viven. la tragedia de los andes piers paul read

1156

Upload: httpspodemoslondreswordpresscomtagteresa-rodriguez

Post on 17-Aug-2015

187 views

Category:

Education


4 download

TRANSCRIPT

Eran cuarenta y cinco las personasque, excitadas y alegres, seembarcaron, el 12 de octubre de1972, en un avión uruguayo que ibaa despegar, rumbo a Chile: loscomponentes de un equipo derugby y un grupo de familiares yamigos. Nunca habrían de llegar aldestino que tenían previsto; elavión se estrelló en los Andes.Trece los viajeros que murieroninstantáneamente y, nueve díasdespués, sólo quedaban veintisietesupervivientes. Y aún morirían oncemás, en un lento y exasperante

goteo, vencidos, aniquilados por lamajestuosa y blanca inhumanidadde la montaña. Pero sobrevivierondieciséis. Dieciséis angustiadaspersonas que, en el curso de lasdiez semanas que transcurrieronhasta que las rescataron,escribieron una de las másemotivas páginas de la historia delhombre: la de la voluntad de vivir,a base de valor, fe, sacrificio ysolidaridad. ¡Viven! es la historia deesas diez semanas. El periodistaPiers Paul Read ha recogido yordenado el testimonio de lossupervivientes, sus notas, que son

todo un homenaje, y ha dado formaal conjunto de unos hechos que nonecesitan adornarse, porque latragedia que representan es en símisma un impresionante cantoépico.

Piers Paul Read

¡Viven!El triunfo del espíritu humano

ePUB v1.0Sirhack 29.09.11

Traductor: Arturo Sánchez©1974, Read, Piers Paul©2010, Libros de VanguardiaISBN: 9788496642645

Que nadie tiene amor más grandeque el que da su vida por sus amigos.

SAN JUAN, 15, 13

Decidimos que debía escribirse estelibro para que se conociese la verdad,por los muchos rumores que corrieron

sobre lo que pasó en la cordillera.Dedicamos la historia de nuestros

sufrimientos y solidaridad a aquellosamigos que murieron por nosotros, ytambién a sus padres porque, cuando

más lo necesitábamos, nos recibieroncon amor y comprensión.

Pedro AlgortaRoberto CanessaAlfredo Delgado

Daniel FernándezRoberto François

Roy HarleyJosé Luis Inciarte

Javier MetholÁlvaro Mangino

Carlos PáezFernando Parrado

Ramón SabellaAdolfo Strauch

Eduardo StrauchAntonio VizintínGustavo Zerbino

Montevideo, a 30 de octubre de 1973

AGRADECIMIENTOVarias personas me ayudaron a

escribir este libro, especialmenteEdward Burlingame, de la, editorial J.B.Lippincott, que fue el primero ensugerirme que debería escribirlo.

Mis investigaciones en Montevideolas dirigieron dos periodistas uruguayos.El primero fue Antonio Mercader yrecurrí a él por recomendación del Clubde los Old Christians. No sólo meproporcionó los complejos detalles dela contratación del avión por los padresde los jóvenes, sino también material de

incalculable valor sobre el pasado delos supervivientes. El segundoperiodista fue Eugenio Hintz, querecopiló todo lo referente a lo quehicieron las instituciones oficialesuruguayas y chilenas. También debo migratitud a Rafael Ponce de León y aGérard Croiset Jr. que me informaron enel papel que desempeñaron en labúsqueda del Fairchild, a Pablo Gelsi,que fue mi intérprete, y al doctorGilberto Regules, por su consejo yamistad.

En Londres me ayudaron en latranscripción de las cintasmagnetofónicas y en la clasificación del

considerable material que adquirí enUruguay, Georgiana Luke primero y mástarde Kate Grímond en investigacionesposteriores.

Me ayudaron a escribir el libro eleditor y los dieciséis supervivientes. Aveces, estuve tentado de novelar algunospasajes de la historia para darle mayordramatismo, pero al final, decidí que loshechos desnudos eran suficientes parasostener la narración. Con la excepciónde algún cambio en la forma deldiálogo, nada hay en éste que no sea laverdad tal y como me la contaronaquellos que tuvieron alguna relacióncon el caso.

A ellos, finalmente, estoy másagradecido. Donde quiera que fui enUruguay me recibieron con «esa cortesíaíntima y singular educación nativa» conla que W. H. Hudson se encontró en elmismo país hace más de cien años. Yola encontré en las familias de los quemurieron, en las familias de lossupervivientes y sobre todo en lossupervivientes mismos, que me trataroncon una cordialidad excepcional, candory confianza.

Cuando regresé, en octubre de 1973,para enseñarles el manuscrito de estelibro, algunos de ellos quedarondesilusionados por la forma en que he

presentado su historia. Creen que la fe yla amistad que sintieron en la cordillerano aparece en estas páginas. Nunca fuemi intención desestimar estascualidades, pero quizás esté más allá dela habilidad de cualquier escritorexpresar la propia apreciación de laexperiencia que vivieron.

P. P. R.

PREFACIOEl 12 de octubre de 1972, un avión

Fairchild F-227 de la Fuerza AéreaUruguaya, alquilado por un equipoamateur de rugby, despegó deMontevideo, en Uruguay, en vuelo haciaSantiago de Chile. Noticias de maltiempo en los Andes, obligaron al avióna aterrizar en la ciudad de Mendoza enterritorio argentino. Al día siguientemejoró el tiempo. El avión despegó otravez y voló hacia el Sur en busca delpaso Planchón. A las 15,21 el pilotocomunicó al control del tránsito aéreo

argentino que sobrevolaba el pasoPlanchón, y a las 15,24 que estabansobre la ciudad de Curicó, en Chile. Sele autorizó a virar al Norte y comenzarel descenso hacia el aeropuerto dePudahuel. A las 15,30 comunicó quevolaba a una altura de 5.000 metros,pero cuando la torre de control deSantiago trató de comunicar con el aviónun minuto más tarde, no hubo respuesta.

Durante ocho días los chilenos,argentinos y uruguayos buscaron elaparato. Entre los pasajeros no sólofiguraban los quince miembros delequipo de rugby, sino tambiénveinticinco amigos y parientes de los

jugadores, pertenecientes todos afamilias uruguayas acomodadas. Labúsqueda no tuvo éxito. No había dudade que el piloto había calculado mal laposición y virado al Norte, haciaSantiago, cuando todavía se encontrabaen medio de las montañas. Era aprincipios de la primavera en elhemisferio sur, y en los Andes habíanevado copiosamente. El techo delavión era blanco. Existían muy pocasposibilidades de encontrarlo, y menosaún de que alguno de los cuarenta ycinco pasajeros y miembros de latripulación hubieran sobrevivido a lacatástrofe.

Diez semanas más tarde, un arrierochileno que se encontraba apacentandoel ganado en un valle remoto en lasprofundidades de los Andes vio, al otrolado de un torrente, las figuras de doshombres. Le hicieron gestos muyexagerados y cayeron de rodillas comosi suplicaran, pero el arriero, creyendoque serían terroristas o turistas;desapareció. Al día siguiente, cuandovolvió al mismo lugar, las dos figurascontinuaban aún allí y de nuevo lehicieron gestos indicándole que seaproximara. Se acercó a la orilla del ríoy lanzó hacia el otro lado un papel y unbolígrafo envueltos en un pañuelo. El

harapiento barbudo lo recogió, escribióalgo en el papel y por el mismo sistemase lo devolvió al arriero. Decía:

«Vengo de un avión que cayó en lasmontañas. Soy uruguayo…»

Había dieciséis supervivientes. Estaes la historia de lo que padecieron y decómo sobrevivieron.

PRIMERA PARTE

1

Uruguay, uno de los países máspequeños del continente sudamericano,fue fundado en la orilla del Río de laPlata entre los dos nacientes gigantesBrasil y Argentina. Geográficamente erauna tierra agradable, con ganadocorriendo en libertad por las inmensastierras de pasto, y su población vivíamodestamente como comerciantes,médicos y abogados en la ciudad deMontevideo, o como orgullosos eincansables gauchos en la pradera.

La historia de los uruguayos en el

siglo XIX está llena, primero, deenconadas batallas por su independenciacontra los brasileños y los argentinos, ydespués de guerras civiles igualmentesalvajes entre los partidos Blanco yColorado, los conservadores del interiory los liberales de Montevideo. En 1904,el último levantamiento del partidoBlanco fue derrotado por el presidentedel Colorado, José Batlle y Ordóñez,que estableció entonces un estado seglary demócrata que durante muchasdécadas fue considerado el másavanzado y lúcido de Sudamérica.

La economía de este próspero paísdependía de los pastos, por los

productos agropecuarios que Uruguayexportaba a Europa, y mientras losprecios mundiales de la lana, carne ycueros se mantuvieron altos, Uruguayprosperaba; pero en el curso de los años50 bajaron los precios de estos artículosy el país comenzó su declive. Seprodujo el desempleo y la inflación que,a su vez, fueron causa del descontentosocial. Había exceso de profesionales yestaban mal pagados; los abogados,arquitectos e ingenieros —queantiguamente formaban la aristocraciade la nación— tenían muy poco trabajoy estaba mal retribuido. Muchos sevieron obligados a dedicarse a otros

menesteres. Solamente los estancierosen el interior tenían asegurada suprosperidad. El resto trabajaba en loque podía, en una atmósfera deeconomía estancada y corrupciónadministrativa.

Como resultado, se produjo elprimero y más notable movimiento deguerrilla urbana revolucionaria, el delos tupamaros, cuya ambición eraderrocar la oligarquía que gobernabaUruguay por medio de los partidosBlanco y Colorado. Los tupamarossecuestraban y exigían rescates por altosfuncionarios del gobierno ydiplomáticos, y se infiltraron en la

policía cuando ésta se puso en contra deellos. El gobierno recurrió al Ejército,que arrancó rudamente a estosguerrilleros urbanos de sus hogares dela clase media. El movimiento fueaplastado y los tupamaros encarcelados.

A principios de los años 50, ungrupo de padres de religión católica,alarmados por las tendencias ateas delos maestros de las escuelas públicas einsatisfechos con la enseñanza del ingléspor los jesuítas, invitaron al provincialde los Hermanos Cristianos irlandeses afundar un colegio en Montevideo.Aceptaron la invitación y cincoHermanos seglares irlandeses acudieron

desde Irlanda, vía Buenos Aires, parafundar el Colegio Stella Maris —uncolegio para chicos de edadcomprendida entre los 9 y 16 años— enel barrio de Carrasco. En mayo de 1955comenzaron las clases en una casa de larambla localizada bajo los vastos cielosdel Atlántico Sur.

Aunque hablaban un español muypoco académico, estos Hermanosirlandeses eran muy apropiados para elobjetivo a conseguir. Uruguay estabamuy lejos de Irlanda, pero también eraun país pequeño cuya economía sebasaba en la ganadería. La carne erapara los uruguayos lo que las patatas

para los irlandeses, y la vida allí, comola vida en Irlanda, transcurríapacíficamente. Tampoco la estructura deaquella parte de la sociedad uruguaya dedonde procedían los alumnos eraextraña para los Hermanos. Las familiasque vivían en las casas modernas yconfortables edificadas entre los pinosde Carrasco —el barrio más elegante deMontevideo— eran mayormentegrandes, y existían fuertes lazos de uniónentre los padres y los hijos, quepersistían, a través de la adolescencia,hasta la madurez. El afecto y respeto quelos chicos sentían por sus padres seextendieron muy pronto también a sus

maestros. Esto era una buena prueba deque se iba a mantener su buencomportamiento y, a requerimiento delos padres de sus alumnos, losHermanos Cristianos abandonaron eltradicional uso de la vara disciplinaria.

También existía en Uruguay lacostumbre de que los jóvenes de uno uotro sexo vivieran con sus padresincluso después de terminar losestudios, y no abandonaban el hogarpaterno hasta que contraían matrimonio.Los Hermanos Cristianos se preguntabana menudo cómo en un mundo donde elresentimiento entre las generacionesparecía ser el espíritu de la época, los

ciudadanos uruguayos —o, al menos, losresidentes en Carrasco— habíansolucionado este conflicto. Era como sila tórrida vastedad del Brasil por elNorte y las aguas enlodazadas del Ríode la Plata por el Sur y el Oeste,actuaran no sólo como barrerasnaturales, sino como un caparazónprotector en un túnel del tiempo.

Ni siquiera los tupamarosmolestaron al Colegio Stella Maris. Losalumnos, que procedían de familiascatólicas con tendencias conservadoras,habían sido confiados a la custodia delos Hermanos Cristianos según el uso desus métodos tradicionales y consecución

de sus fines a la vieja usanza. Losidealismos políticos eran más dados aflorecer entre los jesuítas, quecultivaban el intelecto, y no entre losHermanos Cristianos cuyas mirasconsistían en formar el carácter de susmuchachos, y el uso generoso delcastigo corporal que habían abandonadoa petición de los padres no era el únicomedio de que disponían para lograr estefin. El otro era el rugby.

El juego que se practicaba en elColegio Stella Maris, era, y continúasiéndolo, el mismo que se practicaba enEuropa. Dos equipos de quince hombresse enfrentan en el campo. No usan

cascos ni otras protecciones y no haysustitutos. El objetivo de cada equipo essituar el balón ovalado en la línea deensayo defendida por el otro o darle unapatada al balón y hacerlo pasar porencima de la barra y entre los dos postesverticales de la portería en forma de H.Se le pueden dar puntapiés al balón,llevarlo agarrado con las manos opasarlo a un compañero, pero siemprehacia atrás. El jugador que lleva elbalón puede ser «placado» por unoponente que salta hacia él paraderribarlo, agarrándolo por el cuello, lacintura o las piernas. La única defensacontra esto es el manotazo, empujar con

la mano en la cara o el cuerpo del otrojugador.

Si se para el juego —como, porejemplo, cuando un jugador pasa elbalón hacia adelante— el arbitro toca elsilbato y se forma una mêlée. Losdelanteros de cada equipo se unenabrazándose y parecen un gigantecangrejo de mar. En primera línea deesta mêlée hay un hooker —jugador quetrata de obtener el balón cuando lointroducen por una abertura de lamêlée— y dos jugadores que apoyan alhooker, los cuales meten la cabeza y loshombros contra los de sus contrarios.Detrás de ellos viene una segunda línea

de jugadores, los cuales, para reforzar laprimera, meten la cabeza entre laspiernas de los de ésta, empujándolos ysirviéndoles de apoyo. Este frente dechoque está apoyado por una tercera filaal final y los extremos a los laterales.De los dos equipos, el que tenga laventaja a su favor, lanza el balón dentrode la mêlée, entre los dos equipos, yentonces el hooker le da una patadaechándolo fuera, o los equipos seempujan el uno al otro sin tocar el balónhasta que éste queda en campo abierto.Entonces, los jugadores que refuerzan lamêlée le dan una patada hacia atrás,generalmente hasta donde la pueden

recoger los medios, tirando el balónhacia atrás a cualquiera de sus jugadoresy tratando de llegar a la línea de ensayoy anotarse un punto.

Es un juego muy duro, elegante si sejuega con habilidad, brutal si se juegacon tosquedad. Es muy frecuenteromperse una pierna o la nariz. Cadamêlée significa un tobillo lisiado y cada«placado» deja al jugador sinrespiración. No sólo se necesita estar enplena forma para correr a todavelocidad durante una hora y media —excepto los diez minutos de descanso—,sino también poder controlarse a símismo y tener espíritu de equipo. El

jugador que llega a marcar un tanto no esnecesariamente el mejor y, acaso, elúltimo de la línea que se forma en elataque al pasar el balón hacia atrás.

Cuando los Hermanos Cristianosllegaron al Uruguay, casi no se jugaba alrugby. La verdad fue que se encontraroncon que el fútbol no sólo era el deportenacional, sino una verdadera pasión.Con la consumición más elevada «percápita» de carne, el fútbol era lo únicoen que los uruguayos habían triunfadosobre las demás naciones del mundo(ganaron el campeonato mundial en1930 y 1950) y pretender que losuruguayos practicaran otra clase de

deporte era como pedir peras al olmo.Habiendo sacrificado uno de los

pilares de su sistema educacionalrenunciando a la vara, los HermanosCristianos no estaban dispuestos arenunciar al único que les quedaba.Consideraron que el fútbol era undeporte de divos, mientras que el rugbyenseñaría a sus muchachos a sufrir ensilencio y a trabajar en equipo. Lospadres no se mostraban muy conformesal principio, pero después dieron larazón a los Hermanos Cristianosreconociendo los méritos del juego.

Y por lo que respecta a sus hijos,éstos lo jugaron con verdadero

entusiasmo, y cuando la primerageneración terminó sus estudios, muchosde los antiguos alumnos no quisieronabandonar el juego ni olvidarse delStella Maris. Entre un grupo de exalumnos surgió la idea de fundar unaasociación y en 1965, diez años despuésde la inauguración del colegio, esta idease hizo realidad. Se denominó Club OldChristians y su principal actividadconsistía en jugar al rugby los domingospor la tarde.

Al cabo de los años este juego llegóa ser muy popular —e incluso a estar demoda— y cada verano se inscribíannuevos miembros en el Club Old

Christians y se tenía la oportunidad deelegir a los titulares del equipo entre unmayor número de socios. El rugby llegóa ser muy popular en Uruguay, y elprimer equipo del Old Christians, con elemblema en sus camisas, llegó a ser unode los mejores del país. En 1968ganaron el campeonato nacional deUruguay, proeza que volvieron a repetiren 1970. La ambición creció con eléxito. El equipo atravesó el estuario delRío de la Plata para enfrentarse a losequipos de la Argentina y, en 1971,decidieron ir más lejos y enfrentarse alos equipos de Chile. Para conseguir supropósito y que el viaje no les saliera

muy caro, contrataron un avión de laFuerza Aérea Uruguaya para que losllevara desde Montevideo hastaSantiago de Chile, y las plazas restantesse las vendieron a sus familiares ohinchas del equipo. El desplazamientofue un éxito. El primer equipo OldChristians se enfrentó al equipo nacionalchileno, ganando un partido y perdiendootro.

Al mismo tiempo, pasaron unasvacaciones en el extranjero. Paramuchos era la primera vez que salían desu tierra natal y la primera también queveían los picos cubiertos de nieve y losglaciares de los Andes. En realidad, fue

tal el éxito que, tan pronto llegaron aMontevideo, comenzaron a planear otrasalida para el año siguiente.

2

Al final del curso siguiente, huboalguna traba que puso en peligro susplanes. El primer equipo de los OldChristians, por tener demasiadaconfianza en sí mismo, había perdido elCampeonato Nacional Uruguayo frente aun equipo que consideraban inferior. Enconsecuencia, algunos de los dirigentesdel club pensaron que no merecían hacerotro viaje a Chile. Otro problema era elde cubrir las cuarenta plazas del aviónFairchild F-227 que contratarían a laFuerza Aérea. El precio era de 1.600

dólares. Si se cubrían los cuarentaasientos, sólo costaría unos cuarentadólares por cabeza el viaje de ida yvuelta a Santiago, menos de un tercio delo que costaba en viaje normal decualquier compañía aérea. Cuantos másasientos quedaran vacíos, más caro seríael viaje y, además, tenían que hacerfrente a los gastos de cinco días deestancia en Chile.

Se corrió la voz de que el viajepodría ser cancelado, pero, a pesar detodo, aquellos que deseaban ircomenzaron a reclutar pasajeros entre elcírculo de sus familiares y amigoscompañeros del colegio.

Con respecto a la ida a Chile hubovarias opiniones en pro y contra. Paralos conscientes estudiantes de CienciasEconómicas era el experimento de lademocracia marxista bajo el régimen deAllende. Para aquellos no taninteresados, era la promesa de vivirbien a un bajo coste de vida. El escudochileno era débil y el dólar alcanzaba unprecio muy alto en el mercado negro.Naturalmente, los Old Christians noestaban obligados a cambiar al preciooficial la moneda que llevaran. Losjugadores del equipo tentaban a susamigos con la visión de las chicasbastantes liberales de las playas de Viña

del Mar o con las oportunidades deesquiar en Portillo. La red se fueextendiendo y atrapando a la madre yhermana de un chico o los primoslejanos de otro. Cuando llegó la hora depagar la contratación del avión, ya sehabía recaudado suficiente dinero paracubrir el coste.

Alrededor de las seis de la mañanadel jueves 12 de octubre de 1972, lospasajeros, en pequeños grupos, bien enautomóviles propios o en otrosconducidos por sus padres o novias,comenzaron a llegar al aeropuerto deCarrasco para iniciar el segundo viajede los Old Christians a Chile.

Aparcaban los automóviles bajo laspalmeras de la parte exterior delaeropuerto, que estaba rodeado porgrandes espacios cubiertos de céspedque le daban el aspecto de un club degolf en vez de un aeropuertointernacional. A pesar de la hora tantemprana y de los rostros somnolientos,los jóvenes vestían elegantes chaquetasdeportivas y se saludaron unos a otroscon gran entusiasmo. También lospadres parecían conocerse unos a otros.Con aquellas cincuenta o sesentapersonas riendo y hablando a la vez, setenía la impresión de que alguien habíaescogido la sala de estar del aeropuerto

para dar una fiesta.Los únicos que, al parecer,

conservaban la calma dentro de aquellaconfusión, eran Marcelo Pérez, elcapitán de los quince titulares delequipo, y Daniel Juan, el presidente delos Old Christians, que había ido adespedirlos. Decididamente, Pérezparecía muy contento. Él era quien habíamostrado más entusiasmo en laorganización de este viaje a Chile y elque se había sentido más desilusionadocuando circularon los rumores de suanulación. Aun ahora, cuando el viajeera ya una realidad, se le fruncía el ceñoal darse cuenta de que todavía no

estaban resueltos todos los problemas.Uno de ellos era la ausencia de GilbertoRegules. Este joven no había aparecidoa la hora de la cita con sus amigos, nohabía llegado al aeropuerto y cuando letelefonearon a su casa, no contestó nadiea la llamada.

Marcelo sabía que no podíanesperar mucho tiempo. La hora de salidatenía que ser por la mañana temprano,porque era peligroso sobrevolar lacordillera de los Andes por la tardecuando el aire caliente procedente delos llanos de la Argentina se encontrabacon el aire frío de las montañas. Elavión ya había salido de los hangares de

la base militar y estaba dispuesto en lapista del aeropuerto civil contiguo aaquélla.

Los chicos, yendo de un lado haciaotro, recordaban una colmena. Susedades oscilaban entre los dieciocho ylos veintiséis años, pero tenían encomún algo más de lo que parecía. Lamayor parte pertenecían al OldChristians. La mayoría de los demásprocedían de los colegios de los jesuítaso del Sagrado Corazón situados en plenocentro de Montevideo. Además delequipo y sus hinchas, estaban sus amigosy parientes, y otros compañeros deestudio de las facultades de Derecho,

Agronomía, Ciencias Económicas yArquitectura, a las cuales pertenecíanlos miembros del Old Christians. Tresde ellos eran estudiantes de Medicina,dos de los cuales formaban parte delequipo. Algunos tenían estancias vecinasen el interior; otros muchos eran vecinosen Carrasco, por lo que estudiaban en elmismo colegio y hasta practicaban lamisma religión. Pertenecían, casi todossin excepción, a la clase más prósperade la comunidad y todos eran católicos.

No todos los pasajeros quepresentaron sus billetes en la oficina deTranspones Militares eran miembros delOld Christians o personas jóvenes.

Había una mujer de mediana edad yentrada en carnes, la señora Mariani,que hacía el viaje para asistir a la bodade su hija, en Chile, con un exiliadopolítico. Había, además, dosmatrimonios, también de mediana edad,y una chica muy alta y bien parecida, deunos veinte años de edad, llamadaSusana Parrado y que estaba en la colacon su madre, su hermano Nando y,aparte, su padre, que había ido adespedirlos.

Cuando facturaron el equipaje, losParrado subieron al restaurante delaeropuerto con vistas a la pista deaterrizaje, y pidieron el desayuno. En

otra mesa, cerca de la de los Parrado, sesentaban dos estudiantes de CienciasEconómicas, vestidos másmodestamente que los demás, como siquisieran evidenciar que eransocialistas, en contraste con SusanaParrado que llevaba un hermoso abrigode piel de antílope comprado el díaanterior.

La madre, Eugenia Parrado, eranatural de Ucrania, y Susana y suhermano eran excepcionalmente altos,de pelo castaño y suave al tacto, ojosazules y delicados rostros de tipo ruso.Pero a ninguno de los dos se les podíaconsiderar atractivos. Nando era

desgarbado, corto de vista y un pocotímido. Susana, aunque joven, atractivaen apariencia de un buen tipo, tenía en lacara una expresión seria y pocollamativa.

Mientras se tomaba el café, llamaronpor los altavoces a los pasajeros. LosParrado, los dos socialistas y todos losdemás que estaban en el restaurante sedirigieron al salón de embarque, ydespués de pasar el control depasaportes y la aduana, salieron a lapista. Allí vieron el brillante aviónblanco que los llevaría a Chile.Subieron por una escalera de aluminiohasta la puerta delantera del aparato por

la que entraron y ocuparon luego losasientos situados por parejas a amboslados.

A las ocho y cinco de la mañana, elFairchild n.° 571 de la Fuerza AéreaUruguaya despegó del aeropuerto deCarrasco en dirección a Santiago deChile con cuarenta pasajeros, los cincotripulantes, y el equipaje. El piloto ycomandante del avión era el coronelJulio César Ferradas. Había servido enla Fuerza Aérea durante más de veinteaños, llevaba 5.117 horas de vuelo yhabía volado sobre la traidoracordillera de los Andes veintinueveveces. El copiloto era el teniente Dante

Héctor Lagurara, mayor que Ferradaspero con menos experiencia. En ciertaocasión tuvo que saltar en paracaídasdesde el reactor T-33 y volaba ahora enel Fairchild bajo la supervisión deFerradas para adquirir experiencia,según la costumbre de la Fuerza ArmadaUruguaya.

El avión en el que volaba —elFairchild F-227— era un turborreactorde dos motores gemelos, fabricado enEstados Unidos y comprado por laFuerza Aérea Uruguaya hacía dos años.El mismo Ferradas lo había llevadodesde Maryland. A partir de entonces,solamente había hecho 792 horas de

vuelo. Según las reglas de la aeronáuticase le podía considerar como nuevo. Siexistía alguna duda en la mente de lospilotos, no era sobre las cualidades delavión, sino sobre las extremadamentetraidoras corrientes de aire de losAndes. Hacía doce o trece semanas queun avión de carga con seis tripulantes,de los que la mitad eran uruguayos,había desaparecido en las montañas.

El plan de vuelo de Lagurara eradirigirse directamente desdeMontevideo a Santiago pasando sobreBuenos Aires y Mendoza, cubriendo unadistancia de alrededor de 1.500kilómetros. La velocidad de crucero del

Fairchild era de unos 400 kilómetrospor hora. El viaje duraría unas cuatrohoras aproximadamente y la últimamedia hora volarían sobre los Andes.De todas formas, saliendo a las ocho,los pilotos esperaban evitar laspeligrosas turbulencias que se originandespués del mediodía. Así y todo,estaban preocupados por la travesía, yaque los Andes, aunque tienen unaanchura inferior a los 170 kilómetros,sus alturas oscilan entre los 2.000 y6.000 metros, dando una media de 4.000metros. Una montaña, el Aconcagua,entre Mendoza y Santiago, tiene unos7.600 metros, la más alta del hemisferio

sur y solamente unos 1.200 metros másbaja que el Monte Everest.

La mayor altura que podía alcanzarel Fairchild era 7.000 metros. Por tanto,tendría que volar a través de un paso enlos Andes donde las alturas fueranmenores. Cuando la visibilidad erabuena, había cuatro posibilidades:Juncal, en la ruta más directa desdeMendoza a Santiago, Nieves, Alvaradoo Planchón. Si la visibilidad no erabuena, y los pilotos tenían que confiar enlos instrumentos, era preferible ir por elde Planchón, a unos 160 kilómetros alSur de Mendoza, ya que Juncal tiene untecho de altura mínima de 8.500 metros

y en los de Nieves y Alvarado no existela dirección por radio. El peligro nosólo consiste en que el avión puedachocar contra una montaña. El tiempoatmosférico de los Andes está sujeto atoda clase de traiciones. Corrientes deaire caliente procedentes del Este selevantan para encontrarse con la heladaatmósfera donde comienzan las nieves,en una línea que está entre los 4.500 y5.500 metros. Al mismo tiempo, losvientos ciclónicos procedentes delPacífico penetran en los valles por elOeste, juntándose con las corrientesfrías y calientes del otro lado. Pensandoen todo esto, Lagurara estableció

contacto con la torre de control deMendoza.

No había señales de inquietud en eldepartamento de los pasajeros. Loschicos hablaban, reían, leían revistascómicas y jugaban a las cartas. MarceloPérez discutía de rugby con otrosmiembros del equipo; Susana Parradoestaba sentada al lado de su madre querepartía caramelos a los chicos. Detrásde ellas, se sentaba Nando Parrado consu mejor amigo, Panchito Abal.

Estos dos muchachos se habíanhecho famosos por su amistadinquebrantable. Los dos eran hijos deconocidos hombres de negocios y

trabajaban con sus padres, Parradovendiendo tuercas y tornillos; Abal,tabaco. A primera vista se adivinaba suamistad. Abal —bien parecido,atractivo y rico— era uno de losmejores jugadores de rugby de Uruguayy jugaba de puntero en el equipo de losOld Christians; en cambio, Parrado eradesmañado, tímido y, aunque no malparecido, tampoco era particularmenteatractivo. Jugaba en la segunda línea demêlée.

El interés que tenían en común eranlos coches y las chicas y por esto sehabían ganado una reputación deplayboys. Los coches eran muy caros en

Uruguay y los dos tenían uno: Parrado,un Renault-4, y Abal un Mini Cooper.También tenían motocicletas con las quesolían ir a Punta del Este y correr porlas playas llevando alguna chica en elasiento posterior. En este asunto parecíaque había un pequeño desequilibrioentre ambos, porque mientras casi aninguna chica le importaba que la vierancon Abal, salir con Parrado no era tanpopular. No tenía el atractivo de Abal nisu simpatía; más aún, daba la impresiónde ser tan superficial como parecía. Porel contrario, Abal parecía esconderdetrás de su simpatía y su atractivo unaprofunda y misteriosa melancolía que,

unida a veces a una expresión deabsoluto aburrimiento, lo hacía aún másinteresante. Abal, a su vez, correspondíaa esta admiración femenina dedicandosu tiempo a las mujeres. Su complexión,fuerza y habilidad le permitían no asistira todos los entrenamientos que erannecesarios para mantener en forma a losotros miembros del equipo; las energíasque no gastaba en el rugby, las dedicabaa las chicas bonitas, a los automóviles ymotos, a los trajes elegantes y a suamistad con Parrado.

Parrado tenía una ventaja sobreAbal, por la que este último hubieracambiado todas las otras; pertenecía a

una familia unida y feliz. Los padres deAbal estaban divorciados. Los dos yahabían estado casados y ambos teníanhijos de sus anteriores matrimonios. Lamadre era bastante más joven que elpadre, pero Abal había decidido vivircon su padre, que ya pasaba de lossetenta. De todas formas, el divorcio lehabía afectado mucho y su melancolíabyroniana, no era simplemente una pose.

El avión sobrevoló las interminablespampas argentinas. Los que estaban allado de las ventanillas podían ver losgeométricos parches verdes de lasplantaciones en la pradera y, de vez encuando, bosques o pequeñas casas con

árboles plantados a su alrededor.Lentamente, el suelo fue cambiando suverde apariencia, por otra más árida amedida que se iban aproximando a lasestribaciones de la sierra que selevantaba a su derecha. La hierba diopaso a la maleza y la tierra cultivada sefue reduciendo a pequeñas parcelasregadas por medio de pozos artesianos.

De pronto vieron los Andeslevantarse ante ellos, una dramática yaparentemente impasible barrera, conpicos cubiertos de nieve, como losdientes de una sierra gigantesca. La vistade esta cordillera hubiera sido suficientepara asombrar al viajero más

experimentado, cuanto más a estosjóvenes uruguayos muchos de los cuales,las montañas más altas que habían vistoeran las pequeñas colinas que hay entreMontevideo y Punta del Este. Mientrasse quedaban tensos ante la asombrosavista de algunas de las montañas másaltas del mundo, el auxiliar de vuelo,Ramírez, salió repentinamente de lacabina de los pilotos y anunció por losaltavoces que debido a las malascondiciones atmosféricas era imposibleatravesar la cordillera. Aterrizarían enMendoza en espera de que mejorase eltiempo.

En el compartimiento de los

pasajeros, los chicos no ocultaron sudesilusión. Sólo disponían de cinco díaspara pasarlos en Chile y no queríandesperdiciar uno de ellos —o suspreciados dólares norteamericanos— enla Argentina. De todas formas, como esimposible rodear los Andes, ya que seextienden de un extremo a otro delcontinente sudamericano, no habíasolución, así que se ataron loscinturones de seguridad y esperaronhasta que el Fairchild hizo un aterrizajebastante brusco en Mendoza. Cuando sedetuvieron frente al edificio delaeropuerto y Ferradas salió de la cabinade los pilotos, un puntero del equipo,

llamado Roberto Canessa, lo felicitócon bastante sorna por el aterrizaje.

—No me felicites a mí —dijoFerradas—, sino a Lagurara.

—¿Cuándo salimos para Chile? —preguntó otro chico.

El coronel se encogió de hombros ycontestó:

—No sé. Veremos qué pasa con eltiempo.

3

Los muchachos salieron detrás delos pilotos y los miembros de latripulación y se dirigieron, a través de lapista, hasta el control de aduanas; lasmontañas proyectaban su sombra sobreellos y semejaban la fachada de unenorme acantilado. Todas las demáscosas parecían empequeñecidascomparadas con su inmensidad: losedificios, los tanques de combustible ylos árboles. Los chicos permanecíanimpávidos. Ni siquiera la cordillera o ladesastrosa perspectiva de cambiar

dólares por pesos argentinos, alterabansu ánimo. Abandonaron el aeropuertodivididos en grupos, unos en autobús,otros en taxi y algunos haciendo autostop dirigiéndose a los camiones quepor allí pasaban.

Era la hora de comer y todos estabanhambrientos. Se habían desayunadotemprano e incluso algunos ni siquierahabían tomado su desayuno, y en elavión no había nada que comer. Ungrupo se fue directamente a unrestaurante; el dueño que era unuruguayo expatriado, no les permitió quepagaran la consumición.

Otros se fueron en busca de algún

hotel barato y una vez reservadas lashabitaciones, salieron a la calle para verla ciudad. Impacientes como estaban porllegar a Chile, no disfrutaron mucho enMendoza. Es una de las ciudades másantiguas de la Argentina; fundada por losespañoles en el año 1561, conservamucha de la gracia y encanto de la épocacolonial. Sus calles son anchas,bordeadas de árboles. El aire, aunqueera el principio de la primavera, estabaperfumado con el olor de las flores queya brotaban en los jardines públicos.

A lo largo de las calles se veíantiendas, cafés y restaurantes, y en lasafueras de la ciudad había viñedos que

producen uno de los vinos másexquisitos de América.

Los Parrado, Abal, la señoraMariani y los otros dos matrimonios, demediana edad, reservaron habitacionesen los mejores hoteles, pero semarcharon en distintas direccionesdespués de la comida. Parrado y Abal sefueron a una carrera de automóviles quese celebraba fuera de la ciudad y, por latarde, con Marcelo Pérez, a ver a BarbraStreisand en ¿Qué me pasa, doctor? Losmás jóvenes se reunieron con un grupode chicas argentinas que estabanpasando unas vacaciones en la ciudad yse fueron a bailar con ellas. Algunos

componentes de este grupo noregresaron al hotel hasta las cuatro de lamadrugada.

En consecuencia, no se levantaronhasta muy tarde al día siguiente. Comola tripulación no había dado aún laorden de regresar al aeropuerto,continuaron paseando por las calles deMendoza. Uno de los más jóvenes,Carlitos Páez, que era un pocohipocondríaco, compró una buenacantidad de aspirinas y alka-seltzer.Algunos otros emplearon el últimodinero argentino en comprarchocolatines, frutas secas y cargas degas de repuesto para los encendedores.

Nando Parrado compró unos zapatosrojos para su hermana menor, y sumadre, botellas de ron y licor para susamigos de Chile. Se las dio a Nandopara que se las guardara, y éste lasmetió en una bolsa junto con sus ropasde jugar al rugby.

Dos de los estudiantes de medicina,Roberto Canessa y Gustavo Zerbino,fueron a un café con terraza en laavenida. Pidieron para desayunar jugode melocotón, croissants y café au lait.

Al poco rato, mientras se tomaban elcafé, vieron a Marcelo Pérez que sedirigía hacia ellos en compañía de losdos pilotos.

—¡Eh! —gritaron a Ferradas—.¿Nos podemos marchar ya?

—Todavía no —contestó Ferradas.—¿Es que ustedes son unos

cobardes, o qué? —preguntó Canessa, alque apodaban «Músculos» por sucarácter agresivo.

Ferradas, que había reconocido en lavoz de tono agudo al que lo había«felicitado» el día anterior por elaterrizaje, pareció momentáneamentedisgustado.

—¿Quieren que vuestros padres leanen los periódicos de mañana quecuarenta y cinco uruguayos se hanperdido en la cordillera de los Andes?

—preguntó.—No —contestó Zerbino—. Quiero

que lean que cuarenta y cinco uruguayoscruzaron la cordillera de pesados.

Ferradas y Lagurara se marcharonriendo. Tenían que hacer frente a undilema difícil, por los problemas que seles presentaban. Los panesmeteorológicos informaban que eltiempo había mejorado en los Andes. Elpaso de Juncal todavía estaba cerrado,pero había muchas probabilidades deque a primera hora de la tarde, el pasode Planchón estuviera despejado. Estoquería decir que habrían de cruzar losAndes a una hora que se consideraba

peligrosa, pero confiaban en poder volarpor encima de las turbulencias. La otraalternativa era regresar a Montevideo(porque era ilegal que un avión militarextranjero permaneciese en sueloargentino más de veinticuatro horas), locual no sólo molestaría a los OldChrístians, sino que sería una durapérdida para la Fuerza Aérea Uruguaya.Por lo tanto, comunicaron a lospasajeros por medio de Marcelo Páezque deberían presentarse en elaeropuerto a las trece horas.

Los pasajeros así lo hicieron, perocuando llegaron, no encontraron ni a latripulación ni a los oficiales argentinos

que debían revisar el equipaje. Loschicos pasaron el rato haciendofotografías, pesándose y asustándoseunos a otros ante la coincidencia de queera viernes y trece. También le gastabanbromas a la señora Parrado por llevar aChile una manta en primavera. Entoncesse oyó un grito. Ferradas y Laguraraentraban en el edificio del aeropuertollevando ambos gran cantidad debotellas de vino de Mendoza. Los chicoscomenzaron a gastarles bromas.«¡Borrachos!» gritó uno.«¡Contrabandistas!», gritó otro; y elatrevido Canessa dijo con evidentedesdén:

—Mira qué clase de pilotosllevamos.

Ferradas y Lagurara parecían unpoco desconcertados entre todosaquellos muchachos. Era evidente que semantenían a la defensiva, en parteporque todavía no estaban muy segurosde la decisión a tomar, y en parte porquesi se mostraban cautelosos en extremo,los pasajeros lo podían considerarincompetencia. En aquel mismomomento aterrizaba otro avión en elaeropuerto. Era un avión de carga, muyviejo que hacía mucho ruido y despedíahumo de sus motores mientras corría porla pista, pero cuando el piloto entró en

el edificio del aeropuerto, Ferradas seacercó a él y le pidió consejo.

El piloto acababa de llegar deSantiago y le comunicó que aunque lasturbulencias eran fuertes, esto no seríaun gran problema para el Fairchild queestaba dotado con uno de los másmodernos equipos de navegaciónconocidos hasta la fecha. Incluso estepiloto les recomendó que tomaran la rutadirecta a Santiago sobre el paso Juncal,que reduciría el viaje en más de 250kilómetros.

Ferradas decidió que continuarían elviaje, pero no por el paso Juncal sinopor la ruta del Sur que era más segura, y

a través del paso Planchón. Losmuchachos lanzaron vivas cuando se lescomunicó esta decisión, aunque todavíatenían que esperar a que les revisaranlos pasaportes para poder entrar en elFairchild.

Mientras tanto observaron cómo elviejo avión de carga despegabahaciendo el mismo ruido que antes ydespidiendo la misma cantidad de humo.Dos miembros del Old Christians sedirigieron a dos chicas argentinas conlas que habían estado bailando la nocheanterior y que ahora habían ido alaeropuerto a despedirlos, diciendo:

—Ahora sabemos qué clase de

aviones tiene la Argentina.—Por lo menos ha cruzado la

cordillera de los Andes —contestó unade las chicas—, que es más de lo que elvuestro puede hacer.

4

El piloto Lagurara estaba otra vez almando del Fairchild cuando éstedespegó del aeropuerto de Mendoza alas 14,18, hora local. Se dirigió porChilecito y después Malargüe, unapequeña ciudad en el lado argentino delpaso Planchón, El avión ascendió hastalos 6.000 metros y volaba con un vientode cola de 20 a 60 nudos.

La tierra bajo ellos era desolada yárida, marcada por lechos de río y lagossalados que conservaban las huellas delas excavadoras. A la derecha se alzaba

la cordillera, una cortina de rocasdesnudas que se lanzaba hacia el cielo.Si los llanos no eran muy fértiles,aquellas montañas parecían un desierto.Las rocas pardas, grises y amarillas nocontenían vestigios de vegetaciónalguna, ya que su altura impedía que lalluvia procedente del Pacífico alcanzaralas montañas de este lado de lacordillera. En el lado de la Argentina, latierra que había entre las grietas de lasmontañas no era más que polvovolcánico. No había árboles ni arbustosni hierba. Nada rompía la monotonía deestas rocas quebradizas excepto lanieve. Por encima de una altura de 4.000

metros aproximadamente, comenzabanlas nieves perpetuas, pero en aquellaépoca del año se encontraban a altitudesmuy inferiores, suavizando los perfilesde las montañas y acumulándose en losvalles hasta una profundidad de más detreinta metros.

El Fairchild no sólo estaba dotadode un aparato de radio compás concontrol de dirección automático, sinocon el más moderno aparato VOR (VHFOmnidirectional Range). Era, pues, unacuestión de rutina comunicar con laestación de control de Malargüe, lo quehicieron a las 15,08. Aunque volaban auna altura de 6.000 metros, giraron hasta

volar por la ruta aérea G17 sobre lacordillera. Lagurara estimó quealcanzarían Planchón —el punto de lasmontañas donde se pasaba del controlde tránsito aéreo de Mendoza al deSantiago— a las 15,21 horas. De todasformas, a medida que avanzaban máshacia el interior de las montañas, un marde nubes blancas se extendía por debajode ellos. Esto no era un motivo depreocupación. La visibilidad por encimade las nubes era buena y con el suelo dela parte alta de la cordillera cubierto denieve, no podían equivocarse alidentificar Planchón. Solamente habíahabido un cambio de importancia. El

viento moderado de cola se habíatrocado en otro más fuerte. De ahí queredujeran la velocidad de crucero delavión de 210 nudos a 180.

A las 15,21 Lagurara comunicó conel control de tránsito aéreo de Santiagopara decirles que sobrevolaban el pasoPlanchón y que calculaba quealcanzarían Curicó —la pequeña ciudadde Chile en el lado oeste de los Andes— a las 15,32. Unos tres minutos mástarde, el Fairchild comunicó de nuevocon Santiago diciendo que divisabanCuricó y se dirigían a Maipú. El avióngiró en ángulo recto para tomar la rutaanterior hacia el Norte. La torre de

control de Santiago, dando por buena lainformación trasmitida por Lagurara, loautorizó para descender a los 3.500metros cuando se dirigía hacia elaeropuerto de Pudahuel. A las 15,30, elaeropuerto comprobó el nivel delFairchild. Les comunicó que el nivel erade 150, lo cual significaba que Laguraraya había descendido 1.000 metros. Aesa altura penetró en una nube, y elavión comenzó a saltar y dar sacudidasdebido a las diferentes bolsas de aire.Lagurara conectó el letrero luminoso delcompartimiento de los pasajeros que lesordenaba que se abrocharan loscinturones de seguridad y dejaran de

fumar. Entonces ordenó a Ramírez, quele había llevado un mate, la infusión másamarga de Sudamérica, que se asegurarade que los revoltosos pasajeroscumplían esta orden.

En el compartimiento de lospasajeros había una atmósfera de fiesta.Muchos chicos iban de un extremo a otrodel pasillo tratando de ver las montañasa través de las ventanas, en medio dealgún claro entre las nubes. Todos sesentían muy animados. Tenían un balónde rugby que, por encima de las cabezasde los pasajeros, lanzaban de un lado alotro del pasillo. En la parte posterior, ungrupo jugaba a las cartas, y más atrás

aún, el ayudante de vuelo y Martínez, elnavegante, habían estado jugando unapartida de truco. Mientras recorría elcamino de vuelta para reanudar lapartida, el ayudante de vuelo ordenó quese sentaran los chicos que aúnpermanecían en pie.

—Hay algo de mal tiempo —les dijo—, y el avión va a bailar un poquito,pero no se preocupen. Ya estamos encontacto con Santiago y aterrizaremosmuy pronto.

Cuando llegó a la parte trasera,pidió a cuatro chicos que se cambiaran aunos asientos que estaban más haciadelante. Se sentó junto al navegante y

tomó sus cartas.El avión, al penetrar en otro banco

de nubes, comenzó a sacudirse de unaforma que alarmó a muchos pasajeros.Hubo uno o dos chistes decircunstancias tratando de calmar elnerviosismo. Uno de los chicos tomó elmicrófono de la parte posterior delavión y dijo:

—Señoras y señores, pónganse losparacaídas, por favor. Vamos a aterrizaren la cordillera.

Los pasajeros no se divirtieronmucho porque en ese preciso momentoel avión atravesó una bolsa de aire ydescendió bruscamente varios metros.

Roberto Canessa, alarmado, se volvióhacia la señora Nicola, que estabasentada al lado de su marido al otro ladodel pasillo y le preguntó si tenía miedo.

—Sí —le contestó ella—, lo tengo.Detrás, un grupo de chicos comenzó

a gritar «Conga, conga, conga», yCanessa, mostrando un poco de valor, letiró al doctor Nicola el balón de rugbyque tenía en las manos, quien, a su vez,lo devolvió hacia la parte de la cabina.

Eugenia Parrado levantó la vista dellibro. Lo único que podía ver por laventanilla era la niebla blanca de lanube. Se volvió hacia el otro lado y,mirando a Susana, le estrechó la mano.

Detrás de ellas, Nando Parrado yPanchito Abal estaban enfrascados enuna conversación. Parrado no se habíaabrochado el cinturón de seguridad nitampoco lo hizo cuando el avión pasópor una segunda bolsa de aire que lehizo descender otro buen número demetros. Un grito de «Olé» salió de lagarganta de los chicos que estabansentados al lado de la cabina y nopodían ver el exterior por lasventanillas, porque con la segunda caídael avión había salido de la nube, y lavista que apareció debajo de ellos noera precisamente, varios miles demetros más abajo, la de los verdes

valles del centro de Chile, sino unamontaña cubierta de nieve a tan sólo tresmetros del extremo del ala.

—¿Es normal volar tan cerca? —preguntó un chico a otro.

—Creo que no —contestó elcompañero.

Varios pasajeros comenzaron arezar. Otros se abrazaban al asientodelantero esperando el impacto delgolpe. Rugieron los motores y el aviónvibró tratando de remontarse; se elevóun poco, pero inmediatamente se oyó elruido de un golpe cuando el ala derechadio contra la montaña. El ala se rompió,pasó por encima del fuselaje y cortó la

cola. El ayudante de vuelo y elnavegante salieron despedidos, seguidosde tres chicos que todavía estabanatados a sus asientos. Un momento mástarde se partió el ala izquierda, y unahoja de la hélice rasgó el fuselaje antesde caer.

En lo que quedaba del fuselaje seoyeron gritos de terror y pidiendosocorro. Sin alas ni cola, el avióncontinuó, como erizado, hacia la agrestemontaña, pero en vez de hacerse añicoscontra una pared de roca, aterrizó sobresu vientre en un profundo valle y sedeslizó como por un tobogán por lasuperficie inclinada y cubierta por una

espesa capa de nieve.La velocidad que llevaba cuando

aterrizó era de unos doscientos nudos yasí y todo no se desintegró. Dospasajeros más salieron despedidos porla parte trasera del avión. Los demáscontinuaron dentro mientras el aparatose arrastraba montaña abajo, pero lafuerza de la deceleración hizo que losasientos fueran arrebatados de sus basesy salieran despedidos violentamentehacia adelante, aplastando a laspersonas que había entre ellos yrompiendo el montante que separaba elcompartimiento de los pasajeros deldestinado al equipaje. Mientras que el

aire frío de los Andes penetraba en elinterior, aquellos pasajeros que aún nohabían perdido el conocimiento yseguían esperando el choque contra laroca, fueron heridos por el metal y elplástico de los asientos. Algunos de loschicos trataron de librarse de loscinturones de seguridad y salir alpasillo, pero sólo Gustavo Zerbino loconsiguió. Permaneció erguido con lospies firmemente apoyados en el suelo ylas manos contra el techo gritando:

—Jesús, Jesús, Jesusito, ayúdanos,ayúdanos.

Otro de los muchachos estabarezando un avemaría que había

comenzado cuando se partió la primeraala. Al pronunciar las últimas palabrasde esta oración, el avión se detuvo.Hubo un momento de quietud y silencio,Después lentamente, de todas partes deaquel amasijo comenzaron a oírseseñales de vida: lamentos, oraciones ypeticiones de socorro.

Cuando el avión se arrastraba valleabajo, Canessa estaba esperando elchoque, pensando que en un instanteacabaría su vida. No rezaba, calculabamentalmente la velocidad del avión y lafuerza con que chocaría contra la roca.De pronto se dio cuenta de que elaparato ya no se movía.

—Se paró —gritó, y se volvió haciael compañero que tenía al lado parapreguntarle si se encontraba bien.

El muchacho se hallaba en un estadode shock. Afirmó moviendo la cabeza yentonces Canessa lo dejó para acudir enayuda de su amigo Daniel Maspons quetrataba de librarse de su asiento. Unavez libre, los dos comenzaron a ayudar alos demás. Al principio creyeron queeran los dos únicos que no estabanheridos, porque a su alrededor sólo oíangritos de socorro, pero otros muchachoscomenzaron a salir de aquel montón dechatarra. Primero Gustavo Zerbino,después el capitán del equipo, Marcelo

Pérez. Pérez tenía el rostro contusionadoy le dolía un costado, pero como era elcapitán del equipo, tomó enseguida bajosu responsabilidad la organización delrescate de aquellos que aún continuabanatrapados, mientras que los dosestudiantes de medicina, Canessa yZerbino, hacían lo que podían paraauxiliar a los heridos.

Inmediatamente después de pararseel avión, algunos advirtieron el olor dela gasolina y temiendo que el avión seincendiara o estallase salieron alexterior por el agujero de la cola. Seencontraron metidos en la nieve hasta lacintura. Bobby François, el primero en

abandonar el avión, se subió en unamaleta y encendió un cigarrillo.

—La quedamos —le dijo a CarlitosPáez que lo había seguido.

La escena era de completadesolación. Estaban rodeados de nievepor todas partes, y por tres lados selevantaban las paredes grises de lasmontañas. El avión se había detenido enuna ligera inclinación en dirección haciael valle donde las montañas estaban máslejos y parcialmente cubiertas por nubesgrises. Hacía frío y algunos jóvenesusaban camisas de manga corta. Otrosllevaban camperas o prendas ligeras.Ninguno estaba vestido para soportar

temperaturas bajo cero, y había pocasmaletas que les pudieran proporcionaralguna ropa extra.

Cuando miraron hacia lo alto de lamontaña buscando el equipaje, vieronuna figura que bajaba tambaleándose.Cuando estuvo más cerca, reconocierona Carlos Valeta, y le gritaron para quese dirigiese donde ellos se encontraban.Valeta parecía incapaz de verlos uoírlos. A cada paso se hundía en lanieve hasta la cintura, y solamente lainclinación de la pendiente le permitíalograr algún progreso. Los jóvenescomprendieron que el camino quellevaba no le conduciría hasta el avión

siniestrado, así que le gritaron aún másfuerte para llamar su atención. Páez yStorm trataron de salir a su encuentro,pero era imposible caminar en la nievey, sobre todo, cuesta arriba. Estabanatrapados y miraban impotentes comoValeta daba tumbos por la nieve. Por uninstante pareció como si los hubieraOído y cambiase la dirección hacia elavión, pero entonces tropezó. Sus largaszancadas se convirtieron en pasostorpes; por último cayó y bajó rodandopor el declive de la montaña hasta quedesapareció en la nieve.

En el interior del avión, los chicosque se hallaban sanos y salvos,

consiguieron librar de los asientos a losque estaban atrapados y heridos. Comoallá arriba, en las montañas, la presiónatmosférica era inferior a la normal, senecesitaba el doble de energías yesfuerzo; además, los que estabanheridos superficialmente, todavía sehallaban en estado de shock.

Aun cuando los heridos eranliberados, muy poco se podía hacer porellos. La experiencia de los dos«doctores», Canessa y Zerbino, (el otroestudiante de medicina se encontraba enestado de shock), desgraciadamente eramuy poca. Zerbino estudiaba el primercurso de la carrera y seis meses los

había dedicado a las clases obligatoriasde psicología y sociología. Canessaestaba en segundo, pero aún así, estoequivalía solamente a un cuarto del totalde estudios a realizar. Sin embargo, losdos se daban cuenta de laresponsabilidad que debían asumir.

Canessa se arrodilló para examinarel cuerpo aplastado de una mujer aquien, al principio, no reconoció. EraEugenia Parrado y estaba muerta. A sulado se encontraba Susana Parrado, vivay semiinconsciente, pero herida degravedad. La sangre le manaba de unabrecha en la frente y le tapaba un ojo.Canessa le limpió la sangre para que

pudiera ver y la acostó en el suelo en unespacio libre de asientos.

Allí cerca estaba Abal. También sehallaba gravemente herido: teníahundido el cráneo. Cuando Canessa searrodilló a su lado para tratar decurarlo, Abal lo tomó de una mano,diciéndole:

—Por favor, viejo amigo, no meabandones, no me abandones.

Había tantos suplicando ayuda queCanessa no se pudo quedar con él.Llamó a Zerbino para que atendiera aAbal, y se acercó a Parrado que habíasalido despedido de su asiento y yacíainconsciente en la parte delantera del

avión. Tenía el rostro cubierto de sangrey supuso que estaba muerto. Le tomó elpulso y sintió un débil latido. Estabatodavía vivo, pero parecía imposibleque resistiera mucho tiempo, y como nopodía hacer nada por él, lo dio pormuerto.

Al lado de Eugenia Parrado, otrosdos pasajeros habían muertoinstantáneamente. Eran el doctor Nicolay su esposa. Ambos habían sidodespedidos por la fuerza del choque yestaban en el departamento de losequipajes.

Por el momento dejaron a losmuertos donde se hallaban y los dos

estudiantes de medicina se dedicaron aatender lo mejor que sabían a los queaún estaban con vida. Hicieron vendasde las fundas de almohada de losasientos, pero para muchos de losheridos esto no era suficiente. Uno deellos, Rafael Echavarren, teníadesgarrada la pantorrilla y le colgaba lacarne. El hueso estaba al descubierto.Zerbino tomó el músculo con las manos,lo colocó en su sitio y luego le envolvióla pierna con una camisa blanca.

Otro, Enrique Platero, fue en buscade Zerbino: tenía un tubo de aceroclavado en el estómago. Zerbino estabaasustado, pero recordó que una de las

lecciones de psicología médica decíaque un médico siempre debe inspirarconfianza a sus pacientes. Entonces miróa Platero a los ojos y, poniendo toda laconfianza que pudo en sus palabras, ledijo:

—Bueno, Enrique, estásperfectamente bien.

—¿Te parece? —le contestó Platero,y señalando el tubo de acero que salíade su estómago, añadió—: Y esto, ¿qué?

—Eso no es nada —dijo Zerbino—;tú eres fuerte, así que ven a ayudarme aapartar estos asientos.

Platero pareció conformarse. Sevolvió hacia los asientos y, al hacerlo,

Zerbino agarró el tubo y apoyando unarodilla contra el cuerpo de Platero, tirótan fuerte como pudo. El tubo de acerosalió y, con él, por lo menos diezcentímetros de lo que Zerbino creyó queeran los intestinos de Platero.

Platero volvió a fijar la atención ensu estómago, contemplando desolado loque salía de él, pero antes de darletiempo a quejarse, Zerbino le dijo:

—Mira, Enrique, tú pensarás queestás muy mal, pero hay aquí muchosque están peor que tú, así que no seascobarde y ven a ayudarme. Sujétate esocon la camisa y ya lo miraré más tarde.

Sin una queja, Platero hizo lo que

Zerbino le ordenó.Mientras tanto, Canessa dedicaba su

atención a Fernando Vázquez, el chicoque estaba a su lado. La pierna, que enprincipio Canessa creyó solamente rota,en realidad, estaba cortada, lo que habíasucedido cuando la paleta de la hélicerasgó el fuselaje. La sangre habíamanado en abundancia por la arteria yahora Fernando estaba muerto.

Gran parte de los chicos estabanheridos en las piernas, lo que sucediócuando se soltaron los asientos y lesaplastaron entre ellos. Uno de losjóvenes, con una pierna rota por tressitios diferentes, tenía, además, una

herida en el pecho y estaba inconsciente.Pero los conscientes eran los que mássufrían, como Panchito Abal, SusanaParrado y, la peor de todos, la dama demediana edad a quien nadie conocía: laseñora Mariani. Estaba atrapada, con lasdos piernas rotas, bajo un montón deasientos, y los chicos eran incapaces deliberarla. Gritaba pidiendo socorro,pero ellos no tenían fuerzas paralevantar los asientos que la teníanatrapada.

El rostro de Liliana Methol, laquinta mujer que viajaba en el avión,estaba lleno de contusiones y sangre,pero todas sus heridas eran

superficiales. Javier, su esposo, elprimo de Panchito Abal, no estabaherido, pero sí muy afectado por laaltitud. Aunque realizaba enormesesfuerzos para ayudar a los heridos, sehallaba tan mareado y sentía talesnáuseas que casi no era capaz demoverse. Los otros, aunque no lesafectaban estos síntomas, aún no sehabían recobrado del shock delaccidente. Uno de ellos, Pedro Algorta,padecía amnesia total. Sentíasefísicamente bien y ayudaba a retirar losasientos, pero no tenía ni idea de dóndese encontraba ni lo que estaba haciendo.Otro, que también tenía un golpe en la

cabeza, hacía repetidos esfuerzos paraabandonar el avión y caminar montañaabajo.

El accidente había ocurrido a lastres y media de la tarde. Como estabanublado, había poca claridad, y a lascuatro comenzó a nevar, poco alprincipio pero copiosamente después,de tal forma que no se veían lasmontañas. A pesar de la nieve, Marceloinsistió en que debían sacar fuera a losheridos para poder despejar el suelo delavión lleno de asientos retorcidos. Estolo harían como medida provisional.Todos ellos tenían la seguridad de que aesas horas sabrían que el avión se había

perdido, y el equipo de rescate yaestaría en camino.

Pensaron que el rescate sería másfácil si podían transmitir mensajes porradio. La entrada a la cabina de lospilotos estaba bloqueada por un montónde asientos que se habían apilado en eldepartamento de pasajeros, pero se oíangemidos al otro lado, y uno de losjóvenes más decididos, MonchoSabella, trató de llegar a la cabina porel exterior.

Era casi imposible caminar por lanieve, pero descubrió que podía usar losalmohadones del asiento para hacer unasenda hasta la parte delantera del avión.

El morro se había aplastado aldescender, pero no resultaba difíciltrepar por el lateral y mirar al interiorde la cabina por la puerta deldepartamento de equipajes.

Allí descubrió que Ferradas yLagurara estaban atrapados en losasientos y los instrumentos del aviónhabían penetrado en sus pechos.Ferradas estaba muerto, pero Laguraraaún vivía y estaba consciente, y al ver aSabella a su lado, le suplicó que loauxiliara. Poco podía hacer Sabella. Nole era posible liberar el cuerpo deLagurara, pero al oírlo pedir agua, tomóun puñado de nieve, la aplastó en un

pañuelo y se lo acercó a la boca.Después trató de hacer funcionar laradio, pero todo fue inútil. Sin embargo,cuando volvió al lado de suscompañeros les dijo, para nodesmoralizarlos, que había hablado conSantiago.

Un poco más tarde Canessa yZerbino recorrieron el mismo caminoque Sabella hasta la cabina de lospilotos. Trataron de apartar el panel delos instrumentos de Lagurara, pero noconsiguieron moverlo. El asientotambién estaba en una posicióninamovible. Todo lo que lograron fuesacar el almohadón de la parte de atrás y

aliviar algo la presión de su pecho.Mientras realizaban estos esfuerzos

inútiles para librarlo, Lagurara nocesaba de repetir:

—Habíamos pasado Curicó,habíamos pasado Cuneó.

Poco más tarde, viendo que nopodían hacer nada, les pidió a los doschicos que le dieran el revólver quellevaba en la cartera. La cartera no seveía por ninguna parte, pero ni Canessani Zerbino estaban dispuestos aentregarle el revólver aunque lohubieran encontrado, porque, comocatólicos que eran, no podían permitir elsuicidio. Le preguntaron si era posible

usar la radio para pedir socorro y laconectaron siguiendo las instruccionesde Lagurara, pero no funcionaba.

Lagurara continuó pidiéndoles elrevólver, y después agua. Canessa salióal exterior y trajo un poco de nieve quemetió en la boca del herido, pero la sedde éste era patológica e insaciable.Sangraba por la nariz, y Canessa se diocuenta de que no viviría mucho tiempo.

Los dos «médicos» regresaron porel camino de almohadones a la partetrasera del aparato, a aquel estrecho yoscuro túnel lleno de gente que gritaba yse quejaba. Aquellos a quienes habíanconseguido liberar, estaban afuera,

tendidos en la nieve, y los que erancapaces de trabajar, limpiaban dechatarra el interior del avión. Pero yaestaba oscureciendo. A las seis de latarde era casi de noche y la temperaturadescendió muchos grados bajo cero. Eraobvio que el equipo de rescate nollegaría aquel día, así que volvieron ameter a los heridos en el interior y lostreinta y dos supervivientes sedispusieron a pasar la noche.

5

Había muy poco espacio parapermanecer de pie, y menos para estartumbado. La parte rota posterior estabaabollada, por lo que sólo había sieteventanillas en el lado izquierdo y cuatroen el derecho. La distancia desde lacabina de los pilotos hasta la parteposterior rota era de unos seis metros ymedio, y casi la mayor parte de esteespacio todavía estaba ocupado por losasientos retorcidos y enredados entre sí.La única parte del suelo que habíanpodido limpiar antes del anochecer,

estaba junto a la entrada, y allícolocaron a los heridos de másgravedad, incluidos Susana Parrado, suhermano Nando y Panchito Abal. Allípodían estar acostados casihorizontalmente, pero tenían muy pocaprotección contra la nieve y el vientofrío del exterior. Marcelo Pérez, con laayuda de un fornido delantero llamadoRoy Harley, habían hecho todo loposible para construir una barrera contodo lo que tenían a mano,principalmente los asientos y lasmaletas, pero el viento era muy fuerte yla derribaba constantemente.

Pérez, Harley y un grupo de chicos

que estaban ilesos, permanecíanapretujados junto a los heridos cerca dela entrada, bebiendo el vino que lospilotos habían comprado en Mendoza yhaciendo todo lo posible para conservaraquella barrera. El resto de lossupervivientes dormía dondebuenamente podía, entre los asientos ylos cuerpos de los demás. Todos los quepudieron, incluida Liliana Methol,pasaron al reducido espacio deldepartamento de equipajes que estabaentre el de los pasajeros y la cabina delos pilotos. Era muy incómodo, pero elmenos frío que se podía encontrar.También allí bebieron de las grandes

botellas de vino de Mendoza. Algunosde los chicos todavía llevaban camisasde manga corta, y bebían trago tras tragopara calentar algo el cuerpo. También sedaban palmadas y masajes unos a otros.Ésta parecía la única forma deconservar el calor, hasta que Canessatuvo la primera de sus ingeniosas ideas.Examinando los almohadones y asientosque había a su alrededor, descubrió quela tapicería, que era de nailon de colorturquesa, estaba solamente sujeta a losasientos por una especie de cremallera;por lo tanto era fácil quitar las fundas,que servían de pequeñas mantas. Era unaprotección muy débil contra las

temperaturas bajo cero, pero mejor queno tener nada.

Peor que el frío de aquella noche erael ambiente de pánico e histeria quereinaba en el maltrecho avión. Todoscreían que sus heridas eran más graves yse quejaban en voz alta a los demás. Unoque tenía una pierna rota, gritaba a todoslos que se acercaban, pero cuandoquería salir al exterior a buscar un pocode nieve para calmar la sed, pasaba porencima de los cuerpos de loscompañeros, sin pensar un solomomento en sus heridas. Marcelo Pérezhizo todo lo posible para calmarlo. Lomismo intentó con Roy Harley, que se

ponía histérico cada vez que se caíaparte de la barrera que habíanlevantado.

Continuamente se oían en laoscuridad los quejidos, gritos y lasvoces de los heridos que deliraban. Enel departamento de los equipajes,todavía podían oír los gritos deLagurara:

—Hemos pasado Curicó —decía ytambién suplicaba que le dieran surevólver o pedía agua.

En la otra parte las quejas másdolorosas eran las de la señora Mariani,que aún seguía atrapada bajo losasientos. Trataron de librarla de nuevo,

pero fue inútil. Mientras lo intentaban,sus lamentos aumentaron en intensidad, ydijo que si la movían se moriría.Cesaron en su empeño. RafaelEchavarren y Moncho Sabella, lacogieron de la mano en un intento deconsolarla, y tuvieron éxito durante unrato, pero después siguió quejándose.

—Por Dios, cállese —le gritaban dela parte posterior del avión—. No estámás, grave que cualquiera de nosotros.

Al oír esto, redoblaba los gritos.—¡Cállese! —le gritó Carlitos Páez

—, o iré y le partiré la cara.Ella volvió a gritar más fuerte y con

mayor intensidad; luego se abatió, pero

todo empezó de nuevo cuando uno de loschicos, que todavía no se habíarecuperado, la pisó al tratar de alcanzarla puerta.

—Que no se acerque —gritó—, queno se acerque. Quiere matarme, ¡quierematarme!

El «asesino», Eduardo Strauch, fuedetenido por su primo, pero pocodespués se levantó de nuevo tratando deencontrar un lugar más caliente yconfortable donde dormir. Esta vez pisóal único superviviente de los miembrosde la tripulación (además de Lagurara),el mecánico Carlos Roque. También éltomó a Eduardo Strauch por un asesino,

y con el puntillo de un militar eficiente,le pidió que se identificara.

—Enséñeme la documentación —legritó—, identifiquese.

Cuando Eduardo, sin hacerle caso,pasó por encima de él en su caminohacia la puerta, el mecánico se pusohistérico.

—¡Socorro! —gritaba—. Está loco.Quiere matarme.

Una vez más, Eduardo fue detenidopor su primo.

En otro lugar del avión, alguien sepuso de pie, Pancho Delgado, y seencaminó hacia la puerta.

—Voy a la tienda a buscar «Coca

Cola» —dijo a sus amigos.—Entonces traeme agua mineral —

le contestó Carlitos Páez.A pesar de la falta de comodidad,

algunos chicos consiguieron dormir,pero la noche se hizo muy larga.

Los gritos de dolor se reanudabancuando alguien pisaba los miembrosheridos de algún compañero, al tratar desalir a buscar nieve, o cuando alguno sedespertaba sin saber dónde se hallaba eintentaba abandonar el avión. Tambiénse oían los gritos de quienes secompadecían a sí mismos y hubo algunadiscusión entre los miembros del OldChristians y alumnos del colegio jesuita

del Sagrado Corazón.Despiertos, se arrimaban unos a

otros para protegerse del viento frío queentraba por los agujeros que se habíanabierto en el fuselaje. Los que sehallaban a la entrada eran los que mássufrían, pues sus extremidades seenfriaban casi hasta congelarse y llegabahasta ellos la nieve del exterior. Los queno estaban heridos se golpeaban unos aotros para entrar en calor y se frotabanpies y manos para mantener lacirculación de la sangre. La situación delos Parrado y la de Panchito Abal era lamás desesperada. No había manera deque entrasen en calor, y aunque sus

heridas eran terribles, sólo Nandopermanecía inconsciente, ignorante de suagonía. Abal suplicaba ayuda que nadiepodía dar.

—Socorro, ayúdenme. Hace tantofrío…

Y Susana llamaba constantemente asu madre muerta:

—Mamá, mamá, vamonos de aquí,vamonos a casa.

Después su mente se trastornó yempezó a cantar una canción de cuna.

Durante la noche, el tercer estudiantede medicina, Diego Storm, se dio cuentade que, aunque Parrado estabainconsciente, sus heridas parecían más

superficiales que las de los otros. Tiródel cuerpo de Parrado hacia ellos yentre todos se las arreglaron paraconservarlo caliente. Carecía de sentidohacer esto con los otros dos.

La noche se hacía interminable. Encierta ocasión Zerbino creyó ver la luzdel alba a través de la barrera quehabían levantado y miró el reloj. Eransolamente las nueve de la noche. Algomás tarde, los que se encontraban en laparte interior del avión, oyeron una vozen la parte de la entrada que decía algoen un idioma extranjero. Por un momentocreyeron que se trataba de un equipo derescate, pero luego se dieron cuenta de

que era Susana, que estaba rezando eninglés.

6

Salió el sol en la mañana del sábadodía 14 de octubre y los restos delFairchild se encontraban mediosepultados en la nieve. Estaban a unos3.500 metros de altitud entre el volcánTinguiririca de Chile y el CerroSosneado de la Argentina. Aunque elavión se había estrellado más o menosen medio de la cordillera de los Andes,su posición exacta estaba en el ladoargentino de la frontera.

El avión yacía en un declive. Elmorro, aplastado, apuntaba hacia el

valle, que se deslizaba hacia el Este. Encualquier otra dirección, más allá de laalfombra de nieve, se levantaban lasinmensas paredes de las montañas. Susladeras no eran escarpadas. Parecía quese esparcían por sí mismas, enormes einhóspitas. Aquí y allá aparecían entrela nieve rocas volcánicas grises yrosadas, pero, por lo demás, a 3.500metros de altitud, no había vegetación deninguna clase. No sólo se habíaestrellado en las montañas, sino tambiénen un desierto.

Los primeros que salieron del aviónfueron Marcelo Pérez y Roy Harley,derribando la barricada que tan

dolorosamente habían construido lanoche anterior. El cielo estaba nublado,pero había cesado de nevar, y pudieronapartarse algo del destrozado aparato yexaminar lo desesperado de susituación.

En el interior del avión, Canessa yZerbino comenzaron de nuevo areconocer a los heridos y descubrieronque habían muerto tres personas másdurante la noche. Panchito Abal yacíainmóvil sobre el cuerpo de SusanaParrado. Tenía los pies ennegrecidospor la congelación, y era evidente, dadala rigidez de sus extremidades, queestaba muerto. Por un instante creyeron

que Susana, debido a su inmovilidad,también había muerto, pero cuandoapartaron el cuerpo de Abalcomprobaron que estaba viva yconsciente. Sus pies se habían vueltopurpúreos a causa del frío, y se quejabaa su madre:

—Mamá, mamá —decía entresollozos—, me duelen los pies. Meduelen mucho. ¿Por qué no vamos acasa?

Muy poco podía hacer Canessa porSusana. Le dio un masaje en los piespara reactivar la circulación y le limpióotra vez la sangre reseca de los ojos.Estaba lo suficientemente consciente

para darse cuenta de que no se habíaquedado ciega y le dio las gracias aCanessa por cuidarla. Canessa admitióque los cortes superficiales de la caraeran sin duda las heridas de menorimportancia, pero no tenía suficientesconocimientos ni las facilidadesprecisas para averiguarlo. La verdad esque era muy poco lo que podía hacer portodos ellos. No había medicamentos enel avión, salvo los que Carlitos Páezhabía comprado en Mendoza y unostubos de librium y valium queencontraron en un bolso. Entre los restosno había nada que se pudiera utilizarpara entablillar las piernas fracturadas

de manera que Canessa recomendó a losque tenían rotos los brazos o las piernas,que los apoyaran en la nieve para deesta manera reducir la hinchazón; mástarde, les dijo que se dieran masajes enlas torceduras o en los ligamentosdistendidos. Tenía miedo de apretardemasiado las vendas, porque sabía queen los lugares donde hacía mucho frío,esto podía impedir la circulación de lasangre.

Cuando se acercó a la señoraMariani, también creyó que estabamuerta. Se agachó a su lado e intentó denuevo levantar los asientos que la teníaninmovilizada en el suelo, pero entonces

volvió a gritar. «No me toque, me va amatar», así que decidió dejarla comoestaba. Cuando aquella mañana volviómás tarde para ver cómo se encontraba,la vio silenciosa y con la miradaextraviada. Estaba examinándole losojos, cuando ella los puso en blanco ydejó de respirar.

Canessa, aunque había estudiado uncurso más de medicina que Zerbino, nosabía distinguir si una persona estabadefinitivamente muerta. Dejó que fueraZerbino el que se arrodillase y aplicarael Oído en el pecho de la señoraMariani tratando de percibir el másdébil latido de su corazón. No lo oyó,

así que con la ayuda de los demássepararon los asientos que laaprisionaban, pasaron una cinta denailon alrededor de sus hombros,arrastraron el cuerpo hacia afuera y lodejaron en la nieve. Dijeron a CarlitosPáez que había muerto, y él lleno dearrepentimiento por las palabras que lehabía dicho la noche anterior, escondióla cara entre las manos.

También Gustavo Zerbino examinóla herida del estómago de EnriquePlatero, producida cuando le arrancaronel tubo de acero que tenía clavado. Lerasgó la camisa y, como había temido,vio una especie de cartílago que supuso

debía de pertenecer al intestino o a lapared del estómago. Estaba sangrando y,para detener la hemorragia, la sujetó conun hilo, desinfectó la herida con agua decolonia, le dijo a Platero que se metieraen el estómago la parte sobresaliente yvendó la herida de nuevo. Plateroobedeció sin contestar.

A los dos médicos no les faltabaenfermera. Liliana Methol, a pesar deque aún tenía la cara amoratada por losgolpes que había recibido en elaccidente, hacía lo que podía paraayudarles y darles ánimos. Era unamujer de baja estatura y muy morena, yhasta entonces había dedicado toda su

vida a cuidar de su marido y de suscuatro hijos. Antes de casarse, él,Javier, había tenido un accidente. Sehabía caído de una moto y, en la caída,lo atropello un automóvil. Permanecióinconsciente durante varias semanas yno le dieron de alta en el hospital hastameses más tarde. No recobró totalmentela memoria y quedó tuerto del ojoderecho.

No fue esta su única desgracia.Tenía veintiún años cuando su familia loenvió a Cuba y después a EstadosUnidos para estudiar la producción ycomercialización del tabaco. Vivía en laciudad de Wilson, en el estado de

Carolina del Norte, cuando le dijeronque tenía tuberculosis. La enfermedadhabía hecho tales progresos que leimpidió regresar a Uruguay, y hubo depermanecer durante cinco meses en unsanatorio de Carolina del Norte.

Cuando volvió a Montevideo, tuvoque guardar cama durante cuatro mesesmás, pero allí lo podía visitar su noviaLiliana. La conocía desde que teníaveinte años, y el 16 de junio de 1960, secasaron. Pasaron la luna de miel enBrasil, y desde entonces, sólo habíansalido otra vez al extranjero para visitarlos lagos del sur de la Argentina. Paraconmemorar el doceavo aniversario de

la boda, Javier llevaba a Liliana aChile.

Liliana había sido la primera endarse cuenta de que Javier, casi el únicoentre todos los supervivientes, padecíade forma crónica los efectos de laaltitud. Tenía náuseas continuamente yestaba muy débil. Se movía con muchadificultad y perdió la agilidad mental.Liliana le tenía que decir lo que habíade hacer y a dónde ir, y al mismo tiempodarle ánimos con su resolución.

Era también el consuelo de losmuchachos más jóvenes. La mayoría nohabía cumplido aún los veinte años.Muchos habían vivido al cuidado de sus

madres y hermanas, y en sudesesperación recurrían a Liliana que,aparte de Susana, era la única mujerentre los supervivientes. Atendía a susnecesidades. Era paciente y amable, leshablaba con palabras cariñosas y losanimaba. Cuando, durante la primeranoche, Marcelo y sus amigos insistieronen que durmiera en la parte más calientedel avión, aceptó su caballeroso gesto,pero a partir de entonces, insistió en quese la tratara como a los demás. Aunque aalgunos de los chicos más jóvenes,como Zerbino, les hubiera gustadotratarla con deferencia y distinción,tuvieron que reconocer que en los

confines de su reducida vivienda eraimposible tener en cuenta la separaciónde sexos, y desde entonces fue unmiembro más del equipo.

La atención de los dos doctores y desu enfermera, estaba dedicada ahora auno de los más jóvenes de los primerosquince, Antonio Vizintín, llamado Tintín,que parecía conmocionado y lo habíanacostado en una red del departamento deequipajes. Fue entonces, al día siguientedel accidente, cuando se dieron cuentade que le salía sangre por una de lasmangas de la chaqueta. Cuando lepreguntaron qué le pasaba en el brazo,contestó que no le ocurría nada porque

no sentía dolor alguno. Liliana loexaminó con más atención y vio que lamanga de la chaqueta estaba llena desangre. Llamó a los dos médicos, ycomo no pudieron quitarle la chaqueta,le cortaron la manga con una navaja.Cuando la retiraron, vieron que lasangre continuaba manando de una venacortada. Hicieron un torniquete paradetener la hemorragia y después levendaron la herida lo mejor quepudieron. Vizintín continuaba sin sentirdolor alguno, pero estaba muy débil.Pensando que quizá no sobreviviría, loacostaron de nuevo en el mismo sitio.

El último lugar que visitaron en su

ronda médica fue la cabina de lospilotos. Desde por la mañana temprano,no habían Oído la voz de Lagurara, ycuando consiguieron llegar, después deatravesar el departamento de equipajes,lo encontraron muerto, tal como habíanimaginado.

Con la muerte de Lagurara, habíanperdido al único hombre capaz deinformarles sobre lo que podían hacerpara facilitar el rescate, ya que Roque,el único superviviente de la tripulación,no estaba en condiciones de hacerlo.Desde que ocurrió el accidente llorabasin cesar y había perdido el control desus funciones fisiológicas. Sólo advenía

que se ensuciaba en los pantalonescuando oía las quejas de los que estabancerca de él y porque algunos leayudaban a cambiárselos.

De todas formas pertenecía a laFuerza Aérea y Marcelo Pérez lepreguntó si había alimentos de reservapara casos de emergencia, y señalesluminosas en el avión. La respuesta deRoque fue negativa y entonces lepreguntó si podían hacer funcionar laradio. Roque le contestó quenecesitarían las baterías almacenadas enla cola del avión, que se había perdido.

Parecía que nada se podía hacer,pero Marcelo confiaba en que pronto los

rescatarían y no se preocupó demasiado.De todas formas acordaron racionar losalimentos que les quedaban y Marcelohizo un inventarío de todos loscomestibles que encontraron en eldepartamento de los pasajeros, en lacabina y en el equipaje que no se habíaperdido en el accidente. Tenían lasbotellas de vino que los pilotos habíancomprado en Mendoza, pero cinco deellas se las habían bebido durante laprimera noche. También tenían unabotella de whisky, una de crema dementa, otra de licor de cerezas y unfrasco de whisky, del cual se habíanbebido la mitad.

En cuanto a alimentos sólidos teníancinco tabletas de chocolate, cinco denougat, algunos caramelos que sehabían desparramado por el suelo de lacabina, dátiles y ciruelas secas tambiéndesparramados, un paquete de galletassaladas, dos latas de mejillones, una dealmendras saladas y un tarro pequeño demermelada de melocotón, otro demanzana y otro de moras. No era muchopara veintiocho personas, y como nosabían lo que tardarían en rescatarlos,decidieron hacerlo durar tanto comopudieran. Aquel día para comer,Marcelo les dio una onza de chocolate acada uno junto con la tapa de un tubo de

desodorante llena de vino.Por la tarde oyeron volar un avión,

por encima de ellos, pero no lo vieron acausa de las nubes. Llegó la noche máspronto de lo que deseaban, y esta vezestaban mejor preparados. Tenían másespacio en el interior del avión y habíanconstruido una barrera más sólida paraprotegerse del viento y de la nieve, ytambién eran menos.

7

En la mañana del domingo día 15 deoctubre los primeros en salir del aviónnotaron que, desde que ocurrió elaccidente, era la primera vez que veíanel cielo limpio de nubes. Era de un azulintenso, muy distinto del que habíanvisto hasta la fecha, y a pesar de lascircunstancias, los supervivientes sequedaron impresionados por la grandezade su valle silencioso. La superficie dela nieve estaba helada, y brillaba alrecibir los rayos del sol. Estabanrodeados de montañas que ahora

resplandecían con la luz de la mañana.Las distancias eran engañosas y parecíaque los picos estaban al alcance de lamano.

Al ver el cielo limpio pensaron quelos rescatarían aquel mismo día o, almenos, que los verían desde el aire.Mientras tanto, aún tenían problemas yse dispusieron a resolverlos pero másordenadamente esta vez. La necesidadmás urgente era el agua. Era difícilfundir la nieve en cantidades suficientespara apagar la sed, y si la comían se leshelaba la boca. Descubrieron que eramejor hacer una bola bien apretada, ydespués chuparla, o meter nieve en una

botella y agitarla para que se derritiese.De todos modos, este último procesollevaba mucho tiempo y consumía buenaparte de sus energías, y sólo lesproporcionaba el agua suficiente parasatisfacer las necesidades de una solapersona. Además, había que tener encuenta a los heridos que no podíanvalerse por sí mismos: Nando y suhermana Susana, y Vizintín quenecesitaba gran cantidad de agua parareponer la sangre que había perdido porsu herida.

Fue Adolfo Strauch quien inventó elmétodo para obtener suficiente cantidadde agua. Adolfo, o Fito, como le

llamaban familiarmente, era un OldChristian, pero jugaba para un equiporival de Montevideo. Su primo EduardoStrauch lo había persuadido en el últimoinstante para que los acompañara aChile. Eduardo era su primo por partidadoble, ya que sus padres eran hermanosy sus madres hermanas. La familiaStrauch era oriunda de Alemania, sehabía establecido en Uruguay en el sigloXIX y tenían grandes negocios en labanca y en la industria de fabricación desopas en sobres. Fito y Eduardoprocedían de una rama joven de lafamilia. Sus padres eran joyeros y hastahacía muy poco tiempo habían sido

socios en Montevideo. Por líneamaterna, los dos chicos estabanemparentados con la conocida familiauruguaya de los Urioste.

Ambos eran rubios y bien parecidos,con inconfundibles facciones germanas.En realidad a Eduardo lo llamaban «elAlemán». Su mutuo afecto era grande, ymás parecían hermanos que primos, peromientras que Eduardo ya había decididoestudiar arquitectura y viajado porEuropa, Fito aún estaba indeciso acercade su porvenir. Estudiaba agronomíaporque no sentía vocación para otracosa, y su familia era dueña de unaestancia. Esta era la primera vez que

salía de Uruguay.En el accidente los dos perdieron el

conocimiento. Cuando volvieron en sí,padecían tal trauma que no les permitíasaber dónde estaban. Fito queríaabandonar el avión a toda costa y fueEduardo quien había pisado a Roque y ala señora Mariani. Les había detenidootro primo que también habíasobrevivido, Daniel Fernández, hijo dela hermana de sus padres.

Cuando llegó el domingo, Fito ya sehabía recobrado lo suficiente como paraenfrentarse al problema de produciragua en abundancia. El sol brillabaresplandeciente y al llegar el mediodía,

sus rayos calentaban con más intensidady fundían la capa de hielo que cubría lanieve que se había formado la nocheanterior. Fito pensó que de algunamanera podrían emplear este calor solarpara derretir la nieve, y se fijó entoncesen una chapa cuadrada de aluminio quemedía unos treinta centímetros de anchopor sesenta de largo y que era parte delrespaldo de uno de los asientos delavión. La recogió y le dobló los ladoshacia arriba hasta que formó unabandeja combada y en el centro hizo unpequeño agujero. La cubrió entonces conuna delgada capa de nieve y puso elaparato de cara al sol. Al poco rato

comenzaron a caer gotas de agua por elagujero y luego un chorrito que Fitorecogió en una botella que ya teníapreparada a tal efecto.

Como cada asiento tenía una de estaschapas, enseguida comenzaron afuncionar varios aparatos de convertir lanieve en agua, cuyo manejo requería unesfuerzo mínimo. Esta fue la tarearegular de quienes no podían hacertrabajos en los que había que emplearmayor esfuerzo, ya que Marcelo habíadecidido dividir a los supervivientes engrupos. Él se nombró a sí mismocoordinador general y distribuidor delos alimentos. El primer grupo lo

formaba el equipo médico, compuestopor Canessa, Zerbino y Liliana Methol.(Su composición era un tanto vaga, yaque Canessa no quería limitarse demanera definitiva a esta función.) Elsegundo grupo tenía a su cargo lavivienda. Estaba integrado por los másjóvenes: Roy Harley, Carlitos Páez,Diego Strom y la figura central de estegrupo de amigos, Gustavo Nicolich, aquien llamaban Coco. Su obligación eramantener limpio el avión, prepararlo porla noche tendiendo los almohadones enel suelo para dormir, y por la mañanasacar al sol las cubiertas de los asientosque por la noche habían usado como

mantas.El tercer equipo lo formaban los

convertidores de nieve en agua. Su únicadificultad era encontrar nieve pura, yaque la de alrededor del avión estaba decolor rosado, manchada por la sangre delos muertos y heridos y también aceitedel avión y orines. No había escasez denieve pura unos metros más lejos, peroestaba tan blanda que no se podíacaminar por ella y, durante las primerashoras de la mañana, cuando estabaendurecida y podía soportar el peso deuna persona, no era fácil romper la capade hielo para poner en las bandejas laque necesitaban. De ahí que decidieran

que solamente usarían dos zonas comoretretes: una al lado de la entrada y otraun poco más adelante de la ruedadelantera, debajo de la cabina de lospilotos.

A mediodía, Marcelo repartía laración alimenticia. Les daba a cada unosu ración de vino, medida por la tapadel desodorante y un poco demermelada. La tableta de chocolate erapara la cena. Hubo algunas quejas,pidiendo algo más para la comida deldomingo, pero la mayoría estuvo deacuerdo en que deberían tener cuidadocon las raciones.

Ahora entraba en el reparto uno más.

Parrado, al que habían dado por muerto,recobró el conocimiento aquel día, ycuando le limpiaron la sangre del rostro,descubrieron que la mayoría era de laherida de la cabeza, tenía el cráneointacto, pero estaba muy débil y un pococonfuso. Lo primero que pensó fue en sumadre y su hermana.

—Tu madre murió instantáneamentedurante el accidente —le dijo Canessa—. Su cuerpo está afuera tendido en lanieve. Pero no pienses más en ello.Debes de ayudar a Susana. Frótale lospies y ayúdala a comer y beber.

El estado de Susana habíaempeorado. Todavía tenía el rostro

cubierto de heridas y hematomas y, loque era peor, los pies ennegrecidos porel frío de la primera noche. Permanecíaconsciente la mayor parte del tiempo,pero no sabía muy bien dónde estaba yseguía llamando a su madre.

Nando le daba masaje en los piescongelados, pero era inútil: el calor novolvía a ellos, y cuando frotaba con másfuerza, le arrancaba la piel. Desdeentonces se dedicó a cuidarla. CuandoSusana decía que tenía sed, Nando leacercaba a los labios la mezcla de nievey crema de menta y le daba pequeñostrozos de chocolate que Marcelo habíaapartado para ella. Si susurraba:

—Mamá, mamá, quiero ir al baño —Nando se levantaba e iba en busca deCanessa y Zerbino.

Acudían los dos y le decían que eranmédicos.

—Doctor —pedía Susana—, quieroun orinal.

—Ya tienes el orinal —lecontestaba Zerbino—. Puedes hacerlo;no te preocupes.

Poco después de mediodía, vieronun avión que volaba sobre el lugar. Eraun reactor y sobrevolaba a gran alturalas montañas, pero los que estaban en elexterior, saltaban y hacían señales,gritaban y con piezas de metal brillante,

enviaban hacia el avión los reflejos delsol. Hubo muchos que lloraron dealegría.

A media tarde, un avión de hélicespasó por encima de ellos, de Este aOeste, esta vez mucho más bajo y luegopasó otro de Norte a Sur. Lossupervivientes gritaron e hicieronseñales de nuevo, pero los avionescontinuaron su ruta y desaparecierondetrás de las montañas.

Se entabló una discusión entre losmuchachos sobre si los tripulantes delavión los habían visto o no, y paradilucidar la cuestión consultaron aRoque, que aseguró que un avión

volando tan bajo debería haberlos visto.—Entonces, ¿por qué no describió

círculos —preguntó Fito Strauch—, ohizo señales con las alas para indicarnosque nos habían visto?

—Imposible —contestó Roque—,estaban muy cerca de los picos de lasmontañas para realizar esta clase demaniobras.

Los escépticos no confiaron en laopinión de Roque; su comportamientoera todavía bastante irracional e infantila veces, y su optimismo oscureció aúnmás sus dudas. Algunos de elloscomenzaron a darse cuenta de que elFairchild, con su techo blanco y medio

enterrado en la nieve, pudiera resultarmás difícil de ver desde el aire de loque ellos habían imaginado. Enconsecuencia, comenzaron a pintar en eltecho del avión un SOS en rojo, concarmín y pintura de uñas queencontraron en los bolsos de lasseñoras, pero tan pronto comoterminaron la primera S advirtieron queera demasiado pequeña para quepudiera verse desde el aire.

Un poco más tarde, a las cuatro ymedia, todos oyeron los motores de unavión mucho más cerca de ellos quecualquiera de los anteriores, y entoncesapareció por detrás de una montaña un

pequeño bimotor siguiendo una ruta quepasaría directamente sobre ellos. Lehicieron señales y trataron de enviarreflejos del sol directamente a los ojosdel piloto con pequeños trozos de metaly, con gran alegría vieron que elbimotor, cuando pasaba por encima deellos movió las alas lateralmente comosi quisiera indicar que los había visto.

Nada les hizo cambiar de idea y,mientras algunos se sentaron en la nieveesperando la llegada de loshelicópteros, Canessa descorchó unabotella de vino de Mendoza paracelebrar su salvación.

Poco después empezaba a oscurecer.

El sol se ocultó detrás de las montañas yvolvió el frío. Ni un solo ruido turbabael silencio. Estaba claro que no iban aser rescatados aquel día. Marcelorepartió la ración de chocolate entre lossupervivientes y volvieron al interiordel avión, mientras algunos procurabanevitar quedarse junto a la entrada.Marcelo rogó a los más fuertes quepermanecieran con él en el lugar másfrío, pero la mayoría se negó aabandonar el terreno que habíanconquistado en el lugar más caliente, eldepartamento de equipajes, diciendo quesi dormían todas las noches junto a laentrada acabarían congelándose hasta

morir.Durante mucho rato nadie durmió

aquella noche del domingo. Hablabansobre cómo se llevaría a efecto elrescate; algunos opinaban que loshelicópteros llegarían al día siguiente;otros decían que la altitud erademasiada para poder usar helicópterosy que el rescate llevaría más tiempo,quizás hasta una semana. Esto parecíabastante razonable y Canessa fueamonestado severamente por Marcelopor la glotonería de beberse una botellade vino entre él y sus pacientes. Y habíaotro que hubiera sido reprendido aúnmás severamente si se hubiese conocido

su identidad, porque Marcelo descubrióque habían robado dos onzas dechocolate y una barra de nougat de lacaja donde guardaban los alimentos.

—Por amor de Dios —decíaMarcelo enfrentándose al desconocidoladrón—. ¿No se da cuenta, el que hayasido, que está jugando con nuestrasvidas?

—El muy hijo de puta, está tratandode matarnos —añadió Gustavo Nicolich.

Hacía frío y la oscuridad era intensa.Guardaron silencio y cada uno seabandonó a sus propios pensamientos.Parrado dormía abrazado a Susana,cubriéndola con su cuerpo para darle

todo el calor posible, advirtiendo surespiración irregular, interrumpida porsollozos y llamadas a su madre muerta.Cuando miraba a Susana a los ojos, veíaen ellos toda la pena, el dolor y laconfusión que ella no podía expresarcon palabras. Había otros que tambiéndormían intranquilos, tirandoconstantemente de las improvisadasmantas para cubrirse. Confinados en unreducido espacio de seis metros y mediode largo por tres escasos de ancho, sólopodían adaptarse durmiendo porparejas, los pies de unos descansando enlos hombros de los otros. El mismoavión estaba ladeado sobre su eje. Los

que dormían completamente tendidos enel suelo, formaban un ángulo de unostreinta grados. Los que dormían frente aellos, sólo apoyaban las piernas en elsuelo, las caderas contra el lateral delavión y la espalda en la red de equipajede mano, que habían arrancado y usabancomo apoyo para evitar el ángulo que seformaba entre el suelo y el lateral.

Aunque los almohadones lesproporcionaban alguna comodidad,había tan poco espacio que cuandoalguno de ellos había de levantarse,todos los demás tenían que hacerlotambién. Cualquier cambio de posiciónsignificaba grandes dolores para los que

tenían las piernas rotas, y el pobredesgraciado que quería rascarse olevantarse para orinar, había de oír buennúmero de insultos de todos los que lerodeaban. Pero muy a menudo susmovimientos eran involuntarios. Si unode los chicos movía una pierna mientrasdormía, equivalía a dar una patada en elrostro del que tenía a sus pies. De vez encuando, alguno padecía sonambulismo.

—Voy a buscar una «Coca Cola» —decía, pasando por encima de loscuerpos de los que estaban entre el lugardonde se hallaba y la salida.

El que peor reaccionaba ante estasmolestias era Roberto Canessa, lleno de

remordimientos desde el incidente delvino y nervioso y temperamental pornaturaleza. Unas pruebas psicológicashabían revelado, cuatro años antes, queera un muchacho de instintos violentos,hecho que había determinado sudecisión de estudiar medicina y jugar alrugby. El empleo de la fuerza física enlucha con los contrarios y la práctica dela cirugía, se pensó que canalizarían porbuen camino estas agresivas tendencias.Cada vez que uno de los chicos aullabade dolor, Canessa le gritabaordenándole que se callara, aunquesabía que no se podía culpar almuchacho. Por este motivo tuvo la idea

de construir una especie de hamacas enlas que dormirían los heridos lejos delos otros compañeros.

Cuando al día siguiente habló deello, la idea no fue acogida con muchoentusiasmo.

—Estás loco —le dijeron—. Nosmatarás a todos con tus malditashamacas.

—Bueno, por lo menos, déjenmeintentarlo —les contestó Canessa, y enunión de Daniel Maspons comenzaron abuscar materiales apropiados.

El Fairchild había sido diseñado deforma que se pudieran retirar losasientos y usar para carga el

departamento de pasajeros. Con estepropósito se habían almacenado grancantidad de cuerdas de nailon y largasvaras metálicas en el departamento deequipajes. Las varas estaban provistasde boquillas que se ajustaban a unosenganches del departamento depasajeros. Canessa y Masponsdescubrieron que si tomaban dos deestas varas metálicas con una red entreellas y las enganchaban entre la unióndel suelo con el lateral de la parteizquierda de la pared, y por el otro ladole ataban unas cuerdas que fijarían altecho, tendrían una hamaca que colgaríahorizontalmente al suelo debido a la

inclinación del avión. Las varas nopermanecerían paralelas, pero lahamaca sería lo suficientemente ampliapara que pudieran dormir dos de losheridos, sin que los molestaran.Descubrió también que la puerta deseparación que había entre eldepartamento de pasajeros y el deequipajes, se podía usar de la mismaforma, y que un asiento podría hacer lasveces de litera donde durmiesen otrosdos.

Aquella noche Platero durmió sobrela puerta. Dos de los supervivientes quetenían las piernas fracturadas utilizaronlas literas, y otro, con uno de sus

amigos, la hamaca. Todos estaban máscómodos y se evitaron los gritos dedolor, pero con la resolución de unproblema se creó otro: se perdió elcalor de algunos cuerpos, y los queestaban suspendidos en medio de lacorriente de aire helado que entraba enel avión a través de la deficientebarrera, sufrieron intensamente a causadel frío. Les dieron más mantas, pero noeran suficientes para suplir el calor delos cuerpos de los amigos. Tuvieron,por tanto, que elegir entre soportar elfrío o la agonía de dormir apretujadoscon sus compañeros. Uno a uno fueronbajando hasta que sólo dos

permanecieron en las hamacas: RafaelEchavarren y Arturo Nogueira.

8

En la mañana del lunes, el cuartodía, algunos de los heridos de másgravedad, comenzaron a mejorarsensiblemente, a pesar de larudimentaria atención médica. Muchostodavía sufrían agudos dolores, perocedió gran parte de las inflamaciones ylas heridas comenzaron a cicatrizar.

Vizintín, que Canessa y Zerbinocreyeron que podría morir a causa de lapérdida de sangre, llamaba ya a Zerbinopara que lo ayudara a salir a orinar en lanieve. La orina era de color pardo

oscuro, y Zerbino creyó que podía tenerhepatitis.

—Era lo que me faltaba —dijoVizintín antes de volver a su lugar en eldepartamento de equipajes.

Parrado se recuperaba con rapidezasombrosa a pesar de tener que cuidarconstantemente de Susana. No ledesesperaba la situación de ella. Alcontrario, al tiempo que recobraba susfuerzas, surgió en él una absurdadeterminación de escapar. Mientras quetodos sus compañeros sólo pensabanque los rescatasen, Parrado consideró laposibilidad de volver a la civilizaciónde alguna forma y por sus propios

medios y confió su determinación aCarlitos Páez, que también queríamarcharse.

—Imposible —dice Carlitos—. Temorirás de frío en la nieve.

—No, si llevo suficiente ropa.—Entonces te morirás de hambre.

No podes pasar a través de las montañascon un poco de chocolate y un trago devino.

—Entonces cortaré pedazos de carnede uno de los pilotos —replicó Parrado—. Después de todo, ellos son los quenos han metido en este lío.

Carlitos no se horrorizó ante estepensamiento, porque no lo tomó en

serio. De todas formas, él pertenecía algrupo de los que estaban seriamentepreocupados por el tiempo que estabadurando la espera. Ya habían pasadocuatro días desde el del accidente, yaparte del bimotor que había agitado lasalas cuando pasó por encima de ellos,no había habido más señales del mundoexterior, a pesar de que sabían quealgunos permanecían con vida. La ideade que no habían sido vistos, o que losdaban por perdidos era tan terrible, quealgunos de los supervivientes nopermitían que entrara en su cabeza.Creían que se encontraban en un puntotan alto de la cordillera que era

imposible que los rescataran por mediode helicópteros y esperaban unaexpedición por tierra. Esto era lo quecreía Marcelo, y también PanchoDelgado, estudiante de derecho quecojeaba alrededor del avión, apoyado ensu pierna sana animando a todos losdemás e insistiendo elocuentemente enque Dios no los olvidaría y escucharíasus oraciones.

Los muchachos estaban muyagradecidos a Delgado porque calmabael pánico que ya se insinuaba en ellos.Estaban menos dispuestos hacia el grupode pesimistas entre los que sedestacaban Canessa, Zerbino, Parrado y

los Strauch, que dudaban de la hipótesisde que la ayuda estuviera en camino.

—Si saben dónde estamos —observaba Fito Strauch—, ¿por qué nonos lanzan alimentos?

—Porque saben que quedaríanenterrados en la nieve y que nos seríaimposible recogerlos —le contestabaMarcelo.

Ninguno tenía la menor idea dedónde se encontraban. Hallaron cartasde navegación en la cabina de lospilotos, las cuales estudiaron hora trashora amontonados al amparo del vientoen la oscura cabina. Ninguno de ellossabía leer esas cartas, pero Arturo

Nogueira, un chico tímido y retraído quese había roto las dos piernas, se erigióentre todos los del grupo en intérpretede las cartas de navegar y encontróCuricó entre las muchas ciudades yvillas. Recordaban que el copiloto habíadicho repetidas veces que habíansobrevolado Curicó y se veía bien claroen el mapa que Curicó estaba ya biendentro de Chile en el lado oeste de losAndes. Entonces, y según estadeducción, deberían de estar en algunaparte de las estribaciones de lacordillera. La aguja del altímetroseñalaba 2.500 metros. Las ciudades deChile no podían estar muy lejos, hacia el

Oeste.La dificultad que encontraban era

que el camino hacia el Oeste estababloqueado por las gigantescas montañas,y el valle donde se encontrabanatrapados conducía hacia el Este y devuelta, según creían, al centro de lacordillera. Estaban convencidos de quetan sólo escalando la montaña del Oeste,se encontrarían con el panorama de losverdes valles chilenos poblados degranjas.

Habían sido capaces de alejarsecaminando del avión hasta las nueve dela mañana solamente. Después de estahora, el sol fundía la capa de hielo que

cubría la nieve y se hundían hasta lacintura en aquel polvo blanco. Por estemotivo, no se aventuraron a alejarse delavión sino pocos metros, pues temíandesaparecer hundidos en la nieve, comole había ocurrido a Valeta. Fito Strauch,el inventor, descubrió que si se atabanlos almohadones de los asientos a lasbotas podían caminar, aunque condificultad, por la nieve. Enseguida, él yCanessa quisieron salir en dirección a lamontaña, no sólo para ver lo que habíaal otro lado, sino para enterarse de sihabía habido más supervivientes yestaban refugiados en la cola del avión,sobre todo en el caso de Fito, otro de

cuyos primos había desaparecido.Además, había otros incentivos.

Roque les había dicho que en la colaestaban almacenadas las baterías con lasque podían hacer funcionar la radio dealta frecuencia. También podríanencontrar maletas esparcidas por laladera de la montaña, pues la marca quehabía dejado el avión al arrastrarsemontaña abajo, todavía era visible en lanieve, y en las maletas sin dudaencontrarían más ropa. Carlitos Páez yNuma Turcatti —entre otros— tambiénestaban deseosos de subir por lamontaña, y en la mañana del martes día17 de octubre, a las siete, salieron los

cuatro. El cielo estaba despejado perotodavía hacía mucho frío, así que lasuperficie estaba dura y firme. Usandolas botas de rugby, avanzaron un buentrecho. Canessa llevaba unos guantesque se había confeccionado con un parde calcetines.

Caminaron durante una hora,descansaron y siguieron adelante otravez. El aire era ligero, y la marchapesada. A medida que el sol ascendía, lacapa de hielo iba fundiéndose y tuvieronque hacer uso de los almohadones. Muypronto quedaron empapados. Para evitarque los pies tropezaran, tenían quecaminar con las piernas arqueadas.

Ninguno de ellos había comido nadanutritivo por espacio de cinco días ymuy pronto Canessa sugirió que debíanvolver. Había perdido su autoridad ycontinuaron luchando, pero poco tiempodespués, Fito, al pasar sobre una grieta,se hundió en la nieve hasta la cintura.Esto les asustó a todos. Allá abajo, elavión parecía muy pequeño en el vastopaisaje. Los chicos que estaban a sualrededor, parecían puntos en la nieve.No había maletas a la vista ni señales dela cola.

—No va a ser sencillo salir de aquí—dijo Canessa.

—Pero si no nos rescatan, tendremos

que intentarlo —comentó Fito.—Nunca lo conseguiremos —

replicó Canessa—. Y mira qué débilesnos hemos quedado por no tener quécomer.

—¿Sabes lo que me dijo Nando? —intervino Carlitos, dirigiéndose a Fito—. Me dijo que si no nos rescataban, secomería a uno de los pilotos para salirde aquí. —Hubo una pausa. Despuésañadió—: Ese golpe en la cabeza hadebido de volverlo rematadamente loco.

—No sé —dijo Fito con graveexpresión—. Puede que sea la únicaforma de sobrevivir.

Carlitos no contestó y, todos, dando

la vuelta, comenzaron el descenso.

9

La experiencia de la expedición dejóa todos muy deprimidos. Durante losdías siguientes, Liliana Methol continuóconsolando a los más asustados yPancho Delgado hizo lo que pudo paralevantar los ánimos, pero pasaban losdías sin la menor señal de que el equipode rescate estuviera en camino, y todoshabían visto el fracaso de los másfuertes en una pequeña ascensión de lamontaña. ¿Qué esperanzas habíaentonces para los heridos y los másdébiles?

Por las noches, se hacinaban en elinterior del avión, tumbados en la fríaoscuridad con el pensamiento en sushogares y en sus familias. Poco a pocose iban quedando dormidos, los pies deunos en los hombros de los otros, Javiery Liliana juntos, Echavarren y Nogueiraen la hamaca, Nando y su hermanaSusana abrazados.

Durante la octava noche en lamontaña, Parrado se despertó y sintióque Susana se había quedado fría yrígida en sus brazos. El calor y elmovimiento de la respiración, habíandesaparecido. Inmediatamente oprimiósu boca contra la de ella y con lágrimas

resbalándole por las mejillas, soplóhasta llenarle los pulmones de aire. Loschicos se despertaron y miraban,rezando, cómo Parrado trataba dereanimar a su hermana. Cuando tuvo queabandonar por agotamiento físico, losustituyó Carlitos Páez, pero todo fue envano. Susana había muerto.

SEGUNDA PARTE

1

Cuando el control de tránsito aéreodel aeropuerto de Pudahuel en Santiagode Chile perdió el contacto con elFairchild uruguayo en la tarde delviernes día 13 de octubre,inmediatamente llamaron por teléfono alServicio Aéreo de Rescate, acuarteladoen el otro aeropuerto de Santiago, LosCerrillos. El jefe del Servicio Aéreo deRescate no se encontraba allí, así quellamaron a dos ex jefes del mismoservicio para que dirigieran laoperación de búsqueda y rescate. Eran

Carlos García y Jorge Massa. Eranoficiales de la Fuerza Aérea Chilena queno sólo estaban entrenados para dirigirestas operaciones sino que podíanmanejar todo tipo de aviones que teníana su disposición: Douglas C-47, DC-6 ylos ligeros Otter y Cessna, así como lospoderosos helicópteros Bell.

Aquella misma tarde un DC-6comenzó a buscar por la ruta quecomenzaba desde la última posicióncomunicada por el Fairchild, el corredorde Curicó hasta Angostura y Santiago.No buscaron por las áreas pobladas deesta zona, ya que si hubiera habido unaccidente en ellas, ya lo habrían

comunicado; la búsqueda estabaencaminada hacia las áreas másmontañosas. Al no encontrar nada enesta zona, buscaron más hacia atrás, enla ruta que suponían que había seguidoel avión, o sea, el área entre Planchón yCuricó. Había una tormenta de nievesobre Planchón y, como la visibilidadera nula, el DC-6 regresó a Santiago.

Al día siguiente, García y Massaanalizaron con más cuidado lainformación que poseían: la hora exactaen que el Fairchild había salido deMendoza, la hora en que habíasobrevolado Malargüe, la velocidad delavión, y la del viento cuando el aparato

volaba sobre los Andes. Llegaron a laconclusión de que el avión no podíaestar sobre Curicó cuando los pilotos locomunicaron, sino sobre Planchón, asíque, en vez de virar hacia Angostura ySantiago y descender al aeropuerto dePudahuel, el Fairchild se habíainternado en el corazón de los Andes ydescendido dentro del área de lasmontañas de Tinguiririca, Sosneado yPalomo. Con gran precisión, García yMassa señalaron en el mapa uncuadrado de treinta centímetros de lado,que representaba el área donde el avióndebía haberse estrellado. Ordenaronentonces que salieran aviones de

Santiago para investigar esta zona.Las dificultades que se presentaban

eran obvias. Allí las montañas teníanunas alturas de 5.000 metros. Si elFairchild se había estrellado encualquier parte entre estas montañas,con toda seguridad habría caído en unode los valles que estaban a una altura de4.000 metros y cubiertos con una capade nieve que oscilaría entre los seis ylos treinta y cinco metros. Como elavión tenía el techo blanco, seríaimposible verlo volando a la altura delos picos de las montañas. El volar entrelas turbulencias que se originan en lasmontañas, era probable que provocase

más pérdidas de aparatos y vidashumanas, pero una investigaciónmetódica del área señalada, era un ritualque se veían obligados a realizar.

Ya desde el principio, losprofesionales de la sala de control delServicio Aéreo de Rescate en elaeropuerto de Los Cerrillos, teníanpocas esperanzas de que hubiera algúnsuperviviente en un accidente ocurridoen plena cordillera. Sabían que latemperatura a esa altitud y en la estacióndel año en que se encontraban,descendía por la noche a 30 ó 40 gradosbajo cero, así que, si por una jugarretadel destino algunos de los pasajeros

hubieran sobrevivido al accidente,habrían muerto de frío durante laprimera noche en las montañas.

De todas formas, existe una normainternacional que obliga al país dondeocurre un accidente aéreo, a organizar labúsqueda del aparato durante diez díasy, a pesar del caos político y económicoque reinaba en Chile en aquel tiempo,era una obligación que el ServicioAéreo de Rescate tenía que llevar acabo. Y más aún, los parientes de lospasajeros ya habían comenzado a llegara Chile. Para aquellos que seencontraban en sus hogares, las horassiguientes al primer comunicado de la

desaparición del avión, estuvieronllenas de confusión y desesperadaansiedad. Después de las primerasnoticias emitidas por radio de que elFairchild se había detenido en Mendoza—lo que ninguno de los parientes sabía— y que había salido al día siguiente ydesaparecido, los medios oficialesguardaron silencio, y un gran número denoticias contradictorias procedentes defuentes no oficiales, corrieron como unreguero de pólvora. El padre de DanielFernández se enteró el sábado día 14 deque habían «encontrado» el avión, antesde que supiera que se había extraviado,ya que él no había escuchado la radio el

día anterior. Hubo otros que oyeron quelos chicos pudieron llegar sanos ysalvos y que estaban en el hotel quehabían reservado en Santiago, y hubo,además, el rumor de que habían llegadoa Chile, pero que no habían aterrizadoen Santiago.

2

El medio a través del cual fuerondifundidas las primeras noticias, ydespués rectificadas, era una radio encasa de los Ponce de León en Carrasco.Rafael Ponce de León era unradioaficionado y la radio unentretenimiento heredado de su padre,que instaló todo un equipo, incluido unpoderoso transmisor Collins KWM2, enel sótano de su casa. Rafael era tambiénun Old Christian y amigo de MarceloPérez. Él mismo no se había unido a laexcursión a Santiago porque no quería

dejar sola a su mujer que estabaembarazada de siete meses. A peticiónde Marcelo, Rafael había usado la radiopara reservar habitaciones en un hotelde Santiago para el equipo de rugby,llamando a un colega aficionado deChile que lo había conectado con la redtelefónica de Santiago. Más rápida ymás barata que el teléfono, esta prácticano era estrictamente legal, pero setoleraba. Cuando el día 13 por la nochese enteró de que el avión se habíaperdido en los Andes, comenzó amanejar la radio. Comunicódirectamente con el Hotel Crillon enSantiago y le dijeron que el equipo

había llegado sin novedad al hotel.Cuando noticias posteriores le hicierondudar de esto, llamó al hotel de nuevo yasí se enteró de que sólo dos de losjugadores habían llegado, dos quehabían tomado aviones de línea, uno deellos era Gilberto Regules, porque habíaperdido el Fairchild, y el otro era BobbyJaugust, porque su padre era elrepresentante de la KLM enMontevideo.

Acababa de aclarar este error,cuando sonó el timbre del teléfono conla noticia de que la novia chilena de unode los muchachos del avión habló consus futuros padres políticos, los Magri, y

les dijo que el aparato había aterrizadoen una pequeña ciudad al sur de Chile, yque todos sus ocupantes estaban a salvo.Como el rumor del hotel Crillon le habíahecho concebir falsas esperanzas,Rafael decidió verificar esta nuevapista. Para ello entró en contacto con elencargado de negocios uruguayo enSantiago, César Charlone, el cual lemanifestó que consideraba infundado elrumor en cuestión. Las noticias oficialeseran todavía que el avión estabaperdido.

Ahora, la historia de que el aparatohabía sido hallado, la aceptaron losMagri y la mitad de las familias

interesadas. Considerando que susesperanzas podían verse defraudadas,Rafael decidió acudir a la fuente delrumor: la novia de Guido Magri, Maríade los Ángeles. Se puso en contacto conella mediante su radio, y le preguntó siaquello era cierto. María confesó queno. La señora Magri le había parecidotan deprimida a través del teléfono, queoptó por decirle aquella mentirapiadosa. «Estaba yo tan segura de que loiban a encontrar —explicó— que le dijeque ya lo habían hallado.»

Rafael grabó sus palabras y aquellanoche envió la cinta a Radio Montecarlopara que la emitieran en su próximo

boletín de noticias. Pasada lamedianoche cerró su transmisor. Sutrabajo había sido en vano, pues a lasnueve de la mañana siguiente el rumorestaba acallado. No se había encontradoel avión.

Carlos Páez Vilaró, un famoso pintory padre de Carlitos, fue el primero enllegar a la comandancia del ServicioAéreo de Rescate de Los Cerrillos.Había Oído las noticias de ladesaparición del avión en casa de su exesposa en Carrasco y, por casualidad,cuando dejaba a su hija allí el viernespor la tarde, ya que, desde el divorcio,los hijos vivían con su madre, Madelón

Rodríguez. Hizo todas lasaveriguaciones que pudo en círculosoficiales, hablando con el encargado denegocios uruguayo en Santiago y con unoficial de la Fuerza Aérea Uruguaya aquien conocía personalmente. Charlone,el encargado de negocios, no se mostrómuy explícito y aunque el oficial de laFuerza Aérea llamó a Ferradas «elmejor y más experimentado piloto» delejército, Páez Vilaró sabía que su amigoy Ferradas eran los dos únicos pilotossupervivientes de su generación; el restohabía muerto en accidentes. Diciéndolea Madelón que él mismo encontraría alos chicos, salió para Santiago el sábado

por la mañana temprano.Aquella tarde voló en un DC-6 de la

Fuerza Aérea a lo largo de la supuestaruta del Fairchild. Cuando volvió alaeropuerto, ya había llegado otropariente de uno de los muchachos, y aldía siguiente se encontraban allí un totalde veintidós.

Teniendo que hacer frente a estaafluencia, Massa les anunció que no sepermitiría a ningún familiar volar en losaviones que participaban en labúsqueda, y entonces se congregaron enlas oficinas de César Charlone. Allíoyeron la noticia de que un minerollamado Camilo Figueroa había dicho a

la policía chilena que había visto caer elaparato incendiado a unos 115kilómetros al norte de Curicó, en la zonade El Tiburcio.

El lunes día 16, García y Massadirigieron la búsqueda en aquella zona.Nada vieron durante la mañana, peropor la tarde un piloto dijo que se veíauna columna de humo que salía de unamontaña de la zona de El Tiburcio. Unainspección más de cerca reveló que elhumo procedía de la cabaña de ungranjero de la colina.

Aquel mismo día por la tarde,partieron grupos de carabineros (policíamilitarizada de Chile) y miembros del

Cuerpo de Socorro Andino, formado porvoluntarios con la misión de rescatar aaquellas personas que se perdían en lacordillera de los Andes. Salieron deRancagua en dirección a la zonalocalizada entre Planchón y El Tiburcio,pero se vieron detenidos más tarde portormentas de nieve y fuertes vientos.

Estas condiciones atmosféricas nopermitieron salir a los aviones al díasiguiente ni al otro, el 17 y el 18 deoctubre. Nubes impenetrables ytormentas de nieve cubrían toda el área.Desesperados, algunos de los parientesregresaron a Montevideo. Otros sequedaron y comenzaron a pensar en

investigar por su cuenta. No era quepensaran que los chilenos no hacían todolo posible —incluso el avión gemelo delFairchild, que había sido enviado por laFuerza Aérea Uruguaya para ayudar alos chilenos, se veía obligado apermanecer en tierra—, pero sabían quepasaba el tiempo y que los profesionalesno tenían fe en encontrar a sus hijosvivos.

—Es imposible —declaró elcomandante Massa a la prensa—. Sialguno hubiera resultado con vida,habría quedado enterrado en la nieve.

Páez Vilaró consideró la posibilidadde investigar por sí mismo. Encontró un

libro en una librería de Santiago tituladoLas nieves y montañas de Chile y allívio que la tierra que comprendía lasmontañas de Tinguiririca y Palomopertenecían a un tal Joaquín Gandarillas.Pensando que el hombre que era dueñodel terreno sería el que mejor conocíaéste, Páez Vilaró fue a ver aGandarillas, quien lo recibió conamabilidad y le explicó que su granextensión de terreno le había sidoconfiscada por el régimen, de acuerdocon los planes de reforma agraria delpresidente Allende. Así y todo,Gandarillas conocía el terreno como lapalma de la mano y, cuando terminó la

entrevista, Páez Vilaró lo habíaconvencido para que saliera con él elpróximo día hacia el área del volcánTinguiririca.

Un viaje de dos días, primero encoche y después a caballo, los llevó a lafalda oeste de la montaña. Las nevadashabían cesado pero la nieve recientecontribuía a hacer más patente ladesolación del lugar. Nada se veía, nivivo ni muerto, pero así y todo, PáezVilaró continuó mirando la inmensamole de la montaña y silbaba, pensandoque por arte de magia, el sonido llegaríahasta su hijo. Los silbidos eranreproducidos por el eco y después,

absorbidos por la nieve. Nada podíanhacer excepto regresar.

Mientras Páez Vilaró daba estospasos para encontrar a su hijo, habíaotros en casa que empleaban métodosmenos ortodoxos de búsqueda y rescate,entre éstos se encontraba la madre de suex esposa Madelón.

Acompañada por el hermano deJavier Methol, Juan José, el 16 deoctubre fue a ver a un anciano deMontevideo, un adivino profesional yzahori, de quien se decía que teníapoderes de clarividencia y podíaencontrar algo más que manantialesescondidos. Llevaban consigo un mapa

de los Andes. Cuando el ancianosostuvo la horquilla de madera sobre elmapa, la horquilla tembló y cayó en unpunto del mapa situado en el lado estedel volcán Tinguiririca a treintakilómetros del Balneario Termas delFlaco.

Su hija Madelón comunicó estaposición a Páez Vilaró en Chile, a travésde la radio de Ponce de León, pero PáezVilaró le contestó que el Servicio Aéreode Rescate ya había explorado esta áreay que, si se hubieran estrellado allí, nohabrían tenido ninguna probabilidad desobrevivir.

Esto último era algo que Madelón no

quería escuchar, así que abandonó losconsejos del anciano adivino. Visitó alastrólogo uruguayo Boris Cristoff y lepreguntó el nombre del mejorclarividente del mundo.

—Croiset —dijo él sin vacilar—.Gérard Croiset, de Utrecht.

Rosina Strauch, la madre de Fito,esperaba ayuda de otra fuente. Le habíandicho que la Virgen de Garabandal sehabía aparecido a unos niños en Españahacía unos diez años, una aparición quenunca aprobó el Vaticano. Paraconvencer al Papa, la Virgen habría deobrar algún milagro. Si era así, aquíestaba su oportunidad y en unión de las

madres de otros dos chicos, comenzarona rezar a la Virgen de Garabandal.

Pero había otros que ya se habíanresignado y en sus oraciones pedíanpoder soportar la pérdida y por lasalmas de sus hijos. La madre de CarlosValeta, el muchacho que habíadesaparecido en la nieveinmediatamente después del accidente,había perdido toda esperanza. El viernespor la tarde tuvo una visión, primero deun avión que caía, después del rostroensangrentado de su hijo y más tardeaún, del hijo durmiendo. A las cinco ymedia sabía que su hijo había muerto.Las razones de la resignación de otros

parientes estaban basadas en laconclusión de que no podían escapar, yque sobrevivir en la cordillera, aunqueno hubieran muerto en el accidente, erapoco menos que imposible.

Así y todo, el sótano de RafaelPonce de León se llenaba todas lastardes con los parientes, los amigos ylas novias de los chicos, en busca denoticias.

La búsqueda por el Servicio Aéreode Rescate fue reanudada el día 19 deoctubre. Continuó durante todo este día yel próximo, y en la mañana del día 21.Al mismo tiempo salieron aviones por ellado argentino desde Mendoza. Páez

Vilaró y algunos otros continuaban labúsqueda en un avión Cessna que leshabía prestado el Aero Club de SanFernando. A pesar de todos estosesfuerzos, no encontraron ni rastro delFairchild.

Habían empleado ocho días en labúsqueda, dos de los cuales se habíanperdido a causa del mal tiempo. Sehabían arriesgado las vidas de loscomponentes del Servicio Aéreo deRescate y se había hecho unconsiderable gasto de combustible enuna búsqueda que cualquier hombrerazonable consideraba inútil. Almediodía del 21 de octubre, García y

Massa anunciaron que se daba porterminada la búsqueda del aparatouruguayo n.° 571, en vista de losresultados negativos obtenidos.

TERCERA PARTE

1

En la mañana del noveno díasacaron el cuerpo de Susana Parrado ylo dejaron en la nieve. Cuando lossupervivientes salían del avión, nada seoía, excepto el viento; nada se veía,excepto la misma arena de la roca y lamisma nieve de siempre.

A medida que cambiaba la luz, lasmontañas tomaban diferentes aspectos yapariencias. Por la mañana tempranoparecían brillantes y distantes. Después,cuando avanzaba el día, las sombras sealargaban y las piedras grises, rojizas y

verdes se antojaban bestias al acecho omalhumorados dioses amenazando a losintrusos.

Sacaban los asientos del avión y loscolocaban en la nieve como si fueransillas de tijera y largo respaldo en laveranda de una terraza. Allí se sentabanlos primeros que salían del aparato paraderretir nieve, mientras oteaban elhorizonte. Cada cual podía ver en lascaras de sus compañeros el rápidoprogreso del desgaste físico. Losmovimientos de los que trabajaban en elinterior o alrededor del avión, setornaban lentos y pesados. Al menoresfuerzo, se quedaban agotados. Muchos

de ellos permanecían sentados dondehabían dormido la noche anterior,débiles y deprimidos hasta tal extremoque ni siquiera eran capaces de salir alexterior en busca de aire fresco. Surgióotro problema: cada vez se hacían másirritables.

Marcelo Pérez, Daniel Fernández ylos miembros más viejos del grupotemían que algunos de los chicosestuviesen ya al borde de la histeria. Laespera los deprimía. Habían comenzadoa disputar entre ellos.

Marcelo hacía lo que podía para darejemplo. Se mostraba optimista y alegre.Hablaba con confianza sobre el rescate

y trataba de que su grupo cantaracanciones. Intentaron cantar Clementine,pero el resultado fue desastroso. Nadietenía ganas de cantar. Llegó a hacersepatente que su capitán no tenía tantaconfianza como pretendía demostrar; porlas noches quedaba abrumado por lamelancolía. Pensaba constantemente encuánto debía de estar sufriendo sumadre, en su hermano que estabapasando la luna de miel en Brasil y en elresto de su familia. Trataba de ocultarlos sollozos, pero cuando se quedabadormido, se levantaba a veces gritando.Su amigo Eduardo Strauch procurabaconsolarlo, pero Marcelo, como capitán

del equipo y jefe de la expedición aChile, se sentía responsable por lo quehabía sucedido.

—No seas tonto —le decía Eduardo—. No puedes mirar las cosas desde esepunto de vista. Yo convencí a Gastón y aDaniel Shaw para que vinieran y ahoralos dos están muertos. Incluso llamé aDaniel para que no lo olvidara, pero nome siento responsable de sus muertes.

—Si alguno es responsable, ese esDios. ¿Por qué ha permitido que murieraGastón? —Fito Strauch se estabarefiriendo al hecho de que GastónCostemalle, que había desaparecido porla cola del avión, no había sido el

primero de su familia en morir; su madreya había perdido a su esposo y a otrohijo—. ¿Por qué permite Dios quesuframos de esta manera? ¿Qué hemoshecho para que sea así? —añadió Fito.

—No es tan sencillo como parece —contestó Daniel Fernández, el tercero delos primos Strauch.

Entre los veintisiete, había dos o tresque, con su coraje y ejemplo, se habíanconvertido en los pilares de sustentaciónde su moral. Echavarren, que padecíaagudos dolores a causa de su piernaaplastada, gritaba e insultaba acualquiera que lo pisara, pero acontinuación pedía disculpas de la

manera más cortés o, a veces, con unchiste. Enrique Platero se mostrabaenérgico y valiente a pesar de su heridaen el estómago. Y Coco Nicolichobligaba a su «clan» a levantarse por lamañana, limpiar el interior y despuésjugaban a los acertijos o charadas. Porla noche los convencía para que rezaranel rosario con Carlitos Páez.

Liliana Methol, la única mujer entreellos, era una fuente insustituible deconsuelo. Aunque a sus treinta y cincoaños era más joven que cualquiera desus madres, llegó a ser para todos ellosuna imagen de devoción filial. GustavoZerbino, que sólo tenía diecinueve años,

la llamaba madrina, y ella respondía aeste afecto con palabras cariñosas yelevado optimismo. También se dabacuenta de que la moral de los chicosestaba a punto de derrumbarse y pensabaconstantemente en numerosas formas dedistraerlos para que no estuvieran con laidea fija de su desgracia. En la noche deaquel noveno día, los reunió a todos a sualrededor y les pidió que cada unocontara una anécdota de su vida. Parecíaque a ninguno iba a ocurrírsele nada,pero entonces, Pancho Delgado sedispuso a relatar tres historias sobre sufuturo suegro.

Cuando conoció a su novia ella sólo

tenía quince años, y él tres o cuatro más.No estaba muy seguro de que los padresde ella lo aceptaran y estaba muynervioso pensando en la impresión queles causaría. Al poco tiempo deconocerlos tiró, por accidente, al padrede su novia a la piscina, hiriéndolo enuna pierna; poco después se le disparóun arma en el interior del coche de lafamilia de ella, un BMW 2002completamente nuevo, y dejó en el techoun agujero enorme, con piezas de lachapa curvadas hacia el exterior como sifueran pétalos de una flor; más tarde,estuvo a punto de electrocutar al padrede su novia intentando ayudarlo a montar

la instalación eléctrica en el jardín conmotivo de una fiesta que daban en sucasa de Carrasco.

Estas anécdotas reconfortaron a losmuchachos que permanecían sentados enla semioscuridad del interior del aviónesperando estar lo suficientementecansados para quedarse dormidos y, poresta causa, se sintieron agradecidos.Pero cuando llegó el turno de contarotras anécdotas, todos callaron, ymientras oscurecía, cada uno volvió adedicarse a sus propios pensamientos.

2

Se levantaron en la mañana deldomingo día 22 de octubre para hacerfrente a su décimo día en la montaña.Los primeros que salieron del aviónfueron Marcelo y Roy Harley. Roy habíaencontrado una radio de transistoresentre dos asientos del avión y, con suspequeños conocimientos de electrónica,que había adquirido mientras ayudaba aun amigo a montar un sistema de altafidelidad, fue capaz de repararla. Eramuy difícil recibir señales en aquellahendidura entre tan altas montañas, así

que Roy construyó una antena conpedazos de cable del circuito eléctricodel avión. Mientras trataba de sintonizaralguna estación, Marcelo sostenía laantena y la movía de un lado a otro.Oyeron a intervalos emisionesprocedentes de Chile, pero ningunanoticia sobre su rescate. Todo lo queoían eran las voces estridentes de lospolíticos de Chile implicados en lahuelga de la clase media contra elgobierno socialista del presidenteAllende.

Otros chicos fueron saliendo a lanieve. La falta de alimentos estabahaciendo estragos. Cada vez se

encontraban más débiles y apáticos.Cuando se levantaban sentían mareos yles era difícil mantenerse en pie. Teníanfrío aun cuando el sol estuviese alto ycalentase, y su piel empezaba aarrugarse como la de los ancianos.

Se estaban agotando los pocosalimentos de que disponían. La racióndiaria de un trocito de chocolate, untrago de vino y una cucharadita demermelada, o marisco en conserva —que comían lentamente para hacerlodurar más— se había convertido más enuna tortura que en un sustento paraaquellos muchachos de constituciónatlética y saludable; así y todo, los más

fuertes lo repartían con los más débiles,y los más saludables con los enfermos.Todos tenían conciencia de que nopodrían sobrevivir durante muchotiempo. No tanto porque se sintieranconsumidos por un hambre voraz, sinoporque estaban cada día más débiles yno eran necesarios muchosconocimientos de medicina o nutriciónpara predecir cómo terminarían.

Trataron de buscar otras fuentes dealimentación. Parecía imposible que nocreciera nada en los Andes, ya que lamás insignificante de las plantas vivastenía valor nutritivo. En lasinmediaciones del avión, sólo había

nieve. El terreno descubierto máscercano se encontraba a unos treintametros. Este terreno que estaba expuestoal sol y al aire, consistía en una rocamontañosa y desnuda donde encontraronuna especie de líquenes resecos.Arrancaron una porción de ellos y losmezclaron con nieve formando unapasta, pero resultaron amargos ynauseabundos y como alimento no valíannada. Excepto estos líquenes noencontraron ninguna otra cosa. Huboalgunos que pensaron en losalmohadones, pero ni siquiera estabanrellenos de paja. Ni el nailon ni laespuma eran comestibles.

Hacía ya algunos días que algunoshabían considerado que si queríansobrevivir tendrían que comer loscuerpos de los que habían fallecido enel accidente. Era una perspectivahorripilante. Los cadáveres se hallabanen la nieve, alrededor del avión, y elintenso frío los había conservado en lapostura en que murieron. Mientras que elpensamiento de cortar la carne deaquellos que habían sido sus amigos eraprofundamente repugnante para todos,una lúcida apreciación de su situaciónles condujo a considerarlo.

Las discusiones sobre el asunto seiban extendiendo a medida que, con gran

precaución, lo iban exponiendo a susamigos o a aquellos que suponían queestarían de su parte. Por último, Canessalo expuso sin ambages. Se apoyabafirmemente en el argumento de que nolos iban a rescatar; que tendrían quesalir de allí valiéndose de sí mismospero que nada se podía hacer sinalimentos y que el único alimento de quedisponían era carne humana. Usó de susconocimientos de medicina paradescribir, con su voz aguda y penetrante,cómo sus cuerpos estaban consumiendolas pocas reservas que contenían.

—Cada vez que nos movemos,consumimos parte de nuestro cuerpo.

Muy pronto estaremos tan débiles que notendremos la fuerza suficiente ni paracortar la carne que está ahí delante denuestros ojos —les dijo.

Canessa no hablaba porconveniencia. Insistió en que tenían laobligación moral de permanecer vivos atoda costa y valiéndose de los recursosde que disponían, y como era sincero ensus creencias religiosas, trató de ponermás énfasis en lo que dijo acontinuación, dedicado a lossupervivientes más piadosos.

—Es carne y nada más que carne —añadió—. Las almas han abandonadolos cuerpos y están con Dios en los

Cielos. Todo lo que queda no es másque el cuerpo que contenía el alma y,por tanto, ya no es un ser humano; escomo la carne de las reses que comemosen casa. Hubo otros que participaron enla conversación. Fito Strauch les dijo:

—¿No han notado la cantidad deenergías que se necesitan para escalarunos metros de montaña? Piensen ahoralas que necesitamos para llegar a lacumbre y luego bajar por el otro lado.Jamás se podrá lograr con un sorbo devino y un pedacito de chocolate.

La verdad de lo que acababa dedecir era indudable.

Se convocó una reunión en el

interior del Fairchild y por primera veztodos los supervivientes discutieron elproblema al que se enfrentaban: si parasobrevivir, debían o no comer loscuerpos de los muertos. Canessa,Zerbino, Fernández y Fito Strauchrepitieron los mismos argumentos quehabían usado anteriormente. Si no lohacían, morirían. Tenían la obligaciónmoral de vivir, tanto por ellos como porsus familiares. Dios deseaba quevivieran y con los cuerpos de susamigos les había proporcionado losmedios para lograrlo. Si Dios no lohubiese deseado, habrían muerto todosen el accidente; sería una equivocación

renunciar al don de la vida tan sóloporque sintiesen ciertos escrúpulos.

—Pero, ¿qué hemos hecho para queDios nos pida que comamos los cuerposde nuestros amigos muertos? —preguntóMarcelo.

Hubo un momento de vacilación.Entonces Zerbino se volvió hacia sucapitán y le preguntó a su vez:

—Y, ¿qué crees que hubieranpensado ellos?

Marcelo no contestó y Zerbinocontinuó diciendo:

—Sé perfectamente que si mi cuerpomuerto pudiera contribuir a mantenerlosvivos a ustedes, quisiera que lo usaran

sin vacilar. Es más, si muriese y ustedesno me comiesen, regresaría desde dondequiera que me encontrase y les daría unapatada en el culo a cada uno.

Este razonamiento disipó muchasdudas, porque aunque muchos sentíanrepugnancia al pensar en comer carneprocedente de los cuerpos de susamigos, todos estuvieron de acuerdo conZerbino. Allí mismo pactaron que sialguno de ellos moría, su cuerpo seríaempleado como alimento.

Marcelo no estaba decidido aún. Ely su menguado grupo de optimistas,seguían aferrados a las esperanzas de unpronto rescate, pero cada vez eran

menos los que compartían su fe. Laverdad es que algunos de los másjóvenes se llegaron a quejar a lospesimistas —o realistas, como ellos seautodenominaban— sobre los puntos devista de Marcelo y Pancho Delgado. Sesentían decepcionados. El rescate quetantas veces les habían prometido queestaba en camino, no llegaba.

Pero no faltaba quien apoyase aMarcelo y Pancho. Coche Inciarte yNuma Turcatti, ambos fuertes yresistentes pero de gran nobleza,comunicaron a sus compañeros queaunque no creían equivocado aquello,nunca podrían hacerlo. Liliana Methol

se puso de su parte. Permanecía tantranquila como de costumbre pero, aligual que los otros, luchaba con lasemociones que el tema había suscitado.Su instinto de supervivencia era fuerte, ygrandes los deseos de volver a ver a sushijos, pero el pensamiento de comercarne humana le horrorizaba. Nopensaba que fuese una equivocación yno se oponía: distinguía perfectamenteentre el pecado y la repugnancia física, yun tabú impuesto por la sociedad no erauna ley de Dios. Liliana les dijo:

—Mientras exista una pequeñaesperanza de que nos rescaten, mientrastodavía quede algo de comer, aunque

sólo sea una partícula de chocolate, nopodré hacerlo.

Javier Methol estaba de acuerdo consu esposa, pero no trató de detener a losdemás para que hicieran lo que elloscreían que debería hacerse. A ningunose le ocurrió argumentar que quizá Diosdeseaba que eligieran morir. Todoscreían que la virtud estaba en lasupervivencia y que comer los cuerposde sus amigos muertos no pondría enpeligro sus almas, pero una cosa esdecidir y otra actuar.

La discusión continuó durante granparte del día y a media tarde sabían quetenían que actuar en aquel instante o

nunca, pero continuaron sentados en elinterior del avión guardando uncompleto silencio. Por fin un grupo decuatro —Canessa, Maspons, Zerbino yFito Strauch— se levantaron y salieronal exterior. Algunos más los siguieron.Ninguno deseaba saber quién iba acortar la carne o de qué cuerpo iban acortarla.

La mayor parte de los cuerposestaban cubiertos por la nieve, perounos metros más allá del avión, se veíala espalda de uno. Sin decir una palabra,Canessa se arrodilló, descubrió la piel ycortó la carne con un pedazo de cristalroto. Estaba congelada y era muy difícil

de cortar, pero insistió hasta que separóveinte tiras del tamaño de una cerillacada una. Entonces se levantó, regresóal avión y las colocó en el techo delmismo. En el interior del avión reinabael más absoluto silencio. Los chicosestaban acurrucados en el Fairchild.Canessa les dijo que la carne estaba enel techo secándose al sol y que el quequisiera podía salir y comerla. Nadie semovió y Canessa tuvo que tomar denuevo la iniciativa. Rezó a Dios paraque le ayudara a llevar a cabo lo que élsabía que era lo correcto y tomó unapieza de carne con la mano. Vaciló.Aunque estaba completamente decidido,

lo paralizó el horror del instante. Lamano ni subía hacia la boca ni caíahacia abajo, ya que la repugnancia quesentía luchaba contra su inquebrantablevoluntad. La voluntad venció. La manose izó y metió el pedazo de carne en laboca. Lo tragó.

Se sintió triunfante. Su concienciahabía vencido un tabú primitivo eirracional. Sobreviviría.

Aquella tarde, poco rato después, ungrupo de chicos salieron del avión ysiguieron su ejemplo. Zerbino tomó unatira y la tragó de la misma forma quehabía hecho Canessa, pero se le quedódetenida en la garganta. Se metió un

puñado de nieve en la boca y se lasarregló para tragarlo todo junto. FitoStrauch siguió su ejemplo y despuésMaspons, Vizintín y otros.

Mientras tanto, aquella noche,Gustavo Nicolich, el muchacho alto y decabellos rizados, que sólo tenía veinteaños y que tanto se había esforzado paraconservar la moral de sus jóvenesamigos, escribió a su novia enMontevideo.

«Queridísima Rosina:

Te estoy escribiendo en el

interior del avión (nuestro petithotel de momento). Se estáponiendo el sol y comienza ahacer frío y a levantarse vientocomo casi siempre sucede a estahora de la tarde. Hoy ha hechoun tiempo espléndido, el solbrillaba y hacía calor. Merecordaba los días quepasábamos juntos en la playa;la gran diferencia consiste enque, estando allí, nos íbamosdespués a comer a tu casa,mientras que aquí tengo quequedarme fuera del avión sinnada que llevarme a la boca.

Lo más importante de hoy esque ha sido un día muydeprimente y gran parte de losotros se han desanimado (hoy esel décimo día que nosencontramos aquí), pero porfortuna este sentimiento no meha afectado a mí, porque me dauna fuerza increíble sólo pensarque voy a volver a verte. Otrade las cosas que ha desanimadomucho es que muy pronto nosquedaremos sin comida:solamente nos quedan dos lataspequeñas de mariscos, unabotella de vino blanco y otra

pequeña de licor de cerezas quepara veintiséis hombres (bueno,hay algunos chicos que quierenser hombres) no es nada.

Hay algo que te va aparecer increíble (yo todavía noconsigo creerlo) y es que hoyhan comenzado a cortar carnede los muertos para comérsela.No hay otro remedio. Yo habíarezado a Dios desde lo másprofundo de mi ser para queeste día no llegara nunca, peroha llegado y tenemos queaceptarlo con valor y fe. Fe,porque he llegado a la

conclusión de que si los cuerposestán ahí es porque Dios los hapuesto ahí y lo único queimporta es el alma, no debosentir remordimientos; y sillega el día en que yo puedasalvar a alguien con mi cuerpo,lo haría con mucha alegría.

No sé cómo se encontraránmamá, papá, los chicos y vos;me pone muy triste pensar queestarán sufriendo yconstantemente rezo a Diospara que les consuele y les défuerzas porque es la únicamanera de salir de esta

situación. Creo que muy prontollegará un final feliz para todosnosotros.

Te va a dar un síncopecuando me veas. Estoy sucio,con barba, un poco másdelgado, y con una herida en lacabeza, otra en el pecho que yaha cicatrizado, y otra pequeñaque me he hecho hoy cuandotrabajaba en el interior delavión. También tengo pequeñoscortes en las piernas y en loshombros; pero, a pesar de todo,estoy muy bien.»

3

Los dos primeros que salieron delavión al día siguiente, vieron que estabanublado, pero llegaba algo de sol a lanieve, pasando a través de las nubes.Algunos lanzaban miradas curiosas aCanessa, Zerbino, Maspons, Vizintín ylos primos Strauch. No porque temieranque Dios los hubiera castigado, sinoporque todos sabían, por haber vividoalgún tiempo en sus estancias, que no sedebe comer un novillo que muere decausas naturales y se preguntaban si nosería tan poco saludable hacer lo mismo

con el cuerpo humano.Los que habían comido la carne se

encontraban perfectamente bien.Ninguno de ellos había comida grancantidad y, de hecho, se sentían tanhambrientos como los demás. Comosiempre, fue Marcelo el primero enlevantarse.

—Vamos —le dijo a Roy Harley—.Tenemos que preparar la radio.

—Hace mucho frío. ¿No puede irotro? —contestó Roy.

—No. Este es tu trabajo. ¡Vamos! —insistió Marcelo.

De mala gana, Roy se puso loszapatos encima de sus dos pares de

calcetines. Pasó agachado entre lassomnolientas figuras, saltó por encimade los que se encontraban junto a lasalida y siguió a Marcelo hasta elexterior. Uno o dos más lo siguieron.

Marcelo ya se encontrabasosteniendo la antena y estaba esperandoque Roy cogiera la radio, la conectara ycomenzase la búsqueda de algunaestación. Sintonizó la estación chilenaque el día anterior sólo habíatransmitido propaganda política. Peroahora, mientras sostenía el aparatopegado a su oído, oyó las últimaspalabras del boletín de noticias.

«El Servicio Aéreo de Rescate

comunica a todos los avionescomerciales y militares que sobrevuelenla cordillera, que comuniquen si venalgún indicio de los restos del Fairchildn.° 571. Esto se debe a la suspensión dela búsqueda del aparato uruguayo por elServicio Aéreo de Rescate, en vista delos resultados negativos obtenidos.»

El locutor cambió de tema. Royseparó la radio de su Oído. Se dirigió aMarcelo y le contó lo que había Oído.Marcelo dejó caer la antena, se cubrióla cara con las manos y lloró dedesesperación. Los otros que habíanrodeado a Roy cuando estaba dandocuenta de las noticias que había Oído,

comenzaron a llorar y rezar, todosexcepto Parrado, que mirabatranquilamente a las montañas que selevantaban al Oeste.

Gustavo Nicolich salió del avión y,viendo las caras de los demás, supo loque había sucedido.

—¿Qué les diremos a los demás? —preguntó.

—No debemos decírselo —repusoMarcelo—. Al menos, que conserven laesperanza.

—No; hemos de decírselo. Debenestar preparados para lo peor —contestó Nicolich.

—No puedo, no puedo —replicó

Marcelo, todavía llorando.—Yo se lo diré —añadió Nicolich,

dirigiéndose a la entrada del avión.Trepó hasta el agujero abierto entre

las maletas y las camisetas de rugby, separó en la entrada del estrecho túnel ymiró a las tristes caras que se habíanvuelto hacia él.

—¡Eh, muchachos! —les gritó—.Tenemos buenas noticias. Las acabamosde escuchar por la radio. Hansuspendido la búsqueda.

Dentro del abarrotado departamentohubo un silencio. Cuando se dieroncuenta de su desgracia, comenzaron asollozar.

—¿Por qué demonios son buenasnoticias? —le gritó Páez completamentefuera de sí.

—Porque quiere decir quetendremos que salir de aquí por nuestrospropios medios —le contestó Nicolich.

Su valor evitó la desesperacióntotal, pero algunos de los optimistas queaún confiaban en el rescate fueronincapaces de reanimarse. Lospesimistas, varios de los cuales teníantan pocas esperanzas de ser rescatadoscomo de salir de allí por sus propiosmedios, no se asustaron: era lo quehabían esperado. Pero las noticiasanonadaron a Marcelo. Su papel de jefe

terminó automáticamente en aquelinstante y la vida se borró de sus ojos.También Delgado quedó abatido por lanoticia. Su elocuente y alegre optimismose evaporó en el aire ligero de lacordillera. Parecía que no tenía ningunafe en que pudieran escapar de allí porsus propios medios y se retiró a segundafila. De los antiguos optimistas,solamente Liliana Methol conservabalas esperanzas y ofrecía su consuelo.

—No se preocupen —decía—.Saldremos todos de aquí. Nosencontrarán cuando se derrita la nieve.

Entonces, recordaba los pocosalimentos que les quedaban y añadía:

—O saldremos caminando hacia elOeste.

Escapar: esta era la obsesión de losoptimistas. Era desesperante que elvalle en que se encontraban atrapadosdescendiera hacia el Este, y que hacia elOeste tuvieran las sólidas paredes de lasaltas montañas, pero esto no detenía aParrado. Tan pronto como se enteró dela suspensión de la búsqueda, anunció suintención de partir, solo si fuesenecesario, hacia el Oeste. Con grandificultad, los demás lo convencieronpara que no lo hiciera. Diez días anteslo habían dado por muerto. Si había quesubir las montañas, había muchos otros

que se encontraban en mejorescondiciones físicas.

—Tenemos que pensar sobre todoesto con calma y actuar juntos. Sólo si lohacemos de esta manera podremossobrevivir —dijo Marcelo.

Todavía le tenían suficiente respetoa Marcelo, y Parrado conservababastante disciplina de equipo paraaceptar lo que los otros decidieran. Detodas formas, no se encontraba solo ensu insistencia de que antes de que sedebilitaran más, debían emprender otraexpedición, bien para subir la montaña yver lo que se encontraba al otro lado, opara buscar la cola del avión.

Se acordó que un grupo formado porlos más fuertes saliera inmediatamente,y una hora después de oír las noticias dela radio, Zerbino, Turcatti y Masponsemprendieron la subida de la montañabajo la mirada expectante de sus amigos.

Canessa y Fito Strauch volvieron alcadáver que comenzaron el día anteriory cortaron más carne. Las que habíandejado en el techo del avión ya lashabían consumido. No sólo porquedespués de secas por el sol y el aireeran más fáciles de tragar, sino porquelas noticias de que no iban a serrescatados, habían convencido a muchosde los que se mostraron vacilantes el día

anterior. Por primera vez, Parradocomió carne humana. También lo hizoDaniel Fernández pero con un enormeesfuerzo de voluntad para vencer surepugnancia. Uno a uno se vieronobligados a tomar y tragar la carne desus amigos. Para algunos erasimplemente una desagradablenecesidad; para otros era un conflictoentre la conciencia y la razón.

Había algunos que no eran capacesde conseguirlo: Liliana y Javier Methol,Coche Inciarte, Pancho Delgado.Marcelo Pérez, estando seguro de quedebía dar este paso, empleaba laautoridad que aún conservaba para

convencer a los demás que debían dehacerlo, pero nada de lo que dijo causóel efecto del pequeño comentario quehizo Pedro Algorta. Era uno de los doschicos que estaban en el aeropuerto peorvestido que los demás, como sidespreciara los valores burgueses.Durante el accidente recibió un golpe enla cabeza que le había producidoamnesia total, y no recordaba nada de loque había sucedido el día anterior.Algorta estaba mirando cómo Canessa yFito Strauch cortaban carne, pero nodijo nada hasta el momento en que leofrecieron una tajada. La tomó, la tragóy entonces dijo:

—Es como la Sagrada Comunión.Cuando Cristo murió, nos entregó sucuerpo para que tuviéramos una vidaespiritual. Mi amigo me entrega sucuerpo para darme la vida física.

Con este pensamiento, CocheInciarte y Pancho Delgado tomaron porprimera vez su parte, y Marcelo seagarró a él y lo esgrimió como unconcepto para convencer a los demás deque debían seguir su ejemplo ysobrevivir. Uno a uno lo fueronhaciendo, hasta que sólo quedaronLiliana y Javier Methol.

Ahora que ya se había hecho patenteque iban a vivir alimentándose de los

muertos, organizaron un grupo entre loschicos más fuertes para que cubrieranlos cadáveres con nieve, mientras quelos más débiles o los heridos sesentaban en los asientos con lasbandejas de aluminio al sol paraconvertir la nieve en agua que recogíanen botellas de vino vacías. Los otroslimpiaban el interior del avión.

Canessa, una vez que hubo cortadosuficiente carne para satisfacer susinmediatas necesidades, inspeccionó alos heridos. Quedó bastante satisfechode lo que vio. La mayor parte de lasheridas que estaban a la vistacontinuaban cicatrizando, y ninguna

mostraba señales de infección. Lasinflamaciones que rodeaban a los huesosrotos también iban cediendo. AlvaroMangino y Pancho Delgado ya se lasarreglaban, a pesar de los terriblesdolores, para salir al exterior. ArturoNogueira era el que se encontraba enpeor estado. Si quería salir del aviónhabía de hacerlo reptando, empujandocon los brazos hacia adelante. El estadode la pierna de Rafael Echavarren habíaempeorado. Mostraba los primerossíntomas de gangrena.

Enrique Platero, a quien le habíanarrancado el tubo de acero delestómago, le dijo a Canessa que se

encontraba perfectamente bien, pero quetodavía tenía algo que le asomaba por laherida. Con mucho cuidado, el doctor lequitó la camiseta de rugby quecontinuaba usando como venda yconfirmó la observación del paciente: laherida estaba cicatrizando bien, perohabía algo que salía. Parte se habíasecado y Canessa le sugirió que si lecortaba la parte seca, sería mucho másfácil meter el resto dentro.

—Pero ¿qué es eso que asoma? —preguntó Platero.

Canessa se encogió de hombros.—No sé. Probablemente es parte del

interior del estómago, pero si fuera el

intestino y lo corto, entonces malo.Tendrás peritonitis —le dijo Canessa.Platero no vaciló.

—Hacé lo que tengas que hacer —dijo reclinándose en la puerta.

Canessa se preparó para operar.Como bisturí tenía que elegir entre unpedazo de vidrio roto o una hoja deafeitar. Su esterilizador, la temperaturabajo cero que les rodeaba. Desinfectócon agua de colonia la parte querodeaba la herida y después, muycuidadosamente, cortó un trozo de lapiel seca con el cristal. Platero no sintiónada, pero lo que quedaba, aún no sepodía meter debajo de la piel. Todavía

más cuidadosamente, Canessa cortó otraparte más cerca aún de la carne concélulas vivas, temiendo siempre quefuera el intestino, pero tampoco esta vezparecía haber causado ningún daño y,con una presión del dedo del cirujano, latripa volvió al interior del estómago dePlatero.

—¿Querés que te dé unos puntos? —preguntó Canessa a su paciente —. Perodebo advertirte que no tenemos la clasede hilo que se usa en cirugía.

—No te preocupes —le contestóPlatero irguiéndose, apoyado en loscodos, y mirándose el estómago—. Asíestá bien. Volvé a vendarme y quedaré

como nuevo.Canessa volvió a vendarlo con la

camisa apretándola tan fuerte como pudoy una vez terminada esta operación,Platero saltó de su hamaca diciendo:

—Ahora ya estoy listo para salir enla primera expedición y cuandolleguemos a Montevideo, serás mimédico de cabecera. Jamás podréencontrar uno mejor que tú.

En el exterior, siguiendo el ejemplode Gustavo Nicolich, Carlitos Páez,estaba escribiendo a su padre, su madrey sus hermanas. También escribió a suabuela lo siguiente:

«No te puedes imaginarcuánto pienso en ti, porque tequiero, te adoro, y la vida te hadado tantos golpes, que no mepuedo imaginar cómo vas arecibir éste. "Buba", me hasenseñado muchas cosas en estavida, pero la más importante detodas, ha sido tener fe en Dios.Esta fe ha aumentado tanto, queno te lo podrías imaginar…

»Quiero que sepas que túeres la abuela mejor del mundoy me acordaré de ti toda mivida.»

4

Zerbino, Turcatti y Masponssiguieron el rastro que había dejado elavión en la montaña. Cada veinte oveinticinco pasos, se veían obligados adescansar, en espera de que suscorazones recobraran el ritmo normal.La montaña les parecía casi vertical ytenían que ir hincando las manos en lanieve. Se marcharon con tanta prisa, queno tuvieron la precaución de equiparseadecuadamente para la ascensión. Ibanen zapatillas o mocasines, jerseys,chaquetas de verano y pantalones de tela

ligera. Los tres eran muy fuertes,fortaleza que habían adquirido en losentrenamientos, pero no habían comidocasi nada en los últimos once días.

No hacía mucho frío aquella tarde.Mientras subían, el sol calentaba susespaldas. Lo que más les hacía sufrireran sus pies, empapados de aguahelada. A media tarde alcanzaron unaroca, y Zerbino vio que a su alrededor lanieve se estaba derritiendo. Se agachó ychupó las gotas de agua de los coposfundidos. Encontró otra especie deliquen que trató de comer, pero sabía atierra. Continuaron subiendo, pero hacialas siete de la tarde se dieron cuenta de

que sólo se hallaban a medio camino dela cumbre de la montaña. Ya se habíapuesto el sol y estaba oscureciendo. Sesentaron para decidir lo que debíanhacer. Todos se mostraron de acuerdoen que a cada momento haría más frío ysi se quedaban allí, lo más probable eraque murieran. La otra alternativa eraregresar, pero entonces sería inútil elesfuerzo realizado. Llegar hasta lacumbre o encontrar la cola con lasbaterías, era la única oportunidad desobrevivir que tendrían los veintisieteque quedaban. Decidieron pasar lanoche en la montaña, para lo cualcomenzaron a buscar un lugar

apropiado.Más adelante encontraron un otero

donde el viento había barrido la nieveque lo cubría dejando al descubierto laroca que se encontraba debajo.Levantaron una pared de piedra paraprotegerse del viento, y cuando laoscuridad se cernía sobre ellos, seacostaron tratando de dormir. Comosiempre, con la oscuridad llegó el frío, ypara protegerse contra las temperaturasbajo cero y el viento helado no teníanmás que las ligeras ropas que llevaban,y era casi tanto como si estuvierandesnudos. No había forma de dormir. Seveían obligados a golpearse unos a otros

con manos y pies para mantener lacirculación y rogaban ser golpeados enla cara, pero sus bocas se helaron hastael punto de que no podían pronunciaruna sola palabra. Ninguno de los tresimaginaba que podría llegar a ver elnuevo amanecer. Cuando apareció el solpor el Este, quedaron asombrados deverlo y mientras se elevaba en el cielo,iba calentando sus helados cuerpos.Tenían empapadas las ropas quellevaban, así que se levantaron, sequitaron las camisas, pantalones ycalcetines, y los retorcieron parasecarlos. El sol se escondió detrás deuna nube, de manera que tuvieron que

volver a ponerse aquellas prendashúmedas y continuaron la ascensión.

De vez en cuando se detenían paradescansar y miraban hacia los restos delFairchild. A aquella altura, parecía unpunto en la nieve, imposible dedistinguir entre las innumerables rocasdesnudas de nieve que había alrededor.No se distinguía la S que pintaron en eltecho del avión, y entonces los trescomprendieron por qué no habían sidorescatados: era imposible advertir elavión desde el aire. Pero no sólo estolos deprimía. Cuanto más avanzaban,más montañas veían ante sí. Nadaindicaba que estuvieran al extremo de

los Andes; solamente podían ver haciael Norte, Sur y Este. La montaña queestaban subiendo, aún les impedía verhacia el Sur y el Oeste y veían que yafaltaba poco para llegar a la cumbre.

Cuando creían haberla alcanzado,descubrían que era sólo un cerro. Lamontaña continuaba alzándose anteellos.

Al llegar a uno de estos cerros, susesfuerzos se vieron recompensados. Unade las rocas desprovistas de nieveparecía como si hubiera recibido ungolpe. Luego vieron que, a su alrededor,había pedazos de metal retorcido quepertenecían a una de las alas. Un poco

más arriba, donde el suelo formaba unaespecie de plataforma, había, volcado,un asiento del avión. Lo levantaron yvieron, atado a él todavía, el cuerpomuerto de uno de sus amigos. Tenía lacara ennegrecida y supusieron que quizála habría quemado el rebufo de uno delos motores.

Con gran cuidado, Zerbino retiró desus ropas la cartera y el documento deidentidad, así como una cadena conmedallas que el muerto llevabaalrededor del cuello. Hizo lo mismocuando encontraron los cuerpos de tresOld Christians y dos miembros de latripulación que también habían salido

despedidos por la cola del aparato.Contaron los cuerpos de los que allí

había y agregaron el número de los quese encontraban abajo. La suma dio untotal de cuarenta y cuatro. Faltaba uno.Entonces recordaron la figura de Valetadesapareciendo en la nieve la tarde delaccidente. La cuenta salía exacta: seiscuerpos allí, once muertos en torno delavión, el desaparecido en la nieve,veinticuatro supervivientes abajo y ellostres; total, cuarenta y cinco.

Todavía no habían llegado a lacumbre y no se veían señales de la coladel avión o de otros restos perdidos.Regresaron montaña abajo, siguiendo el

mismo rastro que había dejado elaparato y, en una grieta, encontraron unode los motores.

Desde donde estaban, la vista eramagnífica y los reflejos del sol en lanieve los hicieron parpadear mientrasobservaban el panorama a su alrededor.Todos llevaban gafas de sol, pero las deZerbino estaban rotas por el puente y,mientras ascendían, se habían deslizadohacia abajo, lo que le facilitaba el mirarpor encima de ellas. Esto mismo sucedíamientras bajaban, llevando losalmohadones de los asientos del aviónatados a los pies. Iban zigzagueando,parándose cada vez que encontraban

trozos de metal o de cualquier otra cosaperteneciente al avión, tratando de sabersi les sería de alguna utilidad.Encontraron parte del sistema decalefacción del avión, el lavabo yfragmentos de la cola, aunque no la colaentera. Cuando llegaron a un puntodonde el rastro del avión pasaba por unlugar escarpado, se desviaron por laladera de la montaña. Para entonces,Zerbino estaba tan cegado por losreflejos del sol en la nieve que casi nopodía ver. Continuaba su camino,guiado, a veces, por los otros.

—Creo que debemos confesar a losdemás lo difícil que parece —dijo

Maspons, mientras se acercaban alaparato.

—No —le contestó Turcatti—. ¿Quéventaja podremos obtenerdecepcionándolos? —Y luego, preguntó—: Pero ¿qué ha pasado con tu zapato?

Maspons se miró los pies y vio quehabía perdido un zapato mientrascaminaban. El pie se le habíaentumecido hasta tal punto que noexperimentaba sensación alguna.

Los otros veinticuatro supervivientesquedaron encantados al verlos regresar,pero tristes al mismo tiempo porque nohabían encontrado la cola, y asombradostambién, por el estado en que se

encontraban. Los tres se quejaban: lesdolían los pies medio congelados, ytenían un aspecto desastroso después dehaber pasado la noche en la montaña.Zerbino estaba prácticamente ciego.Enseguida los metieron dentro del avióny les llevaron grandes pedazos de carneque se comieron sin vacilar. Pocodespués, Canessa les curó los ojos, queno cesaban de llorar, con gotas de uncolirio que había encontrado en unamaleta, creyendo que les sentaría bien.Las gotas les escocían los ojos, peronotaron que les aliviaban. Zerbino sevendó los ojos con una camiseta derugby, que no se quitó hasta dos días

más tarde. Cuando se quitó la camiseta,no veía más que sombras, así quecontinuó usándola como una especie develo para evitar que el sol le diera enlos ojos. Comía con este velo puesto, ysu ceguera lo hizo intolerablementeagresivo e irritable.

También les dolían los pies. Lostenían rojos e hinchados debido al frío,y sus amigos les daban suaves masajes.Todos se dieron perfecta cuenta de queuna expedición de tan sólo un día, casihabía acabado con tres de los chicosmás fuertes y, de nuevo, decayó la moralentre ellos.

5

Días después, el sol desapareciódetrás de unas nubes, dejando inútileslos «aparatos de conversión de agua»,de manera que los chicos tuvieron quevolver a usar el viejo método de lasbotellas. Entonces, a Roy Harley yCarlitos Páez se les ocurrió hacer fuegocon las tablas de una caja de «Coca-Cola» que encontraron en eldepartamento de equipajes del avión.Sostuvieron las bandejas de aluminioencima del fuego y, muy pronto, tuvieronagua suficiente. Habían quedado algunas

brasas y parecía razonable intentar asarun poco de carne. No la dejaron muchotiempo al fuego, pero el ligero asadodaba a la carne mejor sabor, más suaveque el de la de vaca pero muy parecido.

El aroma que despedía, reunió avarios muchachos alrededor del fuego, aCoche Inciarte, que era el que sentíamayor repugnancia por la carne cruda, laencontró muy buena una vez asada. ARoy Harley, Numa Turcatti y EduardoStrauch también les era más fácil vencerla repugnancia si estaba asada y lacomieron como si se tratara de carne devaca.

Canessa y los Strauch no eran

partidarios de cocinar la carne, y comoquiera que habían ganado algunaautoridad sobre el grupo, sus puntos devista no podían dejar de ser tenidos encuenta.

—¿No se dan cuenta de que lasproteínas mueren a una temperaturasuperior a los cuarenta grados? Siquieren sacarle todo el provecho a lacarne, la tienen que comer cruda —lesdijo Canessa tan sabiondo y tanautoritario como de costumbre.

—Y si se cocina —dijo Fernández,mirando los pequeños filetes en labandeja de aluminio—, la carne encoge.Gran parte del alimento se va en humo o

se derrite.Estas opiniones no convencieron a

Inciarte y Harley, quienes apenas senutrían porque les repugnaba comercarne cruda, pero, de todas formas,cocinarla no era fácil. Primero: la faltade combustible —solamente tenían otrastres cajas— y, segundo, los fuertesvientos que soplaban tan a menudo,impedían hacer fuego en la nieve.

A los pocos días, Eduardo Strauchse sintió tan débil que consiguió porúltimo vencer la repugnancia por lacarne cruda, casi obligado por sus dosprimos. Harley, Inciarte y Turcatti nuncalo consiguieron, pero se sentían

obligados a sobrevivir y se lasarreglaron para consumir la cantidadsuficiente para mantenerse con vida. Losdos únicos que todavía no habíancomido carne humana, eran los dos másviejos del grupo, Liliana y JavierMethol y, al paso de los días, mientrasque los otros veinticinco se fortalecíancon su nueva dieta, el matrimonio,alimentándose solamente del vino,chocolate y mermelada que quedaba,estaban cada vez más delgados ydébiles.

Los muchachos observaban concierta alarma su creciente debilidad.Marcelo insistía para que vencieran la

repugnancia y comieran la carne. Poníaen juego todas las razones que podíadiscurrir y, sobre todo, se apoyaba enlas palabras de Pedro Algorta.

—Piensen que es como laComunión. Piensen que es como elCuerpo y la Sangre de Cristo, y queestos alimentos nos los ha dado Diosporque Él quiere que continuemosviviendo.

Liliana escuchaba lo que decía, perouna y otra vez, sacudía la cabezanegando.

—No hay nada malo en que tú lohagas, Marcelo, pero yo no puedo,sencillamente, no puedo.

Durante algún tiempo, Javier siguiósu ejemplo. Continuaba sufriendo acausa de la altitud y Liliana lo cuidabacomo si fuera su hijo. Los díastranscurrían lentamente y habíamomentos en que se encontraban solosentre todos los demás. Solían hablarentonces de su hogar en Montevideo,preguntándose qué harían sus hijos aaquella hora y temiendo que la pequeñaMarie Noel, que sólo tenía tres años,llorara echando de menos a su madre, oque María Laura, de diez años de edad,no hiciera los deberes.

Javier trataba de convencer a suesposa de que sus padres cuidarían de

los chiquillos. Al hablar de los padresde Liliana, ésta se preguntaba si seríaposible que fueran a vivir con ellos ensu casa de Carrasco cuando regresaran.Miró con un poco de nerviosismo a sumarido cuando sugirió esta idea,sabiendo que no todos los esposos sonpartidarios de vivir con sus suegros bajoel mismo techo, pero Javier sonrió ydijo:

—Naturalmente. ¿Por qué no se nosha ocurrido antes?

Hablaron de la posibilidad deconstruir un anexo en su vivienda paraque así los padres de Liliana pudieranvivir allí con cierta independencia.

Liliana se preocupaba porque quizá notuvieran dinero suficiente para llevar acabo estos planes o, porque al construirel anexo, estropearían el jardín, peroJavier la tranquilizaba. Estaconversación debilitó su propósito de nocomer carne humana y, cuando lasiguiente vez Marcelo les ofreció untrozo de carne, Javier la tomó y seobligó a comérsela.

Sólo quedaba Liliana. Aunqueestaba tan débil que la vida se leescapaba del cuerpo, su espíritu seguíasereno. Permanecía al lado de sumarido, ayudándole continuamenteporque él era más débil y a veces se

enfadaba porque, al estar mareado porla altitud, sus movimientos eran lentos ytorpes pero, aun con la muerte tan cerca,su cariño hacia él no disminuyó. Allá enlas montañas, sus vidas seguían siendouna sola, tal como había sido enMontevideo, y en esta situacióndesesperada, sus lazos de unión seestrecharon aún más. Incluso la pena quesentían formaba parte de esta unión, ycuando pensaban en sus cuatrochiquillos, a quienes quizá no volveríana ver, las lágrimas les resbalaban porlas mejillas, y no eran sólo de dolor,sino de alegría, ya que lo que tantoañoraban ahora, les recordaba todavía

más lo que habían tenido.Cierta noche, apenas se puso el sol

y, cuando los veintisiete supervivientesestaban preparándose para guarecersedel frío en el interior del avión, Lilianase dirigió a Javier y le dijo que cuandoregresaran, le gustaría tener otro hijo.Creía que si continuaba con vida eraporque Dios lo había dispuesto así.

Javier quedó encantado. Quería asus hijos y siempre había deseado tenermás, aunque, cuando miró a su esposa,pudo ver con lágrimas en los ojos, lodolorosa que resultaba su proposición.Después de diez días sin alimentos, sucuerpo se había quedado sin reservas.

Tenía los pómulos salientes y los ojoshundidos. Sólo su sonrisa era la mismade siempre. La tomó de la mano y ledijo:

—Liliana, tenemos que enfrentarnosa la realidad. No podremos llevar acabo nada de esto si no sobrevivimos.

—Lo sé —contestó ella.—Dios desea que sobrevivamos.—Sí, lo desea.—Sólo hay una forma de

conseguirlo.—Sí. Sólo hay una forma.Lentamente, a causa de su debilidad,

Liliana y Javier, regresaron al grupo dechicos que estaban en fila para entrar en

el avión.—Cambié de idea —le dijo Liliana

a Marcelo—. Comeré carne.Marcelo se acercó al techo del avión

y tomó un pequeño trozo de carnehumana que había estado secándose alsol. Liliana lo tomó a su vez de lasmanos de Marcelo y, con gran esfuerzo,consiguió comerla.

CUARTA PARTE

1

La noticia de que los chilenos habíanabandonado la búsqueda de sus hijos alcabo de ocho días, dos de los cuales losaviones no habían despegado de losaeropuertos a causa del mal tiempo,dejó desconsolados a los padres, aúnconvencidos de que sus hijos estabantodavía vivos. Sentíanse muydisgustados con los chilenos por haberabandonado la búsqueda tan pronto, ymolestos con su propio gobierno, por nohaber realizado más esfuerzos. En Chile,Páez Vilaró anunció que continuaría la

búsqueda por su cuenta. DesdeCarrasco, Madelón Rodríguez se pusoen contacto con Gérard Croiset.

Gérard Croiset nació en 1910 depadres judíos holandeses y habíallegado a su juventud, prácticamente sincultura alguna. En 1945 lo descubrió unhombre llamado Willen Tenhaeff, quehabía dedicado su vida a lainvestigación sistemática del fenómenode la clarividencia. En 1953, nombrarona Tenhaeff profesor de Parapsicologíade la Universidad de Utrecht —algo sinprecedentes en la historia de estaciencia—, y el más maravillado entrelos cuarenta clarividentes que

trabajaban con el profesor, fue Croiset.Las dotes más destacadas del talento

de Croiset eran las de encontrar apersonas extraviadas y, por este motivo,la policía de Holanda y la de losEstados Unidos le consultaban muy amenudo. El método consistía en darle unobjeto que hubiese pertenecido a lapersona perdida, o hablar con alguienque hubiese tenido alguna relación conella, y entonces describía la imagen o laserie de imágenes que se formaban en sumente. Si un caso le recordaba algunaexperiencia que él mismo hubieravivido, su sentido se agudizaba. Si, porejemplo, un niño perdido se había

ahogado en un canal, le era mucho másfácil adivinarlo, ya que, de joven, estuvoa punto de morir de esta forma. Nuncaaceptaba dinero de quienes leconsultaban, y sus facultades disminuíancuando alguien le pedía que encontraraalguna propiedad o dinero perdido.

El profesor Tenhaeff recopilaba yarchivaba cada caso en que intervenía, ydespués de casi veinte años y centenaresde experimentos, contaba con unincreíble número de éxitos.

Madelón visitó la Embajada deHolanda en Montevideo y, con uno delos empleados como intérprete, llamópor teléfono al Instituto Parapsicológico

de Utrecht. Le dijeron que GérardCroiset se encontraba en un hospitalconvaleciente de una reciente operaciónquirúrgica. Suplicó que, a pesar de todo,le pusieran en contacto con él, pero envez de hablar con el padre, habló con elhijo, Gérard Croiset, Jr., que vivía en laciudad de Enschede, y tenía treinta ycuatro años. Se creía que éste habíaheredado los poderes de su padre. Através del intérprete, el joven Croisetpidió que le enviaran un mapa de losAndes.

Madelón le mandó inmediatamenteuna carta aeronáutica del área, con unrudimentario diagrama de los pasillos

aéreos de Argentina y Chile. Habíandibujado flechas en el mapa, indicandola ruta del Fairchild, con unainterrogación en el paso Planchón.

Cuando llamó la próxima vez porteléfono al joven Croiset, éste le dijoque había tomado contacto con el avión.Dijo que se le había desprendido uno delos motores y por este motivo, habíaperdido altura. No era el piloto,continuó diciendo, el que estaba almando del avión, sino el copiloto, queya había cruzado los Andesanteriormente y recordaba un valledonde podían hacer un aterrizaje deemergencia. Había virado entonces a la

izquierda (al Sur) o posiblemente a laderecha (al Norte) y se habían estrelladojunto a un lago, a unos 65 kilómetros dePlanchón. El avión «parecía un gusano»;el morro lo tenía aplastado. No podíaver a los pilotos, pero existía vida.Había supervivientes.

Madelón sabía que un clarividentejaponés que vivía en la ciudad deCórdoba, en Argentina, había dicho queel avión había volado hacia el Sur. Estoparecía confirmar la elección hacia elsur y no hacia el norte de Planchón.Madelón fue inmediatamente a casa dePonce de León.

También Rafael se quedó asombrado

al enterarse de que se había suspendidola búsqueda y decidió que, mientrasquedara algún familiar que confiase enencontrar a los desaparecidos, éstostendrían a su disposición toda una red decomunicaciones. Para conseguir estepropósito, siguió en contacto con buennúmero de radioaficionados de Chile. Através de uno de ellos se puso encontacto con Páez Vilaró, y Madelón leinformó sobre su conversación conGérard Croiset hijo.

La noticia de que el videnteholandés había tomado contacto con elavión, se extendió rápidamente al restode los parientes. Aunque algunos lo

tomaron con escepticismo,especialmente los padres, nombraronuna comisión de tres personas para quevisitaran al comandante en jefe de laFuerza Aérea Uruguaya. La delegaciónhizo una petición oficial para que seenviara un aparato uruguayo a Chile conel fin de buscar el Fairchild en lasmontañas alrededor de Talca, unaciudad que está a unos doscientoscuarenta kilómetros al sur de Santiago.La petición fue rechazada.

La noticia de la visión del jovenCroiset levantó considerablemente lamoral de Páez Vilaró. Siempre habíaconsiderado la magia más interesante

que la ciencia. También habíasobrevolado el área donde el ServicioAéreo de Rescate pensaba que habíadescendido el avión, entre los volcanesTinguiririca y Palomo, y sabía que noconseguiría nada buscando entremontañas de tal altitud; pero Croisethabía situado el lugar del accidente enlas estribaciones de la cordillera, dondelas montañas eran mucho más bajas. Lalabor de un Hércules había sido puestaal alcance de los mortales…

Páez Vilaró salió inmediatamentehacia el Sur, y al día siguiente, eldomingo día 22 de octubre, seencontraba sobrevolando las montañas

de los alrededores de Talca, en un aviónque había conseguido en el Aero Clubde San Fernando.

En los días que siguieron se entregóa una intensa actividad. Hizo una lista detodos los propietarios de aviones deChile y pidió consejo a los pilotos que,invariablemente, le ofrecieron susservicios. Páez Vilaró podía habertenido a su disposición treinta aviones y,si no los usaba, era debido a la escasezde combustible que había en Chile.Sabía que el propietario del avión quevolara con él durante una hora, se veríaobligado a prescindir del automóvildurante un mes; así y todo, hubo muchas

personas que, a pesar de estarconvencidas de que los chicos habíanmuerto, le ofrecieron sus aviones sinexigirle pago alguno.

La segunda organización que seconstituyó fue la de radioaficionados deChile, que Rafael había reclutado desdeCarrasco. Muchos de ellos no sólopusieron a disposición de Páez Vilarólas radios, sino ropas apropiadas yautomóviles. Adondequiera que fuese enlas montañas, lo seguía un Citroën doscaballos, con la antena moviéndosecomo los cuernos de un saltamontes. Encualquier momento el automóvil loponía en contacto con Rafael en

Montevideo y, a través de Rafael, concualquier persona en el mundo.

Páez Vilaró no permanecía en Talca,puesto que él mismo salía continuamentede expedición al interior de los Andes.Madelón Rodríguez y la madre de DiegoStorm llegaron a Talca, lo cual le diolibertad para poner en práctica susplanes. No se conformaba con tener desu parte a los chilenos ricos y susaviones, para ayudarle a encontrar a losmuchachos; quería que hasta el máspobre campesino del valle más remotode los Andes supiera que aún continuabala búsqueda de los supervivientes. Encada pueblo que llegaba, preguntaba si

alguien había visto caer un avión delcielo, y tuvo que escuchar muchashistorias fascinantes, pero increíbles. Aquienes interrogaba, les ofrecía unacopa o una taza de café. En ciertaocasión llegó a tener cuatro habitacionesen cuatro hoteles diferentes, en caso deque la búsqueda lo llamara encualquiera de aquellas cuatrodirecciones. Tenía dinero, pero loshoteleros y los propietarios de losrestaurantes, o bien no lo aceptaban o seconsideraban pagados con un dibujo enun plato, en una servilleta o en unmantel.

Su firma le precedía. Ahora, cuando

llegaba a un pueblo, se formaba unapequeña multitud a su alrededor, y lagente decía:

—Aquí viene el loco que estábuscando a su hijo.

A Páez Vilaró no le importaba.Consideraba su misión como algofantástico y mágico. Todo un ejércitodesplegado en busca de un avión, bajola dirección de un adivino holandés. Loshabitantes de los pueblos lo tenían porbrujo, porque llevaba con él una cámaraPolaroid y sacaba fotografías a hombresque hasta entonces jamás habían sidofotografiados.

En avión o a pie, rastreó un área de

sesenta y cinco kilómetros a partir delpaso aéreo de Planchón, y no encontrónada. Rogó por radio a Rafael quellamara a Croiset de nuevo, y le pidieramás datos, cosa que él hizoinmediatamente, y a las dos de lamadrugada, noche tras noche, Croiset, enpijama, describía las imágenes de losAndes que aparecían en su mente.

Les dio gran cantidad de detalles,pero la mayor parte se referían al vuelodel avión y no a la situación que loschicos atravesaban entonces. Muy amenudo describía a un hombre gordo —sin duda, el piloto— que tenía malestarde estómago y abandonaba los mandos

dejando el control en manos de sucopiloto. Vestía una cazadora y seentretenía jugando con sus gafas devuelo. En aquel momento se paró uno delos motores y el copiloto dirigió elavión hacia una playa, probablemente enla costa o quizás a orillas de un lago, unlugar que recordaba por anterioresvuelos sobre los Andes. Encontró unlago, o tal vez un grupo de tres lagos, eintentó aterrizar, pero el avión chocócontra la ladera de una montaña y quedómedio sepultado por un desprendimientode rocas. Muy cerca se encontraba otramontaña con una especie de plataformaen la cima, y también tuvo una sensación

de peligro, acaso una señal de tráficoindicando peligro. No podía ver rastrosde vida en las cercanías del avión, peroera posible que esto indicara que loschicos hubiesen abandonado el aparato yestuvieran refugiados en algún lugar delas cercanías.

Basándose en estos detalles, PáezVilaró y sus amigos chilenosorganizaron nuevas expediciones debúsqueda en las montañas, ya que, paraentonces, la fe en las visiones de Croisetse había extendido a otras muchaspersonas. Madelón se trasladó aSantiago y persuadió al Servicio Aéreode Rescate para que enviara aviones con

el fin de reconocer las montañas querodeaban la ciudad de Talca. El jefe deldestacamento militar de Talca, envióuna patrulla al Cerro Picazo (el único delos alrededores que tenía la cimacortada y formaba una especie deplataforma) y durante cinco días, a pesardel intenso frío, estuvieron buscando losrestos del Fairchild. Un grupo desacerdotes salesianos también se internópor las montañas en una búsqueda detres días por lugares casi inaccesibles,en una especie de ejercicio de «acciónde gracias».

Nada encontraron y, en vista de quelos vuelos rasantes en las montañas eran

excepcionalmente peligrosos, elServicio Aéreo de Rescate suspendió denuevo la búsqueda. Sólo loshelicópteros eran capaces de volar tanbajo como para encontrar un aviónmedio enterrado en una montaña, odistinguir al grupo de jóvenes uruguayosal amparo de unos pinos, y por aquellostiempos, cuando en Chile era muy difícilconseguir jabón o cigarrillos, loshelicópteros se encontrabanprácticamente, lejos del alcance del máspudiente.

Pero esto apenas constituía unobstáculo insignificante para Madelón,que decidió pedir prestado al presidente

Allende su helicóptero privado. Antesde hacerlo, un amigo le habló de unconocido que alquilaba pequeñoshelicópteros para fumigar sembrados otender líneas de alta tensión y, en cosade diez minutos, acordaron con él que,cuando los pequeños helicópterosestuvieran libres, Madelón los alquilaríapor la irrisoria cantidad de diez dólaresla hora.

Mientras tanto, en la tarde del 28 deoctubre, Páez Vilaró y Rafael habíanllegado a la conclusión de que ya sehabía hecho lo máximo que se podíahacer, sin helicópteros, siguiendo lasinstrucciones de Croiset.

2

El domingo día 29 de octubre,aniversario de la muerte del padre deMarcelo Pérez, su viuda Estela invitó alos padres de los chicos que habíanviajado en el avión, a una reunión que secelebraría aquella tarde en su casa. Nosólo acudieron los padres, sino loshermanos, hermanas y novias de muchosde los miembros del Club OldChristians.

La mesa de la espaciosa sala deestar de la casa de Estela se hallabacubierta con mapas de los Andes en los

que se indicaba, por medio de círculos ylíneas, las áreas alrededor de Talca quehabían sido exploradas por Páez Vilaró.En una mesa cercana, habíaamontonados una especie de hongos quese sabía que crecían en la cordillera yque, probablemente, constituían elalimento de sus hijos.

Entre los allí reunidos reinaba eldesconcierto. El optimismo que se habíasuscitado la semana anterior, cuandoCroiset les hizo partícipes de los frutosprimeros de sus videncias, se habíaevaporado. Con sus agitados gestos yaturdido parloteo, muchas de lasmujeres, especialmente las chicas,

parecían estar al borde de la histeria.Otras se habían sentado y sumido en elsilencio de su desesperación.

Estela abrió la reunión diciendo:—Les he pedido que vinieran

porque creo que debemos hacer algo.No podemos quedarnos aquí enMontevideo esperando…

—Páez Vilaró está buscando —interrumpió uno de los parientes.

—Sí —dijo Estela—. Un solohombre en toda la cordillera.

—No creo que se pueda hacermucho más —aventuró uno de lospadres.

Al oír esto, una joven replicó

furiosa:—Da la impresión de que Páez

Vilaró es el padre de todos los chicos.No hay nadie con él —hizo una pausa yluego añadió—: O, ¿tendremos que serlas mujeres las que vayamos a Chile?

La habitación se llenó de vocesdiferentes que opinaban de distintaforma. Cuando por último se restablecióla calma, Jorge Zerbino, abogado yempresario, se dirigió al doctor LuisSurraco diciéndole:

—Luis, me voy a Chile. ¿Querésvenir conmigo?

El doctor Surraco, padre de la noviade Roberto Canessa, era un experto

cartógrafo y todos escucharon conatención las explicaciones sobre dóndedebían iniciar la búsqueda. La mayoríaopinó que habían de seguir lasinstrucciones de Croiset. El videntehabía enviado más información y aunqueZerbino y Surraco no tenían muchaconfianza en Croiset, sabían muy bienque el motivo más importante de suexpedición no era encontrar a loschicos, sino tranquilizar a las mujeresque se quedaban en casa. De aquí quelos dos acordaron buscar por losalrededores de Talca.

Cuando se terminó la reunión, RafaelPonce de León entró en contacto con

Páez Vilaró a través de la radio.—Zerbino y Surraco van a Chile —

anunció—. Van a ayudarte.La voz que respondió no lo hizo en

el mismo tono optimista.—Que no vengan —dijo Páez Vilaró

con desaliento—. No merece la pena.Rafael quedó sorprendido. ¿Por qué

no quería Carlos que fueran?—¿Estás solo? —le preguntó el

pintor.—Sí —respondió Rafael.—No se lo digas a los demás —le

dijo Páez Vilaró con voz ronca ypausada—, pero es inútil. He perdidotoda esperanza de encontrarlos. Sigo

buscándolos con un crucifijo en unamano y los signos del Zodíaco en laotra, pero creo que todos habrán muertoya a estas fechas.

Hubo una pausa y a continuaciónRafael le dijo:

—Regresa, Carlos. Todos locomprenderán si lo haces.

—No —contestó Páez Vilaró—.Madelón cree que todavía viven y nopuedo decepcionarla.

Rafael notó que estaba sollozando.Al día siguiente, Rafael dijo a los

doctores Zerbino y Surraco algo acercade este cambio, pero ellos no quisierondarse por vencidos. Hablaron con Páez

Vilaró por radio y le dijeron que yatenían plazas para ir a Chile, y suinterlocutor no los desairó.

—Vengan, los estaré esperando —ysu tono era afectuoso, como siempre.

Todas las personas que rodeaban eltransmisor de radio se sintieron locas dealegría. Zerbino y Surraco seencontraron de repente con grancantidad de mapas, dinero y tampoco lesfaltaron ayuda y consejos. Los padres deDaniel Shaw y Roy Harley constituyeronun fondo para financiar la búsqueda eincluso llegaron aportaciones deaquellos que, como Seler Parrado,pensaban que sus hijos estaban muertos.

Parrado se encontraba entre los másdesolados de los afectados por elaccidente. Su desesperación no teníalímites. No solamente había perdido a suesposa, a la que tanto había amado, sinotambién a dos de sus hijos. Toda la vidala había dedicado a los negocios, perono por propia satisfacción, sinopensando en su familia. Y ahora ya no lequedaba nada. La única hija que aúnvivía se trasladó a su casa con el fin decuidarlo, pero la vida ya no tenía objetopara Seler Parrado. No veía la razónque le justificase continuar. No teníamotivos para seguir viviendo. Con elcorazón deshecho, había vendido la

moto de Nando a un antiguo amigo deéste. Así y todo, aportó dinero al fondo.

Aquella misma noche anunciaron porradio que, debido a las excepcionales einesperadas nevadas caídas en losAndes, el Servicio Aéreo de Rescate noreanudaría la búsqueda de los restos delFairchild en enero, como se habíaanunciado, sino en febrero. Esta noticiano quebrantó los ánimos de Zerbino ySurraco. Sus maletas ya estaban hechasy partirían al día siguiente.

Los doctores Zerbino y Surraco,juntamente con Guillermo Risso, unamigo de Gastón Costemalle, tomaron elavión para Santiago el día 1 de

noviembre. Allí se encontraron conMadelón y la señora de Storm quehabían salido de Talca en dirección aCórdoba, en la Argentina, con intenciónde convencer al vidente japonés de quelas acompañara a Santiago. Las dosmujeres les pusieron al corriente de loque estaba sucediendo en Talca y, por latarde, Zerbino, Surraco y Rissocontinuaron su viaje en un cochealquilado. La situación política de Chilehabía empeorado y los enemigos delgobierno de Allende habían sembradolas carreteras de salida de Santiago conpuntas y tachuelas con la intención dedetener todo el tránsito. A consecuencia

de esto, el coche en el que viajaban lostres uruguayos tuvo una serie depinchazos, debido a lo cual sufrieron ungran retraso.

Páez Vilaró los esperaba en lacárcel. Aquella mañana habíasobrevolado una central eléctrica y lapolicía local, nerviosa debido a lasituación política, lo acusó de espía,juntamente con el joven uruguayo queestaba con él y que era amigo de losmuchachos. Los trataron con amabilidad.Permitieron a Páez Vilaró ponerse encontacto con Ponce de León a quien tratóde explicar su situación, pero sindecírselo claramente, ya que no quería

fastidiar a las mujeres que con seguridadestarían rodeando en gran número eltransmisor de radio.

—Estoy sentado detrás de unospequeños barrotes… y el panorama estan hermoso como el que se divisa desdePunta Carretas.

Punta Carretas es la cárcel principalde Montevideo.

Más avanzada la tarde, la policíadescubrió que Páez Vilaró no era agentede una potencia extranjera, sino «ellunático que andaba buscando a su hijo»y pusieron en libertad a los dosuruguayos justo a tiempo para dar labienvenida a Zerbino, Surraco y Risso.

Sin pérdida de tiempo, Páez Vilaró losacompañó en una visita de inspección, yla eficacia y extensión de suorganización les sorprendió mucho.Aquella tarde, hablaron con Croiset pormedio de la radio de Ponce de León y elholandés les proporcionó otra clave conrelación a la búsqueda: en el lago dondese había estrellado el avión había unaisla.

Páez Vilaró recordó que en uno delos vuelos que efectuó en un helicópteroalquilado, había visto un lago como estea unos cien kilómetros de Talca. Al díasiguiente, llevó a cabo otro vuelo dereconocimiento por aquella área, a la

derecha de las dos montañas que notenían cima, el Cerro Azul y el CerroPicazo. Volaron por cañones y vallesentre las montañas, pero el resultado fuesiempre negativo.

Al día siguiente, los uruguayosdeseaban volver a buscar por el mismolugar, pero el helicóptero tenía queregresar a Santiago.

—De todas formas —les dijo elpiloto—, si el avión se hubieraestrellado en aquella zona, habríaquedado enterrado en la nieve.

No se desanimaron. Bajo ladirección de Surraco, construyeron unmapa en relieve de la zona y buscaron

montañeros profesionales dispuestos aayudarles.

Por la tarde, como era habitual,hablaron con Rafael y éste les informóque había habido un error en latraducción de uno de los mensajes deCroiset. El avión lo encontrarían a laizquierda de las montañas sin cima y noa la derecha como se había dichoanteriormente.

De aquí que al día siguiente, el 3 denoviembre, salieran con dos guías haciala pequeña ciudad de Vilches, a unossesenta kilómetros de Talca. Allí sedividieron en dos grupos y se internaronen las montañas.

Los padres no estaban tan entrenadoscomo sus hijos y la ascensión se hacíadifícil debido al aire frío y a lospaquetes que cargaban a sus espaldas.Ambos grupos escalaron el Cerro delPeine, pero una vez en la cumbre, nodivisaron nada. Rodeados de una espesaniebla, comenzaron el descenso haciaVilches, gateando por peñascos y dandotraspiés cuando sus piernas vacilaban enel descenso.

A sus espaldas tenían la Laguna delAlto y, en busca de restos del avión,exploraron las rocas que la rodeaban.Nada encontraron.

El día 7 de noviembre se hallaban

de vuelta en Vilches y el día 8, elhelicóptero quedó libre de nuevo yregresó de Santiago. Por la mañana volósobre el monte Despalmado; por la tarderevisó la zona de la Quebrada del Toro,donde un campesino había dicho queoyó el ruido de un avión al estrellarse.Los uruguayos esperaban en Vilches losresultados de estas incursiones; todasfueron negativas.

El día 9 de noviembre el gruporegresó a Talca y el 10 a Santiago.Comunicaron al Servicio Aéreo deRescate lo que habían realizado, perolas autoridades repitieron que no sereanudaría la búsqueda oficial hasta que

comenzara el deshielo, a finales deenero o quizás a principios de febrero, ylo harían en los alrededores del volcánTinguiririca.

Aquel mismo día, en Montevideo, sedifundió la noticia de que Croiset habíahecho un dibujo de la zona del accidentey que había grabado en cintamagnetofónica una descripción másdetallada de la que había dado porteléfono. El paquete que contenía todoesto llegaría en un avión de KLM amediodía del día siguiente.

Con suficiente antelación, un grupode parientes se fue al aeropuerto deCarrasco a esperar este importante

paquete. Aquella tarde, salía un aviónpara Santiago y querían copiar el dibujode Croiset y obtener un duplicado de lacinta, antes de enviar los originales aPáez Vilaró, Zerbino y Surraco en aquelvuelo a Santiago.

El cónsul de Holanda se encontrabacon ellos en el aeropuerto, así comotambién el padre de un Old Christianque era el representante de KLM enUruguay. El haberse hecho acompañarde estos dos hombres resultó una sabiaprecaución, ya que el paquete de Croisetno lo habían mandado por separado y sehallaba en uno de los dos sacos decorreo procedentes de Europa. Se

concedió autorización para abrirlos ypoco después lo encontraron. Loabrieron inmediatamente y un grupo sededicó a copiar el dibujo mientras queotro sacaba un duplicado de la cinta.

Una vez realizado esto, enviaron losoriginales en el avión de la SAS aSantiago. A continuación se pusieron encontacto por radio con Páez Vilarócomunicándole las conclusiones a quehabían llegado. Tanto el dibujo como elmensaje, señalaban la Laguna del Alto,en las estribaciones de la Cordillerajunto a Talca.

Los tres hombres de Santiago noestaban tan convencidos. Después de

varios días de búsqueda por lasestribaciones de la cordillera, estabanen mejor situación para juzgar el valordel paquete de Croiset, y mucho de loque decía les pareció bastantedesatinado al compararlo con lo queellos habían visto.

Decía que el accidente habíaocurrido en una playa, bien junto al maro junto a un lago. Cerca de allí estaba lacabaña de un pastor y poco más allá unaaldea con casas blancas al estilomexicano, próxima a donde se habíalibrado una batalla en el año 1876. Veíaletras y números pintados en el avión:una N y una Y, y el número 3002.

También le había venido a la mente elnúmero 1036, significando quizá que elavión se encontraba a 1.036 metrossobre el nivel del mar.

El morro del avión estaba aplastado;se había deslizado suavemente, como uninsecto, y había perdido ambas alas. Vioque el fuselaje se encontraba separadodel resto del aparato, pero no pudodistinguir ninguna marca, quizá porqueestaba muy oscuro bajo la roca donde sehabía estrellado. Tampoco podía vervida en el interior del avión; nadie seasomaba a las ventanas.

Sus dibujos eran bastanterudimentarios. También había dibujado

un triángulo en el que marcabadistancias concretas, pero no existíanpuntos de orientación. Todo ello era unamezcolanza de magia y datos técnicosque Surraco no pudo soportar más.

—Es completamente absurdo —dijo—. Estamos persiguiendo una quimera.Si debemos buscar en alguna parte, tieneque ser en los alrededores delTinguiririca. Allí es donde los hechos,según nuestros conocimientos, nosmuestran que debe estar el avión.

Zerbino era de la misma opinión. Noveía el objeto de regresar a Talca ycomo no disponían de los mediosnecesarios para explorar las altas

montañas de las cercanías delTinguiririca, reservó dos pasajes, unopara él y otro para Surraco, con el fin devolver a Montevideo al día siguiente.

Páez Vilaró trataba de ganar tiempo.Naturalmente tenía sus dudas sobreCroiset, pero no se sentía capaz dedefraudar a Madelón y el restó de lasmujeres que todavía creían en él. Poreste motivo les dijo a Zerbino y Surracoque se quedaría un día o dos más, ycuando ellos regresaron a Uruguay, élvolvió a Talca. Desde allí hizo unaexcursión más a la Laguna del Alto perono encontró nada.

Unos días antes de que los chicos

salieran para Chile, Páez Vilaró habíacontraído un compromiso para ir aBrasil a mediados de noviembre. Ahoraya se encontraba próximo el día en quelo esperaban en Brasil, así que sepreparó para ir. Se había pasado un mespersiguiendo el avión y aun así dejóinstrucciones para que otros continuaranla búsqueda. Hizo imprimir variosmillares de octavillas ofreciendo ennombre de los padres una recompensade trescientos mil escudos a quien leofreciera una información que legarantizara el hallazgo del Fairchild.También dispuso lo necesario para queEstela Pérez se hiciera cargo de los

asuntos de Talca y, antes de marcharse,les dio algún dinero a los escolares deTalca con el fin de que fundaran unequipo de rugby que llamarían OldChristians.

El día 16 de noviembre, Páez Vilaróregresó a Montevideo.

QUINTA PARTE

1

El decimoséptimo día, 29 deoctubre, transcurrió bastante bien paralos atrapados en el Fairchild. Todavíapasaban frío y estaban mojados, sucios yhambrientos y algunos de ellos padecíangrandes dolores, pero en los últimosdías, el orden había derrotado al caos.Los distintos equipos de cortar, cocinar,derretir nieve y limpiar el interior delavión trabajaban en completa armonía ylos heridos dormían con un poco más decomodidad en las «camas colgantes». Ylo que era más importante aún: habían

seleccionado a los más idóneos paraformar un equipo de expedicionariosque atravesarían los Andes en busca deayuda. Reinaba el optimismo entre ellos.

Comían a mediodía; sobre las cuatroy media de la tarde, el sol se ocultabatras las montañas e, inmediatamente, elfrío se hacía insoportable. Se alineabanen fila de dos en fondo, por el orden enque iban a ocupar sus puestos paradormir. Juan Carlos Menéndez, PanchoDelgado, Roque el mecánico y NumaTurcatti entraron los últimos pues lescorrespondía el turno de dormir junto ala entrada.

A medida que iban pasando, se

quitaban los zapatos y los colocaban enla red de equipaje de mano situada en ellado derecho. Habían decidido adoptaresta regla aquel mismo día con el fin deno mojar los almohadones y mantas.Luego entraban en el avión y ocupabansus plazas.

Aunque solamente era media tarde,algunos cerraban los ojos y trataban dedormir. Vizintín había dormido mal lanoche anterior y estaba dispuesto ahacerlo esta vez lo más caliente ycómodo posible. Se le había permitidoconservar los zapatos puestos, ya que enla litera se veía expuesto al frío.Soplaba un viento fuerte en el exterior y

el aire frío penetraba por todos losagujeros del avión. Se las habíaarreglado para conseguir gran cantidadde almohadones y mantas (las fundas delos asientos que habían unidocosiéndolas), y con ellas se cubrió todoel cuerpo, incluida la cabeza.

Carlitos Páez rezó el rosario en vozbaja y algunos muchachos hablabanquedamente entre ellos. GustavoNicolich le decía a Roy Harley que teníala esperanza de que si moría, alguienentregaría la carta que había escrito a sunovia.

—Y si todos morimos —continuó—,puede que alguien encuentre los restos

junto con la carta y se la entreguen. Laecho mucho de menos y me siento muyabatido porque no la he tratado como semerece. Y a su madre tampoco. —Hizouna pausa y luego añadió—: Hay tantascosas de las que uno se arrepiente…Espero tener la oportunidad de podercorregirlas.

La oscuridad crecía rápidamente;algunos se quedaron medio dormidos ysu respiración se hizo más regular, loque invitaba a los otros a dormir.Canessa continuó despierto, tratando decomunicar telepáticamente con su madreen Montevideo. Tenía una vivida imagende ella en su mente y repetía una y otra

vez en susurros que eran inaudibles parasus compañeros: «Mamá, estoy vivo,estoy vivo, estoy vivo…» Poco despuésse quedó dormido.

Todo era silencio en el interior delavión, pero Diego Storm no podíadormir debido a una dolorosa llaga quetenía en la espalda. Estaba acostado enel suelo entre Javier Methol y CarlitosPáez, y cuanto más tiempo pasaba enesta incómoda posición, más convencidoquedaba de que estaría mejor si secambiaba de lugar. Alzó la mirada y vioque Roy Harley todavía estabadespierto, así que le preguntó si leimportaba cambiar de sitio. Roy dijo

que no y se levantaron y se cambiaron,pasando uno por encima del otro.

Roy se encontraba acostado en elsuelo, cubierto el rostro con una camisay pensando en lo que Nicolich habíadicho, cuando sintió una tenue vibracióny un instante más tarde, oyó el ruido demetal al chocar contra el suelo. Esteruido lo hizo saltar incorporándose y, alhacerlo, se encontró medio asfixiado porla nieve: le llegaba hasta la cintura ycuando se apartó la camisa del rostro, loque vio lo dejó aterrado. El avión estabaprácticamente lleno de nieve. La barrerade la entrada había sido derribada ycubierta de nieve y las mantas,

almohadones y cuerpos que cubrían elsuelo habían desaparecido. Con todarapidez, Roy se volvió hacia la derecha,apartando la nieve en busca de Carlitosque se encontraba durmiendo en aquellugar. Le descubrió la cara y luego eltorso, pero aun así, Carlitos no podíaliberarse. Se oyó un crujido al asentarsela nieve, y debido al intenso frío,inmediatamente se formó una capa dehielo en su superficie. Roy abandonó aCarlitos porque vio las manos de otrosque asomaban en la superficie de lanieve. Estaba desesperado; parecía queera el único que podía acudir en ayudade los demás. Liberó a Canessa y luego

se dirigió a la parte delantera del avióny sacó de la nieve a Fito Strauch, perotranscurrían los minutos y gran parte delos chicos seguían enterrados. Arriba, enlas hamacas, Vizintín había comenzado aexcavar en la nieve, pero Echevarren nose podía mover y Nogueira, aunquelibre, se hallaba paralizado por el susto.

Roy reptó como pudo hacia laentrada y salió por el pequeño agujeroque quedó, con la intención de sacar lanieve por el mismo lugar por dondehabía entrado, pero enseguida se diocuenta de que esto era imposible, asíque regresó por el mismo camino. Vioque Fito Strauch, Canessa, Páez y

Moncho Sabella estaban libres ycavando.

Fito Strauch había estado charlandocon Coche Inciarte cuando el alud cayósobre ellos. Se dio cuentainmediatamente de lo que habíasucedido y luchó contra la presión queejercía la nieve, pero era incapaz demover un solo centímetro cualquierparte de su cuerpo en ninguna dirección.

Se relajó y pensó con resignaciónque había llegado su última hora; aunquepudiera escapar, podría ser el único quelo consiguiera, y quizá fuera preferiblemorir que sobrevivir en solitario,aislado en los Andes. Entonces, oyó

voces y Roy Harley lo agarró de lamano. Mientras Roy progresaba hacia surostro, Fito dijo a su primo Eduardo através de un agujero que loscomunicaba, que conservara la calma yrespirase con lentitud, y que llamara aMarcelo. Poco después sintió un agudodolor en el dedo gordo del pie, y se diocuenta de que Inciarte lo había mordido.También él se hallaba con vida.

Fito estaba libre. Eduardo salió porel mismo lugar, e Inciarte, después decavar un pequeño túnel, aparecióseguido de Daniel Fernández y BobbyFrançois. Acto seguido, todos sepusieron a escarbar con las manos

desnudas en la apretada nieve, buscandoa Marcelo en primer lugar. Cuandodescubrieron su rostro, vieron que yaestaba muerto.

Fito se dedicaba ahora a trabajarcon ahínco en busca de los vivos.También organizó a los demás, que enmuchos casos se hallaban tan asustadosque no sabían lo que estaban haciendo.Aun cuando una punzada en el costado leobligaba a descansar, continuabadirigiendo a los otros grupos, para queaquellos que cavaban un hoyo no tiraranla nieve que sacaban en otro queestuvieran cavando al lado.

Parrado yacía en medio del avión

con Liliana Methol a su izquierda yDaniel Maspons a la derecha. No oyó nivio nada, pero de repente se encontróenterrado y paralizado por la fría ypesada nieve. No podía respirar, perorecordó que había leído en The Reader'sDigest que era posible vivir bajo lanieve, así que intentó respirar poco apoco. Continuó haciéndolo durantevarios minutos, pero el peso que leoprimía el pecho llegó a serinsoportable, comprendió que iba adesmayarse y supo que el fin estabacerca. No se acordó de Dios ni de sufamilia, sino que pensó para sí mismo:

«Muy bien, me estoy muriendo.»

Entonces, cuando tenía los pulmonesa punto de estallar, apartaron la nieveque le cubría la cara.

Coche Inciarte había visto laavalancha y luego la oyó: un burrunnnseguido de un silencio. Estabainmovilizado, con un metro de nieveencima y el dedo gordo del pie de Fitopegado a su cara. Lo mordió. Era laúnica forma de averiguar si Fito estabavivo o de hacerle saber que él lo estaba.El dedo se movió.

La nieve se aplastó encima de él y supeso le hizo orinar. No podía respirar nimoverse. Esperó y poco después sintióque el dedo se apartaba de su rostro.

Luchó con la nieve y finalmente sedeslizó por el mismo túnel.

Roy había desenterrado hasta lacintura a Carlitos Páez, pero el chico nose pudo mover hasta que Fito, cuando sevio libre, retiró la nieve que le cubríalas piernas. Enseguida, comenzó abuscar a sus amigos Nicolich y Storm,pero se le congelaban las manos cuandoescarbaba. Rápidamente se las calentabacon el encendedor de gas y continuaba,pero cuando encontró a Nicolich y letomó de la mano, la halló fría y sin viday no devolvía sus apretones.

No había tiempo para lamentarse.Carlitos, sin titubear, retiró la nieve del

rostro de Zerbino y luego libró aParrado. Cuando se volvió y empezó adesenterrar a Diego Storm, la nieve quesacaba caía de nuevo sobre Parrado, quecomenzó a maldecirlo. Trabajó con máscuidado, pero todo fue en vano. Cuandollegó hasta él, Diego estaba muerto.

Para Canessa, el alud fue como elflash de magnesio de una vieja cámarafotográfica. También quedó enterrado,aprisionado y asfixiándose, pero, aligual que Parrado, lo dominó menos elpánico que la curiosidad. «Bien», dijopara sí, «hasta aquí he llegado y ahoravoy a saber qué es eso de la muerte. Porlo menos me enteraré de todas esas

ideas abstractas sobre Dios, elPurgatorio, el Cielo o el Infierno.Siempre me había preguntado cómoterminaría la historia de mi vida. Bueno,pues aquí estoy en el último capítulo.»

Cuando el libro estaba a punto decerrarse, una mano lo tocó; se agarró aella y Roy Harley le abrió un túnel parahacer llegar aire a los pulmones.

Tan pronto como pudo moverse,Canessa buscó a Daniel Maspons.Encontró a su amigo tendido, como sidurmiera, pero estaba muerto.

En la nieve que cubría a Zerbino sehabía formado una pequeña cavidad, loque le permitió respirar durante unos

minutos. Como Canessa y Parrado, norezó a Dios ni se arrepintió de suspecados, y aunque su mente conservabala calma, su cuerpo no se resignaba amorir. Había sacado un brazo en elmomento que llegó la avalancha y congran esfuerzo consiguió abrir una grietaen la nieve a través de la cual, llegabaaire a sus pulmones.

Por encima de él oyó la áspera vozde Carlitos Páez gritando:

—¿Eres tú, Gustavo?—¡Sí! —gritó Zerbino.—¿Gustavo Nicolich?—No. Gustavo Zerbino.Carlitos se fue.

Más tarde, llegó otra voz hasta él.—¿Estás bien?—Sí, estoy bien. Salva a otro —

contestó Zerbino.Y se dispuso a esperar en su tumba

hasta que los otros tuvieran tiempo derescatarlo.

Roque y Menéndez murieron alderrumbarse la barrera, pero parte deella salvó la vida de otros dos quedormían junto a ella. Numa Turcatti yPancho Delgado quedaron atrapadosbajo la puerta abombada, que había sidola de la salida de emergencia del avióny la añadieron a la barrera, de modo quetenían aire suficiente para respirar bajo

su superficie cóncava. Estuvieron asídurante seis o siete minutos. De todasformas, hicieron ruido, y entoncesInciarte y Zerbino acudieron en suayuda. La nieve allí, en la parte traseradel avión, era muy profunda, e Inciartele pidió a Arturo Nogueira, que losestaba observando desde su «camacolgante», que los ayudara. Nogueira nise movió ni dijo nada. Permanecía allícomo en trance.

Pedro Algorta, todavía enterrado enla nieve, sólo disponía del aire quecontenían sus pulmones. Se sentía cercade la muerte y el saber que después demuerto su cuerpo ayudaría a sobrevivir

a los demás lo dejó sumido en unaespecie de éxtasis. Era como si ya seencontrara en las puertas del Cielo.Entonces desapareció la nieve de surostro.

Javier Methol fue capaz de sacar unamano al exterior, pero cuando trataronde liberarlo, gritó a los chicos queprimero liberasen a Liliana. Javierpodía tocar a su esposa con los pies ytemía que pudiera estar asfixiándose,pero nada podía hacer por ella.

—Liliana —le gritaba—. ¡Hacé unesfuerzo! Aguanta. ¡Te sacaré de aquí!

Sabía que podía vivir durante unminuto o dos sin aire, pero el peso de

los chicos que cavaban alrededor de él,estaba aplastando la nieve que la cubría.Aún más, el instinto les llevaba a ayudarprimero a sus amigos y luego a aquellosque tenían las manos fuera.Inevitablemente, habían dejado para elfinal a los que, como Javier podíanrespirar, y a los que, como Liliana, seencontraban ocultos por completo.

Javier continuaba gritándole a suesposa, rogándole que resistiese, quetuviera fe y que respirara lentamente.Por fin, Zerbino lo libró y, juntos,comenzaron a buscar a Liliana. Cuandola encontraron, estaba muerta. Javiercayó fulminado en la nieve, llorando,

abrumado por el dolor. Su únicoconsuelo era la convicción de que ella,que tanto amor y comprensión le habíadado en la tierra, estaría ahora cuidandode él desde el Cielo.

Javier no estaba sólo afligido por eldolor, ya que los que aún se hallabancon vida y se reunieron en el pequeñoespacio que quedaba entre el techo y elpiso cubierto de nieve del avión,supieron que algunos de sus másqueridos amigos estaban muertos yenterrados debajo de donde ellos seencontraban. Marcelo Pérez estabamuerto. También Carlos Roque y JuanCarlos Menéndez, aplastados bajo la

barrera de la entrada; Enrique Platero,cuya herida del estómago habíacicatrizado por fin; Gustavo Nicolich,que con su valentía, después de lanoticia del cese de la búsqueda, loshabía salvado de la desesperación;Daniel Maspons, el amigo íntimo deCanessa, y Diego Storm, otro de la«banda». Ocho habían muerto bajo lanieve.

Las circunstancias a las que teníanque hacer frente los diecinuevesupervivientes, no eran tan desesperadascomo para no darse cuenta de lo quesignificaba la muerte de sus amigos.Algunos pensaban que habría sido mejor

haber perecido en aquellascircunstancias que continuar viviendo enel estado físico y mental en que seencontraban, debido a la ausencia de suscompañeros. Este pensamiento casicoincidió con un segundo alud, que seprodujo alrededor de una hora despuésdel primero y que, debido a que laentrada del avión se hallaba obstruida,en su mayor parte pasó por encima delavión. De todas formas, el escape pordonde había salido y entrado RoyHarley quedó taponado. El Fairchildestaba enterrado por completo.

Ya avanzada la noche, lossupervivientes se hallaban mojados,

exhaustos y ateridos, sin zapatos,almohadones o mantas con las queprotegerse. Apenas había sitio parapermanecer de pie; solamente podíanestar tumbados y hacinados,golpeándose unos a otros pararestablecer la circulación de la sangre,aunque sin saber a quién pertenecían losbrazos y piernas. Para habilitar másespacio, sacaron nieve del centro y ladejaron a ambos extremos del interior;con los primos Strauch y Parrado, Roycavó un hoyo en el que podíanpermanecer cuatro personas sentadas yuna de pie. Al que le tocaba el turno deestar de pie, debía de saltar encima de

los pies de los demás para evitar que seles congelaran.

La noche se hacía interminable.Solamente Carlitos fue capaz de dormir,pero a cortos intervalos. Los demáspermanecían despiertos, retorciéndoselos dedos de las manos y de los pies yfrotándose la cara y las manos paraconservar el calor. Después de variashoras, les amenazó otro peligro: el pocoaire que quedaba en el avión se vició enextremo. Algunos chicos comenzaron asentir síntomas de mareo debido a lafalta de oxígeno. Roy se dirigió a laentrada y trató de abrir un agujero paraque penetrara el aire, pero no consiguió

llegar con la mano al exterior y, de todasformas, allí se había formado una capade hielo demasiado dura para romperlacon la mano. Parrado tomó una de lasvaras de acero que habían utilizado parahacer las hamacas y la metió en la nieveque cubría el techo, empujando haciaarriba. Trabajaba iluminado por cincoencendedores de gas, mientras losmuchachos que se habían congregado asu alrededor, lo observaban conansiedad, pues no tenían idea de lacantidad de nieve que los habíacubierto: podía ser una capa de treintacentímetros o de cuatro metros. Perodespués de clavar la barra y empujar

con fuerza hacia arriba, Parrado sintióque no ofrecía resistencia y cuando laretiró, dejó un pequeño agujero, perosuficiente como para ver a través de élla frágil luz de la luna y de las estrellas.

Mirando por el agujero, esperaron lallegada de la mañana, hasta que en laoscuridad del interior del avión penetróuna pálida y lúgubre luz cuando, al salirel sol, sus rayos se filtraron a través dela nieve. Tan pronto como pudieron verlo suficiente como para saber lo quehacían, comenzaron a pensar en lamanera de salir de aquella tumba. Habíademasiada nieve amontonada paraintentarlo por la entrada, pero parecía

que no había tanta sobre la cabina de lospilotos; y podían ver luz filtrándose poruna ventana. Canessa, Sabella, Inciarte,Fito Strauch, Harley y Parradocomenzaron a construir un túnel a travésde la cabina de los pilotos. Estaba llenade nieve congelada que tenían que quitarcon las manos desnudas, y los seistrabajaron por turnos. Zerbino, quellevaba ropas más gruesas y podíasoportar el frío mejor que los demás, sedeslizó entre los cadáveres de los dospilotos hasta llegar a la ventana, quedebido a la inclinación del avión,apuntaba hacia el cielo. Trató de abrirla,pero debido al peso de la nieve

acumulada, era imposible, así queregresó. Canessa lo intentó acontinuación, pero también fracasó. Elpróximo fue Roy y esta vez la ventana seabrió y dio paso a la luz del día.

Sacó la cabeza por la ventana. Erancerca de las ocho de la mañana, peroestaba más oscuro que de costumbreporque el cielo estaba nublado. Nubesde nieve se arremolinaban a sualrededor. Llevaba un gorro de lana yuna cazadora impermeable, pero elfuerte viento le lanzaba la nieve a losojos y dejaba dolorida la piel de surostro y sus manos.

Volvió a la cabina de los pilotos y

les gritó a los otros:—No se puede. Hay una tormenta.—Trata de limpiar la nieve de las

ventanas —le sugirió alguien.Roy se izó de nuevo y esta vez salió

al exterior, pero el avión estabatotalmente cubierto de nieve. Eraimposible ver dónde estaban lasventanas y temía que al moverse por eltecho del avión, resbalara y se perdieraen la nieve. Volvió al interior y sereunió con sus compañeros.

La tormenta duró todo el día y loscopos entraban flotando por el túnel,después de pasar junto a los cuerpos delos dos pilotos que continuaban atados a

los asientos. La delgada capa de nieveque se formó, sirvió para saciar la sedde algunos de los chicos. Otrosutilizaron la que había penetrado lanoche anterior.

Era el 30 de octubre, el día queNuma Turcatti cumplía veinticinco años.Los demás le dieron un cigarrillo extra ycon la nieve, hicieron una tarta decumpleaños. Numa no era ni OldChrístian ni jugador de rugby (se habíaeducado con los jesuítas y prefería elfútbol), pero daba la impresión defortaleza con su figura rechoncha yademanes tranquilos. Muchos hubieranquerido hacerle pasar un cumpleaños

más alegre pero, en cambio, fue él quienlevantó los ánimos.

—Hemos pasado lo peor —les dijo—. De ahora en adelante, las cosasserán mucho más sencillas.

No hicieron nada aquel día exceptocomer nieve y esperar que pasara latormenta. Se habló mucho de laavalancha. Algunos de ellos, comoInciarte, pensaban que habían muerto losmejores porque eran los que Dios másamaba, pero había otros que noencontraban ningún sentido a esto.Parrado expuso su firme deseo de salirde allí.

—Tan pronto como pare de nevar,

me voy. Si nos quedamos más tiempo,nos matará a todos otra avalancha —lesdijo.

—No lo creo así —le contestójuiciosamente Fito—. El avión estáenterrado y por eso la segundaavalancha pasó por encima. Estamos asalvo por el momento. Si nosmarchamos ahora, es posible que nosarrolle otro alud por el camino.

Escuchaban con respeto la opiniónde Fito porque era el que habíaconservado la calma después de laavalancha y ahora no mostraba lossíntomas de la histeria que se estabaapoderando de algunos.

—No hay ningún motivo que nosimpida esperar a que mejore el tiempo—añadió.

—Pero ¿por cuánto tiempo? —preguntó Vizintín, otro de los que estabadispuesto a salir inmediatamente.

—Recuerdo que en Santiago untaxista me dijo que para de nevar yempieza el verano el día quince denoviembre —apuntó Algorta.

—El quince de noviembre —repitióFito—. Eso es, dentro de dos semanas,así que merece la pena esperar sitenemos más oportunidades de éxito.

Nadie se atrevió a rebatir estaopinión.

—Y para estas fechas —continuódiciendo Fito— habrá luna llena, lo quequiere decir que podremos caminar porla noche cuando la nieve está dura ydormir de día, cuando hace más calor.

No comieron nada aquel día y por lanoche, cuando se agruparon para tratarde dormir, todos acompañaron aCarlitos a rezar el rosario. Al díasiguiente, el 31 de octubre, cumplíadiecinueve años. El regalo que máshubiera deseado, después de un pastelde crema o un batido de moras, era quemejorase el tiempo, pero cuando al díasiguiente pasó por el túnel y se asomó alexterior, comprobó que seguía nevando

con tanta intensidad como el díaanterior. Regresó y les dijo a los otros:

—Tendremos tres días de maltiempo y luego brillará el sol duranteotros tres días.

El intenso frío se combinó con lasropas húmedas para debilitar las fuerzasde todos. No habían comido nadadurante dos días y se sentíanhambrientos. Los cuerpos de los quehabían muerto en el accidente, seguíanenterrados en la nieve en el exterior, demanera que los primos Strauchdesenterraron a uno de los que habíanmuerto en la avalancha y cortaron carnede su cuerpo delante de todos los demás.

Anteriormente habían cocinado la carneo la habían secado al sol, pero ahora noquedaba otra alternativa que comerlahúmeda y cruda a medida que la ibancortando, y como tenían tanta hambre,muchos comieron grandes pedazos quetuvieron que masticar y saborear. Paratodos fue horrible. La verdad es quehubo algunos a quienes les fue imposiblecomer carne del cuerpo de un amigo quedos días antes se encontraba vivo a sulado.

Roberto Canessa y Fito Strauchdiscutieron con ellos. Fito incluso forzóa Eduardo a comer:

—Tenes que comerla. De otra forma

morirás, y te necesitamos vivo.Pero no hubo poder ni argumento

que venciese la repugnancia física enEduardo Strauch, Inciarte y Turcatti, y aconsecuencia de ello, su estado físicoempeoró.

El día 1 de noviembre, día de Todoslos Santos, era el cumpleaños de PanchoDelgado. Como Carlitos habíavaticinado, cesó de nevar y seis de loschicos salieron del avión para tomar elsol. Canessa y Zerbino retiraron la nieveque cubría las ventanas, para dar másluz al interior del avión. Fito y EduardoStrauch, junto con Daniel Fernándezderritieron nieve para conseguir agua,

mientras que Carlitos fumaba uncigarrillo y pensaba en su familia, puestambién era el cumpleaños de su padre yde su hermana. Ahora estaba seguro deque los volvería a ver. Si Dios lo habíasalvado del accidente primero y despuésdel alud, era sólo porque deseaba que sevolviera a reunir con su familia. Laproximidad de Dios en la quietud deaquel paraje reafirmó su convicción.

Cuando una nube ocultó el sol,volvió a hacer frío y los seis regresaronal interior del Fairchild. Todo lo quepodían hacer ahora era esperar.

2

Continuó el buen tiempo durante losdías que siguieron. No hubo nevadasintensas y los que estaban más fuertes yconservaban más energías de losdiecinueve que quedaban, consiguieronexcavar otro túnel al exterior por laparte trasera del avión. Usaban palasque construyeron de planchas de metal oláminas de plástico arrancadas delcuerpo del avión, rompiendo la duranieve y recobrando objetos que habíanperdido durante la avalancha. Páez, porejemplo, recuperó los zapatos de rugby.

Una vez terminado el túnel, sacaronal exterior la nieve y los cuerposenterrados en ella. La nieve estaba tandura como una roca y sus herramientasno eran muy apropiadas. Los cadáverescongelados conservaban el último gestode autodefensa; algunos con los brazoslevantados para proteger sus caras, aligual que las víctimas del Vesubio enPompeya, eran los que ofrecían másdificultades al moverlos. Hubo quien nose atrevió a tocar a los muertos,especialmente los cuerpos de sus amigosíntimos, así que ataron largas cintas denailon a los cuerpos y los arrastraronfuera.

Los que estaban enterrados cerca dela entrada, los dejaron allí, encerradosen la pared de hielo que protegía a losvivos de posibles futuros aludes. Eranuna reserva de alimentos, en caso de queuna segunda avalancha o una fuertetormenta ocultara los cuerpos queacababan de sacar, ya que los deaquellos que habían perecido en elaccidente, estaban perdidos bajo lanieve. Por la misma razón, cuando lossupervivientes se retiraban por la noche,dejaban a la entrada una extremidad oparte de un tronco, por si al díasiguiente, debido al mal tiempo, lesfuera imposible salir.

Tardaron ocho días en conseguir queel interior fuese más o menos habitable,pero todavía quedaba una pared denieve a ambos extremos del avión y elespacio en que vivían era más reducidoque antes, a pesar de que eran menos losque lo ocupaban. Muchos recordabancon algo de resentimiento los apaciblesdías anteriores al alud:

—¡Pensábamos que nosencontrábamos muy mal entonces, peroaquello era un lujo y una comodidadcomparado con esto!

Solamente obtuvieron una ventaja:una reserva de ropas al despojar deellas a los muertos. Presintiendo que

Dios los ayudaría si ellos se auxiliabanunos a otros, los supervivientes no sólotomaron medidas para hacer la vida másfácil durante el tiempo quepermanecieran allí, sino que planearon yse prepararon para su escapada final.

Antes de la avalancha habíandecidido que un equipo formado por losmás fuertes debería intentar llegar aChile. Al principio hubo una división deopiniones entre los que creían que ungrupo numeroso tendría másoportunidades y aquellos queconsideraban más acertado concentrarsus recursos en otro formado tan sólopor tres o cuatro. Como se demostró

durante las semanas que siguieron alaccidente y sobre todo durante los díasde tormenta posteriores a la avalancha,las dificultades que tendrían que afrontarlos expedicionarios serían severas enextremo, por lo que se adoptó lopropuesto por el segundo grupo.Elegirían a cuatro o cinco. Lesaumentarían la ración de carne yocuparían los mejores lugares paradormir. Se verían relevados de laslabores diarias de cortar carne y extraernieve, para que cuando por fin llegara elverano y la nieve comenzara a fundirsehacia finales de noviembre, seencontraran fuertes, saludables y en

buenas condiciones para emprender lacaminata hacia Chile.

El primer factor que se tendría encuenta para elegir a los expedicionarios,sería su estado físico. Algunos de losque habían salido ilesos del accidente,se habían resentido después. Los ojos deZerbino no se habían curado del tododesde la ascensión a la montaña. Inciartetenía dolorosos forúnculos en unapierna. Sabella y Fernández seencontraban bien, pero al no serjugadores, su condición física no era tanbuena como la de los quince de los OldChristians. Eduardo Strauch, fuerte alprincipio, se había debilitado por la

repugnancia que sentía al comer carnehumana inmediatamente después de laavalancha. La opción estaba entreParrado, Canessa, Harley, Páez,Turcatti, Vizintín y Fito Strauch.Algunos candidatos se mostraban másentusiastas que otros. Parrado estaba tandecidido a escapar, que si no lohubieran elegido, se habría marchado ensolitario. También Turcatti estabaempeñado en ser uno de ellos. Habíaparticipado en dos expediciones con loque dejó suficientemente probada suresistencia física y mental, por lo quelos más jóvenes tenían fe ciega en que siél participaba, tendrían éxito.

Canessa tenía más imaginación quemuchos de los otros y preveía lospeligros y dificultades a los que tendríanque hacer frente, pero debido a su fuerzaexcepcional y a su capacidad deinventiva, se consideraba obligado a ir.De la misma forma, Fito Strauch seofreció voluntario, más por sentido de laobligación que por el verdadero deseode abandonar la relativa seguridad delFairchild, pero intervino la naturalezapara resolver su caso, y ocho díasdespués del alud le salieronhemorroides, con lo que efectivamente,quedó excluido. Sus dos primos estabanencantados de que se quedara.

Los tres restantes, Páez, Harley yVizintín, también querían ir y aunque seles consideraba suficientementeentrenados, había dudas sobre lamadurez y fortaleza de sus mentes. Sedecidió que estos salieran en unaexpedición de prueba que duraría un día.Ya se habían realizado, después de laavalancha, algunas pequeñas salidas porlas inmediaciones del avión. François eInciarte habían escalado cien metros dela montaña, descansando cada diezpasos para fumar un cigarrillo. Turcattihabía subido acompañado de Algorta,hasta donde se encontraba el ala delavión, pero lo había hecho con menos

energía y más esfuerzo que la vezanterior, pues también se encontrabadebilitado por la aversión que sentía porla carne cruda.

Páez, Harley y Vizintín salieron a lasonce de la mañana, siete días después dela avalancha, para probarse a sí mismos.Su plan consistía en bajar hacia el vallehasta la gran montaña del otro lado.Parecía un objetivo fácil para unaexpedición de un día.

Llevaban dos jerseys cada uno, dospantalones y botas de rugby. Lasuperficie estaba helada, así quebajaban con facilidad hacia el valle,zigzagueando cuando la pendiente era

demasiado inclinada para seguir uncamino recto. No llevaban nada que lesimpidiera la marcha. Después decaminar por espacio de hora y media,encontraron la puerta trasera del avión yun poco más allá, algunos de losrecipientes de la despensa: doscacharros de aluminio para café y«Coca-Cola», un cubo de la basura y unfrasco de café instantáneo vacío, perocon residuos de café en el fondo.Inmediatamente los tres echaron nieveen el frasco, la derritieron lo mejor quepudieron y se bebieron el agua conaroma de café. Después vaciaron elcubo de la basura y con gran alegría

descubrieron algunos trozos decaramelos que escrupulosamentedividieron en tres partes y se loscomieron sentados en la nieve. Duranteun breve instante, permanecieron comoen éxtasis. Aunque continuaronbuscando, todo lo que pudieronencontrar fue un depósito de gas, untermo roto y un poco de hierba mate.Metieron la hierba en el termo ycontinuaron su camino llevándoloconsigo.

Después de continuar el descensopor el valle durante otras dos horas,comenzaron a darse cuenta de que lasdistancias en la nieve engañan,

comprobando que casi se encontrabantan lejos de la montaña de enfrente comocuando partieron. El avance se habíahecho también más difícil debido a queel sol de mediodía había derretido lasuperficie de la nieve, con lo que, alcaminar, se metían en ella hasta lasrodillas. A las tres de la tardedecidieron regresar al avión, pero alvolver sobre sus pasos comprobaronrápidamente cuánto más difícil se hacíala ascensión en comparación con lo fácilque había sido el descenso. Y paracolmo de males, el cielo se encapotó ycomenzaron a caer copos de nieve quegiraban a su alrededor empujados por el

viento.Tomaron el frasco de café y se

refrescaron con el agua con sabor a café.Roy y Carlitos se llevaron losrecipientes de la despensa, pensandoque serían de utilidad para fundir lanieve cuando estuvieran de vuelta en elavión, pero los encontraron demasiadopesados y los abandonaron. Sinembargo, Vizintín continuó con el cubode la basura que utilizaba como apoyo alsubir la ladera.

La ascensión llegó a ser difícil enextremo. Seguían hundiéndose en lanieve hasta las rodillas, el declive eracada vez más pronunciado y abrupto, la

nevisca derivaba en una nevada másintensa y los tres estaban muy cansados.Roy y Carlitos se hallaban al borde dela desesperación. Debido a la dificultadde calcular distancias, en aquel terrenocubierto de nieve, no tenían ni idea de lolejos o cerca que se encontraban delavión. La ladera formaba una especie dedunas y cada vez que llegaban a la cimade una, esperaban encontrarse elFairchild, pero nunca aparecía; y concada decepción, su ánimo decaía. Roycomenzó a llorar y Carlitos cayófinalmente en la nieve.

—No puedo seguir —decía—. Nopuedo, no puedo. Sigan ustedes.

Déjenme morir aquí.—Vamos, Carlitos —le decía Roy

llorando—. Por el amor de Dios,¡vamos! Pensá en tu familia… tumadre… tu padre…

—No puedo, no puedo moverme…—Levántate, marica —le dijo

Vizintín—. Nos congelaremos todos sinos quedamos aquí.

—De acuerdo, soy un marica. Uncobarde. Lo reconozco. Sigan ustedes.

Pero no se marcharon ybombardearon a Carlitos con una mezclade frases animosas e insultos hastaconseguir que se pusiera en pie denuevo. Subieron un poco más, hasta la

cima de otra colina, pero aún nodivisaban el avión.

—¿Cuánto falta? —preguntabaCarlitos—. ¿Cuánto falta?

Poco después volvió a caer en lanieve.

—Sigan ustedes —les dijo—. Yolos seguiré dentro de un minuto.

Pero tampoco esta vez loabandonaron Vizintín y Harley, y denuevo lo insultaron y le rogaron hastaque se puso de pie y siguió caminando através de la espesa nevada.

Llegaron al avión después de lapuesta del sol. Los demás ya habíanentrado y los aguardaban con ansiedad.

Cuando los tres se arrastraron por eltúnel al interior del avión casiextenuados, Carlitos y Roy llorando,todos supieron que la prueba había sidodura y que algo había fallado.

—Se hacía imposible —dijoCarlitos—. Se hacía imposible y mederrumbé; deseaba morirme y llorabacomo un niño.

Roy se estremeció, sollozó y no dijonada.

Los ojos de Vizintín, pequeños yjuntos, estaban completamente secos.

—Fue duro, pero posible —comentó.

Esto convirtió a Vizintín en el cuarto

expedicionario. Carlitos retiró sucandidatura después de esta experienciay Parrado le dijo a Roy que no podíaserlo porque lloraba demasiado, lo quehizo que Roy rompiera a llorar denuevo. Quedó desilusionado porquepensaba que Fito iría. Había conocido aFito desde que eran niños y se sentíaseguro a su lado. Cuando a Fito lesalieron hemorroides y se retiró, Roy sesintió feliz de encontrarse entre los quese quedaban.

Los cuatro expedicionarios, una vezdesignados, se convirtieron en unaespecie de guerreros cuyas particularesobligaciones les concedían privilegios

también especiales. Les permitían todolo que pudiera mejorar su estado mentalo físico. Comían más carne que losdemás y podían escoger los trozos queprefirieran. Dormían cómo, dónde y eltiempo que deseaban. No estabanobligados a participar en las tareasdiarias de cortar carne y limpiar elavión, aunque Parrado y Canessa, elúltimo no tanto como el primero,continuaron haciéndolo. Por la noche serezaban oraciones pidiendo por su saludy bienestar, y las conversaciones anteellos tenían todas un carácter optimista.Sus cuerpos se trataban con mimo, y lomismo se hacía con sus mentes. Si

Methol creía que el avión se hallaba enmedio de los Andes, se cuidaba muchode no comentarlo con un expedicionario.Si alguna vez se discutía la posición delFairchild con ellos, Chile sólo seencontraba a una milla o dos más alládel otro lado de la montaña.

Fue inevitable quizá que los cuatrotrataran de obtener alguna ventajadebido a lo privilegiado de su situación,lo cual creó algún resentimiento. Sabellatuvo que sacrificar sus pantalones derepuesto para dárselos a Canessa;François sólo tenía un par de calcetines,mientras que Vizintín tenía seis. Trozosde grasa que algún chico hambriento

había recogido cuidadosamente en lanieve, eran requisados por Canessa quealegaba:

—Los necesito para adquirirfuerzas, porque si no me pongo fuerte,nunca saldrás de aquí.

Sin embargo, Parrado nunca abusóde su situación. Tampoco lo hizoTurcatti. Ambos trabajaban con elmismo entusiasmo que antes, mostrandola misma calma, efectividad yoptimismo.

Los expedicionarios no eran loscabecillas del grupo, sino una castaaparte, separados de los demás por susprivilegios y preocupaciones.

Probablemente hubieran llegado aconstituir una oligarquía si sus poderesno hubieran sido frenados por eltriunvirato de los primos Strauch. Detodos los subgrupos de amigos oparientes que habían existido conanterioridad a la avalancha, el suyo fueel único que permaneció intacto. El clande los más jóvenes había perdido aNicolich y Storm; Canessa a Maspons;Nogueira a Platero; Methol a su esposa.También había desaparecido Marcelo,el líder que habían heredado del mundoexterior.

La estrecha relación que existíaentre Fito Strauch, Eduardo Strauch y

Daniel Fernández les dio una ventajasobre todos los demás al soportar mejorel sufrimiento, no físico sino mental,causado por el aislamiento a que seveían sometidos en las montañas.También poseían aquellas cualidades derealismo y sentido práctico que eranmucho más útiles en aquel trance brutalen que se veían, que la elocuencia dePancho Delgado o la amable naturalezade Coche Inciarte. La reputación quehabían adquirido, Fito en especial,durante la primera semana al enfrentarsecon la desagradable realidad y tomaringratas decisiones, mereció el respetode aquellos que habían salvado la vida

gracias a ello. Fito, que era el más jovende los tres, era el más respetado, no sólopor sus juiciosas opiniones, sino por laforma en que había dirigido el rescatede los atrapados por la avalancha en elmomento de más histeria. Su realismo,unido a la firme creencia en la salvaciónfinal, condujo a muchos de los chicos adepositar en él sus esperanzas, yCarlitos y Roy lo propusieron comolíder para reemplazar a Marcelo. PeroFito rehusó la corona que le ofrecían.No había necesidad de institucionalizarla influencia de los primos Strauch.

De todas las tareas que debíanrealizarse, el cortar carne de los cuerpos

de sus amigos muertos era la más difícily desagradable. La llevaron a cabo Fito,Eduardo y Daniel Fernández. Era algotan horrible que aun muchachos tanduros como Parrado o Vizintín no sesentían capaces de llevar a cabo.Primero tenían que desenterrar loscadáveres y tenderlos al sol. El frío losconservaba tal como estaban en elmomento de la muerte. Si tenían los ojosabiertos, había que cerrárselos, pues eradifícil sajar a un amigo ante su vítreamirada, por muy seguros que estuvierande que su alma lo había abandonadohacía tiempo.

Los Strauch y Fernández, a menudo

ayudados por Zerbino, cortaban grandespedazos de carne de los cuerpos ydespués los pasaban a otro equipo quelos dividían en trozos más pequeñosvaliéndose de hojas de afeitar. Estetrabajo no era tan desagradable como elanterior, ya que una vez separada lacarne de los cuerpos, era más fácilolvidar de qué se trataba.

La carne estaba estrictamenteracionada, de lo cual también seencargaban los Strauch y DanielFernández. La ración base consistía enun puñado que venía a pesar unos ciengramos, pero se acordó que aquellos quetrabajaban podían tomar algo más, por

el desgaste de energías debido alejercicio, y los expedicionarios podíantomar casi tanto como quisieran.Siempre terminaban un cadáver antes decomenzar otro.

Habían llegado, por necesidad, acomer casi todas las partes del cuerpo.Canessa sabía que el hígado contenía lareserva de vitaminas; por esta razón éllo comía y animaba a los demás paraque siguieran su ejemplo, hasta quequedó reservado para losexpedicionarios. Habiendo superado larepugnancia de comer el hígado, les fuemucho más fácil pasar al corazón,riñones e intestinos. Para ellos, hacer

esto no era tan extraordinario como lohubiera sido para un europeo onorteamericano, porque es muy comúnen Uruguay comer los intestinos y lasglándulas linfáticas de un novillo en unplato llamado «parrillada». Las capasde grasa que se sacaban de los cuerposse ponían a secar al sol hasta que seformaba una corteza y entonces todos lascomían. Era una fuente de energía y,aunque no era tan apreciada como lacarne, no estaba racionada, comotampoco lo estaban los trozosprocedentes de los primeros cuerpos yque, abandonados en la nieve, podíarecogerlos quien quisiera. Esto ayudaba

a llenar los estómagos de los quepadecían hambre, pues sólo eran losexpedicionarios los que podían comer almáximo. Los demás sentían un continuodeseo de comer más, aunque sabían laimportancia de conservar la carneracionada. Solamente despreciaban lospulmones, la piel y los órganosgenitales.

Estas eran las normas, pero fuera deellas progresó un sistema no oficial deratería que era tolerado por los Strauch.Por esta razón se hizo tan popular cortarlos pedazos grandes; de vez en cuando,se deslizaba un pedazo en la boca deuno. Todos los que cortaban carne lo

hacían, incluso Fernández y los Strauch,y nadie decía nada mientras no seabusara. Un trozo en la boca por cadadiez que se cortaran para los otros, eramás o menos normal. Mangino redujo laproporción a uno por cada cinco o seis yPáez a uno por cada tres, pero noocultaban lo que hacían y sólo desistíancuando los otros les gritaban.

Este sistema, como en una buenaconstitución, era justo en teoría y lobastante flexible como para satisfacer ladebilidad de la naturaleza humana, peroel peso de la carga caía sobre aquellosque no querían o no podían trabajar.Echavarren y Nogueira continuaban

atrapados en el avión debido a suspiernas rotas, hinchadas, infectadas ygangrenosas, y sólo en contadasocasiones bajaban de las hamacas y searrastraban fuera para defecar o derretirnieve para conseguir agua. No habíaposibilidad de que cortaran carne orecogieran la perdida en la nieve.Delgado también tenía una pierna rota, eInciarte una infectada. Methol aún seencontraba inutilizado debido a laaltitud. François y Roy Harley tambiénestaban inutilizados, pero no en susextremidades sino en su voluntad.Podían trabajar, pero el shock que lesprodujo el accidente, o en el caso de

Roy el alud seguido del fracaso de laprueba de la expedición, parecía quehabían destruido todo sentido de laobligación. Se pasaban el día sentadosal sol.

Los trabajadores no mostrabanmucha compasión por aquellos quecreían unos parásitos. En una situacióntan desesperada, la abulia rayaba con locriminal. Vizintín pensaba que a los queno trabajaban no se les debería dar nadade comer hasta que lo hicieran. Losdemás se daban cuenta que debían deconservar a sus compañeros vivos, perono veían la necesidad de hacer muchomás por ellos. También se mostraban

crueles al juzgar el estado de suenfermedad. Algunos pensaban queNogueira no tenía las piernas rotas y quesólo se imaginaba el dolor que sentía yque Delgado exageraba el dolor que leproducía el fémur fracturado. Mangino,después de todo, también tenía unapierna rota, pero se las arreglaba paratrabajar cortando carne. Hacían casoomiso de los mareos que sentía Metholdebido a la altitud, o de los piescongelados de François. El resultado deesto era que el único suplemento a laración de los «parásitos» eran laspropias reservas de sus cuerpos.

A algunos de los chicos les era

todavía difícil comer carne humanacruda. Mientras los otros llegaron allímite de poder comer el hígado, elcorazón, los riñones y los intestinos delos muertos, Inciarte, Harley y Turcattisólo se atrevían con la carne roja de losmúsculos. Las únicas ocasiones en queles era más fácil comer, era cuandococinaban la carne; y cada mañanaInciarte se acercaba a Páez, que estabaal cargo de este departamento, y lepreguntaba:

—Carlitos, ¿vamos a cocinar hoy?—No sé; todo depende del viento —

le respondía Carlitos, ya que sólopodían encender fuego si el tiempo era

bueno.Pero también influían otros factores.

Las reservas de madera eran limitadas;cuando terminaron todas las cajas deCoca Cola, sólo quedaban pequeñastiras de madera procedentes de una partede las paredes del avión. Tambiéncontaba la opinión de Canessa de quelas proteínas morían a altastemperaturas, y la de Fito, que al freír lacarne, ésta se reducía de tamaño yquedaba menos para comer. Enconsecuencia, sólo se permitía cocinaruna o dos veces a la semana cuando lascondiciones atmosféricas lo permitían, yen estas ocasiones, los menos

escrupulosos se contenían para que losotros pudieran comer más.

3

Durante los diez días quetranscurrieron entre la elección de loscuatro expedicionarios y el 15 denoviembre, día que esperaban quecesara el frío, los diecinuevesupervivientes desarrollaron supersonalidad tanto en grupos comoindividualmente.

Parrado, por ejemplo, que antes delaccidente era desgarbado, tímido, conínfulas de play boy, se había convertidoen un héroe.

Su valor, resistencia y abnegación lo

hacían el más querido de todos. Erasiempre el más dispuesto a desafiar elfrío y las montañas y partir en busca dela civilización. Por este motivo los másjóvenes o débiles o menos decididos,depositaban toda su fe en él. Tambiénlos consolaba cuando lloraban y era elque hacía los trabajos más arduos, apesar de que, como expedicionario,estaba oficialmente exento. Nuncaproponía un nuevo método de acción sinser él el primero en emprenderlo. Ciertanoche, cuando parte de la barrera secayó debido al fuerte viento, fue Parradoquien se levantó para reconstruirla.Cuando volvió a acostarse se había

quedado tan frío que los que dormían asu lado tuvieron que golpearlo y darlemasajes para restablecerle lacirculación; pero cuando la barrera cayóde nuevo, se levantó y la reconstruyóotra vez.

Parrado tenía solamente dosdebilidades. La primera era su empeñoen salir de allí. Si hubiera dependido deél solamente, se habría marchado justodespués de la avalancha, sin estar bienpreparado. Tenía paciencia con losdemás, pero no con la situación. Eraincapaz de juzgar por separado lascircunstancias en que se encontraban taly como lo hacía Fito Strauch. Si lo

hubieran dejado marcharse cuando élquería, no habría sobrevivido.

La otra debilidad era la irritaciónque le causaba Roy Harley. Leexasperaba que alguien tan preparadofísicamente y con tanta resistencia,estuviera siempre llorando; en cambiootros que se encontraban encircunstancias similares debido a lodesesperado de su situación, hallaban enParrado su única fuente de consuelo. Erasencillo, afectuoso, agradable, optimistay de buen temperamento. Raramente, silo hizo alguna vez, insultaba y era el máspopular como compañero por la nocheen el avión.

Después de Parrado era NumaTurcatti el más querido de los chicos.Tenía un cuerpo pequeño y musculosoque desde el primer momento habíapuesto a disposición de la causa común.La expedición anterior a la avalancha lohabía debilitado, y cuando Algorta fuecon él hasta donde se encontraba el aladel avión, notó que Numa ya no poseíael vigor de antes. Asimismo seguía consu aversión por la carne cruda. Comohabía conocido a muy pocos de aquellosmuchachos antes de salir deMontevideo, representó una prueba desu resistencia, sencillez y absoluta faltade malicia que llegara a ser tan querido

y respetado por ellos. Todos estabanconvencidos de que si él y Parradosalieran al frente de una expedición, éstatendría éxito.

Los otros dos expedicionarios noinspiraban tanta confianza. Se reconocíaque Canessa había tenido buenas ideas,como la de hacer las mantas y lashamacas que habían mejorado lascondiciones de vida en el avión. Sabíade vitaminas y proteínas y había sido ungran defensor en favor de comer la carnede los muertos. Por otra parte, sureputación médica que se tenía en tantaestima después de la operación que lehizo a Platero, había bajado bastante

luego de haber vertido agua de coloniaen la pierna de Inciarte, a resultas de locual, su infección empeoró.

Sin embargo, la personalidad deCanessa, era lo que hacía difícil laconvivencia con él. Siempre estabanervioso y tenso; se enfadaba a la menorprovocación, y maldecía e insultaba atodos con su voz aguda. Raras veces semostraba valeroso y desinteresado, puespor lo general era un hombre obstinadoe impaciente. Su apodo, «Músculo», selo habían puesto por su empecinamientomás que por su fuerza física. En elcampo de rugby quería deciridiosincrasia; en el avión se paseaba por

encima de sus compañeros dormidos,abriéndose camino hacia donde quisierair. Hacía lo que quería y nadie lograbaimpedírselo. Sólo Parrado podía ejerceralguna influencia sobre él. Los Strauchquizá lo hubieran podido controlar, perono querían enemistarse con ningúnexpedicionario.

Vizintín no era tan dogmático ydominante como Canessa, pero era mássuyo y, sin embargo, no tenía lascualidades de inventiva y el ingenio tandespierto que en Canessa ofrecíanalguna compensación. Tenía valor, comolo había demostrado en la expedición deprueba, pero de regreso en el avión, su

comportamiento era infantil ycaprichoso. Discutía con todos, enespecial con Inciarte y Algorta y elúnico trabajo que hacía era convertirnieve en agua para su consumo y, de vezen cuando, algo que le interesabaparticularmente. Con la tela de lasfundas de los asientos hizo manoplaspara todos los expedicionarios ytambién algunas gafas de sol. Por lanoche, llamaba, llorando, a su madre.

Sólo Canessa ejercía una especie decontrol sobre Vizintín, y a Mangino legustaba. Era como si los tres chicos —tenían diecinueve años— más agresivosy quisquillosos hubieran formado una

pequeña alianza. Mangino se sentíamarginado. Tampoco él, como Turcatti,había conocido con anterioridad amuchos de los chicos y por este motivono dudaba en mandarlos a paseo.Durante los días que siguieron alaccidente se había portado con egoísmoy mostrado signos de histeria, pero,después, a pesar de tener la pierna rota,había trabajado por el grupo tanto comoel que más, y algunos, especialmenteCanessa y Eduardo Strauch, loprotegían.

Bobby François era otro caso en elque se consideraba su juventud comoexcusa para sus faltas, de las cuales la

principal era la especie de letargo enque había caído. Parecía haber nacidosin instinto de supervivencia. Desde elmomento del accidente, cuando se sentóen la nieve, encendió un cigarrillo e hizoesta fría observación, «La quedamos»,se había comportado como si sobrevivirno valiera el mínimo esfuerzo. Ya antesdel viaje había sido bastante vago —leapodaban Gordito—, pero en estascircunstancias, la pereza equivalía alsuicidio y si lo hubieran dejado solo,habría muerto irremediablemente. Notrabajaba. Se sentaba al sol y derretíanieve si lo obligaban; cuando no hacíaesto, se sentaba para darse masajes en

los pies que se le habían helado alquedar enterrado por la avalancha. Porla noche, si, al moverse, se destapaba,no tenía la suficiente fuerza de voluntadpara cubrirse de nuevo, como algúncompañero de los que dormía a su ladono lo hiciera. Llegó el momento en queDaniel Fernández le tuvo que darmasajes en los pies para evitar que se legangrenaran.

Llegó el día en que los primosestuvieron tan encolerizados por laabulia de Bobby que creyeronconveniente hacerlo trabajar; le dijeronque si no lo hacía no le darían nada decomer. Bobby se limitó simplemente a

encogerse de hombros, y dijo:—Bien, me parece justo.Pero a la mañana siguiente volvió a

las andadas y cuando llegó el mediodía,a la hora de la distribución de lacomida, no se puso a la cola pararecoger su ración. Parecía que le eraindiferente vivir o morir, y parecíabastante satisfecho de que fueran losotros los que decidieran por él. Pero noestaban decididos a hacerlo. Su«incentivo» había fallado. Bobby volvióa recibir su ración.

Entre los mayores y más fuertes,Eduardo Strauch era como Parrado,amable y gentil con los más jóvenes y

débiles, o sea Mangino, François yMoncho Sabella. Aunque Moncho estabasano, era más débil que la mayoría y,además, nervioso por naturaleza. Sehabía portado bien cuando sucedió elaccidente (Nicolich estaba convencidode que había salvado su vida) y lehubiera gustado comportarse con tantovalor y trabajar lo mismo que los demás,pero no tenía la suficiente resistencia.Llegó a formar parte del grupo que sesentaba al sol fumando, charlando yfundiendo nieve mientras los otrosrealizaban las tareas más pesadas.

Javier Methol también formaba partede aquel grupo. Siempre estaba

mareado, pues la altitud seguíaafectándolo. Solía hablar mucho, perotartamudeaba y nunca terminaba lasfrases. Los que eran por lo menos diezaños más jóvenes que él, lo tenían porun personaje gracioso. Lo llamabanDumbo, porque les había dicho que éstehabía sido su apodo de niño, y se reíande él cuando caminaba torpemente porla nieve. Le gastaban bromas, en lascuales él participaba exagerando susdefectos porque sabía que con ello loschicos se divertían y, al mismo tiempo,les levantaba el ánimo. Por ejemplo, unode los números consistía en que nuncahabían comido una ensaimada y,

entonces, Methol se embarcaba en unadescripción larga y pedante.

Cuando estaba cerca del final,llegaba otro y le preguntaba:

—¿De qué estás hablando, Dumbo?—Estoy describiendo una

ensaimada.—¿Una ensaimada? ¿Qué es eso?—¿No lo sabes? Mira, es una cosa

redonda, de un tamaño así… —ycomenzaba a repetir la descripción.Cuando volvía a estar cerca del final,llegaba otro y le hacía creer que nuncahabía comido una, y así sucesivamente.

La especialidad de Methol eraextraer aceite de trozos de grasa para

usarlo como laxante. También era elencargado de afilar los cuchillos, bienempleando otro cuchillo o una piedra.Hizo gafas de sol, primero para Canessay después para él, con pedazos deplástico y material que recogió de lacabina de los pilotos. Cuando estabahaciendo las suyas, vieron que sólo lespuso una lente de plástico. Esta fue laprimera noticia que tuvieron de que sólopodía ver por un ojo.

Consolaba a los chicos cuando sesentían desgraciados. Esto también lohacía Coche Inciarte, que sentía porellos el mismo afecto que Parrado yTurcatti. De todas formas, Parrado y

Turcatti eran expedicionarios, por loque se encontraban un poco másdistanciados, mientras que Cochecomprendía su debilidad, ya que éltambién era débil. Al principio hacíaalgún trabajo, pero después, cuando sele infectó la pierna, ya no hizo nada. Nole importaba que le dieran una raciónmás pequeña porque no le gustaba lacarne cruda. Nunca se quejaba por lacomprometida situación en que seencontraban, pero se pasaba el díasoñando despierto con el pasado enMontevideo. Aunque a los otros lesexasperaba su inactividad, nuncallegaban a enfadarse con él porque a

todos les gustaba su carácter abierto y,además, era honrado a carta cabal.También era amable, gentil, de hablarpausado e ingenioso. Nadie podía evitarsus ojos cándidos y sonrientes, inclusocuando una mirada le sorprendíaescamoteando un cigarrillo o un trozoextra de carne.

Sin embargo, Pancho Delgado, aquien se le consideraba tan parásitocomo a Inciarte, estaba en desventajacon respecto a éste, ya que no poseía susencilla personalidad ni la amistad quelo unía a Fito Strauch era tan antigua.Era un muchacho de gran elocuencia yatractivo, de ahí que tuviera éxito en la

vida cuando ponía en práctica estostalentos. Por ejemplo, con los Sartori,que al principio se habían opuestorotundamente a que se comprometiesecon su hija, pero que se los habíaganado con los ramos de flores y regalosque siempre llevaba cuando iba devisita.

Pero no había flores en lasmontañas, y la elocuencia y el atractivono se aprecian en las situacionescríticas. La verdad es que la elocuenciaque Delgado había usado, se volviódespués contra él. Los jóvenes no lehabían perdonado su anterior optimismo.Era uno de los mayores y debió de

haberlo pensado mucho antes dehaberles dado tantas esperanzas sintener una buena razón en qué apoyarse.Por este motivo, cuando les comunicóque no podía trabajar porque se loimpedía la pierna enferma, algunos no locreyeron y lo acusaron de mentiroso.

Era una situación que entrañabapeligro. Cuando un grupo se halla entensión, siempre busca una víctimapropiciatoria y Delgado parecía elcandidato apropiado. El único amigoque tenía desde Montevideo era NumaTurcatti, demasiado noble para

sospechar lo que estaba sucediendo.Todos los que no podían trabajar,estaban protegidos por sus malascondiciones físicas: Methol por nosoportar la altitud; Mangino, Sabella,Harley y François por su juventud.Inciarte por su bondad. Por otra parte,Inciarte no pretendía ser más de lo queera y, en cambio, Delgado, tenía ya unamentalidad de abogado. Jugaba con lavida como si fuera una partida de poker,pero no se daba cuenta de que esta veztenía malas cartas. Se sentía débilporque estaba hambriento y era casi elúnico de los diecinueve que no podíaescamotear o contar con alguien que lo

hiciera para él. Era una situación quetendía a empeorar.

Los efectos que la expedición deprueba causaron en Roy Harley yCarlitos Páez fueron contrarios a los quede ambos se esperaba. Elcomportamiento de Roy, que en laexpedición había sido mejor que el deCarlitos, comenzó después a empeorar.El haber sido rechazado comoexpedicionario, le hizo pensar que habíadecepcionado a sus compañeros, y esto,que sucedió inmediatamente después dela muerte de su íntimo amigo Nicolich,fue para su mente lo que una pierna rotahubiera sido para su cuerpo. Llegó a ser

tan sensible que lloraba si alguien lehablaba en tono fuerte y, en cambio, éllo hacía sollozando, como un chiquillocaprichoso. Era perezoso y egoísta ypara conseguir algo de él, había quehacer uso de amenazas o de la fuerza.

Con Carlitos sucedió lo contrario.De consentido, infantil y timorato,reconocido por él mismo, pasó a ser unarduo trabajador y responsable de susactos. No sólo ayudó a cortar carne, sinoque se impuso la obligación de cerrar laentrada por las noches.

Tenía cualidades opuestas. Eramandón y peleador, y hurtaba más queningún otro, aunque su nueva

personalidad contribuyó de maneraexcepcional a levantar la moral delgrupo. Aunque era el más joven detodos, se mostraba seguro de sí mismo ytenía una voz grave, como la de un ositogigante. Sus pensamientos eraninocentes, sus parlamentos pomposos ysu comportamiento irresponsable aveces —solía perder encendedores ycuchillos en la nieve—, aunque en lasmontañas, lo mismo que en Montevideo,evocar la imagen de Carlitos hacíaaparecer una sonrisa en sus labios. Nohacía reír tanto a los demás porque suschistes fueran graciosos, sino por elefecto cómico que causaba su

personalidad. Estaba en posesión dealgo importante, pues había muy pocomás con que poder divertirse.

Carlitos Páez pertenecía al segundogrupo en cuanto a poderes se refería.Con Algorta y Zerbino, actuaba deauxiliar de Daniel Fernández y losprimos Strauch. Los tres recibían lasórdenes de los que estaban por encimade ellos y las transmitían a quienes eransus inferiores. Zerbino en particular,adulaba a los mayores y amedrentaba alos más jóvenes, a pesar de que él, consus diecinueve años, figuraba entre losúltimos. Era afectuoso, pero rígido. Lomismo que Canessa, se excitaba con

facilidad, y llegaba a ponerse histéricosi, por ejemplo, alguien ocupaba sulugar en el avión frente a DanielFernández. Se sentía más unido a esteúltimo. Si Fernández le pedía unospantalones, se los daba sin vacilar. Encambio, si lo hacía Vizintín, unexpedicionario, le contestaba:

—Vete al infierno, sucia bestia.Búscalos por ahí si tanto los necesitas.

Fernández y Zerbino seresponsabilizaron en la recogida deldinero y los documentos de quienesmorían. Zerbino se impuso a sí mismo latarea de investigar los pequeñosdesórdenes, tales como quiénes eran los

que se movían por la noche. Por estemotivo, a veces lo llamaban «eldetective». Antes del accidente, loapodaban «Orejas», pero después lollamaron «Caruso», porque en el cursode una conversación sobre platostípicos, resultó que Zerbino nunca habíacomido cappetletti alla Caruso (unaespecie de raviolis con una salsa a laque se ha dado el nombre del tenoritaliano) y ni siquiera sabía lo que eran.Su carácter sencillo y afectuoso hacíaque a menudo fuese el blanco de lasbromas de los demás. Los chicos sereían de él porque, a veces, a últimahora de la tarde o a primera de la

mañana, no sabía distinguir el sol de laluna, o viceversa. Siempre se mostrabapesimista. Si Fito le pedía que salierapara ver qué tiempo hacía,invariablemente regresaba diciendo:

—Hace un frío terrible y se avecinauna tormenta.

Entonces Fito se volvía a Carlitos yle pedía:

—Ve a echar un vistazo.Y Carlitos, que era un optimista,

volvía con su versión:—Nieva algo, pero no durará mucho

tiempo. Dentro de media hora, el cieloestará despejado.

Pedro Algorta no era precisamente

un héroe. De acuerdo con el criterio quehabía rebajado la moral de algunos,debería de haber sido el primero endesaparecer. Aunque había comenzadosus estudios en el Colegio Stella Maris,los continuó en Santiago y luego enBuenos Aires, debido al trabajo quehacía su padre; así que conocía a muypocos de los diecinueve. De sus dosamigos, uno, Felipe Maquirriaín, habíamuerto, y el otro, Arturo Nogueira,permanecía inválido en el interior delavión.

Existían vanas particularidades queseparaban a Algorta de los demás. Eratímido, introspectivo y socialista,

mientras que ellos eran impetuosos,extrovertidos y conservadores. EnUruguay había trabajado para el FrenteAmplio, una especie de Frente Popularque había presentado su candidatura porprimera vez en las recientes eleccionespresidenciales. Por otra parte, DanielFernández y Fito Strauch pertenecían alMovimiento Universitario Nacional(MUN) que apoyaba a Wilson Ferreira(un blanco liberal); Eduardo Strauchapoyaba a Batlle (un colorado liberal),en tanto que Carlitos Páez había votadopor el reaccionario general Aguerrondo,del partido blanco.

Otra desventaja que tenía Algorta

era la amnesia. Todavía no podíarecordar lo que había sucedido en losdías anteriores al accidente. En ciertaocasión, corrió loco de alegríaalrededor del avión cuando Inciarte ledijo que un equipo de Argentina habíaganado el campeonato de fútbol. Eraabsolutamente falso. Pero pasando acosas más serias, Algorta habíaolvidado por completo que el interésque lo llevaba a Chile no eran los textosbaratos de Ciencias Económicas, o unestudio in situ sobre el socialismo enSudamérica, sino una chica que habíaconocido en los tiempos en que vivía enSantiago. En aquellos tiempos pensó que

estaba enamorado, pero no habían vueltoa verse por espacio de año y medio, ylas cartas que intercambiaron nobastaban para mantener sus sentimientostan vivos como él hubiera deseado. Supropósito entonces, era solucionar estacuestión, bien en un sentido o en otro,pero ahora había olvidado hasta queexistía. La verdad es que una de lasrazones por las que deseaba regresar aMontevideo era la de encontrar unanovia.

Tenía la mente lo suficientementedespierta para darse cuenta de que debíatrabajar para sobrevivir, y sus esfuerzosmerecieron la aprobación de los primos,

en especial la de Fito. Algorta continuósintiéndose marginado —principalmenteporque no podía participar en lasconversaciones que, en general,versaban sobre agricultura, pero nohasta el extremo de que esto creara en élcomplejo de aislamiento.

Los tres que constituían el gobiernode esta pequeña comunidad no eran,individualmente, muy distintos de losdemás. Dominaban al grupo en virtud dela fuerza nacida de su unión.

Daniel Fernández, por ejemplo, erael más viejo de los supervivientesdespués de Methol, y se daba cuenta dela responsabilidad que esto le creaba.

Era bastante maduro, incluso para suedad (tenía veintiséis años), y trabajabacon ahínco conservando limpio elinterior del avión, recogiendodocumentos y controlando ladistribución de cuchillos yencendedores. Le daba masajes a lospies congelados de Bobby François (porlo que Bobby le prometió ser su esclavocuando regresaran a Montevideo) yaconsejó a Canessa que no operase lapierna infectada de Coche. Aunquetímido por naturaleza, a Daniel legustaba platicar y contar historias. Erasereno, responsable y agradable. Laverdad es que las únicas cualidades que

no poseía eran fuerza física y acusadapersonalidad.

Aunque a Eduardo Strauch loapodaban «el Alemán», era, en muchospuntos, menos alemán que sus dosprimos. Se parecía más a su madre, dela familia de los Urioste, y era menoscorpulento que Fito. Su porte eradistinguido y sus ademanes muypersonales. Era el más culto de losdiecinueve, quizá porque había viajadopor Europa, y era, de todos, el dementalidad más amplia. En general,conservaba la calma pero, a veces, semostraba iracundo en extremo. Teníacierta inclinación a dar órdenes,

especialmente a Páez, pero, al igual queFito, era amable con los más jóvenes ymás exasperantes, como Mangino yFrançois.

Fito Strauch era más temperamentalque Eduardo, pero inspiraba másconfianza en el grupo. Cuando pensabanen su situación, sus razones eran siemprelas más positivas y sus juicios los máscabales. Tenía, además, a su favor, lainvención de las gafas de sol, que tantonecesitaban para proteger los ojos delos reflejos de la nieve. Había tomadode la cabina de los pilotos losprotectores contra el sol de plásticooscurecido; cortó dos pequeños círculos

y los cosió a un armazón hecho deplástico de la carpeta que contenía elplan de vuelo.

Fito también tenía defectos. Al igualque a Daniel Fernández, Mangino loirritaba. Discutía con Eduardo cuando seacostaban y en cierta ocasión se puso tanfurioso con Algorta por apoyarse en él,que se levantó de un salto, gritando:

—¡Me estás matando, me estásmatando!

Algorta abrió los ojos y dijo:—Vamos, Fito, ¿cómo podes decir

eso? —y a continuación se dio vuelta yse quedó dormido.

El sistema que implantaron

funcionaba bien. Lo mismo que en laConstitución de los Estados Unidos,existían partidas y contrapartidas. LosStrauch, con sus auxiliares, limitaban elpoder de los expedicionarios, y losexpedicionarios limitaban el de losStrauch. Ambos grupos se respetabanrecíprocamente y los dos actuaban conel consentimiento tácito de losdiecinueve.

Entre ellos había dos que no podíanformar parte en los grupos a causa de lasheridas que sufrieron en el accidente:Rafael Echavarren y Arturo Nogueira.Ambos dormían en la hamaca que habíaconstruido Canessa y muy raramente

salían del avión. Les era muy difícilcaminar, y para arrastrarse hasta lanieve necesitaban más energías de lasque disponían sus cuerpos.

Los dos eran distintos, tanto en susantecedentes como en temperamento.Nogueira, a sus veintiún años, era unestudiante izquierdista de CienciasEconómicas. Echavarren, de veintidósaños, era granjero y conservador. Suspuntos de vista eran divergentes y noparecía que pudiera reconciliarlos susufrimiento común, ya que el menor einadvertido movimiento de uno de ellos,causaba grandes dolores al otro.

Echavarren, vasco de origen, era de

naturaleza abierta y valeroso. El estadode su pierna era lastimoso. El músculode la pantorrilla, que se le habíadesprendido, lo habían vuelto a poner ensu sitio, pero la herida se habíainfectado. Peor aún, era incapaz demover la pierna o de frotarse los piespor la noche, así que los dedos se lepusieron morados al principio y despuésnegros por la congelación. Durante eldía, les pedía a los otros que trataran derestaurarle la circulación.

—Patroncito —le decía a DanielFernández—, dame un masaje en laspiernas, ¿quieres? Están tan entumecidasque ni siquiera las siento.

Y cuando Daniel Fernándezterminaba, Rafael solía decirle:

—Te prometo, Fernández, que sisalgo de ésta, te daré todo el queso quequieras por el resto de tu vida.

Estaba absolutamente decidido aescapar de allí. Todas las mañanas serepetía a sí mismo:

—Soy Rafael Echavarren y juro queregresaré.

Cuando alguien le sugería queescribiera una carta a sus padres o a sunovia, contestaba:

—¿Para qué? Se lo contaré todocuando vuelva.

Su fe lo hizo popular entre todos,

como también su sinceridad y suhonradez— Cuando alguien tropezabacon su pierna herida, lo solía maldecir,pero un minuto o dos más tarde, le pedíadisculpas. Los hacía reír con su mímica,«comiendo» una caja de bombonesvacía o los entretenía describiendocómo hacía el queso en su granja.

Su estado empeoró. La pierna sehizo más pesada a causa del pus, y lapiel ennegrecida por la gangrena seextendía desde los dedos por todo elpie. Una mañana, con la voz tan alegre yoptimista como siempre, les pidió atodos que se reunieran a su alrededorporque quería hablarles, y una vez

agrupados, les comunicó que iba amorir. Todos protestaron, pero él seguíafirme. Lo comunicaba, dijo, porquequería que los supervivientestransmitieran su última voluntad a sufamilia: la moto se la regalaba a sucriado y el jeep a su novia. Los chicosprotestaron otra vez, y, al día siguiente,este estado de ánimo desapareció y élvolvió a figurar entre los másoptimistas.

El estado físico de Arturo Nogueiraera mejor que el de Echavarren, pero elmental era el peor de todos. Aun antesdel vuelo había sido una persona difícily áspera, encerrado en sí mismo y

silencioso incluso con su familia. Laúnica persona que había sido capaz dehacerlo salir de su caparazón, fue sunovia, Inés Lombardero. También ellahabía sufrido mucho en la vida, pues unode sus hermanos se había ahogado conotros dos chicos en una canoa quezozobró en las costas de Carrasco. Suúnico consuelo era Arturo. A menudo, labesaba en plena calle.

Su otra pasión era la política. Sugran sentido de la justicia hizo de él unidealista, socialista unas veces, y otrasanarquista. Más o menos abandonó lareligión católica en favor de la Utopía.Al igual que Zerbino, trabajó a

instancias de los jesuitas, en los barriospobres de Montevideo, pero ahoraconfiaba más en hallar soluciones a loscandentes problemas de la opresión y lapobreza.

Permanecía solitario en el avión ysus grandes ojos verdes se destacabanen el demacrado rostro con una pequeñaperilla. Hubo un tiempo en que mostróalgún interés por la situación en que seencontraba y se había adjudicado elpapel de cartógrafo, pero al paso de losdías su fe disminuyó y abandonó losmapas. Recordaba que de niño habíatenido el presentimiento de que moriríaa los veintiún años. Un día, hablando

con Parrado, le dijo que estaba segurode que iba a morir.

Peor que su desesperación, era elaislamiento a que se veía sometido. Eradesabrido y caprichoso con los demás, yno había nadie, en estas condiciones,que se tomara la molestia de traspasaresta enemistosa coraza exterior. PedroAlgorta era su único amigo íntimo, peroel mismo Pedro estaba en peligro dequedarse aislado también, por lo que nose encontraba en posición de rescatar aArturo en contra de su voluntad.

Su antagonismo con los demás erasobre todo político. Discutíaacaloradamente con Echavarren por las

mantas o la posición de los pies, peroesto sólo era una apariencia que cubríasus distintos puntos de vista políticos.Hubo una ocasión en que Páez divertía alos chicos contando historias de supadre. Una de ellas se refería a cuandosu padre había estado en África conGunther Sachs y cómo más tarde,Gunther Sachs y Brigitte Bardot habíanestado con ellos en Punta Ballena.

—Oye, Arturo, ¿qué opinas de esto?—preguntó Canessa.

—No me interesa en absoluto. Yosoy socialista —contestó Arturo.

—Tú no eres socialista, tú eres tonto—arguyó Canessa—. Y deja ya de ser

tan testarudo.—Ustedes son unos dictadores y

reaccionarios —replicó Arturoresentido—, y no quiero vivir en unUruguay dominado por los valoresmaterialistas que ustedes representan…especialmente tú, Páez.

—No estoy dispuesto a escucharlo—dijo Carlitos.

—Puede que seas un socialista —intervino Inciarte, temblando deindignación—, pero también sos un serhumano y eso es lo que aquí cuenta.

—No les hagas caso —le dijoAlgorta a Nogueira—. Todo esto notiene la menor importancia.

Nogueira guardó silencio y un pocomás tarde, manifestó a Páez que searrepentía de lo que había dicho.

Durante el día, aun cuando hicierasol, Nogueira permanecía en el interiordel avión. Recogía agua que se filtrabapor un agujero del techo, o bien Algorta,Canessa o Zerbino se la llevaban delexterior. Le hablaban de su familia ytrataban de persuadirlo para que salieradel avión, porque había quien pensabaque sus heridas eran imaginarias, perotodo lo que hacían sus amigos paralevantarle los ánimos, era en vano.

Dentro del avión estaba oscuro,hacía frío y había humedad. Los que

permanecían en el interior, respiraban supropio aliento Nogueira estaba cada vezmás débil, hasta que se dieron cuentaque hacia ya una semana que no comíasu ración de carne. Después, Algorta sela llevaba y le metía pequeños trozos enla boca que siempre tenía llena desaliva.

Por ultimo, Parrado y Fito Strauchllegaron a la conclusión de que Suaislamiento le costaría la vida. Parradohabló con el.

—¿Te querés quedar aquí? —lepreguntó.

«Quedar» era el eufemismo queempleaban por «morir».

—Sé que me quedaré —contestóArturo.

—No lo harás —replicó Parrado—.Te sacaré de aquí para el cumpleaños deInés. Ya lo verás.

Cierta noche cuando estabanpreparándose para acostarse, Arturopidió que le dejaran dirigir el rezo delrosario. Todos estuvieron de acuerdo enque debería hacerlo. Arturo dijoentonces sus dedicatorias, rezando aDios por sus familias y sus países, porlos compañeros que habían muerto y porlos que quedaban aún con vida. Puso talsentimiento en su voz que los dieciocho,algunos de los cuales pensaban que

rezar el rosario era otra forma de contarovejas, se sintieron conmovidos y llenosde un nuevo afecto y admiración por él.Después de terminar los cinco misterios,todos guardaron silencio. Sólo se oía aArturo sollozar calladamente. Pedro sedirigió a él y le preguntó por quélloraba.

—Porque me encuentro muy cercade Dios —contestó Arturo. Entre suspertenencias se hallaba la lista de laropa que había escrito antes de hacer lamaleta. La tomó y, en el dorso, con unpulso más débil que de costumbre,escribió una carta para sus padres y sunovia.

«En situaciones como ésta la razónhumana no llega a abarcar lacomprensión del poder infinito yabsoluto de Dios sobre los mortales.

Nunca sufrí tanto como ahorafísicamente, moralmente, aunque nuncacreí más en Él. Físicamente esto es unatortura, día a día, noche a noche, conuna pierna rota y el tobillo de la otracompletamente inflamado. Moral yespiritual por la ausencia y el deseo dever a mi NEGRITA, a ti te quiero comono se puede querer jamás. En lasnoches me pongo a llorar en mi deseode verte y abrazarte, así como a mamá

y papá, a los que les quiero decir queestaba equivocado en mismanifestaciones y me gustaríaabrazarlos y decirles mamita y papitoqueridos.

Pero como comprenderán, la mayorparte para la Negrita, mi compañera,el amor más grande de mi vida, sufrida,injustamente golpeada por la vida, a lacual quisiera acompañar hasta el restode sus días. Te quiero más que nunca,te necesito, mía. Arturo.

Te quiero mi vida, te quiero, tequiero, Negra de mi alma. Fuerza, quela vida es dura aunque merece vivirse,aun el sufrimiento. VALOR.»

Al día siguiente, Arturo estaba másdébil todavía y con fiebre. PedroAlgorta se subió a la hamaca paradormir con él y darle calor. Hablaron desu familia, de Inés y los exámenes quetenían que sufrir juntos, de los partidosde fútbol que habían visto en televisión.Hablaba de forma incoherente y pocodespués comenzó a delirar.

—Mira, ya viene la camioneta de laleche. Ya está aquí el lechero. ¡Rápido,abrí la puerta!

Continuó hablando de la camionetade la leche, después de la de los heladosy luego, de una comida con Inés y su

familia. De repente se incorporo y tratóde saltar sobre los cuerpos de los quedormían debajo. Pedro lo agarró, peroArturo comenzó a decir a gritos quePáez y Echavarren querían matarlo.Pedro lo sujetó y después lo golpeóhasta dejarlo tendido en la hamaca.Luego le dio pastillas librium y valiumde las que tenían en el botiquín.

Arturo siguió medio en coma ydelirando durante el día siguiente, y porla noche tenía tanto frío que lo bajaronde la hamaca y lo acostaron en el sueloentre ellos. Permanecía más tranquilo ydurmió en brazos de Pedro. En estaposición murió. Methol y Zerbino

trataron de reanimarlo por medio de larespiración artificial, pero Pedro sabíaque era inútil. Lloró, y, al día siguiente,antes de que lo sacaran al exterior, sequedó con la cazadora y el abrigo deArturo.

4

La muerte de Nogueira los dejóaturdidos. Destruía la tesis de queaquellos que habían sobrevivido al aludestaban destinados a vivir. El escapar sehacía más urgente y los chicos seimpacientaban esperando que salieranlos expedicionarios, pero, a causa de losvientos fríos y las nevadas, todavíapermanecieron días atrapados en elavión.

En los días que siguieron al de laavalancha, no guardaron ningún orden alocupar las plazas para dormir; los

primeros que entraran por la noche,podían ocupar los lugares más calientes.Más tarde elaboraron un plan másestricto y, al mismo tiempo, más justo.Daniel Fernández y Pancho Delgadoretiraban los cojines del techo del avión,donde habían permanecido secándose alsol, y los extendían en el suelo. Cuando,cerca de las cinco y media, el sol seocultaba detrás de la montaña yempezaba a hacer frío, los chicos sealineaban en el orden en que iban adormir. Primero se colocaba Incíarte(pero sin Páez, que era su compañero);después Fito y Eduardo; luego DanielFernández y Gustavo Zerbino (si no les

tocaba el turno de dormir junto a laentrada). Después de ellos, el orden noera ya tan estricto. Canessa dormíadonde le parecía y Parrado lo hacia, porlo general, junto a él. François y Harleysiempre juntos. Javier Methol conMangino, Algorta con Turcatti oDelgado y Sabella con Vizintín. Laúltima pareja era la que le tocabadormir en el lugar más frío, junto a laentrada, pero el último en entrar eraCarlitos, a quien se le había concedidola tarea de cerrar la entrada a cambio dedormir al lado de Inciarte, en el sitiomás caliente del avión.

Era el «tapiador». Pero esta plaza

junto a la cabina de los pilotosimplicaba otra obligación; la de vaciar,por un agujero del fuselaje el recipientede plástico que usaban como orinal. Erauna tarea pesada, porque el recipientesolía tener menos capacidad que lavejiga de quien lo usaba, y a veces teníaque pasarlo dos y hasta tres veces, perono quedaba otro remedio, ya que nodisponían de una vasija más grande. Sela pedían constantemente, porque enmuchas ocasiones los chicos se veíanobligados a permanecer en el interiordurante quince horas seguidas. La mayorparte tenían la consideración de orinarantes de entrar, o si luego sentían esa

necesidad lo hacían a las nueve, cuandosalía la luna y se disponían a dormir,pero había algunos, en especialMangino, que invariablemente sedespertaba a las tres o a las cuatro de lamañana y le pedía el orinal a Carlitos.En una ocasión, Carlitos se enfadó tantoque pretendió no encontrarlo y Manginotuvo que salir al exterior. En otra, leprestó el servicio a cambio de uncigarrillo.

Un día, trataron de hacer un segundovertedero a la entrada del avión, perocuando se fundía la nieve, también lohacía la orina y penetraba en el interior.Sin embargo, era muy difícil para los

que dormían junto a la entrada pedir elorinal, ya que esto significabadespertarlos a todos para que lo fueranpasando. Algorta se despertó una nochecon esta necesidad y no quiso molestar,por lo tanto decidió orinar contra lapared del avión. A la mañana siguiente,a la luz del día, vio que había orinado enla bandeja de grasa de alguien. No dijonada.

El interior del avión se convirtió enun revoltijo. No sólo por la orina delsuelo; había también restos de grasa yhuesos por todas partes. Después dealgún tiempo se acordó no dejar huesosdentro y si por la noche metían grasa en

el avión, por la mañana tenían quesacarla. Así y todo, la nieve que habíaen los extremos continuó estando sucia ysólo las bajas temperaturas evitaban elhedor.

Era difícil dormir. Estaban tan cercaunos de otros que si alguien se movía,habían de moverse todos los demás y,por lo tanto, las mantas se deslizaban yquedaban destapados. También teníanmiedo de una segunda avalancha.Estaban atentos al menor ruido delexterior, el ronroneo del volcánTinguiririca o el estruendo de aludes enotra parte de las montañas. Sedesprendían rocas que rodaban montaña

abajo hacia ellos. Una golpeó el avióncuando los supervivientes intentabandormir e Inciarte y Sabella dieron unsalto pensando que era otra avalancha.Los demás siempre estaban preparadospara hacer lo mismo. Methol dormíasentado, con la cabeza cubierta por unacamiseta de rugby para calentar el aireque inhalaba. Cuando se quedabaadormecido, se inclinaba hacia adelanteo a un lado, molestando y enfadando aquienes dormían junto a él.

Esta clase de molestias provocabanlas discusiones que podían degenerar enpeleas. Se maldecían unos a otros porgolpearse con los pies o por quitarse las

mantas, pero sólo en muy contadasocasiones esto fue causa de golpes.Canessa y Vizintín resultaban los mástemibles en este aspecto. Eran másfuertes que los demás y se aprovechabande sus privilegios de expedicionariospara dormir como y cuando les venía engana, aunque tenían mucho cuidado deno enemistarse con Parrado, Fernándezo los Strauch. En cierta ocasión Vizintínestaba tumbado con un pie en la cara deHarley porque éste no quería hacerlesitio. Cuando le pidió que lo quitara, noquiso. Entonces Roy le empujó el pie yVizintín le dio una patada. Roy se pusofurioso y hubiera atacado a Vizintín, si

no hubiese intervenido DanielFernández. En otra ocasión Vizintín ledio un puntapié a Turcatti, que aunque sedistinguía por su carácter amable, estavez reaccionó de otra forma y le gritó:

—¡Sos un animal y no te dirigiré lapalabra mientras viva!

Inciarte se puso al lado de Turcatti yle dijo:

—¡Vos, hijo de puta, quita la piernade ahí o te rompo la cara!

Vizintín los mandó al infierno y denuevo tuvo que intervenir DanielFernández para calmarlos.

Inciarte también discutió conCanessa, que levantó la mano para

pegarle, pero Inciarte le dijo:—Si te atreves, te parto la cabeza.Osadas palabras para alguien que se

encontraba entre los más débiles, perosuficientes para que Canessa pensaramejor lo que estaba a punto de hacer.Esta pelea, como la mayor parte de lasdemás, terminó tan rápidamente comohabía empezado, con lágrimas, abrazos yla sempiterna frase de que si nopermanecían unidos, nunca lograríansalir de allí.

Las disputas, amenazas, juramentos yquejas eran lo único que les permitíarelajar la tensión que se creaba en suinterior. Si alguien chocaba con la

pierna de Echavarren, éste chillaba enproporción con el dolor que le habíancausado, y esto le servía al mismotiempo para desahogarse de la constanteagonía que padecía. De la misma formahabía otros muchos que se sentían mástranquilos después de llamar a Vizintín«pelotudo» o a Canessa «hijo de puta».Lo verdaderamente extraño era quealgunos, sobre todo Parrado, nuncadiscutían.

Coche Inciarte soñó una noche queestaba durmiendo en el suelo de la casade su tío en Buenos Aires. Manginodormía a su lado, rozándole la piernainfectada. En sueños, Coche empezó a

darle patadas. Entonces oyó gritos y sedespertó: Fito y Carlitos lo estabansacudiendo por los hombros y Manginolloraba a su lado. El sueño se hizorealidad, excepto que no estaba en casade su tío en Buenos Aires, sino en losrestos del Fairchild en medio de lacordillera de los Andes.

5

Antes de quedarse dormidos solíanmantener conversaciones que versabansobre temas distintos, como rugby, quecasi todos practicaban, o agronomía, quepara la mayoría era una asignaturacomún, pero casi siempre terminabanhablando de comida. Lo que echaban demenos en su dieta diaria, lo suplían conla imaginación y cuando uno habíaconsumido totalmente su menú,participaba en el de otro. Echavarren,por ejemplo, tenía una granja y conocíaal detalle todo lo referente al queso; les

daba explicaciones del proceso de sufabricación y describía el sabor y lacomposición de cada variedad, con talpasión que muchos de ellos llegaron apensar en hacerse también granjeros.Para igualar la conversación y dejar quecada uno de ellos pudiera describirhasta los más mínimos detalles,hablaban por turno. Cada uno tenía quedescribir un plato de los que secocinaban en su casa y, después, otroque pudiera hacer él mismo. Luego letocaba el turno a la especialidad de lanovia, luego el plato más exótico quehubieran probado, después su pastelfavorito seguido de un plato extranjero y

otro regional para terminar con la cosamás rara que hubieran comido en suvida.

Nogueira, antes de morir, les había«regalado» con pasteles, merengues ydulces de leche, un postre hecho conleche y azúcar que tenía un sabor entreel de la leche condensada y la crema decaramelo. Harley propuso, como platode invierno, cacahuetes y dulce de leche,todo cubierto de chocolate y, para elverano, cacahuetes con dulce de leche yhelado. Algorta no sabía cocinar ni unplato, pero les «ofreció» a los chicos lapaella que su padre hacía a veces y losñoquis (gnoccis) de su tío. Parrado les

prometió los barenkis hechos por suabuela ucraniana; para los que no sabíanqué eran, les describió estas pequeñastortitas rellenas de queso, jamón y puréde patatas. Vizintín, que pasaba losveranos junto al mar, cerca de lafrontera de Brasil, les hizo unadescripción de la bouillabaisse yMethol le dijo que, cuando regresaran,Vizintín tenía que enseñarles cómo sehacía.

Numa Turcatti estaba escuchando laconversación.

—Methol —comenzó diciendo.—Si me llamas Methol no te

contesto.

Numa era educado, además detímido.

—Javier —dijo—, cuando hagas esabouillabaisse, ¿me invitará?

—Lo haré —repuso Methol y sonrió,pues aunque Numa había comenzado lafrase usando el verbo en segundapersona del singular, había pasado de lasegunda a la tercera persona, lo queequivalía a tratarlo de nuevo de usted.

Methol era el experto en comidas.La ensaimada no fue su únicaaportación. Era el más viejo y, por lotanto, el que había comido másvariedades, y cuando comenzaron ahacer una lista de los restaurantes de

Montevideo, él fue quien aportó másnombres. Inciarte se encargó deanotarlos en una agenda que habíapertenecido a Nicolich y cuandoescribió el último, con su especialidadmás rara (cappelletti alla Caruso),contaron noventa y ocho.

Después organizaron un concursopara ver quién confeccionaba el mejormenú, incluidos los vinos, mas paraentonces estos banquetes imaginarios lescausaban más sufrimientos que alegría.

Les deprimía bastante cuandodespertaban de sus sueños de gourmet yvolvían a la realidad de la carne cruda.También temían que los jugos gástricos

que quedaban en libertad al pensar entan suculentos banquetes, les produjeranúlcera de estómago. Se pusieronentonces de acuerdo para suspender lasconversaciones sobre comidas. SóloMethol continuó.

Pero aunque conscientementedecidieron apartar de su pensamiento lascomidas, no lograron ejercer ningúncontrol sobre sus sueños. Carlitos soñócon una naranja sujeta por un hilo, quecolgaba justo encima de su cabeza.Trató de apoderarse de ella, pero nuncapodía tocarla. En otra ocasión soñó queun platillo volante se detenía sobre elavión. Bajaron las escaleras y apareció

una azafata. Le pidió un batido defrutillas, pero sólo le dio un vaso deagua con una frutilla flotando en lasuperficie. Se subió al platillo volante yaterrizaron en el aeropuerto de Kennedy,en Nueva York, donde su madre y suabuela lo estaban esperando. Cruzó lasala de estar y compró un batido defrutillas, pero el vaso estaba vacío.

Roy soñó que se hallaba en unaconfitería y que sacaban galletas delhorno. Intentó decirle al confitero queellos estaban en los Andes, pero nopudo hacerse comprender.

Lo que más les gustaba era pensar yhablar de sus familias. Por esta razón a

Carlitos le complacía mirar a la luna; leconsolaba que sus padres pudieran estarmirando la misma luna desdeMontevideo. Era una de las desventajasque tenía el lugar que ocupaba en elavión, ya que desde allí no podíaobservar la luna por la ventanilla, perouna vez, a cambio del orinal, Fitosostuvo un espejo de bolsillo de maneraque él pudiera ver el reflejo de suadorada luna.

Eduardo solía hablarle a Fito de suviaje por Europa, o ambos hablaban desus familias, pero cuando lo hacían,frecuentemente oían sollozar a DanielFernández que estaba al lado de ellos.

Era muy doloroso pensar en sus hogares,y para proteger su entereza, la mayoríade los chicos conseguían apartar estospensamientos de su mente.

Quedaban muy pocos temas sobrequé hablar. La mayoría de lossupervivientes estaban interesados en lapolítica uruguaya, pero se mostrabanprecavidos después de la reacción deNogueira, en discutir algo que pudieradespertar tan enconadas pasiones.Cuando oían por la radio que JorgeBatlle, del partido Colorado había sidoarrestado por criticar al ejército, DanielFernández, partidario de los blancos,daba saltos de contento. Tanto Canessa

como Eduardo, habían votado por Batlleen las últimas elecciones presidenciales.

El tema mas seguro era laagricultura, porque muchos habíantrabajado o estaban trabajando en elcampo, o bien sus familias eranpropietarias de estancias. Páez, Françoisy Sabella tenían propiedades en lamisma región del interior, e Inciarte yEchavarren estaban ambos a cargo deuna granja.

De vez en cuando Pedro Algorta sesentía apartado del grupo porque nosabía nada sobre las cuestiones delcampo. Al darse cuenta de esto, losgranjeros trataban de interesarlo.

Planearon un Consorcio RegionalAgropecuario Experimental en el quePedro debía hacerse cargo de losconejos. Vivirían en una tierra queposeía Carlitos en Coronilla y en casasdiseñadas por Eduardo.

Todos se sentían entusiasmados conel Consorcio Regional, especialmenteMethol, que, con Parrado, se haría cargodel restaurante. Cierta tarde, cuandoestaban acostados preparándose paradormir, Methol se inclinó sobre DanielFernández para preguntarle si no leimportaba apartarse un poco porque letenía que hacer una pregunta personal aZerbino. Fernández así lo hizo,

desorganizando a todos los demás,mientras que Methol le preguntaba aZerbino, susurrándole al Oído, si sepodía hacer cargo de la contabilidad delrestaurante.

El Consorcio Regional era un granproyecto, pero el restaurante llegó a sersu debilidad, y muy pronto dejaron dehablar sobre métodos de engorde delganado o de la producción de máscereales, para pasar a hacer comentariossobre los huevos de chorlito y lechonesque se iban a servir en el restaurante.Era muy difícil dejar a un lado lascomidas cuando planeaban las fiestasque iban a dar acompañados de sus

novias, cuando regresaran a Uruguay.No concebían invitar a nadie que noperteneciera al grupo, y cuandopensaban en sus novias, o hablaban deellas, era siempre de forma honesta yrespetuosa. Tenían demasiada necesidadde Dios como para ofenderle conpensamientos o conversaciones salaces.La muerte estaba rondando tan cerca queno se podían arriesgar a cometer elmenor pecado. Por añadidura todanecesidad sexual parecía haberlesabandonado, sin duda a causa del frío ysu propia debilidad. Algunos llegaronincluso a alarmarse al pensar que sualimentación defectuosa los haría

impotentes.De aquí que no hubiera frustraciones

sexuales en el sentido fisiológico, peroexistía una gran necesidad de pensar enla compañera de su vida. Las cartas queescribieron Nogueira y Nicolich, lasdirigían principalmente a sus novias yno a sus padres. Los que aún vivían ytenían novia —Daniel Fernández, CocheInciarte, Pancho Delgado, RafaelEchavarren, Roberto Canessa y AlvaroMangino— pensaban en ellasconstantemente y con gran devoción.Pedro Algorta, como ya hemos visto, sehabía olvidado de la chica que estabaesperándole en Santiago, y se mostraba

impaciente por regresar a Uruguay ybuscarse una novia. Zerbino no estabacomprometido, pero a menudo hablabacon los demás sobre una chica que habíaconocido y, por lo general, decía quellegaría a ser su novia.

Debido a lo crítico de su situación,no se sentían propensos a hablarextensamente sobre los temas filosóficosbásicos de la vida y la muerte. Inciarte,Zerbino y Algorta, que, entre losdieciocho eran los más avanzados enmateria política, discutieron en ciertaocasión sobre la diferencia entre la fereligiosa y la responsabilidad política.En otra ocasión, Pedro Algorta y Fito

Strauch también discutieron la existenciay naturaleza de Dios. Pedro estaba bienadoctrinado por los jesuitas de Santiagoy podía explicar las teorías filosóficasde Marx y Teilhard de Chardin. Tanto élcomo Fito eran escépticos. Ninguno deellos creía que Dios fuese el ser quevigilaba el destino de cada individuo.Para Pedro, Dios era el amor que habíaentre dos seres humanos o un grupo deellos. Así, el amor era lo másimportante.

Carlitos trató de participar en estaconversación —tenía sus puntos de vistapropios sobre Dios—, pero Fito y Pedrole dijeron que su mente era demasiado

lenta para seguir la conversación.Carlitos se tomó el desquite al díasiguiente cuando Pedro maldijo aalguien por darle una patada en la caracuando estaban acostados o por pisarlesu bandeja de la grasa:

—Pero, ¿cómo te atreves a decircosas tan horribles, Pedro? Yo creí queel amor era lo más importante.

No había nada para leer, excepto unao dos revistas cómicas. Ya nadie jugaba,ni cantaba, ni relataba anécdotas. Sóloquedaba el chiste vulgar sobre lashemorroides de Fito, y también se reíancuando Coche Inciarte se estiraba paraalcanzar algo desde su litera y rozaba

con la mano la cara de un cadáver quehabían llevado para saciar el hambredurante la noche. En algunas ocasioneshacían chistes sobre el consumo decarne humana:

—Cuando vaya a la carnicería, enMontevideo, exigiré que primero medejen probar la carne.

O sobre su propia muerte:—¡Qué aspecto tendré dentro de un

trozo de hielo!También se dedicaban a inventar

palabras o a cambiar el final de lasmismas, especialmente Carlitos, ycreaban frases y slogans, bien paralevantar la moral o expresar con

subterfugios lo que no se atrevían adecir realmente. «Los perdedores sequedan», era lo que empleaban paradecir que los débiles morirían. «Jamásmuere un hombre que lucha», decían o«Hemos vencido al frío», y una y otravez repetían lo único que sabían que eraverdad: «Al Oeste está Chile.»

Esta era su principal preocupación ya donde finalmente conducía suconversación, el escapar. Planearon laexpedición una y otra vez. Pensaron enel equipo, lo proyectaron y prepararon.Nunca hubo duda de que losexpedicionarios actuaban en nombre detodos y que seguirían las indicaciones

de la mayoría. Los que tenían mássentido práctico pensaron en cómodebían proteger los pies. Los soñadorespensaban en lo que harían cuandollegaran a Chile: que llamarían aMontevideo por teléfono para decirles asus padres que estaban vivos y luegotomarían un tren con destino a Mendoza.Pensaban que cuando estuvieran devuelta en Montevideo, encontrarían a unperiodista que estuviera interesado en loque habían pasado, y también planearonescribir un libro para el que Canessa yahabía elegido el título de «Quizámañana», porque siempre guardaban laesperanza de que algo bueno sucedería

al día siguiente. Alrededor de las nueve,cuando la luna desaparecía en elhorizonte, se callaban y se ponían adormir. Carlitos empezaba el rosario,haciendo las mismas dedicatorias todaslas noches: por su padre, su madre y lapaz del mundo. Después, Inciarte oFernández decían el segundo misterio, yAlgorta, Zerbino, Harley o Delgado serepartían el resto. La mayoría creía enDios y la necesidad que tenían de Él.También encontraban un gran consuelorezándole a la Virgen, como si Ellaentendiera mejor lo mucho quenecesitaban regresar junto a susfamilias. Algunas veces decían «la

salve», pensando en sí mismos como«los desterrados hijos de Eva», y delvalle en que estaban atrapados, como el«valle de lágrimas». Siempre temían quese produjera otro alud, sobre todocuando había tormenta, y cierta noche enque el viento era particularmenteviolento, rezaron el rosario a la Virgenpara que los protegiera, y, cuandoterminaron, la tormenta cesó.

Fito continuaba mostrándoseescéptico. Pensaba que el rosario eracomo una pastilla para dormir, algo queevitaba pensar en cosas deprimentes yque amodorraba con su monotonía. Losotros conocían su postura y una noche

hicieron uso de ello. El terreno donde seencontraba el avión comenzó a temblardebido a la actividad interior del volcánTinguiririca y de nuevo experimentaronel terror de que, debido a estemovimiento, las grandes cantidades denieve acumuladas por encima de ellos seremovieran, originando una avalanchaque los sepultaría para siempre.Pusieron el rosario en manos de Fito yle pidieron que rezara. Los que eranindiferentes tenían tanto miedo como losque creían. Se dedicó el rosario, a quese salvaran del volcán, y cuandoterminaron, cesó el temblor.

6

Había dos cosas que los teníaconstantemente preocupados. La primeraeran los cigarrillos. Parrado, Canessa yVizintín eran los únicos que no fumaban.Zerbino nunca había fumado, pero seaficionó en las montañas. El resto eranconsumados fumadores y debido a lascondiciones de vida que llevaban, atodos les hubiera gustado fumar aún másque antes.

Realmente no tenían escasez detabaco. Javier Methol y Pancho Abal,que trabajaban los dos para una

compañía de tabacos y sabían de laescasez del mismo en Chile, habían idocargados con cartones de cigarrillosuruguayos.

Pero así y todo, los racionaron. Unpaquete de veinte les tenía que durar acada uno dos días y los más teníansuficiente control sobre sí mismos parano consumir más de los diez diarios. Losdébiles, sin embargo, en especialInciarte y Delgado, terminaban elpaquete el primer día y ya no teníannada que fumar durante el segundo. Loúnico que entonces podían hacer erasolicitar que se les adelantase la racióndel día siguiente o pedir cigarrillos a los

más generosos. Era entonces cuandoDelgado sacaba a colación lo buenamigo que era del hermano de Sabella, oInciarte invitaba a Algorta a una cenaespecial cuando regresaran aMontevideo.

En cuanto se despertaban fumaban elprimer cigarrillo del día tumbados en elavión. Después, alguno de ellos incitabaa otro para que saliera, diciéndole:

—Parece que hace buen tiempo.¿Por qué no sales?

—¿Por qué no sales tú?Por fin se levantaba alguien, buscaba

los zapatos, los frotaba uno contra otropara descongelarlos, se los calzaba y

luego apartaba las maletas y ropas conque Carlitos había bloqueado la entradael día anterior. Todos tomaban losalmohadones para colocarlos sobre elavión y que se secaran al sol. Tambiénse secaban ellos mismos, pues nunca secambiaban de ropa ni se la quitaban. Lasmantas las amontonaban en las hamacasy el último que salía tenía que dejarlotodo ordenado.

En el curso de la mañana, los primosse ponían a trabajar cortando carnemientras que otros aprovechaban lasuperficie endurecida de la nieve parabuscar grasa entre los despojos o para ira un hoyo que había en la parte delantera

del avión y tratar de defecar.Esta era su segunda preocupación,

porque debido a la dieta a que se veíansometidos —carne cruda, grasa y nievederretida— todos tenían estreñimientocrónico. Día tras día y después semanatras semana, lo intentaban con todas susfuerzas, pero no conseguían nada.Algunos temían que reventaran susintestinos y usaban todos los métodosque se les ocurrían para facilitar lasalida de las heces. Zerbino utilizaba untrozo de palo para ayudarlas a salir yMethol, uno de los que más padecía,tomaba a guisa de laxante aceite queobtenía de la grasa. Carlitos usaba el

mismo aceite para hacer una sopalaxante (cuando cocinaban) para él ypara Fito, que, debido a sushemorroides, era el que más lonecesitaba.

Era una desdichada situación, perotenía su lado cómico. Los chicosempezaron a hacer apuestas sobre quiénsería el último. Hubo una ocasión en queMoncho Sabella, acuclillado en lanieve, tratando de defecar, dijo:

—No puedo, no puedo.Vizintín comenzó a reírse de él,

diciéndole:—No podes, no podes.Entonces Sabella realizó un esfuerzo

extraordinario y tuvo éxito, recogió elproducto duro como una roca y se loarrojó a su martirizador.

Javier Methol fue uno de losúltimos. Día tras día se sentaba en uncojín contando el dinero y esperandoque sus esfuerzos se vieranrecompensados, y cuando al final loconsiguió, lo anunció a todo el grupo yle aplaudieron. Aquella noche, cuandose quejó por estar incómodo, todos lehicieron callar, gritando:

—Callate, has cagado; callate.El concurso estaba tocando a su fin.

Después de veintiocho días en lamontaña, Páez se las arregló para

defecar; Delgado a los treinta y dos, y elúltimo, Bobby François, a los treinta ycuatro.

Por ironías del destino, alestreñimiento siguió una epidemia dediarrea. Su propio diagnóstico fue quehabían comido demasiada grasa, aunquela causa también pudiera deberse a ladieta inadecuada. Algorta no la tuvo yachacaba su inmunidad a un cartílagoque había comido y que los demás noprobaron.

Era un sufrimiento más que añadir alos muchos que tenían. Una nocheCanessa tuvo necesidad de defecar y,cuando salió, se encontró con media

docena de figuras acuclilladas en lanieve e iluminadas por la luna. Estaescena lo deprimió mucho —pensó queera el final de todo— y desde entonces,y a pesar de continuar con la diarrea, novolvió a salir a defecar; lo hacía en unamanta o en una camisa de rugby en elinterior del avión, Esto puso furiosos alos demás, pero Canessa era terco ynada pudieron hacer para evitarlo.Carlitos estaba particularmenteenfadado porque una noche, por azar,tomó una camiseta para bloquear laentrada y se encontró que estaba llena desuciedad de Canessa.

Sabella era el que sufría el peor

ataque de diarrea. Le duraba ya algunosdías y cada vez estaba más débil, hastaque una noche comenzó a delirar. Losotros chicos se alarmaron. Canessa leaconsejó que no comiera demasiado ysobre todo que no probara la grasa. PeroSabella era perseverante, Todos los díascaminaba diez pasos para hacerejercicio y le parecía que si daba unomenos, sería el comienzo del declive.Por la misma razón pensaba que seríapeligroso rebajar la dieta, pero cuandolos primos observaron que seguíacomiendo lo mismo, no le dieron másalimentos y lo encerraron en el avión.

Al día siguiente Sabella salió a

defecar y regresó diciendo que estabacurado; pero no se había dado cuenta deque Zerbino, como médico, habíaexaminado las «pruebas». Lo denunció alos demás, así que lo mandaron al aviónsin su ración de grasa.

Aunque se quejaba del tratamiento,resultó efectivo.

Se curó de la diarrea y más tardevolvió a recobrar parte de sus fuerzas.

7

Al acercarse al 15 de noviembre, secreó un ambiente de entusiasmo en elavión. Se discutía repetidamente quiénsería el primero en telefonear a suspadres y cómo éstos se sorprenderían yllenarían de júbilo al ver que sus hijosestaban vivos. También pensaban en lasempanadas de carne que comprarían enMendoza, camino de regreso a casa.Desde allí irían en autobús hasta BuenosAires y luego atravesarían en barco elRío de la Plata. A medida que seimaginaban las etapas del viaje,

pensaban en lo que irían comiendo.Sabían que Buenos Aires tenía algunosde los mejores restaurantes del mundo yesperaban que una vez en el barco, susestómagos estarían tan llenos que lesdarían tiempo de comprar regalos parasus familias.

Los expedicionarios estaban máspreocupados con los problemas a quetenían que enfrentarse, sobre todoprotegerse contra el frío. Cada unollevaba tres pantalones, una camiseta,dos jerseys y un abrigo. Tenían lasmejores gafas de sol. Vizintín usaba lasque habían pertenecido al piloto;también llevaba su casco de vuelo.

Canessa había hecho mochilas de unospantalones. Ató cintas de nailon alextremo de las perneras, las pasóalrededor de los hombros y luego porlas trabillas. Vizintín hizo seis pares demanoplas de la cubierta de los asientos.Sabían, por expediciones anteriores, quelo más importante era aislar los pies delfrío. Tenían botas de rugby y Vizintín sehabía quedado muy a pesar de Harleylas gruesas botas que le había regalado aNicolich su novia, pero no teníancalcetines de invierno. Luego se leocurrió la idea de que podían forrar lospies con una capa de grasa y pielprocedente de los cadáveres.

Descubrieron que si hacían dos cortes,uno por el codo y otro por la muñeca,arrancaban la piel con la capa de grasaque había debajo de ésta y cosían laparte baja, se hallaban en posesión deunos rudimentarios calcetines, y que lapiel del codo se ajustaba perfectamentea sus talones.

El único contratiempo que sufrieroncuando se aproximaba la fecha de supartida consistió en que alguien tropezócon la pierna de Turcatti, y que lacontusión consiguiente empezó ainfectarse. Numa, sin embargo, la olvidócomo si se tratara de algo sinimportancia, y al principio nadie se

preocupó seriamente del asunto. Lospensamientos se centraban más bien enla ruta que los expedicionarios iban aseguir, pues si calculaban su posición y,por lo mismo, la dirección que debíantomar, se enfrentaban con dosevidencias contradictorias. Sabían porlas palabras que pronunciara el pilotoantes de morir, que habían pasadoCuricó, que Curicó estaba en Chile, yque Chile estaba en el Oeste.1

También sabían que todas las aguasvan a parar al mar; y la brújula delavión, que aún estaba intacta, señalabaque el valle donde se encontraban,descendía hacia el Este.

La única respuesta que parecíasatisfacer a todos era que el valledescribiría una curva alrededor de lasmontañas hacia el Norte y luego otrapara dirigirse al Oeste. Habiendollegado a esta conclusión, losexpedicionarios planearon descenderpor el valle aunque esto los alejara deChile, Las montañas que había a susespaldas eran tan inmensas que quedabadescartada la opción de escalarlas. Parair hacia el Oeste, primero tendrían quedirigirse al Este.

Los supervivientes se levantarontemprano el día 15 de noviembre yayudaron a los expedicionarios a

colocarse el equipo. Estaba nevando,pero a las siete en punto partieron loscuatro. Parrado tomó uno de lospequeños zapatos rojos que habíacomprado para su sobrino y dejó el otroen el avión, diciéndoles a los que sequedaban que volvería a buscarlo.Regresó más pronto de lo que pensaban.La nevada se hizo más intensa y, a lastres horas, estaban de vuelta.

Siguieron dos días en que lascondiciones atmosféricas fueron tanmalas como las peores que recordaban,con ventiscas y vientos fuertes. PedroAlgorta que era el que les había dichoque el verano comenzaba el 15 de

noviembre, se convirtió por algúntiempo en el blanco objeto de las iras ydesengaños de todos. Durante estos díasde compás de espera, la pierna deTurcatti empeoró. Tenía ahora dosbultos del tamaño de huevos de gallina yCanessa los sajó para sacarle el pus.Era extremadamente doloroso paraNuma caminar con la pierna infectada,pero cuando Canessa le dijo que noestaba en condiciones de participar en laexpedición, Numa se puso furioso.Insistía en que se encontraba bien, peroestaba claro para todos los otros quesólo conseguiría retrasarlos, así que sevio obligado a aceptar la decisión de la

mayoría. En la mañana del viernes día17 de noviembre, después de cincosemanas en la montaña, se encontraroncon un cielo azul y despejado. Nadahabía que detuviera las mermadasfuerzas de los expedicionarios. Llenaronlas mochilas con hígado y carne, quepreviamente habían metido en calcetinesde rugby, una botella de agua, cubiertasde asiento y la manta de viaje que laseñora Parrado llevaba consigo en elavión.

Todos salieron del avión paradespedirlos, y cuando Parrado, Canessay Vizintín desaparecieron en lontananza,comenzaron a hacer apuestas sobre

cuándo llegarían a la civilización.Estaban seguros de que todos seencontrarían en Montevideo dentro detres semanas porque habían planeadocon todo detalle la fiesta que secelebraría en casa de Parrado conmotivo del cumpleaños de éste el día 9de diciembre (incluido el plato quellevaría cada uno), por lo cual pensabanque llegarían a Chile mucho antes de esafecha. Algorta creía que sería elpróximo martes; Turcatti y François, elmiércoles. Seis de ellos apostaban porel jueves, desde Mangino que pensabaque sería a las diez de la mañana, hastaCarlitos que estaba convencido que

sería a las tres y media de la tarde.Harley, Zerbino y Fito Strauch apostaronpor el viernes; Echavarren y Methol porel sábado y Moncho Sabella, el máspesimista, calculaba que llegarían a lacivilización a las diez y diez deldomingo en ocho días.

8

Canessa iba al frente de laexpedición, arrastrando a guisa de trineola mitad de una maleta en la que llevabacuatro calcetines de rugby llenos decarne, las botellas de agua y los cojinesque utilizarían para atarse a los piescuando el sol derritiera la heladasuperficie de la nieve. Detrás ibaVizintín, cargado como un mulo contodas las mantas y Parrado cerraba lamarcha.

Avanzaban rápidamente hacia elNordeste. Iban colina abajo y las botas

de rugby se agarraban bien a la nievehelada. Mientras caminaban, Canessa seadelantó y, después de dos horas,Parrado y Vizintín lo oyeron gritar yluego vieron que les hacía señas. Estabasubido en lo alto de un montón de nievey cuando llegaron a su lado, Canessa lesdijo:

—Tengo una sorpresa para vosotros.—¿Qué? —preguntó Parrado.—La cola.Parrado y Vizintín subieron a donde

él estaba y vieron que a unos sesentametros más abajo, se encontraba la coladel Fairchild. Había perdido los dosalerones, pero el cono estaba intacto. Lo

que más les encantó fue la vista de lasmaletas que se encontraban esparcidas asu alrededor. Fueron hacia ellas, lasabrieron y buscaron en el interior. Eracomo encontrar un tesoro. Habíapantalones, jerseys, calcetines y elequipo de esquiar de Panchito Abal. Enla maleta de Abal encontraron tambiénuna caja de bombones e inmediatamentecomieron cuatro cada uno, pero despuésdecidieron racionarlos.

Los tres se quitaron las ropas suciasy las cambiaron por las más gruesas quepudieron encontrar. Canessa y Parradose quitaron los calcetines hechos de pielhumana y los tiraron. Ahora tenían una

buena provisión de calcetines de lana ytomaron tres pares cada uno. También sellevaron un pasamontañas quepertenecía al equipo de esquiar de Abal,y Parrado se hizo con las botas delmismo.

Después entraron en el interior de lacola y encontraron en la despensa unpaquete de azúcar y tres empanadas decarne, de Mendoza, que se comieroninmediatamente. El azúcar lo guardaronpara más adelante. Detrás de ladespensa había un departamento deequipajes bastante grande, dondeencontraron más maletas. Las abrieron,sacaron las ropas y las extendieron en el

suelo. En una de ellas encontraron unabotella de ron y, en otras, cartones decigarrillos.

Buscaron las baterías del avión queel mecánico Roque les había dicho quese hallaban en la parte de la cola, y lasdescubrieron a través de una pequeñaescotilla abierta en el exterior delaparato. También encontraron más cajasde Coca Cola y revistas cómicas con loque encendieron fuego. Canessa empezóa asar parte de la carne que se habíanllevado consigo, mientras que Vizintín yParrado continuaban revolviendo por elinterior. Encontraron emparedadosenvueltos en plástico y llenos de moho,

pero los desenvolvieron y salvaron loque todavía era comestible. Luegocomieron la carne que habían cocinado yterminaron con una cucharada de azúcarmezclada con dentífrico con clorofila,disuelto todo en un poco de ron. Nuncaen su vida habían probado un pastel queles hubiera gustado tanto.

El sol se ocultó tras las montañas yempezó a hacer frío. Vizintín y Parradorecogieron toda la ropa que habíaalrededor de la cola y la extendieron enel suelo del departamento de equipajesmientras que Canessa seguía los hilosque conducían a las baterías y losconectó a una bombilla que encontró en

la despensa, pero se quemó. Probó otray esta vez se encendió. Los tres entraronen el departamento, cerraron la entradacon maletas y ropas y se acostaron en elsuelo. Como tenían luz, pudieron leerrevistas antes de dormir. Comparadocon las condiciones en que vivían en elavión, esto era deliciosamente cálido ycómodo. A las nueve, Canessa apagó laluz.

A la mañana siguiente nevaba unpoco pero cargaron la maleta, seecharon a las espaldas las mochilas ypartieron en dirección Nordeste. A suIzquierda se levantaba una montañaenorme y calculaban que tardarían, por

lo menos, tres días en rodearla y llegaral valle por el que se dirigirían al Oeste.

Cesó de nevar, se despejó el cielo ysobre las once de la mañana empezó ahacer calor. El sol daba de lleno en susespaldas y la nieve lo reflejaba en lascaras. De vez en cuando se paraban paraquitarse un jersey o unos pantalones,pero esto consumía bastante de susescasas energías y era tan cansadollevar la ropa puesta como acarrearlacon ellos.

Alrededor del mediodía llegaron auna roca de la cual manaba una pequeñacantidad de agua. Formaba casi unacorriente y decidieron quedarse allí y

protegerse del sol construyendo unatienda con las mantas y las varas demetal que llevaban. Comieron parte dela carne que tenían y Vizintín fue a beberagua, pero parecía salobre y los otrosdos prefirieron derretir nieve.

Mientras permanecían tumbados a lasombra, miraban la montaña que teníanfrente a ellos. Su tamaño impedíacalcular la distancia que los separaba.Al cambiar la luz, parecía que sealejaba y la lejana sombra donde elvalle debía torcer hacia el Oeste,parecía que se alejaba más aún. Cuantomás estudiaba Canessa esta situación,menos convencido quedaba de lo

acertado de sus planes. Deducía de loque veía que el valle continuaba hacia elEste; por tanto, cada paso que dieran enaquella dirección, los internaría más enel corazón de los Andes. Pero nocomunicó nada de esto a los otros dosaquella tarde.

Estaban cansados y calentaba el sol,pero tan pronto como se ocultó por elOeste, la temperatura descendió a bajocero y comenzó a oscurecer, así quedecidieron pasar la noche donde seencontraban. Cavaron un hoyo en lanieve para protegerse y, una vez dentro,se cubrieron con las mantas quellevaban.

Era una noche hermosa de cieloclaro. Debido a la altitud, podían vermillones y millones de estrellas, Todoestaba en calma. No soplaba ni unatenue brisa. Su situación hubiera sido deenvidiar, pero a medida que avanzaba lanoche la temperatura descendía cada vezmás y los tres comenzaron a helarse.Ropas y mantas no eran suficientes pararesguardarlos del frío. En sudesesperación se colocaron unos encimade otros, Vizintín abajo, Parrado en elmedio y Canessa encima. De esta formase daban calor unos a otros, pero nopodían dormir.

Canessa y Parrado todavía estaban

despiertos cuando salió el sol a lamañana siguiente.

—Es inútil —dijo Canessa—. Noaguantaremos otra noche como ésta.

Parrado se levantó y miró hacia elNordeste.

—Tenemos que continuar —replicó—. Tienen sus esperanzas puestas ennosotros.

—No les serviremos de nada si nosmorimos.

—Yo continúo.—Mira —dijo Canessa señalando la

montaña—, no hay paso. El valle no vahacia el Este. Nos estamos internandocada vez más en los Andes.

—Nunca se sabe. Si seguimos…—No seas tonto.Parrado volvió a dirigir la mirada

hacia el Nordeste, sin ver nada que lediera ánimos.

—Entonces, ¿qué te parece quehagamos? —preguntó.

—Volver donde está la cola —repuso Canessa—. Nos llevaremos lasbaterías del avión. Roque dijo que conellas podíamos hacer funcionar la radio.

Parrado tenía dudas. Se volvió haciaVizintín, que ya había despertado, y lepreguntó:

—¿Vos que opinas, Tintín?—No sé, yo haré lo que ustedes

decidan.—Pero, ¿qué crees que debemos

hacer? ¿Continuamos?—Quizás.—O intentamos hacer funcionar la

radio.—Sí. Tal vez es lo que deberíamos

hacer.—¿Cuál de las dos cosas?—Me da igual.Parrado se puso furioso con Vizintín

porque no tomaba una decisión y tratóde ponerlo de su lado o del de Canessa.Pero, por último, Vizintín se unió aCanessa cuando éste dijo:

—Si casi nos morimos de frío en una

noche clara, pensá lo que nos pasaríacon una tormenta. Equivale a suicidarse.

Regresaron en dirección a la cola, ya pesar de que la ascensión era muchomás difícil que la bajada, llegaron pocodespués del mediodía y cayeronexhaustos en el suelo del departamentode equipajes que aún estaba cubierto porlas ropas que habían dejado allí. Eracomo una lujosa habitación para ellos,protegiéndose del sol durante el día ydel frío por las noches, y resistieron latentación de quedarse allí un par dedías. Las reservas de carne se estabanacabando, de manera que emprendieronel camino hacia el Fairchild. Canessa y

Vizintín pasaron al departamento dondeestaban las baterías, las desconectaron yse las fueron pasando a Parrado,Vizintín notó que las grandes tuberíasque formaban parte del sistema decalefacción del avión, estaban forradascon material aislante de una anchuraaproximada de sesenta centímetros ymás de un centímetro de espesor; erande plástico y fibra artificial. Cortóalgunas tiras pensando que sería un buenforro para su chaqueta.

Cargaron las baterías en la mitad dela maleta que les servía de trineo ytrataron de arrastrarlo, pero las bateríaseran demasiado pesadas y no pudieron

moverlo. Como en algunos lugarestenían que subir pendientes con unainclinación que se aproximaba a loscuarenta y cinco grados, se dieroncuenta inmediatamente de quetransportar las baterías hasta el avión,sería imposible. De todas formas no sedesanimaron, pues, como dijo Canessa,sería fácil desconectar la radio de lacabina de los pilotos y llevarla hasta lacola.

En vez de las baterías, Canessa yVizintín cargaron el trineo y lasmochilas con ropa de abrigo para losotros chicos y treinta cartones decigarrillos, mientras que Parrado volvió

a la despensa y escribió con laca paralas uñas: «Id hacia arriba. Todavíaquedan dieciocho personas vivas».Escribió el mismo mensaje en otras dospartes del avión, con la letra clara queusaba para rotular las cajas de tornillosy tuercas del negocio de su padre.Canessa regresó a la despensa parallevarse la caja de medicinas que habíanencontrado allí. Contenía diversosmedicamentos, incluida cortisona, queserviría para calmar el asma quepadecían Sabella y Zerbino.

Cuando salieron los dos, vieron queVizintín había pisado la maleta y lahabía roto. Esto puso a Parrado fuera de

sí. Maldijo a Vizintín por ser tandescuidado, pero Canessa se las arreglópara repararla y por fin iniciaron laascensión con los almohadones atados alos pies, pisando la nieve blanda endirección al avión.

9

Los ánimos de los chicos quedejaron tras ellos habían mejoradomucho durante su ausencia. Sobre todo acausa de la inmensa sensación de alivioque experimentaban al saber que por finse estaba haciendo algo efectivo paraque los rescataran. Todos estabanseguros de que los expedicionariosencontrarían ayuda. También desde queellos se habían marchado estaban máscómodos en el avión. Disponían de másespacio para dormir y sin Canessa niVizintín, la tensión se había relajado.

Algunos echaban de menos a losexpedicionarios. Mangino, por ejemplo,había perdido la protección de Canessa.Pero, de todas formas, ahora lanecesitaba menos, pues había empezadoa sentirse menos indefenso. Sufría conestoicismo los dolores de la pierna rotay era más fácil dormir a su lado. Methol—una vez le dijo que si fuera su padrele daría una paliza, hasta tal punto loirritó Mangino— era ahora el confidentede sus remordimientos.

—Yo estaba muy mimado —le dijoMangino—. Aquí arriba se da unocuenta de su horrible comportamientoanterior. Yo solía darle patadas a mi

hermano si me molestaba, o tirar la sopasi no la encontraba de mi gusto. ¡Quiénpudiera tener aquella sopa ahora!

Todos creían que habían pasado poruna experiencia que los habíapurificado. Delgado, Turcatti, Zerbino yFito Strauch en cierta ocasión hablaron yestuvieron de acuerdo en que estabanpasando por una especie de Purgatorio.También se acordaron de los cuarentadías que Cristo había pasado en eldesierto, y como ahora se cumplían loscuarenta días de la fecha del accidente,estaban seguros de que su suplicio iba aterminar de un momento a otro. Comopara demostrar que sus sufrimientos los

habían convertido en unos hombresmejores, pusieron todo su empeño en nodiscutir y ser todo lo amables posibleunos para con los otros.

Cierto era que sus discusiones nuncafueron serias si se las comparaba conlos fuertes vínculos que los unían en sucomún propósito. En especial, cuandorezaban por la noche, sentían casi unasolidaridad mística, no sólo entre ellos,sino también con Dios. Le habían pedidoayuda cuando la necesitaron y ahora losentían muy cerca. Algunos llegaron apensar que la avalancha fue como unmilagro para proporcionarles másalimentos.

Esta unión no se limitaba sólo aDios, sino a los amigos que habíanmuerto y cuyos cuerpos se estabancomiendo ahora para sobrevivir. Dioshabía llevado sus almas al cielo, porquesu misión en la tierra ya habíaterminado, pero de todos los que vivíanno había ni uno solo que no prefirieseestar en el lugar de quienes se habíanido. Nicolich, antes de la avalancha, yAlgorta, mientras se estaba asfixiandobajo la nieve, se prepararon para moriry donar sus cuerpos a los amigos. Locierto era, como dijo Turcatti en elcurso de la conversación sobre Cristo enel desierto, que las condiciones en la

montaña eran tan terribles, que cualquiercosa hubiera sido mejor, incluso lamuerte.

Numa Turcatti estaba cada vez másdesanimado. Todavía se hallaba muyafectado por no haber podido participaren la expedición, y concentró su ira noen los otros, sino en sí mismo.Despreciaba su propia debilidad yparecía someter su cuerpo a un castigopor haberle fallado. Su ración, ahoraque no era ya expedicionario, no eramayor que la de los otros y, aun así,nunca la terminaba.

Siempre había sentido repulsión porla carne cruda, y si la había comido, fue

para adquirir fuerzas para la expedición.Ahora que ya no las necesitaba, volvió asentir repugnancia, y lo que habíadeseado hacer por el bien de todos, eraincapaz de hacerlo por sí mismo. Detodas formas, puso la carne a su alcance,y cuando los Strauch le obligaban acomerla, la escondía.

A resultas de esto, cada vez seencontraba más débil y era incapaz deresistir el veneno de la pierna. Laoperación de Canessa le había sacado elpus, pero la infección se extendió y éltomó esto como una excusa para hacercada vez menos por el grupo o por símismo. Se limitaba a derretir nieve para

él, y le pedía a los otros cosas— comoque le alcanzaran una manta, lo cual élpodía hacer sin dificultad.

La debilidad de su mente aumentabacon mayor rapidez que la de su cuerpo.En una ocasión le pidió a Fito que leayudara a levantarse. Fito se negó,diciéndole que lo podía hacer por símismo y, efectivamente, unos minutosmás tarde Turcatti se levantó del suelo yentró en el avión.

No era que estuviese enfadado conel grupo, sino consigo mismo, perocomo si estuviera acusando a todossilenciosamente, algo como pensar:«Tienen razón, estoy débil y no sirvo

para nada, pero esperen un poco y notardarán en darse cuenta hasta dóndepuede llegar mi debilidad y lo inútil quepuedo llegar a ser.»

Rafael Echavarren era todo locontrario. Seguía muy animado, perolentamente los sufrimientos físicosparecía que iban a vencerlo. La heridade la pierna estaba negra y amarilla,debido a la gangrena y el pus y como nopodía salir al exterior, sólo respiraba elaire viciado del avión, que le afectabalos pulmones, por lo que teníadificultades para respirar.

Arriba, en la hamaca, hacía frío yDaniel Fernández trataba de que

durmiera con ellos en el suelo, pero ledolía tanto la pierna que preferíaquedarse en la hamaca. Una nochecomenzó a delirar.

—¿Quién quiere ir conmigo a latienda a buscar pan y «Coca-Colas»? —decía.

Entonces empezó a gritar—: Papá,papá, entra, estamos aquí.

Páez se acercó a él y le dijo:—Más tarde puedes decir lo que

quieras, pero ahora vas a rezar conmigo.Dios te salve María, llena eres degracia, el Señor es contigo…

Los ojos abiertos de Echavarrendirigieron la mirada hacia Páez y

lentamente sus labios comenzaron amoverse y a repetir las palabras de laoración. Durante ese corto instante, eltiempo que tardaron en decir elavemaría y el padrenuestro, se mantuvolúcido. Después Páez se acostó frente aInciarte y Echavarren volvió a sus frasesincoherentes.

—¿Quién quiere ir conmigo a latienda?

—Yo no, gracias —le contestarongritando, o también—: Iremos mañana.

Todos estaban bastante endurecidospor los horrores que habían pasado.Muy pronto cesó su delirio y todo lo quepodían oír era el jadeo de su trabajosa

respiración. Más tarde se avivó y luegocesó por completo. Durante media hora,Zerbino y Páez trataron de reanimarlopor medio de la respiración artificial,mas para los otros, después de unosminutos, quedó claro que RafaelEchavarren había muerto.

La muerte de Echavarren losdeprimió inevitablemente. Les trajo a lamente la posibilidad que también ellostenían que morir. Fito estaba tumbado,sangrando a causa de las hemorroides,sintiéndose más angustiado, asustado ysolo que nunca, y porque presentía quesu propia muerte le andaba rondando secreía más cerca de Dios que nunca

rezaba por su alma y por el bienestar delos demás.

Lo que le levantó los ánimos al díasiguiente, como le sucedió a los otroscatorce que quedaban en el interior, fueel pensamiento de que en aquel instantelos expedicionarios ya debían de haberconseguido la ayuda que buscaban, y queantes de que llegara la noche se oiría yvería una flotilla de helicópteros queacudían a rescatarlos. Todo lo que oyópor la tarde fue un grito de uno de suscompañeros cuando divisó las figuras delos tres expedicionarios, y cuando elmismo Fito los vio, toda su piadosaresignación se convirtió en ira. Dios les

había dado esperanzas sólo paraarrebatárselas otra vez; su regresosignificaba que se encontrabanatrapados. Deseaba gritar como un locoy saltar por la nieve, pero se quedóinmóvil junto a los otros, mirando a losque se acercaban, con la cara larga y unaexpresión de desesperación y amargodesengaño.

Canessa venía el primero, seguidode Parrado y Vizintín. A medida que seiba acercando, pudieron oír su vozatiplada diciendo:

—Eh, muchachos, hemos encontradola cola… todas las maletas… ropas ycigarrillos.

Y cuando alcanzaron el avión, sereunieron todos a su alrededor paraescuchar el relato de lo que habíasucedido.

—No lo hubiéramos conseguido porese camino —dijo Canessa—. El valleno tuerce; sigue hacia el Este. Perohemos encontrado la cola y las baterías.Todo lo que tenemos que hacer esllevarnos la radio hasta allí.

Frente a su optimismo, los ánimosvolvieron a levantarse. Todos lloraban yse abrazaban y después rodearon eltrineo para elegir pantalones, jerseys ycalcetines, mientras que Pancho Delgadose hacía cargo de los cigarrillos.

SEXTA PARTE

1

El mismo día que la primeraexpedición salía del Fairchild, MadelónRodríguez y Estela Pérez volvieron enavión a Chile. Iba con ellas RicardoEchavarren, el padre de Rafael, JuanManuel Pérez, el hermano de Marcelo yRaúl Rodríguez Escalada, el piloto conmás experiencia de PLUNA (PrimeraLínea Uruguaya de Navegación Aérea) yque era primo de Madelón. Loshermanos Strauch también pensaronformar parte de la expedición, peroambos tenían la presión arterial alta y

les recomendaron que se quedaran.Madelón estaba irritada por el

escepticismo de Surraco en cuanto a losmétodos de Gérard Croiset y estabadecidida a demostrarle que seequivocaba. Tanto ella como EstelaPérez confiaban, como treinta y seis díasantes, cuando el avión acababa dedesaparecer, en que sus hijos estabanvivos. Los hombres que lasacompañaban en este viaje tenían menosconfianza en hallar supervivientes, perocreían que era importante averiguar quéhabía sucedido con el Fairchild.

El 18 de noviembre llegaron a Talcay comenzaron a explorar los alrededores

de Descabezado Grande. Alquilaron unavión e hicieron varios vuelos dereconocimiento por la zona. Desde elaire vieron, junto a Laguna del Alto, unaextensión de terreno que era casiexactamente igual al dibujo que leshabía enviado Croiset. Regresaron aTalca para alquilar guías y caballos yluego partieron hacia las montañas paraexplorarlas sobre el terreno. Loscaballos estaban entrenados paracaminar por las sendas de las montañas,con precipicios al lado, pero losuruguayos tuvieron que vendarse losojos para evitar el vértigo. Al acercarsea su objetivo, encontraron otra clave que

encajaba en la visión de Croiset, uncartel que decía «Peligro». También sehallaba allí el lago y las montañas sincima. Parecía que por fin estaban apunto de encontrar el Fairchild, aunqueno se exaltaron, porque si el valle teníavegetación de la que los seres humanospodían mantenerse, sólo se encontrabana un día de camino de Talca.

Nada hallaron y regresaron a Talca,donde un montañero holandés les dijo:

—Podrán encontrar el avión, peroestará en medio de una bandada debuitres.

Este era el parecer de la mayoría dela gente con quien hablaban.

César Charlone, el encargado denegocios uruguayo en Santiago, parecíatener muy poca fe en la empresa. Cuandoel grupo regresó a Santiago el día 25 denoviembre, les dijo que no se atrevía apedirle al Gobierno chileno que loseximiera de la obligación de cambiardiariamente diez dólares por monedachilena al desfavorable cambio oficial.Madelón Rodríguez y Estela Pérez sepusieron furiosas. Antes de salir deMontevideo habían ido al Ministerio deRelaciones Exteriores uruguayo paraasegurarse de que comunicaran aCharlone que pidiera la exención.

La suma que tenían que abonar era

de quinientos cincuenta dólares, que nohubiera llevado a la quiebra a lasfamilias relacionadas con el caso, perodespenó la ira de estas dosvoluntariosas mujeres. Estela Pérez, hijade una distinguida familia pertenecienteal partido Blanco (era prima del líderblanco Wilson Ferreira), no tenía laintención de dejarse avasallar por uncolorado. Acompañada de Madelón sefue directamente al Ministerio deRelaciones Exteriores chileno donde lasrecibió el propio ministro, ClodomiroAlmeyda, quien las escuchó conatención e inmediatamente escribió unacarta revocando la obligación del

cambio.Una vez conseguido esto, los cinco

regresaron a Montevideo el día 25 denoviembre. Páez Vilaró había ido aBrasil y, como quien dice, era laprimera vez, desde que habíadesaparecido el avión, que no seencontraba ninguna persona investigandoen Chile. Pero antes de dejar Chile,ellos habían repartido por las montañasalrededor de Talca muchas octavillas dePáez Vilaró en las que se ofrecía unarecompensa de trescientos mil escudos.Esperaban que esto diera resultado; deotra forma, sólo podían dedicar susenergías a la oración.

Ya había muy pocos que confiaranen el joven Croiset, y por aquellos díasPonce de León habló con él casi porúltima vez. Por entonces decía quecuando veía el avión, estaba vacío, yalgunas madres consideraron que sushijos lo habían abandonado en busca deayuda, pero Rafael comenzó a sospecharque quisiera decir que todos habíanmuerto. Cuando antes había exigido aCroiset una respuesta sobre esto, él lecontestaba siempre que había perdido elcontacto. Esta vez, al hablar con Croiset,Rafael le recordó lo que había dicho —que el avión estaba vacío— y le expusolas conclusiones que las madres habían

sacado de ello.—Mis conclusiones —continuó

Rafael— son otras. Yo lo interpretocomo que todos han muerto.

—Pero no puede estar seguro —repuso Croiset por teléfono desdeUtrecht.

—Escuche —dijo Rafael—. Ahorano hay aquí ningún pariente de loschicos, así que dígame con sinceridadqué cree que les ha pasado.

Hubo una pausa. Sólo se oían lossilbidos y otros ruidos de la radio.Luego Croiset dijo:

—Personalmente yo creo… queestán muertos.

Este fue el último contacto conGérard Croiset, Jr. y aquellos queperdieron la fe en sus poderes, noperdieron, sin embargo, la esperanza deencontrar vivos a sus hijos. Regresarona rezar con más fervor a su Dios y avisitar con más frecuencia la iglesia.Rosina y Sarah Strauch continuaronsuplicando fervientemente a la Virgen deGarabandal, y todas las tardes, en suhogar de Carrasco, Madelón searrodillaba junto a su madre y sus doshijas para rezar el rosario. Muy amenudo se unían a ellas Susana Sartori,Rosina Machitelli e Inés Clerc, tres delas novias que esperaban el regreso de

sus futuros maridos.Al mismo tiempo que invocaban a

los poderes sobrenaturales pidiendoayuda, buscaban una explicación naturala lo que podía haber sucedido con elavión, y la madre de Roberto, MechaCanessa sugirió la idea de que el aviónpodía haber sido secuestrado por lostupamaros y que podían tenerloescondido en algún lugar secreto del surde Chile, esperando el momentoapropiado para pedir un rescate. Con laatmósfera de inestabilidad política queexistía tanto en Uruguay como en Chile,la idea parecía posible, así que seinvestigó sobre las ideas políticas de los

pilotos. Resultó que ambos eran dederechas. Como quedaba descartada laposibilidad de que el secuestrador fuerauno de los chicos, sólo quedaba laseñora Mariani. Si se pensó en ella, fueprincipalmente por el hecho de que iba aChile para asistir a la boda de su hijacon un político exiliado, pero luego laidea de que esta mujer gruesa y demediana edad pudiera haberse hechocargo del avión les pareció cada vezmás absurda, más aún que la necesidadde una nueva teoría.

El día 1 de diciembre apareció unanota en un periódico de Montevideoinformando que la Fuerza Aérea

Uruguaya estaba a punto de enviar unavión a Chile en busca del Fairchild porlos alrededores del volcán Tinguiririca.La noticia no había sido oficialmenteconfirmada. En Montevideo, las madresde los muchachos, estimuladas por lanoticia, se enfrentaron con sus maridospara preguntarles por qué razón nopodía salir inmediatamente un aviónuruguayo para hacer ahora lo que elServicio Aéreo de Rescate planeabahacer dentro de dos meses.

El día 5 de diciembre Zerbino,Canessa y Surraco, en unión deFernández, Echavarren, Nicolich,Eduardo Strauch y Rodríguez Escalada

se reunieron con el comandante en jefede la Fuerza Aérea Uruguaya, brigadierPérez Caldas. Le mostraron un resumende todo lo que habían hecho en Chile,por los alrededores de Talca yañadieron que ya no tenían fe en lasvisiones de Croiset. La búsqueda debíareanudarse por las cercanías del volcánTinguiririca, y, para realizar esto, nocontaban con los medios necesarios.

Pérez Caldas mandó a buscar unoficial subordinado que acababa deregresar de Santiago, donde habíaestado trabajando con el Servicio Aéreode Rescate en una investigación técnicadel accidente.

Llevó consigo un informe en el quese decía que nada se podía hacer antesde febrero. Aquel invierno habían caídolas nevadas mayores desde hacía treintaaños. El avión estaría completamenteenterrado y no había posibilidades desobrevivir.

Pérez Caldas se volvió hacia losocho hombres que lo estabanobservando, esperando que aceptaran loirremediable de la situación, peroaunque de corazón pensaran que labúsqueda sería infructuosa, insistieronen que se debía llevar a cabo. Leexplicaron el estado mental en que seencontraban las madres y las novias, y

Pérez Caldas comenzó a enternecerse.Por fin se decidió.

—Caballeros —dijo poniéndose depie—, ustedes han hecho una petición yyo he tomado una decisión. La FuerzaAérea Uruguaya hará lo necesario paraponer un avión a su disposición.

La expedición definitiva estaba enmarcha.

2

Se despertó un nuevo espíritu deoptimismo entre los parientes por lasnoticias de que un C-47 de la FuerzaAérea Uruguaya, con equipo especial,iba a ser enviado en busca del Fairchildy para unirse a la expedición hubomuchos voluntarios entre los padres.Páez Vilaró estaba todavía en Brasil yaunque la Fuerza Aérea sólo permitíaque fueran cinco pasajeros, además dela tripulación, era claro que él deseabaser uno de ellos. Ramón Sabella iba aser otro, pero tuvo que quedarse por

consejo de su médico. Los otros cuatroelegidos para acompañar a Páez Vilaróeran Rodríguez Escalada y los padres deRoberto Canessa, Roy Harley y GustavoNicolich. Pero no eran únicamente estoshombres los que participaban en laoperación. Las familias de Methol,Maquirriaín, Abal, Parrado y Valetacontribuyeron con dinero y sugerencias,mientras que Rafael Ponce de Leónsiguió en contacto con losradioaficionados de Chile.

El día 8 de diciembre un grupo deparientes, incluidos los que iban aparticipar en la expedición se dirigierona la base n.° 1 de la Fuerza Aérea para

conferenciar con el piloto del C-47,comandante Rubén Terra, y proyectarplanes para la búsqueda. El mismo día,Páez Vilaró regresó de Brasil yconfirmó que, aunque no se fiaba nadade los aviones de la Fuerza AéreaUruguaya, volaría con la expedición.

Durante todo el día siguientecontinuaron haciendo preparativos parala marcha y a mediodía del 10 dediciembre se celebró una última reunióna la que asistieron los padres, parientesy novias en unión de losexpedicionarios, en el espaciosobungalow de estilo moruno de losNicolich. Invitaron a la reunión a dos

expertos pilotos uruguayos, y todo elmaterial que habían reunido el ' ServicioAéreo de Rescate, la Fuerza AéreaUruguaya y los padres, se hallaba sobreuna mesa a la vista de todos. El doctorSurraco sacó unos mapas y explicó porqué él y los demás estaban ahoraconvencidos de que el avión tenía quehaberse estrellado entre las montañasTinguiririca y Sosneado. Nadie locontradijo. Las montañas de Talca yVilches habían pasado al olvido. Larazón triunfó sobre la parapsicología.

La reunión continuó hasta bienentrada la tarde. Luego, los dosmatrimonios Strauch fueron a casa de

los Harley donde permanecieron hastamuy tarde hablando sobre la expediciónque esperaban encontrara a sus hijos. Alfinal, Walter Harley se dirigió a RosinaStrauch y le dijo:

—Escucha, voy a los Andes. Losvoy a recorrer centímetro a centímetrohasta que encuentre a los muchachos.Pero te voy a pedir que tú también hagasalgo. Si fracasamos esta vez, debesaceptar que ya no hay esperanza. Cuandoregresemos de la expedición, todo habráterminado.

A las seis de la mañana del día 11de diciembre el C-47 despegó deMontevideo en dirección a Santiago. A

bordo iban el piloto, comandante RubénTerra, cuatro tripulantes y Páez Vilaró,Canessa, Harley, Nicolich y RodríguezEscalada. Aun a hora tan temprana,había muchos familiares en elaeropuerto para despedirlos.

El avión era un transporte militar.No tenía asientos cómodos y los cincohombres de mediana edad, habían desentarse en bancos pegados a loslaterales. Era muy ruidoso también, perotodos estaban contentos porque por vezprimera desde que desapareció elFairchild, tenían a su disposición losmedios para explorar entre los picosmás altos de los Andes. De acuerdo con

la prensa uruguaya, el C-47 había sidoequipado especialmente para estaexpedición; lo habían dotado con eloxígeno y la presurización necesariospara volar a gran altitud. Cuandosobrevolaban el estuario del Río de laPlata, Páez Vilaró tomó un periódicoque encontró en el avión y leyó unartículo sobre la expedición. Miraba devez en cuando a su alrededor para ver sinotaba signos del «equipo especial deexcepcional precisión» del que hablabael periódico y cuando llegó a un párrafoque hablaba de la habilidad yexperiencia de la Fuerza AéreaUruguaya, se irritó un poco. Después de

todo, desde que desapareció el avión,esto era prácticamente lo primero quehacían para tratar de rescatar a cinco desus hombres.

Se preguntó qué opinaría de esteartículo el piloto y se dirigió a sucabina. Cuando entró, pudo ver que yahabían alcanzado el lado argentino delestuario y se preparaban para volarsobre Buenos Aires.

—¿Ha visto esto? —le preguntó agritos a Rubén Terra, sosteniendo a sulado el periódico con el artículo queacababa de leer.

—Sí —dijo el comandante.—¿Qué piensa de ello?

—Muy justo.Páez Vilaró se encogió ligeramente

de hombros.El piloto pareció notarlo, por lo que

continuó:—Por cierto, en una ocasión se paró

uno de los motores y fui capaz deaterrizar con uno solo…

En ese preciso instante, el aviónsufrió una sacudida y comenzó a vibrar.Páez Vilaró miró hacia el ala y vio loque el comandante acababa de describir:la hélice del motor de la derecha estabaparándose.

Se dirigió de nuevo al piloto:—Bien, ha sucedido otra vez —dijo.

Hicieron un aterrizaje de emergenciaen el aeropuerto militar de El Palomar,donde Rubén Terra pidió por cable unmotor nuevo a Montevideo, pero lospasajeros no deseaban aguardar hastaque reparasen el C-47. Alquilaron unaavioneta que los llevó hasta elaeropuerto de Ezeiza y desde allítomaron un avión de la Línea AéreaNacional Chilena en vuelo regular aSantiago. Llegaron sobre las siete de latarde y se dirigieron al cuartel generaldel Servicio Aéreo de Rescate en LosCerrillos.

—¡Cómo! —exclamó el comandanteMassa cuando vio a Páez Vilaró y sus

compañeros—. ¿Otra vez está ustedaquí? Este no es el momento apropiadopara reanudar la búsqueda. Ya le hemosdicho que le avisaríamos cuando llegarala hora.

El comandante tenía buenas razonespara estar sorprendido. No era raro quedesapareciera un avión en los Andes,pero lo que sí era harto extraño es quealguien se empeñara en encontrarlo dosmeses después del accidente. Inclusocuando un DC-3 de las Fuerzas Aéreasde los Estados Unidos (USAF) seestrelló en 1968, la búsqueda no habíadurado tanto, y ahora tenía allí a ungrupo de civiles uruguayos que no

querían darse por vencidos.—Dígame, comandante —dijo

Walter Harley—. ¿Qué probabilidadeshay de que el avión se encontraraatrapado en las montañas e hiciera unaterrizaje de emergencia en la nieve?

—Con un poco de suerte —contestóMassa—, un dos por mil.

—Para nosotros un uno por mil nosbasta —respondió Harley.

Los uruguayos trataron deconvencerlo para que emplearahelicópteros en la búsqueda, peroMassa, aunque los escuchabapacientemente, no aceptaba suspeticiones.

—Es que no lo entienden —les dijo—. Es extremadamente peligroso usarhelicópteros en la cordillera. No puedoarriesgar la vida de nuestros pilotos amenos que haya una evidencia concretade que los restos se hallan en un lugardeterminado. Si lo consiguen, vuelvan yactuaré, pero mientras tanto, nada puedohacer… Lo siento.

Los cinco hombres regresaron alhotel sin haber conseguido nada, exceptola vaga promesa de Massa, pero no sedesanimaron. Aunque estaban cansadospor el incómodo viaje, inmediatamentese sentaron para forjar planes de acción.Se dividirían en grupos. Uno de ellos

exploraría la zona de las montañasTinguiririca y Palomo por tierra, otro loharía desde el aire, tan pronto comollegara el C-47 a Santiago, y el tercerosaldría en busca del minero CamiloFigueroa, que aseguraba haber vistocaer el avión. Estas serían las tresavanzadas de su asalto a los Andes. Ladenominaron «Operación Navidad».

1

El 23 de noviembre, Bobby Françoiscumplía veintiún años. Como regalo decumpleaños, recibió de los dieciséiscompañeros un paquete extra decigarrillos. Mientras tanto, Canessa yParrado se dedicaron a desmontar laradio del panel de instrumentos queestaba medio enterrado en el pecho delpiloto.

Los auriculares y el micrófonoestaban conectados a una caja metálicanegra, del tamaño de una máquina deescribir portátil, y que extrajeron con

facilidad después de sacar unos cuantostornillos. De todas formas se dieroncuenta que no tenía sintonizador; por lotanto debía de pertenecer a la radio deVHF. También tenía sesenta y sietecables que salían por la parte trasera,que serían sin duda las conexiones de lamitad que faltaba. El avión estaba tanrepleto de instrumentos que era muydifícil averiguar cuáles formaban partede la radio y cuáles no, aunque pocodespués, detrás de un panel de plástico,en el departamento de equipajes,encontraron el transmisor. Éste resultómucho más difícil de separar del restode los instrumentos, teniendo en cuenta,

además, que no disponían de luz paratrabajar. Sus herramientas consistían enun destornillador, un cuchillo y unosalicates y, tras varios días de esfuerzo,consiguieron extraerlo.

Obtuvieron la confirmación de queesta era la parte que se adaptaba a lacaja del panel de instrumentos, cuandovieron que por la parte posteriortambién asomaban sesenta y sietecables. La dificultad surgió al tratar deempalmar los cables unos a otros, puesignoraban qué cable de una partecorrespondía al otro de la otra mitad.Con sesenta y siete cables por cadalado, se podían hacer miles de

permutaciones. Después descubrieronque los cables estaban marcadosespecialmente para hacer lasconexiones.

Canessa era el que mostraba másentusiasmo por la radio. Creía que eracosa de locos arriesgar su vidaatravesando las montañas cuando habíaposibilidad de tomar contacto con elmundo exterior desde allí mismo. Lamayoría estaba de acuerdo con él, perootros muchos dudaban de la eficacia delos resultados. Pedro Algorta estabaconvencido de que nunca la haríanfuncionar, pero no dijo nada para nodesanimar a los optimistas. Roy Harley,

que era el experto en radio, también erael que más dudas tenía. Sabía muy bienhasta dónde alcanzaban sus escasosconocimientos en los que los demásbasaban sus esperanzas —consistían enhaber ayudado a montar el equipoestéreo de un amigo— e insistíarepetidamente que esto no lo calificabapara desmontar y volver a montar laradio de VHF.

Los muchachos pensaban que decíaesto debido a su debilidad física ymental. Su cara tenía una expresiónpermanente de aflicción ydesesperación, y su cuerpo que anteshabía sido fuerte y ancho, era ahora

como la estilizada figura de un fakirhindú. Los expedicionarios y los primosle aconsejaron que caminara alrededordel avión con el fin de entrenarse para elviaje hasta la cola, pero estabademasiado débil. (No considerabanapropiado aumentarle la ración decarne). Cuanto más insistían, más seresistía Roy. Lloraba y suplicabadiciéndoles una y otra vez que él sabíatanto de radio como cualquiera de losdemás. De todas formas su autoridad eradifícil de resistir. Entonces losometieron a otra clase de presión,diciéndole:

—Tenes la obligación de ir —le

decía su amigo François—, porque laradio es nuestra única oportunidad. Sitenemos que salir caminando, laspersonas como Coche, Moncho, Alvaro,tú o yo, nunca lo conseguiremos.

Muy a pesar suyo, Roy cedió anteestas explicaciones y decidió ir. Detodas formas, la salida no era inminente,pues había varios tratando de desmontarla antena de «aleta de tiburón» acopladaen el techo del avión justo sobre lacabina de los pilotos. Tenían que quitarlos remaches valiéndose únicamente deun destornillador y la empresa se hacíaaún más difícil por cuanto, debido algolpe de la caída del avión, el metal se

había arrugado y retorcido.A pesar de que la soltaron y la

depositaron en la nieve junto con lasotras panes de la radio, Canessa sepasaba las horas muertas mirando lasdiferentes piezas y respondíabruscamente a cualquiera que lepreguntara qué faltaba por hacer y porqué no salían ya de una vez. Todos seimpacientaron, pero tenían miedo a laagresividad de Canessa. Si no hubierasido un expedicionario, y el que teníamás inventiva de los tres, no se lohubiesen permitido; pero como era así,no deseaban enfrentarse con él. De todasformas, posponer constantemente la

salida no parecía muy razonable ycomenzaron a pensar que estabaretrasando el experimento con la radiopara alejar el momento en que quizátuvieran que atravesar andando lasmontañas.

Por último, los tres primos Strauchno lo soportaron más, así que le dijeronque tomara la radio y partierainmediatamente. Canessa no pudoencontrar ninguna excusa y, a las ochode la mañana del día siguiente, unapequeña columna empezó a descenderpor la montaña. Primero iba Vizintín,cargado como un mulo, lo que erahabitual en él; después Harley, con las

manos en los bolsillos y, finalmente,Canessa y Parrado con mochilas ybastones, como si fueran dos deportistasde invierno.

Comenzado el descenso, los treceque quedaban detrás estaban encantadosde verlos partir. No sólo se libraban dela irritable presencia de Canessa yVizintín, sino que, con la ausencia de loscuatro, podían dormir máscómodamente. Pero sobre todo, tenían lasensación de que el rescate estaba alalcance de la mano.

De todas formas, no se hallaban ensituación de sentarse y aguardar a que serealizaran sus sueños. Por primera vez

desde que habían decidido comer carnehumana, se estaban agotando lasreservas. El problema no consistía enque no hubiera bastantes cuerpos, sinoque no podían encontrarlos; los quehabían muerto en el accidente y habíanquedado en el exterior, estaban ahoraprofundamente enterrados en la nieve aconsecuencia de la avalancha y sabíanque muy pronto tendrían que recurrir aellos. También había que tener en cuentaque los primeros que habían muertoestaban más gordos y sus hígadosposeían más vitaminas, que tantonecesitaban para sobrevivir.

Por tanto, se dedicaron a buscarlos.

Carlitos Páez y Pedro Algorta seencargaron de esta tarea, pero todos losdemás se les unieron. El métodoconsistía en clavar una vara metálica enla nieve, en el lugar aproximado donderecordaban que había estado un cuerpo,pero muy a menudo no encontrabannada. En otras ocasiones tenían mássuerte, pero a veces con desastrosasconsecuencias. Se recordaba, porejemplo, que había un cuerpo junto a laentrada del avión, y Algorta pasómuchos días haciendo agujerosmetódicamente, avanzando cada vezmás. Era un trabajo difícil, porque lanieve estaba dura y Pedro, como todos

los otros, se había quedado muy débil.Era como encontrar oro cuando la piezade aluminio que usaban a guisa de palatropezaba con algo duro o descubría loque parecía una camisa. Esta vez Pedrocavó más rápido alrededor de laspiernas y pies de aquel cuerpo, perorepentinamente vio, al descubrirlo, quetenía pintadas las uñas de los pies. Envez del cuerpo de un muchacho, habíaencontrado el de Liliana Methol y pordeferencia a los sentimientos de Javier,habían acordado no comerla.

Otro método consistía en que todoslos chicos orinaran en un lugardeterminado. Esto era muy efectivo si

por la mañana se podían contener eltiempo suficiente para alcanzar dicholugar. Pero ¡ay!, muchos de ellos sedespertaban con tal necesidad, quetenían que hacerlo en cuanto salían delavión. Algorta solía dormir abiertas lasbraguetas de los tres pantalones quellevaba y, así y todo, a veces no le dabatiempo ni a salir del avión. Era una penaporque se hacía un agujero con másfacilidad orinando que cavando.

La mayoría de los muchachos sesentían demasiado débiles para haceresta clase de trabajo. Algunos se habíanacostumbrado ya a su inutilidad, perootros no se permitían a sí mismos

permanecer inactivos, sin hacer algunacontribución en beneficio del grupo.Carlitos se enfadó un día con MonchoSabella por no hacer nada, por lo queMoncho comenzó a cavar un hoyo contal histérica actividad, que los que loobservaban temieron por su vida, peroeste arrebato sólo le condujo a caeragotado sobre la nieve. Este fue un claroejemplo de que el espíritu es fuerte perola carne es débil. A Moncho le hubieragustado encontrarse entre sus heroicosprimos y los expedicionarios, pero sucuerpo le traicionaba; no tenía otroremedio que pertenecer al grupo de losespectadores.

Al mismo tiempo que los chicoscavaban en la nieve en busca de loscuerpos ocultos, los otros que habíandejado cerca de la superficiecomenzaron a sufrir las consecuenciasdel fuerte sol, que derretía la capadelgada de nieve que los cubría. Por finhabía empezado el deshielo —el nivelde la nieve que rodeaba al Fairchilddescendió considerablemente— y el solcalentaba tanto a mediodía que si sedejaba un trozo de carne expuesto a susrayos, se pudría enseguida. Así que,además de los trabajos de cavar, cortarcarne y derretir nieve, tenían que hacerahora el de cubrir los cuerpos con una

capa de nieve y después taparlos conplástico o cartón.

A medida que las existencias se ibanagotando, los primos dieron la orden deque quedaba terminantemente prohibidohurtar carne. El edicto no fue mucho másefectivo que todos los que alteraban unacostumbre arraigada. De aquí quebuscaran la forma para que les durasenmás las existencias, comiendo las partesde los cuerpos humanos que antes habíandespreciado. Las manos y los pies, porejemplo, tenían carne que se podíaaprovechar. También intentaron comerselas lenguas, pero eran incapaces detragarlas, y hubo quien, en cierta

ocasión, se comió los testículos.Por otra parte, todos se dedicaron a

comer los tuétanos. Cuando habíanterminado hasta la última partícula decarne, partían el hueso por la mitad y,con un alambre o un cuchillo, extraían eltuétano, que se repartían. Tambiéncomían los coágulos de sangre queencontraban alrededor del corazón encasi todos los cuerpos. La materia y elsabor eran distintos de los de la carne yla grasa, y para aquellas fechas todosestaban asqueados de su invariabledieta. No sólo se debía a que buscaransabores diferentes; sus cuerpos exigíanesos minerales de los que se les había

privado por tanto tiempo, sobre todo sal.Y obedeciendo a estas exigencias, losmenos escrupulosos entre lossupervivientes, comenzaron con aquellaspartes de los cuerpos que habíanempezado a descomponerse. Esto yahabía sucedido con la parte exterior delos cuerpos que estaban expuestos alsol, y había también otras partesadheridas a los esqueletos abandonadosalrededor del avión. Días más tardetodos hicieron lo mismo.

Lo que hacían era tomar el intestinodelgado, extraer el contenido delinterior y cortarlo en pequeños trozosque se comían. Tenía un sabor fuerte y

salado. Uno de ellos intentó envolverloen un hueso y asarlo al fuego. La carnédescompuesta que probaron después,tenía sabor a queso.

El siguiente descubrimiento quehicieron en su búsqueda de nuevossabores y nuevas fuentes dealimentación, fueron los cerebros de loscuerpos que ya habían abandonado.Canessa les había dicho que aunque notenían mucho valor nutritivo, conteníanglucosa, la cual les daría energías. Élhabía sido el primero en tomar unacabeza, hacer un corte en la frente,arrancar el cuero cabelludo y romper elcráneo con un hacha. Entonces se

repartían los sesos para comerlosmientras estaban congelados o bien seusaban para hacer cocido; el hígado,intestinos, carne, grasa y riñones, biencocidos o crudos, se cortaban enpequeños trozos y se mezclaban con loscerebros. De esta forma sabían mejor yeran más fáciles de comer. La dificultadconsistía en la escasez de escudillasporque, antes, la carne la servían enplatos, bandejas o trozos de aluminio.Para este cocido caldoso, Inciarte usabauna bacía. Otros empleaban la partesuperior de los cráneos —había cuatroescudillas hechas de cráneos— yalgunos las hicieron de hueso.

Los sesos no eran comestiblescuando estaban podridos, así quejuntaron todas las cabezas de loscuerpos que habían consumido y lasenterraron juntas en la nieve. La nieveestaba llena de otros restos que habíantirado anteriormente. Encontrarlos teníaahora gran valor, y entre todos los quebuscaban se destacaba Algorta, que fuenombrado jefe de «buscadores». Cuandoestaba cavando hoyos o ayudando a losprimos a cortar carne, se podía ver sufigura agachada, clavando una varilla deacero en la nieve por las cercanías delavión. Se parecía tanto a un vagabundoque Carlitos le dio el nombre del Viejo

Vizcacha,2 pero su aplicación tuvorecompensa, porque encontró muchospedazos de grasa, algunos con tiras decarne adheridas.

Todo esto lo colocaba en su sitio deltecho del avión. Si estaban húmedas sesecaban al sol, y entonces se formabauna corteza que las hacía más sabrosas.O, como hacían los demás, las ponía enun trozo de metal que al recibir losrayos del sol se calentaba; y en ciertasocasiones, cuando calentaba mucho, eracomo si se cocinaran.

Era un motivo de satisfacción paraAlgorta que no estuvieran allí losexpedicionarios porque de esta forma

podía quedarse con todo lo queencontrara y preparase. Pero de todasformas, lo repartía con Fito. Al lado desu parcela en el techo del avión, estabala de Fito, y entre las dos, una zona queera común para ambos, y Algorta era elque proporcionaba la carne que siemprehabía allí. Se había hecho inseparablede Fito, de la misma forma que Zerbinohabía llegado a ser «El paje delalemán», como decía Inciarte. A Inciartele molestaba extraordinariamente queZerbino le diera cigarrillos a Eduardo,incluso cuando éste todavía tenía de lossuyos, pero Zerbino recordaba los díasde la primera expedición, cuando

Eduardo le había permitido dormir conlos pies hinchados, apoyados en sushombros.

Cuando la división entre los dosgrupos, los trabajadores y los que notrabajaban, los previsores y los que nolo eran, se acentuó más, aumentó laimportancia del papel de Coche Inciarte.Por su comportamiento e inclinaciones,estaba bien asegurado en el campo delos parásitos; pero, por otra parte, era uníntimo amigo de Fito Strauch y DanielFernández. Además, tenía ese carácterinocente e ingenioso que es imposibleodiar. Mientras convencía a Carlitospara que cocinara en un día de viento, o

extrajera grandes cantidades de pus desu pierna infectada, siempre estabasonriendo y hacía sonreír a los demás.Su estado, lo mismo que el de Turcatti,empeoraba cada vez más por negarse acomer carne cruda. Coche llegó inclusoa delirar, y en su delirio decía, con todaseguridad, que existía una puerta en elavión junto al lugar en que él dormía,que conducía a los verdes valles al otrolado de las montañas. Cuando unamañana anunció, al igual que hizo RafaelEchavarren, que iba a morir aquelmismo día, nadie lo tomó en serio.Cuando despertó al día siguiente, todosse rieron de él al tiempo que le

preguntaban:—Bueno, Coche, ¿qué se siente

cuando uno está muerto?Los cigarrillos eran, como siempre,

la causa principal de las tensiones quesurgían entre ellos. Los que, como losprimos, tenían la fuerza de voluntadsuficiente para espaciar el tiempopreciso entre un cigarrillo y el siguiente,de forma que les durase su ración losdos días, se encontraban con que haciael final del segundo día, cada vez quefumaban eran observados con envidiapor una docena de pares de ojos. Losque no tenían esta previsión, y CocheInciarte era de los peores, agotaban su

ración el primer día y luego trataban deconseguir algún cigarrillo de quienestodavía tenían. Pedro Algorta, quefumaba menos que los demás, caminabasiempre con los ojos bajos por miedo deencontrarse con una mirada de súplicade Coche, y si conseguía evitarlo poralgún tiempo, Coche acababadirigiéndose a él y diciéndole:

—Pedrito, cuando regresemos aMontevideo, te invitaré a comer ñoquisa casa de mi tío.

El siempre hambriento Algortalevantaba la vista para encontrarse conlos ojos sonrientes que le dirigían unalarga y suplicante mirada.

Pancho Delgado tampoco era capazde controlarse y entonces se deslizaba allado de Sabella, por ejemplo, ycomenzaba una larga conversación sobrelos días transcurridos en el colegio consu hermano, esperando durante estacharla ganarse un cigarrillo. Inciarte loconvencía para que persuadiese aFernández que les diera un adelantosobre la ración del siguiente día:

—Compréndelo —le decía—,Coche y yo somos muy nerviosos.

Hubo un tiempo en que Delgadoestaba a cargo de los cigarrillos, lo queera tanto como poner a un alcohólico alfrente de un bar. Cierta noche la

tormenta fue tan intensa que metía lanieve dentro del avión. Delgado yZerbino, que dormían junto a la puerta,se fueron al lado de la cabina paracharlar y fumar unos cigarrillos conCoche y Carlitos. La mayoría estabandespiertos, fumando y escuchando elruido de las avalanchas, pero, por lamañana, cuando despertaron cubiertosde nieve, dudaron mucho que hubieranfumado tantos cigarrillos comoaseguraba Pancho.

Hubo otra ocasión en que Fernándeze Inciarte discutieron a causa de loscigarrillos. Fernández, que tenía a sucargo uno de los tres encendedores, no

hacía caso de Coche cuando éste lepedía fuego constantemente, porquepensaba que fumaba demasiado. Estopuso furioso a Coche que no dirigió lapalabra a Fernández durante todo el día.Por la noche, como era habitual, estabanacostados uno junto al otro, pero cadavez que la cabeza de Fernández seinclinaba sobre el hombro de Inciarte,éste la sacudía. Entonces, Fernández ledijo:

—No seas así, Coche.Y a Coche se le fue el enfado. Era

de naturaleza demasiado generosa paraque le durase.

Su imprevisión con los cigarrillosreforzó los lazos de unión que yaexistían entre Coche y Pancho. Ambosandaban a la caza de cigarrillos —Pancho tomando algunos de NumaTurcatti porque pensaba que a éste no lehacían ningún bien, mientras que Cocheperseguía a Algorta—, o como ya hemosdicho, haciendo un frente común paraconseguir un adelanto de DanielFernández. Solían hablar de su vida enMontevideo o de los fines de semana enel campo con Gastón Costemalle, queera su amigo común. Pancho Delgado,con su natural elocuencia, describíaescenas del feliz pasado, tan vividas que

Coche Inciarte se sentía transportadodesde los confines del húmedo ymaloliente interior del avión a lasverdes campiñas de los alrededores desu granja. Después, cuando se terminabala historia, se encontraba de repente conla triste realidad, y se sentía entoncestan deprimido que permanecía sentadopor largo tiempo con la mirada fija,como si fuera un cadáver.

Debido a esto, los Strauch y DanielFernández trataban de alejar a Coche deDelgado. Presentían que estasconversaciones perjudicaran su moralhasta el extremo de que pudiera perderla voluntad de sobrevivir. También

comenzaron a desconfiar de Delgado.Hubo un incidente, cuando parte de losmuchachos estaban en el exterior ydijeron a los que estaban en el aparatoque enviaran a alguien a recoger susraciones de comida. Apareció Pancho ymientras recogía los trozos de carne, lepreguntó a Fito si podía quedarse conuno.

—Naturalmente —le contestó Fito.—¿El mejor?—Como quieras.Fito y los demás permanecieron en

el techo del avión comiendo sus pedazosde carne, y después de entregar el restoa los otros, Pancho salió y se unió a

ellos. Cuando, poco después, Fito entróen el avión, Daniel Fernández, que tuvoque cortar las piezas de carne que le dioPancho en otras más pequeñas, le dijo aFito:

—Oíme, hoy no nos has dado muchode comer.

—Doce trozos —contestó Fito.—Querrás decir ocho. Tuve que

cortarlos otra vez.Fito se encogió de hombros y no dijo

más, porque de haber dicho lo quesospechaba, hubiese obrado en contra desu buen criterio. Era esencial que nohubiera tensiones entre ellos.

Carlitos, por otra parte, se sentía

menos puntilloso.—Me pregunto por dónde andará el

fantasma —dijo, mirando a Pancho—.¿Dónde están los otros cuatro trozos?

—¿Qué insinúas? —preguntóPancho—. ¿Qué querés decir? ¿No tefías de mí?

Podían haber añadido algo más,pero tanto Fito como Fernándezaconsejaron a Carlitos que diera porzanjada la cuestión.

2

Mientras ocurrían estos sucesos enel avión, los tres expedicionarios y RoyHarley se encontraban en la cola. Sólohabían tardado hora y media en recorrertal distancia, y por el caminoencontraron una maleta que habíapertenecido a la madre de Parrado.Hallaron algunos dulces dentro y dosbotellas de «Coca-Cola».

Pasaron el primer día descansando ymirando el interior de las maletas quehabían aparecido al fundirse la nievedesde la última vez que estuvieron allí.

Entre otras cosas, Parrado encontró unacámara fotográfica con película y labolsa con las dos botellas de ron y delicor que su madre le había dado enMendoza para que las guardara. Noestaban rotas y abrieron una, reservandola otra para la marcha que tendrían quehacer si no conseguían que funcionara laradio.

Canessa y Harley se dedicaron aesta tarea a la mañana siguiente. Alprincipio parecía que no iba a ser muydifícil, porque las conexiones en la partetrasera del transmisor estaban marcadascon las letras BAT y ANT para señalardónde se debían conectar los cables de

la batería y de la antena. Perodesgraciadamente tenían otros cablescuyas conexiones no estaban tan claras.Sobre todo, no sabían distinguir lasfases, y a menudo cuando conectaban uncable saltaban chispas a sus ojos.

Sus esperanzas de conseguir el éxitose vieron incrementadas cuando Vizintínencontró en la nieve, al lado de la coladel avión un manual de instrucciones delFairchild. Miraron el índice para buscarla página referente a la radio ydescubrieron que todo el capítulo treintay cuatro estaba dedicado a«Comunicaciones», pero cuando trataronde encontrar esta sección, vieron que

algunas páginas las había arrancado elviento y eran precisamente las que ellosnecesitaban.

No tuvieron otro remedio que volvera ensayar, expuestos a cometer errores.Era un trabajo lastimoso y mientras sededicaban a él, Parrado y Vizintínrevisaban las maletas por segunda vez, oencendían fuego para cocinar. Aunquesólo eran cuatro, no estaban libres de lastensiones que había en el avión. RoyHarley se irritaba porque Parrado no ledaba la misma ración que a los otros.Parecía normal que mientras formaraparte de una expedición, debería comerlo mismo que los expedicionarios. Por

otra parte, Parrado sostenía que él erasolamente un auxiliar; si fracasaba elasunto de la radio, no tendría quecaminar a través de las montañas. Por lotanto sólo comería lo necesario parasobrevivir.

Tampoco permitía que Roy fumara.La razón que alegaba era que sólo teníanun encendedor y que podían necesitarlopara la expedición final. Pero tambiénera cierto que ni Parrado, Canessa oVizintín fumaban y que a todos lesirritaba el constante lamentarse yquejarse de Roy. Así que le dijeron quesólo podría fumar cuando encendieranfuego. En cierta ocasión, cuando Roy se

acercó a encender un cigarrillo en elfuego, Parrado, que estaba cocinando, ledijo que no le molestara y que volviesecuando hubiera terminado. Pero cuandoRoy volvió, el fuego se había apagado.Se enfadó tanto que se apoderó delencendedor que Parrado había dejadoencima de un cartón, y encendió uncigarrillo. Cuando los tresexpedicionarios vieron esto, lopersiguieron como celosos guardianes.Lo insultaron y le habrían quitado elcigarrillo, si Canessa pensándolo mejor,no los hubiese detenido diciéndoles:

—Déjenlo tranquilo. No olviden queRoy puede ser el que nos salve a todos

haciendo funcionar esta maldita radio.Al tercer día se dieron cuenta que no

se habían traído suficiente carne paramantenerse durante el tiempo quetardaran en reparar la radio. Entonces,Parrado y Vizintín regresaron al avión,dejando a Canessa y Harley en la cola.El ascenso, como la vez anterior, era milveces más difícil que el descenso.Después de escalar hasta la cumbre dela última colina que estaba justo al ladoEste del avión, Parrado se sintió, demomento, profundamente desesperado:en vez de encontrar los restos del avión,sólo divisó una extensa llanura cubiertade nieve.

Su primer pensamiento fue que otraavalancha había cubierto por completoel avión, pero fijándose másdetenidamente observó que no habíasignos de nieve fresca al lado de lasmontañas que tenía en frente. Siguiócaminando y con gran consuelo encontrólos restos del aparato al otro lado de lasiguiente colina.

Los muchachos no los esperaban yno tenían carne preparada. Además, seencontraban demasiado débiles parabuscar la carne necesaria. De ahí quetuvieran que ser Parrado y Vizintín losque se dedicaran a esta tarea. Hallaronun cuerpo del que los primos cortaron

carne que metieron en calcetines ydespués de pasar dos noches en elavión, regresaron a la cola.

Una vez allí, vieron que Harley yCanessa habían hecho todas lasconexiones necesarias entre las bateríasy la radio, y de la radio a la antena dealeta de tiburón, pero todavía no habíancaptado ninguna señal exterior.Creyeron que esto se debía a algunadeficiencia de la antena, así quearrancaron cables del circuito eléctricodel avión y los empalmaron. Un extremodel cable resultante lo ataron a la coladel avión y el otro a una maleta llena derocas que situaron en la parte alta de la

montaña, construyendo así una antena demás de veinte metros de largo. Cuandola conectaron a la radio de transistoresque se llevaron consigo, sintonizaronmuchas estaciones de radio de Chile,Argentina y Uruguay. Cuando laconectaron a la radio del Fairchild, noconsiguieron oír nada. Volvieron aconectar con la radio de transistores,sintonizaron una estación que radiabamúsica alegre y se pusieron a trabajarde nuevo.

De repente, oyeron gritar a Parrado;había encontrado en una maleta lafotografía de una niña en una fiesta decumpleaños. Era una niña pequeña y

estaba sentada a una mesa atiborrada depasteles y galletas. Parrado sostenía lafotografía y devoraba los alimentos conlos ojos, pero muy pronto los otros tres,avisados por el grito, llegaron junto a él,y se unieron a la fiesta.

—Échate una miradita a ese pastel—dijo Canessa gimiendo y frotándose elestómago.

—Y ¿qué me decís de lossandwiches? —dijo Parrado—. Creoque los prefiero.

—Las galletas —gimió Vizintín—.Me conformo con las galletas.

En la radio de transistores a la quehabían conectado la antena, oyeron los

cuatro las noticias en las que seanunciaba que iba a ser reanudada labúsqueda por un C-47 de la FuerzaAérea Uruguaya. Cada uno recibió lanoticia de distinta forma. Harley estabaloco de alegría y esperanza. Canessatambién parecía entusiasmado. Vizintínno reaccionó de ninguna forma mientrasque Parrado parecía desilusionado.

—No sean tan optimistas —dijo—.Que nos estén buscando otra vez, noquiere decir que nos encuentren.

De todas formas pensaron que seríauna buena idea hacer una gran cruz allado de la cola del avión, y así lohicieron empleando las maletas que

estaban esparcidas por los alrededores.Por aquel entonces ya estaban casiconvencidos de que no conseguiríanhacer funcionar la radio, aunqueCanessa seguía intentándolo y se oponíaa regresar al avión. Parrado y Vizintínya tenían en sus mentes la idea de laexpedición, pues se había decidido en elavión que si fallaba la radio, losexpedicionarios deberían partirinmediatamente montaña arriba,obedeciendo a la única cosa de queestaban seguros: que Chile seencontraba hacia el Oeste. EntoncesVizintín arrancó el resto del materialque envolvía las tuberías de calefacción

del Fairchild en la zona oscura de labase del avión donde estabanalmacenadas las baterías. Era unmaterial ligero diseñado por una de lasindustrias del mundo tecnológicamentemás avanzadas en esta materia; cosiendolos trozos de manera que formaran unabolsa, conseguiría un excelente saco dedormir y resolvería uno de losproblemas más difíciles: evitar el fríodurante la noche cuando no estuvieranrefugiados en la cola o en el avión.

Durante el tiempo que estuvieron enla cola, la nieve no cesó de derretirse,excepto la que se encontraba debajo dela cola porque la sombra le daba

siempre. En consecuencia, la cola estabacomo en una tarima de nieve y no sólose hacía difícil entrar, sino que se movíapeligrosamente cuando caminaban por elinterior. Durante la última noche estemovimiento se hizo tan acentuado queParrado estaba paralizado por el terrorde que se cayera y se deslizara montañaabajo. Los cuatro estaban tendidos y tanquietos como podían, pero el viento lahacía oscilar, y Parrado no conseguíadormir.

—Oigan —dijo por fin a los otros—, ¿no creen que sería mejor dormirfuera?

Vizintín lanzó un gruñido y Canessa

repuso:—Mira, Nando. Si tenemos que

morir, moriremos, así que mientrastanto, vamos a tratar de dormirtranquilos.

La cola se encontraba en la mismaposición al día siguiente, pero estabaclaro que ya no ofrecía ningunaseguridad. También resultaba obvio queno serían capaces de hacer funcionar laradio, así que decidieron regresar alavión. Antes de partir cargaron de nuevocon más cigarrillos, y Harley, dandorienda suelta al infortunio y frustraciónque había sentido durante todos aquellosdías, rompió a puntapiés todos los

componentes de la radio que con tantotrabajo habían conseguido poner enorden.

Era una equivocación desperdiciarasí sus energías. La pendiente de 45grados que habría que subir pararegresar al avión, tenía más de kilómetroy medio. Al principio no se hizo difícilporque la superficie de la nieve estabadura. Más tarde, cuando se ablandó y sehundían en ella hasta las caderas, ocaminaban con los almohadones atadosa los pies, eran necesarios esfuerzoscasi sobrehumanos que el pobre Roy notenía de dónde sacar. A pesar de quedescansaban cada treinta pasos, muy

pronto se rezagó, pero Parrado sequedaba junto a él adulándole,animándole y rogándole que continuara.Roy lo intentaba, pero muy prontovolvía a caer en la nieve, desesperado yagotado. Se quejaba más que nunca y laslágrimas corrían por sus mejillas conmás profusión. Rogaba que lo dejaranmorir allí, pero Parrado no loabandonaba. Juraba y lo insultaba parahacerle reaccionar. Lo injuriaba comonunca antes había injuriado a nadie.

Los insultos eran una medidaextrema, pero dieron resultado. Hicieroncontinuar a Roy hasta el punto que norespondía ni a exhortaciones ni a

insultos. Parrado se dirigió a él,hablándole con calma y diciéndole:

—Escucha, ya falta poco. ¿No creesque merece la pena hacer un pequeñoesfuerzo aunque nada más sea por ver atus padres otra vez?

Después lo agarró de la mano y leayudó a levantarse. De nuevo subiótambaleándose por la montaña apoyadoen el brazo de Parrado y cuandollegaron a una pendiente que de ningunaforma pudieron conseguir que Roysalvara, Parrado cargó con él haciendouso de aquella extraordinaria fuerza queaún parecía poseer y lo llevó hasta elFairchild.

Llegaron al avión entre las seis ymedia y las siete de la tarde. Soplaba unviento frío y caía algo de nieve. Lostrece que quedaban allí ya habíanentrado y recibieron a losexpedicionarios bastante deprimidos ymalhumorados.

A Canessa le afectó menos su pocoamigable acogida que el aspectodesastroso que presentaban. Después deocho días observó objetivamente lodemacradas que estaban las barbudascaras de sus amigos. También se habíadado cuenta del horror de aquella nievesucia y llena de huesos y cráneosabiertos y pensó para sí que antes que

los rescataran, había que hacer algo paralimpiar y ocultar lo que estaba a la vistade todos.

3

Hacia el final de la primera semanade diciembre, después de cincuenta yseis días en la montaña, aparecieron doscóndores en el cielo, describiendocírculos sobre los diecisietesupervivientes. Estos dos enormespájaros de rapiña, con los cuellos y lascabezas peladas, el collar de plumasblancas y una envergadura de tresmetros era el primer signo de vida queveían en más de ocho semanas. Lossupervivientes temieron de inmediatoque descendieran y se llevaran la

carroña. Les hubiera gustado dispararlescon el revólver, pero tenían miedo queel ruido provocara otra avalancha.

A veces los cóndores desaparecían,pero volvían a aparecer a la mañanasiguiente. Vigilaban los movimientos delos seres humanos, pero nunca selanzaban sobre ellos, y después dealgunos días se desvanecieron parasiempre. De todas formas, aparecieronotros signos de vida. En cierta ocasiónentró una abeja en el avión y volvió asalir inmediatamente después; luegollegaron una o dos moscas y finalmenteuna mariposa voló alrededor del avión.

Ahora hacía calor durante el día; la

verdad era que a mediodía hacía tantoque se les quemó la piel y se lesagrietaron los labios, que comenzaron asangrar. Algunos trataron de levantaruna tienda para protegerse del sol conlas varas de metal de las hamacas y unapieza de tela que Liliana Methol habíacomprado en Mendoza para hacerlevestidos a su hija. También pensaronque sería una buena señal para losaviones que los sobrevolaran, porqueesta posibilidad nunca abandonó susmentes. Cuando Roy y losexpedicionarios regresaron de la coladel avión, les dijeron a los trece quehabían permanecido allí que habían

Oído por la radio de transistores que labúsqueda se había iniciado de nuevo.

Los muchachos estaban decididos aque esto no tentara a los expedicionariosa abandonar su antiguo proyecto. Notenían puestas muchas esperanzas en eléxito de la radio, así que cuando Harley,Canessa y Vizintín regresaron, no seentregaron a la desesperación, alcontrario, estaban deseosos de que lostres últimos salieran inmediatamenteotra vez. Pero muy pronto se hizoevidente que mientras que la noticia deque el C-47 había iniciado la búsquedano hizo mella en la voluntad de Parrado,causó ciertos reparos en Canessa

pensando en que iba a arriesgar la vidaen la ascensión de la montaña.

—Es absurdo que salgamos ahora —decía— con este aparato equipadoespecialmente que han fletado paraencontrarnos. Debemos concederles porlo menos diez días y salir, quizás, alcabo de ellos. Es una locura arriesgarnuestras vidas si no es necesario.

Los demás se pusieron furiosos anteeste retraso. No habían soportado aCanessa y sufrido su intolerabletemperamento durante tanto tiempo paraque ahora les dijera que no iba.Tampoco estaban muy seguros de quelos encontrara el C-47, pues habían

Oído que se había visto obligado aaterrizar en Buenos Aires y que lehabían tenido que montar los motores enLos Cerrillos. También contaba laescasez de alimentos, pues aunquesabían que había más cuerpos enterradosen la nieve bajo ellos, o no losencontraban, o los que encontraban eranaquellos que habían acordado no comer.

Existía otro factor, además de éstos,y era su orgullo por lo que habíanconseguido. Habían sobrevivido duranteocho semanas bajo las más extremas einhumanas condiciones. Queríandemostrar que también eran capaces deescapar por sus propios medios. Les

gustaba imaginarse la expresión de lacara del primer pastor o campesino queencontraran cuando le dijeran que erantres expedicionarios de lossupervivientes uruguayos del Fairchild.Todos practicaban mentalmente el tonoinocente que adoptarían cuando llamaranpor teléfono a sus padres enMontevideo.

La impaciencia de Fito era másrealista.

—¿No te das cuenta —le decía aCanessa— que no están buscandosupervivientes? Están buscandocadáveres. Y el equipo especial quemencionan es un equipo fotográfico.

Toman fotografías aéreas y regresan,luego las revelan y las estudian… Lesllevará semanas encontrarnos y esto sivuelan justo por encima de nosotros.

Estas razones parecieron convencera Canessa. A Parrado no necesitabanconvencerlo y Vizintín siempre estabade acuerdo con lo que decidieran losotros dos. Por lo tanto, se pusieron apreparar la expedición final. Los primoscortaron carne no sólo para cubrir susnecesidades diarias, sino para crear unareserva para el viaje. Los demás sededicaron a coser los materialesaislantes a los sacos de dormir. Eradifícil. Se les acabó el hilo y tuvieron

que usar cables de los circuitoseléctricos.

A Parrado le hubiera gustadoayudarles en esta tarea, pero no era muyhabilidoso. En vista de esto, se dedicó asacar fotografías con la cámara queencontraron en la cola y a reunir toda laropa que necesitaba para el viaje. Unamochila hecha de unos pantalones lallenó con la brújula del avión, la mantade su madre, cuatro pares de calcetinesde repuesto, el pasaporte, cuatrocientosdólares, una botella de agua, una navajay un lápiz de labios de mujer para suslabios agrietados.

Vizintín metió la máquina de afeitar

en la mochila, no porque intentaraafeitarse antes de llegar a lacivilización, sino porque era un regalode su padre y no quería abandonarla.También se llevó los mapas del avión,una botella de ron, otra de agua,calcetines y el revólver.

La mochila de Canessa estaba llenacon las medicinas que calculó quepodían necesitar en el viaje:esparadrapo, un tubo de dentífrico,pastillas contra la diarrea, pomadas,pastillas de cafeína, linimento y unoscomprimidos grandes de aplicacióndesconocida. Llevaba además cremabase para protegerse la piel, sus

documentos —incluido el certificado devacunación—, la navaja de Methol, unacuchara, un trozo de papel, un trozo decable y un pelo de elefante comoamuleto de la buena suerte.

El día 8 de diciembre era la fiestade la Inmaculada Concepción. Parahonrar a la Virgen y rogarle queintercediera por el éxito de laexpedición final, los chicos decidieronrezar los quince misterios completos delrosario. Pero cuando acabaron el quintosus voces se hicieron cada vez másdébiles y uno tras otro se fueronquedando dormidos. Por este motivo,rezaron el resto al día siguiente, 9 de

diciembre, que era también el día en queParrado cumplía veintiún años. Era undía triste, porque ya habían planeadocon todo cuidado la fiesta que para talocasión iba a tener efecto enMontevideo. Para celebrarlo en lamontaña, la comunidad regaló a Parradouno de los cigarros habanos que habíanencontrado en la cola del avión. Parradose lo fumó, pero le satisfizo más el calorque el aroma que despedía.

Para el 10 de diciembre, Canessaseguía insistiendo en que la expediciónno estaba todavía bien preparada parapartir. El saco de dormir no lo habíancosido a su entera satisfacción y aún no

había reunido todo lo que podíannecesitar. Pero, en vez de dedicar susesfuerzos a estas tareas, Canessa setumbaba para «reservar sus energías» oinsistía en curar los bultos que le habíansalido a Roy Harley en las piernas.También discutía con los chicos másjóvenes. Le dijo a François que Vizintínse había limpiado el trasero, cuandoestaban en la cola, con el mejor poloLacoste de Bobby, lo que hizo que éstese encolerizara. También discutía con sumejor amigo y gran admirador, AlvaroMangino, pues aquella mañana, mientrasdefecaba en la cubierta de un asiento enel interior del avión (tenía diarrea por

comer carne putrefacta) le dijo aMangino que apartara la pierna.Mangino le contestó que había tenidocalambres durante toda la noche y queno lo haría. Canessa le gritó. Manginomaldijo a Canessa. Canessa perdió eldominio de sí mismo y agarró a Manginopor el pelo. Cuando estaba a punto depegarle, lo pensó y simplemente loempujó contra la pared del avión.

—Has dejado de ser mi amigo —ledijo Mangino sollozando.

—Lo siento —repuso Canessasentándose y volviendo a recobrar eldominio de sí mismo—. Es porque mesiento muy enfermo.

Aquel día no le habló nadie. Losprimos creían que estaba demorando lamarcha deliberadamente y se habíanenfadado con él. Aquella noche no lereservaron la plaza especial deexpedicionario y tuvo que dormir junto ala entrada. El único que tenía algunainfluencia sobre él era Parrado, y sudeterminación de salir de allí era tangrande como siempre. Por la mañana,mientras estaban acostados en el aviónaguardando la hora de salir, dijorepentinamente:

—Si ese avión vuela por encima denosotros, quizá no nos vea. Deberíamoshacer una cruz.

Y sin esperar a que ningún otropusiera en práctica su idea, salió delavión y señaló una zona donde la nieveestaba limpia y mejor se podía hacer lacruz. Los otros lo siguieron y muy prontotodos los que podían caminar sin dolor,comenzaron a pisar el suelo dentro delas líneas marcadas para hacer una cruzgigante.

En el centro, donde se cruzaban losdos brazos, colocaron boca abajo elcubo de la basura que Vizintín recogióen la expedición de ensayo. Tambiéntendieron las chaquetas de vuelo de lospilotos, de color amarillo y verdebrillantes. Pensando que el movimiento

podía atraer la atención de los quevolaban, organizaron un plan queconsistía en correr en círculos tan prontocomo divisaran un avión.

Aquella noche Fito Strauch seacercó a Parrado y le dijo que siCanessa no quería ir en la expedición,iría él.

—No —repuso Parrado—. No tepreocupes. He hablado con Músculo eirá. Tiene que ir. Está mucho mejorentrenado que vos. Todo lo que tenemosque hacer ahora es terminar el saco dedormir.

A la mañana siguiente los Strauch selevantaron temprano decididos a

terminar el saco. Habían Llegado a ladeterminación de que a partir de aquellamisma tarde no habría ninguna excusapara retrasar de nuevo la salida. Peroalgo iba a suceder ese día que dejaríasin valor todas sus precauciones.

Numa Turcatti se encontraba cadavez más débil. Su salud, junto con la deRoy Harley y Coche Inciarte eran lacausa de las mayores preocupaciones delos dos «doctores», Canessa y Zerbino.Aunque a Turcatti, tan sano de espíritu,lo apreciaban en grado sumo todos losdel avión, su mejor amigo antes delaccidente había sido Pancho Delgado, yera Delgado precisamente quien se

encargaba de cuidarlo. Le llevaba adiario su ración alimenticia y derretíanieve para que tuviera agua suficiente,trataba de convencerlo para que nofumara porque Canessa le había dichoque esto lo perjudicaba y le dabapequeñas dosis de pasta de dientes de untubo que Canessa había tomado de lacola del avión.

A pesar de todos estos cuidados,Turcatti seguía empeorando, así queDelgado pensó que debería hacer algomás. Decidió conseguir más comida,cayó en el hábito de hurtar. Creía que sise lo hubiera pedido a los primos, éstosse habrían negado. Llegó cierto día en

que Canessa se encontraba con diarrea yestaba sentado cerca de Numa en elinterior del avión. Delgado salió abuscar la comida y regresó con tresplatos. Canessa había decidido ayunar acausa de su diarrea, pero un día quehicieron un cocido y vio a Delgado conél le pidió que se lo dejara probar.Delgado se lo permitió con todaamabilidad y una vez que Canessa loprobó decidió que, a pesar de todo,tomaría una ración.

Canessa salió y le pidió a Eduardo,que estaba sirviendo, que le diera suparte. Eduardo le contestó:

—Pero si ya le he dado tu ración a

Pancho.—Bueno, pues no me la ha dado.Eduardo perdía los estribos con

facilidad y así sucedió esta vez.Comenzó a vituperar a Delgado y,mientras lo hacía, Pancho salió delavión.

—¿Estás hablando de mí?—Sí. ¿Pensabas que no nos

daríamos cuenta de que has escamoteadouna ración?

Delgado se ruborizó y dijo:—No sé cómo podes pensar esto de

mí.—Entonces, ¿por qué no le diste a

Músculo su ración?

—¿Crees que me quedé yo con ella?—Sí.—Era para Numa. Vos no te habrás

dado cuenta, pero está más débil cadadía. Si no le damos de comer, se morirá.

Eduardo se quedó anonadado. Lepreguntó:

—¿Por qué no nos lo pediste anosotros?

—Porque creí que ustedes lonegarían.

Los primos nada dijeron, perocontinuaron sospechando de Delgado.Sabían, sin ir más lejos, que los días quela carne estaba cruda costaba muchotrabajo convencer a Numa para que

comiera una ración, así que sería muydifícil que hubiera comido dos.Tampoco les pasó inadvertido que loscigarrillos que Delgado evitaba queNuma fumara, se los fumaba él mismo.

Aun con una ración suplementaria, elestado de Numa no mejoró. A medidaque aumentaba su debilidad, sedesanimaba más, y cuanto más sedesanimaba, menos se preocupaba dealimentarse, lo que a su vez lodebilitaba más aún. Le salió unairritación en la rabadilla debido a quepermanecía mucho tiempo acostado ycuando le pidió a Zerbino que loexaminara, éste se dio cuenta de lo

extremadamente delgado que se habíaquedado. Hasta entonces tenía la cararecubierta de barba y el cuerpo deropas. Al quitarle la ropa para examinarla irritación, Zerbino advirtió queprácticamente no tenía carne entre lapiel y los huesos. Numa era como unesqueleto y Zerbino les dijo después alos demás que sólo le daba unos días devida.

Al igual que Inciarte y Sabella,Numa deliraba a ratos, pero la noche del10 de diciembre durmió contranquilidad. Por la mañana, Delgadosalió a tomar el sol. Le habían dicho queNuma se iba a morir, pero su mente se

negaba a aceptarlo. Poco después salióCanessa y le dijo que Turcatti se hallabaen estado de coma. Delgado regresóenseguida al interior del avión a ver a suamigo. Numa estaba allí tendido con losojos abiertos, pero no parecía darsecuenta de la presencia de Delgado.Respiraba lenta y trabajosamente.Delgado se arrodilló a su lado ycomenzó a rezar el rosario. Mientrasrezaba, Numa dejó de respirar.

Al mediodía tenían los almohadonesen el suelo del avión otra vez. Se habíanacostumbrado, debido al calor, a dormirla siesta. Sentíanse deprimidos porpermanecer inactivos, pero de todas

formas era mejor que quemarse. Sesentaban a charlar o se quedabanadormecidos. Luego, sobre las tres de latarde, salían de nuevo. Aquella tardeJavier Methol se hallaba instalado alfondo del avión.

—Tené cuidado —le dijo a Cochecuando éste se levantó y pasó sobre elcuerpo de Numa—. Tené cuidado, nopises a Numa.

—Numa está muerto —respondióParrado.

Javier no se había enterado de losucedido, y ahora que se dio cuenta, sesintió anonadado. Lloró como cuando lamuerte de Liliana, porque había llegado

a apreciar al tímido y sencillo NumaTurcatti como si se tratara de suhermano o su hijo.

Con la muerte de Turcatti seconsiguió lo que no se había logrado condiscusiones y argumentos de todasclases. Canessa se convenció de que nopodían esperar más tiempo. Roy Harley,Coche Inciarte y Moncho Sabellaestaban muy débiles y deliraban de vezen cuando. Un día de retraso podíasignificar para ellos la vida o la muerte.Se acordó, por tanto, que la expediciónfinal debería iniciarse al día siguiente,partiendo hacia el Oeste, donde seencontraba Chile.

Por la tarde, antes de entrar en elavión por última vez, Parrado llamóaparte a los tres primos Strauch y lesdijo que si se quedaban escasos decarne, podían comerse los cuerpos de sumadre y su hermana.

—Naturalmente, preferiría que no lohicieran, pero si está en juego susupervivencia, deben hacerlo.

Los primos no dijeron nada, pero laexpresión de sus caras denunciabancuánto les había conmovido las palabrasde Parrado.

4

A las cinco de la mañana siguiente,Canessa, Parrado y Vizintín seprepararon para salir. Primero sevistieron con las ropas que habíanrecogido del equipaje de los cuarenta ycinco pasajeros y tripulación. Parradollevaba una camisa «Lacoste» y un parde leotardos de lana. Encima se habíapuesto tres pantalones vaqueros, y sobrela camisa, seis jerseys. Llevaba en lacabeza un pasamontañas de lana;después, la capucha unida a lashombreras que había cortado del abrigo

de pieles de Susana, y finalmente, unacazadora. Bajo las botas de rugby,cuatro pares de calcetines y después,para evitar la humedad, una funda hechade una bolsa de plástico de unsupermercado. También usaba guantes ygafas de sol y, para apoyarse, un tubo dealuminio que se ató a la muñeca.

Vizintín también disponía de unpasamontañas, blanco. Llevaba tantospantalones y jerseys como Parrado, perolos cubría con un impermeable y calzabaun par de botas españolas. Lo mismoque las veces anteriores, llevaba lacarga más pesada, incluida la terceraparte de la carne metida en una bolsa de

plástico o en un calcetín de rugby. Juntocon la carne había trozos de grasa paradarles energía, e hígado por lasvitaminas. Contándolo todo, teníanprovisión de alimentos para quince días.

Canessa llevaba el saco de dormir.Para proteger el cuerpo, buscabaprendas de lana, pensando que si habíade hacer frente a los elementos, lo mejoreran las materias naturales. Tambiénpensaba que cada prenda tenía unrecuerdo especial. Uno de los jerseysque llevaba se lo había regalado unaamiga íntima de su madre, otro, sumadre misma y un tercero estaba tejidopor su novia, Laura Surraco. Uno de los

pantalones había pertenecido a su amigoíntimo Daniel Maspons y el cinturón selo dio Parrado diciéndole:

—Este es un regalo de Panchito, queera mi mejor amigo. Ahora vos sos mimejor amigo, así que es tuyo.

Canessa aceptó el regalo; tambiénusaba los guantes de esquiar de Abal ylas botas de Javier Methol.

Los primos obsequiaron a losexpedicionarios con un desayuno, antesde partir. Los demás miraban ensilencio. No había palabras paraexpresarlo que sentían en ese precisomomento. Todos sabían que era laúltima oportunidad que tenían de

salvarse. Entonces Parrado tomó denuevo los zapatitos que había compradoen Mendoza para su sobrino. Se guardóuno en el bolsillo y colgó otro de la redde equipajes del avión.

—Volveré a buscarlo. No sepreocupen.

—Muy bien —le contestaron todos,más animados por su optimismo—. Y nose olviden de reservarnos habitación enSantiago.

Luego los abrazaron a todos y entregritos de ¡hasta luego!, los tresexpedicionarios partieron montañaarriba.

Cuando ya llevaban unos

cuatrocientos cincuenta metrosrecorridos, Pancho Delgado saliócorriendo del avión.

—Esperen —les dijo gritando yhaciendo señales con una pequeñaimagen que llevaba en la mano—. ¡Seolvidaron de la Virgen de Lujan!

Canessa se detuvo y se volvió.—No te preocupes —le contestó—.

Si quiere quedarse, dejala que se quede.Nosotros llevamos a Dios en nuestroscorazones.

Iban bordeando la ladera, perosabían que esto les conducía hacia elNoroeste y que llegaría un momento enque tendrían que dirigirse al Oeste y

ascender directamente por la montaña.La dificultad consistía en que la laderatenía por todas partes la mismapendiente y altura. Canessa y Parradocomenzaron a discutir sobre cuándodeberían empezar la ascensión. Vizintín,como siempre, no tomaba parte en ladiscusión. Poco después los dosllegaron a un acuerdo. Consultaron conla brújula que pertenecía al avión ycomenzaron la ascensión hacia el Oestepor la ladera. Tenían que hacer grandesesfuerzos. No sólo porque la pendienteera pronunciada, sino porque la nieve seestaba derritiendo y, a pesar de susimprovisadas «raquetas de nieve», se

hundían en ella hasta las rodillas. Lanieve húmeda empapaba losalmohadones y, por tanto, los hacía máspesados y difíciles de llevar con laspiernas arqueadas pendiente arriba.Pero no se daban por vencidos;descansaban cada pocos metros ycuando llegaron a unas rocas almediodía y se detuvieron a comer, yahabían alcanzado bastante altura. Debajode ellos todavía podían ver el Fairchildcon algunos de los chicos al solobservando su ascensión.

Después de la comida a base decarne y grasa y un pequeño descanso,continuaron su camino. Su plan consistía

en alcanzar la cumbre antes delanochecer, porque sería casi imposibledormir en la pendiente de la montaña.Mientras subían, sus mentes estabanocupadas pensando en la vista queencontrarían al otro lado de la cima.Esperaban hallar pequeñas colinas en unvalle verde, quizá con cabañas depastores o alguna granja a la vista.

Como ya habían comprobadoanteriormente, las distancias en la nieveengañan, y cuando el sol se ocultó,todavía no tenían la cumbre a la vista.Llegaron a la conclusión de que habríande dormir en alguna parte de la ladera, ytrataron de encontrar un lugar más o

menos nivelado. Pero con crecientealarma comprobaron que no había tallugar por las cercanías. La montaña eracasi vertical. Vizintín escaló el salientede una roca para evitar dar la vueltacaminando por la nieve y se atascó.Estuvo a punto de caer rodando debidoal peso de la mochila y se salvódesatándola y dejándola caer en lanieve. Este suceso lo puso tan nerviosoque comenzó a lloriquear diciendo queno podía continuar. Estaba tan agotadoque para mover las piernas tenía quelevantarlas ayudándose con las manos.

Oscurecía con rapidez y el pánicoestaba apoderándose de ellos. Llegaron

a otro saliente de roca y Parrado pensóque tal vez existiría una superficie planaencima y comenzó a escalarlo. Derepente Canessa oyó el grito«¡Cuidado!», y una gran roca,desprendida por las botas de rugby deParrado pasó rodando junto a él,rozándole la cabeza.

—Por el amor de Dios —le dijoCanessa a gritos—. ¿Es que querésmatarme?

Después rompió a llorar. Estabatotalmente deprimido y desesperado.

No había lugar apropiado paradormir encima de aquel saliente, pero unpoco más allá encontraron una roca

inmensa al lado de la cual el vientohabía formado una trinchera de nieve. Elfondo de la trinchera no era horizontal,pero la pared de nieve evitaba que sedeslizaran montaña abajo; allí montaronel campamento y se deslizaron en elinterior del saco de dormir.

Era una noche perfectamente clara yla temperatura había descendido amuchos grados bajo cero, pero el sacode dormir fue un éxito, pues no sentíanfrío. Comieron algo más de carne ybebieron un trago de ron cada uno.Desde donde se encontraban la vista eramagnífica. Tenían ante ellos un enormepaisaje de montañas cubiertas de nieve,

iluminadas por la pálida luz de la luna ylas estrellas. Se sentían un tanto extrañostendidos allí, Canessa entre los otrosdos, medio poseídos por el terror y ladesesperación y al mismo tiempo untanto maravillados por la inmensidad dela blanca belleza que se extendía anteellos.

Al final se durmieron o quedaronsemiinconscientes. La noche erademasiado fría y el suelo muy duro paraque pudieran dormir bien, y la primeraluz de la mañana los sorprendió a lostres despiertos. Todavía hacía frío ypermanecieron en el saco de dormiresperando que apareciera el sol y

deshelara las botas que durante la nochese habían pegado a la roca donde lasdejaron la noche anterior. Mientrasesperaban, bebieron agua de la botella,comieron algo de carne y tomaron otrotrago de ron.

Todos miraban cómo cambiaba elpaisaje por efecto de la luz, pero la vistade Canessa, que era la mejor de las tres,estaba fija en una línea a lo largo delvalle que se dirigía al Este, más allá delFairchild y de la cola. Como toda lazona estaba todavía en penumbra eradifícil de ver, pero parecía que allí elsuelo estaba limpio de nieve y la líneaque lo cruzaba podía ser una carretera.

No dijo nada a los otros porque la ideaparecía absurda; Chile se encontraba alOeste.

Cuando asomó el sol por detrás delas montañas del lado opuesto,reanudaron la ascensión. Parrado elprimero, seguido por Canessa y luegoVizintín. Los tres estaban todavíacansados y tenían las extremidadesembotadas por el esfuerzo realizado eldía anterior, pero encontraron unaespecie de sendero en la roca, queparecía que los llevaría a la cima.

La montaña aparecía ahora taninclinada que Vizintín no se atrevía amirar hacia abajo. Sencillamente seguía

a Canessa a una distancia prudencial, lomismo que Canessa seguía a Parrado. Loque más les desanimaba era que cadacima que veían enfrente de ellosresultaba ser falsa, un montón de nieve oun saliente de rocas. Al mediodía sedetuvieron junto a uno de estos salientespara comer, descansar y luego continuar.A media tarde todavía no habíanalcanzado el final y aunque presentíanque estaban cerca, no quisieron cometerel mismo error que la noche anterior;por lo tanto, buscaron por losalrededores hasta que encontraron otratrinchera parecida a la anterior, al ladode una roca similar, y decidieron

quedarse allí.Al contrario que Vizintín, Canessa

no había tenido miedo de mirar haciaabajo, y cada vez que lo hacía, la líneaque estaba en la lejanía se destacabamás y más pareciéndose en todo a unacarretera. Cuando, esta vez, se sentaronen el saco esperando a que se pusiera elsol, le dijo a los otros:

—¿Ven aquella línea allá abajo?Creo que es una carretera.

No veo nada —dijo Nando que eracorto de vista—. Pero no puede ser unacarretera porque estamos mirando endirección Este y Chile está hacia elOeste.

—Ya sé que Chile está al Oeste —replicó Canessa—, pero así y todo creoque es una carretera. Y, además, no haynieve. Mira, Tintín, vos podes verla,¿no?

La vista de Vizintín no era mejor quela de Parrado. Trató de ver a través dela distancia con sus pequeños ojos.

—Sí, veo una línea —dijo—, perono me atrevería a asegurar que es unacarretera.

—No puede ser una carretera —insistió Parrado.

—Puede ser una mina —apuntóCanessa—. Hay minas de cobre en plenacordillera.

—¿Cómo lo sabes? —preguntóParrado.

—Lo leí en alguna parte.Más bien parece un accidente

geológico.Hubo una pausa. Luego Canessa

añadió:—Creo que debemos regresar.—¿Regresar? —repitió Parrado.—Sí —dijo Canessa—. Regresar.

Esta montaña es demasiado alta. Nuncallegaremos a la cima. A cada paso quedamos arriesgamos nuestras vidas. Esuna locura continuar.

—¿Y qué haremos si regresamos?—preguntó Parrado.

—Ir hasta esa carretera.—¿Y qué pasará si la carretera no es

una carretera?—Escuchen —dijo Canessa—. Mi

vista es mejor que la de ustedes y yodigo que es una carretera.

—Puede que sea una carretera ypuede que no lo sea, pero de una cosaestamos seguros: hacia el Oeste estáChile, así que si continuamos en esadirección, llegaremos allí.

—Si continuamos hacia el Oeste,nos romperemos la cabeza. Parradosuspiró.

Bueno, yo, de todas formas, regreso—dijo Canessa.

—Y yo continúo —contestó Parrado—. Si vas hasta la carretera y descubresque no es una carretera, ya serádemasiado tarde para volver a intentarlopor esta parte. Ya andan escasos dealimentos allá abajo. No habrásuficiente para otra expedición comoésta, así que perderemos todos; todosnos quedaremos en la cordillera.

Aquella noche durmieron sin haberllegado a una conclusión. A cierta horade la noche un resplandor lejanodespertó a Vizintín que a su vez despertóa Canessa, temiendo que se acercara unatormenta. Pero la noche estaba clara yno hacía viento, y los dos chicos se

durmieron de nuevo.La noche no alteró el pensamiento de

Parrado. Tan pronto como se hizo dedía, se preparó para continuar laascensión. Canessa parecía menosresuelto a regresar al Fairchild, así quesugirió que Parrado y Vizintín dejaranallí las mochilas y subieran un poco máspara ver si alcanzaban la cumbre.Parrado aceptó sin dudar y salió seguidode Vizintín, pero con su impaciencia poralcanzar la cima de inmediato subía conprisa y muy pronto Vizintín se quedórezagado.

La ascensión llegó a serexcepcionalmente difícil. La pared de

nieve era casi vertical y Parrado sólopodía continuar haciendo escalones paraagarrarse con las manos y apoyarse conlos pies, escalones que Vizintín usaba alseguirlo. Si resbalaba, rodaría cientosde metros, pero no por esto se desanimó.La superficie de la nieve era tanescarpada y el cielo tan azul que sabíapor ello que estaba cerca de la cima. Loempujaba toda la emoción de unmontañero que tiene el triunfo al alcancede la mano y la intensa ansiedad que sesiente por ver lo que hay al otro lado.Mientras escalaba, pensó: «Voy aencontrarme con un valle, voy a ver unoy hierba verde, y árboles…», y,

repentinamente, la cara que estabasubiendo, dejó de ser tan escarpada.Apareció una pequeña pendiente y luegouna superficie plana de unos cuatrometros antes de descender hacia el otrolado. Estaba en la cumbre de lamontaña.

La alegría de Parrado por haberloconseguido al fin, sólo duró el tiempoque tardó en ponerse de pie; la vista quetenía ante él no era de verdes valles quedescendían hacia el océano Pacífico,sino una interminable extensión demontañas cubiertas de nieve. Desdedonde estaba, sólo veía la continuaciónde la cordillera, y por primera vez,

Parrado pensó que estaban perdidos.Cayó de rodillas y quiso gritarinsultando al cielo por esta injusticia,pero no salió ni un sonido de su boca ycuando alzó la vista otra vez, jadeandopor el esfuerzo que acababa de realizary por la altitud a que se encontraba, sumomentánea desesperación fuereemplazada por cierto júbilo por lo quehabía realizado. Cierto era que la vistaque tenía ante sí estaba plagada demontañas, con una sucesión de picos quese perdían en el lejano horizonte, perotambién era cierto que él se encontrabapor encima de todos, lo que demostrabaque había escalado una de las montañas

más altas de los Andes. «He escaladoesta montaña —pensó—, por lo que lallamaré Monte Seler, en memoria de mipadre.»

Llevaba consigo la barra de carmínque utilizaba para curarse los labios, yuna bolsa de plástico. Escribió en labolsa «Seler» y la colocó bajo unapiedra en la cumbre. Luego se sentó paraadmirar el paisaje.

Mientras estudiaba las montañas quetenía ante él, observó que hacia elOeste, en la lejana parte izquierda delpanorama, había dos montañas cuyospicos no estaban cubiertos de nieve.

«La cordillera tiene que terminar en

alguna parte —pensó—, así que quizásesas dos estén en Chile.»

La verdad es que no sabía nadasobre la cordillera, pero esta idearenovó su optimismo, y cuando oyó aVizintín desde más abajo, le contestócon animoso tono de voz:

—Volvé y traé a Músculos. Decileque todo va bien. ¡Decile que venga y locompruebe por sí mismo!

Y notando que Vizintín lo habíaOído y que regresaba, Parrado volviópara admirar la vista desde la cima delMonte Seler.

Mientras que los otros dos partíanhacia la cima, Canessa se sentó al lado

de las mochilas viendo cómo sucarretera cambiaba de color a medidaque cambiaba también la luz. Cuantomás la miraba, más se convencía de queera una carretera, pero, al cabo de doshoras, regresó Vizintín con la noticia deque Parrado había alcanzado la cumbrey quería que se uniera a él.

—¿Estás seguro de que está en lacima?

—Sí, completamente.—¿Subiste hasta allí?—No, pero Nando dice que es

maravilloso. Dice que todo irá bien.De mala gana, Canessa se levantó y

comenzó la ascensión de la montaña.

Había dejado la mochila con Vizintín,pero así y todo, tardó una hora más queParrado en subir. Siguió los escalonesque habían hecho en la nieve y mientrasse acercaba, iba llamando a su amigo.Oyó gritar a Parrado y siguió ladirección de la voz hasta que también élse encontró en la cima.

El efecto que le causó a Canessa fueel mismo que había experimentadoParrado. Miraba horrorizado lainterminable cadena de montañas endirección al Oeste.

—Estamos perdidos, absolutamenteperdidos. No tenemos ni una malditaoportunidad de atravesar todo eso.

—Pero mira —dijo Parrado—, miráallí al Oeste. ¿No ves a la izquierda dosmontañas sin nieve?

—¿Querés decir aquellas dosgemelas?

—Sí, las gemelas.—Pero hay kilómetros de distancia

hasta allí. Por lo menos tardaremoscincuenta días en llegar.

—¿Cincuenta días? ¿Te parece?Mirá allí —Parrado señaló a unadistancia media—. Si bajamos lamontaña y caminamos a lo largo de esevalle, llegaremos a esa especie de Y.Uno de los brazos de la Y debe conducirhasta las gemelas.

Canessa siguió las indicaciones deParrado y vio el valle y la Y.

—Quizá —dijo—. Pero así y todo,tardaremos cincuenta días y sólo nosquedan alimentos para diez.

—Lo sé —repuso Parrado—. Perohe pensado en algo. ¿Por qué noenviamos a Tintín de vuelta al avión?

—No estoy seguro de que quierahacerlo.

—Irá si se lo pedimos y podemosquedarnos con su ración. Si lorepartimos con cuidado, nos duraráveinte días.

—Y después, ¿qué hacemos? —Después ya encontraremos algo.

—No sé —contestó Canessa—.Creo que prefiero volver y buscar lacarretera.

—Pues volvé —le dijo Parrado consequedad—. Volvé y busca tu carretera,pero yo voy a Chile.

Regresaron montaña abajo y, hacialas cinco de la tarde, llegaron a dondese encontraba Vizintín. Mientras estabanen la cima, Vizintín había derretidonieve, así que pudieron calmar la sedantes de comer algo de carne. Mientrascomían, Canessa se dirigió a Vizintín y,como por casualidad, le dijo:

—Oíme, Tintín, Nando cree quesería mejor que regresaras al avión.

Esto nos permitiría tener más comida.—¿Regresar? —preguntó Vizintín,

iluminándosele la cara—. Si ustedespiensan que es mejor, de acuerdo.

Y antes de que a ninguno de los dosle diera tiempo de decir una solapalabra, tomó la mochila paracolocársela a la espalda y regresar.

—Pero no esta noche —añadióCanessa—. Mañana por la mañana serámejor.

¿Mañana por la mañana? Bueno. Deacuerdo.

—¿No te importa?¿Importarme? No. Lo que digan

ustedes.

—Y cuando vuelvas —dijo Canessa—, decile a los otros que hemos ido endirección Oeste. Y si un avión les ve yles rescatan, por favor, no se olviden denosotros.

Canessa no durmió aquella noche,pues todavía no estaba seguro sicontinuaría con Parrado o regresaría conVizintín. Siguió discutiendo el asuntocon Parrado bajo las estrellas y Vizintínse quedó dormido, mientras ellos nocesaban de discutir. Pero a la mañanasiguiente, ya se había decidido. Seguiríacon Parrado. Por lo tanto, tomaron lacarne que tenía Vizintín y todo lo que lespudiera hacer falta, aunque dejaron el

revólver porque lo consideraban unpeso muerto, y se prepararon paradespedirlo.

—Decime, Músculo —dijo Vizintín—. ¿Hay alguna parte de los cuerposque no se pueda comer?

—Ninguna —contestó Canessa—.Todas tienen algún valor nutritivo.

—¿Incluso los pulmones?—Incluso los pulmones.Vizintín afirmó con la cabeza.

Entonces se dirigió a Canessa otra vez.—Bueno —dijo—, como ustedes

continúan y yo regreso, ¿hay algo que yotenga que piensen ustedes que puedannecesitar? No duden en decirlo, porque

todas nuestras vidas dependen de queustedes consigan llegar y buscar ayuda.

—Bien —repuso Canessa mirandode arriba abajo a Vizintín y repasandotodo su equipo—. No me importaría queme dieras ese pasamontañas.

—¿Esto? —preguntó Vizintíncogiendo el pasamontañas de lanablanca que llevaba en la cabeza—.¿Quieres decir esto?

—Sí, eso.—Yo… bueno… yo… ¿Crees

realmente que lo necesitas?—Tintín, ¿crees que te lo pediría si

no lo necesitara realmente?De mala gana, Tintín le dio el

pasamontañas que tanto apreciaba.—Bien, buena suerte —dijo.—Lo mismo te deseamos —terció

Parrado—. Y tené cuidado con eldescenso.

—Lo tendré.—Y no lo olvides —añadió Canessa

—. Decile a Fito que hemos ido endirección Oeste. Y si los rescatan, noolviden venir por nosotros.

—No se preocupen —dijo Vizintín.Abrazó a sus dos compañeros y

comenzó a descender montaña abajo.

OCTAVA PARTE

1

Los trece muchachos que quedabanen el Fairchild observaban la ascensiónde los expedicionarios con sus caserasgafas de sol. Era fácil verlos durante elprimer día, pero en el segundo se habíanconvertido en puntos en la nieve. Lo queles desanimaba era la lentitud con queascendían. Pensaban que tardarían unamañana, o todo lo más un día enalcanzar la cima, pero al segundo,todavía estaban a la mitad. En la tardedel segundo día llegaron a una sombra yse perdieron de vista.

Aproximadamente a la misma hora,apareció un avión por un lado de lamontaña. Se prepararon para hacerleseñales, pero casi tan pronto como lovieron, cambió de rumbo y desapareciópor el Oeste.

No había nada más que pudieranhacer por los expedicionarios, exceptorezar; y, por otra parte, había algunosproblemas a los que tenían que hacerfrente de inmediato. El principal era laescasez de alimento. Aunque no habíanencontrado todos los cuerpos alrededordel avión, Fito decidió que subiría porla montaña en busca de los que sehabían caído del avión en el accidente.

A cada día que pasaba aparecían nuevasformas y manchas en la ladera, y eraimportante, si lo que veían eran cuerpos,subir y cubrirlos con nieve antes de quese pudrieran.

Llevado hasta el avión, Fitopreguntó a los demás si podían dejar asu primo junto a los otros cuerpos quereservaban para el final, y todoscontestaron afirmativamente.

A la mañana siguiente, Páez yAlgorta subieron por la montaña otravez, para intentar encontrar otro cuerpo.Primero hallaron un bolso de mujer, delque tomaron la barra de carmín paraprotegerse los labios del sol. Los dos se

pintaron, mirándose al espejo de lapolvera.

—¿Sabes lo que pensarán —dijoCarlitos, riendo al ver el rostro pintadode Pedro—, si nos rescatan esta tarde ynos encuentran pintados de esta forma?Que la frustración sexual nos haconvertido en preciosos mariquitas.

Continuaron ascendiendo hasta queencontraron un cuerpo. La piel del rostroy de las manos había estado expuesta alsol y se había vuelto negra, y le faltabanlos ojos, bien porque el sol los habíaquemado o porque los cóndores se loshabían comido. Para entonces ya hacíamucho calor y la nieve se estaba

ablandando, así que cubrieron el cuerpocon nieve y regresaron.

Al día siguiente Algorta,acompañado de Fito y Zerbino,volvieron a buscarlo. Comenzaron acortarlo allí mismo, pues habían llegadoa la conclusión de que sería más fáciltransportarlo de esta forma. Llenaroncalcetines de rugby con carne y grasa ycomieron lo que calcularon quemerecían por el esfuerzo realizado.Después, a las nueve y media de lamañana, aunque todavía no habíanterminado el trabajo, volvieron al avión,Fito y Zerbino con las mochilas llenas,Algorta con un brazo sobre el hombro y

el hacha atada a la cintura.Cuando llegaron al Fairchild se

encontraron con una escenaextraordinaria. Todos los supervivientesestaban en el exterior, de pie en mediode la cruz y mirando al cielo. Algunos seabrazaban y otros rezaban en voz alta.En un extremo de la cruz se hallabaPancho Delgado de rodillas, diciendo agritos:

—Gastón, pobre Gastón. ¡Cómo megustaría que estuvieras aquí!

Daniel Fernández estaba en el centrode la cruz, con la radio pegada al Oído.

—Han encontrado la cruz —dijo—.Acabamos de escuchar por la radio que

han encontrado la cruz en un lugarllamado la montaña de Santa Elena, oalgo por el estilo.

Los tres que acababan de llegar conla carne estaban locos de alegría,porque ¿qué cruz podían haberencontrado que no fuera la suya?Creyeron que la montaña de Santa Elenaera la que se encontraba detrás de ellos,y durante el resto de la mañanaesperaron el rescate que creíaninminente, y Fernández sin separarse unmomento de la radio, oyó que avioneschilenos y argentinos se habían unido enla búsqueda al C-47 uruguayo, y que lasautoridades argentinas estaban

examinando la cruz, ya que se suponíaque se hallaba en su territorio.

Mientras Fernández escuchaba laradio, Methol apareció con una imagende santa Elena, que Liliana tenía entresus cosas. En unión de otros muchachosrezó a esta patrona de las cosas perdidasy prometieron que si alguna vez teníanuna hija, la llamarían Elena. Todo el díaesperaron la llegada de los helicópteros,y alrededor del mediodía los oyeron enel otro lado de la montaña. De nuevo seabrazaron y dieron saltos por el aire,pero su alegría era prematura. Noapareció ningún helicóptero en el cielo.El ruido que escucharon se convirtió en

estruendo y luego cesó, dejando paso alimpresionante silencio de la cordillera.Lo que habían tomado por ruido dehelicópteros había sido el de unaavalancha.

Cuando llegó la noche, regresaronmuy desengañados al interior del avióny sus pensamientos fueron másobjetivos. ¿Qué avión había voladosobre ellos o sobre la cola, capaz dehaber visto una de las cruces que habíanhecho? Y si era así, ¿por qué noenviaban los helicópteros?

A la mañana siguiente, muytemprano y con muy baja temperatura,los mismos tres muchachos volvieron

como antes a la montaña para terminarde cortar la carne del cuerpo, antes deque se descompusiera. De nuevocomieron la ración extra a que suponíantener derecho y llenaron las mochilashasta que sólo dejaron los huesos de lascostillas, la espina dorsal, los pies y elcráneo. Este último lo abrieron con elhacha, pero los sesos olían a podrido,así que los abandonaron y comenzaronel descenso de la montaña.

2

La mañana del día 15 de diciembre,los muchachos que estaban sentados enlos asientos frente al avión, vieron algoque se deslizaba montaña abajo a unavelocidad extraordinaria. Al principiocreyeron que era una roca que se habíadesprendido por efectos de la nieve alderretirse, pero a medida que se fueacercando observaron que era unhombre, y cuando se acercó más aún,comprobaron que era Vizintín. Parecíaque estaba cayendo, pero teníacontrolado el descenso, pues estaba

sentado en un almohadón y cuando llegóa la altura del avión, enterró los pies yse paró.

Los trece muchachos pasaron poruna serie de terribles emociones cuandoobservaban que se dirigía hacia ellospor la nieve. Creyeron que uno, o losotros dos expedicionarios se habíanmatado, o que los tres se habían rendidoy Vizintín era el primero en regresar.Algunos, más optimistas, supusieron queel avión que había aparecido por unlado de la montaña los había visto.

Cuando Vizintín llegó hasta ellos,explicó lo que había sucedido:

—Nando y Músculo han coronado la

cima —dijo—. Continúan, pero mepidieron a mí que regresara para que lesdurase más la comida.

—Pero ¿qué hay al otro lado? —preguntaron todos formando un círculo asu alrededor.

—Más montañas… montañas hastadonde alcanza la vista. A mi entender,no tienen muchas oportunidades.

De nuevo decayeron los ánimos.Otro hermoso sueño —el encontrarverdes valles al otro lado— se habíadesvanecido, devolviéndolos a la brutalrealidad. Lo que dijo Vizintín losdeprimió a todos.

—La ascensión fue un infierno, un

verdadero infierno —dijo—. Tardamostres días en llegar a la cima. Si tienenque subir otra semejante, no creo que loconsigan.

—¿Cuánto tardaste en bajar?Vizintín se echó a reír.—Tres cuartos de hora. Para bajar

no hay problema. Subir es lo difícil. —Hizo una pausa y luego añadió—: Y logracioso es que hay menos nieve haciael Este —dijo señalando hacia el valle— que hacia el Oeste. Y Músculo creyóver una carretera.

—¿Una carretera? ¿Dónde?—Hacia el Este.Los Strauch sacudieron la cabeza.

—Pero eso es imposible. Chile estáhacia el Oeste.

—Sí —repitieron al unísono todoslos jóvenes—, Chile está hacia el Oeste,Chile está hacia el Oeste.

A mediodía surgió una disputa sobrecuánta carne deberían darle a Vizintín.

—Acabo de regresar de unaexpedición. Necesito recobrar fuerzas…y no he comido mucho. Les di todos losalimentos a Nando y Músculo.

Le dieron un poco más, pero bajo lapromesa de que en lo sucesivo lotratarían como a los otros. Aquellamisma tarde, Vizintín recorrió losalrededores del avión recogiendo todos

los pulmones que pudo encontrar yamontonándolos en su bandeja. Hastaentonces los habían despreciado(excepto en una ocasión en que Canessalo repartió como si fuera hígado) y nadiese había preocupado de cubrirlos connieve; por este motivo habíancomenzado a pudrirse, y a causa delcalor del sol, se había formado una duracorteza en la parte exterior. Los otrosmiraban a Vizintín mientras éste hacía sucosecha y dejaba la carga en el lugarque le correspondía en el techo delavión.

—¿Vas a comerte eso? —lepreguntó alguien.

—Sí.—Te pondrás enfermo.—No, no me pondré. Músculo dijo

que se podía comer.Lo observaban mientras cortaba en

pedazos la carne podrida y se los comía.Cuando al día siguiente vieron que no lehabían sentado mal, algunos siguieron suejemplo. Lo hacían en busca de nuevossabores y no porque tuvieran escasez,pues al derretirse la nieve habíanaparecido los cuerpos de los que habíanmuerto durante o después del primeraccidente. Disponían de diez cuerpos,cinco de los cuales prometieron nocomer, a no ser que se vieran en extrema

necesidad. Uno lo habían consumido engran parte antes del alud, pero los seisque quedaban, junto con los dos pilotosque todavía estaban en sus asientos,podían durarles todavía cinco o seissemanas más. Todos los cuerpos estabanperfectamente conservados por la nievey como eran los primeros que habíanmuerto, tenían más y mejor carne que losde quienes murieron durante el alud odespués.

Estos inesperados frutos que lesproporcionaba el deshielo hubierantentado a un grupo menos disciplinado aaumentar la estricta ración de carne,pero los Strauch ya estaban convencidos

de que quizá tuvieran que organizar unasegunda expedición y equiparla con másalimentos para un viaje más largo delque habían previsto para Canessa,Parrado y Vizintín. Por lo tanto, cavarondos hoyos en la nieve. En uno metieronlos cuerpos de los que debían reservarhasta el último momento y en el otro losque consumían según lo ibannecesitando.

Ahora ya no tenían necesidad decomer pulmones e intestinos en malestado, que pertenecían a los cuerposque habían descuartizado las semanasanteriores, pero la mitad de los jóvenescontinuaron haciéndolo porque tenían la

necesidad de sabores más fuertes. Aestos muchachos les había costado unsupremo esfuerzo de voluntad comercarne humana, pero una vez quecomenzaron y continuaron haciéndolo,se les había abierto el apetito de comer,y el instinto de sobrevivir era como untirano que no sólo les exigía comer a susex compañeros, sino que llegaron aacostumbrarse a hacerlo.

Quizás el caso más paradójico eneste aspecto era el de Pedro Algorta. Nodescendía de estancieros como lamayoría de los otros; era un sensibleintelectual socialista, y él fue quienhalló la justificación al comer las

primeras tiras de carne humana,comparando lo que estaban haciendo,con comer el cuerpo y beber la sangrede Cristo en la Sagrada Comunión. Yahora era él, cuando descubrieron elcuerpo del que primero cortaron carne,quien se sentó en un almohadón armadode un cuchillo y cortó la carne mediopodrida que todavía quedaba en loshombros y costillas. Para él y para losotros era más difícil todavía comeraquellas partes humanas más fácilmentereconocibles, como las manos o lospies, pero lo hacían de todas formas.

El sol calentaba ahora tanto amediodía que casi podían cocinar en el

techo del avión. También surgieron otrasconsecuencias a causa del rápidodeshielo. El nivel de la nieve habíadescendido hasta la base del fuselaje, locual no sólo hacía difícil alcanzar eltecho, sino que temían que el avión sediera la vuelta. Al derretirse la nieve,quedaban rocas sueltas que rodabanmontaña abajo hacia donde ellos sehallaban. El calor aportó más signosexteriores de vida. Algunas golondrinasvolaron alrededor del avión y una seposó en el hombro de uno de losmuchachos, que trató de agarrarla, perofalló. Sin embargo, de todas formas, laespera influía en su estado nervioso. Sus

mentes se dividían entre la esperanza deque Canessa y Parrado lograran el éxito,y los planes para una expedición quesaldría el dos o el tres de enero.

En este momento apareció en elcentro de la escena la víctimapropiciatoria. Se habían repartido untubo de dentífrico que tomaban comopostre, un poco cada vez. Hallaron eltubo vacío en el suelo del avión. Seinició inmediatamente una investigacióny las sospechas recayeron en MonchoSabella y Pancho Delgado, porque eranlos únicos que habían estado en elinterior, pero como no pudieron probarnada, no acusaron a nadie. No obstante,

durante la investigación, se averiguó queRoy Harley tenía entre sus cosas otrotubo de pasta dentífrica. Cuando lepreguntaron de dónde procedía, élcontestó que se lo había cambiado aPancho Delgado por siete cigarrillos.

—Y ¿dónde lo encontraste vos,Pancho? —le preguntaron a Delgado.

—Lo trajo Músculo de la cola delavión y me lo dio a mí para que yo se lodiera a Numa, pero cuando Numamurió…

—¿Te quedaste con él?—Sí.—¿Por qué no lo entregaste a la

comunidad?

—¿Entregarlo? No sé, no se meocurrió.

Discutieron el asunto y un juradocompuesto de doce hombres llegaron ala conclusión de que Delgado no teníaderecho a quedarse con el tubo despuésde la muerte de Numa y que, por tanto,tampoco tenía derecho a cambiárselo aRoy por los cigarrillos; ¡a pasta seríaconfiscada y entregada a la comunidad yDelgado tenía que devolver a Roy loscigarrillos.

A Roy lo consideraron inocenteporque había permanecido en la coladurante casi todo el tiempo en queDelgado estuvo en posesión del

dentífrico y, por tanto, no sabía que erapara Numa. Delgado era culpable, perola creencia general fue que, en lo quehizo, había procedido de buena fe, ycomo aceptó el veredicto de los jueces ydevolvió los cigarrillos a Roy (perosolamente cuatro porque Roy se habíacomido parte de la pasta), este incidentequedó zanjado de inmediato. Sinembargo, persistieron las sospechas y lamayor parte de los supervivientes creíanque Delgado se había comido la pastadel otro tubo; aunque nadie lo acusó demanera directa, estaban molestos con ély le dirigían reproches abiertamente.

Aunque todos escamoteaban trozos

de carne sin andarse por las ramas —Inciarte cuando cocinaba—, Delgado lohacía en secreto, y como tenía menosoportunidades que los demás, cada veztomaba más cantidad. Pero Zerbino, fiela su oficio de detective, pensó tenderleuna trampa. Daniel Fernández estabacortando carne de un cuerpo a ciertadistancia del avión. Le daba los trozosgrandes a Zerbino, quien, si no se loscomía, se los pasaba a su vez a Delgadoy éste a Eduardo Strauch, quien loscortaba en pedazos más pequeños. Dospiezas pequeñas no llegaron a sudestino. Zerbino le pidióinmediatamente a Fito que vigilara a

Delgado y luego pasó una pieza grandede carne. Delgado, sin advertir que loestaban vigilando, la escondió en unabandeja que tenía a su lado y le pasó aEduardo un pedazo más pequeño.Zerbino se acercó a él rápidamente:

—¿Qué pasa aquí? —preguntó.—¿Cómo que qué pasa? —inquirió

Delgado.—¿Qué hay en tu bandeja? —quiso

saber Fito.—¿De qué estás hablando? —dijo

Pancho—, ¿Esto? ¿Este trozo de carne?Es un pedazo que le sobró a Daniel estamañana.

Fito y Zerbino lo miraron con

disgusto, tratando de dominarse. Luegole volvieron la espalda y fueron adecírselo al Alemán. Eduardo no fuecapaz de contenerse. No se dirigiódirectamente a Delgado, pero, en vozalta, lo acusó ante los demás, de formaque Delgado no pudo evitar oírlo.

—¿Qué significa todo esto? —ledijo a Eduardo—. ¿Estás hablando demí?

—Sí —contestó Eduardo—, Esta esla séptima vez que desaparece comida, yahora está ahí en tu bandeja.

Delgado se puso pálido y no dijonada, Fito tomó a su primo por el brazo.

—Déjalo, dejémoslo —dijo.

La furia del Alemán cedió, pero ladesaprobación de los primos constituíaun asunto grave en la pequeñacomunidad del Fairchild. Se levantó unafirme animosidad contra Delgado. Sifaltaba algo, se oían comentarios sobreel «oportunista» o la «mano sagrada».Este sentimiento era incluso compartidopor Algorta, que dormía a su lado porlas noches y recordaba cómo Delgado lohabía calentado después de laavalancha. Aunque no estabaconvencido ni mucho menos de queDelgado fuera el responsable de todoslos robos, quedaba implicado en aquellaatmósfera de antagonismo. También

temía que si se ponía de parte deDelgado, los demás lo aislaran delgrupo. Methol y Mangino no estabancontra él. El único que continuó siendoamigo de Delgado era Coche Inciarte,porque recordaba que Pancho le habíaprestado el abrigo cuando tenía frío y lehabía obligado a comer carne y grasacuando sentía tanta repugnancia quehubiera muerto, de no haber sido por él.Pero Coche era tan estimado por losprimos y por todos los muchachos, quenadie se atrevía a echarle en cara suamistad. Esta amistad evitó que PanchoDelgado se sintiera completamenteaislado.

Incidentes tales como los queocurrieron con Delgado, poco hicieronpara levantar el ánimo de losmuchachos. A medida que pasaban losdías, sólo recibían malas noticias por laradio. La cruz que se había encontradoen la montaña no era la suya, sino la deunos geofísicos argentinos de Mendoza.En consecuencia, los helicópteros delServicio Aéreo de Rescate se habíanretirado y sólo continuaba la búsquedael C-47 uruguayo.

Sucedió después que, una tarde,oyeron el ruido de unos motores. Denuevo, como cuando se enteraron de lasnoticias de la cruz, se excitaron hasta el

paroxismo, gritando y rezando pero, congran desilusión de todos, el ruido sedesvaneció. Los muchachospermanecieron de pie en la nieve con elOído atento, tratando de percibir hastael más leve rumor. El ruido del avióndecreció, después se hizo más audible,luego decreció otra vez hasta queaumentó de nuevo su intensidad. Nopodían ver el avión pero, por el sonido,deducían que estaba sobrevolando lazona en líneas paralelas. Inmediatamenteprepararon las cosas más brillantes deque disponían y dándose cuenta de quelos tripulantes del avión advertiríanmejor cualquier cosa en movimiento,

prepararon un espectáculo en el cual losque estaban más sanos corrían encírculos, mientras que los impedidosformaban en línea, haciendo señas. Paraque todos supieran por dónde tenían quecorrer o permanecer de pie, marcaron lanieve —con una línea recta, y un círculoun poco más allá— con los huesos quehabía alrededor del Fairchild.Esperaron hasta la tarde, oyendo cadavez más cerca el zumbido de losmotores del avión. Cuando oscureció ycesaron los ruidos, se acostaron muycontentos pensando que al día siguientese reanudaría la búsqueda donde sehabía abandonado el día anterior.

Aquella noche, como todas, rezaron paraque los rescataran, pero también paraque los expedicionarios encontraranayuda antes de que los vieran desde elavión. A la mañana siguiente, comorespuesta parcial a sus oraciones,oyeron por radio que al C-47 se lehabían estropeado otra vez los motores yestaba detenido en Santiago.

Hacía ya una semana que Canessa yParrado iniciaron su viaje y faltabamenos de otra semana para la Navidad.Estaban ahora casi seguros de quepasarían las Navidades en la montaña, yeste pensamiento los deprimió. SóloPedro Algorta parecía contento

pensando en el cigarro habano que sefumaría para celebrar la ocasión. Sinembargo, este pensamiento desanimó enextremo a los demás. Incluso Fito, quehabía escalado la montaña con Zerbino yvisto lo que los rodeaba, dudaba de queCanessa y Parrado consiguieranatravesar la cordillera. Discutió conPáez, Zerbino y los primos laposibilidad de organizar otraexpedición, pero sin el optimismo yentusiasmo que había mostrado en laocasión anterior. Si sus campeones, losexpedicionarios, habían fracasado, ¿quéoportunidades de tener éxito lesquedaban a ellos?

Durante la mañana sus mentes seapartaban de estos pensamientospesimistas, distraídos por el trabajo decortar carne. Pero, después de comer,cuando regresaban al avión para dormirla siesta, se deprimían más aún. Nopodían ni trabajar ni dormir, sólo estartumbados en el húmedo y malolientedepartamento, esperando que refrescarael día. Mangino pensaba en Canessa.Methol vio por vez primera la carta queLiliana le había escrito a sus hijos ylloró desconsoladamente cuando la leyó.

A las tres o las cuatro de la tardesalían de nuevo, y las horas que pasabanantes de oscurecer eran las más

agradables del día. Solían sentarse yrealizar pequeñas tareas, tales comoraspar la poca carne que quedaba enalgún hueso o derretir nieve, yolvidaban momentáneamente dónde seencontraban. Luego, cuando el sol seocultaba tras las montañas que estabanal Oeste, subían un poco por la ladera yse sentaban en los almohadones a fumarel último cigarrillo. En estos momentos,se sentían casi felices.

Hablaban de cualquier cosa, exceptode sus hogares y familias. Pero en latarde del 20 de diciembre, mientras quelos dos Strauch y Daniel Fernándezestaban esperando a que oscureciera, no

pudieron evitar el recuerdo de lasNavidades anteriores en las que tanfelices habían sido. La sangre alemanatodavía corría por sus venas y los tresno se hacían a la idea de que estasfiestas fueran lo mismo en su ausencia.Y por primera vez en mucho tiempo, laslágrimas corrieron por las mejillas nosólo de Eduardo y Daniel, sino tambiénde Fito.

NOVENA PARTE

1

A mediodía del 12 de diciembre, elC-47 llegó por fin al aeropuerto de LosCerrillos de Santiago. Páez Vilaró y suscompañeros fueron a ver al piloto, quienles dijo que había tenido másdificultades con los motores alsobrevolar los Andes. Según parecía, elintenso frío de las grandes altitudesafectaba los carburadores, y los pilotoshicieron rápidas gestiones para que losreparasen cuanto antes. Para calmar suimpaciencia, los uruguayos trataron dealquilar un helicóptero en el

«Helicopservice», que ya los habíanayudado con anterioridad cuando seencontraron en Talca. Pero fueimposible. Se había extendido la voz deque la búsqueda se realizaría entre losmontes más altos de los Andes, lo queera imposible para estos pequeñoshelicópteros.

A las seis de la mañana siguiente, elC-47 estaba listo para realizar el primervuelo y despegó con Nicolich yRodríguez Escalada a bordo para volarpor encima del paso de Planchón.Mientras tanto, Páez Vilaró salió haciael Sur. Intentaba conseguir de nuevo laayuda de sus amigos del Radio Club de

Talca y del Aero Club de San Fernando.Su objetivo consistía en obtener

permiso para aterrizar y repostar el C-47 en los pequeños aeropuertosprovinciales. Por otra parte, laestrategia consistía en despertar denuevo el interés por la búsqueda delFairchild.

Al día siguiente, el 14 de diciembre,Canessa y Harley salieron para Curicó.Su propósito era el de entrevistarse conel minero llamado Camilo Figueroa.Desde que había afirmado, pocodespués de la desaparición delFairchild, que había visto el avión enllamas caer y desaparecer detrás de la

montaña, parecía que se lo había tragadola tierra. Hablaron con su hermano, perono les pudo indicar dónde se encontrabaCamilo. Por otra parte, les presentaronal íntimo amigo del minero, DiegoRivera, que también tenía la mismaprofesión y era el secretario de unapequeña cooperativa de mineros a laque Figueroa pertenecía. Rivera y suesposa se encontraban en el valle deTeno el día 13 de octubre y habían Oídolos motores del Fairchild, pero no lohabían visto debido a la nieve queentonces caía con fuerza. Afirmaron queFigueroa se hallaba cerca del puntodonde se había estrellado el aparato. Lo

había visto volar desde Planchón haciaSantiago y después desaparecer detrásde los montes Gamboa y Colorado.

Esto animó a Canessa y Harley, yaque confirmaba la teoría general de queel avión debería de hallarse en algúnlugar cerca del volcán Tinguiririca.Inmediatamente fueron a casa de uno delos amigos radioaficionados, que lospuso en contacto con Santiago. Hablaroncon Nicolich, que había estado de nuevoen el C-47 y se disponían a darle lainformación que habían conseguido deRivera, cuando les interrumpió con lanoticia de que había sido vista una cruzen la nieve en la ladera de la montaña de

Santa Elena.El descubrimiento de la cruz,

indudablemente hecha por humanos, enla ladera de una de las montañas másaltas de los Andes, tuvo un efectodevastador en los tres hombres de unode los países situados en la parte másmeridional del continente sudamericano.Una vez más los periódicos publicaronartículos en primera plana hablando deldestino del Fairchild uruguayo, y unavez más también, los padres de losmuchachos que estaban en Montevideo eiban perdiendo la esperanza, volvieron arecobrarla. La Fuerza Aérea de Chile yArgentina reanudaron la búsqueda de los

supervivientes. Y esta vez no sólo sehicieron salidas desde Santiago, sinotambién desde Mendoza, porque la cruzhabía sido vista cerca de la frontera enterritorio argentino.

Pero para los que estaban en Chile,Páez Vilaró, Canessa, Harley yNicolich, no bastaban estos vuelos.Habían visto la cruz y querían ir hastaallí de inmediato. Para ello necesitabanun helicóptero capaz de volar a esaaltitud, pero el Servicio Aéreo deRescate chileno se negó a utilizar loshelicópteros hasta que no hubieraabsoluta seguridad de la existencia deseres humanos vivos.

Canessa y Harley no se conformaroncon esta decisión y, con una fotografíade la cruz en el bolsillo, solicitaron unaentrevista con el presidente de Chile,don Salvador Allende. Les dijeron queAllende no podía recibirlos —sehallaba descansando después de un viajea la Unión Soviética—, pero unayudante prometió a los uruguayos queal día siguiente podían hacer uso delpropio helicóptero presidencial.

Sin embargo, no iba a ser así: elhelicóptero presidencial, antes de queacudiera en su ayuda, se averió. Estenuevo contratiempo, llevó a los padres ala desesperación. Después de tanto

tiempo, habían encontrado un datoindudable de que sus hijos vivían yahora no había forma de acudir arescatarlos. Páez Vilaró, Canessa yNicolich salieron inmediatamente en elC-47 para volar de nuevo sobre la cruzy ver si, en las proximidades, habíaalgún rastro del avión. Pero cuandovolaban sobre los Andes, se averió otravez uno de los motores del C-47. Loscuatro observaban la hélice del aviónque se iba parando lentamente —elavión dando bandazos, enderezándosedespués y girando para regresar aSantiago— y parecía como si un hadomaligno estuviera tratando de deshacer

sus planes en el último momento de labúsqueda.

Aquella mañana, día 16 dediciembre, el ministro chileno delInterior, afirmó que la cruz era una señalde socorro. De todas formas, inclusoentre los cinco uruguayos, hubo quientenía sus dudas sobre la cruz, porqueestaba hecha con geométrica perfección.En Montevideo, esto reanimó a algunasmadres, que no habían perdido laesperanza, pero hubo otras que semostraron más precavidas, temerosas devolver a creer que sus hijos vivían ycaer de nuevo en otra desilusión. Sesentían algo confusas porque los cinco

hombres de Santiago no estaban deacuerdo con ellas. Se apretujabanalrededor de la radio de Rafael Poncede León escuchando las noticias yhablando con Páez Vilaró, Harley,Nicolich, Rodríguez Escalada y,finalmente, con Canessa. Cuando esteúltimo habló por radio, la señoraNogueira tomó el micrófono y lepreguntó qué idea tenía de todo aquello,pues confiaba mucho en su juicio.

—Cuando oí lo de la cruz —dijoCanessa—, quise lanzarme enparacaídas, pero al ver la fotografía medi cuenta de que era demasiado perfectapara haber sido hecha por nuestros

muchachos.Después de oír esto, la señora

Nogueira no hizo comentario alguno,pero cuando regresó a casa le dijo a suesposo:

—No es la cruz de los chicos.Pero la señora Delgado, que ya se

había acostumbrado a la idea de haberperdido a Pancho cuatro o cinco díasdespués del accidente, ahora creía denuevo que se hallaba con vida. Sinembargo, sus esperanzas duraron pocotiempo. Aquella misma tarde, la del día16 de diciembre, se anunció desde laArgentina que la cruz había sidoreconocida como el trabajo de una

expedición de geofísicos de Mendoza.Habían enterrado en la nieve doce conosen forma de X. Al fotografiarlos desdeel aire a intervalos regulares, loscientíficos podían averiguar a quévelocidad se fundía la nieve en lasmontañas y conocer así la cantidad deagua que recibirían los áridos valles dela Argentina.

2

El efecto de esta noticia fuedesastroso. La señora Delgado se pusoenferma, los aviones regresaron denuevo a sus bases y la patrulla delRegimiento Colchagua, que había sidoenviada por el comandante de SanFernando, coronel Morell, a reconocerla cruz, recibió órdenes de regresar. Sinembargo, a pesar de la desilusión de laspersonas de ambos países, los cincouruguayos que estaban en Chile noregresaron a Montevideo. Seprometieron a sí mismos continuar la

búsqueda y así lo hicieron. El día 17 dediciembre, Canessa y Harley volvierona Curicó para llevar a Santiago alminero Diego Rivera. Allí dio éste unaexplicación más detallada de dóndehabía visto caer el avión en lasmontañas, y una vez más confirmó lahipótesis de que deberían buscar en lazona del volcán Tinguiririca. El otrominero, Camilo Figueroa, que seencontraba más cerca del lugar delaccidente, todavía no había aparecido.

Al día siguiente, el 18 de diciembre,Páez Vilaró alquiló un avión parasobrevolar el Tinguiririca y esta vezllevó con él al minero Rivera y a

Claudio Lucero, comandante del Cuerpode Socorro Andino, compuesto en sutotalidad de voluntarios. En su segundasalida sobrevolaron un lago cubierto denieve, que se encontraba al Oeste delTinguiririca y de pronto Lucero advirtióque en el lago había huellas de pieshumanos. El avión viró para dar unasegunda pasada sobre el lago, volandomás bajo para que Páez Vilaró tambiénpudiera ver las marcas.

—¿Qué crees? —le preguntó aLucero.

—Seguro que son huellas de pieshumanos.

—¿Los chicos?

—Imposible. Serán de algún pastor.—Pero ¿qué haría un pastor

caminando en la nieve por estassoledades?

Lucero se encogió de hombros.Después de la desilusión que se

llevó con la cruz de la montaña de SantaElena, Páez Vilaró no se permitió creerque aquellas huellas fuesen las de losmuchachos. La idea que acudió a sumente fue que aquello era el rastro delminero Figueroa, que iría camino delFairchild para robar lo que encontraraen los cuarenta y cinco cadáveres de losuruguayos. Cuando aterrizaron en SanFernando le comunicó estos temores a

Rodríguez Escalada, añadiendo:—Rulo, si venís conmigo,

llegaremos allí antes que los ladrones.Mientras tanto, el doctor Canessahablaba de las huellas con Lucero.

—¿Está seguro de que no son las delos chicos? —preguntó.

Lucero dirigió una mirada triste aCanessa.

Doctor —dijo—, ya hace más dedos meses…

Desilusionado por el escepticismode Lucero, Páez Vilaró fue a ver alcoronel Morell, que ya entonces era ungran amigo. El coronel estuvo deacuerdo en mandar una patrulla para que

investigara por aquella zona, y por latarde se fue al valle en un helicópterodel Ejército para examinar por sí mismoel lugar. No fue capaz de encontrar lashuellas que habían visto Lucero y PáezVilaró, pero, cuando regresó, aún sesentía optimista.

—Escucha, Carlitos —le dijo a PáezVilaró —, vete a casa a pasar lasNavidades y mientras estás fuera,haremos lo siguiente: mantendremos unapatrulla en la zona para ver siencuentran algo, y dentro de dos o tresdías enviaremos a un grupo del Cuerpode Socorro Andino para ver qué puedenhacer. Si no conseguimos nada, regresas

después de las Navidades ycomenzarnos de nuevo.

Páez Vilaró estuvo de acuerdo, lomismo que los otros cuatro miembrosdel grupo. Canessa, Harley y Nicolichse prepararon para regresar aMontevideo al día siguiente en el C-47,mientras que Páez Vilaró y RodríguezEscalada reservaron plazas en un vueloregular para un día después.

DÉCIMA PARTE

1

Después de la partida de Vizintín,Canessa y Parrado decidieron pasar elresto de aquel día descansando cerca dela cumbre de la montaña. Habíanquedado agotados por los tres días deascensión y sabían que necesitabantodas sus fuerzas para alcanzar de nuevola cima y luego iniciar el descenso porel otro lado. También tenían laesperanza de que el avión que habíapasado tan cerca de ellos el día anterior,volviera a pasar en la misma dirección ylos viese. Pero la paz de los cielos no

fue interrumpida por encima de ellos.Comieron carne, derritieron nieve,bebieron el agua y pensaron en lo queles aguardaba, Canessa tratando deahuyentar su pesimismo con frases como«Qui ne risque ríen, n'a ríen», o «Elagua que baja por el otro lado de estamontaña, de alguna forma tiene quellegar al mar».

A las nueve de la mañana del sábadodía 16 de diciembre, Canessa y Parradoiniciaron de nuevo la ascensión a lacima; Parrado el primero. Esta vezllevaban las mochilas que, con lamarcha de Vizintín, se habían hecho máspesadas aún. El ascenso fue

considerablemente difícil. A aquellaaltitud el aire tenía menos oxígeno; elritmo de los latidos del corazón aumentóy se veían obligados a descansar cadatres pasos, colgados de la pared denieve con el precipicio al fondo.

Tardaron tres horas en alcanzar lacumbre. Allí descansaron y buscaron elmejor camino para descender. Habíamucha menos nieve y el valle a donde sedirigían estaba casi limpio, pero elcamino para descender era el mismo portodas partes, así que eligieron uno alazar y partieron, Parrado una vez más ala cabeza. La marcha se hacía muydifícil porque la ladera de la montaña no

era escarpada, sino muy inclinada y aveces no había roca sólida, sino pizarra.

Atados el uno al otro con una largacuerda de nailon de las que se usan paraatar equipajes, hicieron casi todo eldescenso deslizándose sentados o sobrela espalda, provocando pequeños aludesde piedras grises montaña abajo. Sentíanlas piernas débiles y temblorosas ya queambos sabían que el más simpletropezón los enviaría rodando montañaabajo, o podían romperse un tobillo, loque en sus circunstancias era tan mortalcomo lo otro. Canessa comenzó uncontinuo diálogo con Dios. Había vistola película El violinista en el tejado y

recordaba que Tevye le hablaba a Dioscomo a un amigo. Ahora empleaba elmismo tono con el Creador:

—Puedes hacerlo duro, Dios, perono imposible —rezaba.

Después de descender de estamanera unos centenares de metros,llegaron a un punto situado a la sombrade otra montaña, y la ladera seencontraba cubierta de una espesa capade nieve. Había mucha pendiente pero lasuperficie de la nieve era sólida ysuave, así que Parrado decidió bajarsentado en un almohadón, comodeslizándose por un tobogán. Desató lacuerda de nailon, se sentó en uno de los

dos almohadones y colocó la barra dealuminio entre las piernas para usarla defreno y se deslizó montaña abajo.Inmediatamente ganó velocidad ycuando trató de clavar la barra en lanieve, no logró resultado alguno. Ibacada vez más de prisa, alcanzando unavelocidad que calculó sería de cienkilómetros por hora. Metió los taconesen la nieve, pero no consiguió reducir lavelocidad y temió verse lanzado decabeza y romperse el cuello o unapierna. De repente, vio ante él una paredde nieve que interrumpía su camino.Pensó que si había roca detrás, acabaríaallí su aventura. Un instante después se

estrelló contra la pared. Estabacompletamente consciente y bien. Lapared era sólo de nieve.

Un momento más tarde llegóCanessa gritando:

—Nando, Nando, ¿estás bien?Una alta figura salió

estremeciéndose de entre la nieve.—Sí, estoy bien —dijo—.

Continuemos.Siguieron bajando con más cautela

esta vez.A las cuatro de la tarde llegaron a

una gran roca plana en forma deplataforma y aunque no sabían dónde seencontraban, decidieron quedarse allí y

secar las ropas antes de que se ocultarael sol. Calcularon que habían bajado lasdos terceras partes de la montaña. Sequitaron los calcetines y los secaron alsol, y cuando éste se ocultó se metieronen el saco y durmieron en la roca. Nohacía mucho frío aquella noche, peroestaban muy incómodos.

Se despertaron con la primera luz dela mañana, pero permanecieron en elsaco de dormir hasta que los rayos delsol cayeron sobre ellos. Se desayunaroncon carne cruda y un sorbo de ron y sedispusieron para la marcha. Era el sextodía de su viaje y a mediodía llegaron ala base de la montaña. Estaban en el

lugar planeado, el valle que lesconducía a la Y. Estaba cubierto denieve, que a esa hora era blanda ysuelta, así que tuvieron que hacer uso delos almohadones, pero la inclinaciónoscilaba entre diez y doce grados. Antesde reanudar la marcha, comieron, ydespués, con los esfuerzos que se veíanobligados a hacer para caminar con losalmohadones húmedos, se sintieronsofocados en extremo, pero prefirieroncontinuar sudando bajo los cuatrojerseys y los cuatro pantalones, quegastar tiempo y energías en quitárselos.

Poco después de reanudar la marcha,se rompió la cinta que sujetaba la

mochila de Canessa y tuvieron quedetenerse para arreglarla. El muchachose sintió contento de hallar una excusapara sentarse, porque le estaban fallandolas fuerzas. Cada vez que el intrépidoParrado miraba hacia atrás, seencontraba a Canessa sentado en lanieve. Le decía a gritos que continuaray, lentamente, Canessa se levantaba yseguía su rastro. Mientras caminaba ibarezando. A cada paso decía una palabradel padrenuestro. El pensamiento deParrado estaba más lejos de su Padrecelestial que de su padre en la tierra.Sabía lo que estaría sufriendo su padreporque conocía la necesidad que tenía

de su hijo. Caminaba por la nieve parasalvar al hombre que tanto quería, másque para salvarse a sí mismo.

Con el pensamiento puesto en supadre, Parrado se adelantaba a Canessa.Cuando se acordaba de su compañero sevolvía y lo encontraba centenares demetros detrás. Entonces lo esperaba, ycuando llegaba Canessa, le permitíadescansar durante cuatro o cincominutos. En una de estas paradas vierona su derecha un pequeño arroyo quebajaba por un lado de la montaña. Era laprimera agua fresca que veían desde queVizintín había probado el chorrito quesalía de una roca durante su primera

expedición. Desde donde seencontraban, podían ver creciendo aambos lados del arroyo, musgo, hierba yjuncos. Era el primer signo devegetación que veían en sesenta y cincodías, y Canessa, a pesar de estarcansado, subió hasta el arroyo, buscóhierbas y juncos y se los comió. Tornóalgunos más y se los guardó en elbolsillo. Después bebieron agua delarroyo y continuaron la marcha.

Cuando llegó la última hora de latarde, Canessa y Parrado comenzaron adiscutir sobre cuándo y dónde deberíanquedarse a dormir.

—No hay ningún lugar apropiado

para dormir aquí —decía Parrado—. Nohay rocas, nada. Continuemos.

—Tenemos que detenernos —replicaba Canessa—. Estoy acabado ynecesito descansar. Te matarás si noaflojas la marcha. Paremos aquí.

La mente de Parrado luchaba con lasansias de continuar y el consejo que elestudiante de medicina que tenía porcompañero de viaje le daba en cuanto aque reservara energías. También eraevidente que si Parrado podía soportaraquel ritmo, a Canessa le era imposible.Así que, decidió hacer un alto yquedarse allí el resto del día, ymontaron el campamento en la nieve.

El sol ya se había ocultado entre lasmontañas y comenzaba a hacer frío, porlo que se metieron en el saco de dormiry se calentaron con un trago del ron quellevaban consigo. Luego se tumbaronmirando hacia el valle que los conducíaa su libertad y trataron de adivinar loque les depararía el día siguiente.

Desde donde se encontraban, podíanver algo más allá del final del valle, queera la Y por donde habían estadocaminando. De repente ambos notaronque mientras que el sol se habíaocultado para ellos alrededor de las seisde la tarde, todavía brillaba en lamontaña al otro lado de la Y.

Observaban el fenómeno con crecienteinterés y entusiasmo, pues como el solse ponía por el Oeste, si continuabailuminando la ladera de la montaña hastaya avanzada la tarde, esto significabaque ya no había más montañas en sucamino.

Y hasta las nueve de la noche el solno dejó de brillar en la roca rojasalpicada de nieve. Canessa y Parradodurmieron aquella noche con la firmeconvicción de que uno de los brazos dela Y conducía a campo abierto hacia elOeste.

A la mañana siguiente, después delacostumbrado desayuno, comenzaron a

caminar valle abajo, y de nuevo eraParrado quien iba a la cabeza,espoleado por la curiosidad de ver loque había al final del valle. Canessa nopodía seguirlo. Había recobrado algolas fuerzas después del descansonocturno, pero no lo suficiente. CuandoParrado se detuvo y lo animó para quese diera prisa, le contestó a gritos queestaba demasiado cansado y no podíacontinuar.

—Pensá en otra cosa —dijo Parrado—. No pienses en que estás caminando.

Canessa comenzó a imaginarse quecaminaba por las calles de Montevideo,viendo los escaparates, y cuando

Parrado le dio prisa de nuevo, Canessale contestó:

—No puedo ir deprisa. Quiero vertodos los escaparates.

Más tarde se distraía diciendo agritos el nombre de una muchacha que encierta ocasión Parrado le dijo que legustaba. «¡Makechu, Makechu…!»

El nombre se perdió entre la nieveque los rodeaba, pero Parrado lo oyó yse detuvo sonriendo para esperar a suamigo.

Continuaron caminando y,lentamente, el sonido de losalmohadones en la nieve, que era loúnico que rompía el silencio, fue

ahogado por un estruendo que iba enaumento a medida que se aproximabanal final del valle. Los dos se sintieronposeídos por el pánico. ¿Qué pasaría siun torrente bloqueaba el camino? Laimpaciencia de Parrado por ver lo quehabía al final del valle se hizoinsoportable. Sus pasos que antes eranrápidos, ahora eran más veloces todavíay más espaciadas las huellas que dejabaen la nieve.

—¡Te matarás! —le gritaba Canessasiguiéndolo, aunque él sentía más miedoque curiosidad por lo que iban aencontrar.

—¡Oh, Dios! —rezaba de nuevo—.

¡Probanos hasta el límite de nuestrasfuerzas, pero, por favor, permitinoscontinuar! ¡Por favor, que haya un pasoal lado del río!

Parrado caminaba con más rapidezaún. También rezaba, pero sobre todo,le picaba la curiosidad. Iba unosdoscientos metros delante de Canessa y,de repente, se encontró al final del valle.

2

El panorama que apareció ante susojos, era paradisíaco. No había nieve.Desde donde ésta terminaba, surgía untorrente de agua gris que con tremendafuerza discurría por una garganta,chocando con rocas y piedras yperdiéndose en dirección Oeste. Y lomás hermoso todavía, era que adondequiera que mirase había zonasverdes, musgo, hierba, juncos,matorrales de aulagas y flores amarillasy purpúreas.

Mientras Parrado permanecía allí

con los ojos llenos de lágrimas, Canessaapareció detrás de él y lanzóexclamaciones de júbilo ante lamaravillosa vista de aquel bendito valle.Luego ambos salieron de la nieve y separaron en las rocas del río. Allí, entrepájaros y lagartos, con todo el fervor desus jóvenes corazones rezaron en vozalta a Dios, dándole las gracias porhaberlos sacado del frío y del estérilcorazón de los Andes.

Descansaron al sol durante más deuna hora y como si, de verdad,estuvieran en el jardín del Edén, lospájaros que tanto tiempo hacía que noveían se posaban a su alrededor en las

rocas, sin asustarse por la asombrosaaparición de aquellos barbudos ydemacrados seres humanos, con loscuerpos cubiertos por varias prendas deropa sucia, las espaldas abultadas por lamochila y los rostros llenos de grietas yquemados por el sol.

Ahora tenían la confianza de que sehabían salvado, pero todavía debíantener precaución. Canessa tomó unapiedra y la guardó para dársela a Lauracuando regresaran, y ambosprescindieron de un almohadón yreservaron el otro para dormir. Despuéscomenzaron el descenso por el ladoderecho del torrente. Aunque no había

nieve, la marcha no era fácil. Habrían decaminar por encima de rocas y saltar porsalientes del tamaño de sillones. Amediodía se detuvieron para comer.Luego continuaron y hasta después dehaber caminado durante una hora,Canessa no advirtió que había perdidolas gafas de sol. Recordó enseguida quese las había quitado y dejado encima deuna roca mientras comían, y aunque noquería volverse en la dirección pordonde habían venido, temía que sin lasgafas se le quemaran y enrojecieran losojos lo mismo que había sucedido conlos labios. Entonces, mientras Parradose tumbó a esperar por él, Canessa

volvió sobre sus pasos hacia el lugardonde habían comido. Llegó en menosde una hora y aunque reconocía el lugar,no recordaba en cuál de aquelloscentenares de rocas había dejado lasgafas. Comenzó a buscarlas, rezandomientras lo hacía, pues no encontrabapor ningún sitio lo que andaba buscando.En sus ojos, aparecieron lágrimas dedesesperación; estaba cansado ydesesperado, hasta que, por fin, en unaroca alta, cuya cima había estado ocultaa la vista, halló las gafas.

Dos horas después de dejar aParrado, Canessa se reunió con él, yambos reanudaron inmediatamente el

viaje. De todas formas un poco másadelante se vieron detenidos por unsaliente de roca que se levantaba casiperpendicularmente y caía en verticaldentro del torrente. Desde donde estabanpodían observar que el suelo estaba másigualado al otro lado del río. En vez deescalar el obstáculo que tenían anteellos, prefirieron vadear el río, perotampoco era sencilla esta tarea. Teníaunos ocho metros de ancho y la corrientebajaba con tanta fuerza que arrastrabagrandes piedras. Pero había una roca enel centro de la corriente losuficientemente grande como parasoportar el empuje de la corriente y lo

bastante alta para sobresalir por encimade la misma. Pensaron que podían cruzarsaltando de la orilla a la roca y desde laroca al otro lado.

Canessa fue el primero. Se quitótodas las ropas para conservarlas secasy se ató a la cintura una cuerda de nailony otras dos a ésta. Luego, mientrasParrado sujetaba el otro extremo, por sicaía en la corriente, saltó a la roca y dela roca a la otra orilla. Cuando Parradovio que su compañero se encontraba asalvo, tomó el saco de dormir, lo atócon la cuerda y lo tiró con todas susfuerzas al otro lado. Allí lo desatóCanessa y le devolvió la cuerda para

poder enviar de la misma forma lasropas, zapatos, bastones y mochilas. Lecostó un gran esfuerzo arrojar lasmochilas a aquella distancia y lasegunda se quedó corta y se estrelló enlas rocas junto al río. Canessa tuvo quebajar hasta la orilla para recogerla,empapándose con el agua que salpicabay cuando la abrió, vio que la botella deron se había roto.

Parrado se reunió con él, pero comocasi todas las ropas las tenían mojadas,sólo llegaron hasta un poco más lejos.Encontraron una roca que sobresalía yallí acamparon para pasar la noche.Todavía hacía sol, de manera que

tendieron las ropas para secarlas. Luegose sentaron en los almohadones ycomieron algo de carne, mientras grannúmero de lagartos los observaban concuriosidad.

Aquella noche fue la más cálidahasta la fecha. Durmieron bien y al díasiguiente continuaron; era el octavo díade su viaje a través de los Andes. A laluz de la mañana, la vista que tenían anteellos, aun para ojos menos hambrientosque los suyos para los frutos de lanaturaleza, era de una bellezasorprendente. Aunque todavía estaban ala sombra de las grandes montañas quetenían detrás, el sol iluminaba la lejanía

del estrecho valle, mezclando el verdede los juncos y plantas de cactus con elplateado y dorado del rocío y la luz.Ahora veían árboles en lontananza y amedia mañana creyeron ver un rebañode vacas apacentándose en una ladera.

—¡Veo vacas! —dijo Canessaemocionado a Parrado.

—¿Vacas? —repitió Parradoforzando la vista, pero sin ver nada acausa de su miopía—. ¿Estás seguro deque son vacas?

—Bueno, a mí me lo parecen.—Quizá sean ciervos…, o

carpinchos.Lo que veían ante ellos tenía más la

apariencia de un espejismo quecualquier cálculo que pudieran hacersobre aquellos lejanos animales. Sinembargo, parecían tener el ánimo alegrey optimista; cuando sus cuerpos, sobretodo el de Canessa, estaban sufriendopor el esfuerzo a que habían estadosometiéndolos. El horizonte era verde,pero el terreno por donde avanzaban noera mejor que cualquiera de los quehabían atravesado antes; cargados conlas mochilas, aún habían de saltar porencima de rocas y pedruscos, desde unsaliente de roca hasta el otro, o caminarsobre las molestas piedras sueltas de laorilla del río.

Más tarde encontraron un evidentesigno de civilización: una vacía lata desopa. Estaba oxidada, pero aún pudieronleer el nombre de la marca de laetiqueta: «Maggi». Canessa la recogió.

—Mira, Nando —dijo—. Estosignifica que aquí estuvo gente.

Parrado se mostró más cauto.—Puede haberse caído de un avión.—Pero ¿cómo es posible que se

haya caído de un avión? Los aviones notienen ventanas.

No había forma de averiguar eltiempo que la lata había estado allí, peroel solo hecho de verla les dioesperanzas y, a medida que continuaron

descendiendo, hallaron otros signos devida. Vieron dos liebres saltando porencima de las piedras en la otra orilladel río, luego estiércol.

—Esto es bosta —dijo Canessa—.Ya te dije que eran vacas lo quehabía visto.

—¿Cómo sabes? —preguntóParrado—. Cualquier animal puedehaber hecho eso.

—Si supieras tanto de vacas comosabes de automóviles —dijo Canessa—,no dudarías de que esto es bosta.

Parrado se encogió de hombros ysiguieron caminando. Más tarde sesentaron junto al río para descansar y

comer un poco de carne. Al sacar loscalcetines de rugby advinieron que,mientras, en la montaña, la carne seconservaba, aquí empezaba a sufrir lasconsecuencias de la temperatura másalta. Después de comer una ración dedos trozos, guardaron el resto ycontinuaron el descenso por el valle. Elrío se hizo más ancho, alimentado dearroyuelos que de vez en cuandobajaban de las laderas de las montañasque tenían a sus lados.

Donde el río se hacía más ancho,encontraron la herradura de un caballo.Estaba tan oxidada como la lata de sopa,así que tampoco pudieron saber el

tiempo que llevaba allí, peroevidentemente era algo que no podíahaber caído de un avión y, en cambio,era una evidencia de que estabanllegando a una zona habitada de losAndes. A éste, siguieron otros signos.Cuando rodearon una de las muchasestribaciones que llegaban hasta elvalle, vieron, a una distancia de cienmetros, las vacas que Canessa habíavisto antes aquella misma mañana.

Aun así, Parrado continuabamostrándose precavido.

—¿Estás seguro de que no son vacassalvajes? —le preguntó a Canessamirando las vacas mientras que las

vacas lo miraban a él.—¿Vacas salvajes? No hay vacas

salvajes en los Andes. Te digo, Nando,que en algún lugar cerca de aquíencontraremos al dueño de las vacas o aalguien que las esté cuidando.

Y como para probar lo que estabadiciendo, señaló unos árboles.

—No me digas que los carpinchos olas vacas salvajes talan árboles.

Parrado no podía dudar de que lasmarcas de los árboles estaban hechaspor un hacha, y un poco más adelanteencontraron un corral para el ganado,hecho de ramas y juncos, lo queinmediatamente reconocieron como un

buen combustible. Por lo tanto, pensaronpasar allí la noche y celebrar suinminente salvación con un festín a basede la carne que todavía les quedaba.

—Después de todo —dijo Canessa—, se está pudriendo y estoy seguro deque por la mañana encontraremos aalgún pastor o granjero. Te prometo,Nando, que mañana por la nochedormiremos en una cama.

Se quitaron las mochilas, sacaron lacarne y encendieron un fuego. Despuésasaron diez trozos cada uno y comieronhasta saciarse. Luego se metieron en elsaco de dormir a esperar que se pusierael sol. Ahora su rescate parecía tan

cercano que se atrevieron a pensar encosas que antes era muy dolorosoconsiderar. Canessa le habló a Parradode Laura Surraco y de las comidas deldomingo en su casa; Parrado le habló aCanessa de las chicas que habíaconocido antes del accidente y cuánto leenvidiaba por tener novia.

El fuego se apagó. El sol se puso. Ycon estos agradables pensamientos ensus mentes, los dos muchachos, con elestómago lleno, se quedaron dormidos.

3

Cuando despertaron a la mañanasiguiente, las vacas habíandesaparecido. Esto no los alarmó. Sedeshicieron de lo que creyeron que noiban a necesitar en adelante: el martillo,el saco de dormir, unos zapatos derepuesto y algunas ropas. Con lasmochilas aligeradas, continuaron elcamino, esperando encontrar, despuésde cada saliente, la casa de algúnaldeano. Pero mientras transcurría lamañana, el valle seguía siendo tal cualera anteriormente. La verdad es que no

encontraron más signos como losanteriores, la lata y la herradura, quetanto les había levantado el ánimo el díaanterior, y Parrado comenzó arecriminar a Canessa por su optimismo.

—Así que tú eres el que sabe tantodel campo, ¿no? Y yo sólo soy un pobreindividuo que sólo sabe de automóvilesy motos. Bueno, pues al menos yo noestaba tan seguro de encontrarme unacasa a la vuelta de la esquina…, yahora, nos hemos comido la mitad de lacarne y hemos tirado el saco de dormir.

—De todas formas, la carne seestaba poniendo mala —dijo Canessa demal talante, pues empezaba a sentir los

primeros síntomas de diarrea.También estaba completamente

agotado. Le dolía todo el cuerpo y cadapaso que daba aumentaba su agonía.Tenía que hacer acopio de toda su fuerzade voluntad para poner una piernadelante de la otra, y cuando se paraba ose quedaba atrás, los juramentos einsultos de Parrado le hacían caminar denuevo.

Ya avanzada la mañana ¡legaron a unsaliente de roca bastante difícil desalvar y tenían que elegir entre seguir laruta peligrosa junto al río, o una máslarga y segura subiendo el promontorio.Parrado, que iba delante de Canessa,

eligió la ruta más prudente y comenzó aescalar la roca, pero Canessa se sentíademasiado cansado para realizar talesfuerzo y cuando llegó a aquel punto,siguió la ruta inferior y más pendienteque bajaba por el río.

Cuando sólo estaba a medio camino,pisando de saliente en saliente, opasando por bordes de roca, laamenazante tormenta estalló en suvientre; su abdomen se agitó por elhorrible malestar de la diarrea aguda.Tan agudo fue el desorden, que Canessase vio forzado a buscar una roca plana,bajarse los tres pares de pantalones yagacharse en un intento de encontrar

alivio. En circunstancias normales estono hubiera llevado mucho tiempo, perouna irregularidad había sido precedidapor otra opuesta. La explosiva secreciónhabía sido detenida en el recto por losproductos duros como rocas de suanterior estreñimiento, y sólo sacandoéstos con los dedos pudo Canessadescargar lo que tantos dolores devientre le estaba causando.

Mientras tanto Parrado había llegadoal otro lado, y comenzó a alarmarse eimpacientarse porque su compañero noaparecía. Empezó a llamarlo a gritos yoyó veladas contestaciones. Llenó deinjurias a Canessa y siguió haciéndolo

hasta que la delgada figura de ésteapareció por un lado del recodo del río.

—¿Dónde diablos has estado? —preguntó Parrado.

—Tengo diarrea. Me siento muymal.

—Bueno, escucha: hay una sendaque sigue a lo largo de la orilla del río.Si la seguimos, seguro que nos llevará aalguna parte.

—No puedo continuar —repusoCanessa, dejándose caer en el suelo.

—Tenes que continuar. ¿Ves aquelcerro? —dijo, señalando hacia la partebaja del valle—. Tenemos que llegarallí esta noche.

—No puedo —contestó Canessa—.Estoy demasiado cansado. No puedocaminar más.

—No seas estúpido. No vas aabandonar ahora que ya estamosllegando.

—Ya te he dicho que tengo diarrea.Parrado se puso rojo de indignación

e impaciencia.—Siempre estás enfermo. Mirá, yo

llevaré tu mochila y así no tendrásexcusas.

Y sin dudarlo un instante, cargó conla mochila de Canessa y partió con lasdos a sus espaldas.

—Y si querés algo de comer —le

dijo a gritos a Canessa—, será mejorque me sigas, porque ahora soy yo elque tiene toda la carne.

Canessa lo siguió tambaleándose ycojeando y muy furioso también, no tantoporque Parrado se burlase de suenfermedad, sino por su propiadebilidad.

Era fácil caminar por la senda, y devez en cuando se sentían animados alver excrementos de caballo. Lossíntomas de la diarrea se pasaron y losdos caminaban a buen ritmo. Ante ellosestaba el cerro, y a medida queavanzaba la tarde lo tenían cada vez máscerca. Ahora que ya no había nieve, las

distancias eran más fáciles de calcular.A última hora de la tarde habíanalcanzado la base, y la promesa dedescansar en la cima dio fuerzas aCanessa para subirlo.

Lo primero que vieron fue un corralcon paredes de piedra y una puerta deentrada. En el centro había un paloclavado en el suelo, de los que seutilizan para atar caballos. El suelo delcercado había sido holladorecientemente por caballos, y losmuchachos sintieron renacer suoptimismo, pero el estado físico deCanessa había empeorado tanto que nopodía mejorar sólo con un poco más de

esperanza. Se tambaleaba al caminar ytenía que apoyarse en el brazo deParrado y cuando llegaron a un pequeñogrupo de árboles, ambos acordaronpasar allí la noche. Los dos tenían laidea de que Canessa necesitabadescansar más tiempo.

Mientras Parrado fue en busca deleña para encender fuego, y al mismotiempo ver si había por los alrededoresalgo que pareciera una vivienda,Canessa permaneció tumbado deespaldas bajo los árboles. El sueloestaba cubierto de hierba fresca, lasmontañas se levantaban detrás de ellos yel rumor del río se podía escuchar desde

varios centenares de metros, lejos dedonde caía en cascada a la garganta.Aunque estaba agotado, con todas lasextremidades doloridas, la belleza dellugar no pasó inadvertida para Canessa.Miraba lánguidamente a los matorrales ylas flores salvajes y se acordó delcaballo y el perro que tenía en el campoen Uruguay.

Levantó la cabeza y vio a Parradoque se dirigía hacia él, su alta figuraencorvada por la pesadumbre. Canessase incorporó apoyándose en el codo ypreguntando:

—¿Qué tal es esto?—No muy bueno —dijo Parrado

sacudiendo la cabeza—. Hay otro ríoque se junta con éste. Atraviesajustamente nuestro camino y no veocómo podremos cruzar cualquiera de losdos.

Canessa se tumbó de nuevo yParrado se sentó a su lado. —Pero hevisto dos caballos y dos vacas —dijo.

—¿En este lado del río?—Sí, en este lado del río. —Dudó

un momento y luego añadió—: ¿Túsabes cómo se puede matar una vaca?

—¿Matar una vaca?—La carne está podrida.

Necesitamos más alimentos.—No sé cómo se puede matar una

vaca.—Bueno, tengo una idea —dijo

Parrado, inclinándose hacia adelantecomo impulsado por el entusiasmo—.Yo sé que duermen bajo los árboles.Mañana, mientras estén apacentándose,me subiré con una piedra a uno de losárboles, y cuando vuelvan por la noche,tiro la piedra a la cabeza de una de lasvacas.

—De esa forma nunca conseguirásmatar una vaca —replicó Canessariéndose.

—¿Por qué no?—Nunca conseguirás subir a un

árbol con una piedra lo suficientemente

grande…, y de todas formas, puede queno duerman en el mismo lugar.

Parrado se quedó pensando ensilencio. De repente, su cara se iluminópor otra idea.

—Ya sé. Podemos juntar ramas yhacer lanzas.

Canessa sacudió la cabeza.—¿Y golpeándolas en la cabeza?—No. Nunca lo conseguirás.—Entonces, ¿qué sugerís?Canessa se encogió de hombros.—Vení a verlo por vos mismo. Están

tumbadas ahí cerca. —Parrado volvió adudar de nuevo—. Aunque también estánlos caballos. ¿Crees que nos atacarán?

—Naturalmente que no.—¿Qué pensás entonces?—Bien, ante todo, creo que el matar

una vaca no animará al dueño aayudarnos.

—En eso tenes razón.—Sería más fácil ordeñar la vaca.—Pero primero hay que atraparla.—Ya lo sé. —Canessa pensó sobre

esta cuestión—. Ya sé; podemos enlazaruna ternera con las cuerdas de nailon yatarla a un árbol. Entonces, cuandovenga la madre, la agarramos.

—¿Y no se escapará?—Si la atamos con una cuerda de

nailon no lo hará.

—Pero ¿dónde vamos a recoger laleche?

—No lo sé.—Tenemos que conseguir carne.—Entonces no hay más remedio que

matar la vaca; pero primero lecortaremos los tendones de las pataspara que no se pueda escapar.

—¿Y qué pasará con el dueño?—Sólo podemos hacerlo si no hay

nadie por aquí cerca.—Muy bien.Parrado se puso de pie.—Pero, por amor de Dios, vamos a

esperar hasta mañana —dijo Canessa—.Yo no puedo hacer nada esta noche.

Parrado lo miró y se dio cuenta queera verdad lo que decía.

—Bien; de todas formas,encenderemos fuego —dijo—. Y si hayalguien por los alrededores, nos podránver más fácilmente.

Parrado se alejó de Canessa enbusca de ramas y arbustos secos. Comoel sol se estaba poniendo, se alargabanlas sombras de los árboles y de laspeñas y parecía que se movían ycambiaban de lugar. Entonces,repentinamente, de entre estas sombrassurgió una figura lo suficientementegrande para ser un hombre a caballo.Canessa trató inmediatamente de

ponerse en pie, pero aun estandoexcitado, las piernas se negaban amoverse, así que llamó a Parrado agritos:

—¡Nando! ¡Nando! ¡Mirá, hay unhombre, un hombre a caballo! ¡Creo quehe visto un hombre a caballo!

Parrado miró en la dirección queindicaba Canessa, pero era tan corto devista que no podía ver nada.

—¿Dónde? —le contestó con otrogrito—. Yo no lo veo.

—¡Vení pronto! ¡Corré! ¡Al otrolado del río! —le decía Canessa a gritoscon su voz chillona.

Y mientras Parrado echaba a correr

hacia el río, él se arrastró por la hierbahacia el jinete que se encontraba unostrescientos metros más allá. De vez encuando, se paraba a observar si Parradose equivocaba de dirección.

—No, Nando, hacia la derecha,hacia la derecha —le decía.

Y oyéndolo, Parrado cambiaba dedirección y continuaba corriendo aciegas, porque todavía no conseguía vernada en la otra orilla.

Peor aún, con los gritos y los gestos,las vacas se levantaron y ahora estabanentre Parrado y el río. Lo mirabanresoplando y el bravo Nando no era tanbravo y dio un rodeo para evitarlas. De

esta forma, él y Canessa alcanzaron laorilla de la garganta al mismo tiempo.

—¿Dónde? ¿Dónde está el jinete? —preguntó Parrado.

Cuando Canessa miró por encimadel rugiente torrente hacia el puntodonde había visto el jinete, lo único queencontró fue una alta roca con su sombraalargada.

—Estoy seguro de que era unhombre —dijo—. Juro que lo he visto.Un hombre a caballo.

Parrado negó con la cabeza.—No hay nadie ahí ahora.—Ya lo veo —repuso Canessa

dejándose caer en el suelo y hundiendo

con gran desilusión la cabeza entre lasmanos.

—Vamos —dijo Parrado tomando asu compañero por el brazo—.Encendamos fuego antes de que se hagade noche.

Ya habían dado la vuelta pararegresar al campamento, cuando derepente, oyeron sobre el ruido deltorrente un grito humano. Se volvieron yallí, en la otra orilla, vieron no uno, sinotres hombres a caballo. Los estabanmirando mientras conducían tres vacas alo largo de una estrecha senda que habíaentre el río y la montaña.

Inmediatamente los muchachos

empezaron a hacer señas y a gritarles ypareció que los jinetes los vieron, peroel ruido del torrente era tan grande queparecía que no llegaban las palabrashasta ellos. La verdad era que el interésque mostraron los jinetes era muy poco,y parecía que se iban a marcharhaciendo caso omiso de los dosuruguayos.

Parrado y Canessa exageraron losademanes y gritaron con más fuerza,diciendo que eran supervivientes de unavión que se había estrellado en losAndes. «¡Socorro!», gritaban.«¡Socorro!» Y mientras Canessa gritabacon voz más aguda pensando que se

oiría más lejos, Parrado se hincó derodillas y juntó las manos en un gesto desúplica.

Los jinetes dudaban. Uno de elloscabalgó hasta la orilla y les dijo a gritosunas palabras, de las cuales la única quepudieron descifrar fue «mañana». Luegodesaparecieron los tres conduciendo lasvacas delante de ellos.

Canessa y Parrado regresaron a sucampamento. Parrado estaba agotadotambién y Canessa no podía caminar sinayuda. De todas formas, la única palabraque entendieron era bastante para darlesenormes esperanzas. Por fin habíantomado contacto con otros hombres.

A pesar de que los dos muchachosestaban cansados, decidieron montar unaguardia, relevándose cada dos horas ymanteniendo el fuego encendido. Yaunque se hallaban agotados, les eradifícil conciliar el sueño. Estabandemasiado excitados. Hacia el alba,Parrado cayó rendido y durmió más delas dos horas que habían acordado.Canessa lo dejó dormir, porque sabíaque él no podía caminar y Parradonecesitaría para el siguiente día todaslas fuerzas de que pudiera hacer acopio.

4

Salió el sol en el décimo día de suviaje a través de los Andes. A las seisde la mañana, ya estaban los dosdespiertos y, mirando hacia el otro ladodel río, vieron el humo de una hoguera ya un hombre de pie al lado de ella.Próximos a él había otros dos hombres,ambos a caballo. Tan pronto como losvio, Parrado corrió hasta la orilla.Estaba ahora lo bastante cerca delhombre como para entender susademanes que le indicaban que bajasehasta el mismo borde de la garganta. Lo

hizo y el campesino también hizo lomismo, quedando separados solamentepor los treinta metros del río. Aunqueahora estaban más cerca, el ruido deltorrente era aún más alto que antes y nohabía forma de entenderse, pero elcampesino, que tenía la cara redonda yaire astuto, y llevaba un sombrero depaja en la cabeza, había venidopreparado.

Tomó un pedazo de papel, escribióalgo en él, lo envolvió en una piedra ylo lanzó a través del río.

Parrado recogió la misiva, ladesenvolvió y leyó:

«He enviado a un hombre que

llegará ahí más tarde. Dígame lo quedesea.»

Parrado buscó inmediatamente enlos bolsillos, pero no tenía nada con quéescribir; solamente un pedazo de barrade labios. Entonces le hizo gestos alhombre de la otra orilla indicándole queno tenía nada con qué escribir y elaldeano tomó su bolígrafo, lo ató a unapiedra con un pañuelo blanco y azul y lolanzó a la otra orilla.

Cuando Parrado lo recogió se sentóy con gran impaciencia escribió elsiguiente mensaje:

«Vengo de un avión que cayó en lasmontañas. Soy uruguayo. Hace diez

días que estamos caminando. Tengo unamigo herido arriba. En el aviónquedan 14 personas heridas. Tenemosque salir rápido de aquí y no sabemoscómo. No tenemos comida. Estamosdébiles. ¿Cuándo nos van a buscararriba? Por favor. No podemos nicaminar. ¿Dónde estamos?»

Añadió a esto un SOS escrito con labarra de labios y envolvió una piedracon el papel y todo ello con el pañuelo.Entonces lo tiró al otro lado del río,donde lo recogió el campesino.

Parrado miraba y rezaba mientras elcampesino desenvolvía el papel y leía elmensaje. Por fin levantó la vista e indicó

que había entendido. Luego sacó delbolsillo un pedazo de pan, lo lanzó a laotra orilla, saludó una vez más y sevolvió para subir por la orilla de lagarganta. Parrado hizo lo mismo.Alcanzó el cerro y regresó al lado deCanessa, con el pan en la mano, un signotangible de que finalmente había tomadocontacto con el mundo exterior.

—Mira —le dijo a Canessa cuandollegó a su lado—. Mira lo que tengo.

Canessa volvió el rostro ovaladohacia su amigo y fijó sus ojos cansadosen el pan.

—Estamos salvados —dijo.—Sí —repuso Parrado—. Estamos

salvados.Se sentó y partió el pan en dos

trozos.—Toma —le dijo—. Vamos a

desayunarnos.—No —le contestó Canessa—.

Cómelo tú. Yo he sido un inútil y no melo merezco.

—Vamos —contestó Parrado—.Quizá no lo merezcas, pero lo necesitas.

Le tendió el pan y esta vez Canessalo aceptó. Luego los dos se sentaron ycomieron lo que les habían dado y nuncaen sus vidas el pan les había sabidomejor.

Dos o tres horas más tarde, sobre las

nueve de la mañana, vieron otro jinete,pero esta vez en la orilla donde seencontraban y venía cabalgando haciaellos. Inmediatamente Parrado selevantó y salió a recibirlo.

Saludó a Parrado con granreticencia, si se considera laextraordinaria impresión que se llevaríaal ver aquel alto, barbudo y harapientomuchacho vestido con varias prendas deropa sucia. El hombre lo siguió hastadonde estaba Canessa acostado y, congran paciencia reflejada en su caracurtida, escuchó el relato entrecortadode los dos. Cuando le permitieron hablarse presentó a sí mismo como Armando

Serda. Le habían dicho que los dosuruguayos estaban allí, pero creía que seencontraban más arriba y tenía intenciónde llegar hasta ellos por la tarde. Elhombre que los había visto había salidoa caballo hacia Puente Negro parainformar de su descubrimiento a loscarabineros.

Parrado y Canessa pudieron ver queel campesino era pobre, tan pobre quesus ropas estaban en peores condicionesque las de los supervivientes, perosospecharon que, aunque pobre, esehombre podía tener lo que ellos en estemomento valoraban más que cualquiertesoro, y así fue, pues cuando le dijeron

a Serda que se estaban muriendo dehambre, el hombre sacó queso delbolsillo y se lo dio a los muchachos.

Tan contentos estaban con el quesoque no les importó que el chileno semarchara río arriba para ver las vacasque estaban paciendo y abrir unascompuertas y regar el campo.

Mientras hacía esto, Canessa yParrado comieron el queso ydescansaron. Después, antes de queregresara Serda, tomaron los restos dela carne humana que todavía lesquedaban y los enterraron bajo unapiedra, pues tan pronto como comieronel pan y el queso, volvieron a sentir la

repugnancia que experimentaron alprincipio.

Alrededor de las once de la mañanael campesino terminó el trabajo yregresó con los muchachos. Canessa nopodía caminar, así que lo subieron alcaballo de Serda y los tres partieronvalle abajo. Cuando llegaron al afluentedel río Azufre, que Parrado había creídoque no se podía cruzar, Serda le pidió aCanessa que desmontara y mientras sellevaba el caballo montaña arriba haciaun vado, les dijo a Parrado y Canessaque cruzaran por un puente que Parradono había visto la noche anterior.

En la otra orilla esperaron a Serda y

su caballo, y cuando se reunieron denuevo, volvieron a subir a Canessa a lamontura y continuaron bajando por elvalle. Allí, en una pradera, llegaron a laprimera residencia humana que habíanvisto desde el accidente. Era una casamodesta que reconstruían cadaprimavera, con paredes de madera ycañas y el techo de ramas de árboles,pero ningún palacio les hubieraparecido más elegante. Canessadesmontó y se quedó junto a Parrado,mareado por el olor de rosas silvestresque crecían en el rudimentario pórtico.Su anfitrión los condujo hasta un patio,los sentó a una mesa y les presentó a

otro campesino, Enrique González. Estehombre les dio más queso y leche,mientras que Armando Serda se ocupabade la cocina. Poco después les sirvió unplato de alubias a cada uno, que tuvoque volver a llenar cuatro veces, altiempo que las comían. Ambos chicoscomieron como jamás habían comidoantes, sin pensar un solo momento en susestómagos. Cuando terminaron lasalubias pasaron a los macarrones controzos de carne, y después, comieronpan con miel.

Al principio, mientras comían, losdos chilenos permanecían cohibidos alotro extremo de la habitación, pero

Parrado y Canessa les pidieron que sesentaran con ellos. Los campesinos asílo hicieron observando cómo los chicosse hartaban con la comida que les habíandado. Después, cuando ninguno de losdos pudo comer más, los condujeron auna cabaña de madera que se encontrabaal otro lado. Había sido construida parael dueño cuando iba a visitar sus tierras,y allí había dos cómodas camas en lasque Parrado y Canessa fueron invitadosa dormir la siesta. Con repetidasmuestras de gratitud para los dostímidos anfitriones, así lo hicieron. Nohabían dormido casi nada la nocheanterior y habían estado caminando diez

días por algunas de las montañas másaltas del mundo.

Era el mediodía del jueves día 21 dediciembre y hacía setenta días que elFairchild se había estrellado en losAndes.

DECIMOPRIMERAPARTE

1

El C-47 de la Fuerza AéreaUruguaya despegó de Santiago endirección a Montevideo a las dos de latarde del miércoles día 20 de diciembre,pero cuando sobrevolaban Curicóinformaron a los pilotos que hacía maltiempo, así que regresaron a Santiago.Los tres pasajeros, Canessa, Harley yNicolich, esperaron en el aeropuertohasta las cinco, y a esa hora les dijeronque el tiempo había mejorado y que elaparato podía salir. El avión despegó,voló hacia el sur de Curicó, después al

Este, hacia Planchón, pero cuandoestaban llegando a Malargüe en laArgentina, oyeron el ruido familiar queles indicaba fallos en uno de losmotores.

Los pilotos no tenían otra alternativaque hacer un aterrizaje forzoso en elaeropuerto de San Rafael, a unostrescientos kilómetros al sur deMendoza. Los pasajeros pasaron lanoche en esta pequeña ciudad argentina.A la mañana siguiente les dijeron lospilotos que el avión no se podía repararsin recambios procedentes deMontevideo. En este trance, los treshombres se sintieron inclinados a

procurarse otro medio de transporte,pero había algo que les hacía dudar: losdos pilotos uruguayos que estaban acargo del C-47. Ambos hombres habíansido amigos de Ferradas y Lagurara y,aunque habían perdido toda esperanzade encontrarlos con vida, creían quedescubriendo la causa del accidentepodían salvar su honor. Estabandesesperados por los continuos fallosdel C-47, y para darles ánimos, Harley yNicolich decidieron quedarse hasta quereparasen el avión. Por otra parte,Canessa había prometido estar en casapara la Navidad y descubrió que, por latarde, salía un autobús de San Rafael

con destino a Buenos Aires.Mientras esperaban, los tres

hombres decidieron ponerse encomunicación con sus esposas a travésde la red de radio de Rafael Ponce deLeón. Una vez más encontraron alradioaficionado que siempreencontraban a dondequiera que fuesen.Tuvieron alguna dificultad en sintonizarla onda, porque había interferencia deotros radioaficionados de Chile, y entrelos silbidos y ruidos de la radio loscuatro hombres oyeron parte de unaconversación entre otros dosradioaficionados.

«…Increíble, pero han encontrado el

avión…»Tan pronto como oyeron esto,

perdieron el contacto.Los tres uruguayos se miraron unos a

otros.—No puede ser… —comenzó a

decir uno de ellos.Los otros movieron la cabeza,

negando. Habían despertado susesperanzas muy a menudo para borrarlaspoco después por cualquierinsignificancia como ésta.

Un momento más tarde se pusieronen contacto con Rafael. Le contaron loque había pasado, que el avión habíatenido que efectuar un aterrizaje forzoso

y que saldrían para casa tan pronto comopudieran. Ponce de León les prometióinformar a sus familias.

Los tres hombres vagaron por lascálidas y secas calles de San Rafaelhasta que a Canessa le llegó la hora detomar el autobús. A las ocho, el doctorabrazó a sus dos amigos y partió paraBuenos Aires.

2

Aquella misma tarde, Páez Vilaró yRodríguez se trasladaron desde Santiagoal aeropuerto de Pudahuel para tomar elavión que los llevaría a Montevideo.Cuando llegaron se pusieron a la colapara pasar la aduana, pero la genteavanzaba y Páez Vilaró no se movía desu sitio, permitiendo que pasaran delantelos que estaban detrás de él.

—¿No venís? —le preguntóRodríguez.

—Estoy esperando algo —contestóPáez Vilaró.

—Perderás el avión —dijoRodríguez.

—Vos seguí —replicó Páez Vilaró—. No tardaré mucho.

Rodríguez pasó el control depasaportes y el de aduanas mientras quePáez Vilaró continuaba al final de lacola. Entonces, cuando pasó el últimopasajero y dieron el aviso final para elvuelo, llegó un hombre corriendo.

—Aquí está —le dijo a Páez Vilaró,pasándole de forma furtiva un cachorrode poodle que él había prometido a sushijas para Navidad.

Como sabía que iba contra lasnormas llevar un perro a bordo, Páez

Vilaró escondió el cachorro debajo delabrigo y entregó el equipaje. Después,con la carta de embarque, pasó elcontrol de pasaportes y la barrera deaduanas. Nadie pareció notar la extrañaposición de su brazo izquierdo y PáezVilaró ya se estaba felicitando por suéxito como contrabandista cuando, porlos altavoces del aeropuerto, hicieronuna llamada.

—Habla la policía internacional,habla la policía internacional. Detengana Carlos Páez Vilaró, detengan a CarlosPáez Vilaró.

Su cara se descompuso. Alguien lehabría visto meter el cachorro bajo el

abrigo. Se dirigió a un policía que habíacerca de él y le dijo:

—Yo soy Carlos Páez Vilaró.Maldiciendo su mala suerte, fue

conducido a través de la ancha sala delaeropuerto, pero cuando llegó a laoficina de la policía, no se encontró conunas esposas, sino con un teléfono.

—¿Qué sucede? —preguntó.El oficial se encogió de hombros.—No lo sé. Una llamada urgente

para usted.Tratando todavía de esconder el

cachorro, tomó el teléfono.—Al habla Páez Vilaró —dijo.—¿Carlitos? ¿Eres tú?

Era el coronel Morell.—Sí, soy yo —le contestó con cierta

irritación—. Te agradezco mucho queme llames para despedirte, pero el aviónestá esperando a que yo embarque… Teveré después de Navidades.

—Muy bien —dijo Morell—.Perdóname que te retrases por mi culpa.Pensé que has estado buscando a losmuchachos durante tanto tiempo, quequizá te gustaría venir a verlos.

Páez Vilaró no dijo nada. Elcachorro cayó al suelo.

—También pensé que podías darleun vistazo a esta nota —continuó Morell—. Puede ser falsa, pero no lo creo.

Dice: «Vengo de un avión que cayó enlas montañas. Soy uruguayo.»

Cegado por las lágrimas, PáezVilaró salió corriendo de la oficina dela policía en dirección a la pista. Losmotores del avión ya estaban en marcha.Sólo esperaban que él subiera por laescala para despegar.

—¡Rulo, Rulo! —gritó—. ¡Los hanencontrado! ¡Me quedo!

En un instante, Rodríguez llegó a sulado y los dos uruguayos, llorando,cayeron uno en brazos del otro,exclamando:

—¡Están vivos, están vivos!Los dos juntos regresaron pasando

por la aduana y el control de pasaportes,gritando y llorando con gran sorpresapor parte de los oficiales y demáspasajeros.

—¿Qué ocurre? —preguntó unpolicía a otro, no sabiendo si intervenirante este comportamiento tan insólito.

—Déjalos —le contestó el otro—.Es el lunático que busca al hijo que ibaen un avión que se estrelló en lacordillera.

Cuando Páez Vilaró y Rodríguezllegaron a la parada de taxis, se dieroncuenta de que no tenían dinero chileno.

—¿Podría llevarnos a SanFernando? —le preguntaron al

conductor del taxi que era el primero dela fila.

—No sé —contestó el taxista—.Está muy lejos. —Han encontrado a mihijo. Se estrelló en un avión en losAndes.

—¡Ah, sí! —dijo el conductorreconociendo a Páez Vilaró—. Usted esel chiflado, ¿no? Muy bien. Entren.

—No tenemos dinero.—No importa.Y los hombres subieron al taxi.Llegaron a San Fernando tres horas

más tarde y fueron directamente a loscuarteles del Regimiento Colchagua.Allí, mientras el conductor se hacía

cargo del cachorro, no sólo encontraronal coronel Morell, sino a todos loschilenos que les habían estado ayudandoen la búsqueda: los radioaficionadosque habían difundido la noticia, lospilotos del Aero Club de San Fernando,los guías, los andinistas locales y losmismos soldados que tantas veceshabían participado en la búsqueda sinningún resultado.

Morell, cuando pudo rescatar a PáezVilaró de la multitud de entusiastas quelo felicitaban, lo llevó al cuartel de loscarabineros y le enseñó la nota quehabían enviado desde Puente Negro.

—¿Qué opinas? —preguntó Morell

—. ¿Es auténtica?—No sé —dijo—. Puede ser falsa.Luego la miró otra vez y creyó

reconocer unas características únicasdel Colegio Stella Maris.

—Pero no estoy seguro —añadiórápidamente—. También puede haberlaescrito uno de los muchachos.

Regresó con Morell al cuartelregimental. Allí se había formado uncomando de acción del que Morell erael comandante en jefe, y loscomandantes de San Fernando, el de laguarnición y el de carabineros. Morellunió a Páez Vilaró a este equipodiciendo:

—Has estado investigando durantetanto tiempo, que no te puedes quedaraquí sentado sin hacer nada.

3

A media noche, en San Rafael,Harley y Nicolich se pusieron de nuevoen contacto con Ponce de León enMontevideo. Éste les dijo sin pérdida detiempo que la policía de San Fernandohabía recibido una nota que se suponíaera de un superviviente del aviónuruguayo.

Inmediatamente Harley y Nicolichquisieron regresar a Chile, pero aaquellas horas de la noche no estabamuy claro cómo podían hacerlo. Durantemedia hora, esperaron con ansiedad en

casa del radioaficionado, quien, al oír lanoticia, salió para ver si podíaconseguir algún medio de transporte.Regresó media hora más tarde con elcoche del comandante.

Sin aguardar a recoger el equipajeque estaba en el C-47, en el aeropuertode San Rafael, los dos hombrespartieron para Mendoza a dondellegaron a las cuatro de la mañana y sefueron directamente al aeropuertomilitar. No tenían dinero, pero cuandoexplicaron lo que sucedía, los oficialesde la Fuerza Aérea Argentina lesprometieron dos plazas en el primervuelo para Chile. Esperaron sentados el

resto de la noche, calentándose con loscapotes que los dos pilotos uruguayosles habían dado antes de salir de SanRafael. A las ocho de la mañana aterrizóun avión con una carga de carnecongelada con destino a Santiago. Mediahora más tarde despegó con Harley yNicolich a bordo.

4

Aquella misma mañana, el doctorCanessa llegó a Buenos Aires. Habíapasado toda la noche sentado en elautobús, y antes de continuar el viajehasta Montevideo, pensó en ir a casa deun amigo, lavarse y quizá descansar unpoco. Salió de la estación de autobuses,tomó un taxi, se sentó en el asiento deatrás y corrió por las calles de la ciudadhacia la casa de su amigo.

La radio del taxi estabatransmitiendo música hasta que elconductor bajó el volumen y, le preguntó

al doctor Canessa:—¿Ha Oído las noticias? Han

encontrado el avión.—¿Qué avión?—El avión uruguayo. El Fairchild.Antes de que el conductor del taxi

pudiera decir otra palabra, se encontróal pasajero a su lado manejando laradio.

—¿Está seguro? —preguntóCanessa.

—Naturalmente que estoy seguro.—¿Hay algún superviviente?—Dos muchachos.—¿Han dicho los nombres?—Los nombres… sí, creo que sí,

pero no puedo recordarlos.Repentinamente Canessa levantó la

mano indicando al conductor que secallara. Por la radio estaban dando lanoticia que dos supervivientes delFairchild uruguayo que se habíaestrellado en los Andes el día 13 deoctubre habían sido hallados en un lugarllamado Los Maitenes, junto al ríoAzufre, en la provincia de Colchagua.Eran Fernando Parrado y RobertoCanessa.

Al oír esta última palabra, al doctorCanessa se le saltaron las lágrimas y,con un grito de felicidad, abrazó alconductor del taxi mientras conducía el

coche por las calles de Buenos Aires.

DECIMOSEGUNDAPARTE

1

Canessa y Parrado, los dosexpedicionarios, se despertaron de susiesta a las siete de la tarde. Salieron dela cabaña de madera al valle iluminadopor la suave luz de la tarde y respiraronel aire cálido aromado por las flores yla vegetación. Las camas donde habíandormido y el olor del aire eran para susincrédulas y asombradas mentes laprueba de que ya no estaban atrapadosen los Andes, e inmediatamente fueron, alo largo de la senda cubierta de hierba, ala cabaña de los aldeanos para hablar

con sus anfitriones. Los dos chicoshabían hablado largo tiempo entre ellos;ahora deseaban hablar con otraspersonas. También había que tener encuenta la comida, porque las alubias, elqueso, los macarrones, la leche, el pan yla miel ya lo habían digerido durante lasiesta y sus estómagos estabandispuestos a aceptar más.

Enrique y Armando los estabanesperando y con su tímida simpatíacomprendieron inmediatamente lo quequerían los dos uruguayos. Aunque sudespensa estaba ahora casi agotada, lesdieron más leche y queso, y después,dulce de leche y café instantáneo.

Mientras Canessa y Parradodevoraban la comida de la tarde,interrogaron a los dos campesinos sobreel hombre que había ido a avisar a lapolicía. Les dijeron que su nombre eraSergio Catalán Martínez. Era un arrierode las colinas, y él había sido el primeroen ver a los dos chicos en la otra orilladel río el día anterior. Creyó que eranturistas en una excursión de caza, queCanessa era la mujer de Parrado y losbastones que llevaban, rifles paradisparar contra los ciervos.

—Pero ¿están seguros de que ha idoa avisar a la policía?

—Sí, a los carabineros.

—¿A qué distancia está el puestomás próximo?

Enrique y Armando se mirarondesconcertados.

—En Puente Negro.—¿A qué distancia está de aquí?De nuevo se miraron los

campesinos.—¿Treinta kilómetros? ¿Ochenta

kilómetros?—Un día de camino, me parece —

dijo uno de ellos.—Menos de un día —corrigió el

otro.—¿Caminando? —preguntó Parrado.—Cabalgando.

—¿Fue a caballo?—Sí, a caballo.—¿A qué distancia está la ciudad

más próxima?—¿San Fernando?—Sí, San Fernando.—A dos días, diría yo —dijo

Armando.—Sí, a dos días —corroboró

Enrique.—¿A caballo?—Sí, a caballo.Los muchachos no se sentían

impacientes por ellos mismos. Con losestómagos llenos, sus pensamientosestaban en los catorce amigos que aún se

hallaban atrapados en el Fairchild. Nosólo pensaban en su moral, sino en Roy,Coche y Moncho, cuya salud era tanprecaria diez días antes. Cada hora queesperaban, significaba para ellos la vidao la muerte.

De repente, oyeron un grito queprocedía de un lugar más abajo en elvalle. Los dos chicos se pusieronrápidamente en pie. Parrado se dirigió ala entrada y Canessa lo siguió cojeando.Vieron dirigirse hacia ellos, resoplandoy moviendo los brazos a un carabinerogordo con un rollo de cuerda al hombro.Detrás de él, iba otro. Cuando llegaron ala cabaña, todavía excitados por el

ejercicio, les preguntó a los dosuruguayos:

—Muy bien, muchachos, ¿dónde estáel avión?

Canessa se adelantó hasta la cerca.—Bien —dijo señalando al valle—.

¿Ve aquella abertura allí?—Sí —repuso el carabinero.—Bueno, pues tiene que caminar por

esa dirección unos noventa o cienkilómetros, y torcer luego hasta quellegue a la base de una montaña.Encontrará el avión al otro lado.

El carabinero se sentó.—¿Viene alguien más? —preguntó

Parrado con ansiedad.

—Sí —contestó el carabinero—.Viene una patrulla de camino.

Poco después, aparecieron por elvalle diez carabineros a caballo, consombreros puntiagudos, capotes y rollosde cuerda colgando de las sillas. Detrás,también a caballo, iba Sergio Catalán, elhombre a quien Parrado le había dado lanota.

Canessa y Parrado abrazaron a loscarabineros y luego abrazaron a Catalántambién. Éste sonreía y hablaba poco.

—Gracias a Dios —murmurabasonriendo siempre, mirando a un lado ya otro para disimular la timidez. Ycuando dieron muestras más expresivas

de su gratitud, levantó las manos paradetenerles diciendo—: No me den lasgracias. Todo lo que hice era miobligación como chileno e hijo de Dios.

El capitán de los carabineros pidió aParrado y Canessa detalles de lasituación del avión. Les preguntó si sepodía llegar a pie, pero cuando oyó elrelato de su viaje a través de los Andes,se dio cuenta de que sería imposible.Por lo tanto envió a dos de sus hombresde vuelta a Puente Negro para quepidieran un helicóptero a Santiago.

Los hombres partieron con otros doscomo guías. Para entonces ya estabaoscureciendo y Canessa y Parrado se

dieron cuenta de que ya nada se podíahacer aquel día. Se permitieron olvidarpor el momento a los catorce quequedaban en las montañas y sededicaron a hablar con los carabineros,relatándoles la increíble historia de loque había sucedido en el Fairchild,omitiendo uno o dos detalles.Precisamente lo que se callaron, les hizomirar con cierta curiosidad los paquetesy faltriqueras de los carabineros.

Inmediatamente los carabineros sedieron cuenta del significado de estasmiradas y sacaron todo lo que llevaban,así que los dos muchachos comenzaronel tercer festín del día, comiendo

huevos, pan y bebiendo zumo de naranja,acabando con todas las reservas de loscarabineros como antes habían hechocon las de los campesinos Enrique yArmando. Después de la comidatuvieron ganas de conversación y loscarabineros escucharon con gusto. Porúltimo, a las tres de la mañana, elcapitán sugirió que se fueran todos adormir para estar dispuestos a esperarlos helicópteros, que llegarían pocodespués de levantarse el sol.

Cuando Canessa y Parrado selevantaron al día siguiente y salieron dela cabaña, vieron con desaliento queestaban en medio de un banco de niebla.

En la otra cabaña encontraron a Catalán,Enrique, Armando y el capitán mirandocon idéntica desilusión la espesa niebla.

—¿Pueden aterrizar así? —preguntóParrado.

—Me parece que no —repuso elcapitán—. Además, no nos encontrarán.

—Esperemos —dijo Catalán—. Esla niebla de la mañana. No durará todoel día.

Los dos chicos se sentaron a tomarel desayuno que prepararon Enrique yArmando. La desilusión de un nuevoretraso en el rescate de sus amigos nodisminuyó su apetito y disfrutaron deotro banquete a base de pan duro y café

instantáneo. Cuando estaban terminandode desayunarse, oyeron un ruido extrañoen la lejanía. No era el de un motor, demanera que no podían ser loshelicópteros. Era como el rumor deanimales en un zoológico. A medida quese acercaba y se hacia más claro,pudieron adivinar que se trataba de losgritos y conversaciones de una multitud.

Imaginando que los habitantes dealgún pueblo cercano, por alguna razóndesconocida se dirigían a donde ellosestaban, los muchachos, campesinos ycarabineros salieron de la cabaña ymiraron al valle en dirección a PuenteNegro y se quedaron paralizados y

asombrados ante lo que tenían ante susojos. Acercábase por la vereda unacolumna de hombres vestidos depaisano, gesticulando y tambaleándose,encorvados por el peso de maletines ycámaras de todas clases. De esta hordaque se acercaba, salían voces quepreguntaban a gritos: «¿Los Maitenes?¿Y los supervivientes? ¿Dónde están lossupervivientes?», hasta que el primeroen llegar a las cabañas, advirtió por lalongitud del pelo, las caras delgadas ylas barbas, quiénes eran los hombresque habían ido a ver.

—«El Mercurio», Santiago —dijouno con un bloc y lápiz en las manos.

—La «BBC», Londres —dijo otro,metiendo con una mano un micrófonobajo sus narices, mientras que con laotra ponía en marcha un magnetófonoportátil.

De repente se encontraron rodeadospor cincuenta periodistas que seapretujaban empujándose unos a otros.

Canessa y Parrado estabanasombrados ante esta horda dereporteros. En unión de los otrosmuchachos, cuando se hallaban en lasmontañas, se imaginaban que susexperiencias sólo interesarían a dos otres periodistas de Montevideo. Debidoa la limitada experiencia de sus cortas

vidas, habían sido incapaces de preverel apetito de sensacionalismo que habíallevado a esta multitud en taxis y cochesparticulares por la estrecha carretera deSantiago y luego los había hechocaminar durante dos horas y mediacargados con cámaras de televisión ycine por un estrecho y peligroso caminode herradura.

Canessa y Parrado se sentíancontentos de responder a sus preguntas,pero omitiendo de nuevo uno o dosdetalles, principalmente aquellosreferentes a lo que habían comido parasobrevivir. En plena conferencia deprensa los llamó el capitán de los

carabineros. La niebla había cedido unpoco, pero todavía no había rastro delos helicópteros, así que el capitándecidió enviar a Canessa y Parrado aPuente Negro a caballo. Montaron detrásde dos de sus hombres y entre elzumbido de cámaras de cine y los gritosde los periodistas, partieron valle abajo,pero antes de que se hubiesen alejadodemasiado, oyeron el ruido de losmotores de los helicópteros que acudíana su encuentro. Cuando el ensordecedorestruendo caía directamente sobre ellos,los caballos se asustaron, piafaron yluego dieron la vuelta y llegaron a LosMaitenes al mismo tiempo que los tres

helicópteros de la Fuerza Aérea Chilenasalían de la nube y aterrizaban en la otraorilla del río.

2

Cuando el coronel Morell informó alServicio Aéreo de Rescate de LosCerrillos, en Santiago, que dos de lossupervivientes del Fairchild habían sidohallados en Los Maitenes, la noticia fueacogida con escepticismo. Enviaron aSan Fernando una petición deconfirmación de la noticia, peromientras tanto, el Servicio Aéreo deRescate lo comunicaba a los oficiales dela Fuerza Aérea, comandantes CarlosGarcía y Jorge Massa, que en principiohabían dirigido la búsqueda del aparato

uruguayo. Estaba ya avanzada la tardedel jueves día 21 de diciembre cuandoGarcía, el comandante del grupo deacción n.° 10, recibió la noticia, ytambién él la acogió con escepticismo,creyendo que Catalán había tropezadocon dos escaladores de los que estabanbuscando el Fairchild.

De todas formas era demasiadotarde para hacer algo aquel día. Garcíadio la orden de que los helicópteros desu grupo estuvieran preparados a lasseis de la mañana del día siguiente y sefue a dormir. A media noche sussubordinados recibieron la noticia deque los dos de Los Maitenes eran

probablemente del Fairchild. CuandoGarcía lo supo a la mañana siguiente,quedó anonadado.

En vista de esto, García decidiópilotar él mismo el primer helicóptero.El segundo se lo asignó a Massa y eltercero, como auxiliar, al teniente Ávila.También decidió llevar a dos mecánicosen vez de copilotos, y a un enfermero dela Fuerza Aérea como asistente sanitarioy tres miembros del Cuerpo de SocorroAndino incluido su comandante, ClaudioLucero.

El tiempo en Los Cerrillos era muymalo. Estaba nevando y la visibilidadsólo alcanzaba los cien metros, con una

capa de espesa niebla a unos treintametros por encima del suelo. A las sieteno había indicaciones de que el tiempomejorase, así que a las siete y diezminutos, los tres helicópterosdespegaron en dirección a SanFernando, volando bajo la niebla a rasde suelo.

Aterrizaron en San Fernando junto alas barracas del Regimiento Colchaguadonde los recibieron el coronel Morell yCarlos Páez Vilaró.

—¡Cómo! ¿Usted otra vez? —dijoGarcía cuando vio a Páez Vilaró—. Nome diga que todavía continúa con esteasunto del Fairchild.

Bien podía burlarse. Ahora ya sehabía confirmado que algunos deaquellos a quienes se dio por muertoshacía dos meses estaban vivos. Elarriero, Sergio Catalán, había dicho quehablaban de forma rara, que se podíaatribuir al acento uruguayo, y losnombres de los muchachos que sehallaban en Los Maitenes eran FernandoParrado y Roberto Canessa y ambosformaban parte del pasaje del avión.

El grupo trazó un plan de rescate.Los helicópteros continuarían hasta LosMaitenes, que designarían Campo Alfa.Llevarían consigo al coronel Morell, unmédico y el asistente sanitario.

—Y tú, Carlitos —dijo el coronelMorell—, mereces ir.

—No —contestó Páez Vilaró—. Noquiero ocupar una plaza que puede hacerfalta. Esperaré aquí.

Luego se dirigió a uno de los delCuerpo de Socorro Andino y le dijo congran emoción:

—Pero si mi hijo Carlos Miguel estáentre los supervivientes, le agradeceríamucho que le entregara esta carta. Y tú,Morell, ponte mis botas de montaña. Laspuedes necesitar y así será como sicaminases con mis pies.

Los helicópteros despegaron denuevo. Llegaron hasta el río Tinguiririca

y luego siguieron su curso adentrándoseen las montañas. Llevaban cartas devuelo, pero en la primera pasada por elvalle, no vieron el punto donde el ríoAzufre se separa del Tinguiririca, demanera que tuvieron que regresar paraencontrarlo. Estaban informados de quelos carabineros se hallaban a unos treskilómetros de esta confluencia, pero lavisibilidad era tan mala, que García yMassa apenas podían ver. Hubieron deelegir entre volar a ciegas o aterrizar, ycomo se hallaban en un valle estrecho,optaron por lo último. Por tanto,descendieron en el lado izquierdo delrío.

Cuando cesó el ruido de losmotores, oyeron gritos que procedían dela otra orilla. Se acercaron al río donde,una vez más, un oficial de loscarabineros les lanzó un mensajeenvuelto en un pañuelo informándolesque estaban en el lugar justo, así queregresaron a los helicópteros y pasarona la otra orilla.

En seguida quedó establecido quelas dos demacradas y barbudas personaseran verdaderamente supervivientes delFairchild. Uno de ellos, Canessa,todavía se hallaba paralizado por elagotamiento, y el doctor y sus ayudantesse pusieron en acción con rapidez,

auscultándolo y dándole masajes en laspiernas. El otro, Parrado, rechazó estasatenciones médicas, y dio prisa a Garcíay Massa para que despegaran y salieraninmediatamente hacia el Fairchild.García le dijo que era imposible a causade la niebla. De todas formas le pidióinformación sobre el lugar donde sehallaba el avión, y Parrado describió suruta a través de las montañas.

—¿Tiene idea de la altitud a que seencuentra el avión? —preguntó García.

—No lo sé realmente —contestóParrado—. Pero debe de estar muy alto,porque no había árboles ni vegetaciónde ninguna clase.

—¿Qué comieron?—Comimos queso y cosas

parecidas.—¿Puede recordar si el altímetro

del avión marcaba alguna altitud?—Sí —dijo Canessa—. Dos mil

quinientos metros.—¿Dos mil quinientos metros? Muy

bien, no tendremos dificultades. ¿Creenque lo encontraremos con facilidad?

Canessa y Parrado se miraron.—No va a ser fácil —contestó

Parrado—. Está en la nieve.Se hallaba ante un dilema. Tenía

miedo de volar y al mismo tiempodeseaba subir al helicóptero. Esta lucha

interior duró unos segundos, hasta querecordó la promesa que había hecho alos compañeros de regresar por el otrozapato rojo, así que le dijo a García:

—Iré con usted si me lo permite y lemostraré el camino.

Esperaron a que se levantara laniebla. Mientras tanto, muchos de losperiodistas regresaron a Santiago paraescribir la historia. Tres horas despuésde la llegada, García decidió que lavisibilidad era lo bastante buena paraque despegaran dos de los treshelicópteros. Llevaron consigo a los dosmecánicos, el asistente sanitario y lostres miembros del Cuerpo de Socorro

Andino, Claudio Lucero, OsvaldoVillegas y Sergio Díaz. Detrás de Díaziba Parrado, con un casco en la cabeza yun micrófono en la mano.

Era alrededor de la una de la tarde,la peor hora del día para volar en losAndes. Por este motivo, García y Massano pensaban evacuar a los muchachosaquel día, pero querían localizar el lugardonde se encontraban. Parrado era unguía excelente. Miraba a través de loscristales del helicóptero y reconocíatodos los puntos por donde habíanpasado caminando y cuando llegaron ala Y le dijo a García que girase a laderecha y siguiera por el estrecho valle

cubierto de nieve que se adentraba enlas montañas.

El vuelo ya resultaba difícil, peroGarcía observó en el altímetro que yaestaban a dos mil quinientos metros yconfiaba en poder controlar el aparato aaquella altura. Pero delante de él no violos restos del Fairchild sino laescarpada ladera de una enormemontaña.

—¿Hacia dónde ahora? —lepreguntó a Parrado a través del teléfonointerior.

—Hacia arriba —dijo Parradoseñalando al frente.

—¿Dónde?

—Todo derecho.—Pero no han podido bajar por ahí.—Sí, lo hicimos. Está en el otro

lado.García se imaginó que Parrado no lo

había Oído.—No han podido bajar por esa

montaña —insistió.—Sí, lo hicimos —repitió Parrado.—¿Cómo?—Deslizándonos, saltando…García miró al frente, luego hacia

arriba. Lo que Parrado le decía parecíaincreíble, pero no le quedaba otraalternativa que aceptarlo. Comenzó aascender. Detrás de él iba Massa en el

segundo helicóptero. A medida queascendían, el aire se hacía más ligero yhabía torbellinos.

Los motores rugían por el esfuerzo yel helicóptero comenzó a sacudirse yvibrar. La cumbre estaba más arribatodavía. El altímetro marcaba 3.500metros, luego 4.000, luego 4.300, luego4.500, hasta que alcanzaron la cima. Allíse encontraron con un fuerte viento quelos rechazó y los hizo descender. Garcíalo intentó de nuevo, pero también estavez fue rechazado. Parrado gritaba demiedo y Díaz, que se sentaba junto a él,le dijo a García por el teléfono:

—Comandante, le ha entrado pánico.

García estaba demasiadopreocupado en mantener el helicópterobajo control para prestar atención. Vioque la cima era un poco más baja haciala derecha, así que en el siguiente asalto,rodeó la cima por la derecha y todavíasacudiéndose y vibrando debido a lasfuertes corrientes de aire, se encontraronal otro lado, pero, al seguir una rutadistinta, Parrado se despistó. No sabíadónde se encontraban y nadie podía verel Fairchild. El helicóptero volaba encírculos y Parrado tratabadesesperadamente de encontrar algunamarca conocida que lo pudiera orientar.De repente vio a través del valle un pico

que reconoció e inmediatamente supodónde estaba.

—Tiene que estar ahí abajo —ledijo a García.

—No puedo ver nada —contestóGarcía.

—Baje —indicó Parrado.El helicóptero empezó a descender,

y a medida que lo hacía, la forma de lasmontañas y el afloramiento de las rocasresultaban más familiares para Parrado.Por último, divisó a lo lejos, allá abajo,las diminutas manchas que él sabía queeran los restos del Fairchild.

—¡Ahí están! —dijo, gritando, aGarcía.

—¿Dónde, dónde? No puedo verlos.—¡Allí, allí —exclamó Parrados—,

allí!García acabó por distinguir lo que

estaba buscando, mientras luchaba conlos controles del helicóptero, quesaltaba y se zarandeaba.

—¡De acuerdo, puedo verlos! —dijoél—. Ahora no me hable, no me hable.Veamos por dónde podemos bajar.

DECIMOTERCERAPARTE

1

En la noche del miércoles día 20 dediciembre, la moral de los catorce quequedaban en el Fairchild, alcanzó elpunto más bajo. Ya hacía nueve días quese habían marchado los expedicionarios,siete desde que Vizintín regresó de lacumbre de la montaña. Todos sabían lasexistencias que habían llevado. Por lotanto, todos sabían también que se lesestaba acabando el tiempo. Miraban conmiedo la posibilidad de una segundaexpedición y pasar las Navidades en losAndes.

Aquella noche, después de dirigir elrezo del rosario como de costumbre,Carlitos Páez dirigió una oraciónespecial a su tío, que se había matado enun accidente de aviación hacía algunosaños. Al día siguiente, el veintiuno,sería el aniversario del accidente ysabía que su abuela también le rezaría asu hijo pidiéndole algún favor especialaquel día.

A la mañana siguiente escucharonlas noticias por la radio y no hicieronmención alguna del rescate. Alcontrario, anunciaron que el C-47 de laFuerza Aérea Uruguaya había salido deChile el día anterior, así que se

dedicaron a sus habituales tareas con elmismo pesimismo que el día anterior. Amediodía comieron la acostumbradaración de carne y se retiraron al aviónpara descansar y protegerse del sol.

Ya avanzada la tarde, cuandoCarlitos salía del avión, tuvo elpresentimiento de que habían encontradoa Parrado y Canessa. Avanzó unos pasospor la nieve y dio la vuelta para ir a laparte delantera del avión, donde seencontró a Fito agachado en el «retrete».Se inclinó para ponerse al nivel de Fitoy le dijo en voz baja:

—Escucha, Fito, no se lo digas a losotros, pero tengo el presentimiento de

que Nando y Músculo han llegado aalguna parte.

Fito abandonó su intento de defecar,se subió los pantalones y durante untrecho caminó con Carlitos montañaarriba.

Aunque no era supersticioso, sesintió contento de que este vaticiniodisipara su melancolía.

—¿De verdad crees que hanencontrado a alguien?

—Sí —contestó Carlitos con suáspera voz—. Pero no se lo digas a losotros porque no quiero que se lleven undesengaño si no es cierto.

De nuevo los catorce muchachos se

dedicaron a sus quehaceres, mientrasque el sol iba descendiendo. Entonces,aquellos a quienes aún les quedabancigarrillos (las existencias se estabanagotando), encendieron el último deldía. El sol se puso. El aire helaba.Daniel Fernández y Pancho Delgadoentraron a preparar el dormitorio y elresto formó una fila de dos en fondopara entrar en el avión y pasar suseptuagésima noche en la montaña.

Rezaron el rosario y Carlitos hizouna mención especial de su tío, peronada dijo de su presentimiento. Sinembargo, cuando se terminó el rosario,Daniel Fernández dijo repentinamente:

—Caballeros, tengo el vivopresentimiento de que los dosexpedicionarios lo han conseguido. Nosrescatarán mañana o pasado mañana.

—Yo también lo tengo —dijoCarlitos—. Lo sentí esta tarde. Nando yMúsculo lo han conseguido.

El segundo presentimiento parecíaconfirmar el primero y la mayoríadurmieron aquella noche llenos deesperanza y optimismo.

A la mañana siguiente, como decostumbre, Daniel Fernández y EduardoStrauch salieron a las siete y media parasintonizar Montevideo y escuchar lasnoticias. Lo primero que oyeron fue que

dos hombres que aseguraban sersupervivientes del Fairchild uruguayohabían sido encontrados en un valleremoto de los Andes. Eduardo estaba apunto de saltar y comunicar la noticia alos demás, cuando Fernández lo retuvoagarrándolo de un brazo.

—Espera —le dijo—. Puede ser unerror. Tenemos que estar seguros. Nopodemos decepcionarlos otra vez.

Fue él quien les había dadoesperanzas cuando descubrieron la cruz:no quería hacerlo de nuevo. Los dosvolvieron a prestar atención a la radio,sintonizando otras emisoras y,repentinamente, de todas las antenas

salió la noticia del descubrimiento,emitida por las estaciones de Argentinay Brasil y por los radioaficionados deChile, Argentina y Uruguay.

Eduardo podía gritar ahora tan altocomo quisiera y todos los muchachosque estaban en el exterior se apretujaronalrededor de la radio para oír con suspropios Oídos el extraordinario ymagnífico parloteo de losradioaficionados. Las palabras, una vezpronunciadas, pasaron de un país a otrohasta que todas las ondas del continentetransmitieron la sensacional noticia:habían sido hallados dos supervivientesdel avión uruguayo que se estrelló en los

Andes diez semanas atrás, y que otroscatorce todavía se hallaban en el lugardel accidente y ya estaba organizado elrescate.

El momento que los muchachoshabían imaginado durante tanto tiempo,había llegado por fin. Agitaban losbrazos en el aire saludando y diciendo alas inconmovibles montañas que losrodeaban, gritando que estaban salvadosy dando gracias a Dios en alta voz y almismo tiempo con sus corazones por lafeliz noticia de su salvación. Luegofueron a buscar los cigarros. Ya nopasarían las Navidades en los Andes; enuna o dos horas, llegarían los

helicópteros y se los llevarían. Abrieronla caja de «Romeo y Julieta» y cada unotomó un habano, lo encendió, y lasdelgadas columnas de humo eran comoun lujo en el aire seco de la montaña.Los que todavía tenían cigarrillos, loscompartieron con aquellos que lodeseaban y también los encendieron.

Mientras fumaban, se calmó suexcitación.

—Tenemos que arreglarnos un poco—dijo Eduardo—. Mira tu pelo,Carlitos. Tienes que peinarte.

—¿Y qué hacemos con todo esto? —dijo Fernández señalando los restos ypartes de los cuerpos humanos que había

alrededor del avión—. ¿No creenustedes que debemos enterrarlo?

Fito dio una patada en la superficiede la nieve. Todavía estaba congelada.Luego miró a los rostros demacrados delos chicos que lo rodeaban.

—No seremos capaces de cavar unhoyo mientras la nieve esté tan duracomo ahora.

—De todas formas, ¿por quépreocuparnos? —intervino Algorta.

—¿Y qué pasará si hacenfotografías? —preguntó Fernández.

—Romperemos las cámaras —contestó Carlitos.

—De todas formas —dijo Eduardo

—, no tenemos por qué ocultar lo quehemos hecho.

Algorta no entendía lo que estabanhablando y los otros se olvidaron de loscuerpos. Zerbino y Sabella comenzarona hablar de lo que harían cuandollegaran los que iban a rescatarlos.

—Ya sé lo que haremos —dijoMoncho—. Cuando oigamos loshelicópteros entraremos en el avión yesperaremos allí. Luego, cuando vengana buscarnos, les diremos: «Buenas, ¿quédesean?»

—Y cuando me ofrezcan uncigarrillo chileno —añadió Zerbinoriéndose—, les diré: «No gracias,

prefiero de los míos» —y sostuvo enalto el paquete de cigarrillos uruguayos—. Reservaré un paquete de «La Paz»para poder hacerlo.

Presintiendo que el rescate estaba yaal alcance de la mano, los chicos seprepararon para volver al mundoexterior. Páez se peinó como le indicóEduardo e incluso se puso algo debrillantina que encontró entre elequipaje. Sabella y Zerbino se pusieroncamisas y corbatas. Todos trataron deencontrar ropas que estuvieran menossucias de las que llevaban. Para casitodos esto significaba quitarse las dedentro y las de fuera y cambiar el orden.

También se lavaron los dientes con laúltima pasta que tenían, poniéndola enabundancia en los cepillos yenjuagándose la boca con nieve.

Estaban dispuestos, pero loshelicópteros no llegaban. La radioseguía informando sobre el rescate.Hubo incluso una oración en acción degracias en una emisora de Chile que losconmovió a todos mientras escuchaban,pero a mediodía todavía no se veíanseñales del rescate y los muchachosparecían indecisos no sabiendo sivolver o no a sus tareas. A aquellashoras muchos estaban hambrientos, perola carne, preparada el día anterior, la

habían tirado al enterarse de la noticia.Zerbino y Daniel Fernández comenzarona buscarla. Roy Harley, que habíapensado en la posibilidad de usar unverdadero retrete, no pudo aguantarsepor más tiempo y fue a defecar en laparte delantera del avión mientras quelos otros se reían de él diciéndole que elhuesudo trasero se parecía a la rabadillasin plumas de una gallina.

Empezaba a hacer calor y muchos serefugiaron en el avión. Mientras estabanallí tumbados, impacientes peroextraordinariamente felices ante lainminencia de su rescate, EduardoStrauch les dijo a los otros:

—Piensen lo terrible que sería si seprodujera una avalancha ahora, antes deque llegaran a rescatarnos.

—No puede ser —replicó Fernández—. No puede ser, ahora que hemosllegado hasta este momento.

De repente oyeron un grito quedecía:

—¡Cuidado! ¡Una avalancha!Oyeron ruido y vieron una masa

blanca que se aproximaba. Por uninstante se quedaron helados por elterror, pero cuando la «nieve» se asentóvieron que era la espuma de uno de losextintores del avión, y detrás no estabala cara de la muerte, sino la gatuna

sonrisa de Fito Strauch.Hasta la una de la tarde no oyeron

los motores de los helicópteros y luegolos vieron volar sobre las cimas de lasmontañas, ligeramente al nordeste dedonde se encontraban. El ruido eracompletamente distinto del que sehabían imaginado, lo que probaba queno estaban presenciando un espejismo.Los que se encontraban en el exteriorcomenzaron a hacer señas y a gritar, ylos que se hallaban en el avión, salieron.

Con desaliento, observaron que loshelicópteros parecían incapaces deencontrarlos. Volaban en otra dirección,luego volvían y describían círculos y

pasaban por encima de ellos. Estosucedió tres veces antes de que elhelicóptero que marchaba en cabeza,sacudiéndose y estremeciéndose en elaire, descendiera describiendo círculossobre ellos. Pudieron ver a Nando queles hacía ademanes señalando la boca yluego enseñando cuatro dedos de unamano. También pudieron ver que los delotro helicóptero estaban haciendofotografías y rodando película. Parecíaque el piloto no podía aterrizar. Elviento era tan fuerte que cada vez quedescendía corría el peligro deestrellarse contra la pared rocosa de lamontaña más cercana. Desde el

helicóptero lanzaron una señal de humopero el aire se lo llevó en todasdirecciones, así que no se pudoestablecer de dónde soplaba el viento.Pero un cuarto de hora más tarde, elprimero de los helicópteros se acercótanto al suelo que uno de los soportestocó la nieve. Arrojaron dos paquetespor la puerta, a los que siguieron, unsegundo después, dos hombres.

El primero de ellos era el andinistaSergio Díaz y el segundo el asistentesanitario. Tan pronto como Díaz se violibre del peligro de la hélice, con losbrazos abiertos, avanzó hacia losmuchachos que se lanzaron sobre él,

levantando y abrazando al corpulentoprofesor universitario y empujándolopor la nieve. No todos lo saludaron dela misma forma. Algunos estabandesconcertados ante la invasión deextraños. Pedro Algorta, al ver que Fitoabrazaba a Díaz, le preguntó si lo habíaconocido antes.

También temían que con el ruido delos motores se produjera otra avalanchay los dos chicos que se hallaban máscerca del primer helicóptero, seagacharon bajo las hélices y trataron desubir a bordo. No era fácil conseguirlo.García no se atrevía a aterrizar en lanieve, primero debido a la pendiente y

segundo porque sabía que la nieve nosoportaría el peso del helicóptero. Porlo tanto, lo sostenía en posiciónhorizontal, temiendo siempre que laspalas de la hélice tropezaran con laladera de la montaña, incapaz desituarlo en un ángulo que permitiera alos muchachos subir más fácilmente. Elprimero en intentarlo fue Fernández. Seestiró y lo agarró Parrado, quien loayudó a entrar. El segundo fue Mangino,que había ido cojeando por la nieve y selas arregló para subir a bordo.

Con estos dos pasajeros, Parrado,Morell y el mecánico, García consideróque la carga estaba completa y se elevó

de nuevo para detenerse en el airemientras que Massa hacía la mismamaniobra y dejaba a dos andinistas más,Lucero y Villegas, con su equipo.Mientras los dos helicópteroscambiaban de posición, Díaz se libró delos abrazos de los chicos y preguntó porPáez. Carlitos se identificó y Díaz le diodos cartas de su padre.

—Una es para ti y la otra para todoel grupo.

Carlitos las abrió y leyó primero ladedicada a todos.

«Anímense y tengan confianza —decía—. Les mando unos helicópteroscomo regalo de Navidad.»

La segunda era para él:«Como verás, siempre estuve

pendiente de ti. Te espero con másconfianza en Dios que nunca. Mamá estáen camino con dirección a Chile. Elviejo.»

Guardó las cartas en el bolsillo ymiró a ver si el segundo helicópteroestaba en posición. Se dirigió a él ysubió a bordo en unión de Algorta yEduardo. Detrás de él, Inciarte, a quienayudó Díaz. Con estos cuatro, Massacompletó sus pasajeros y se elevó en elaire dejando a Delgado, Sabella,François, Vizintín, Methol, Zerbino,Harley y Fito Strauch en unión de los

tres andinistas y el asistente sanitario.El ascenso por el lado Este de la

montaña no fue menos terrible que elrealizado por el otro lado, tan terrible,la verdad, que los nuevos pasajeros searrepintieron de haber dejado la relativaseguridad de su «hogar» en el Fairchild.Cuando el helicóptero comenzó a vibrardebido al esfuerzo de los motores,Fernández se dirigió a Parrado parapreguntarle si aquello era normal.

—¡Oh, sí! —le contestó el aludido,pero Fernández pudo observar en surostro que estaba tan asustado como él.

Mangino se dirigió al soldado queestaba sentado a su lado para

preguntarle si el helicóptero se podíaelevar en estas condiciones. Elmecánico lo tranquilizó, pero en laexpresión de su cara se podía ver quetenía poca confianza en sus propiaspalabras, y Mangino comenzó a rezarcomo nunca lo había hecho en su vida.

El problema a que se enfrentabanGarcía y Massa era que el aire, aaquella altitud, resultaba demasiadoligero para que los helicópteros seelevaran más, utilizando sólo la fuerzade los motores. Por tanto, lo queintentaron fue usar los aparatos comoplaneadores, buscando una corriente deaire caliente que los levantara unos

metros y poder así ascender un pocohasta que encontraran otra corriente yasí sucesivamente. Era una técnica queexigía una habilidad extraordinaria, perono mayor que la que ellos poseían,porque al fin pasaron la cumbre yaceleraron por el valle hacia la Y y LosMaitenes.

Sólo tardaron quince minutos enllegar al Campo Alfa, donde los nuevosseis rescatados de entre lossupervivientes saltaron al suelo verde enun éxtasis de alegría y alivio. Estabanasombrados ante el colorido del terrenoque los rodeaba, embriagados con elolor de las hierbas y las flores. Como si

estuvieran ebrios, se abrazaban unos aotros y rodaban por el suelo jugando.Eduardo se había tendido en un lecho dehierba, como si fuera más suave que lacolcha de más fina seda. Volvió lacabeza y vio una margarita que crecíaante sus narices. La arrancó, la tomó yestaba a punto de olería también, cuandopensándolo mejor, se la metió en la bocay se la comió.

También, Canessa y Algorta seabrazaban y rodaban por el suelo.Debido al entusiasmo y la emoción,Algorta agarró por el pelo a Canessa.«Otra vez este estúpido idiota —pensóCanessa-fastidiando lo mismo que allá

arriba.»Cuando pasó esta primera hora de

entusiasmo, y los muchachos se dieroncuenta de que sobrevivían no sólodespués de los setenta y un días en losAndes, sino también luego del terribleviaje del helicóptero, sus mentespensaron inmediatamente en comer y losseis se precipitaron sobre el café, elchocolate y el queso que habíanpreparado para ellos. Los examinó elequipo médico y se descubrió que todossufrían de desnutrición y falta devitaminas, pero ninguno se hallaba enestado crítico.

En consecuencia, los ocho

supervivientes recuperados de lamontaña podían esperar en Los Maitenesmientras los helicópteros recogían a losdemás. Pero García le dijo al coronelMorell que como ninguno de los que allíquedaban se hallaba en inminentepeligro de muerte, consideraba muyconveniente no volver aquella tardedebido a que las condicionesatmosféricas eran excepcionalmentemalas. Morell aceptó posponer elsegundo rescate hasta el día siguiente yaquella misma tarde los ocho primerosrescatados fueron trasladados a SanFernando.

2

De esta decisión se informó porradio al cuartel de San Fernando, y almismo tiempo se le transmitió la listacompleta de los dieciséissupervivientes. El operador que larecibió se la pasó al miembro delequipo que estaba encargado de estosmenesteres: Carlos Páez Vilaró.

Páez Vilaró no la aceptó. Ahorasabía que de los cuarenta pasajeros quesalieron en el Fairchild, sólo dieciséishabían sobrevivido. Ignoraba si su hijoCarlitos era uno de los dieciséis, y

cuando llegó el momento de poderconocer la verdad, el terror a saberlaera demasiado grande. Sin decir unasola palabra, le pasó la hoja de papel ala secretaría del coronel Morell.

La corta lista fue rápidamentemecanografiada, y muy pronto, porsegunda vez, los dieciséis nombres sehallaron de nuevo frente a Páez Vilaró,quien tapó la lista con otro papel. Tanpronto como lo hizo, sonó el teléfono;llamaban de radio Carve enMontevideo.

—¿Tienen alguna noticia? —preguntaron.

—Sí —respondió Páez Vilaró—.

Tenemos la lista de los supervivientes,pero no se la podemos dar sinautorización del comandante en jefe.Está con los helicópteros.

Al oír esto, el comandante de SanFernando le dijo a Páez Vilaró que leautorizaba para que la leyese, y todavíacon el teléfono en la mano, el pintordescubrió lentamente el primer nombre,de la misma forma que un uruguayo miralas cartas cuando está jugando al truco.

—Roberto Canessa —dijo y, luego,repitió el nombre—: Roberto Canessa.

Bajó un centímetro más la hoja depapel.

—Femando Parrado —dijo esta vez,

y repitió—: Fernando Parrado. —Bajóel papel un poco más—: DanielFernández… Daniel Fernández, —después—: Carlos Páez… Carlos Páez.

Las lágrimas acudieron a sus ojos ydurante un momento no pudo leer más.

A medida que pronunciaba losnombres, éstos eran retransmitidos porla emisora, y podían oírse en todas lascasas uruguayas que la hubieransintonizado. Entre los que escuchaban seencontraba la señora Nogueira. Habíaestado esperando noticias en el jardín delos Ponce de León, pero el ambiente lepareció demasiado tenso e histérico.Ahora estaba en la cocina de su casa, y

cuando Páez comenzó a leer la lista delos nombres, su mente y su cuerpo sequedaron paralizados como si toda laesperanza y el terror pasados en los dosúltimos meses se hubiesen concentradoen ese instante.

—Carlos Páez —dijo de nuevo PáezVilaró.

Luego, el resto de los nombres:Mangino, Strauch, Strauch, Harley,Vizintín, Zerbino, Delgado, Algorta,François, Fernández, Inciarte, Methol ySabella.

No había más nombres. Susesperanzas, que habían nacido,desaparecido y vuelto a nacer tantas

veces, desaparecieron ahora parasiempre. «Es estupendo —pensó—, queel pequeño Sabella haya sobrevivido.»No conocía a su familia, pero habíahablado con su madre por teléfono. Enaquella ocasión parecía estar muy triste.Ahora ella sería muy feliz.

Harley y Nicolich, los padres de losdos chicos que habían viajado en unavión de carga desde Mendoza aSantiago, llegaron a San Fernandocuando se estaban ultimando lospreparativos para recibir a loshelicópteros que transportaban a losocho primeros supervivientes. Los doshombres no sabían todavía los nombres

de los que se hallaban con vida. Seabrieron paso entre la multitud deexcitados chilenos que aguardaban a laentrada de las barracas y se reunieroncon Páez Vilaró que se encontraba encompañía de César Charlone, elencargado de negocios uruguayo, frentea los trescientos soldados delRegimiento Colchagua formadosmilitarmente.

De la multitud surgió de pronto ungrito. Muchos de los asistentes quehabían ayudado a Páez Vilaró conaviones, a pie, radios y plegarías en suquijotesca búsqueda, vieron acercarsepor el aire los tres helicópteros de la

Fuerza Aérea Chilena. La vista de trescruces en el cielo, o de una corte deángeles, no podía en aquel momento sermás conmovedora o milagrosa que la deestas máquinas que aparecían en el aire,se paraban, describían círculos y, porúltimo, se detenían en la pista deaterrizaje.

Antes de pararse los motores seabrieron las puertas y Páez Vilaró padrevio el rostro de Páez hijo. Se adelantólanzando un grito y se hubiera metidoentre las palas de la hélice si no lohubiera detenido Charlone. Esperóentonces, mientras Carlitos saltaba alsuelo y corría hacia él. Después de él,

saltó Parrado, que también corrió haciaPáez Vilaró, quien, libre de suaprehensor, se dirigió a los chicos yabrazó a ambos al mismo tiempo.

No hubo necesidad de palabras.Para el padre, las semanas deenloquecida búsqueda fueronrecompensadas con los anhelantescuerpos que tenía abrazados. Lloró, ytambién las lágrimas corrían por lasmejillas de los trescientos soldados delRegimiento Colchagua. Para el hijo,estar entre los brazos del padre, eracomo hallarse ya en casa. Lo único queenturbiaba su felicidad era el rostroexpectante y asustado de Nicolich, que

estaba detrás de su padre.Bajó la mirada. Se daba cuenta de

que su alegría era como un brazoarmado que descargase un golpe mortalen la cabeza del padre de su mejoramigo, y, cuando levantó la vista denuevo, vio que Nicolich estaba hablandocon Daniel Fernández. La expresión delos dos rostros reflejaba muy bien cuálera el motivo de su conversación.

3

El coronel Morell había avisado alas seis de la mañana al hospital SanJuan de Dios de San Fernando, para queestuvieran preparados para recibir a lossupervivientes del Fairchild uruguayo.El director del hospital formóinmediatamente un equipo compuesto desus mejores colaboradores, los doctoresAusin, Valenzuela y Melej, que sedispusieron a recibirlos. Pero ignorabanlas condiciones en que se hallaban lossupervivientes. Todo lo que sabían eraque habían estado atrapados en los

Andes durante más de setenta días conmuy pocos alimentos o sin ninguno.

El primer paso consistió enprocurarles alojamiento. El hospital eraun edificio antiguo y pequeño queocupaba una manzana, con patiosinteriores y galerías cubiertas alrededorde cada bloque. Pero había un alareservada para pacientes privados, ydecidieron evacuarla para instalar allí alos supervivientes. Mientras hacían esto,los tres doctores llamaron por teléfono aotro doctor llamado también Valenzuela,jefe de la Unidad de CuidadosIntensivos en la Posta Central deSantiago. Le explicaron el tratamiento

que habían planeado para los pacientescuando llegaran y él les confirmó que eltratamiento era correcto.

A las tres y media llegó laambulancia con los ocho primerossupervivientes. Condujeron a losmuchachos a través del patio entre eledificio principal y la capilla deladrillos y después los transportaron encamillas a todos, excepto a FernandoParrado, que insistió en ir andando,abriéndose camino entre la multitud deenfermeras y visitantes que losesperaban. Cuando llegó a la entrada delala privada, le impidió el paso elpolicía que estaba allí de guardia.

—Lo siento mucho —dijo—, perono puede pasar. Esto es sólo para lossupervivientes.

—¡Pero yo soy uno de ellos! —exclamó.

El policía miró al joven alto quetenía delante y la barba y el largo pelosin peinar lo persuadió de que lo quedecía Parrado era verdad. Lasenfermeras también estaban asombradasy trataron de que el expedicionario semetiera en cama, pero él se negó aacostarse y a que lo examinaran losmédicos hasta que le permitieran tomarun baño. Las enfermeras se enfadaron yfueron a consultar con los doctores,

quienes se encogieron de hombros yrespondieron que era preferible que sehiciera lo que él quería. Esta fue laprimera advertencia de que lospacientes no iban a comportarse tal ycomo ellos habían imaginado.

Prepararon el baño a Parrado. Pidióchampú y una enfermera fue a buscar supropia botella. Por último, Parrado sequitó las malolientes ropas y sumergiósu cuerpo en el agua. Se lavó bien portodas partes y luego permaneció en elagua caliente durante una hora y media.Después del baño se duchó para hacerdesaparecer los restos de agua sucia yse puso la túnica blanca que le habían

proporcionado. Se sentíamaravillosamente bien y con benignaindiferencia permitió a los tresperplejos doctores que lo examinaran.No encontraron nada.

Naturalmente, Parrado, al igual quelos otros siete, había perdido muchopeso. Pesaba unos veintitrés kilos menosque en condiciones normales. Los quemenos habían perdido eran Fernández,Páez, Algorta y Mangino, unos trece ocatorce kilos cada uno. Canessa perdiódieciséis, Eduardo Strauch veinte eInciarte treinta y seis. Esta enormediferencia mostraba no sólo lo delgadosque se habían quedado, sino lo mucho

que habían pesado antes; porquemientras Fernández, Algorta, Mangino yEduardo Strauch tenían un peso queoscilaba entre los sesenta y siete y lossetenta y seis kilos, Parrado e Inciartepesaban alrededor de los noventa. Loque sorprendió a los doctores fue quePáez, aunque no era muy alto, pesabasesenta y ocho kilos y medio cuandoingresó en el hospital de San Juan deDios de San Fernando.

Algunos tenían algo de qué quejarsey los médicos hicieron todo lo posiblepara remediarlo. Mangino tenía unapierna rota; la de Inciarte estaba todavíamuy infectada y Algorta se quejaba de

un dolor en la región del hígado.Mangino también tenía algo de fiebre, lapresión un poco alta y el pulso irregular.Más adelante, a la vista de los análisis,descubrieron en todos deficiencia degrasas, proteínas y vitaminas. Tambiéntenían los labios quemados y llenos degrietas, conjuntivitis y variasinfecciones en la piel.

Muy pronto para los doctores queestaban reconociéndolos, quedó claroque los muchachos, durante las últimasdiez semanas, se habían alimentado conalgo más que nieve derretida y, mientrasexaminaban la pierna de Inciarte, uno deellos le preguntó:

—¿Qué ha sido lo último que hacomido?

—Carne humana —contestó Coche.El médico continuó con su tarea, sin

hacer ningún comentario ni demostrarsorpresa.

Fernández y Mangino también lesdijeron a los doctores lo que habíancomido en la montaña y tampoco estavez los médicos hicieron comentarioalguno, pero dieron órdenes estrictas deque no se dejara entrar en el hospital aningún periodista. No se les ocurrióalterar las instrucciones que habían dadosobre la alimentación de los chicos. AMangino, Inciarte y Eduardo Strauch,

que eran los que peor se encontraban,los alimentaron por vía intravenosa y alos demás les dieron líquidos ypequeñas porciones de gelatina quehabían preparado especialmente paraellos, y los dejaron descansar.

Pasó algún tiempo antes de que loschicos se dieran cuenta de que éstoseran todos los alimentos que les iban adar por el momento. El único alimentosólido que vieron hasta que entraron enel hospital fue un trozo de queso queCanessa se había llevado de LosMaitenes como recuerdo y lo teníaencima de la mesita de noche. Cada unoestaba en una habitación independiente,

pero los más fuertes visitaban a losotros y pronto llegaron a la conclusiónde pedir a las enfermeras algo mássustancial que comer. Ellas contestaronque los doctores Melej, Ausin yValenzuela habían dado instruccionesestrictas sobre el particular y, por tanto,no podían darles más alimentos.

La rudeza muere con la necesidad.Carlitos Páez admitió que, en ciertosentido, había llegado a ser unacelebridad y prometió a las enfermerastoda clase de autógrafos especiales yalgunos recuerdos si le conseguían algomás de comer. Sin embargo, lasencantadoras enfermeras chilenas no se

sobornaban con facilidad. Por lo tanto,los chicos elevaron una queja contra losdoctores Melej, Ausin y Valenzuelaacusándoles de que los dejaban morir dehambre.

Los doctores regresaron al ala yescucharon la petición. Les explicaronlos peligros a que se exponían sitomaban alimentos sólidos, después detan largo período de hambre.

—Pero, doctor —dijo Canessa—,yo comí porotos y macarrones ayer yahora me encuentro perfectamente.

Los médicos se rindieron.Ordenaron una comida completa paracada uno de los ocho supervivientes.

Ya había quedado claro que ningunode los ocho pacientes se hallaba enestado crítico, así que la atención de losdoctores pasó ahora a su estado mental.Habían notado desde el principio dossíntomas muy evidentes: primero, lanecesidad de hablar, y segundo, elmiedo a quedarse solos. Coche Inciarte,que había sido el primero en entrar en elhospital, se agarró a la mano del doctorAusin y no la soltó hasta que lo metieronen la cama. Después hablaba con todoslos que entraban en su habitación; estomismo hacían los demás, sobre todoCarlitos Páez.

Este comportamiento no tenía nada

de extraordinario entre hombres jóvenesque habían pasado diez semanasperdidos en los Andes, pero losdoctores, al saber que se habíanalimentado de carne humana, pensaronque podían ser los primeros síntomas deun comportamiento psicopático másextremado. Por esta razón los doctoresdieron orden de no permitir a nadie quehablara con ellos, ni siquiera las madresde Carlitos y Canessa que ya habíanllegado de Montevideo.

Pero se hizo una excepción con unhombre que se encontraba entre lamultitud agolpada en la entrada delhospital: el padre Andrés Rojas, cura

párroco de la iglesia de San FernandoRey. Como todos los habitantes de SanFernando, oyó hablar del «Milagro de laNavidad» (como se llamaba ahora eldescubrimiento de los supervivientes) yaquella tarde había visto sobrevolar laciudad los helicópteros procedentes deLos Maitenes. Había sentido unrepentino impulso de ir al hospital yofrecer su ayuda, pero el impulso se viofrenado por temor a interferir con lasautoridades del hospital. De todasformas, más tarde, recordó algunosasuntos pendientes que le dieron laexcusa que necesitaba para ir hasta allí.

Era un hombre joven, de veintiséis

años de edad, y había sido ordenado elaño anterior. Parecía aún más joven delo que era; de estatura baja, cabellonegro, piel oscura y fisonomía aniñada.No usaba sotana, sino pantalones grisesy una camisa también gris de cuelloabierto, y cuando llegó al hospital no sehubiera diferenciado de la multitud, perolos doctores Ausin y Melej loreconocieron y le invitaron a visitar alos supervivientes.

Lo condujeron al ala privada y allípasó a la primera habitación, que estabaal empezar el pasillo y había sidodestinada a Coche Inciarte. Fue unabuena elección, pues nada más entrar e

indentificarse, salió un torrente depalabras de la boca de Coche. Habló alpadre Andrés sobre la montaña, no en ellenguaje frío de un observadorimparcial, sino con palabras místicas yelevadas más de acuerdo con laexperiencia que él había vivido.

—Fue algo que nadie ha podidoimaginar. Yo solía ir a misa todos losdomingos y la comunión era como algoautomático. Pero allá arriba, viendotantos milagros, estando tan cerca deDios, casi tocándolo, he aprendido algomás. Ahora rezo a Dios pidiéndole queme dé fuerzas y que me impida volver alo que antes era. He aprendido que la

vida es amor y el amor es darte a tuvecino. El alma es lo mejor que tiene elhombre. No hay nada mejor queentregarse a otro ser humano…

Mientras el padre Andrés escuchaba,llegó a entender la exacta naturaleza deldon a que Coche Inciarte se refería: elregalo de la carne que les hicieron suscompañeros muertos. Tan pronto comose dio cuenta de esto, el joven sacerdotelo reconfortó diciéndole que no habíapecado alguno en lo que había hecho.

—Regresaré esta tarde con laComunión —añadió.

—Entonces me gustaría confesarme—dijo Coche.

—Ya te has confesado durante estaconversación —repuso el sacerdote.

Cuando fue a ver a Mangino, elpadre Andrés se encontró con el mismofenómeno, un ansioso deseo de relatar loque había hecho, dicho en una confusiónde remordimiento y auto justificación.Una vez más el sacerdote reconfortó almuchacho. No había pecado en lo hecho.Podía comulgar aquella tarde sinconfesarse y, si deseaba hacerlo, tendríaque ser por otros pecados.

De todas formas había una cuestiónsobre la que Inciarte le había preguntadoy él no pudo contestar. ¿Por qué razón élhabía quedado con vida mientras los

otros habían muerto? ¿Con quépropósito había hecho Dios estaselección? ¿Qué conclusiones se podíansacar de ello?

—Ninguna —respondió el padreAndrés—. Hay ocasiones en que lainteligencia humana no puedecomprender la voluntad de Dios. Haycosas que con toda humildad debemosaceptar como misterios.

Al permitir al padre Andrés visitar alos supervivientes, los doctoreseligieron un buen tratamiento. Ladecisión de comer los cuerpos de susamigos había sido una prueba muy durapara muchos de los chicos que estaban

en la montaña. Todos eran católicos yestaban expuestos al juicio de su Iglesiapor lo que hicieron. Como la Iglesiacatólica dice que la antropofagia inextremis se autoriza, este jovensacerdote se vio capacitado paraperdonarlos y decirles que nada malohabían hecho. Este juicio, respaldadopor toda la autoridad de la Iglesia,devolvió la tranquilidad de concienciapor lo menos a aquellos que teníandudas. Había uno o dos para quienesesto no era necesario, o no admitían talnecesidad, y por lo tanto poco podíancontar al padre Andrés. Algorta, porejemplo, no estaba de humor para hablar

con nadie, y menos con este jovenclérigo en cuyo rostro había unaexpresión de santidad.

4

El momento de la reunión no podíaposponerse durante mucho más tiempo.Los padres y los parientes de lossupervivientes no se daban cuenta de lodelicado que era para los doctorespermitir que los vieran, y aunque lamayoría se mostraban heroicamentepacientes mientras esperaban para ver asus hijos que habían vencido a lamuerte, otros se mostraban cada vez másimpacientes.

A Graciela Berger, la hermanacasada de Parrado, la tuvo que parar un

policía a la puerta del ala privada.—¡Yo quiero ver a mi hermano! —

le dijo a gritos.Oyó la voz de Nando que, desde

dentro, también le decía a gritos:—¡Graciela, estoy aquí!Y entonces, la decidida joven

uruguaya empujó al policía y entró en lahabitación de Nando. Apenas lo hizo,rompió a llorar. La emoción de ver aNando de nuevo, unida al asombro quele produjo su aspecto, pudo más que eldominio de sí misma.

Detrás de ella venía su marido, Juan,y detrás de éste la encorvada y llorosafigura de Seler Parrado. Este pobre

hombre, que había perdido todo el gustopor la vida cuando su mujer, su hijo y suhija desaparecieron en los Andes, habíarecobrado las esperanzas cuando leyóuna lista falsa en que figuraban los trescomo supervivientes. Poco antes departir para ir a verlos se enteró de laverdad; sólo Nando vivía. Estaba, portanto, confundido por sentimientos dealegría y tristeza a la vez, pero cuandovio a Nando y lo abrazó, el primersentimiento se sobrepuso al segundo ylas lágrimas que corrieron por susmejillas fueron de alegría.

Un poco más adelante, en otrahabitación individual, Canessa

escuchaba las voces de los parientes amedida que iban entrando. De repentelevantó la vista y vio en la puerta la carade su novia, Laura Surraco. Su primerareacción fue de sorpresa. Siempre habíacreído, cuando se encontraba en lasmontañas, que volvería a verla enMontevideo. Su presencia allí, en Chile,debía de obedecer a algunaequivocación, y cuando ella se precipitóhacia él llorando, se apañó.

A Laura Surraco la seguía MechaCanessa. Se adelantó y le dijo conserenidad:

—Felices Navidades, Roberto.Luego, comenzó a llorar también al

ver la angulosa cara de un viejo a travésde la barba de su hijo. Cuando el doctorCanessa entró en la habitación, tambiénlloraba, y este torrente de emocioneshizo que Roberto llorara con tantosentimiento que sus padres temieron porsu vida y quisieron marcharse. Pero élse negó rotundamente, y cuando secalmó la situación, comenzó a hablarlesdel accidente y de su salvación,incluyendo que habían tenido que comercarne humana para sobrevivir. De lostres que escucharon esta información,sólo el padre experimentó asombro,pero logró suficiente dominio sobre símismo para imponerse a sus

sentimientos. Las dos mujeres se sentíantan felices de tener a Roberto allí, quecasi no se daban cuenta de lo que lesdecía. Por otra parte, el doctor adivinólos horrores que su hijo acababa depasar y las pruebas a que se veríasometido de ahora en adelante.

El encuentro de Eduardo Strauch consus padres y su tía Rosina, pasó porcircunstancias parecidas. Sarah Strauchhizo todo lo posible por conservar lacalma, pero, naturalmente, estabanerviosa, y el momento del encuentrocon Eduardo casi fue demasiado para suautodominio. Pasando al mismo tiempopor la alegría de verlo vivo, el asombro

de hallarlo en tales condiciones físicas yla exaltación espiritual de esta respuestaa sus oraciones a la Virgen deGarabandal, no pudo evitar en su rostrola expresión de horror cuando Eduardole dijo a qué extremos habían tenido quellegar para sobrevivir y convertir elmilagro en realidad.

De la misma forma, MadelónRodríguez hizo un involuntario gesto deespanto cuando Carlitos le dijo lo quehabía tenido que comer para seguir convida. Como muchas madres que tuvieronfe en encontrar a sus hijos, no habíapensado con detalle en los pormenoresque hicieron posible el milagro; imaginó

que tendrían madera para calentarse yque habría conejos corriendo porencima de las agujas caídas de los pinosy peces nadando en los ríos. Ni ella nilos padres y parientes de todos losmuchachos, habían supuesto que tuvieranque comer los cuerpos de loscompañeros muertos. Era inevitable, portanto, que al enterarse de lo sucedido sequedaran asombrados, y los chicos, aúnen el estado en que los había dejado suodisea, consideraban con suficientejuicio e inteligencia el comportamientohumano fuera de los Andes paracomprender que esto debía suceder así.

La excepción la constituía Algorta.

Estaba acostado en la cama de suhabitación privada, sin deseos de hablarcon nadie, y había despedido al piadososacerdote. Lo visitaron su padre y unamujer que pudo reconocer como lamadre de la chica a quien había ido avisitar en Santiago. Le preguntó por suhija y, a la mañana siguiente, se presentóella a verlo. De repente, él sintió por lamuchacha todo el afecto que le teníaantes del accidente. El único fallo de lareunión fue la expresión de horror queapareció en el rostro de la madre cuandoAlgorta les dijo lo que habían comidopara sobrevivir. Su sobresalto losobresaltó. ¿Cómo podía estar tan

sorprendida de que se comieran a losmuertos cuando era algo tan obvio ynormal?

Coche Inciarte, que era el másvulnerable a las expresiones de censurapor parte de los visitantes, evitaba talesreacciones hablando de su experienciaen términos muy elevados.

—Carlos —le dijo a su tío, elprimero de los doce parientes quellegaron a Chile—, Carlos, estoy llenode Dios.

Su tío le respondió en los mismostérminos:

—Cristo quiso que volvieras de losAndes, Coche, y ahora Él está contigo.

DECIMOCUARTAPARTE

1

Los ocho supervivientes quequedaron en la montaña observaron elascenso de los dos helicópteros hastaque desaparecieron detrás de la cima.Luego Zerbino se dirigió a Lucero, unode los tres andinistas, y lo invitó avisitar su «hogar», los restos delFairchild, mientras aguardaban elregreso de los helicópteros. Cuandoiban de camino hacia la entrada, Luceromiró los restos de cuerpos humanos quehabía esparcidos por la nieve ypreguntó:

—¿Se han comido los cóndores loscuerpos?

—No —contestó Zerbino, siguiendola dirección de la mirada—. Hemos sidonosotros.

Lucero no dijo nada ni demostrósorpresa, pero cuando llegaron al avión,con el techo cubierto de tiras de grasa,dudó un momento. Luego dio un pasohacia adelante y entró. Zerbino lo hizodetrás de él y le explicó cómo habíanvivido y dormido en el reducido lugardurante tanto tiempo y cómo laavalancha había matado a ocho de losque sobrevivieron al accidente. Luceroescuchó con gran simpatía e interés,

pero era incapaz de ignorar el olor delinterior del aparato. Por desgracia, suanfitrión parecía comportarse como siallí no existiera tal olor. El andinista erademasiado educado para mencionarlo,pero regresó al exterior tan pronto comopudo.

Mientras tanto, los otros visitantesexaminaron al resto de lossupervivientes, atendiendo primero a susalud y después a las necesidades de susestómagos. Primero con sandwiches decarne, lonjas de carne de vaca entrerebanadas de pan sin levadura. Después,jugo de naranja, jugo de limón, sopa quecalentaron en la estufa y, por último,

pastel de frutas que había llevado Díazporque era su cumpleaños al díasiguiente. Fue un festín. Los muchachoscomieron y bebieron con sumo placer,tomando la mantequilla con los dedos.

Preparándose para el regreso de loshelicópteros, los andinistas trataron deconstruir una pista para que pudieranaterrizar en la nieve. Demolieron labarrera a la entrada del avión, tomaronuna gruesa lámina de plástico que habíaservido para separar el departamento depasajeros del de equipajes y lacolocaron en la nieve en la posición máshorizontal que pudieron conseguir.También emplearon piezas de cartón

para hacer la pista para los helicópteros,que ya hacía tiempo habían partido.

Comenzaron a hacer fotografías delo que había por los alrededores. Al veresto, los muchachos se enfadaron y lespreguntaron si era necesario. Losandinistas los tranquilizaron diciéndolesque sólo era información para elEjército chileno, que estaban obligadosa hacerlo, pero que ninguna de lasfotografías se publicaría.

Los chicos parecieron quedarsatisfechos y de todas formas resultabadifícil enfadarse con sus salvadores,especialmente cuando eran tan amablescomo aquellos cuatro chilenos. Uno de

ellos incluso le ofreció a Zerbino uncigarrillo.

—No, gracias —dijo Zerbino—.Prefiero los míos.

Y sin una sonrisa siquiera para nodenunciar que había estado ensayandocon anterioridad esta frase, encendióuno de sus últimos cigarrillos uruguayos.

Alrededor de las cuatro de la tardese hizo evidente que los helicópteros novolverían aquel día. De repente, laelevada moral de los ochosupervivientes dio paso al tristepensamiento de pasar otra noche en lamontaña. Los andinistas al darse cuentade esto, hicieron todo lo posible para

levantarles los ánimos. Encendieron laestufa y prepararon más sopa, primerode gallina, luego de cebollas y, porúltimo, sopa escandinava. Cuandoterminaron, Methol les preguntó si porcasualidad habían llevado mate.

—¿Mate? Naturalmente que tenemosmate. ¿Cómo se puede imaginar quecuatro chilenos anden por el mundo sinmate?

Hicieron mate y después café. Peroya entonces el sol se había puesto ycomenzaba a hacer frío. Para los chicoseste bajón en la temperatura era unarutina a la que ya estabanacostumbrados. También los andinistas

se habían preparado, pues llevabanbrillantes impermeables que losprotegían del frío. El único que sufriólas consecuencias fue Bravo, el asistentesanitario, porque había bajado delhelicóptero en mangas de camisa y conunos simples mocasines, de manera quelos andinistas hubieron deproporcionarle algunas ropas.

Los cuatro chilenos estaban ahorasentados en el interior del avión,cantando canciones para conservar lamoral de los chicos, pero a medida queel sol se ocultaba más y más tras lamontaña el frío se hacía más intenso, ypara todos llegó la hora de tratar de

dormir. Con toda naturalidad, los ochosupervivientes invitaron a los visitantesa que se quedaran a dormir en el avión,pero los chilenos se mostraron reacios ymontaron una tienda de campaña en lanieve a cierta distancia del avión. Losocho muchachos se sintieron ofendidoscuando rechazaron su hospitalidad,aunque algunos ya habían adivinado queel interior del avión no debía oler lomismo para los andinistas como olíapara ellos, pero decidieron que, por lomenos, uno de los andinistas, deberíapasar la noche allí.

Eligieron a Díaz porque al díasiguiente era su cumpleaños. Le dijeron

que si no se quedaba con ellos, amedianoche arrancarían las estacas de latienda. Díaz se rindió. Mientras suscompañeros andinistas y el asistentesanitario se refugiaban en la tienda, élayudó a los muchachos a reconstruir labarrera a la entrada del avión, entró conellos y se sentó en medio de los ochoapestosos, demacrados y al mismotiempo felices uruguayos. Ningunodurmió y ni siquiera lo intentó. Díaz leshabló de la vida de los andinistas y lesrelató alguna de sus aventuras en lasmontañas. Cuando les llegó el turno alos chicos, éstos le contaron con másdetalle su odisea. Díaz les advirtió que

lo que habían hecho produciría unimpacto en el mundo.

—Pero ¿lo comprenderá la gente?—le preguntaron los chicos.

—Naturalmente —les contestó—.Cuando sepan los detalles, todoscomprenderán que hicieron lo que teníanque hacer.

A medianoche Díaz cumpliócuarenta y ocho años y los ochouruguayos cantaron «Cumpleaños feliz».

Nadie durmió aquella noche y a lamañana siguiente todos tenían elpensamiento puesto en el desayuno.Todos los alimentos se encontraban enla tienda y cuando salieron al exterior

con la primera luz de la mañana, novieron signos de que los otros treschilenos estuvieran despiertos. Se oyóun coro de voces en el valle que decía:

—¡Queremos el desayuno, queremosel desayuno!

Y poco después, las carasadormiladas de Lucero y Villegasaparecieron por la abertura de la entradade la tienda.

—¿Qué quieren para desayunar? —les preguntó a gritos Lucero.

—Ayer tomamos café —contestóuno de los chicos—. Hoy queremos té.

—¿Té? Muy bien.Lucero, Villegas y luego Bravo

salieron de la tienda y, al poco rato losocho muchachos estaban desayunándosecon té caliente y galletas. Mientrascomían, los andinistas les explicaroncómo tenían que subir a los helicópteroscuando llegaran, porque abandonaron laidea de un aterrizaje y sabían quetendrían que sostenerse en el aire sintocar la nieve.

Después del desayuno, los chicos seprepararon para el rescate. Searreglaron las ropas y se peinaron denuevo, y Zerbino sacó del interior delavión la maleta que él y Fernándezhabían llenado con el dinero y losdocumentos que pertenecieron a los

muchachos muertos. También tomó elpequeño zapato rojo que Parrado habíacomprado en Mendoza, compañero delque este último se había llevado en laexpedición.

—No podrás llevar esto en elhelicóptero —dijo el andinista, al ver aZerbino con la maleta.

—Tengo que hacerlo —le contestóZerbino.

Y a continuación le explicó a Lucerodónde se hallaban los cuerpos de losque habían caído del avión cerca de lacumbre de la montaña.

Sobre las diez de la mañana oyeronel ruido de los helicópteros y luego

vieron aparecer tres en el cielo porencima de ellos. Como por la mañana elaire estaba más en calma, no sufrieronlas sacudidas del día anterior; de todasformas no descendieron enseguida yestuvieron describiendo círculos sobrelos restos del Fairchild. Los muchachos,que agitaban los brazos saludando,vieron cámaras fotográficas y de cineasomando por las ventanillas.Finalmente desaparecieron las cámarasy el primer helicóptero comenzó adescender hasta que uno de los soportesdescansó en la nieve.

Se adelantaron los tres primeroschicos, pero era difícil acercarse a los

aparatos debido al viento que producíanlas hélices. Roy Harley estaba muy débily Bobby François lo ayudó a acercarse,pero el propio François fue rechazadopor el viento del helicóptero. Finalmentepudieron subir a bordo ayudados por loschilenos.

Por último, el primer helicóptero seelevó con los tres pasajeros y descendióel segundo, el piloto procurando que lashélices no tocaran la roca y el siguientegrupo de supervivientes tratando de quelas cuchillas no los decapitaran. Cuandoel aparato estuvo cargado, se elevó, y eltercero ocupó su puesto; los dossupervivientes que quedaban subieron a

bordo, incluido Zerbino con su maleta.Las corrientes de aire no eran tantraidoras por la mañana y los pilotos notardaron en pasar al otro lado de lamontaña y volar con más facilidad porel valle hacia la Y. A través de lasparedes transparentes de loshelicópteros pudieron contemplar el ríoAzufre, con las orillas salpicadas devegetación, que iban aumentando enextensión y densidad hasta queaterrizaron en los verdes pastos de LosMaitenes.

Allí los chicos saltaron de loshelicópteros y se dejaron caer en lahierba, riendo, dando tumbos,

abrazándose unos a otros y dando avoces gracias a Dios por su salvación.Estaban asombrados ante losalrededores verdes que los rodeaban.Como Eduardo hizo el día anterior,Methol arrancó una flor y empezó acomérsela. Tan extasiado se encontrabaa la vista de los árboles y los pastos,que decidió que cuando regresara alUruguay, pasaría muchos meses en suestancia, simplemente mirando el verdepaisaje que la rodeaba.

El helicóptero de García despegóuna vez más para volver por losandinistas y el asistente sanitario.Mientras tanto, el doctor Sánchez que

pertenecía al Ejército, examinó a lossupervivientes para ver si algunonecesitaba un tratamiento de urgencia.Llegó a la conclusión de que todospodían continuar el viaje; la verdad eraque los chicos se comportaban máscomo si estuvieran en una excursión quecomo inválidos. Mientras unos selavaban en el arroyo que corría próximoa la casa de Serda y González, otroscharlaban con Sergio Catalán y sushijos, y Fito Strauch y Gustavo Zerbinole pidieron el caballo para dar un paseo.

Estuvieron en Los Maitenes durantemedia hora, mientras llegaba García conLucero, Díaz, Villegas y Bravo. Luego,

todo el grupo volvió a subir a loshelicópteros y continuaron viaje hastaSan Fernando. Fito Strauch, BobbyFrançois, Moncho Sabella y GustavoZerbino iban en el primer helicóptero ytan pronto como aterrizaron en loscuarteles del Regimiento Colchagua, lospadres de Fito fueron a recibir a su hijo.Sus rostros eran como máscaras dedolor, tal era su alegría, y tan prontocomo se detuvo la hélice y se abrió lapuerta, ya tenían a su hijo en los brazos.Rosina lo abrazó y mientras lo hacía,rezaba a su pequeña Virgen delGarabandal que había realizado elmilagro.

Después de los Strauch llegaron losZerbino, con los ojos secos y el rostrosereno, para recibir a su severo ysaludable hijo y, detrás de ellos, comosi se hubiera establecido un orden deprecedencia de acuerdo con el grado defe que los padres habían tenido en lasalvación de sus hijos, llegaron lospadres de Bobby François. El muchachoa quien diez semanas antes habían dadopor muerto, estaba ahora entre ellos y laalegría parecía incapacitar por completoal doctor François, un hombre silenciosoy de ademanes lentos, que habíaadelgazado desde la última vez que suhijo lo había visto y que mientras se

dirigía hacia el helicóptero parecíaexcitado y confuso. Para los Strauch eincluso para los Zerbino, el retorno delhijo significaba el premio a susesfuerzos y esperanzas. Para el doctorFrançois era una resurrección, que comohombre de ciencia, ni había pedido niesperado.

En el siguiente helicóptero llegaronRoy Harley, Javier Methol, AntonioVizintín y Pancho Delgado. De estoscuatro, sólo Roy encontró a sus padresesperándolo. Para ellos también era unarecompensa a su fe y sus esfuerzos, perocomo todos los otros padres, su alegríase veía menguada por el dolor y la

compasión que sentían por todo lo quehabían pasado sus hijos. Vieron que elchico a quien despidieron como unsaludable jugador de rugby, ahora sóloera piel y huesos. Toda la carne habíadesaparecido de su cuerpo. Tenía losojos hundidos, pegada la piel a loshuesos de las mejillas, y las manosparecían las de un esqueleto cubiertaspor la piel. Y no sólo lasmanifestaciones exteriores ocasionadaspor el hambre y las privaciones lesdecían cuánto había sufrido: lo decíatambién la expresión de sus ojos.

Después del encuentro con lospadres, los ocho supervivientes fueron

llevados a la enfermería del regimientopara ser sometidos a otra revisiónmédica, mientras que los doctores, elComité de Acción y el encargado denegocios uruguayo, César Charlone,discutían si sería conveniente llevarlosal hospital de San Fernando, como sehabía hecho con los otros ocho, odirectamente a Santiago. Una vez que sellegó a la conclusión de que estaban encondiciones para continuar el viaje,decidieron llevarlos a Santiago. Era elsábado día 23 de diciembre y se creíaque era importante reunir a todo el grupocon sus parientes para que celebraranlas Navidades. Por tercera vez aquel

día, los supervivientes embarcaron enlos helicópteros. Se permitió a losHarley y a la señora Zerbino queviajaran con sus hijos y, todos juntos,despegaron de los cuarteles delRegimiento Colchagua y poco tiempodespués tomaron tierra en la terraza delhospital del Servicio Nacional de Salud—llamado Posta Central— en Santiago.

2

Mientras tanto, en el hospital de SanJuan de Dios de San Fernando, el primergrupo de supervivientes durmió porprimera vez en una cama desde hacíasetenta y un días. No fue fácil para ellosacostumbrarse a la comodidad. DanielFernández soñó que bajaba unaavalancha por la ladera de la montaña, yse despertó para encontrarse con que loque lo cubría no era nieve, sino lasblancas sábanas y mantas. Trató dedormir de nuevo, pero se sentíaincómodo.

—¿Quién es el estúpido que me estádando patadas? —dijo para sí y, una vezmás, se despertó solo en la cama delhospital.

Coche Inciarte durmió másprofundamente que Fernández y lodespertaron los trinos de los pájaros.Continuó acostado, asombrado y feliz, ycuando una enfermera entró en lahabitación, le pidió que abriera laventana. Así lo hizo, y respiró el airefresco. Al mismo tiempo, lossupervivientes que se encontraban enmejores condiciones físicas que él,salieron de las habitaciones y sesentaron en las sillas de las galerías

cuyas ventanas daban a las estribacionesde los Andes.

A las ocho en punto, el padre Andrésregresó al hospital con un magnetófono ygrabó algunas manifestaciones de lossupervivientes.

—Teníamos un enorme deseo devivir —dijo Mangino—, y fe en Dios.Nuestro grupo siempre estuvo unido.Cuando alguien se desanimaba, losdemás se aseguraban de que volviera aanimarse. Al rezar el rosario todas lasnoches, nuestra fe iba en aumento y astafe nos ayudó a mantenernos. Dios nos haproporcionado una experiencia paracambiar nuestras vidas. Yo he

cambiado. Ahora sé que debocomportarme diferentemente de como lohacía…, todo gracias a Dios.

—Esperamos predicar la fe almundo —dijo Carlitos Páez—. Aunqueesta experiencia ha sido muy triste portodos los amigos que hemos perdido,nos ha ayudado mucho; la verdad es queha sido la mayor experiencia de mi vida.En lo que se refiere a los viajes, jamásen mi vida volveré a subir a un avión.Viajaré en tren… He tenido muchasexperiencias como jugador de rugby.Cuando consigues un ensayo, no eres tú,sino todo el equipo, quien marca. Estoes lo mejor del juego. Si hemos sido

capaces de sobrevivir, ha sido porqueactuamos con espíritu de equipo, congran fe en Dios, y porque rezamos.

A las diez y media se organizó unaconferencia de prensa en la terrazaexterior del pabellón privado, en la queparticiparían todos los desesperadosperiodistas que habían estado sitiando elhospital desde el día anterior. Inciarte yMangino se quedaron en cama, pero losotros cuatro permitieron que losfotografiaran, ya que ahora estabanvestidos con ropas que el hospital habíacomprado o que los comerciantes de SanFernando les habían regalado. Laconferencia fue corta y se dijo muy

poco. Cuando les preguntaron de qué sehabían alimentado, respondieron quehabían comprado una enorme cantidadde queso en Mendoza, y de algunashierbas que crecían en las montañas.

A las once, el obispo de Rancagua,asistido por otros tres sacerdotes,celebró una misa en la iglesia deladrillo del hospital. Los supervivientes,algunos en sillas de ruedas, estaban enprimera fila de la congregación. Fue unmomento emocionante para todos Y enlos rostros demacrados de lossupervivientes se podía ver la expresiónde amor y gratitud que sentían haciaDios. En todas las semanas que habían

estado esperando este día, ni por un soloMomento perdieron la fe en Él. Nuncahabían dudado de su amor y suaprobación en la horrorosa lucha queestaban sosteniendo para sobrevivir.Ahora, aquellas bocas que habíancomido los cuerpos de sus amigos,estaban hambrientas del Cuerpo y laSangre de Cristo; y, una vez más, de lamano de un sacerdote de su Iglesia,recibieron el sacramento de laComunión.

Después de la ceremonia sedispusieron a salir para Santiago, puesya estaba decidido que mientrasMangino e Inciarte irían en ambulancia a

la Posta Central, los otros seis podían irdirectamente al Hotel Sheraton SanCristóbal, donde todos los uruguayoscelebrarían la Navidad.

Antes de partir, algunos de lossupervivientes aceptaron invitacionespara comer con varios ciudadanos deSan Fernando. La familia Canessa fue acasa del doctor Ausin, en tanto queParrado, con su padre, hermana ycuñado, fueron a un restaurante con Mr.Hughes y su hijo Ricky, después de locual recorrieron los ciento cuarentakilómetros que los separaban deSantiago en un Chevrolet Cámaro, unaalegría para Parrado que no se sentía

acobardado por su experiencia en losAndes.

Javier Methol fue el primero delsegundo grupo de supervivientes queentró en la Posta Central de Santiago.Habían preparado un pabellón en elúltimo piso del hospital y, como elhelicóptero tomaba tierra en la terraza,sólo tuvieron que bajar un tramo deescaleras. Pero a lo largo de los anchoscorredores se agolpaba una multitud,sonriendo, aplaudiendo y algunosllorando de alegría a la vista de losjóvenes uruguayos que tanmilagrosamente habían sido devueltos ala civilización.

Tan pronto como le mostraron lacama, Javier Methol, que aún vestía lasropas que llevaba en los Andes,preguntó si le permitían ducharse.

—Naturalmente —le contestó laenfermera y lo llevó en la silla deruedas hasta un baño cercano.

Después le explicó que como ellaera la responsable de su cuidado,debería quedarse con él mientras tomabala ducha. Methol la tranquilizó. Aunquehubiera sido el hombre más modesto delmundo, ni una multitud de enfermeras lehabrían impedido tomar aquella ducha.Se quitó las sucias ropas y se metió bajolos potentes chorros de agua caliente.

Luego se frotó la piel de sus delgadoshombros y espalda, pero le causabadolor tanta alegría. Cuando salió de laducha y se puso la bata blanca delhospital, se sintió un hombre nuevo.Volvió a sentarse en la silla de ruedas yla enfermera lo llevó al pabellón dondese encontró con un grupo de compañerosque todavía llevaban las mismas ropassucias.

—Por favor —dijo Methol—, porfavor, saquen de aquí a estos sucios.

Tan pronto como los pacientesestuvieron limpios, los médicos de laPosta Central los examinaron,observándolos por la pantalla y

analizándoles la sangre. Una vezterminado el reconocimiento, losmédicos permitieron a todos, excepto aHarley y Methol, que se trasladaran alHotel Sheraton San Cristóbal aquellamisma tarde. A estos dos losacomodaron en un pabellón junto conInciarte y Mangino que ya habíanllegado de San Fernando. De los cuatro,el estado de Roy era el más crítico, pueslos análisis de sangre revelaron una grancarencia de potasio, que ponía enpeligro el corazón.

Los otros no sólo estaban bienfísicamente, sino que tenían la moralmuy alta. Gustavo Zerbino escapó del

hospital para ir a comprarse unoszapatos, acompañado por su padre, conquien se encontró en la calle. MonchoSabella bebió una botella de «Coca-Cola», y el líquido le produjo hinchazónde estómago.

También sufrió a causa del celo deuna joven enfermera tan dispuesta aayudar a los jóvenes uruguayos que tratóde sacar sangre del brazo de Moncho sinque, al parecer, supiera encontrar lavena con la aguja. Moncho soportó estainvestigación científica, aunque tuvo elbrazo dolorido durante los tres díassiguientes; pero él, lo mismo que suscompañeros, estaba totalmente

convencido de cuál debía ser sumedicina; mientras los doctoresexaminaban su estado, ellos pedíancomida.

Las enfermeras les llevaron té,galletas y queso. Inmediatamentepidieron más queso. Se lo dieron, ypoco tiempo después, les sirvieron lacomida: filetes con puré de patatas,tomates, mayonesa y luego gelatina. Enpocos segundos se comieron la gelatinay pidieron más. Luego reclamaron pastelde Navidad, pero les dijeron que esto nose lo podían servir. Tenían quedescansar.

A las siete de la tarde, después de

una misa en el anfiteatro de la PostaCentral, Delgado, Sabella, François,Vizintín, Zerbino y Fito Strauch salieronpara reunirse con los otros en el hotel. Alas nueve de la noche, los que sequedaron, vieron recompensada supaciencia con un pedazo de pastel deNavidad. Las enfermeras también lesdijeron que a las once de la noche lesdarían una sorpresa. Y, en efecto, a lahora señalada, recibió cada uno undelicioso dulce de chocolate con crema,dulce que las enfermeras tenían paraellas aquella noche. Los cuatro se locomieron, saboreando cada cucharada, yluego se quedaron dormidos tan felices.

Una hora más tarde, Javier sedespertó. Tenía el estómagodescompuesto. Llamó a una enfermera yle pidió algo para ayudar a la digestión.La enfermera le llevó una bebida que élse tomó, pero una hora más tarde volvióa despertarse afectado de una terriblediarrea. Estaba pagando el precio deldulce de chocolate.

3

Durante la tarde del día 23 dediciembre, todos los uruguayos quehabían salido para Chile al oír lasnoticias del rescate, ya estabanacomodados en Santiago, lossupervivientes con sus padres yparientes en el Hotel Sheraton SanCristóbal en las afueras de la ciudad, ylos padres y familiares de los que nohabían sobrevivido, en el Hotel Crillon,que era más antiguo y estaba situado enel centro.

Allí, en el Crillon, el padre de

Gustavo Nicolich abrió las dos cartasque su hijo escribió y que Zerbino lehabía entregado: «Una cosa que teparecerá increíble —a mí me pareceimposible—, es que hoy comenzamos acortar la carne de los muertos paracomérnosla. No hay otra solución.» Y unpoco más adelante, las palabras con queel chico tan noblemente había predichosu destino:

«Si llega el día en que yo pudierasalvar a alguien con mi cuerpo, me daríapor satisfecho.»

Esta era la primera noticia que unode los padres que estaban en el Crillontenía de que los cuerpos de sus hijos

habían mantenido con vida a losdieciséis supervivientes, y Nicolich,aniquilado aún por el dolor que le causóla muerte de su hijo, se quedó másanonadado todavía ante las horriblesnoticias de la carta. Considerando enaquel momento que quizá no seconociera nunca la verdad, sacó lacuartilla de la carta que iba dirigida a lanovia de Gustavo, Rosina Machitelli, yla escondió.

Mientras tanto, en el Sheraton SanCristóbal, los doce supervivientes aquienes se les había permitido salir delhospital, estaban nadando en unaplenitud absoluta de todo lo que por

tanto tiempo se les había negado. Lamitad de ellos estaban con sus padres.Pancho Delgado y Roberto Canessa seencontraban de nuevo con sus lealesnovias, Susana Sartori y Laura Surraco.En la Posta Central, Coche Inciarteestaba con Soledad González. El hotelcontrastaba por entero con el Fairchild.Era un edificio completamente nuevodesde el cual se veía Santiago, y muylujoso. Tenía piscina y restaurante y esteúltimo era el que más usaban losmuchachos. Cuando Moncho Sabellallegó al Sheraton la tarde del día 23,encontró a Canessa comiéndose un granplato de camarones. Moncho se sentó

inmediatamente en compañía de suhermano que había venido deMontevideo y pidió otro plato decamarones. Muy poco tiempo despuésde haberlos comido, ambos se pusieronenfermos, pero esto no les quitó elapetito. Pidieron más comida ycomenzaron de nuevo con filetes,ensaladas, pasteles y helados.

Por otra parte, ni a Canessa ni aSabella les sorprendía este lujo. Cuandoel doctor Surraco le comentó a Canessaque el hotel le debía parecerextraordinariamente cómodo después dehaber vivido en los restos del avión,Canessa le contestó que, para él, no

había diferencia entre estar en el hotelcomiendo camarones o en la cabaña delos pastores comiendo queso.

Los padres y familiares se sentíantan contentos de tener a los chicos conellos y entre los vivos, que se mostrabanindulgentes ante esta, patológica gula.También comprendían ellos y ellas, quesus hijos y novios no se iban acomportar como si acabasen de llegarde unas vacaciones de verano. Laslargas semanas de sufrimientos yhambre, habían dejado su huella en elcomportamiento de los muchachos;como si fueran chiquillos caprichosos,algunos no toleraban que les llamaran la

atención, y cuando no se teníaindulgencia para sus caprichos, semostraban irritables y malhumorados,sobre todo con sus padres, cuyapreocupación por su bienestar lesmolestaba en grado sumo. ¿No habíandemostrado suficientemente que sabíancuidar de sí mismos?

Estos sentimientos fueronaumentados por la reacción de algunospadres ante el aspecto antropófago delMilagro de Navidad. No se hallabanpreparados para recibir esta noticia; porlo tanto, se habían quedado asombradosy la mayor parte de ellos no volvieron ahablar del asunto. También les asustaba

la posibilidad de que la noticiatrascendiera al mundo exterior, y aunquealgunos de los supervivientesconsideraban que la reacción de suspadres era normal, se sentíanfrancamente decepcionados y heridosante la idea de que alguien sehorrorizara por lo que habían hecho. Enlas involuntarias expresiones deasombro y asco, advertían que,planteada la alternativa, preferían quetodos hubieran muerto antes que comerla carne de sus compañeros.

La tranquilidad de sus mentestambién se veía turbada por la legión deperiodistas que preguntaban

incesantemente y fotógrafos que losperseguían disparando sus cámarasdondequiera que estuviesen, o cuandoestaban comiendo o besaban a suspadres. Lo todavía más angustioso eranlas preguntas persistentes de losfamiliares de los chicos que no habíanregresado: los padres de GustavoNicolich y Rafael Echavarren, loshermanos de Daniel Shaw, AlexisHounie y Guido Magri, que fueron delCrillon para conocer las circunstanciasexactas en que habían muerto sushermanos e hijos. Era algo que, por elmomento, los supervivientes nodeseaban recordar ni discutir.

Tampoco se habían adaptado a lavida lujosa del Sheraton. Se sentían muyincómodos en las grandes y blandascamas, porque estaban acostumbrados adormir en posiciones violentas. Aquellanoche, Sabella se despertaba cadamedia hora, y hallándose despierto,llamaba al camarero para que le sirvieraalgo de comer. Fue una noche terriblepara él, y también para su hermano quedormía en la misma habitación.

Al día siguiente, el 24 de diciembre,a los cuatro que se habían quedado en elhospital les dieron de alta y se reunieroncon los demás en el Sheraton, pero losdieciséis estuvieron juntos poco tiempo,

pues las familias de François y DanielFernández decidieron regresarenseguida a Montevideo. Aunque Danieltenía dos tíos y dos tías en Santiago,quería ver a sus padres, y considerabaque era innecesario y absurdo que ellosse trasladaran a Santiago. Por lo tanto,tomó un avión de la KLM en vueloregular a Montevideo. El padre y elhermano de Daniel Shaw iban en elmismo aparato.

Unos muchachos quisieron ir decompras e intentaron alquilar un taxi,pero los chilenos no se lo permitieron ylos llevaron a la ciudad en susautomóviles. Allí caminaron por las

calles, mirando los escaparates. Todoslos reconocían, porque, acostumbrados amoverse sobre la nieve blanda,caminaban tambaleándose, como lospingüinos. Dondequiera que losreconocían, los habitantes de Santiagolos saludaban con alegría y amabilidad,como si ellos fueran sus propios hijosperdidos y rescatados de los Andes.

Cuando entraron a una tienda deropas y pidieron lo que deseaban, losdueños no quisieron cobrarles einsistieron en que lo aceptaran como unregalo de la casa. Lo mismo sucediócuando llegaron a un estanco donde sehabía formado una larga cola debido a

la escasez de tabaco. Un anciano queestaba delante, insistió en que aceptaransu paquete de cigarrillos.

En otra ocasión, cuando regresabanal hotel (Parrado se fue andando desdeel centro de Santiago) y un grupo sesentó a comer y pidió una botella devino blanco, los chilenos que estaban enla mesa de al lado, les dieron su botella.En el bar los obsequiaron con whisky ychampaña, y a la entrada del hotel, unchiquillo les regaló una gran caja dechicles.

No sólo los trataban y admirabancomo héroes que habían conseguido unextraordinario triunfo sobre los

aterradores Andes que se extiendenmajestuosos a lo largo de todo Chile,sino como demostración viviente de unmanifiesto milagro. El queso y lashierbas que ellos decían que lespermitieron sobrevivir, parecían unafuente tan escasa de alimentación comolos panes y los peces de la Biblia. Susalvación parecía por entero milagrosa.Una mujer que tenía un hijo enfermo, fuehasta el hotel en la creencia de que siabrazaba tan sólo a uno de lossupervivientes, su hijo se curaría.

Aquella tarde de Navidad, secelebró la fiesta organizada por CésarCharlone. Fue un momento de intensa

emoción para todos. Sólo cuatro díasantes parecía que no había esperanza deque los padres pudieran volver a ver asus hijos, o que los chicos pudieranpasar la Navidad con sus padres. Ahoraestaban reunidos. La ardiente fe deMadelón Rodríguez, Rosina Strauch,Mecha Canessa y Sarah Strauch; laheroica búsqueda de Carlos PáezVilaró, Jorge Zerbino, Roy Harley yJuan Carlos Canessa, todos tenían larecompensa en los cuerpos vivos de sushijos allí presentes. Como con Abrahame Isaac, Dios había evitado el sacrificiode sus hijos en el mismo momento enque el mundo cristiano se preparaba

para conmemorar el nacimiento del suyopropio.

Aquella noche, un poco más tarde,un jesuita uruguayo que enseñabaTeología en la Universidad Católica deSantiago, fue al hotel por invitación dela señora Herrera de Charlone para quehablara con algunos de lossupervivientes a fin de que los prepararapara la misa que se iba a celebrar al díasiguiente. Y así fue. El padre Rodríguezse quedó hablando con Fito Strauch yGustavo Zerbino hasta las cinco de lamañana. Le dijeron que habían comidolos cuerpos de sus amigos paramantenerse con vida y, lo mismo que el

padre Andrés en San Fernando, el padreRodríguez no dudó en aprobar ladecisión que habían tomado. Cualquierduda que pudieran tener sobre lamoralidad de lo que habían hecho,quedaba disipada por el espíritu sensatoy religioso con que habían tomado taldecisión. Los dos le contaron lo queAlgorta había dicho cuando cortaroncarne del primer cuerpo y mientras eljesuita descartaba cualquier relaciónentre el canibalismo y la Comunión,quedó emocionado, como otros lohabían estado, por el espíritu piadosoque se puso de manifiesto en el acto.

La misa de Navidad se celebró en la

Universidad Católica a las doce del díasiguiente y el sermón que pronunció elpadre Rodríguez, aunque no hizomención a la antropofagia, fue unaaprobación inequívoca de lo que losjóvenes habían hecho para mantenersecon vida. Aunque no todos los chicos osus familiares estaban familiarizadoscon Karl Jaspers, o el concepto de unasituación límite, todos creían en laautoridad de la Iglesia Católica y sesintieron completamente tranquilizadospor lo que allí se dijo.

Fue la calma que precedió a latempestad. La continuación de lacelebración de la Navidad después que

terminó la misa, marcó las últimas horasde tranquilidad que iban a pasar enSantiago. Periodistas de todo el mundocontinuaban vigilándolos como si fueranlos cóndores en los Andes y estaba claropara los uruguayos que ellos todavía nohabían encontrado el rastro de su presareal. No era que los muchachos o lospadres conspiraran, más allá de laspiadosas mentiras de las hierbas y elqueso, para ocultar lo que habían hecho;era que esperaban que la noticia no seextendiera antes de que llegaran aMontevideo.

La noticia se publicó en unperiódico peruano e inmediatamente la

reprodujeron los periódicos deArgentina, Chile y Brasil. Tan pronto losperiodistas que estaban en Santiagoolieron la noticia, cayeron de nuevosobre los supervivientes parapreguntarles si era verdad. Losmuchachos, confundidos, continuaronnegándolo, pero los que habían reveladoel secreto, proporcionaron las pruebas,y el día 26 de diciembre, el periódicode Santiago «El Mercurio» publicó enprimera página la fotografía de unapierna humana a medio comer queestaba sobre la nieve cerca delFairchild. Los muchachos, no sabiendolo que debían hacer, decidieron que, en

lugar de relatar a un periódicodeterminado la historia de lo que habíasucedido, celebrarían una conferenciade prensa cuando regresaran aMontevideo. Como habían estado encontacto con el presidente del club delos Old Christians, Daniel Juan,acordaron que la conferencia lacelebrarían en su antiguo colegio, elStella Maris.

Estas eran frágiles defensas contra elciclón que se desató a su alrededor. Lanoticia, que había sido comunicada a losperiódicos por los andinistas, no mitigóel apetito de la prensa mundial, y en elhotel, bombardearon a los muchachos

con constantes preguntas que se negarona contestar. La verdad es que seenfadaron cada vez más con losperiodistas que no mostraban ningúntacto en lo que preguntaban. Unperiodista argentino sugeríaconstantemente que no había habidoavalancha, sino que la habían inventadopara ocultar el hecho de que los másfuertes habían matado a los más débilespara procurarse alimentos.

Los supervivientes todavía sehallaban en un estado dehipersensibilidad y estos asaltos losirritaban. Además, vieron que unarevista chilena, habitualmente

especializada en pornografía, habíadedicado dos páginas para publicarfotografías de extremidades y huesosque estaban sobre la nieve alrededor delFairchild. Otro periódico chilenopublicó la historia bajo el título «QueDios los perdone». Cuando algunos delos padres vieron esto, llorarondesconsoladamente.

El ambiente en el Sheraton SanCristóbal se había envenenado con esterumor. Los supervivientes estabanimpacientes por regresar a Montevideoy, muy a pesar suyo, decidieron ir enavión y no en autobús o en tren.Charlone, a quien algunos padres no

habían perdonado por la queconsideraban inadecuada forma de tratara Madelón Rodríguez y Estela Pérez,reservó un Boeing 727 de las LAN Chilepara que regresaran el día 28 dediciembre. Antes de esto, Algorta semarchó con sus padres a casa de unosamigos en las afueras de Santiago.También Parrado abandonó el SheratonSan Cristóbal en compañía de Juan,Graciela y su padre; primero fueron alSheraton Carrera en el centro deSantiago y después a una casa en Viñadel Mar que les dejaron unos amigos.Estaba cansado de que le hicieranfotografías y asqueado de las preguntas

mordaces de los periodistas. Incluso lasconstantes fiestas le deprimían porque,aunque él estaba vivo, las dos mujeresque más había querido en su vida erandos cadáveres congelados en los Andes.

DECIMOQUINTAPARTE

1

La historia de la supervivencia delos jóvenes uruguayos después de diezsemanas en los Andes, había sido losuficientemente sensacional como parainteresar a todos los periódicos yemisoras de radio y televisión delmundo entero, pero cuando se extendióla noticia de que habían logradosobrevivir comiendo los cuerpos de losmuertos, esos mismos medios deinformación se enfurecieron. La historiase radió e imprimió en todas lasnaciones del mundo, con una sola

excepción: Uruguay.Naturalmente habían publicado

reportajes del descubrimiento y rescatede los supervivientes, pero cuando losrumores de canibalismo llegaron a lasredacciones de los periódicos, primerolos acogieron con escepticismo y luegocon reserva. En aquel tiempo no habíacensura de prensa (excepto laprohibición de mencionar a lostupamaros); la decisión de losperiodistas uruguayos de esperar a quesus compatriotas regresaran aMontevideo y dar su versión de loshechos, sólo se puede explicar como elproducto de una espontánea y patriótica

reserva.No quiere esto decir que no hubiera

periodistas deseosos de averiguar laverdad, pero como casi todos lossupervivientes todavía estaban enSantiago, no era cosa fácil de conseguir.De todas formas, Daniel Fernández ya seencontraba en Montevideo. Lo habíanrecibido sus padres en el aeropuerto deMontevideo, desde donde lo condujerona su piso y no permitieron que nadie lovisitara. Pero al día siguiente toda lamanzana estaba sitiada por amigos yperiodistas deseosos de verlo. Era eldía de Navidad y los Fernández nopodían mantener la puerta cerrada para

siempre, así que la abrieron para admitira un amigo, pero una vez abierta, nopudieron volver a cerrarla. Una multitudde periodistas y conocidos penetraronen el apartamento y Daniel permitió quelo entrevistaran.

Se sentó frente a los periodistas y,de repente, uno de ellos le dio un trozode papel y le pidió que lo leyera. Daniello desdobló y vio que era un mensajetransmitido por télex con la noticia deque él y los otros quince supervivienteshabían comido carne humana.

—No tengo nada que decir sobreesto —dijo.

—¿Puede confirmarlo o negarlo? —

preguntó el periodista.—No tengo nada que decir hasta que

mis amigos estén de vuelta en Uruguay—contestó Daniel.

Mientras se cruzaba este diálogo,Juan Manuel Fernández leyó el télex.

—El hombre que escribió esto es unhijo de perra y el que lo trajo aquí es unhijo de perra más grande todavía —dijoiracundo.

Estaba a punto de echarviolentamente de la casa al periodista,pero un amigo de Daniel lo contuvo y elperiodista salió sin dificultad.

Cuando se hubo marchado,Fernández llevó aparte a su hijo

diciéndole:—Mira, ahora tienes que decir que

eso no es verdad.—Es verdad —repuso Daniel.El padre miró a su hijo con una

expresión de disgusto en el rostro, peromás tarde, cuando se dio cuenta que eraalgo que su hijo había hecho empujadopor la necesidad, se acostumbró a laidea y se sorprendió de que esto no se lehubiera ocurrido antes.

2

El Boeing 727 de LAN Chile quehabía sido fletado por Charlone paratrasladar a los supervivientes y susfamilias a Montevideo, llevaba latripulación especial que usaba elpresidente Allende cuando iba a bordo.Estaba preparado en la pista delaeropuerto de Pudahuel la tarde del día28 de diciembre, mientras que lossesenta y ocho pasajeros eranemocionada y ceremoniosamentedespedidos por los chilenos que tan bienlos habían tratado durante toda su

estancia en el país.Subieron al avión a las cuatro de la

tarde, pero tuvieron que esperar unahora antes de despegar. La primerarazón era la ausencia de Vizintín, quehabía sido retenido en Santiago en elcurso de una entrevista; luego, noticiasde mal tiempo en la cordillera. Esto eradesagradable, pero la tripulación, parano alarmar a los supervivientes, lesdijeron que se les había acabado el jugode frutas y que tenían que esperar sureposición.

Llegó Vizintín, pero el avión todavíacontinuó en la pista. Los supervivientesse mostraban nerviosos y tensos, atados

a sus asientos. La mayor parte hubierapreferido regresar por tierra, pero elviaje en tren a través de los Andes y laArgentina se consideraba peligrosodebido al estado de su salud.

Por fin los partes meteorológicosfueron favorables y el avión despegó.Un poco más tarde, el piloto,comandante Larson, anunció que estabansobrevolando Curicó, pero nadie aceptóla invitación de pasar a la cabina paraver la ciudad cuyo nombre tanto habíasignificado para ellos. El grupo estabanervioso, no porque estuvieran de nuevoen un avión, sino por la incertidumbrede lo que les esperaba en Uruguay.

Hablaban entre ellos y con los dosperiodistas chilenos que losacompañaban.

Uno de éstos, Pablo Honorato, de«El Mercurio», estaba sentado al ladode Pancho Delgado, quien, cuando elavión descendió para tomar tierra en elaeropuerto de Carrasco, se puso aúnmás nervioso de lo que había estado y seagarró a Honorato. Entonces se dierongritos de «¡Viva Uruguay!», y luego«¡Viva Chile!», para mantener el valorde los supervivientes. Cuando el avióndescribía un círculo sobre Montevideo ycuando vieron las aguas enlodazadas delRío de la Plata y los tejados y calles de

su amada ciudad, comenzaron a cantar elhimno nacional:

Orientales, la Patria o la tumba,Libertad o con gloria morir… Cuando las últimas palabras salían

de sus labios, el avión tocó suelouruguayo.

El aparato rodó por la pista y sedetuvo frente al mismo edificio del quecon tanto optimismo habían salido hacíacasi once semanas. Las diferencias entreaquella salida y esta llegada, eranmuchas; si antes sólo uno o dosmiembros de la familia de cada uno

habían ido a despedirlos, ahora toda laciudad de Montevideo parecía estar allípara recibirlos, incluida la esposa delpresidente del Uruguay. Los balconesdel edificio del aeropuerto estabanrepletos de gente que gritaba y lossaludaba, e incluso había cordones depolicía para evitar que toda esta gentepenetrara en la pista.

Los supervivientes y sus familiaresfueron conducidos hacia unos autobusesparados al lado del avión. Losmuchachos querían que los llevaranfrente a los balcones para poder saludara sus amigos, pero según instruccionesdel ejército, fueron llevados

directamente desde el aeropuerto alColegio Stella Maris.

Todo estaba preparado para sullegada. El gran salón de actos,diseñado por el padre de MarceloPérez, había sido dispuesto como parauna entrega de títulos, con una largamesa en una tarima y una red demicrófonos y altavoces que permitiría alos periodistas, que ya estaban sentadosde frente a este escenario, oír lo que sedijera. No sólo fueron los HermanosCristianos quienes dispusieron esto, sinoel personal del club de los OldChristians, que saludaron a lossupervivientes cuando los autobuses

entraban por la senda del colegio.Fue una reunión emocionante en la

que lo confuso de la situación, loszumbidos y chasquidos de las cámarasen torno a ellos, conseguía disimular latremenda realidad de que entre los quebajaban de los autobuses y ocupaban sulugar en la tribuna, sólo había tresmiembros del equipo de rugby que habíasalido para Chile: Canessa, Zerbino yVizintín. Parrado y Harley todavíaestaban en Chile. Cuando Daniel Juan yAdolfo Gelsi miraban los delgados ybarbudos rostros, buscaban a suscampeones —Pérez, Platero, Nicolich,Hounie, Maspons, Abal, Magri,

Costemalle, Martínez-Lamas, Nogueiray Shaw—, pero ninguno de ellos estabaallí.

Todo el grupo de supervivienteshabía confiado la conferencia de prensaal cuidado de los Old Christians y conasombrosa calma en aquella caóticasituación —una habitación llena deperiodistas de todo el mundo, padres delos supervivientes, padres de losmuertos, amigos, familiares y cámarasde televisión— Daniel Juan tomóasiento ante el centro de la mesa ycomenzó la conferencia.

Los supervivientes habían decididoque hablarían por turno, cada uno de

ellos de un aspecto concreto de suexperiencia y cuando terminaranpreguntarían a los periodistas uruguayossi deseaban hacerles más preguntas. Laúnica disputa que había surgido era decómo debían tratar la cuestión de laantropofagia. Algunos muchachos y suspadres, creían que debían ser francossobre lo sucedido, otros considerabanque sería suficiente hacer alguna vagaalusión. Un tercer grupo, principalmenteCanessa y su padre, consideraban que nose debía hacer ninguna mención a esteasunto.

Se llegó a un acuerdo: Inciartehablaría de ello. Se ofreció a hacerlo y

todos convinieron en que era la personamás apropiada, por su actitudmentalmente madura sobre lo sucedido,pero el mismo día de la conferencia,Coche comenzó a dudar de sucapacidad. Tartamudeaba y temíadesmoronarse frente a los periodistas ylas cámaras. Pancho Delgado se ofrecióvoluntario para ocupar su puesto.

Comenzó la conferencia. Losocupantes del salón escucharon ensilencio mientras que los supervivientes,uno tras otro, relataban su trágica yheroica historia y, luego, le llegó elturno a Delgado. De pronto reaparecióaquella elocuencia suya, que de tan poco

le había servido en la montaña.—Cuando uno se despierta por la

mañana entre el silencio de las montañasy ve a su alrededor los picos cubiertosde nieve —algo majestuoso,sensacional, algo que asusta—, uno sesiente solo, solo, solo en el mundoexcepto por la presencia de Dios.Porque les puedo asegurar que Dios estáallí. Todos lo sentimos en nuestrointerior y no porque seamos jóvenespiadosos que están rezando durante todoel día, aunque tenemos una educaciónreligiosa. De ninguna manera. Pero allíuno siente la presencia de Dios. Unosiente, por encima de todo, lo que se

llama la mano de Dios, y se permite a símismo ser guiado por ella… Y cuandollegó el momento en que no nosquedaron más alimentos, o cosaparecida, pensamos que si Jesús en suúltima cena compartió su carne y susangre con los apóstoles, fue como laseñal de que deberíamos hacer lomismo: tomar la carne y la sangre comouna comunión íntima entre nosotros. Estofue lo que nos ayudó a sobrevivir, yahora no queremos que esto, que paranosotros fue algo íntimo, íntimo, seamirado o tocado, o cualquier cosa comoésa. En un país extranjero tratamos deexplicar la cuestión de una forma tan

espiritual como fuera posible, y ahora selo decimos a ustedes, nuestroscompatriotas, tal como sucedió…

Cuando Delgado terminó, eraevidente que todos los presentes estabanprofundamente conmovidos por lo quedijo, y cuando Daniel Juan preguntó alos periodistas si deseaban hacer algunapregunta a los supervivientes, lecontestaron que no. Entonces, todos lospresentes respondieron con unespontáneo «¡Bravo!» para losrepresentantes de la prensa uruguaya einternacional, seguido de otro paraaquellos que habían muerto.

3

Con la terminación de la conferenciade prensa, finalizó la prueba pública delos supervivientes, que había seguidotan inmediatamente a su prueba privada,y por fin pudieron retornar a sus hogaresy a sus familias, lo que tanto habíandeseado conseguir cuando estabanatrapados en los Andes.

No fue fácil adaptarse a la realidad.Su experiencia había sido larga yterrible; los efectos calaron hondo en suconsciente y su subconsciente, y sucomportamiento reflejó este trauma.

Muchos chicos se irritaban y eranbruscos con sus padres, novias,hermanos y hermanas. Se enfadabancuando no podían satisfacer el menorcapricho. Muy a menudo estaban tristesy se quedaban silenciosos de improvisoo hablaban sobre el accidente. Pero,sobre todo, comían. Tan pronto lesponían un plato en la mesa, lo devorabany, cuando se terminaba la comida, seatiborraban de chocolatinas, de maneraque Canessa, por ejemplo, se hinchó enpocas semanas.

Los padres se sentían perplejos anteeste comportamiento. Algunos ya fueronadvertidos por los psiquiatras de

Santiago que habían examinadosomeramente a alguno de sus hijos,cuando dijeron que a éstos les seríadifícil readaptarse a la vida normal yque ellos no podrían hacer mucho paraayudarlos. Su caso, naturalmente, era tanextraño para los psiquiatras como paralos mismos padres, porque en la historiahabía muy pocos casos parecidos al delos muchachos. Nadie sabía cómo iban areaccionar. Lo único que todos podíanhacer era esperar.

Algunos padres todavía no habíanreaccionado. Era como si se sintieranparalizados por la sorpresa y la gratitudante aquellos hijos a quienes ya habían

dado por muertos. La madre de CocheInciarte era incapaz de apartar la vistade su hijo mientras él comía. Por lanoche se acostaba en la mismahabitación, pero no dormía; vigilaba asu hijo durante su sueño.

Las madres que estaban mejorpreparadas para enfrentarse con estasituación eran Rosina y Sarah Strauch yMadelón Rodríguez. Estas mujerestenían una gran personalidad y nadapodía intimidarlas; también recordabansus aventuras mientras sus hijosestuvieron perdidos. Se comportabancomo si su fe y sus oraciones hubiesentomado tanta parte en la salvación de sus

hijos como los esfuerzos que ellosrealizaron. Estaban plenamenteconvencidas de algo que confundíatodavía a los mismos muchachos: elsignificado de todo lo que habíanpasado. Para las tres, los chicos habíandesaparecido y vuelto a aparecer parademostrar al mundo los poderesmilagrosos de la Virgen María y, en elcaso de las hermanas Strauch, de laVirgen de Garabandal.

Los beneficiarios de este milagroestaban justificadamente confusosporque se aventuraron otrasinterpretaciones. De una parte se dabancuenta de que muchos, especialmente

entre personas mayores, estabanasombrados ante lo que habían hecho,porque pensaban que deberían habersedejado morir. Incluso la madre deMadelón, que creía firmemente en elretorno de su nieto, no podía soportareste aspecto de su supervivencia.

De todas formas la Iglesia Católicaactuó rápidamente para deshacer elequívoco.

—No se puede condenar lo quehicieron —dijo monseñor AndrésRubio, obispo auxiliar de Montevideo—, cuando era la única posibilidad quetenían de sobrevivir… Comer, parasobrevivir, el cuerpo de alguien que ha

muerto es incorporar su substancia, y sepuede perfectamente comparar con uninjerto. La carne sobrevive cuando esasimilada por alguien en extremanecesidad, lo mismo pasa cuando el ojoo el hígado de una persona muerta setransplanta a una viva… ¿Quéhubiéramos hecho nosotros en unascircunstancias parecidas? ¿Qué le diríausted a alguien que le revela enconfesión un secreto como éste? Sólouna cosa: que no se atormente por ello…que no se avergüence por algo que le hasucedido a sí mismo y de lo que él nosentiría vergüenza de que le hubierasucedido a otro y de lo que nadie se

avergonzará de que le haya ocurrido aél.

Carlos Partelli, el arzobispo deMontevideo, ratificó esta opinión.

—No veo ninguna objeción moral,ya que fue una cuestión desupervivencia. Siempre es necesariocomer lo que se tenga a mano, a pesar dela repugnancia que pueda causar.

Y finalmente el teólogo deL'Osservatore Romano, Gino Concetti,escribió diciendo que quienes hanrecibido de la comunidad tienen tambiénobligación de dar a la comunidad, o asus miembros individuales, cuando sehallan en extrema necesidad, para

ayudarlos a sobrevivir. Este imperativoconcierne especialmente al cuerpo, quede otra forma está condenado adeshacerse, a la inutilidad. «Teniendoen cuenta estos hechos —dijo el padreConcetti—, consideramos, basándonosen la ética, el hecho de que lossupervivientes del accidente del aparatouruguayo se alimentaran con la únicacomida que tenían a mano, para evitaruna muerte segura. Es legítimo recurrir acuerpos humanos sin vida con el fin desobrevivir.»

Por otra parte, la Iglesia nocompartía el punto de vista expresadopor Delgado en la conferencia de

prensa: que comer la carne de susamigos equivalía a tomar la Comunión.Cuando le preguntaron a monseñorRubio que si el rechazar comer carnehumana podía interpretarse como unaforma de suicidio, contestó: «De ningunaforma podía dársele esta interpretación,pero tampoco el uso del términocomunión era correcto. Se pude decirque es correcto cuando se usa el términocomo una forma de inspiración. Pero noes comunión.»

Estaba claro, por tanto, que lossupervivientes no iban a serconsiderados santos ni pecadores, perocada vez se les asignaba más la

condición de héroes nacionales. Losperiódicos, radio y televisión,comenzaban a estar orgullosos de lo queestos compatriotas habían conseguido.Uruguay es un país pequeño en estevasto mundo, y nunca, desde que seganara el Campeonato Mundial de fútbolen 1950, las actividades de losuruguayos habían alcanzado tantorenombre. Hubo muchos artículosdestacando su valor, resistencia yrecursos. Los supervivientes secrecieron en esta ocasión. Muchosconservaron las barbas y el pelo largo yse sentían orgullosos de que losreconocieran dondequiera que fuesen, en

Montevideo o Punta del Este.A pesar de que en cada entrevista y

artículo se destacaba que el éxito sedebía al trabajo de todo el grupo, erainevitable que algunos de lossupervivientes encajaran más que otrosen el papel de héroes. Algunos, porejemplo, ni siquiera estaban en elescenario. Pedro Algorta se habíareunido con sus padres en Argentina.Daniel Fernández se retiró con suspadres a la finca que tenían en el campo.Sus dos primos, Fito y Eduardo Strauch,se sentían demasiado taciturnos comopara proyectar al público la imagen queles correspondía en el papel que

representaron en la montaña.El exponente más claro de toda la

experiencia era Pancho Delgado, cosamuy natural porque era él quien se habíaenfrentado con la cuestión de laantropofagia en la conferencia deprensa, y la prensa lo perseguía en buscade más información. Delgado se crecióante la ocasión. Acompañado de Poncede León, fue en autobús a Río de Janeiropara aparecer en televisión y concederuna larga entrevista a la revista chilena«Chile Hoy» y a la argentina «Gente».No era una sorpresa que Delgadohiciera uso de su talento, hallándose enuna situación en que podía hacerlo

valer, y que la prensa se aprovechara dela elocuencia de este superviviente.Pero tanto destacar en la opiniónpública no le favoreció entre susantiguos compañeros.

El otro miembro del grupo cuyocomportamiento no fue aceptado pormuchos, era Parrado. Su carácter habíasufrido una metamorfosis mucho mayorque la de los otros. El muchacho tímidoe inseguro, había salido de la pruebacomo un hombre dominante y seguro desí mismo que dondequiera que fuese erareconocido y aclamado como el héroede la odisea de los Andes, pero elhombre todavía conservaba el gusto y el

entusiasmo del joven y, habiéndoselibrado de su familiaridad con la muerte,estaba dispuesto a entregárseles.

Creyendo que había muerto, su padrehabía vendido la motocicleta Suzuki 500a un amigo, pero estaba tan contento deque Nando hubiera regresado de sutumba, que le compró un Alfa Romeo1750. Parrado recorría a toda velocidadlas costas de Punta del Este paradisfrutar de la dulce vida de las playas,cafés y boites de aquel maravillosolugar. Todas las hermosas muchachasque anteriormente lo consideraban eltímido amigo de Panchito Abal, ahora sedesvivían por él y competían entre ellas

para llamar su atención. Parrado no seamilanó. La única cosa que lo apartabade Punta del Este, eran las carreras defórmula uno, en Buenos Aires. Allíconoció a Emerson Fittipaldi y a JackieStewart y se fotografiaron juntos, porquedondequiera que fuera Parrado, loseguía una multitud de fotógrafos yperiodistas.

Todas estas fotografías aparecían enlos periódicos uruguayos y llenaban deconsternación a sus quince compañeros.Cuando el periódico publicó unafotografía de él entre las sonrientesbellezas en traje de baño de un concursode belleza del cual él era jurado,

protestaron y Parrado se retiró. Para él ypara los demás, la unidad de losdieciséis tenía todavía gran importancia.

Mientras reconocía que losesfuerzos combinados de todo el grupoeran los que habían salvado sus vidas,Parrado sentía que su propio éxito eraun triunfo que tenía derecho a celebrar.La vida había triunfado sobre la muertey había que vivirla en toda su plenitud,como antes lo había hecho… pero,naturalmente, algunas cosas cambiaronpara siempre. Una noche a mediados deenero, fue a una boite con un amigo ydos chicas. Era un lugar que habíafrecuentado en compañía de Panchito

Abal y nunca había vuelto desde elaccidente. Cuando se sentó a la mesa ypidió las bebidas, repentinamente se diocuenta de que Panchito estaba muerto y,por primera vez en los tres meses deprueba y sufrimientos, rompió a llorar.Se cayó hacia adelante sobre la mesa ylloró y lloró y lloró. No podía contenerel raudal de lágrimas, así que los cuatroabandonaron la sala. Poco tiempodespués, Parrado comenzó de nuevovendiendo tuercas y tornillos en «LaCasa del Tornillo».

La razón por la que los otros quincesupervivientes vieron con agrado elretorno de Parrado a la clase de vida

que había llevado antes con normalidad,era porque ellos tenían un concepto máselevado, casi místico, de la experiencia.Inciarte, Mangino y Methol estabanseguros de que había sido un milagro.Delgado pensaba que el habersobrevivido al accidente, la avalancha ylas semanas que siguieron, se debía aque fueron conducidos por la mano deDios, pero que la expedición fue más unacto de valor humano. Canessa, Zerbino,Páez, Sabella y Harley pensaban todosque Dios había representado un papelmuy importante, que Él había estadopresente en la montaña. Por otra parte,Fernández, Fito y Eduardo Strauch, en

unión de Vizintin, estaban másinclinados a pensar, con toda modestia,que su supervivencia se debía a suspropios esfuerzos. Estaban seguros deque las oraciones los habían ayudado —fue algo que los mantuvo unidos comoun salvavidas contra la desesperación—, pero si sólo hubieran confiado en lasoraciones, todavía se encontrarían en lamontaña. Quizás el valor más grandeque se podía atribuir a la gracia de Diosera haber podido conservar su cordura.

Los dos más escépticos ante el papelque había tenido Dios en su rescate eranParrado y Pedro Algorta. Parrado teníauna razón, porque, como otros muchos

entre ellos, no veía con humana lógica laselección que se había hecho entre vivosy muertos. Si Dios los había ayudado aellos a vivir, había permitido que losotros murieran. Y si Dios era bueno,¿cómo había permitido que su madremuriese y que Panchito y Susanasufrieran tanto antes de su muerte? QuizáDios los quería en el Cielo, pero ¿cómosu madre y su hermana podían serfelices allí mientras él y su padrecontinuaban sufriendo en la tierra?

El caso de Algorta era máscomplejo, porque su educación con losjesuítas en Santiago y Buenos Aires lohabía preparado para enfrentarse con los

misterios de la religión católica muchomejor que a los otros, la simpleeducación teológica que recibieron conlos Hermanos Cristianos. Pero aun así,había sido, antes de salir, uno de losmás religiosos entre los pasajeros delavión. No tenía la fácil, aunque a vecesnada ortodoxa familiaridad con Diosque poseía Carlitos Páez, pero laorientación de su vida, especialmentesus creencias políticas, estabandirigidas en torno a la finalidad de queDios es amor, pero había aprendido queel amor de Dios era algo con lo que nose podía contar en la supervivencia. Nohabían bajado los ángeles del cielo para

ayudarlos. Fue su propio valor yresistencia lo que les había salvado. Laexperiencia, por tanto, lo había hechomenos religioso; ahora creía más en elhombre.

Pero de todas formas, todos estabande acuerdo en que la prueba que habíanpasado había cambiado su actitud haciala vida. Los sufrimientos y lasprivaciones les hicieron ver lo frívolasque habían sido sus vidas. El dinero notenía ningún valor. Nadie allá arribahubiera vendido un solo cigarrillo porlos cinco mil dólares que habían juntadoen la maleta. Cada día que pasaba ibaarrancando en ellos capa tras capa de

superficialidad, hasta que sólo sequedaron con lo que realmente lesimportaba: sus familias, sus novias, sufe en Dios y su Patria. Ahoradespreciaban el mundo de la moda, lassalas de fiestas, las chicas casquivanas yla vida fácil. Estaban decididos a tomarsu trabajo más en serio, ser más devotosy dedicar más tiempo a sus familias.

No tenían intención de guardar parasí mismos, lo que habían aprendido.Muchos de ellos, especialmenteCanessa, Páez, Sabella, Inciarte,Mangino y Delgado, sintieron lavocación de usar su experiencia dealguna forma. Se sentían tocados por

Dios e inspirados por Él para enseñar aotros la lección de amor y autosacrificioque su sufrimiento les había enseñado aellos. Si el mundo se había quedadohorrorizado al enterarse que habíancomido los cuerpos de sus amigos, deesto podía hacerse uno para enseñar almundo lo que significa amar al prójimocomo a uno mismo.

Sólo existía un rival, si lo hubo, parala lección que se podía deducir delretorno de los dieciséis supervivientes,y éste era la Virgen de Garabandal,porque cualesquiera que fueran lasopiniones de sus hijos, todavía quedabaese grupo de obstinadas mujeres que

habían invocado su intercesión y ahoracreían que se había respondido a susoraciones. Recordaban cuando losescépticos habían admitido que sólo unmilagro podía salvarlos, y estabandecididas a no permitir que se engañaraa su Virgen con una explicación racionalde los hechos. La verdad era queexplicaban el asunto de la antropofagiabasándose en la tesis del maná que habíacaído del cielo sobre el desierto delSinaí que consideraban un eufemismo dela inspiración que Dios les había dado alos judíos para que se comieran a susmuertos.

4

Veintinueve de los que viajaban enel Fairchild no habían vuelto y para lasfamilias de estos veintinueve el regresode los dieciséis confirmaba su muerte.Más aún, era una confirmación conefectos desastrosos. Los Abal seenteraron de los sufrimientos de su hijo;los Nogueira, de la agonía mental delsuyo. Y cada miembro de cada familiase enfrentaba al hecho de que no sólosus esposos, madres e hijos estuvieranmuertos, sino que también podían habersido comidos.

Era una amarga poción para suscorazones ya llenos de tristeza, pues,por muy nobles y racionales que fueransus mentes pensando en este final, habíaun horror primitivo e inevitable a la ideade que los cuerpos de los seres queridospodían haber sido usados de esta forma.Sin embargo, la mayor parte dominaronesta repugnancia. Los padres mostraronel mismo desprendimiento y valor quesus hijos y no evitaron a los dieciséissupervivientes. El doctor Valeta, padrede Carlos, asistió con su familia a laconferencia de prensa y después hizounas declaraciones para el periódico«El País».

—He venido aquí con mi familiaporque queríamos ver a los que han sidoamigos de mi hijo y porque,sinceramente, nos sentimos felices deque se encuentren entre nosotros. Esmás, estamos contentos de que fuerancuarenta y cinco en el avión, porque estoayudó a dieciséis a regresar. Tambiénquiero añadir que yo supe desde elprimer momento lo que ha sidoconfirmado hoy. Como médicocomprendí al momento que nadiehubiera podido sobrevivir en tal lugar yen tales condiciones sin recurrir adecisiones valerosas. Ahora que tengola confirmación de lo sucedido, repito:

Gracias a Dios que había cuarenta ycinco porque así dieciséis familias hanrecobrado a sus muchachos.

El padre de Arturo Nogueiraescribió una carta a los periódicos.

—«Muy Sres. míos:»Estas pocas palabras, dictadas por

nuestros corazones quieren rendir tributode homenaje, admiración yreconocimiento a los dieciséis héroesque vivieron la tragedia de los Andes.Admiración porque esto es lo quenosotros sentimos ante las muchaspruebas de solidaridad, fe, valor yserenidad a lo que tienen que hacerfrente y a lo que han de sobreponerse.

Reconocimiento, profundo y sincero, porel cuidado que tuvieron con nuestroquerido hijo y hermano Arturo hasta sumuerte, acaecida muchos días despuésdel accidente. Invitamos a todos losciudadanos de nuestro país a quemediten durante unos minutos sobre lainmensa lección de solidaridad, valor ydisciplina que nos han dado estosmuchachos, con la esperanza de que nossirva a todos para vencer nuestro tacañoegoísmo, nuestras mezquinas ambicionesy nuestra falta de interés por nuestroshermanos.»

Las madres mostraron un valorsimilar. Algunas veían en los

supervivientes a sus propios hijos,porque no era difícil comprender que sisus hijos fueran los vivos y éstos losmuertos, sucedería lo mismo; y si loscuarenta y cinco hubieran sobrevivido alaccidente todos estarían ahora muertos.También se imaginaban la angustiamental y física sufrida por lossupervivientes. Todo lo que deseabanahora es que olvidaran rápidamente losucedido. Después de todo, no eran loshijos, hermanos o padres de sus amigoslo que habían comido para sobrevivir.Ellos ya estaban en el Cielo.

La mayor parte de los padres ya sehabían resignado ante la muerte de sus

hijos poco después del accidente. Sinembargo, había otros que se sentíanengañados por el destino. Estela Pérezhabía creído tan firmemente comoMadelón Rodríguez, Sarah y RosinaStrauch, que Marcelo vivía y si la fe deellas fue recompensada, la suya no lohabía sido. Otro golpe amargo deldestino fue que la señora Costemalle,cuyo otro hijo había perecido ahogadoen las costas de Carrasco y cuyo maridohabía muerto repentinamente enParaguay, hubiese perdido el únicomiembro con vida de su familia.

A los padres de Gustavo Nicolichles atormentaba saber que su hijo había

vivido durante dos semanas después delaccidente. También sentían ciertaanimosidad hacia Gérard Croiset Jr.,quien los había enviado tras una falsapista, mientras que si hubierancontinuado por las montañasTinguiririca y Sosneado, quizás hubieransalvado la vida de su hijo.

Era ciertamente verdad que lainterpretación de Croiset habíaequivocado a los padres, pero tambiénmuchas cosas que dijo resultaronciertas. Había visto que uno de losmuchachos tuvo dificultades con ladocumentación al presentarla a losoficiales del aeropuerto de Carrasco;

esto había sucedido así. Dijo tambiénque el piloto no iba a cargo del avión, yera verdad: Lagurara, y no Ferradas,llevaba el control. El avión, dijo, pareceun gusano con el morro aplastado perosin alas y la puerta delantera está medioabierta. Todo era verdad. Tambiéndescribió exactamente las maniobrasque debía hacer un piloto en el aire paradescubrir los restos. Añadió que elavión se encontraba junto a una señalque decía «Peligro», cerca de una aldeacon casas al estilo mejicano. Aunquenada de esto encontraron Canessa yParrado en su ruta hacia Chile, unaexpedición posterior al lugar del

accidente, procedente de Argentina,encontró en las proximidades un cartelque decía «Peligro» y una pequeñaaldea, Minas de Sominar con casas deestilo mejicano.

El paisaje que rodeaba al aparatodescrito por Croiset —las tresmontañas, una sin cima, y un lago— loencontraron los padres pero a sesenta ycinco kilómetros al sur de Planchón,mientras que el Fairchild se habíaestrellado a sesenta y cinco kilómetrosal norte de Planchón. El avión no estababajo una montaña ni cerca de un lago, niel piloto había volado hacia el lago paratratar de hacer un aterrizaje forzoso. El

accidente no se debió a un carburadorobstruido, como dijo Croiset, nitampoco se hallaba el piloto solo en lacabina, y si tenía o no indigestión, nuncase podrá saber. También Croiset dioalgunos detalles de menor importanciacuando los padres le obligaban a que lesdiera más información. A pesar de queestos detalles contribuyeron muy pocoen la búsqueda, por lo menos salvaron aalgunas madres de caer en ladesesperación.

Los sueños de la señora Valetatambién habían sido extraordinariamenteexactos, pero la única percepciónextrasensorial que los sucesos

demostraron que había sido la máscorrecta fue la del buscador de agua quela madre de Madelón y Juan José Metholhabían visitado en el barrio pobre deMaroñas en Montevideo. Habíaseñalado un punto en el mapa, a treintakilómetros del balneario de Termas delFlaco, lugar donde estaba exactamentesituado el Fairchild. Recordando estoJuan José Methol fue en busca del viejoy lo recompensó con carne y dinero, queél a su vez, repartió con sus vecinospobres.

5

La Fuerza Aérea de Chile y la delUruguay investigaron las causas delaccidente. Las dos lo atribuyeron a unerror humano del piloto, que habíacomenzado el descenso hacia Santiagocuando todavía estaba en medio de losAndes. El lugar donde el avión se habíaestrellado estaba lejos de Curicó. Lamontaña en la que los chicos habíanpasado tantos día se hallaba en el ladoargentino de la frontera, entre losvolcanes Sosneado y Tinguiririca. Elfuselaje se encontraba a una altura de

3.500 metros. La montaña que subieronlos expedicionarios tenía una alturaaproximada de 4.000 metros. Se calculóque si los expedicionarios hubieranseguido el valle que se extendía más alláde la cola, en vez de subir la montaña,habrían llegado a una carretera en unostres días (aunque la carretera que lepareció ver a Canessa cuando subían lamontaña era un accidente geográfico). Aocho kilómetros al este del Fairchildhabía un hotel, que aunque sólo abría enverano tenía almacenada gran cantidadde alimentos en conserva.

El intento de pedir ayuda por laradio del avión, que les había costado

dos semanas de su permanencia en lamontaña, nunca podía haber tenido éxito.El transmisor necesitaba una corrientede 115 voltios AC, normalmenteadministrada a través de untransformador. La corriente de lasbaterías era de 24 voltios DC.

Hubo muy poco colofón de lahistoria. Aunque algunos padres sesintieron airados por la incompetenciade los pilotos de la Fuerza AéreaUruguaya, no era el momento históricopolítico oportuno de Uruguay paraquerellarse contra una de las armas delejército. Aceptaron lo sucedido como lavoluntad de Dios, y dieron las gracias

por aquellos que habían regresado,aceptando el elevado punto de vista delos supervivientes sobre lo que habíasucedido.

Javier Methol, viviendo ahora alnivel del mar, había dejado de padecerlos mareos producidos por la altitud.Como sus antiguos compañeros, tambiéncreía que Dios le había dejado vivir poralguna razón, y su primera tarea fueconsolar a sus hijos, hasta donde pudo,por la pérdida de su madre. Se fue avivir con los padres de Liliana que,como él pensó, se hicieron cargo de losniños. Reunido con ellos, se sentía casicontento, porque, aunque se acordaba de

Liliana, sabía que ella sería feliz en elCielo.

Una tarde en Punta del Este, estabapaseando por la playa con su hija de tresaños, Marie Noel. La niña iba a su lado,charlando constantemente con él,cuando, de repente, se paró y lo miró.

—Papá —dijo—, tú volviste delCielo, pero ¿cuándo vuelve mamá?

Javier se inclinó para alcanzar laaltura de su hija y le respondió:

—Tienes que comprender, MarieNoel, que mamá es tan buena, tan buena,que Dios la necesita en el Cielo. Ella estan importante que ahora vive con Dios.

6

El 18 de enero de 1973 losmiembros del Cuerpo de SocorroAndino, en unión de Fredy Bernales, delServicio Aéreo de Rescate, el tenienteEnrique Crosa, de la Fuerza AéreaUruguaya, y el padre Iván Caviedesfueron transportados en helicópteroshasta los restos del Fairchild. Allílevantaron un campamento pensandopasar varios días en la montaña y sedispusieron a reunir los restos quequedaban de los muertos. Subieron haciala cumbre de la montaña para recuperar

los cuerpos de los que habían quedadoallí y ahora estaban al descubierto porhaberse derretido la nieve.

Encontraron una zona a unosochocientos metros del lugar delaccidente que estaba a cubierto deposibles avalanchas y tenía tierrasuficiente para cavar una tumba. Allíenterraron los cuerpos que todavíaestaban intactos y los restos de losdemás. Levantaron un rústico altar depiedra junto a la tumba, y sobre élcolocaron una cruz de hierro de un metrode altura. La cruz estaba pintada decolor anaranjado por un lado, y escritaen negro la siguiente inscripción: «El

mundo a sus hermanos uruguayos», y porel otro lado decía: «Cerca, oh Dios, deti.»

Después de decir misa, el padreCaviedes pronunció un sermón para losque asistieron a la ceremonia. Luego, losandinistas regresaron hasta los restosdel Fairchild, lo rociaron con gasolina yle prendieron fuego. El avión sequemaba con rapidez debido al fuerteviento y, cuando estuvieron seguros deque estaba ardiendo bien, se dispusierona partir. El silencio de las montañas erainterrumpido muy a menudo por elretumbar de las avalanchas yconsideraron que era demasiado

peligroso quedarse. FIN

NOTAS1 Compárese esto con lo que hacían

sus antecesores los gauchossudamericanos. «Sus botas, las botas depotro estaban hechas de la dermis de laspatas traseras de un potro, que poníansobre la pierna, mientras estaba húmeda,para que adquiriese la forma de ésta; laparte superior formaba la caña de labota, la corva se ajustaba al talón y elresto cubría el pie, con una aberturapara el dedo gordo.» George Pendle,The Land and People of Argentina(New York: MacMillan Company,

1957).

2 …vivía como el chuncaco en losbañaos, como el tero, un haragán, unratero, y más chillón que un barraco!

José Hernández. El gaucho MartínFierro