voluntad de poder y transvaloraciÓn: una lectura
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VOLUNTAD DE PODER Y TRANSVALORACIÓN: UNA LECTURA PERSPECTIVISTA
Tesis para optar al título de Magíster en filosofía presentada por
FERÉN BARRIOS PÉREZ
Directora:
LAURA QUINTANA PORRAS Profesora asociada
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
Noviembre 18 de 2011
ABREVIATURAS DE LAS OBRAS DE NIETZSCHE UTILIZADAS EN ESTE TRABAJO
A: Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales
AC: El anticristo. Maldición sobre el cristianismo
NT: El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo
FP: Fragmentos póstumos
HDH: Humano, demasiado humano
CJ: La ciencia jovial (La gaya scienza)
GM: La genealogía de la moral
MBM: Más allá del bien y del mal
SVM: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
VOLUNTAD DE PODER Y TRANSVALORACIÓN: UNA LECTURA PERSPECTIVISTA
INTRODUCCIÓN
Pues bien, yo te diré -cuida tú de la palabra escuchada- las únicas vías de indagación que se echan de ver. La primera, que es y que no es posible no ser, de persuasión es sendero, pues lleva a la verdad La otra, que no es y que es necesario que no sea, un sendero, te digo, enteramente impracticable. Pues no conocerías lo no ente (no es hacedero) ni decirlo podrías en palabras.
PARMÉNIDES
Se ha dicho que el concepto de “voluntad de poder” es el concepto central de la filosofía de
Nietzsche. Así parecen señalarlo los manuscritos publicados póstumamente con el título La
Voluntad de Poder. Un ensayo para la transvaloración de todos los valores. Aunque hay
mucha oscuridad acerca de la aparición de este volumen, lo cierto es que las obras de
Nietzsche publicadas en vida muestran ciertamente la importancia de la voluntad de poder
como concepto clave. Sin embargo, mucho falta por decir sobre su relación con otras
nociones y planteamientos del autor, sobre el porqué de su importancia y en qué sentido es
que en Más allá del bien y del mal (MBM, 1885) puede llegar a decir explícitamente: “El
mundo visto desde dentro, el mundo definido y designado en su «carácter inteligible», -
sería cabalmente «voluntad de poder» y nada más” (MBM § 36). A la pregunta: ¿desde qué
punto de vista se puede afirmar que el mundo es voluntad de poder y nada más?, trataremos
de responder partiendo de la siguiente hipótesis: la voluntad de poder, en la medida en que
es tomada por Nietzsche el eje conceptual de una cierta comprensión de la realidad, ha de
ser interpretada desde la crítica de Nietzsche a la tradición filosófica, entendida como un
intento de transvaloración [Umwerthung] de los valores tradicionales.
Así, el objetivo de este trabajo es comprender el concepto de voluntad de poder desde el
horizonte que se abre al introducir en la filosofía el concepto de valor. Quizás ya Gilles
Deleuze dio una extraordinaria respuesta a esta pregunta en su libro Nietzsche y la filosofía,
que sitúa en la introducción de los conceptos de valor y sentido, el proyecto más general de
la filosofía de Nietzsche. En este trabajo haremos un intento mucho más modesto y
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limitado: el intento de comprender cómo el concepto de valor se relaciona con una nueva
filosofía – que quizás aún no ha sido reconocida por los muchos, pero sí por los pocos–
cuyo concepto más “elevado” es el de voluntad de poder. Compartimos con Deleuze este
punto de partida:
El concepto de valor, en efecto, implica una inversión crítica. Por una parte, los valores
aparecen o se ofrecen como principios: una valoración supone valores a partir de los cuales ésta
aprecia los fenómenos. Pero, por otra parte y con mayor profundidad, son los valores los que
suponen valoraciones, «puntos de vista de apreciación», de los que deriva su valor intrínseco. El
problema crítico es el valor de los valores, la valoración de la que procede su valor, o sea, el
problema de su creación.1
Dicho de otro modo, la filosofía de Nietzsche está interesada en el problema de la
procedencia de los valores. Eso es lo que Deleuze llama “el problema crítico” y también “el
problema genealógico”. Al ser nuestro trabajo muchísimo más delimitado y direccionado
específicamente al concepto de voluntad de poder, aceptaremos esta noción de crítica, pero
no entraremos a discutir ni haremos uso argumentativo del concepto de genealogía. Este es
el desarrollo posterior, mucho más elaborado y específico, de cierto concepto de historia
que, como lo reconoce Foucault en Nietzsche, la genealogía, la historia, aparece de modo
explícito en la época de Humano, demasiado humano (HDH, 1878). Pero el concepto de
genealogía es más de lo que necesitamos para comenzar nuestra investigación y, a cambio,
nos concentraremos en la noción nietzscheana de historia. El problema de la procedencia
de los valores es, en principio un problema histórico, que requiere entender la historia de
una manera particular.
Precisamente, nuestro primer capítulo abordará la tarea crítica en relación con la metafísica,
que Nietzsche se propone en su filosofía histórica. La comprensión metafísica de la
existencia consiste en interpretar toda la realidad a partir de la creencia en cierta dualidad
inherente al mundo: la dualidad entre lo verdadero y lo aparente, entre lo que suele juzgarse
como positivo y aquello que es llamado negativo, lo bueno y lo malo. En la procedencia
histórica de la metafísica se halla una actitud evasiva ante la pregunta presocrática por la
1 DELEUZE, G. Nietzsche y la filosofía. Anagrama: Barcelona, 1986. p. 7
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posibilidad de que una cosa surja de su contraria. Desde el punto de vista metafísico, si bien
en apariencia la felicidad puede trastocarse en tristeza, y lo beneficioso en maléfico, en
realidad, cada cosa tiene su origen en instancias distintas e incompatibles. Su ser contrarios
consiste precisamente en que lo uno no puede dar lugar a lo otro, ya que atributos
contrarios no pueden convivir en la misma cosa.
Nietzsche caracteriza esa creencia en el orden dual del universo como un error. En HDH
ese error es entendido como una “falta de sentido histórico” (HDH I § 2) a raíz del cual se
llega a creer que las cosas de valor supremo tienen su origen en una instancia milagrosa, en
un más-allá-de-lo-humano. A la comprensión metafísica Nietzsche opone una filosofía
histórica, que critica las raíces parmenídeas de la metafísica y busca retomar la herencia de
Heráclito, la afirmación del cambio y la contradicción como constituyentes de la realidad.
Esta vía histórica, de afirmación del devenir, es precisamente la vía que Parménides tacha
de “impracticable”. Es central comprender la noción de error que está en juego aquí para
tener una idea sólida de esta aproximación histórica y de cómo esa comprensión es posible
y defendible. Nietzsche no habla de un error lógico, o de un problema de razonamiento que,
de corregirse nos permitiría el acceso a la “verdad”; por el contrario habla de la necesidad
de ese error para la vida humana y del error para la vida en general, como condición de la
existencia. Pero en todo caso, de ser exitosa, esta aproximación mostraría la invalidez de la
metafísica, o, más precisamente, mostraría cómo la metafísica se ha hecho inválida en
cuanto que se ha hecho evidente su carácter de error, con lo cual emergerá también la
pregunta por hasta qué punto los errores metafísicos se han hechos necesarios para la vida,
y para qué tipo de vida.
Si la metafísica plantea que la realidad se explica a partir de unos principios invariables e
incondicionados que hacen parte de la constitución intrínseca de las cosas, Nietzsche
considerará que esos “principios” participan de un modo de comprensión que ha devenido,
se ha ido modificando, hasta llegar a ser de ese modo. En consecuencia, esos principios no
son “principios” en el sentido absoluto del término, puesto que su concepción está
condicionada históricamente. Para designarlos en su historicidad, siempre suscritos a un
modo de comprensión y sin hacer referencia a una realidad verdadera, Nietzsche recurre al
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concepto de valor. Para Nietzsche, la valoración es inherente a toda forma de vida, y por
ello busca el origen de la metafísica en la afirmación de ciertos impulsos vitales, de ciertas
fuerzas e instintos que han ido modificándose y afianzándose a través del tiempo hasta
convertirse en formas extendidas de asumir la existencia. Esta concepción de la valoración
como juego de instintos será introducida en el primer capítulo para explicar la historicidad
de las valoraciones, y será mejor desarrollada en el segundo capítulo. Basta mencionar, por
ahora que con esa caracterización de los valores, Nietzsche busca mostrar que la “verdad”
metafísica no es en absoluto lo que pretende, ya que proviene de una necesidad humana de
orientación y adaptación. Es de notar, primero, que en esta concepción histórica el valor es
siempre relativo, nunca incondicionado: una cosa es valiosa con respecto a otra, dicho de
otro modo, el valor de una cosa es siempre relativo a un sistema de valores y a una forma
de vida determinada; en segundo lugar, una valoración no consiste en un juicio que hace
referencia a un orden dado de cosas, sino en un ordenamiento de las aprensiones de acuerdo
a valores.
Ahora bien, en este trabajo nos centraremos principalmente en la problemática de cómo
unos supuestos ontológico-epistemológicos (empezando por la dualidad entre lo verdadero
y lo aparente) se relacionan con el desarrollo posterior, eminentemente moderno, de una
fundamentación del conocimiento y de la ética. Si bien no se pierde de vista que la crítica
de estos supuestos tiene consecuencias e implicaciones en otros terrenos como las
reflexiones filosóficas sobre la política y la estética; ahondar en estas problemáticas excede
las posibilidades de esta investigación, orientada específicamente a abordar una concepción
perspectivista de los valores que, en alguna medida, permita pensar la posibilidad de nuevas
formas de la experiencia humana. Como se verá, el perspectivismo aparece en Nietzsche
como una alternativa a las pretensiones de objetividad e incondicionalidad de la concepción
metafísica del mundo, pero también como afirmación de una nueva posición de valores.
En cuanto a la pregunta por lo que existe, la pregunta ontológica, Nietzsche pone en
cuestión la existencia de un substrato de lo real: claramente, se duda de que exista un
mundo de objetos más allá de la experiencia; se duda de que exista un sujeto, un “yo”
independiente, dueño de sí, transparente para sí mismo y al cual se atribuye la capacidad de
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valorar una realidad objetiva. En cuanto a la epistemología, toda fundamentación del
conocimiento que constituya un orden referencial, en la que los juicios son representación
de un orden objetivo de cosas independientes de ser aprehendidas, es puesta en tela de
juicio.
Por otra parte, la moral es quizás el más controvertido e importante de los ámbitos en los
que puede operar la crítica de Nietzsche a la metafísica. No sólo porque la creación de
estándares morales es el efecto más evidente de la metafísica – también porque, para
Nietzsche, la metafísica es el resultado de una comprensión moral primitiva de la
existencia. Hay que distinguir aquí entre dos sentidos de moral: el primero hace referencia a
los proyectos filosóficos, entre los cuales el de Kant resulta “ejemplar”, de fundamentar el
“gran edificio de la moral” estableciendo sus cimientos metafísicos, sus condiciones de
posibilidad; el segundo uso del término hace referencia a un desarrollo anterior de la
moralidad como ethos o tradición manifiesta en las costumbres. Por un lado, parece que la
metafísica, entendida como un sistema valorativo fundado en la creencia en la dualidad de
lo verdadero y lo aparente, provee las bases para establecer valores morales; pero, por otro
lado, parece que la moral, entendida como eticidad de las costumbres, es la que provee los
principios interpretativos en los que se basa la metafísica. En ese primer capítulo también
daremos cuenta de la relación entre moral y metafísica como constructos valorativos y de la
moral, más específicamente, como cierta concepción general del mundo que impregna toda
la filosofía y de la cual, para Nietzsche, es preciso liberarse.
En todo caso, ¿cómo comprender la moralidad en un sentido no moral? ¿Cómo entender las
preguntas de la metafísica en un sentido no metafísico? Si bien la respuesta inmediata a
estas cuestiones tendría que darse “desde un punto de vista histórico”, esta respuesta tiene
un alcance profundo que, de ser mal comprendido, terminaría por propiciar un
“nietzscheanismo” nihilista, pesimista y vuelto odiosamente contra todo. El punto de vista
histórico obliga al continuo planteamiento de preguntas filosóficas cada vez más radicales,
es decir, el cuestionamiento de valores más arraigados y más antiguos, más incuestionables.
Ese cuestionar, en cierto sentido, carece de límites preestablecidos, en cuanto nada que
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podamos encontrar en la historia de los valores es un punto inicial de la experiencia ni un
principio incondicionado de la comprensión humana.
Si bien la obra de Nietzsche es eminentemente crítica, no es absolutamente negativa y
mucho menos neutral con respecto a la historia de los valores que intenta plantear. La
crítica histórica inaugura una profunda sospecha y un rechazo a la tradición filosófica, pero
en el Nietzsche maduro esa negación desemboca en la posibilidad de afirmar otros valores.
El aspecto afirmativo de la filosofía de Nietzsche puede comprenderse, hasta cierto punto,
desde una concepción perspectivista de la existencia, resultado de la crítica histórica e
inauguración, en el pensamiento nietzscheano, de una nueva posición de valores. Esbozar
las bases perspectivistas de esa transvaloración será la temática de nuestro segundo
capítulo.
El perspectivismo viene a ser precisamente la forma en que Nietzsche da cuenta de las
preguntas centrales de la filosofía desde una comprensión no metafísica cuyo punto de
partida es la historicidad de las valoraciones. Pero, dado su carácter crítico, esta posición no
está delimitada por las preguntas filosóficas tradicionales. Si bien en un primer momento el
perspectivismo aparece relacionado con la pregunta sobre qué significa conocimiento, es
fácil ver que, mucho más que una afirmación epistemológica, la afirmación de que todo
conocimiento es perspectivista procede de una comprensión de la realidad radicalmente
distinta: una que reconoce y afirma el devenir de las valoraciones como el carácter esencial
de lo que llamamos “realidad”. Que el perspectivismo consiste, en parte, en el rechazo a la
ontología dualista de la metafísica, es algo difícil de negar; el problema es si ese rechazo
implica o no el planteamiento de una ontología2. Nos inclinamos a pensar que, para poder
desarrollar algo así como una filosofía afirmativa, cierta idea de ontología debe ser
aceptada. Esa ontología podría ser un error necesario, es decir, una forma de valoración que
permitiría otras formas de vida.
2 Este problema es abordado, desde un punto de vista analítico, en el libro Nietzsche’s Perspectivism, de Steven D. Hales y Rex Welshon. En el capítulo 3 de su libro, Hales y Welshon argumentan que el planteamiento de una ontología no es inconsistente con el rechazo de una realidad objetiva.
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Sólo se puede hablar de perspectivismo tras haber sometido a crítica la concepción
metafísica de que “verdad” es la referencia a un mundo de lo verdadero, de lo estable, de lo
inmutable. Esa crítica tiene consecuencias que se extienden a toda la filosofía y desdibujan
los límites entre las disciplinas filosóficas. Una de esas grandes consecuencias es sin duda,
en la obra de Nietzsche, la reformulación del concepto de voluntad. Desde un punto de
vista metafísico la voluntad es característica de un sujeto libre, soberano y responsable por
sus acciones; Nietzsche concibe un “sujeto” atravesado por una multiplicidad de instintos,
inclinaciones y fuerzas que no son transparentes en su totalidad y que no necesitan ser
atributos de una entidad portadora, un “yo” puro o un sujeto puro. Si bien Nietzsche
relaciona, como es habitual, la voluntad con el “querer” y con un “inclinarse a”, este querer
no tiene nada que ver con un sujeto que quiere sino con fuerzas e inclinaciones, que
configuran todo querer: “Querer, esto es, mandar (...) es un determinado afecto (este afecto
es una súbita explosión de fuerza” (Fragmentos Póstumos (FP) 1884, 25[436]). Es en ese
escenario de fuerzas, dominantes y dominadas, que emerge la voluntad de poder:
En nuestra más grande justicia y probidad está la voluntad de poder, de infalibilidad de nuestra
persona: escepticismo sólo hay en vistas a la autoridad, no queremos ser engañados, ¡tampoco
por nuestras inclinaciones! Pero, ¿qué es lo que realmente no quiere ahí? ¡Una inclinación,
seguro! (FP 1881, 6 [130])
Pero, ¿de qué está Nietzsche tan seguro? ¿No tendría que ser el perspectivismo un absoluto
relativismo o una suspensión del juicio? ¿Cómo puede entenderse que, de hecho, – ¡aunque
no haya “hechos”!– hay fuerzas, instintos, inclinaciones, y curiosamente, hay
interpretaciones? Partimos de que alguna idea de ser está en juego y por tanto, alguna
comprensión ontológica del perspectivismo es posible. En el segundo capítulo trataremos
de argumentar a favor de esa particular forma de ontología que sería, tras haber
comprendido el aspecto crítico o “negativo”, totalmente necesaria para construir un marco
conceptual en el cual situar el concepto de voluntad de poder.
Deleuze insiste en que la voluntad de poder ha de leerse a partir de la noción nietzscheana
de fuerza e insiste en el carácter interpretativo de esta ontología. Según él “las cualidades
de las fuerzas tienen su principio en la voluntad de poder. Y si preguntamos: ¿Quién
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interpreta? respondemos la voluntad de poder; la voluntad de poder es la que interpreta”, y
agrega: “afirmar y negar, apreciar y depreciar expresan la voluntad de poder, al igual que
actuar y reaccionar expresan la fuerza3. La lectura de Deleuze parece dar pistas para una
articulación de los conceptos ontológicos de fuerza, inclinación e instinto, con el de
voluntad de poder y, al mismo tiempo, con una comprensión perspectivista; sin embargo,
Deleuze no aborda directamente el concepto de “perspectivismo”, por lo cual tendremos
que recurrir a un diálogo con los filósofos que sí han tratado de elaborar una interpretación
del perspectivismo, pero con quienes mantenemos, como se verá, ciertas distancias
insalvables.
La reformulación del concepto de voluntad en términos de fuerzas, inclinaciones e instintos
permitiría una comprensión del concepto de voluntad de poder (Wille zur Macht) en un
sentido antimetafísico y antimoral: antimetafísico en cuanto niega la oposición dualista de
los valores y la remplaza por la afirmación de una multiplicidad de fuerzas cuya existencia
y relación se da como interpretación; antimoral en cuanto niega los supuestos básicos de la
moral, como la voluntad de un sujeto libre que permite la adjudicación de responsabilidad y
de culpa. Por este motivo, las preocupaciones de nuestro tercer capítulo girarán en torno a
la comprensión de la voluntad de poder en esta dinámica de fuerzas y cómo esta voluntad
de poder vendría, para Nietzsche, a ser el “principio” de una nueva posición de valores.
Si bien el mundo es “voluntad de poder y nada más”, esta afirmación ha de ser consistente
con la idea de que “no hay una realidad objetiva detrás de las interpretaciones”. Por esa
razón, en este punto, nuestro trabajo será interpretar el concepto de voluntad de poder y
relacionarlo con la tarea de una transvaloración de todos los valores a la luz de las grandes
concepciones mencionadas antes: la historicidad de los valores, la necesidad del error y la
concepción perspectivista de la existencia. Las dos primeras nos brindan el marco crítico
que permite a Nietzsche plantear la necesidad de una transvaloración, mientras que la
concepción perspectivista nos ayudará a comprender en qué dirección se daría esa
transvaloración, cuáles son sus alcances y cómo puede ser posible en un marco ontológico
y valorativo específico y nada tradicional.
3 DELEUZE, G. Op. Cit. pp. 78-79.
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VOLUNTAD DE PODER Y TRANSVALORACIÓN: UNA LECTURA PERSPECTIVISTA
Capítulo 1
LA CRÍTICA HISTÓRICA A LA METAFÍSICA Y LA INTRODUCCIÓN DEL
CONCEPTO DE VALOR
Croyez moi, mon ami, l’erreur aussi a son mérite
VOLTAIRE
El concepto de valor aparece en la obra de Nietzsche ligado a una indagación histórica por
las preguntas fundamentales y los supuestos profundos de nuestra tradición filosófica.
Nietzsche argumenta que esa aproximación histórica implica el cuestionamiento de
profundas creencias comúnmente aceptadas por los filósofos de todos los tiempos y tenidas
por mucho tiempo como incuestionables. En el contexto de esa indagación histórica se trata
de hallar la proveniencia de las creencias y de los sentimientos, en el sentido de comprender
por qué adoptamos unas creencias y no otras, por qué sentimos de cierta manera y no de
otra, y cómo hemos llegado a esas formas específicas de asumir la existencia. Este capítulo
tiene como objetivo situar el concepto de valor en el horizonte de una filosofía histórica,
con el fin de mostrar cómo y por qué esta aproximación plantea la necesidad de reformular
los puntos de partida del pensar filosófico occidental.
Este punto de partida, el de la filosofía histórica, parece ir en contra del tratamiento
esencialmente ahistórico que le suelen dar los intérpretes de hoy a los conceptos centrales
de la filosofía de Nietzsche, como si no fuese ella misma un movimiento y un devenir en el
tiempo. El pensar de la filosofía histórica es un pensar que ha llegado a ser, y sigue en
proceso de llegar a ser. La creencia de que en Nietzsche hay algo así como “teorías” sobre
las cosas, sobre la historia de la filosofía, sobre la psique humana, sólo puede ser tomada en
serio si esa “teoría” se refiere únicamente a un “momento” específico del proceso histórico
en el que esa filosofía ha sido pensada; pero ese no es el caso de los intérpretes
contemporáneos como Maudemarie Clarke, Arthur Danto, Steven Hales y Rex Welshon –
entre muchos otros– , quienes en innumerables libros y artículos hacen un esfuerzo por
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aproximarse a la “teoría del perspectivismo” de Nietzsche, suponiendo que es posible
articular su filosofía más afirmativa alrededor de grandes temas tradicionales: el concepto
de verdad, la lógica, la ontología y la epistemología y la ética, todos ellos siendo parte de
una teoría filosófica consistente. En este trabajo, argumentaremos que las concepciones que
Nietzsche da sobre esos temas tradicionales deben abordarse como un conjunto móvil de
interpretaciones que requieren, en el tránsito desde una deconstrucción4 histórica de los
conceptos hacia una filosofía afirmativa, la adopción de nuevos lenguajes, en el que los
límites entre los distintos temas de la filosofía se ven continuamente desdibujados y
reinterpretados.
Nos proponemos interpretar la crítica histórica de Nietzsche a la metafísica como un
proceso en el que la crítica se va haciendo más refinada, los conceptos más robustos,
siempre tendiendo hacia una perspectiva afirmativa que pueda reemplazar a las viejas
formas de comprender y orientarse en el mundo. Una teoría del perspectivismo, completa y
consistente lógicamente, no puede ser planteada sin socavar el carácter histórico de la
filosofía nietzscheana.
Para Nietzsche ha existido un modo generalizado de comprender el mundo cuya
especificidad es visible y dominante en la tradición filosófica y al cual se opondría
tajantemente una concepción histórica. Un modo de comprensión para el que existen cosas
que no están sujetas al devenir histórico, es decir, cosas que no cambian, que no llegan a
existir a partir de algo anterior y que tampoco han de convertirse en algo distinto. Esta
concepción del mundo depende de una forma general de valorar dada por la creencia en que
hay dos instancias, dos regiones de la existencia que son absolutamente distintas y
opuestas: el mundo verdadero y el mundo de las apariencias. Tal creencia es el rasgo
característico, la creencia distintiva, de lo que Nietzsche llama metafísica. Según él, “la
base de esta pregonada oposición está en un error de la razón” (HDH I § 1). De acuerdo a
nuestros propósitos investigativos es necesario comprender esa noción de error para saber
4 Pese a todo el mérito que convenga otorgarles a los filósofos deconstruccionistas, en este caso utilizamos la palabra “deconstrucción” en un sentido amplio, es decir, como un rastreo de los supuestos que condicionan el surgimiento histórico de los conceptos, de las filosofías y de las prácticas. Esos supuestos, como veremos, son formas de valoración que cambian, se fortalecen o se debilitan con el paso del tiempo.
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exactamente qué es lo criticable de la metafísica y por qué. Como se verá en el transcurso
de este capítulo, éste no es un problema sencillo: en la medida en que se pretende rechazar
la creencia en un mundo de lo verdadero, la idea de error que se defiende no puede ser
entendida de entrada como lo opuesto a la verdad, como lo “falso”, ya que esto, por un
lado, implicaría aceptar el concepto dualista de verdad que se quiere criticar y, por otro,
pasaría por alto las advertencias de Nietzsche sobre la necesidad del error como algo
inherente a toda forma de vida.
El pensamiento metafísico aparece en la filosofía antigua como una aniquiladora respuesta
a la pregunta por cómo puede una cosa surgir de su contrario. “La filosofía metafísica, para
vencer esta dificultad, se ha valido hasta hoy de la negación de que una cosa naciera de
otra, y aceptando para las de alto valer un origen milagroso: la separación del núcleo y la de
la esencia de «la cosa en sí»” (HDH I § 1). La respuesta predominante desde los tiempos de
Parménides, es que en realidad una cosa no puede surgir de su contrario: la vida no puede
surgir de lo no vivo, del mismo modo que la verdad no puede surgir de la mentira. Las
cosas de valor supremo, que no guardan ninguna relación histórica con sus opuestos, en
realidad provienen de otro mundo, un mundo en el que lo vivo no puede perecer y lo inerte
no puede llegar a estar vivo. Es de notar, por un lado, que la pregunta supone la existencia
de contrarios absolutamente incompatibles. La respuesta, por otro lado, es consecuencia
directa de esa incompatibilidad: la diferencia es tan fundamental que no pueden tener un
mismo origen. Mediante esa diferenciación se le da un valor superior a ciertas cosas,
aquellas cuyo origen es milagrosamente propio; así, la apariencia es menos valiosa que la
verdad, lo condicionado es menos valioso que lo incondicionado, lo objetivo más valioso
que lo subjetivo. La respuesta de la metafísica a la pregunta por cómo puede una cosa
proceder de su contrario desvirtúa la pregunta, la desactiva y la excluye tanto de la filosofía
misma como de las ciencias empíricas. Tras más de dos mil años de exclusión, Nietzsche
busca reactivarla mediante una crítica histórica que busca diluir la distinción tajante entre
opuestos mediante la incorporación del concepto de “valor”.
A menudo la pregunta por el concepto de valor en Nietzsche ha sido abordada a partir del
supuesto de que hay algo así como una teoría del valor, es decir, algo así como un aparato
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conceptual en el que se articula el concepto crítico de valor con una comprensión
“nietzscheana” de la existencia5. Pero la introducción del concepto de valor no consiste
precisamente en un intento aportar un concepto con mayor poder explicativo o mejores
cualidades para fundamentar el pensamiento filosófico; es más bien la reinvención crítica
de una noción a la luz del reconocimiento de que la propia época, como resultado de
cambios históricamente configurados, está destinada al cambio y a la reinterpretación. El
concepto de valor se introduce entonces como un intento por dar cuenta de lo valioso y
criticar lo dañino en una época que, si bien es el resultado del afianzamiento de la
metafísica, la religión y la moral, poco a poco se aleja de esos viejos valores.
Para el metafísico, lo que tiene un valor supremo es aquello que no está sujeto a las
vicisitudes del devenir, aquello que no tiene historia, aquello que, sin ser causado ni
determinado por algo más, causa y determina el devenir de las otras cosas. La metafísica
consiste, a primera vista, en una serie de afirmaciones ontológicas, es decir, unas creencias
acerca de la naturaleza de lo que existe. En una ontología tal hay sólo dos tipos de cosas:
las que existen por sí mismas y aquellas cuya existencia está condicionada por la existencia
de otras cosas. Pero, para Nietzsche, esta creencia no es simplemente una inocente
constatación inaugural de pensamiento filosófico.
La metafísica, al expresar la dualidad ontológica en términos de verdad y apariencia, sitúa
la verdad en la realidad de lo en-sí, es decir, en las cosas mismas, estableciendo así la
“verdad” a la vez como un atributo y como un valor de las cosas mismas. Desde el punto de
vista de una historia de nuestras creencias, cabría dudar de que “esas populares
5 Desde ese punto de vista se busca reivindicar la posibilidad de una interpretación coherente y sólida ante las constantes críticas que recibe la obra de Nietzsche a causa de una – según dicen– falta de rigor analítico y conceptual que lo lleva a contradicciones insalvables. Alegan que, o bien las aparentes contradicciones se deben a que Nietzsche va cambiando de opinión (cosa que en efecto hace y expresa sin muchos reparos) y por tanto es necesario comprender el proceso en el que se desarrolló su pensamiento para captar esa unidad subyacente al cambio de las opiniones, o bien a que en ciertos pasajes, ciertas obras o ciertos períodos, Nietzsche estaría expresando su opinión definitiva o mejor lograda sobre algún asunto, comprometiéndose así con una ontología y una lógica bien definidas que, de ser descritas adecuadamente, constituirían los criterios para una correcta interpretación de la filosofía de Nietzsche. Sin embargo, esta interpretación, bajo sus dos variantes compromete a Nietzsche con una posición dogmática en la que la contradicción no puede hacer parte del pensar. Pero, como veremos en los dos próximos capítulos, la reivindicación de la contradicción – por ejemplo entre unidad y multiplicidad como criterios interpretativos y como características de lo real– es una parte esencial del pensamiento nietzscheano.
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valoraciones y antítesis de valores sobre las cuales han impreso los metafísicos su sello
sean algo más que estimaciones superficiales, sean algo más que perspectivas
provisionales” (MBM, § 2 y § 3). Cabría dudar, por un lado, de que haya contrarios y, por
otro, de que haya verdad. Debido al carácter hasta cierto punto exegético de esta indagación
habría que descartar que los conceptos de verdad y falsedad deban dejar de ser utilizados.
El mismo Nietzsche tilda algunas posiciones de “mentiras” o “engaños”, así como suele
calificar de grandes verdades a algunas otras. “La falsedad de un juicio no es para nosotros
ya una objeción contra él; acaso sea en esto en lo que más extraño suene nuestro nuevo
lenguaje. La cuestión está en saber hasta qué punto ese juicio favorece la vida, conserva la
vida, conserva la especie (...)” (MBM § 4). La pregunta debe ser, concretamente, por los
distintos sentidos que Nietzsche le atribuye a la verdad y la falsedad, y por la relación de las
distintas funciones de esos conceptos en períodos distintos, con el fin de comprender el
curso de la filosofía histórica hacia momentos más afirmativos. Es imperativo, para cumplir
este propósito, comenzar por la crítica de Nietzsche al pensamiento metafísico que ha
dominado la filosofía desde la filosofía antigua, dominio del que quizás hoy, dos milenios
después del advenimiento del cristianismo, dos mil cuatrocientos años después de Platón, y
dos mil quinientos después de Parménides, podamos hallar más que vestigios.
En el contexto de la metafísica, el valor de una cosa está dado por su incondicionalidad, por
su verdad, es decir, por su independencia originaria con respecto a lo aparente. Las cosas de
valor supremo no dependen de nada, ni en el tiempo ni en la lógica, es decir: ni tienen su
origen en otra cosa ni su existencia depende de la existencia de otras cosas. El valor de una
cosa es una cualidad de la cosa misma en tanto pertenece al mundo de lo verdadero, de lo
esencial. Sin embargo, para Nietzsche, el valor de una cosa es un atributo que se le concede
a la cosa en función de su utilidad para la preservación y el crecimiento de la vida. Si
distinguiéramos, desde el unto de vista de Nietzsche, entre un mundo verdadero y un
mundo aparente, habría que decir que el valor es parte de lo meramente aparente. Pero esa
distinción no es aceptada por Nietzsche y, si reivindicamos lo “aparente” lo hacemos a
partir de la afirmación de lo aparente como única realidad. En el contexto de la crítica
nietzscheana, una valoración es una “exigencia fisiológica orientada a conservar una
determinada especie de vida” (MBM § 3). Por esta razón, para el Nietzsche de la segunda
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mitad de la década de 1880, nada más condicionado que los valores supremos, puesto que
dependen de las necesidades de la forma de vida que valora, forma de vida que ha sido el
producto de una evolución, o mejor, para no comprometernos con un “evolucionismo”
común, de un proceso histórico de cambios adaptativos.
En ese sentido, la crítica de la metafísica implica una crítica al concepto de verdad
entendido bajo la dualidad ontológica de lo verdadero y lo aparente como forma general de
valoración. Si bien bajo esa dualidad el valor de lo verdadero es lo verdadero mismo,
Nietzsche se preguntará si quizás el valor de lo verdadero no radicará más bien en alguna
relación más antigua de lo verdadero con lo aparente, una relación que implicaría tanto la
redefinición de lo aparente como de lo verdadero, puesto que en la metafísica su
característica definitoria es la incompatibilidad absoluta, antitética. En la medida en que no
hay valores – ni valoraciones– sin formas de vida que valoren, la relación histórica entre los
valores supuestamente antitéticos, así como el valor de esas antítesis, tendría que
comprenderse a la luz de la historia de las necesidades humanas. Dado esto, abordaremos el
problema de cómo comprender la necesidad desde un punto de vista histórico. La necesidad
de la valoración tiene que ver con un proceso histórico en el que las necesidades han
devenido, han llegado a ser lo que son. Tal proceso histórico es descrito por Nietzsche en
términos de poder, fuerzas, inclinaciones e instintos en interacción: “todo instinto humano
se fortifica con el ejercicio de su satisfacción” (HDH I, 212); “todas las valoraciones son
resultado de determinadas cantidades de fuerza” (FP 1884 25[460]); “algo existente, algo
que de algún modo ha llegado a realizarse, es interpretado una y otra vez por un poder
[Macht] superior a ello(...)” (Genealogía de la moral (GM) II, 12) – solo por dar unos
ejemplos. Lo que nos interesa en este capítulo es comprender cómo los conceptos de Trieb,
Macht y a menudo también Instinkt, sirven para hacer explícita la naturaleza de los valores
en el contexto de una filosofía histórica. Argumentaremos que a medida que se avanza
cronológicamente en la obra de Nietzsche el concepto de valor se robustece mediante un
uso cada vez más agudo de una ontología antimetafísica en la que se incluyen estos
conceptos.
14
En lo que sigue trataremos de comprender, primero, en qué sentido la metafísica constituye
un error para Nietzsche y cómo ese error ha de ser entendido en términos de valoraciones
cuyo contenido propositivo no hace referencia a un estado objetivo de cosas independiente
de toda valoración. En segundo lugar, nos ocuparemos de interpretar cuáles son
específicamente los errores de la metafísica, para comprender más concretamente qué clase
de valoraciones Nietzsche critica, por qué son errores y cuál es la relación, en general, del
error con el valor y de los dos con la “verdad” de la metafísica. En tercer lugar nos
ocuparemos de la necesidad del error: ¿En qué consiste esa necesidad y hacia donde se
mueve el pensamiento de Nietzsche al aceptar esa necesidad? Esa necesidad del error
conlleva, como veremos, a una redefinición del valor y una crítica del concepto de verdad
como valor supremo de la filosofía metafísica: si el valor de la verdad no es absoluto y, si la
verdad misma no es la medida de todas las cosas, ¿cuál es el valor de la verdad?, ¿por qué
es valiosa la verdad? Por último, nos interesa en este primer capítulo preguntar cómo sería
posible transvalorar los valores de la metafísica, no en un nivel teórico-conceptual, sino en
el nivel de la experiencia humana marcada por sentimientos, inclinaciones inevitables, y
modos de ser constituidos históricamente. Esta es una pregunta que debe ser planteada en
un marco de referencia provisto por la redefinición del concepto de valor y el
reconocimiento de la necesidad del error: una ontología del error que Nietzsche desarrolla
en su tratamiento de las fuerzas perspectivistas. A Nietzsche lo que le interesa es la
posibilidad, como bien lo enfatiza Deleuze, de que los sentimientos, los instintos, y todas
las fuerzas que atraviesan y dirigen la experiencia, sean reconfiguradas. “Pero, ¿cómo es
posible este cambio en el mundo moderno?”6. Este último problema, por ahora, sólo ha de
ser planteado en sus posibles giros para introducir el perspectivismo de Nietzsche, desde el
cual abordaremos, en una etapa posterior a este capítulo, el concepto de voluntad de poder.
i. La metafísica como error
Una de las propuestas de Nietzsche en su filosofía es mostrar, mediante una concepción
histórica de los valores, que la dualidad entre mundo aparente y mundo verdadero es
insostenible. La depreciación metafísica de la apariencia tiene sentido siempre que aparezca
6 DELEUZE, G. Nietzsche y la filosofía. Anagrama: Barcelona, 1986. p. 139.
15
inscrita en un esquema ontológico dualista, en el que “apariencia” sólo puede significar lo
contrario de “verdad”. Por esa razón, que la metafísica sea considerada el producto de un
error, o de múltiples errores, nos remite necesariamente al asunto de lo verdadero y lo
aparente. Lo aparente, en la metafísica, es inicialmente algo de poco valor. Esta valoración
de lo aparente se eleva, se absolutiza y se vuelve incuestionable en el “sabio”, en el
buscador de la verdad, para quien la apariencia no tiene absolutamente ningún valor,
porque es “ilusión” y “error”. Ni la ilusión ni el error son deseables; es el individuo
materialista, ignorante e insensible quien se aferra a ellos, creyendo erróneamente que “esta
vida”, “este mundo”, “este siglo”, son la realidad de su existencia. Ese hombre, sin
embargo, cree porque quiere y cree en la verdad de su creencia, porque lo que más desea es
la verdad. Desea, por un lado, ser verdadero, y por otro, conocer la verdad. Desde un punto
de vista metafísico, en consecuencia, el error es un fallo de la voluntad, un mal cálculo, un
fracaso que no debió suceder.
Cuando Nietzsche afirma que “lo que llamamos actualmente el mundo es el resultado de
multitud de errores y fantasías” no está haciendo uso de aquella comprensión metafísica en
la que el valor de una cosa está ligado exclusivamente al mundo verdadero. Nietzsche se
pregunta por el valor de lo verdadero, pero también por el valor de lo erróneo, pero para
ello es necesario que lo erróneo, lo aparente, sea considerado de algún valor. En efecto,
para Nietzsche, esos errores “han nacido poco a poco en la evolución global de los seres
orgánicos (...) y ahora heredamos nosotros como tesoro acumulado de todo el pasado; como
tesoro, pues en él estriba el valor de nuestra humanidad” (HDH I, 16). Sin embargo, en
HDH el error metafísico, específicamente, es algo que debe ser superado, abandonado en la
medida de lo posible del mismo modo en que la ciencia abandona viejas teorías a favor de
nuevos y mejores modelos. El problema de la metafísica no es que sea un error, sino que es
un error que por su propio desarrollo ha probado ya no ser útil: la perspectiva científica que
ha sido lograda a partir de una metafísica de las substancias no requiere más de las
substancias. Más adelante veremos cómo, para Nietzsche, el logro del concepto físico de
“fuerza” debe conllevar la superación del concepto de substancia y con él también el de
“átomo” y, en cierto sentido, el de “cosa”.
16
La aproximación histórica que Nietzsche propone opera críticamente en el ámbito del
lenguaje, produciendo una resignificación de viejos conceptos filosóficos. La pregunta por
el valor de lo erróneo es posible sólo en la medida en que el concepto de apariencia ha sido
extraído de la dualidad ontológica verdad/apariencia y resituado en un continuum histórico
en el que no hay límites dados entre esas dos realidades. En ese horizonte, las preguntas por
los valores, la verdad y el error se configuran como una “historia de la génesis del
pensamiento” (HDH I, 16). Pero también “pensamiento” ha de leerse en clave humana,
demasiado humana: “a nosotros, seres organizados, no nos interesa de cada cosa sino su
relación con nosotros en lo que a placer y dolor se refiere” (HDH I, 18), lo cual viene a
significar que esa historia del pensamiento, que devela el carácter erróneo de la metafísica,
es también, en cierto sentido, una historia del placer y del sufrimiento humanos. ¿Cuál es la
relación entre los sentimientos de placer y dolor por un lado y, por otro, la verdad y el
error?
Desde un punto de vista epistemológico, la verdad y el error son atributos de las creencias
y, más específicamente, de los juicios. Debido a su fundamentación metafísica, esa
epistemología requiere de una lógica de la no-contradicción. La metafísica entiende la
contradicción a la vez como lo imposible en el mundo verdadero, y como lo erróneo o lo
falso en las creencias, pero en cualquier caso como límite y criterio evaluativo. Evaluar
sería la aplicación de un criterio de verdad, es decir, una regla general y unívoca que
expresa el modo de ser de las cosas justamente como no contradictorio, y en esa medida,
también estable y previsible. Estas son las virtudes del mundo verdadero. Pero Nietzsche
advierte que ese modo de valorar tiene un desarrollo histórico y, es, en cierto sentido,
arbitrario. ¿De dónde procede, cómo se desarrolla, esa preferencia por la verdad? ¿Cómo
surge la creencia en los contrarios?
En HDH el error de los filósofos consiste fundamentalmente en su incapacidad para asumir
un punto de vista histórico. Una filosofía sin sentido histórico, esto es, una filosofía
metafísica, conduce a concepciones erróneas de la existencia. Errores que, si bien han
empujado la marcha de la filosofía y las ciencias, son refutados por la ciencia misma. En
este libro, considerado a veces como inauguración de un “período positivista” del
17
pensamiento de Nietzsche7, la filosofía histórica está estrechamente ligada con la ciencia
natural. Se ha dicho que cierta fe de Nietzsche en la ciencia, dominante en esta época,
cedería ante un escepticismo radical, al mismo tiempo de que desarrolla su filosofía
madura. En palabras de Eugen Fink, “donde más fuertemente predomina todavía el habitus
metódico de la cientificidad positivista, el modo crítico e histórico de considerar las
ciencias, es en Humano, demasiado humano”. Sin embargo, ya en HDH, Nietzsche hace
énfasis en que la ciencia misma es un error y, ciertamente, como el mismo Fink asegura, en
la Ciencia jovial y el Zaratustra “Nietzsche atraviesa rápidamente el modo de pensar
positivista. Éste es para él sólo un medio de liberación, de echar por la borda las
tradiciones”8. Esto debe ser interpretado con cuidado: que Nietzsche haya tenido una
afinidad con las ciencias naturales no significa que necesariamente haya comulgado con
una visión positivista del mundo. Lo que nos interesa resaltar, evitando esa discusión, es la
importancia de la ciencia para Nietzsche, porque es posible afirmar que los motivos
fundamentales que animaron el interés de Nietzsche por las ciencias naturales, siguen
presentes en obras posteriores a la Ciencia jovial, sólo que en una forma distinta, ligados,
lejos del positivismo, a una concepción histórica de los modos de valoración. También
habría que considerar y matizar ese supuesto “echar por la borda las tradiciones” y hablar
más bien de su revaluación crítica ya que, querámoslo o no, por un lado, nuestro modo de
ser y de vivir hoy se debe enteramente a ellas y, por otro, la caracterización de la ciencia
como error lega para la obras posteriores de Nietzsche, una actitud de sospecha hacia todo
lo que busque ser adoptado como posición interpretativa unívoca.
La filosofía histórica, vista en su relación con las “ciencias particulares”, toma la forma de
una “química” de representaciones y sentimientos humanos: descubre que los valores
antitéticos “son sublimaciones en las que el elemento fundamental aparece casi volatizado y
sólo a la más sutil observación le es factible todavía comprobar su existencia” (HDH, 1).
La sublimación, en física y química, es el proceso por el cual sustancias sólidas pasan
directamente a un estado gaseoso. La ciencia particular, al comprender la volatilidad de
7 Este período abarca Humano, demasiado humano, Aurora, y la Ciencia jovial. Preferimos llamarlo el “período medio” de Nietzsche, para no presuponer una discontinuidad que podría ser insostenible, por un lado; por otro, para evitar el arduo debate sobre el supuesto “naturalismo” de Nietzsche, que nos desviaría de nuestra indagación histórica. 8 FINK, Eugen. La filosofía de Nietzsche. Alianza, Madrid: 1982. p. 64
18
algunas sustancias, esto es su tendencia a hacerse vaporosas, sutiles y hasta imperceptibles
mediante su interacción con un catalizador, encuentra que la imperceptibilidad de una cosa
no es prueba de que su naturaleza sea esencialmente distinta, opuesta, a la de otras cosas,
puesto que está ligada con ellas en un proceso químico y por tanto, proviene de ellas. Del
mismo modo, la filosofía histórica, en cuanto química de las creencias y los sentimientos
humanos, encuentra que toda creencia y todo sentimiento se desarrolla en un proceso
valorativo que, si bien puede acabar por “sublimar” los conceptos y los sentimientos al
darles un sitio en el mundo de lo verdadero incondicionado, tiene una historia mucho más
vieja que cualquier principio incondicionado. Donde quiera que la metafísica plantee un
origen propio y una oposición entre los valores, el punto de vista histórico muestra una
procedencia que siempre se remonta a algo anterior y, con ello, una relación de continuidad
entre los contrarios.
Sin embargo, hasta aquí no hemos dado una razón para preferir el punto de vista histórico
al metafísico; no hemos planteado una crítica propiamente dicha, puesto que la filosofía
histórica se muestra hasta ahora como un antagonismo, como una subversión y una revuelta
contra la metafísica. La pregunta que sale a nuestro encuentro, sin que tengamos más
opción que enfrentarla, es la pregunta por el valor de esta filosofía histórica con respecto a
la filosofía metafísica. ¿En qué es superior una filosofía histórica a una concepción
metafísica?
Esta es una pregunta crucial; con ella logramos articular dos cuestiones claves, a saber, la
pregunta por el significado del concepto de valor, y aquella del error. De lo primero,
tenemos una idea vaga: que el valor sólo se da en la valoración de seres que valoran; no
sabemos ni quiénes, o qué, son esos seres, ni en qué consiste una valoración. De lo
segundo, el error, sólo tenemos un ejemplo: la metafísica; sabemos que la metafísica es
insostenible desde un punto de vista histórico y hemos señalado así el error como filosofía
metafísica, el error en cuanto metafísico, pero no la metafísica como error, justamente
porque no sabemos aún qué significa “error” desde el punto de vista de una crítica histórica.
Pero ese rodeo era necesario para montar el escenario en el que los valores y las
valoraciones puedan ser entendidos afirmativamente como conceptos articuladores de una
19
filosofía antimetafísica. También era necesaria esa aproximación parcial al error y al valor
para establecer, como supuesto de nuestra interpretación, que el concepto de valor ha de
leerse de la mano con el de error si decidimos concederle a Nietzsche que el modo
metafísico de valorar procede de un error y, más aún, si le concedemos que toda valoración
es el resultado de un error. Sea lo uno o lo otro, es bien seguro que el éxito de la crítica de
la metafísica depende hasta cierto punto de que se logre mostrar su carácter erróneo.
La falta de sentido histórico le impide al metafísico enfrentarse a la pregunta por la
proveniencia: establece el principio de la generación de las cosas en un origen
incondicionado y lo obliga a negar la historicidad de los valores. Haremos la distinción
entre proveniencia (o procedencia) y origen, para recalcar que si Nietzsche reactiva la
pregunta por el origen es en el sentido de que concibe la génesis como proveniencia
histórica en contraposición a la idea de origen incondicionado. Esa falta de sentido
histórico se traduce en actitudes concretas de la filosofía hacia sus objetos de estudio, es
decir, en formas de razonar y de sentir el mundo. Si la filosofía histórica reclama el derecho
de criticar y rechazar la metafísica, sólo puede hacerlo si se concibe a sí misma jugando un
papel en el devenir histórico, cambiando en el tiempo. La pregunta por la legitimidad de la
crítica histórica a la metafísica debe plantearse, pero no desde un punto de vista metafísico,
es decir, no desde el punto de vista en que una racionalidad pura o una verdad unívoca,
dictan el modo de valorar las cosas. Si la crítica histórica tiene algún valor y, por tanto,
puede ser desarrollada y asumida por seres que valoran, su valor y sus consecuencias no
dependen de su “verdad”. El valor de la crítica histórica, su supremacía, estaría dada por su
potencial para preservar y promover la vida, puesto que es la vida, y no la verdad, el valor
supremo de la filosofía de Nietzsche. Ya veremos cómo se llega y en qué consiste la vida
para Nietzsche. Por ahora nos centraremos en la crítica, basada según nuestra propuesta, en
los conceptos de valor y error.
En la medida en que la filosofía histórica rechaza la cosa en sí y, en general, toda ontología
de lo eterno, la pregunta por el error debe plantearse así en primera instancia: ¿cómo las
concepciones erróneas llegan a ser?, del mismo modo en que la pregunta por el valor ha de
ser por cómo lo valioso llega a hacerse valioso, o mejor, cómo lo valioso llega a ser
20
valorado como tal. Hemos dicho que la metafísica consiste en un dualismo ontológico, un
principio de no contradicción como principio lógico y, epistemológicamente, una verdad
como referencia o correspondencia de los juicios con una realidad dada. Eso es importante
en la medida en que aclara lo que Nietzsche tiene en mente al criticar la metafísica, pero no
explica cómo ni por qué esas concepciones son – o fueron, o han sido– creíbles y creídas,
aceptables y aceptadas. Para resolver este interrogante podemos recurrir, en primer lugar, a
la caracterización que Nietzsche ofrece de los errores filosóficos más comunes al introducir
en HDH su filosofía histórica y, en segundo lugar, a su idea de que esos errores son
necesarios porque son condición de la vida.
ii. Substancia, finalidad, ciencia
Nietzsche señala, además de la generalísima afirmación sobre la creencia en un mundo de
lo en-sí, al menos dos errores más: la creencia en que la naturaleza de las cosas está
determinada de antemano por una finalidad que es cognoscible y evidente en la misma
constitución de las cosas; la creencia en que es posible ver el mundo desde una posición
privilegiada, libre de valoraciones o, como preferirían algunos moralistas contemporáneos,
un punto de vista libre de “juicios de valor”. Lo que no acepta este tipo de filósofos es que
en realidad todos sus juicios son juicios de valor. Podemos decir, por ahora, que se trata del
error moral y el error epistemológico. En el primero, el problema está relacionado con la
creencia en que, como la conciencia humana experimenta lo benigno y lo dañino, la
naturaleza posee “finalidades”, es decir, tendencias propias predeterminadas orientadas a
obtener el bien y evitar el mal. El segundo error consiste en cierto objetivismo y, más que
todo, cierto dogmatismo en cuanto al concepto de verdad: si tuviésemos las capacidades de
Dios para verlo todo y tener todos los fenómenos en cuenta a la hora de emitir un juicio,
además de no cometer errores lógicos, habríamos dicho la verdad.
Argumentaremos en lo que sigue que estos “dos errores” hacen parte de una compleja red
de creaciones, ilusiones humanas, invenciones útiles presentes en todo cuanto hacemos bajo
la forma de inclinaciones o instintos operantes a nivel psicológico. La crítica histórica no es
simplemente una crítica de la metafísica con consecuencias destructivas para la
21
fundamentación teórica de la moralidad: desde el punto de vista histórico, los sentimientos
morales, se entrelazan con los juicios de la razón y del gusto, de modo que la crítica a la
moralidad y a la metafísica serían descritas mejor como una sola crítica.
En HDH, Nietzsche relaciona el error moral con el epistemológico en una suerte de
razonamiento que él considera típicamente humano:
Las conclusiones erróneas más habituales en el hombre son estas: una cosa existe, luego tiene su
derecho (Recht). En este caso se infiere de la capacidad de vida (Lebensfähigkeit) la
conformidad a fin (Zweckmässigkeit), de la conformidad a fin a su legitimidad. Una opinión es
benéfica, luego es verdadera; su efecto es bueno, luego la opinión misma es buena y verdadera.
(HDH § 30)
Tal razonamiento, que busca derivar el valor de una opinión – y en general, de una cosa– a
partir de su conformidad con un fin que le es natural, supone algo como un principio
unificador, una esencia de las cosas en la cual está implícita su finalidad. Se considera que
si algo existe es por algo, pero no algo anterior que lo determina causalmente y lo
condiciona, sino algo ulterior que constituye el sentido de su existencia. Es evidente que la
idea de una finalidad, de una razón de ser como finalidad, tiene en nuestros días tanta
acogida entre las creencias populares como pudo haberla tenido entre los filósofos de la
decadencia helénica en la forma de una “causa final” al estilo aristotélico. Por un lado, esa
idea de finalidad es típica de la metafísica y sólo puede sostenerse fundada en la oposición
entre lo verdadero y lo aparente, lo que es verdaderamente, y lo que no es o es mera
apariencia: la finalidad de una cosa no es parte de la mera apariencia de la cosa, no es
derivable de su apariencia, sino de su esencia. Por otro lado, esa idea de finalidad envuelve
en una íntima afinidad, quizás en una unidad teóricamente indisoluble, lo bueno y lo
verdadero. Así, lo indeseable es “malo” y por tanto falso; lo deseable es bueno, y por tanto
verdadero. La oposición entre bien y mal funciona en una curiosa correspondencia con la
oposición entre lo verdadero y lo aparente, lo cual sugiere una estrechísima relación entre la
moralidad y la metafísica.
22
Pero, ¿cómo entiende “bueno” y “malo” nuestro filósofo? Como en todos sus textos,
Nietzsche juega con las palabras, aplica varios significados en un mismo texto y entre
textos distintos, se apropia de conceptos que está criticando y trastoca su significado. Una
aproximación analítica, en el sentido amplio de distinguir significaciones y casos
particulares, puede ayudarnos a comprender el uso que Nietzsche hace de estos dos
términos (bien y mal) cuando, como es el caso del fragmento anterior, los pone en relación
con la verdad, evitando así el riesgo de apegarnos ciegamente a un significado demasiado
abstracto de los términos.
En el fragmento citado, la palabra “bueno” (gut), en la última frase del fragmento, no
significa lo mismo que “beneficioso” (beglückt). Si “bueno” y “beneficioso” tuviesen el
mismo significado, la afirmación vendría a significar algo así como “una cosa es buena,
entonces es verdadera; el efecto de una opinión es bueno, entonces la opinión misma es
buena”. Pero esa traducción no da con el énfasis que hace Nietzsche en el hecho de que con
ese razonamiento se iguala lo beglückt (lo agradable, lo que causa placer) a lo “bueno en sí
mismo”, se identifica lo que es “bueno para mí” con lo que es bueno objetivamente.
“Bueno para mí” quiere decir aquí “bueno con respecto a mis fines, mis deseos, mis
expectativas”, o lo que es lo mismo, bueno con respecto a la satisfacción de cierto interés
propio de cierto modo humano de valorar. Lo que es bueno en sí es aquello cuya bondad
no depende de “mis intereses” ni de mis fines personales, de modo que no tiene que ser
“beneficioso” (beglückt) para que sea verdaderamente bueno, esto es, bueno en sí mismo.
Esto último es en parte una comprensión metafísica del concepto de bien, en eterna y
sustancial oposición al mal.
Lo erróneo aquí tiene que ver con un vicio del pensamiento metafísico: se plantea, primero,
que el bien en sí mismo es independiente de fines humanos, perteneciente al ámbito de lo
verdadero; en segundo lugar, se dice que la verdad de una cosa – o de un juicio– , su valor,
consiste en su conformidad con una finalidad superior, más valiosa que toda finalidad
específica o individual, la cual se concibe paradójicamente como “principio” y razón de ser,
como ley de la existencia; y tercero, se extrapola lo contingente y particular a lo universal,
desprendiendo de un modo de ser concreto, una ley universal y necesaria. Según Nietzsche,
23
en la concepción metafísica se da una inversión de las causas y los efectos, es decir, se
toman los efectos por causas en la medida en que un fin, que en principio es simplemente el
efecto último de un proceso, es abstraído del proceso y situado como principio, tanto
temporal como lógico, del mundo. Toda cosa tiene una finalidad predeterminada y esa
finalidad es buena en sí misma, precisamente porque es esencial a la cosa.
El carácter erróneo de este modo de pensar es, para Nietzsche, una constatación de una
filosofía histórica que ha adoptado un modo de análisis científico, una filosofía que,
buscando superar la metafísica, se yergue como ciencia psicológica e histórica. Si bien es
evidente desde el principio de HDH que Nietzsche concibe el valor y el error desde cierto
punto de vista “científico”, es necesario un esfuerzo interpretativo para delimitar esta idea
de ciencia que Nietzsche tiene en mente. En primer lugar hay que notar la distinción que
establece Nietzsche entre ciencias generales y ciencias particulares:
(l)os dominios menores separados de la ciencia se tratan de una manera puramente objetiva; las
ciencias generales, por el contrario, se proponen, consideradas como un todo, traer a la mente
esta cuestión – cuestión en verdad puramente ideal:– ¿para qué? ¿Con qué objeto? (HDH § 6).
En la cúspide de esas ciencias generales, es decir, en la mayor generalidad de las ciencias,
se halla la filosofía, preguntándose por la finalidad de los fenómenos. Por el contrario, las
ciencias particulares, los dominios menores de la ciencia, tratan los sucesos como privados
de finalidad, es decir, como eventos que se suceden ciegamente en ausencia de una ley que
predetermine su devenir. La física moderna, por ejemplo, se esfuerza en comprender el
movimiento como el efecto de movimientos anteriores, asumiendo así una finalidad como
ley que liga la causa con el efecto. Pero la pregunta por la finalidad, como guía de la
comprensión científica, no es compatible con la pretensión de objetividad e imparcialidad
de la ciencia, ya que toda utilidad que el científico pueda hallar está condicionada por lo
que él, desde su condición humana, considera útil y valioso. Esa concepción de la utilidad
como finalidad natural se corresponde con la tendencia humana a la antropomorfización de
la naturaleza: como el ser humano comprende la acción racional, su acción racional, como
encaminada a una finalidad– de lo contrario se siente absurdo o desorientado– se ve en la
necesidad de atribuirle al mundo esa misma racionalidad. Sólo cuando el ser humano
24
comienza a concebirse a sí mismo como aeterna veritas es compelido por la necesidad de
un mundo de verdades eternas, bien de quietud absoluta, negando el movimiento como lo
haría un Parménides, o bien de movimiento constante, regular, previsible, al que de todos
modos subyace una ley inmutable.
El error moral resulta para Nietzsche ser inherente a las ciencias generales, como la
filosofía (en cuanto metafísica) y la lógica, en la medida en que se preguntan por la
finalidad como relación necesaria entre los fenómenos, la finalidad como ley del devenir.
La lógica requiere suponer que el hombre ha sido dotado de la razón para usarla de cierto
modo que le permita conocer y comunicar la verdad. “No existe hasta aquí filósofo para
quien la filosofía no sea apología del conocimiento; a éste debe darse la mayor utilidad.
Están tiranizados por la lógica y la lógica es optimismo” (HDH I § 6). Optimismo que
consiste en creer que la naturaleza se rige por leyes que, justamente, vienen como anillo al
dedo a nuestras posibilidades cognitivas. Además, la lógica establece puntos de partida a
los que “nada responde en el mundo, por ejemplo, la verdad de las cosas, la identidad de la
misma cosa en diferentes puntos del tiempo” (HDH I § 11), puntos de partida metafísicos
mediante los cuales adaptamos la realidad a las condiciones de nuestra comprensión:
nuestros sentidos, nuestra razón, nuestra búsqueda de sentido y de utilidad se interponen
entre nosotros y la realidad.
Sin embargo, las ciencias particulares lograrían, tras un arduo camino, emanciparse de los
errores de la moral y la metafísica, que son errores epistemológicos en el sentido en que
desde el punto de vista filosófico tradicional – el metafísico– se privilegia el conocimiento:
“no existe hasta aquí filósofo para quien la filosofía no sea apología del conocimiento”
(HDH I § 6). La ciencia verdadera “no conoce las consideraciones de los fines últimos,
como tampoco las conoce la Naturaleza” (HDH I § 38), y ello, muy a pesar de que la
ciencia natural, la biología especialmente, en la época de Nietzsche, derivaba del
evolucionismo la conclusión de que el desarrollo de los organismos responde a finalidades
naturales. Carl von Linnaeus sugirió que los herbívoros existían para controlar la población
vegetal, los depredadores para limitar el número de herbívoros y, finalmente, en la cúspide
de la cadena alimenticia, la finalidad última de toda la existencia orgánica: el hombre, que
25
existe para regular la población de depredadores carnívoros9. Tal es un ejemplo, hoy casi
caricaturesco, del antropocentrismo de la filosofía, el “pecado original” de todos los
metafísicos. Pero que los científicos naturales permanecieran bajo el comando de la
metafísica y la moral no significaba para Nietzsche que el paso más allá de la substancia y
la finalidad no hubiese sido dado. Si el científico natural sigue buscando el conocimiento de
las substancias es porque se niega a reconocer que, como consecuencia de la objetividad
que pretenden las ciencias, no hay lugar en el conocimiento para cosas incondicionadas,
para finalidades últimas o causas incausadas.
La filosofía histórica, en concordancia con el desarrollo de las ciencias particulares, se toma
en serio este postulado de la objetividad, pero, ¿no depende la creencia en la objetividad de
la suposición de substancias y objetos que trascienden la percepción? ¿O son acaso las
conclusiones científicas más que errores? Si bien la metafísica equipa a las ciencias con una
inclinación científica hacia la verdad, es decir, la búsqueda de verdades que emanan del
mundo en sí mismo y que no tienen relación con las condiciones de la felicidad y el placer
humanos, lo cierto es que la ciencia se ha separado de la metafísica en el punto en que la
filosofía (metafísica) se ha preguntado: ¿cuál es el conocimiento del mundo y de la vida
con el que el hombre vive más dichoso? (HDH I § 7). A las ciencias particulares, por el
contrario, no le interesa la felicidad humana, no le interesa la utilidad, si no la verdad como
algo que emana del mundo mismo: la utilidad que pueda representar el conocimiento
científico es una consecuencia accidental de la búsqueda de la verdad. Es posible afirmar
que en HDH Nietzsche expresa su admiración por las ciencias en la medida en que han
tratado de liberarse de las causas sobrenaturales provenientes de concepciones religiosas o
mitológicas. Que ya en su tiempo es posible una ciencia no moral, que desecha las causas
finales, es algo de lo que se muestra convencido en 1878, sin dejar de señalar, primero, las
raíces metafísicas de la ciencia en cuanto supone la existencia de substancias, segundo, el
hecho de que aún el modo moral de interpretar –la suposición de finalidades– no ha sido
erradicado de las ciencias.
9 MILLER, Elaine P. “Nietzsche on Individuation and Purposiveness in Nature”. En: PEARSON, Keith A. (Ed.). A Companion to Nietzsche. Blackwell, 2006. pp. 58-75
26
La creencia en las substancias – primariamente, la creencia en que uno mismo es un “yo”,
un sujeto idéntico a sí mismo– tiene su origen en la comprensión que los seres humanos
hemos desarrollado de la funcionalidad del lenguaje, como ya Nietzsche lo había anotado
en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (SVM). Esa comprensión considera que al
usar el lenguaje no sólo le damos nombres a las cosas, si no que expresamos
referencialmente su ser en sí, es decir, la verdad de las cosas. Es la confianza en el lenguaje
el “primer grado de esfuerzo hacia la ciencia”, sin embargo, escribe nuestro filósofo,
“(m)uy tarde, casi en nuestros días, los hombres comienzan a entrever el monstruoso error
que han propagado con su creencia en el lenguaje. Por fortuna, es demasiado tarde para que
esto determine un retroceso en la evolución de la razón que descansa en esta creencia”
(HDH I § 11). Dos consecuencias se derivan de esta crítica histórica: 1) la ciencia, la que
busca desinteresadamente la verdad pretendiendo objetividad e imparcialidad, tiene su
origen en un artículo de fe y es, por tanto, imprecisa, errónea; y 2) en la medida en que la
ciencia se ha desarrollado hasta llegar a ser el estandarte de la cultura, no puede ser
revocada sin renunciar con ello a la cultura misma y a la vida que la cultura nos ha
permitido alcanzar.
iii. La necesidad del error
Pero en HDH hay dos sentidos de “error”. En un primer sentido, el error es la creencia en
cualquier cosa que la ciencia, en su devenir histórico, haya terminado por refutar o por
mostrar como innecesaria. En la medida en que la ciencia puede explicar históricamente los
sentimientos morales y religiosos sin recurrir a conceptos metafísicos, es decir, como
fenómenos devenidos y en devenir, toda fundamentación metafísica de los valores y toda
explicación metafísica de la realidad terminan por perder su valor y aparecen como errores
de la razón. Se entiende así el error desde el punto de vista de la ciencia y, al mismo
tiempo, desde un punto de vista histórico. Pero, ¿cómo? ¿No se ha refutado a sí misma la
ciencia? Una historia de los errores es para Nietzsche el más “completo triunfo de la
ciencia” y a la vez el anuncio de su fin. Así como hubo una época en la que dominaba el
sentimiento religioso, superada primero por el arte10, también “hubo y hay una época de la
10 Ver: HDH I, 222: “el hombre de ciencia es el desarrollo ulterior del artista”.
27
inteligencia, por consagrarse la voluntad a fines intelectuales: cuando esta energía
desaparezca, se acabará la dominación de la ciencia” (HDH I § 234). El segundo sentido,
que en realidad es al que nos interesa llegar es el de error como “tesoro”, como “herencia”
de la historia, es decir, el error como una necesidad que perviviría aún tras la disolución de
la ciencia, en tanto que sin él no hubiese sido posible la vida tal como la conocemos y,
tampoco, en cierto sentido, sería posible ninguna forma de vida.
No sin amargura la filosofía histórica tendrá que reconocer el carácter pasajero de toda
ciencia. Como la filosofía histórica es ella misma un despliegue del espíritu científico, un
sistema móvil de opiniones, de hipótesis que se van refutando a medida que se vislumbran
sus fundamentos erróneos. La verdad ya no causa placer, sino incomodidad. En efecto,
Nietzsche se pregunta si será posible permanecer concientemente en el error, o en otras
palabras, si será posible vivir con la conciencia de que, como lo afirma la filosofía histórica,
hay cosas que superan las leyes de la lógica porque todo juicio sobre la legitimidad o la
racionalidad es parcial y condicionado11. ¿Se puede vivir con esa conciencia sin caer en la
desesperación, en el desprecio de la vida?, ¿no sería preferible la muerte a vivir la vida sin
amor por ella? ¿No sería mejor despreciar esta ciencia, esta verdad, y olvidarnos de que
todo el conocimiento es falso, de modo que podamos volver a una cómoda ignorancia, a un
estado más animal?
La vida humana está profundamente sumergida en la falsedad (unwahrheit); el individuo no
puede sacarla de ese pozo sin llegar a sentir antipatía hacia su pasado, sin encontrar disparatados
sus motivos actuales, como el del honor, y oponer ironía y desprecio a las pasiones que empujan
hacia el futuro y a una felicidad en el mismo. ¿Es cierto que ya no queda otro modo de pensar
que el que acarrea como resultado personal la desesperación, como resultado teórico una
filosofía de la destrucción? (HDH I § 34)
11 Aunque no vamos a tratar el problema de la lógica en Nietzsche, basta para nuestros propósitos con tomar en cuenta HDH I 31: “Entre las cosas que pueden llevar a un pensador a la desesperación figura el reconocimiento de que lo ilógico es necesario para el hombre y que de lo ilógico nace mucho de bueno. Está tan firmemente anclado en las pasiones, en el lenguaje, en el arte, en la religión y en general en todo lo que le confiere valor a la vida, que no puede arrancárselo sin con ello dañar fatalmente estas bellas cosas. Sólo los hombre demasiado ingenuos pueden creer que la naturaleza del hombre peda ser transformada en una puramente lógica (...)”.
28
Tras el desconsuelo que produce la agonía del pensamiento metafísico y de la moral y la
ciencia fundadas metafísicamente, nos encontramos en una diatriba: negar en absoluto el
valor de todo conocimiento – lo que, tomado en serio, probablemente nos llevaría al
suicidio o al autismo– o afirmar el valor del error, lo cual significaría hallar consuelo en la
falsedad o prescindir del placer. Las dos cosas parecen ser imposibles, y por eso el
pesimismo es la salida más fácil. El conocimiento, entendido como el resultado de unas
ciertas valoraciones, es, más que una actividad humana, una condición de posibilidad de un
cierto tipo de vida. Si bien el conocimiento metafísico se ha vuelto tan importante para la
vida humana, el conocimiento histórico parece amenazar la estabilidad y la orientación que
la metafísica provee y, por tanto, amenaza también con destruir el modo de vida que la
concepción metafísica del mundo permite. Esto no debe ser perdido de vista, porque en
gran medida la validez del conocimiento histórico radica en que pueda ser condición de
posibilidad de un tipo de vida que pueda sobreponerse a la caída de la metafísica.
Pareciera, desde el punto de vista histórico, que la ciencia ha demostrado el sinsentido de la
existencia y, por tanto, la vida humana ya no merece ser vivida a menos que quisiéramos
vivir sin la mayor fuente de placer construida por el hombre, o sea, la verdad. Y no sólo
tendríamos que renunciar a la verdad; también aceptar el error, entregarnos a él, “abrazar la
no-verdad (Unwahrheit)” y vivir así bajo el pathos de la falsedad, así como vivimos bajo el
pathos de las necesidades fisiológicas. Una pregunta interesante, que abordaremos en el
último capítulo, es si podemos encontrar algún gozo en esa necesidad del error, del mismo
modo en que, por ejemplo, gracias a la gastronomía lo encontramos en la necesidad
fisiológica de alimentarnos. La ciencia verdadera hace temblar la vida humana al
describirla como movimiento e interacción de “materias viles” por fuerza de necesidades
biológicas. Sin embargo, esa amargura difícilmente puede entenderse como una
genuflexión hacia el pesimismo o al escepticismo (o como se diría hoy en día, el fatalismo
y el no cognitivismo), aunque sí, quizás, como un sentimiento que el Nietzsche de
principios de los 1880 aún no supera del todo. Pero Nietzsche cree en la posibilidad de
superarlo y en HDH anuncia esa esperanza en medio de la incertidumbre:
Si, pues, la ciencia produce cada vez menos placer, dejando todo consuelo para la metafísica,
para la religión y para el arte, síguese que se va secando esta fuente de placer, a la cual debemos
29
toda nuestra humanidad. Por eso una cultura superior debe dar al hombre dos comportamientos
cerebrales: en el uno estará la fuerza y en el otro su regulador; en el uno las ilusiones, los
prejuicios, las pasiones, y en el otro la fría serenidad de la ciencia. Si no se satisface a esta
exigencia de la cultura superior, puede predecirse con certeza el cursor ulterior de la evolución
humana; el interés por la verdad disminuirá con el placer; la ilusión, el error, la fantasía,
recobrarán su dominio; decaerán las ciencias, volverá la barbarie; la humanidad recomenzará su
tela, destruida durante la noche, como la de Penelope. Pero ¿quién nos garantizará para entonces
fuerza? (HDH § 251)
Nietzsche pone su esperanza en la posibilidad de una cultura superior, y este motivo será
aún más evidente años después en su Más allá del bien y del mal. Preludio para una
filosofía futura. Esa cultura superior no sólo supondría la complementariedad de la ciencia
y el arte, mitigando este los efectos funestos de aquella, sino, más aún, en la incorporación
de nuevos sentimientos, nuevos comportamientos humanos que permitirían realmente esa
complementariedad. La posibilidad de esa incorporación de nuevas formas de sentir es algo
que abordaremos más adelante12; por ahora, es necesario comprender cómo es que,
independientemente de si se da o no esa cultura superior, el error es necesario para la vida.
Una concepción similar a esta, en la que Nietzsche va avanzando hacia nuevos sentimientos
y nuevos razonamientos a partir de su temprana crítica a la verdad, es la presentada por H.
Vaihinger en su libro The Philosophy of ‘As if’: A System of the Theoretical, Pratical, and
Religious Fictions of Mankind, en el que desarrolla la idea de una doctrina nietzscheana de
la “ilusión consciente”13. Esa doctrina surgiría del reconocimiento del error y de la creencia
en la posibilidad de vivir concientemente en él sin que ello signifique un sufrimiento o una
frustración sino todo lo contrario: una afirmación alegre de la necesidad del error que
habría llevado a Nietzsche, si la demencia no lo hubiese sorprendido en un momento tan
temprano de su madurez, hasta el punto de “reconocer y ‘justificar’ la necesidad y la
utilidad de las ficciones religiosas”14. Ese es el camino que seguiremos para comprender la
necesidad del error a partir de la premisa de que aún el conocimiento más valioso y certero
logrado hasta ahora, la ciencia, es también una red de errores. No nos ocuparemos en 12 Ver: Infra. pp. 100 y ss. 13 Ver: VAIHINGER, H. “Nietzsche and his Doctrine of Conscious Illusion”. En: CONWAY, Daniel (Ed.). Nietzsche. Critical Assessments I, Routledge: New York, 1998. pp. 402-420. 14 Ibid., p. 416.
30
detalle del asunto de la religión como ficción útil, que Nietzsche nunca llegó a reivindicar
decididamente, porque esa sería una consecuencia que podría ser tratada con rigor en otro
contexto. Nos interesa saber cómo sale Nietzsche de la aparente aporía que implica
reconocer que toda representación – todo juicio, todo sentimiento– proviene de algún tipo
de error.
Nietzsche caracteriza la ciencia como un gran alcance, un logro del método y de la lógica;
también, sí, como un salto de fe ante la imposibilidad de una completa visión objetiva, pero
es lo más alto a lo que ha llegado la cultura y es condición de la vida humana. Gracias a la
búsqueda de la verdad, gracias, mejor dicho, a la creencia en la “verdad encontrada”, la
ciencia se ha hecho necesaria para la vida humana: Así, también la verdad es “necesaria”
para la vida humana en la medida en que sin ella habríamos sido condenados a la extinción
o la permanencia en estados de sufrimiento e impotencia, acosados por el sinsentido de la
naturaleza. En HDH Nietzsche utiliza el término “verdad” en el sentido de la verdad
científica, es decir, una verdad imparcial, objetiva, descubierta en las cosas mismas
mediante la observación metódica y desapasionada. Sabe que la cosa en sí es inalcanzable,
no sólo porque esté más allá de las posibilidades de la percepción y la conciencia humanas,
sino porque la misma idea de cosa en sí es una construcción histórica que tiene su razón de
ser en la necesidad de un mundo estable, previsible y ordenado en el que el vulnerable
animal humano pueda sobrevivir y sentirse cómodo. De esa necesidad surge el error moral:
la proyección de la propia conciencia, que incluye fines y leyes del pensamiento, en una
realidad “caótica”, que nos supera por mucho. Sabe también que la observación nunca es
absolutamente desapasionada y los juicios que de esa observación provienen siempre son
apresurados e imprecisos: siempre pasan por alto algunos atributos, algunas causas. Y eso
no quiere decir que de no pasar nada por alto tendríamos la verdad, sino que todo aquello
que es considerado verdadero se ha conformado históricamente a partir de unos
condicionamientos del medio y de la psique y unos intereses particulares que operan
mediante extrapolaciones (como la atribución de la finalidad a la naturaleza) y
generalizaciones (como el establecimiento de leyes naturales, universales y necesarias),
operaciones que son consideradas por la misma metafísica como fuente de falsedad.
31
En cierto sentido, nuestra “humanidad” consiste en la cultura de la verdad. Una cultura que
ama la verdad y desprecia el error, aunque la verdad sea dolorosa y manche todo lo que
considerábamos puro y devalúe todo lo que considerábamos valioso. Tras la devaluación de
la verdad – que llegará tarde o temprano– esta especie de “simios inteligentes” ya no sería
precisamente humana. La ciencia, como búsqueda de la verdad, es necesaria para conservar
el tipo de vida que tenemos, porque esta forma de vida, a saber, la cultura, solo pudo
desarrollarse en el penoso trasegar de esa búsqueda a través de los siglos. Pero el amor por
la verdad, aunque así lo creamos a partir de una concepción metafísica y moral de la
existencia, no es el amor por lo incondicionado, sino el inconsciente amor por lo erróneo de
la verdad. La verdad, en el sentido metafísico del término, es para Nietzsche, el tipo más
peligroso – aunque también valioso– de error. La extinción absoluta de la cultura no es un
pensamiento que agrade a Nietzsche, no si de la cultura extinta no emerge una cultura
superior. Por eso,
junto a la pesada marcha del sabio que todo lo aplasta, (...) ha de aparecer de vez en cuando una
manifestación de humanidad conciliadora y dulce; no bastan los pasos apresurados ni los rasgos
de ingenio familiares, ni las agudezas ni la ironía; hacen falta también una cierta dosis de
contradicción y un retorno ocasional a los absurdos dominantes. (A § 469)
Se necesita, en últimas, declarar el valor del error, aceptarlo como necesario, preservar los
errores que permitan el avance hacia una cultura superior. Sólo de ese modo podríamos
preservar la cultura y llevarla a nuevos modos de ser. La conservación de una cultura que
no cambie no es una opción, porque todo cambia: se fortalece o se debilita. Una cultura
superior, es decir, una cultura que preserve lo humano del sinsentido al que la ciencia
parece conducir cuando pierde su capacidad de consolar, tiene que valorar la falsedad tanto
como la verdad (si es que, en sentido estricto, no son diferentes grados de error) y la ciencia
tanto como la ficción: por un lado, la ciencia satisface la necesidad de verdad, de
estabilidad, pero al mismo tiempo somete a crítica y dinamiza la producción de ilusiones, y
por otro lado las pasiones y prejuicios satisfarían la necesidad de lo ilógico, llegando así a
una optimización del placer y la preservación de la vida humana. Pero esa forma de valorar
requiere de cierto temperamento en el hombre. Así como puede adoptarse un pesimismo, a
causa de un temperamento debilitado “yo podría, – escribe Nietzsche– igualmente que el
32
efecto descrito y posible en naturalezas aisladas, imaginarme otro en virtud del cual brotaría
una vida mucho más sencilla, más limpia de pasiones que la actual”. El temperamento que
posibilitaría una cultura superior sería tal que sus fuerzas emotivas, pasionales, prejuiciosas,
estarían bajo la regulación del conocimiento, pero del conocimiento tendríamos que escapar
hacia el error, para consolarnos, para no hastiarnos de una verdad que se haya tornado en
afrenta. “Si bien es verdad que los antiguos motivos de deseo violento tendrían todavía
fuerza, por causa de una costumbre hereditaria, también lo que es poco, bajo la influencia
del conocimiento purificado, irían haciéndose más débiles” (HDH I § 34). Se necesita de
ese temperamento aplacado por la ciencia, para otorgarle valor y sentido a un mundo
desvalorizado por la conciencia del error, un temperamento científico pero a la vez artístico
que valore la verdad como error necesario, porque sabe que la verdad puede surgir del
error y viceversa. En efecto, surge así un nuevo sentido de “verdad”, en continuidad con el
error y no como contraposición a éste.
En la Ciencia jovial (CJ, 1882), esa posibilidad, esa esperanza en la ciencia transformada,
en el hombre de ciencia transformado, parece inundar la obra, no sin establecer ciertas
discontinuidades con respecto a HDH. Mientras en HDH la ciencia aparece como
reguladora de las pasiones, en CJ se ataca la moral, y aparece entonces el arte como árbitro
de los excesos de la moralidad, como una forma de tomar distancia ante la exigencia moral
de verdad y probidad, “el arte como aceptación de la apariencia” (CJ § 107) y no sólo
aceptación, sino como veneración y valoración afirmativa. Aquí el error aparece menos
amargo: el sufrimiento que causa la idea de un “anonadamiento del yo” – digamos, el
suicidio– al que llevaría la ciencia, es ahora una sombra lejana; cuando el error se denomina
“mentira” o “falsedad” (Unwahrheit) su mención va acompañada de la reivindicación de
su necesidad y se invoca la falsificación (Fälschung) como rasgo característico de lo vivo,
como su actividad primaria, aunque se vuelve a la relativa levedad del término “apariencia”
(Shein) para denominar una falsificación de la que somos conscientes y aceptamos de buen
grado. Nietzsche elabora la idea de un temperamento artístico que relaciona el error con “la
falsedad con buena conciencia, el placer de simular estallando como una fuerza; el deseo
interior de tomar una máscara y entrar en un papel, en una apariencia; un excedente de
33
facultades de adaptación de toda clase”15 (CJ § 361). De ese modo, el valor de la apariencia
no se mide ya con el rasero de la verdad científica: también los conceptos de verdad y de
ciencia se han transformado y Nietzsche se parece más a su propia idea de un nuevo tipo de
filósofo. Sin embargo, se mantiene y se fortalece, entre HDH y CJ, la idea de que para una
cultura futura, una cultura superior, es necesario un temperamento que está más relacionado
con una concepción artística de la existencia que con la búsqueda metafísica de la verdad.
Si tomáramos HDH aisladamente, sin mostrar su relación con un planteamiento de la
existencia artística, sería fácil tomar a la ciencia por juez de toda creencia y de todo valor.
Pero en CJ Nietzsche muestra no que ha cambiado de opinión, sino que su actitud hacia la
ciencia está cargada de ironía y desconfianza: lo que a Nietzsche le interesa de la ciencia no
es que se yerga como juez universal, como criterio definitivo para evaluar la vida, sino,
precisamente, rescatar su capacidad de poner todo en duda. Una vez que la ciencia quiere
“establecerse”, debe ser dominada por algo superior a ella: el temperamento del artista.
Es cierto que la pregunta por el valor se presenta, en parte, como la pregunta por la relación
entre la verdad y el error, es decir, la pregunta por lo que hay de verdadero en lo erróneo,
aceptando que la verdad es un tipo necesario de error, no algo a lo que deberíamos llegar ni
tampoco algo que “esté allí” para ser alcanzado. Entendiendo la verdad como una forma
entre otras de calcular y atribuir valor, se puede afirmar que el valor está ligado al error en
cuanto lo erróneo puede considerarse como gradualidad valorativa, es decir, que los errores
son valiosos, y su valor depende de en qué medida posibiliten en desarrollo de nuevos tipos
de vida o, en el caso de lo humano, de culturas superiores16. “¿Qué es lo que nos fuerza a
suponer que existe una antítesis esencial entre «verdadero» y «falso»? ¿No basta con
suponer grados de apariencia y, por así decirlo, sombras y tonos generales, más claros y
más oscuros, de la apariencia, - valeurs [valores] diferentes, para decirlo en el lenguaje de
los pintores?” (MBM § 34).
15 El subrayado es mío. 16 En el segundo capítulo, abordaremos la problemática que suscita la idea una “medición” del valor, es decir, la pregunta por en qué consiste para Nietzsche la diferencia entre lo más valioso y lo menos valioso, cómo y por qué se puede atribuir, desde un punto de vista histórico y antimetafísico, mayor valor a unas ficciones que otras. Ver: infra. pp. 90 y ss.
34
Teniendo en cuenta esa idea de una “verdad” que se reconoce sólo como “grados de
apariencia”, es necesario marcar definitivamente la distinción general entre dos tipos de
error. Primero, aquel error que es consciente de su carácter erróneo, es decir, de su
necesaria parcialidad y condicionamiento, como la filosofía histórica y la misma ciencia
empírica si adopta una posición histórica. Y segundo, el error metafísico, aquel error que no
es consciente de su condicionamiento histórico y de su parcialidad con respecto a las
formas de valoración que son propias de cada tipo de vida y, no sólo no es consciente, sino
que se toma a sí mismo por verdad definitiva. La ciencia que Nietzsche liga en HDH a su
filosofía histórica es, en cierto sentido, la más completa manifestación del conocimiento
que busca la verdad honestamente, desinteresadamente, y como tal, lucha contra el error.
Sin embargo, para no terminar negándose a sí misma por ser un error, requiere de la
filosofía histórica para llegar a reconocer que está guiada por intereses humanos, por la
parcialidad que imponen nuestras necesidades y que, como error, es necesaria para
mantener e intensificar esa forma de vida. En segundo lugar, esa ciencia debe hacerse
jovial, poética, artística, para seguir asegurando cada vez mayor placer, mayor capacidad
orientativa y resguardarnos del desencanto que podría traer la previsibilidad de un mundo
de estabilidad y previsibilidad absolutas; en otras palabras, esa ciencia debe convertirse en
otra cosa, en algo más que “mera ciencia”, porque en CJ es evidente que Nietzsche llama
“ciencia” a un saber que es más de artista que de científico. Si bien es cierto que para
Nietzsche “ciencia significa esencialmente crítica”17, es más importante aún reconocer el
hallazgo de que ningún criterio es universal y necesario.
El profesor Fink, describiendo esta relación entre HDH y CJ, afirma que en ellas, la
filosofía de Nietzsche
se presenta como si fuera pura luminosidad, sentido crítico que no se deja engañar,
desconfianza y recelo, en una palabra: como si fuera sólo “ciencia”, cuando en realidad
adopta ya a la vez una postura de distancia irónica frente a la ciencia e implanta, en la
desconfianza misma, una soberbia desconfianza18
17 FINK, Eugen. Op. Cit. p. 54. 18 Ibíd., p. 61.
35
Para tomar la ciencia de este modo irónico, afirmándola y negándola al mismo tiempo, se
necesita un carácter superior. Al reconocer la necesidad del error con este nuevo
temperamento, esa necesidad se hace placentera, porque se comprende realmente19 que
todo lo útil, todo lo que se adapta a las finalidades humanas, es adaptado por el ser
humano mediante juicios y sentimientos en cuya base se encuentra siempre el error.
Si el error es caracterizado primeramente, en la etapa metafísica del pensamiento, como un
juicio sobre lo meramente aparente; después, con el desarrollo científico moderno, como un
fallo al reconocer la superioridad orientativa de las ciencias particulares y de la historia; en
CJ el error es conciencia de la apariencia. “¿Qué es para mí la "apariencia"? Por supuesto
que nada distinto a cualquier ser; entonces, ¿qué puedo decir de cualquier ser excepto
enunciar los atributos de su apariencia? (...) la apariencia es la viva realidad misma
actuando que, irónica consigo misma, había llegado a hacerme creer que aquí no hay más
que apariencia, fuegos fatuos, danzas de duendes y nada más” (CJ § 54). La apariencia no
es entonces “mera apariencia”, sino que es la realidad misma, y los errores de la razón y de
la sensibilidad son justamente su contenido. En el lenguaje de Nietzsche, “apariencia” no es
una “realidad de segunda clase”, no es una “parte de un cuadro mucho más grande”:
nuestro mundo, todo lo real y lo imaginario, es un mundo de apariencias que son el
resultado de valoraciones. Esas valoraciones son tipos de error, es decir, formas de producir
la realidad. El ser humano, en una cultura superior, tendría que aceptar y vivir
conscientemente bajo la identificación de realidad y apariencia.
iv. Valor y error más allá del bien y del mal
Pero si en HDH y en la CJ Nietzsche relaciona la verdad con la ciencia poniendo a esta
como una realización de una inclinación humana hacia la verdad que, si bien se ha
constituido históricamente a partir de las necesidades vitales, sigue siendo una inclinación,
años después, en Más allá del bien y del mal, llegará a cuestionar la vigencia de esa
19 Sobre el tipo de “comprensión” que está en juego aquí, tratará en detalle el tercer capítulo. Por ahora nos interesa afirmar la necesidad del error y su relación con el concepto de valor para ver cómo la valoración atraviesa toda la experiencia vital. En este caso, “comprender realmente” no se trata únicamente de “conocer” realmente, sino de experimentar la realidad de un modo distinto. El temperamento, el tipo de carácter que permitiría eso, es el mismo que posibilitará la transvaloración de todos los valores.
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voluntad de verdad, no su legitimidad ni su honestidad o veracidad – esto es, no su relación
con la ciencia, si no su valor: ¿no será más bien el engaño, dada su necesidad como error, lo
que queremos y buscamos? ¿No será más bien que la ciencia misma ha sido un intento por
permanecer en el error metafísico, y en la comodidad de una parcialidad y un
condicionamiento que se cree objetiva e incondicionada? “Pese a todo el valor que acaso
corresponda a lo verdadero, a lo veraz, a lo desinteresado: sería posible que a la apariencia,
a la voluntad de engaño, al egoísmo y a la concupiscencia hubiera que atribuirles un valor
más elevado o más fundamental para toda vida” (MBM § 2). Ese nuevo cuestionamiento a
la verdad representa un paso más allá de lo hasta ahora había sido anunciado: no se trata de
mostrar la necesidad del error en el sentido de su inevitabilidad; más bien, se trata de
explorar la posibilidad de que esos errores sean más valiosos que las verdades mismas.
Implica eso una ampliación del concepto de valor: lo valioso no es lo que la ciencia, bajo
unos criterios de verdad (objetividad, imparcialidad, etc) justificados históricamente,
califica de valioso en cuanto limitación y superación científica de los errores.
La tarea de los nuevos filósofos no es ya armonizar el error con la verdad, porque no hay
distinción posible entre lo uno y lo otro ; la tarea de los nuevo filósofos, que sólo puede
exigírsele “a espíritus suficientemente fuertes”, es “empujar hacia valoraciones
contrapuestas y para transvalorar, para invertir «valores eternos»; a precursores, a hombres
del futuro, que aten en el presente la coacción y el nudo, que coaccionen a la voluntad de
milenios a seguir nuevas vías” (MBM § 203). Esa tarea, la de la elaboración de una filosofía
futura, es congruente con el punto de vista histórico en la medida en que éste, al reconocer
la necesidad del error, se reconoce a sí mismo como un error y, por tanto, como algo que
también puede ser superado cuando deje de ser un medio para la vida. Mientras en HDH se
establecía como proyecto de filosofía futura, aún amenazado por la duda de su posibilidad,
el desarrollo de una cultura superior capaz de moldear y limitar la fuerza del error, es decir,
de las pasiones y juicios precientíficos, en MBM la contraposición entre la “fuerza” de las
pasiones y la mesura de la ciencia, incluyendo la forma matizada de esa tensión que aparece
en CJ, termina por desaparecer ante la confianza en un proyecto más ambicioso: el de darle
un giro nuestras valoraciones sobre lo verdadero y lo erróneo, situándose así, no sólo más
allá del bien y del mal, sino también más allá de la verdad y la falsedad; en otras palabras,
37
se plantea la posibilidad de una nueva filosofía totalmente separada de los errores de la
moral y la metafísica tradicionales. Se necesita para ello no sólo un temperamento especial,
educado, sensible, sino un temperamento fuerte. La elaboración de esa nueva filosofía es
asumida por Nietzsche a partir de la introducción de un nuevo concepto de “fuerza”, puesto
que en HDH la fuerza era lo propio de los sentimientos y juicios erróneos y debía ser
controlada por el freno de las ciencias. A partir del concepto más básico de “instinto”, que
Nietzsche aborda al menos desde Aurora, se puede rastrear el desarrollo de una noción
antimetafísica de fuerza que vendría a sustituir toda substancia metafísica. Todo ello, no sin
consecuencias difíciles de sostener y defender.
Al proceso mediante el cual se substituirían los modos de valoración propios de la moral
tradicional y de la metafísica de la substancia, lo designamos con el nombre de
transvaloración de todos los valores. Ocupémonos, como último objetivo de este capítulo,
de introducir esa idea de fuerza que, desde el punto de vista de la historia de la cultura, da
paso a cierta concepción de la existencia gracias a la cual el pensamiento de la
transvaloración se llenará de un contenido afirmativo. Esa noción de fuerza es puesta en
primer plano especialmente desde la Ciencia jovial, con la introducción de la concepción
perspectivista de la existencia. La crítica a la verdad desemboca así en una filosofía del
valor y el error más rica y compleja. Al tratar el tema de los juicios sintéticos a priori, es
decir, los “juicios verdaderos de la ciencia” según la perspectiva kantiana, Nietzsche
argumenta que “la creencia en su verdad es necesaria, como una creencia superficial y una
apariencia visible pertenecientes a la óptica perspectivista de la vida” (MBM §11). El
tratamiento que Nietzsche le da en su madurez al problema de la verdad está íntimamente
ligado a este perspectivismo, dentro del cual las concepciones de error y valor son descritas
en términos de fuerza, de cantidad de fuerza:
Todas las valoraciones son resultado de determinadas cantidades de fuerza [Kraftmengen] (...)
Todas las pulsiones humanas [menschliche Triebe], así como todas las pulsiones animales se
han constituido bajo ciertas circunstancias, en condiciones de existencia, y han sido colocadas
en primer plano. Las pulsiones [Triebe] son la consecuencia de valoraciones largamente
abrigadas que ahora obran instintivamente como un sistema de juicios de placer y dolor.
38
Primero forzosidad, luego, acostumbramiento, luego necesidad, luego, inclinación natural
(pulsión [Trieb]) (FP 1884, 25[460]).
Las pulsiones (Triebe) son consecuencia de unas valoraciones; las valoraciones son el
resultado de la acción de unas fuerzas (Krafte) que llegan a convertirse en instinto, en
inclinación dominante y automática. El instinto se muestra como algo natural, esencial,
aunque en realidad, como todo, tiene una larga historia: la historia del avasallamiento, o
mejor, de múltiples avasallamientos de fuerzas que constituyen todo lo “existente”, unas
fuerzas que al dominar sobre otras durante mucho tiempo llegan a ser incorporadas a un
complejo de instintos que llamamos “organismo”; de hecho, toda la existencia consiste en
una medición de fuerzas, una interpretación. Conectar esa ontología de la fuerza con un
proyecto de transvaloración de todos los valores no es simplemente una reformulación de la
metafísica, sino un cambio de perspectivas con respecto al valor y el sentido de nuestros
sentimientos y nuestras creencias: “las grandes épocas de nuestra vida son aquellas en que
nos armamos de valor y rebautizamos el mal que hay en nosotros llamándolo nuestro mejor
bien” (MBM § 116); cuando se llega a ser lo suficientemente fuerte como para combatir y
vencer a las inclinaciones más arraigadas estamos en la “mejor” posición, porque algo que
quiere dominar en nosotros logra hacerlo. Debemos dejar claro, aunque esta ontología será
descrita con detalle en el próximo capítulo, que esta idea de unas fuerzas interpretantes no
es una idea epistemológica, sino una ontología que busca describir en términos de
interpretación todo el devenir de lo real, tanto lo consciente como lo inconsciente. Esa
ontología de la interpretación no tiene nada que ver con la verdad del metafísico; una
interpretación no es mejor que otra porque sea “más cercana” a la verdad, sino porque logra
satisfacer ciertas necesidades vitales que la otra no podía. Si hay “verdad” para los nuevos
filósofos, esa verdad es sólo una superioridad de grado en cuanto a la posibilidad que
ciertas valoraciones brindan para intensificar la vida de la especie que valora20.
Nietzsche, ya desde SVM deja ver que en su filosofía no es concebible un impulso
incondicionado hacia la verdad: no existe una inclinación originaria y propiamente humana
hacia la verdad en pugna contra una inclinación originaria hacia el engaño, y, así como los
conceptos de bien y mal, estas inclinaciones se han conformado. Por esa razón, para 20 Ver: Infra. pp. 68 y ss.
39
nosotros, al explorar el sentido de una concepción perspectivista del ser, no se trata de
encontrar un núcleo de la cosa en sí que, en la medida en que se despoja de su ropaje
apariencial revela su verdad eterna, su valor propio e incondicionado, como pretendería la
religión y la metafísica; no se trata, tampoco, de descubrir, como lo demostraría
aparentemente la ciencia positiva, que todos nuestros juicios son “meros errores”, como si
el error fuera un argumento para rechazar un juicio.
Así, el perspectivismo se queda sólo con las apariencias, pero “apariencia” ya no se define
en relación de oposición a lo verdadero, sino como el resultado de una valoración, es decir,
como un movimiento de las fuerzas instintivas que se relacionan unas con otras. La
necesidad metafísica de verdad es la necesidad de cierto tipo específico de apariencia:
aquella en la que el devenir de las fuerzas se presenta como estabilidad y generalización.
Pero eso no sólo es verdad en cuanto a los juicios de la conciencia: las pasiones del placer y
el dolor de hecho funcionan como un sistema de criterios de valor y son el resultado de
fuerzas que se configuran en hábitos valorativos, en instintos e inclinaciones que, al final
adquieren el bautizo de naturales u originarios. De cualquier modo a partir de CJ, la idea
kantiana de “juicio” es remplazada, aún cuando siga usándose el mismo término, por una
concepción perspectivista de la valoración como movimiento de los instintos, en la que la
conciencia que enjuicia mediante la generalización y la “elevación de lo particular a lo
universal” es sólo una parte superficial de la realidad instintiva:
Nuestro pensamiento se ve más valorado por el carácter de la conciencia – por el "genio de la especie", que
reina en ella– y vuelve a traducirse según la perspectiva del rebaño. Nuestros actos son, en el fondo,
íntegra e incomparablemente personales, únicos, individuales en un sentido ilimitado, eso está fuera de
duda; pero ni bien los traducimos a la conciencia, dejan de parecerlo... Tal es, a mi juicio, el
fenomenalismo, el perspectivismo propiamente dicho. La naturaleza de la conciencia animal implica que el
mundo del que podemos llegar a ser conscientes no es más que un mundo superficial, un mundo de signos,
un mundo generalizado, vulgarizado; (...) toda toma de conciencia remite a una operación de
generalización, de banalización, de falsificación, a una operación profundamente corruptora. (CJ § 354)
El mundo de leyes naturales y de comportamientos previsibles es comprendido como una
falsificación de la conciencia, pero hay que aclarar dos cosas. Primero, que la idea de
“fasificación” no debe ser interpretada como si hubiese un mundo “real” que es
40
distorsionado por la representación consciente, no, sino que el mundo mismo es una
producción ilusoria que, si pudiese ser vista desde una perspectiva no humana, sería
absolutamente distinta. Con respecto a eso, Maudemarie Clark, en su Nietzsche on Truth
and Philosophy, muestra que la idea de error no puede ser entendida como “falsificación” o
distorsión en un sentido representacionalista, puesto que esa falsificación supondría una
cosa verdadera, una cosa en sí. Si bien el Nietzsche de SVM podría estar diciendo que en
efecto hay un mundo en sí y que ese mundo es incognoscible porque nuestras facultades de
conocimiento son esencialmente falsificadoras, Clark muestra que a partir de HDH
Nietzsche da un paso hacia un escepticismo más profundo, planteando que la sola idea de la
cosa en sí constituye una contradicción en los términos. Tal rechazo se da en el Nietzsche
del período medio como el abandono definitivo de la tesis schopenhaueriana del mundo
como representación. Así queda claro que para el Nietzsche maduro, el mundo de los
fenómenos no consiste en representaciones que esconden o enmascaran un mundo
verdadero. Según la interpretación de Clark, el nuevo anti-representacionalismo de
Nietzsche se completa en su madurez, en GM y MBM, con su doctrina del perspectivismo.
La segunda aclaración que debemos hacer con respecto al pasaje citado es que esta
falsificación de la conciencia no agota el ámbito de la producción de ilusiones: también las
pasiones y los movimientos musculares inconscientes constituyen relaciones de fuerzas que
interpretan y valoran de acuerdo a perspectivas particulares, de modo que, en un sentido
amplio, debemos recordar que la valoración es una exigencia fisiológica y no sólo un
proceso psicológico. Pero el tema del papel de la conciencia en el perspectivismo será
desarrollado con mayor detalle en el próximo capítulo21. Por ahora nos interesa sólo
introducir los conceptos de fuerza e instinto de los que Nietzsche se vale para dar cuenta de
la realidad como un devenir de interpretaciones: queremos aquí mostrar que hay una
relación, que debe ser tenida en cuenta para interpretar su filosofía madura, entre la crítica
histórica, el perspectivismo y una ontología de la interpretación o de la fuerza.
Volviendo al problema de la caracterización de las valoraciones en términos de fuerzas,
podemos partir de dos preguntas aparentemente sencillas: primero, ¿qué es una fuerza? Y,
21 Ver Infra. p. 59 y ss.
41
segundo, ¿cómo se relacionan las fuerzas? En el acápite 119 de Aurora, Nietzsche da el
ejemplo de un hombre que pasa por una plaza pública y un individuo se burla de él. La
reacción de ese hombre depende de los instintos que dominen en ese momento en él. Ese
individuo puede sentir cólera, vergüenza, le podría encontrar gracia y echarse a reír, o bien
podría actuar con indiferencia. “En cada uno de estos casos, se satisface un instinto, ya sea
el de despecho, el de agresividad, el de reflexión o el de benevolencia. Cualquiera de estos
instintos se apoderan del incidente como si fuera una presa”. (A § 119). ¿En qué consiste la
fuerza de un instinto? ¿Por qué un instinto se apodera? Nietzsche, en ese mismo lugar da
una respuesta: “porque estaba al acecho, ávido y hambriento”. Esta puede parecer una
respuesta rápida, una mala respuesta, pero lo cierto es que nos remite necesariamente a la
idea de “querer”, de tener voluntad, desear o estar inclinado hacia algo del mismo modo en
que el hambre nos hace inclinarnos hacia la comida.
Ese querer – el del animal hambriento– no es otro que el querer de la voluntad de poder,
concepto al que no llegamos aún, pero que ya podemos anunciar. Tal idea de “querer”
constituye un giro con respecto a los conceptos de voluntad y querer de la tradición
metafísica, una renuncia a los conceptos de “sujeto libre” y “voluntad libre” y, en últimas,
la afirmación de otro modo de concebir la existencia. “Querer, esto es, mandar (..) es un
determinado afecto (este afecto es una súbita explosión de fuerza)”(FP 1884, 25[436]).
Querer algo es inclinarse hacia algo, desearlo, pero esa inclinación sólo es concebible como
dominio de unas valoraciones sobre otras, es decir, en la instancia más fundamental, como
el predominio de unas fuerzas sobre otras.
Pero no sólo se alude, con el movimiento de las fuerzas, a un nuevo concepto de voluntad,
también es clave mostrar que Nietzsche relaciona directamente con los instintos, y
posteriormente con las fuerzas, un concepto de interpretación referido al funcionamiento de
los instintos y a la forma en que interactúan. Por ejemplo, describe en Aurora la excitación
de los instintos producida durante el sueño, “estas fantasías en las que se descargan y se
ejercitan nuestros instintos de ternura, de ironía o de excentricidad” como “interpretaciones
muy libres y muy arbitrarias, de la circulación sanguínea, de la acción intestinal, de la
presión de los brazos o de la ropa de la cama (...) y de otras cosas por el estilo”. Y son,
42
justamente, los instintos los que llevan a cabo esas interpretaciones: “¿he de decir que
nuestros instintos, en estado de vigilia, no hacen tampoco otra cosa que interpretar las
excitaciones nerviosas (...)?” (A § 119). Ese concepto de interpretación, aún planteado con
tanta vaguedad por ahora, tiene por lo menos dos implicaciones importantes: primero, un
desplazamiento del problema epistemológico, porque ya no se comprende la interpretación
como acto de conocimiento, o como aprehensión consciente, sino como movimiento de
instintos. Segundo, la idea de que la interpretación no es un proceso unidireccional en la
que simplemente un “sujeto” domina o aprehende un objeto inmóvil, sino un movimiento
complejo, en el que se despliega una multiplicidad de fuerzas en relación.
El concepto maduro de fuerza que Nietzsche empieza a explorar al menos desde la época
de Aurora es un concepto relacional de fuerza, no un concepto metafísico. Las fuerzas no
son lo que subyace a la materia y causan su movimiento: la materia misma sólo es
concebible como movimiento. Una fuerza sólo puede actuar sobre otra fuerza, no sobre
algo radicalmente distinto a ella, como sería la “materia”. Según Deleuze, el concepto de
fuerza es necesariamente el concepto “de una fuerza relacionada con otra fuerza” y agrega
que “bajo este aspecto [relacional], la fuerza se llama una voluntad”22. En Nietzsche,
probablemente ya desde la época de Aurora, se rechaza cualquier concepto simple, es decir,
cualquier concepto que intente representar o describir alguna unidad ontológica
fundamental, como el “yo”, la “sensación”23; “fuerza” es, muy en contra del dogmatismo
fundacionalista, una noción compleja y al mismo tiempo irreductible: la fuerza sólo se
puede concebir como voluntad, es decir, como dominación de una fuerza sobre otra,
dominación que genera a su vez más despliegues de fuerza, de impulsos que se imponen.
Pero decir “una fuerza sobre otra” es un equívoco en cierto sentido, puesto que no hay “una
fuerza” como unidad aislada; el modo correcto de decirlo, en consonancia con el postulado
de aquella pluralidad irreductible, sería más bien que sólo es concebible la fuerza como una
relación de distanciamiento entre una voluntad y otra: la voluntad que domina se distancia
en cantidad de fuerza de la dominada. Y a su vez, ninguna dominación es absoluta,
22 Deleuze, G. Op. Cit. p. 15. 23 En Aurora, Nietzsche apunta sobre la sensación: “que esto es grande y aquello pequeño; que esto es duro y aquello blando. A esta forma de medir, que en sí no es más que un error, le llamamos sensación. (A § 117)
43
unidireccional o eterna, puesto que su devenir es incesante. Teniendo en cuenta esa idea
debe leerse el célebre acápite 36 de MBM:
(..) Si nosotros reconocemos que la voluntad es realmente algo que actúa, si nosotros creemos
en la causalidad de la voluntad: si lo creemos - y en el fondo la creencia en esto es cabalmente
nuestra creencia en la causalidad misma -, entonces tenemos que hacer el intento de considerar
hipotéticamente que la causalidad de la voluntad es la única. La «voluntad», naturalmente, no
puede actuar más que sobre la «voluntad» -y no sobre «materias» (no sobre «nervios», por
ejemplo -): en suma, hay que atreverse a hacer la hipótesis de que, en todos aquellos lugares
donde reconocemos que hay «efectos», una voluntad actúa sobre otra voluntad, - de que todo
acontecer mecánico, en la medida en que en él actúa una fuerza, es precisamente una fuerza de
la voluntad, un efecto de la voluntad. - Suponiendo, finalmente, que se consiguiese explicar
nuestra vida instintiva entera como la ampliación y ramificación de una única forma básica de
voluntad, - a saber, de la voluntad de poder, como dice mi tesis -; suponiendo que fuera posible
reducir todas las funciones orgánicas a esa voluntad de poder, (...) entonces habríamos adquirido
el derecho a definir inequívocamente toda fuerza agente como: voluntad de poder. El mundo
visto desde dentro, el mundo definido y designado en su «carácter inteligible», - sería
cabalmente «voluntad de poder» y nada más.
En la física moderna, la concepción mecanicista de la fuerza, quizás el más elaborado
concepto de causalidad hasta ese momento, concibe la fuerza como la causa de los
movimientos de la materia, es decir, la materia se mueve porque a la materia “inerte”
subyace la fuerza. Pero desde el punto de vista de Nietzsche, la fuerza no es algo
subyacente a la materia, no es un agregado a una substancia permanente. Asistimos a una
transformación del concepto mecanicista de fuerza: remplazar la noción substancialista de
fuerza por la noción perspectivista de voluntad. Eso implica una reelaboración afirmativa
del concepto de voluntad: se pasa de la idea metafísica de voluntad libre de un yo unitario y
autónomo a una idea de la voluntad como voluntad de poder, como determinación, como
dominio y apropiación de una voluntad sobre otra. El “querer”, entendido bajo el
presupuesto de la autonomía del “yo”, consiste, en su forma pura, en una inclinación libre
de condicionamientos; el querer de la voluntad que Nietzsche formula es tan sólo el efecto
de una serie larguísima y robusta de fuerzas configuradas históricamente. La voluntad
“quiere ser obedecida”, pero ese querer es impersonal, no es “libre” (autónomo), sino
condicionado; ese querer es una tendencia, un movimiento que se ha hecho fuerte mediante
44
sucesivas dominaciones, un querer que se direcciona y adquiere sentido sólo en la constante
apropiación de las inclinaciones. Sobre el viejo concepto de voluntad queda por decir sólo
que “donde no sabemos qué podemos realmente (...) hablamos de “voluntad”. La
comprensión perfecta sólo habla de “tener que” (FP 1880 2[8]). El concepto de “voluntad
libre” es producto de un desconocimiento de las fuerzas que actúan, que han actuado en una
“decisión”, en una acción, en una inclinación, configurándola a través del tiempo. Desde
ese punto de vista todo se remonta a una historia infinita, a un despliegue y un crecimiento
de fuerzas preconfiguradas, nunca originarias, que devienen en su relación.
La reformulación del concepto de voluntad como voluntad de poder sólo ha quedado aquí
planteada como el fruto más maduro de la crítica a la metafísica y a la moral – que son una
sola crítica– en tanto que crítica histórica. Para tener una comprensión de las consecuencias
de esta reformulación para el pensamiento filosófico, así como de sus consecuencias para la
vida humana de ser asumida prácticamente, es necesario abordar el perspectivismo no sólo
como una posición ontológica-epistemológica o una posición negativa sobre la metafísica
seguida de una teoría histórica sobre la verdad, sino como una postura filosófica acerca del
carácter de la existencia humana y de la vida en general. En ese contexto del
perspectivismo puede comprenderse cabalmente el sentido de la consiguiente introducción
del concepto de voluntad de poder. Si Nietzsche introduce su perspectivismo de la mano
con el problema del valor de la verdad es en parte porque quiere desplazar la problemática
epistemológica a un nivel secundario, a favor de una reflexión sobre la vida como un
despliegue de fuerzas en el que emergen la valoración y la interpretación.
La introducción de la pregunta por el valor de nuestros juicios y, en general, por el valor de
nuestras interpretaciones no sólo pone en cuestión las teorías tradicionales del
conocimiento; al hacerlo, también remueve sus cimientos ontológicos al afirmar la
inexistencia de hechos objetivos. La filosofía de Nietzsche busca prescindir de una
ontología dualista, en la que se suponga a toda interpretación un orden de cosas objetivo
que la valida. En el uso del lenguaje solemos hacer referencia a un “sujeto” (un “yo” que
juzga o conoce) y un objeto, al cual se refiere el contenido predicativo del juicio; sin
45
embargo, el uso de esos conceptos no es prueba de que la realidad en sí misma tenga esta
estructura.
[A]lgo existente, algo que de algún modo ha llegado a realizarse, es interpretado una y otra vez
por un poder [Macht] superior a ello, en dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un
modo nuevo, es transformado y adaptado a una nueva utilidad; (...) todo acontecer en el mundo
orgánico es un subyugar, un enseñorearse y (...) a su vez, todo subyugar y enseñorarse es un
reinterpretar, en los que, por necesidad, el “sentido” anterior y la “finalidad” anterior tienen que
quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados (GM II § 12)
Cuando Nietzsche niega la imparcialidad y la objetividad de la verdad no lo hace pensando
en que toda verdad depende de “sujetos” que interpretan, y de sustancias que se muestran
sólo parcialmente, sino en que la interpretación es el modo de ser de las cosas, es decir, que
las cosas existen como producciones interpretativas de fuerzas que sólo en última instancia
aparecen en la conciencia, pero cuya procedencia es una pluralidad de interpretaciones y
reinterpretaciones instintivas.
La reinterpretación de la verdad, del sujeto, de la voluntad, es el resultado de una
investigación de la historia de los valores de la cultura europea, en la cumbre de los cuales
está la verdad. En función de su búsqueda de la verdad, el conocimiento se valora como la
actividad humana de mayor excelencia. Tras la superación de esa suposición –su puesta en
duda– la filosofía histórica avanza hacia un estadio afirmativo, reinterpretativo, en el que,
tras “negar” el valor absoluto de todo conocimiento y toda moral de la “verdad” gracias al
concepto histórico de error, pero afirmando finalmente el valor del error y su necesidad, se
le da un giro a la relación entre valor y error: el error cobra la mayor importancia para la
vida humana, para la perspectiva humana, mostrándose como fuerza, como voluntad
interpretativa. La asimilación de valor y error da lugar a una reinterpretación de la
realidad, porque a través de la dualidad metafísica, se interpretaba el mundo con base en
valores ya devaluados por la cultura moderna, especialmente gracias a su “ciencia” y su
arte. Sus valores han sido invertidos: hemos llegado, con la filosofía histórica, a
comprender que el error es el resultado necesario de la actividad valorativa, actividad que
es en últimas la vida misma.
46
En el siguiente capítulo discutiremos la inversión de los valores que Nietzsche propone
bajo el marco de referencia que hemos bosquejado como consecuencia de la filosofía
histórica hasta ahora (el perspectivismo de las fuerzas, las inclinaciones y los instintos).
Trataremos de comprender el desarrollo del perspectivismo como una ontología de la
fuerza cuyo concepto clave es el de voluntad de poder, y, al mismo tiempo, como el
planteamiento de formas innovadoras de concebir el ser, las “cosas”, los “sujetos” y la
valoración como voluntad de poder.
47
VOLUNTAD DE PODER Y TRANSVALORACIÓN: UNA LECTURA PERSPECTIVISTA
Capítulo 2:
EL PERSPECTIVISMO Y LA NATURALEZA DEVENIDA DE LOS VALORES
Al interpretar a Nietzsche desde el punto de vista que resalta la historicidad de los valores,
no se puede pretender que nuestra interpretación se construya en un ámbito privilegiado,
sobrehumano, en la que las verdades y los conceptos emanen sin más de una lectura
cuidadosa, como si hubiese un sentido unívoco en el que la verdad del pensamiento
nietzscheano se exprese sin más. La univocidad del sentido es precisamente una pretensión
que Nietzsche busca desarticular. Por esa razón, al hablar de los conceptos ontológicos que
Nietzsche utilizó para cimentar su pensamiento más afirmativo es necesario asumir como
punto de partida su negativa a establecer una concepción metafísica y unívoca de lo
verdadero. Hemos visto que de esta negación y de la destrucción conceptual de la tradición
metafísica mediante la introducción de los conceptos de error y valor, se desprende un
concepto de fuerza con el que se trasciende la negación y se llega a afirmar cierto modo de
comprender la existencia. Queremos ahora plantear la tesis de que estos conceptos
afirmativos, que pueden ser recogidos en lo que ha sido llamado una “ontología de la
fuerza”, se hallan inmersos en una concepción perspectivista de la existencia cuya
formulación más emblemática, en el despliegue del pensamiento nietzscheano, es la
concepción de “la vida como voluntad de poder”.
Ese propósito exige que delimitemos una interpretación del perspectivismo que, sin
pretender objetividad unívoca, permita una lectura plausible de la obra madura de
Nietzsche. El objetivo de esa interpretación no es que sea la “verdadera” interpretación de
la filosofía afirmativa de Nietzsche; más bien, nuestro objetivo es la formulación de una
interpretación transvalorativa, una interpretación que satisfaga el motivo principal de la
obra madura de nuestro autor: la posibilidad y la necesidad de una transvaloración de todos
los valores. Una conceptualización como ésta es finalmente, y únicamente, un intento por
traer el germen de la transvaloración al pensamiento filosófico, no como un
48
“descubrimiento filosófico” o una innovación de la filosofía, sino como un intento por
comprender el devenir de las valoraciones en la cultura occidental y como manifestación de
la creencia en la posibilidad de cambios sustanciales en los valores dominantes. Es cierto
que, por un lado, esto podría derivar en la justificación de enfoques filosóficos como el de
Foucault, quien encuentra algunos de sus presupuestos en un ontología de la fuerza como la
que buscamos platear; pero, por otra parte, podemos enfocarnos en entender cómo concibe
Nietzsche a partir de su propia ontología, la posibilidad de una transvaloración de todos los
valores. Esto último es lo que nos interesa: ¿cómo puede cambiar la vida humana para
hacerse más digna de ser vivida? Y ¿qué rasgos podría tener una filosofía que exprese esos
nuevos valores, esa nueva forma de vida? El temperamento artístico, la concepción de la
vida a través de una óptica del artista, de la óptica de la apariencia y de la fuerza creadora
de apariencia, nos servirá de base para pensar estos temas.
En ese orden de ideas, nos gustaría proponer, en primer lugar, un doble movimiento con
respecto a la mayor parte de los intérpretes del perspectivismo nietzscheano: acercarnos a
ellos para comprenderlos, por un lado, y por otro, alejarnos de ellos para sentar lo que ha
significado, en el transcurso de nuestra aproximación a los libros de Nietzsche, una
experiencia hermenéutica que podría, de lograr plantearla, enriquecer en alguna medida
posibles y/o futuras lecturas y debates – no sobre “lo que dijo Nietzsche”, sino sobre
interpretaciones de Nietzsche que estén en consonancia con el momento histórico que nos
ha tocado vivir. Esa “consonancia”, creemos, debe ser interpretada como la posibilidad de
hallar hoy cómo puede la filosofía nietzscheana de los valores ayudar a comprender nuestro
presente y, si se quiere, pensar nuestro futuro.
El asunto del perspectivismo ha sido estudiado con particular interés por una diversidad de
lecturas analíticas. Estos intérpretes han planteado, generalmente, que el perspectivismo es
la doctrina de que todo juicio es parcial y condicionado, de modo que no hay verdades
absolutas, ni objetivas, ni universalmente válidas. Hay al menos dos variantes – aun
hablando en términos muy generales– de esa idea: por un lado, están quienes afirman que,
como consecuencia de la afirmación anterior, también el perspectivismo es una perspectiva
y sólo una perspectiva; por otra parte, están quienes afirman que la doctrina nietzscheana
49
pretende ser algo más que una mera perspectiva entre otras, es decir, pretende ser verdad en
el sentido ordinario del término. Ninguna de las dos posiciones es fácil de defender. A
primera vista, parecería que la primera es más congruente con el rechazo de Nietzsche por
las verdades incondicionadas y universales, pero esa posición parece ser una
autorrefutación: si nada es verdad, entonces tampoco el perspectivismo es verdad, de modo
que carece de sentido plantear la afirmación “nada es verdad, todo es perspectiva” (o en
palabras más conocidas, “no hay hechos, sólo interpretaciones”). La segunda posición no es
menos complicada: si nada es verdad excepto el perspectivismo, ¿qué hace que el
perspectivismo sea verdadero? ¿No será que Nietzsche pretende ser el dueño de una
milagrosa revelación a la usanza metafísica? De ahí que casi cualquier intérprete del
perspectivismo tenga que lidiar con el cargo de autorrefutación o autorreferencialidad.
Argumentaremos que el perspectivismo no es sólo una doctrina acerca del conocimiento,
sino una posición filosófica sobre la naturaleza producida y dinámica de los valores, es
decir, sobre la manera en que emergen y el modo en que condicionan y posibilitan toda
forma de vida. Esa idea de una naturaleza dinámica, no esencialista, supone ya la
superación de la concepción de verdad tradicional y la metafísica de las substancias. En esa
medida, ser verdad, en un sentido objetivista y cognitivista, no es una necesidad del
perspectivismo; pero sí lo es expresar cierta posición de valores que, por su naturaleza,
chocan con los valores tradicionales. En cierto modo, el perspectivismo también es una
doctrina sobre el conocimiento y sobre la verdad, pero en ella estos conceptos se
encuentran ya reformulados y transvalorados. Los conceptos tradicionales criticados por la
filosofía histórica aparecen, mirados en su carácter perspectivista, carentes de valor cuando
no absurdos. Nos esforzaremos en mostrar, primeramente, que las interpretaciones
analíticas tienden a ignorar el papel decisivo de la introducción y el desarrollo del concepto
de valor en la obra de Nietzsche, teniendo como consecuencia la imposibilidad de mostrar
el carácter transvalorativo de la ontología perspectivista.
En segundo lugar, nos proponemos mostrar el lugar y el significado del concepto de fuerza
como desarrollo posterior de los conceptos de instinto y pulsión que Nietzsche habría
planteado anteriormente. En Aurora, el uso de estos términos aparece en el contexto de una
50
indagación por la génesis de los valores morales. En CJ, sin embargo, el contexto es mucho
más amplio, y es justamente el contexto de una afirmación perspectivista de la vida.
Veremos como el sentido de la palabra “vida” cobra a partir de este momento un carácter
más amplio que aquella idea de “vida humana” que aparece en HDH, ya que Nietzsche
empieza relacionar la vida con cierta “cualidad” única y fundamental de todo lo existente, a
saber, la voluntad de poder.
Por último, nos concierne explorar en qué consiste, en sus puntos centrales, el nuevo
lenguaje que inaugura el perspectivismo. Esos puntos centrales tienen que ver con las
preguntas más emblemáticas de la metafísica tradicional, pero abordadas a partir del
reconocimiento de la historicidad de las valoraciones: ¿qué es el sujeto si no es el “yo” libre
e indivisible del racionalismo? ¿Qué es la verdad si no es la relación de los enunciados con
lo en-sí? ¿Qué es la voluntad si no es la inclinación incondicionada del sujeto libre? La
aproximación histórica a estas preguntas da lugar a la reformulación perspectivista de esos
conceptos. Esas reformulaciones perspectivistas tendrían que converger en el concepto de
voluntad de poder, ya que, como señalamos en el capítulo anterior, la voluntad de poder es
el único principio que Nietzsche acepta para describir todo movimiento de las fuerzas
interpretantes tras prescindir de la “substancia”, la “autonomía del yo” y el “mundo
verdadero” entre otros conceptos metafísicos.
i. Perspectivismo, conocimiento y valor
Recojamos por un momento lo dicho en el capítulo anterior. El concepto de error entendido
como ilusión, como falsificación llevada a cabo por impulsos y fuerzas interpretantes,
permite a Nietzsche separarse de una forma dualista de valorar. Si entendemos “verdad” en
el sentido tradicional, en contraposición a la “falsedad”, no hay lugar para el concepto de
error que Nietzsche plantea. Esa lógica dualista, que hemos llamado metafísica, puede ser
considerada consistente sólo si (a) se tiene una concepción del valor como algo que puede
ser suspendido adoptando una “neutralidad valorativa”, o (b) si se cree, desde un punto de
vista moral, que el valor es una característica intrínseca de lo que es, entendiendo el “ser”
como lo que subsiste a la valoración y es independiente de ella, es decir, el “ser” como
51
valioso en sí mismo, aunque no haya ninguna conciencia que le otorgue valor. En
consecuencia, desde el punto de vista de la concepción moral de la existencia y su
característica interpretación moral del mundo, la aprehensión (sea esta “conocimiento” o
simplemente “percepción”) siempre se dan con respecto a algo que es anterior a la
aprehensión y subsistirá intacto cuando deje de ser aprehendido: ese algo es la cosa en sí.
Hablando metafísicamente, la aprehensión de las apariencias se expresa en un juicio falso,
esto es, un juicio que no hace referencia al ser verdadero o, en otras palabras, no se
corresponde con un orden objetivo de cosas.
Maudemarie Clark presenta una notable interpretación del perspectivismo desde un punto
de vista analítico. Sin embargo, además de múltiples dudas con respecto a sus afirmaciones
específicas sobre el perspectivismo, creemos que su concepción cae en el error de
considerar el perspectivismo como una teoría epistemológica o alética, es decir, una teoría
de la verdad.
Perspectivismo, nos dice Clark, “es la afirmación de que todo conocimiento es
perspectivista”, y precisa que aunque “Nietzsche también caracteriza los valores como
perspectivísticos”, su interpretación se centrará únicamente en el “perspectivismo
concerniente al conocimiento”24. Dado el desarrollo del capítulo anterior, podemos
concordar con Clark en que la idea del perspectivismo está ligada al desarrollo de la crítica
a la idea de verdad de la mano con la noción de error, partiendo de una primera idea de
falsificación o distorsión hasta una forma madura de error como condición de la vida. Sin
embargo, no podemos aceptar que pueda hacerse una aproximación al “perspectivismo del
conocimiento” sin tomar en cuenta el “perspectivismo de los valores”; más aún, podemos
dudar de que esa separación sea posible al menos en un sentido importante, y es que para
Nietzsche, como hemos intentado mostrar, el conocimiento es una cuestión de valores. Si se
escoge un juicio sobre otro no es porque uno sea erróneo y el otro no, sino porque un error
es valorado por encima de otro.
Si el concepto de valor tiene la importancia que le adjudicamos en este trabajo, el
24 CLARK, M. Nietzsche on Truth and Philosophy. Cambridge University Press. New York, 1990. p. 127
52
perspectivismo, como caracterización de la filosofía madura de Nietzsche, tiene que poder
ser leído en relación a la crítica fundamental de los valores metafísicos. Sin embargo, las
formas en que se ha interpretado habitualmente la obra de Nietzsche han impedido hasta
ahora una aproximación al perspectivismo desde el concepto de valor. Esta limitación se
debe básicamente a un vehemente intento por traducir la filosofía de Nietzsche a un
lenguaje más o menos tradicional. De ese modo, suele establecerse una división entre
intérpretes analíticos y continentales (entre estos últimos se cuentan los de tendencia
hemenéutica y deconstruccinista, entre otros). Así lo señala Rex Welshon, quien se adhiere
a la tendencia analítica:“(l)os intérpretes analíticos de Nietzsche (…) tienden, más que sus
homólogos continentales, a tratar de situar a Nietzsche dentro de la tradición filosófica en
lugar de situarlo como el último filósofo moderno o, tal vez, como el primer filósofo
posmoderno”25.
Nietzsche’s Perspectivism, escrito en conjunto por Rex Welshon y Steven D. Hales, parte
de esa diferencia entre los intérpretes analíticos y los continentales, y pretende, en efecto,
situar a Nietzsche dentro de la tradición filosófica ofreciendo una interpretación del
perspectivismo como una teoría que intenta responder, de un modo coherente y
lógicamente consistente a las cuestiones filosóficas que tradicionalmente han ocupado a los
filósofos: la epistemología, la lógica, la ontología y la ética. Esta posición resulta ser un
riguroso intento por presentar a un Nietzsche que pueda ser tomado en serio analíticamente,
en el sentido de mostrar que las contradicciones del pensamiento maduro de Nietzsche son
meramente aparentes y que, detrás de una retórica de la contradicción y un estilo poco
cuidadoso en numerosas ocasiones, hay unas posiciones filosóficas defendibles. Sin
embargo, esta lectura parece ignorar que las cuestiones tradicionales de la filosofía son el
resultado de unos modos de valoración que Nietzsche ciertamente pretende abandonar. Esta
afirmación no es un argumento en contra de la validez de traducir el lenguaje nietzscheano
a los conceptos filosóficos más importantes, pero sí contra ese modo de interpretar que deja
de lado, o lee de forma superflua, las reformulaciones conceptuales que Nietzsche ya ha
25 WELSHON, R. Philosophy of Nietzsche. Acumen: Durham, 2004. p.12. El texto en original en inglés se lee: “Analytic interpreters of Nietzsche are (…) more likely than their continental counterparts to try to place Nietzsche within the philosophical tradition rather than to try to place him as the final modernist philosopher or, perhaps, as the first postmodern philosopher”.
53
ofrecido en su obra temprana y media. Esa reformulación, creemos, no debe entenderse
simplemente como un cambio de significados – aunque también es eso– si no como una
forma distinta de comprender la jerarquía y la definición de los problemas filosóficos, es
decir, como una transvaloración.
La interpretación del perspectivismo a la luz del problema del conocimiento y,
específicamente, el problema de la verdad, prescindiendo de la problemática de los valores,
es una característica común de las lecturas analíticas existentes hasta ahora. A pesar de ello,
las interpretaciones continentales han tenido poco que decir sobre el perspectivismo como
una posición filosófica defendible. Si bien Heidegger y Deleuze, entre otros, han enfatizado
en la importancia de los conceptos de valor y de voluntad de poder, ninguno de ellos hace
un esfuerzo satisfactorio por relacionar la voluntad de poder, como concepto central del
Nietzsche maduro, con una concepción perspectivista de la existencia. Establecer una
posible lectura de esa relación es el objetivo principal de este trabajo. Para ello, lo primero
que hicimos fue mostrar el papel decisivo de la introducción del concepto de valor y, con
ello, la devaluación que para Nietzsche ha sufrido la verdad metafísica como el valor de
mayor jerarquía en la interpretación moral de la existencia. Ahora es necesario mostrar
cómo, en una concepción perspectivista, la jerarquía de los valores es distinta y no está
encabezada por la verdad, ni por el conocimiento, ni por los valores de la moralidad
cristiana. Pero también es importante dejar claro de antemano que la transvaloración no
consiste en la sustitución de unos valores por otros, dejando el orden binario de la
metafísica intacto: el fin de la metafísica dualista debe conllevar a un orden de valores
radicalmente distinto, no sólo en cuanto al contenido, sino también en su forma dualista. No
se trata de sustituir el mal por el bien o la verdad por la falsedad, sino de cambiar la misma
escala de mal y bien, verdad y falsedad por una escala distinta, en la que se tengan en
cuenta múltiples grados de afirmación o negación de la vida que hay en todo juicio y en
toda valoración.
Comencemos con la pregunta más general: ¿cuál es la relación del perspectivismo con el
concepto de valor? En verdad, pocos han considerado esta pregunta, y ese es el motivo por
el cual debe ser planteada. Cuando Clark deja de lado el “perspectivismo de los valores”,
54
ciertamente no tiene en mente el concepto de valor que nosotros hemos introducido aquí,
porque para ella, al parecer, la verdad del conocimiento no es un problema de valores. Por
esa razón, el perspectivismo del que Clark da cuenta es justamente uno de los cuales ignora
por completo la pregunta que estamos planteando. Hales y Welshon tampoco plantean la
pregunta, ya que ni siquiera abordan el concepto de valor como uno central en la obra de
Nietzsche o en la filosofía contemporánea.
Sin embargo, Edgar E. Sleinis, también un intérprete analítico, en su Nietzsche’s
Revaluation of Values, como nosotros, asume que la epistemología, la lógica y la ontología
– tanto como la ética y la ciencia– implican jerarquías de valor. A partir de ese supuesto,
trata de mostrar que el perspectivismo entra en juego cuando Nietzsche intenta plantear una
“doctrina” positiva de la verdad, tras su rechazo de la comprensión predominante de la
verdad. Pero, a pesar de relacionar el perspectivismo con los valores, sucede que el
perspectivismo vendría a ser, como en los casos anteriores, una teoría epistemológica y, por
tanto, su relación con los valores está dada enteramente en una teoría de la verdad. Pero por
otro lado, en lo que concierne a la relación del concepto de valor con el concepto de
voluntad de poder, Sleinis afirma que la respuesta nietzscheana a la pregunta por qué es lo
valioso estaría dada por una ontología proporcionada por el concepto de voluntad de poder.
Por ahora no nos ocuparemos de la voluntad de poder, pero sí, del concepto de valor que
está en juego aquí. Argumentaremos lo siguiente: Sleinis, por un lado, no da cuenta de
manera satisfactoria de la comprensión del perspectivismo como una teoría sobre el valor
de la verdad, pero, de otra parte, sí plantea argumentos convincentes para ligar el concepto
de valor con el de voluntad de poder. En consecuencia, si adoptamos una interpretación
más amplia del perspectivismo como una concepción, incluso como una “teoría”26, sobre
los valores en general, podríamos vislumbrar la relación entre el concepto de valor y la
voluntad de poder como noción central de una ontología perspectivista.
26 En este caso, vale aclarar que con el uso de la palabra “teoría” no queremos plantear la idea de una visión de los valores sistemática y sujeta a leyes lógicas. Una “teoría” del valor no puede plantear unas leyes eternas que rigen el comportamiento de los instintos y de las fuerzas creadoras de valores. Se trata, en cualquier caso, desde nuestra perspectiva histórica, de plantear cómo han emergido y devenido los valores en la historia de la cultura occidental.
55
La teoría del valor de Nietzsche, según Sleinis, está moldeada por su idea de que el valor
más elevado es la máxima actitud afirmativa hacia la vida27. Podríamos, sin embargo,
admitir que en efecto el valor más elevado para Nietzsche es la vida, sin tener que
comprometernos con un sentido demasiado estricto de la palabra “teoría”. Si en la filosofía
metafísica, en el cristianismo y aún en la decadencia griega, la verdad es lo más valioso, al
punto de que una inclinación “natural” hacia ella es lo más determinante de la vida humana
y exige incluso en determinado caso el sacrificio de la vida, nuestro filósofo negará
rotundamente que la inclinación hacia la verdad sea un rasgo eterno, esencial. Esa negación
se da primero como la disolución de la distinción entre verdad y error por medio de una
filosofía histórica que entiende la inclinación por la verdad como un instinto conformado en
el tiempo como medio para mantener y acrecentar cierta forma de vida. La filosofía
histórica pasa luego a la afirmación del error como necesidad: el error consiste en la
afirmación y el despliegue sostenido de ciertos instintos necesarios para la vida.
Ciertamente, en MBM se deja ver cómo la posibilidad de concebir la verdad como error, o
al menos como algo vinculado históricamente al error, conlleva a la pregunta por el valor
de ese particular error que es la creencia en la verdad y, más aún, la voluntad de verdad:
Pese a todo el valor que acaso corresponda a lo verdadero, a lo veraz, a lo desinteresado:
sería posible que a la apariencia, a la voluntad de engaño, al egoísmo y a la concupiscencia
hubiera que atribuirles un valor más elevado o más fundamental para toda vida. Sería
incluso posible que lo que constituye el valor de aquellas cosas buenas y veneradas
consistiese precisamente en el hecho de hallarse emparentadas, vinculadas, entreveradas de
manera capciosa con estas cosas malas, aparentemente antitéticas, y quizá en ser idénticas
esencialmente a ellas. (MBM § 2)
La verdad, entendida como el supuesto de la incondicionalidad de ciertas valoraciones, es
un error necesario para ciertas formas de la vida humana en momentos y circunstancias
específicos de la historia, y por tanto se puede afirmar que ha sido valiosa para la vida, pero
no por ello podemos ya afirmar que sea “en sí misma” el valor supremo o que deba, o que
27 SLEINIS, E.E. Nietzsche’s Revaluation of Values. A Study in Strategies. University of Illinois Press. Urbana, 1994. p. 2.
56
vaya a seguir siéndolo, al menos no tras haber tomado el riesgo de criticarla desde un punto
de vista histórico. Esa crítica, que deja inevitablemente el sabor de una verdad incómoda,
exige la afirmación de otros valores, es decir, de otros errores mediante los cuales la vida
pueda seguir su crecimiento, porque la vida no es posible sin valoración. ¿Qué otros valores
pueden afirmarse ahora como necesarios para la vida? Para responder a esa pregunta, es
necesario comprender a cabalidad cómo entiende Nietzsche la vida instintiva y cómo
ciertas configuraciones instintivas dan lugar a ciertas formas de valorar. ¿Cómo pueden
afirmarse otros valores dado que esta nueva afirmación depende de una reconfiguración de
los instintos?
Para comprenderlo, podemos partir por esclarecer las relaciones entre los instintos, la vida
y el valor. “Algo vivo quiere, antes que nada, dar libre curso a su fuerza - la vida misma es
voluntad de poder” (MBM § 13). Si el valor supremo es la afirmación de la vida, y esa
afirmación consiste en un despliegue de fuerza, estaremos en lo cierto al afirmar que para
Nietzsche lo valioso es todo aquello que le sirve de medio a la vida para su propio
crecimiento: “el arte, el conocimiento, la moralidad, son medios” (FP 1887, 10[194]).
Sin embargo, cabe aún llevar más lejos la pregunta por qué es un valor. Tenemos ya
descartada la respuesta de un realista metafísico, es decir, que el valor sea un atributo de la
cosa en sí. Sabemos que un valor es algo relativo y contextual, porque depende de la forma
de vida que valore. Y podríamos inferir también que el valor es un atributo sólo en la
medida en que cierta forma de vida lo atribuye a algo; no un atributo “de los objetos” que el
sujeto capta y es capaz de expresar en un juicio del tipo “A es verdadero” o del tipo “B es
bello”. Podríamos decir que un valor es, a primera vista, el concepto que expresa una
apreciación subjetiva de la jerarquía de las cosas. Pero esa parece una definición pobre de
“valor”, ya que suscita y deja sin resolver una pregunta supremamente compleja: ¿en qué
consiste la jerarquía? Se infiere también, hablando en el lenguaje más tradicional (aunque
no necesariamente el más adecuado), la pregunta por si existe una medida objetiva de los
valores o si, por el contrario, los valores son enteramente subjetivos. Esta última es una
cuestión bastante más fácil de resolver de lo que parece, aunque podamos ser, quizás,
acusados de evadir el problema: hay que partir de la base de que una filosofía histórica
57
supone dejar de lado la dualidad propiamente metafísica de lo objetivo y lo subjetivo. Es
necesario por tanto que tratemos de llevar esta superación de la metafísica a sus últimas
consecuencias en el marco de una concepción nietzscheana del valor.
Sleinis, calificando a Nietzsche de “cognitivista” y “objetivista” en cierto sentido, apela a
un pasaje de La voluntad de poder en el que se lee: “¿Cómo se mide objetivamente el
valor? Únicamente por la cantidad de fuerza aumentada y organizada” (FP 1887, 11[83]).
Con ello, quiere resaltar cuatro aspectos importantes de la teoría del valor de Nietzsche: a)
que hay una medida objetiva del valor; b) que la fuerza es esa medida; c) que no hay otra
fuente de valor además de la fuerza, y d) que el valor se relaciona con fuerza incrementada
y organizada28. El propósito de Sleinis es mostrar la consistencia de estos cuatro puntos, es
decir, mostrar que cierto objetivismo cognitivista es compatible con una ontología de la
fuerza. Sin embargo, resulta notable que no relacione ese objetivismo con la idea de
objetividad perspectivista que Nietzsche menciona en GM. Ello se debe a que, para Sleinis,
la teoría del valor es anterior y se puede comprender sin relacionarla con el perspectivismo,
ya que éste es una teoría de la verdad y por tanto, lógicamente posterior a una teoría general
de los valores. Sin embargo, hay evidencia en los textos de Nietzsche de que las fuerzas
creadoras de valores son justamente fuerzas perspectivistas y no fuerzas mecánicas
entendidas como las entiende la física moderna, pretendidamente por fuera de un espectro
de valoraciones y como atributo objetivo de las sustancias.
Para Nietzsche, los valores son creaciones de fuerzas interpretantes que, tras ser abrigadas
por mucho tiempo, terminan por actuar “instintivamente”, es decir como impulsos (Triebe)
aparentemente naturales. Esta idea choca fuertemente tanto con las concepciones
objetivistas como con las concepciones subjetivistas de los valores, según las cuales los
valores supremos bien hacen parte exclusivamente de una “naturaleza”, de una esencia
propia del ser humano (objetivismo) o bien están relacionados con una conciencia
individual que los genera según la utilidad o según los condicionamientos del entorno
(subjetivismo). En cuanto al primer caso, ya sabemos que la “naturaleza humana” que
Nietzsche concibe se define como un devenir de fuerzas y una conformación de instintos,
28 Ibid., pp. 2 y ss.
58
de modo que no hay una “esencia” que nos haga tan absolutamente distintos del resto de
seres vivos como para decir que hay unos valores objetivos. En cuanto al subjetivismo,
habría que señalar que la “conciencia individual” no se concibe como una unidad estable y
permanente a la que se adhiere la valoración, sino que esa conciencia es en sí misma un
devenir de valoraciones de cierto tipo. Para pensar adecuadamente el perspectivismo hay
que desligar la valoración y la interpretación del mero ámbito de la conciencia, pero
también hay que mostrar una continuidad entre lo puramente instintivo y lo consciente; eso,
a raíz del principio ya mencionado según el cual ninguna dualidad metafísica es sostenible
desde un punto de vista histórico.
En CJ Nietzsche aborda la conciencia como representación o reflejo del pensamiento en
signos, y el pensamiento como una actividad que no necesariamente es exclusiva del ser
humano. “Durante mucho tiempo se ha considerado el pensar consciente como el
pensamiento en general. Sólo ahora alborea en nosotros la verdad: la parte más grande de
nuestra acción espiritual transcurre de un modo inconsciente” (CJ § 333). En consecuencia,
para que haya pensamiento no se requiere que “algo”, un “yo”, sea consciente de su
pensamiento. La conciencia es algo secundario, es un desarrollo posterior de la vida, y no
es necesaria para la vida en general, sino para el tipo de vida humana, un tipo de vida que, a
pesar de ser en alguna medida distinto, no está desligado en sus características de la vida
animal y de la vida en general.
El problema de la conciencia (...) sólo entra en escena cuando comenzamos a entender en qué
medida podríamos prescindir de ella: y son la fisiología y la historia animal las doctrinas que
comienzan a alcanzar dicha comprensión (...). Porque nosotros podríamos, en efecto, pensar,
sentir, querer, recordarnos, podríamos del mismo modo “actuar” en el pleno sentido de la
palabra: y sin embargo nada de eso necesitaría “entrar en la conciencia” (como se dice
metafóricamente) (CJ § 354)
En este mismo acápite, Nietzsche expresa que la conciencia es una construcción del animal
gregario que se desarrolla “en relación con la utilidad comunitaria”, y es compartida por
todos los seres vivos en cuanto seres orgánicos. La noción de vida humana que Nietzsche
propone involucra necesariamente cierta idea de comunicación, en la que la individualidad
59
de las acciones y los pensamientos se ve traducida a la generalidad comunitaria. “Nuestros
actos son, en el fondo, íntegra e incomparablemente personales, únicos, individuales en un
sentido ilimitado, eso está fuera de duda; pero ni bien los traducimos a la conciencia, dejan
de parecerlo... Tal es, a mi juicio, el fenomenalismo, el perspectivismo propiamente dicho”
(CJ § 354). Es claro que conciencia y vida no son idénticas, pero más interesante aún es
que tampoco la vida humana es reducible a la conciencia. De hecho, la mayor parte de
nuestra vida se desarrolla de modo inconciente. El perspectivismo consiste en la
comprensión de que la vida no tiene un carácter general y universal, sino que consiste
justamente en la singularidad de todo acto y de todo pensamiento. Sólo la conciencia, al
considerar los actos mediante signos y conceptos generales, le atribuye a la vida unas
características generales, unas leyes, un substrato común. El perspectivismo afirma que
toda forma de vida es singular, pero que la traducción de lo absolutamente individual al
lenguaje, la elevación de lo particular a lo general, y esa traducción es condición de la vida
humana, una vida que está definida por la conformación de un espacio común y de lo
general en el lenguaje. A partir de esa identificación de lo singular con lo general que
determina la conformación de lo que llamamos “conciencia”, el ser humano se vuelve parte
de una comunidad, de un rebaño. Pero ese logro puede tener dos caras: por un lado, permite
la vida humana, puesto que el débil animal humano no puede existir en la soledad y
requiere para su supervivencia la conformación de ese espacio común; por otro lado, la
conformación de lo común, de lo comunitario y lo comunicable, deriva en formas de
valorar comunes y generalizadas que, al afianzarse, terminan por condicionar casi
absolutamente nuestra vida, reduciendo una multiplicidad de perspectivas y centros de
fuerzas particulares, a la generalidad del rebaño.
Atendiendo a la relación previamente señalada entre error y valor29, podemos sostener que
el perspectivismo conlleva, por un lado, una tesis acerca de los valores: que no hay valores
absolutos correspondientes al núcleo de la cosa en sí; sólo hay valores como atribución de
modos de valoración perspectivistas, condicionados por la posición absolutamente
particular de lo que podría llamarse “entidad agente”; y, en segundo lugar, una tesis sobre
el significado de esa “agencia”, es decir, sobre el carácter ontológico e históricamente
29 Ver: Supra. p. 28 y ss.
60
conformado de toda entidad como aglomeración y lucha dinámica e incesante de fuerzas
interpretantes. El perspectivismo es una concepción de la vida como devenir de fuerzas
que, al ejercer su actividad interpretante, dan lugar a modos específicos de interpretación,
propios de todo ser vivo, y que llamamos valoración. Los valores son modos de
interpretación persistentes en mayor o menor medida, pero de cualquier modo, sujetos al
devenir y al poder de las fuerzas que los producen.
Como el rechazo de la cosa en sí es el rechazo de una posición valorativa dualista,
metafísica, el perspectivismo conlleva la afirmación de un modo de valoración
antimetafísico, pluralista y jerárquico. Ahora bien, hay al menos dos maneras en las que se
puede usar el término “perspectivismo”: por una parte se puede hablar de perspectivismo
como posición filosófica, como ideología o aparato conceptual que sirve para defender
cierto modo de asumir la vida, siendo así un “ismo” en el mismo sentido en que lo son el
empirismo, el racionalismo, el socialismo, entre muchos otros. Por otra parte, se puede
hablar del perspectivismo como una condición de la vida misma, es decir, como una
circunstancia previa, un estado de cosas inicial que condiciona de antemano su desarrollo o,
dicho de otro modo, como un “ismo” en el mismo sentido en que lo son el daltonismo, el
tropismo, el magnetismo, entre otros. La diferencia entre las dos formas de entender el
término “perspectivismo” radica en que mientras la primera señala el nombre de una teoría
o de una filosofía, la segunda expresa más bien un rasgo de la existencia y, si bien el
perspectivismo como característica de lo vivo puede estar inscrito en una teoría general, no
es él mismo la teoría, sino el principio ontológico sobre el que se podría construir una
teoría. Esto que decimos resultaría obvio si dejamos de pensar el “ismo”, en este caso,
como indicador de que estamos ante una teoría cuyo nombre es “perspectivismo”. Por eso
Nietzsche opone el perspectivismo, entendido como un rasgo de la vida, a la ontología
dualista: “(h)ablar del espíritu y del bien como lo hizo Platón significaría poner la verdad
cabeza abajo y negar el perspectivismo, el cual es condición fundamental de toda vida”
(MBM, Prólogo). De acuerdo con nuestra interpretación, el “perspectivismo” es, en los
textos de Nietzsche, no una teoría, ni siquiera una filosofía, sino un concepto que sirve para
designar un rasgo característico de la vida, o, dicho de otro modo, para inaugurar ese modo
de comprender la vida como el resultado de unas valoraciones que a su vez son el resultado
61
de ciertas cantidades de fuerza. En resumen, el perspectivismo es el supuesto primario, el
axioma más fundamental, de una nueva posición de valores.
Afirmando el perspectivismo no se obtiene una teoría sobre cómo se producen las
valoraciones y, de cualquier modo, la intención de Nietzsche al señalar el carácter
perspectivista de la vida no es construir una teoría sobre la vida o sobre el ser, ya que la
teoría busca explicar observaciones y hacer predicciones a partir de generalizaciones que
llamamos “leyes”, mientras que a partir del perspectivismo Nietzsche afirma precisamente
el carácter impredecible y azaroso de la realidad, una realidad que no es dual, pero que
tampoco es reducible al monismo de una conciencia que generaliza y estabiliza el devenir.
El perspectivismo, pues, no es ni verdadero ni falso en el sentido tradicional de estos
términos; es un error (en el sentido nietzscheano), una configuración de lo existente que
permite el crecimiento de la vida al posibilitar la transvaloración de los valores, porque el
perspectivismo no es otra cosa que el carácter dinámico y siempre conflictivo de la
valoración.
Negamos que el perspectivismo sea una “teoría”: es ante todo una metáfora de cierto modo
de valorar y de cierta configuración del carácter que no es el de un teórico convencido que
posee la verdad, sino el de un ser humano que vive mediante unos valores distintos al del
hombre religioso, el metafísico e incluso el científico de nuestros días. Además, el
perspectivismo no sólo nos habla de un nuevo modo de la conciencia humana, sino, más
aún, de una distinta configuración de los instintos inconscientes. Que nosotros no seamos
conscientes de ellos, no quiere decir que su actuar no tenga sentido; muy por el contrario,
estos instintos se buscan y despliegan unos sobre otros: “los instintos, que aquí luchan entre
sí, saben muy bien cómo hacerse sentir y cómo hacerse daño unos a otros” (CJ § 333). El
perspectivismo se relaciona mucho más con esa lucha inconsciente que con la propia
consciencia, ya que ésta es sólo un resultado posterior de aquella. En esa medida, si ha de
suceder una transfiguración del ser humano, de sus valores, tendría que ver más con la
adquisición de “virtudes inconscientes” que con la adopción de un deber o una ley moral
manifiesta en la conciencia. Por eso, resaltando la importancia y el carácter determinante
de esas virtudes inconscientes, Nietzsche señala:
62
Nuestras virtudes morales visibles, especialmente las que creemos que son visibles, siguen su
curso –y las invisibles, de nombre exactamente idéntico, que frente a las demás no nos sirven ni
como adorno ni como arma, también siguen su curso: probablemente un curso completamente
distinto, con líneas, matices y esculturas que podrían tal vez proporcionar placer a un dios
poseedor de un microscopio divino (CJ § 8)
Mediante el perspectivismo la existencia orgánica se entiende como pluralidad de fuerzas e
instintos, pluralidad que de algún modo en el ser humano tiende a desdibujarse en pro de la
afirmación lo consciente, lo comunitario y, en último término, lo vulgar. Esta interpretación
del perspectivismo implica una concepción ontológica de lo que es una perspectiva, es
decir, la perspectiva no como posición de un sujeto ante un objeto que ha de ser conocido,
sino como posición absolutamente única y primariamente inconsciente desde la que actúa
un ser orgánico que, al ser traducida al lenguaje, se desdibuja en la generalidad y en la
estabilidad del lenguaje. En esta concepción de la vida no pueden dejar de reconocerse
criterios de valor que buscan rescatar la singularidad de las perspectivas, enterrada bajo las
formas del lenguaje, e incorporarla de nuevo a la humanidad con el fin de sobreponerse a la
enfermedad y la debilidad causadas por el afianzamiento de los modos de valoración
propios de la moral del rebaño. Se busca robustecer la vida, generar cierta “salud” que, en
lugar ser producida por prescripciones morales y normas del cuidado prestablecidas, se
comprende como una apertura del horizonte interpretativo, el mismo que hasta ahora había
sido reducido a la actividad de la conciencia. Como lo señala Nietzsche en el acápite 120 de
CJ “no existe una salud en sí misma”, por el contrario, lo importante es “lo que pueda
significar salud para tu cuerpo, lo que importa es tu meta, tu horizonte, tus impulsos, tus
errores y, especialmente, los ideales y fantasmas de tu alma”.
El perspectivismo plantea un giro hacia el cuerpo y hacia lo singular, lo propio, en contra
de la metafísica devoción por lo “espiritual” etéreo, lo homogéneo, lo universal y lo vulgar.
Se entiende el cuerpo no como contraposición al alma, sino como la convergencia de las
fuerzas que condicionan y configuran un organismo, y lo particular no como “yo”
autónomo, sino como pluralidad de instintos organizados. De ahí que aún sea tan
importante para Nietzsche –quizás más que en HDH– el temperamento artístico, porque
63
para darle un giro a las formas tradicionales de vida, condicionadas por la moral y la
concepción metafísica de la existencia, es necesario un trabajo plástico con los instintos,
para reorganizarlos de modo que se pueda afirmar, además de la mera conciencia, del signo
y del lenguaje, la singularidad lo inconsciente orgánico. El papel del carácter artístico en el
proyecto de transvaloración será abordado en detalle en el próximo capítulo. Por ahora, es
necesario ahondar en una caracterización de la concepción perspectivista de la existencia
como afirmación de cierta forma de lo singular, lo particular y (en un sentido muy
específico, como veremos) de lo individual.
Giovanna Borradori, en su poco difundido artículo “Nietzsche, filósofo de lo virtual”,
muestra cómo una interpretación ontológica de la perspectiva posibilita la afirmación del
devenir como característica de la experiencia humana. “La perspectiva no es una técnica de
representación” porque el sentido de la representación es la estabilización del cambio por
medio del lenguaje, de la imagen, del concepto; en cambio, la perspectiva es “la afirmación
de la propia actualización, así como la intuición de la presencia virtual de los otros”30. Esa
virtualidad, para Borradori, hace referencia a la naturaleza devenida y cambiante de lo real.
En esa medida, el perspectivismo es la afirmación del devenir, más aún, la autoafirmación
de la vida instintiva de la que emerge la conciencia como configuración específica de
instintos que llamamos “lo real”. La conciencia es el “foco” en el que confluye esta
realización, pero no es su punto de partida: responde a unas fuerzas que buscan apoderarse
de ella, darle forma, reconfigurarla y especialmente desplazarla. “El perspectivismo es a la
vez un proyecto crítico de desplazamiento del focus”– diluyendo la distinción sujeto-objeto
como representación fundamental de la experiencia– “y un proyecto afirmativo que
consiste en la actualización de otros foci, una actualización cuyo propósito es dar una nueva
legitimidad a los rasgos indecidibles, enigmáticos e impredecibles de la existencia” que,
por lo demás, no pueden ser situados bajo un esquema ontológico dualista.
Dos aspectos del perspectivismo se entrelazan así: por un lado, la afirmación ontológica de
la pluralidad de las perspectivas y su carácter individualmente absoluto y, por otro, la
30 BORRADORI, G. “Nietzsche filósofo de lo virtual”. En: MELÉNDEZ, G. (Comp.) Nietzsche en perspectiva. Siglo del Hombre Editores, 2001. p. 72.
64
afirmación de que toda perspectiva involucra modos de valoración que son condición de
existencia y crecimiento de cualquier forma de vida. No puede dislocarse la perspectiva de
la valoración, puesto que toda valoración supone ya una perspectiva y toda perspectiva
conlleva algún modo de valoración por actualizarse. Para comprender esta interpretación
onto-axiológica del perspectivismo, es necesario esbozar una “ontología de la fuerza”, ya
que es la fuerza, el juego dinámico de las fuerzas, lo característico de la vida y la fuente de
todo valor. Esa ontología de la fuerza vendría a remplazar la ontología dualista en la que
los valores emanarían de la eterna estabilidad de cosa-en-sí.
ii. Contra el mecanicismo: el concepto de cosa y el problema de la cosa sin
substancia
La pregunta por si Nietzsche era o no un cognitivista o un objetivista con respecto a los
valores queda por completo deslegitimada en cuanto se logra mostrar que el perspectivismo
no es una teoría de la verdad y mucho menos del conocimiento, sino una filosofía sobre la
génesis de las valoraciones, sobre su conformación a partir de fuerzas que actúan desde su
absoluta diversidad, desde su diferencia, y que condicionan el modo de ser de toda forma
de vida. Se trata de una filosofía y de un modo de valorar que parte de la dislocación de la
metafísica de las sustancias, la cual establecía como valor supremo la verdad eterna e
incondicionada y derivaba, a partir de la esencia de la verdad, el bien puro, la libertad de la
voluntad y la autonomía del yo, entre muchos otros valores. La génesis de esos valores,
para Nietzsche, se da en un devenir histórico, en un perpetuo encuentro y desencuentro de
fuerzas que se establecen y son desplazadas, que dominan o son dominadas en relaciones
múltiples y multidireccionales.
Es por eso que, en 1884, Nietzsche afirma que “todo el mundo que tenemos ante nosotros
es producto de nuestras valoraciones” (FP 1884, 25[434]), que esas valoraciones “son el
resultado de determinadas cantidades de fuerza” y que se han constituido como pulsiones o
instintos, como modos de ser de las especies o los pueblos, “bajo condiciones de
existencia” (25[460]). Esas condiciones de existencia, concretas, específicas y únicas, son
propiamente las perspectivas, los puntos de apreciación que determinan el modo de ser
65
propio de cada forma de vida, incluida la humanidad. Sin embargo, ninguna perspectiva
puede concebirse aislada excepto en el concepto y en la palabra “perspectiva”, y tampoco
puede considerarse que a cada individuo o a cada especie corresponda una única
perspectiva. Tampoco es el caso de las perspectivas estén limitadas por la pertenencia a un
pueblo o a una cultura, excepto en cuanto a que ciertas formas de valorar están más
arraigadas en algunos individuos y en algunos pueblos. Pero si a pesar de esta
indeterminación de la perspectiva pudiésemos afirmar que la existencia es perspectivista, el
significado de la palabra “perspectiva” debe poder ser esclarecido y delimitado en alguna
medida.
Nuestra pregunta, por ahora, es la clase de ontología que Nietzsche propone en su
perspectivismo: ¿Cómo puede haber puntos específicos y absolutamente únicos desde los
cuales se da la valoración dado que todo “punto” es en realidad un movimiento? ¿Qué es lo
que “valora”? ¿Qué o quién tiene perspectivas? ¿Qué es lo valorado? En otras palabras,
¿cómo concebir una perspectiva sin que sea un punto fijo en el espacio-tiempo? y ¿cuáles
son las entidades involucradas en el perspectivismo? El rechazo del “yo” como entidad
pura y libre, como cosa en sí, requiere de un tipo distinto de entidades, en particular un tipo
distinto de agente y un tipo distinto de “objetos” y, en general, un concepto distinto de
“cosas”. Sin embargo, no hay que suponer que sólo el ser humano tiene perspectivas desde
las cuales valora e interpreta. Por ahora, partimos de una premisa más general: la valoración
es el modo de interpretación que da como resultado esa cantidad aparentemente estable y
definida de cosas que llamamos “realidad”, y esas valoraciones dependen de ciertas
perspectivas y de ciertas fuerzas interpretantes. Por ello, para comprender cabalmente el
significado de la perspectiva para Nietzsche, podemos comenzar por describir con rigor esa
ontología de la fuerza que incluye las perspectivas. Para comprender en qué consiste esa
ontología de la fuerza, podemos empezar por un fragmento póstumo en el que Nietzsche
directamente habla sobre el concepto de “cosa”:
Nos distinguimos a nosotros mismos, a los agentes, del actuar, y hacemos uso de este esquema
dondequiera – buscamos un agente para cada evento. ¿Qué hemos hecho? Hemos
malinterpretado una sensación de fuerza, tensión, resistencia, una sensación muscular, que ya
es el inicio del acto, como causa [...] De una secuencia necesaria de estados no se sigue ninguna
66
relación causal entre ellos [...] Una “cosa” es la suma de sus efectos [...] Si pienso en el músculo
con independencia de sus efectos, lo niego (FP 1888, 14[98]).
El problema es cómo pensar la cosa como nada más que sus efectos, cómo suprimir la
distinción, que es exigencia del lenguaje, entre la cosa y lo que ella produce. La metáfora
del músculo apunta directamente al concepto de fuerza, y es que la “cosa” para el
Nietzsche maduro, ha de ser redefinida en términos de fuerza, sin buscar o imaginar una
“materia” sobre o desde la cual la fuerza actúa, aun si esa materia fuese la entidad más
diminuta y sencilla (el átomo). Tras esa redefinición, Nietzsche alberga la esperanza de que
“algún día se habituará la gente, también los lógicos, a pasarse sin aquel pequeño «ello» (a
que ha quedado reducido, al volatilizarse, el honesto y viejo yo)” (MBM, 17). Y hay que
notar que la redefinición del concepto de cosa apunta no sólo a la materia y al atomismo
científico, sino a cualquier “cosa” que sea entendida como la unidad fundamental sobre y
desde la cual actúan las fuerzas, ya sea el “yo” como sujeto agente, o el objeto sobre el que
recaen las acciones del sujeto. De ahí que la introducción del concepto de fuerza implique
una reformulación perspectivista de la acción, del sujeto y de la voluntad; eso, por no
mencionar también los problemas que enfrentarían las nociones modernas de libertad,
culpabilidad y responsabilidad.
Como negación de la existencia de sustancias, al perspectivismo le incumbe dar cuenta del
mundo en términos de puro devenir. Nietzsche se apropia del concepto de “fuerza”, que en
la física moderna es el elemento teórico para describir el movimiento. Pero en la física, el
movimiento depende de la unidad de la cosa en sí y, como tal, no puede pasar por la
filosofía nietzscheana sin ser despojado de su aspecto metafísico. “Una fuerza” es una
expresión equívoca si no se tiene en mente que una fuerza no puede existir más que en
relación con otra fuerza, que una fuerza sólo puede actuar sobre otra fuerza. No se trata, por
supuesto, de un mundo de las fuerzas sin contacto con el mundo de la materia; más bien se
trata de que el mundo de las fuerzas es el único mundo que existe. Nietzsche busca un
concepto dinámico y relacional de fuerza, en el que no sea necesario un “objeto” de las
fuerzas y en el que no se comprenda las fuerzas como sustancias. A continuación,
plantearemos tres problemas que surgen al tratar de caracterizar la fuerza. Estos problemas,
que no solucionaremos inmediatamente, guiarán el resto de nuestra reflexión sobre la
67
ontología perspectivista de la fuerza que Nietzsche propone.
Un primer problema, con respecto al concepto de fuerza es su relación con el concepto de
poder. Este problema surge, en parte, de la distinción y traducción al español de los
términos alemanes Macht, Kraft y Stärke; pero también surge del uso particular que
Nietzsche hace de ellos. Aunque Nietzsche no siempre utilice estos términos con
demasiado rigor, es posible distinguir entre ellos y mostrar que esa distinción es aplicable a
las afirmaciones más complejas sobre la fuerza y el poder. Una aproximación notable a esta
diferencia la hace Pavel Kouba en El mundo según Nietzsche. Según Kouba, “a pesar de
que Nietzsche no emplea estos términos con absoluta precisión, es posible diferenciar la
fuerza como tal (Kraft) del grado de poder que en el marco de una constelación dada pueda
significar manifestación de debilidad o fuerza (Stärke)”31. En efecto, para Nietzsche, la
debilidad consiste en una cantidad de poder que puede ser superior o inferior,
cuantitativamente, a la de cierta otra fuerza (Kraft). La debilidad no es ausencia de fuerza,
más bien, es cantidad de fuerza cualitativamente, esencialmente, distinta a las fuerzas que
en su actualización conducen a una intensificación de la vida. En palabras de Deleuze,
“Nietzsche llama débil o esclavo no al menos fuerte, sino a aquél que, tenga la fuerza que
tenga, está separado de aquello que puede. (...)La medida de las fuerzas y su cualificación
no dependen para nada de la cantidad absoluta sino de la realización relativa. No puede
juzgarse la fuerza o la debilidad tomando por criterio el resultado de la lucha y el éxito.
Porque, una vez más, es un hecho que triunfan los débiles”32. El triunfo de la moral débil,
del cansancio y la enfermedad de los sacerdotes que Nietzsche describe en GM, y del
nihilismo que Nietzsche suscribe a la moral cristiana, sólo puede entenderse si se
comprende la debilidad como fuerza, es decir, como una cantidad de poder que, actualizada
en el marco de las valoraciones, no intensifica la vida humana sino que la empobrece
cerrando toda otra posibilidad de valorar. Aquí se evidencia ya una posición valorativa, un
principio fundamental para valorar cualitativamente las fuerzas: y es que lo más valioso
para Nietzsche es aquello que intensifique la vida, aquello que potencie el crecimiento de la
vida; y ese crecimiento debe ser comprendido al mismo tiempo como una apertura de las
31 KOUBA, P. El mundo según Nietzsche. Herder: Barcelona, 2009. p. 347. 32 DELEUZE, G. Op. Cit. p. 89.
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posibilidades de interpretación y de valoración. Por eso, cuando Nietzsche indaga por el
surgimiento y el valor que merecen las valoraciones morales (aunque esto se aplica también
para toda forma de valoración), se pregunta:
¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de indigencia,
de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, por el contrario, en ellos se manifiestan la
plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su confianza, su futuro? (GM, Prólogo § 3).
Para Nietzsche, la respuesta es negativa: esos modos de valorar están íntimamente ligados a
una actitud negativa ante la vida, “a la moralización y al reblandecimiento enfermizos
gracias a los cuales el animal “hombre” acaba por aprender a avergonzarse de todos sus
instintos” (GM II § 7), y se dedica por ello a reprimirlos, reducirlos y controlarlos bajo las
limitaciones de las fuerzas conscientes que le brindan la sensación de estar a salvo de un
mundo que es demasiado fuerte, demasiado “hostil”. La debilidad de las valoraciones
morales y metafísicas radica entonces en un crecimiento desmedido de ciertas fuerzas que
terminan por aniquilar toda otra posibilidad de valoración y, con ello, cierran, llegadas a un
punto determinado, sus propias posibilidades de crecimiento e intensificación. El
incremento de la fuerza, el incremento de una fuerza aislada, no implica el incremento del
poder, porque el poder consiste en la intensificación ilimitada de las relaciones fuerza.
Un segundo problema al tratar el concepto fuerza como categoría ontológica perspectivista,
surge al momento de trasladar esa ontología de la fuerza a la interpretación de la acción.
Por un lado, parece obvio que la “acción”, en cuanto movimiento físico, muscular, material,
podría ser caracterizada como acción de fuerzas; pero, por otro lado, Nietzsche busca que
también el “pensamiento” humano, en tanto que comprensión del mundo, sea concebido
como avasallamiento y dominación de unas fuerzas sobre otras. En el sentido perspectivista
de la comprensión, ésta no puede ser separada de la acción ni de sus efectos en el
comportamiento de los seres orgánicos. Todo juicio y toda acción involucran, para
Nietzsche, un movimiento de fuerzas, ya que tanto el juicio (el pensamiento) como el obrar,
están siempre siendo atravesados por valoraciones que a su vez provienen de fuerzas
instintivas cultivadas por el modo de vida que permiten. El invernadero en el que se da ese
cultivo no es otro que el de las perspectivas humanas. Tras descartar que haya algo así
69
como una “sustancia pensante” radicalmente distinta a la materia – y tras descartar también
que haya una materia radicalmente distinta de sus atributos– tanto el juicio como la acción
son considerados como actualización de ciertas fuerzas, es decir, como acción en el sentido
perspectivista.
En tercer lugar está el problema del sujeto, mejor dicho, el problema de la desaparición del
sujeto. Y este es quizás es el de más difícil resolución, no porque Nietzsche no se esfuerce
o sea oscuro al tratar de plantearlo, si no porque al ser el sujeto una parte imprescindible
del lenguaje tal como lo conocemos, la filosofía se ha ocupado del problema gramatical del
sujeto y el objeto confiriéndoles realidad ontológica. Sin embargo, dice Nietzsche, “como
puede adivinarse, la oposición entre el sujeto y el objeto no es lo que aquí me preocupa;
dejo esta distinción a los teóricos del conocimiento que se han dejado atrapar en los nudos
corredizos de la gramática (esa metafísica para el pueblo)” (CJ, 354). De ello hay que
inferir que Nietzsche considera muy seriamente la perspectiva y la interpretación en
ausencia de sustancias-sujetos, y si no se ocupa de formular una teoría sobre la conciencia
al estilo de las críticas kantianas (por mencionar un ejemplo de sistematicidad) es porque el
perspectivismo que ya ha adoptado no es una teoría específica sobre el conocimiento o la
conciencia sino una postura abiertamente valorativa sobre la vida y su sentido. Sin
embargo, sí se puede plantear una interpretación de la subjetividad a partir del
perspectivismo. La pregunta es, pues, en este marco interpretativo, ¿qué es la conciencia?
¿Cómo definir, perspectivísticamente, la conciencia como algo distinto de la subjetividad-
substancia?
El perspectivismo de Nietzsche exige de cierta desconfianza hacia las formas gramaticales
del lenguaje, pero no necesariamente busca un cambio en esas formas; más bien, busca un
cambio en los significados. Por eso, hablando sobre el concepto de alma “en cuanto
superstición del sujeto y superstición del yo, [que] aún hoy no ha dejado de causar daño”
(MBM, Prólogo), Nietzche afirma que “no es necesario en modo alguno desembarazarse de
«el alma» misma y renunciar a una de las hipótesis más antiguas y venerables”; más aún,
“está abierto el camino que lleva a nuevas formulaciones y refinamientos de la hipótesis del
alma: y conceptos tales como «alma mortal» y «alma como pluralidad del sujeto» y «alma
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como estructura social (Gesellschaftsbau) de los instintos y afectos» desean tener, de ahora
en adelante, derecho de ciudadanía en la ciencia” (MBM § 12). El lenguaje de la fuerza,
entendida en su aspecto psicológico como instinto, pulsión y afecto, provee así la idea de
un sujeto como multiplicidad. El sujeto como una pluralidad de fuerzas estructuradas
jerárquicamente, no como subjetividad substancial.
Los tres problemas: la naturaleza de la fuerza y su relación con el poder, la interpretación
de la acción y la interpretación de la noción de sujeto, se pueden articular en el problema,
general y harto conocido, de la unidad y la multiplicidad. Y es que el gran reto de la
concepción ontológica que Nietzsche plantea es que no se reconoce la existencia de
unidades fundamentales, es decir, “cosas” más que como construcciones de la
interpretación. Mediante una cuenta adecuada del concepto de cosas como “suma de sus
efectos”, es posible articular estos tres problemas referidos esencialmente a la ontología
perspectivista de la fuerza. Pero Nietzsche no pretende usurpar la labor del científico para
dar cuenta del mundo en estos términos. La propuesta nietzscheana es la construcción de
unos valores distintos, a partir de la aceptación de que los conceptos de unidad y
multiplicidad, tal como los imaginamos, son sólo creaciones de valor.
“Una traducción de este mundo de efectos a un mundo visible – a un mundo para los ojos– es el
concepto de “movimiento”. En esta traducción se subentiende siempre que algo es movido –
con lo cual, que sea en la ficción de un átomo-grumo o incluso de su abstracción, en el átomo
dinámico, se sigue pensando aquí en una cosa que produce efectos, – es decir, no hemos salid de
la rutina hacia la cual nos encaminan los sentidos y el lenguaje. (...) Nosotros necesitamos
unidades para poder calcular, pero no por ello se ha de admitir que tales unidades existan. (...)
Así, pues, para sostener teóricamente el mecanismo del mundo hemos de poner siempre la
cláusula que especifique en qué medida la cumplimos con dos ficciones: el concepto de
movimiento (...) y el concepto de átomo (...) Si eliminamos estos ingredientes: entonces no
quedan ya cosas, sino quanta dinámicos cuya esencia consiste en su relación con otros quanta,
en su “producir efectos” sobre éstos mismos” (FP 1888, 14 [79])
La traducción de la que Nietzsche habla es la concepción mecanicista del mundo que se
apropió de la ciencia a partir del encumbramiento de la física newtoniana. En este mismo
texto, Nietzsche afirma que el lenguaje, como experiencia psíquica de la realidad, y los
71
sentidos, como experiencia de unidad y objetividad, proporcionan la ficción de cosas y de
su cambio como “movimiento”, es decir, como unidad continua. El carácter perspectivista
de la conciencia, o mejor, el carácter perspectivista de la existencia orgánica, requiere de
estas ficciones para poder pensar la fuerza como elemento cualitativo, es decir, como objeto
de percepción y, finalmente como objeto de valoración. Lo que más llama la atención es
cómo se llega al concepto de fuerza: surge como resultado de una reflexión negativa que
procede a modo de hipótesis que se pregunta por lo que quedaría si eliminamos de nuestra
concepción del mundo esas ficciones. Ciertamente, como ya hemos recalcado numerosas
veces, no sería la cosa en sí: lo que queda al hacer el ejercicio mental de eliminar esas
“construcciones semióticas”, no es nada menos que el atributo sin cosa en sí, la fuerza. Para
que el cálculo de la fuerza sea posible, éste se le atribuye, en la interpretación de la
experiencia científica, a la cosa, a la materia, y también así lo hacemos en la pura
experiencia, en los cálculos necesarios para realizar un movimiento preciso. “Si nosotros,
para nuestro propio uso doméstico del cálculo, lo sabemos expresar en fórmulas de “leyes”,
¡tanto mejor para nosotros! Pero no hemos puesto moralidad alguna en el mundo por el
hecho de que finjamos que éste las obedezca” (FP 1888 14[79]). En efecto, como se ha
señalado en el capítulo anterior, la concepción moral del mundo no consiste en la ficción de
la cosa en sí, si no en no reconocer que se trata de una ficción necesaria desde el punto de
vista de las posibilidades de orientación que esa ficción le proporciona a cierta forma de
vida. Buscando la afirmación de otras formas de vida (distintas a la vida moral, de deberes
y prohibiciones, la vida que se niega a sí misma), Nietzsche propone pensar la cosa sólo
como la suma de sus efectos, es decir, pensar el efecto sin una correlación esencial y
unidireccional con la causa, el efecto como puro movimiento, como puro despliegue de
fuerza, sin substancia a la cual ser atribuido. Pero no por ello el concepto de fuerza consiste
en una liberación para la filosofía, ni podría liberar a la ciencia de la ficción moral de la
substancia y de la regularidad: esas ficciones son necesarias en el sentido en que la
creencia objetivista es condición y exigencia del modo de vida para el cual es medio de
crecimiento. El concepto no es liberador por sí mismo: para que se diera tal liberación
habría que cambiar los valores que condicionan las construcciones conceptuales.
Parece claro que, para Nietzsche, tanto el concepto de “unidad”, así como el de
72
“movimiento”, como fundamentos del mecanicismo, suponen la estabilidad de la cosa en sí
y que esa suposición es la esencia del modo de valoración que posibilita la existencia
humana. También parece evidente que Nietzsche no pretendía sentar un principio objetivo
y universal para la comprensión del mundo, en primer lugar porque habría que interpretar
el concepto de fuerza ligado a una cosa en sí, un algo que permanece siempre igual. Pero
ya hemos rechazado el mecanicismo desde que introducimos el concepto de valor y, más
aún, cuando ligamos ese concepto de valor al perspectivismo. En segundo lugar, Nietzsche
difería profundamente del mecanicismo porque éste no sólo plantea unas reglas de cálculo
sino que las suscribe a la esencia del mundo, cayendo así en el error moral que le atribuye
una finalidad a todo lo que existe: “guardémonos (...) de creer que el universo es una
máquina; sin duda no está construido de acuerdo con una finalidad y con la palabra
“máquina” le atribuimos un honor demasiado grande” (CJ § 109). Refiriéndose al concepto
de fuerza mecanicista, Nietzsche dice: “(e)ste concepto victorioso de “fuerza” [Macht]
mediante el cual nuestros físicos se han inventado a Dios y el mundo, necesita aún un
complemento; hay que atribuirle un poder interno que yo llamaré voluntad de poder” (FP,
1885 31[36]). El problema que emerge cuando Nietzsche critica el mecanicismo es la
relación entre “fuerza” y “voluntad de poder”, su diferencia y su unidad. Tal relación debe
ser trazada para evitar que el concepto de “voluntad de poder” aparezca en una simple
sinonimia con el de “fuerza” y evitar, con ello, una interpretación mecanicista del mundo
que es inherente al concepto fisicalista de fuerza, pero no al concepto de fuerza como
voluntad de poder. Este “como” no expresa una sinonimia, del mismo modo que al decir
“el mundo como voluntad de poder” no se expresa una sinonimia, sino una relación
intrínseca de la voluntad de poder con la producción e incorporación de valoraciones que
dan como resultado esa ilusión, ese error que llamamos “mundo”.
Antes de comprender en qué sentido la voluntad de poder es “complemento interno de la
fuerza”, necesitamos una comprensión profunda del concepto de fuerza y, como hemos
anunciado, su relación con el concepto de poder. Con lo dicho hasta aquí, podemos
aventurar una hipótesis que nos permita sobrellevar – aunque no solucionar– el problema
semántico del uso que Nietzsche le da a los términos “Macht”, “Kraft” y “Stärke”,
basados en la distinción que hace Pavel Kouba. Las dos primeras palabras suelen ser
73
traducidas al español como “poder” y por eso se dice “voluntad de poder” (Wille zur
Macht) en lugar de “voluntad de fuerza”. “Starke” puede ser traducido también por
“poder”, pero siempre se usa como contraparte de la “debilidad” o para evidenciar un
cambio de intensidad, como en las expresiones “Mathematik ist nicht meine Stärke” (“las
matemáticas no son mi fuerte”) o “der Wind nimmt an Stärke zu” (“el viento arrecia”).
También es cierto que “Macht” suele hacer más referencia a la física como ciencia, como
Nietzsche lo menciona en el fragmento citado arriba, mientras que “Stärke” nunca se utiliza
como concepto científico. Y ciertamente Nietzsche está interesado en el concepto científico
de “fuerza” (Macht), que es con el que relaciona explícitamente el concepto de “voluntad
de poder” como “complemento interno de la fuerza”. Sin embargo, hay que partir del
reconocimiento de que así como en español “poder” y “fuerza” se utilizan en muchos
sentidos, y a veces en el mismo sentido, también "Macht" y "Kraft" se utilizan en sentidos
diversos y, dependiendo del contexto, pueden referirse a lo mismo. En la expresión “Wille
zur Macht” (“voluntad de poder”), la palabra “poder” hace referencia al dominio, el
avasallamiento, de unas fuerzas sobre otras. Esta idea de dominio o avasallamiento se
entiende mejor si consideramos que, por una parte, “fuerza”, como un concepto que no es
reducible a una entidad determinada sino que se refiere a una multiplicidad dinámica, debe
definirse a partir de la diferencia cuantitativa y cualitativa, y, por otra parte, la diferencia es
efectiva porque una fuerza sólo se puede conocer como efecto, de lo cual se infiere que la
diferencia de las fuerzas ha de ser comprendida como diferencia de los efectos que unas
fuerzas tienen sobre otras. “Poder” hace referencia a una relación de fuerzas en la que unas
son dominadas por otras en cuanto que unas fuerzas, superiores en un sentido aún por
definir, determinan el hacer – y por tanto también los efectos– de unas fuerzas inferiores. El
problema de la superioridad y la inferioridad, esto es, el problema de la jerarquía de las
fuerzas, será abordado en el siguiente acápite junto al concepto de “voluntad de poder”,
puesto que, como seguramente ya se intuye, la voluntad de poder, ese “complemento
interno” de la fuerza, es lo que determina el sentido del avasallamiento.
Podría decirse que el concepto de fuerza nunca fue desarrollado sistemáticamente por
Nietzsche, quizás porque esperaba hacerlo en su proyecto filosófico de transvaloración,
quizás porque no encontró la manera adecuada de desligarlo del mecanicismo y de la
74
metafísica de la substancia. La pregunta de si es posible una caracterización de la fuerza – y
de serlo, en qué medida– debe también ser respondida cuando, tras caracterizar la jerarquía,
tengamos una idea más precisa de la naturaleza de las fuerzas y del poder. En todo caso, si
el perspectivismo, como lo hemos dicho, trae consigo una tesis acerca de todos los valores
humanos, ha de ser posible construir cierta interpretación del concepto de fuerza como
concepto ontológico y axiológico ligado al de “voluntad de poder”. Por eso queremos
plantear nuestra última tesis, que desarrollaremos en lo que sigue de este capítulo: el
problema con el concepto de fuerza no es cómo se podría, a partir de un conjunto de
entidades reducibles a quanta dinámicos de fuerza, dar una explicación objetiva y
universal, en términos de “leyes”, de cómo funciona el mundo. En efecto, esa explicación
es lo que hace la ciencia física – y si los científicos quieren creer que por ello tienen la
verdad, en términos perspectivistas definitivamente cometen un error al tomar su necesidad
por ley universal. El problema es la naturaleza y el alcance que tiene el concepto de fuerza
como parte de una ontología perspectivista cuyo interés principal es darle forma a una
nueva posición de valores. Y si aún persiste la pregunta “¿qué son los valores?”, si algo
hemos logrado hasta aquí, es la hipótesis de que los valores son ciertas configuraciones
instintivas e interpretativas que, en el caso específico de los seres humanos, pueden adquirir
la forma consciente de “ficciones” necesarias para la vida humana. La valoración no es
sólo un tipo de “ficción” de la conciencia: es, en general, una actividad de los instintos,
sean conscientes o inconscientes.
En esa línea argumentativa, vale la pena recordar que habíamos quedado en deuda con
Sleinis al rechazar su concepción del perspectivismo como una teoría sobre la verdad que
puede ser entendida independientemente de los valores. Según nuestra interpretación,
Sleinis se equivoca al afirmar esa independencia, pero creemos que está en lo cierto al
establecer la fuerza como fuente de los valores. Habiendo mostrado el perspectivismo como
una concepción sobre el orden relativo y comunicativo de los valores, quisiéramos afirmar
la relación de fuerzas como el elemento génetico de los valores. Para nombrar esa relación
de fuerzas utilizaremos la palabra “poder” en el sentido en que, creemos, Sleinis utiliza
“power”, es decir, como relación de quanta de fuerza; del mismo en que Deleuze entiende
“puissance” como relación de fuerzas y no como capacidad o facultad aislada.
75
iii. La fuente del valor: la voluntad de poder y el problema de la jerarquía
Como hemos mencionado, el poder consiste en el domino, el avasallamiento de unas
fuerzas sobre otras y la fuerza misma sólo es concebible en esa reciprocidad,
metafóricamente hablando, del “mandar” y el “obedecer”. Pero esa metáfora no debe
indicar que la fuerza se concibe para Nietzsche en analogía con la personalidad humana, o
con el sentimiento humano de libre albedrío, de voluntad libre que decide y se inclina
“cuando quiere” hacia una cosa u otra, como si pudiese decidir no hacer lo que quiere.
Sin embargo, toda fuerza es un “querer”, nos dice Nietzsche. Y en esa medida la fuerza no
es concebible como unidad aislada, puesto que todo querer es querer algo. Nietzsche
identifica la fuerza con la voluntad al relacionarla con ese “querer”, sin embargo, no se trata
de la voluntad del sujeto libre. “Un quantum de fuerza es justo un tal quantum de pulsión,
de voluntad, de actividad – – más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese mismo
querer, ese mismo actuar. (…)Del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su
resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se llama
rayo, así la moral del pueblo separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la
misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de
exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza”. (GM I § 13). De nuevo, Nietzsche
habla contra la ficción del sujeto y del modo en que la concepción moral de la existencia –
que celebra su triunfo más completo en la moral del resentimiento– traslada la gramática a
la interpertación científica del universo. Pero, como dijimos, esta lucha en contra de la
ficción de la unidad y del sustrato no es una lucha en contra del modo de “conocer” que la
naturaleza nos permite y nos exige, sino una lucha en contra de unos valores que se fundan
en un modo “moral” de entender esas ficciones y, en particular, el modo moral de valorar el
hacer de la fuerza. Con ello, se abriría la posibilidad no sólo de una nueva ciencia
fundamentada en valores distintos a los emanados de la ficción de la cosa en sí, sino,
además de una nueva visión de la acción humana en particular y del valor de la vida en
general.
Para comprender la posibilidad de esa nueva posición de valores, hay que empezar por
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reconocer las transformaciones que los conceptos y valores tradicionales han tenido en la
filosofía madura de Nietzsche. Hay que notar, ante todo, que el concepto psicológico de
voluntad como voluntad libre ha sido despojado de la idea de finalidad a la que suelen
asociarse el “deseo” y el querer”. Si a esa “fuerza” le suscribimos un concepto moderno de
voluntad como “voluntad libre” o como deseo presente en la conciencia, tendríamos que
admitir un sujeto, una sustancia desde la cual o sobre la cual actúa la fuerza. La voluntad de
la que Nietzsche habla, no es otra cosa que la fuerza en movimiento, la fuerza como entidad
relativa. Dejando eso claro, nos interesa ahora explorar la relación que para Nietzsche hay
entre poder y valor. En la Genealogía Nietzsche plantea explícitamente el poder, la relación
de fuerzas, como fuente de los valores, partiendo de una concepción del querer de la fuerza
como voluntad. Nietzsche afirma que los valores son creaciones impuestas por los
poderosos sobre los vasallos. Fueron “los nobles, los poderosos, los hombres de posición
superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su
obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo,
abyecto, vulgar y plebeyo” (GM I § 2). La única causa de que los poderosos cometieran tal
avasallamiento es, valga decirlo, el hecho de que en ellos han llegado a dominar unas
fuerzas de orden superior.
Sin embargo, para entender esa idea de la dominación de unas fuerzas creadoras de valores
y que imponen valores, el concepto de fuerza no puede tratarse aquí de modo meramente
cuantitativo: hace falta agregar un elemento cualitativo de la fuerza que explique, entre
otras cosas, cómo grandes cantidades de fuerza pueden significar una profunda impotencia
y debilidad, como en el caso de la “revuelta de los esclavos” que, según Nietzsche, condujo
a una “transvaloración de todos los valores antiguos”. La clave es comprender, como ya lo
habíamos señalado de la mano de Pavel Kouva, la “debilidad” y la “fortaleza” no sólo
como decrecimiento o aumento de las cantidades de fuerza, sino como cualidades de las
fuerzas. No está claro en qué consiste, sin embargo esa “cualidad”, pero sin duda habría que
comprenderla a partir de su carácter perspectivista, es decir, a partir de la posición
específica que ocupa cada tipo de fuerza en el campo de fuerzas al que corresponde. En
suma, ¿qué es lo que determina que la acción de las fuerzas conlleve, en unos casos, a
formas aristocráticas de valorar – como la moral de los señores en el mundo antiguo, por
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ejemplo– y que ciertas otras fuerzas conlleven al dominio de formas bajas de valoración?
Para responder a esta pregunta, hay que comprender dos cosas: 1) ¿en qué consiste para
Nietzsche la diferencia cualitativa de las fuerzas? y 2) ¿cómo se traducen estas fuerzas en
una jerarquía de valores? La segunda pregunta, por razones que serán obvias más adelante,
sólo la consideraremos en profundidad en el siguiente capítulo.
Deleuze propone una respuesta a la primera pregunta señalando la diferencia cualitativa
entre el obedecer y el mandar y admitiendo así dos tipos fuerzas cualitativamente distintas:
las activas y las reactivas. No podemos perder de vista que el perspectivismo, este
perspectivismo de las fuerzas es una condición de la conciencia, y todo el mundo de lo
consciente, “el mundo que tenemos ante nosotros”, es el resultado de una inmensa cantidad
de valoraciones que, a su vez, son efecto de una infinidad de relaciones de fuerza que,
desde mucho antes de pasar por el lenguaje y hacerse conscientes, ya han hecho efectivas
en la inmensa región de lo inconsciente. En palabras de Deleuze, como resultado del hacer
del poder, “la conciencia, más que definirse en relación a la exterioridad, en términos de
realidad, se define en relación a la superioridad, en términos de valores”33. En toda relación
de fuerzas hay fuerzas inferiores y fuerzas superiores, o sea activas y reactivas para decirlo
de otro modo, y en su relación tanto las unas como las otras ejercen su poder del modo en
que les es propio. De acuerdo con la caracterización de las fuerzas que elabora el filósofo
francés, lo activo se define como la tendencia al poder propiamente dicha; lo activo es lo
que se apodera, lo que subyuga, lo que "manda". Por el contrario, lo reactivo obedece y
"actúa" de acuerdo a la influencia superior de las fuerzas activas. En esa medida, mientras
que la "conciencia", y todo lo que en últimas es reducible a racionalidad o a lenguaje, en los
seres humanos, tiene una naturaleza reactiva, las funciones vitales, orgánicas, inconscientes
e "involuntarias" (i.e. los movimientos de los músculos coronarios y gastrointestinales),
pertenecen al orden de lo activo, es decir, de lo que "manda". Así, las fuerzas activas no
"responden" a una ley de la supervivencia que las conmine a ser de tal o cual modo, por el
contrario: posibilitan la vida al nivel más fundamental y posibilitan por tanto que, en la
conciencia, traduzcamos su acción como "ley racional", como tendiendo a una finalidad.
33 Ibid., p. 59
78
Ahora bien, por "inferiores" o "débiles" que sean las fuerzas reactivas, no dejan de ser
fuerzas y, como tal, actúan y tienen efectos. “Las fuerzas inferiores se definen como
reactivas: no pierden nada de su fuerza, de su cantidad de fuerza, la ejercen asegurando los
mecanismos y las finalidades, ocupándose de las condiciones de vida y de las funciones, las
tareas de conservación, de adaptación y de utilidad”34. Si bien las fuerzas activas tienen,
como Nietzsche reconocería en el evolucionismo lamarckiano, un "poder plástico", es
decir, la posibilidad de dar forma y en esa medida nuestra constitución como seres
orgánicos, nuestras cualidades, dependen absolutamente de ese poder formador de lo
activo, nuestra supervivencia, la adaptación de nuestros órganos a la comunicación y al
trabajo, y la adopción de ciertas maneras estables de valorar y de percibir, dependen de las
fuerzas reactivas. Está claro que para Nietzsche los valores atraviesan toda la conciencia.
Sin embargo, la valoración no parece pertenecer únicamente a la conciencia. A la
conciencia sólo pertenecen las valoraciones "que permanecen siempre las mismas" y son
traducibles al juicio, pero las fuerzas activas e inconscientes consisten en la transformación
y el cambio. De hecho, la mayor parte de nuestras valoraciones nunca se traducen al juicio.
Lo activo también, en la medida en que da forma, valora e interpreta, pero esa valoración
no consiste en la valoración de la conciencia, determinada exclusivamente por los
principios de la lógica.
Pero caracterizar las fuerzas activas no es tarea sencilla. De hecho, podemos plantear la
pregunta de si es posible algo más que señalarlas o nombrarlas como algo subyacente y al
mismo tiempo en permanente devenir. La dificultad radica en la necesidad semántica de
hacer uso de conceptos que, al menos gramaticalmente, se refieren a unidades ónticas
definidas. Si bien esta dificultad puede ser superada hasta cierto punto porque, tanto para
las fuerzas activas como las reactivas, se puede aclarar (constantemente, sin embargo) que
consisten en un devenir indeterminado que, al ser interpretado en la conciencia, se toma por
determinado, la verdad es que nuestra interpretación depende absolutamente de las
exigencias de la conciencia y, como lo apunta Deleuze, la conciencia sólo puede expresar
"la relación de algunas fuerzas reactivas con las fuerzas activas que las dominan"35.
34 Ibid., p.62. 35 Ibid., p. 62.
79
Verdaderamente, en cuanto seres conscientes, es decir, como seres cuyo esencia es
principalmente el ser conscientes, somos seres reactivos y sólo podemos expresarnos
reactivamente, es decir, en términos de la conciencia. No podemos superar el hecho de que
la conciencia comprenda la existencia a su modo. Según Deleuze, "la verdadera ciencia es
la ciencia de la actividad (...), del inconsciente necesario"36, pero aún permanece la
pregunta de cómo podría ser posible esa ciencia y en qué consistiría.
Pero pasemos, por un momento, a nuestra pregunta sobre la jerarquía de las fuerzas y su
relación con la jerarquía de los valores. Un primer elemento para caracterizar esa jerarquía
es la calificación de las fuerzas como activas o reactivas. Las fuerzas sólo pueden ser
conocidas a través de sus efectos, pero como los efectos sólo pueden entenderse traducidos
a la conciencia, las fuerzas activas se entienden metafóricamente como un “mandar”, como
un principio inconsciente que domina las funciones de la conciencia. Antes de considerar el
problema de la jerarquía de los valores, nos queda por comprender la jerarquía expresada
en los principios de acción y reacción, que son los que determinan que una fuerza sea activa
o reactiva. La relación de lo activo y lo reactivo con lo consciente y lo inconsciente es sólo
una consecuencia de un carácter esencial de la fuerza, de un principio diferenciador que
determina su carácter. Este principio es la voluntad de poder, y es en este mismo sentido
que la voluntad de poder es un complemento interno de la fuerza: la voluntad de poder
determina el carácter activo o reactivo de una cantidad de fuerza. Para que el concepto de
fuerza nietzscheano no sea reducible al concepto mecanicista de fuerza como mera cantidad
de fuerza – con lo cual no sería posible establecer ninguna diferencia cualitativa entre ellas-
, además de negar la subsistencia de la cosa en sí, es necesario agregar este complemento
diferenciador y, con ello, afirmar el devenir y la multiplicidad como aspectos esenciales de
la existencia. Si las fuerzas fueran todas iguales excepto por su diferencia cuantitativa,
tendríamos que contradecir el principio nietzscheano que no hay unidad y de que el
movimiento es la realidad fundamental y no sólo una “ilusión” de los sentidos. De acuerdo
con Deleuze, la diferencia cualitativa de las fuerzas depende de la voluntad de poder, que es
el “elemento genealógico de la fuerza”, esto es, lo que determina sus cualidades y su
cantidad.
36 Ibid, p.63
80
La voluntad de poder se suma a la fuerza, pero como elemento diferencial y genético, como
el principio interno de la determinación de su cualidad en una relación (x+dx), y como el
principio interno de la determinación cuantitativa de esta misma relación (dx/dy). (…) Así
pues, cuando una fuerza se apodera de otras, las domina o las rige, es siempre por al
voluntad de poder. Y más aún, la voluntad de poder (dy) es quien hace que una fuerza
obedezca en una relación; obedece por la voluntad de poder37 .
Tanto las cualidades como las cantidades específicas de las fuerzas se derivan de la
voluntad de poder. Y esta, en sí misma no sólo es determinante, sino también determinada,
es decir, tiene sus propias cualidades. Mientras “activo y reactivo designan las cualidades
de la fuerza, afirmativo y negativo afirman las cualidades de la voluntad de poder”38. La
voluntad de poder es la tendencia a negar o afirmar algo, valorar o despreciar. La fuerza,
por su parte, es acción o reacción y, siendo lo uno o lo otro, puede ser afirmación o
negación. Y es ahí donde se evidencia, si estamos de acuerdo con Deleuze, que la
interpretación es el punto de convergencia de la ontología de la fuerza: toda fuerza es
interpretante y, por lo menos en el caso de las interpretaciones humanas, toda
interpretación es valorativa. La voluntad de poder, de acuerdo con su cualidad, y hasta
donde humanamente podemos afirmar, se manifiesta siempre como un interpretar-valorar
y, como tal, es la voluntad de poder la que hace que de la fuerza emerjan los valores. En
efecto, podemos afirmar que la complementariedad de la voluntad de poder y la fuerza, es
sólo una abstracción de algo que en realidad no se puede separar: si sustraemos la voluntad
de poder a la fuerza, sólo nos quedaría cantidad inmóvil. Si Nietzsche afirma que el mundo
que tenemos ante nosotros, esto es, el mundo interpretado y valorado, es “voluntad de
poder y nada más” es porque las fuerzas que determinan nuestra interpretación no son
separables de su voluntad de poder.
Cantidad y cualidad, fuerza y voluntad de poder, acción y efecto, son tan inseparables en la
filosofía madura de Nietzsche como “materia” y “forma” lo son para Aristóteles. En el
mero concepto todo es divisible o unificable dependiendo de los fines con los que un
concepto se plantea, pero la fuerza no es simplemente un concepto fundante: se trata de la 37 Ibíd., p. 75. 38 Ibíd., p. 79.
81
indeterminación de lo ontológico expresada en un concepto. La afirmación de esta
indeterminación ontológica es para Nietzsche el remplazo del modo metafísico de valorar y
no es concebible sólo como crítica o reformulación semántica, sino como transvaloración,
es decir, como un giro en la relación de las fuerzas. Hemos llegado al punto en que
podemos situar la raíz más profunda de las valoraciones en la actividad de las fuerzas
activas; son ellas las que pueden “dar forma” a la realidad. Sin embargo, esto parece
demasiado apresurado si entendemos la fuerza como concepto relacional y como devenir
cuyo atributo principal es la voluntad de poder. Sin la voluntad de poder, que define el
carácter relativo de las fuerzas y que determina el modo activo o reactivo en que una fuerza
se relaciona con otra, no es posible la génesis de los valores. Esa génesis sólo es posible
como dominio de lo activo sobre lo reactivo. En consecuencia, para comprender, o mejor,
esbozar una teoría sobre la génesis de los valores, lo necesario no es comprender
conceptualmente las fuerzas reactivas, sino el devenir de la relación entre las fuerzas
activas y las reactivas. Esa relación tiene que ser comprendida en términos de voluntad de
poder, que es su elemento determinante.
En el siguiente capítulo abordaremos la problemática de la jerarquía de los valores a la luz
del concepto de voluntad de poder. Examinaremos en profundidad los planteamientos de
Deleuze en cuanto a la cantidad, la cualidad, lo activo y lo reactivo de las fuerzas,
matizando y ampliando su interpretación mediante una lectura cuidadosa de algunos textos
de Nietzsche. También nos ocuparemos de darle respuesta a la pregunta por cómo las
fuerzas se traducen en valores. Ello implicará retomar el concepto de valor y hacer una
reinterpretación de los valores en relación a la voluntad de poder. El primer objetivo de ese
trasegar será a una pregunta de mayor complejidad: ¿cómo dar cuenta de la voluntad de
poder como elemento determinante de unas relaciones de fuerzas que, humanamente, sólo
son comprensibles como movimiento valorativo, interpretativo y perspectivista, sin apelar
a una ley natural suscrita a una esencia estable? El segundo objetivo será abordar la
pregunta de cómo el concepto de voluntad de poder nos ayudaría a pensar la posibilidad de
una transvaloración de todos los valores: ¿es realmente posible? ¿En qué sentido?
EL CONCEPTO DE VOLUNTAD DE PODER: UNA LECTURA PERSPECTIVISTA
82
Capítulo 3:
LA TRASVALORACIÓN COMO CAMBIO DE PERSPECTIVAS: LA PREGUNTA
POR LO VIVO Y LO HUMANO
Para empuñar un arma más cómodamente no se
precisaba la figura redonda de un reno a guisa de
mango. Un impulso artístico inmanente que, luchando
por abrirse paso, existía antes de toda invención, de
toda protección textil para el cuerpo, condujo al
hombre a formar un mango de hueso con la figura de
un reno. (...) La necesidad del adorno es una de las más
elementales del hombre, más elemental que la de
proteger el cuerpo.
ALOÏS RIEGL
En el marco de esta investigación, la estrecha relación entre transvaloración y voluntad de
poder es innegable: un cambio de valores depende de la voluntad de poder. A lo largo de
los dos capítulos anteriores hemos mostrado cómo el concepto de valor en Nietzsche, va
conduciendo a la necesidad de una actitud afirmativa ante la existencia que encuentra su
cimentación conceptual en la voluntad de poder en tanto que principio del devenir; parte de
esa actitud afirmativa es su potencial transvalorativo, esto es, su capacidad para afirmar la
posibilidad del dominio de nuevas perspectivas y valoraciones humanas. Esa concepción de
la existencia como constante devenir conlleva al perspectivismo, según el cual la acción de
unas fuerzas sobre otras es en sí misma interpretación, y la interpretación se da siempre
desde un punto de partida único en el espacio y el tiempo. Una filosofía perspectivista
concibe la valoración como un modo de interpretación específico que se impone y se
mantiene como medio para el crecimiento de la vida. Pero con la afirmación del devenir se
hace posible una superposición de las fuerzas que, en el ámbito de lo humano, han estado
sometidas por la metafísica de las sustancias y por una moralidad que al negar el devenir,
niega el modo de ser de la vida. Nos interesa ahora pensar esa idea de vida que Nietzsche
83
persigue y más específicamente la idea de una vida humana afirmativa, ya que la
transvaloración de todos los valores se concibe como un cambio en el modo en que el ser
humano se orienta y asume la vida.
La pregunta por la voluntad de poder en el pensamiento nietzscheano no puede formularse
simplemente como “¿qué es la voluntad de poder?”, porque tal formulación implica una
domesticación de la pregunta, su reducción a una terminología, su sometimiento a la
quietud del concepto. Eso, en cuanto a la pregunta misma. De otra parte, la pregunta por la
voluntad de poder no puede responderse únicamente mediante la formulación de una
definición. La definición siempre es provisional, en la medida en que toda definición está
sometida a las categorías que tienen sentido dentro de un esquema de valores determinado,
pero justamente, la función de la voluntad de poder es romper con todo esquema
predeterminado de valores y posibilitar un horizonte interpretativo que nunca se cierre ni se
reduzca a una sola forma.
De acuerdo con Nietzsche, una cosa no puede ser conocida más que por sus efectos.
Nietzsche “reduce” todas las cosas a voluntad de poder y es por eso que, en nuestro nuevo
lenguaje, hay que preguntarse por los efectos de la voluntad de poder, y esos efectos, en
tanto que se entienden desde nuestros modos humanos de interpretación, se dan
principalmente como cambios en las valoraciones.
Si dijéramos, acertadamente, que la voluntad de poder es el atributo fundamental de todo lo
existente, es necesario comprender cómo concibe Nietzsche lo existente y sus atributos. Tal
intento fue el centro de nuestro capítulo anterior. Sin embargo, el problema no es sólo con
lo que Nietzsche pensaba, porque para él mismo la voluntad de poder es un enigma, un
pathos que no se puede abarcar en el concepto por la simple razón de que el concepto trata
de expresar una quietud que no existe. En este trabajo, hemos partido de la introducción del
concepto de valor como punto decisivo en la crítica de Nietzsche a la metafísica y hemos
avanzado hacia una concepción afirmativa de la existencia que busca plantear una
concepción ontológica no metafísica. Se trata, sí, de una caracterización de lo existente
como devenir; pero más que eso, es una caracterización del devenir como juego de fuerzas,
84
planteando una especie de ontología radicalmente distinta a la metafísica en cuanto afirma
el devenir y no lo niega mediante la “explicación” del movimiento mediante su reducción a
una quietud subyacente como la ley natural y la substancia.
Hemos dicho también que los atributos de las fuerzas se dan siempre en la valoración, son
efectos de ella. Partimos de la afirmación de que para nuestro filósofo es posible
comprender el mundo como voluntad de poder. En el presente capítulo nos dirigiremos a la
problemática final de nuestra investigación: ¿cuáles son las consecuencias de esa ontología
para el modo en que se concibe la vida? ¿Cómo puede el concepto de voluntad de poder
contribuir a la construcción de nuevas formas de valoración?
Estas dos preguntas son cuestiones amplias, porque pueden dirigirse a varios ámbitos:
primero, las preguntas pueden estar apuntando a cómo la voluntad de poder se introduciría
en las diversas áreas del saber filosófico como la metafísica y la ética; pueden apuntar
también a las implicaciones del concepto para las ciencias empírico-analíticas o naturales
(en este caso sería particularmente interesante la biología y las teorías sobre la evolución de
las especies); también pueden referirse a cómo el concepto de voluntad de poder podría dar
herramientas para comprender cómo podrían suscitarse cambios en la vida humana en el
marco de una transvaloración de todos los valores. En este trabajo nos interesa
principalmente la tercera cuestión, la más compleja, que hace parte de un tipo de
investigaciones como las que Nietzsche expone en su Genealogía, investigaciones sobre la
proveniencia de las valoraciones (no sólo las morales, sino en genera: si en la genealogía
Nietzsche ese preocupa exclusivamente de la moral es porque considera que las
valoraciones morales son dominantes y permean toda la vida humana). Quizás por ahora un
análisis empírico de cómo opera la transvaloración en nuestra época sea mucho pedir,
especialmente si consideramos que incluso quienes utilizamos filosóficamente el concepto
de voluntad de poder seguimos siendo demasiado “metafísicos” y difícilmente podemos
sustraernos de los modos metafísicos de valorar. Lo que nos interesa es la cuestión de cómo
– mediante qué mecanismos– se podría modificar la experiencia humana. Trataremos esa
pregunta tomando como base teórica el concepto de voluntad de poder.
85
Que este concepto se pueda tomar como principio interpretativo o como principio
filosófico, es difícil de negar. Los efectos de una concepción no metafísica de la existencia
en las que puede estar presente la voluntad de poder son visibles y aplicables hoy en día en
la filosofía y en las ciencias naturales, especialmente porque éstas dependen de constructos
teóricos básicos que se han visto directamente modificados por cierta depreciación de la
metafísica a favor de una ontología de la fuerza. Y esa depreciación de la metafísica
consiste justamente en una transvaloración de los valores supremos. Hay ejemplos notables
de una creciente preferencia por esa ontología, como los estudios foucaultianos sobre el
sujeto y las relaciones de poder (y en general, lo que ha sido denominado
posestructuralismo), las ideas de Gramsci sobre las relaciones de fuerza en la política, y
más recientemente los estudios decoloniales en la América hispanohablante, en las que los
saberes y las prácticas no son explicados a partir de la existencia de lo en-sí determinante,
sino como dinámicas de poder y dominación.
Ahora bien, no es nuestro objetivo proponer estas relaciones, tampoco plantear una
influencia directa de Nietzsche en esos estudios (aunque en el caso Foucault es
particularmente evidente), y mucho menos plantear cómo se da la transvaloración en el
campo específico de las ciencias sociales. Nuestro objetivo específico en este capítulo es
observar cómo, desde la filosofía de Nietzsche, la vida humana puede ser objeto de una
transvaloración, es decir, cómo la voluntad de poder conlleva a nuevas formas válidas de
orientarnos en el mundo (de las cuales podrían expresión, aunque no sean nuestro objeto de
estudio aquí, tanto nuevas formas del conocimiento, como nuevas formas del arte e incluso,
por qué no, de la religión). ¿Cómo podría darse, en general, según Nietzsche, esta
transvaloración y cuál es el papel de la voluntad de poder en estas transformaciones? Para
responder a ello, queremos explorar dos ejes conceptuales en los que la voluntad de poder
opera como elemento transvalorador, en otras palabras, como elemento cualitativo de la
fuerza que define o encauza su devenir.
El primer eje incluye los conceptos de “vida” y “mundo” que Nietzsche plantea como
voluntad de poder y nada más. Muchas veces parece que Nietzsche utiliza estos conceptos
indistintamente, de modo que es necesario comprenderlos en su relación y en su diferencia,
86
si es que la hay. Esta problemática incluye la preocupación por la relación entre lo orgánico
y lo inorgánico. Esta es la parte que concierne principalmente a una transformación que
daría lugar a nuevas formas de hacer ciencia y, en general, de “saber” acerca del mundo. En
segundo lugar está la problemática del concepto de sujeto como complejo de fuerzas en el
que lo inconsciente y lo consciente se entremezclan sin, al parecer, dejar lugar para algo así
como la libertad de la voluntad, la posibilidad de adjudicar responsabilidad por los actos, y
la posibilidad de dirigir el propio destino. Ciertamente, Nietzsche no es un determinista que
deja al ser humano maniatado ante un destino incontrolable e infinitamente superior a él.
La pregunta es entonces por cómo puede el individuo transformarse a sí mismo,
transformar su comprensión de sí y, finalmente, hallar algún tipo de libertad que no es
precisamente la autonomía del sujeto kantiano.
Esas dos cuestiones se refieren principalmente y en un modo general, a cómo el ser humano
asume su existencia: un ser humano que ha llegado a concebirse como individuo y como
sujeto, pero que se mantiene atado a una moralidad que, precisamente, niega su carácter
único y particular mediante la subordinación de su individualidad a la generalidad de unos
valores “objetivos”. El problema del individuo tiene una larga historia y es fundamental
para comprender la historia de la filosofía occidental que, en la modernidad y gracias a la
metafísica de las substancias, llega a entenderlo como “sujeto”. Para Nietzsche, la ficción
de la substancia proviene de una sensación de “yo” que se proyecta en el mundo y a la luz
de la cual se interpretan todos los fenómenos. Así, la metafísica es una concepción
antropomórfica del mundo en tanto que consiste en una extrapolación de una sensación
subjetiva. Sin embargo, eso no quiere decir que Nietzsche crea en una búsqueda por la
objetividad incondicionada; pero sí en un giro hacia valoraciones que para fundamentarse
no necesitan un substrato inmóvil. Por eso Nietzsche no niega que nuestra forma de ver el
mundo y vivir en él dependa de la clase de criaturas que somos y, si nuestra existencia en el
mundo cambia, es precisamente porque habríamos cambiado en las valoraciones que nos
constituyen como seres humanos.
87
i. El concepto perspectivista de vida como interpretación
En el capítulo anterior quedó abierta una cuestión importante, por la que empezaremos a
hilar nuestro último capítulo. La clasificación de las fuerzas como activas y reactivas nos
permite plantear la pregunta por cómo puede ser posible una ciencia de lo activo. No es
claro cómo Deleuze entiende tal posibilidad, porque él mismo no lo hace explícito, de
modo que tendremos que aventurar alguna hipótesis. De cualquier modo, esa ciencia,
presumiblemente, permitiría al ser humano desarrollar conscientemente una nueva forma de
orientarse en el mundo; sin embargo, cabe la pregunta: ¿es realmente posible una ciencia de
lo inconsciente, teniendo en cuenta que todo conocimiento es justamente una traducción
imprecisa de lo inconsciente al lenguaje de lo consciente? Dicho de otro modo, ¿no está el
lenguaje siempre hablando reactivamente aún cuando su objeto es lo activo? Planteada así,
la pregunta parece una aporía. Pero no tiene por qué serlo si no nos atenemos a un concepto
tradicional de ciencia, en el que prima la objetividad y la neutralidad valorativa como
prejuicios propios de un modo moral de concebir el mundo y los valores.
Como no hay que pensar lo activo y lo reactivo como una dicotomía ontológica
fundamental y estática, tampoco hemos de considerar lo consciente, lo reactivo, como algo
prescindible, sino solamente como algo de segundo grado que hace parte de una dinámica
en la que es absolutamente necesario. Las fuerzas reactivas son también necesarias para la
vida, pero si son puestas en primer plano el camino no puede ser otro que la aniquilación de
la vida. La ciencia es primordialmente reactiva porque es esencialmente una construcción
del lenguaje, pero la ciencia también es un devenir, un devenir reactivo de fuerzas. En la
medida en que lo reactivo puede ser necesario para la vida, nuestro problema no es si es
posible un lenguaje de lo activo, no. La pregunta es si es posible una ciencia, tan reactiva
como pueda o tenga que serlo, que fortalezca la vida. De ser posible, esa ciencia debe
tender a lo activo, pero no necesariamente a dar cuenta de ello o a explicarlo, sino tender a
ello en el sentido de dar libertad a lo activo. Tendría que ser una ciencia liberadora que
reivindique lo activo y busque trastocar el antiguo triunfo de las fuerzas reactivas. No una
ciencia activa, porque eso tomado literalmente es un contrasentido, pero sí una ciencia en
función de lo activo.
88
La terminología de lo activo y reactivo nos sirve para comprender el triunfo del modo
moral de concebir la existencia como dinámica de fuerzas. Por esa razón volveremos a la
lucha, planteada anteriormente, de una concepción moral del mundo contra una concepción
perspectivista de la existencia. Ese perspectivismo se extendería desde la filosofía hasta las
ciencias empíricas mediante la introducción del concepto de voluntad de poder.
Argumentaremos, primero que todo, cómo Nietzsche plantea esa introducción del concepto
en una concepción general de la vida y, por consiguiente, de la biología como ciencia que
estudia los procesos orgánicos. Sin embargo, es necesario establecer la relación entre lo
orgánico y lo inorgánico, lo vivo y lo inerte, ya que desde el punto de vista de Nietzsche, no
es válida una separación tajante entre lo uno y lo otro. A continuación, plantearemos
nuestra interpretación del concepto perspectivista de vida que Nietzsche tiene en mente al
afirmar que la vida es voluntad de poder y nada más.
Para Nietzsche la vida es cuestión de grados, algo que se acrecienta o disminuye de acuerdo
a movimientos y relaciones de fuerza. Nietzsche afirma que el mundo es voluntad de poder
y también que la vida es voluntad de poder. A menudo concebimos lo vivo como opuesto a
lo mecánico, en otras palabras lo orgánico como opuesto a lo mecánico (inorgánico). En el
mundo de lo vivo, priman los instintos, las voliciones, mientras que en el mundo de lo
mecánico prima el movimiento ciego, la ley. Esta dicotomía es un efecto de atribuirle al
mundo una significación moral. Nietzsche propone una continuidad entre esos dos ámbitos:
Suponiendo que lo único que esté «dado» realmente sea nuestro mundo de apetitos y pasiones,
suponiendo que nosotros no podamos descender o ascender a ninguna otra «realidad» más que
justo a la realidad de nuestros instintos (...) ¿no está permitido realizar el intento y hacer la
pregunta de si eso dado no basta para comprender también, partiendo de lo idéntico a ello, el
denominado mundo mecánico (o «material»)? (MBM § 36)
Tal continuidad, hipotéticamente hablando, implicaría que ya no sería posible dividir el
mundo en lo vivo y lo no vivo. Si todos los procesos pudiesen ser explicados a través un
mismo principio – a saber, la voluntad de poder– no quedaría ningún criterio para
diferenciar tajantemente entre lo orgánico y lo mecánico. La diferencia entre lo vivo y lo no
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vivo sería de grados, pero no esencial. Si hubiese algo absolutamente inerte sería algo
inmóvil, algo que no es fuerza y que no es, por tanto, voluntad de poder. El origen, el motor
inmóvil, el Dios que no cambia, la esencia estática, eso sería lo inerte. Por ese motivo la
concepción metafísica y moral de la existencia, al postular un substrato que no cambia es
justamente una negación de la vida. Los escritos de Nietzsche, publicados y póstumos,
dejan ver que la mayoría de veces tendía a considerar ese pensamiento como más que una
hipótesis o, por lo menos, como una hipótesis en un sentido enfático de la palabra.
Ciertamente, de acuerdo con el perspectivismo, por un lado, toda afirmación tiene un
carácter provisional, y ese carácter provisional o hipotético no tiene nada que ver con una
verdad por alcanzar ni con una amenaza de falsedad que la liquidaría, sino con una
confianza, una voluntad de error y de no-verdad que es necesaria para el filósofo en tanto
que animal, en tanto que ser viviente: en efecto, “¡su especie no podría prosperar sin una
confianza periódica en la vida!, ¡sin creer que existe una razón en el seno de la vida!” (CJ §
1). Por otro lado, ese perspectivismo tiene como trasfondo una ontología de la fuerza cuyo
principio cualitativo y dinámico es la voluntad de poder.
Nietzsche exige hacer el intento por comprender tanto lo orgánico como lo inorgánico a
partir de ese único principio. Pocas razones hay para pensar que ese intento se haya
realizado a cabalidad y muchas menos aún para pensar que en Nietzsche se ha dado un
intento fallido. A menudo se invoca la demencia de Nietzsche para restarle confiabilidad a
las afirmaciones de finales de la década de 1880. Se apela también al hecho de que muchas
de estas afirmaciones nunca fueron publicadas o hacen parte de un trabajo inconcluso que
Nietzsche dejó de lado. Lo primero es arbitrario y cómodo: “Nietzsche era un filósofo
loco”– violando cualquier principio de respeto o caridad hacia un gran autor que, por su
audacia e incisividad, lo merece como pocos. Lo segundo es más serio, pero ignora que de
muchas maneras puede dársele sentido a las afirmaciones sobre la voluntad de poder si se
contrastan con los textos publicados. En la Genelaogía es particularmente evidente que
Nietzsche está presuponiendo, y lo hace explícito, la voluntad de poder como principio
diferenciador y jerárquico. Que Nietzsche haya encontrado dificultad para escribir su
“filosofía”, fundada en el concepto de voluntad de poder, no tiene por qué entenderse como
90
si esa tarea fuera imposible, aunque en efecto lo fue para él. Por el contrario, tenemos que
ocuparnos de la pregunta: ¿es posible una filosofía afirmativa de la voluntad de poder? La
manera que hemos escogido para abordar esta pregunta es tratando de construir una trama
conceptual en la que la voluntad de poder sea la noción central y, además, conduzca en
alguna medida a una transvaloración. Y es que aún en la filosofía crítica o negativa de
Nietzsche, hay mucha afirmación.
En un fragmento póstumo en el que se refiere a los rezagos de metafísica presentes en la
física y la química –debido a sus hipótesis sobre sustancias, átomos y la necesidad de sus
movimientos– Nietzsche opone una descripción de los procesos físico-químicos
(inorgánicos) fundada en el concepto de voluntad de poder:
De acuerdo con mi representación, cada cuerpo específico aspira a dominar el espacio
entero y a extender su fuerza (– su voluntad de poder) y a repeler todo lo que se opone a su
expansión. Pero tropieza constantemente con aspiraciones iguales de otros cuerpos y acaba
arreglándose (“uniéndose”) con aquellos que le son bastante afines: – así conspiran
entonces juntos para lograr el poder. Y el proceso continúa... (FP 1888, 14[186])
El movimiento de los cuerpos consiste en un intentar dominar, apoderarse, del espacio
circundante, y los cuerpos que le rodean. Ese empoderamiento es al mismo tiempo el medio
para un nuevo empoderamiento, y así el despliegue de fuerza se extiende indefinidamente.
Nuestra tesis de que para Nietzsche la voluntad de poder conlleva una continuidad entre lo
vivo y lo inerte se apoya en que esta misma descripción de los procesos físico-químicos se
aplica a los procesos orgánicos (el movimiento en los seres vivos), o al menos así lo
concebía en 1888, al final de su vida:
Tomemos el caso más simple: el de la nutrición primitiva: el protoplasma extiende sus
pseudópodos para buscar algo que se le resiste – no por hambre, sino por voluntad de poder.
A continuación el protoplasma hace la tentativa de superarlo, de apropiárselo, de
incorporárselo: – lo que se denomina “nutrición” es meramente un fenómeno ulterior, una
aplicación utilitaria de esa voluntad originaria de llegar a ser más fuerte. (FP, 1888
14[174])
91
Así como el sentido común difícilmente pueda negar que hay alguna diferencia entre lo
vivo y lo inerte – porque la hay, del mismo modo que ningún cuerpo es idéntico a otro–
difícilmente podría negarse que para Nietzsche hay una afinidad entre lo vivo y lo inerte,
una afinidad cualitativa: lo inerte y lo vivo tienen en común la voluntad de poder. La
diferencia entre lo orgánico y lo inorgánico es pues cuantitativa: un menor grado de
organización, un menor grado de fuerza, de movimiento, de voluntad de poder.
Por estas razones, la hipótesis de una voluntad de poder que atraviesa toda la existencia,
orgánica e inorgánica, es en realidad una tesis filosófica, una propuesta ontológica y
valorativa cuya única justificación es la necesidad de afirmar la vida ante un exceso de
negación, exceso que se entiende como un triunfo de las fuerzas reactivas. Nietzsche halla
en la historia de la filosofía no una búsqueda de la verdad, sino una necesidad de afirmar la
vida, aún cuando muchos intentos por hacerlo hallan degenerado en una negación de la
misma. Parte de afirmar la vida consiste en no oponerle un fin (telos) o un substrato
estático. Afirmar que la voluntad de poder es el rasgo fundamental de todo lo que existe, es
tanto como afirmar que lo inorgánico es una forma primitiva o anterior de lo que se
denomina comúnmente “vida”.
En el capítulo anterior apuntábamos a dejar sentado que esa dinámica, a partir de la idea de
que todo movimiento tiene como condición alguna perspectiva específica, conlleva una
concepción de todo movimiento vital como interpretación, puesto que las fuerzas son
interpretantes y en esa medida engendran valores, los promueven o los destruyen. La
interpretación es el movimiento mediante el cual una multiplicidad de fuerzas se apodera de
otra, y ese empoderamiento se da por la voluntad de poder, o, en otras palabras, por la
tendencia de toda fuerza hacia el incremento de la vida. La interpretación, por tanto,
siempre se da a partir de ciertas perspectivas que sólo son determinables en su sentido y en
su devenir histórico.
Si el perspectivismo fuese una teoría del conocimiento o de la verdad, definitivamente esta
noción de interpretación sería inaceptable, puesto que estaría ligada necesariamente a una
idea de “perspectiva cognitiva” y a valores cognitivos exclusivamente. Pero el
92
perspectivismo no puede ser una teoría del conocimiento, porque lo que afirma es la
condición devenida y múltiple de las fuerzas interpretantes que constituyen la totalidad del
mundo que aparece ante nosotros como el resultado, precisamente, de relaciones de fuerza
que pueden darse en la conciencia bajo la apariencia de finalidad, de utilidad, de
causalidad, orden o ley. En efecto,
todas las finalidades, todas las utilidades son sólo indicios de que una voluntad de poder se
ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello, partiendo de sí misma, el
sentido de una función; y la historia entera de una «cosa», de un órgano, de un uso, puede
ser así una ininterrumpida cadena indicativa de interpretaciones y reajustes siempre nuevos,
cuyas causas no tienen siquiera necesidad de estar relacionadas entre sí (GM II § 12)
Es posible que antes de 1887 Nietzsche utilice la palabra interpretación en un sentido
epistemológico, sin embargo, ya en la Genealogía, obra en la que sin duda la ontología de
las fuerzas y el carácter perspectivista de la existencia juegan un papel central, Nietzsche
habla de interpretación en el sentido del proceso por el que unas fuerzas se apoderan de
otras. Ya sabemos que una fuerza sólo puede hacer esto por su voluntad de poder. Una
interpretación, pues, no consiste sólo en la formulación de constructos conceptuales para
aprehender el mundo; la descripción del mundo sería vacía si no fuese porque mediante ella
logramos apoderarnos de cierta parte del mundo, situarnos en él, ser poderosos con respecto
a la naturaleza. La interpretación consiste en apoderarse de algo, por eso “todo subyugar y
enseñorearse es un reinterpretar” (GM II § 12). La explicación, la descripción, la
teorización, son sólo medios de la interpretación, es decir, formas de subyugación.
Podríamos decir, de acuerdo con Deleuze, que “la voluntad de poder es la que interpreta”,
puesto que la interpretación es en sí misma una relación de fuerzas, que no puede ser
reducida a una relación entre sujeto cognoscente y objeto conocido, sino que debe ser
entendida perspectivísticamente como relación de una diversidad de fuerzas.
Cuando Nietzsche describe el mundo en términos de fuerzas, un mundo que es pura
energía, lo que está describiendo es un mundo lleno de vida. El moralista y el metafísico,
para vivir, necesitan negar la vida, negar la exuberancia vital del mundo y reducir la
naturaleza a lo mecánico, y reducir la voluntad al deseo humano y no cualquier deseo, sino
93
el deseo consciente. “Lo hice sin querer”, la vieja y aceptada disculpa, si la tomamos
literalmente, dándole a ese “querer” el sentido en el que Nietzsche entiende el querer, es
una expresión absurda. No puede haber acción sin querer, es decir, sin voluntad. Era la
conciencia la que no quería, en efecto, pero somos mucho más que conciencia y, de hecho,
como dijimos en el capítulo anterior, somos más no-conciencia que conciencia. Una
voluntad superior a la voluntad de la conciencia es la que nos lleva a hacer cosas “sin
querer”: siempre hay “algo” que quiere, algo que a en su momento domina en nosotros, un
instinto, sí, un impulso, una fuerza. Pero esa fuerza se mueve en cierta dirección porque la
voluntad de poder interpreta: sin fuerza, la voluntad de poder sería impotente; sin voluntad
de poder, la fuerza sería inerte.
Entre las consecuencias más inmediatas de este concepto vitalista del mundo, se encuentran
las implicaciones para la vida consciente del hombre. En primer lugar tiene implicaciones
para el modo en que se concibe la actividad intelectual en relación con el movimiento de la
materia: con la voluntad de poder se afirma cierta forma de comprender el conocimiento,
no solamente la negación del sujeto y el objeto, puesto que esta negación no requiere de un
concepto de voluntad de poder sino que basta con una filosofía histórica. Se afirma que el
conocimiento y el pensamiento en general es interpretación, o sea un juego de fuerzas en el
que tanto el sujeto como el objeto son multiplicidad de fuerzas interpretativas. Eso implica
que el pensamiento y el movimiento de la materia se conciben como una continuidad
dinámica. La sustancia pensante (para usar los términos de un Descartes, por ejemplo), no
es algo distinto de la sustancia material: las dos cosas, si es que se pudiera hablar en sentido
estricto de “dos cosas”, son manifestaciones de la voluntad de poder.
En segundo lugar, esa concepción de la vida tiene consecuencias para el modo en que opera
el conocimiento científico: por ejemplo, surge por primera vez seriamente la pregunta por
cómo de la materia inerte pudo originarse la vida y la conciencia. Esa pregunta exige que la
física, la química, la biología y hasta cierto punto la psicología, adopten principios de
continuidad. La ciencia de hoy no puede explicar, por ejemplo cómo es que de unos
impulsos eléctricos puede surgir la conciencia, y se cree que esa dificultad es superable con
mayor investigación empírica. Pero esa dificultad es parte de un modo de valorar
94
metafísico, y son los supuesto metafísicos los que deberían ser superados en primer lugar.
Desde el punto de vista de la voluntad de poder, se debe partir del supuesto de que la
conciencia y el impulso nervioso no son fenómenos radicalmente distintos sino que su
diferencia, en algún sentido, es una cuestión de grados, del mismo modo que la diferencia
entre lo vivo y lo no vivo.
Sin embargo, estas consecuencias se vislumbran fácilmente y no apuntan directamente a la
cuestión que más nos interesa aquí: la transvaloración de los valores y el cambio radical del
modo de vida humano, tradicionalmente condicionado por una concepción moral de la
existencia.
La relación entre voluntad de poder, vida e interpretación no es fácil de establecer, pero
sabemos que la vida es interpretación y reinterpretación constante. La voluntad de poder es
la que interpreta; las fuerzas son lo interpretado, pero, una vez más, esto no debe entenderse
como si la voluntad de poder fuese un sujeto cognoscente independiente de la fuerza, y la
fuerza tampoco debe entenderse como si fuese un objeto pasivo. La voluntad de poder es un
elemento interno a la fuerza, y eso quiere decir que es una cualidad de la fuerza. Más aún,
la voluntad de poder es la única cualidad de la fuerza. Nos concierne principalmente
explorar las implicaciones que tiene esta concepción de la vida para la comprensión de lo
humano, específicamente en los ámbitos más disputados a la metafísica y la moral,
concernientes a las actividades intelectuales (pensamiento, conocimiento, conciencia) y las
concepciones que nos permiten comprender la eticidad (voluntad, libertad,
responsabilidad). Estos dos ámbitos dependen, y encuentran su punto de contacto en una
cierta idea de la agencia: el sujeto. La reformulación de la noción de sujeto es de la mayor
relevancia, puesto que apunta a la definitiva extinción y remplazo del pensamiento
metafísico parmenídeo y de la moralidad tal como la hemos aprendido desde Sócrates hasta
hoy y, ante todo, porque permite plantear y explorar la pregunta por cómo puede ser
transformada la vida humana a partir de tipos distintos de conformación del sujeto. Esta
será nuestra cuestión a partir de ahora.
95
ii. La voluntad de poder: ¿una o múltiple?
Si Nietzsche puede pretender alguna originalidad en su comprensión del más antiguo problema
de la filosofía (el problema de lo uno en lo múltiple) ello dependerá de la singularidad de su
comprensión de lo que es poder y de su comprensión de la unidad como unidad dinámica. No se
trata, pues, del falso problema de si se concibe o no a Nietzsche como pensador de la unidad. Se
trata, antes bien, del problema acerca del tipo de unidad que nos plantea, temática y
formalmente hablando39.
Antes de hablar de la concepción del sujeto y de las consecuencias que conlleva en nuestra
reflexión, es necesario recoger una discusión importantísima sobre el concepto de voluntad
de poder: el problema de la unidad y la multiplicidad. ¿Es la voluntad de poder una o
múltiple? La discusión actual sobre la voluntad de poder, a pesar de su precariedad y sus
sesgos analíticos o continentales, está condicionada por la oscilación discursiva entre dos
interpretaciones. Una es la de Heidegger, que entiende la voluntad de poder como un
principio unitario, como el pegamento de la realidad, y que expresa la “adoración de la
descontrolada fuerza de la voluntad con la que llega a su punto culminante el olvido del ser
de la metafísica”, atendiendo única y exclusivamente a lo ente. La otra es la que recoge
Müller-Lauter en su Nietzsche. Seine Philosophie der Gegensätze und die Gegensätze
seiner Philosophie, que busca afirmar la existencia de una pluralidad de voluntades de
poder que luchan entre sí40.
En la medida en que la interpretación heideggeriana le resta potencial transvalorativo al
concepto de voluntad de poder al concebirla como exacerbación de la subjetividad de la
voluntad, negando el rechazo nietzscheano por la noción metafísica de sujeto, se justifica
cuestionar la unidad de la voluntad de poder como principio, sin embargo, como señala el
profesor Kouba, debemos preguntarnos qué tan beneficioso para la interpretación es
plantear la tesis opuesta: que lo que realmente existe para Nietzsche es una pluralidad de
voluntades de poder que luchan incesantemente, agregándose y disgregándose,
39 MELÉNDEZ, G. “Hombre y estilo: [su] grandeza y unidad en Nietzsche”. En: Nietzsche en perspectiva, Germán Meléndez (comp.), Siglo del Hombre Editores, Pontificia Universidad Javeriana, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2001. p. 229. 40 KOUBA, P. Op. Cit. pp. 348-349.
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contradiciéndose en la medida en que sus sentidos se oponen y unos terminan por
prevalecer para luego ser dominados de nuevo. Para Kouba, esta posición es errónea, ya
que “soluciona” el problema de la oposición de fuerzas mediante “una especie de teoría de
sistemas de fuerzas individuales en equilibrio”41, es decir, traduce la contradicción de las
fuerzas, la afirmación con la negación y la acción contra la reacción, a una contradicción
“meramente aparente”, congruente con una lógica de la identidad y del sujeto. “Con ello, el
carácter fundamental de contraposición, de contradicción, que es constitutivo para la
voluntad de poder en sí misma, queda reducido a mero conflicto externo entre en entes
“individuales”, cada uno de los cuales ya no está definido en sí mismo como contradicción
de fuerzas”42. En efecto, tanto la afirmación de un equilibrio como la cosificación de la
fuerza (considerarla como ente individual, como sujeto) son incongruentes con la
afirmación del devenir y el rechazo de la metafísica de las sustancias.
Por esa razón, Kouba Pavel plantea otra forma de comprender la contradicción de las
fuerzas:
La voluntad de poder requiere una contraposición, pero no en el sentido de que necesite “otro
quantum” delante con que enfrentarse, como si fueran fuerzas simples pero en direcciones
contrarias; la voluntad de poder requiere verdaderamente contradicción en el sentido de que,
para que haya poder, esa voluntad tiene que querer tanto lo que quiere como lo que no quiere,
como su contrario, o sea, aquello en oposición a lo cual puede querer lo que quiere. Para que
haya una voluntad de poder, ésta tiene que ser capaz de querer las dos cosas43.
Tres puntos son notables en este planteamiento de la voluntad de poder: primero, hace
justicia a aquel enunciado de Nietzsche según el cual la fuerza es “algo complejo”: de
ningún modo es una entidad atómica, idéntica a sí misma; segundo, la contradicción entre
las fuerzas no se da como una relación de externalidad que definiría la lucha como
“encuentro” de cosas distintas, sino que sitúa una voluntad de poder, en sí misma
contradictoria, como elemento interno de la fuerza ; tercero, plantea el querer de la voluntad
de poder, su inclinación hacia lo opuesto, no como un intransigente movimiento
41 Ibíd., p. 350. 42 Ibíd., p. 349. 43 Ibíd., p. 350.
97
unidireccional hacia la supresión de lo otro sino como un querer que lo otro se mantenga
como punto de resistencia, ya que sólo ante la resistencia es posible el poder.
De este modo se le da un giro a la pregunta por la unidad o la multipicidad de la voluntad
de poder: en tanto que ni la voluntad de poder ni la fuerza son “cosas” en un sentido
substancialista del término, no se puede afirmar que sean unidades o multiplicidades en ese
mismo sentido. La multiplicidad y la unidad sólo existen como voluntad de multiplicidad o
voluntad de unidad, como tendencia a lo uno o lo otro, de modo que la voluntad de poder
“es una voluntad de unidad y de identidad allí donde lo que hace falta es dominar una
variedad y una diferencia que ya está instalada, y voluntad de multiplicidad allí donde lo
que domina es la unidad, donde lo que hace falta es abrirse al otro”44. Es así como puede
reconocerse en el dominio, por un lado, si se trata de mera tendencia a la aniquilación, una
muestra de debilidad, por que allí donde diminuye la resistencia también disminuye el
poder y por tanto disminuye la vida, y por otro lado, si se trata de una tendencia hacia la
relación con lo otro, un síntoma de poderío, salud y fortaleza.
La metafísica tradicional, en su tendencia a describir el mundo en términos de substancias,
pone un sujeto estable detrás de todo devenir y de todo “hacer”, valorando la existencia en
algunos casos (la dialéctica, hegeliana, por ejemplo) como relación de supresión o
neutralización de las fuerzas, y en otros casos (por ejemplo el mecanicismo) como
equilibrio o estabilidad determinada por una ley natural. El planteamiento de la voluntad de
poder reemplaza la agencia unívoca y unidireccional del sujeto metafísico por la
complejidad dinámica de la fuerza, que implica, por la voluntad de poder, una multiplicidad
inmanente de sentidos dominantes en algún momento y dominados en otro. Desde una
ontología de la fuerza no hay agencia dada, sino como el resultado de una voluntad de
poder que se quiere unitaria, organizada: no hay cuerpos sino como dominación de una
voluntad de poder que quiere apropiarse de lo otro incluyéndolo en sí misma. De igual
modo, no hay átomos, partes, órganos, como entidades esencialmente distintas, sino como
el resultado de una voluntad de poder que se quiere distinguir, independizarse, abrir su
horizonte hacia un poder nuevo y mayor.
44 Ibíd., p. 351.
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La valoración moral que el ser humano tiene de sí mismo, id est la idea de que su actuar, en
cuanto ser libre y dueño de sí mismo, se da siempre de acuerdo a fines y elecciones libres,
es trasladada a la interpretación del mundo en general y se llega a concebir la naturaleza
como una máquina en la que las causas predeterminan los efectos y los efectos son
finalidades de la naturaleza o de algún dios soberano cuyo poder actúa sobre “átomos”,
substancias, cuerpos (que son para Nietzsche los correlativos de los sujetos humanos). En
cuanto niega la soberanía del sujeto y al sujeto mismo tanto en el ser humano como en
cualquier forma de existencia, la voluntad de poder no es un concepto moral, no es una ley
ni conlleva una necesidad causal, no prescribe fines, no establece de antemano lo que
“debe” hacerse o lograrse; la voluntad de poder interpreta en una infinidad de sentidos que,
sólo expresados errónea y parcialmente como causas, efectos y finalidades, pueden ser
traídos a la conciencia. La voluntad de poder escapa casi completamente a la conciencia,
excepto en cuanto a las relaciones y las unidades perspectivistas, aunque útiles y necesarias
para la vida, que su manifestación como humanidad y como consciencia. En ese sentido, las
perspectivas y las interpretaciones perspectivistas, concientes e inconcientes, son
producidas por la voluntad de poder, son sus “efectos”, pero no en un sentido causal, sino
como subyugación de lo que se resiste. ¿Y qué es la resistencia si no otro de los infinitos
sentidos contradictorios de la voluntad de poder?
Ahora bien, esta reflexión alrededor de la voluntad de poder, suscita más preguntas que las
respuestas que provee. Y de ninguna manera lo que se busca aquí es dominar las preguntas
(mediante las respuestas) al punto de liquidarlas. Las preguntas, las inquietudes y
especialmente las inconformidades e incomodidades que suscita la inauguración de un
nuevo lenguaje filosófico – lenguaje que quizás pueda en alguna medida extenderse a la
cotidianidad, ¡y quién sabe si ya no se ha extendido un poco!– permiten la apertura del
horizonte interpretativo que la metafísica y la moral pretendiesen cerrar con candado.
Cuanto más abierto el horizonte, mucho mejor. Nos interesa aquí abordar una de esas
grandes cuestiones, a la que intencionadamente hemos venido apuntando, a saber la
cuestión del sujeto, ya no antológicamente como “¿en qué consiste (lo que llamamos) el
sujeto?”, porque ya hemos planteado su interpretación como voluntad de poder, sino, en
99
cierto sentido, psicológicamente: dada la concepción de un sujeto devenido, “sujetado” por
una voluntad de unidad que emerge en la multiplicidad de las fuerzas y que es al mismo
tiempo unidad y multiplicidad45, ¿qué es lo posible para él mismo? Dicho de otro modo,
¿qué sentido tiene hablar de unas supuestas “posibilidades” de encontrar nuevos modos de
ser, de interpretar, de vivir, teniendo en cuenta que el sujeto es producido por un
avasallamiento cuya procedencia y modus operandi es en gran parte inaprensible para él
mismo? A esto hay que agregar una cuestión más específica, pero inevitable: ¿es posible
tomar –y hasta qué punto– las riendas del devenir de nuestra humanidad y dirigirnos
conscientemente – y, de nuevo, en qué medida– hacia una transvaloración de los valores?
¿O será que la transvaloración supera totalmente al sujeto y se da más bien como un fatum
insoslayable, como un fenómeno natural absolutamente incontrolable?
iii. La afirmación de la individualidad como voluntad de poder
La problemática que hemos planteado tiene mucho que ver con la preocupación humana
por vivir satisfechos, por encontrar estabilidad psicológica en el sentimiento de poder.
Necesitamos –por lo menos muchos de nosotros lo necesitamos– sentir que, de alguna
manera y en alguna medida, tenemos el control y podemos decidir sobre la vida que
llevamos, lo que hacemos y lo que no. Eso no es un misterio: el sentimiento de poder causa
placer y satisfacción. Nietzsche deja claro desde bien temprano en su obra que gran parte de
nuestra vida transcurre en lo inconsciente, en lo incontrolable, condicionada y casi
determinada por instintos que son el resultado de valoraciones cultivadas durante
muchísimo tiempo desde las etapas más primitivas de la vida. En CJ Nietzsche apunta
directamente a este problema y sugiere un planteamiento que, dicho sea de paso, resulta
alentador:
La conciencia es la última y más tardía evolución de la vida orgánica y, por consiguiente,
lo más inacabado y frágil que hay en ella. (...)¡Se cree que aquí está el núcleo, lo que tiene
de permanente, de eterno, de último, de más original el ser humano! ¡Se considera a la
conciencia como una cantidad estable y determinada! ¡Se niega su crecimiento, su 45 No hay por qué seguir aclarando – pero lo hacemos para subsanar posibles fallas argumentativas– que este “ser”, esta “unidad” y esta “multiplicidad” (o pluralidad) no implican un concepto de substancia, si no que se refieren directamente a la complejidad inasible de la fuerza.
100
intermitencia! ¡Se la concibe como "unidad del organismo"! (...) Los hombres creían estar
ya en posesión de la conciencia, por eso se han preocupado poco en adquirirla, ¡y aún hoy
apenas han cambiado las cosas! Asimilar el saber, hacerlo instintivo, representa una tarea
totalmente nueva, apenas perceptible, de la que la mirada humana simplemente vislumbra el
resplandor. O sea, constituye una tarea que sólo resulta pertinente a los ojos de quienes han
comprendido que hasta ahora sólo habíamos asimilado nuestros errores y que toda nuestra
conciencia no se refiere más que a ellos. (CJ § 11)
Por un lado, como ya lo explicamos en el capítulo anterior, Nietzsche afirma el carácter
secundario de la conciencia con respecto a otros rasgos constituyentes de la condición
humana – a saber, las características fisiológicas que solemos considerar más propias de los
animales y de formas de vida más simples. Entre las cualidades que determinan nuestra
existencia, la conciencia ocupa un segundo plano. Sin embargo, por otro lado, reconoce la
relevancia de “adquirir” conciencia y de llevar lo conciente al nivel de los instintos, esto es,
de lo que se da “naturalmente”, con el automatismo de una inclinación. La interpretación
metafísica del mundo, ejerciendo su habitual negación del devenir, acostumbra al hombre a
creerse en posesión de la conciencia del mismo modo en que se cree en posesión de la
verdad y con ello ha ralentizado su desarrollo. Sin embargo, reconocer su carácter dinámico
y cambiante constituye un paso importante en su refinamiento. Para Nietzsche, como se ha
discutido en el primer capítulo, ese paso ha consistido en el reconocimiento, a raíz del
desarrollo incipiente de la conciencia histórica, de que todo lo consciente es el resultado de
un error. Un error, vale la pena repetirlo, necesario para la vida.
Llama la atención que esa conciencia histórica, la misma que critica la metafísica y la
moral introduciendo los conceptos de valor y error, no es exactamente un “sentido común”
ni una cualidad muy bien repartida entre los seres humanos. Se trata de una comprensión
que tienen unos pocos y de la cual Nietzsche evidentemente se declara titular. De acuerdo
con el fragmento citado, sólo quienes han comprendido el carácter erróneo de todo lo
consciente pueden dar el paso de convertir lo consciente en instinto. Es evidente que al
apreciar la realidad desde los conceptos de voluntad de poder, podemos hallarnos en la
necesidad teórica de plantear formas radicalmente distintas de asumir la vida, pero, ¿cómo
101
hacer que esa conciencia, ese saber, se incorpore a los instintos que determinan nuestro
comportamiento y nuestra percepción?
Expliquemos este paso argumentativo con más detalle. La crítica de Nietzsche a los valores
tradicionales y dominantes desde la época clásica griega es una disputa contra todos los
valores que tienden a negar la vida, entendiendo la vida como devenir de fuerzas cuyo
principio dinámico es la voluntad de poder. La negación de la vida es mucho más que una
posición teórica sobre el sentido y el valor de la existencia: se trata de una actitud, una
disposición fisiológica y psicológica, una forma de vivir que genera modos específicos de
subjetivación, cierta clase de individuos y formas determinadas de organización social; la
negación de la vida es en últimas la asimilación, la –para usar el lenguaje de la CJ—de
ciertas interpretaciones de la conciencia, la interiorización de unas valoraciones de carácter
dominantemente reactivo. Nos hemos hecho tan dependientes del lenguaje y la
comunicación, necesidades de la vida en sociedad, que terminamos por asumir la lógica del
rebaño como única forma valida de vivir. Sin embargo, paradójicamente, para Nietzsche es
precisamente un movimiento de la conciencia –el reconocimiento de que todo lo consciente
es un error-- lo que puede habilitar al ser humano para superar la moral del rebaño y hacer
efectiva la transvaloración. Así como la negación de la vida es en su sentido más profundo
una configuración instintiva, también la afirmación verdadera, más allá de los conceptos
filosóficos, ha de entenderse como una transfiguración de esos instintos, esto es una
transvaloración propiamente dicha. Y si bien es necesario aceptar que ya en la
conceptualización de los valores, la afirmación del error y el concepto de la voluntad de
poder opera una transvaloración de lo consciente, hay que reconocer que la preeminencia
de lo inconsciente exige que la transvaloración se dé también, y con mucho más razón, en
la profundidad de las valoraciones inconscientes, en la configuración misma de los instintos
que dominan en nosotros. Por consiguiente, hay que peguntarse cómo se daría el paso del
reconocimiento del error, su afirmación consciente mediante el concepto de la voluntad de
poder, a una asimilación profunda de esa afirmación.
Esa es la formulación general de la pregunta, pero, como anunciamos antes, no nos interesa
una respuesta tan general sino una respuesta que señale específicamente el lugar del sujeto,
102
del individuo entendido como voluntad de unidad emergida en una pluralidad de fuerzas
impersonales. Esta impersonalidad de las fuerzas tiene que ver con el hecho de que la
ontología de la interpretación niega toda intención y toda “voluntad unitaria” (la voluntad
es algo complejo) detrás del devenir. Sin embargo, que se niegue un modo moral de
entender la “persona”, no significa que se niegue el hecho de que la individualidad es un
producto histórico. Pero, ¿qué es lo que puede el individuo humano?, es decir, ¿en ese
juego de fuerzas qué poder y qué rol tienen las fuerzas que constituyen la individualidad?
Esta pregunta indaga por la posibilidad de una transvaloración desde el punto de vista del
concepto de individuo como voluntad de poder. A menudo se ha afirmado que la voluntad
de poder tiende a negar al individuo y a firmar el ser como una totalidad continua, sin
oposición ni diferencia. Una forma de esta tesis, probablemente la más relevante, es la que
plantea Eugen Fink. Según él, Nietzsche “niega el ente finito, aislado. El ente no existe
porque, en última instancia no hay ninguna individualización; o más exactamente:
Nietzsche no niega el fenómeno del ente aislado, sino sólo su significación objetiva”46.
Definitivamente no aceptaremos esta tesis (aunque no necesariamente es totalmente errada)
y con lo dicho hasta ahora sobre la voluntad de poder y la ontología de la fuerza, tenemos
las herramientas para rechazarla. En primer lugar, ya hemos mostrado que Nietzsche da
cuenta de lo particular, lo individuado, como una forma de la interpretación, y no una
interpretación exclusiva de la conciencia humana, sino como una organización particular de
las fuerzas interpretativas. En segundo lugar, esa “significación objetiva” que invoca el
profesor Fink carece de sentido si se plantea como contraposición al “fenómeno”: todo
fenómeno se da en la interpretación y como tal tiene una significación que no puede ser
tildada de objetiva o subjetiva, porque la misma idea de la existencia interpretante elimina
la contraposición entre lo objetivo y lo que no lo es: todo existe siempre como
interpretación.
En su artículo “The individual and individuality in Nietzsche”, Nuno Nabais sostiene esta
misma tesis, basado en la idea de que, desde una ontología de la fuerza, “todos los
movimientos, todos los fenómenos o leyes, tienen que ser comprendidos como una
manifestación, como un “síntoma” de unos procesos de los cuales son meramente una
46 FINK, E. Op. Cit. p. 196
103
expresión”47. Que los objetos particulares sean un error no representa una objeción, puesto
que el error, conciente o no, es el único acceso al mundo que reconocemos desde una
concepción perspectivista: todo fenómeno, toda la existencia, se concibe como algo interno
a la interpretación, siempre que se comprenda la interpretación como dinámica de fuerzas.
Al interpretar la voluntad de poder en este sentido, como tensión entre la unidad y la
pluralidad, estamos afirmando la individualidad, no como fenómeno o como realidad en sí,
sino como apariencia, como error, como perspectiva que afirma y acrecienta la vida. Ligada
a la consciencia, esa individualidad es entendida como subjetividad producida en el devenir
de las fuerzas, esto es, como autoconciencia de la propia tensión entre unidad y
multiplicidad. En esa misma línea, el profesor Pavel define la voluntad de poder como
“voluntad de mantener y profundizarlas diferencias, de acrecentar la distensión y la
distancia que fundamentan la apertura del espacio común”. Desde ese punto de vista, el
concepto de voluntad de poder vendría a ser la superación del nihilismo, ya que se supera la
voluntad de aniquilación de lo otro a favor del acrecentamiento del poder. Según el mismo
Pavel, la voluntad de poder vendría a inaugurar, en contra de una visión moral mundo, una
concepción política de la existencia, entendida la política, en un sentido amplio, como
apertura y expansión de la propia existencia hacia lo otro. Esa apertura hacia la alteridad,
vista desde la ontología de la interpretación que hemos propuesto, consiste en una
apropiación interpretativa en la que la individualidad es constantemente modificada por la
apropiación de lo otro. En efecto, Nietzsche ve esa constante modificación de lo individual
mediante la reinterpretación de sí en lo otro como algo positivo, que vendría a neutralizar y
cambiar la actitud prevenida y defensiva de la metafísica ante el cambio. Esa actitud
afirmativa ante la interpretación y el devenir de lo individual, es señalada por Nietzsche
mediante lo que él el llama “providencia personal”, es decir, la consideración de que todo
lo que nos sucede, toda interpretación que modifica la propia vida, “se revela como algo
lleno de profundo sentido y utilidad” (CJ § 277), como algo infaltable precisamente porque
sin ello, no seríamos quienes somos. Queremos así resaltar la afirmación de la
47 NABAIS, Nuno. “The Individual and Individuality in Nietzsche”. En: ANSELL PEARSON, Keith (Ed.). A Companion to Nietzsche. Blackwell Publishing. Oxford, 2006. p. 86. En el texto original en inglés se lee: “All movements, all phenomena or laws, will now have to be seen as a manifestation, as a “symptom” of processes of which they are merely an expression”.
104
individualidad primero, como algo devenido, segundo, como algo valioso para la vida y,
tercero, como la apertura a la posibilidad de una transvaloración cuyo sentido es la
afirmación de lo individual no como aislamiento del sujeto sino como voluntad de
relacionarse con lo otro y enriquecerse a partir de ello, logrando una estilización del propio
carácter y permitiendo hallar satisfacción en aquello en lo que uno mismo ha devenido.
Además, vale la pena enfatizar que ese individuo, quien es al mismo tiempo multiplicidad y
unidad, es definido por Nietzsche en 1881 como “sistema de vida”:
En verdad no hay verdades individuales, sino meros errores individuales – el individuo
mismo es un error. Todo lo que sucede en nosotros es ello mismo algo otro que no podemos
conocer: ponemos intención y substrato y moralidad en la naturaleza en primer lugar. – Yo
distingo, de todas maneras, los individuos imaginados y los verdaderos sistemas de vida
[lebens-systeme], de los que cada uno de nosotros somos uno (FP, 1881 11[7])
Con esto se afirma la unidad interpretativa entre la mente y el cuerpo. De hecho, en cuanto
sistema dinámico de fuerzas, un organismo no es más que incorporación de fuerzas, dando
lugar a instintos y a valoraciones. Por esa razón, habremos de entender la tarea de
transvaloración como transformación de los cuerpos, o en otras palabras, transformación de
la individualidad de la cual se ha puesto en primer plano, quiérase o no, la conciencia. Esta
idea de la individuación en la especificidad de la subjetividad humana, nos lleva a entender
mejor nuestra pregunta: ¿cómo puede el sujeto transformarse concientemente si él mismo
es el resultado de unas fuerzas que escapan al control de su conciencia?
iv. “Dar estilo” al propio carácter: la transvaloración como un giro hacia la
singularización
Si bien es cierto que la conciencia ocupa un segundo plano en la configuración inmediata
de la individualidad, también es cierto que en los seres humanos alguna parte de lo que
somos profundamente pasa primero por la conciencia: los actos, los deseos y los
pensamientos conscientes pueden ser incorporados a la “maquinaria” del individuo y en eso
consiste justamente la tarea de la transvaloración. Sin embargo, lejos está de las
105
pretensiones de Nietzsche algo así como la posibilidad de un ser humano que “nace de
nuevo”, transformándose milagrosamente en otra persona, como sí sería posible en algunas
tradiciones del cristianismo y en casi cualquier forma de entender al sujeto que contemple
la posibilidad de una experiencia mística instantánea y transformadora. Para Nietzsche, el
proceso en el que un saber consciente se torna en “instinto” es largo – como citábamos en
el primer capítulo: “Primero forzosidad, luego, acostumbramiento, luego necesidad, luego,
inclinación natural (pulsión)” (FP 1884, 25[460]). Todo acto instintivo proviene en
realidad, en primer lugar, de haber sido obligado a ello por una fuerza superior, ya sea esta
la autoridad o la naturaleza misma; luego, el ser humano se acostumbra a realizar ese acto,
a quererlo, olvidando su proveniencia, para luego ya no poder vivir sin realizarlo y terminar
por considerarlo como parte de su forma de ser.
Si hemos de preguntarnos por la posibilidad de la transvaloración, tenemos que preguntar
cómo y en qué medida puede el individuo humano realizar por sí mismo este proceso de
adquisición de hábitos, independizándose de los valores dominantes. Esos valores (el bien,
la verdad, la libertad del yo, etc) extienden sus pseudópodos hasta casi cualquier institución
humana y casi cualquier relación intersubjetiva, reduciendo en general toda relación de
fuerzas y toda actividad social o individual al condicionamiento del deber. La
transvaloración tiene que operar como la incorporación de otro tipo de valores a la
estructura de la subjetividad que ha sido construida mediante la sujeción forzosa del animal
humano. Esa sujeción –ese modo de la subjetivación—se ha dado, como habíamos dicho
por el triunfo de las fuerzas reactivas, cuyo accionar se da principalmente de modo
negativo, alejando a las fuerzas activas de lo que pueden hacer, evitando su acción,
disgregándolas. En La genealogía, ese carácter negativo, prohibicionista, ascético y
nihilista es lo que Nietzsche atribuye a la moral sacerdotal; precisamente una moral
fundada en la adquisición de ciertos hábitos:
Desde el comienzo hay algo no sano en tales aristocracias sacerdotales y en los hábitos en ellas
dominantes, hábitos apartados de la actividad, hábitos en parte dedicados a incubar ideas y en
parte explosivos en sus sentimientos, y que tienen como secuela aquella debilidad y aquella
neurastenia intestinales que atacan casi de modo inevitable a los sacerdotes de todas las épocas;
pero el remedio que ellos mismos han inventado contra esta condición enfermiza suya (...)
106
Pensemos, por ejemplo, en ciertas formas de dieta (abstención de comer carne), en el ayuno, en
la continencia sexual, en la huida «al desierto» (...): añádase a esto la entera metafísica de los
sacerdotes, hostil a los sentidos, corruptora y refinadora, su autohipnotización a la manera del
faquir y del brahmán – – Brahma empleado como bola de vidrio y como idea fija y el general y
muy comprensible hartazgo final de su cura radical, de la Nada. (GM I § 6)
También la transvaloración tiene que funcionar a través de la fuerza y del hábito. En ese
sentido, de acuerdo a una ontología de la fuerza, el problema por el cómo de la
trasvaloración no tiene que formularse desde un punto de vista decisionista o subjetivista:
no se trata de que un “yo libre” decida no hacer parte del rebaño y lo consiga
milagrosamente. Se trata de poner en movimiento, o dicho más precisamente darle libertad
a ciertas fuerzas para que actúen en contra de las fuerzas de los ideales y las costumbres
que, “de acuerdo con el hábito, habían sido alabadas siempre como buenas, (y) sentidas
también como buenas – – como si fueran en sí algo bueno” (GM I § 2) y cuya función ha
sido controlar, y más aún, suprimir, los instintos más fuertes, las inclinaciones al cambio, el
movimiento, la actividad. El papel de la conciencia, una vez descubierto el carácter dañino
de esa moralidad y de esos ideales a raíz del desarrollo de una filosofía histórica, sería guiar
mediante la comprensión perspectivista del sujeto y la imposición de otros hábitos, el
camino hacia la adquisición de unos valores que recoznocan y busquen su propio devenir y
condicionamiento. Pero este proceso no se ejerce como un acto de imposición de una
autoridad externa al propio individuo. Se trata de una auto-transformación que, en lugar de
negar la individualidad mediante su sometimiento a la autoridad de otros individuos, la
afirme mediante la singularización de la propia forma de vida. Nietzsche apunta a esta idea
de la posibilidad de afirmar la singularización, y al mismo tiempo darle una dirección
distinta a la que imponen los valores dominantes, en CJ:
Una cosa es necesaria. «Dar estilo» a nuestro carácter constituye un arte grande y raro. Lo ejerce
quien comprende toda la fuerza y la debilidad que ofrece su naturaleza, y sabe luego integrarlo
tan bien a un plan artístico, que cada elemento aparece como un fragmento de arte y de razón
hasta el punto de que aun la debilidad tiene la virtud de fascinar a la mirada. Aquí se ha añadido
una gran masa de segunda naturaleza, allí se ha suprimido un trozo de primera naturaleza; en
ambos casos, a costa de un ejercicio paciente, de una labor diaria. (CJ § 290).
107
La ontología de la fuerza, así como el mismo concepto de voluntad de poder, no tendría
mejor función que afirmar este giro hacia la singularización, hacia el carácter del individuo,
ya no visto “desde afuera”, desde el punto de vista de un poder externo que busca
cambiarlo, mejorarlo o moralizarlo, sino desde el punto de vista de un sujeto que, por
conocer la dinámica de fuerzas que lo ha constituido históricamente y lo constituye en el
mismo instante presente, adquiere la posibilidad de moldear, dar forma, dar estilo a su
propia existencia . El papel de una concepción artística de la existencia, que ya se notaba en
el Nacimiento de la tragedia (aunque aún bajo la sombra de un presumible
representacionalismo à la Schopenhauer), que posteriormente, en HDH, se deja ver como la
sugerencia de sumar a la perspectiva científica un toque artístico, y que en la CJ se explica
aún mejor desde el perspectivismo y la ontología de la fuerza, da un giro hacia la
producción y la afirmación de la singularidad. Esta posibilidad de singularización,
entendida ésta como afirmación de la vida en su devenir, es lo que la metafísica de la
substancia y la moral cristiana excluyen al pensar la identidad desde un ideal humano que
se asume como universal y necesariamente vinculante.
Sin embargo, la actitud ante los hábitos que Nietzsche propone no tiene precisamente la
apariencia escuálida del ideal ascético, por más que puedan parecerse. Nietzsche no elogia
los hábitos que reducen la vida a unas costumbres estáticas que haya que seguir como una
regla de vida hasta el momento de la muerte. “Me gustan los hábitos breves, y los tengo por
le medio inestimable de conocer muchas cosas y situaciones, hasta el fondo de sus dulzuras
y amarguras” (CJ § 295). Y es que mediante ese conocimiento, la conciencia puede
encaminar su propio devenir de un modo más propio, más estilizado, menos determinado
por fuerzas extrañas a la propia naturaleza, la propia configuración instintiva y,
especialmente, con la posibilidad de rechazar o afirmar aspectos de esa naturaleza. Esa
posibilidad que tendría el individuo de trabajar sobre los instintos, es propuesta por
Nietzsche ya desde Aurora, mediante la bella metáfora de un jardinero:
Podemos manipular como un jardinero nuestros impulsos y, lo que pocos saben, cultivar los
brotes de ira, la compasión, el resentimiento y la vanidad tan fructuosa y provechosamente
como fruta hermosa en enrejados; podemos hacerlo con el gusto malo o bueno de un jardinero y
al estilo francés o inglés, holandés o chino; también podemos respetar a la naturaleza y añadir
108
aquí y allá únicamente algo de adorno o de limpieza; podemos, por fin, en toda ignorancia e
irreflexión dejar crecer las plantas en sus favorecimientos y obstaculizaciones naturales, y que
diriman entre ellas su lucha. (...) Todo eso está en nuestras manos: pero ¿cuántos saben que está
en nuestras manos? (A § 560)
Pero no todos estamos en condiciones de aceptar la tarea de asumir un proceso de
transfiguración personal, del mismo modo en que no todos tenemos la fuerza para asumir la
necesidad y el valor de la no-verdad; dicho en otras palabras, no todos tenemos la fuerza de
efectuar una transvaloración de los valores en nosotros mismos: “(s)erán las naturalezas
fuertes, ávidas de dominar, quienes saborearán su goce más sutil con esta sujeción,
subordinación y perfeccionamiento bajo su propia ley” (CJ, 290). Esa fortaleza, esa “avidez
de dominio” debe ser entendida, como mencionamos antes, como inclinación hacia una
apropiación, una interpretación, de lo otro en la que lo propio se ve modificado. Cabe notar,
además, que la tarea de la transvaloración, entendida como esta transformación de la propia
subjetividad, no consiste de ninguna manera en una “liberación” del yo o una
independización del sujeto con respecto a las fuerzas que lo dominan y lo conforman: se
trata, por el contrario, de un tipo distinto de sujeción en la que el sujeto no se abandona a la
autoridad de la moral, sino pero se somete al poder de otras fuerzas, unas que no nieguen la
vida ni tiendan hacia su propia destrucción sino que aumenten el goce de sí y la voluntad de
vivir. Porque lo importante, lo necesario, es “que el hombre llegue a estar satisfecho de sí
mismo” (CJ, 290).
Es necesario hacer hincapié en que el estilo, ese sello personal o esa sujeción a lo más
propio y al mismo tiempo a lo más fuerte de uno mismo, no consiste en una afirmación de
una individualidad aislada, sino de una individualidad sujeta al devenir de las fuerzas que la
forman. En palabras del profesor Germán Meléndez, se debe resaltar que “una de las
particularidades del pensamiento de Nietzsche está en concebir la individualidad como algo
que, si acaso, se gana y se conquista arduamente, algo excepcional a lo que se llega, a lo
que se asciende”48. La formación del propio estilo es en Nietzsche una conquista, un batalla
contra las fuerzas hasta ahora dominantes en las formas comunes de la subjetividad,
determinadas por la moral tradicional, una moral en la que “(l)a evasión, la 48 MELÉNDEZ, G. Op. Cit. p. 219.
109
malcomprensión, el ocultamiento, constituyen la relación originaria y persistente con
respecto a uno mismo”49. Conocerse a uno mismo, comprender y aceptar lo que uno es,
para Nietzsche, tiene que ver con cobrar conciencia de las dominaciones que tienen lugar
como parte del proceso de conformación y devenir de la individualidad; y no sólo cobrar
conciencia, sino tomar parte en ese proceso mediante la puesta en marcha de los instintos
que buscan la singularización.
Además, para comprender el sentido de la afirmación del estilo, es igualmente necesario
retomar aquella idea de que la voluntad de poder es voluntad de unidad allí donde lo que
impera es la multiplicidad. En efecto, el concepto de voluntad de poder tiene como función
afirmar esa búsqueda de la unidad en la multiplicidad porque Nietzsche, como
acertadamente lo señala el profesor Meléndez, “desprecia al hombre y cultura modernos
como algo irreparablemente fragmentado, desperdigado, desarticulado, escindido”50. La
tarea de dar estilo al propio carácter responde tanto a la necesidad de esa unidad como al
carácter escindido de la cultura moderna: se busca la unidad del carácter, la conformación
de una individualidad que se mueva en el devenir y se afirme ante él, y, al mismo tiempo,
se busca la singularización, el distanciamiento con respecto a lo común y lo plebeyo, lo que
se es por defecto cuando el ser humano se abandona a sí mismo y se pone a merced de una
dinámica histórica negativa y destructiva.
Eso nos lleva a la necesidad de una tercera consideración, y es que la unidad que se busca
afirmar en el estilo no es en absoluto una supresión de la multiplicidad de fuerzas presente
en toda individualidad. Para entenderlo, debemos remitirnos al concepto de poder que está
en juego en esa sujeción que Nietzsche entiende como formación del estilo: como habíamos
mencionado apoyados en la interpretación de Pavel Kouba, la voluntad de poder no busca
un poder absoluto y aniquilador, sino un poder que “quiera” lo dominado tanto como se
quiere a sí mismo, un poder que, si busca unificar la multiplicidad para convertirla en estilo,
afirme esa multiplicidad en el sentido de que, por más que se dominen las fuerzas plásticas
del devenir, permita el cambio y el movimiento hacia nuevas formas de ser, puesto que sólo
49 Ibid, p. 219. 50 Ibid, p. 223.
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así se puede combatir el cansancio y el tedio de lo estable y lo uniforme que sólo lleva
hacia una voluntad de Nada.
El concepto de voluntad de poder hace posible en una filosofía de carácter histórico y
perspectivista concebir legítimamente una transvaloración de los valores. Se parte de la
base de que no existen valores objetivos que, independientemente de quien valora,
permanecen incorruptos; todo lo contrario: la naturaleza de los valores no es distinta a la
naturaleza de lo material, se “corrompen”, cambian, giran hasta el punto de convertirse en
sus contrarios en algunos casos. Pero esa filosofía histórica, que describe el devenir de las
valoraciones dominantes requiere, como hemos mostrado, una concepción de la valoración
como ligada al poder, de modo que pueda mostrar cómo es que la valoración es más que
“interpretación neutral” y tiene en sí misma ciertas cantidades de fuerza que permiten su
poderío, su predominancia y su jerarquía en cada momento histórico. La filosofía histórica
ligada al concepto nietzscheano de valor, desemboca así en la voluntad de poder como un
“principio” de unidad y multiplicidad, de permanencia (del poderío) y de cambio al mismo
tiempo.
Si aún oyésemos la pregunta: “¿es la voluntad de poder un principio metafísico?”
Podríamos responder. “Puede ser, aunque sería más adecuado algo así como “principio
metainterpretativo”, si consideramos que todo movimiento de fuerzas es interpretación y
que la realidad, toda, consiste en ese movimiento. Sin embargo, la pregunta en cierto modo
es insubstancial (como también es, en cierto modo, inventarnos un término como
“metainterpretativo”. Con Nietzsche la filosofía adquiere el derecho a utilizar la palabra
“metafísica” en un nuevo sentido: el de una concepción del ser como puro devenir. Eso no
quiere decir que, por admitir una metafísica nietzscheana, tengamos que aceptar la crítica
Heideggeriana según la cual Nietzsche hace parte de la tradición metafísica que inauguró la
filosofía de Parménides. No era el objetivo de este trabajo entablar un diálogo con
Heidegger ni responder a su interpretación de Nietzsche, pero sí esperamos que en el
trasegar de nuestra investigación se haya hecho evidente que hay más que buenas razones
para entender a Nietzsche al mismo tiempo como una ruptura con la tradición (metafísica)
y como una actualización de ella. Parte de la tradición filosófica parece ser el sucumbir
111
ante nuevos valores, esto es, la reestructuración del pensamiento por la acción de fuerzas
que cobran preeminencia en el momento de su robustecimiento como medios de la vida. En
este proceso histórico no puede haber rupturas absolutas y tampoco cambios absolutos,
porque no hay nada absolutamente distinto (opuesto, contrario) a nada51. En la filosofía de
Nietzsche no hay lugar para pedantes –o deshonestas– distinciones de opuestos, y casi se
podría decir que la voluntad de poder sirve, ante la tradición filosófica, para la disolución
de esas dualidades.
Un paso aún por dar en la historia de la humanidad, una transvaloración de todos los
valores que se superpondría a la transvaloración de los valores antiguos efectuada por el
cristianismo, consistiría, explicada en términos de voluntad de poder, en la afirmación
(porque la voluntad de poder, como dice Deleuze, afirma o niega) de nuevos valores: el
individuo transfigurable en contra del sujeto-substancia; la estilización en contra del deber
incondicionado; la creatividad de la interpretación en contra de la estabilidad de la ley, por
mencionar algunos. Pero lo más notable es que todo ello implica una mirada hacia
perspectivas superiores: perspectivas que apuntan siempre a la singularización de lo
homogéneo, hacia el desarrollo de una conciencia que enriquezca la vida, en lugar de
“protegerla” reduciéndola a la unidad estática y sagrada por miedo a perderla.
51 Aunque no haya “rupturas absolutas”, puesto que la superación de la moral y de la metafísica se da como una autosuperación, en la moral y la metafísica extraen de sí mismas la necesidad de superarse al volverse debilitadoras y enfermizas para la vida, sí se puede hablar de un cierto quiebre en la historia de los valores en el sentido de ir más allá de viejas formas de ser y, específicamente, más allá de las dicotomías como el bien y el mal, o la verdad y la falsedad. Por eso Nietzsche puede, por ejemplo, hablar de un Übermensch, un más allá de lo que hoy es el ser humano: es necesario, para ello, reconocer la posibilidad de que las nuevas formas de valorar se reconozcan como distintas y establezcan una distancia con respecto a las viejas.
112
VOLUNTAD DE PODER Y TRANSVALORACIÓN: UNA LECTURA PERSPECTIVISTA
EPÍLOGO
Es necesario saber que el conflicto es comunidad,
que la disputa es justicia, y que todo llega al ser
por la disputa. HERÁCLITO
Si algo se puede concluir de este trabajo, es que el concepto de voluntad de poder adquiere
un sentido mucho más amplio y enriquecedor si, más allá de la discusión sobre el potencial
“explicativo” que tiene como principio de la realidad, se lo pone en relación con el proyecto
de una transvaloración de todos los valores. Una lectura puramente analítica del concepto,
sobre su consistencia con las obras capitales de Nietzsche o sobre su viabilidad como
principio fundamental para una descripción objetiva de la realidad, aunque no deje de ser
enriquecedora, tiene el problema de mirar a Nietzsche con los ojos del hombre moral, o,
dicho en otras palabras, desde la perspectiva de la moral del rebaño, usando los términos y
los constructos teóricos que Nietzsche, precisamente, espera demoler, apegándose a los
hábitos interpretativos y a los esquemas de valores que la filosofía histórica niega y que la
voluntad de poder contradice. Nada más equivocado que tratar de reconciliar a Nietzsche
con los conceptos y los modos de análisis de la tradición filosófica que ha llegado a
nosotros. Su filosofia es, ante todo, una declaración de guerra contra un orden dominante,
contra una forma de vida que atraviesa no sólo la filosofía y las ciencias, sino las prácticas,
los hábitos y las inclinaciones humanas.
No es posible elaborar una interpretación de la voluntad de poder a la altura –y a la vez con
la profundidad—del pensamiento nietzscheano si no se tiene cierta “fe”, cierta esperanza,
en una filosofía radicalmente transformada. Tal transformación es, por una parte, una vuelta
a la Grecia antigua para retomar una pregunta que había sido desechada, la pregunta por la
contradicción y el devenir como constitutivos de la realidad; pero por otra parte y al mismo
tiempo, es un paso hacia el futuro de la filosofía y de la humanidad en general, puesto que
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no niega que el camino recorrido hasta ahora haya tenido que ser recorrido. En otras
palabras, Nietzsche vuelve a la tradición de Heráclito para criticar a la tradición metafísica
y la moral cristiana y restaurar el devenir como principio interpretativo, pero esa
restauración no es la restauración de todos los valores antiguos, sino de uno en particular: la
afirmación de la vida. Esa afirmación, tiene que darse de acuerdo a las necesidades y las
posibilidades de hoy. Por eso la afirmación de la vida y la transvaloración que Nietzsche
propone –y más que proponer, prevé—es un giro hacia la individualidad, pero no la del
sujeto ficticio cartesiano, sino la de un sujeto que, en cuanto ha sido conformado
históricamente, como una red de interpretaciones y valoraciones, puede ser transformado.
En Nietzsche, la naturaleza no tiende hacia un télos, una finalidad única e indefectible, un
destino provisto por las leyes naturales, no, sino que es en sí misma crecimiento, expansión
ilimitada de la vida, porque es la vida la que se manifiesta como “naturaleza”, como physis,
y no al revés. Tal es una de las conclusiones a las que llegamos si comprendemos esa
continuidad que Nietzsche quiere afirmar entre los opuestos: lo vivo y lo inerte son
distintos estadios de desarrollo una misma energía, de una misma voluntad de poder. Por
esa misma razón también el hombre es puesto al nivel de lo natural: los desarrollos de la
razón, del pensamiento, de la conciencia, a diferencia de cómo lo predicaría la tradición
moderna, no suponen una ruptura con el modo de ser de la naturaleza sino, por el contrario,
una de las múltiples maneras en que la vida que atraviesa la naturaleza se fortalece y crece.
La crítica nietzscheana al rebaño, muchas veces tenida como manifestación de un
individualismo recalcitrante, más parece muestra de una modestia necesaria tras la negación
de una supuesta “libertad del yo”, la incorruptibilidad del alma, y de la dignidad que esas
características especiales darían al ser humano. “Nosotros hemos trastocado lo aprendido.
Nos hemos vuelto más modestos en todo. Al hombre ya no lo derivamos del “espíritu”, de
la “divinidad”, hemos vuelto a colocarlo entre los animales” (AC, 14).
Mientras que la individualidad es parte de una estructura mental y una configuración de los
instintos que llamamos conciencia, el resultado del dominio de unas fuerzas reactivas, la
“animalidad” es lo más fundamental, lo primario y lo más determinante. Por eso los
instintos de la conciencia tienen que derivarse de los instintos animales, es decir, que la
114
conciencia y la individualidad es para el hombre un modo de ser un “mejor” animal, uno no
sólo mejor adaptado, sino más fuerte en el sentido de tener abiertas muchas posibilidades
para modificarse y estilizarse. La negación de la continuidad entre lo animal y lo
consciente, entre lo gregario y lo individual, es un rasgo propio de la moral del rebaño que,
para darle sentido a una existencia cansada y enferma, se diviniza, se aísla de lo natural a
través de errores que terminan por se asumidos como verdad absoluta e incorporados a su
modo de ser. Con ello, el ser humano no sólo ha negado su animalidad, sino que ha negado
su individualidad, haciendo de su humanidad una condición uniforme y generalizada,
incapaz de crear, de moldearse a sí misma y absolutamente reacia a aceptar en sí misma lo
“otro” como condición de lo propio. Por eso Nietzsche afirma un tipo de individuo en el
que conviven alegremente los instintos inconscientes con los errores de la conciencia, un
tipo de existencia que se concibe como creación de sí misma. La reconciliación de dos
órdenes supuestamente distintos y aislados, es quizás el mayor logro de la filosofía de
Nietzsche, pero esa reconciliación no es simplemente un apaciguamiento del conflicto entre
la multiplicidad de los instintos y la unidad del yo, no, todo lo contrario: es la aceptación de
la lucha de las fuerzas como única forma de concebir la unidad.
La voluntad de poder viene a afirmar este carácter contradictorio de la existencia. La
contradicción se entiende como lucha y devenir de fuerzas, y no como exclusión de los
contrarios. Para lograr esta afirmación Nietzsche, en primer lugar, niega el carácter
incondicionado de los valores de la metafísica y la moral, negando con ello toda forma de
absolutismo valorativo y mostrando el carácter devenido de toda realidad. Y es ahí cuando
entra en juego el perspectivismo como modo filosófico de entender la realidad como
devenir y plantear una nueva posición de valores. El perspectivismo, como hemos
argumentado, no se reduce a una teoría del conocimiento, sino sobre todos los valores como
condición de toda forma de vida. Se afirma con él que todo lo existente es el efecto del
devenir de una inconmensurable cantidad de fuerzas interpretantes y creadoras. Con esa
afirmación se establece ya un principio del nuevo tipo de ser humano: la vida es creación
permanente de sí misma y, todo lo que niegue o evite esa actividad creadora, es peligroso,
dañino. En medio de esa afirmación de la vida como valor supremo, como pilar de esa
concepción de la existencia, está la voluntad de poder. Con ella se complementa y se
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trastoca el concepto tradicional de fuerza, se libera a la fuerza de la substancia y de la
materia. Hemos hecho énfasis en que con la voluntad de poder se libera a la interpretación
del “yo”, se plantea un individuo creativo, creador, capaz de ser más, de crecer, de
reinterpretarse, no por decisión aislada y libre, sino por fuerza de la propia vida que lo
mueve y lo conforma.
Pero es cierto que no sólo se trata del individuo o del ser humano: toda la existencia es
creadora. Todo movimiento atómico y subatómico, toda reacción química, todo acto de
depredación, es entendido como un acto de creación, como interpretación, como encuentro,
apropiación y movimiento de fuerzas cuyo rasgo esencial es la voluntad de poder. Así, la
voluntad de poder es el principio interpretativo, el rasgo que determina el sentido de de una
dominación o una interpretación particular. Cada sentido específico de interpretación
implica ya una forma específica y única de valoración, en la que se considera lo beneficioso
desde una perspectiva particular. Pero lo más interesante de esa concepción de la fuerza
como voluntad de poder, y de la voluntad de poder como dominación, es que tal
dominación no es simplemente “esclavización”, sino que se trata de dominación en tanto de
interpretación, es decir, como apropiación de lo otro, como inclusión de lo otro en una
estructura organizada, en la que pasa a cumplir un rol en función de su relación con lo
dominado y lo dominante. Porque ninguna fuerza es simplemente dominada, sino que hace
parte de una estructura de dominaciones y como tal, también domina sobre alguna otra en
algún sentido.
La interpretación de las fuerzas es en sí misma creadora de perspectivas, y nos ha
interesado en este trabajo aquel tipo de perspectivas que es el de la organización de las
fuerzas en unidades funcionales, es decir, en individuos y, más específicamente, nos a
interesado ese tipo de organización de fuerzas que llamamos “ser humano”. No sólo porque
la humanidad es lo más próximo, lo que mejor conocemos y puede ayudarnos a hilar las
consecuencias de esta nueva concepción de la existencia, sino porque, a pesar de negar el
antropocentrismo, es inevitable que el mundo que “tenemos ante nosotros” sea un mundo
esencialmente humano, porque es el resultado de valoraciones humanas. En esa vía, nos
hemos preguntado por el tipo de individuo humano que Nietzsche busca afirmar, el tipo de
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individuo que ha superado las cadenas de las valoraciones morales y metafísicas, que ha
abandonado todo dogmatismo y todo “centrismo” y que busca abrirse siempre hacia nuevos
horizontes interpretativos.
Esos nuevos seres humanos, que darían forma a una nueva filosofía y a una nueva posición
de valores (entre los que Nietzsche, al menos al final de su vida, se cuenta a sí mismo),
tienen una actitud de artista, pero no la del artista como sacerdote, ni del artista como
mesías, sino el artista como creador de ficciones, consciente de que son ficciones y nada
más, pero que se deleita con ellas, se sabe a sí mismo una de ellas, y encuentra cierto gozo
en ello. Se trata de un ser humano que no sólo “piensa” distinto, sino que tiene una
constitución distinta, dominan en él otras fuerzas, otros instintos. Sus valores son diferentes
no porque tenga una “nueva conciencia” – que la tiene– sino porque toda su vida instintiva
está orientada hacia la afirmación, el enriquecimiento y el goce de sí. Dicho más
precisamente: no es que ellos creen unos valores o una forma de vida radicalmente distinta,
sino que las fuerzas creadoras toman forma en ellos, los poseen, los moldean. La
transvaloración de todos los valores tiene como resultado, para Nietzsche un individuo que,
en lugar de buscar el aquietamiento y la estabilización de las pasiones, goza del conflicto de
sus instintos mediante la estilización del propio carácter, una estilización que no gira en
torno a un modo de ser prefabricado, sino que se reinterpreta constantemente. No hay lugar,
si concebimos la vida humana a partir del concepto de voluntad de poder, para un
decisionismo individualista, para un “querer” libre, sino como obediencia a ciertas fuerzas.
Y tampoco se decide obedecer, sino que se es llevado a ello.
Si subsisten las preguntas por la libertad y por la responsabilidad del individuo por sus
actos, esto se debe no a que los individuos sean en efecto, por naturaleza, libres y
responsables por sus actos, sino que los instintos productores de la individualidad exigen
esas ilusiones como condición de la existencia comunitaria, como condición de la
conservación y el crecimiento de la totalidad humana. La voluntad de poder no es
meramente un principio de individualización –como si la naturaleza quisiera expresamente
la individuación– sino que es un principio de organización de la multiplicidad de las
interpretaciones. La libertad y la responsabilidad son también un “querer”, es decir, un
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sentimiento provocado por ciertos instintos y, si esos instintos son dominantes es porque de
algún modo permiten la vida humana, la organización comunitaria de lo humano y en
general un tipo de interpretación que provee a la conciencia de “orientación”, de sentido.
Con este trabajo no hemos logrado, ni tampoco pretendemos que así haya sido, caracterizar
la libertad y la responsabilidad, como valores de nuestra cultura, en términos de fuerzas,
instintos y voluntad de poder, pero sí hemos mostrado cómo y por qué se hace necesaria
una filosofía que dé cuenta de ellos y que permita asumir los sentimientos y las
concepciones humanas ya no como valores morales incondicionados, sino como
valoraciones cuyo sentido ha de ser el enriquecimiento de la vida y la satisfacción de las
necesidades humanas.
Finalmente, podemos afirmar que la importancia de la voluntad de poder radica en lograr
proponer un modo de asumir la existencia que permitiría a quienes asuman la perspectiva
histórica sobreponerse a una posible actitud pesimista que provendría del reconocimiento
de la necesidad del condicionamiento y de la imposibilidad de una existencia “autónoma” o
“libre” en el sentido kantiano de esos términos.
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