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CARTA ABIERTA Nº 1 Como en otras circunstancias de nuestra crónica contemporánea, hoy asistimos en nuestro país a una dura confrontación entre sectores económicos, políticos e ideológicos históricamente dominantes y un gobierno democrático que intenta determinadas reformas en la distribución de la renta y estrategias de intervención en la economía. La oposición a las retenciones -comprensible objeto de litigio- dio lugar a alianzas que llegaron a enarbolar la amenaza del hambre para el resto de la sociedad y agitaron cuestionamientos hacia el derecho y el poder político constitucional que tiene el gobierno de Cristina Fernández para efectivizar sus programas de acción, a cuatro meses de ser elegido por la mayoría de la sociedad. Un clima destituyente se ha instalado, que ha sido considerado con la categoría de golpismo. No, quizás, en el sentido más clásico del aliento a alguna forma más o menos violenta de interrupción del orden institucional. Pero no hay duda de que muchos de los argumentos que se oyeron en estas semanas tienen parecidos ostensibles con los que en el pasado justificaron ese tipo de intervenciones, y sobre todo un muy reconocible desprecio por la legitimidad gubernamental. Esta atmósfera política, que trasciende el «tema del agro», ha movilizado a integrantes de los mundos políticos e intelectuales, preocupados por la suerte de una democracia a la que aquellos sectores buscan limitar y domesticar. La inquietud es compartida por franjas heterogéneas de la sociedad que más allá de acuerdos y desacuerdos con las decisiones del gobierno consideran que, en los últimos años, se volvieron a abrir los canales de lo político. No ya entendido desde las lógicas de la pura gestión y de saberes tecnocráticos al servicio del mercado, sino como escenario del debate de ideas y de la confrontación entre modelos distintos de país. Y, fundamentalmente, reabriendo la relación entre política, Estado, democracia y conflicto como núcleo de una sociedad que desea avanzar hacia horizontes de más justicia y mayor equidad. Desde 2003 las políticas gubernamentales incluyeron un debate que involucra a la historia, a la persistencia en nosotros del pasado y sus relaciones con los giros y actitudes del presente. Un debate por las herencias y las biografías económicas, sociales, culturales y militantes que tiene como uno de sus puntos centrales la cuestión de la memoria articulada en la política de derechos humanos y que transita las

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CARTA ABIERTA Nº 1

Como en otras circunstancias de nuestra crónica contemporánea, hoy asistimos en nuestro país a una dura confrontación entre sectores económicos, políticos e ideológicos históricamente dominantes y un gobierno democrático que intenta determinadas reformas en la distribución de la renta y estrategias de intervención en la economía. La oposición a las retenciones -comprensible objeto de litigio- dio lugar a alianzas que llegaron a enarbolar la amenaza del hambre para el resto de la sociedad y agitaron cuestionamientos hacia el derecho y el poder político constitucional que tiene el gobierno de Cristina Fernández para efectivizar sus programas de acción, a cuatro meses de ser elegido por la mayoría de la sociedad. 

Un clima destituyente se ha instalado, que ha sido considerado con la categoría de golpismo. No, quizás, en el sentido más clásico del aliento a alguna forma más o menos violenta de interrupción del orden institucional. Pero no hay duda de que muchos de los argumentos que se oyeron en estas semanas tienen parecidos ostensibles con los que en el pasado justificaron ese tipo de intervenciones, y sobre todo un muy reconocible desprecio por la legitimidad gubernamental. 

Esta atmósfera política, que trasciende el «tema del agro», ha movilizado a integrantes de los mundos políticos e intelectuales, preocupados por la suerte de una democracia a la que aquellos sectores buscan limitar y domesticar. La inquietud es compartida por franjas heterogéneas de la sociedad que más allá de acuerdos y desacuerdos con las decisiones del gobierno consideran que, en los últimos años, se volvieron a abrir los canales de lo político. No ya entendido desde las lógicas de la pura gestión y de saberes tecnocráticos al servicio del mercado, sino como escenario del debate de ideas y de la confrontación entre modelos distintos de país. Y, fundamentalmente, reabriendo la relación entre política, Estado, democracia y conflicto como núcleo de una sociedad que desea avanzar hacia horizontes de más justicia y mayor equidad. 

Desde 2003 las políticas gubernamentales incluyeron un debate que involucra a la historia, a la persistencia en nosotros del pasado y sus relaciones con los giros y actitudes del presente. Un debate por las herencias y las biografías económicas, sociales, culturales y militantes que tiene como uno de sus puntos centrales la cuestión de la memoria articulada en la política de derechos humanos y que transita las tensiones y conflictos de la experiencia histórica, indesligable de los modos de posicionarse comprensivamente delante de cada problema que hoy está en juego. 

En la actual confrontación alrededor de la política de retenciones jugaron y juegan un papel fundamental los medios masivos de comunicación más concentrados, tanto audiovisuales como gráficos, de altísimos alcances de audiencia, que estructuran diariamente «la realidad» de los hechos, que generan «el sentido» y las interpretaciones y definen «la verdad» sobre actores sociales y políticos desde variables interesadas que exceden la pura búsqueda de impacto y el raiting. Medios que gestan la distorsión de lo que ocurre, difunden el prejuicio y el racismo más silvestre y espontáneo, sin la responsabilidad por explicar, por informar adecuadamente ni por reflexionar con ponderación las mismas circunstancias conflictivas y críticas sobre las que operan. 

Esta práctica de auténtica barbarie política diaria, de desinformación y discriminación, consiste en la gestación permanente de mensajes conformadores de una conciencia colectiva reactiva. Privatizan las conciencias con un sentido común ciego, iletrado, impresionista, inmediatista, parcial. Alimentan una opinión pública de perfil antipolítica, desacreditadora de un Estado democráticamente interventor en la lucha de intereses sociales. 

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La reacción de los grandes medios ante el Observatorio de la discriminación en radio y televisión muestra a las claras un desprecio fundamental por el debate público y la efectiva libertad de información. Se ha visto amenaza totalitaria allí donde la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA llamaba a un trato respetuoso y equilibrado del conflicto social. En este nuevo escenario político resulta imprescindible tomar conciencia no sólo de la preponderancia que adquiere la dimensión comunicacional y periodística en su acción diaria, sino también de la importancia de librar, en sentido plenamente político en su amplitud, una batalla cultural al respecto. 

Tomar conciencia de nuestro lugar en esta contienda desde las ciencias, la política, el arte, la información, la literatura, la acción social, los derechos humanos, los problemas de género, oponiendo a los poderes de la dominación la pluralidad de un espacio político intelectual lúcido en sus argumentos democráticos. Se trata de una recuperación de la palabra crítica en todos los planos de las prácticas y en el interior de una escena social dominada por la retórica de los medios de comunicación y la derecha ideológica de mercado. De la recuperación de una palabra crítica que comprenda la dimensión de los conflictos nacionales y latinoamericanos, que señale las contradicciones centrales que están en juego, pero sobre todo que crea imprescindible volver a articular una relación entre mundos intelectuales y sociales con la realidad política. 

Es necesario crear nuevos lenguajes, abrir los espacios de actuación y de interpelación indispensables, discutir y participar en la lenta constitución de un nuevo y complejo sujeto político popular, a partir de concretas rupturas con el modelo neoliberal de país. La relación entre la realidad política y el mundo intelectual no ha sido especialmente alentada desde el gobierno nacional y las políticas estatales no han considerado la importancia, complejidad y carácter político que tiene la producción cultural. En una situación global de creciente autonomía de los actores del proceso de producción de símbolos sociales, ideas e ideologías, se producen abusivas lógicas massmediáticas que redefinen todos los aspectos de la vida social, así como las operaciones de las estéticas de masas reconvirtiendo y sojuzgando los mundos de lo social, de lo político, del arte, de los saberes y conocimientos. Son sociedades cuya complejidad política y cultural exige, en la defensa de posturas, creencias y proyectos democráticos y populares, una decisiva intervención intelectual, comunicacional, informativa y estética en el plano de los imaginarios sociales. 

Esta problemática es decisiva no sólo en nuestro país, sino en el actual Brasil de Lula, en la Bolivia de Evo Morales, en el Ecuador de Correa, en la Venezuela de Chávez, en el Chile de Bachelet, donde abundan documentos, estudios y evidencias sobre el papel determinante que asume la contienda cultural y comunicativa y las denuncias contra los medios en manos de los grupos de mercado más concentrados. Es también en esta confrontación, que se extiende al campo de la lucha sobre las narraciones acerca de las historias latinoamericanas, donde hoy se está jugando la suerte futura de varios gobiernos que son jaqueados y deslegitimados por sus no alineamientos económicos con las recetas hegemónicas y por sus «desobediencias» políticas con respecto a lo que propone Estados Unidos. Reconociendo los inesperados giros de las confrontaciones que vienen sucediéndose en esta excepcional edad democrática y popular de América Latina desde comienzos de siglo XXI, vemos entonces la significación que adquiere la reflexión crítica en relación a las vicisitudes entre Estado, sociedad y mercado globalizado. 

Uno de los puntos débiles de los gobiernos latinoamericanos, incluido el de Cristina Fernández, es que no asumen la urgente tarea de construir una política a la altura de los desafíos diarios de esta época, que tenga como horizonte lo político emancipatorio. Porque no se trata de proponer un giro de precisión académica a los problemas, sino de una exigencia de pasaje a la política, en

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un tiempo argentino en el que se vuelven a discutir cuestiones esenciales que atraviesan nuestras prácticas. Pasaje hacia la política que nos confronta con las dimensiones de la justicia, la igualdad, la democratización social y la producción de nuevas formas simbólicas que sean capaces de expresar las transformaciones de la época. 

En este sentido es que visualizamos la originalidad de lo que está ocurriendo en América Latina (más allá de las diferencias que existen entre los distintos proyectos nacionales) y los peligros a los que nos enfrentamos, peligros claramente restauracionistas de una lógica neoliberal hegemónica durante los años noventa. Teniendo en cuenta esta escena de nuestra actualidad, nuestro propósito es aportar a una fuerte intervención política –donde el campo intelectual, informativo, científico, artístico y político juega un rol de decisiva importancia– en el sentido de una democratización, profundización y renovación del campo de los grandes debates públicos. Estratégicamente se trata de sumar formas políticas que ayuden a fecundar una forma más amplia y participativa de debatir. Nos interesa pues encontrar alternativas emancipadoras en los lenguajes, en las formas de organización, en los modos de intervención en lo social desde el Estado y desde el llano, alternativas que puedan confrontar con las apetencias de los poderes conservadores y reactivos que resisten todo cambio real. 

Pero también que pueda discutir y proponer opciones conducentes con respecto a los no siempre felices modos de construcción política del propio gobierno democrático: a las ausencias de mediaciones imprescindibles, a las soledades enunciativas, a las políticas definidas sin la conveniente y necesaria participación de los ciudadanos. Una nueva época democrática, nacional y popular es una realidad de conflictos cotidianos, y precisa desplegar las voces en un vasto campo de lucha, confiar, alentar e interactuar. En este sentido, sentimos que las carencias que muchas veces muestra el gobierno para enfocar y comprender los vínculos, indispensables, con campos sociales que no se componen exclusivamente por aquellos sectores a los que está acostumbrado a interpelar, no posibilitan generar una dinámica de encuentro y diálogo recreador de lo democrático-popular. 

Creemos indispensable señalar los límites y retrasos del gobierno en aplicar políticas redistributivas de clara reforma social. Pero al mismo tiempo reconocemos y destacamos su indiscutible responsabilidad y firmeza al instalar tales cuestiones redistributivas como núcleo de los debates y de la acción política desde el poder real que ejerce y conduce al país (no desde la mera teoría), situando tal tema como centro neurálgico del conflicto contra sectores concentrados del poder económico. Todo lo expresado y resumido da pie a la necesidad de creación de un espacio político plural de debate que nos reúna y nos permita actuar colectivamente. Experiencia que se instituye como espacio de intercambio de ideas, tareas y proyectos, que aspira a formas concretas de encuentro, de reflexión, organización y acción democrática con el gobierno y con organizaciones populares para trabajar mancomunadamente, sin perder como espacio autonomía ni identidad propia. Un espacio signado por la urgencia de la coyuntura, la vocación por la política y la perseverante pregunta por los modos contemporáneos de la emancipación.

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CARTA ABIERTA Nº2

Por una nueva redistribución del espacio de las comunicaciones

La sustitución de la vigente Ley de Radiodifusión, anacrónica y reaccionaria, establecida por la dictadura militar en 1980, por un nuevo marco jurídico acorde con los tiempos y a la institucionalidad democrática, es hoy un horizonte

tangible, más de lo que nunca fue desde diciembre de 1983. Pero la experiencia de los argentinos en estos veinticinco años que van de gobiernos constitucionalmente elegidos también indica que los proyectos de ley que hoy se están escribiendo pueden eventualmente ir a parar al mismo cajón al que fueron los treinta y siete proyectos que alcanzaron estado parlamentario en este lapso, incluidos dos propuestos por el Poder Ejecutivo, empantanados todos ellos entre las presiones corporativas y la triste ausencia de decisión política gubernamental.

En la relación entre la eventual sanción de una nueva ley y el momento que vive el país puede advertirse una característica doble. Por una parte, la crítica coyuntura desatada a partir de la puja que inició el empresariado rural hace casi tres meses nos entrega ahora la visión del abismo, y toda cuestión que se interponga parece destinada a una consideración adecuada, en ese marco, sólo cuando se haya ya diluido este azoro en el que los argentinos nos encontramos sumidos. A la vez, ha sido precisamente este mismo conflicto, la textura de su día a día, el gran responsable de exponer en toda su crudeza la carnadura concreta del poder desplegado por el sistema mediático, el mismo que en tantas ocasiones supo recitarse sin mayor convicción.

No hace falta referirse a los lugares ya comunes acerca del tratamiento marcadamente desigual para cada uno de los muchos actores de la escena, o a la permanente sobredramatización de acontecimientos conexos al conflicto, tales como el desabastecimiento, los intentos de corrida contra el peso, la crisis económica, etc. Tal vez quepa, en cambio, llamar la atención sobre cuestiones más elementales y más graves, tan instaladas que cuesta distanciarse de ellas para retomarlas en su justa dimensión, tales como el bautismo con una intención mítica bucólica de “el campo” para lo que es un sector de productores en busca de mayor rentabilidad, o la descripción permanente del conflicto como entre “dos sectores” equivalentes, o ¿más curioso aún? el borramiento radical de todos los reclamos por la calidad institucional que hasta días antes bañaban los medios cuando quienes deterioran de manera ostensible esa calidad institucional reclamada son otros que el mismo gobierno. Cada uno de estos casi imperceptibles dispositivos resulta mucho más distorsivo para la vida político-cultural del país que, incluso, los gestos de discriminación social, visibles y groseros.

No se trata de imaginar conspiraciones ni tampoco de pensar de modo simplificador y añejo en el poder mecánico de los mensajes massmediáticos. Pero se trata, sí, de reconocer en los medios masivos a los operadores privilegiados del modo en el que se articulan y escanden discursos de amplia circulación social. Pero no discursos cualesquiera. Porque se trata de reconocer, en fin, su capacidad para recoger, organizar y devolver legitimadas, en especial, las formas más maniqueas, más silvestres y más ansiógenas del propio sentido común de las capas medias y sus elementales fantasmas. Esta es la lógica de los medios masivos y, en particular, de los audiovisuales. Ellos repiten el latiguillo de que entregan al público lo que el público quiere. Pero omiten que esa supuesta demanda es el resultado de una construcción que explota y abusa comercialmente, mediante el exhibicionismo, la banalización, la tragedia o el escándalo fáciles los peores resortes de cualquier audiencia. No hay conspiraciones, vale insistir. Simplemente se llama búsqueda del lucro en el capitalismo avanzado. O más sencillamente “marketing”.

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Este fenómeno no es una exclusividad argentina. Por el contrario. Pero lo que sí constituye parte de un casi privilegio nacional (hay otros países en América latina que comparten ese privilegio) es el triple dato de: (a) la extraordinaria concentración de las empresas que disputan el mercado de la comunicación, (b) la debilidad, por no decir casi inexistencia, de un sistema de medios estatal/cultural y de uno comunitario, y (c) el vacío normativo en el que se desenvuelven, vista la inoperancia y la caducidad de facto de la Ley de Radiodifusión de 1980.

Para entender el grado paleolítico en el que nos movemos, baste observar las líneas aplicadas en la materia en el marco de la Unión Europea o en Canadá, entre muchos otros países “serios”, así como las directrices políticas para abordar el futuro tecnológico en cuestiones como protección a la diversidad, mandatos de desconcentración y fortalecimiento de medios públicos. El caso de la reformulación de Radio Televisión Española es otra muestra en este sentido.

Estos ejemplos de regulación estatal no indican limitaciones a la sacrosanta “libertad de prensa”. Nadie, en esos países, lo asume de semejante modo, ni los propios grandes medios de comunicación. Y ello es un cuarto rasgo de la especificidad argentina: el más mínimo gesto de parte de cualquier institución de la sociedad que se vuelve sobre los medios alcanza para que su tarea sea veloz y cómoda y mezquinamente denunciada como una amenaza a la libertad de expresión. Incluso los poco conducentes ¿pero de moda? “observatorios” que desde hace algunos años pululan por doquier. Y hasta se dan el lujo de reclamarle a la universidad pública, en nombre del resguardo de esa mal entendida libertad de expresión, que no opine públicamente sobre la situación del periodismo.

Es que las empresas mediáticas se han erigido en los auténticos representantes del pueblo, bajo la excusa de la evidente crisis de fondo que padecen los partidos políticos en Argentina (como en buena parte de Occidente). Es un pretexto engañoso: en su ejercicio, los grandes medios coadyuvan a la agonía de las organizaciones partidarias a cuya suplencia, supuestamente, concurren solidarios. El mecanismo es simple: los grandes medios dicen darles espacio a todas las voces (a todas las voces que invitan, claro), y por carácter transitivo aparecen como depositarios de la soberanía. Desde tan inmaculado lugar, juzgan a gobiernos, a parlamentos, a jueces, absorben la sabiduría de los expertos y las emociones de los sufrientes, diseñan los sueños de la audiencia sin pretensiones para luego acompañarla y premiarla, denuncian delitos, testimonian crímenes, editorializan sobre cualquier sector, compran o fabrican prestigios para más tarde re-venderlos, mientras recurren a los golpes fáciles y a la repetición infinita de sí mismos para lidiar en el mercado del rating y concluir presumiendo que, a ellos, “la gente los elige todos los días” en una suerte de comicios “más directos” que aquellos donde concurren cada dos años las fuerzas partidarias y la ciudadanía. Pero guay que a alguien se le ocurra señalar que también entre ellos, los grandes medios erigidos en jueces supremos, hay, por ejemplo, corrupción, venta de servicios informativos y simbólicos al mejor postor o intereses espurios. En ese instante las pugnas por el rating se suspenden, la corporación cierra sus filas y hasta las voces de los grandes medios europeos o norteamericanos acuden en su ayuda. Es que ¿cómo habrían de ser falibles si apenas se dedican a testimoniar “objetivamente” lo que ocurre? Y la falacia se cierra sobre sí misma.

Todos los gobiernos de las últimas décadas han optado por negociar el apoyo de esta corporación antes que meterse en el sin embargo impostergable desafío de plantear reglas que deberían ser casi obvias, referidas a la actividad de estas instituciones, tan pasibles del sometimiento a normas elementales como cualquier hijo de vecino. Por ello es que el propósito expreso del gobierno de Cristina Fernández de sancionar un nuevo marco jurídico constituye una

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circunstancia de excepcional importancia y de un alcance político-cultural mucho mayor que las alícuotas de las retenciones sobre la exportación agropecuaria.

Porque el espacio que instituyen los medios masivos, a través de sus pantallas y de sus sintonías, de sus páginas impresas o de sus sitios web, es un espacio social, y más aún, un espacio público que, por ende, pertenece a todos y al que todos, o al menos muchos más que ahora, deberían poder acceder para transitar por él con relativa libertad. Un espacio público que, salvadas todas las obvias distancias, no debería merecer un trato sustancialmente distinto al que merecen otros espacios públicos, donde sería inadmisible que una corporación privada, con reglas establecidas por un complejo armado de contratos poco o nada transparentes entre particulares, terminara definiendo quién pasa y quién no, qué palabra vale y cuál no, qué representación de los problemas sociales resulta válida para ser puesta en circulación y cuál no.

Por esto entendemos imprescindible:

- Garantizar el pluralismo, la diversidad y el derecho a la información y la comunicación como derecho humano.

- Poner límites a la concentración, los oligopolios y los monopolios porque afectan a la democracia y restringen la libertad de expresión.

- Establecer claramente el rol del Estado como regulador, árbitro y emisor de características públicas y no gubernamentales.

- Proteger las producciones locales y nacionales como única vía de garantizar la multiplicidad de voces.

- Garantizar la existencia de tres franjas de radiodifusores: privados con y sin fines de lucro (entre estos últimos incluidos los comunitarios) y estatales.

- Adoptar los mecanismos para que el acceso a las señales de radiodifusión no sea un derecho meramente declamativo, no sólo por la cantidad de medios que cubran el territorio nacional, sino también por el manejo de exclusividades en derechos de exhibición de contenidos de evidente interés público y repercusión social.

- Prever que las organizaciones sociales así como las provincias y las universidades tengan participación en las instancias de decisión de las autoridades en la materia, así como que los mecanismos de asignación sean transparentes y sujetos al escrutinio público.

Los puntos que se proponen están destinados a que la actividad de los medios electrónicos en la Argentina responda a parámetros de normalidad en el mundo que nos toca y que se compadezca con estándares de libertad de expresión reconocidos en los ámbitos de las organizaciones supranacionales de derechos humanos. No son para nada circunstancias que se puedan entender como limitativas de la libertad de nadie, en tanto nadie suponga que en nombre de su propia libertad tenga posibilidad de impedir que otros se integren al ejercicio de la que disfruta.

De lo que se trata, en palabras cortas, es de hacer llegar la democracia hasta el territorio de la comunicación y redistribuir el derecho a la palabra comunitaria (capital tan importante como cualquier otro), asignaturas ambas pendientes cuando menos desde 1983.

Restituir el espacio mediático a su auténtica condición de espacio público supone un acto del más estricto credo liberal, comparable al establecimiento de la libertad de cultos religiosos, radicalmente acorde a la defensa básica de la libertad de expresión y de la expansión de los derechos humanos de nuestro tiempo. Es tanta la fuerza inercial del actual modelo corporativo

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(que, dicho con rigor y pese a sus declamaciones, es profundamente antiliberal) que intentar esta restitución promete convertirse en una auténtica gesta emancipatoria que requerirá de todos los apoyos que puedan ofrecerse. La verdadera libertad de prensa es el progresivo objetivo a lograr con una nueva legislación sobre comunicación social y sobre participación y derechos ciudadanos, frente a la falacia de la “libertad de prensa” reducida al juego de los grandes capitales e intereses políticos mediáticos.

Dirán algunos, y con razón, que este mismo gobierno (o su predecesor inmediato) es el mismo que durante cinco años ha autorizado y favorecido el aumento de la concentración (por ejemplo, la autorización de la operación conjunta de Cablevisión y Multicanal y su posterior solicitud de fusión) o ha concedido inconcebibles y graciosas suspensiones de cómputo de diez años en los plazos de licencias a los titulares de concesiones televisivas, radiales y de cable, violentando la ley, la sensatez, la lógica del calendario y el criterio democrático; ha ignorado la justa petición de cumplimiento de 21 puntos a favor de la democracia comunicacional, suscripta por un centenar de organizaciones profesionales y de derechos humanos, y ha ofrecido una y otra vez la vista gorda a cambio de apoyos tácticos. Todo ello es cierto. Pero cabe ahora abrir un cuidadoso crédito a la esperanza, y de pleno apoyo. El gobierno nacional se ha comprometido públicamente a dar un decisivo paso adelante en esta materia. Nada garantiza que cinco minutos antes de la hora no opte por una legislación lavada, que deje sustancialmente las cosas como están, con algunos retoques técnicos. Pero lo cierto es que nunca como en la actual coyuntura el problema comunicacional se ha debatido tanto, y tan coincidentemente en apoyo de una nueva legislación democratizadora: en el propio gobierno, en poderes provinciales y municipales, en foros, universidades, sindicatos, movimientos sociales, agrupaciones políticas, mundos académicos, espacios artísticos y literarios, organizaciones no gubernamentales, grupos feministas, experiencias comunitarias y en el propio sector de los periodistas y trabajadores de la información. Con ese respaldo de conciencia política se cuenta. Existen circunstancias en la vida de una nación en que los dirigentes comprenden la pequeñez del puro cortoplacismo. Ojalá ésta sea una de ellas. Cultural y políticamente la sociedad se merece otra lógica, otra libertad y otras voces que se sumen al diálogo cotidiano sobre qué país se quiere y se enuncia. Es una época la que está a la espera de los actores que la merezcan.

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CARTA ABIERTA Nº 3

La nueva derecha en la Argentina.

¿Cómo se puede reclamar la nacionalización del petróleo cuando la lucha que se despliega es contra una medida progresiva de índole impositiva? ¿Cómo se puede llamar a la lucha contra la pobreza con aliados que expresan las capas más tradicionales de las clases dominantes? Algo ha sucedido en los vínculos entre las palabras y los hechos: un disloque. Los símbolos han quedado librados a nuevas capturas, a articulaciones contradictorias, a emergencias inadecuadas. Ningún actor político puede declararse eximido de haber contribuido a esa separación.

Las situaciones críticas obligan a preguntarse qué palabras le corresponden a los nuevos hechos. Entre las batallas pendientes en la cultura y la política argentina, está la de nombrar lo que ocurre con actos fundados en una lengua crítica y sustentable. Sin embargo, hoy las palabras heredadas suelen pronunciarse como un acto de confiscación. Cualquier cosa que ahora se diga vacila en aportar pruebas de su enraizamiento en expectativas sociales reales. Parece haber triunfado la “operación” sobre la obra, el parloteo sobre el lenguaje.

“Clima destituyente” hemos dicho para nombrar los embates generalizados contra formas legítimas de la política gubernamental y contra las investiduras de todo tipo. Una mezcla de irresponsabilidad y de milenarismo de ocasión sustituyó la confianza colectiva. “Nueva derecha” decimos ahora. Lo decimos para nombrar una serie de posiciones que se caracterizan por pensarse contra la política y contra sus derechos de ser otra cosa que gestión y administración de los poderes existentes. Una derecha que reclama eficiencia y no ideología, que alega más gestión que valores –y puede coquetear con todo valor-, que invoca la defensa de las jerarquías existentes aunque se inviste miméticamente de formas y procedimientos asamblearios y voces sacadas de las napas prestigiosas de las militancias de ciclos anteriores. Esa derecha impugna la política como gasto superfluo y como enmascaramiento, pero es cierto que la impugna con más dureza cuando la política pretende intervenir sobre la trama social. Tiene distintas inflexiones: desde la ilusoria eficiencia empresarial del macrismo hasta el intercambio directo de dones y rentas imaginado en Gualeguaychú, sin Estado ni partidos, sólo con golpes de transparencia contra lo que llaman obstáculos.

Transparencia social imposible, como no sea bajo un régimen coercitivo, que expresa su desprecio hacia la política como capacidad transformadora, como intervención activa sobre la vida en común. De ese vaciamiento son responsables, también, los profesionales de la política que priorizaron sus propios intereses mientras sostenían un discurso de lo público. Demasiado tiempo vino degradándose el lenguaje político como para que no surgieran mesianismos vicarios y vaticinios salvadores que en vez de redimir el conocimiento político son el complemento milenarista del espontaneísmo soez. La nueva derecha viene a decir que eso no está mal y que se debe llevar a sus últimas consecuencias, disolviendo la instancia misma de la política. Es fundamentalmente destituyente: vacía a los acontecimientos de sentido, a los hechos de su historicidad, a la vida de sus memorias. Por eso, atraviesa fronteras para buscar terminologías en sus antípodas. Es una nueva derecha porque a diferencia de las antiguas derechas, no es literal con su propio legado, sino que puede recubrirse, mimética, con las consignas de la movilización social.

La nueva derecha puede agitar florilegios de izquierdas recreadas a último momento como préstamo de urgencia o anunciar compromisos caros a las luchas sociales de la historia nacional, sea Grito de Alcorta, sea la gesta de Paso de los Libres en 1933, sean las asambleas del 2001. Es una nueva derecha veteada de retazos perdidos pero no olvidados de antiguas lenguas

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movilizadoras. Condena el vínculo vivo de las personas y las sociedades con el pasado, llamando a un ilusorio puro presente que podría desprenderse de esas capas anteriores. Lo hace, incluso, cuando trae símbolos de ese pasado sujetándolos a relaciones que los niegan o vacían. Cita al pasado como una efemérides al paso. Será jauretcheana si cuadra, aplaudirá a Madres de Plaza de Mayo si lo ve oportuno, dirá que adhiere a Evo Morales si se la apura, y no le faltará impulso para aludir a los mayos y los octubres de la historia. Mimetismo bendecido, tolerado: es la nueva derecha que ensaya el lenguaje total de la movilización con palabras prestadas. Procede por expurgación y despojo: restándole a la realidad algunas de las capas que la constituyen y presentando en una supuesta lisura la vida en común. En ella no hay espesor, diferencias, desigualdades, violencias ni explotación; ella habla del “campo” trazándonos un dibujo bucólico de pioneros esforzados de la misma manera que considera la pobreza y el hambre como desgracias naturales o como penurias redescubiertas para sostener una mala conciencia de escuderos novedosos de los poderes agrarios tradicionales.

En la nueva derecha reina lo abstracto pero con la lengua presunta de lo concreto: precisamente la que hablan los medios de comunicación. A la trama moral de las acciones la tornan escándalo moral, denuncismo de sabuesos que dejan saber que las sospechas generalizadas sobre la vida política son instrumentos que pueden sustituir un pensar real. En ella se trata de reivindicar la honestidad de los ciudadanos-consumidores, su espontaneidad expresiva ante las manipulaciones de la vieja política; transparentar es su grito, mostrar un supuesto lenguaje sin espesura es su lema. Sin obstáculos, sin pliegues. Sus lenguajes apuntan a vaciar de contenido historias y memorias de la misma manera que buscan desmontar cualquier relación entre universo reflexivo-crítico y política transformadora. Devastación del mundo de la palabra en nombre de la brutalización massmediática; simplificación de la escena cultural de acuerdo a la continua mutilación de la densidad de los conflictos sociales y políticos.

La nueva derecha es ahora un conjunto de procedimientos y de prácticas que se difunden peligrosamente en las más diversas alternativas políticas. La aceptación de que la escena la construyen los medios de comunicación lleva a un tipo de intervención pública tan respetuosa de ese poder como sumisa respecto de las palabras hegemónicas. Hace tiempo que los estilos comunicaciones habituales recurren al intercambio de denuncias como una cifra moral, que parece menos un proyecto compartible de refundar la política en la autoconciencia pública emancipada que en la circulación de un nuevo “dinero” basado en un control de la política por la vía de un moralismo del ciudadano atrincherado, temeroso, ausente de los grandes panoramas históricos. Moralismo de estrechez domiciliaria, pertrechada, víctima de miedos construidos y de oscuros deseos de resarcimiento. Es un viaje que parece no tener retorno hacia la espectacularización de una conciencia difusa de represalia. Es un recelo que va quedando despojado de contenidos, como no sean los parapetos medrosos de un pensamiento consignatario. Todo lo que implica la misma incapacidad para descubrir que lo que llaman “opinión pública”, que en ciertos momentos de la historia, es un acatamiento a lo que habla por ella más de lo que ella balbucea de sí misma.

La nueva derecha se inviste con el ropaje de la racionalidad ciudadana, adopta los giros de lenguaje y los deseos más significativos de una opinión colectiva sin la libertad última para ver que encarna los miedos de una época despótica y violenta. Un intenso intercambio simbólico viene a sellar así la alianza entre la nueva derecha, los medios de comunicación hegemónicos y el “sentido común” más ramplón que atraviesa a vastos estratos de las capas medias urbanas y rurales del que tampoco es ajeno un mundo popular permanentemente hostigado por esas discursividades dominantes.

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Lo que sucede en Bolivia, quizás el escenario más complejo de la región, debe alertarnos. No porque sean equivalentes los fenómenos sociales y políticos, sino porque el tipo de confrontación que las derechas bolivianas despliegan advierten sobre cuánto se puede decidir no respetar la voluntad popular, aun apelando a frenesís plebiscitarios. En Argentina no estamos ante un escenario de esa índole pero sí asistiendo a la emergencia de nuevos fenómenos políticos reactivos y conservadores, que atraviesan partidos políticos populares y organizaciones sociales. Todo trastabilla ante la cuerda subterránea que tienden las nuevas derechas. La señora cansada del conflicto, el locutor de la noche harto de la refriega, el pequeño rentista fastidiado de las listas electorales que había votado. Las nuevas derechas ejercen su señorío como una forma de desencanto, llamando al desapego generalizado. El ser social por fin saturado de las dificultades de una época, llama bajo su forma reactiva, a no pensar la dificultad sino a refugiarse en la desafección política, en el módico mesianismo al borde de las rutas. Proclaman que actúan por dignidad cuando son economicistas y son economicistas cuando demuestran que esa es la nueva forma de la dignidad.

Atraviesan así toda la materia sensible de este momento de la historia nacional. Su frase predilecta, “no me metan la mano en el bolsillo”, hace de los actos legítimos de regulación de las rentas extraordinarias de la tierra, una ignominiosa expropiación. Trata un bien nacional, como la productividad del suelo, como cosa meramente privada. Otras frases reiteran: “está loca”, e incluso se ha escuchado en la televisión de la noche de los domingos: “es satánico”. Se interpreta la intervención del Estado en el mercado en la clave de una psiquiatría obtusa de revista de peluquería, de chistoso de calesita o de pitonisa de boudoir. Menos se dice “hay que matarlos”, pero aparece en los añadidos que publican algunos periódicos cuando termina la redacción de sus propios artículos y comienza la carnicería opinativa en un anonimato electrónico sediento de desquite. ¿Ante quién? ¿para qué? No le importan las respuestas a una nueva derecha que recobra el linaje de las más impiadosas que tuvo el país. Ha soltado la lengua, pero aprendió a decir primero “armonía” y diálogo” mientras no ocultan la sonrisa sobradora cuando escuchan que se les dice “y pegue, y pegue!”.

Se considera una redención el uso del lenguaje más incivil del que se tenga memoria en las luchas sociales argentinas. Con impunidad lo han tomado, con rápido gesto de arrebatadores, del desván de los recuerdos y de las historias de gestas desplegadas en nombre de un ideal más igualitario. En un sorprendente movimiento de apropiación para travestirla en su beneficio, han movilizado la memoria de los oprimidos en función de sostener el privilegio de unos pocos, vaciando, hacia atrás, todo sentido genuino, buscando inutilizar una tradición indispensable a la hora de reestablecer el vínculo entre las generaciones pasadas y los nuevos ideales emancipatorios.

Es una operación a partir de la cual se definen las lógicas emergentes de esa nueva derecha que no duda en reclamar para sí lo mejor de la tradición republicana y democrática; es una nueva derecha que no se nombra a sí misma como tal, que elude con astucia las definiciones al mismo tiempo que ritualiza en un mea culpa de pacotilla sus responsabilidades pasadas y presentes con lo peor de la política nacional, bendecida por frases evangélicas que llaman oscuramente a la vindicta de los poderosos que aprendieron a hablar con préstamos del lenguaje de los perseguidos. Lo han hecho en otros momentos cruciales de la historia nacional. La nueva derecha inversionista ha comenzado por invertir el significado de las palabras. ¿Por qué no lo harían ahora?

Ante eso, es necesario recuperar otra idea de política, otro vínculo entre la política y las clases populares, y otra hilación entre hechos y símbolos. Si la nueva derecha reina en una sociedad

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mediatizada, una política que la confronte debe surgir de la distancia crítica con los procedimientos mediáticos. Si la nueva derecha no temió enarbolar la amenaza del hambre (como consecuencia de su desabastecedor plan de lucha), otra política debe situar al hambre, realidad dramática en la Argentina, como problema de máxima envergadura y desafío a resolver. Es cierto que, visiblemente, hoy no son muchos los que aceptan enarbolar blasones de derecha. Hay que buscarla en todos los lenguajes disponibles, en todos los partidos existentes, en todas las conductas públicas que puedan imaginarse. Los pendones que la conmueven pueden ser frases como éstas: la “nueva nación agraria como reserva moral de la nación”. Es el viejo tema de las nuevas derechas y la identificación, también antigua, de patria y propiedad, de nación y posesión de la tierra. Es el concepto de reserva moral como liturgia última que sanciona tanto el “fin del conflicto”, como un tinglado modernizante que no vacila en expropiar los temas del progresismo, pero para desmantelar lugares y memorias. Es una gauchesca de bolsa de cereales como acorde poético junto al horizonte del nuevo empresariado político. Podrán leer a la ida el Martín Fierro y a la vuelta los consejos de Berlusconi.

Los nuevos hombres “laboriosos”, persignados fisiócratas, se indignan porque hay Estado y hay vida colectiva que se resiste a vulnerar la vieja atadura entre las palabras y las cosas. Pero esto ocurre porque la materia ideológica, con sus venerables arabescos y citas célebres, ha quedado deshilvanada, reutilizada en rápidos collages de la nuevas estancias conservadoras del lenguaje. ¿Cómo descubrirlas? Su localización es la ausencia de nervadura social, pues se trata de desplegar para la Argentina futura una nueva cultura social con un único territorio, el de las rentas extraordinarias que desea percibir una nueva clase interpretando estrechamente las graves necesidades alimentarias del mundo. Parecen campesinos, parecen chacareros, parecen pequeños propietarios, parecen hombres de campo protagonizando una gesta. Pero no son ilusiones estas nuevas creaciones políticas de indesmentible base social nueva. Sin los tractores embanderados, brusca señalización del paisaje que atrae por la carencia de todo matiz, de todo signo mediador. La nueva clase teatraliza una rebelión campesina pero traza un nuevo destino conservador para la Argentina. Marcha con vocablos fuera de su eje, en una combinación entremezclada que pone en escena la fusión entre formas morales de revancha y captura jocosa de los símbolos del progresismo social.

Asistimos a un remate general de conceptos. Nociones tan complejas como la de “patria agraria”, “Argentina profunda”, “nuevo federalismo”, han resurgido de un arcón honorable de vocablos, cuando significaron algo precioso para miles y miles de argentinos para salir hoy a luz como mendrugo de astucia y oportunismo. Como en los posmodernismos ya transcurridos, vivimos la sensación que en el reino de los discursos políticos e ideológicos, “todo es posible de darse”. Las palabras parecen las mismas, pero se han dislocado bajo una matriz teleteatral y un recetario de cruces de saltimbanqui, legalizados por la escena primordial de cámaras que infunden irrealidad y deserción de la historia en sus recolecciones vertiginosas. Un nuevo estado moral de derecha surge del neoconservadurismo que reordena los valores en juego, luego de que ha tramitado un liberalismo reaccionario y un modernismo que propone conceptos de la sociedad de la información para hacerlos marchar hacia un nuevo consenso disciplinador y desinformante.

Un nuevo sentido común producido por los tejidos tecnoinformativos nutre así el círculo de captura de imágenes y discursos. Se habla como lo hace la llamada “sociedad del conocimiento” y esta habla como lo hacen previamente quienes ya fueron tocados por la conquistada neoparla que insiste en estar “fuera de la política” pero munidos de jergas sustitutivas de la experiencia pública. Hasta el modo de ir a los actos políticos es puesto bajo la grilla admonitoria de un juez del Olimpo que dictamina los momentos de supuesta “falsa conciencia” de miles de conciudadanos que no

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poseerían la legítima pasión espontánea de los refundadores del nuevo federalismo sin historia, sin estado, sin instituciones, sin sujeto. El descrédito de lo político comienza por destituir a las masas populares y sus imperfectas maneras, para hacer pasar por buenas sólo las supuestas movilizaciones pastoriles roussonianas, efectivamente multitudinarias, que mal se sostienen bajo las diversas modalidades del tractorazo, más amenazante que bucólico. Una república agroconservadora despliega entonces sus banderas de “nuevo movimiento social”. Tienen todo el derecho a expresarse pero el examen democrático del gigantesco operativo que han emprendido debe ser también interpretado. Se trata de sustituir un pueblo que consideran inadecuado con otro vestido con galas de revolución conservadora. Hay suficientes ejemplos en la historia del país y en las memorias constructoras de justicia para decir que no lo lograrán.

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CARTA ABIERTA Nº 4

El laberinto argentino. La excepcionalidad

Corren tiempos en que es posible percibir que en materia política hay una excepcionalidad. Excepcionalidad que a pesar de todo se mantiene. El gobierno había surgido de una fuerte fisura en el sistema de representación y no venía –no debía venir- a restaurarla meramente. Tenía conciencia de que vendría un tiempo original y lo recorrió con entusiasmo y vivaz espontaneidad. Avanzó por ciertos caminos inesperados, no esgrimió doctrinas revolucionarias –ni casi ninguna otra-, pero mostró un rumbo propicio a una renovación de la vida colectiva. Quería significar que había llegado el momento de revisar las históricas falencias de una democracia carente de condiciones para cuestionar la injusticia social. La larga promesa de una democracia que se mire en el espejo de la justicia social sigue siendo el horizonte de nuestra época. Nada puede ser interpretado al margen de esta llamada genuina.

Medido en el ambiente histórico de este reclamo, el gobierno no ahorró audacias en ciertos temas y se mostró rutinariamente conservador en otros. Y aunque abundan las recaídas anodinas, no necesariamente justificadas por el recio embate de las neoderechas que ha recibido y el que acaba de recibir del complejo agromediático, no dejó de invocar sobre la marcha una cuota significativa de espíritu militante. Esta fuerza se mantiene, aunque en parte haya sido sofocada y en parte esté amenazada por trivialidades de ocasión. Continúa así el impulso reivindicativo ante los escollos presentes que hay que atravesar, y que debe ser empalmado con el compromiso con las generaciones del pasado que, en la memoria, siguen alentando esta tarea.

Hay que advertir que muchas veces el gobierno no evidenció apartarse demasiado de las fórmulas de retroceso más obvias luego de una ardua batalla de la que sale magullado. La excepcionalidad se mantiene porque ni puede volver a los cauces del orden conocido –allí lo repudian, esperan su caída-, ni debe dejar que naufraguen sus anteriores pasos adelantados en los refugios que ofrece una clase política “normalizadora”, garante de una vuelta a la “neutralización política”. Esto no ha ocurrido, pero las tensiones que alientan las más variadas direcciones en que puede salirse de la crisis están a la orden del día.

No creemos equivocarnos si decimos que falta la elaboración, explicitación y proyección de algo previo a ciertas medidas importantes. Lo es la estatización de Aerolíneas, pero lo previo hubiese sido crear certezas mayores sobre su destino de empresa pública antes de enviar el proyecto de ley al parlamento; lo es el pago de la deuda al Club de París, pero lo previo hubiera exigido mostrar esa medida en conexión a  mejores argumentos sobre la economía pública y las deudas sociales internas; lo es el proyecto de ley de jubilaciones, pero hubiera sido conveniente que se dijera previamente que se evitarían alquimias matemáticas sobre esta vital cuestión.

En cuanto a los incidentes ferroviarios en el Ferrocarril Sarmiento, ahí lo previo hubiera sido reconocer de inmediato las condiciones inaceptables en que viajan millones de personas que son víctimas así de una grave injusticia social. Y al par de repudiar la destrucción de los bienes públicos, examinar los graves sucesos a la luz de criterios más amplios, en el sentido de las orientaciones hacia el cambio general de las pésimas condiciones de vida en vastas zonas del conurbano. Todo ello, antes de incurrir en un lenguaje de imputaciones que recuerdan tramos oscuros de la historia inmediata, cualquiera sea la explicación ulterior de los condenables acontecimientos de violencia contra el equipamiento ferroviario.

Falta algo previo, decimos. Es la elaboración de bases más permanentes de acción y lenguaje en cuanto a las transformaciones que se le adeudan al pueblo argentino y a las acechanzas que

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se ciernen. Por eso es necesario hablar del laberinto argentino, para que no se reitere la sensación de que medidas justificables se lanzan en la cabal ausencia de recursos de movilización cultural efectivos. Ante la reacción de las fuerzas siempre reconocibles de la reacción conservadora –revestidas hoy de numerosos ropajes, incluso de los aparentemente contrarios a los que opacamente representan-, hay que evitar la tentación de parecérseles, aún si se piensa ésto para tomar un respiro. La salida del laberinto exige temas, análisis y decisiones que deben ser redescubiertos, sobre el fondo de una excepcionalidad que se mantiene. Y que tiene sus deudas con un contexto regional signado por los triunfos electorales de fuerzas progresistas y Estados con diálogos renovados con los movimientos populares. Si Argentina se mueve con fluidez y premura en esta escena compartida, es también porque sabe que cuando las campanas doblan su anuncio nos compete. La situación del pueblo boliviano sometido al ataque de formas nuevas, de formas antepasadas o de las últimas invenciones del racismo, el imperialismo, el golpismo y el separatismo –todo ello por partes o fusionado- obliga a la movilización de todos los recursos políticos, culturales y reflexivos para acompañar al gobierno de Evo Morales.  

         

Los símbolos y las acciones

Nos cabe ahora una descripción sobre lo que ocurrió en estos últimos meses en nuestro país. Las nuevas bases sociales de la neoderecha se movían en un doble sentido: en el goce de sus reflejos desestabilizadores y en el pedido simultáneo de que se pusiera fin a tanta pasión desatada, “que cesara tanto conflicto”. Sordamente, amenazaban. Pero cuando terminaban de dejar su carga exonerativa, pasaban a empuñar la bandera de la armonía y del “hartazgo por la disputa”. Era el gobierno el que aparecía como confrontativo y los realmente confrontativos aparecían como moderados, partidarios de la “democracia gris”. Si el conflicto es el centro de la política –esto es, si la democracia siempre agita colores encendidos- se le podría cuestionar al gobierno la dificultad para anclar ese conflicto en fuerzas sociales efectivamente reconocidas, esto es, no que existiese una comprensible confrontación sino que ésta fuera meramente estridente, vocinglera e imprecisa. Vulnerados los horizontes colectivos de creencias, un conservadorismo que no se molestaba en aparecer faccioso, conseguía hablar en nombre de intereses genéricos y de los símbolos compartidos. Entrábamos al laberinto argentino.

El ámbito popular movilizado en defensa del gobierno era acusado de encarnar al “pueblo cautivo” al que había que rescatar con una “ética autonomista”. Miles de personas cantaban frente al estanciero Luciano Miguens, en el Monumento de los Españoles, “si éste no es el pueblo, el pueblo dónde está”. No se recordará con satisfacción este momento de la historia nacional. Por otra parte, un personaje político exiguo, partiquino de momentos menores de la política, quedaba de repente en posición de decidir sobre el empate de votos en el senado, desatando un nudo –la forma inicial del laberinto- de manera imprevisible, agrietando severamente las máximas instancias institucionales, revelando la fragilidad esencial de todos los andamiajes políticos conocidos y originando un pobre folklore que podía expresarse en las fugaces y calculadas picarescas del minotauro Cleto.

Lo grave y lo trastocado corrían de la mano. El laberinto argentino, lo que en el siglo XIX célebres autores denominaron la esfinge argentina, reaparece en la necesidad  de investigar el núcleo más íntimo de la vida popular, con muchas superficies y planos ocupados por el desvío de los legados y por una gran captura moral que reactiva fantasmagorías conservadoras en los sectores medios, para cuya crítica no alcanza el concepto de “zoncera” sino la pregunta crucial sobre el entrecruzamiento del activismo mediático, la ocupación masiva de calles en las zonas de

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la urbe socialmente más favorecidas y las épicas basadas en un reconstruido desprecio de clase, revestido ahora de populismo de derecha, todo ello contra un gobierno popular. Un gobierno que aún ensimismado en muchos obstáculos nacidos de sus propios laberintos, avanzó conceptos fundamentales para rehacer el sentido de lo democrático, lo público y lo justo.

El laberinto argentino contiene así a las nuevas derechas con base popular-mediática que juegan entre la admonición moralista y la promoción de una civilización del miedo en los grandes centros urbanos. Y contiene asimismo a las propias marañas de las que las fuerzas populares, sobreponiéndose, deben extraer nuevos argumentos y convicciones. Sin duda, no se esperaba que un camino que era dificultoso, contradictorio e intuitivo, aunque sustentado en una nueva discusión vigorosa sobre los destinos colectivos, quedara de repente tan expuesto y desnudo. No se esperaba que el agrarismo y sus adyacentes perspectivas comunicacionales, recrearan un lenguaje movilizador en otros tiempos invocado por otros estilos y grupos sociales. Los activistas agrarios se dejaron barnizar por lenguajes eventuales de izquierda que al sumarse al cobertizo reaccionario hacían abandono de su propia historia para acrecentar lógicas de oportunidad y de error histórico. Confundían la masividad de las movilizaciones agraristas con una política popular y a las alianzas del nuevo poder conservador con una red social transformadora.

¿Sorprende este giro? Su explicación se encuentra en los variados déficits de interpretación que ya son alarmantes en los laberintos de la sociedad argentina. Se ha hecho abandono de los modos más rigurosos de análisis político, lo que incluso pudo notarse en los propios descuidos con que se tomaron las medidas gubernamentales. Pero nada es más dramático que las encrucijadas imperiosas que deben resolver los movimientos sociales, ellos sí obligados a resolver una conocida disyuntiva. Ni deben estar cómodos siendo apéndices estatales – y siempre existe la tentación de embargarlos por parte del Estado- o, en contrapartida, convirtiéndose en desastrados agentes de acciones que favorecen intereses extrínsecos a los de las causas populares –lo que también supone que sean expropiados por los lenguajes más vulgares de la compleja espesura de la coalición entre ciertos medios de comunicación y determinados grupos económicos. Éstos dilemas, cuando no consiguen ser resueltos, llegan al paroxismo con personajes que desde el inicio ya fueron fundados como caricaturescos y que aprovecharon la oportunidad para acentuar su bufonería, pidiéndole algunas vacas a la Sociedad Rural, o bailando en torneos de televisión con pancartas que mostraban a Fuentealba, el maestro asesinado en Neuquén, volviendo a vergonzosas épocas de paternalismo social saludadas por las “notas de color” a cargo del movilero de turno. Son farsas fáciles de percibir en sus signos de degradación. Pero contienen en germen un problema crucial, por el que la necesidad de arraigo y difusión de los movimientos sociales, no debe ser canjeada por el alistamiento silvestre en las retóricas televisivas. 

El momento laberíntico que vive la sociedad argentina también se verificaba en pensamientos que se revestían de argumentaciones populistas o antiimperialistas, aunque para ofrecerse directamente como guardia de corps de la alianza de los agronegociantes. Véase la galería de fotos correspondientes. No era una defección episódica. Era un trastocamiento general de los significados.  No se esperaba semejante inversión de los trazos habituales que unían las palabras con las cosas. Acciones que con otra ambientación eran declaradas ilegales por los labradores agromediáticos y los nuevos movilizados, ahora parecían el non plus ultra del republicanismo ilustrado. En cambio, medidas de gobierno avaladas por la Constitución, se presentaban como ilegítimas o arbitrarias.

Un estallido interno de magnitud inesperada y difícil mensura recorre ahora la vida política argentina. Pero un  laberinto es también un jeroglífico en donde es menester encontrar los nuevos hilos constitutivos de una verdad histórico–social. Estamos en un momento donde se lucha por la

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verdad –la verdad en el lenguaje, en las cifras, en los significados, en las biografías- pero se ha extraviado lo que aún en épocas tan convulsas como éstas era la relación entre los signos y las cosas, las representaciones y las motivaciones básicas de la sociedad. Se pelea por la verdad sin que importe la verdad. Vivimos un momento faccioso. ¿Cómo tratar la dislocación ocurrida entre hechos y símbolos? ¿Cómo considerar la relación entre la serie de la justicia frente a los hechos del pasado y la de los hechos inequitativos del presente? ¿Cómo se ligan los lenguajes de la escisión y el conflicto social con composiciones heterogéneas de fuerzas? En general, estas diferencias se tramitan con la velocidad de una vida social condicionada por la acción de los medios comunicacionales y su fuerte capacidad de articular la escena y los tiempos. Pero si el set y la agenda son constituidos  por actores definidos de gran poder, eso no exime al resto de los actores de pensar en otra temporalidad que necesariamente supone una crítica a esa veloz adecuación de trincheras y paso por el guardarropas de las luchas pasadas.

Las neoderechas gozan de este estado de volatilidad de las creencias y no dudan en “izquierdizar” sus embates cuando lo creen necesario para realmente decir otra cosa. Es el laberinto argentino. Entretanto, la izquierda real, aunque no tenga generalmente ese nombre, pues actúa en gran medida con sus claves nacional-populares y sus legados humanísticos y sociales de pie, está en los filamentos realmente existentes del movimiento social democrático, expresado en infinidad de variantes de lenguaje y militancia. Fue a las plazas históricas a defender la democracia y con consignas propias, interpretó que el gobierno, aún moviéndose improvisadamente en la tormenta, encarnaba los trazos fundamentales de una voz popular que a su vez le reclamaba más afinación y claridad en los argumentos. Los hilos a veces tenues pero continuos de las memorias populares van tejiendo, como también lo supieron hacer en otras jornadas del pasado, los ideales emancipatorios y lo hacen en el interior de dificultades inéditas e, incluso, desprovistos, muchas veces, de señales luminosas que no suelen partir de un gobierno que no ha sabido, no ha podido y tal vez no ha querido profundizar en la creación de una genuina base de sustentación popular.

Luego del vendaval, las instituciones públicas golpeadas intentan volver a los hechos. El gobierno afirma que frente a las palabras y las opiniones triunfarán los hechos. Hechos económicos, construcción de necesarias infraestructuras. Sin embargo, no puede olvidarse que los terrenos comunicacionales le fueron generalmente adversos y que es menester ahora descifrar los laberintos de la cultura. Como muchos dicen despreocupadamente, “los pueblos no comen símbolos” pero los símbolos son parte esencial de las condiciones bajo las que se piensan los pueblos. Ninguna sociedad que reclama niveles más precisos de debate se orienta tan solo por realizaciones económicas, teniendo en cuenta que lo de Aerolíneas es a la vez un hecho de la economía pública y también de fuerte simbolismo. Así, como lo demuestra el laberinto argentino, se lucha especialmente por símbolos, cualquiera sea la explicación profunda que se le de a estas evidencias.

Asimismo, los condicionamientos y el cerco al que fue sometido el gobierno luego de las votaciones parlamentarias pueden justificar nuevas prudencias en el tratamiento de diversos temas pendientes, pero eso no debe ser el motivo por el cual se instituyan decisiones políticas y económicas con concesiones a los sectores nacionales e internacionales que operan el sitio precisamente al aspecto más progresista de aquellas decisiones. Entre el pago total de la deuda al Club de París, la reestatización de Aerolíneas y la ley de jubilaciones móviles se desplaza, quizás con movimientos espasmódicos, un gobierno que sabe que el terreno por el que transita está rodeado de arenas movedizas y de seductores espejismos que no llevan, necesariamente, hacia políticas populares, políticas que requieren audacias y voluntades no siempre disponibles.

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Pero aún resulta más arduo ese avance si no se busca construir los puentes hacia las mayorías populares postergadas y empobrecidas que son una base social de sustentación imprescindible junto con otros actores sociales. 

Por otro lado, prosiguen los juicios a los personajes de los gobiernos dictatoriales y se halla firme la conciencia de que no debe cederse una noción económica que excluye terminantemente el ajustismo neoliberal. No se ha entregado la creencia de que simultáneamente debe afirmarse un ideal latinoamericanista, que aún con titubeos, también se ejerce sabiendo que hoy más que nunca la suerte de nuestro país, de sus proyectos democráticos, está fuertemente unida a lo que está aconteciendo en otras repúblicas hermanas, particularmente la Bolivia de Evo, la Venezuela de Chávez, el Paraguay de Lugo, el Ecuador de Correa y, desde una perspectiva algo más compleja, el Brasil de Lula. La provocación criminal de la derecha boliviana, el uso de la violencia contra el pueblo que apoya decididamente a su presidente y al proyecto democrático-popular que él encabeza, constituye una señal ominosa que no debe ser pasada por alto, en especial allí donde nos ofrece, en espejo, lo que hoy amenaza en nuestro propio país.  Todo esto mantiene un horizonte a partir del cual sigue valiendo la pena pensar en que hay una diferencia;  que hay una diferencia conceptual que sigue rechazando la paridad que muchos creen percibir entre el actual gobierno y los procesos económicos habituales de coacción y dominación. Efectivamente, no vemos tal paridad. Vemos una diferencia que es necesario pensar cómo sostener y ahondar. Lo haremos examinando más de cerca el laberinto argentino.

 

 Crítica y conmemoración

 Desde hace cierto tiempo se intenta horadar el cimiento básico de la época, que es la promoción de actos jurídicos sobre los símbolos más significativos de un pasado de horror. Esto no proviene solamente de los remanentes de las pasadas dictaduras. Se dice que el gobierno trató de un modo inadecuado la cuestión de la memoria y los derechos humanos. Algunos llegan a afirmar que el gobierno utiliza la política de derechos humanos –esto es, la política de la justicia en la memoria-, como un recurso a la impostura, pues mientras haría una política por lo menos descuidada en materia de derechos sociales y economía cabalmente distributiva, insiste en hablar sistemáticamente de las condenables violencias y atentados a la vida ocurridos en el pasado. Solo una virulencia antes desconocida en el ataque a un gobierno democrático en el ciclo de este último cuarto de siglo –aunque fuertes dosis de neutralización destituyente habían acompañado el último tramo del gobierno de Alfonsín-, permite el error al que lleva esta interpretación.

No vamos a insistir una vez más sobre la manera en que esta política de derechos humanos no es ni debe ser episódica, sino que constituye el nudo troncal de la época, su estructura última de significados. Los desavisados que la atacan con sus catilinarias revelan hasta que punto representan el último escalón refinado para que se vuelva al orden antiguo. Postulan que hay impostura en la política de la memoria asumida; postulan entonces, inevitablemente, un gesto de agravio gratuito que intenta desconectar el ciclo comenzado en el 2003 de sus más importantes bases expresivas y sus más profundas raíces de legitimación.

Es necesario dejar de heredar el país de la dictadura y hay indicios, en las políticas gubernamentales, de una efectiva búsqueda de modos más equitativos y dignos de la vida social. En el laberinto argentino también se halla, como hilo de Ariadna, la política realizadora regida por un manojo de nuevos derechos –en esencia, la articulación entre derechos humanos, derechos sociales y derechos democráticos-, cuyo acoplamiento creativo es motivo central de la crítica y la razón política.

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Como todos sabemos, el gobierno ha tenido trazados convocantes y perdurables en estos terrenos, aunque a veces realizados con muchos balbuceos e ingenuidades. Y cuando decimos ingenuidad no es el modo del elogio moral que vería en el ingenuo lo contrario del astuto, sino que lo decimos al modo de la crítica: la ingenuidad es ver menos de lo que es necesario, considerar menos dimensiones que aquellas que la acción política debe tener en cuenta para no fracasar. Pasado un tiempo del rechazo parlamentario de las retenciones móviles, el gobierno sigue ceñido por el cerco de sus contrincantes avezados. Defienden sus intereses sectoriales y un tipo de articulación entre las instituciones estatales y las lógicas de mercado de clara subordinación de las primeras a las segundas. Y del lado del gobierno no se logra totalizar las dimensiones de esa confrontación, para lo que se deben examinar nuevas y originales singularidades. Un diagnóstico preciso de los modos en que funciona actualmente la economía y resignificaciones de los símbolos en juego supone no perder de vista los grandes panoramas históricos, nacionales y latinoamericanos, a la vez que se tiene la obligación de no dejar de observar  los elementos menudos, precarios o marginales. 

Estas relaciones entre lo general y lo particular tienen en la cultura –en el vivir social más amplio y en el vivir cotidiano- su territorio si no definitivo, sí de suma relevancia para forjar alternativas y lenguajes. Porque se trata de construir los conceptos, las teorías y las locuciones con los cuales aprehenderlas a la vez que tratar las memorias sociales en juego, recogerlas del olvido o entretejerlas novedosamente. No deja de haber en todo momento histórico un cierto laberinto. Siempre hay una guarida del Minotauro. Pero este laberinto, aquí y ahora en la Argentina, implica el peligro de paralizar las fuerzas activas de la sociedad, para lo cual se comenzó a convencerlas de que había que reconstruir las formas coactivas de la autoridad, salir de lo que llaman errático, volver al orden establecido, retomar lo que en el pasado muchos ensayistas latinoamericanos llamaron la “patria boba”, esto es, el desmonte de sentimientos colectivos en nombre de nuevas leyendas inertes, controladas por empresarios del sofocamiento político y cultural. Así, sueñan en la Argentina con un retroceso que va desde una política internacional comandada por los acreedores hasta el disciplinamiento de las escuelas en la ciudad de Buenos Aires, metáfora ideal de la aldea global autoritaria que se desea construir. ¿No actúa Macri en nombre de una indigente política del miedo con sus edictos ordenancistas, que tienen grandes apoyos, silenciosos y timoratos en una ciudad de Buenos Aires en la que casi se precisarán las fuerzas morales del Eternauta para rescatarla de su intensiva indiferencia?

Una ciudad activa, reconocida sede de experiencias populares significativas, de grandes aventuras intelectuales y artísticas, de buena parte de la historia del movimiento obrero, desde las huelgas de principio de siglo hasta –si queremos poner una fecha- los acontecimientos vinculados a la defensa del Frigorífico Lisandro de la Torre en 1959, no puede quedar en manos de pensamientos que apuestan a lo concreto –“la gente quiere soluciones”- pero son lo más abstracto concebible. Para oponerle una crítica imaginativa a estas visiones abstractas que pasan por ser lo concreto, es de lamentar la falta de una reflexión colectiva en el mundo cultural –la universidad pública habla ocasionalmente sobre estos temas- o la falta de incisivas críticas más inspiradas que desnuden esas frases sobre “lo concreto”, que como diría el gran Phillip Marlowe sobre un cartel aduanero en una frontera del país del Norte, “nunca se vio condensar tantas mentiras en tan pocas palabras”. Sólo la disuasión, el cloroformo masivo que logró impugnar la vitalidad de la cultura nacional y decretó el reinado de la indiferencia o la inmunización ante lo grave que se presenta a nuestros ojos, permitió llegar a esa fraseología vacía que sustituye la lengua política por el marketing y la lavativa de las ideas. Que ha logrado calar hondo en los imaginarios sociales allí donde cuestiona toda felicidad posible si no se la encarna en una felicidad sostenida sobre el

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consumo y la materialidad de la riqueza; donde parecen quedar en el ostracismo existencial quienes actúan fuera de las luces del shopping center o de la espectacularización amplificada por los lenguajes massmediáticos. Es la felicidad asociada sólo y únicamente a la figura demandante del ciudadano-consumidor, de aquel que vive con gusto el desmembramiento de lo público en nombre de lo privado, de esas intimidades protegidas de contaminaciones insoportables.

La renovación y el horizonte contemporáneo de la cultura no puede ser el de una actualidad con un único plano y un tiempo lineal, sin historicidad viva, entregándole a la televisión el control de las pedagogías educacionales, y en el otro extremo, un funcionariado que baja de las estanterías el festejo que corresponde una vez al año, sin valoración de las exigencias del lenguaje, sin preguntarse por las prácticas de lectura sociales y sin considerar que se muere la política si se muere el pensamiento creador en las artes y las ciencias. Peligra, incluso, la lectura argentina, el lector argentino, a pesar del éxito ferial de las convocatorias específicas en torno a esa práctica –la lectura- fundadora de sociedades y naciones. Se debe liberar al arte del modo en que las formas más crudas del mercado lo intentan anexar, tanto para generar nuevos fetichismos que de hecho han arriado “las banderas de la imaginación” como, en cuanto a la ciencia, asociándola a jugadas empresariales que ni siquiera se intentaron en el antepasado capítulo desarrollista de la historia de nuestro país.

No concebimos en el actual momento de la política nacional que estas cuestiones deban postergarse en el debate, porque son cuestiones del laberinto argentino. Del laberinto hay que salir con ideas estratégicas para este nuevo siglo. Parte del laberinto es una liviana consideración de las llamadas “políticas de la memoria” que finalmente la concede al conjunto de acciones permitidas por las centrales globalizadas de archivo de símbolos de los pueblos y a los nuevos enciclopedismos desmanteladores. Todos los conocimientos pueden ahora ser fijados, conservados y preservados, pero sin relaciones singulares entre ellos, sin relieves que los articulen o que ponderen sus relaciones heterogéneas pero ligadas a la historia de cómo se han producido. Los efectos de la globalización –más allá que este nombre apologético no es el adecuado y hay que crear otro-, permiten el singularismo desconectado de la historia, la construcción de una red sin cuerpos ni herencias significativas de lenguaje.

Se hace urgente entonces trazar nuevos planes culturales públicos que no resuelvan la relación entre la singularidad y los recursos de aprendizaje colectivo con proyectos reduccionistas que sustituyan prácticas históricas por amuletos que muchas veces son versiones degradadas de las necesarias innovaciones tecnológicas. Éstas nunca ocurren al margen de grandes módulos de reflexión popular, cultural, intelectual, tanto espontánea como experta. No se trata ni de burocratizar el pasado festejando a los insurgentes pretéritos como si los reencontráramos en un mercado de ideas despegado de la vida, no se trata ni de vivir en sociedades regidas por la desmemoria de los medios de comunicación más concentrados ni por el modo en que éstos reorganizan el archivo social bajo impulsos del target, las audiencias fragmentadas, el estilo history channel y el divulgacionismo que aplana el relato crítico de las sociedades. De la misma manera que reducir las políticas culturales a operaciones de mercado, al glamour heredado de desfiles de moda o convertirlas en escenificación espectacular y en sponsoreo de grandes empresas, suele ser el discurso que fascina a aquellos que desde hace mucho rebajan la cultura a su exclusiva dimensión mercantil articulada a la lógica de lo cuantitativo.

Sólo un nuevo humanismo de fundamentos críticos puede hacer pasar las culturas colectivas por el estatuto más riguroso de los conocimientos, fusionado entonces con los horizontes masivos genuinos. Están en nuestro pasado los muertos de muchas luchas que impulsaron la reconstrucción simultánea del presente y del pasado, como un único gesto inescindible de

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conocimiento político. Por eso, pensar la justicia respecto del pasado resulta indesligable, finalmente, de los modos en que se imagina y materializan actos de justicia respecto del presente. Los símbolos requieren un trato cuidadoso, porque su mera invocación en un contexto que no les pertenece los deja al borde de la parodia o la indiferencia, y ésta no es una zona menor del laberinto argentino.

La discusión actual respecto de los íconos nacionales muestra ese rasgo de su conflictividad necesaria. Y que esa discusión suceda, exige que no sean tratados con premura ni con consensos fáciles respecto de creencias sociales que están profundamente delineadas por las fuerzas mediáticas. Es necesario situar los símbolos en su fragilidad. Ellos no siempre afirman lo mismo y si se los arroja desligados de una materia experiencial profunda quedan a disposición de sus usos reaccionarios. Esto es: como negación o como inversión de aquello para los que se los había convocado.

No es sólo tarea de las instituciones estatales dar esa disputa, pero ellas tienen mucha responsabilidad al respecto. Deben hacerlo con tanta autonomía de los poderes culturales fosilizados –aunque se proclamen “independientes”- como con sensibilidad democrática frente a las diversas expresiones sociales. Deben hacerlo con sus redes cazadoras de mariposas de sentido, con ojos abiertos a lo que sucede, con perspicacia crítica respecto de sus límites, con azoramiento hacia lo que desconocen. Instituciones estatales de esa índole pueden librar la batalla cultural. La conmemoración del Bicentenario debe escapar del celebracionismo trivial ni debe ser fachada de acciones de fuerzas económicas que la mejor tradición democrática de nuestras revoluciones fundadoras hubiera rechazado. Debe también ser festiva, pero sin privarse de movilizar el espíritu investigativo y la potencia crítica intelectual que permita que el laberinto argentino –la histórica complejidad de las luchas sociales- protagonice un nuevo capítulo nacional sin sentimiento de embotamiento, liberando y emancipando las fuerzas de la justicia, de la economía y del arte.

Carta Abierta así lo propugna, porque su vida política es un conjunto de decisiones simultáneas que surge de las asambleas abiertas, de la integración libre, del sentimiento emancipado del sujeto público, del antagonismo creador sin cierre conceptual posible, de la proliferación sin cartilla previa de la cultura crítica universal y nacional y del estado contingente de interrogación permanente. Y especialmente de las escrituras y reescrituras, que suponen que cada escritura es a la vez otra, que permite pensarse nuevamente.

Si esto fuera así por obra de una multitud de voluntades, tendrá el efecto, la extrañeza y el valor que pudo tener la celebración de Castelli en las ruinas de Tiahuanacu el primer aniversario del 25 de Mayo de 1810.

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CARTA ABIERTA Nº 5

Restauración conservadora o profundización del cambio.

Recorre la Argentina la fanfarria de una restauración conservadora, expresión de una derecha vieja y nueva. Con arrebatos cambiantes, a veces con estridencia, muchas veces en la penumbra, nerviosamente se preparan. Van de reunión en reunión, en una coreografía que se hace y rehace bajo la bitácora de semanales gacetilleros del gran desquite. Ventrílocuos, pronostican el próximo viraje. El fin de la pesadilla. No llegan a ser aún la Santa Alianza. Pero a falta de un Metternich, pululan políticos de diversas historias y procedencias, estilos comunicacionales aparentemente objetivos y representantes de economías facciosas que apuestan a recrear un Estado sin capacidad de pensar el conjunto de la Nación, cuando es necesario transformarlo en el sentido contrario, sacudiéndose sus modos neoliberales y su debilidad institucional. Los restauradores exudan el deseo de recuperar los fastos de la Argentina del primer centenario, aquella en la que la mitología agroganadera representaba los fundamentos de la Nación. Sus narrativas del presente se inspiran en las injusticias y desigualdades del pasado.

Ellos realizan sus rápidos cálculos de reposición del viejo orden. Alegan pureza institucional, pero se han abstenido de hacer gala de ella cada vez que les tocó actuar en tareas de responsabilidad. Esgrimen que se han superado los límites tolerables en materia de seguridad, pero en vez de pensar los abismos sociales que sólo se remedian con políticas democráticas y con el desafío aún pendiente de una nueva distribución del ingreso, expanden un miedo difuso preparando futuras agencias y formas regresivas de control poblacional. Vigilar y castigar parecen ser sus recursos privilegiados, el núcleo primero y último de la brutal simplificación de la anomia que subyace a una sociedad desquiciada por la implantación, desde los años de la dictadura videlista, de un proyecto de país fundado en la exclusión, la marginalidad y la miseria creciente de aquellos mismos que acabarán convertidos en carne de prisión o de gatillo fácil.

Si es el caso, no vacilan en aceptar pigmentos de “izquierda” para presentar un proyecto que pertenece a las fantasías recónditas de una nueva derecha mundial. Desenfadados, anuncian que todo lo que harán no será contradictorio con la asunción de “la política de derechos humanos”. El neo-conservadorismo argentino ha aprendido a no ser literal como sus ancestros. Puede ser también, si lo apuran, un “progresismo de derecha”, imbuido de los miles de fragmentos sueltos que vagan por los lenguajes políticos. Todo vale. Pueden tomar las premisas de una lengua que hace poco pertenecía a los movimientos sociales de transformación. O pueden sonreír por lo bajo pues alguien sustituyéndolos reclamará magnas puniciones y pronunciará el supremo veredicto: “pena de muerte”. Será la forma sublimada de indicar el rumbo de la reingeniería de una “sociedad turbada”, una Argentina que reclamaría la pastoral de la seguridad, que en vez de considerarse un grave problema que debe convocar imaginativas soluciones económicas, democráticas, laborales y pedagógicas, es visto como una peste medieval que exige periódicos exorcismos de punitivas sacerdotisas y ávidos prelados.

Junto a la complicidad con quienes exigen un cadalso público como forma de una nueva razón disciplinadora, los mundos políticos de la restauración conservadora extienden bruscamente ante sí el descuartizado mapa de las ideologías argentinas. Unos buscando “patas peronistas”, otros “patas liberales” y otros “patas radicales” para lo que creen que son sus baches a ser rellenados con cuadrillas políticas nocturnas de urgencia. Confunden política con pavimentación. Se entrecruzan en el complaciente intercambio de figuritas sobre el vacío que se atribuyen a sí mismos. Comienzan por reconocerse carentes, vivir en el socavón de su propia escasez. No

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sorprende que la decadencia de las grandes ideas de cambio social haya traído aparejada la decadencia del lenguaje político. Las viejas corrientes políticas, que supieron ser corrientes de ideas, son ahora partes de un pensamiento rápido, aleatorio, que se arrastra por el piso como un mueble que desgastó sus soportes. La nueva derecha, forjada en los lenguajes massmediáticos, carece de escrúpulos a la hora de arrojar por la borda ideas y principios o de adherirse a los restos tumefactos de tradiciones antagónicas; lo único que le importa es conquistar, por la vía de la simplificación y el vaciamiento ideológico, a una ciudadanía apresada en las matrices heredadas de los noventa menemistas. Pretenden organizar las filas del individualismo atemorizado pero si triunfan no gobernarán como estrategas de la concordia social sino como artífices de una implacable revancha represiva.

Los representantes de la restauración han memorizado así archisabidos preceptos, míseras cartillas para refundar el Orden Conservador, pero se sienten vivados por los abstractos públicos presentados como momentánea platea popular sustituta. Saben que actúan en medio de poblaciones estremecidas por los diversos planos de una crisis civilizatoria de la que dicen no tiene conclusión visible, pero la suelen ver como parte de un oscuro deseo de que esa crisis llegue pronto a la Argentina como “gran electora catastrófica”. La crisis mundial sería la prestidigitadora de una devastación. Desarticularía previsiones, refutaría políticas públicas y esparciría desempleo, inestabilidad o pánico. Y les daría votos. La conciencia invisible del conservador se mueve en todos los rubros de la lengua movilizadora, pues sabe que hay un público difuso extendido en todo el país que lo escucha y que proviene de muchos legados políticos destrozados. Se parte del anhelo de que la crisis venga ya. Que irrumpa por fin esa crisis mundial y derrote a los esfuerzos que se hacen por conjurarla, a veces buenos, otras improvisados sobre el vértigo que la crisis impone, no siempre efectivos.

En el inconciente colectivo de la restauración se halla emplazado el pensamiento de que la “llegada visible de la crisis” equivaldría a una admonición mesiánica que se encargaría de derrotar a los frágiles gobiernos a martillazos del Dow Jones y drásticos patrullajes del Nasdaq. Ninguna conciencia parecen tener de que esas catástrofes en el centro del mundo se han llevado consigo los paradigmas sobre los que construyeron sus capitales político-intelectuales. Más que paradigmas, son sofismas que no cesan de repetir a despecho de las evidencias. Eluden dar cuenta de la gravedad mundial de la crisis para menoscabar las medidas que atenúan sus ondas expansivas más duras. No se atreven a reconocer que la demora y cierta “suavidad” relativa de la crisis en Argentina se vincula con las políticas gubernamentales de moderada desconexión de las lógicas financieras del capitalismo contemporáneo. Los restauradores repiten sus axiomas ya fallidos y no trepidan en solicitar el fin de la desconexión: volver al seno del FMI es ya una consigna de batalla.

Los líderes del "partido del orden", mientras aguardan el auxilio de la crisis, no pueden atravesar ciertos dilemas de parroquia: ¿qué representación política dará finalmente el nuevo bloque agrario que trae la sorprendente fusión en las consignas de los agronegocios de los sectores que antaño se diferenciaban por distintos tipos de actividad agropecuaria? Una nueva soldadura material y simbólica ha ocurrido frente a las nuevas características tecnológicas y empresariales de la explotación de la tierra sobre el trasfondo de ganancias inesperadas. Se trata de un bloque “enlazado” que, bajo un débil manto de republicanismo, se propone la cruzada restauradora y para hacerlo declara vetustos a los desvencijados partidos remanentes, exige una derechización social y pone en crisis también a las tradicionales representaciones del sector..

Los restauradores anuncian que están frente a una impostura histórica pero llaman impostura a novedades introducidas por un juego democrático que sin duda es desprolijo pero vital; anuncian

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que están frente a manifestaciones de locura y tilinguería, pero no se privan de reclutar en sus filas a toda clase de comediantes que postulan el regreso a una normalidad administrada desde antiguos retablos ajustistas. Anuncian también que están frente a un gobierno errático, peligrosamente estatista –si son liberales-, e insensible a lo social –si asumen aires ocasionales de izquierda. La impostura de la que acusan al gobierno atraviesa de lado a lado su lenguaje, en especial cuando recurren a antiguas y venerables simbologías populares en nombre de intereses antagónicos de esas tradiciones.

Este tema es necesario recorrerlo claramente. El gobierno se halla en medio de una tormenta social y política –local e internacional- acerca de la cual, tanto como no se puede aceptar que la haya provocado en lo que tiene de incierta, tampoco es posible dejar de ver en sus medidas más atrevidas el origen de las hirientes esquirlas que recibe como respuesta y debe afrontar. Estas medidas ya se conocen, y van desde los primeros gestos en relación a fuertes reparaciones simbólicas que desataron nudos asfixiantes de la historia hasta el pasaje de las existencias de las AFJP al patrimonio público bajo administración estatal o el profundo y necesario proyecto de ley de medios audiovisuales, sin dejar en un segundo plano la recuperación de una perspectiva latinoamericana que abandonó el paradigma de las “relaciones carnales” para encontrarse con irredentas pertenencias histórico-culturales. Con sus diferencias y particularidades, los procesos boliviano, venezolano, brasileño, ecuatoriano, cubano, uruguayo, chileno, paraguayo, nicaragüense, salvadoreño, no nos dejan pensar que esta hora latinoamericana va a ceder su horizonte de realizaciones ante la agresión mancomunada de las nigromantes y los hechiceros del retroceso.  Y sabemos que la difícil encrucijada económica y social no puede sortearse sin la composición de tramas políticas, económicas y culturales de alcance regional.

El ciclo abierto en el 2003, no sin titubeos, produjo una diferencia con las formas de gobernabilidad anteriores, diferencia surgida de la lectura de los acontecimientos de 2001, cuando el protagonismo popular sancionó el fin de aquellas formas. Diferencia que se percibe en sus intentos democratizadores (que van desde la modificación virtuosa de la Corte Suprema hasta la afirmación de una política de derechos humanos que retoma los reclamos de los grupos organizados por su defensa), en el tipo de encuentro que propició con los movimientos sociales (entrecruzamiento de diálogos y no de medidas represivas), en el planteo de núcleos centrales para una sociedad justa (desde la enunciación de una pendiente redistribución del ingreso hasta la extensión de los derechos jubilatorios y la reposición de la movilidad de los haberes), desde la innovación en políticas de defensa hasta la decisión de no rendir ante el altar de la crisis los sacrificios tradicionales del trabajo y del salario.

Se conocen también sus deficiencias. Existe un gran contraste entre acciones innovadoras en campos sensibles de la vida social y apoyaturas que arrastran estilos rígidos, no decididamente democráticos, de organización política. Nos referimos a una escasa renovación en los sostenes oficiales del gobierno, cuando no a un chato horizonte de conveniencias sectoriales –encarnadas por lo general en porciones extensas del Partido Justicialista- y específicamente en el profundo error que se comete con alianzas como las de Catamarca, donde se marchó junto a la figura que gobernaba la provincia cuando sacudía al país el caso María Soledad y con las huestes de un confeso ladrón. También lo que implica la cercanía con Aldo Rico en San Miguel, para mencionar sólo los casos que más hieren. No sólo por lo que componen, también por la ausencia que revelan de otra construcción política capaz de efectuar una interpelación popular, convocar a los hombres y mujeres, a los trabajadores, a los desocupados, a los que estudian y los que crean, a apoyar y expandir una diferencia que efectivamente existe en ciertos actos y se opaca en la rutina de las antiguallas partidarias. No es casual que en las entretelas de estas alianzas de ocasión  con

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personajes sin moral y sin conciencia, que han navegado los últimos veinte años de vida política, haya tomado cuerpo la “idea” de una “salida ordenada” del kirchnerismo, manejando figuras como el cáustico sojero fórmula 1. Esa salida –engalanada con prefijo post- dejaría al pueblo como rehén. Se trata, en realidad, de la restauración conservadora con la misma soja al cuello pero con Hugo del Carril en la vitrola. El gobierno se recuesta sobre una estructura partidaria que parece garantizarle un piso electoral imprescindible, sin transitar por sendas en las que se podría vislumbrar un horizonte distinto. Comprender la carencia no significa aceptar la solución como la única posible. Es, más bien, anticipar los costos a pagar.

Son temas que es necesario revisar. La dignidad de un proyecto social de cambios requiere que sus apoyos surjan convencidamente de llamados a las vertientes sociales, productivas y culturales que esperan participar en un movimiento que pueda gobernar en medio de desafíos fundamentales y vencerlos innovadoramente. Ese llamado aún no ha ocurrido aunque, como debe brotar de los pliegues críticos de la sociedad, es necesario encontrar en la sociedad civil el lenguaje y los argumentos para concretarlo. Un lenguaje sensible a una sociedad que se ha transformado y cuyas disidencias internas, sus polémicas públicas, no pueden ser explicadas sólo con la cartilla de las anteriores lecturas nacional-populares. El desafío es apropiarse de aquellas lecturas pero entramadas en una nueva y compleja realidad; de reencontrarse con los afluentes de una memoria de la justicia y la igualdad en el contexto de inéditos saltos al vacío del capitalismo actual. Es bajo esta perspectiva que reconocemos la trascendencia de lo abierto en mayo del 2003 y que no olvidamos las enormes dificultades que existían y que todavía persisten para construir un proyecto democrático y popular. Algunas izquierdas, como lo han hecho repetidamente, no atinan a dar cuenta de la singularidad de los acontecimientos. Es hora de entrelazar miradas, perspectivas, tradiciones y biografías diversas que comparten el ideal emancipatorio, intuyendo que la hora argentina reclama una fuerte toma de partido que sea capaz de enfrentar la restauración conservadora.

No queda mucho tiempo para ello. Pero reconocer las dificultades no implica bajar los brazos. Las consecuencias de un triunfo de la coalición conservadora pueden ser graves, pero este documento quiere ser de esperanza y de reagrupamiento en la lucha. Veamos: en la Ciudad de Buenos Aires está en curso una experiencia. La gobierna una derecha que con remozada gestualidad despliega destructivos ataques a las instituciones públicas de la ciudad, rastrilla las calles con anteojeras represivas y no desdeña ocasión de borrar aquello que otros pensamientos políticos habían inscripto en la vida estatal. Gobierna esa derecha por su capacidad de seducir a un electorado dispuesto al festejo de fórmulas abstractas que (ilusoriamente) resolverían problemas complejos. Pero el progresismo porteño aún merece una revisión crítica y el gobierno nacional el cuestionamiento de su escasa reflexión sobre la peculiar sensibilidad cultural y política de la ciudad. Cuando algo permanece intratado, cuando no se lo considera en su especificidad, es arrojado a un trato consignista, abstracto, reactivo. Campo fértil para las derechas, con sus maniqueísmos excluyentes. Por eso, se arriesga demasiado cuando se trata con categorías desdeñosas a una ciudadanía que puede ser complaciente y superficial, pero en ocasiones, además,  díscola y crítica. También el riesgo es altísimo cuando se renuncia a considerar ciertos temas, como el de seguridad, por lo que arrastran de amenaza. Las grandes ciudades argentinas, escenarios y protagonistas de luchas emblemáticas de la historia nacional (desde las huelgas de la Semana Trágica o la Reforma universitaria hasta el Cordobazo; desde el 17 de octubre o la huelga del Frigorífico Lisandro de la Torre hasta las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001), esas mismas ciudades han sido permeables al discurso neoliberal. Pero las ciudades anteriores persisten.

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Tradiciones culturales y memorias comunitarias subyacen a la espera de una invocación política que las reavive y contenga. Nadie es dueño de la conciencia de los millones que viven, sueñan y despotrican en estas urbes. La crisis puede ser oportunidad de reabrir esa historia y para considerar los núcleos potentes de las luchas urbanas actuales: la confrontación contra la precarización del trabajo y el desempleo, el enfrentamiento contra las añejas pero actualizadas formas de opresión a las mujeres, para nombrar sólo algunas. No damos por perdida esa apuesta por arrebatar las ciudades de sus cautiverios mediáticos y sus temblores restauradores.

Cuestiones vitales como el modelo energético, el régimen de entidades financieras, el transporte ferroviario y fluvial, la explotación minera, requieren formas de desarrollo viables que no acepten fáciles composiciones con empresas transnacionales que no tienen hipótesis de preservación ambiental ni se componen con un modelo económico nacional autónomo. Es necesario actuar con criterios eficaces en torno a crear opciones económicas democráticas, donde un pragmatismo inmediatista no sustituya un proyecto más profundo de economía distributiva, proteccionismo democrático, urbanismo integrador e inclusivo y ordenamientos normativos que impidan la rapiña de recursos. Esto requeriría de instituciones estatales con capacidad de desplegar políticas públicas, con efectiva llegada a todo el territorio nacional. Pero sabemos que, si entre los méritos del ciclo abierto en el 2003 está el de resituar la importancia del Estado, también es claro que el realmente existente no está a la altura de esa relevancia.

Se han desplegado, sin embargo, considerables apoyos a los compromisos científicos sustantivos, expandiendo la investigación, los presupuestos a ella destinados e incentivando la innovación intelectual en la vida social productiva. En este mismo itinerario, queda pendiente la renovación de las fuentes de la reflexión crítica sobre estas materias, sin esquematismos ni fervores momentáneos que demoren el encuentro de los grandes núcleos de acción intelectual creativa en torno a la ciencia, el arte, el urbanismo, los medios de comunicación, el lenguaje, el diseño y las tecnologías. La creación del Ministerio de Cultura de la Nación, capaz de articularse con el de Ciencia y Tecnología, permitiría pensar la inteligencia y la creatividad sociales en conjunto, no como secciones estancas de acciones nómadas.

Por todo esto, llamamos a ejercer el derecho de crítica autónoma dentro de un gran campo de apoyo a los aspectos realizativos que ha encarnado el gobierno nacional. El momento lo reclama. No somos partisanos de una axiomática y binaria contradicción fundamental, aún cuando reconozcamos que las situaciones críticas conllevan, a nuestro pesar, un borramiento de matices. Debe haber distintas variantes y situaciones para los pensamientos críticos. Pero tampoco el gobierno es ese manojo irreversible de contradicciones obtusas que a diario nos propone la vasta maquinaria mediática que lo envía al patíbulo en miles de minutos diarios de televisión, acudiendo a las doctrinas ubicuas del escándalo y el odio, en uno de los momentos más graves de irracionalismo asustadizo y de no tan encubiertos racismos que haya vivido la sociedad argentina contemporánea. Esa ofensiva de una derecha agromediática que no deja nada por tocar ni ensuciar, que corta rutas y agita conspiraciones, nos persuade de la decisiva importancia que adquiere no solamente la defensa de la legitimidad democrática sino, más hondo y grave, del decisivo entrelazamiento de un proyecto popular con el destino del gobierno. Desatar el nudo que une ambas perspectivas constituye un error cuyo costo puede ser desmesuradamente elevado; imaginar que la caída de lo inaugurado en el 2003 puede ensanchar el horizonte popular y nacional es no sólo una gigantesca quimera sino una perturbadora irresponsabilidad histórica de los que todavía no comprenden el carácter y la dimensión del peligro restaurador. 

La restauración tiene sus antenas y tentáculos preparados para aprovechar los deficientes reconocimientos mutuos que hemos tenido entre aquellos que en el pasado compartimos horas

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decisivas para constituir una fuerza popular transformadora desde distintas vertientes de la historia argentina. Llamamos entonces a que consideren favorablemente estas ideas, precisamente los compañeros de las izquierdas, de las corrientes nacional-populares, de los libertarismos, de los autonomismos y de los socialismos. Es imprescindible que sigan realizando observaciones críticas a las que siempre les otorgamos credibilidad, pero también les proponemos que las integren a un seno común aunque heterogéneo de opiniones situado ante la urgencia de oponerse a la restauración conservadora. Pero no menos imprescindible es que se constituya una gran fuerza autónoma que recorra las diversas experiencias de transformación social y las devuelva a la esfera pública de un modo movilizador, renovado y creíble. Allí radica una de las apuestas sin la que resulta casi inimaginable la profundización popular de un proyecto democrático que vino a renovar las lenguas políticas en un tiempo dominado por las clausuras y las desesperanzas.

Llamamos a actuar contra la restauración conservadora de un modo creativo, inhibiendo su diseminación con argumentos sutiles y masivos, que pongan en evidencia su auténtica impostura, su anacronismo y la amenaza que suponen a cualquier forma de redención social, defendiendo los aspectos progresivos de la actual situación y haciendo explícitas las reservas, a modo de un necesario reencaminamiento de las acciones políticas populares. Llamamos a no dejarnos sorprender por el clima de desprecio que crean los operadores de una crisis anunciada, que es el ensueño de las viejas fuerzas del Orden con pañuelito de seda al cuello, gozando ahora de la masividad mediática con que instalaron el partido del miedo. Llamamos a retirarnos de la quietud y a no quedar atados al comprensible malestar por los enredos que poseen muchos de los recorridos políticos de la hora. Porque la aparente claridad de los restauradores traerá al país los capítulos ya conocidos de la pasividad cívica, el descompromiso con el trabajo colectivo, la mediocridad política y el predominio de los círculos áulicos que operan en el servicialismo a los más oscuros poderes imperiales, cuyo resultado previsible es la multiplicación de la desigualdad, su marca más auténtica.

En estos meses, se desplegará una contienda electoral que tendrá mucho de plebiscito respecto de las políticas gubernamentales, que en algunos casos presentan deficiencias pero que  configuran acciones reparatorias para una sociedad dañada. Las rutinas electorales –con sus desfiles de espantajos y sus diatribas mutuas- serían insufladas de otro entusiasmo si se las dota de un carácter programático. De un programa en el que la defensa de los derechos humanos, la consideración de la seguridad sin reduccionismos represivos, políticas de retención de las rentas extraordinarias, estrategias de apoyo a la producción, proyectos educativos que promuevan sujetos autónomos e inclusión social, políticas de salud enraizadas en las vastas necesidades populares, la profundización de la integración regional, la preservación ambiental (incluidos los glaciares) y el debido cumplimiento de las aún pocas leyes existentes que reconocen los derechos de los pueblos indígenas, no puedan ser expurgados ni menoscabados.  Por otro lado, también se estará debatiendo una de las más radicales medidas de distribución cultural: una ley que impulsa la democratización del sistema de medios de comunicación. El proyecto, surgido de intercambios y consultas, estará recorriendo los vericuetos del debate en la sociedad civil antes de su trato parlamentario. No serán, no son, tiempos fáciles, portan una nitidez casi dolorosa y exigen renovadas pasiones. Muestran que no hay para el pueblo argentino “salida ordenada” contra la restauración conservadora.  ¡Profundicemos los cambios! Ese es nuestro llamado.

         

 

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CARTA ABIERTA Nº 6

En la esquina de Defensa e Independencia

No somos mujeres y hombres del escándalo, nuestras conciencias no son saltimbanquis de la alarma. Al contrario: los hechos graves como el de la pobreza de amplios sectores de la población nos atañen. La pobreza atañe al fondo último de nuestros compromisos, la idea de igualdad, nuestras antiguas y recientes militancias. Nos compete, nos atraviesa. Por eso podemos decir: no nos escandaliza. El escándalo es gesto espectacular y ademán avieso. El rostro de los pobres se vuelve superficie de inscripción de llamados evangélicos, sacralidades disponibles, obsceno plano televisivo y objeto de malversación política. Nos atañen tanto las vidas dañadas por la miseria como su circulación en un imaginario que las despoja de creación, potencia y libertad.

Un presidente que desguazó las anteriores tramas sociales pudo decir “pobres habrá siempre” mientras creaba las condiciones para un inédito hundimiento de los salarios y los empleos. La conmoción del 2001 hizo visibles a contingentes de desocupados que habían encontrado en su exclusión el ímpetu para un descubrimiento de sus propias facultades organizativas y políticas. El gobierno iniciado en 2003 pensó al trabajo como una vía de recuperación de la dignidad para los desposeídos. Expansión del empleo y paritarias fueron las llaves precisas y, a la vez, el horizonte deseado. Detenido el ciclo, en la tormenta del mundo, la pobreza se hizo tópico de lo irresuelto. También, núcleo rutilante de una confrontación que es necesario deshojar. 

En una iglesia de Liniers, en los palacios vaticanos, en los palcos ruralistas y en los grandes medios se agitan hilos que provienen del mismo ovillo. Ovillo que es idea: es posible aunar la mayor riqueza –dada por la propiedad privada de ciertos recursos- con la asistencia caritativa a los más pobres. Campo y Cáritas. Soja y comedor popular. Para que ese enlace sea fructífero y económico debe prescindir de lo que es visto como poder coercitivo y expoliador: el Estado. Y también del enlace de la cuestión de la pobreza con los temas de la justicia y la igualdad. Pobres habrá siempre, para atenderlos está Cáritas. La limosna es la vía celeste para unos y la sobrevivencia menoscabada para otros. Contra ella es necesario volver a situar la defensa de lo público, el engarce de la cuestión social con otros modos de la justicia y la apuesta no a la victimización de lo popular sino a su recreación política. 

¿La justicia pendiente del presente no está ligada a la justicia respecto de un pasado criminal? ¿No está la deuda social impaga vinculada a una renovada reflexión sobre las condiciones de una redistribución del ingreso que afecte no sólo a los trabajadores en blanco? ¿Es posible encarar medidas imprescindibles, como un plan orientado a la resolución de las necesidades alimentarias de la población, que tenga alcance nacional y solidez nutricional, sin herramientas impositivas y recaudatorias? Sin retenciones hay limosna. Con retenciones: debate público y politización. 

Decir eso suena a mala palabra: ¡quiénes son los extraviados que en el contexto de un ataque masivo a la política reclaman mayor politización! Nosotros: en la intersección, ya lo decimos, de Defensa e Independencia. En otras esquinas priman otros tonos: la indignación y la sospecha. El hombre típico de Corrientes y Esmeralda es hoy alguien que sospecha. Alguien que ve, tras los discursos y los valores de la política, una razón oscura que sería su verdadero sentido. Una razón material, crematística, que funcionaría como hilo explicativo de toda conducta pública. ¡Quién les paga!, es el grito de guerra en una Argentina con una larga devastación de las conductas políticas. Contemporáneo a ese sentimiento está el de la indignación, el ademán del usuario enojado, del ciudadano reclamante, del movilero agitado en persecuciones varias, del periodista de piso que

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frunce el ceño. ¡Hasta cuándo!, resuena como eco. Entre la sospecha y la indignación se sumerge la vida política del país. Quizás el ejemplo más claro de esto es la mutación de la condición del lector en gritón de los diarios digitales: ya no es el que acude a un encuentro con lo desconocido -que le exige no poca disposición amorosa para comprender- sino el que lee como excusa para el rezongo o la suspicacia insidiosa. Es el rumor mismo, la pasión arraigada en los subsuelos de los modos de vida que agrieta los cimientos mismos de lo público. Alimentados por una larga historia de desalientos y exacciones. Recreados como fábula moral en las usinas mediáticas. La nueva derecha vive en esos relatos y hace de ellos santo y seña. 

Hoy esos ríos profundos de la vida contemporánea minan las bases de la gobernabilidad. Lo hacen ahora con el gobierno nacional. Lo harán luego contra otras representaciones. Lo que en su momento llamamos destituyente es eso: una articulación y un impulso, una organización de sentimientos difusos para dirigirlos, sin pausa y sin errancia, contra un objetivo determinado. Por eso los jefes de ese movimiento no son hombres de la política, aunque ellos pretendan usufructuar sus resultados inmediatos. En el fondo se intuyen las futuras víctimas si no logran pactar con ese sordo rumor. Nadie es creíble, nadie está firme. Parecen a salvo aquellos que se escudan en el reconocimiento directo de las razones mercantiles: los que declaman sus historias empresarias, los que piensan la política como un momento más de la expansión de los negocios. Bajo sospecha quedan aquellos que intentan recurrir a los discursos ideológicos o a las tradiciones políticas. Los que confiesan se convierten en testigos protegidos del juicio al entero sistema partidario.

¿Puede reconstituirse lo público en un tembladeral animado por esas fuerzas sentimentales y anímicas? ¿Puede reconstituirse lo público amenazado por la sensibilidad del miedo, la sospecha y la indignación? ¿Qué política podrá sustraerse de esa atmósfera en la que se reclama el reino desembozado de los intereses privados, porque finalmente serían los únicos sinceros? 

Una elección parlamentaria ha transcurrido hace algunas semanas. Los resultados fueron adversos para el proyecto que desde estas cartas acompañamos. En cierto sentido, las advertencias que recorrían los escritos anteriores fueron confirmadas: crecieron electoralmente los adalides de la restauración conservadora, fueron ungidos los que debaten en sus gabinetes cerrados si apurar el paso hasta la caída o dejar llegar las cosas –el gobierno exánime- hasta el 2011. El triunfo de Unión Pro en la provincia de Buenos Aires, con un candidato que exhibe como méritos una caudalosa fortuna y destrezas televisivas, pone en evidencia la articulación política de los rasgos profundos de la época: el llamado a la desnuda presencia de las razones mercantiles como latir vital de la actividad pública y la mediatización de la política, convertida en mero apéndice de ficciones publicitarias que toman inspiraciones épicas –en una época que sin embargo pretenden disciplinada por las grandes fuerzas corporativas económicas- y se basan en idealizaciones de la vida popular –cuando estamos en un tiempo en que lo popular resiste dificultosamente la segmentación brutal de las experiencias colectivas-. Esos rasgos no los inventó la derecha. A lo sumo, sus políticos y publicistas son los que más descarnadamente, sin culpa y sin velos, los incorporan y expanden y por ello pueden recibir los mejores dividendos. Los que se mueven como peces en el agua en la sociedad del espectáculo.

La elección de junio hizo visible la debilidad en la construcción de otra escena para la política. De una escena en la que las fuerzas provengan de la militancia popular y no de las mediciones de rating, en la que los candidatos y funcionarios se elijan menos por la opinión pública y más por sus compromisos persistentes, en la que los diálogos tengan menos de representación de roles que de apertura a problemas, en la que el voto se dirima por la defensa de las condiciones reales de vida y no por la presión de los conjurados mediáticos. ¿No serían éstos menos eficaces en su

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monserga destituyente si estuvieran menos impagas las deudas sociales? Al gobierno lo atacan los jefes agromediáticos por sus aciertos y no por sus errores. Pero en las urnas perdió también por sus traspiés, sus titubeos, sus debilidades. En manos de un electorado que parece más tomado por el desánimo o la apatía que por el entusiasta abrazo a las consignas de derecha.

La restauración conservadora está en curso y en ella se unifican poderes corporativos –el empresariado nucleado en AEA, la airada mesa de enlace, el bloque mediático y algunos políticos-. Sin embargo no puede pavonearse de legitimidad por el resultado electoral. Porque no está mellada la capacidad gubernamental y porque en los cuartos oscuros también fueron ungidas representaciones parlamentarias que arrojan a la escena problemas necesarios de ser tratados en pos de una sociedad más equitativa y justa. 

Si el proceso abierto en el 2003 estuviera cerrado, si sólo quedase la organización de una retirada ordenada, el gesto de la crítica sería intento de autoexclusión de la derrota. Una precaria salvación. Por el contrario, si hay que mencionar errores es en función de otra hipótesis: la de que hay un núcleo de valores fundamentales de este proceso que es necesario no sólo defender sino expandir en los próximos dos años. Y que se defienden y se expanden si hay capacidad de reinventar a la vez políticas de gobierno y de impulso de las autónomas voluntades militantes. Si hay capacidad de pensar como interlocutores no a las corporaciones con sus poderes de veto y sus agitadas amenazas sino a los argentinos de a pie: a esos que tienen el poder de su reunión, su fuerza y su voluntad.

Las urnas hablaron, pero su mensaje no tiene por qué ser aquel que los personeros de la destitución creen escuchar. Al contrario, muchos leyeron en ellas el llamado a un activismo renovado, capaz de procurar ámbitos de encuentro, creación de ideas en común, imaginativas defensas de lo público. En algunos lugares el nombre de Carta abierta bautizó esas experiencias que cavan el presente no sólo para atrincherarse en la prioritaria defensa de un gobierno legítimo sino también para encontrar los destellos de una política renacida. En muchas ciudades los hombres se reúnen en Defensa e Independencia. Quizás porque esa esquina siempre esté en el núcleo más íntimo de nuestras búsquedas.

No venimos aquí, al púlpito de la esquina, a presentar la cartilla para la reconstrucción de una militancia popular. Por el contrario: venimos a decir que estamos perplejos y asombrados. Que a la vez que hay indicios de la posibilidad cierta de una catástrofe conservadora hay un énfasis del gobierno en no retroceder en sus decisiones fundamentales y los hay también de una múltiple voluntad colectiva. Podríamos decir: falta la construcción. Nos privamos de hacerlo, para que quede el vacío ruidoso de aquello que no sabemos ni qué sería ni cómo se hace. Apenas intuimos, y que valga como susurro, que mucho de pasión por el presente, de donación a los entusiasmos de lo que viene y de renuncia a las rigideces del pasado, serán actitudes necesarias. 

¿Estamos pidiendo más a un gobierno cuya existencia está, sin dudas, amenazada? ¿Estamos concurriendo a la conjura de las exigencias que pueden alterar la vida institucional? ¿Es tiempo de solicitar, una vez más, profundización de los cambios, o sólo se trata de apegarnos a los hechos, a un realismo de la continuidad, para evitar lo peor: la desestabilización, el ascenso brusco de las derechas, el triunfo de las más radicales presiones corporativas, el escenario hondureño? El gobierno está sitiado. Por una confluencia que quizás nadie pueda detener. En el sitio conjuga gestos defensivos, audacias inesperadas y perseverantes compromisos. Entre estos últimos, la actitud de condena frente al golpe en Honduras ante la indiferencia de muchos e incluso la crítica obtusa ante la decisión de la Presidenta de ir al lugar de los hechos para dejar claro que la recuperación democrática en ese país no sólo reclama la acción de las cancillerías o de las

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instancias diplomáticas internacionales. Honduras nos atañe. Habla de nosotros. Como Argentina habla de Bolivia. Y Bolivia de Venezuela. Y Venezuela de Ecuador. Destinos cruzados y necesidades mutuas en un contexto signado por la expansión de la presencia estadounidense en Colombia de un modo que remeda, amenazante, las viejas prácticas imperiales. 

En cuanto a la actitud que el gobierno de Cristina Fernández debiera tener en esta situación amenazada, algunos prescriben concesiones ante grupos de presión; otros la defensa de las políticas económicas sostenidas. Si solicitamos más, es porque consideramos que esa defensa sólo puede desplegarse sobre la constitución de un horizonte político, sobre el hallazgo colectivo de un proyecto que exceda y desborde la actualidad, sobre el sueño común de reinvención de lo público. Sin esa dimensión utópica, sin esa perspectiva que reinscriba los hechos cotidianos en un relato que los excede y potencia, no hay renovación de las posibilidades gubernamentales pero tampoco de las políticas populares. La idea de cambio fue, publicitariamente, capturada por las derechas mientras el gobierno hizo campañas de reivindicación de lo hecho. Pero la política no es el cierre sobre el presente, salvo que se resigne a devenir administración de lo dado. Es desde las fuerzas que efectivamente han transformado mucho en este país y en estos años, desde las fuerzas que han puesto en discusión razones profundas de la transformación social, que se debe recuperar la invocación al cambio. El llamado a la construcción de una sociedad emancipada de sus grilletes y reparadora de sus injusticias.

Se hizo, es cierto. Defendemos lo hecho. Pero lo que pende es fundamental: la reposición de las instituciones estatales en las condiciones de producción contemporáneas, el planteo de un sistema impositivo que tenga un carácter progresivo o desplegar nuevas regulaciones al capital financiero, son algunas. Otras ya las hemos mencionado. Insistimos: no como gestores de un balance de una empresa en quiebra. Sino como trabajadores de su recuperación. La nación está en juego. Y las vísperas del bicentenario podrían ser ocasión de una apuesta imaginativa que desborde los fastos conmemorativos y los rituales previsibles. De una apuesta que incluya los temas postergados de la emancipación, como la relación entre la nación y las comunidades culturales y étnicas que la precedieron. La reivindicación de los pueblos originarios presupone una profunda invitación a poner en cuestión los fundamentos culturales que nos cobijan, no para abandonar los que nos son comunes sino para que nos sean comunes los que surjan de nuevas revisiones históricas.

La idea de que es necesario reabrir las posibilidades de la historia, no puede escindirse de la emergencia renovada de organizaciones populares. ¿A quién le habla el gobierno cuando habla?, es una pregunta que si notoriamente está vinculada con los estilos comunicacionales dice también sobre cuestiones estratégicas. Porque a la escena de las presiones de las corporaciones patronales sólo se la combate con una escena de escucha y conversación con los partidos políticos populares y con los movimientos sociales. Y a la escena de los titiriteros mediáticos se la confronta no sólo con medios públicos -que son necesarios-, no sólo con la democratización que supone una ley de servicios audiovisuales -que es urgente e imprescindible-, sino también con una escena política autonomizada de la lógica mediática. Incluso, la que ocurra en los esfuerzos últimos que realicemos para que nuestra propia conciencia vuelva a albergar la noción básica de autonomía crítica, ética de convicción y templadas responsabilidades para reconstruir un sentido de verdad ante las derechas que en el vaciadero de los conceptos, se revisten con los viejos temas de las izquierdas. No es que las ideologías hayan desaparecido, sino que se las modula como una más de las mercancías que se le ofrecen al consumidor. 

Alguna vez dijimos que a las acciones de este gobierno, incluso a algunas de las más relevantes, les faltaba lo previo: una cierta elaboración en la cual se inscribieran con la fuerza

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necesaria, pero también su enhebramiento con un entramado de voluntades y activismo, capaz de proponer temas, de situar problemas, de hacer y defender políticas. No se trata sólo del horizonte político futuro. Incluso la institucionalidad gubernamental requiere, para sustentarse sin graves cesiones a los poderes corporativos -que encuentran hoy en el empresariado más concentrado un programa completo de transformación de la economía argentina- , de una revitalización de las organizaciones populares. 

Eso que falta es necesario para preservar los aspectos más profundos y relevantes de estos años. Para preservar y expandir la política de derechos humanos; la integración regional; los derechos laborales; decisiones soberanas respecto de los organismos financieros internacionales; instituciones de defensa alejadas de las doctrinas de la represión; la inversión de recursos en ciencia y técnica. Preservar y expandir es, también, ir más allá de una concepción economicista que sitúa al crecimiento como estrategia rectora última. La crisis mundial dejó interrumpido ese camino de expansión de la inversión, empleo y mercado interno. La idea de distribución de la riqueza vino asociada no sólo a un retintineo promisorio sino a la efectiva reactivación de la economía. La crisis afecta ese despliegue, que quizás tenía núcleos internos que lo volvían ciego ante ciertas situaciones de exclusión y desigualdad social.

El debate sobre las asignaciones familiares a trabajadores informales o a desocupados, la idea de ingreso universal de ciudadanía, los planes diferenciados para atender situaciones de pobreza, fue postergado en función de una perspectiva economicista. La ausencia de políticas reparatorias que atenuaran las desigualdades dentro del interior del mundo laboral, aligeró como palabras al viento aquellas que nombraban las efectivas medidas de justicia existentes. ¿No tuvieron relación los resultados electorales con esa ausencia? Porque no hay metáfora más errónea que la de traición, que supone a los votantes como seres arrastrados a una decisión cuyo sentido ignoran. Hay, en todo caso, un disgusto, una necesidad, una crítica, que benefició, especialmente, a los dirigentes surgidos de las falanges restauradoras y los gabinetes fantochescos que inventan políticos por encargo. Lamentamos esa decisión emanada de las urnas. Pero no serán las explicaciones consoladoras las que permitan revertirla.

La reversión es posible, pero requiere un modo novedoso de tratar lo público. De volver a considerar lo público. Está en juego eso en la política nacional pero también en la ciudad de Buenos Aires, en esta ciudad con sus plazas en las que se leen estas cartas, con sus edificios sanitarios amenazados por operaciones inmobiliarias, con sus parapoliciales que desalojan espacios comunitarios, con sus jefes de policía que surgen de las más tenebrosas historias de encubrimientos y exacciones. Medidas que pretenden hacer campo raso de lo heterogéneo y de la ciudad laboratorio de la nueva derecha. Nuestra calle, aquí, es Resistencia. 

El jefe de gobierno de esta ciudad es un empresario. Como tal parece menos enjuiciable que los hombres de la política. Ante el banquillo del juicio que la sociedad mediática encara, se lo presume inocente. Quizás no del todo, pero sí más que aquellos que hablan más de política que de negocios. Por eso, puede reírse de las combinaciones entre tintorerías y prostíbulos en los barrios pobres de la ciudad. Ha ordenado desalojar huertas y expulsar hombres y mujeres sin techo. Ha burlado a los docentes y a los trabajadores de la salud. Ha imaginado desalojar los antiguos neurosiquiátricos, menos por un libertarismo antimanicomial que por la valorización de los terrenos. Ha nombrado un jefe de policía en cuyo nombre se anuncia la acentuación de estrategias represivas y de funcionamientos corruptos. Perdiendo votos, sin embargo ha ganado las elecciones. Quizás porque en figuras así se condensan las fuerzas anímicas del miedo, la sospecha y la indignación.

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No es un problema de los porteños. En Nueva York le pagan a los desocupados un pasaje de ida para privar de su miseria a la ciudad. Pero esta es nuestra ciudad: en ella debemos disputar cada esquina, cada barrio, cada discurso y cada idea. Contra esa articulación reaccionaria, es necesario situar una agenda de recuperación de lo público: del espacio, de las conversaciones, de las políticas, de las instituciones, de los recursos naturales, de las facultades humanas. El mercado, sabemos, es capaz de apropiarse y gestionar todo eso, bajo la lógica de la ganancia y el rendimiento comercial. Y hay políticas estatales que se subordinan a la obediencia de esa lógica. Incluso, algunas políticas nacionales, como la que regula la minería, en la que prima la explotación inmediata antes que el resguardo de los derechos comunitarios. Recuperar lo público es poner en cuestión esos criterios, situarlos en el marco de una discusión que no debe aceptar para sí los límites de lo ya dado, sino que debe constituir el horizonte utópico y realizable de lo porvenir. 

Hay mucho que preservar y hay mucho por hacer. Aunque minado por la sospecha y la indignación existe un terreno en el que eso se dirime: la política. Las diversas tradiciones ideológicas que han puesto el acento en lo popular y sus potencias tienen ante sí un desafío mayúsculo: el de considerar su confluencia sin exclusiones, su situación sin mezquindades y el futuro con inédita imaginación.

Aquí en esta esquina somos una suerte de conjurados. En defensa de un conjunto de políticas desplegadas desde el 2003 y del derecho del gobierno a perseverar en ese camino y con la independencia de criterio que nos dan nuestras propias experiencias, valores, ideas. Nuestro llamado al coraje colectivo contra el operativo derrumbe no resuena en el eco de los espacios vacíos. Al contrario, rebota en los cuerpos, se ahínca en los sueños, se intercambia en la reflexión común. Por eso creemos que no se puede hablar de derrota ni de victoria ni nos está dado el tono de la certeza. Sí saber que lo que sucede nos atañe. Y por eso no nos escandaliza.

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CARTA ABIERTA Nº 7

Declaración de la Pirámide de Mayo - Los dos años próximos: una eternidad metida en el pliegue diario de la historia.

El tiempo que viene

El tiempo no es una abstracción sin contornos. Imperioso, es una cuchilla que nos clava fatalmente al presente. No es posible omitir la realidad coyuntural. Juraron los nuevos diputados, estremecen los robos que desembocan en asesinatos, la prensa arrecia en sus campañas, los movimientos entre las fuerzas enfrentadas no cesan.

Ante los micrófonos y en la calle se alzan voces de degüello. El gobierno rechaza las presiones y la ingerencia en la vida política nacional de un alto funcionario del Departamento de Estado norteamericano. Un nostálgico del orden dictatorial es nombrado ministro de educación de la Ciudad de Buenos Aires. Los sectores conservadores, que venían largamente agitados de antemano, han conseguido sonar verosímiles al acusar al gobierno nacional de provocar la agitación. Franjas considerables del viejo pensamiento progresista aceptan el dictamen y entregan a las derechas un inusual protagonismo. ¿Pero no hemos hablado ya de todo esto? Sí, porque en los tramos más inmediatos y condensados de la historia se presentan las tensiones del gran tiempo que se habita, las premuras, las urgencias que no dejan de conmovernos. 

Pero sólo es posible iluminarla si nos sustraemos de lo más evidente de esa temporalidad. Si nos tomamos un tiempo capaz de vivirse en su maceración pasada, en la vivencia de lo heredado, pero también con una imaginación dispuesta al futuro. Hacer propio el tiempo es tan necesario como hacer aquello que ya hicimos, y en esta Carta insistimos: hacer ejercicio vivo de la palabra, juego activo con la lengua, afectuoso encuentro con sus potencias. Este ciclo que vivimos necesita replantear y fortalecer la línea persistente, pero quebradiza, de la autonomía social y popular. Se trata de hablar distinto del hablar de los medios de comunicación masivos. Distingamos nuestras urgencias de las suyas; pensemos nuestros proyectos sin sus ataduras. La coyuntura nos merece como mujeres y hombres no sometidos a sus coacciones evidentes. La crítica a los medios de comunicación es la necesaria crítica a la razón de la época y sus enseñanzas son materias reconstructivas de la comunicación tecnológica y humana. Sin ahondar en su poderosa significación, en su capacidad para crear sentido común y articular los lenguajes de las derechas contemporáneas resultará muy difícil dar la batalla cultural indispensable, esa que nos permita disputar los relatos de la patria.

Se dirá que pedimos grandes encuadres históricos cuando es preciso vivir en el fervor de una coyuntura. Alertar precisamente sobre la necesidad de una mirada que abarque un ciclo mayor de tiempo es el motivo de esta Carta. Estamos ante dos años que condensan tramos de tiempo muy vastos, en los que se jugarán para el pueblo argentino los horizontes mayores de justicia, democracia y economía pública distributiva.  No nos sometemos, entonces, al dictado de la inmediatez ni a la ilusión de un plan autosuficiente, pero sí reclamamos un horizonte más amplio. Hablemos pues del tiempo por venir. Contemplar más secuencias exige interpretar el momento que vivimos con más riqueza conceptual. Una épica social debe salir de este juego entre la estructura del presente y sus puntos de condensación más dramáticos;  una épica social que trabaje para un vuelco consistente de la situación, porque peligra una experiencia sustantiva en la vida política de los argentinos. Su fin puede sobrevenir, amasado por fuerzas que, expertas ya en la construcción de seductores climas de apariencia diáfana, han logrado capturar los imaginarios

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de un amplio sector social, allí donde no se han movilizado recursos simbólico-culturales capaces de dar cuenta del presente, aglutinar la voluntad colectiva y dar para esa voluntad colectiva una épica. ¿Cuáles serían esos trazos épicos en una sociedad desmenuzada por lógicas de acumulación y consumo que sustraen las vidas de lo público? Los sectores medios urbanos que en otros momentos cultivaron la modernización cultural y política, hoy se dejan entusiasmar por el barniz eficientista de las derechas, cuando esa tintura enmascara el huevo de la serpiente: el anudamiento de la retórica securitista, la sensibilidad del caceroleo y la defensa del terrorismo de Estado. Es necesario desarmar estos complejos acertijos, porque los dos años próximos serán una eternidad metida en el pliegue diario de la historia.

Con esa perspectiva, no decimos nada nuevo si advertimos que, sin tener asumida la dimensión latinoamericana, las acciones políticas nacionales se ven menguadas en su potencia y su horizonte. Las situaciones y las experiencias en las naciones de nuestra región son disímiles y requieren ser tomadas en relación al mundo histórico del que surgen, sin anteponer estereotipos de cofradía frente a las realidades singulares. Los recientes pronunciamientos electorales en Uruguay y Bolivia reafirman la persistencia del proceso histórico abierto con el inicio del nuevo siglo para los pueblos del continente, al tiempo que se inscriben en lo profundo de sus tradiciones populares y libertarias. Alentadoras situaciones reparatorias entran en pugna con diversas formas de restauración conservadora. En cada uno de nuestros países se juega hoy el destino de la región toda (Chile es un ejemplo elocuente), y el conjunto entero es puesto en riesgo cuando uno de sus eslabones se rompe. La cruda realidad del procedimiento golpista en Honduras obliga a nuevas modulaciones tan firmes como preocupadas que sepan, por un lado, desnudar las complicidades de los poderosos de siempre y, por el otro, desarmar las retóricas que esgrimiendo supuestas virtudes republicanas vienen a horadar a los gobiernos democráticos acusándolos (si han elegido proyectos de transformación) de ser responsables de un vaciamiento de esas mismas instituciones, como lo preanuncian los sordos y alarmantes ruidos destituyentes que suenan en Paraguay. Nuestro tiempo y nuestro porvenir merecen la profundización de la integración latinoamericana y la alertada denuncia de las políticas imperialistas.

En la sal inmediata de los acontecimientos argentinos percibimos recrudecer las acciones de un vasto bloque político que actúa para debilitar el mandato presidencial y dar por agotado un ciclo para que llegue mortecino al 2011. No nos resignamos a que un conjunto de críticas al gobierno –a las que en ciertos casos no restamos validez–, sean el pretexto para entronizar mediocres derechismos, con sus exaltadas patronales, sus monaguillos pretendidamente republicanos y sus tribunos jacobinos que hablan por izquierda para zambullirse sin disgusto en la correntada neoconservadora. 

Pero no apresuremos los trazos. Muchos son los conflictos que agitan las calles de la política argentina, y verlos bajo un único régimen de significación se parece a no verlos. Algunos provienen de una extendida conflictividad social, otros de una situación inédita de polarización política, y otros expresan los temblores de una sociedad que engarza sus temores con una interpretación provista por las maquinarias mediáticas. Esto es, no debemos poner en las mismas columnas las disputas por recursos encaradas por los movimientos sociales, las acciones parlamentarias de los dirigentes opositores, las movilizaciones urbanas bajo las banderas de la seguridad. No debemos hacerlo nosotros cuando son muchos los que procuran incluirlos en una misma narración que, enlazando esas vetas heterogéneas, las haga confluir como única fuerza de demolición. No es así. Constituir otra explicitación que haga momentáneo el acuerdo parlamentario de heterogéneos grupos es necesario, así como actuar sensiblemente en dirección a las izquierdas y los progresismos sociales y políticos es ineludible para el recorrido político que

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defendemos, tanto como hacerlo con nuevas ideas y vocabularios. Del mismo modo, esas fuerzas están exigidas de una responsabilidad mayúscula: la de evitar su confluencia –sean cuales fueran las razones o las coartadas- con las acciones de la oposición que buscan hacer girar en un sentido regresivo el tiempo de la historia.

Las necesarias argumentaciones no se constituyen en el interior de un palacio, ni siquiera en la amistad que nos reúne en un colectivo político. Requiere entramarse con los hilos diversos de la movilización social, con las palabras recreadas de los distintos grupos, con las demandas antiguas y nuevas de una sociedad dañada. Una narrativa entonces debe ser consecuencia de una novedosa estrategia de composición y de una voluntad crítica capaz de desmenuzar la actualidad y, dentro de la actualidad, los problemas que ponen en juego las nuevas derechas, pero también los que arrastran los movimientos populares y las fuerzas gubernamentales.

Esta narración debe poder decir los nombres adecuados para hechos efectivamente acaecidos. No tiene derecho a obviar las palabras necesarias y tiene la obligación de proveer las que faltan para que no sean sugeridas por el equívoco, la mala fe o la ignorancia. Algunas medidas gubernamentales muchas veces se presentan despojadas del marco interpretativo que dé cuenta de su real importancia. Porque esa interpretación reclama una discusión sobre qué significan la idea de desarrollo, las formas contemporáneas del trabajo y la situación del Estado. ¿Qué son hoy las instituciones estatales? ¿Cuál es su capacidad de incidencia y realización de políticas para todo el territorio nacional? ¿Cuánto arrastran de modos burocráticos, cuando no de confrontaciones mezquinas por recursos escasos en las que la alusión a lo público es más una mascarada que una efectiva apuesta a su reconstitución? ¿Se han desprendido esas instituciones de lo que una profunda reconversión neoliberal instauró en ellas o  adormecen sus contornos más nítidos bajo otra lengua ideológica? Cada una de las instituciones estatales puede verse como un terreno minado de conflictos entre lógicas distintas, y una de las deudas del momento es poder diferenciarlas para apostar a la expansión de sus núcleos más renovados. Las economías contemporáneas tienen vastas zonas de ilegalidad que permean, con sus lógicas de acumulación y de reparto, algunas instituciones. No estamos hablando de resonantes actos venales, sino de un funcionamiento que atraviesa la vida social y exige renovadas consideraciones éticas y políticas. Un Estado renovado debe surgir de estas críticas para hacer más creativos sus recursos y las posibilidades expresivas de sus propios trabajadores.  

Del mismo modo, la movilización social no puede considerarse sin situarla, en cada momento, bajo las preguntas de su condición y legitimidad. No para menoscabarla en nombre de una empresa ordenancista, sino para considerarla en sus ambigüedades y contradicciones. La vida democrática alberga entre sus pliegues más vitales las expresiones públicas y las luchas por derechos. La experiencia gubernamental en curso supo poner como enunciado central la renuencia a la represión. Lo sostuvo, sustrayéndose con valentía a la airada vociferación del orden. Esto no impide reconocer que los conflictos laborales, las representaciones sindicales, los movimientos sociales, configuran un mapa de reclamos por la justicia tanto como –paradójicamente- una superficie de disputa que a menudo se ve atravesada por el desdén hacia lo público en función de intereses privados o sectoriales. Nuestro país tiene profundas reservas democráticas, las tiene en su idea del conflicto, en los usos de las calles, en su sistema educativo. Y ninguna de esas prácticas está eximida del riesgo de caer en alguna forma de cooperación involuntaria con la destrucción de la vida colectiva. 

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Un Bicentenario con compromiso social

Sigamos revisando lo que acucia. Cuestiones como la de la seguridad exigen un trato capaz de abrevar en las fuentes profundas de la democracia argentina, no para negarlas en tanto problema sino, por el contrario, para sustraerlas de la gritonería linchadora. La vida en las grandes metrópolis mundiales registra la dificultad de resolver los abismos en los que caen porciones enormes de poblaciones desplazadas. Actos de violencia irracional son llevados a cabo al servicio de una economía ilegal que a veces involucra tramos oscuros del mismo Estado. Existen distintos estratos de culpabilidad para tratar esto, lo que no excluye la interpretación exacta del momento culpable en que alguien dispara un arma homicida. Es para bien del conjunto que hay necesidad de mantener una sociedad abierta, sin concesiones a las formas medievales de vindicta. Leer con perspectiva crítica una escena urbana atravesada por complejas formas de anomia y de violencia no puede hacernos soslayar la significación que estos dramas de lo cotidiano tienen en el interior de las conciencias públicas y privadas.  El dolor que vuelve fundamental al tema, exige apartarlo de los argumentos premoldeados de vendetta disfrazada de nuevos ordenamientos socialmente regresivos. Son las derechas a cielo abierto las que se solazan cada vez que una voz humilde grita su desgarramiento. Argumentos que ni siquiera deben tener forma argumental: les basta con golpes comando de sensiblería y gimoteo, no el auténtico dolor de las víctimas sino el inducido por el gabinete de asesores en el marketing lagrimeante. El progresismo no ha sabido tratar estas cuestiones. Ni el problema del Estado, ni las características de las luchas, menos aún la violencia de las sociedades contemporáneas. Esa incapacidad abona la causa de aquellos que creen resolver los dramas reales con el grito de orden. No olvidar de qué modo la travesía del miedo suele concluir en el sumidero del autoritarismo y la represión socialmente aceptados no es menos imperioso que advertir la importancia de las operaciones de construcción del miedo cuando de agudizar la sensación de fragmentación en la vida cotidiana se trata. Si no se resuelve la sensación de miedo, la vida política no encuentra cuerpos suficientes para encarnarse y desplegarse en toda su magnitud.

Es necesario responder con imaginación específica y trazar razonamientos de largo plazo, en estos asuntos y en todos los que inquietan y demandan soluciones concretas, sean muy visibles o no. También configurar un mapa de encuentros y alianzas que procuren la preservación de las mejores políticas desplegadas en estos años. Se requieren, por ejemplo, observaciones más agudas sobre el movimiento social y las orientaciones democráticas que se mueven en el ámbito de las representaciones laborales, y en esa dirección, son bienvenidas las medidas cautelosas pero progresistas en relación a los trabajadores del subterráneo. Esto en lo inmediato, en lo que llamamos la cuchilla del presente, pero todo punto complejo del presente irradia hacia adelante. Creemos en una Argentina con esferas y agremiaciones sindicales en las que, a la vez que resuene la voz del tradicional movimiento obrero, también los nuevos movimientos puedan esbozar sus primicias, actuando con la lucidez que requiere un país sometido al ataque de fuerzas reaccionarias bien conocidas. 

No hay hilos conductores pensados de antemano que puedan conducir los hechos a su puro arbitrio. Pero un sentido general de los hechos políticos puede y debe ser enunciado por parte de un arte de gobierno. Se vuelve imprescindible desplegar los trazos que vayan diseñando un proyecto capaz de irradiar convicción y entusiasmo, figuras sin las cuales la política queda huérfana de actores y prácticas fundamentales para realizar toda voluntad transformadora. Romper el hechizo neoliberal de los noventa implica regresar creativamente sobre una idea de  política que sea portadora de una amalgama de sueños utópicos y de proyectos históricamente realizables. Es necesario recorrer el Bicentenario y el año 2011 munidos de una nueva

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imaginación pública, democrática y movilizadora. Lo solemos denominar un proyecto y más modestamente un plan, un tejido de previsiones. ¿Se le puede imponer a la historia una retícula cargada a priori? Sabemos que no. Pero una previsión general sobre el devenir puede y debe ser explicitada. Convoquemos nuevos pensamientos para hacer leyes sociales, reformemos la educación para elevar su nivel teórico y social, y para que el justo afán de sus luchas gremiales no descuide una convivencia productiva con la preservación de la escuela pública como sujeto social atesorado en la memoria democrática argentina. 

La realidad de la escuela pública habla, con la gravedad de un alerta, sobre el destino completo del país. Su fundación estuvo entre los logros más relevantes de una política laica y republicana que funciona como la imagen invertida de lo que llaman republicanismo las derechas contemporáneas. La actualidad de la educación pública exige una transformación profunda, capaz de retomar su sentido democrático. En la década del noventa, bajo la idea de reforma se hizo trizas el sistema educativo. No sólo por una cuestión de escuálidos presupuestos, también porque se dejó cada región y cada escuela a su suerte, y el Estado nacional se privó de la facultad de intervenir en programas, en regulaciones y en la formación docente. Porque no fue sólo un problema económico, es que los dramas de la educación pública actual no se resuelven con la bienvenida expansión presupuestaria. Son problemas no tan sólo de calidad, sino de sentido, de formación y de derechos. Porque una escuela pública disminuida es un mecanismo de profundización de las diferencias sociales, como lo prueba el incesante crecimiento de la enseñanza privada. Lejos de la escuela igualadora, estamos ante el abismo de instituciones que en muchos casos acentúan la polarización social. 

No decimos con esto que haya vacancias de medidas sociales destinadas a disminuir esa polaridad. Las hay y de profundo alcance. Las hay que portan una innovación profunda como son la universalización de la asignación por hijo y el programa de ingreso social con trabajo. Porque si la primera parte de reconocer el derecho de los niños más allá de la situación del empleo; la segunda sitúa un hito en las apuestas a las capacidades organizativas de los sectores populares y profundiza un vínculo virtuoso entre la vida popular y las instituciones estatales. 

La política es una apuesta sobre el tiempo que vivimos y el tiempo que adviene. No debe quedar encallada en la nostalgia de un pasado irreversiblemente ido ni en un posibilismo incapaz de escapar a su propia orfandad de futuro. Es así que son necesarias imaginativas movilizaciones en la ciudad y en la mente colectiva dispuesta a la aventura del pensar crítico. Un hito legal se ha instituido: la ley de servicios audiovisuales. Ahora, precisamos canales mediáticos de expresión renovada, poéticas comunicacionales y a la vez un nuevo rigor en la información que recree la objetividad pública de las noticias. Un país no puede vivir facciosamente todos los años de su historia, pues para atrás, no sabrá interpretar su linaje, y hacia delante, se deshace. 

La Pirámide

Modesto monumento republicano, la Pirámide de Mayo testimonia un recorrido, la necesidad de evaluarlo y el deseo de no postergar el anuncio concertado de nuevos proyectos. Los gobernantes deben hacerlo. La sociedad argentina también debe hacerlo sin ira y con pasión transformadora. El Bicentenario y el 2011 no deben transcurrir huecos de imaginación. Es preciso detener a las fuerzas conservadoras que se mancomunan para el batacazo. Podremos hacerlo con despliegues públicos de la economía justa y soberana, propuestas educativas que favorezcan la lucha por el conocimiento clásico, moderno, técnico y humanístico, con nuevos horizontes del pensamiento social, científico y tecnológico. Todos podemos presentar nuestros enunciados.

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Invitamos a hacerlo y este es el momento. Lo decimos frente a la Pirámide, con ánimo fundador que se sabe deudor de lo mejor de su pasado, obelisco sugerente de la presencia conductora del pueblo histórico y del pueblo que busca respuestas inmediatas. Somos parte de ambos pueblos. 

¿A quién le hablamos? A las conciencias desprovistas de gratuitos ensañamientos. A las conciencias provistas de la tolerancia necesaria para evaluar aciertos y deficiencias. Por suerte son mayoritarias esas conciencias. Pero es preciso pronunciar las palabras adecuadas para abrir sus corazones. ¿Estamos seguros de poder hablar? Frente a la Pirámide es necesario decir: hablar reclama del ejercicio de múltiples direcciones de discurso y acción. Pero no se trata de la comunión de todos los santos. La Pirámide deberá decirle no a las abstracciones publicitarias euforizantes que se presentan como plan de gobierno, lo mismo da un Lacalle, un Cobos, un Piñera o un De Narváez, o desarrollismos que se llaman productivos para no pronunciar –como Duhalde– el verdadero nombre de un giro a la derecha. Cualquier proyecto de transformación igualitario y democrático debe buscar sus enlaces con la anómala experiencia política abierta en el 2003. No son tolerables los retrocesos ni las menguas, como pretenden los adalides de la restauración. Pero la persistencia de los hechos más valorables no es concebible si muchos de los que dependen de su destino no son conmovidos por la revelación de ese enlace. No para sumarse o aprobar a ciegas, sino para ser protagonistas directos en un pie de igualdad de una tarea común en una etapa nueva.

Habrá que bosquejar un tejido de previsiones, un proyecto sensible a las exigencias de la época, promovido a la manera de una gran convocatoria social. Ni el Bicentenario puede ser un conjunto autosatisfecho de celebraciones ni el 2011 pura reiteración de lo ya hecho. Perdura lo que cambia y cambia lo que sabe barajarse de nuevo. Se precisa una política que aglutine voluntades. Que provea un armazón de signos donde cobijar los hechos aislados, a veces necesariamente incompletos o atomizados, que caracterizan una sociedad argentina con convicciones astilladas. Es necesario admitir que las convicciones han sido suplantadas por cábalas, intrigas y maquinaciones, aunque ningún cenáculo de conspiradores pueda ser superior a la historia socialmente abierta. 

Sugestivo monolito, la Pirámide de Mayo tiene en su interior otra pirámide y en su exterior, la plaza que la rubrica con sus sonidos. ¿Qué escuchamos? ¿Qué intuimos? Que revistiendo una esperanza hay otra esperanza, como verdadera moral de los insistentes. Que el pueblo quiere saber de qué se trata en materias que van desde una seguridad ciudadana, que no surge de la voz de los trogloditas, a una política económica que lo tenga como protagonista, una economía con el universo de soberanías eficientes que el hilo conductor de nuestra historia siempre ha reclamado. Sin concesiones a las formas más cuestionables de la globalización. El sujeto popular, a la vez, debe ser definido como origen y destinatario de toda perseverancia y convenio político. No es una condición premasticada sino el hecho a investigar por las políticas de la hora y las intervenciones estatales. ¿Qué tipo de instituciones harían posible la participación y el protagonismo popular?, ¿qué tipo de actividad de escucha y de consideración haría posible la expansión de los derechos?

La Pirámide: lugar de una invocación o de un llamado. Le habla a los que procuran ahondar las medidas de justicia desde la centroizquierda, a los movimientos sociales, a los sindicatos en su reflexión madura sobre nuevas representaciones del trabajo, a las izquierdas que unan la pasión de un legado a las duras enseñanzas recibidas, a los liberales capaces de juzgar sin odios redundantes, al peronismo en su archipiélago incesante, buscando nuevas palabras orientadoras para sostener los cambios de época y una nueva época de cambios. ¿Y cómo se debe hablar? No

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hay otras fórmulas que la que proviene de haber escuchado a todas estas insignias y formaciones antiguas o recientes de la sociedad argentina. 

Escuchemos las voces. La economía justa reclama que las explotaciones de la naturaleza, las políticas extractivas y agropecuarias atiendan los reclamos de los movimientos que cuidan la casa común del hombre. Se deben presentar los pliegos perseverantes que privilegian la emancipación y decir de qué modo en los años venideros se deberán realizar y promover esas economías de la tierra sin ofensas al medio ambiente y sin arbitrariedades en la esfera de la custodia eficaz de los recursos que provee. No en nombre de un ecologismo globalizado que considera esas cuestiones con olvido de su horizonte de realización. Más bien, desde la perspectiva de las ideas que, surgidas de los socavones mineros, las organizaciones campesinas o los saberes de los pueblos indígenas, reclaman formas no destructivas del trato a la naturaleza. Una economía más justa  reclama también una revisión del sistema de transporte, que coloque al ferrocarril en su centro. Razones hay de todo tipo para hacerlo. Económicas, sociales, laborales, de integración regional. Dificultades también de todo tipo: las brutales concesiones y desguaces realizados en los noventa dejaron una escena catastrófica, pueblos abandonados, vías levantadas, estaciones cerradas, material vendido como chatarra. Y otro tanto cabe decir del hospital público y las políticas de atención primaria de la salud, aún no recuperados de la devastación sufrida en los 90 con el único propósito de convertir a la enfermedad en un negocio, manejado por mafias y grupos empresarios privados que siguen cobrando millonarios dividendos y víctimas.

Economía con autonomía creativa, decimos entonces. Aludimos a la revisión de lo que por momentos es sancionado como imposibilidad y al salto necesario sobre las vallas que restringen la redistribución de los ingresos. Uno de esos obstáculos continúa siendo el trabajo no registrado, fuente inagotable de inequidad y atropellos que afecta a poco menos de la mitad de la mano de obra ocupada. Tributos más progresivos y un sistema impositivo renovado son imprescindibles si el horizonte es el de la distribución de los recursos económicos hacia los más desposeídos. La reforma financiera lo es para orientar el flujo de los capitales a zonas de rentabilidad social y ampliación laboral. Nos espera un duro trabajo de demolición de los valores y las prácticas de la injusticia y de la desigualdad que se han vuelto parte de un sentido común naturalizado por los ideólogos del mercado y de su inexorabilidad incuestionable. Esfuerzos de la inteligencia y del compromiso que tramarían los hilos subterráneos de las casi desvanecidas memorias de la equidad y de la solidaridad.

Los nuevos facciosos han avanzado mucho. Se presentan en nombre del interés general. Han fabricado la figura de los gobernantes advenedizos, del falsario y del impostor para señalar a una experiencia política que, sin embargo, en una fisura inesperada de la historia, originó cambios a partir de 2003, los balbuceó de improviso, indudablemente con menguas y desperfectos pero abriendo un surco sin el cual seguiríamos encerrados en la pura lógica de lo testimonial. Y muchas veces los plasmó con oportuno sentido de la excepcionalidad que encarnaban. Una parte de la sociedad y el invisible esqueleto minoritario que anima los cánones de la conflagración general contra el gobierno, combate las aspiraciones generales a la transformación de la vida colectiva. Están más activos que nunca los destituyentes mientras a los constituyentes nos hacen aparecer como errantes en un desierto por apoyar a un gobierno democrático. La palabra corrupción, la palabra seguridad, están listas para provocar el escandalizado martillazo final. Son cuestiones graves, para las que hay desechar las soluciones inmediatistas de una derecha que asume aspiraciones militantes, y las de periódicos que dan como noticia buena el fruto de un activismo social que antes repudiaban y en el fondo siguen repudiando, pero que es motivo de festejo si permite la zancadilla y el escarnio que irá a mellar los ámbitos gobernativos. La política

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mundial está munida sin excepciones de recursos sigilosos y economías favorecidas por tratos excepcionales realizados en las penumbras, tema sobre el cual, en nuestro caso, hay que intervenir más enérgicamente y al mismo tiempo, señalar la diferencia entre hechos reales acontecidos y el modo en que se apodera de ellos el elenco estable de gacetilleros de la desestabilización. 

El lenguaje ha sido detonado por dentro. La Pirámide en su intencionada mudez no puede aceptarlo. No puede ser ella el sepulcro de la memoria del pueblo argentino y la pérdida de sus nociones orientadoras de progreso y crítica. No puede contemplar pasivamente el espectáculo de los que se frotan las manos cada vez que una porción popular se opone con masculladas injurias a las mismas medidas que objetivamente los favorecen. ¡Algo grave ha pasado! A la objetividad le falta subjetividad; a la intimidad le falta constitución pública efectiva. Una parte del país recibe con apatía lo que debía reanimarlo, y los que perciben su misión reanimadora cargan vacía, demasiadas veces, la mochila del largo plazo, del lenguaje material y efectivo de la promesa a ser cumplida. Precisamos ver nuevamente la política como promesa y proyecto. Y la precisamos ver todos, incluso quienes aún no sospechan que formarán parte del tendal de víctimas de los descabezadores y aplanadores que no se detendrán en un gobierno ni en un sector social –la historia argentina es pródiga en ejemplos–, a la hora de la cosecha y la revancha. 

La situación actual, tan compleja que es, sigue manteniendo sin embargo una apertura histórica. Es necesario saber que las operaciones de cierre de ciclo que pululan por doquier tienen a su favor el estado real de agrietamiento en la opinión general, sometida a operaciones de escepticismo, folletín moralizador y miedo. La cancelación de expectativas es un martilleo diario. ¿No lo escuchamos presentado de muchas maneras? Con gravedad, con inocencia, con taimadas denuncias ante los gobiernos extranjeros. En el colmo de la estulticia, son acusaciones permanentes que minan la creencia pública, pues lo importante es generar el cuadro mayor de incredulidad y el hartazgo. En nombre de la política procuran la despolitización general. El enredo argentino está elaborado con la estopa de la desesperanza y la incredulidad. Desde un pastoso anonimato, gritos tenebrosos dicen ¡basta! y al no declarar su autoría parecerían una voz popular extensa cuando sólo es la saña amplificada de los juramentados a favor del gran retroceso. 

Es necesario crear e imaginar nuevos lenguajes. La Pirámide es símbolo laico y profundo de un republicanismo democrático y social, no de un republicanismo que haga retroceder a la democracia. En ella, la idea de patria es una memoria que viene de la infancia y adquiere la gravedad de un mejor destino para todos. Puede entonces desprenderse de las visiones que finalmente la condenan a ser mera rememoración de los hechos bélicos fundantes. Liberada de ampulosas y gastadas atribuciones, puede también acoger a todos aquellos que hoy habitan el suelo argentino y muy especialmente a los contingentes migratorios que hacen realidad, en estas calles, este momento de nuestra América. Son, por eso, la de patria y la de república, ideas capaces de tramarse con formas políticas nuevas y en gran parte ajenas a las tradiciones que aquellas palabras connotan. La Pirámide fue un lenguaje nuevo con las madres de Plaza de Mayo y sigue siendo a la vez clásico. Es la forma geométrica y conmemorativa de los antiguos, viviente en las culturas milenarias de los pueblos americanos preexistentes y de los revolucionarios que inauguraron el siglo XIX sudamericano. Este lugar nos reclama hablar de otra forma de problemas antiguos y releer la historia para tratar problemas nuevos. Los nuevos lenguajes no deben ser innecesariamente complejos ni presentados como exhalación de preclaros individuos, sino descubrimientos a los que debemos abrir nuestra conciencia. Partes redimidas de todos los lenguajes anteriores deben habitar en él. Se trata de combatir la estridencia de voces necias con una soberanía de pensamiento de los más; se trata de la emancipación siempre dificultosa de

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nuestros propios costumbrismos para poder hacer justicia a los hechos con la narración que les correspondería. Por la necesidad imperiosa de recuperar lenguaje y memoria, por darle curso a sueños y poéticas emancipatorias, leemos esta carta en el corazón de una patria urgida y que nos reclama intensidad reflexiva, pasión del espíritu y compromiso con el pueblo al que pertenecemos.

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CARTA ABIERTA Nº 8

Indoamericano: legados y desafíos.

1) Desbordantes y conmovedoras, las jornadas de finales de octubre fueron de profunda congoja y de reafirmación militante, de reflexión y de energía galvanizada alrededor de un proyecto de transformación y emancipación de la patria. Días que quedarán registrados en la memoria popular como uno de esos momentos únicos en los que algo se sella. En la despedida y en el homenaje, en el fervor y el compromiso de miles y miles, se grabaron la palabra y el gesto inaugurador de nuevos horizontes de justicia y dignidad de Néstor Kirchner. Es a partir de la comprensión de lo abierto en mayo del 2003 que, teniendo como fondo la manifestación con la que una parte sustancial del pueblo argentino convirtió el dolor por la muerte de un protagonista central de la historia reciente en apoyo a su compañera y a la continuidad del proyecto nacional que ella lidera, que no podemos dejar de decir nuestra palabra, ante los tiempos graves y cargados de posibilidades que se manifiestan en estos días, en los que la convicción de avanzar hacia un país más justo es amenazada por las fuerzas de la destitución y de la regresión conservadora.

Por un lado, la polifónica voz de las multitudes entrando en la escena a anunciar su decisión de tomar en sus manos la vida política argentina, y por el otro los disparos. En la ruta 86 de Formosa, junto a las vías del Roca en Barracas, en las ocupaciones de predios del sur porteño, disparos, y en las calles y plazas y centros de reunión, la afirmación vital y desenfadada de un país a la medida de los sueños de quienes lo habitan y la voluntad de sostener y llevar adelante un rumbo. Contrapunto áspero y extraño, pero no imprevisible, cuyo sonido puntúa la singularidad del tramo histórico y las exigencias que esa singularidad plantea. Doloroso y esperanzado, abierto a lo inesperado y sometido a desafíos arduos de sobrellevar, el complejo y sorprendente momento histórico que estamos viviendo es efecto, ante todo, de una larga trama de necesidades populares y luchas por resolver esas necesidades, y ni la etapa iniciada en 2003 ni su persistente profundización desde entonces pueden entenderse sin asociarlas estrechamente a la lucidez con que fueron reconocidas necesidades y luchas y a la audacia con que se les buscaron soluciones.

2) No son tampoco ajenos a los modos en que fueron reconocidas las necesidades y se implementaron soluciones la marea de pasión política y toma de conciencia que anima a multitudes en el país. Incluida, entre aquello que cientos de miles de argentinos se comprometieron públicamente a defender, la hasta entonces inédita decisión de hacer del rechazo a la represión a protestas o reclamos políticos o sociales un principio básico e irrenunciable. Apuntando a horadar ese principio, el despliegue de brutalidad que se llevó las vidas de Mariano Ferreyra, Roberto López, Rosemary Churupaña, Bernardo Salgueiro y Juan Castañeda Quispe da cuenta de la falta de reparos con que se lanzan a recuperar sus privilegios el viejo orden neoliberal y quienes fueron sus beneficiarios. No extinguido del todo sino todavía operante en las estructuras de la sociedad, e incluso incrustado en el Estado mismo, el orden neoliberal. La movilización popular insinúa que es necesaria otra matriz estatal, y cuestiona un orden que sigue suponiéndose inmutable, en la línea marcada por Néstor Kirchner al ordenar, en un acto de tajante cuestionamiento a ese orden, que se descolgara el retrato del dictador Videla. Si la tentativa destituyente de las patronales agromediáticas no logró concretar su objetivo a

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través del triunfo de 2009, y si la decisión de doblar la apuesta que eligieron como respuesta Néstor Kirchner y Cristina Fernández produjo una eclosión de la política y la participación popular que resultaban inimaginables hasta poco antes, la actual carencia de perspectiva electoral lleva a que la fuerza destituyente pase por la violencia, además de la inflación y del ininterrumpido trabajo de erosión del gran empresariado mediático.

Nunca dejó de estar el recurso de la violencia en el mapa de lo posible, pero esta nueva irrupción lleva a interrogarnos por las condiciones que le sirven de base, más allá de la evidente constatación de que existen vigorosos poderes fácticos: como ningún otro presidente antes en la Argentina, fue Cristina Fernández quien hizo notar que gobierno del Estado y poder real no son sinónimos. Cuanto más crece la brecha entre ambos más conflictividad: tanto una oportunidad como un peligro, si no se toma nota de lo que está en juego en la situación ni se actúa en consecuencia.

No se entiende la opción por la muerte que hace la antipolítica si no se repara en que este es un momento de inflexión histórica: la existencia rumorosa de vastos sectores que ya no sólo acompañan sino que decidieron dar un paso adelante, es una realidad, marca un giro en el interior de lo que comenzó hace diez años. Profundamente instituyente, la movilización popular hace que el proyecto kirchnerista ya no sea el mismo: vivir una situación que resultaba inimaginable en 2003, reclama dejar atrás las condiciones que traban el proyecto o juegan en su contra. La persistencia de esas condiciones –lo que cruje y reacciona– aparece expresada en los hechos de Villa Soldati, Formosa o Barracas, pero también en otros tramos de una cadena de la que forman parte los desalojos de campesinos del Mocase en Santiago del Estero, el asesinato de jóvenes movilizados en Bariloche, las persecuciones a campesinos en otras provincias del Norte como consecuencia de la “conquista del desierto de baja intensidad” que están provocando quienes bregan por profundizar un modelo de especialización sojera de carácter excluyente, tendiente a reincidir en una inserción subordinada de Argentina en el mundo globalizado, en las antípodas del proyecto de autonomía nacional y de liquidación de las relaciones económicas asimétricas inaugurado por Néstor Kirchner.

3) Porque se hizo mucho, precisamente, es que sale a reclamar atención lo aún no hecho. Tan vasto es el deterioro que produjeron la dictadura y los gobiernos neoliberales que ningún esfuerzo reparatorio puede completar la tarea. Lo que ha sido intocado en estos años, precisamente, es lo que aparece en juego en estos días. Caldo de cultivo para los asesinos y los destituyentes, para la xenofobia y el racismo, lo intocado, las limitaciones que no fueron traspasadas en la vertiginosa marcha del proyecto en curso, hace que allí brote la mayor conflictividad. En el magma de los asuntos pendientes: vivienda, sistema ferroviario, tercerización laboral, persistencia de administraciones comunales o provinciales estrechamente vinculadas a sectores del bloque de poder, autogobierno de las fuerzas de seguridad, formas de burocracia sindical incompatibles con cualquier proyecto democrático y popular. Y sumado a todos ellos la emergencia de fuerzas privadas, las del narcotráfico, que surge con su poder económico, implantación territorial, fuente de sicarios, como nervio inherente a la conservación de un orden hecho de vida popular fragmentada y sin futuro para los débiles. Como el narcotráfico los disparos de barrabravas y matones, y la virulenta belicosidad de pobres contra pobres hablan de una vida popular gravemente dañada. La lógica de las bandas y las mafias que aparecen con la despolitización sugieren que el proceso de descomposición social iniciado hace décadas tiene una profundidad tal que las decisiones a tomar por cualquier gobierno sean difíciles de dilucidarse.

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Es mucho, es complejo y es arduo lo que queda por hacer cuando las tramas a deshacer están tan arraigadas, y cuando los intereses económicos del bloque de poder y sus efectos contra los intereses populares operan sobre las oportunidades que el propio modelo actual les abre. No es sólo tarea de un gobierno ni puede hacerse si sólo optan por la expectativa quienes respaldan a ese gobierno. Más aun porque subsiste un Estado estructurado para que sobre él pudiera cimentarse el orden neoliberal. Y si con Néstor Kirchner fue posible dar un golpe de volante en lo que hace a la conducción del Estado, lo que no es poco en relación a la situación precedente, la necesidad de profundizar el proyecto choca contra los límites de un Estado que no está preparado para las transformaciones, terreno de batalla y problema a resolver para los cambios que insinúa el horizonte. Tanto la perduración de estructuras anquilosadas en el Estado nacional y las provincias como la de viejas y arraigadas lógicas del trabajo estatal que subyacen en la cultura argentina exigen buscar formas de superación por quienes aspiran a un sostenido y original proceso de profundización de la democracia.

La decisión de crear un Ministerio de Seguridad y confiarlo a la conducción de Nilda Garré va en dirección de dar la cara a lo pendiente. No debería ser necesario aguardar que el conflicto estalle, como a menudo sucede, para mostrar una solución capaz de sorprender y ratificar el camino iniciado en 2003, pero así y todo este es un paso que, si se prolonga con la misma osadía y firmeza en otros, establecerá la mejor base para que no se diluya lo conquistado. No habrá de ocurrir si no se lo hace enfrentando a las ilusiones triunfalistas que ocultan lo irresuelto, diluyen la percepción de los conflictos y se apoltronan en los datos de las encuestas para flotar pasivamente, lejos de la apuesta al riesgo que permitió los logros que, en múltiples terrenos, obtuvo el kirchnerismo, incluida la aprobación popular. Si entre los más notorios de esos logros se cuenta la vigorosa recuperación de la política, al igual que en otros países de América latina y a contramano de lo que aparece como la norma imperante en Estados Unidos y Europa, será la continuidad de la política, y no la superación de la política a través de la ilusión de una gestión que pretenda representar a toda la sociedad, como si no hubiera intereses contrapuestos, lo que permitirá seguir avanzando. Por la situación económica y por la existencia de un acrecido respaldo popular, el presente es el mejor momento para las reformas estructurales que el pueblo movilizado y las muy concretas urgencias de la población demandan.

4) En este sentido, cobra toda su dimensión la idea de distribución de la riqueza. Hablar, hoy y aquí, de distribución de la riqueza implica hablar no sólo de más inversión social –refutando argumentos tales como que “están los recursos pero se administran mal” y a quienes sostienen las tesis de restricción y ajuste del FMI–, sino también, e imprescindiblemente, de una reforma tributaria. Hay una insoslayable necesidad de mantener en vilo el paradigma igualitario que caracteriza a este momento social, un rumbo que también reclama contar con una nueva ley de entidades financieras, la reforma de la carta orgánica del Banco Central, la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas y políticas de fondo para afrontar la amenaza de la inflación, apuntando a los formadores de precios y a quienes concentran la oferta de productos y su comercialización, aun con las inevitables resistencias y las maniobras obstaculizadoras, hasta violentas, que esas medidas van a desatar. No se resuelve la redistribución sin conflicto, y a nada está tan ligado el conflicto social en ascenso como a lo redistributivo.

Es la desigualdad social, una de las acuciantes cuestiones que puso sobre el tapete la Presidenta al enfatizar que “todavía falta”, lo que hierve en el trasfondo. Que haya pobres lanzados masivamente a ocupar predios en busca del techo que no tienen es una cuestión alarmante, cualquiera sea el origen de esa decisión. Aunque no deja de incidir en ello la

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incapacidad del actual gobierno porteño para cumplir sus promesas y la monolítica indiferencia ante el sufrimiento social que resulta de su ideología y de los intereses que defiende, no alcanzaría tanta dramaticidad el problema si la brecha entre quienes tienen más y quienes tienen menos no siguiera jugando un rol determinante, aun con las distintas medidas adoptadas para reducir la desocupación y aumentar la capacidad adquisitiva de los sectores con menores recursos. Sobre ese espeso y candente caldo de cultivo operan los destituyentes, hoy abocados a promover, a través de sus reclamos de orden contra los “miles de tiranuelos que perturban a los ciudadanos” y de sus gritos de alarma ante la “falta de autoridad”, a generar miedo y odio, fogoneando una conflictividad apolítica o antipolítica que anule o sofoque el enérgico renacimiento del compromiso político y el estallido de la potencia de la afectividad compartida en la búsqueda de un destino en común, animados por la conciencia de que, como nunca en décadas, están puestas en juego dos alternativas de país, radicalmente excluyentes la una de la otra.

5) Desde esa perspectiva, hay que seguir emancipando la historia nacional de las partes más corroídas que abriga en su seno, que, por ejemplo, hacen que la explotación de la naturaleza sea lindante con el saqueo, los negocios privados y la puesta en peligro del patrimonio natural común. Los pueblos originarios nos alertan sobre este riesgo que se cierne sobre toda la humanidad. No es solo contra ellos que la injusticia y la fiereza de la Campaña del Desierto parecerían aún estar presentes. Es necesario entonces procurar un nuevo modo de justicia territorial, tejida con nuevas economías y reconocimientos comunitarios. Y si la represión es incompatible con las políticas del Gobierno Nacional, también lo es la expoliación, cuya persistencia implica, para la propia historia común, la amenaza de una fuerza paralizante, al servicio de pequeños núcleos concentrados de dominación. Contra esas y otras amenazas es que un generoso espíritu recorre el país apuntando a celebrar la tarea en común y será, seguramente, el que fortalezca y amplíe las realizaciones ya prácticas en materia de derechos humanos, justicia social, democratización de la comunicación y reafirmación del latinoamericanismo de los pueblos, en la senda de las más vigorosas medidas que caracterizan a este gobierno.

Hay una dimensión ética, por encima de cualquier consideración de oportunidad o conveniencia, en ese espíritu, y es impensable, sin ella, cualquier intento de transformación del Estado, fundamental para impedir una reversión hacia el pasado. No se trata de ser ingenuos o de cultivar un moralismo abstracto, ni de ignorar que existen correlaciones de fuerzas y debilidades propias, sino de apostar a despegarse de la comodidad de lo que se da por sentado. La policía que reprime y dispara no sólo cumple órdenes de los Estados provinciales y las jefaturas incapaces de sensibilizarse ante cuestiones históricas y sociales de primera importancia o ante la evidencia de que son necesidades primordiales las que llevan a agruparse para ocupar un terreno largamente adeudado. Escuchan estos sectores inmovilistas voces muy antiguas, textos muy conocidos, que siguen orientando desde las penumbras de la historia estos capítulos postreros de la Campaña del Desierto y de las patrullas de la Semana Trágica, con el modelo de soluciones drásticas para pueblos considerados inferiores o para extranjeros estigmatizados como una infección extirpable. Grandes nombres de nuestra historia y nuestra literatura, en una perspectiva progresista incluso, hablaron del mestizaje como un mal o de la incapacidad constitutiva de los pueblos indígenas para formar parte de la vida nacional, con parecida seguridad a la que ostenta Mauricio Macri al establecer las razones de la represión a sangre y fuego en la existencia de una inmigración incontrolada desde los países limítrofes. Émulo de la peste xenófoba que, como respuesta por derecha a la crisis, azota a Estados Unidos y Europa, Macri elige una dirección

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frontalmente contraria a los vientos de integración y hermandad sin fronteras, y con plena inclusión de las diversidades, que animan en este tiempo a América latina.

La formación histórica de la Argentina como nación registra un estilo que hay que superar. El del progresismo en su momento más vacuo, que en sus distintas vertientes políticas, científicas y militares, y en sus acepciones conservadoras y de izquierda, no supo comprender las más sensibles necesidades de un conocimiento sobre los flujos de la historia, la pluralidad de las formas civilizatorias y la existencia de derechos culturales preexistentes de los pueblos arrasados por la expansión de las fronteras agrarias del capitalismo, que hoy vuelven a mostrar su voracidad rapiñadora. Sin que esto sea sorprendente en los emisarios intelectuales y voceros armados de esa expansión que se pintaba con tintes épicos, fue muchas veces compartido por representantes de los pensamientos progresistas y por quienes están ligados a los movimientos de raigambre y vocación popular. Urge construir ahora un horizonte político del presente donde no se admita la reiteración del veredicto de inferioridad de pueblos que tienen otra concepción de la naturaleza, el conocimiento y la vida en general. Se hacen presentes, bajo la condena al mestizaje y la “defensa” ante el diferente “que viene a quitar espacio”, todos los fantasmas del exterminio. Fantasmas que subyacen entretejidos en los vasos capilares de vastas capas de la sociedad, incluso las más pobres, para emerger como pus cuando los intereses de un grupo político o la avidez perversa de los principales medios los convoca. Son los que olvidan que el lenguaje argentino abreva también en aquellos que, sometidos, introdujeron sus sonidos y las formas de sostener, frente a la opresión y la infamia, sus formas de concebir la naturaleza y las vicisitudes del tiempo.

6) Si de ningún modo es la agenda del “orden” la que este gobierno acepta, tan explícitamente como sostiene el principio de que la vida está antes que la defensa de los bienes materiales y aleja a Argentina de cualquier club de países xenófobos, el sostén de tales políticas reclama advertir que no caben en nuestro tiempo los despojos de tierras a los campesinos, las muertes, la represión a los reclamos, la desprotección a las víctimas, las desigualdades ante la ley o ante la aplicación de la ley, por parte de la policía o de la Justicia. No puede tampoco haber tabiques conceptuales entre las culturas de las poblaciones aborígenes, criollas, inmigratorias antiguas y nuevas. Las luchas por la igualdad, la fraternidad y la libertad, en el plano ahora cultural y de los derechos, hacen a la característica de este tiempo. No es admisible que un disparo policial, surgido de marañas políticas insensibles y cómplices, tienda a desbaratar este rumbo latinoamericano y la decisión no represiva del Estado Nacional. ¡Qué contraste cobra este burdo comportamiento de los núcleos políticos que defienden los grandes negocios, amparados en la fachada de federalismo que enmascara lo feudal, con las pronunciaciones y los acentos que dejan oír los representantes de los pueblos originarios! Hay allí un mensaje refundador de las formas más vitales del poderoso mensaje histórico que contiene la idea de federalismo, siempre en riesgo de convertirse en legitimación de una democracia menguada y una economía excluyente.

Transformaciones, las que se necesitan, que están reclamando una forma política capaz de abarcar una coalición nueva de ideas, estilos y actitudes. No se trata de repetir alguna de las experiencias que se ampararon en la denominación “frente”, con fortuna o sin ella, sino de reconocer en la activa e inquieta coexistencia de lo diverso y heterogéneo uno de los componentes más promisorios del movimiento popular que hoy se identifica con los cambios que la Argentina viene viviendo a partir del gobierno de Néstor Kirchner. Capaz de resaltar tanto la diversidad como lo que tienen en común quienes integran esa diversidad, la construcción frentista permite dar nombre y lenguaje a lo que en la experiencia kirchnerista viene de largas y arraigadas tradiciones y a quienes se encontraron expresados en esa experiencia, provenientes de vertientes

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muy diversas de la cultura política argentina, así como a los miles que en los últimos años abrieron por primera vez los ojos a la política y le dan un aire renovado. Decir que estamos ante un nuevo tiempo es decir que, aunque no deja de reconocer antecedentes, este es un tiempo que trae consigo componentes inéditos, como parte de una historia que jamás se repite, y plantea desafíos para los que no existen respuestas sino necesidad de buscarlas. Todo nuevo tiempo reclama palabras capaces de nombrar lo que hasta entonces no existía, y “frentismo” es la posibilidad de que encuentren un concreto lugar político esas palabras, tanto como los vocabularios y los estilos de los jóvenes que han encontrado en la política un mundo en que reconocerse y una pasión, con la consiguiente puesta en cuestión de los más notorios modos en que fue entendida la participación política en las últimas décadas, en la Argentina

Esa necesaria diversidad requiere un tipo de práctica política que se aleje a pasos acelerados de las viejas mañas de hacer de cuenta que se respeta la opinión de todos pero se primerea con la propia para imponérsela al resto. Este es el momento de definir la práctica política necesaria para que encuentren lugar quienes no lo encuentran en las estructuras existentes y para asegurar los avances: hay una singularidad propicia en la vida política argentina de estos días, que ha salido a la luz como una evidencia jubilosa, y la movilización popular de fines de octubre reafirma allí un rumbo consistente. Muertes de muy diversa índole, inequiparables, coinciden en colocar ante una encrucijada a los miles que se identifican con la novedosa etapa política que estamos viviendo y apuestan a su extensión, única posibilidad de preservar lo logrado. El drama de los arrojados al margen sólo podrá ser atendido, reparado y juzgado de modo adecuado si emancipamos la historia nacional de sus engarces más oprobiosos. Emancipar la historia nacional, puesto que este es el momento de hacerlo, implica nuevas construcciones políticas y la sensibilidad renovada de democratizar la sociedad argentina junto a la comprensión misma de su compleja historia formativa. Otros cortes con un pasado de injusticia se han realizado. El más nítido, sin dudas, respecto de la trama de complicidades con el terrorismo de Estado. También, las reversiones de privatizaciones expropiatorias de los años noventa. Son actos de emancipación nacional. Otros nos esperan y nos exigen. El agrietamento y descascaramiento de la capa de indiferencia y desinterés político que aletargaba la potencia instituyente de las mayorías nos dice que este es el tiempo para llevarlos a cabo.

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CARTA ABIERTA Nº 9

1 ¿Por qué queremos a Buenos Aires?

Porque tenemos memoria de sus barrios, incluso de aquellos que no conocimos. Porque fue fundada mitológicamente en alguna manzana hoy reciclada por las estéticas del diseño. Porque aún reconvertida y rehecha sigue convocando al relato y la aventura de la fabulación. Porque fracasó en su propio imaginario: se quiso blanca y uniforme, y su vitalidad, sin embargo, viene de la mezcla de colores, de estaturas, de modos de vestir y de celebrar, de rezar, de preparar las comidas. Porque en su voz suena la polifonía dispar de las lenguas que la habitan (el aymara y el italiano; el wolof y el guaraní; el coreano y el idish; el árabe y el portugués) y a la vez es el ritmo entre zumbón y tierno del voseo rioplatense.

Porque en ella vive el país, es territorio que habitamos los que venimos de todas las provincias y en el que constituimos un trazo nuevo de lo común. Porque en esta ciudad está, aún soterrado o ghetificado, lo indígena, y su murmullo no cesa. Porque a su vera se erigieron muchas de las fábricas del proyecto industrial argentino. Porque duerme poco y sueña mucho. Porque en el malhumor tenso de sus vecinos no deja de aflorar el sueño de otra vida. Porque tiene los bares del café charlado y las plazas multitudinarias de la política pública. Porque es una serie de capas, como pensó Martínez Estrada, que surgen y resurgen a cada paso.

Porque a ella llegan diariamente millones de personas que trabajan, estudian, se entretienen y la viven como suya, y porque su vida se extiende mucho más allá de una avenida y un río. Porque son muchos los que migran a las ciudades buscando el lugar donde se reconozcan sus derechos.Porque es ciudad del deseo y de la memoria. Porque nuestras vidas están tramadas en ella. Porque ella no es sólo ella: es el conurbano que la desborda y la rodea, es el país que la respeta y la desdeña.

Porque si es la ciudad del miedo y la de los muros y los enclaves, es también la que vive en las multitudes callejeras del trabajo y de la fiesta. Porque un escritor imaginó a un hombre solo en alguna de sus esquinas y otro la quiso fervorosa y mítica. Porque es la ciudad en que muchos vivieron su infancia y muchos otros soñaron en su niñez. Porque es siempre la misma y siempre es distinta, porque nos desconcierta y en ella nos reconocemos, porque siempre la estamos empezando a descubrir, porque nunca nos vamos de ella, porque nunca podremos conocerla del todo. Porque a Buenos Aires siempre estamos llegando.

Porque cada generación la vuelve a fundar para que sea siempre Buenos Aires, y a poblarla de nuevos signos. Porque sus tradiciones siguen hablando en sus esquinas, sus puertas, sus cuartos, sus mesas, sus patios, sus ventanas. Porque amamos en las grandes ciudades lo que tienen de turbulencia y equívoco, de entrevero y de intercambio. Porque ella es, en los rostros que la habitan, una nación y un continente. Hospitalaria y a la vez reticente adopta hombres y mujeres de nuestra América. Porque es una ciudad que sigue abriendo las puertas a hombres y mujeres de todos los continentes, y los hijos de quienes llegan son plenamente porteños, y ellos mismos, tarde o temprano, lo son.

Porque tiene lugar para las más diversas formas del amor, de los nacimientos y las muertes. Porque está hecha de despedidas y llegadas, de silencios y ruidos, de rezos y de músicas, de consignas y de oraciones laicas, de velocidad y de espacios para la quietud. Porque en la Plaza de Mayo resuenan infinitos pasos, incluso los nuestros y los de nuestros muertos. Porque en esa plaza y en sus calles los pañuelos blancos rasgaron la monotonía plomiza del terror y porque hoy

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trabajan en ella, en los recintos donde reinó el exterminio, las fuerzas de la memoria y las potencias de la creatividad. Porque es escenario de rebeliones y en ella resuenan todas las luchas políticas de la Nación.

 2 El derecho a la ciudad

Porque queremos a Buenos Aires, porque tenemos derecho a sus rincones geográficos y espirituales, venimos aquí a afirmar el derecho a las instituciones de la ciudad y a su espacio público. No se trata sólo de metros cúbicos de vivienda: también es hora de construir formas dignas y participativas de la política. De afirmar que ese derecho lo tienen los que viven en ella y los que llegan cada día. De afirmar la trama urbana contra el miedo: fortalecer los puentes antes que los muros.

Porque el que es recluido en un ghetto no tiene derecho a la ciudad, se trata de combatir todo proceso de segregación. Reinventar la confianza para hacer posible vivir la ciudad sin retaceos. Reconocernos como ciudadanos y no como espectadores de una política que hacen otros: la reconquista de la ciudad exige una nueva racionalidad comunitaria, manos múltiples puestas a diario en la masa de la vida pública.

La ciudad es difícil como lo es todo espacio en el que millones gestionan su vida en común. Y es, sin embargo, en esa dificultad donde pueden encontrarse las fuerzas para una recomposición, en vez de la amenaza de unos contra otros. Afirmar una lógica no mercantil de los derechos: impulsar reparación allí donde hay desigualdad. La salud concebida como derecho real y para todos, ya no como negocio ni como avara limosna para salir del paso. El problema de la contaminación ambiental encarado a través de una acción multidisciplinaria, a todos los niveles, como una necesidad vital y no como un leitmotiv para afiches publicitarios.

Sostener y expandir escuelas para todos, donde la igualdad se construya en el cotidiano y las escuelas públicas reciban el compromiso, el esfuerzo y la confianza de muchos que hoy están fuera de ella. Construir las mejores escuelas, aquellas que elegiríamos para nuestros hijos, aquellas en las que quisiéramos trabajar.

Afirmar que todo barrio debe tener sus espacios verdes y sus ámbitos comunes, sus núcleos de producción de cultura y sus canales de comunicación. También que la gestión de esos espacios debe ser democrática y definida por los vecinos que los usan.

En vez de una ciudad sin horizonte y cercada por una autopista, recuperar el paisaje abierto del río y afirmar la parquización de la General Paz. Necesitamos muchos arquitectos como Bereterbide para pensar esa ciudad a la que tenemos derecho. Contra la ciudad de enclaves y fragmentos ligados por raudas autopistas –ciudad de Puerto Madero y el Parque Indoamericano–, afirmar una ciudad heterogénea y justa. Una ciudad que se reconozca en el movimiento incesante de los trabajadores en sus calles, a la hora del trabajo diario y el descanso, y a la del reclamo y la celebración.

Hoy la ciudad es rehecha por la lógica del capitalismo financiero y la especulación inmobiliaria. En los cimientos de la modernización de esta hora está la renta sojera antes que la necesidad habitacional.

La ciudad es fachada y sótano, Teatro Colón y taller clandestino, como desde los años ’30 –bien lo sabía David Viñas– fue villa miseria y Kavannagh. Se trata de hacer visible el sótano en el marco de las luchas por la igualdad.

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Pensar la ciudad, en estos días de decisiones electorales, es pensar qué vida queremos vivir.

3 La reconquista (o el Eternauta)

Mezclando racismo y bicisenda; segregación y reciclado; destrucción del patrimonio, culto del consumo y violencia contra los desposeídos que duermen bajo papel de diario en los portales, el desquicio es la escena que nos lega el actual Gobierno de la Ciudad. En sus manos, la necesaria modificación de prácticas urbanas se convierte en mero recurso apologético de un estilo de vida tomado de los barrios cerrados.

No es sólo estupidez. Se articula con una representación intolerante de la ciudad, contra todo lo que mancille una fantaseada pureza o que resulte excedente para las demandas laborales del momento.

La del macrismo es una Buenos Aires ilusoria. La usa como horizonte y ariete contra la ciudad real. La nuestra es aquella que es soterrada y a la vez utópica. Está en los intersticios de la ciudad real, la vemos allí donde el miedo se suspende o en los hechos extraordinarios donde se revela la potencia de la vida en común.La sorpresa de esta nueva derecha en la gestión ha sido lo escuálido de su eficiencia. Ni siquiera administran como buenos gerentes. Esta ciudad no los merece, incluidos los ciudadanos que los han votado.

Esta ciudad, nuestra Buenos Aires, la profunda y a la vez futura, merece políticos de otra tesitura, capaces de explorar sus fuerzas novedosas y de recrear sus espacios públicos. Políticos acordes al estremecimiento de la dimensión política que en los últimos años recuperamos para alarma y escándalo de los que no aceptan interferencias en su voluntad de hacer y rehacer la ciudad y el país a su antojo.

No se debería ausentar de la vida política la idea de felicidad. Ni aceptar su arrebato por derecha, porque en esas manos deviene una composición de consumo privado y celebración espectacularizada. Pensamos en otra felicidad: la que surge del encuentro de lo común y del acceso democrático a lo público.

Esta ciudad merece una reconquista, que sólo puede concretar la acción fraterna de las mayorías. Reconquistarla de la brutalidad del interés mezquino de unos pocos, de la violencia con que fueron conculcados derechos, de la impasibilidad con que sus bienes, sus memorias y sus mitos son devastados o metamorfoseados en objeto de consumo pasajero y ganancias. Reconquistar, con el pasado, la noción de futuro.

Vivimos años de conmoción, conflictos y entusiasmos políticos que desde distintas historias se han desplegado alrededor del kirchnerismo, nombre que intenta dar cuenta del nuevo sesgo, intensamente popular, nacional y democrático, que conmueve todos los aspectos de la vida argentina. Hay que hacer escuchar ese grito apasionado que se murmura en los barrios y en las calles como ansia refundacional.

Hay que seguir escuchando, porque no se ha apagado el rumor de los millones que estuvimos en la calle a la hora de la fiesta –cuando nos descubrimos juntos en el Bicentenario– y a la hora del duelo, en octubre, cuando el dolor y la necesidad de seguir adelante nos hicieron mirarnos las caras. Porque ahí reconocimos nuestra fuerza comunitaria y supimos que no estábamos solos. Algo ha quedado en el aire, otro ánimo, otras energías, el avizoramiento de otros horizontes.

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Que es más que un sueño lo sabemos en una patria donde la Asignación Universal por Hijo, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y la ley de matrimonio igualitario demostraron que ningún sueño es excesivo si hay una necesidad que lo reclame y una fuerza popular que lo sustente.

No se trata solamente de que, con un cambio en el Gobierno de la Ciudad, concluya un ciclo de deterioro, reconversión excluyente y despojo. Se trata de reconquistar la política, contra su banalización en manos de los gerentes empresarios y los gabinetes de marketing; y de algo más: junto a los hombres capaces de hacer ese llamado, como Filmus y Tomada, de lo que se trata es de que empecemos todos a construir la Buenos Aires que sus profundas necesidades nos están pidiendo.

Contra la lógica de la especulación inmobiliaria, se trata de recuperar la bullente fuerza de los movimientos sociales: de los grupos que luchan por otras condiciones de vida, por su derecho a la vivienda, y los que defienden una preservación razonada de sus barrios. Contra la antipolítica que los desvencijó y los condena al olvido, recuperar los clubes socio-deportivos de los barrios, las bibliotecas, las cooperadoras escolares, los centros artísticos y culturales, el cotidiano prodigio de los encuentros.

Contra la privatización de las riberas del Plata, limitándolas a coto para viviendas y consumo suntuarios, es necesario reconquistar su uso, construyendo un litoral público, accesible y comunicado con el tejido urbano en su conjunto. La apropiación de los bienes naturales por unos pocos no puede ser el destino de una ciudad democrática. Por el contrario, en Buenos Aires todavía persiste la memoria de otra relación con el río y su ribera, que puede ser el sustrato de un emprendimiento de recuperación.

Buenos Aires debe ser repensada en su dimensión físico-espacial, en sus condiciones sociales y vecinales, y en el modo en que se toman las decisiones gubernamentales. Apelando, para todo esto, a las fuerzas activas de la sociedad y a nuevos modos del compromiso ciudadano.Porque, así como es impostergable la necesidad de más viviendas para todos, es necesario controlar el uso del suelo, recuperar tierras para el uso público y social, impedir u obstaculizar la intervención del capital constructivo-especulador-reurbanizador-expulsor, la toma de decisiones sobre el desarrollo urbano no puede no ser participativa y democrática.

Es necesario un explícito programa de funcionamiento de las comunas. Como son necesarios mecanismos que permitan negociar, concertar y discutir entre sí a las distintas racionalidades a través de las cuales es pensada la ciudad. Necesarios o inevitables, los cambios deben ser concertados, preservando modos de convivencia. Puestas en examen, las evidencias del despojo deben convertirse en síntomas de emancipación.

Palabra poderosa, estremecida de ecos de la historia y de carnalidad popular, palabra asentada en nuestras infancias y en la entraña de nuestros afectos, hablar de “reconquista” supone hoy una apertura del futuro y, a la vez, del pasado común. De la ciudad como campo de posibilidades y espacio de la memoria, una tarea hecha tanto de paciencia como de decisión, de ojos abiertos y de sueño, de firmeza y de trabajo.

Nos sentimos militantes de esa reconquista que no será fácil, porque se trata de combatir no sólo una gestión y un partido, sino un estado de cosas propios de las ciudades contemporáneas que tienden a la fragmentación, a la segregación y la experiencia más profunda del miedo. Buenos Aires tiene derecho a ser, también en eso, modelo en el mundo.

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Por lo que vive en estos años la Argentina y por lo que está viviendo Sudamérica, esta es la época propicia para intentar esa otra ciudad. Esa otra ciudad que asoma entre el pavimento algunas veces: aparece en manifestaciones, en festejos populares, en colectivos barriales, en militancias dispersas. En las esperanzas que aglutina Cristina Fernández y en la pasión con que una nueva generación, de voces nuevas y nuevos estilos, se lanzó a retomar y reinventar los caminos antes abiertos por otros jóvenes, con la mirada abierta a la contundencia del presente. A esa ciudad le hablamos.

Les hablamos a los que se sienten lacerados cuando el cartoneo puebla los anocheceres porteños. A los que saben menguadas sus propias vidas ante la infelicidad y la carencia de otros. A los que no quieren violencias asesinas para proteger sus bienes. A los que creen que lo común debe ser construido. A los que impulsan una política capaz de evitar el daño a la vida social. A los que suponen que otra ciudad es posible, aunque no alcancen a balbucear sus contornos. A los que se saben insatisfechos y dolidos. A los que aman, como nosotros amamos, esta ciudad e intuyen que es necesario reconquistarla, porque algo ineludible le seguirá faltando a sus vidas hasta entonces.

A ellos les hablamos porque son muchos y, sin renunciar a sus particularidades y diferencias, se reconocen en lo que anhelan para sí y para todos. Vengan de la tradición peronista o de las de los progresismos o las izquierdas, estén entre quienes se identifican con los ideales liberales de Mayo o entre los radicales que se niegan a olvidar la defensa de una democracia real y la lucha contra los poderes corporativos que alberga su historia. En tiempos en que los argentinos asistimos al reencuentro con las aspiraciones de un proyecto común, su ciudad capital tiene la oportunidad de dar el gran paso que la lleve hacia lo que una y otra vez se anuncia en el trasfondo de sus sueños.

Tanto como Buenos Aires necesita, para ser más Buenos Aires, reconocerse argentina, la Argentina necesita a una Buenos Aires a la altura de los desafíos que su horizonte promete. Reclamamos más política y no menos. Más calle y no menos. Pensamos más como ciudadanos que como usuarios o consumidores.

Fue en nuestra Carta Abierta/4 que, ante la imposición de una política del miedo y del silencio, invocábamos la fuerza moral del Eternauta. Está aquí, en estos días, cuando la indiferencia ya ha dejado de ser la atmósfera que plantaba un horizonte de plomo: la fuerza popular que va extendiéndose en torno del nombre “kirchnerismo” está dibujando, en esta hora argentina, el rumbo hacia la reconquista de nuestro derecho a vivir en Buenos Aires. A esa fuerza apostamos.

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CARTA ABIERTA Nº 10

Por una tierra sin condenados

En medio de las grandes esperanzas, sucede nuevamente el penoso acontecer de la sangre derramada. El asesinato de Cristian Ferreyra es un hecho de inconmensurable gravedad. Afecta nuestras vidas no sólo porque nuestras vidas son de por sí afectadas por una memoria bien conocida, sino porque en cada una de estas muertes inocentes surge a bocanadas el signo de una historia irresuelta e injusta.

Son muertes inocentes no porque en estos luchadores no haya alguna vez un hierro candente en la mano o un puño que se cierre sobre una piedra. Son inocentes porque son muertes que nos siguen diciendo que una porción enorme de la historia argentina, ni siquiera en esta época propicia, consigue tener un balance templado y equitativo. Esta época no ha sido esquiva en generar justas reparaciones. Por el contrario, sus políticas tienen el signo de una cabal apuesta por la ampliación de la igualdad. Por ello mismo, debe ser propicia para mencionar estos hechos que le son extraños o anómalos.

Ferreyra es un nombre que surge de un anonimato tranquilizador, pero es el nombre de las cosas referidas al hierro, que de repente nos recuerda que somos mortales, seres precarios, que sólo tenemos nuestra muerte para representar toda una época entera con un fogonazo inesperado. Vivimos en ese sentido, todavía, en una época de hierro o con disyuntivas de hierro. Ferreyra, que era un militante de un movimiento social de autodefensa campesina, representa una larga historia.

Es una historia que remonta por lo menos al siglo XVII, donde las comunidades indígenas cuyos nombres nos son vagamente familiares o desconocidos –cacanes, calchaquíes, ologastas, lules, vilelas, capayanes, famaifiles, fiambalás, colozacanes, andalgalás, quilmes, pacciocas-, podían entrar en guerra entre sí, aliarse de diversas maneras a los españoles o protagonizar sangrientos levantamientos que el ejército de los colonos españoles reprimía con saña, pero no sin esfuerzo. Es así que en 1632 el cacique Chemilyin pone sitio a ciudades importantes de La Rioja desviando el curso vital de los ríos, y pone cerco a la ciudad de Londres, llamada así en homenaje a la esposa de Felipe II, que era inglesa. Son historias lejanas, que se hablan con nombres extraños y pronunciados en otros idiomas.

Pero el secreto de la historia, es que siempre es lejana hasta que un hecho de sangre acerca todo un material que parecía perdido para alimentar una acostumbrada brutalidad, que es milenaria y es también de nuestros días. Cristián Ferreyra habla de las modernas luchas por la tierra y habla también de luchas muy antiguas. No es necesario que imaginemos un pasado pulcro e incontaminado. La guerra y la violencia imperaban entre etnias cercanas, que podían unirse con el español o aliarse contra él. Por eso, sin una noción de lejanía indiscernible y heterogeneidad sorprendente no nos podremos hacer cargo de esa historia. Y debemos hacernos cargo hoy en un sentido reivindicativo respecto a la justa tenencia de las tierras campesinas, el respeto de los bosques y la crítica a una expansión agraria a fuego y escopeta.

Sabemos que esa historia llega hasta nosotros, pero no llega de cualquier manera, sino a través de muchos cortes, disoluciones y desvíos. Llega a través de un hilo frágil e impuro, porque no es una historia de purezas ni de identidades contundentes. Pero llega de una forma dramática cuando ocurre un asesinato, y vuelven nombres que los siglos parecían haber acallado. Son campesinos que tienen su tierra amenazada. Son los campesinos en los que resta aún un

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filamento étnico muy antiguo. Surge el nombre de la etnia lule, vinculada ahora al moderno problema de las tierras. Son nombres que reaparecen cuando actúan el capanga, la policía rural dominada por las peores lógicas de los empresarios, pequeños o grandes de la tierra, vinculados a una irresponsable clase política; son nombres de pueblos y de lenguas muchas veces extinguidas, o con pobres vestigios que llegaron hasta nosotros, como los sanavirones, los tonicotes, los diaguitas, que en muchos casos conocían rudimentos de metalurgia, como parte de la gran civilización del maíz y del zapallo, del algarrobo y del chañar.

Algunas de ellas son palabras legadas por estas culturas, otras provienen del nombre que le sobrepuso el idioma que hablamos a otros idiomas que se han perdido, pero vuelven a tocar nuestras puertas con un mensaje inequívoco, donde pueblos antiguos que se llamaban de modos que hoy ya no son audibles, vuelven por lo suyo bajo una denominación genérica que estamos en condiciones de comprender muy bien. Porque es el pueblo argentino, hecho de la fusión de miles de otros pueblos, y que se elige ahora con ese nombre también para señalar que la expresión pueblo argentino, entre tantas otras significaciones, es un resumen de tareas pendientes, reformas sociales profundas, esperanzas en una nueva sociedad.

Tiene que ser en esta época y no en una próxima estación nebulosa e indeterminada, que se solucione el problema de tierras en la Argentina y que se consideren los planes agroalimentarios no como sinónimo de desbaratamiento de los montes sino de soberanía alimentaria. Es un problema multisecular, que queda en penumbras hasta que un asesinato lo ilumina. Del mismo modo, el asesinato de Mariano Ferreyra iluminó como una chispa al costado de las vías, la realidad oscura de la tercerización. La superposición de nombres es casual, la acumulación histórica de los problemas no lo es.

En ciertos aspectos, muchas comunidades campesinas del país son ahora contemporáneas de los encomenderos, de la mita y del yanaconazgo. Pero también son contemporáneas de las grandes utopías arcaicas, como el regreso al ayllu, a la Nación Calchaquí o el Reino de los Quilmes, que forman parte de un lenguaje posible pero quizás reacio a ver las grandes herencias de injusticia reparadas a la luz de los que les debe ahora la nación moderna. No obstante, hay que decir que la expansión de la frontera sojera no es sólo una forma de la economía sino también puede ser en estos casos la expansión de la propiedad por la sangre.

La avidez de un capitalismo depredador, la irresponsabilidad de inescrupulosos empresarios que siquiera son grandes propietarios, vive su medioevo de conquista con esbirros que eligen el camino del victimario porque saben que ellos son también víctimas potenciales. El gran capitalismo agropecuario tiene su mirada en la Bolsa de Chicago, en las operaciones políticas de gran escala, en los secretos de los gabinetes químicos que perfeccionan la semilla transgénica, nuevo padrenuestro de una teología que sin tener santidad tiene a Monsanto, mientras empresarios voraces, pioneros cautivos de un clima de mercantilización de todas las relaciones humanas, se comportan como forajidos de frontera, escapados de otra época, pero tiñendo de una agria tintura este momento histórico que aunque les es heterogéneo, caen en la incongruencia de querer apropiarlo.

Cada vez que recibimos noticias infaustas, como la muerte de un miembro de la etnia Quom, de las muertes del Parque Indoamericano o las que corresponden al Ingenio Ledesma, parecen hojas lejanas de periódicos escritos por un alucinado que equivocó la periodicidad histórica. Pero no, son hechos que oscurecen nuestro presente, este mismo presente promisorio, con una lógica única e implacable: son una estructura de procedimientos insociales. Corresponden a una epistemología completa de negocios que mantiene cerrado el acceso democrático y posible a la

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tierra tanto rural como urbana, que comienza con genéricos intereses que podrán hablar de “sociedad del conocimiento” o “biocombustibles” mientras una disputa por 17 hectáreas de una empresa que posee 160 mil, causa tres muertes. Recordemos aquella ocasión: murieron dos ocupantes de tierras, uno de ellos apellidado Farfán y un policía, también Farfán, sin parentesco con el anterior. Hay una doble certeza aquí. Primero, la insensibilidad de los nuevos y grandes negocios que han tomado a la vieja industria de la caña de azúcar, que es un caso que tiene diferencias con la soja, pero muchas semejanzas, generando un capitalismo que fabrica combustibles con lo que anteriormente se producían materias primas alimenticias, que en el aspecto de las relaciones laborales reitera muchas conductas de la época de Patrón Costas. Y segundo, que las luchas por la tierra, tan viejas como la historia de la humanidad, enfrenta a pobladores con policías patronales, en escaramuzas lamentablemente muy frecuentes, donde mueren los hijos de la tierra, extrañados de ella ya sea porque son expulsados por los sicarios de la nueva renta agraria en complicidad con jueces o mandos policiales y políticos, o porque deben vestir el uniforme de los que son enviados a la primera fila de la represión. De allí que los más viejos apellidos de la historia de estas tierras puedan llegar a matarse entre sí, como parte de una oscura astucia de la razón capitalista.

Debe darse fin a esta situación con una nueva ley de tierras ecuánime y democrática, que las mida con los teodolitos de la justicia social, esos mismos teodolitos que empleó el ingeniero Raúl Sacalabrini Ortiz y más atrás en el tiempo, el ingeniero Germán Ave Lallemant, ingenieros sociales y medidores de tierras al servicio de los pueblos. Una ley que frene la especulación, reconozca los derechos de los antiguos pobladores y cree una nueva conciencia colectiva respecto a una productividad que se equilibre con la naturaleza y no que la deprede sistemáticamente. No es aceptable que crímenes que ya asumen un carácter serial, no tengan adecuado tratamiento por el hecho de que en su ramificación ostensible, afecten a miembros de las clases políticas que mientras juegan con ademanes clientelistas, con una prestidigitación complementaria, protegen los grandes o medianos negocios con las brigadas policiales que deberían cuidar el usufructo equitativo de la tierra.

Ya muchas organizaciones sociales, políticas y de derechos humanos, como el Cels, el Movimiento Evita y La Cámpora se han pronunciado. Las muertes que puntúan este período político, más dolorosas porque son en éste y no en otro, son alusiones de sangre a problemas irresueltos de la misma estructura histórica de este pedazo universal de tierra que llamamos Argentina. Algunos son problemas recientes, como los que provinieron del desguace ferroviario y la conversión en vidas precarias de miles de trabajadores que comenzaron a llamarse precarizados. La Argentina no puede ser un país que fabrique vidas precarias mientras habla de nuevas posibilidades tecnológicas.

Otros problemas tienen una complejidad propia de la escena que sabemos interpretar y festejar como propia de un horizonte nuevo. Los dilemas entre la gestión de Aerolíneas, que apoyamos, y la acción de estamentos laborales cristalizados, es un tipo de conflicto nuevo que debe contar también con nuevas definiciones. El ámbito que afirma y acoge hoy a millones de esperanzas en el cambio debe llevar a una sociedad más justa y despojada de sus viejas ataduras de coerción, que también tiene su correlato en toda clase de trabazones mentales.

No es fácil darle nombre al tipo de sociedad que queremos, y ciertamente, ese nombre nuevo aparecerá cuando se pronuncie colectivamente, en el interior de la conciencia de miles y miles de personas, y en el interior de un gran autodescubrimiento colectivo. Por el momento, tenemos que pensar que cada uno de estos conflictos dirige nuestra atención a cuestiones urgentes: a darle facultad soberana territorial a los movimientos sociales que expresan viejas reivindicaciones

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campesinas, alargando la mirada sobre los problemas de subsistencia de poblaciones enteras cuando la lógica del agronegocio no tiene contenciones; y por otro lado, a crear un horizonte político que con más sabiduría pueda intervenir en conflictos como el de Aerolíneas, donde viejas fuerzas reaccionarias siguen al acecho, esperando demostrar que una generación nueva no es apta para gestionar en altos niveles de responsabilidad política y tecnológica. Pero esa capacidad ya ha sido demostrada, ahora hay que demostrar entre todos que cuando decimos que hay cosas que faltan, no sólo se trata de problemas conocidos o deducibles de lo que quedó pendiente de un trayecto anterior. Lo que falta no es un problema de restas y sumas, sino de imaginación política. Son problemas que muchas veces no tienen definición adecuada en nuestro lenguaje y que no se descubren tan magnánimamente ante nuestra supuesta destreza política. Son problemas que aparecen muchas veces, desdichadamente, bajo el rostro del asesinato social, comprimidos en los pliegues históricos mal ensamblados del país, como placas tectónicas que se desacomodan y que apenas nos dejan ver un hecho de sangre, que significa mucho más que la crónica policial con la que muchos intentan encubrirlo.

Al principio de la esperanza no lo asegura ninguna ley ni está escrito con marcas de hierro por la historia. Vive apenas en la imaginación colectiva y es frágil, aunque cuando se reconoce en millones tiene la fuerza de un llamado. A partir de allí comienza la política, dándole a la gestión y a las tecnologías las virtudes de un frente social novedoso que las recubra con los contenidos de eticidad de las democracias avanzadas, y si estas definiciones sirven, será para poder pensar e inscribir en nuestra esperanza de cambio, tanto a la defensa de la empresa pública de aeronavegación como a los condenados de la tierra.

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CARTA ABIERTA Nº 11

Carta de la Igualdad

I

El triunfo de Cristina Fernández de Kirchner en las elecciones del 23 de octubre con el 54% de los votos expresa la voluntad popular por la profundización de los cambios. En esa decisión de millones de personas se vislumbra la apuesta por una política transformadora, perseverante en su irreverencia frente al orden establecido. En su seno, conjurando la totemización del mercado, rescatando voces antiguas de la fragua popular e intentando frente a ellas nuevas formas de lo político, late incipiente la otrora desterrada utopía de la Igualdad. Es acompañada por la validación de un tipo de gobernabilidad que no puede concebirse por fuera de la recreación incesante de lazos constitutivos con una sociedad activa, heterogénea y abierta, y el impulso hacia un extendido compromiso militante que tiene en el entrecruzamiento generacional y la convocatoria activa de la juventud una de sus dimensiones más notables. Los argumentos simplistas de la gran prensa -voto conservador, el consumo, la oposición inexpresiva- son velos que ocultan otros destellos resultantes de ocho años de continuidad que también sostuvieron el 54 por ciento. El humor social, la recuperación de valores que parecían perdidos, la identidad como pueblo, la confianza en un liderazgo, el compromiso creciente en capas de la sociedad para participar en lo público, la perspectiva y esperanza en un futuro.

Recordemos que apenas una década ha transcurrido desde las jornadas de movilización popular de 2001, cuando en las calles se sancionó la derrota política -y comenzó el retroceso cultural- de un modelo económico centrado en el capital financiero y un modo de gobierno consistente en la mera administración de lo ya dado. Fueron días de indignación y luchas callejeras que hicieron visibles y generales otros combates, los que venían sosteniendo organizaciones diversas desde mediados de los años ‘90. Y si aquéllas habían crecido en la resistencia, creando formas nuevas para la política, los acontecimientos de diciembre fueron sancionados con una brutal represión. La crisis desencadenó una transición política que descargó los enormes costos y ajustes del desplome neoliberal sobre las vidas de las mayorías, ya severamente empobrecidas por el régimen caído. Conjuntamente con una aguda recesión avanzó la desocupación, la exclusión, la marginación y la pobreza, mientras la llamada “pesificación asimétrica” transfería ingresos a los sectores más concentrados de la economía.

La Historia abrió una alternativa y una esperanza en 2003. La extendida experiencia política que denominamos “kirchnerismo”, como metáfora nominativa de una capacidad transformadora de características propias, posee un doble carácter: se nos presenta como la evidencia política e institucional de un heterogéneo subsuelo popular irredento en incesante movimiento, capaz de establecer los núcleos programáticos de una nueva etapa argentina, en plena ocasión de una crisis de hegemonía de dimensiones y, a la vez, como un inusitado giro de la historia, una inflexión sin coordenadas de arribo, un acontecimiento creativo que cambia los parámetros amputados de una dinámica de poder sin destino posible mayor que el de una tragedia que muta en parodia de sí misma. La figura de Néstor Kirchner fue el epicentro de esa combinación. Asumió la presidencia con un discurso nacional y popular que se distancia del camino industrial-primario-exportador sin inclusión social (desarrollista de derecha), que había intentado desplegar la transición duhaldista. Las urgencias de la democratización de la economía, del crecimiento del empleo y de la producción se concibieron, en el incipiente proyecto, inseparables de la aspiración de reconstruir el mercado interno y recomponer los ingresos de los sectores populares y medios. Al mismo

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tiempo, el nuevo gobierno se pensó como heredero e intérprete de la movilización social, viendo en lo popular no sólo los rostros de las víctimas del orden en crisis, sino también los de una organización de la que no se podría prescindir. Los movimientos de desocupados fueron actores y partícipes de la nueva construcción, junto a los trabajadores organizados y un múltiple escenario social y político.

La desarticulación del último gran intento por emprender un proyecto de transformación nacional había sido acometida por la dictadura terrorista de Estado, más de un cuarto de siglo antes. Los comandantes y ejecutores de la represión masiva de aquella época se encontraban sin juicio ni castigo. Los primeros intentos de Justicia sucumbieron bajo las leyes de impunidad. Pero en nuestro país se había desarrollado una inédita construcción militante de Derechos Humanos. Heroica por parte de las Madres de la Plaza, que en plena dictadura lucharon por la recuperación de sus hijos, y multiplicada luego en un vasto friso de militancias. Con la decisión de desarmar el dispositivo de la impunidad el gobierno recuperaba las reivindicaciones centrales de ese movimiento: Memoria, Verdad y Justicia y, al hacerlo, se fundaba a sí mismo como una experiencia política radicalmente nueva. El desarrollo de los juicios, la ejecución efectiva de cientos de sentencias y la constitución de una narración de los hechos centrada en la condena del terrorismo de Estado, configuraron un camino que debe seguir siendo profundizado con la investigación de los civiles que colaboraron y fueron beneficiados -como en el caso de Papel Prensa y otras 600 empresas- por lo tramitado en las mazmorras concentracionarias. Consecuente con la profundidad de su compromiso con los derechos humanos, una de las características distintivas del proyecto iniciado en 2003 ha sido la firme decisión de los gobiernos nacionales de no reprimir la protesta popular.

El desendeudamiento con el FMI y la restructuración de la deuda externa con una quita inédita, las negociaciones salariales en paritarias que construyeron una dinámica de recomposición de ingresos y, luego, la estatización de la administración previsional y la inclusión de millones de beneficiarios excluidos en el régimen jubilatorio, trazaron un camino en el que la disidencia con las recetas de las ortodoxias financieras se estableció en el plano de los hechos. La desarticulación del ALCA marcó el nacimiento de una nueva política de integración regional que se iría constituyendo en nuevas instituciones, con el Banco del Sur, la UNASUR y la flamante CELAC. El latinoamericanismo dejaría de ser horizonte de deseo o bandera justamente compartida para convertirse en definición de una política internacionalista y regional.

II

En 2008 la nueva época adquirió otros contornos, signados por el conflicto y el entusiasmo. El justo proyecto de retenciones móviles a las exportaciones agropecuarias condujo a una aguda confrontación del proyecto nacional con el bloque de poder que operó -y opera- como el agente interno de la restauración del proyecto derrotado en 2001. Las corporaciones patronales del campo resistieron y no estaban solas. Un tejido nuevo de poder económico se había articulado en el agronegocio con ellas. Contaban con el apoyo de los medios de prensa concentrados, emparentados ideológicamente y entrelazados con los negocios ligados a la Argentina reprimarizada de fin del siglo pasado. Se sumó toda una oposición política variopinta que conjugaba discursos republicanos, conservadores y “progresistas” para la ofensiva destituyente. Organizaciones emblemáticas del empresariado industrial, como la UIA, beneficiarias de las nuevas políticas, no se comprometieron con el instrumento que favorecía la diversificación productiva del país, ya por ataduras con la persistente creencia neoliberal, ya por la apuesta a un modelo centrado en la demanda externa y sustentado en salarios bajos.

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Los tiempos eran agónicos y parieron nuevos actores en conflicto. Se constituyó el bloque que afirmaría la continuidad de un proyecto que, si heredaba los movimientos populares argentinos, también se mostraba prístino en sus diferencias y fundamental en su novedad. Las organizaciones sindicales, sociales, de Derechos Humanos, una buena parte del arco político progresista y de la izquierda no peronista, se asociaron estratégicamente al futuro del kirchnerismo, que se afianzaba como identidad política. Un frentismo de hecho defendía al proyecto del intento de la restauración conservadora. Carta Abierta nacía en ese momento de disputa como expresión de un tipo de militancia que consistía en tomar la palabra colectivamente, procurar interpretaciones y asumir un compromiso público. El conflicto era evidente: frente a un bloque que impulsaba la autonomía nacional y la ampliación de derechos se alzaba una coalición destituyente promovida por la elite del privilegio.

El año 2009 -en el que se afrontó un resultado electoral adverso- supuso un desafío de gran dificultad pero las fuerzas estaban templadas y el gobierno profundizó las políticas reparatorias. La Asignación Universal por Hijo y el programa “Argentina Trabaja” signaron ese momento. Coincidieron durante ese año los efectos de la sequía y la primera fase de la crisis internacional, que fueron enfrentados con políticas y medidas que desafiaban las ortodoxias y recomendaciones de los poderes internacionales y locales. Pese a que no escaseaban los conflictos, el gobierno impulsó con fuerza otra reforma estructural: una ley de servicios de comunicación audiovisual que prescribe límites a los monopolios y amplía el derecho a la información. Doblar la apuesta se constituiría en una marca de estilo frente a las adversidades.

En dos acontecimientos de 2010 pudo verse el cierre de las dificultades mayores del período: en la fiesta callejera de la conmemoración del Bicentenario y en la dolida y colectiva despedida a Néstor Kirchner. Porque si en el primero se vio la multitud reconocida en la nación que se conmemoraba -y esto es: no en abierto conflicto con el gobierno que la representaba-, en el segundo fue la emergencia de un compromiso activo y militante, descubierto junto con la propia fragilidad de las vidas que lo habían incitado. Y si la fiesta del Bicentenario era la contracara de la justa ira de diciembre de 2001; el duelo en la plaza reponía una confianza en la política que era impensable diez años atrás.

III

Eso fue posible porque la apuesta no fue leve y su horizonte fue la Igualdad. Que no es fácil de definir aunque se advierta su búsqueda en luchas, movimientos, documentos, leyes, hechos de gobierno. No es fácil porque se enlaza a otras cuestiones: la de la Justicia, la Libertad. Elegimos, en este momento, llamar Igualdad a las posibilidades de una sociedad más justa con sus integrantes, menos esquiva de lo fraterno y lo cooperativo, menos abrupta en el recorte de las libertades para algunos. No se trata sólo de igualdad de oportunidades reclamada por el liberalismo ni de distribución económica, aunque todo ello resulta imprescindible. La ley del matrimonio igualitario -que lleva en su nombre la cuestión que tratamos-, seguida por otras de muy reciente aprobación, evidencia una virtuosa escucha legislativa de los reclamos y valores impulsados por las minorías. El derecho al aborto, concebido como defensa de la autonomía de las mujeres a definir sobre su cuerpo y su deseo a la maternidad -y ya no como sumisión a la voluntad de un otro-, está en el horizonte de esas medidas que, impulsadas por pocos, inauguran, sin embargo, otro estado de los valores, las creencias y las lógicas que estructuran la vida social.

Si la Igualdad es el horizonte de estas políticas, lo es como igualdad en la diferencia y reconocimiento de la heterogeneidad. Lo es como ampliación de la ciudadanía, que se va

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desplegando en un recorrido desde la inclusión -con las múltiples estrategias de reparación social- hacia la Igualdad. No es poco lo que falta en este sentido y seguramente nunca el camino estará cumplido. La igualdad en la diferencia debe ser también el signo de una democratización profunda de la cultura, a la que las mayorías tengan acceso, generando disposiciones al conocimiento y el disfrute de lo creado por este país. Democratizar la cultura no es sólo generar espectáculos masivos. Es también crear las condiciones para la renovación del gusto cultural popular y para el impulso hacia la emergencia de nuevas y distintas expresiones. Hay mojones de este intento -como la ley de medios y Tecnópolis- que debe ser profundizado y ampliado. Muchos pasos se han dado de 2003 a hoy para disminuir la desigualdad que había generado la destrucción de la educación pública. Más chicos en la escuela y almorzando con sus familias. Menor deserción. Primeras camadas del secundario en algunas zonas del país. Docentes reconocidos en su dignidad de trabajadores. Bibliotecas y netbooks para todos. Estos cambios destacan y promueven el desafío de avanzar por lo aún faltante: la buena escuela pública, como la mejor alternativa de formación en todos los lugares y para todos los sectores. Habrá que explorar pedagogías, cruzar saberes y pensamientos, interrogar los modos de transmisión del conocimiento; pero esto será posible no sólo por el trabajo de especialistas sino por la mayor participación de sujetos activos con compromiso en la transformación cultural y social necesaria para la buena educación. Ello requerirá que la política de Estado enunciada en la Ley de Educación Nacional se traduzca en prácticas sociales que legitimen en todo el territorio de nuestro país el derecho a la educación pública en una sociedad democrática. Pero aun con los cambios legislativos y políticas implementadas, subsisten tendencias estructurales regresivas, constitutivas de una matriz de sistema educativo, cuya reversión es imprescindible para atender al objetivo de la Igualdad. El creciente peso relativo de la educación privada -sostenida con financiamiento del Estado- en todos los distritos del país, pero con más intensidad donde predomina la población de sectores medios, resume la significatividad de esas herencias. Ese avance en desmedro de la centralidad de la educación pública es una fuente de desigualación social que conjuga desde segmentaciones clasistas hasta prejuicios raciales. La superación de esta lógica requiere de la convocatoria a los docentes, a los sindicatos y a la participación popular para movilizar la reposición de la escuela pública como núcleo clave de igualación social y forja de unidad popular.

Una nueva etapa del proyecto nacido con la asunción de Néstor Kirchner en el año 2003 queda inaugurada en los discursos de cierre de campaña de la Presidenta, en ocasión de la victoria electoral y en el foro del G20. En ellos el ideal de la Igualdad y la crítica del orden global del neoliberalismo resonaron como sus núcleos clave. Posicionarse desde América Latina y el Caribe sin neutralidad ni imparcialidad señala el alineamiento frente al poder central en el orden internacional y del lado de las mayorías populares en la política nacional. No son aceptables las interpretaciones de este triunfo electoral como el resultado de un modelo de consumo y a la vez clientelar, del tipo del que signó a los años noventa. En estos se trataba de una política de dádivas en un proceso de exclusión, en tanto el crédito a los sectores medios, el dólar barato y la focalización arbitraria -constructora de desigualdad- avanzaban con un discurso que naturalizaba la desaparición de la política como herramienta de transformación. Se trata de la diferencia del sufragio en una nación de ciudadanos frente al voto en un mercado de consumidores.

IV

La histórica denuncia de las “relaciones asimétricas” en la reunión de Mar del Plata, que derrotó al ALCA, y los proyectos de constitución del Banco del Sur y de la UNASUR, así como la desvinculación de las políticas recomendadas por los organismos financieros internacionales, precedieron a una crisis que tiene alcances inéditos, dramáticos y de fin imprevisible. La nueva

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política económica heterodoxa desarrollada por la Argentina y buena parte de América Latina y el Caribe generó mejores condiciones para las respuestas frente a la profunda crisis que se despliega en el nivel de la economía mundial.

El desplome financiero conduce a la destrucción de un stock de capital ficticio inconmensurable que provoca el desmanejo de las finanzas globales por los organismos creados para ese objetivo. Las derechas de los países centrales se obstinan en profundizar la lógica ultramercantilista en el funcionamiento de las economías, tanto en los órdenes nacionales como en la esfera global. En esos países la democracia emprende el retroceso a una formalidad sin ciudadanía, mientras el poder financiero elige tecnocracias para dirigir sus destinos. Las instituciones que fueron origen y centro de la crisis intentan someter a su cruda ley los presupuestos públicos y dar garantía de continuidad al capitalismo en su forma de financiarización. Xenofobia y ajustes en los presupuestos públicos, privatizaciones de empresas de servicios y reducciones de salarios, despidos masivos y destrucción de lo que restaba de los Estados de bienestar, configuran el nuevo rostro de los países centrales. En el centro del mundo se diseña un escenario de incertidumbre y amenazas, del que no están excluidas las intervenciones armadas que se excusan en “paradigmas civilizatorios”. Sin embargo, este avance reaccionario no se despliega sin resistencias. Las huelgas y movilizaciones obreras y el surgimiento de nuevas expresiones de lucha popular -como la de los indignados- son síntomas de un descontento que constituye un potencial de futuros conflictos, lejos de la pretendida sentencia del fin de la Historia que el neoliberalismo proclamaba en sus décadas de esplendoroso ascenso.

El discurso presidencial en el G20 impugnó el capitalismo financiero, la desregulación y la política de precarización del trabajo. Una impugnación a la esencia del capitalismo realmente existente. Implacable crítica hecha desde la jefatura de un gobierno empeñado en construir una sociedad de derechos mientras ese capitalismo actual los destruye en el centro del sistema global que construyó. ¿Habrá futuro para el capitalismo? ¿Habrá futuro para la humanidad? ¿El anarcocapitalismo conducirá a la barbarie?

La degradación del sistema en los países centrales comprende la aceptación y el fomento de paraísos fiscales, esquemas de elusión impositiva, maniobras con los precios de tranferencia en las operaciones intrafirma de las empresas transnacionales. Así, mientras la financiarización conduce a la profundización de estos rasgos, los discursos de los líderes de las naciones hegemónicas condenan esas prácticas, la mayoría de las veces en forma hipócrita, mientras promueven ordenamientos legales internacionales con objetivos más cosméticos que transformadores.

En cambio, los países periféricos que sufren pérdidas fiscales y fugas de capitales por la presencia de esos mecanismos, están interesados realmente en su desarticulación. El gobierno argentino ha trabajado en los foros internacionales en esa dirección. Así, el interés en el combate al lavado de dinero y la evasión fiscal son objetivos importantes y destacables de la política del gobierno. Pero resulta equivocado legislar esas cuestiones en el formato de “Ley Antiterrorista”, como se lo hace en el actual proyecto que trata el Congreso. Ese dispositivo adopta la duplicación de condenas acogiéndose a una definición del concepto de terrorismo de carácter tan inespecífico, que podría utilizarse en fallos judiciales que criminalicen la protesta social. Formato antiterrorista e inespecificidad de acepción que deriva del poder y las presiones norteamericanas en los foros internacionales. El gobierno argentino se ha destacado por su voz crítica en ellos y por eso sorprende y preocupa esta adopción de un estándar internacional contradictorio con el espíritu democrático del proyecto nacional que hoy despliega.

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Durante la última década nuestra región ha comenzado a desarrollar, de manera creciente, una experiencia económica, política, social y cultural esencialmente diferente de la verificada en el mundo desarrollado. Tal proceso político, dirigido a establecer esa sociedad de derechos es incongruente con las sociedades de libre mercado. La preeminencia de lo político, tendencia verificable en gran parte de las nuevas experiencias nacionales de América Latina -con marcadas heterogeneidades, indudablemente- supone un ejercicio creativo de regulación pública creciente de aspectos económicos esenciales en el cual la ciudadanía política recupera un lugar principal respecto de las relaciones mercantiles no exento de conflictos y contradicciones. La frustración del plebiscito popular en Grecia acerca de las recetas de ajuste impuestas por el FMI, Alemania y Francia, permite realizar un poderoso contraste con la mayoría de los gobiernos latinoamericanos cuya soberanía política en materia económica se acrecienta y complejiza a través de novedosos entramados nacionales y de integración multidimensional. Si bien estos procesos no están exentos de intrincados desafíos, asociados a un exacerbado grado de transnacionalización, gestión de recursos naturales y complejos escenarios de tensión distributiva, sus características distan de constituirse en evidencia de la lógica del capitalismo central. La imaginación política regional, la búsqueda de autonomía y la voluntad integradora esencialmente crítica del neoliberalismo, han abierto una variante de organización social cuya denominación constituye aún una incógnita a dilucidar recurriendo a nuevos debates aún en ciernes. Parece apropiado evitar referencialidades semánticas a pesadas e irresueltas herencias, no renunciando sin embargo a recuperar del arcón de posguerra la voluntad de las grandes gestas humanas que, a través de distintas identidades, dirigieron su proa a idearios democráticos, populares, independientes, igualitarios y libertarios.

No es fácil darle nombre propio al tipo de sociedad que queremos, dice la Carta Abierta /10 y, ciertamente, ese nombre aparecerá cuando se pronuncie colectivamente, en el interior de la conciencia de miles y miles de personas. La unidad de América Latina y el Caribe, que incluye el rechazo a las conductas imperiales y la anárquica desregulación financiera, resulta en la urgencia de una autonomía no sólo justa, sino imprescindible, frente al desastroso despliegue reaccionario en el centro del capitalismo mundial. El paradigma de la Igualdad adquiere una significación trascendente como brújula en el clima de desazón de esta época.

La recuperación y centralidad de la idea de Igualdad representa una transformación cultural en la Argentina. El trazo grueso de los cantos de sirena del neoliberalismo fue el de crecimiento y derrame: sin acción pública los estímulos de mercados y ganancias conducirían a la ampliación y eficiencia productivas que desembocarían en la reducción de la pobreza en una sociedad de desiguales para el “bien” de todos. Sin embargo, el resultado fue el estancamiento y la exclusión.

Siempre ha existido una relación contradictoria y tensa entre capitalismo e Igualdad. La extensión de los derechos civiles y políticos generalizó la ciudadanía formal, mientras que esa expansión a la vez operaba como velo de la desigualdad en el acceso a bienes y servicios. La idea liberal de un ámbito público de la política alienado de un espacio privado reservado para la economía, esteriliza la potencia de la primera para transformar la segunda. Ni la Igualdad sustantiva, ni la ampliación de derechos son cuestiones de mercados, sino de ciudadanía. La primacía de la política sobre la economía, la intervención pública en ésta, la sustitución del objetivo del crecimiento por el del desarrollo y el privilegio ciudadano sobre la determinación mercantil para elegir el destino estratégico de una nación, son tributarios de una propuesta de profundización de la Igualdad. Ésta es la inscripción del paradigma de la Igualdad proclamado por la Presidenta como objetivo de esta etapa.

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V

Desde 2003 se produjo una mejora sustantiva en la distribución del ingreso, tanto que la Argentina eleva los índices promedio de la región en términos de equidad distributiva. El sistema impositivo alcanzó en 1974 su pico de equidad del siglo XX, y luego comenzó un ininterrumpido derrumbe que profundizaba constantemente su regresividad. El actual proyecto ha revertido esa tendencia alcanzando una leve progresividad al final de la década recién concluida. Las retenciones han contribuido a ese cambio. Pero el régimen impositivo sigue siendo injusto con el 20% más pobre de la población y reclama una reforma tributaria. Reforma que también es necesaria para la estabilidad estratégica fiscal. El impuesto a la renta financiera, la mayor progresividad del impuesto a las ganancias, la reforma en el impuesto al valor agregado, la consolidación de las retenciones (inclusive recuperando la idea de retenciones móviles) y el refuerzo de las imposiciones patrimoniales provinciales, son cuestiones pendientes.

El crecimiento del gasto público ha contribuido a la mejora de la equidad. El significativo incremento del presupuesto educativo y el aumento del gasto en salud contribuyeron en ese sentido. La inversión realizada en esos campos requiere una renovación ahora cualitativa: una atención que no sólo descanse en la mejora de la infraestructura escolar o sanitaria. En relación a la salud pública es preciso puntualizar que no se han producido avances en importancia e intensidad equivalentes a los que sí se dieron en áreas como los derechos previsionales, humanos, educación y de generación de empleo. Se ha tendido a consolidar la inercia heredada, a contramano de las notables transformaciones que el modelo nacional y popular ha sabido generar. El control a los laboratorios, la producción pública de medicamentos y la regulación de la medicina prepaga deberían avanzar en la generalización de un sistema igualitario de salud. Hoy sólo el 1,9% del PBI se invierte en salud pública gratuita, mientras subsiste -en un sistema fragmentado- una enorme inequidad en la distribución de los recursos. Pensar la salud como política de integración social hace necesario recuperar el rol del Estado como único rector y prestador creciente y dominante, para hacer realidad la universalidad de la atención y el acceso a la salud como derechos de ciudadanía. Un derecho no es ni puede ser una mercancía, ni debe ser el mercado quien distribuya la salud y la vida.

La quita de subsidios a los ricos y a las clases medias-altas que pueden prescindir de los mismos contribuye a la equidad distributiva. La reasignación presupuestaria al gasto social y a la inversión pública es de estricta justicia. La campaña mediática que designa la mayor carga como un ajuste tiene una marca clasista. No hay redistribución sin recortes del ingreso de los más pudientes. Ajustistas son las políticas recesivas y restrictivas que disminuyen la capacidad de consumo de las mayorías populares asociadas a recortes del gasto público y no así las reasignaciones progresivas del mismo, que mantienen su nivel. Un cambio distributivo supone modificaciones en la lógica de consumo y de la propia estructura productiva que provee los bienes para éste.

La cuestión de la Igualdad comprende el debate clave acerca de los sectores en pugna por la distribución del ingreso. Los enfoques económicos que desde diversos sectores apuntan a detener la política de incrementos salariales, ubicándola como causa del alza de los precios y la disminución de la competitividad externa, tienden a imponer un orden injusto propio de la experiencia neoliberal, pero esta vez actualizándolo bajo la forma de una peligrosa heterodoxia de raíz conservadora. Este aparente oxímoron consiste en propiciar una creciente intervención estatal en materia económica pero amputando las políticas que diferenciaron al período abierto en 2003 -asociadas a la recuperación de los convenios colectivos de trabajo y la dinámica sindical- del programa encarnado por el duhaldismo en beneficio del poder económico concentrado local y

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extranjero. La competitividad externa, luego de la devaluación del peso argentino en 2002, fue conseguida a costa de fuertes transferencias de ingresos desde los trabajadores y sectores vinculados al mercado interno hacia los sectores empresarios medianos y grandes rurales y urbanos. No se explicó, entonces, por un incremento de la competitividad sistémica genuina, sólo posible por saltos tecnológicos y productivos devenidos de una conducta empresarial de fuertes inversiones, que en el caso de las grandes empresas tendió a no verificarse con el mismo dinamismo que en la década de los ‘90 pese a las comparativamente altas tasas de ganancias de los últimos años. La imprescindible política de incrementos salariales sistemáticos propiciados, a partir de 2003, por los gobiernos nacionales tendió a compensar esa transferencia inicial y distribuir los beneficios de la acelerada creación de riqueza que se produjo. Con el fin de preservar el carácter progresivo de la política pública -uno de los basamentos del modelo económico- parece imprescindible encauzar el debate acerca de la inflación y el tipo de cambio hacia los complejos escenarios de la puja entre sectores sociales por la distribución del excedente, ejercicio que implica analizar precios, tasas de ganancia, productividad, inversiones y salarios de manera conjunta. Ello supone en sí una renovada acción estatal, tanto técnica como política, sostenida por un debate público, como expresión evidente de la metáfora presidencial de “sintonía fina”.

Mucho se hizo en estos años en pos de la afirmación de la Igualdad. Lo hizo un gobierno componiendo a su alrededor un conjunto de alianzas. No fue menor el lugar que tuvo y tiene en esa alianza el sindicalismo mayoritario. Organizaciones remisas a revisar las lógicas de poder que las estructuran -y que las llevan al reconocimiento de cercanías que son claramente corporativas, como la defensa de algunos dirigentes que son juzgados por delitos económicos, delitos inaceptables desde cualquier percepción efectiva de la defensa de los derechos de los trabajadores-, pero al mismo tiempo forjadas en la protección de los derechos de los asalariados formales. El grupo que hoy conduce la CGT se templó en la resistencia de los años ‘90; y desde 2003 para aquí articuló alianzas al tiempo que sostuvo la mejora de los salarios y la ampliación de derechos. Un contexto de expansión de la demanda laboral y de paritarias reconocidas lo hizo crecer y afirmarse. Hoy aparecen, enfáticamente anunciadas, oscuridades en esas alianzas.

No es fácil, nunca, orientarse en las coyunturas que son pródigas en ambigüedades, en componer hilos heterogéneos, en presentarse con rostros ambivalentes. Pero todo ello no puede evitar una nitidez que sigue presente: la política argentina sigue teniendo un trazo fundamental que distingue entre un bloque de la reacción y un movimiento -complejo y múltiple- que apuesta por la Igualdad. Es inimaginable que los trabajadores argentinos y sus representaciones sindicales elijan el camino de la reacción, arrojándose a los brazos de aquellos que hasta ayer nomás se decían sindicalistas para defender intereses patronales o para actuar como emisarios de la corrosión de la legitimidad institucional. Porque la CGT conducida por Hugo Moyano no tiene nada que ver con un gastronómico de las barrabravas ni con un dirigente de peones rurales que pone a sus afiliados como carne de cañón para un paro patronal. Habrá nubarrones en la coyuntura, oscuridades que opaquen la nitidez, habrá que renovar -para despejarlos- un compromiso común, un compromiso hecho de tensiones, diálogos, conflictos y disidencias pero sustentado sobre un acuerdo necesario: el de profundización de la Igualdad, el de ampliación de derechos.

VI

El paradigma de la Igualdad como el que se avizora requiere de la autonomía nacional. Un problema central y estructural subsistente e intacto es la extranjerización de la economía. La concentración más esa extranjerización, profundizadas deliberadamente por las políticas

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neoliberales, contribuyen a una persistente fuga de capitales. Durante los ‘90 se financiaba con endeudamiento y hoy se lo hace con las divisas del superávit comercial, conseguido como resultado de la actual política económica y de las condiciones de la economía mundial. Así, el resultado del esfuerzo común es girado al exterior por los más poderosos, que cuanto más ganan más giran. Las constantes remesas de utilidades revelan que la Igualdad no constituye un objetivo exclusivamente social, sino un problema nacional. Así, a la exigencia de mayor inversión se agrega el requerimiento de renacionalizar la economía. Las filiales de las empresas transnacionales orientan su política, mucho más, por las necesidades y lógicas de sus casas matrices que por las definiciones, estímulos y objetivos de la política económica local. Una nueva ley de inversiones extranjeras es necesaria para proveer un marco regulatorio que permita al Estado fijar políticas.

Pendiente está, en función de la profundización de la Igualdad, una legislación justa sobre la posesión de la tierra urbana y rural. El proyecto de Ley actualmente en discusión constituye un primer paso. Los desalojos de los humildes y la prepotencia de quienes los llevan a cabo han causado derramamiento de sangre y muertes. La legislación necesaria implica un debate respecto del derecho de propiedad, que por cierto se originó como todos los derechos civiles como reivindicación de los más débiles frente a los más fuertes. La conquista de los montes por parte de los sojeros tiene la misma lógica que la conquista del desierto del siglo XIX. Se despliega como una violación del derecho de propiedad comunitaria para la vida y la cultura de comunidades enteras, destruyendo los derechos de los pueblos originarios y de los campesinos para establecer otros nuevos, que protejan la apropiación de medios de producción por una clase objetivamente vinculada con la restauración del modelo derrotado en 2001. Apropiación típica de los conquistadores, por medio de la expulsión de campesinos de sus tierras. La solución del hábitat urbano y rural es, tal vez, la que atendería los problemas de mayor injusticia y violencia, resultantes de inequidades desgarrantes.

La marginación del ideario del desarrollo, y su empobrecimiento al subsumirlo en los conceptos de crecimiento y derrame, fueron tributarios de la sanción de leyes financieras que retiraron al Estado de la función de direccionamiento del crédito. Nuevas leyes que regulen el funcionamiento de las entidades, las funciones del Banco Central -que incluyen la recuperación del poder estatal para articular la política monetaria con las otras políticas públicas- y los derechos, acceso y protección a los usuarios del crédito, significarán la derogación y el reemplazo de la que fuera la ley de leyes de la política económica de la dictadura terrorista: la ley de entidades financieras, y, también, de la carta orgánica del Banco Central, columna vertebral de la financiarización.

La vibrante defensa de Cristina Fernández de la gestión en Aerolíneas Argentinas, la estatización que dio origen a AYSA y las diferencias de eficiencia en la gestión pública de los fondos jubilatorios aplicados a proyectos de desarrollo, habilitan una vía de profundización sostenida en la recuperación de la gestión empresaria del Estado. Quedó agotado el discurso de la ineficiencia pública respecto de la virtud de la privada. El desempeño del Banco Nación durante las crisis y en el estímulo del crédito productivo, frente a la conducta lucrativa de corto plazo de una banca extranjera especializada en créditos personales -colocados a altas tasas-, muestra otro contraste que abunda en el fundamento del colapso de esa creencia. Así, el empeoramiento del balance de divisas en el sector energético, alerta sobre una insuficiencia exploratoria del capital privado en la industria petrolera. La mejora en el planeamiento y la regulación, y la recuperación de la centralidad empresaria estatal en ese sector no sólo atenderían a requerimientos del proceso de desarrollo, sino que también crearían condiciones para generar estrategias

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económicas que no desdeñen el cuidado del medio ambiente, a la vez que afirmarían el camino de la autonomía nacional.

VII

Si se postula una sociedad de derechos, es impensable avanzar sin la idea del plan. Una sociedad de mercados es una sociedad sin plan, porque la organización de la misma opera indirectamente por el peso de la pura correlación de fuerzas de los poderes económicos. En cambio, la construcción de una sociedad de derechos requiere de la participación ciudadana en las decisiones. Participación cuya fuerza quedó demostrada en la forja de la ley de medios, en su discusión por múltiples foros y en la creación de una sensibilidad social sobre su importancia. No debe ser ese un caso aislado sino el umbral para políticas renovadas en las que se apele a una capilar politización de lo cotidiano. O, dicho de otro modo, en el que se conjugue la igualdad más profunda: aquella que nos hace sujetos políticamente autónomos, capaces de opinar, juzgar, comprometerse y decidir.

Una sociedad movilizada, una opinión pública capaz de forjarse en los debates y no en ningún pensamiento único, una dirigencia capaz de asumir desafíos renovados, un vasto conjunto de militancias heterogéneas y diferentes, configuran un escenario promisorio para el año que se abre. Los desafíos son profundos y las interpretaciones que se conjuguen deberán estar a la altura. No es tiempo de tratos maniqueos con el pasado ni de juicios sumarios sobre la Historia, más bien lo es de recostar nuestra experiencia política sobre la diferencia que establece con otros momentos pero también para que su actual complejidad ilumine la complejidad del pasado. Porque somos enfáticos habitantes del presente, debemos ser comprensivos visitantes de lo sucedido. A sabiendas de que los tiempos nos exigen una imaginación política renovada y un compromiso colectivo para pronunciar las palabras justas. Aquellas que nos permitan afirmar la Igualdad.

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CARTA ABIERTA Nº 12

La diferencia

1.

El actual gobierno mantiene una diferencia que se hace notoria cuando crece la espesura de hechos que son portadores de cierta turbación y ambigüedad. Pero en las innumerables tensiones de la hora, permanece siempre un sentido decisorio ligado a un círculo efectivo de protección de las grandes reformas introducidas en la vida social, en la economía de los sectores populares, en las acciones que involucran al Estado asumiendo responsabilidades colectivas indelegables. Y, desde luego, en el tejido de la memoria nacional, como lo demuestran los juicios que siguen ensanchando las fronteras de la democracia activa, hijos del hiato que significó la decisión de que los símbolos del terrorismo de Estado caigan de las paredes del Colegio Militar en donde superponían la historia aciaga del pasado con las historias nuevas que debía vivir el país.

Así, el kirchnerismo es un implícito y explícito sentido de la historia basado en el igualitarismo político, social y de género; en el desarrollo nacional compartido con nuevas políticas ambientales, lo que aún debe perfilarse con vigor e imaginación nueva; en la modernidad basada en críticas pertinentes a la globalización; en el autonomismo de los movimientos sociales, aun cuando entre ellos y el Estado todavía deben generarse posibilidades más ricas de interrelación; en la promoción científica y técnica bajo el doble resguardo de la soberanía nacional y la autonomía del pensamiento crítico; en un latinoamericanismo activo que se inspire en los legados más que centenarios y pueda concretarse en el siglo XXI en nuevas sociedades mancomunadas sobreponiéndose a las acciones desestabilizadoras que son un acecho permanente, como lo demuestra el caso del Paraguay. Y tantos otros hechos, operantes en la memoria pública, que no se pueden oscurecer por los tropiezos y obstáculos que se ciernen en el horizonte. Pero el kirchnerismo es también una actuación posible, necesariamente creativa, en un mundo capitalista en quiebra, que como decían viejos y respetables escritos, surge y crece con sangre entre sus poros, arrastrando a los procesos populares, muchas veces, en su ordalía de decadencia y servidumbre.

Brecha, pausa, fisura, hendija, diferencia. Quedémonos con esta última palabra, aunque las demás son parecidas. En todos los casos se desea significar la figura de una innovación en la espesura de hechos, y como se ha dicho, de una peculiaridad irreductible que subsiste en el movimiento político que gobierna el país a pesar de que se lo quiere ver inmerso en el manejo de arbitrariedades, como disuelto en retrocesos y pequeñas maniobras de subsistencia. Decir diferencia presupone una fórmula para volcar los hechos hacia la percepción de las novedades, que los hace distinguibles a pesar del cúmulo de incidentes circunstanciales y con apariencias contradictorias con el significado que los origina. Es que el kirchnerismo, en primer lugar, es un modo de tomar decisiones bajo el acoso de severas circunstancias políticas. Hay en la Argentina un rompecabezas que no se descifra con los conocimientos clásicos, aunque muchos de sus tramos son sabidos. Continúa entre nosotros la tarea de desfondar el núcleo principal de creencias que selló, hace casi una década, la voluntad de revertir en el país los daños inferidos por una revolución conservadora indefendible, aunque sus consignas destructivas todavía se resistían a salir de escena luego de la formidable crisis del 2001, como lo prueba la votación del 2003, donde Menem aun ocupaba el primer lugar y el no muy conocido Néstor Kirchner el segundo. Para percibir lo que mencionamos como desfondamiento o violentación, basta leer los diarios, porque en ellos está la noticia y también el ariete que las recrea a la manera de un bonapartismo mediático.

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¿Cómo se produce el permanente quebrantamiento de la institución gubernativa a partir de los procesos contemporáneos de la justicia y del bonapartismo mediático? Podemos ver que bajo el acoso de un impresionante aparato comunicacional se emplean estilos profundamente corrosivos. Toda inmediatez es promovida como si no hubiera diferencia entre las ocurrencias desdichadas en una sociedad compleja –accidentes varios, hechos de sangre, vulnerabilidad de derechos, todos los sucesos lamentables de la vida injusta, que no han desaparecido de ninguna de las grandes metrópolis mundiales, incluso las nuestras– y lo que podríamos llamar la Culpa Estatal. Tan sólo los que insisten machaconamente con que la Presidenta no distingue entre su vida privada y los asuntos públicos son quienes presentan la imagen de una sociedad quebrada por la inseguridad, la corrupción y la inflación. Para mostrar esta tesis, una batería de imágenes de situaciones de criminalidad se encarga cotidianamente de privar de contextos y de marcos explicativos singulares a acontecimientos que parecerían emanar de un gran hueco donde las vidas están en peligro constante y la responsabilidad de todo ello recaería sobre el Estado.

Todo gobierno de raíz popular hoy está en riesgo y debe partir de esa premisa. Y para disminuir esos riesgos sólo vale acentuar y promover un sentido de realidad tan efectivo e histórico, como empírico e intelectual. Este reclama una nueva visión crítica de los modos comunicacionales que no sólo por ideología y voluntad, sino también por su configuración tecnológica, encarnan una suerte de gobierno de las almas, donde se infunden las nociones fundamentales de miedo, el primitivismo justiciero del vengador y el pensamiento descartable y rápido, basado en golpes pulsionales que anulan toda mediación entre sociedad e instituciones. No se trata de negar la existencia de problemas, pero todos ellos, pasados por los tejidos conceptuales y redes mediáticas, adquieren un estatuto fantasmal, son generalizables como juego inmediatista de las conciencias, infundiendo un sentido de ciudadanía aterrorizada, dispuesta –frente al abismo conceptual que se les presenta– a darles sustento a ideologías de mano dura, securitistas, planes de ajuste, pedagogías del pánico; en suma, derechización de las sociedades.

Contra eso nos expresamos y luchamos. Sabemos que para atacar al gobierno, se ataca la diferencia que encarna. Y para eso se recurre no apenas a los grandes mitos comunicacionales de la vida segura y purificada –mito despolitizador, pues sólo la política pública y colectiva puede dar seguridad democrática a las poblaciones sin artificializar las formas de vida–, sino a enviar sus arietes de izquierda a las zonas de superposición con los grandes aglutinantes de la globalización –por ejemplo, la política minera, que aún no cuenta con suficientes resguardos en cuanto a las exigencias ambientales y, más todavía, a las exigencias de vida de las comunidades cercanas a los establecimientos extractivos–, sabedores de que allí hay tareas incumplidas, definiciones que deben transitarse. Pero al señalarse que se está frente a un gobierno que sostiene esquemas económicos atravesados por las dificultades de la hora, los grandes medios han decidido el esfuerzo máximo de travestismo. Mientras acusan al gobierno de apócrifo, deciden ser de derecha cuando atacan los horizontes avanzados en cuanto a las políticas de derechos humanos; deciden ser de izquierda cuando atacan las políticas extractivas; deciden ser lo contrario de lo que fueron en el 2008 cuando en el 2012 sugieren una sojadependencia; deciden ser libertarios cuando atacan a los periódicos oficiales por ser “pautadependientes”, abandonando como una ilusión adolescente su situación real de ser los grandes medios de comunicación que, a su vez, son empresas del capitalismo internacionalizado, siempre dispuestas a asociarse a las causas más retrógradas del vasto mundo.

Todo, con tal de atacar la diferencia, aquello que hace del kirchnerismo una instancia que se sitúa en el terreno de la decisión nueva. Nueva por guardar el espíritu de cambio de generaciones anteriores, nueva porque navega en las aguas inciertas de una humanidad sometida a poderes

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coercitivos e inhumanos, y preserva el hilo esperanzado de una sociedad con derechos y libertades redescubiertos para innovar las prácticas políticas. La lucha por mantener y ampliar la brecha está a la orden del día. No se ha oscurecido esa diferencia por la serie de obstáculos que surgen transversalmente de las afueras y del propio interior de ese movimiento político, si lo definimos como colector de amplias modalidades del ser político, tal como se ejerce en los partidos populares argentinos. Ante ello, son necesarios nuevos procedimientos, o la conciencia de nuevos procedimientos que eviten que la distancia de hecho y de derecho producida respecto de la política tradicional sea devorada por esa misma política tradicional que tiene a su disposición toda clase de máscaras para su oficio de desfondamiento: máscaras de moralidad abstracta y de izquierdas que no son lúcidas ante la paradoja.

Una nueva derecha quiere que se olvide que lo que da fuerzas a esta experiencia contemporánea es el modo en que, desde sus comienzos, se ligó a la idea de resistencia en los ’90, a las movilizaciones sociales inaugurales del siglo XXI y a las tenaces luchas por la memoria y por los derechos, para entonces sumergir la diferencia que organizó el espacio político de esta década. Lo suyo es el aplanamiento cultural a las formas más establecidas de un optimismo comunicacional y sentimentaloide, la legitimación de políticas de criminalización social ejercidas por policías bravas que siguen utilizando la tortura como brutal método represivo, la despolitización enunciada como horizonte de la gestión estatal, la realización de medidas de contención social sin vocación transformadora. Se erige, explícitamente, como alternativa de un tipo de concepción de la política que es conflictiva porque se pretende transformadora, que es reapertura de problemas porque se sabe disruptiva, que por muchos momentos parece apenas balbuceada pero porque no renuncia a su propia invención.

No puede haber, para nosotros, continuidad entre la experiencia política de la que somos parte y esa nueva derecha que quiere erigirse como heredera. Porque si apoyamos la ley de medios es también porque debatimos el formato bajo el cual se forjan subjetividades a la orden de la sociedad del espectáculo. Porque si habitamos el presente con angustia y entusiasmo es porque no creemos que el horizonte pueda ser definido por una idea de felicidad colectiva centrada en el consumo y en la reproducción del capital. Porque si hacemos política es porque vemos, en la escena contemporánea, los intersticios a expandir no sólo para la reparación de los muchos daños que vivió nuestro pueblo, sino también para la creación de formas de vida emancipadas. Nada de eso persistirá si triunfan aquellos que quieren acotar el kirchnerismo a una etapa casual del peronismo, transitoria y renunciable, declarando sucesores naturales a las derechas internas. Lo que está en juego no es poco. Y no se trata de una oscura disputa de poder sino de la posibilidad de que lo sucedido y lo realizado no sea liquidado por los agentes de la repetición, ni conjurado por las fuerzas –múltiples y extendidas– del conservadurismo argentino, presente tanto al interior como fuera de la alianza electoral triunfante.

La situación en el movimiento obrero organizado deja en evidencia el enorme retraso que existe en el campo nacional y popular con respecto a superar viejas modalidades de organización corporativa y de connivencia con las patronales que hoy se transforman en un lastre para el proceso que vivimos. Durante décadas se amasó en Argentina un modelo de sindicalismo que si bien defendía, en algunos casos, los derechos de los trabajadores que representaba, al mismo tiempo fue constituyendo lógicas empresariales en su interior y cercenando alternativas. De allí el nombre de “corporación” que se ha arrojado a la discusión pública. Si la actual hora argentina es, como creemos, de profundas transformaciones, y si está en juego la democratización de cada vez más esferas de la vida social, entonces lo que alumbra este conflicto es la posibilidad de modificar las antiguas organizaciones sindicales. Hoy necesitamos de la participación de los trabajadores,

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representados democráticamente, en la convocatoria a discutir la participación activa en la construcción conjunta del proyecto nacional.

La ruptura de un sector de la CGT con el gobierno, y su sorprendente alianza con la derecha, contrasta tanto en prácticas sindicales como en posicionamientos políticos con la experiencia que expresan los gremios nucleados en la CTA que conduce Hugo Yasky. A esta constatación no son ajenos ciertos sectores de la clásica central obrera, pero su rol minoritario diluye las posibilidades de incidir en los grandes trazos de la política que se construye desde Azopardo.

En el mundo sindical, las viejas conducciones no pueden admitir que la incorporación de más de cuatro millones de jóvenes trabajadores al circuito productivo acentúe la urgencia de un modelo sindical distinto, con democracia interna y mayores libertades de actuación y representación. La actual legislación no ha podido impedir la fragmentación política de las estructuras tradicionales, ni garantizar que alguno de esos fragmentos sea genuino apoyo para el proyecto que gobierna la Argentina desde 2003. La ruptura de su alianza con el gobierno no acredita, para Hugo Moyano, el papel que tampoco pueden acreditar para sí aquellos que claman para sucederlo.

La crisis del viejo modelo sindical seguirá siendo una atmósfera propicia para el conservadurismo y la reacción si no es superada con la promoción de leyes que garanticen la plena participación de los trabajadores, que establezcan métodos transparentes de elección, que ilegalicen los procedimientos y prácticas que naturalizan el fraude y la proscripción de listas opositoras, que aseguren la incorporación y representación de las minorías y que, en definitiva, preserven la autonomía sindical y la plena libertad de agremiación.

En esta escena el juicio y castigo a los culpables materiales e intelectuales del asesinato del joven Mariano Ferreyra, cuyo principal acusado es José Pedraza, constituye un inédito hecho contemporáneo que, paradójicamente, surge de un reclamo social, de las actuaciones estatales y de los giros político-culturales profundos de la etapa política, más que de una impostergable revisión del propio sindicalismo en crisis. Un antes y un después quedará sellado por el resultado de este juicio en el que no puede quedar habilitada ningún tipo de impunidad.

Por eso insistimos: son necesarios nuevos procedimientos, porque la diferencia que el kirchnerismo encarna está a la vista. Como ciertas constelaciones, en el agitarse de los días, a veces se ve más nítida y otras no, se balancea entre las zonas penumbrosas de un país difícil para las grandes transformaciones. Para los que hace mucho entienden qué es lo que está en juego, es precisamente por eso –por la diferencia, que es la forma de la esperanza– que lo atacan.

2.

Si algo se viene construyendo como identidad del proyecto en despliegue es lo democrático-nacional-popular. La frase no es un cliché, pues está abierta a la vida cotidiana, a las clases sociales productoras, a los intelectuales de todas las corrientes que interpretan con pluralidad de estilos las necesidades de un cambio civilizatorio. Lo recorrido desde el 2003 instituyó a la autonomía financiera como raíz de la política económica y también de la propia cultura de esta etapa histórica. Desendeudarse y ser libres para formular nuestros planes, establecer nuestra fiscalidad, direccionar nuestro crédito, manejar nuestra moneda, disponer de nuestras reservas, controlar los movimientos del capital especulativo, evitar la fuga de divisas. Una libertad que, articulada con valores patrióticos, resiste las imposiciones de las hegemonías mundiales, de amarrar con una lógica unívoca las institucionalidades nacionales, naturalizando un pensamiento único con un lenguaje hecho de palabras que hoy las mayorías populares perciben como penurias, mientras ellos las pronuncian como dogma de la virtud: mercado, ajuste, austeridad,

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clima de negocios. La nueva época fomentó el renacer de la industria y el vigor del consumo popular, lo que hubiera sido imposible sin el reencuentro de la economía y la política, de la mano de las decisiones distributivas.

El tránsito de años y de esfuerzos ha dejado una marca en la conciencia y la sensibilidad popular: no hay vuelta atrás, no se atará más el destino nacional al capital financiero internacional y sus préstamos usurarios. Ser dueños de lo nuestro conduce a otros debates y objetivos peliagudos: definir el proyecto de país, de estructura productiva, de diversificación sectorial, de innovación tecnológica, de modelo extractivo, de articulación en la integración regional; nada de esto puede ser agenda del mercado ni de decisiones de corporaciones oligopólicas, sino una cuestión de ciudadanía. Así, la determinación del ingreso de inversiones extranjeras reclama ser involucrado en esa esfera, con la discriminación estatal de cuáles son virtuosas y cuáles son innecesarias e indeseadas.

El ingreso indiscriminado de inversiones extranjeras vivido en otras épocas de nuestra historia significó desarrollismo sin desarrollo, restricción externa en lugar de aporte genuino de divisas, dependencia y no autonomía de la tecnología, estructura económica deformada cuando se la requiere integrada, polarización social que frustraba el anhelo de justicia distributiva, acentuación de las brechas entre regiones que conspiraba contra la unidad nacional. No hay proyecto de desarrollo conducido por una plétora de inversiones extranjeras descontroladas y con destinos errantes. Así, entre un desarrollismo mercantil y un proyecto nacional de desarrollo hay un abismo. El segundo necesita de un plan ejecutado por los liderazgos y representantes populares, apoyado en la participación social, y su conducción descansa en la dinámica de un bloque social diferente.

La nacionalización de YPF es un hito hacia la conquista de la autonomía económica. Junto al Correo, AYSA, la estatización de la administración de los fondos previsionales, Aerolíneas Argentinas, son decisiones políticas que revierten la descalificación que sobre la capacidad empresaria del Estado introdujo, en el sentido común popular, la hegemonía neoliberal. La subsistencia de ese prejuicio es un lastre, una rémora del desprecio por la política, un residuo del elogio de lo privado sobre lo público. Recuperar –revitalizado, mejorado y corregido– ese papel del Estado es vital para profundizar los cambios. Por eso, todo error en la conducción de la gestión estatal, toda desidia o interés particularista en este ámbito, revista una doble gravedad, la que significa en sí misma, y lo que carga en ella como desprestigio de la llave maestra de la reconstrucción popular: la democratización operativa del ámbito de la acción colectiva pública, encarnada en sus instituciones estatales para las cuales ser mejoradas es su obligación inherentemente ética y política.

Sin esa recuperación resulta imposible contrapesar la extranjerización heredada del neoliberalismo, uno de los ejes principales para la apropiación de los activos y su renta nacionales de la globalización financiera. La YPF previa a la nacionalización, la administración y el estado de las concesiones ferroviarias con sus episodios trágicos y los comportamientos oportunistas en la fuga de capitales son muestra acabada, por sus falencias, limitaciones y degradaciones, de la ausencia de una gran burguesía nacional que pueda jugar –por sí– ese rol. Más productivos y justos resultarán esfuerzos en apoyo y fomento del despliegue de un empresariado mediano ligado al empuje de mejoras en la productividad, a la redistribución de ingresos y a un destino propio comprometido con la suerte del proyecto. De la misma manera, deberán seguir profundizándose los esfuerzos por sostener y ampliar las experiencias de economía social que hoy recorren el país más allá y pese a la invisibilización a las que son sometidas.

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El abordaje de la cuestión minera, que se entrecruza en los mismos nudos problemáticos, no puede resumirse en un productivismo que omita que toda producción es un acto social responsable, ni por una concepción purista de la naturaleza que omita que es el trabajo humano el que la transforma en habitable; sólo que la habitabilidad colectiva regida por el trabajo debe hacer de éste un núcleo que albergue por igual las grandes funciones de la tecnología y las conquistas del pensamiento crítico, según las cuales toda relación social, y toda relación del hombre con la naturaleza y sus dones, es en última instancia de carácter ético. Por eso se demandan justamente enfoques integrales que contemplen tanto la explotación de riquezas con potencia generadora de divisas, como el cuidado del ambiente y la integración de cadenas productivas que eliminen la lógica de persistentes economías de enclave, en las cuales la explotación se reduce a extraer y exportar minerales sin una doble mediación: tanto la mediación industrializadora autónoma como la mediación ética ambiental, de interés de los pueblos, no sólo los que habitan las regiones afectadas por esa explotación, sino de las naciones en su conjunto. Nada mejor que el ejemplo de YPF para avanzar hacia una minería sustentable aceptada por los pueblos a través de eficaces mecanismos de consulta: una empresa nacional que tenga centralidad en el desarrollo de la actividad y cuya racionalidad exceda la acotada mira de la eficiencia basada en la rentabilidad de los grupos oligopólicos.

Esa centralidad y revitalización de las instituciones del Estado es requerida también para revertir el deterioro producido por años de reacción conservadora en el sistema de salud. Sistema fragmentado, ineficiente e injusto, resultado de los sucesivos e intencionados golpes destinados a destruir lo público y dejar el campo libre a la voracidad del mercado. Y aunada a una noción de derecho a la salud, pero en igual relevancia a la expansión de derechos civiles que hoy atraviesa el debate público, se presenta la necesidad de legalizar el aborto y haciéndolo de alcance libre y gratuito, salvando vidas que por condición social no acceden hoy a intervenciones adecuadas, y realzando el derecho a la maternidad por sobre la servidumbre de la mujer.

3.

Una de las palabras que todos los pueblos aprenden a pronunciar con prudencia es la palabra tragedia. En este caso podemos decirla. La verdadera hecatombe económico-social internacional que proviene de la crisis de la financierización construye un momento trágico de la historia contemporánea: destrucción de servicios públicos que devienen en la desatención de derechos económicos y sociales; organismos internacionales de crédito interviniendo como policía financiera para garantizar las acreencias de los bancos en las periferias europeas; Estados nacionales del centro del mundo puestos al servicio de los intereses de las entidades bancarias de sus países; emisión desenfrenada de divisas para el salvataje de las ganancias y los capitales de los especuladores.

Personajes mediocres gobiernan potencias como sombríos espantajos que balbucean lenguas susurradas, cuando no directamente dictadas por el poder financiero, y emiten discursos que reclaman mayores ajustes y penurias a los pueblos y regiones mundiales ya acosados por la globalización del capital bajo una implacable estrategia especuladora, mientras los propios esquilmadores se solicitan a sí mismos la continuidad de las políticas que condujeron al desastre. Ni una luz, ni una idea, ni un asomo de inteligencia estratégica en las entrañas de un poder mundial cada vez más tentado y familiarizado con las lógicas de la impunidad. Impunidad de las guerras injustas, de los ajustes despiadados, de los racismos, de las fronteras para los pobres y el internacionalismo para los capitales. Se está construyendo, ante nuestros ojos, un destino que bordea un sentimiento aterrador, con nuevas formas de vigilancia mundial, operaciones clandestinas e intervenciones militares que provocan lo mismo que dicen querer combatir,

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rediseñándose en las sombras un nuevo código penal sigiloso que internacionaliza puniciones, regula su misma ilegalidad e introduce en el propio campo civilizatorio nuevas formas de violencia disciplinadora, que incluye acciones militares selectivas que no quieren abandonar la conciencia humanista de Occidente, por lo que se consuelan creyendo que son acciones de la razón los más bárbaros atropellos contra la condición humana. Por eso, nosotros, también actuamos para rescatar un legado filosófico y moral, que aun con sus renunciamientos y deficiencias, todavía puede construir un destino colectivo basado en libertades irreductibles y consideraciones últimas de la razón política inspiradas en las raíces de autodeterminación que tiene toda vida colectiva.

La crisis que hoy se vive es una concurrencia compleja de discursos, sistemas y políticas. Es la evidencia de un fin de época de retrocesos servidos con palabras edulcoradas que velaban la realidad mientras subterráneamente el proceso avanzaba hacia el actual desastre: fin de la historia, globalización, aldea global. La idea que pudo ser generosa de una humanidad intercomunicada a través de sus mundos de vida puede quedar en manos de monopolios mediáticos que operan una forma de gobiernos sobre los pueblos, sostenida en el terror subjetivo, el miedo al futuro, el abismo de la historia que solo impondría un refugio en el oscuro placer de la sospecha, en una sociedad del espectáculo que en vez de hacer crecer las artes visuales con el recurso de las tecnologías vistas desde su lado emancipatorio, las ofrecen como circuitos de control de los símbolos de éxtasis, dándole una mísera resolución a la cuestión de la representación, el juego y la felicidad pública.

Como herida expuesta queda la característica estructural de la época y su actual desemboque: la hegemonía del capital y su despliegue revanchista contra el trabajo, manifestada en una redistribución regresiva del ingreso que facilitó la expresión extrema de la contradicción entre producción y consumo. Sin riesgo para esa hegemonía, el capital apuesta a una mayor financierización y dramáticos recortes de derechos humanos a los pobres. Una ruta a la barbarie. Sin embargo, las luces frente a las tinieblas del mundo central asoman en la periferia. La más prometedora, la más desafiante, la más transformadora es la de la nueva América latina y el Caribe, que en la situación mundial actual se constituye en lo que podríamos denominar un bloque de resistencia contra la barbarie.

El concepto de barbarie fue solicitado en múltiples ocasiones para juzgar las paradojas de la historia. Se lo usó para visualizar lo extraño o lo extranjero, aun cuando fuese portador de virtudes que no encajaban en la mochila de los vencedores. Ahora, como un envío de los tantos sacrificados por culturas políticas que cometieron el profundo error de sentirse superiores solamente por gozar del imperio de la fuerza, surge de los horizontes latinoamericanos un dictamen que viene de lejos y se escucha de múltiples maneras: la lucha contra la barbarie implica revisar historias, construir conceptos nuevos que en la maraña de horas de violencia que vive el mundo, rescate nociones arcaicas de libertad creadora con los lenguajes de una modernidad de los pueblos, que muestre que no cortar el hilo de la memoria es lo más avanzado que pueda ejercerse en materia de liberaciones políticas, intelectuales y artísticas.

Vaya paradoja de nuestros tiempos, reminiscentes como siempre de otros que se presenciaron en el pasado, y que sólo divergen de estos porque la astucia de la historia ha cambiado uno o dos nombres propios; los voceros de esa Europa que parecía ilustrada e inclusiva, cuna de todas las artes y las ciencias y de toda protección social, no trepidan en calificar de populistas a gobiernos democráticos latinoamericanos que han vuelto sus miradas a procederes más ajustados a los deseos y necesidades de sus pueblos. He aquí que si el voto en Latinoamérica y el Caribe está menos “bancarizado” y responde más aproximadamente a lo que necesitan sus indigentes y sus pobres, si crea trabajo en lugar de destruirlo, si sus empresas son más controladas por los

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Estados y los créditos bancarios se inclinan hacia los pequeños y medianos emprendimientos en lugar de como siempre, a oligo y monopolios, es porque los acogió el demonio. Pero el pacto con el diablo, gran fábula literaria de todos los pueblos, y que diera tanto en Europa como en Latinoamérica obras literarias ejemplares, desde Goethe hasta Guimaraes Rosa, puede interpretarse hoy como una nueva alianza entre ejércitos tecnológicos y tecnologías financieras, la que usurpando la libre decisión de los pueblos, da curso a una nueva camada de administradores de emergencia que suponen que las poblaciones agredidas canjearán su futuro entrando en las nuevas burbujas del ilusionismo en el nombre de lo que ya no puede pensarse a sí mismo: el capitalismo mundial, en todos sus aspectos.

Consideran honorable gesta atacar a numerosos gobiernos latinoamericanos, con la rara persistencia de un bombardeo continuo, porque se les ha ocurrido dar pasos hacia la autonomía de los países centrales. Estos herejes han decidido crear y fortalecer la Unasur y crear la Celac –una renovada región con expansión de derechos y nuevas formas sociales y económicas– inspirados en las mejores tradiciones independentistas y patrióticas. Las diatribas son feroces y odiantes. Más aún cuando provienen de los medios de comunicación de la propia América latina que les son afines y los partidos locales de oposición. Evo Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Dilma y Lula en Brasil, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en la Argentina, Hugo Chávez en Venezuela y Mujica en Uruguay, tienen la gran oportunidad, aun en sus diferencias, para mostrar que las fuentes de la democracia que conciben como la mejor forma de organizar la sociedad implica una noción crítica frente a los que consideran que las naciones libres ya son artificios, meras superficies inventadas como efecto de los grandes negocios, tráficos clandestinos y dominio irracional de la naturaleza.

El más claro y reciente ejemplo de esta capacidad de la región es la sanción al gobierno ilegítimo que desplazó a Fernando Lugo, acrecentada con la decisión inmediata de incorporar Venezuela al Mercosur. Este hecho, que convierte a la región en la quinta potencia mundial, es la más dura derrota asestada a la diplomacia y a los servicios de inteligencia norteamericanos desde que el ALCA fuera liquidado en Mar del Plata en 2005.

Por eso es necesario preguntarse si este momento argentino y latinoamericano que se desenvuelve alrededor de los principios de la libertad, la justicia y la dignidad de los pueblos está en riesgo. ¿Es diferente este momento a otros, ya superados, donde se puso a prueba lo que se estaba logrando? Esta pregunta habita en los que han tomado la decisión de colocar sus esfuerzos alrededor de los principios legítimos que animan estos gobiernos de la transformación. No hay dubitación en nuestro apoyo, que se mantiene activo precisamente porque la pregunta por el riesgo, al hacerse, obtiene respuesta afirmativa. Si hay riesgo, que lo hay, hay redoble de la circunstancia solidaria con los gobiernos democráticos de la región. Por eso tomamos la palabra junto con nuestro pueblo, que busca, recuperando antiguas memorias y experiencias, atesorar en sus manos el destino colectivo, cuando pasa del uno aislado al múltiple, contradictorio y expresivo, diletante y combativo, crítico sin razón o con fundamento, que habita en el corazón de toda realidad. De ese pueblo somos parte. Este es el que ha decidido estar, en su mayoría, junto a nuestro gobierno, porque la historia marca su lugar.

Desde los ’70, cuando todo nuestro continente hervía en los pueblos movilizados por una historia diferente de la que labraron durante décadas la alianza entre las oligarquías locales, los grandes multimedios y los representantes de los intereses norteamericanos, la lucha dejó miles de muertos, cuya memoria destella como reclamo incesante por la justicia. En los ’90 el carnaval alegre del salvaje capitalismo festejó el triunfo de los poderosos y el de la miseria económica y moral de los pueblos. Aunque no es la historia esa mochila cargada con anécdotas y fechas, actos

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heroicos y traiciones, frases célebres y olvidadas, nombres de hombres que figuran con los datos del vencedor y del vencido. Hay una historia que se repite y vuelve a lo mismo. Pero hay otra, la que nos muestra lo que se repite en la historia cuando esta repetición proviene del futuro, y conservando lo más innovador, el acontecimiento del pasado, introduce una diferencia que resitúa ese acontecimiento, le da dimensión y sustancia, lo convierte en poder para realizar esas transformaciones que se pusieron en juego y fueron derrotadas.

No es una cuestión casual, aunque admite porciones importantes de anomalías en lo que nunca es el trazado lineal de una historia. Algunos, como Néstor Kirchner, pusieron en juego la capacidad de captar el momento y hacer lo necesario para la reparación del olvido que había caído sobre el pueblo, para recuperar la política como arma de transformación. No haremos el recuento de lo logrado y que se continúa, sin duda, en lo que Cristina Fernández produce en medio de las inclemencias de la hora y que es la continuidad histórica de una posición, de una decisión que transforma las luchas de los ’70 en un accionar sin tregua por la igualdad, la justicia social y económica de este tiempo, convirtiendo las heredadas utopías en el poemario laico y complejo de la acción popular. La entrada de cientos de miles de jóvenes a la política anticipa el rostro del futuro, porque sin una movilización masiva, en los momentos necesarios, queda sin soporte un proyecto que busca aún su tono, sus palabras justas, en medio de decisiones que tomadas siempre en tiempo de urgencia han cambiado la manera y la intensidad de la discusión política en el país.

Si hablamos de riesgo sin mordaza alguna, sin ningún condicionamiento a nuestro apoyo irrestricto a este proyecto popular, es porque el bloque del poder tradicional puede aparecer como vencido, pero simplemente posterga, hasta encontrar el momento adecuado para golpear sobre estas jóvenes democracias populares. En nuestro país lo intentaron con la Resolución 125, y no pudieron. Pero han logrado voltear, utilizando los recursos cínicos del republicanismo constitucional y en nombre del rescate de la propia democracia de las manos de sus supuestos pervertidores, la incipiente democracia paraguaya e instalaron, nuevamente, en Bolivia, la idea de un golpe contra el presidente Morales. Como si de una recurrente pesadilla se tratase, la instalación en Mariscal Estigarribia, Paraguay, de la base militar de los EE.UU., con 1500 marines con inmunidad diplomática y un aeropuerto donde pueden aterrizar sus gigantescos aviones, recuerdan la evidente injerencia norteamericana en tramos aciagos de una historia no tan lejana que reclama de nosotros, y de nuestros gobiernos, el estado de alerta y denuncia que garantice la continuidad de los proyectos democráticos populares.

Pero sabemos que este escenario no es todo. Hay debates que nos corresponden a nosotros, como argentinos. La potencia imperial es previa a sus representantes, a las alianzas históricas con ese sector que representa lo inmóvil de la historia y más aún, el lánguido reclamo de retroceso de lo tanto que se ha logrado en la Argentina en estos años de gobierno popular. Ese sector nunca se dará por vencido. En la defensa de sus intereses, que radica fundamentalmente en sus tasas de ganancias. Por esto, es necesario afirmar, continuar, debatir, la lógica y hasta diríamos la epistemología que haga imposible ese retroceso del país, respecto del avance formidable de estos últimos años, con la única arma posible: profundizar, corregir, proponer, movilizar.

Por otra parte, los pueblos y los gobiernos de Suramérica son navíos en la tormenta que asumen la responsabilidad de rediseñar las magnas normas para que coincidan con los procesos de transformación que suceden en varios países de la región viabilizando, en algunas de esas experiencias populares, la eventual continuidad democrática de liderazgos cuando estos aparecen como condición de esta inédita etapa regional. Ello configura un “momento constitucional”,

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apropiado para ligar las transformaciones en curso y el andamiaje legal. No se trata de imponer normas, sectorizar gobiernos, arbitrar en causa propia en cuestiones de grave significación institucional, sino de pensar en forma completa el decurso de una historia. Si las formas más relevantes de los cambios deben ser protegidas, un armazón novedoso de normas debe legislar a una escala constitucional admisible y nueva las relaciones entre el Estado y la sociedad, entre la producción y el consumo, entre la economía y la política, entre la república y la nación, entre los derechos particulares y los derechos sociales.

Es posible que no se resista a utilizar la fácil calificación de nombrar el fenómeno como “constituciones de última generación” por la obviedad imperiosa de aparecer como nuevas, pero conviene descubrir y destacar que lo que las distingue es tanto el proceso que las genera como las definiciones con que rediseñan a las naciones. No se trata del antiguo constitucionalismo que lanzaba sus dictámenes luego del crepúsculo, luego de que las guerras terminaran y permitieran que “el búho de Minerva alzara vuelo”, sino que ahora el propio saber constitucional es parte de las acciones políticas reales. El proceso que aquí se desea es envolvente, popular, participativo, no se reduce a la mera emisión de un voto eligiendo a los que en la situación serían los constituyentes. El mandato se cuece en un intenso debate democrático y masivo, en algún caso entremezclado con innovaciones más sensibles de las formas de representación.

Un nuevo cuerpo normativo, realizado y sostenido por un sujeto constituyente popular, debe establecer una barrera antineoliberal, en el reconocimiento de la multiculturalidad, la reconstrucción de la geometría del Estado, la inclusión de nuevas formas de propiedad, el dominio nacional-estatal de los recursos naturales, la protección del ambiente humano y natural, el reconocimiento de la salud como derecho y la responsabilidad del Estado para ofrecer respuestas integrales a la necesidad de salud de las poblaciones con eje en servicios públicos, el respeto a la heterogeneidad lingüística del territorio nacional, las relacionales colaborativas entre sociedad y Estado: en suma, el reconocimiento de áreas que requieren un gran debate imprescindible.

¿Cómo no reconocer que Argentina necesita una nueva Constitución? El proceso de transformación en curso que en nuestro país reconfigura la nación es parte del fenómeno que recorre Suramérica. Y este fenómeno, sea que atraviese momentos de bonanza como de riesgo, merece una altura constitucional diferente. Esta es nuestra convicción y nuestro compromiso.