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El naufragio de Pedro Serrano.- Entre los tesoros americanos de Sevilla, sin duda brilla con luz propia el principal de ellos que no es otro que el Real Archivo de Indias. Hay tanta Historia comprimida en sus cientos de miles de documentos que por cualquier parte se pueden encontrar personajes de todo tipo que vuelven a la vida cuando alguien se interesa por ellos leyendo lo que contienen cualquiera de tan maravillosos legajos. Es fácil así hacer regresar del pasado tanto a ilustres como a malvados, a héroes y a villanos que se hacen presentes y enriquecen el conocimiento de quien se aventura e interesa por ellos. En uno de aquellos documentos, concretamente en el legajo segundo de Relaciones y Descripciones, se narra la historia de un naufragio y los sucesivos acaecimientos que tuvieron lugar a lo largo de los muchos años que transcurrieron hasta que se produjo el definitivo rescate de los últimos sobrevivientes. Nos cuentan que salieron de Santo Domingo en la víspera del Domingo de Ramos del año 1528 en la nao propiedad de Pedro de Cifuentes la cual era mandada por un piloto conocido con el sobrenombre de Portogalete. La idea era llegar a Higüey para cargar bastimentos o provisiones para la fortaleza de la Isla Margarita aprovechando también que se llevaba a bordo un cargamento de pólvora y municiones para dicha fortificación. Desde Higüey se dio rumbo Este para llegar a San Juan de Puerto Rico en donde hicieron una escala de cinco días antes de proseguir con la derrota prevista y es a partir de aquí cuando comienzan una serie de aventuras y episodios que parecieran sacados de la calenturienta imaginación de algún fabulador pero que no solo son hechos ciertos sino que historias parecidas eran demasiado frecuentes en aquella época dada la precariedad de los medios y el desconocimiento cartográfico de unos mares nuevos que solo acabarían siendo suficientemente conocidos a fuerza de 1

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El naufragio de Pedro Serrano.-

Entre los tesoros americanos de Sevilla, sin duda brilla con luz propia el principal de ellos que no es otro que el Real Archivo de Indias.

Hay tanta Historia comprimida en sus cientos de miles de documentos que por cualquier parte se pueden encontrar personajes de todo tipo que vuelven a la vida cuando alguien se interesa por ellos leyendo lo que contienen cualquiera de tan maravillosos legajos. Es fácil así hacer regresar del pasado tanto a ilustres como a malvados, a héroes y a villanos que se hacen presentes y enriquecen el conocimiento de quien se aventura e interesa por ellos.

En uno de aquellos documentos, concretamente en el legajo segundo de Relaciones y Descripciones, se narra la historia de un naufragio y los sucesivos acaecimientos que tuvieron lugar a lo largo de los muchos años que transcurrieron hasta que se produjo el definitivo rescate de los últimos sobrevivientes.

Nos cuentan que salieron de Santo Domingo en la víspera del Domingo de Ramos del año 1528 en la nao propiedad de Pedro de Cifuentes la cual era mandada por un piloto conocido con el sobrenombre de Portogalete.

La idea era llegar a Higüey para cargar bastimentos o provisiones para la fortaleza de la Isla Margarita aprovechando también que se llevaba a bordo un cargamento de pólvora y municiones para dicha fortificación.

Desde Higüey se dio rumbo Este para llegar a San Juan de Puerto Rico en donde hicieron una escala de cinco días antes de proseguir con la derrota prevista y es a partir de aquí cuando comienzan una serie de aventuras y episodios que parecieran sacados de la calenturienta imaginación de algún fabulador pero que no solo son hechos ciertos sino que historias parecidas eran demasiado frecuentes en aquella época dada la precariedad de los medios y el desconocimiento cartográfico de unos mares nuevos que solo acabarían siendo suficientemente conocidos a fuerza de los muchos sucesos habidos. Como es el caso del que aquí se trae.

Pedro Serrano, náufrago que describiera este relato al maestre Juan, cuenta que después de dejar San Juan intentaron fondearse en la Isla de Santa Cruz (hoy Saint Croix, en las Islas Vírgenes de los EEUU) con la intención de hacer agua y poder continuar después con el previsto viaje. Pero a la llegada a dicha isla salieron a su encuentro dos canoas de guerra con unos 60 indios en cada una de ellas, armados estos con arcos y flechas a las que envenenaban con hierbas mortales. Todos conocían de la suerte que había corrido el sevillano de adopción Juan Ponce de León, muerto por una flecha envenenada, así que ante la tan poco deseada bienvenida que recibieron, con buen criterio se decidió proseguir la navegación hacia el SW siendo que, a pesar de que los vientos fueron escasos, a los cinco días arribaron a las Islas de Piritu, en el actual Estado de Anzoátegui en Venezuela, pero el piloto no reconoció aquellas tierras y a fin de evitar males mayores tomaron la decisión de proseguir hacia el oeste costeando la tierra firme hasta llegar a la Isla de Guaramacaran. Sin embargo y una vez llegados allí, no encontraron agua dulce y la necesidad comenzaba a ser más que acuciante.

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No tuvieron más remedio que dar fondo en un pequeño puerto ya en tierra firme donde, al amanecer, fueron sorprendidos por una flota de 11 canoas tripuladas por guerreros bien pertrechados con las temibles flechas enherbadas que abordaron al navío exigiendo les fueran entregadas hachas y otros utensilios.

Resultó que uno de los tripulantes de la embarcación española llamado Bautista Genovés, creyendo que los indios eran gente de paz, no tuvo mejor ocurrencia que meterse en una de las canoas siendo en ese momento cuando se organizó un tremendo lío. Una lluvia de flechas comenzó a caer sobre los tripulantes españoles y confiesa Pedro Serrano que él mismo tomó un arcabuz, lo colmó de pedernales y disparó sobre los indios matando a su principal y a otros dos lo que hizo que los restantes se echaran a la mar unos y salieran a todo remar los otros en las canoas para desaparecer en tierra. Y del dicho Bautista nunca más se supo.

Como es natural y por elemental prudencia, también los españoles tuvieron que salir de allí con la mayor prontitud y rapidez llegando a un lugar despoblado donde en la boca de un río pudieron finalmente hacer la tan necesaria aguada.

Pero la realidad era que el piloto no estaba claro en relación al lugar en donde se encontraban y para no seguir corriendo riesgos innecesarios, decidieron regresar hasta Santo Domingo. Y lo hicieron dirigiéndose a la Isla de Aruba resultando que una vez allí, el llamado Portogalete salió huyendo y abandonó el barco dejando al resto de los tripulantes sin profesional que conociera ni la zona ni la mejor de las rutas para el regreso.

Y como quiera que a bordo no había persona alguna que los pudiera bien encaminar porque todos eran novicios en el arte de la mar, emprendieron el viaje de regreso encomendándose a Dios porque poco más podían hacer.

Cuenta el cronista que un sábado, en medio de la noche, arreció el temporal con tal fuerza que arrebató los mástiles con sus velas que desaparecieron en la mar, abriéndose el navío en dos de manera que tanta agua fue la que entraba que todos corrieron a popa de la embarcación y los vientos y la mar los acabaron llevando hasta un bajo al que llamaron de la Serrana.

Deshaciéndose los restos del navío en dicho bajo, ya en la mañana vieron arena blanca cercana al lugar en donde se encontraban.

Pedro Serrano se echó a la mar y nadando pudo llegar a la orilla de la isla llevando consigo una cajá de pólvora y el hierro llamado eslabón que sirve para hacer saltar chispas al chocarlo con un pedernal. Dejó en tierra ese material y regresó de nuevo a los restos del navío que se había partido en cuatro pedazos, en uno de los cuales se amontonaban los supervivientes. Unió varios de los cabos de amarre haciendo uno lo suficientemente largo y lo llevó de nuevo hasta tierra para ayudar al resto de sus compañeros de viaje que, de este modo, pudieron también llegar por fin a la playa. Pero la marea, en su creciente de la noche, zafó los restos de la embarcación de su varadura desapareciendo con las corrientes sin que pudieran salvar ni siquiera el pedernal necesario para poder hacer fuego por lo que, durante dos meses, se tuvieron que mantener comiendo carne cruda de lobos marinos y bebiendo la sangre de estos y de los alcatraces y otras aves marinas que pudieron atrapar.

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Transcurrido ya algún tiempo y ante la desesperación que la situación provocaba, decidieron la construcción de una balsa a base de los maderos que la mar arrojaba y los trozos de cuero de los lobos que iban secando al sol. Tres fueron los que embarcaron en esa endeble embarcación y otros tres los que quedaron en tierra, dos hombres y un mozo. Nunca más supieron de los de la balsa y de los tres que en la isla quedaron, uno de ellos al que todos llamaban Moreno de Málaga, en su desesperación comenzó a comerse a sí mismo por los brazos siendo que al cabo de unos cuantos mordiscos murió entre gritos de locura y rabia.

Comenzaron así una vida donde la dificultad reinaba sobre todo. Con huesos de tortuga cavaron en algunas partes de la isla buscando agua pero la que hallaban resultaba salada y solo era posible su consumo mezclándola con la sangre de los lobos. También esos hoyos fueron toscamente forrados con los cueros de los lobos para que cuando lloviese se pudiera recoger agua tanto en el interior de los mismos como en esas grandes caracolas a las que llamaban cobos.

Llovió por fin y los hoyos se llenaban, pero también su contenido duraba poco pues se filtraba el agua con demasiada facilidad entre los cueros del forro de manera que el preciado líquido desaparecía rápidamente en la arena.

Decidió entonces Pedro construir otra pequeña balsa solo suficiente para aguantarlo a él y se dirigió al punto donde se perdiera el navío en busca del necesario pedernal que les permitiera hacer fuego hallando finalmente en braza y media de agua solo un guijarro que llevó con él y que finalmente pudo servirles para hacer el tan necesario fuego.

Así fue que gracias al fuego que cada noche encendían, desde otra pequeña isla situada a dos leguas a barlovento de ellos otros dos náufragos que allí se encontraban pudieron ver las señales y con una balsa se acercaron a la isla en donde Pedro y su compañero estaban. Allí permanecerían todos durante cinco años.

Una vez que contaban con el fuego y ya siendo cuatro los habitantes de la isla, se propusieron nuevas acciones que pudieran por fin sacarlos de dicho lugar por lo que comenzaron la construcción de una nueva embarcación de nuevo aprovechando los maderos que la mar les traía hasta tierra. Lo primero que se hizo fue fabricar una fragua usando las pieles de los lobos para los fuelles y volviendo una y otra vez al lugar en donde su navío se había perdido lograron rescatar algunos objetos de hierro que originalmente tenían como destino la iglesia de Cubanga. Hicieron clavos a partir de estos hierros y con ellos unían la irregular tablazón recolectada. Las velas, de nuevo con los cueros de los lobos y los cabos para su manejo, a base de las tripas de estos animales.

De esta manera, cuando estuvo terminada la rústica nave, partieron con la idea de poder llegar hasta Jamaica pero las maderas no estaban embreadas y la balsa hacía agua por todas partes hasta el punto que decidieron desembarcar Pedro Serrano y uno de los nuevos compañeros que se habían unido al pequeño grupo siendo que el otro hombre y el muchacho, al verse con la mitad de peso, decidieron arriesgarse y proseguir su viaje. La realidad es que si tuvieron o no suerte, nunca llegaron a saberlo porque jamás volvieron a tener noticias de ellos.

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Los dos que en la isla permanecieron se dieron a recorrer de manera detenida el terreno constatando que la profundidad de todos los alrededores no llegaba a braza y media de agua; que había un total de 17 islas pero que la gran mayoría de ellas eran cubiertas por las aguas cuando la marea estaba alta de forma tal que solo cinco de ellas permanecían secas de manera permanente. Y tomaron buena nota de todo ello para en su día y si finalmente tenían la fortuna de ser rescatados, poder dar aviso en Sevilla al Piloto Mayor de Su Majestad para que tuvieran en cuenta aquella circunstancia a la hora de confeccionar las correspondientes cartas de marear.

La comida seguía siendo a base de huevos de tortuga y la codiciada carne de los lobos marinos que de igual modo les proporcionaban los cueros para vestir. También hicieron un pequeño corral de piedra dentro del agua para atrapar peces que en la subida de la marea se quedaban dentro del mismo y en la bajamar no tenían como salir y fácilmente podían ser atrapados.

Construyeron dos torres con piedras, una situada al norte de la isla y la otra en el sur. Las dichas torres que alcanzaban la altura de 4 brazas, permitían no solo divisar la mar en la constante búsqueda de algún navío, sino también colocar en su cima leña seca que hacían arder para provocar humareda en la esperanza que ser vistos por algún navío que pudiera pasar por las cercanías del lugar.

Descubrieron que a partir de las piedras podían hacer sal y llegaron a construir una rudimentaria casa cuya techumbre, como no podía ser de otro modo, estaba hecha a base de los cueros de lobos.

Durante cinco meses al año, pero sobre todo durante abril y mayo, podían recolectar los huevos de tortuga que debidamente secados al sol permitían acopiar víveres para el invierno. De igual modo, habían descubierto también que, después de 15 días al sol, la clara de estos huevos se tornaba agua de forma tal que ahí encontraron otra manera de almacenar el codiciado líquido.

Nos cuenta el Maestre Juan que Pedro Serrano en su desesperación, después de tres días sin beber se quejaba amargamente al Señor diciendo que llevaba ocho años desnudo y descalzo en aquel desierto y que siendo así la triste realidad de su existencia, rogaba que fuera sacado a tierras cristianas o en defecto de esta posibilidad, sacado por fin de este mundo. Y en aquella perturbación nos cuenta llegó a decir que si Dios no quiere sacarme de aquí, que lo haga el diablo y ahí acabarán mis días.

Pues bien, cuando en la mitad de la noche se levantó a orinar, dijo ver al propio diablo pegado a su humilde casilla y con una forma peor incluso de aquella con la que lo pintan. Con una nariz muy roma que echaba humo y también por los ojos fuego; los pies como grifo, las colas como de murciélago, piernas propias de hombre y cabellos muy negros entre los que sobresalían dos cuernos muy grandes.

Cuenta que llamó a su compañero y los dos tomaron una cruz que tenían hecha de cedro y con aquella recorrieron toda la isla y ya nunca más volvieron a ver nada aunque, después de 15 días, despertó en mitad de la noche con gran sobresalto puesto que oía pisadas alrededor de su casilla y siendo que esto mismo se volvió a repetir al día siguiente.

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Por fin, después de tres años desde la partida de sus dos compañeros, al mediodía de la víspera del señor San Mateo, divisaron una nao a la vela y se apuraron para encender una gran fogata en uno de los torreones de forma tal que por fin fueron vistos y desde la nao echaron el batel al agua llegando hasta la isla el maestre y varios marineros que por medio de escribano tomaron testimonio de lo que los infortunados náufragos relataron. El Maestre se llamaba Juan Bautista Ginovés, dijo ser vecino de Triana y él mismo fue quien transcribió la historia que le relatara el propio Pedro Serrano.

A bordo de la nao que los rescató pudieron llegar a La Habana adonde fueron recibidos por el adelantado Don Pedro de Alvarado el cual tomó mucho interés en la larga historia de desdichas que le fueron narrando y como compensación por tanta miseria sufrida, los aprovisionó de todo lo necesario y facilitó el retorno a España de los dos supervivientes.

El compañero de Pedro murió durante la travesía antes de llegar a España y Pedro Serrano, el último de los infortunados, se trasladó hasta Alemania donde estaba el Emperador quien lo recibió y le hizo merced de 4.000 pesos de renta en el Perú siendo que, yendo de camino para disfrutarlos allí, murió en Panamá antes de llegar a su destino final.

Y hasta aquí la historia de la que nos dejó constancia el Maestre Juan Bautista Ginovés, vecino que fue de Triana.

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Joaquín Lozano

Julio 2017

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