distinción entre los actos administrativos y los actos de la
Administración, fuera de los políticos, institucionales u otras manifestaciones de voluntad
en el ejercicio de la función administrativa, de todo importante a la hora de abrir el debate
impugnativo.
En lo que toca a disposiciones de carácter aparentemente sólo instrumental, es
conveniente que en la ley se incluyan prescripciones más completas sobre el régimen
probatorio y la validez o tasación de ciertos elementos probatorios, así como reafirmar la
favorabilidad de su admisión o producción en caso de duda razonable aún vencida la
estación de prueba o en cualquier momento procesal (55). Se debe abrir la posibilidad,
desde luego, de admitir prueba con medios fuera de los tradicionales –como la
documental- tales como la digital o electrónica, fotografía, grabaciones de audio o de
audio-video, etc. Y esto en homenaje al principio de verdad material a que se reata la
Administración, sin ir mas lejos en las consideraciones de orden técnico o doctrinario.
Es necesario, igualmente, reforzar los poderes de instrumentación de la
Administración en los expedientes que abre, la verosimilitud prima facie de las
valoraciones de los servidores públicos en ejercicio de la función administrativa sin
necesidad de recurrir a las acreditaciones o certificaciones notariales. En la misma línea
de aseguramiento legítimo del obrar administrativo y la efectividad de sus
pronunciamientos, se extraña un régimen razonable de medidas cautelares o
precautorias, tal como se observa, por ejemplo, en los procedimientos especiales en sede
administrativa regulatoria.
(55) Pareciera que, en más de algún supuesto, se debe llegar a la casuística. Así, por ejemplo, en diversos
trámites ante la Administración, se ha impuesto la “regla” de rechazar certificaciones públicas que no tengan
el logotipo que consigne la nueva denominación oficial del Estado. Es decir, se rechazan aquellas anteriores a
la Constitución de 2009, como si carecieran de valor documental público o éste sólo fuere relativo o
indiciario.
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De otro lado, siendo de especial interés el reconocimiento de la legitimación
procesal de otros sujetos cuya aptitud de promover o coparticipar en la toma de
decisiones administrativas es insoslayable, cual es el caso de las asociaciones de
defensa de derechos de incidencia colectiva, resulta imperativo su reconocimiento en una
norma con jerarquía de ley y no únicamente reglamentaria. Y esto en homenaje no sólo a
la consagración de un derecho subjetivo en el área normativa del bloque de legalidad,
característica de la forma republicana de gobierno, sino a su conveniente difusión y
aplicación cotidiana como escuela de formación en el ejercicio legítimo de los derechos
que asisten a los administrados frente a la Administración.
Finalmente, y válido para todas las áreas en que pueden observarse trechos
normativos críticos, es del todo deseable, sea en esta ley y su reglamento, o en la que
venga a dictarse si, definitivamente, se opta por refundir las disposiciones generales en un
cuerpo común (v.g., un código), se articulen prescripciones sobre los requisitos, en cuanto
a forma y fondo –en especial la primera- de nuevas normas reglamentarias o de
reglamentos autónomos. Curiosamente, la parte considerativa de cada decreto en Bolivia
no suele exponer las motivaciones que llevan a su emisión, contentándose a reiterar, en
abstracto, lo dicho en otras normas, la ley o la misma Constitución.
7. Derecho Administrativo Laboral. Régimen del funcionariado
El cuidado en el reclutamiento del funcionariado o de los servidores públicos (56) es
materia importantísima teniendo presente que el principio de especialidad técnica –cuya
omisión en el derecho positivo no implica su desconocimiento- es salvaguarda de las
garantías del administrado ante posibles excesos del Poder Público y base segura para
un obrar eficaz y eficiente en la promoción del bien común. Dictada la Ley SAFCO, se
estableció un sistema específico para este cometido (hoy, Normas Básicas (sistema) de
Administración de Personal-SAP) y, posteriormente, se dictó la Ley del Estatuto del
Funcionario Público N° 2027 de 27 de octubre de 1999 que, con más de alguna
(56) Empleamos indistintamente ambas denominaciones, sea la de servidor público –que vino con la Ley
SAFCO y encontró consagración en la nueva Constitución- o la de funcionario, que reafirmó –en la tradición
terminológica boliviana- el Estatuto del Funcionario Público. Creemos que la distinción entre ambas voces es
irrelevante y del todo carente de importancia a pesar que el empleo de la voz que denota servicialidad es la
que ha escogido el constituyente en la norma fundamental.
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prescripción desafortunada (57), tuvo la virtud de establecer formalmente la Carrera
Administrativa.
Aunque la aplicación de estas disposiciones estatutarias no tuvo la continuidad
institucional que debiera esperarse, el hecho es que constituyó un avance notable en la
configuración técnica de la Administración en aplicación del principio de especialidad,
proyecto largamente postergado desde sus embrionarias manifestaciones varias décadas
atrás (cfr. Ley de Bases del Poder Ejecutivo de 1970). Las vicisitudes políticas y las
exigencias circunstanciales de coyuntura pudieron más que la naciente institucionalidad.
El mandato actual de la Constitución pasa por reafirmar el valor jurídico que
supone dotar a los órganos estatales –en especial los que ejercen función administrativa-
de un cuerpo de servidores cuya cualificación técnica sea el primer requisito para su
incorporación. De hecho, el principio de competencia, consignado en el art. 232°
constitucional admite una doble acepción: como atribución para un determinado cometido
y, en lo que aquí tratamos, como idoneidad para el ejercicio de una tarea calificada.
El registro escalafonario de los servidores públicos (Carrera Administrativa), así
como el conocimiento de las contingencias propias de su convocatoria, evaluación,
admisión, promoción, rotación, etc., estuvieron a cargo de una oficina especializada
(Superintendencia del Servicio Civil), que luego del decreto que dispuso la extinción de los
entes regulatorios, arrastró consigo también la de dicha repartición. Sus funciones fueron
luego atribuidas, hasta el presente, a un viceministerio del Ministerio de Trabajo
(Administración central), así como la dilucidación de las controversias que emerjan de la
aplicación de las disposiciones de Derecho Administrativo Laboral.
Parece, entonces, del todo necesario reconformar la instancia central destinada a
estos propósitos, así como actualizar las disposiciones reglamentarias que hacen al
(57) Por ejemplo, estableció que los funcionarios de carrera eran los únicos legitimados para interponer
recursos administrativos, o para acceder a la cobertura de la seguridad industrial frente a quienes lo eran sólo
interinos o no habían ingresado a la carrera administrativa. La razón era, desde luego, la de inducir a la
formalización del estatus del servidor público pero los medios, prohijados oficialmente desde la ley,
resultaban discriminatorios e inconstitucionales.
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procesamiento de los conflictos que resulten de los procedimientos de reclutamiento. Un
órgano descentralizado es el más llamado a este cometido. Por de pronto se cuenta –
fuera de las Normas Básicas y el Estatuto- con apenas un par de decretos y, en el afán de
suplir deficiencias u omisiones normativas, el Ministerio de Trabajo ha dictado una
resolución administrativa (Resolución 014) que, con todos los visos de una emisión que
desborda los cauces de normación razonables, establece vías de impugnación, requisitos
de legitimación, etc.
Igual previsión debe tomarse en cuanto a la conformación de instancias similares
en la Administración de los gobiernos autónomos subnacionales, de conformidad a las
prescripciones constitucionales y legales que disponen el reparto de competencias en el
nuevo Estado autonómico (art. 299-II, competencia 14), en cuanto al sistema de
administración de personal.
En materia de Derecho Administrativo Laboral mas bien pareciera necesaria la
reforma o modificación de la institucionalidad orgánica, antes que la misma norma, a
pesar de las falencias observadas en la legislación material o de fondo. En cambio, en lo
referido a los reglamentos de aplicación del derecho sustantivo, esto es, en los
procedimientos especiales, urge reunir las disposiciones hoy dispersas en un solo cuerpo
normativo evitando innovaciones no autorizadas como la ya señalada.
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V. EL CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO Y LA NECESIDAD DE UN CÓDIGO
PROCESAL ADMINISTRATIVO
En razón a su innegable importancia, se ha optado por exponer consideraciones
sobre este punto en un apartado específico.
El estudio de la garantía mayor en la realización de la función administrativa, cual
es el contencioso-administrativo, supone previamente la aceptación incondicionada de la
tesis que proclama que sólo hay Estado de Derecho –sea cual fuere su modalidad
singular- si el ejercicio del Poder Público es susceptible de control y actúa acotado,
conforme los cauces predispuestos en la Constitución, leyes y reglamentos. Tan
importante categoría ha merecido un abordamiento amplio en el pensamiento, no
solamente jurídico, sino también político, económico y aún filosófico.
El control judicial, entendido como el control jurisdiccional de los actos de la
Administración conforma –a nuestro juicio, una otra garantía constitucional (58), cuyo
inestimable valor jurídico informa implícitamente todo el ordenamiento administrativo
atenidos sólo a los principios consagrados constitucional y legalmente (cfr. arts. 232°
constitucional y 4° de la Ley del Procedimiento Administrativo), en la recepción del
(58) Esta posición, sin embargo es discutida por quienes entienden que todo Estado presupone el Derecho,
como afirma PALACIOS, Julio A.: La Acción Contencioso-Administrativa, edit. FIDES, La Plata, Argentina,
1975, pág. 20, cuando señala: “Pensamos que concebir el contencioso-administrativo como un sistema de
garantías concedido por el Estado, significa olvidar que no puede haber Estado sin Derecho, y que éste es un
presupuesto de aquél”. Nosotros adherimos a la tesis que no todo Estado es el Estado de Derecho en el que
prima la actuación pública –y aún privada- dentro del encuadre y sujeción a la ley y ésta a la norma
fundamental. El Derecho, es cierto, se revela a plenitud en el Estado, pero no todo Estado, históricamente
concebido, implica sujeción de los órganos públicos a la ley, pues –por poner un ejemplo- en el Estado
absolutista, que concentra el Poder Público en el monarca, queda todavía un gran margen de discreción a
favor de aquél, insusceptible de alcanzar el control jurisdiccional. Para nosotros, sólo en el Estado (material)
de Derecho es posible concebir dicho control a plenitud pues, la noción misma de este tipo de Estado recoge
criterios de realización de ciertos valores que no están precisamente presentes en estas otras formas históricas
estatales, cuales son la funcionalización del valor Justicia a través de la recepción íntegra de los derechos
fundamentales, siendo uno de ellos, justamente, la judiciabilidad de los actos de los órganos estatales, en
especial y para el tema que nos ocupa, los de la Administración.
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“sometimiento pleno a la ley”, el principio de “legalidad”, la “presunción de legitimidad” y
otros conexos. De hecho, el contencioso-administrativo puede ser también conceptuado
como un recurso, una demanda o una acción si sólo se atendiera a su faceta procesal, lo
cual merma sensiblemente una concepción integral del fenómeno político-jurídico de
interés de primer orden en el Derecho Administrativo.
Empero, con todo y ser clara la necesidad de consagrar de manera reiterada, la
vigencia de esta garantía, que efectivamente lo es, en la primera apreciación jurídica que
formulamos, de manera sorprendente no es ésta la tesitura que sustentan los autores
bolivianos en la escasa bibliografía jurídica o artículos sobre lo que es o significa el
Estado de Derecho (59). Es decir, en Bolivia, el norte de reflexión en el pensamiento sobre
el tema no ha recalado en la trascendencia de las garantías que funcionalizan la justicia y
otros valores que son inherentes al Estado de Derecho, encabezando las mismas el
contencioso-administrativo. A fin de abreviar conceptos ya conocidos, siguiendo a LEGAZ Y
LACAMBRA (60) podemos entonces decir que caracterizan el Estado de Derecho las
siguientes notas inexcusables:
(59) Así, han escrito en Bolivia sobre este tema, pero abordando de manera casi abstracta la noción de Estado
de Derecho sin relievar la trascendencia del control de legalidad en la vía contencioso-administrativa, fijando
la atención sólo en su dimensión constitucional: ALVARADO, Alcides: Del Constitucionalismo Liberal al
Constitucionalismo Social, edit. Judicial, Sucre, 1994, pág. 106; ASBÚN, Jorge: Derecho Constitucional
General, imprenta El País, Santa Cruz, 2001, págs. 75 y ss. (el Estado); CANELAS LÓPEZ, René: Nuevo
Derecho Constitucional Boliviano, edit. Letras, La Paz, 1972, pág. 41; DERMIZAKY PEREDO: Pablo. Derecho
Constitucional, edit. Arol, Cochabamba, 1991, págs. 77 y ss.; FLORES PONCE, Freddy: Derecho
Constitucional General, Gráfica Druck, Potosí, 2000, págs. 75 y ss.; NAVÍA DURÁN, José Antonio: Conceptos
de Derecho Constitucional Boliviano, Talleres Gráficos JCS, La Paz, 1992, pág. 43; RAMOS, Juan: Curso de
Derecho Constitucional, edit. Trama Color, La Paz, 1997, pág. 70; TRIGO, Ciro Félix: Derecho
Constitucional Boliviano, edit. Cruz del Sur, La Paz (impreso en Buenos Aires, (s/f), págs. 163 y 189;
VALENCIA VEGA, Alipio: Manual de Derecho Constitucional, edit. Juventud, La Paz, 1996, pág. 81. El listado
anterior es meramente enunciativo y en orden alfabético.
(60) LEGAZ Y LACAMBRA, Luis: Humanismo, Estado y Derecho, Bosch Casa Editorial, Barcelona, 1960, págs.
77 a 83. La que presentamos es, desde luego, una apretada síntesis del pensamiento expuesto por el autor. Sin
embargo, la esencialidad de su pensamiento recala en el reconocimiento de la necesaria integración de valores
jurídicos que, desde la justicia, se residencian luego y definitivamente en los derechos fundamentales y las
garantías –explícitas e implícitas- que el texto constitucional –y acaso un partido por el Derecho Natural
pudiera venir a receptarse en la materialización (sustancialización) de dichos derechos y garantías. En esta
plataforma conceptual refulge, entonces y con nítida entidad jurídica propia, el contencioso-administrativo.
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1. El ordenamiento jurídico en el Estado de Derecho constituye un todo
jerárquicamente estructurado en el que la norma general realiza a plenitud los
valores de justicia y seguridad.
2. Opera la recepción íntegra de los derechos humanos fundamentales.
3. Se respeta al fuero de la personalidad jurídica (derechos subjetivos particulares y
públicos).
4. Se establece la responsabilidad de la Administración, así como el control judicial
de sus actos.
Ahora bien, nuestra insistencia en reforzar estos conceptos se explica en la
especial configuración de los Poderes Públicos según lo dispone y establece la nueva
Constitución Política del Estado dictada en 2009, atribuyendo un papel rector y hasta
hegemónico al Órgano Ejecutivo y, por ende a la Administración. La opción es válida y
legítima para el constituyente boliviano, desde luego, pero hace falta, entonces, equilibrar
dicha presencia acudiendo a la teoría de pesos y contrapesos constitucionales (checks
and balances), necesarios a fin de alcanzar equilibrio y armonía en el ejercicio del Poder.
Al fin y al cabo, el control de la Administración es una cuestión política, en el mejor sentido
del término. Luego, es menester reforzar las garantías que preservan las libertades civiles
y políticas con un adecuado sistema garantista, mas aún si la misma Constitución
boliviana es un ejemplo de norma fundamental que privilegia garantías y derechos. (61)
(61) En la respuesta a la interrogante de cuál es el por qué del Derecho, es indudable que se tengan que recoger
ciertas tesis funcionalistas del Derecho, entre ellas que el Derecho –y con él el Estado- conforman un sistema
de control social. Pero es preponderantemente el Derecho y no el Estado el instrumento destinado a cumplir la
función integradora de socialización y que debe actuar en el supuesto que el individuo no observe las normas
preestablecidas. Pero esta institucionalización de la conducta esperada también parte del supuesto que ya
ciertas conductas habían sido adoptadas en un proceso anterior e interno de socialización. Esta internalización
de las normas y los valores que éstas consagran, es evidente que disminuye la posibilidad de actuar el poder
coercitivo del Estado o, como señala con mayor precisión DE PÁRAMO, Juan Ramón en: Lecciones de Teoría
del Derecho, obra colectiva realizada conjuntamente con BETEGÓN CARRILLO, Jerónimo; GASCÓN ABELLÁN,
Marín y PRIETO SANCHÍS, Luis, edit. McGraw-Hill, Madrid, 1997, pág. 110, el Derecho funciona mejor
cuanta menos fuerza ejerce el Estado. Esta constatación –de orden práctico, funcional y aún sociológico-
anticipa ya que el control social no siempre y necesariamente es represivo pues también –y es lo deseable-
será preventivo y promocional. DE PÁRAMO, en esta perspectiva, concluye que un excesivo énfasis en la
función represiva del Derecho conlleva una imagen estrictamente jurisdiccional del mismo, lo que no se
corresponde con el importante papel desarrollado por la legislación y su función promocional. El autor que
citamos y cuyo pensamiento seguimos en este punto, siguiendo a ARNAUD, A. J. y FARIÑAS, M.J. en Sistemas
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En el ordenamiento jurídico boliviano, entonces, el panorama se hace aún mas
inquietante si tenemos presente que la Constitución nada dice sobre el contencioso-
administrativo. Peor aún, la reciente Ley del Órgano Judicial tampoco ha atribuido a juez
alguno el conocimiento de las causas contencioso-administrativas. Sin embargo, es justo
tener presente que la garantía constitucional que esta vía supone no ha desaparecido
pues, más allá inclusive de los pactos internacionales que ha suscripto nuestro país en
materia de derechos humanos y civiles, o de la escasa legislación todavía vigente –
especialmente procesal civil- que informa la materia (62), en Bolivia se sigue tramitando
tales demandas, en un claro ejemplo de ultractividad de la norma derogada (antigua Ley
de Organización Judicial) que atribuía el conocimiento de la causa al Pleno de la entonces
y hoy extinta Corte Suprema de Justicia.
Jurídicos: Elementos Para Un Análisis Sociológico, Universidad Carlos III, BOE, Madrid, 1996, advierte que
un sistema jurídico brinda un esquema normativo que permite a los individuos calcular y prever las
consecuencias que se derivan de sus actos..Para ello puede actuar de cuatro maneras: previene, reprime,
promociona y premia la conducta. Al final de su análisis, DE PÁRAMO, en op. cit., págs. 114 y 115, concluye
que el individuo no ve en el Derecho –ni tendría que verlo de esta manera, añadimos- un conjunto de
relaciones de fuerza, sino el fruto del consenso voluntario que “ampara por igual las distintas pretensiones”.
Mas adelante, y como corolario, manifiesta: “el Derecho contribuye poderosamente a este grado de
interiorización del consenso, disminuyendo la necesidad de una imposición por medio de la fuerza”.
(62) Efectivamente, en varias normas sustantivas de áreas propias del Derecho Administrativo permanece viva
la previsión del contencioso-administrativo en tanto en las procesales, como la Ley del Procedimiento
Administrativo, se la contempla. En cuanto a su procedimiento, no obstante, se sigue el escueto y desde todo
punto de vista insuficiente íter que permanece vigente en el Código de Procedimiento Civil, en los arts. 778°
al 781°, esto es, apenas cuatro artículos. Tan breve es su relación, que cabe, como pie de página, en el
presente trabajo: “ Art. 778.- (Procedencia).- El proceso contencioso administrativo procederá en los casos
en que hubiere oposición entre el interés público y el privado y cuando la persona que creyere lesionado o
perjudicado su derecho privado, hubiere ocurrido previamente ante el Poder Ejecutivo reclamando
expresamente del acto administrativo y agotando ante ese Poder todos los recursos de revisión, modificación
o revocatoria de la resolución que le hubiere afectado. Art. 779.- (Demanda).- La demanda se interpondrá
ante la Corte Suprema de Justicia con todos los requisitos establecidos por el artículo 327. Se indicará
concretamente el decreto o resolución suprema que se impugnare. La acción se dirigirá contra el Fiscal
General de la República. Art. 780.- (Plazo para interponer la demanda).- La demanda deberá interponerse
dentro del plazo fatal de noventa días a contar de la fecha en que se notificare la resolución denegatoria de
las reclamaciones hechas ante el Poder Ejecutivo. Art. 78l.- (Trámite y resolución).- El proceso será
tramitado en la vía ordinaria de puro derecho, debiendo dictarse sentencia dentro del término legal”.
Júzguese, entonces y objetiva cuanto de manera desapasionada, la pobreza de las disposiciones procesales que
reglan el contencioso-administrativo, abstrayéndonos del marco institucional y político de la garantía que
hemos señalado.
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Vale la pena referir que el contencioso-administrativo, excepto en los casos en que
la decisión administrativa provenga del ámbito municipal (63), es o era asunto de
conocimiento del conjunto de ministros de la Corte Suprema (Sala Plena) y, en la práctica,
la primera revisión que se hacía –y todavía prosigue- es la de observar cualesquier
defecto de forma que autorice la infundabilidad del recurso. Y ello sin contar con el
esfuerzo patrimonial que irroga la deducción de la demanda. En otras palabras, aún si la
acción es aceptada en cumplimiento a los presupuestos procesales y materiales, el costo
de promoción de la misma es altísimo (honorarios de abogado, tramitación en lugar
distinto al del pronunciamiento del acto, formalidades extremas, etc.). Es suma, la vía es
enteramente frustratoria y configura un escenario procesal absolutamente contrario a la
recepción del principio de tutela efectiva de los derechos. Ésta, posiblemente, la razón de
su escasa ocurrencia (64), al igual que la jurisprudencia dictada, y el desconocimiento
generalizado de su posible promoción.
Si aquí hemos afirmado que es insólito el soslayamiento normativo del instituto, es
posible que deba reiterarse –y es materia de reflexión jurídica- que toda garantía del
orden constitucional, una vez establecida, ingresa al acervo jurídico-cultural inderogable
de la comunidad social destinataria de ella. Luego, no puede operar forma legal regresiva
(63) Tanto la vigente Ley Orgánica de Municipalidades, como la anterior Ley de Organización Judicial,
atribuían a la Corte Distrital de Justicia –hoy Tribunal Departamental de Justicia- el conocimiento de los
contencioso-administrativos resultantes de decisiones del ámbito municipal. Pero, nótese, la línea era la
misma: un juez colegiado del más alto nivel o jerarquía. Si bien la anterior norma judicial orgánica había
establecido jueces administrativos, éstos sólo conocían de los procedimientos coactivo-fiscales, es decir, de
las vías expeditas que tiene el Estado (la Administración) para el cobro de los créditos impagos a su favor,
procedimiento del que ya hemos hecho referencia y que tiene, como único legitimado procesal, al mismo
Estado. Es decir, no hay ni hubo conformación de un verdadero circuito orgánico jurisdiccional que conozca
de las causas contencioso-administrativas.
(64) A modo de anécdota vale la pena referir que cuando se dictó la Ley del Tribunal Constitucional N° 1836
de 1° de abril de 1998 (anterior a la actual Ley del Tribunal Constitucional Plurinacional N° 027 de6 de julio
de 2010), el apuro legislativo llevó a suprimir el procedimiento del contencioso-administrativo al igual que el
puramente contencioso, reputándose de manera equívoca, seguramente, como propios de la materia
constitucional que era renovada con la ley que creaba el Tribunal Constitucional. No hubo observación alguna
y, por un lapso que llegó a los ¡siete meses! no hubo reclamación ni siquiera del máximo tribunal, hasta que
una obscura disposición transitoria, en otra ley, vino en reponer el procedimiento perdido. Ello evidencia,
desde luego, que la escasísima promoción del recurso es la confirmación de su carácter ilusorio y frustratorio
de esta vía y contribuye a explicar, igualmente, la escasísima jurisprudencia.
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alguna que signifique su desaparición. De hecho, la misma Constitución de 2009 reitera,
en varios pasajes normativos de su mandato, el carácter y naturaleza garantista que la
distingue. A ellas, la Constitución y la garantía, nos apegamos.
Ante este panorama que revela el estado de evolución de la garantía señalada,
urge, y con carácter imperativo, el proveer inmediata solución. Se debe restaurar la
referencia positiva del contencioso y, en aras al equilibrio y armonía que debe observar
todo ejercicio del Poder Público, principalmente la Administración, el contencioso-
administrativo debe resultar plenamente receptivo a la demandabilidad ciudadana. No
vale ya, de entrada, reiterar un modelo –si nos atenemos a la experiencia y el Derecho
comparado- en el que sólo se espere un pronunciamiento sobre la legalidad del acto
administrativo –o del contrato administrativo- cual ha caracterizado el modelo de
jurisdicción delegada común, es preciso conferir al circuito jurisdiccional a conformarse y
no a un único juez colegiado, las más amplias atribuciones, esto es, en términos de
jurisdicción plena.
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VI. CONCLUSIONES
Nos remitimos y ratificamos en las observaciones y notas que hemos reseñado en
los anteriores apartados sobre el decurso de los institutos de Derecho Administrativo. La
necesidad de su cambio o reforma, en algunos casos radical, se torna imperiosa cobrando
inusitada vigencia histórica en la hora actual. Resta, acaso en orden puramente aleatorio
y no necesariamente según su importancia, establecer:
1. Un régimen claro e inequívoco de vías procesales destinadas a hacer efectiva la
tutela en todo procedimiento y, en especial, en el proceso contencioso-
administrativo y en el puramente contencioso (contratos administrativos). No
parece sino ocioso reiterar que las vigentes son, en el mejor de los casos, harto
formales y, en su aplicación, de suyo ilusorias y frustratorias. El ejemplo en la
dictación de Códigos Procesales Administrativos, siguiendo la pauta del Derecho
comparado (Perú, Panamá, Costa Rica u otros países) es sugestivo.
2. La conformación de un circuito jurisdiccional de control de legalidad del acto
administrativo y de resolución de controversias de contratos administrativos así
como de los sujetos a las reglas de Derecho común, que sea accesible y no
únicamente, como hasta hoy –e ignorado en la misma Constitución Política del
Estado de 2009- en atribución, nada menos, que de la Sala Plena del Tribunal
Supremo de Justicia si se sigue la tradición vigente hasta tiempos recientes. Ello
supone, desde luego el renovado estudio de las alternativas que ofrecen los
modelos, sea de jurisdicción retenida como de jurisdicción delegada hasta recalar
en la plenitud de la vía judicial de contraloría del obrar administrativo (plena
jurisdicción).
3. Un régimen jurídico adecuado en la contratación administrativa, abandonando la
postura hoy vigente del reconocimiento de los contratos administrativos
únicamente a partir de un criterio subjetivo (hay contrato administrativo cuando
contrata el Estado), ya superado y que en caso de controversias de contratos que
debieran sujetarse al Derecho común exige, de todas maneras, la prosecución de
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la vía del contencioso con clara preterición de la posibilidad de resolución en
Justicia del contratante civil o comercial –no administrativo- con la Administración.
4. Un régimen propio y aparte de contenido publicístico que haga posible la
reclamación y demandabilidad del Estado –en especial la Administración- en lo
tocante a la responsabilidad patrimonial del Estado, esto es, en la responsabilidad
que debe eventualmente el Estado frente al administrado. Es una garantía
constitucional que hace realidad el Estado (constitucional) Social de Derecho.
5. El reconocimiento de la legitimación procesal (activa) desde el mayor nivel
normativo posible de quienes defienden derechos de incidencia colectiva, como un
mecanismo real de control social sobre el Estado y, en especial, los órganos que
ejercen función administrativa.
6. Un marco normativo completo y racional del funcionariado que esté ajustado a las
exigencias del principio de especialidad técnica que distingue a la Administración.
Adicionalmente, la posibilidad cierta de coparticipar en su emisión –vía legislación
de desarrollo- por parte de los gobiernos autónomos de rango subnacional.
7. La optimización de las normas y actualización de los mecanismos de control
gubernamental permitiendo, además, la coparticipación legislativa de los entes
autónomos correspondientes a los niveles de gobierno subnacional.
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VII. El estudio del Derecho Administrativo en la hora actual.-
A la luz de la evolución de los institutos de Derecho Administrativo conforme el
desarrollo de la legislación y reglamentación administrativas, incluídas por supuesto las
disposiciones constitucionales, es claro que el estudio y evolución del Derecho
Adminisrativo exige un renovado interés y promoción de esta disciplina jurídica. Sería
ocioso el reiterar que la obra jurídica, apenas en no más de una decena de obras
publicadas y artículos dispersos de la naciente doctrina administrativa boliviana, es
absolutamente insuficiente.
Los esfuerzos por promover una cultura jurídica en el área del Derecho
Administrativo –la cultura de la paz, que promete la actual Constitución- a través de
instancias académicas de reciente data no son tampoco suficientes para satisfacer el
requerimiento del compromiso de construir una plataforma acorde a los crecientes
desafíos que impone una legislación y reglamentación dispersa y desordenada, carente
de sistematización y con ausencia de una línea directriz, al menos en parte homogénea
que ubique al Derecho Administrativo en el lugar que merece esta disciplina. Si a ello se
suma la escasa jurisprudencia en la materia, se comprenderá fácilmente el estado de
abandono de los estudios de esta parte de la enciclopedia jurídica.
La Paz, agosto de 2013