VICTIMAS DEL OSCURANTISMOM. DOLORS FIGUERAS

Portada:Oleo de Pedro Berruguete, Siglo XV

Víctimas del Oscurantismo

Prólogo

Vimos publicado en un periódico local, el artículo de un sacerdote, en el cual regularmente colabora. Se plañía por la desdichada muerte de tres jóvenes, en accidente de tráfico, y se preguntaba, dolido: ¿por qué? Nos hemos permitido transcribir prácticamente íntegro el artículo, que si bien comprendemos la profundidad del drama, no estamos de acuerdo con la respuesta del cura. A la hora de prestar consuelo y ayuda a las tres familias abatidas por tan luctuoso suceso, el sacerdote se ciñó a los cánones permitidos por la doctrina que abraza y representa. Trató de encontrar respuestas razonables, a difíciles interrogantes, cuando se desconoce la ley de causa y efecto.

La Iglesia católica, pretendidamente universal, lejos está de ser mundial o planetaria, por el fallido intento de establecerla en todo el orbe, y además por la gran cantidad y variedad de religiones, que como ella, alardean de poseer la verdad absoluta. Desde principios del cristianismo surgieron ideas divergentes y sus precursores fueron acusados de herejía, -error en materia de fe, según la Iglesia- que no toleraba que su doctrina fuera cuestionada.

A través de los siglos, el credo que sostiene el Vaticano, ¿con qué fines y medios ha sido constituido? Se han precisado numerosos Sínodos y Concilios, con objeto de combatir divergencias de opinión que discrepaban y se oponían a la autoridad de Roma. No fue posible, ni recurriendo a drásticas medidas, silenciar las voces que se levantaban, para denunciar a su vez, otros tantos errores que, todavía subsisten en el seno del catolicismo.

En la actualidad, los artículos de fe de las distintas confesiones con las que convivimos, son un conjunto de creencias, dogmas, misterios, ritos y exigencias añadidas por cada culto, a lo largo de dos milenios.

Voltaire, ese genio que dio alas a la mente, insistió en el derecho de cada uno a dudar de lo que no pudiera creer, y apremiaba continuamente a sus contemporáneos: “¡Pensad por vosotros mismos!”. Sabia medida: dudar, indagar y razonar antes de aceptar cualquier doctrina o idea, por brillante que parezca, ya que puede contener inexactitudes o incoherencias. Esta es la prudente norma a seguir.

No es de extrañar que con semejantes ideas, Voltaire (1694-1778) tuviera entre sus contemporáneos, la crítica ácida de sus detractores,

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pero también, sin embargo, quienes opinaban que era un hombre generoso, entusiasta y sentimental. Esencialmente rechazó todo lo que fuera irracional e incomprensible y animó en su época a luchar activamente contra la intolerancia, la tiranía y la superstición. Su moral estaba fundada en la libertad de pensamiento y el respeto a todos los individuos, y sostuvo que la literatura debía ocuparse de los problemas de su tiempo. Estas opiniones convirtieron a Voltaire en una figura clave del movimiento filosófico del siglo XVIII, ejemplificado con los escritores de la famosa Enciclopedia francesa. Su defensa de una literatura comprometida con los problemas sociales hace que Voltaire sea considerado como un predecesor de escritores del siglo XX.

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¿Por qué...?

Pasamos a reproducir el artículo citado anteriormente. “Estos días, una de las parroquias que actualmente sirvo, hemos sido tristemente noticia de primera página. La trágica muerte de tres muchachos jóvenes, de 17, 19 y 23 años respectivamente, en un accidente de tráfico que ha trastornado a toda la comunidad. Personalmente deploro el suceso por conocer a las tres familias y tener que afrontar los duros momentos de estar al frente de las exequias, celebradas en la iglesia parroquial.

“Y surge el '¿por qué?'. ¿Por qué? ¿Por qué el mal, el sufrimiento, las desgracias, la muerte? ¿Por qué la muerte de estos tres muchachos tan jóvenes y queridos? ¿Por qué? ¿Por qué? Dios es quien dice la primera y la última palabra sobre la vida de todos y cada uno de nosotros. La muerte de estos tres mozos nos han helado las palabras, no sabemos que decir ni que hacer, ni a quién acudir. Sólo desde la fe, y movidos por el Espíritu Santo, podemos hallar luz en la Palabra que da vida, para que no desfallezcamos en la esperanza que la vida vencerá la muerte.

“Éste es el camino de la salida. En Jesús encontramos también el interrogante, la pregunta, el grito incluso desesperado que él mismo, el Hijo de Dios hecho hombre, lanza desde la ignominia inmerecida de la cruz. 'Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?' Dios se aproximó a los humanos, hasta el punto de hacerse hombre como nosotros, frágil también, cargándose encima el mal, el pecado, el sufrimiento, la muerte, la muerte inocente. Él, muerto también muy joven, experimenta la oscuridad más desesperante, al sentirse abandonado por el mismo Dios.

“Pero desde aquí mismo, nace un nuevo horizonte de Vida, así en mayúsculas. Él en la cruz, vence el sufrimiento, el mal, el pecado, la muerte... Jesucristo, el salvador, viene a alumbrar nuestras oscu-ridades, viene para invitarnos a todos, antes o después, al banquete de la fiesta sin limitaciones, a la dicha sin fin.”

Estas afirmaciones pronunciadas desde la fe católica, respetables,

pero nada convincentes, levantan a un tiempo, cantidad de preguntas y

serias dudas que resultaría imprudente desestimar. La fe, por encima

de todo, debe ser razonada. Si es ciega, caeremos sin la menor duda,

en el error. La fe ciega puede ser válida para unas religiones y sus

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adeptos, pero siempre correrá el riesgo de ser cuestionada por criterios

analíticos e independientes. Las creencias no están libres de contener

medias verdades, y por ello, a su vez suscitan numerosos

interrogantes. Siendo así, que misterio y dogma cobijan no pocas y

sorprendentes inexactitudes, mezcolanzas en las cuales se distingue

con claridad, la arcaica raíz de la mitología, la tradición y la

superstición.

Aceptando a priori la existencia del Absoluto, Causa primera, y partiendo del axioma que “los seres humanos no podemos conocer qué o quién es Dios, pero la razón nos dice todo lo que no es”, quedan resueltas muchas incógnitas. El Antiguo Testamento nos habla de Jehová, un Dios que a juzgar por los relatos que han llegado hasta nosotros, dista mucho de reunir de manera absoluta todas las perfecciones. La primera contradicción, impropia de un ser infinitamente sabio, la encontramos en la aparición de la serpiente en el paraíso. Se deduce así que antes de Adán y Eva, había creado seres angélicos; uno de ellos, Luzbel, con altas dosis de ignorancia, ambición y orgullo, se declaró en rebelión, reclutó unos cuantos congéneres y se dedicó a librar batalla contra Dios, tentando y arrastrando débiles humanos hasta el averno.

El comienzo de esta increíble historia cincela y delata la figura de un dios desconocedor de su obra, que se arrepiente –según las escrituras- de haber creado a los hombres, y no halla más solución que enviarles un diluvio con el fin de suprimirlos de la faz de la tierra. Añade el Pentateuco que, tras salvar a Noé y su familia, los moradores de este valle de lágrimas no escarmentaron y volvieron a las andadas. ¿Es que Dios no fue capaz de prever el resultado de tan inútil medida? ¿Acaso su Sabiduría no es infinita? ¿Es cierto que Jesús, tal como asegura el citado sacerdote, venció con su muerte en la cruz, el sufrimiento, el mal, el pecado y la muerte? ¿Por ventura en la actualidad nuestro mundo es un paraíso sin los horrores de guerras fraticidas, crueles enfermedades incurables, violaciones, corrupción y asesinatos y millares de muertes inocentes, además de un largo etc.?

No puede iniciarse un estudio serio y formal sobre los atributos

divinos, con la mente bloqueada por falsos conceptos y conjeturas

incongruentes. Está fuera de toda lógica aceptar un dios creador de

seres con distintos grados de sentimientos, madurez y capacidades.

Desconocedor del futuro, que además se equivoca reiteradamente y

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no enmienda entuertos. Obra con parcialidad repartiendo privilegios

inmerecidos, puesto que las iglesias, por ignorancia u omisión, niegan

la preexistencia del alma. Por añadidura cuando acontece una

tragedia, diversas fuentes religiosas la atribuyen, con suma ligereza, a

la voluntad de Dios. Un consuelo harto deficiente para mitigar el dolor y

la impotencia humana, que únicamente consigue originar en

abundancia, desconfianza y escepticismo, dos componentes idóneos

para abrazar el ateísmo y conducir al materialismo. Lógica postura de

toda persona que piensa y valora con perspicacia, acerca del dios

imperfecto, incompleto y voluble, creado por los hombres, y reducido a

su imagen y semejanza.

Analizando, encontramos interrogantes hasta la saciedad. Retrocediendo en el tiempo y sirviéndonos de referencia el “homo sapiens”, descubrimos en los cavernícolas, dentro de su primitivismo, incipientes vestigios de lucidez. ¿Estos seres, “in eternis” quedarán estancados, atrapados en aquel momento vivido y no tendrán opción a desarrollar sus facultades? Si tal como mantienen la mayoría de religiones, tenemos una sola vida aquí en la Tierra, ¿por qué se nos penaliza desde la cuna? ¿Por qué millares de niños mueren al nacer o a los pocos años? ¿Qué clase de vida celestial espera a todas esas almas no cultivadas? ¿Un reposo eterno inmerecido y gratuito? Somos testigos y convivimos a diario, con situaciones deplorables desde todos los ángulos, injusticias sociales, enfermedades y delitos que suman un por qué tras otro.

Sin conocer la preexistencia del alma y la evolución de la misma a través de la ley natural de Reencarnación, continuaremos preguntando sin obtener una respuesta concluyente, por el destino espiritual del ser humano. Allan Kardec en su resumen de las enseñanzas dadas por los Espíritus, concreta: “El origen y forma de creación de los Espíritus lo ignoramos. Tan solo sabemos que son creados simples e ignorantes, esto es, sin ciencia ni conocimiento del bien y del mal, pero con igual aptitud para todo, porque Dios en su justicia no podía eximir a unos del trabajo que hubiera impuesto a otros para alcanzar la perfección. En el comienzo se hallan en una especie de infancia, sin voluntad propia ni conciencia perfecta de su existir.”

Al desarrollarse el libre albedrío, al mismo tiempo que las ideas, cada Espíritu sigue el camino que le apetece. La historia narra que la humanidad, a través de milenios, ha sufrido reiteradas épocas de

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oscuridad y terror que la han condenado a un brutal vasallaje, ejercido por poderes crueles, absolutistas, déspotas, sanguinarios... He ahí el resultado de la ignorancia, la huella amarga e indeleble de la imperfección humana y prueba irrecusable, que la evolución del Espíritu es fruto de su propio esfuerzo.

Cuanto más crueles hayan sido nuestros actos, mayor número de existencias corporales precisaremos para reparar el daño causado. Somos esclavos del dolor, porque únicamente experimentando el amargo sabor del sufrimiento, podemos medir la profundidad y el alcance del mal infligido. Los padecimientos físicos o morales, son remedios que sanan al Espíritu de graves dolencias, adquiridas por un injusto proceder, enseñándole que en un futuro debe evitar contraer nuevas deudas. No en vano la sabiduría popular sentencia: “Lo que siembres cosecharás.”

Leemos en los Evangelios, advertencias que no deberíamos olvidar. Se encuentran en Mateo y Marcos: “Y con la misma medida que midáis, se os volverá a medir.” “Todos los que tomen espada, a espada perecerán.” Una siembra o una causa, produce siempre la debida consecuencia. Relata Juan, el encuentro de Jesús con Nicodemo: “De cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.” “No te maravilles de que te dije: os es necesario nacer de nuevo.” Otras versiones dicen: “Tenéis que nacer de lo alto.” Expresión que corrobora la preexistencia del alma, (descender a la Tierra de nuevo).

Sin aceptar la ley de las vidas sucesivas, no es posible encontrar un orden justo, una justicia divina imparcial, que cobije con equidad, a todos los seres creados, concediéndoles las mismas oportunidades según las necesidades de su progreso espiritual. Percibimos el adelanto moral del Espíritu, en las personas altruistas que llevan a cabo con enorme dedicación, grandes gestas, obrando en pro de seres desvalidos, enfermos y marginados, sin recursos para subsistir. Es la huella del ser que desde su remota sencillez e ignorancia, emprendió hace milenios, la epopeya de adquirir a través de vidas sucesivas, bondad, ciencia y un uso correcto de la libertad.

En el intermedio de una encarnación y otra, el ser ayudado siempre por Espíritus protectores, consciente de su inferioridad acepta el compromiso de mejorar. Tras cada encarnación fallida, el Espíritu intenta levantarse, y no consigue enderezarse fácilmente porque defectos como el egoísmo, el odio y el rencor, siempre saturados de escaso saber, le encadenan al plano físico. En el momento oportuno, acuden presto dolor y aflicciones para rescatar al cautivo. En este laborioso aprendizaje, lentamente, el tosco Espíritu se renueva. El

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aguijón de sus errores le alcanza, le despierta y las lágrimas del sufrimiento, del cual es artífice, lavan y curan los desaciertos del pasado. Y en próximas encarnaciones, con perseverancia, logra trocar defectos por virtudes, sus sentimientos positivos se avivan, de manera que pulen y cincelan al nuevo ser que nace del Bien.

El Espíritu manifiesta intensa transformación cuando el Amor, aún que tenue, arraiga en su conciencia. Ese sentimiento inmortal, generador de respeto, compasión y ternura, por ley de Evolución crece, aumenta y se expande sin límite, alcanzando a seres más pequeños, carentes todavía de valores morales. En la Creación ningún ser ha sido desheredado. Igualdad, fraternidad, armonía y paz, son el patrimonio de todos.

Sínodos y Concilios

Celebrar un Concilio, equivale a la reunión o asamblea que la Iglesia católica convoca para definición e interpretación de la doctrina, y para la refutación simultánea de errores y herejías.

El Primer Concilio ecuménico de Nicea tuvo lugar en el año 325, convocado por el emperador Constantino el Grande y el papa Silvestre I, quién anciano y enfermo, nombró representante suyo a Osio, un obispo español. Urgía condenar la doctrina de Arrio, inteligente y obstinado alumno de la escuela de Antioquía y ordenado sacerdote en Alejandría. Para defender el monoteísmo negaba la divinidad de Jesús y la Santísima Trinidad. Por tal motivo se tomó la decisión de excomulgar la persona y doctrina de Arrio. No obstante fueron muchos los obispos que permanecieron a su lado aún sabiendo que había sido anatematizado.

El arrianismo fue causa de enconadas polémicas entre obispos y obispos entre sínodos y sínodos acabando por crear una profunda escisión en la Iglesia. Por otro lado dispuestos los obispos conciliares a que la divinidad del Hijo no pudiera ser objeto de nuevos errores y discordias, en el mismo concilio redactaron y aprobaron el Símbolo o Credo de Nicea, el Credo que aún hoy rezan los fieles y que Constantino promulgó ley de Estado. La doctrina de Arrio se prolongó hasta el sigloVII.

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El reinado de Constantino se caracteriza por los grandes acontecimientos que aceleraron el proceso de transformación social y política del impero romano. En el año 313 promulgó el famoso edicto de Milán, que al admitir al cristianismo entre las religiones lícitas, ponía fin a las persecuciones; pero el cristianismo no sólo consiguió la libertad, sino que se convirtió en la religión principal del Estado, y el mismo Constantino antes de morir, hizo profesión de fe y recibió el bautismo. Contribuyó en el robustecimiento de la Iglesia; dio comienzo así la tendencia de los emperadores romanos a inmiscuirse en las cuestiones religiosas.

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En el Concilio de Constantinopla I, convocado por San Dámaso en el año 381 se reafirmó la consubstancialidad del Espíritu Santo con el Hijo y con el Padre, o sea el dogma trinitario. Y se declaró herejía contra Macedonio porque estaba de acuerdo con quienes admitían la palabra pneuma, -en religión o filosofía: espíritu, en vez de alma-.

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En el Concilio de Efeso convocado por Celestino I en el año 431, se manifestó que si Cristo era Dios y Hombre en una sola persona, Maria es Madre de Dios, refutando así la doctrina de Nestório, quién afirmaba que Cristo como Dios era Hijo del Padre y como hombre hijo de la Virgen y por tanto no se la podía llamar Madre de Dios.

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Pelagio fundador del pelagionismo nació en Irlanda hacia el año 354. La historia nos lo presenta en Roma en el 384, como un clérigo austero, buen orador y de mucho talento. Con mayor sentido común que los padres conciliares, afirmaba que es contrario a la justicia divina, hacer pesar sobre todo el género humano la falta de un solo culpable: Adán. Según él, tan solo Adán debió responder de la desobediencia que había cometido. No hay pues, pecado original, e inútil resulta el bautismo, porque la redención es obra del uso que cada persona hace del libre albedrío. Muchos fueron los que se adhirieron a

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esa nueva doctrina. Y esto debido a la activa predicación que de ella hizo Celestio, discípulo de Pelagio.

En el año 411 se reunió un Concilio en Cartago, y considerando que Pelagio predicaba una doctrina que minaba el cristianismo en sus mismas raíces, lo excomulgaron encontrándose él en Palestina. Sin embargo los sínodos de Jerusalén y de Dióspolis lo absolvieron. En 416 san Agustín junto con otros teólogos reunieron los sínodos de Mileve y Cartago donde se le condenó de nuevo. En 418 fue desterrado por el emperador Honorio y murió en oriente. De sus principales obras “Tratado sobre la Trinidad” y una exposición de las epístolas de san Pablo, desdichadamente, sólo quedan algunos fragmentos.

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Desde que la organización sacerdotal entró a formar parte del Estado, obteniendo la tutela del mismo, el clericalismo se impuso interfiriendo en la política, surgiendo de ahí un maridaje, un consorcio atento en todo momento, a cualquier idea que se opusiera, discrepara o rompiera la unidad de la fe católica. La Iglesia en todos los tiempos ha combatido las supuestas herejías, condenando a las personas y doctrinas que están en desacuerdo con sus dogmas.

Los primeros cristianos sostenían como verdad el renacimiento de las almas, y la reencarnación formaba parte de la doctrina cristiana en los primeros siglos. Pero en el Concilio de Constantinopla II en el año 553, convocado por el emperador bizantino Justiniano I, esta doctrina fue condenada, declarando: “Todo aquel que sostenga la mística idea de la preexistencia del alma y la maravillosa opinión de su regreso, será anatematizado”.

En aquella época, y durante siglos, inspiraba terror la palabra anatema, ya que significaba persecución y muerte. Y de ahí en adelante ha venido siendo ocultada la doctrina de las vidas sucesivas, por quienes debieran sustentarla como una demostración del amor y la justicia divina, y para un más rápido progreso de la Humanidad. No en balde el maestro Jesús alertó que, “si un ciego guía a otro ciego, entrambos caerán en el hoyo”.

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El emperador León III el Isáurico, de Constantinopla, decidió que el culto a las imágenes debía ser prohibido. Su argumento era que una imagen no podía reflejar la divinidad de Jesús, con lo que al solo poderse captar en ella la naturaleza humana de Cristo, cuántos la veneraban incurrían en error. Y como esta idea le pareció irrefutable no tardó en ordenar que todas las imágenes fueran destruidas. Así se inició la iconoclastia o destrucción de las imágenes. Tan terribles llegaron a ser las persecuciones contra los partidarios de la veneración de las imágenes, que el papa Gregorio III en un Concilio romano el año 731, protestó contra la ceguera de un emperador que se denominaba defensor de la pureza de la Iglesia.

A la muerte de León III, su hijo y sucesor, el emperador Isaurio prosiguió la misma política de destrucción que su padre. Pero a la muerte de Isaurio el año 775 ocupó el poder su viuda, la emperatriz Irene como regente, que restableció el culto a las imágenes. No era suficiente la autorización de entronizar de nuevo las imágenes en las iglesias, sino que debía dejarse claramente sentado que todo intento de destruirlas, era herejía. Irene a instancias del papa Adriano I, accedió a que se convocara un Concilio ecuménico en Nicea el año 787. Este Concilio II de Nicea dejó establecido que el culto que se rinde a las imágenes es relativo: es decir, que se dirige a la persona representada y no a la imagen misma.

Durante algún tiempo la iconoclastia, dejó de ser un problema para la Iglesia. No obstante la realidad era otra, puesto que en el siglo IX los emperadores León el Armenio, Miguel el Tartamudo y Teófilo, volvieron a ordenar la destrucción de las imágenes. La Iglesia vivió nuevos tiempos de contienda. Fueron veintinueve años, desde 813 a 842, de persecuciones unos contra otros. La querella tuvo fin cuando otra mujer, Teodora, viuda de Teófilo y madre de Miguel III, al ocupar la regencia convino con Metódio patriarca de Constantinopla, la celebración de un concilio, destinado a ratificar los decretos de Nicea. Así se hizo y esta vez se logró que no volviera a resucitar la querella de las imágenes.

Absurda e innecesaria contienda si se hubieran atenido al segundo mandamiento del Decálogo, que encontramos en (Éxodo 20. 1–17). “No te harás escultura ni imagen alguna, ni te inclinarás ante ellas ni las honrarás”, prohibición que las iglesias protestantes respetan y cumplen. Todo lo contrario del catolicismo que suprimió esa parte, silenciándola definitivamente y ordenando el Decálogo según la propia conveniencia.

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Los albigenses, llamados cátaros, deben su nombre a la ciudad de Albi, en la que tuvieron su más importante centro. Ellos no reconocían autoridad religiosa alguna en la Tierra y mucho menos de la Iglesia católica. Los albigenses no admitían ni la Extremaunción, ni el Purgatorio, ni la intercesión de los santos. Para el matrimonio bastaba el consentimiento de los contrayentes, y el Bautismo tan solo lo administraban a aquellos que habían llegado a la edad de razón. No creían en los milagros ni en la resurrección de la carne, y negaban la divinidad de Jesús, llegando incluso a considerar el signo e imagen de la cruz un símbolo de vergüenza. Predicaban además la pluralidad de existencias o reencarnación. Esa doctrina conquistó, desde los primeros momentos, el favor popular.

El papa Inocencio III se propuso combatir a fondo esa herejía, y urgió a los prelados y señores del mediodía francés, que unieran sus esfuerzos para obligar a los albigenses a retractarse de sus errores. En 1206 ordenó una cruzada contra esos “herejes”, la lucha fue despiadada y sangrienta; los cruzados saquearon la comarca y vencieron a los albigenses en la batalla de Muret (1213). Esta cruzada o guerra no terminó sin embargo hasta 1229 cuando se firmó el tratado de París y Raimundo VII se comprometía a ser fiel a la Iglesia y otorgaba, al tiempo, el Bajo Languedoc a Francia y la Alta Provenza al papa.

Tribunal de la santa Inquisición

La Inquisición fue un tribunal eclesiástico establecido para inquirir y castigar los delitos contra la fe. Los concilios y sínodos que se sucedieron en el último tercio del siglo XII (1162, 1179, 1184) insistieron en la necesidad que la herejía fuese perseguida por los señores laicos. La institución inquisitorial, fue perfilada definitivamente por Gregorio IX en las instrucciones de 1231 a 1235. El papado determinó confiar la persecución de las herejías a tribunales inquisitoriales formados por dominicos, cuya jurisdicción emanaba de Roma.

Durante un mes (tiempo de gracia) se efectuaban predicaciones en cada localidad y se incitaba a la autodenuncia; en caso de que ésta se produjera no se seguía procedimiento alguno contra el arrepentido; en caso contrario se iniciaba la pesquisa (inquisito) en la que el inquisidor era a la vez acusador y juez. El proceso inquisitorial solía iniciarse, en la

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primera época, de resultas de investigaciones periódicas y sistemáticas o por denuncia privada. Agentes permanentes de la Inquisición no retribuidos pero con una serie de privilegios fiscales y judiciales, ponían en conocimiento del tribunal los casos a examinar; el caso pasaba a los “calificadores”. Si estos incoaban el proceso, el reo era encarcelado y el fiscal iniciaba el juicio; después de largos interrogatorios en que solía aplicarse la tortura –autorizada oficialmente- por los papas Inocencio IV en 1252 y confirmada luego por Alejandro IV en 1259 y Clemente IV en 1265; se ratificaban las pruebas y se permitía el inicio de la defensa, que no podía ser nunca eficaz, puesto que en ningún momento se comunicaban los cargos, los testigos y el denunciante; por otra parte el defensor era más un instigador a la confesión que otra cosa, puesto que si actuaba como tal corría el riesgo de ser denunciado como cómplice.

Finalmente se realizaba la “consulta de la fe” entre los diferentes miembros del tribunal (en ocasiones con el obispo) para acordar la sentencia, que era comunicada al acusado horas antes de pronunciarla públicamente en el “auto de fe” (o privadamente, en el caso de penas leves, en el palacio inquisitorial: autillo) al que acudía con el sambenito y el capirote, -una especie de capote de lana amarilla, con la cruz de san Andrés y llamas de fuego- que utilizaban los inquisidores para vestir a los reos, incluso a los reconciliados, condenados por el tribunal de la Inquisición. Se conocía por esta palabra (sambenito), además al letrero que se ponía en las iglesias con el nombre y castigo de los penitenciados.

Las penas que se imponían eran, desde penitencias espirituales, a la relegación al brazo secular; en el caso de ser condenado, el reo quedaba inhabilitado para desempeñar cargos públicos y se le confiscaban sus bienes. Cuando se relegaba al brazo secular, el acusado era posteriormente quemado en la hoguera por la autoridad civil.

Hacia mediados del siglo XIII la Inquisición, se había instituido en casi todos los países de Europa, a excepción de Inglaterra, donde hizo una aparición esporádica, y de los países balcánicos, que resistieron a los sucesivos intentos de Bonifacio VIII, en 1298, y de Juan XXII en 1323.

La Inquisición española fue creada en tiempos de los Reyes Católicos (1480) por una bula de Sixto IV, y el tribunal del Santo Oficio fue trasladado igualmente, para su desdicha, a los territorios americanos. En 1808 José Bonaparte, al llegar al trono de España,

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declaró extinguida la Inquisición, y, por su parte las Cortes de Cádiz hicieron lo mismo en 1813. Sin embargo Fernando VII la restableció en 1814, hasta que fue nuevamente abolida en 1820 al triunfar la revolución liberal. Tras la reacción absolutista de 1823 no se restauró, pero las Juntas de fe diocesanas la restituyeron. Su última víctima fue el maestro Cayetano Ripoll, ahorcado en Valencia el año 1826, por deísta y no aceptar los dogmas católicos. –Deísmo: doctrina que rechaza toda revelación y sólo cree en la existencia de Dios y en la religión natural-. Solamente en España según cuenta la historia general de la Inquisición, en el intervalo de 328 años se quemaron más de 34000 personas vivas.

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De momento, hasta aquí la información que ofrece la Enciclopedia. Sobrecoge, aterroriza conocer la nefasta existencia de este tribunal eclesiástico, que durante 600 años, interminables, cruentos, fue un cáncer moral, demoledor, que se expandió por todo el orbe que gobernaba la Iglesia católica, una comunidad que demostró no ser cristiana puesto que en ningún momento tuvo presente, “ama al prójimo como a ti mismo”, ni al precepto “no matarás”. Al contrario, papas e inquisidores imponían su Credo con el imperativo: “cree o muere”. Sin mostrar una brizna de compasión, sin un ápice de humanidad, porque el orgullo de creerse en posesión de toda la verdad, les convirtió en temibles fanáticos, otorgándose el derecho a torturar y llevar a la hoguera a miles de personas inocentes, acusadas de herejía por estar en desacuerdo con una doctrina irracional y que contiene no pocos errores.

La Iglesia jamás podrá desprenderse del pesado lastre de la Inquisición, porque esa rémora es su hija, nació en su seno y fue largamente alimentada por ella; está presente, pues, en su historia, en su entraña, en su vida, con huellas indelebles, y el triste recuerdo de esa fatídica época de oscuridad, represión, terror y muerte seguirá vivo. Añadamos además que entre (1096-1291) los caballeros de la cristiandad occidental, bajo la dirección de la Santa Sede, organizaron unas cruzadas llamadas Guerras Santas, tomando el signo de la cruz y la espada, con el fin de expulsar a los musulmanes de los Santos Lugares. Urbano II a través de su llamamiento en el Concilio de Clermont (1095), logró poner en marcha el feudalismo bajo la dirección de la Iglesia. El término cruzada se aplicó también a otras expediciones

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contra herejes, paganos o musulmanes, aprobadas por el Papa. Como así, las cruzadas contra los albigenses y los hussitas, las campañas de los caballeros teutónicos en Prusia y las luchas contra los musulmanes en España y contra los turcos en Europa oriental.

A juzgar por los desmedidos sufrimientos que tuvieron que sopor-tar los pueblos sometidos bajo el imperio o yugo de la Iglesia, creemos que es del todo impropio, el tan alardeado calificativo de santo: Guerra Santa, Santo Oficio y Santa Inquisición. Según vemos en el diccionario, del adjetivo santo, define: Absolutamente perfecto. Sagrado, inviolable. Que produce un efecto bueno y saludable.

Juan Huss, Lutero y Calvino

Wycliffe (1324-1384) teólogo inglés, fue precursor de la reforma protestante. Estudió en Oxford a Escoto, filósofo y teólogo irlandés, muy influido por el neoplatonismo y por Pelagio. Wicliffe, predicó contra los bienes temporales de la Iglesia, oponiéndose al magisterio eclesiástico. Se reveló contra la autoridad espiritual y temporal del pontificado, al exigir Urbano V a Eduardo II el tributo feudal prometido por Juan sin Tierra. En 1376 protestó contra Gregorio XI por exigir los anatas y subsidios a su curia. Negó la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, la necesidad de la confesión y las indulgencias. Incansable, trabajó en la traducción de una Biblia en lengua vulgar con el intento de que fuera asequible al pueblo.

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Juan Huss nació en Bohemia en 1373, hijo de familia humilde, su talento le llevó hasta el cargo de rector de la Universidad de Praga. Fue confesor de la reina Sofía, esposa de Wenceslao. Juan Huss, fundador de los hussitas, era un hombre notoriamente austero y basaba sus predicaciones en constantes ataques contra los vicios y avaricia del clero. No debe extrañar, pues, que al conocer la doctrina de Wycliffe se adhiriera a ella. Admitió que la única fuente de verdad divina es la Escritura, que Cristo es el único jefe de la Iglesia, y que el papado es una institución no instituida por Cristo.

Huss, no se contentó con denunciar las poco edificantes costumbres de algunos clérigos, sino que también atacó el dogma, por lo que fue excomulgado en 1412. Como siguiera predicando una

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doctrina que había recogido de Wycliffe, fue conminado a comparecer ante el concilio de Constanza, que abrió sus puertas convocado por Martín V. El concilio condenó los escritos de Huss y los obispos reunidos le pidieron varias veces que abjurara de sus errores. La última vez fue el día 24 de junio de 1415, y como no quiso retractarse, se dictó sentencia: “El santo concilio tiene pruebas de que Juan continúa en sus errores, terco e incorregible. La asamblea decreta que el culpable sea depuesto y degradado y que, una vez excluido de la Iglesia, sea entregado al brazo secular.”

Pocos días después el brazo secular cumplía la sentencia que se aplicaba a todos los herejes. Juan Huss murió quemado vivo, y sus cenizas fueron arrojadas al Rhin. La trágica muerte del valeroso reformista, no cumplió las esperanzas de la Iglesia. Muy al contrario, esta ignominia no marcó el fin de los hussitas, que irritados por ello y por la condena que de su doctrina se hizo en el concilio de Constanza en 1418, se levantaron en Bohemia y se dispusieron a ocupar el poder, a fin de convertir así sus creencias en religión oficial.

Con el levantamiento de los hussitas, a quienes acaudillaba Juan Zizca, el mundo volvió a conocer escenas de crueldad similares a las de las guerras contra los albigenses. Tanto los hussitas como sus represores, las fuerzas del emperador Segismundo, rivalizaron en desmanes de los que, indudablemente, no podía surgir una paz justa y duradera. Los hussitas perdieron la guerra, pero dejaron tantos mártires en los campos de batalla, que la reforma protestante no podía morir ya.

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La Iglesia hizo su primera tentativa de reforma en el II Concilio de Letrán, que tuvo lugar en el año 1139. Pero a este siguieron otros siete más, sin que la necesaria reforma fuera realizada. Finalmente, el 10 de mayo de 1512 abrió sus puertas el V Concilio de Letrán ecuménico, -intento de unión de todas las tendencias cristianas en una sola-. En éste, se vio claro que si la reforma no se decidía en el transcurso del mismo, difícilmente podría realizarla ya la Iglesia, con lo que, a no dudar, habría nuevas y más graves herejías por esta causa. Conscientes de esta amenaza, fueron muchos los obispos conciliares que trataron de imponer drásticas medidas para conservar la pureza de costumbres de la Iglesia. Concretamente, dos padres venecianos Giustiniani y Quirini, presentaron al papa León X un memorial de reforma que el padre Aubert Jedin ha comentado en su “Breve Historia

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de los Concilios”. “Se trataba de un alegato sin contemplaciones, que no tenía igual y que, lejos de ser una pura crítica, estaba repleto de proyectos decisivos: de la revisión eclesiástica, unificación de la vida monástica y de la liturgia, reanudación de las negociaciones de unión con las Iglesias orientales, y hasta proyectos de misión en las tierras recién descubiertas del Nuevo Mundo.”

No obstante en el V Concilio de Letrán la Iglesia tampoco realizó su reforma. Tan solo se adoptaron algunas decisiones, como en los anteriores concilios, cuando lo que se necesitaba, con carácter de urgencia, era raciocinio y valentía para extirpar de su seno, los tumores morales que la minaban, gestados por su orgullo, intolerancia y crueldad. Pocos meses después de haber terminado este Concilio ecuménico, Lutero iniciaba la reforma por su cuenta.

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Martín Lutero nació el 10 de noviembre de 1483 en Sajonia. Estudió Filosofía en Erfurt. El 2 de marzo de 1507, Lutero fue ordenado sacerdote. Poco después, ya doctor en Teología, pasaba a ocupar una cátedra en la recién fundada Universidad de Wittemberg. Hasta el año 1516, se dedicó a los estudios bíblicos. En el transcurso de esos estudios, creyó hacer descubrimientos capitales para la reforma del dogma católico.

Las circunstancias que llevaron a Lutero a enfrentarse con la Iglesia, fueron las indulgencias, cuya predicación encargó el arzobispo de Maguncia a los dominicos. Como en Sajonia eran normalmente los agustinos los encargados de predicar las indulgencias, a éstos les disgustó que el arzobispo eligiera a los dominicos para esta misión, teniendo en cuenta que se trataba de unas indulgencias sumamente importantes, puesto que los ingresos por ellas obtenidos debían ser destinados a la culminación de la magna obra de la basílica de San Pedro. Por esta causa los agustinos se enfrentaron con los dominicos. Según el padre Cristiani, “existía alrededor de las indulgencias, un tráfico que hoy con razón juzgamos deplorable”, aquellos se dispusieron a denunciar todas las irregularidades de los dominicos en su predicación de las indulgencias.

A raíz de esta discordia, Lutero clavó en la puerta de la Colegiata de Wittemberg sus famosas “95 tesis”. En ellas afirmaba entre otras cosas, que “Los tesoros de las indulgencias son como redes para

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pescar los tesoros de los hombres... Si el papa supiera las exacciones de los predicadores de indulgencias, preferiría que la basílica de San Pedro fuera reducida a cenizas, antes que construirla con la piel, la cara y los huesos de sus ovejas.”

A título de ejemplo citaremos de entre los 35 artículos de las indulgencias tres de ellos: Art. 8. La absolución y la seguridad de no ser perseguidos por crímenes de rapiña, robo o incendio, costará a los culpables 131 libras, 7 sueldos. Art. 10. Si el asesino hubiese dado muerte a dos o más hombres en un mismo día, pagará como si hubiese asesinado a uno solo. Art. 25. El fraile que por su mejor conveniencia o gusto quisiere pasar la vida en una ermita con una mujer, entregará al tesoro pontificio 45 libras, 19 sueldos. Etcétera.

El 1 de agosto 1520 Lutero publicó su manifiesto: “A la nobleza cristiana alemana para la reforma del Estado cristiano”. En él decía que todos los cristianos son iguales, que todos tienen derecho a recurrir a la Biblia, cuya interpretación no está reservada a la Iglesia. No admitía todos los sacramentos, sólo el bautismo y la cena, exigiendo la comunión bajo las dos especies y no aceptando la transustanciación o la transformación de la sustancia del pan y del vino en la del cuerpo y la sangre de Jesucristo. Abogó por la supresión del celibato, afirmando que los clérigos, frailes y monjas no tan solo podían casarse, a pesar de sus votos, sino que estaban obligados a ello. Y él mismo, dio ejemplo casándose en 1525 con Catalina de Bora, una religiosa de la que tuvo cinco hijos.

El 3 de enero de 1521 Lutero fue excomulgado por el papa, no obstante se le invitó una vez más, a que se retractara de sus errores. Su respuesta fue: “No quiero ni puedo retractarme de nada, porque no es seguro ni conveniente el ir contra la propia conciencia. Que Dios me ayude”. Esta afirmación supuso para el ex agustino, el destierro del Imperio. Por esta causa se vio obligado a buscar el amparo de su protector, el príncipe elector de Sajonia, bajo cuya autoridad puso una iglesia regional que había fundado. De esta forma el luteranismo se convirtió en Iglesia estatal.

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Cabe destacar que, paralelamente a la rebelión luterana, tuvo lugar en Suiza otro movimiento de reforma, provocado por Ulrico Zwinglio, un cura de Zurich. Había estudiado en Basilea, Berna y más tarde en la Universidad de Viena. Trabó amistad con importantes humanistas,

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entre ellos Erasmo, y leyó los escritos de Lutero. Una vez nombrado párroco de la principal iglesia de Zurich, Zwinglio, combatió también las indulgencias, atacó el celibato eclesiástico, (en 1524 casó con Ana Meyer), se opuso a la autoridad del papa, abolió los monasterios, suprimió la misa, las ceremonias y las imágenes. También Zwinglio logró formar una iglesia disidente, en varios cantones de Suiza. Pereció en la batalla de Kappel en octubre de 1531, en lucha contra los cantones católicos. Su doctrina acabó por fusionarse con el calvinismo constituyendo desde 1850 la iglesia reformada de Suiza.

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Juan Calvino nació en Noyon, cerca de París, el 10 de julio de 1509. Hijo de una familia acomodada, recibió una brillante educación. Muy joven, era ya cura párroco de Marteville. Quiso proseguir sus estudios y buceó con fruición en la Biblia. Poco después influenciado por la reforma de Lutero, encontró también, evidentes contradicciones entre las Sagradas Escrituras y la teología católica. Así pues, el 4 de mayo de 1534 renunció a sus beneficios eclesiásticos y abandonó Francia para refugiarse en Suiza, donde escribió: “De la Institución de la religión cristiana”. Calvino consideró la Biblia como única fuente válida de magisterio. En su manifiesto decía:

“No es legítima la autoridad del papa y la potestad de la Iglesia, no es más que un testimonio humano que puede errar. Los católicos, autorizando el culto de las imágenes, han vuelto a caer en la idolatría. Las indulgencias, el Purgatorio y la confesión no están fundadas en el sagrado Libro y es una invención humana, introducida para tiranizar a los fieles. Dios lo ha dispuesto todo y lo produce todo en el mundo moral, como en el mundo físico, de donde se deduce que los pecados y virtudes de los hombres son obra de la voluntad divina. Dios quiso que hubiere escogidos y réprobos para tener súbditos sobre los que manifestar su justicia y su misericordia.”

Calvino estaba persuadido de que: “Dios no crea a todos los hombres de igual condición, sino que destina a unos a la vida eterna y a otros a la eterna condenación”. Apoyado, probablemente, por una sentencia similar, del apóstol Pablo: “De manera que Dios de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece.” (Ro. 9. 18).

Estimamos del todo imprescindible hacer un inciso para señalar, una vez más, la imposibilidad de que exista un dios partidista e

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imperfecto en sus atributos. Una sola limitación, en la esencia de la Justicia divina, significaría que sus leyes dejarían de ser perfectas e inmutables, y al pasar por diversas interpretaciones estarían sujetas a más de una modificación. Ello pone de relieve que la Biblia no es la pretendida Palabra de Dios. Contrariamente, revela que multitud de conceptos no son fidedignos, puesto que contiene errores y contradicciones, que patentizan falta de conocimiento y raciocinio, y sus intérpretes divagan a la hora de exponer un criterio o fundar una doctrina.

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El Concilio de Trento (1543-1563), auspiciado sucesivamente por Pablo III, Julio III, y Pío IV, condenaron a Lutero, Zwinglio, Calvino y a sus doctrinas. Comenzó la contrarreforma y se decidieron Decretos de reforma de la vida de la Iglesia: “Doctrina sobre la sagrada escritura, el pecado original, sobre la gracia y la justificación (acto por el cual Dios hace pasar a un alma del estado de pecado al estado de gracia), sobre los sacramentos y el sacrificio de la misa y sobre el culto a los santos y a las imágenes.”

Los seguidores de Calvino en Francia, eran comúnmente, denominados hugonotes. La difusión del protestantismo que durante el reinado de Enrique II, 1547, había llegado a la alta nobleza, la cual constituyó el partido hugonote, condujo a un enfrentamiento con la Santa Liga católica. Cuando pareció calmarse la agitación (Edicto de Saint Germain), los católicos temerosos de la influencia del almirante Coligny, consejero del joven rey Carlos IX, que acaudillaba a los hugonotes contra el partido católico, prepararon la tristemente célebre matanza de la Noche de San Bartolomé, el 24 agosto de 1572. Catalina de Medici, la reina madre, intentó enfrentar a la facción católica francesa, liderada por la Casa de Guisa, con la facción de los hugonotes, liderada por la Casa de Condé. Celosa del creciente poder del líder hugonote Gaspard de Coligny, Catalina ordenó su asesinato. Varios líderes hugonotes, incluyendo a Coligny, perecieron pero no lograron eliminar a los protestantes. Las guerras de religión en Francia que enfrentaron a hugonotes y católicos duraron más de un siglo. Perseguidos con gran dureza por Luís XIV, numerosos grupos de hugonotes emigraron a Inglaterra, Holanda, Alemania y América.

Calvino falleció en 1564. Mas la brillante exposición de la doctrina y la sabia valoración de las situaciones político sociales de aquel tiempo,

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para los fines religiosos, hicieron que el calvinismo se propagara rápidamente, no sólo en Suiza, sino también en Francia, Holanda, Escocia, Inglaterra y en las colonias americanas.

Los decretos de Trento

Durante los 20 largos años que duró el Concilio de Trento, se afianzaron las bases del catolicismo apostólico y romano, con todos sus añadidos, la obligada observancia de los cinco mandamientos de la Iglesia, dogmas y ritos. Lutero sin embargo, al basar su doctrina en la libre interpretación de la Biblia, abrió una ancha senda por la que hoy transitan más de 300 ramas protestantes que coinciden todas ellas en negar al papado. Desde el Vaticano se asegura que, con los hermanos disidentes, es más lo que les une que lo que les separa. Nos parece utópica la esperanza de reunir a todas las iglesias cristianas en una sola. Es muy improbable que se produzca el tan reiterado ecumenismo, porque lo que en realidad les separa, es la pretensión de que cada cual tiene la verdad absoluta y que los demás predican el error. ¿Quién se apeará del pedestal? Ello precisa de una buena dosis de humildad y tal vez también, de sentido común.

Es imprescindible seguir profundizando en el tema que debatimos. Relata el evangelista Juan (18. 28. 31) “Pilato al ver a Jesús preguntó: '¿qué acusación traéis contra ese hombre?' ellos le respondieron: 'si este no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado' Pilato replicó: 'tomadle vosotros y juzgadle según vuestra Ley'. Los judíos replicaron: 'nosotros no podemos dar muerte a nadie”. ¿Cabe mayor hipocresía por parte de los sacerdotes? Semejante proceder tiene un extraordinario paralelismo con las condenas de la Inquisición, cuyas ejecuciones eran relegadas al brazo secular.

Desde los primeros tiempos del cristianismo, existió por parte de éste, una cruel animadversión contra los judíos, al considerarles un pueblo deicida. El antisemitismo, ha alcanzado a toda una raza, este trágico conflicto ha sido sostenido a través de los siglos por un proceder despiadado, falto de juicio, lucidez y cordura. La Iglesia ha demostrado tener una pasmosa lentitud a la hora de rectificar errores. Todavía recordamos que hasta la segunda mitad del siglo XX, por Semana Santa, el párroco desde el púlpito, tras lanzar una arenga contra los desalmados judíos que ajusticiaron a “Dios”, permitía que la gente menuda, provistos de mazas los niños y de carracas las niñas,

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golpearan fuerte y tendido en el suelo para “matar” a los judíos, en medio de un ruido ensordecedor. Una triste lección que aun recordamos quienes la hemos recibido y constituye, una clara omisión del amor que debemos prodigar al prójimo, además de ser un manifiesto exponente del odio más irracional.

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Los antipapas fueron otro escollo digno de mención, que surgió en el seno de la Iglesia. Antipapa es el nombre dado a los papas que, elegidos irregularmente por obra de una facción eclesiástica o una fuerza política, usurpan la autoridad del Papa legítimo, dando lugar con ello a cismas en la Iglesia. Un serio conflicto que tuvo que afrontar el papado, durante varios siglos.

La lista oficial registra treinta y siete antipapas, desde Hipólito (217-235), sometido al Papa canónico y muerto en el martirio. Más tarde lo elevaron a los altares... Se fueron sucediendo los antipapas, provocando inevitables confrontaciones, hasta el último, Felicio V (1439-1449).

Se incluyen en esta lista los papas de Aviñón, Clemente VII (1378-1394) y Benedicto XIII (1394-1413), conocido por (Pedro de Luna). Después de ser depuesto por el Concilio de Basilea, se retiró en 1415 en el castillo de Peñíscola (Valencia), donde mantuvo su corte y sus pretendidos derechos de Pontífice hasta su muerte, ocurrida en el año 1423.

Concilio Vaticano I

Pío IX proclamó el dogma de la Purísima Concepción en 1854 y convocó el Concilio Vaticano I, celebrado en Roma, del 8 de diciembre de 1869 al 18 de julio de 1870. Se decretó: Definición de la Infalibilidad del Papa. Condena de los errores del materialismo y del racionalismo contra la fe y la revelación.

La doctrina propuesta sobre la Infalibilidad del Romano Potífice, levantó la oposición de una minoría de obispos, de París, Lyón, Munich, Colonia, Viena y Milán, que abandonó el Concilio para no tener que votar negativamente. Los prelados habían argumentado: “Si declaramos a Pío IX infalible, deberemos necesariamente, y de lógica

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natural, vernos precisados a mantener que todos sus predecesores, eran también infalibles; cuando no se pueden ocultar los errores y contradicciones de los papas en sus enseñanzas”. Nos parece un sensato criterio que no se tuvo en cuenta.

Sirvan dos ejemplos como testimonio de la disparidad de conductas de algunos papas. Esteban VII (896-897) hizo exhumar el cadáver de Formoso (891-896), vestido con ropas pontificales y lo profanó mandando cortarle los dedos con que acostumbraba dar la bendición y después lo hizo arrojar al Tíber, declarando que era perjuro e ilegítimo su pontificado. Teodoro II y Juan IX rehabilitaron a Formoso, declarando válido su pontificado y lo hicieron enterrar en la basílica de San Pedro. Clemente XIII (1700-1721), abolió la Compañía de los Jesuitas, permitida por Pablo II (1464-1471) y Pío VII (1800-1823) la restableció.

También en este Concilio condenaron el racionalismo, porqué es ante todo “la negativa de lo sobrenatural, de la revelación divina, del milagro e incluso de todo dogma obligado y no explicado”. Insistimos, la Humanidad necesita libertad para pensar y discernir, la vida y la muerte no son un misterio tal como asevera la Iglesia, sino todo lo contrario, forma parte de la existencia humana, es una realidad natural, una ley impuesta por la Providencia, que da nuevas oportunidades al espíritu en su carrera evolutiva, hay que nacer y renacer para progresar. La fe ciega prohibe el razonamiento y no resuelve nada, la fe razonada lo explica todo y disipa los misterios.

Los obispos disidentes, previeron que un decreto acerca de la Infalibilidad papal, conllevaría a examinar y reconsiderar, cuál había sido durante 18 siglos la contribución benéfica de los Pontífices en favor del pueblo de Dios. En los conflictivos tiempos que dos, y a veces tres competidores, creyendo tener todo el derecho, pretendían ocupar la Sede de Roma, ¿cuál de éstos debía ser el verdadero Papa? ¿Y por qué, lamentables y gravísimos errores, desenfrenados y cruentos, faltos de juicio, pervivieron sin sofocarse, sometiendo a personas e ideas?

Estos acontecimientos, denotan que la autoridad eclesial es poco creíble. No hay constancia en la Historia, que en aquella época nefasta, una tenue inspiración divina o la presencia del Espíritu Santo, iluminara las mentes de unos Pastores, cuyo rebaño les fue confiado para conducirlo a buen pasto, sin diezmarlo y mantenerlo sano. El sol no brilla si densas nubes aparecen en el cielo, la verdad tampoco se difunde mientras el error la cubre.

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Los humanos, en nuestra estructura corporal, aparentemente somos idénticos. Lo que nos distingue es la evolución moral, por la experiencia adquirida a través de vidas sucesivas. Defectos como el egoísmo, el orgullo, la vanidad, el fanatismo y la ignorancia, se encuentran por doquier, pero cuando estos defectos los ostenta el poder pueden herir en grado sumo al pueblo. Sirva el siguiente ejemplo para ilustrar lo que aseveramos. El oscurantismo, político o religioso, es la oposición sistemática a la difusión de la cultura y las ideas, entre las clases populares. Prueba evidente de ello, son las enormes dificultades que los autores de la Enciclopedia tuvieron para publicarla y difundirla. En 1752 el Abate de Prades, encargado de la parte teológica, fue condenado como hereje por la Universidad de la Sorbona. Prohibida también, por el Parlamento de París y condenada por la Santa Sede en 1759. En 1788 la Inquisición requisó en Madrid, 1681 volúmenes de la edición francesa.

Concilio Vaticano II

Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II, inaugurado el 11 de octubre de 1962 y cerrado el 8 de diciembre de 1965, bajo Pablo VI. En esta ocasión no se trataba de definir verdades, sino de “una renovación y adaptación, lo que se ha llamado un 'aggiornamento' –puesta al día-, que entraña el incremento de la fe católica. Un punto importante se relaciona con la unión de los cristianos: Poner las premisas de claridad doctrinal y de mutua caridad, que han de preparar el largo camino de la unidad. Expresar asimismo, ante el mundo y el hombre actual, la doctrina y la actitud de la Iglesia, que ha venido a servir y a salvar al Hombre siguiendo el ejemplo de Cristo.”

Han transcurrido cuatro décadas desde este el último Concilio, y sus expectativas no se han cumplido. El tan esperado Ecumenismo sigue siendo una utopía. Reiteramos que la salvación, o mejor dicho, que la transformación individual, está sometida a una Ley divina justa y equitativa, que atañe a todas las criaturas y se cumple merced a las múltiples existencias. Reencarnar, por tanto, es el único camino a recorrer, cuyo objetivo es alcanzar la plena evolución espiritual.

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Pablo VI falleció en 1978. A su sucesor Juan Pablo I, le sorprendió la muerte repentinamente, a los 33 días de subir al solio Pontificio. El 16 de octubre de 1978, Juan Pablo II fue catapultado al trono de la Santa Sede como el 264 Pontífice desde el apóstol Pedro.

Juan Pablo II, en el primer viaje de los muchísimos que realizó por los cinco continentes, a Puebla (México), descalificó la “teología del alliberamento”, porque era necesario evitar la “desviación marxista” de los teólogos liberales. Sin duda, durante este papado, se robustecieron los más tradicionales principios católicos. La doctrina sobre la negativa a todo método anticonceptivo, al divorcio, a la interrupción del embarazo y, hasta a la prevención sexual de la sida a través de preservativos. Jamás se tuvo en cuenta que en 1968, Pablo VI publicó la encíclica “Humane Vitae” sobre la paternidad responsable y el control de la natalidad.

Juan Pablo II no era un innovador. Si demostró mano dura en este capítulo relativo a la moral y las buenas costumbres, igual o más contundente fue en materia de doctrina relativa al celibato sacerdotal y al sacerdocio femenino. Por otra parte debemos recordar, sus continuas súplicas de perdón “por acontecimientos del pasado”. Partió de esta confesión pública de inestimable valor: “Somos una comunidad de pecadores. Sólo reconociendo los errores de nuestra historia reforzaremos nuestro prestigio moral”. Algunos acontecimientos del pasado que llevaron a Juan Pablo II a la rectificación fueron: La rehabilitación de personajes históricos como Galileo, Giordano Bruno, Girolamo Savonarola, Martín Lutero, etc.; el reconocimiento de la viabilidad de las teorías evolucionistas de Darwin; la condena de la Inquisición (“utilizó la coacción y violó los derechos humanos”); el rechazo de las Cruzadas (“no fueron la manera apropiada de defender los Santos Lugares”); la reprobación del saqueo de Constantinopla, y la descalificación del antijudeísmo como conducta equivocada de la Iglesia. En este histórico “mea culpa”, abierta y valientemente, Juan Pablo II asumió la responsabilidad por las persecuciones antisemitas. En un texto en latín, durante el Viernes Santo el sacerdote pide a Dios que “convierta a los judíos”, frase de la cual Juan XXIII había suprimido el calificativo de “pérfidos”.

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Karol Wojtyla aspiró a una alianza católico-ortodoxa en la recristianización de Europa, pero ante tales expectativas de aperturismo ecuménico, el resultado final fue descorazonador. Todos

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los patriarcas ortodoxos llegaron a reunirse para denunciar el “proselitismo desvergonzado” del Vaticano. En el verano de 1999 el Papa hizo unas importantes declaraciones, admitiendo que el cielo no está en un lugar concreto, ni tampoco existe un Infierno con llamas que quemen sin consumir. Este nuevo concepto sobre el antro infernal, que sólo los fieles católicos deben aceptar, resultó ser un apaño ilógico, toda vez que los pecadores estarían, eso sí, eternamente apartados de Dios, lo que constituiría una patente desproporción con las faltas cometidas. Giovanni Papini en 1953 publicó “Il diávolo”, un libro que revolucionó a la sociedad, por aportar una más clara idea de la justicia, al afirmar que “Dios llegaría a perdonar al Diablo”. Aunque nosotros no aceptamos la existencia del demonio, reconocemos que Papini tenía una visión más racional y equilibrada de la justicia divina.

El declive físico de Juan Pablo II, se inició en 1992 tras la operación de un tumor de colon. Pese a su deteriorado estado de salud, no aceptó las insinuaciones para una dimisión. Celestino V ha sido el único papa que en 1294, renunció al Pontificado a los cinco meses de ser elegido. Wojtyla tuvo una inestimable colaboración con el “guardián del dogma”, el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, desde abril de 2005.

Durante los 26 años de su pontificado, Juan Pablo II proclamó 1338 beatos y 482 santos, una verdadera inflación si se compara con los 100 beatos y 272 santos, hechos desde 1588 cuando los papas reservaron para ellos mismos, la exclusiva de elevar a los altares a ciertos escogidos, hecho que estaba considerado como una auténtica excepción.

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En la Iglesia conviven cardenales y obispos conservadores, en oposición con los aperturistas. En el onceavo sínodo ordinario Benedicto XVI, preparó el retorno del latín a la misa. “Sería deseable –dice un documento- que los cristianos de todos los países, supieran rezar y cantar en latín, algunos textos fundamentales, como el Gloria, el Credo y el Padrenuestro. El Vaticano II había decidido que, para una mayor comprensión de los fieles, las misas se celebraran en lengua vernácula. Sin comentarios...

Noticias de la primavera de 2007. El Vaticano estipula que el limbo no existe, y los bebés sin bautizar van directamente al paraíso. La tesis de origen medieval, que enviaba al limbo a los niños muertos con el

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pecado original, ha sido rechazada por teólogos del Vaticano, después de años de debate en el seno de la Comisión Teológica Internacional. En un documento de 41 páginas que cuenta con la aprobación del papa Benedicto XVI, esta asamblea de expertos afirma que existen “serias bases teológicas y litúrgicas para esperar que los niños se salven” de ir a este lugar sin tormentos pero alejado de Dios, ya que “la idea del limbo refleja una visión demasiado restrictiva de la salvación”. “Dios es misericordioso y quiere que todos los niños se salven”, considera la comisión presidida por el prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe. Eso sí, también aclara que la argumentación se basa más en una “esperanza piadosa” que en una certeza probada.

Parece ser que dentro de poco se publicará un documento que lleva por título “la esperanza de salvación para los niños que mueren sin bautizar”. El texto recuerda que en el siglo V, san Agustín decía que los niños muertos sin bautizar iban al infierno, y a partir del siglo XIII, se empezó a hablar del limbo. Ahora, este lugar “representa un problema pastoral urgente, ya que cada vez hay más hijos de padres católicos que no están bautizados y también otros que no llegaron a nacer por ser víctimas de aborto”. Los teólogos recuerdan que el limbo no ha sido nunca considerado un dogma de la Iglesia y no está mencionado en el Catecismo.

Si el limbo no ha sido un dogma, ¿por qué la Iglesia ha consentido durante siglos que sus ministros amedrentaran al pueblo con tan irracional y aterrador castigo destinado a unos seres inocentes y sin calcular la inquietud y el dolor que causaban a sus padres? La puntualización de la inexistencia del dogma parece más bien un descargo de conciencia, que confunde más que ilustra, si aún aceptan que la idea se basa más en una “esperanza piadosa que en una certeza probada”.

Entre tantas dilaciones y ambigüedades, a la hora de sentar cátedra, el Vaticano pierde credibilidad. Cierra una grieta y aparece una brecha. Es más que obvio que la idea del limbo no nació por inspiración divina. Esta injustificable creencia, durante ocho siglos, ha excluido de la dicha eterna, a seres totalmente inocentes. Nos preguntamos como pueden saber los teólogos, lo que “quiere Dios”, y como ordena el Universo, y porqué de vez en cuando, se ven precisados a corregir sus enseñanzas. Mencionan en el citado documento, a los seres que no llegaron a nacer “víctimas de aborto”. Un aborto natural o provocado, es siempre una interrupción de embarazo. De ahí surgen dudas no esclarecidas, acerca de la situación espiritual de miles de embriones sin desarrollar; en el inverosímil caso de la resurrección de la carne,

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¿cuál sería el aspecto y el estado, de los que no han tenido opción a desarrollar una vida?

La doctrina de una única existencia no nos sirve para dilucidar el problema, por ser confusa y contradictoria, la razón nos alumbra las dudas, y vemos que sólo lo resuelve la Ley de la reencarnación que contempla la preexistencia del alma, y su lento, pero ascendente, recorrido evolutivo, a través de la pluralidad de existencias.

Curiosidades y semejanzas

El legendario Egipto (3500 años a. C.) indudable cuna de civilizaciones, muestra ufano todavía, vestigios de su antiguo esplendor. Fue en el santuario de Egipto donde los antiguos filósofos griegos recogieron leyes y creencias. Las leyes egipcias penales y criminales eran las mismas para el hombre y la mujer. La institución del zodíaco fue obra suya, una obra que se remonta al año 2500, antes de la era cristiana. Entonces fue cuando se reguló el calendario civil y se estableció el ciclo solar. El año se componía de 365 días, seguidos de cinco días complementarios. También existía la semana o periodo de siete días, uno de los más antiguos vestigios de la civilización. Se cree que el número de los días de la semana se dedujo por el número de los planetas conocidos entonces y luego se dio a cada día el nombre de un planeta. El primer día de la semana es el nombre de la Luna, el segundo el de Marte, el tercero de Mercurio, el cuarto de Júpiter, el quinto de Venus, el sexto de Saturno y el séptimo del Sol o el día de Dios.

Algunos filósofos afirman que los egipcios antiguamente, reconocían un solo Dios, “dueño y creador del universo, superior a todos los elementos, por sí mismo inmaterial, incorpóreo, increado e indivisible”. Según la historia sagrada de Egipto, los dioses eran manifestaciones del Dios supremo. La tradición dice que el culto a Ptah fue fundado por Menes en Menfis junto con el de la diosa Sakhnret y el dios Nefertum. En un documento redactado en la época del faraón Djoser o durante la IV dinastía (2700 a. C.), en el que se expone el sistema teológico menfita, a las ocho principales divinidades de Egipto se las considera formas de Ptah, dios anterior a lo creado. Con los soberanos de la V dinastía (2500) el culto de Ra ocupó el del privilegiado Ptah. Más tarde con la dinastía XIX se estableció un equilibrio entre los diversos cultos con la formación de una tríada de dioses superiores: Amón, Ptah y Ra, pero además se conocía otra, Isis,

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Osiris y Horus. En el vasto campo de las creencias existen muchas tríadas. La trimurti índia, Brahma, Visnú y Shiva; la griega, Zeus, Hera y Atenea; la fenicia, Baal, Melkart y Astarté; la romana, Júpiter, Juno y Minerva, además de los dioses del mundo subterráneo, Tellus, Terramater y Ceres que hacían germinar las semillas y custodiaban a los muertos. Son pruebas que confirman que no hay nada nuevo bajo el sol.

Desde las más remotas épocas, la historia señala que el Estado y la religión eran la misma cosa. El término original latino Pontífice, designaba al constructor de puentes; nombre que recibían los sacerdotes de la Roma antigua que la tradición creía instituidos por Pompilio Numa (715 a. C.). Los pontífices romanos tendían un puente entre los hombres y los dioses, mediante ritos. Formaban un “Collegium” presidido por el “Pontifex Máximus” con carácter de cuerpo asesor de los magistrados civiles y función ritual y jurídica, ceremonias expiatorias, culto funerario y de los antepasados, legislación de adopciones y sucesiones. Los primeros emperadores, hasta Graciano (375), reservaron para sí el cargo de “Pontifex Máximus”.

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El Antiguo Testamento habla del Scheol, un lugar donde iban las almas, después de la muerte de todos los hombres, buenos y malos. El Infierno, en el cual descendió Cristo, -así reza el Credo- para liberar a los justos. Preguntamos si en la actualidad las almas de los pecadores, aún siguen en este lugar. Ahora el Infierno ya no es un antro de tortura, tan solo la eterna separación de Dios, con el desobediente. “No es castigo divino, señala la Iglesia, sino elección humana. Por voluntad propia el hombre atenta contra el orden divino”. ¿Debemos entender que el Creador dota con tan equidistantes grados de voluntad, a los habitantes de este planeta? Sería un proceder incomprensible, muy lejos del Amor y de su Justicia.

La doctrina del Purgatorio se definió e impuso como verdad de fe en los concilios de Florencia y Tarento. Las penas del Purgatorio pueden expiarse en un tiempo más breve por la ayuda que indirectamente, puede recaer en los difuntos, gracias a las buenas obras realizadas por los vivos, como limosnas, penitencias, oraciones, misas...

Antiguamente gnósticos y arrianos negaban la existencia del Purgatorio. En la Edad Media, los hussitas, los cátaros y los valdenses,

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rechazaron la doctrina católica del purgatorio, y más tarde la rehusaron, Lutero y Calvino.

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Históricamente ya se conocía en Egipto y en Grecia un “juicio de los muertos”. El concilio de Florencia (1439-42) afirmó que, “cada individuo será sometido después de su muerte a un juicio particular”. “Juicio divino significa el sentido de la responsabilidad del hombre en sus actos, valorados finalmente por Dios”. De lo que se deduce que la absolución de un confesor no es del todo fiable, porque su criterio puede ser más o menos severo con el pecador. El artículo de fe del credo cristiano sobre el Juicio Universal en el que se establecerá la situación eterna y definitiva de toda la humanidad, dice que, “Cristo ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”. Los muertos, según establece la Iglesia, ya habrían sufrido un juicio particular; en cuanto a los vivos da a entender que no tardarán en morir, lo que equivaldría al cumplimiento del pretendido fin del mundo, (Mt. 24. 3).

Desde la aparición del hombre de las cavernas hasta nuestros días, incontables millones de humanos hemos habitado la Tierra, la razón no nos permite aceptar, que los preceptos de una religión, de que ninguna de las muchas que existen en la actualidad, pueda regular el destino de las razas humanas, si cada ser ha participado, según ellas, de una única vida, que se distingue entre efímera o larga, trágica y marcada por graves desdichas, o bien, en notorio contraste, de relativo sosiego y bienestar. No olvidemos que las personas nacemos y vivimos con considerables diferencias, morales e intelectuales. De ello se desprende que estas desigualdades tendrían un peso específico en el “juicio final”: de eterna salvación o eterna condenación.

Privilegio y arbitrariedad no son indicio de justicia y equidad. No disponemos, en el limitado lenguaje humano, de otros adjetivos acreditativos que los consabidos, para designar los atributos de Dios, en grado infinito: Amor, Sabiduría, Omnipotencia, Solicitud Paternal, son más que suficientes, para rechazar un inapelable, “juicio final”, que estaría en total contradicción con la Suprema Justicia.

Siendo el Creador Padre, ¿por qué no ha dotado a sus hijos con análogas capacidades? Comúnmente los seres humanos en el corto plazo de una sola vida terrena o corpórea, por escaso desarrollo, equivocamos el camino, ¿entonces, por qué condena a una orfandad sempiterna a la mayoría de criaturas? Es imposible concebir que el

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Eterno nos exija que, en el ínfimo espacio de tiempo que dura una vida, consigamos óptimos resultados, a fin de salir airosos del juicio, para lograr la salvación. Al no dar opción a rectificar, excluye de la paz de los bienaventurados, prácticamente a toda la creación.

Día llegará que, espiritual y moralmente, en este mundo los sordos escucharán y los ciegos verán, porque la marcha imparable de la evolución y el progreso, abrirán camino hacia la cordura, el raciocinio y el estudio. La humanidad dejando atrás buena parte de ancestrales e ilógicas creencias, se verá libre de oscuros y absurdos miedos que impiden escoger y valorar con sensatez, lo más conveniente a todo espíritu, a fin de orientar sin sucumbir, las sucesivas existencias a realizar en este planeta.

Nos sentimos obligados a remitirnos, aunque brevemente, a personajes de la antigüedad, que en sus máximas filosóficas enseñaron y sentaron importantes principios sobre la espiritualidad.

Pitágoras (582-500 a. C.), filósofo y matemático griego, cuyas enseñanzas influyeron en Platón. Su doctrina admitía la inmortalidad y la transmigración del alma. La astronomía de los pitagóricos marcó un importante avance en el pensamiento científico clásico; esta escuela consideraba la Tierra como un globo que gira junto a otros planetas alrededor del Sol.

Empédocles (493-433 a. C.) filósofo, político y poeta griego, fue discípulo de Pitágoras y Parménides, era considerado por las gentes de su tiempo como un semidiós. Admitió la reencarnación de las almas como un proceso de purificación.

Platón (428-347 a. C.), filósofo griego, uno de los pensadores más originales e influyentes en toda la historia de la filosofía occidental. Instruido por Sócrates, estaba persuadido de que el conocimiento se puede alcanzar, ya que para Platón lo que es real tiene que ser fijo, permanente e inmutable. Mantenía que conocer a Dios es hacer el bien, la consecuencia de esto es que aquel que se comporta de forma inmoral, lo hace desde la ignorancia. Aceptaba e instruía sobre la idea de la transmigración de las almas.

Faro a la inteligencia y la conducta

La Sagrada Congregación de Ritos, condenó el Espiritismo en una comunicación del 30 de julio de 1856, dirigida a todos los prelados de la cristiandad.

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Han transcurrido 150 años, desde tan desacertada decisión clerical, que una vez más intentó ahogar la realidad que no favorecía sus intereses. Hoy la libertad de expresión nos asiste, para ejercer el derecho de propagar, que la vida continua tras la muerte del cuerpo, adquiriendo el alma merced a la ley de reencarnación, la paz que sólo la práctica del bien proporciona. En el libro “El Cielo y el Infierno o la Justicia divina” publicado en 1865, por Allan Kardec, el codificador del espiritismo, muestra una profusa documentación de ideas y creencias sobre el infierno y prueba la sinrazón del dogma de las penas eternas. Entresacamos de dicha obra, los siguientes párrafos:

“El infierno de los paganos, descrito y dramatizado por los poetas, ha sido el modelo más grandioso en su género. Se ha perpetuado en el de los cristianos. Comparándolos se encuentra en ellos, salvo los nombres y algunas variaciones en los detalles, numerosas analogías: en uno y en otro el fuego material, es la base de los tormentos, porque simboliza los más crueles padecimientos. Pero ¡cosa extraña!, los cristianos han sobrepujado el infierno de los paganos. En el Tártaro se ve, en efecto, a los culpables atormentados por los remordimientos, siempre cara a cara de sus crímenes y sus víctimas, agobiados por aquellos que agobiaron viviendo. Se les ve huir de la luz que les penetra y procuran en vano ocultarse a las miradas que les persiguen, todos llevan el sello de su pasado, todos son castigados por sus propias faltas. Se hallan allí jueces inflexibles, pero justos, que proporcionan la pena a la gravedad de la culpa. Los condenados son almas con un cuerpo fluídico, imagen de su existencia terrena. No se ve allí que los hombres vuelvan a tomar su cuerpo carnal para sufrir materialmente, ni el fuego penetra bajo su piel para saturarla hasta los tuétanos, ni el lujo y el refinamiento de los suplicios que constituyen la base del infierno cristiano.

“La doctrina de las penas eternas absolutas conduce forzosamente a la negación o a la disminución de algunos de los atributos de Dios, y en consecuencia, es inconciliable con la perfección infinita. De donde extraemos la siguiente conclusión: Si Dios es perfecto, la condenación eterna no existe. Si ésta existe, Dios no es perfecto.

“Es evidente para todo aquel que haya estudiado la cuestión fríamente, que en nuestros días, el dogma de la eternidad de las penas ha hecho más materialistas y ateos que filósofos.”

La Iglesia demuestra una extremada lentitud para corregir o modificar sus dogmas. En el verano de 1999 Juan Pablo II negó las llamas del infierno. Si una religión se ve precisada a variar sus

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intocables dogmas, significa que no estaba en lo cierto y es la fuerza del error la que le obliga a rectificar apreciaciones, huecas de sentido común.

Allan Kardec añade con mesurado razonamiento. “Una teoría –o idea- no puede ser aceptada como verdadera más que con la condición de satisfacer la razón y dar cuenta de todos los hechos que abraza. Si solamente un hecho viene a desmentirla es porque no está en lo verdadero en absoluto.

“Todas las religiones han debido, en su origen, estar en proporción o relación con el grado de adelanto moral o intelectual de los hombres. Éstos, todavía demasiado materiales para comprender el mérito de las cuestiones puramente espirituales, han hecho consistir la mayor parte de los deberes religiosos en el cumplimiento de formas exteriores. Durante cierto tiempo, esas formas bastaron a su razón. Más tarde, haciéndose la luz en su inteligencia, sienten el vacío que dejan las formas tras sí, y si la religión no llena este vacío, la abandonan y se vuelven filósofos.

“Si la religión, apropiada en un principio a los conocimientos limitados de los hombres, hubiese seguido siempre el movimiento progresivo del espíritu humano, no habría incrédulos, porqué está en la naturaleza del hombre la necesidad de creer, y creerá si se le da un alimento espiritual en armonía con sus necesidades intelectuales.

“Una sola existencia corporal es prácticamente insuficiente para que el espíritu pueda adquirir todo lo que le falta en bien y se deshaga de todo lo que es malo en él. Dios, que es soberanamente justo y bueno, concede al espíritu todas las existencias necesarias para llegar al fin, que es la perfección.

“Los espíritus son creados sencillos e ignorantes, pero con la oportunidad de adquirirlo todo y progresar, en virtud de su libre albedrío. A través del progreso adquieren nuevos conocimientos, nuevas facultades, nuevas percepciones, y como consecuencia, nuevos goces desconocidos por los espíritus inferiores. Ven, oyen, sienten y comprenden lo que los espíritus atrasados no pueden oír, ver, sentir o comprender. La dicha está en proporción al progreso obtenido.

“La dicha de los espíritus, siendo inherente a las cualidades que poseen, la toman en donde la encuentran, en la superficie de la Tierra, en medio de los encarnados o en el espacio.

“El sufrimiento es inherente a la imperfección. Toda imperfección y toda falta que la motiva, lleva consigo su propio castigo, por sus consecuencias naturales e inevitables, como la enfermedad es

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consecuencia de los excesos. Pudiendo el hombre deshacerse de sus imperfecciones, por su voluntad, evita los males, que son su consecuencia, y puede asegurar su felicidad futura.

“La bienaventuranza suprema sólo es peculiar de los espíritus perfectos, es decir, de los espíritus puros. Sólo la alcanzan después de haber progresado en inteligencia y moralidad. La encarnación es necesaria para alcanzar tanto el progreso moral como el intelectual del espíritu.

“Tal es la ley de la Justicia divina. A cada uno según sus obras.”

Igualada, 30 de agosto de 2007

Índice

Prólogo.................................................................... 3

¿Por qué? ............................................................... 5

Sínodos y Concilios................................................. 9

Tribunal de la santa Inquisición............................... 13

Juan Huss, Lutero y Calvino.................................... 16

Los decretos de Trento............................................ 22

Concilio Vaticano..................................................... 23

Concilio Vaticano II.................................................. 25

Curiosidades y semejanzas..................................... 29

Faro a la inteligencia y la conducta.......................... 32

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