visiones del viudo 1

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Colección de historias posibles, alternativas, sobre El Viudo y su universo. Incluye "La Berta" y "Lluvia". Por Oyanedel, Poblete, Brignardello y Campos.

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Visiones del ViudoNúmero 1

“La Berta”Cómic

Gonzalo OyanedelGuión@gxl_oyanedel

Matías PobleteDibujo

“Lluvia”Relato Pulp

Giglio BrignardelloAutorRodrigo CamposIlustrador@RC_comics

Oscar SalasRótulos y realización@oscarsalas

El Viudo creado por Gonzalo Oyanedel

Una producción Futuro Esplendor@Ft_Exfuturoesplendor.com

Julio 2012

VISIONES DE EL VIUDO es tanto un presentación como una convocatoria. Llevando sus crónicas más allá de la historia oficial, acá encontrarás el prisma a otros Viudos posibles: Alternativos, predecesores y hasta herederos del legado para futuras generaciones. Las posibilidades están abiertas...

De la Berta siempre estaban hablando.

Agosto de 1956 Cuando chica no le se notaba enfermita, pero después ya no deja-ban a los niños juntarse con ella.

Nunca les faltó nada, eso sí. El padre trabajaba en el Museo de Historia Natural haciendo taxi, taxi… esos que embalsaman animales. Así que vivían tranquilas con la hermana.

Pero cuando los atro-pellaron el ’53, se las tuvieron que arreglar. Entonces la Clara puso

su Clínica de Muñecas.

Su trabajo era bueno, fíjese. De todas partes venían a dejarles arreglos.

La Berta la ayudaba en el negocio. Eran habilosas las chiquillas…

Y ambas eran solas. Tenían su mundo.

Sus problemas eran con el Abdolino Sánchez, un prestamista del Almendral que venía a cobrarles.

A veces pasaba al almacén. Según él, tenían una deuda impaga que les dejó el padre.

Era bien prepotente, recuerdo. Incluso amenazaba con mandar a la Berta al manicomio.

Pero la Clara era cosa seria y no le aguantaba ni una.

No me vengan con cosas. Al viejo le interesaba el terreno y quería echarlas para poner algo ahí. Y a la Clarita no la movía nadie.

Eso hasta que apareció el famoso Martini.

Un gallo bravo que mandaron a traer desde Santiago.

Allá lo buscaban harto pa’ ciertos mandados…

… como se manejaba con las navajas dicen…

Seguro esos andaban apurados por sacar a las hermanas.

Así que lo llamaron y… eso.

Le encargaron la pega.

La luna estaba fea esa nocheLa Berta se había levantado por agua, creo…

La Clarita estaba en la sala. Siempre se quedaba leyendo hasta tarde.

Y ahí la encon-traron tirada.

Ni se dieron cuenta de cómo se me-tió a la casa. Fue todo bien rápido. Pero no fue muy vivo.

El Martini tenía cuentas pendientes y lo venían siguiendo. No se sabe quién…

… pero hay rumores.

Imagínese, la chiquilla ahí sola en medio de la refriega.

Nadie escuchó nada, en todo caso.

Como esas casas antiguas tienen paredes gruesas…

A Martini lo vieron bajarse en el termi-nal. Por eso supieron que fue él.

También por la forma en que usó su navaja.

Más encima nadie sube a la Márquez después de las diez. La gente aquí se encie-rra temprano.

Porque hay que andar con cuidado en Valparaíso.

Un mal paso, no más y…

… usted sabe.

Ella se salvó de puro milagro ¿Sabe?

¿Un extraño se mete a su casa a matarle a la hermana y encima otro llega buscándo-lo? Cuéntela dos veces.

Capaz que los chiquillos del zapatero tuvieran razón sobre el Hombre de Negro que an-daba, pero esos cabros son tan re mentirosos…

Y ese otro gallo tampoco se iba a ir sin terminar su encar-go. Quien sabe.

Una piensa: Tanta maldad con unas jóvenes solas e indefensas…

Y todo por quitarles una casa vieja, oiga. Así la Berta se quedó sola.

Sí, investigaron har-to en su momento.

Al Martini lo buscaron en vano, porque no lo vieron más.

Seguro le llegó lo suyo.

Unos cuántos sospecharon de la niña, así que la revisaron. Los doctores la encontraron normal.

A la Clarita la sepul-taron en Playa Ancha. Un abogado pagó el nicho con una plata que les dejó el papá.

Era santiaguino. Buenmozo el hombre.

El Abdolino cayó preso

Es tranquila la chiquilla

Todavía andan diciendo que embalsama animalitos…

Pero yo nunca la he visto hacer maldades.

I

A través de la lluvia no puedo sentir bien, pero esa vez fue primero el automóvil, corriendo a toda velocidad por la calle donde esta la carnicería. El Jefe no lo escuchó. Estaba sentado atento a la ra-dio, con el jarrón de te al frente recién servido, un pan con chancho en la mano y tarareando bajo la canción que sonaba.

Yo me puse en la puerta de la cocina, mirándo-lo; no fue necesario decirle nada. En ese instante el sonido del automóvil se apagó frente al garaje, lo escuchamos bajar y dar el mismo toque discreto de siempre.

El jefe abrió los ojos, dejó el pan encima de la mesa, se limpió manos en el overol y corrió a subir la cortina. Pensé en tomar un poco de pan, pero el Jefe se enojaría de seguro (aunque a veces se reía).

El Hombre entró medio mojado. Olí la tensión en el ambiente mientras sacaba uno de esos ciga-rrillos fuertes.

- Casi me la hacen estos maricones. Estaban es-perando a que entrara. Era demasiado bueno lo del edificio con todas las luces apagadas Esperé un rato afuera y salieron todos a mirar. Alguien los dateó, porque es imposible que se dieran cuenta de que ya había entrado. Hijos de puta.

El jefe le puso una mano sobre la espalda al hombre

-¿Pero está bien, Iñor?

- Estoy bien. Con rabia. Ahora no sé cuándo llegarán las mujeres.

- ¿’Tá seguro que no era idea suya que lo esta-ban esperando?

- Quizás… Bueno, ser cuidadoso me ha salva-do más de una vez. No quiero recibir otro balazo; con uno basta. Guardemos el auto.

- Sí, guardémoslo.

El Hombre me miró, entonces. Yo lo quería. Él siempre conversaba conmigo.

- Y éste, tan callado que salió – dijo tocándo-

me la cabeza.- Se las sabe por libro. Tráele un pan con fiambre a este bandido, que debe tener hambre también de tanto andar persiguiendo a las chiquillas.

II

Era la hora del cierre cuando aparecieron los dos. Uno de ellos era el que hablaba. El otro más grande se quedaba atrás, con las manos en los bol-sillos mirándolo todo.

Se pararon en la entrada del garaje. El más pe-queño, de lentes, golpeo sobre el mesón. Pensé en avisar al jefe, pero apareció desde el fondo del lo-cal, limpiándose las manos con un trapo.

- Si, que quieren – les dijo con voz seria.- ¿Don Esteban Molina?- Sí, qué necesita.- Queremos hacerle unas preguntas sobre me-

cánica.- ¿Y si no quiero responderles?

Los dos hombres se miraron, sonriendo.

- Bueno, si usted quiere no nos responde, pero en ese caso las cosas se ponen más complicadas.

El Jefe dejó el paño sobre uno de los mesones. Me levanté y me puse a su lado.

- ¿Y Usted quién es para amenazarme?

El más grande se llevó la mano al bolsillo y sacó algo, mostrándoselo al jefe.

- ¿Con ésta es posible que el caballero nos res-ponda?

El jefe puso el trapo sobre el mesón y con un gesto los hizo pasar a la oficina.

Antes de irse me dijo: Quédate acá y avísame si viene alguien.

Conversaron un rato con el jefe, luego de un

rato los tres reían como si se hubiesen conocido desde hace tiempo. Los hombres salieron alegres del garaje, prometiéndole al Jefe traer sus autos. Tomaron sus paraguas y se echaron a andar.

- Sí señor, llegaron preguntando varias cosas.

El Hombre sonrío al escuchar al Jefe.

- Se dieron vuelta primero sobre unos autos ro-bados, entremedio salió el Chato González, entre medio la Casa Roja. Pero yo no sabía, ni lo del diario. De autos les hablé todo el rato, del Caci-que… y ahí se fue soltando la cosa al final ¿Ve el auto de ahí? Ese, es de los tiras. Lo había llevado donde Chávez.

- No me digas, nada. A la semana se le estropeó.

El Jefe asintió con sorna.

III

Iluminado por las luces de los postes caminó esquivando los charcos de agua. Pese a todo el cuidado que puso en ello, los viejos zapatos del disfraz se le llenaron de agua.

Tambaleando de manera estudiada, esquivó a

los pocos paseantes que a esa hora circulaban por las calles.

La próxima vez lavaría la peluca, que ahora

mojada repetía el fuerte aroma de su encierro. No era necesario tanto realismo.

Las campanadas en la torre de los Domínicos marcaron la hora que había calculado. Faltaban 10 minutos para la entrega.

Un poco antes, a través de la lluvia, escuchó el

zumbido recto del camión del “Italiano”. Podía verlo manejando, con el cigarrillo a medio con-sumir en el intersticio de los dedos. La amarilla mano sobre el volante. Atrás, el ruido de las mu-jeres llorando.

¿Que serían esta vez? ¿Nortinas, sureñas, ar-

gentinas, peruanas? Delgadas unas, desdentadas de tristeza. Engañadas todas con la promesa de un Edén y el trabajo en una familia de bien. El sueño de un hombre honesto que con flores en la mano te espera sonriente, para ir al cine la tarde del domingo…

Un sueño donde la alegría al fin vencía a esa

tristeza que desde niñas acompañaba a los hara-pos y a los calzones manchados de viejos orines.

Bajo la lluvia las mujeres salieron del camión. El más grande del grupo del “Italiano” las condu-cía con sólo mirarlas. No era necesario golpearlas; bastaba el recuerdo de la mano que ya lo había

hecho. Cabizbajas y llorosas entraron en la casa.

La destinación seria hecha en un par de días y no había forma de seguirles el rastro. Pero desde ahora seria todo más difícil.

IV

El jefe despacho al último cliente y un poco an-tes que otras veces cerró la cortina.

- Mira, peludo, si no me vas a ayudar, córrete. Comenzó a mover botellas grandes con ese olor

que tienen los autos, y a meterlas dentro del negro que usaba el Hombre.

Parecía que habría fiesta, porque silbaba mien-tras trabajaba como cuando había asado o coci-naba algo rico.

Cerró la puerta del auto, y me miro. Partimos a la cocina.

- Si a ti no hay que darte reloj. Siempre sabes

cuando hay que tomar choca. -me dijo lanzándo-me un trozo de sámbuche. - Hoy hay fiesta po’. Va a estar que arde - me dijo sonriendo.

A mí me gustaban las fiestas, porque todos to-

maban y dejaban la comida botada.

Al rato llegó el Hombre. Se le olía nervioso, pero no se le notaba. Me hizo cariño en la cabeza. No se había sacado los guantes.

- ¿Nos vamos a demorar mucho?- preguntó el jefe.

-La verdad no. No hay que forzar la llave. Ten-go copia.

- ¿Pero cómo?- Se cuenta el milagro, pero no el santo.

El Jefe también estaba nervioso, se le notaba. Le tiritaban un poco las manos.

- ¿Vamos en La Hormiga?- preguntó.- ¿Estás seguro que quieres ir?- le dijo.

El jefe asintió nervioso. Yo también comencé a sentirme así. No iba a dejar que algo le pasara al Jefe. Lo iba a acompañar.

El Jefe abrió el portón y yo salí. La lluvia me caía en los ojos y en la lengua.

- ¡Éntrate, hueón!

El Hombre saco el auto negro hasta la puerta.

-¿Te vas a subir? - preguntó.- Pero este porfia’o... dijo, señalándome.

Yo me reía, saltando a su alrededor.

- Déjalo un rato, si no se va a resfriar. Además tendrá alguna polola que ir a ver, - respondió ce-rrándome un ojo- Si le va mejor con las mujeres que a nosotros dos juntos, déjalo.

Dejé que partieran para que no me echaran.

Y corrí. El aroma del Negro era el aroma del taller, el

olor del Hombre, el aroma de las manos del Jefe, no era difícil de seguir.

Llovía poco. Al llegar a la calle con olor a pes-

cado doblaron a la derecha, el olor de los neu-

máticos quemados del Negro me iba guiando. La lluvia me caía en la lengua. Cruce rápido las calles vacías.

Supe donde que se habían detenido antes de

llegar. El aroma ya no estaba tan vivo; habían apagado al Negro. Sentí el olor del jefe: tenia mie-do. El Hombre estaba tranquilo. Me escondí de-trás de unos autos, cerca.

El Hombre salió del coche con dos grandes bo-

tellas en las manos y entró en una casa. El jefe se movía inquieto dentro del Negro, como si tuviese pulgas.

Desde la casa comenzó a salir olor a gasolina.

Miedo y olor a miedo. A rabia, pero no era el Hombre y no era el jefe. Y pólvora.

El aroma venia de la casa de enfrente a la que

entró el Hombre. La ventana estaba abierta ¡Al-guien acechaba!

Yo tenía que hacer algo.

Fuego. La casa comenzó a arder cuando el

Hombre venia saliendo. Me miró al abrir la puer-ta.

- ¡Lucero, bandido! ¿Qué hacís acá?- Le mordí la manga del abrigo, tirándolo hacia

abajo. Una bala pasó zumbando por su lado. En menos de un segundo el Negro empezó a ru-

gir. El Hombre corrió hacia él, mientras el Jefe lo movía, abrió la puerta del negro. Un par de balas levantaron trozos de concreto muy cerca nuestro.

Entramos al auto. El motor del Negro rugió. Atrás la casa roja ardía.

Lamí la cara del hombre.

- Si no fuera por éste no la cuento.

Gonzalo Oyanedel (Viña del Mar, 1975) es guionista y fun-dador de Futuro Esplendor. Ha participado en Sinfonías Sencillas (2012) y además de ser editor de Visiones del Viudo, prepara otros proyectos relacionados con El Viudo, personaje del cual es creador.

Matías Poblete (1989) dice haber nacido en Bruselas un 24 de diciembre. Conjuga un estilo único de representación con sus estudios de diseño en la Universidad San Sebastián y su trabajo en el Centro de Vuelo Espacial Goddard, según dice. La Berta es su primer trabajo en cómic.

Giglio Brignardello (Valparaíso, 1976)

Rodrigo Campos (Santiago, 1974) fue miembro del colectivo Aquagraphics y actualmente trabaja para la editorial texana Angel Comics. Mientras moldea los destinos de El Viudo como su lápiz principal, sigue gastando papel y lápiz durante las madrugadas para algún dia competir a nivel internacional.

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