viernes santo. mt 27,45-50 - gasteizko elizbarrutia · 2020. 4. 5. · viernes santo. mt 27,45-50...
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Viernes Santo. Mt 27,45-50
45Desde la hora sexta toda la Tierra estuvo en tinieblas hasta la hora nona. 46Y alrededor de la
hora nona gritó Jesús muy fuerte: ‘Eli, Eli, lema sabaktani?’, esto es: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?’. 47Al oírlo algunos de los que estaban allí decían: ‘A Elías llama éste’. 48Inmediatamente uno de ellos fue corriendo a tomar una esponja, la empapó de vinagre y,
sujetándola con una caña, intentaba darle de beber. 49Los demás decían: ‘Vamos a ver si viene
Elías a salvarlo’. 50Jesús dio otro grito muy fuerte y exhaló el espíritu.
51Y he aquí que la cortina del templo se rasgó de arriba abajo, en dos. Y la Tierra tembló, y las
rocas se rajaron, 52y las tumbas se abrieron, y muchos cuerpos de santos que habían muerto
fueron resucitados. 53Y cuando salieron de las tumbas, entraron en la ciudad santa después de
su [de Jesús] resurrección, y se aparecieron a muchos. 54El capitán y los soldados que
custodiaban a Jesús, viendo el terremoto y lo sucedido, quedaron aterrados y dijeron:
‘Verdaderamente éste era el Hijo de Dios’.
Durante tres horas se extiende la oscuridad: la oscuridad de fuera, refleja la oscuridad que vive
por dentro Jesús. La oscuridad de la cruz. Tres horas sin aire, tres horas en las que la vida se
escapa. Jesús vive tres horas, lo que para muchos es toda una vida. En la cruz abraza a todos los
“sin aliento” abraza a todos los que unas veces con más crudeza, otras con menos, viven ese
quedarse sin aire, ese escaparse la vida respiración a respiración. Esas tinieblas son oposición a
la luz, o también lo contrario del Reino, lo “anti-Reino”. Ahora Jesús se ve rodeado de ellas. Se
ve arrojado a ellas. Es parte de ser persona, verse “arrojado” a lo que percibimos hostil y terrible.
Mateo, el evangelista de la Palabra dada desde antiguo, nos dice que ésta se está cumpliendo: en
el profeta Amós se dice que “Sucederá aquél día, dice Yahveh, que yo haré ponerse el sol a medio
día y en plena luz del día cubriré la tierra de tinieblas” (Am 8,9).
Jesús gritó con fuerte voz. Los vv. 45-50 quedan enmarcados por el grito de Jesús.
Nos presenta el contenido de este grito, que no dejará de ser ambiguo: “¡Eli, Elí!”, clamor cargado
de afecto, de recuerdo. “¡Mi Dios, mi Dios…!”. Desde Getsemaní, Jesús vive la oscuridad en toda
su crudeza, el ocultamiento de Dios. Pero una cosa le sigue uniendo a Él, la historia vivida con su
Padre, su Abba, el recuerdo de lo vivido desde y con Dios: en ese recuerdo, aparece la fidelidad
de Dios que cura, que levanta, que mima, que rescata, que toma de la mano, que crea esperanza,
que da Vida. En ese “mi Dios, mi Dios…” va una carta de amor ¡en la cruz!; no la puede escribir,
pero la puede condensar en ese “mi Dios”… Pero también es grito entreverado de dolor y
desesperación, de abandono, de no ver, hasta de sinsentido. ¿Qué predomina para mí? ¿Cómo
siento a Jesús más cercano a mí, cómo leo ese grito? Hoy lo escucharé en Él, y en todos los
que gritan y claman en este mundo herido en tantos flancos.
Míralo, es un Jesús de Nazareth que nunca deja de relacionarse con su Padre, y que ahora
lo intenta sorber, aunque le falta el aliento. Abraza nuestras tinieblas y oscuridades, en las
que, asfixiados, nos cuesta decir “mi Dios, mi vida, mi cariño, mi ternura…”. ¿Qué le digo al
contemplarlo? “mi Dios…” a veces nos cuesta decirlo a Dios y al hermano. Jesús nuca recoge
las velas, aunque ahora se le escape la vida, como agua entre las manos.
Y esa pregunta tremenda: “¿por qué me has abandonado?”. Es la pregunta que el ser humano al
sufrir se formula de hace milenios, desde que tiene conciencia. ¿por qué sufre el justo, por qué el
mal, por qué siendo tan valiosos, hechos a imagen y semejanza de Dios, surge lo peor del ser
humano, por qué la inhumanidad se ha instalado en el mundo y no quiere marcharse? ¡Tantos
porqués…! ¿Cuáles son en mi vida, en este mundo que ahora nos toca vivir, cuáles son mis
preguntas a Dios ahora? Puedo permanecer en ellas, sin intentar responderlas, son parte de
mi ser persona, también de mi historia… y son verdadera oración, como la de Jesús en la
cruz.
Jesús en esta pregunta nos abraza como hermano, se hermana con lo que más nos descoloca, lo
que más nos asusta, lo que menos queremos mirar: el dolor extremo, nuestras muertes, nuestros
horizontes cerrados, nuestra mirada a la vida como algo sin remedio.
Es la paradoja de la cruz: no vemos lo que sucede: antes, en Mt 27, 40, le decían: “¡Sálvate a ti
mismo, si eres Hijo de Dios y baja de la cruz!”. Míralo, porque Jesús en esta pregunta, en este
“por qué”, ya ha bajado sin bajar. Obediente hasta el final: insultándole le han pedido descender
más,… y él lo ha hecho.
Pero la pregunta no queda sin respuesta: la cruz lleva en sí la incomprensión, en no-entendimiento,
la dificultad de comunicarse desde ella. Jesús llama a “mi Dios”, pero los que están abajo, desde
la agresividad y la incapacidad de ponerse en el lugar del otro, no comprenden. En vez de escuchar
“Elí, Elí…” escuchan “Elías”: “A Elías llama éste”.
Elías aparece abundantemente aludido en el evangelio de Mt. Y lo hace refiriéndose a ese profeta
Elías, del que se esperaba su llegada: Elías es el profeta del fuego, el que arde de ira por los
agravios a Dios, el que pasa a cuchillo a los falsos profetas de Jezabel. Y Elías estaba relacionado
con el Mesías, se le esperaba como precursor del mismo: el estilo del precursor, Elías, sería el
estilo del Mesías, un Mesías que vendría con fuego y venganza, con el cuchillo en la mano.
Jesús llega al final de su vida, y la única palabra que escucha sobre sí es el insulto, el desprecio
de su mensaje y, además, la incomprensión más radical: mientras él invoca a ese al que sigue
llamando “mi Dios, mi Dios…” otros entienden “Elías, Elías…”. Tampoco aquí optará Jesús por
un modo de ser Mesías violento, impositivo, engendrador de muerte, no opta por el cuchillo: opta
por lo que ha decidido en Getsemaní, llevar al extremo su opción por este Dios tierno, cariñoso,
con entrañas de misericordia, derramado sobre nosotros, que nos mira como diadema real en la
palma de su mano en la que estamos tatuados a fuego. Jesús no responde: esta ha sido su última
palabra: Elí, mi Dios, mi Padre, mi Vida, la Vida, el SÍ al ser humano, a todo ser humano, y el
NO a Elías, no a la muerte, no a la venganza, no al cuchillo, no a la violencia, al poder que destruye
personas, no a lo que nos deshumaniza, no a lo que rompe en pedazos el sueño de Dios sobre cada
una y cada uno de nosotros.
Me puedo quedar mirando a este Jesús que hasta en la cruz hace irrumpir el Reino de Dios, que
apuesta por la confianza en un Dios al que se le puede llamar “mi Dios, mi Cielo, mi Cariño, mi
Ternura, mi Vida,…”. Aquí, de nuevo, como siempre, Jesús saca Vida ¿de dónde? Del despojo,
de la nada… es su omnipotencia, crear a Amor desde el tizón ya apagado, desde la tierra
resquebrajada sin agua. No hay muerte, sólo vida. Y contemplándole en esa radical apuesta
por la no violencia, por crear vida perdiendo la vida ¿qué le digo, qué deseo, qué quisiera
hacer?
¡Qué duras palabras!: “Déjale…”. Continúa esta incomprensión. En ese “déjale…” van muchos
“déjale…”, todos los volver la vista ante el sufrimiento del otro. El otro que vive la cruz, a veces
no genera en nosotros cercanía sino “déjale…”. El crucificado tiene poco atractivo, fácilmente se
pone nervioso, fácilmente se irrita, a quien le duele la vida puede ser violento… y entonces surge
ese “déjale… no merece la pena”. Estar al lado de la cruz no es agradable. ¿En qué situaciones
me veo tentado de decir ese “déjale”? ¿Qué impotencias me dominan en mis relaciones, qué
incomprensiones? Jesús las contempla desde esa mirada suya; yo puedo mirar esos déjale
desde la suya también. ¿Qué cambia su mirada?
Jesús aparece frágil hasta el extremo: “dando un fuerte grito…”. Impotencia radical, fragilidad
radical, limitación de lo humano, desesperación hasta el fondo: le invitan a una acción potente, la
intervención de Elías, pero Jesús muestra su pobreza, su humanidad extrema, sus ser Mesías
humano como sólo Dios puede serlo. Se nos pide en la vida tantas veces que nos pongamos
máscaras, que nos muestren fuertes y valientes ante los que nos demandan fortaleza: pero
no, Jesús no se pone máscaras, el evangelio vivido hasta la radicalidad también es derecho
a gritar, a mostrar mi vulnerabilidad, mi fragilidad, mi pobreza, mi imperfección, mi
impotencia… ¿Cómo vivo este valor de la fragilidad, en mí y en los demás? Puedo
contemplar también el grito de un frágil en particular, o un colectivo frágil, les escucho
gritar, les doy ese derecho, o me meto en el interior de alguien que grite en su cruz.
En la segunda parte, vv. 51-54, fíjate en la inmediata alusión la resurrección. Jesús acaba de morir
y ya despunta la resurrección. Para Mateo, la muerte de Jesús es real, sin duda, pero parece
decirnos que el poder de la muerte es muy corto, muy débil, apenas muere Jesús, el Padre empieza
a actuar (“muchos cuerpos de santos que habían muerto fueron resucitados”) y ya todo empieza
a apuntar a la esperanza y la vida, la mirada no queda anclada en la cruz, sino hacia el futuro. Por
eso, aquí hay una invitación a mirar mis cruces, las de los demás, las de los crucificados del
mundo, recogerlas en mi corazón, sí, pero sin atascarme en ellas, sino más bien mirar al
futuro en el que ya despunta la posibilidad de la vida. Y desde ahí, aunque sea aterrados,
mirar a Jesús y a tantas situaciones en nuestro mundo, diciendo con ese capitán y los
soldados “verdaderamente este era el Hijo de Dios”.
Oración final
Tú te has ido. Con la primavera.
Pero aún nos guía tu Presencia ausente,
Cristo, por el camino
de la esperanza, verde.
Hacia el maduro Otoño y la Vendimia...
Tú te has ido, pero refloreces
en nosotros ¡oh Vid
cosechada y perenne!
En nosotros que vamos—y Tú vienes—
bajo el estío del Amor
por el camino luminoso y verde...
(Pedro Casaldáliga)