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Es Ella quien nos lleva. Palma de Mallorca nos ha robado el corazón, porque Palma tiene rostro, nombre y vidas: Fátima, Pilar, Miguel, Carmen, Blanca, Toni, Paula, Flor, Helena, don Julio… y su sed de que la Mater se instale allí en un santuario de Schoenstatt. Nos vincula una intensa corriente de vida y una profunda unión que se gesta siempre al cobijo de una Madre. Arraigados muy dentro del alma nos traemos un “nidito” familiar y Me fobú -no temas- (dos santuarios hogares que se bendijeron en la preciosa ermita de Valldemosa). Nuestra experiencia de misiones se resume en esta realidad: no somos nosotros los que llevamos a María (aunque lo parezca), es Ella, la que nos lleva a nosotros; Ella, la que decide a qué hijo, y en qué momento quiere visitar para regalarle al Amor. Camino del sanatorio, con dos Vírgenes peregrinas, íbamos bromeando para recordar el nombre del enfermo con el que, supuestamente, charlaríamos un rato: Miguel Rosell. Entramos los 5: un tocayo del enfermo -Miguel “el misionero”-, Javier y yo, y nuestros dos hijos, Javier y Diego. Atravesamos el umbral de la habitación, pero no había nadie sentado en una silla, ni siquiera recostado en una cama esperando nuestra conversación. Nos encontramos con un anciano moribundo, con respiración jadeante y entrecortada, los ojos cerrados, sin posibilidad de pronunciar palabra alguna. Tras el primer impacto, enseguida, nos acercamos con suavidad y dejamos a la Mater a los dos lados de su cama. Cogimos su mano, acariciamos su brazo, la frente… y comenzamos a orar con la delicadeza con la que se pisa tierra sagrada: “Miguel, estamos aquí, hemos venido a verte, con la Virgen María. Mater, cuídale, regálale tu ternura, la paz, prepara su corazón para el encuentro con el Señor; Espíritu santo, derrámate sobre Miguel…”. A Javier se le ocurrió pedirle a Miguel –“el misionero”- que le rezara en mallorquín, y así lo hizo. “Padre Nuestro, Dios te salve ¡María!, Gloria al Padre…”. Le signamos la frente, le dimos un beso y, tras un buen rato, salimos de la habitación, en silencio y no sin esfuerzo.

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Es Ella quien nos lleva.

Palma de Mallorca nos ha robado el corazón, porque Palma tiene rostro, nombre y vidas: Fátima, Pilar, Miguel, Carmen, Blanca, Toni, Paula, Flor, Helena, don Julio… y su sed de que la Mater se instale allí en un santuario de Schoenstatt.

Nos vincula una intensa corriente de vida y una profunda unión que se gesta siempre al cobijo de una Madre. Arraigados muy dentro del alma nos traemos un “nidito” familiar y Me fobú -no temas- (dos santuarios hogares que se bendijeron en la preciosa ermita de Valldemosa).

Nuestra experiencia de misiones se resume en esta realidad: no somos nosotros los que llevamos a María (aunque lo parezca), es Ella, la que nos lleva a nosotros; Ella, la que decide a qué hijo, y en qué momento quiere visitar para regalarle al Amor.

Camino del sanatorio, con dos Vírgenes peregrinas, íbamos bromeando para recordar el nombre del enfermo con el que, supuestamente, charlaríamos un rato: Miguel Rosell. Entramos los 5: un tocayo del enfermo -Miguel “el misionero”-, Javier y yo, y nuestros dos hijos, Javier y Diego.

Atravesamos el umbral de la habitación, pero no había nadie sentado en una silla, ni siquiera recostado en una cama esperando nuestra conversación. Nos encontramos con un anciano moribundo, con respiración jadeante y entrecortada, los ojos cerrados, sin posibilidad de pronunciar palabra alguna. Tras el primer impacto, enseguida, nos acercamos con suavidad y dejamos a la Mater a los dos lados de su cama. Cogimos su mano, acariciamos su brazo, la frente… y comenzamos a orar con la delicadeza con la que se pisa tierra sagrada: “Miguel, estamos aquí, hemos venido a verte, con la Virgen María. Mater, cuídale, regálale tu ternura, la paz, prepara su corazón para el encuentro con el Señor; Espíritu santo, derrámate sobre Miguel…”. A Javier se le ocurrió pedirle a Miguel –“el misionero”- que le rezara en mallorquín, y así lo hizo. “Padre Nuestro, Dios te salve ¡María!, Gloria al Padre…”. Le signamos la frente, le dimos un beso y, tras un buen rato, salimos de la habitación, en silencio y no sin esfuerzo.

Sólo horas después, conocimos algo de la vida de Miguel. Una historia un tanto truculenta. Sin embargo, para nosotros, Miguel era ya esa persona vulnerable, pequeña, sufriente, a quien María había querido visitar y que llevábamos muy dentro del corazón.

A media noche, durante el “pinchaje” de cocina, entre pucheros, Flor se acercó y nos dijo: “Miguel ha fallecido”. Habían transcurrido solo unas horas. Sin descuidar el pollo en salsa, rezamos. Pero en mí, resonaban aquellas palabras que acababa de pronunciar Flor: “Vosotros también tendréis que pensar, que os ha querido decir la Mater con esto”.

El oído es lo último que se pierde. Lo que pasó por dentro, en el alma de Miguel, sólo Dios lo sabe. Pero lo que me ha dicho, a mí, María, es que fue Ella la que quiso estar allí, en el último momento; tal vez, para recuperar a su hijo, mirar al Hijo y presentárselo… Lo veremos en el cielo.

No olvidamos, tampoco, la imagen de esa preciosa catedral junto al mar, a cuya vera, alrededor de un gran cuadro de la Mater, compartimos tantas hermosas experiencias misioneras, acompañados de un párroco que ha abierto sus puertas a Schoenstatt y de un padre Alexander venido nada menos que del Vaticano para predicar, con esa ternura tan del Papa Francisco, entre tantos amigos de la Vileta, la Inmaculada Concepción de María.

Y, una última cosa: sin la insistencia de los Juanes este inmenso regalo lo hubiéramos perdido. ¡El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres!

Mayte Padura