viaje por la espiritualidad ignaciana

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Page 1: Viaje por la espiritualidad ignaciana

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J&WJANA © Mensajero

Page 2: Viaje por la espiritualidad ignaciana

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Margaret Silf

Viaje por la espiritualidad ignaciana

© Ediciones • I I m Mensajero

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Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de repro­ducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionada puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Re-prográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Título original: Landmarks. An Ignatian Journey. Traducción del inglés: Antonio Falces Remírez. Portada y diseño: Alvaro Sánchez

© Margaret SiIf (texto) © Roy Lovatt (dibujos) © Darton, Longman and Todd, Londres. © 2004 Ediciones Mensajero, S.A.U.; Sancho de Azpeitia 2, Bajo; 48014 Bilbao.

E-mail: [email protected] Web: http://www.mensajero.com ISBN: 84-271-2643-3 Depósito Legal: BI-2335-04 impreso en Cestingraf, S.A.L.

Printed in Spain

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SUMARIO

Prólogo (Gerard W. Hughes) 11

Introducción: La fuente de ensalada 13

Antes de comenzar 17

Os presento al guía 23

1. ¿Dónde estoy? ¿Cómo estoy? ¿Quién soy? 35

2. Once yuntas de bueyes 49

3. ¿Qué es lo que falla? 65

4. El giro copernicano 81

5. Ortigas y rosas 93

6. La brújula interior 113

7. El deseo más profundo 127

8. ¿Por qué no contestas a mis oraciones? 143

9. Adicciones y apegos 161

10. No te apegues a mí 175

11. Conocer al enemigo, confiar en el amigo 191

12. ¿Qué es la libertad? ¿Qué es la verdad? 207

13. Verte más claramente 227

14. Seguirte más de cerca 245

15. Amarte más ardientemente 263

16. Benedictus 285

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PRÓLOGO

No conozco ninguna editorial que haya hecho la oferta de de­volver su dinero a quien no quedara satisfecho después de haber leído uno de sus libros. Creo que Mensajero podría hacer la pri­mera oferta de esa índole con Viaje por la espiritualidad ignaciana.

Si se preguntase a la gente «¿cuál es el tema que más le inte­resa a usted y en qué tema se considera usted más ignorante?», la respuesta adecuada debería ser «yo». Si a algún lector no le con­vence esta contestación, pregúntese a sí mismo: «¿aguzo mis oídos si, al pasar junto a un grupo de personas, se menciona mi nom­bre?» «¿He sentido ansiedad mientras esperaba el resultado de al­gún examen, académico, médico o para conseguir empleo?» «Cuando veo fotografías, en alguna de las cuales aparezco yo, ¿presto igual atención a todas?» «¿Dedico tanto tiempo a mirar a otras personas como a contemplarme a mí mismo en el espejo?» «¿Por qué ese interés desproporcionado en mí mismo si realmente me conozco bien?»

Viaje por la espiritualidad ignaciana responde a las preguntas más fundamentales que atañen y preocupan a todo ser humano, de cualquier raza, cultura, religión o estado de vida. «¿Dónde es­tás?» «¿Cómo estás y por qué?» «¿Quién eres?» San Ignacio de Lo-yola, un vasco del siglo XVI, se adentró en estas cuestiones funda­mentales en su libro Ejercicios Espirituales, que ofrece métodos para que cada uno descubra por sí mismo la respuesta a esas pre­guntas básicas. Un amigo de Ignacio, Jerónimo Nadal, al serle pre-

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guntado para quién serían apropiados los Ejercicios Espirituales, respondió: «Para los católicos, los protestantes y los paganos». La misma respuesta serviría para Claves, es igualmente apropiado pa­ra todos.

Conozco bien y estoy muy habituado a los Ejercicios Espiri­tuales. Suelen decir que la cercanía y familiaridad acaba produ­ciendo menosprecio. No me ha ocurrido eso a mí, pero sí que hay no pocos libros sobre espiritualidad ignaciana bastante tediosos. Sin embargo, nunca me aburrí al leer Viaje por la espiritualidad ig­naciana, sino que fue un placer el seguir el camino de exploración de Margaret Silf, usando las claves que Ignacio ofreció hace más de cuatrocientos años. Son hitos, jalones, indicadores que animan a continuar, no pilares que sostienen un techo estable en el que puedan encontrar refugio los lectores. El libro invita a seguir ex­plorando y proporciona, al final de cada capítulo, una gran varie­dad de ejercicios para que los lectores puedan ir descubriendo más por sí mismos.

Viaje por la espiritualidad ignaciana está escrito con lucidez y sencillez, libre de jerga especializada, transmite esperanza y áni­mo, e incluye ilustraciones llenas de imaginación, que ayudan en gran manera. Ignacio escribió sus Ejercicios para ayudarnos a en­contrar la voluntad de Dios, algo que nos puede parecer a veces, en palabras de la autora, «lanzar dardos a una diana invisible». Es­te libro nos enseña a descubrir -mirando a nuestro interior- lo que Dios quiere de nosotros, que siempre se orienta no sólo a nuestro beneficio particular, sino también al bien de todos, incluyendo la creación.

GERARD W. HUGHES

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INTRODUCCIÓN

La fuente de ensalada

No hace mucho que fui invitada a la toma de posesión de un nuevo párroco. Después de la celebración, nos encontramos ante unas mesas llenas de toda clase de aperitivos y dulces, pre­parados por los feligreses. El salón rebosaba de vida y retumbaba con el ruido de conversaciones y, como suele ocurrir en estas ocasiones, las mesas tan repletas hacía sólo diez minutos estaban ya casi vacías...

...casi, porque, en medio de la gran mesa, desierta ahora, había una gran fuente de ensalada de arroz, que nadie había to­cado. Me dio un vuelco el corazón pensando en la persona que, probablemente, se había pasado horas preparando la ensalada y la había traído como un gesto de cariño y amor. Imaginé lo heri­da y triste que estaría. Mi segundo pensamiento fue preguntarme por qué no había comido nadie de aquella ensalada. ¡Parecía tan apetitosa y tentadora!

Enseguida caí en la cuenta de cuál había sido la razón por la que la ensalada había quedado intacta. No había cubiertos para servirse. Aquella noche este sencillo detalle me golpeó como un martillazo. Comprendí que aquella fuente de ensalada me estaba diciendo algo sobre lo que pasa muchas veces en la Iglesia. Tam­bién la Iglesia, como aquella fuente de ensalada, ofrece aquello que todos ansian recibir, aquello de lo que todos están realmente hambrientos. Pero ¿dónde están los cubiertos para servirse? ¿De-

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berá permanecer ese tesoro en una exposición, la pieza central de una mesa vacía, inaccesible e inalcanzable? ¿Puede servirse el pueblo de Dios el alimento preparado para él, o se guarda envuel­to en el papel de aluminio de la doctrina y se almacena en el es­tante más alto de la teología? ¿Y somos tan «bien educados» que no mencionamos el problema?

Nadie puede conocer la mente de Dios. Pero seguro que él, como nosotros, se siente herido y triste cuando sus hijos ham­brientos se quedan de pie, ante la mesa, porque «la Iglesia» no ha puesto cubiertos para servirse la ensalada. No nos quejemos... más bien, recordemos que nosotros somos la Iglesia, y que depen­de de nosotros, su pueblo, el hacer que su banquete sea asequible a todos.

Yo no puedo añadir nada a la ensalada. Me atrevo a ofrecer solamente una pequeña cuchara, y si puedo hacerlo es porque, antes, otros han sido «cucharas» para mi hambre del pan de vida. Han hecho posible que yo participe en el banquete. Quisiera agra­decerles desde aquí ese servicio, ese ministerio sencillo y silencio­so, que quizás ellos mismos no se daban cuenta de que estaban ejerciendo.

Doy las gracias a mi primo, Ralph Wells, que, con su fe firme e inflexible, tanto me influyó en mi niñez, mucho más de lo que él o yo nos dimos cuenta. Doy las gracias a Michael Patón, que acompa­ñó mi despertar adolescente e hizo más profunda mi fe, al preparar­me para la Confirmación; y a Madeleine, mi amiga, que murió por entonces, a los quince años, y que era una candela encendida para Dios que el tiempo no ha logrado apagar en mi corazón. Mi gratitud también para mis padres, Irene y Bernard Ashton, que me dieron el regalo de crecer en una casa donde había amor.

Gracias a Brian McCIorry, que me devolvió a casa cuando me había extraviado de mi propia verdad, y que ha sido siempre un compañero paciente, delicado y, a la vez, provocador durante los años que llevan de la verdad a la libertad. Mi agradecimiento tam­bién a Gerry Hughes por caminar conmigo a lo largo del camino de los Ejercicios y, más aún, por la sabiduría de sus palabras y su comunión en el silencio... y por el mero regalo de su presencia. Agradezco a Brian y Gerry la ayuda y ánimo que me prestaron du­rante la evolución de este libro, su tremendo apoyo y el facilitarme

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el ministerio de acompañamiento espiritual seglar, por el que tan­to han hecho personalmente.

Mi reconocimiento así mismo para mi marido, Klaus, por su apoyo y ánimo como compañero de camino, por su energía in­cansable en posibilitarme los días tranquilos en los que escribí es­te libro, y por su inapreciable experiencia técnica cuando se trata de ordenadores y otras maquinarias misteriosas para mí. Y para mi hija, Kirstin, por guardar mi corazón en el cielo y mis pies firmes en la tierra.

Gracias, Terry Biddington, por arrastrarme, contra mi prevención y resistencia, al primer grupo de estudio ignaciano en Staffordshire, y por guiarme en los caminos de la oración de imaginación.

Mi gratitud a Roy Lovatt por trasladar mis ideas a medio for­mular a las ilustraciones tan hermosas que acompañan al texto, y a cuantos han trabajado y hecho posible la edición de esta obra.

Ha habido muchísima gente que ha compartido conmigo su tesoro interior y, con ello, me han enriquecido más de lo que ellos mismos pueden imaginar. Muy especialmente, quisiera dar las gra­cias a los «patchworkers» de Stroke-on-Trent y al grupo «Land-marks» de la capellanía de la Universidad de Keele y sus alrede­dores, y a Mervin Smith y Paul Davies por el apoyo a los «patchworkers» de sus parroquias.

Casi todos los ejemplos reseñados en el libro son de mi pro­pia oración personal. Sin embargo, quisiera reconocer mi deuda de gratitud especialmente con Elizabeth McNulty, que nos abrió a mí y a tantos otros a la comprensión de la naturaleza del tiempo, de sabbath que aparece en el capítulo 1.°, y a Gerald O'Mahony, que nos demostró tan gráficamente los efectos de «volverse hacia el sol» del capítulo 4.°

Finalmente mi agradecimiento para todos los que han cami­nado conmigo en Ejercicios y retiros y otros momentos significati­vos de mi vida y han abierto mis ojos a la posibilidad de «vivir los Ejercicios», especialmente Helen Bamber, Renate Dülmann, Tere­sa Foster, los ya difuntos Arnold Freeman, Paul Glendinnning, Do-nald Nicholl, como también para Damián Jackson, John Marbaix, Tom McGuinness, Tom Shufflebottom y, sobre todo, para Brian y Gerry. Os doy las gracias de todo corazón.

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Antes de comenzar

Este libro es un compañero para tu viaje y peregrinación inte­rior. Tómalo con paz y disfruta del paisaje mientras caminas. No te precipites por él como un corredor alocado, resuelto a batir el ré­cord de velocidad. Cuanto más saborees el viaje, tanto más te be­neficiarás de él.

Algunas personas prefieren pasearse solas. Si estás haciendo tu viaje a solas con este libro, no tengas prisas en el camino, pá­rate siempre que sientas el deseo de hacerlo: toca y palpa la cor­teza de los árboles, mete el dedo en el riachuelo, quédate miran­do el atardecer hasta que te sientas satisfecho. Probablemente no resulta conveniente leer más de un capítulo cada vez, e incluso va mejor, a veces, tomar simplemente una sección pequeña. Elige entre los ejercicios que sugiero al final de cada capítulo; quédate con los que te gusten y deja los demás. Puedes fiarte de la reso­nancia interna que te producen. Ese eco te indica lo que te va y lo que no.

Es probable que descubras que el material de este libro puede ofrecerte compañía espiritual a través de un largo itinera­rio de oración en casa, dentro del contexto de tu vida diaria, o en un retiro.

Sin embargo, un viaje en solitario puede degenerar en una so­ledad no siempre agradable, en desánimo y hasta desorientación. Podría ayudar el encontrar un compañero con quien compartir tus experiencias de cuando en cuando -un amigo en el que confíes,

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que esté en tu misma «longitud de onda» o también alguien a quien no conoces todavía personalmente, pero que está dispuesto a caminar a tu lado para buscar juntos dónde os espera Dios a ca­da uno en vuestra peregrinación interior. Encontrar un amigo se­mejante puede parecer una tarea complicada. Mi consejo es que husmees en tu círculo de amigos o entre los creyentes de tu entor­no y te fijes en quienes parecen dados a la oración (generalmente se nota, si te pones a observar, y a veces es la gente que menos te esperas). Acércate a esas personas y explícales con sencillez lo que estás buscando. Casi seguro que estarán encantadas de poder ha­cer el camino contigo o te recomendarán a otra persona que pue­da ser el compañero idóneo para ti.

Otros prefieren caminar en grupo. Si usáis el libro como la base para compartir la fe en grupos, cada capítulo puede daros el material necesario para un día entero de reflexión, con tiempo pa­ra seguir alguno de los ejercicios propuestos en una atmósfera de oración y, opcionalmente, compartir vuestras reacciones y res­puestas con otros miembros del grupo. El compartir de esa manera -entre amigos de confianza- es quizás el ejercicio más valioso. El moderador ha de asegurar que cada miembro del grupo tenga la oportunidad de participar y compartir en la medida que lo desee, pero sin ninguna coacción.

Y no hace falta decir que es imprescindible que haya una confidencialidad absoluta: desde el principio ha de quedar claro este requisito esencial.

Cuando se comparten experiencias espirituales de esta mane­ra, se ha de permitir que todos y cada uno aporten la suya, guar­dando unos momentos de respetuoso silencio después de cada in­tervención. No ha de haber interrupciones ni discusiones, ni tampoco intentos de «corregir» las ideas de nadie o de dar conse­jos (ya que se trata de experiencias afectivas, no de un debate in­telectual). Hay que dar por sentado -para que este compartir en la fe sea posible- que la experiencia espiritual de cada persona es completamente válida y no debe cuestionarse. Es un regalo que nos hace de su intimidad y confianza.

El objetivo debería ser que todos salgamos del encuentro con­firmados en la propia experiencia y con un sentido más hondo de su propio valor ante Dios y sus camaradas. Hay que recordar que,

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cuando se abre el corazón a otras personas en un clima de total confianza, estamos entrando en terreno sagrado, donde no hay lu­gar a comentarios, críticas o correcciones, sino solamente a una respuesta de aceptación cordial. En ese terreno sagrado el Dios-en-ti escucha al Dios-en-el-otro.

Los capítulos están divididos en secciones pequeñas, cada una con su encabezamiento, para que puedan servir de guía. Si se va a utilizar el material para reuniones cortas de compartir en fe, sería más conveniente hacer uso de solamente una o dos seccio­nes cada vez. Ayudaría que cada participante tuviera la oportuni­dad de leer de antemano el material, e incluso usarlo como ora­ción personal primero.

Antes de comenzar el programa, el monitor del grupo debería familiarizarse con todo el libro y hacerse la idea de su estructura y propósito, y así podría evaluar con anterioridad los ejercicios su­geridos para poder recomendar al grupo uno u otro según las ne­cesidades de los miembros. Una forma de proceder consiste en que el moderador presente con brevedad en cada reunión el ma­terial que se va a utilizar en la siguiente, sección por sección y ca­pítulo por capítulo, y entonces los participantes lo emplean para su reflexión personal durante la semana y lo comparten al comienzo de la siguiente reunión del grupo.

Es importante que el material sea usado en el orden dado, ya que sigue la dinámica de los Ejercicios Espirituales y cada capítulo edifica sobre el conocimiento y familiaridad del lector con lo que ha precedido. Sin embargo no es un comentario de los Ejercicios Espirituales, y mucho menos hacer los Ejercicios. Aunque es un he­cho que un gran número de participantes en los dos programas pi­loto han acabado haciendo enteros los Ejercicios en la vida ordi­naria, con dirección personal, y han comprobado que Viaje por la espiritualidad ignaciana había sido una preparación valiosa.

Existe una red nacional e internacional de grupos ignacianos y Comunidades de Vida Cristiana que pueden ayudar a los que quieren hacer este recorrido de un modo más profundo.

Una música apropiada podría ayudar a esas reuniones de ora­ción compartida. Naturalmente, vosotros mismos podéis usar lo que os guste. También hay otros libros que pueden ayudar.

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Si es posible, animad al grupo a que sea ecuménico. Si no lo habéis descubierto ya, veréis que cuando se comienza a com­partir juntos el alcance más hondo del corazón, las divisiones confesionales caen por sí mismas, sin que ello suponga menos­cabo o compromiso de la riqueza y variedad genuina de las dife­rentes tradiciones. La verdad une, y éste es un viaje hacia la ver­dad. Descubriréis esto más plenamente si vuestro grupo no es confesional y está abierto a gente que no pertenece a ninguna iglesia o tradición establecida.

¿Cuántos miembros constituyen un grupo? Bueno, donde dos o tres están reunidos hay un grupo, y Dios está en medio de ellos. Por otra parte, si encontráis que el número pasa de veinte, sería prudente dividirlo en dos o más grupos pequeños. Como el com­partir algo tan íntimo como la fe es central en estas reuniones, un máximo de unos seis miembros parece lo más apropiado.

¿Dónde reunirse? Procurad encontrar un lugar apropiado y agradable. A menudo, cuando el número lo permita, es bueno jun­tarse en las casas de los diferentes miembros del grupo. Los salo­nes parroquiales y aulas de colegios no suelen resultar adecuados y tienden a estar cargados de vestigios confesionales o traen malos recuerdos. En Stroke-on-Trent hemos tenido la suerte de gozar de la hospitalidad de la comunidad de franciscanos para uno de los grupos. El otro grupo se reunía en casas de sus miembros. Casi se­guro que si existe una comunidad religiosa local os recibirá con gusto.

Finalmente, en el lado práctico, tratad de que los costes sean mínimos. Este compartir en fe y caminar en el espíritu es precisa­mente para hacer asequible la experiencia a todos aquéllos que no pueden permitirse el tiempo, o el dinero, o la libertad de circuns­tancias para hacer unos Ejercicios formales. Se os ha ciado de balde, dad tan gratis como sea posible. Días tranquilos de silencio, o sim­plemente horas, pueden tenerse en las casas sin más gastos que un café o una taza de té. Animadles a que traigan su aportación a una comida o cena en común, y os sorprenderá comprobar qué menú tan rico resulta: ¡mucho mejor que si cada uno trae sus propios bo­cadillos! Si usáis de locales ajenos o invitáis a algún experto, pedid sencillamente una pequeña contribución para tener un gesto con los dueños del sitio o para pagar los gastos de viaje del invitado.

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Los dos grupos piloto originales (ecuménicos) siguen todavía reuniéndose con regularidad en Staffordshire para compartir su camino y también para ayudar a otros. Los patchworkcrs de Stro-ke-on-Tent y el grupo de Landmarks en Keele se unen a mis ora­ciones pidiendo toda clase de bendiciones para vuestro trayecto espiritual.

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Os presento al guía

Cuando escribía este libro, trabajaba profesionalmente en programas informáticos. ¿Cómo casa eso con las intuiciones de un hombre que nació hace 500 años en un valle vasco, escondido en el norte de España? ¿Pueden serme útiles para relacionarme con Dios hoy, en el siglo veintiuno? A veces me imagino los sobresal­tos de mi PC, su choque cultural al querer procesar y compaginar mis pensamientos sobre los problemas del tercer milenio y la bús­queda de mis deseos más profundos y espirituales.

Este encuentro de dos mundos, aparentemente tan alejados y dispares, es, en sí mismo, una indicación de algunos de los tesoros que poseemos hoy día gracias al legado de Ignacio de Loyola y la Compañía de jesús, que él fundó. Si podemos imaginárnoslo hojean­do este libro o sentado con nosotros mientras exploramos juntos estas cuestiones, casi seguro que se nos presentaría sonriendo y musitando algo sobre «encontrar a Dios en tocias las cosas». Vería normal, y saludable, el que tratemos de ahondar en nuestra rela­ción con Dios en medio de la vida que estamos viviendo -metidos hasta las cejas en el trabajo... o en la falta de trabajo, en hipotecas, hijos, desorden y prisas. Le encantaría constatar que casi todos so­mos laicos, como lo era él mismo cuando realizó este viaje. Esta­ría de acuerdo con que nos juntemos gente perteneciente a dife­rentes tradiciones eclesiales o a ninguna. Y sería más que tolerante con nuestro variopinto pasado, recordando los excesos de su disi­pada juventud. Y, sobre todo, reconocería el amor de Dios que ar­de dentro de cada uno de nosotros y que, como un faro, nos guía

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siempre adelante para profundizar nuestra relación con Él, porque es reflejo de la experiencia de su propio corazón y de la fuente de su energía prodigiosa.

¿Quién es, pues, ese hombre cuya vida y descubrimientos si­guen influyendo todavía hoy, con tanto fruto, en nuestro recorrido? Antes de que comencemos la caminata, vamos a permitirnos una escapada en el tiempo y el espacio que nos lleve a aquella época en que Europa vivía un revuelo de profundos cambios culturales, muy semejante al que vivimos hoy.

Una edad nueva que no sólo va a seguir revolucionando los ordenadores, sino que parece estar anunciando la aurora de una conciencia renovada en la gente (se llamen a sí mismos «creyen­tes» o no) de que necesitamos algo más que un buen salario para conseguir un cierto grado de confort y seguridad en las arenas mo­vedizas de nuestra vida.

íñigo López de Loyola, como se llamó en los primeros años de su vida, dio sus primeros pasos en este mundo cuando Occi­dente estaba saliendo, dolorosa y violentamente, de la Edad Me­dia. Los hechos escuetos de su existencia pueden resumirse en unas pocas frases; pero su contenido iba a ser infinitamente más trascendental y de mucho más alcance.

El más pequeño de una familia de trece hijos, nació en 1491, en Loyola, en el corazón del País Vasco. Cuando cumplió los ca­torce años fue enviado a educarse como cortesano del rey de Es­paña y se imbuyó de los ideales caballerescos y la fidelidad a su soberano. A medida que crecía, crecía también su interés por las mujeres, soñaba en su imaginación con damas inalcanzables y se dejaba seducir por las más cercanas de carne y hueso. Lo último que se le pasaba por la cabeza en aquellos años era convertirse en un «hombre de Dios» o prestar atención a los movimientos inter­nos y las inspiraciones divinas.

La historia de su vida dio un giro cuando lenía veintiséis años. El favor que su mecenas, don Juan Velázquez, había gozado en la corte real acabó súbitamente con la muerle del rey. Iñigo quedó sin valedor y tuvo que aprender por experiencia propia qué fácil­mente y con qué rapidez se desvanece el poder de las riquezas y las influencias. Con quinientos escudos y dos caballos, regalo de

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la viuda de don Juan, Iñigo tiene que comenzar una nueva etapa en su vida. Lo hará como «gentilhombre» en la casa del duque de Nájera. Se adiestra en el ejercicio de las armas y aprende a sofocar rebeliones. Cuatro años más tarde, cuando ya ha cumplido los treinta, debe acudir a Pamplona con el duque, que es virrey de Na­varra, a defender la ciudadela contra una invasión francesa.

Toda defensa sería en vano, pues la derrota era segura, pero Iñigo era obstinado y rehusó terminantemente rendirse. El precio de su terquedad fue una bala de cañón que destrozó su pierna y rompió su rodilla derecha. Sus contados días como soldado aca­baron en una camilla, en la que lo trasladaban a través de monta­ñas a su casa familiar de Loyola, muy enfermo y humillado.

Parecía el final del camino. Y, probablemente, la mayoría de nosotros podría identificarse con aquel sentimiento de vacío, de futilidad de nuestros sueños e ilusiones, desvalidos ante el dolor e inmovilidad, en el cuerpo o en la mente. Podemos, sin duda, ima­ginar lo que sentiría ese hombre todavía joven, en lo mejor de su vida, yaciendo como un inválido impotente, torturado por el dolor, sin más compañía que sus frustrados sueños. Y eso fue todo lo que pudo hacer: dar rienda suelta a su imaginación y a sus sueños.

Había pedido algo de leer para pasar el rato, alguna de aque­llas novelas de caballería tan románticas, pero todo lo que se en­contró en la casa-torre natal fueron dos únicos libros: Vida de Cris­to y Vidas de los Santos. Quizás podemos identificarnos con este enfermo hundido y triste, en el tiempo de su larga convalecencia, repartido entre la lectura y el soñar despierto: lamentando que su herida le hubiera robado de golpe su futuro como soldado y su atractivo para con las mujeres.

¡Soñaba despierto! Parece irónico que este hombre con unas dotes militares y un potencial de mando tan notables haya llegado hasta nosotros como un soñador. Pero sus ensueños guardaban un poderoso secreto. Le iban a permitir conocer el don del discerni­miento. ¿Y cómo llegó Iñigo a descubrir por sí solo esa llave que había de abrir una mina de oro en su espiritualidad? Bueno, a me­dida que pasaban los días, amarrado a la inmovilidad, se dio a dos clases de sueños. Continuaban las antiguas fantasías de las batallas que él capitanearía, las glorias militares que conseguiría, las no­bles damas que galantearía y conquistaría. Pero eran sueños de lo

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que podría haber sido y, aunque le levantaban el espíritu por un momento mientras gozaba con estos espejismos, a la larga lo de­jaban vacío y entristecido.

Por otra parte, estimulado por los dos libros que le había dado su cuñada, comenzó a soñar en el Rey cuyo servicio era más desea­ble y glorioso que el del rey de España, a preguntarse cómo podría alistarse en el ejército de este Cristo Rey, a proponerse llegar a ser más santo que los mismos santos... Todo un nuevo mundo que des­cubrir y por el que quizá merecería la pena gastar la vida entera.

Eran también sueños, pero él comenzó a notar una diferencia importante en sus secuelas. Éstos lo vigorizaban y le dejaban entu­siasmado y enardecido. Y no se trataba de lo que podría haber sido, sino de algo que yacía oculto en las profundidades de su propio co­razón, como una semilla que había germinado misteriosamente y que pujaba por romper la superficie de su vida, por brotar a través de la tierra y el estiércol del dolor y el desengaño. Eran sueños que no se esfumaban.

El don del discernimiento le llegó a Iñigo al percatarse de la di­ferencia entre ensueños mundanos y sueños divinos (por llamarlos de algún modo). Así es como descubrió lo que podríamos llamar la «brújula interior», capaz de revelarle qué desarrollos, qué evolucio­nes y movimientos en su corazón lo conducían hacia el norte vital de plenitud, y cuáles lo Nevaban a satisfacciones pasajeras y efíme­ras que lo dejaban vacío. Tendido en aquel lecho de inmovilidad for­zada y de soledad, aprendió cómo sopesar sus estados de ánimo, sus sentimientos y reacciones, y cotejarlos y orientarlos con esa brújula invisible pero infalible. En el silencio interior, pudo escuchar con claridad nueva una invitación, que venía de dentro de él mismo, a alistarse en el servicio de Dios, su nueva aventura.

Sueños vanos Sueños divinos

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Iba implicándose más y más en las historias que inspiraban este nuevo modo de soñar despierto y que le proporcionaban una inédita manera de ejercitar su fantasía. Comenzó a involucrarse en la trama, imaginándose presente en las escenas y tomando parte en los sucesos, acciones y conversaciones de las historias evangé­licas. Era para él el comienzo de una aventura en la oración ima­ginativa, que llegaría a ser un poderoso catalizador para el creci­miento de su relación personal con Dios, un método de oración lan válido hoy para nosotros como lo fue para él.

En su lecho de enfermo, Iñigo experimentó, pues, un profun­do cambio. Gradualmente, con recaídas, volvió a la vida normal aunque cojeando. Pero no a aquella vida que hasta entonces había llevado y que la bala de cañón había roto en pedazos. Ahora era un peregrino de Dios y estaba dispuesto a ofrecerle todos sus pro­pósitos de comportamiento caballeresco, valentía y tenacidad. El próximo paso era decírselo a su familia... y, como para tantos otros que han recorrido ese camino (incluyendo, sin duda, a muchos de los que están leyendo este libro), eso no fue nada fácil. Su herma­no le presionaba para que pusiera sus cualidades y talentos al ser­vicio del honor de los Loyola y contribuir a mantener y acrecentar el patrimonio familiar. Iñigo tuvo que rechazarlo con diplomacia. Y partió... sin que ni él mismo ni sus familiares supieran bien adonde se encaminaba ni adonde iría a parar.

Iñigo, el aristócrata noble, el cortesano, el soldado, el intrépido defensor de Pamplona, se ha convertido en un simple peregrino.

La primera gran etapa de su peregrinar-en busca de aquel «no sé qué» que le apremiaba a seguir hacia delante- lo llevó hasta la abadía de Montserrat, colgada y resguardada entre peñas cortadas a sierra, desde donde se divisa la llanura de Manresa. Allí quiso hacer una confesión general de los pecados de toda su vida pasada para comenzar de nuevo. El prepararla le llevó tres días, al cabo de los cuales recibió la absolución de uno de los monjes. Cambió sus ro­pas de noble por el simple sayal de un pobre peregrino, y pasó toda la noche en vigilia y oración. Donó sus ropajes a un mendigo y su muía al convento, y dejó su espada como exvoto y ofrenda ante el altar, signo y señal de que dejaba atrás su vida de servidumbre a los valores del mundo para entregarse al servicio de Dios.

A medida que bajaba de la montaña de Montserrat hacia la planicie, la mente del nuevo peregrino iría, sin duda, rememorando

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los recuerdos de su conversión, la confesión, la vigilia y los conse­jos que los monjes le habían dado sobre la vida de oración. Aplica­ría a todas estas nuevas experiencias los modos de discernimiento que había descubierto en Loyola. Necesitaba tiempo y paz para di­gerir y asimilar cuanto había hecho... y todo lo que Dios le iba en­señando a cada nuevo paso, y tomar tal vez algunos apuntes y no­tas con sus reflexiones. Y así, en lugar de dirigirse directamente a Barcelona, como había planeado, se quedó en Manresa «donde de­terminaba estar algunos días»1, que se extendieron hasta once me­ses. En Manresa se fue fraguando la siguiente etapa de su vida.

Resuelto a ser fiel a todo lo que había prometido a Dios en Montserrat, el orgulloso y voluntarioso íñigo se puso a mendigar para obtener su sustento diario. Hubo de aguantar las burlas de los rapazuelos callejeros que, probablemente, iban mejor vestidos y atendidos que él. Viviendo allí abajo en la llanura, los altos sueños de las montañas tuvieron que contrastarse con el calor y polvo de la realidad cotidiana. Se trataba a sí mismo con dureza y austeri­dad pero, no olvidando la agonía de su larga enfermedad en Lo­yola, se dedicó a servir y ayudar a los enfermos de los hospitales de Manresa. Se entregó a la plegaria, hasta que la oración se con­virtió en parte de cada momento del día.

Encontró una cueva cerca del río Cardoner, que fue su «casa en el desierto». Esa gruta iba a ser el lugar donde su amor y cono­cimiento de Dios llegarían a profundidades que ni él mismo hu­biera nunca imaginado, donde tuvo inspiraciones que conservan hoy todo su frescor y validez, y donde -algo muy importante para nosotros- plasmó por escrito el desarrollo de su conversión, ora­ción y reflexiones.

Quizás era inevitable que, dado lo que se estaba gestando en su corazón, íñigo fuera víctima de conmociones negativas, o de «falsos espíritus» como él los llamaría más tarde. Padeció durante una larga temporada de continuos escrúpulos y sentimientos de culpabilidad, y se recriminaba sus pecados pasados, reales o ima­ginarios. Experimentó las más negras profundidades de la desespe­ración y llegó a casi quitarse la vida. Fue un período de tinieblas,

1 El relato del peregrino. Autobiografía de Ignacio de loyola. Mensajero, Bil­bao, n. 1 8, p. 23.

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rasgado de vez en cuando por resplandores de inspiración divina y entrega apasionada a Dios, pero también una época de gran creci­miento y maduración espirituales, rasgada por lóbregos rayos de duda y desconfianza. Cualquiera de las dos formas de expresarlo se corresponde sin duda con momentos semejantes en nuestra pro­pia experiencia: instantes cargados de conflictividad y lucha, pero también iluminados y radiantes gracias al calor de nuestros dese­os, reflejo de llama que arde en nuestro corazón.

El resultado de Manresa fue un hombre que libremente se ha­bía ligado al servicio alegre de un rey llamado Cristo, y que se ha­bía abierto de tal manera al Espíritu Santo que recibió el don de in­terpretar su propia experiencia personal de un modo con valor y significado universal. Esa experiencia y la sabiduría que produjo quedaron reflejadas y recopiladas en un pequeño libro sin preten­siones llamado los Ejercicios Espirituales. El cuadernillo de Iñigo, lleno sólo con sus propias experiencias, llegaría a ser una guía uni­versal. Guía para llegar a hacerse cada vez más sensibles a la ac­ción de Dios en nuestra vida, para descubrir y ser fieles a los de­seos más profundos que habitan dentro de nosotros, para tomar decisiones que sean fruto a la vez de la presencia de Dios en la vi­da y de la libertad más interior de la persona, para comprometer­nos del todo con Jesús, el Dios-hecho-hombre, y vivir con El el es­píritu de los evangelios.

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Sería bonito decir que Iñigo avanzó a pasos agigantados en la vida espiritual... pero, naturalmente, no fue así. Todos sabemos muy bien que las cosas en la vida no son tan fáciles. Su gran sueño de servir a Dios en Tierra Santa se rompió en añicos por la prohibición de las autoridades religiosas. Sus viajes estuvieron entorpecidos por la mala salud y los naufragios. Sus intentos de ayudar a otros com­partiendo sus Ejercicios en «conversaciones espirituales» chocaron con la oposición de la Iglesia (que lo puso en manos de la Inquisi­ción) y de las autoridades públicas, que, entre otras cosas, le ame­nazaron con azotes. Injusticias, humillaciones y traiciones se aso­ciaron a él como compañeros de camino, pero traían oculto un regalo: a través de ellas Iñigo sintió con claridad y fuerza que su de­seo de vivir con Cristo era más fuerte que sus ganas de eludir las in­dignidades y deshonras que el mundo y la Iglesia le prodigaban.

Mezclada con todo esto, aparece una palabra que sería clave en la vida y espiritualidad de Iñigo: «compañero». Ya en Manresa, Iñigo había comenzado a compartir su experiencia con algunas personas cercanas que mostraban interés por sus Ejercicios. Sus apuntes le servían de guía para ayudarles. Y así sigue ocurriendo hoy: los Ejercicios sirven de guía al director, o instructor, o acom­pañante espiritual, en su labor de ayudar a otra persona a descu­brir, en la oración y la reflexión, el paso de Dios por su vida.

Son un instrumento que ayuda a otros a «descubrir por sí mis­mos» cómo Dios se dirige a ellos, les llama, y a qué se sienten lla­mados por Él.

Cuando íñigo residió en París como estudiante, tratando de conseguir, a edad ya tardía, los requisilos que acabarían con las objeciones de la Iglesia contra su costumbre de conversar con la gente de temas espirituales, desarrolló y perfeccionó el ministerio de acompañar a quienes estaban deseosos de estrechar su relación con Dios. Se ordenó sacerdote en 1536, cuando ya tenía cuarenta y cinco años, y adoptó el nombre de Ignacio. Pero para 1534, to­davía en París, ya había reunido un grupo de siete seguidores (en­tre ellos Francisco Javier y Pedro Fabro), cuya amistad iría forjando la futura Compañía de Jesús. El 15 de agosto de aquel año com­partieron la Eucaristía, hicieron votos en los que se comprometían a algo que podría vaticinarse como una futura orden religiosa, y lo celebraron... ¡con una merienda en el campo!

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Nos separan más de 450 años de aquel suceso que pasó inad­vertido en las afueras de París. Entre las muchas riquezas que nos ha legado aquel pequeño grupo, podríamos fijarnos, sobre todo, en aquel «considerarse amigos». Para ellos no había diferencia en­tre la seriedad de su compromiso con Dios y la sencilla pero rebo­sante alegría de un día en el campo almorzando juntos. Todo ello les hacía más humanos: la búsqueda y la ilusión, los fallos y caí­das, el descanso y la diversión, el fracaso... y hasta una comida campestre.

Del mismo modo que mi ordenador acepta alegremente to­do lo que le llega, añejas espiritualidades o problemas de nota­ción binaria, nuestro trayecto interior incorpora todo lo nuestro, todo lo que somos y tal como somos, sin separaciones arbitra­rias entre «trabajo» y «oración», entre «secular» y «espiritual», entre Dios y «la vida real». La espiritualidad ignaciana trata, so­bre todo, de encontrar a Dios en nuestra experiencia de cada día y de dejar que Él la transforme por medio de su Espíritu. Esa novedad será una bendición para nosotros y para toda la familia humana.

Los descubrimientos de este libro, como los del mismo Ig­nacio, fueron inicialmente una respuesta a grupos de amigos que querían reunirse a compartir su búsqueda de Dios. Y como los suyos, son fruto de experiencias personales, algunas felices, otras dolorosas, pero todas ¡vividas! Las ofrezco aquí, como lo hizo el propio Ignacio, con la esperanza de que sirvan de jalones e indi­cadores de dirección en el terreno misterioso y, a veces, arries­gado de nuestro corazón durante ese viaje interior hacia la perla de gran valor que se esconde a la vez en el centro más profundo de nuestro ser, mucho más allá de ¡o que se figura nuestra imagi­nación más delirante.

Los hitos, mojones y señales nos ayudan a no perder el cami­no, pues nos muestran un punto que reconocemos. Al descubrir un accidente de un terreno que conocemos -algo distintivo- que­da localizada nuestra posición: «Ya sé dónde estoy, reconozco esa marca; o sea que debo ir para allá». Nos dan la tranquilidad de sa­ber que no nos hemos perdido. Nos ayudan a orientarnos y tomar la dirección correcta para la próxima etapa del camino. Cuando estamos en terreno desconocido (y la vida, para todos nosotros, es

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terreno desconocido), hitos, señales y pistas nos ayudan a situar­nos y nos animan a seguir adelante. Algo que está fuera de noso­tros -algo que todos pueden ver y reconocer (aunque lo vean des­de diferente perspectiva y le den distinto nombre)- nos dice exactamente dónde nos hallamos. Nos sitúa, como individuos ais­lados, dentro del amplio panorama.

Los mapas o guías de turismo también podrían sernos de utilidad, podría sugerir alguno. Cuando tratamos de nuestro via­je espiritual, no faltan mapas y manuales, desde los de tipo cre­do o catecismo que advierten «¡sigue este camino, de lo contra­rio..!», a los que prometen «cincuenta maneras de ascender por la escalera de la perfección». Todos tienen en común que pue­den ser leídos sentados en una poltrona, todos enseñan a nadar sin que te mojes. Las señales en el camino no son eso. No sirven de nada hasta que no te pones en marcha. Son efectivas sola­mente para enlazar el lugar donde te hallas con un punto de re­ferencia y orientación.

Recuerdo cómo me reí una vez con la pintoresca descrip­ción que hace de un paseo el ya fallecido A. Wainwright en una de sus guías para recorridos por la montaña: «Toma la senda de la izquierda cuando llegues al tercer espino blanco», era una de sus fantásticas orientaciones. Este inverosímil destello de sabidu­ría práctica ridiculizaba los mapas tan intrincados que ¡lustraban el libro. Había que andar hasta descubrir aquel tercer espino blanco. Era como una pista en la búsqueda del tesoro, y exigía no sólo encaminarse hasta allí, sino hacerlo pronto, ahora mis­mo, antes de que la situación de los espinos cambiara y no pu­diera ser reconocida. Era una información extraída de sus cami­natas por aquel camino y que, gustosa y jocosamente, quería compartir con sus lectores y camaradas andariegos. El entusias­mo de su descubrimiento resultaba contagioso e invitaba a hacer otro tanto. Sonaba a la vez a consejo personal y universal, a pa­radoja: una observación en un instante determinado que se pre­tendía válida para siempre.

Las marcas del camino presentadas en este libro me gustaría que fueran del estilo del tercer espino de Wainwright. Sin duda, ya las conocéis aunque no les dais el nombre con que yo las identifi­caré. Espero que os ayuden a hallar el camino, el vuestro propio,

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hacia el tesoro fabuloso que se esconde tras las pistas y señales. No las encontraréis hasta que os pongáis en marcha aun a riesgo de perderos. Seguid andando pase lo que pase y pese a quien pe­se con toda la urgencia sin prisa del momento...

Estas pistas y claves de las que hablamos no son los «pilares de la Iglesia», pero le son muy necesarias a la gente del Pueblo de Dios que camina y quiere seguir andando.

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¿Dónde estoy? ¿Cómo estoy? ¿Quién soy?

Antes de que comencemos a explorar de qué modo puede ayu­darnos la espiritualidad ignaciana en nuestro viaje, debemos echar una mirada a nuestro «paisaje» interior, para determinar nuestras co­ordenadas y ver dónde nos encontramos en la actualidad. Esa es la fi­nalidad de este primer capítulo, y para ayudar en ese ejercicio de ubi­cación he usado el dibujo de los tres círculos concéntricos:

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Comenzaremos nuestro viaje por el perímetro exterior. Es lo que he llamado el círculo del dónde. Representa todas esas cosas que no puedo cambiar en mi vida: mi familia, mi constitución genética, el lugar y cultura en que nací, mi educación y forma­ción, todos los sucesos que componen mi historia, mis cualida­des naturales y mis deficiencias congénitas, mi salud y mis dis­capacidades. Todas esas cosas forman lo que me ha sido dado en la vida. Son los hechos de mi existencia. Es, simplemente, donde me encuentro.

No sólo no puedo hacer nada por cambiarlo, sino que es ca­si lo único de lo que soy consciente, lo que acapara casi todas mis energías. Me guste o no, la mayor parte de mi tiempo consciente lo vivo ahí, en el borde exterior de mí mismo.

Nos introducimos ahora en el segundo círculo. Lo llamo el cómo, porque es el área de mi vida sobre la que puedo ejercer cierto control y decisión. En esta área también me ocurren cosas, pero puedo elegir cómo responder a ellas. Puedo aceptar o recha­zar, darme por vencido o pelear, dejarme llevar por la corriente o resistirme a ella. Puedo establecer relaciones humanas y tomar ini­ciativas personales. Cada minuto que vivo cambia el calidoscopio de sucesos que me bombardean y cada decisión que tomo me conduce, sutil pero inexorablemente, a ser como soy. Las opciones asumidas crean hábitos y los hábitos, un determinado talante. Y es­te proceso va más allá de mis propios límites: mis elecciones, mis hábitos, mi talante van cambiando, sutil pero inexorablemente, el cómo de todo ser humano. Cuando elijo la verdad, el mundo se hace más verdadero. Cuando traiciono mi propia integridad, que­da socavada la integridad de todos.

Para mucha gente el viaje acaba aquí. Viven en un mundo donde les suceden cosas y reaccionan ante lo que les sucede. Po­cos se arriesgan a adentrarse, conscientemente, en el tercer círcu­lo, el círculo del quién.

Cuando entro en mi corazón, en el centro de mi ser, me acer­co mucho a la persona que realmente soy ante Dios. Es terreno pe­ligroso. A medida que voy vislumbrando quién soy -en toda su • verdad y sin máscaras protectoras-, me percato de las discrepan­cias entre la persona que vive en el dónde y la que habita en el quién, la persona que Dios creó para ser yo. Me topo con la ver-

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güenza, pero también con la gloria. Me voy acercando al Dios que mora en mi corazón y ese encuentro me plantea cuestiones que no puedo prever. Ese es el poder de la oración. Ese, el riesgo de un viaje interior.

Germina la semilla de Dios

Os habréis dado cuenta de que, en el grabado anterior, había hojas y flores que brotan y emergen de los círculos. No las he aña­dido por motivos decorativos. Mi experiencia me dice que cuando hago ese viaje hacia dentro, o mejor dicho, cuando permito a Dios que entre en mi centro - lo que comúnmente llamamos el «cora­zón»- algo muy vital y creativo ocurre: germina la semilla de Dios, si se me permite usar esta expresión.

Dios, / señor de la

creación, trascendente,

sin límites, más allá

délo imaginable '

/

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¿Qué es la «semilla de Dios» y qué hace que germine? La ilustración que sigue puede ayudar a explicar lo que quiero decir. En lenguaje cristiano, decimos que Dios es, a la vez, inmanente (presente en nosotros, en nuestros corazones y en nuestra expe­riencia humana, individual y colectiva) y trascendente (más allá de nuestra experiencia o imaginación, el totalmente «otro», diferente, sin límites y sin comparación posible con nosotros).

La semilla ele Dioses nada menos que el Dios inmanente, en­cerrado en mi corazón, que espera... a germinar, a un acto de re­surrección. ¿Cómo germina? Hay mil maneras y nunca podemos saber cómo va a actuar Dios. Es posible hacerse una idea recor­dando momentos en los que parece que estamos en contacto con algo, mejor, con alguien, fuera de nosotros, algo así como una tan­gente que toca el círculo exterior de nuestra vida. En esos instan­tes, percibimos que está ocurriendo algo diferente al curso normal de nuestra vida ordinaria, aunque no separado de él. Nos sentimos «tocados por Dios».

Puede suceder de mil maneras: en un momento de comu­nión intensa con la naturaleza, en medio de una relación perso­nal, al experimentar una inteligencia de nuestra situación vital por encima de nuestras posibilidades, o quizás una clarividencia repentina que nos muestra el camino a seguir en una situación particular.

Cuando esto sucede, podemos decir que Dios no sólo nos ha tocado o rozado sino que, de algún modo, «echa raíces» en nues­tra vida y en nuestra experiencia. Aquel «contacto» de Vida, si se lo permitimos, penetra más y más profundamente en nuestro inte­rior hasta su centro. Allí el Dios trascendente que nos «tocó» se une con el Dios inmanente encerrado, como una semilla, en nues­tros corazones, y algo nuevo germina de esa unión. La ilustración de la página 36 muestra los resultados. Esa flor (planta, arbusto, ár­bol) es la manifestación (o encarnación) única y personal de Dios que nosotros, y sólo nosotros, hemos de alumbrar. Si no la deja­mos nacer, no surgirá. Pero si la hacemos nacer, será la realización completa de la unión de nuestro «gen» con Dios. Es lo que Dios sueña para nosotros. Es lo que Dios conoce desde siempre y desea para nosotros, pues está ansiando llevarlo a su realización y com-pleción.

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Es una maravillosa e increíble vocación a la que está llamado todo creyente. Podríamos aquí recordar la respuesta de María en la Anunciación, y apropiarnos aquel momento en que Dios pregun­ta: «¿Quieres darme a luz en tu propia vida?». Y nuestra respuesta: «Hágase en mí según tu voluntad».

La oración como «sábado»

Supongamos que aquella semilla ha germinado. ¿Cómo pode­mos convertir el sueño de Dios en realidad? Consciente y delibera­damente, por medio de la oración, que nos lleva al centro del quién. En la oración dejamos que Él nutra nuestra «semilla de Dios» y, al mismo tiempo, también quedamos nutridos y alimentados.

La palabra sabbath (sábado) tenía un significado muy profun­do para los judíos. Para ellos, no era una pausa para relajarse y descansar, y así poder volver al trabajo duro de los días laborales de la semana. El sabbath no estaba en función de los restantes días de la semana. Al contrario, éstos estaban en función de aquél. El sabbath no era una ruptura con la trama y la pauta normales de la vida diaria, sino su sentido total.

De la misma manera, la oración no es sólo un medio o instru­mento para sostenernos en nuestro itinerario espiritual (que también) sino que es su realidad más auténtica. No es un entreacto tranquilo y pacífico en nuestro atareado día, sino la esencia verdadera de nuestro ser. Cuando oramos, somos más realmente que nunca quie­nes somos y, por eso, podemos decir que oramos siempre que vivi­mos la verdad que somos. En otros capítulos trataremos de cómo re­conocer e intensificar ese «vivir la verdad que somos».

La ilustración de la página 38 equipara la oración al sábado. En un cierto sentido, podría decirse que la oración es tiempo ro­bado al transcurso lineal de la vida. Pero en otro, es nuestra más profunda realidad. Cuando oramos, nos movemos hacia dentro, hacia nuestro centro, hacia Dios. Luego volvemos de nuevo hacia fuera, otra vez a través de las capas de nuestro cómo, hasta nues­tro dónde. Más abajo explicaremos este movimiento hacia el cen­tro y de vuelta afuera otra vez.

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Lo que ocurre en nuestro centro es un acto de transformación. No quiere esto decir que salimos de la oración transfigurados, co­mo Jesús en el monte. ¡No es tan espectacular! No hay ninguna ex­plosión de radiación luminosa (que nos mataría), sino un cambio sutil, suave, casi imperceptible, en nuestro modo de ser, que lleva consigo el poder de curar y de cambiar que atraviesa las capas de nuestra experiencia y de nuestra vida, y puede empapar nuestro dónde, nuestro entorno, con los valores del Reino. Y esto ocurre cada vez que oramos, lo notemos o no.

Cuando nos abrimos a Dios en oración, le invitamos a entrar en nuestro corazón. Trae consigo los dones del Espíritu que alivian y sanan nuestros problemas, dolores, pecados. Cuando ha con­cluido su trabajo transformador en nosotros, el Espíritu lleva a Dios nuestras necesidades y deseos, y los deseos de todos aquéllos por los que rezamos. No son fantasías ni presunciones. Es la promesa que Dios nos hizo por medio de su Hijo, y nuestra experiencia y vivencias testifican su verdad y validez.

Antes de dejar los círculos (y recordemos que son solamente imágenes útiles para lograr captar un poco lo que significa ser una persona creyente), podría ser provechoso mirar todo esto desde otros ángulos, variaciones en el modo de entender lo que puede significar el «ahondar» nuestra percepción de las cosas transitando desde el nivel exterior y superficial hasta el centro más profundo de nosotros mismos.

- Ahondar, por ejemplo, en el significado del «placer» y, «dolor», pasando por la «felicidad» y la «desdicha», has­ta alcanzar la «alegría» y la «pena».

- Ahondar en el modo de orar, desde la oración vocal o l i­túrgica, pasando por la meditación personal, hasta la unión contemplativa con Dios.

- Trascender los meros sentimientos pasajeros, y mediante la fidelidad de la fe aceptar el hecho del amor de Dios que nunca cambia.

- Pasar de ser alguien a quien le ocurren las cosas a otro que toma en sus manos la propia vida y liega, incluso, a comprometerse con la suerte de los demás.

- Dejar a un lado la obsesión por nuestros deseos y temores inmediatos, aceptar responsabilidades en sociedad y en

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las relaciones personales, hasta ser capaces de la intimi­dad y confianza de un amor no posesivo.

En cada uno de esos contextos (y podéis pensar en otros), ha­bréis notado una capa exterior que puede ser comparada con la experiencia del dónde, una capa más profunda que corresponde a la respuesta del cómo, y un centro íntimo que es asequible sola­mente a nuestra realidad del quién.

Ese ir ahondando, desde el dónde, a través del cómo, hasta el quién, es el distintivo y enseña de toda oración personal y, quizás todavía más, en la tradición ignaciana, que anima a comenzar por encontrar a Dios en las cosas ordinarias y «externas» de nuestra experiencia para ir introduciéndonos en el sentido más hondo de nuestra vida y crecimiento en El.

Las «semanas» del corazón

En los Ejercicios, Ignacio invita al viajero a seguir un itinerario de oración que divide en cuatro «semanas». No se ajustan a nues­tro calendario de semanas de siete días. Son fases, etapas, por los que pasa el orante durante su recorrido, y, al acabar esos tramos de los Ejercicios, uno cae en la cuenta de que está de nuevo al prin­cipio, que el final es el punto de arranque: al terminar la «cuarta semana», puede tenerse la sensación de que se quiere volver a co­nectar con la oración de la «primera semana». Ésta es quizás una de las gracias ocultas en los Ejercicios, el descubrir la interdepen­dencia y vinculación total de esas «semanas» entre sí y que, por tanto, sintonizamos con ellas mediante los movimientos y senti­mientos internos de nuestro corazón.

En nuestra relación con Dios no se progresa siguiendo un or­den preciso, como quien sube escalones sucesivos y bien diferen­ciados desde el estado de pecador caído hasta la cumbre de la re­surrección. La trama de la redención no está compuesta de líneas rectas, ni tan siquiera onduladas. Tampoco es un círculo, porque cada vez que volvemos a los «comienzos», la conexión es dife­rente, y el círculo tiene un diseño nuevo y distinto.

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Esa trama, que resulta tan misteriosa cuando tratamos de ex­plicarla con palabras, es en realidad tan sencilla y tan hermosa co­mo la tierra misma.

En la superficie y por encima de ella, está la atmósfera con el aire, el viento, las lluvias... Cambia constantemente. Cada cli­ma tiene sus aspectos buenos y otros no tanto. A veces es extre­moso y anárquico, otras veces es suave, moderado y ordenado. Tan incierto e informal como nuestros estados de ánimo y nues­tros sentimientos.

Luego está la capa del suelo, debajo de la atmósfera y muy in­fluido por ella, pero más estable, que acoge en sí las semillas para su germinación y crecimiento. Es nuestro corazón, donde Dios ha­ce crecer su Reino.

Debajo del suelo, el lecho de roca. Cuando vamos ahondan­do en la oración y en nuestra relación con Dios y los demás, o en el misterio y significado de las cosas, nos encontramos por fin con esa roca firme. Puede parecer la puerta blindada de una cámara cerrada: sin salida, sin entrada. Está tan oscuro que no sabemos con seguridad si estamos entrando (en la sala de un tesoro escon­dido) o saliendo (de una cárcel). Tal vez ambas cosas. Dios es el le­cho de roca, pero también está presente en la atmósfera y el suelo. La roca es el firme soporte con que nos sostiene, el sólido cimien­to sin el cual nos hundiríamos en arenas movedizas. Pero es tam­bién la piedra que, cuando caemos sobre ella, nos rompe y nos abre, como rompió y abrió a Dios mismo en la cruz.

Pero sabemos que debajo de la capa de roca hay un fuego que está siempre ardiendo porque, de vez en cuando, se abre a nuestra visión interior de modo aterrador -como cuando Jesús gri­tó: «Todo se ha cumplido»-, o a modo de horrible terremoto inter­no, o en silenciosos y secretos dardos ardientes de luz que, en oca­siones, fulguran en nuestra oración o nuestros sueños. Es como si fuera la fuente de nuestra pasión y energía. Lo mismo que el clima de la superficie, que también puede ser terrible y caótico, o crea­dor y dador de vida. Unas veces lo tememos, porque se parece a las llamas infernales; otras, lo anhelamos, porque parece irradiar la presencia eterna de Dios y la luminosidad del cielo. Ese fuego lla­mea y lame nuestro corazón, y o bien reprocha y consume, o bien nos transfigura y cambia nuestra visión del mundo.

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Esas cuatro capas, la atmósfera, el suelo, la roca y el fuego, pueden ser también imágenes de las cuatro «semanas» de los Ejercicios:

...la atmósfera, el suelo, la roca y el fuego, imágenes de las cuatro «semanas» de los Ejercicios.

- Nuestra «atmósfera», nuestros estados de ánimo y nues­tros sentimientos, nuestra dependencia de Dios, nuestra transitoriedad, nuestra inestabilidad, nuestra naturaleza fragmentada, tan pronto lluvia como sol, tormenta o glo­ria. Insustancial en sí misma, pero afectada por los movi­mientos de nuestro corazón, y afectando a cualquier otra criatura sobre la tierra: la ruptura, el abismo del pecado cubierto de lado a lado por el arco iris de un amor incon­dicional... Es la Primera Semana.

- Viene luego el suelo del crecimiento, del aprender, de la escucha... sentados a los pies del Señor, bebiendo de su bondad, compartiendo su ministerio temporal sobre la tie­rra, echando raíces, esforzándonos por brotar y salir a la

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luz (conforme a nuestros deseos más hondos), podados y nutridos... hasta llegar, en él, a convertirnos en lo que so­mos en verdad... Es la Segunda Semana.

- Luego, la roca, la piedra que nos hace añicos y nos astilla, que nos rompe y abre del todo en el trayecto al Calvario, con el Señor... Es la Tercera Semana.

- Y por fin, el terremoto del «¡todo está cumplido!». La tie­rra se rasga y su corazón de fuego salta libre para consu­mir y destruir o para reavivar y llenar de energía. Destru­ye todo lo que no es Verdad, y hace pasar de la verdad a la Vida. El fuego del Espíritu que abre el recinto sellado de la tumba... Es la Cuarta Semana.

Y por último, otra vez el comienzo. Esa explosión de energía y resurrección en el corazón de las cosas cambia la atmósfera ex­terior para siempre, y el nuevo clima afecta al suelo, y las raíces de nuestra semilla divina llegan a la roca del amor de Dios, y el ciclo continúa, pero de diferente manera, siempre de manera única. Y cuando todos los ciclos se cumplen, el Reino ha llegado a su ple­nitud en nosotros: eso es el Reino.

La búsqueda de la libertad

Antes de terminar, una palabra sobre la libertad. En un capítulo posterior examinaremos con más profundidad qué significa la expre­sión «libertad interior». Pero, antes de dejar el esquema de los círcu­los, merece la pena caer en la cuenta de lo que expresa la palabra «li­bertad» en lo que atañe a nuestro viaje al centro del quién.

La tentación está en creer que la «libertad» se alcanza cam­biando de sitio dentro del círculo del dónde, como muestra la ilus­tración. Hay personas que creen que serían libres (y, en conse­cuencia, felices y contentas del todo) si no estuvieran en este lugar (en esta situación, en esta relación, en este empleo...) y que, por tanto, conseguirían su libertad con sólo cambiar de sitio. Lo que ocurre, en tal caso, es que se trueca una falta de libertad por otra. Trasladamos nuestra «planta de Dios» a otro lugar esperando que florezca mejor allí.

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Una segunda posibilidad es moverse no lateralmente, sino ha­cia dentro, hasta el círculo del quién, llevando con nosotros todo el dolor de nuestra falta de libertad, «sumergiéndonos y dejándo­nos empapar en Dios» (como D.H. Lawrence lo describe). Enton­ces podemos volver al mismo lugar de nuestro dónde, pero trans­formados (aunque sólo sea ligeramente). El resultado es que esa parte de nuestro dónde se ha vuelto un poco más libre.

La libertad se consigue...

...no mudándose de un sitio a otro en el círculo del dónde...

...sino adentrándose en el centro del quién, en la presencia de Dios, sumergiéndonos en El, para volver, transformados, a nuestro dónde y hacerlo un poco más libre.

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Esto no excluye que un camb io de circunstancias pueda ser necesario y benef ic ioso. Lo que quiere decir es que el camb io real y la t ransformación permanente ocurren en el quién y no en el dónde. Cambiar de lugar o si tuación puede l iberarnos efe algo que encontramos opresivo o destruct ivo, y a veces eso es una etapa necesaria en nuestro camino . Pero el objet ivo más pro fun­do de nuestra trasformación es l iberarnos para algo, y ese «algo» es la venida del Reino, nuestra resurrección personal y la de toda la fami l ia humana.

Sugerencias para la oración y reflexión

El sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llama­do José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Entró y le dijo: —¡Alégrate, favorecida de Dios! El Señor está contigo. Ella se turbó al oír estas palabras y se preguntaba qué podría sig­nificar tal saludo, pero el ángel le dijo: —María, no temas; tienes el favor de Dios. Escucha. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será gran­de y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el tro­no de su antepasado David, y reinará sobre la Casa de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin. María dijo al ángel: —¿Cómo sucederá todo eso, si todavía soy virgen? —El Espíritu Santo vendrá sobre ti —respondió el ángel— y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño se­rá santo y será llamado Hijo de Dios. Y sábete también que tu pariente Isabel, a pesar de su edad tan avanzada, ha concebido también un hijo, y está de seis meses la que era considerada es­téril, porque no hay nada imposible para Dios. —Soy la esclava del Señor —dijo María—, que se cumpla en mí lo que has dicho. Y el ángel la dejó (Lucas 1, 26-38).

Trata de representarte a ti mismo como parte de esta escena. Imagina en tu mente el entorno, las casas, los campos, el pueblo, el c l ima, las vistas y los sonidos y los olores del sit io. Imagina la llegada del ángel. Oye sus palabras. Considera cómo reaccionas a

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todo. Pide a Dios que abra tu corazón para que puedas oír y en­tender lo que Dios quiere revelarte a ti, personalmente, en esta es­cena. Sosegada y reposadamente deja que lo que te dice llegue sin obstáculos a tu conciencia y responde de la manera que te parez­ca más apropiada.

Haciendo uso de un papel y un lápiz, d ibuja los círculos con­céntricos y l lénalos escribiendo lo que te parece que son tus cir­cunstancias personales en el círculo del dónde, anota las cosas que no puedes cambiar y aclara lo que sientes sobre ellas.

Luego, de qué manera se va formando tu círculo del cómo a consecuencia de las decisiones que has ido tomando en la v ida, recorre el día, o quizás la semana, y recuerda los momentos en que tuviste que decidir algo. ¿Cómo reaccionaste? ¿Has tomado decisiones o elegiste pensando sólo en ti o mirando a Dios? ¿Cómo te sientes ahora al recordarlas?

Sin duda, querrás decir le a Dios lo que sientes ahora y lo que te gustaría cambiar.

Trata de recordar cualquier suceso o relación personal en que procuraste o quisiste conseguir «libertad» cambiándote a otro lu­gar del círculo del dónde. ¿Encontraste la l ibertad que buscabas?

¿Te has encontrado recientemente en situaciones difíciles o te has sentido como atrapado en ellas? ¿Cómo respondiste entonces? ¿Reaccionarías ahora del mismo modo?

Presenta a Dios tus recuerdos, también tus remordimientos y resquemores, y descúbrele sin miedos cómo te sientes.

Pídele con toda confianza que te sane y te conceda la libertad que estás buscando.

Con la ayuda del primer grabado de este capítulo, reflexiona sobre cómo te sueña Dios. Considera cómo la «semilla de Dios»,

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sembrada en ti, arraiga en el centro del quién, aunque florece y da fruto en el dónele de tu vida. En tu imaginación, siéntete la flor, la planta o el árbol que va creciendo. Llégate hasta las raíces y sien­te cómo pujan por penetrar más y más adentro, hacia el agua del fondo y hacia Dios. Siente la savia que sube por tu cuerpo, que empuja para que te realices en plenitud.

¿Puedes recordar algunos momentos en los que te has sentido «tocado por Dios» de manera que has notado cómo nacía o crecía en ti la «semilla de Dios»? Trae esos recuerdos a tu oración y da gracias a Dios por ellos.

Pídele que te muestre cómo, de verdad, se han realizado y se están realizando sus sueños sobre ti.

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Once yuntas de bueyes

En el Antiguo Testamento se narra cómo el profeta Elias lla­mó a Eliseo a ser su sucesor (1 Reyes 19). La respuesta de éste pa­rece ambigua: quiere seguir a Elias, pero también despedirse de su familia. Finalmente, a pesar de su indecisión inicial, Eliseo da el paso y acepta el manto de Elias -su invitación a ser profeta- y lo sigue.

Un compañero de mi itinerario en la fe me sugirió ese pasaje como foco espiritual para mi oración durante un retiro. Mirando hacia atrás, no me cabe duda de que él esperaba que el Señor iba a tocar mi corazón por medio de este pasaje, que me iba a invitar a un seguimiento menos ambiguo de mi parte. En realidad, el pa­saje me afectó, pero de un modo muy diferente, algo que nos sor­prendió a los dos.

Mi atención se fijó en las once yuntas de bueyes que iban la­brando el campo por delante de Eliseo, que araba con la duodéci­ma, la última en la línea. Intuí que esa imagen había tocado algo profundo en mí, más allá de todo pensamiento consciente, así que decidí quedarme en eso y dejar que fuese mi oración aquel día. Noté que me llenaba de una sensación de paz honda, como si hu­biese topado allí con algo importante. Parecía hablarme de una «llamada», y no solamente sobre mi propia respuesta a Dios, sino sobre lo perenne de la respuesta humana a lo divino. Y más en concreto, parecía ser una llamada a reconocer aquellas «yuntas de

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bueyes» que me proporcionaban orientación y fuerza para tirar del arado en el surco de mi vida: esos hombres y mujeres que eran pa­ra mí faros en mi camino de fe.

Quizás os guste uniros a mí, de manera retrospectiva, en mi orac ión. . .

Comenzad imaginándoos a vosotros mismos de pie, delante de vuestra casa, bajo un cielo estrellado. Empapaos en la grande­za y magnif icencia del espacio inmenso que se despliega por en­cima de vosotros. Más allá de nuestro alcance. Fuera de toda me­dida. Imagen de lo inf ini to. Absolutamente trascendente, más allá de todo. Y, sin embargo, v inculado a nosotros de la misma mane­ra que estamos vinculados a cualquier otra cosa creada.

Ahora fijaos en las constelaciones. En medio de esa casi inf i ­n i tud, de ese universo inabarcable, hay alguien que puede reco­nocerte, que te ubica puntualmente en el lugar y momento exac­tos. Siente la emoción de ser local izado en tu lugar único y preciso en medio de esa inmensidad. Siente la embriaguez de tener un hueco en el ¡ l imitado corazón de Dios.

Ahora escucha la palabra de la Escritura. Elias está l lamando a Elíseo a seguir una vida de profeta del Señor...

Fue Elias y encontró a Elíseo arando con una yunta de bueyes. Había once yuntas por delante de él, y él labraba con la última. Elias se quitó el manto y lo puso sobre Elíseo (1 Reyes 19, 19)

Imagínate en un campo. Estás labrándolo y tienes un surco por delante de t i . Estás trazando el surco de tu vida en el campo del mundo. Tienes las manos sobre el arado y los píes, llenos de tierra, torpes. Quizá te sientes solo ante esa tarea gigantesca. Pero mira hacía delante. ¿No ves los once tiros de bueyes que Elíseo te­nía delante de sí? No estás solo. Eres parte de una larga línea de v i ­da y de sentido. Pero no es una vulgar fi la compuesta por bueyes de t iro. Es tu trazo personal, labras tu surco.

¿Quiénes o qué cosas o sucesos o circunstancias están en tu equipo de arrastre;1 Piensa en la gente que ha signif icado mucho para t i , que ha supuesto un antes y un después en tu vida. Algunos pueden ser hasta los primeros discípulos ele Jesús o ciertos santos que te han inspirado. Algunos pertenecerán a tu pasado. Otros qu i -

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zas estén paseando cont igo hoy mismo. Son personas que han cont r ibu ido a que tu surco sea hoy el que es; han co laborado en destripar los terrones o en darte la fuerza para tirar del arado. Te han ayudado a guiar tu progreso.

Y no sólo gente, sino también momentos importantes, suce­sos, decisiones, experiencias que han ido del ineando tu surco. Tra­ta de recordarlos. Piensa de qué manera te empujaron hacia de­lante, o quizás corr igieran tu d i recc ión.

Presta también atención al entorno, el paisaje que rodea tu campo, los lugares que han tenido importancia en tu vida. Si pre­guntas a un labrador cómo sabe que está arando en línea recta, te dará este consejo: No mires al surco, fija tus ojos delante, en algún punto del horizonte - u n árbol, qu izá - y no dejes de encaminarte ha­cia él. Manten tus manos en el arado y tus ojos en aquel punto f i jo.

Las manos en el arado...

...los ojos en la meta

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Jesús es el punto fijo al que debemos mirar. Él está a la cabeza de cada una de las yuntas que mueven nuestra existencia. Le segui­mos a él. Su vida y su energía de resucitado son las que nos dan la fuerza. Pero hay toda una constelación de gente (pasada y presente) que él nos ha procurado como compañeros, y hay también hitos y jalones y señales en el camino, en nuestro camino único y personal.

Y ahora vuelve a mirar al cielo estrellado desde tu lugar en el campo y mira también a las yuntas de bueyes. Puedes ver en ellas un reflejo de Dios que abre y dibuja personalmente el surco de tu vida, proyectado y perfilado desde la infinidad de su amor.

Como las estrellas, todas esas personas te han situado en el suelo firme de tu propia vida y te han revelado muchas cosas sobre tu trayecto. Pueden ayudarte a encontrar la ruta más directa. Son canales de aquella energía impulsora de Cristo resucitado, que es siempre la fuerza que te mueve y el destino que te llama. Cuando miras hacia atrás o hacia adelante por encima de esos rostros de la línea de gente y de los sucesos que han labrado y configurado tu vida, estás mirando también a tu origen y a tu meta, porque Cristo es verdaderamente el principio y el fin, el alfa y la omega de tu ser.

Puedes ahora volver, poco a poco, a donde estás ahora, pero con la certeza firme de que no estás arando solo, y de que la his­toria de tu vida, con sus jalones y señales de tráfico, te lleva de vuelta al Señor, al amo de tu cosecha.

El río que soy yo

Si no te atrae la ¡dea de labrar en los campos, puedes encon­trar una imagen más apacible. Puedes reflexionar sobre tu vida comparándola con el caudal de un río, desde sus orígenes en una fuente escondida y secreta, hasta su desembocadura en el océano de tu destino.

Recuerdo todavía un fin de semana maravilloso que pasé con mis parientes escoceses. Habían cambiado de casa y el sábado nos llevaron a enseñarnos su nueva vecindad. Llegamos a un letrero que señalaba el nacimiento de un río, ese punto esquivo y huidizo, indeterminado e indefinible donde las aguas se van reuniendo y al-

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go nuevo comienza. «Aquí nace el río Tweed», rezaba el rótulo. Nunca había visto yo un anuncio semejante, probablemente por­que es extraordinariamente difícil localizar el lugar exacto donde un río tiene su origen, tan complicado como definir exactamente el momento en que comienza una nueva vida humana. En el caso de un río, como en el de un embrión, existe ese tiempo vago e im­preciso, invisible, de «no realizado completamente todavía» cuan­do las aguas van reuniéndose, las células van multiplicándose y al­go, alguien, se insinúa, algo nuevo que llegará o no llegará a su composición y cumplimiento.

Sea lo que fuere, nuestro viaje de aquel día quedó marcado por el encuentro fortuito de la señal indicadora del nacimiento del río. Con la velocidad y comodidad del coche recorrimos en unos minutos un trayecto eterno: desde la fuente que mana sin cesar (pero sin que se pueda discernir ni descifrar el cómo ni el cuándo), hasta el río que va haciéndose grande pasando por un arroyuelo casi insignificante.

En unos minutos, la casi-nada de una fuente era un río donde unos pacientes pescadores trataban de engañar a las truchas, los árboles brotaban y echaban raíces en sus riberas, para luego lle­narse de hojas umbrosas y dar frutos a su tiempo.

En unos minutos, la fuentecilla escondida se había convertido en un señor río que atravesaba la ciudad del valle bajo un puente an­cho y orgulloso. Por sus orillas, llenas de sonido festivo, la gente pa­seaba y las gaitas escocesas, quejumbrosas, tapaban el ruido del agua.

En unos minutos, habíamos pasado de lo recóndito y salvaje de una fuente secreta a algo que tenía ya un nombre, algo que se había llenado y amansado, algo que mucha gente contemplaba y elogiaba, a cuya vera vivían seres humanos, pescaban, lo admira­ban, paseaban por su puente o se sentaban a la sombra de sus ár­boles... mientras él seguía su curso hacia el océano (de nuevo al­go sin límites, sin nombre ni definición posible).

La aventura de un viaje por etapas sucesivas, sin solución de continuidad, un viaje que no acaba y siempre discurre.

En vez del río Tweed puedes ahora imaginar ese río que eres tú y, con la ayuda de la ilustración, reflexionar sobre el recorrido y los

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meandros de ese curso no fluvial sino personal: cómo ha discurrido hasta ahora y hacia dónde crees, o esperas, o sueñas que se dirige.

El río influye en el entorno por el que pasa. Sea la superficie dura como roca o suave como arena, el río la corta y labra su cur­so por en medio. Supera obstáculos o da rodeos, desaparece bajo tierra, abre cuevas, se divide en brazos, empapa y riega la tierra a su alrededor, o se desborda y la inunda... Y la relación es mutua, porque también el entorno influye en el curso del río y en su des­tino final. El paisaje le ofrece espacio para que el río discurra o re­sistencia para cambiar su rumbo. Coopera con la fuerza del agua, o se opone y lucha contra ella.

Es una metáfora, pero descubrirás que un poco de reflexión so­bre la relación del río de tu vida con el entorno por el que ha pasa­do o ha de pasar te revela muchas cosas sobre quién eres realmen­te, qué influencias te están formando y configurando, qué te ayuda y contra qué has de luchar y, sobre todo, con qué sueñas a medida que ese río tuyo se ensancha y hace más hondo, a medida que se apresura hacia su destino. Las circunstancias, tus orígenes, familia y amigos, las personas que han sido importantes en tu vida, los suce­sos que te han empujado a nuevos derroteros, las dificultades que has tenido que vencer o evitar, todo aquello que te ha dado energía y alegría, todo eso y mucho más constituye tu entorno.

Como me pasó a mí en aquella excursión por el río Tweed, tus reflexiones pueden abarcar en unos minutos todo lo que se ha ido desarrollando y realizando en tu vida desde el momento de tu concepción hasta el día de hoy. Y pueden también dar sentido per­manente a los momentos fugaces de tu vida diaria. Considera, por ejemplo:

- ¿Qué sabes y valoras de tus orígenes?

- ¿Por qué entorno ha transcurrido tu río hasta ahora?

- ¿Qué clase de escollos y obstáculos has tenido que superar?

- ¿Has sentido alguna vez que otras personas se han apro­vechado de la energía y fuerza de tu río o que querían cambiar su curso?

- ¿Ha desaparecido tu río bajo tierra alguna vez? ¿Ha dado la impresión de que se secaba? ¿Se ha perdido en ciéna­gas y fangales?

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Nace un niño... Comienza el flujo

de mi vida.

Mi fuente1, ¿dónde comienza mi vida? ¿Qué talentos hay en mí?

Mis afluentes:^ quiénes y qué cosas me han hecho ser lo

que soy.

, ; y ^ | i

El río desaparece bajo tierra. Oculto mis deseos

mas profundos.

El río fluye tranquilo.

Desvían el río para aprovechar su agua. Me

siento explotado.

El río lucha con obstáculos, peñas,

presas.

El río se -•"•*A V',-,•< empantana. Parece" que nunca tuvo corriente.

El río se ensancha y se hace profundo. Lleva vida y lozanía a otros, riega desiertos y los vuelve fértiles.

' 1/ / El cauce se desvía con rodeos. Me

extravío.

El río se seca. Siento mi vida baldía.

Rápidos y saltos de agua. Me siento solo y asustado.

& * „ , ¿Dónde irá a

parar? ¿Cuál es mi deseo

más intenso?

- ¿Qué desviaciones y rodeos ha dado tu vida?

- ¿Cómo y hacia dónde crees que tu río discurre ahora?

Y, mientras te paseas por las orillas del río, ¿qué momentos, qué vestigios y recuerdos te causan alegría y te hacen sentir agra-

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decido;1 ¿Gente y experiencias concretas? ¿Se te ha ocurrido decir­les alguna vez la diferencia que han supuesto para tu vida?

Y ¿qué instantes, rastros y cicatrices te traen recuerdos nega­tivos de engaños o traiciones, desilusiones, heridas...? Si te las causaron personas, ¿guardas todavía resentimiento contra ellas o has cerrado ya ese capítulo, no miras atrás sino adelante? ¿Hay co­sas de que desearías hablar con las personas que tuvieron que ver con todo eso? ¿Te sientes capaz de hacerlo? (Hazlo solamente si no lo encuentras embarazoso y difícil.)

La historia de tu fe

Una «historia de fe» (o una biografía de mi fe o «mi historia de salvación») es simplemente un relato de tu trayectoria interior a través de los sucesos exteriores de la vida, la historia de cómo, poco a poco (o repentinamente), te has ido haciendo consciente de la relación con Dios y de cómo Él te ha ido guiando. Es una especie de mapa interior de los sentimientos que la vida ha ¡do despertando en ti, de las decisiones que has tomado a lo largo del camino y cómo llegaste a ellas, de los pasos, opciones y re­nuncias más significativos que has tenido que realizar a lo largo del camino, de la gente que ha tenido relevancia y te ha acom­pañado a ratos en tu viaje y te ayudó a un mejor entendimiento de ti mismo...

¿Por qué ayuda el redactar una «historia de fe»? Hay un sin­número de razones:

- Te permite caer en la cuenta de los impulsos y motivacio­nes de tu corazón, reconocer los sucesos y las personas que han sido o son importantes en tu vida, y también ha­certe consciente de las experiencias interiores que nos re­velan cómo Dios se dirige a nosotros.

- Ayuda a unir y enlazar vida y oración, a ver cada aconte­cimiento y sentimiento que has experimentado como una invitación a ahondar tu relación con Dios.

- Con tu «biografía» en la mano, puedes decir a Dios: «He­me aquí. Así es como creo que he llegado a ser lo que

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soy. Permíteme caminar contigo hacia lo que he de llegar a ser en ti».

¿Y cómo hacerlo?

Un modo sencillo es utilizar uno de los grabados que hemos visto: las once yuntas de bueyes o el río de tu vida. La historia de tu fe sería simplemente una expresión de lo que esos grabados te han revelado.

No se trata de un ejercicio literario. La historia de tu fe es una conversación muy personal entre Dios y tú. Podría ser simplemen­te la narración de los sucesos y momentos de tu vida que han es­tado marcados por sentimientos especiales, buenos o malos. O quizás prefieras hacer uso de dibujos o símbolos para expresar las cosas que han sido importantes para t i . Hay quienes emplean dife­rentes colores para expresar sus emociones en conexión con esos sucesos.

No importa de qué manera expongas tu historia; lo importan­te es que te pongas en contacto con las evoluciones y el desarrollo de tu vida y tus sentimientos, y que eso te descubra el modo como Dios ha estado presente en todo ello.

La historia de tu fe es sola y exclusivamente tuya. Sin embar­go, puede ayudar el compartirla, al menos en parte, con alguien con quien tengas confianza y te sientas a gusto. Verbalizar y mani­festar de esa manera tu historia ante otro puede ayudarte a descu­brir las pautas y el denominador común de lo que parece un en­tramado disperso y lleno de movimientos dispares; y eso, a su vez, te servirá para discernir las diferentes maneras en que Dios se ha­ce presente en tu caminar.

Cuando acabes de formular tu historia, tal y como la has vis­to en este momento, guárdala en un lugar seguro, sin cambiar na­da. De vez en cuando vuelve a ella y podrás ver si has avanzado, qué líneas y aspectos has mejorado o corregido. Una lectura tiem­po después relativiza lo escrito y te permite un juicio tal vez dis­tinto sobre lo que entonces te parecían áreas de luz o tinieblas, misterios «gozosos» y «dolorosos» en tu vida. Quizás ahora te des cuenta de que algunos de los misterios dolorosos eran, en reali­dad, momentos y lugares en los que Dios estaba tratando de

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alraorle, o de hacerte partícipe de sus propios sufrimientos y aso­ciarte a su cruz, o de invitarte a madurar y no anclarte en las heri­das que te ataban al pasado.

Y finalmente, goza y disfruta haciendo ese ejercicio. Que tus momentos alegres te traigan alegría, y deposita tus tristezas y dis­gustos en el seno de esa luz que sana.

El final del surco

Desde que me lo sugirió aquel compañero, he estado vivien­do con la realidad de mis once yuntas de bueyes durante varios años. Y hoy creo que sé algo sobre su final. Ahora mismo, mientras escribo, un querido amigo mío está al borde de la muerte, rodea­do de su mujer y su familia. Temo escuchar el timbre del teléfono de un momento a otro, para comunicarme que nos ha dejado ya.

Es el primero de mayo y la naturaleza resplandece con la pri­mavera. Los capullos son ya tan copiosos y colmados en los árbo­les que casi se me hace la boca agua pensando en las cerezas. Los robles tienen hojas, y la vida parece querer reventar sus costuras. Es también la fiesta de San José, el trabajador y el marido fiel, «el padre adoptivo de Dios», y ese amigo, ahora moribundo, había si­do como un padre para mí... un padre espiritual.

Aquí en Inglaterra es el día de las elecciones generales, un día al que los políticos han calificado como el día del futuro de Inglaterra, un día que muchos esperan que sea el de un nuevo comienzo, bajo un nuevo gobierno, con una nueva visión de la paz y la justicia so­cial, unos ideales que alentaba mi amigo. Un día lleno de esperanza y promesas, pero mi corazón sufre pensando en él en su lecho de muerte. Sin embargo, su vida ha sido larga y profundamente fructífe­ra; por eso mis lágrimas están preñadas de la certeza de que cuanto él nos ha dado a mí y a tantos otros no es una herencia cuya desapa­rición hay que lamentar, ni un legado al que aferrarse, sino algo que hay que disfrutar, poner en práctica, extender y transmitir a otros.

El fue una de mis yuntas de bueyes, yendo delante de mí, mostrándome el surco recto, atrayéndome con el poder de su fe y apremiándome a seguir y a tener mi mirada enfocada en aquel

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punto fijo del horizonte que marca el corazón de mi destino. Pron­to él será ya parte de ese destino. Le estoy agradecida, mientras llo­ro por él.

Cuando Elias llegó al final de su surco, fue arrebatado al cielo en un torbellino. Y Eliseo oyó que una voz le decía que, si iba a continuar labrando con la fidelidad y el espíritu del que le había precedido, y recibir la antorcha de manos del que había corrido delante de él, debía tener la valentía de mirar con los ojos bien abiertos cómo Elias era arrebatado al cielo.

Cuando leí por primera vez la historia, pensé que era simple­mente la narración dramática de un profeta excepcionalmente ca-rismático. Ahora estoy convencida de que es toque de atención pa­ra nosotros. Todos tenemos nuestros tiros de bueyes y espero que en este capítulo hayas adivinado quiénes componen algunas de las yuntas que te han precedido y ayudado. Todos sacamos energía y orientación de gente «sabia» y juiciosa que se ha cruzado en nues­tras aradas. Hemos de mirarlos con la vista bien fija en ellos, lo mismo que un corredor de relevos contempla atentamente cómo se acerca el que le entregará el testigo, del mismo modo que el que espera la antorcha olímpica para llevarla más adelante. Si mi­ramos con esa atención, labraremos recto y seguro; y el amor, la vida y la sabiduría que nos han guiado llegarán a nuestro corazón y, a través de él, pasarán a otros. Esa energía se nos da no sólo pa­ra nosotros sino para los que nos seguirán.

Ha muerto mi amigo. Ya no me volverá a enseñar nada más, ahora -simplemente- es él mismo. Así es como Dios nos enseña, siendo. Quizás este cambio, cuando comienza a ocurrir en noso­tros, marca la transición de discípulo a apóstol, de uno que escu­cha y aprende a uno que transforma lo que está aprendiendo en lo que vive. Eso ocurre cuando tú, que eras la yunta duodécima, ves que el relevo ha pasado a tu mano, y que se te pide que asumas tu parte de responsabilidad para guiar y transmitir la fuerza de tirar a los que ahora siguen detrás.

Y por eso te recomiendo la tarea de discernir tu historia de fe, pues es una tarea sagrada. Aprende a conocer el tiro de todas las yuntas de bueyes. Muéstrate agradecido a todas ellas. Observa con valentía a los que labran por delante de ti y recibe,-con fe y amor, la antorcha que pasan a tu mano.

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Sugerencias para la oración y reflexión

Recuerda...

Durante unos días o semanas, emplea algún rato de tu ora­ción en recordar, en la presencia de Dios, tu vida, tu trayectoria de fe hasta aquí.

A esa actividad solía llamarse antes remembranza, que, lite­ralmente, significaba reunir y recomponer los miembros, las partes que se habían fragmentado. Ahora utilizamos recordar. Pídele a Dios la gracia de poder re-membrar los fragmentos de tu vida de tal manera que llegues a ver las líneas maestras que te han ido lle­vando hacia tu totalidad e integridad en Dios. Para ello pueden ayudarte los siguientes ejercicios:

- Recuerda los sucesos externos de tu vida y tus reaccio­nes a ellos. Según vas rememorándolos, advierte los do­nes que has recibido: talentos y cualidades, los rasgos de personalidad, los dones y regalos que te han venido de las circunstancias de tu existencia (familia, amigos, edu­cación, profesión, empleos, tu situación en la vida), las dádivas y atenciones de gente que ha significado mucho para t i .

- Descubre los momentos y modos en que Dios ha estado presente en tu vida, y los periodos en que ha parecido es­tar ausente. ¿Cómo se te ha dado a conocer en momentos especiales? Haz memoria de lo que sentías cuando pare­cía estar muy cerca de t i . . . o muy lejos.

- Comprueba cómo Dios ha estado continuamente pre­sente, no sólo en situaciones especiales. Y, en particular, cómo periodos en que parecía ausente fueron abono pa­ra tu crecimiento posterior. Cómo periodos en que tuvis­te dificultades te robustecieron y fortificaron, al igual que el ejercicio duro fortalece los músculos. Cómo, mu­chas veces, la consolación o una fuerza nueva brotan de lo que parecía un túnel sin salida. Tampoco te engañes, no se trata de fingir creyendo que todo era bueno a fin de cuentas. Sería deshonesto y falso, pues vivimos en un mundo caído donde el mal es endémico. Cuando, con

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toda honestidad, no puedas ver la mano de Dios en par­tes de tu vida, díselo en la oración, dando rienda suelta a tu dolor y a tu cólera.

- Date cuenta de cómo Dios llega hasta ti de una manera personal, propia e intransferible, de cómo te habla a través de tu personalidad, talentos y decisiones. ¿Puedes detectar algún caso concreto en que Dios haya hecho uso de tus cualidades o tus decisiones ahora, en tu experiencia in­mediata, para llegar hasta ti?

- Trata de describir - o dibujar- tus imágenes de Dios, sus retratos según tus ideas. ¿Cómo lo ves? ¿Como padre, po­licía, amigo, médico, bombero, varón o hembra, distante o cercano, firme o suave, que te juzga, o te guía, o que, aparentemente, te arrincona o se desinteresa de ti? Podría ser provechoso recordar cómo tratabas con Dios de niño y comparar aquellas imágenes con el modo como lo ves hoy. Las representaciones de tu infancia expresan quizás mejor y más honestamente lo que incluso ahora, en el fondo, sientes verdaderamente. No hay respuestas correc­tas o erróneas. El objeto de este ejercicio es darte cuenta de cómo te relacionas verdadera y personalmente con Dios, y cómo te sientes en esa relación.

En cada uno de los puntos anteriores deja que tus sentimien­tos afloren en la oración, sin miedos, sin tratar de ocultar o retener nada ante Dios.

Usa la historia de tu vida en la oración

Para usar la Escritura en la oración, lee un pasaje con atención hasta que te encuentres a gusto, y pide al Señor que abra tu cora­zón para que puedas discernir el significado personal que tiene pa­ra ti y tu vida. Ésa es la base de toda oración bíblica.

Los pasajes propuestos abajo pueden ayudarte a explorar as­pectos particulares de tu propia historia, siempre con el Señor a tu lado. Sólo son sugerencias. Haz uso de ellos sólo si te ayudan. Si te sientes atraído por un pasaje concreto (de entre los propuestos aquí) o por otro que tú mismo encuentres en la Biblia, quédate en

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él; puedes estar seguro de que Dios quiere revelarte algo por su medio. Repítelo mientras sigas sintiéndote «tocado» por él. Y vuel­ve una y otra vez a los puntos donde experimentaste impresiones o sentimientos tuertes (positivos o negativos): son síntomas de que estás ante algo que te afecta profundamente y pueden apuntar ha­cia la dirección que Dios quiere que tomes, son señal de que se trata de un área a la que has de prestar atención.

Repeticiones de esta índole pueden llegarte a una gran pro-fundización en algunos aspectos de tu vida e, incluso, a sanar otros. Hay gente que ha pasado los ocho días de ejercicios rezan­do sobre un pasaje que era crucial para su crecimiento.

Génesis 1, 26-31: La creación de la vida humana

Reflexiona sobre los propios orígenes y el comienzo de tu vi­da, el «jardín» en el que tu vida fue plantada. Siente la energía y la alegría creadoras de Dios trayéndote a la vida de modos tan diver­sos desde el momento en que fuiste concebido. Fíjate sobre todo en el verso 31 y recibe su afirmación de una manera personal en tu corazón.

Éxodo 2, 1-10: El nacimiento de Moisés

Reflexiona sobre los primeros años de tu crecimiento y cambio. Moisés nació en una situación de extrema amenaza para su vida. Que el Señor te guíe a través de experiencias de pérdida, miedo, pe­ligro o desgracia. ¿Hubo «juncos» en tu experiencia? ¿Ves la mano de Dios en cómo saliste de esas experiencias? ¿Qué resultó más po­deroso: un canastillo de juncos o el mandato del faraón?

La promesa de Dios a Moisés se cumplió. Reflexiona sobre el compromiso que Dios ha hecho contigo, sobre la vida que te ha dado.

Éxodo 13, 17-22: La columna de nube y fuego

Tiempos de desierto, tiempos de un pueblo errante, de sobre­vivir sin dirección e incluso en plena desesperación. Cuando pa-

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rece que das vueltas en círculo sin llegar a ningún sitio. Muéstrale tus desiertos y laberintos al Señor en la oración y pídele que te en­señe a descubrir sus columnas de nube y fuego, que pueden guiar­te en la confusión.

Fíjate en Moisés, que insiste en llevar el cadáver de José, el soñador, a través del desierto a la tierra prometida. También noso­tros hemos de portar nuestros sueños a través de nuestros desiertos. Piensa qué sueños quiere Dios que te acompañen, y llévalos ale­gre contigo.

1 Reyes 19, 19: El llamamiento de Elíseo

Puedes volver a las doce yuntas de bueyes, si te ayuda.

Reflexiona en tu oración sobre los sucesos, circunstancias y gente que le han conducido hacia adelante en tu crecimiento, y te han ayudado o te ayudan todavía a labrar tu surco. Luego, descu­bre al Señor, que va a la cabeza, delante de todos, y siente cómo su Espíritu da fuerza y consistencia a las restantes yuntas que tiran de tu vida.

Salmo 139, 1-16: Señor, tú me sondeas y me conoces

Escucha las palabras del salmo aplicadas a los días de tu vida. Reflexiona sobre los versos 1 3, 1 5 y 1 6, el valor infinito de tu ser para Dios, incluso «cuando estabas creciendo en el secreto del vientre materno»; y que aun ahora «esfá creciendo en secreto» en el corazón de tu vida y vivencias.

Pide al Señor que comparta contigo algo del profundo cono­cimiento que tiene de t i , ese conocimiento que todos anhelamos tener, pero que muchas veces traíamos de evitar y eludir.

Y deja que el verso 12 clarifique y dé el significado certero a tus tiempos de oscuridad y de luz, a los que has vivido y son tu experiencia.

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Juan 4, 5-30: La samaritana en el pozo

Imagínate yendo a aquel pozo. Allí encuentras a un extraño, a Jesús, que conoce tu vida de arriba abajo. Entabla conversación con él y deja que él lleve el agua a su molino.

Luego vuelve al pueblo, a tu vida ordinaria. ¿Qué diferencia supondrá ese encuentro en tu futuro trayecto!1

Lucas 24, 13-35: En el camino de Emaús

Hazte presente, en tu imaginación, en aquel camino, al lado de aquellos dos discípulos, y fíjate en su confusión y desilusión. Luego acoge al caminante que se une a vuestro grupo. Parece que no sabe nada de tu vida, de lo que te ha ocurrido, así que cuénta­le todo, tus sueños, esperanzas, miedos, expectativas.

Cuando lleguéis al cruce de caminos... ¿qué harás? ¿Le dirás adiós y le dejarás marchar?

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¿Qué es lo que falla?

Hemos pasado algún tiempo dando vueltas a esas preguntas escurridizas, como quién soy, cuál es el verdadero meollo de mi ser, el núcleo último de mi «yo», qué es lo que me ha conformado como soy hoy. Espero que, en todos esos recuerdos e indagacio­nes, hayas descubierto algún vestigio o rastro del dedo de Dios, que sin duda ninguna ha contribuido decisivamente a que seas lo que ahora eres. Confío en que lo seguirás notando, ya que conti­núa modelándote sin descanso si tú te dejas.

Sin embargo, vivimos en un mundo roto, y nuestras propias vidas aparecen ajadas y marchitas, con una sensación permanente de estar separados de nuestro manantial original, alejados de nues­tro ser verdadero y de los demás. En toda existencia hay un rastro de sueños malogrados y esperanzas frustradas. ¿Es esto lo que que­da de aquel germen, de aquella semilla divina, sembrada por Dios en el centro de nuestro ser?

¿Qué es lo que falla? ¿Podemos quedarnos satisfechos con el lenguaje religioso tradicional y hablar una vez más de «pecado» dán­dole un significado que abarque ese gemido interior nuestro, ese sen­timiento profundo de que algo realmente malo ha sucedido y nos ha sucedido, que ningún razonamiento teológico es capaz de remediar?

En la primera «semana» de los Ejercicios Espirituales, Ignacio invita al viajero a reflexionar sobre lo que podría llamar «la escala

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del problema», su terrible magnitud. En nuestra vivencia existen-cial sabemos que hay algo radicalmente roto y caído, y experi­mentamos una terrible duda: ¿nos seguirá queriendo Dios después de todo eso? ¿O es una mera ilusión?

El llegar a conocer, con las tripas y no sólo con la cabeza, la verdadera naturaleza de nuestra ruptura y separación de Dios es una experiencia turbadora. Sólo es posible sentirla de veras si lle­gamos a conocer -al mismo tiempo y de la misma manera- el amor sin condiciones de Dios por nosotros, que nos sostiene con ternura en el refugio de sus manos, como si fuésemos un pajaríllo herido.

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Descubrir la «semilla de Dios» en mi corazón, caer en la cuenta de los hilos de oro que tejen la trama de mi vida, hacerme cada vez más y más consciente de la presencia continua de Dios en mí, como también en todos y en todo lo que encuentro en mi camino, es una forma, entre otras, de abrirme más y más a ese amor incondicional incluso cuando tengo ante mis ojos la natura­leza y amplitud de mis fallos y de los de la humanidad.

Un par de parábolas, sacadas de mi propia andadura en la vi­da, me han ayudado a hacer esa conexión entre el amor que fluye libre y sin cesar de Dios hacia nosotros, y nuestro encarcelamien­to que nos tiene presos en nuestra ruina y la del mundo entero.

La esclusa 46

Hace muchos años trabajaba yo no muy lejos del canal de Trent y Mersey. Durante el descanso de la comida, solía pasearme por los campos de alrededor o a lo largo del camino de sirga del canal. En aquellos días nos tomábamos el trabajo con más tran­quilidad, sin la presión de hoy día, y, en los descansos, no sentía­mos la necesidad de estar mirando al reloj todo el tiempo.

Mucho han cambiado las cosas desde aquellos días de feliz memoria. Ahora el trabajo (en su provisionalidad o incluso la falta de él) no suele ser tan agradable. No niego que parte de los inci­dentes desagradables que he padecido en estos tiempos son culpa mía pero, en general, parecen ser algo endémico y habitual en la vida de casi todos hoy día.

Por casualidad (o porque Dios así lo quiso), volví reciente­mente a aquel mismo lugar, enviada por la agencia en que trabajo ahora, para una tarea de varios días precisamente en la oficina donde había trabajado años atrás. Uno de aquellos días salió el sol en todo su esplendor y sentí un impulso espontáneo de volver al paseo de mis memorias. Así que decidí aprovechar para ello la me­dia hora del almuerzo. Era un día de octubre precioso. Las nubes se deslizaban raudas a través del cielo azul y las hojas caídas se amontonaban en islas flotantes cerca de las compuertas. La esclu­sa 46, como decía el cartel, fue mi sitio elegido. Sentada allí me

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sentí, sin pensarlo tan siquiera, a millones de kilómetros de las re­alidades irreales de la oficina.

Como si fuese la caricia de un enamorado, sentí el calor del sol no sólo en la cara sino en el corazón, y me parecía como si ese mis­mo calor fuese una voz que, sin oírse, podía escuchar con toda cla­ridad: «Mi paz os dejo, mi paz os doy; no como la da el mundo». De vez en cuando pasaban algunas barcas a través de las compuertas. Me llenó de admiración el ver cómo el agua que, hasta allí, se desli­zaba tan suavemente, con tanta paz bajo el sol de otoño, de repente se armaba con la potencia y la fuerza necesaria para levantar tonela­das de hierro y acero desde el fondo de la presa hasta el lugar donde yo estaba sentada. Y, en ese momento, me di cuenta de que eso era lo que Dios hacía conmigo. Su Espíritu se desliza tan suave y discreta­mente a través del paisaje de mi corazón que casi no se nota, pero cuando su poder se necesita, puede elevarme desde las profundida­des de mi falta de libertad hasta las alturas de su amor, y liberarme para que continúe mi camino, llevada por esa corriente frágil, que parece tan precaria y efímera pero que discurre eternamente.

Sentía también la caricia de la brisa, que me repetía lo mis­mo. Me recordaba que el aire me rodeaba y envolvía: si no hubie­ra aquel vientecillo no podríamos notar que hay aire, que se hace percibir sólo cuando las corrientes o tormentas lo agitan. Aquel día era solamente una suave brisa, lo suficiente para jugar con las nu­bes y hacer chasquear apaciblemente las hojas secas. Pero tam­bién transportaba en sus alas las semillas que brotarían en la pri­mavera del próximo año, y a mí me envolvía con todas las moléculas de ese oxígeno que necesito para permanecer viva.

¿Qué poderes invisibles se esconden en el aire y el agua, car­gados de una energía capaz de mover el universo, pero llenos tam­bién de un amor que puede -y quiere- tocar mi corazón, llenán­dolo de paz?

Pero me había excedido del tiempo permitido. Al volver, me en­contré con un pescador contemplativo, que sin duda también estaba disfrutando de aquella paz allí; pasé junto a un letrero al lado del ca­nal, cerca de la taberna, que decía: «Atracadero: sólo 48 horas».

Se me ocurrió que ese mismo podía ser el letrero adecuado para aquella semana de mi vida. Aquí estaba yo de nuevo, en el

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mismo lugar donde había trabajado hacía tantos años... pero aho­ra en una mesa de trabajo diferente cada día, dondequiera que hu­biera sitio, un ordenador portátil prestado, enchufado a la primera toma de corriente que encontrara. Ya no conocía a casi nadie allí, y casi nadie me conocía a mí. «Los zorros tienen madrigueras y los pájaros, nidos», pero un trabajador como yo no tiene dónde en­chufar su ordenador (o no durante más de 48 horas).

Reflejaba bien mi profundo sentido de despojo interior, de es­tar sin hogar interior; pero eso ya no me preocupaba. Al contrario, despertó en mí un vivo deseo de estar con el agua y el aire en el flujo constante mediante el que dan vida con tanta fuerza pero tan suavemente a la vez; y estar también con el día soleado que se fi l­traba por entre las hojas amarillentas para darme calor y alegría. No puedo atrapar ni el agua ni la brisa o almacenar la luz y calor del sol, como no puedo estar segura de mi lugar de trabajo de ma­ñana. Pero este rato bendito, en el amarradero de 48 horas, me pa­recía más real que todas las estructuras que yo había considerado como puerto seguro de mi vida.

Había paz en el flujo. No la paz que yo hubiera buscado en la fuerza de mi necia sabiduría, sino la paz que Dios había puesto ante mí en la sabia necedad de las hojas cayendo sobre el agua que pasa por la esclusa 46, y se las lleva río abajo.

Todo esto había sido una experiencia vivida y sentida del amor sin condiciones de Dios.

Pero quizás la gracia de mayor alcance de ese descanso en la presa 46 me llegó cuando entendí que yo misma era como una barca pequeña dentro del recinto de una esclusa con las com­puertas cerradas firmemente ante mí. Como desde allí dentro no puede verse qué hay antes de ese recinto o lo que viene después, parece como si ese recinto-encierro fuese todo lo que existe.

Gracias a mi fe, creo que hay un canal que me ha traído has­ta aquí y que, de alguna manera, me llevará adelante, pero, en mi experiencia actual, no puedo ver nada de eso. A menudo nos sen­timos como si estuviéramos en una prisión profunda y oscura, ro­deados de paredes de ladrillos y sin una salida que se pueda vis­lumbrar o imaginar. Un lugar aterrador donde no tiene sentido permanecer.

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Si nos ponemos a considerar nuestra situación, comenzare­mos a examinar cada uno de los ladrillos o piedras que cierran el recinto de la presa, y acabará pareciéndonos que eso es todo el es­pacio de nuestra existencia... y con la esperanza de que, si segui­mos examinando minuciosamente, las paredes nos desvelarán al­gún sentido secreto o un modo de salir.

Pero ese proceso de examinar las paredes de la cárcel, aun­que pueda absorbernos, es inútil, porque no tiene ninguna pers­pectiva. El recinto de dentro de las compuertas no tiene ningún sentido si no se piensa en el canal. Sin referencia al canal, la bar­ca está, verdaderamente, prisionera en un lugar sin sentido. Pero cuando se sitúa en el canal, todo cambia. Entonces se comprende que ese encierro es el lugar, el único lugar, donde puede entrar la gracia de Dios y levantarnos al lugar donde hemos de estar para ser capaces de continuar nuestro camino hacia casa, que no po­demos ver desde abajo.

¿Para levantarnos? ¿O para rebajarnos? A veces, cuando miro hacia atrás, puedo ver que la gracia ha ido llenando mi esclusa va­cía y me ha ido levantando, sin ningún esfuerzo por mi parte, has­ta la presencia de Dios. Pero otras veces parece todo lo contrario. La gracia desaparecía escapándose por el desagüe, y yo sentía que me iba hundiendo más y más entre dos paredes húmedas y oscu­ras, hasta quedarme caída y sola en las profundidades más lóbre­gas de mí misma, hasta que Dios volvía a abrir las compuertas y me liberaba para continuar adelante. ¿Corriente abajo o corriente arriba? Cualquiera de los dos rumbos transforma el sombrío encar­celamiento de las esclusas de nuestras vidas en el lugar preciso donde se hace posible el movimiento otra vez. Y así continúa ese camino que es infinitamente superior y mayor de lo que nuestros corazones encarcelados pueden entender.

La separación radical de mí misma del flujo de vida, de amor y de Dios tiene algo que ver con esa pérdida de perspecti­va. Pero el flujo de amor y de Dios nunca cesa, nunca deja de es­tar presente y en movimiento; y mientras yo me siento caída y cautiva en el recinto de la esclusa, sin saber dónde estoy ni por qué, Dios está maniobrando las compuertas y llevándome, a su modo y a su ritmo, al punto de partida para que mi barca pueda volver a moverse.

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La ciudad del muro

Quizás sólo somos capaces de entender la naturaleza de nuestra prisión cuando por fin comenzamos a librarnos de ella.

Viví durante varios años en Berlín, durante1 el tiempo de la gue­rra fría. Nuestro piso estaba situado en un área ruinosa de la ciudad, a menos de cincuenta metros del lamoso muro. Nos despertaban a veces los sonidos de disparos y los resplandores de las bengalas. También experimentamos durante aquel periodo un bloqueo que impedía el tráfico normal por tierra en las I res rutas entre Berlín oc­cidental y Alemania Occidental. Sólo podíamos viajar más allá de los límites de la ciudad por avión. Fuera de eso, Berlín, para mí, es­taba encapsulada en el mapa del metro: una retícula de calles y pla­zas y empalmes con nombres de desconocidos y, para mí, inimagi­nables lugares de su entorno. Nunca se me ocurrió que pudiesen ser

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otra cosa que nombres en un mapa de ciudad. Iba a mi trabajo en el metro; podía tomarlo en cualquier sitio de Berlín occidental y, al ca­bo de media hora, escucharía por los altavoces: Endstation. Alie aussteigen (Final de trayecto. Bajen del metro, por favor).

Así era, más allá estaba la tierra de nadie con sus torres de vigilancia, los centinelas, las minas, el muro, sus alambradas de púas... y punto final.

Un día aquellos recuerdos de Berlín retornaron a mi memoria muy vividos durante la oración. De pronto me vi a mí misma co­mo aquella ciudad cercada. Así es como me sentía al pensar en mi alejamiento y separación de Dios: muy poco de espacio, un poco de conciencia y elección, una maraña de amor y temor, deseo y escondrijo, pero completamente separada de mi tierra. Como la ciudad incomunicada, estoy rodeada de muros imposibles de es­calar y guardias hostiles, y ocupada por fuerzas enemigas. Sólo los corredores aéreos de mi oración me abrían una pequeña conexión con mi realidad eterna. Incluso los alimentos y la bebida tenían que ser traídos por avión, y si esas provisiones fallaban, moriría.

La oración me transportó, en mi mente, hasta el interior de la ciudad misma. Con los ojos casi cerrados todavía comencé a ver lo que estaba pasando allí. La ciudad, que yo misma había visto como una isla prisionera y aislada, dependiente de provisiones traídas de fuera para cada pedazo de comida y cada medio de vi­da, sitiada por toda una gran maquinaria de guerra y opresión -una ciudad llena de habitantes atrapados y cautivos, que no pue­den moverse un paso más allá de los límites de la cadena que los tiene prisioneros-, ¡esa misma ciudad se cree el bastión de la l i ­bertad! Y mi ciudad, mi ciudad interior, que depende de Dios has­ta para continuar existiendo, ¡mi ciudad cree que es independien­te y libre! No sólo eso, se cree la maestra que da lecciones y defiende la libertad de otros pueblos. Como Berlín occidental se erigió (gracias a la propaganda americana) en «el escaparate de Occidente», yo también tengo el peligro de comenzar a considerar mi ciudad interior como algo que los demás deberían emular.

Aquella oración me mortificó y me humilló, y me dejó a los pies de Dios todo avergonzada. Por primera vez pude ver mi arro­gancia y lo absurdo de mi condición y, quizás, de la condición de toda la humanidad.

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Primero pude sentir solamente la desesperación de mi situa­ción, y mi impotencia absoluta para salir de ella. Sentí mi separación y disociación de Dios. Lo sentí profunda y horriblemente. Caí en la cuenta de que mi mundo estaba edificado sobre arenas movedizas, y podía derrumbarse en cualquier momento. Lo mismo que un blo­queo soviético podía separarme del pan y el agua, el bloqueo y en­cerramiento del pecado me separaba de Dios... y vendría la muerte. La lógica es implacable, y todos estamos juntos en la misma situa­ción, desvalidos y condenados por igual... a no ser que...

En 1989 ocurrió el milagro que nadie esperaba. El muro de Ber­lín cayó. El país entero quedó abierto y, por primera vez en más de cuarenta años, era posible ir a los lugares cuyos nombres habían si­do las únicas señales de su existencia. Nunca olvidé la satisfacción con que constaté que los nombres de las calles y las estaciones del metro que me eran tan familiares en mi mente se referían a estos lu­gares reales. Sólo cuando pudimos viajar a través de las ciudades y aldeas de Brandemburgo y Mecklenburgo fue cobrando sentido re­al el mapa del metro-toda mi experiencia de Berlín hasta entonces-y aquello que había estado tan confinado por las circunstancias co­menzó a abrirse como una mariposa que sale de su letargo y em­pieza a desplegar sus alas todavía húmedas.

Cada pueblo y vecindario se ajustaba y daba su nombre a ca­da una de aquellas calles, plazas o cruces. El final de la línea no era ya una tierra de nadie o una barrera infranqueable, sino un lu­gar real, con casas, árboles, vacas, contenedores y adornos: todo el sudor y ternura de una comunidad viva. Una detrás de otra, mis es­taciones del metro se hicieron rejalidad en aquellas poblaciones y barriadas de Alemania Oriental. El interior del país no era ya un misterio sombrío e impenetrable, que rodeaba el caos de vida que se vivía en la ciudad amputada de Berlín. No. Las cosas habían cambiado. El interior era la realidad, de la que la ciudad bloquea­da y prisionera había sido solamente la señal, el rótulo indicador.

Me hizo cambiar mis ideas sobre la vida y la muerte. ¿No será que ese misterio indefinido más allá de nuestros años de vida resul­ta ser el verdadero país, del que nuestros días terrenales no son más que nombres de estaciones de metro, señales e indicadores frag­mentados? ¿No será que los reinos del inconsciente sobre los que flotan nuestras mentes conscientes resultan ser el saco amniótico del

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embrión que nos llama hacia una Realidad más allá de lo que pue­de imaginarse? ¿No será que mi vida, que parece tan total, tan defi­nitiva y tan absoluta, es sólo el primer comienzo vacilante, y mi ora­ción el mapa y guía hacia el interior del país de mi eterna realidad?

¡Cómo nos cuesta dejar las paredes que nos encierran y arriesgarnos a una vida sin barreras! No hay duda, es más fácil so­brevivir como esclavos en Egipto que aventurarse hacia el Sinaí, convencernos de que nuestra servidumbre es libertad y que nues­tra impotencia es orgullosa independencia.

El mapa cambia radicalmente cuando las paredes se derrum­ban y las carreteras reales, que habían estado siempre ahí, aunque eran intransitables, se abren de par en par. Entonces la tierra del in­terior se convierte en la tierra del corazón, donde la vida real pue­de vivirse de verdad.

He comenzado a entender que mi estado de postración o de encarcelamiento se debe en gran medida a mi fijación en las se­ñales y postes indicadores, confundiéndolos con la realidad de las cosas a las que apuntan. Me aferró de tal manera a mis percepcio­nes erróneas de lo «real» que soy incapaz de contemplar la pleni­tud de la realidad, hasta el extremo de que si viese una oruga me resistiría inflexiblemente e incluso ridiculizaría cualquier insinua­ción que sugiriera que contiene escondida una mariposa. En mi es­tado caído de ruptura, me he vuelto ciega incluso a la mera posi­bilidad de que exista en mí una mariposa en embrión y - lo que es más grave- estoy ciega a la mariposa que hay en ti.

Quizás el pecado sea como tener en la mano un bulbo de narciso pero negarse a plantarlo en la tierra de nuestra vida porque rehusamos creer que contiene una flor. Sin embargo, a pesar de to­das nuestras negativas, el jardinero sostiene con ternura en sus ma­nos lo que vamos a ser, y nos planta y nos cuida con cariño, por­que sabe lo que somos de verdad.

Un niño en un campo de minas

Poco a poco y con no poco trabajo voy dándome cuenta de que, sea lo que sea lo que me libere del estado de postración y

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ruptura, cambiará de arriba abajo mis certezas y expectativas. Las jornadas de oración que llevaron mi mente hasta la esclusa 46 y a Berlín, me empujan ahora a los pies de la cruz, donde un hombre, que había nacido para ser rey, cuelga despedazado y ro­to. Se presentó en medio de la ciudad pecadora, rompió sus mu­ros y defensas desde fuera, y voluntariamente hizo suyas su falta de esperanza y su perdición. Había venido a sacarme, desahu­ciada, sucia y herida mortalmente, y llevarme a casa. Cuelga de la cruz porque se ha batido por mí con las fuerzas de ocupación y ha vencido...

Aunque... no parece victorioso, desde mi punto de vista. Más bien diría que, al revés, parece derrotado. ¿Por qué, si no, cuelga del madero? ¿Por qué su triunfo tiene toda la apariencia de un fra­caso completo? ¿Cómo es que había sido capaz de traspasar las fortificaciones?

La respuesta me la dio un niño pequeño, semilla de un Reino que va a surgir. Un retoño en una rama seca. Tan pequeño que no hace explotar las minas ocultas que me rodean, y tan insignifican­te que los centinelas no lo advirtieron cuando se colaba por deba­jo de las alambradas. Tan débil que no merece la pena matarlo. «Busca esa misma desamparada insignificancia y eso -parecía de­cirme el niño- será tu liberación.» \

Aceptar un cambio tan radical en mi lógica defectuosa nece­sitaría una revolución... Pero las revoluciones son posibles: se puede rezar y esperar el milagro...

Sugerencias para la oración y reflexión

Así dice el Señor: ¡Maldito quien confía en el hombre y busca apoyo en la carne, apartando su corazón del Señor! Será cardo de la estepa que no llegará a ver la lluvia, habitará un desierto abrasado, tierra salobre e inhóspita.

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¡Bendito quien confía en el Señor y busca en él su apoyo! Será un árbol plantado junto al agua, sus raíces junto a la corriente; cuando llegue el bochorno, no temerá, su ramaje seguirá verde, en años de sequía no se asusta, no deja de dar fruto.

(Jeremías 1 7, 5-8)

Lee esas palabras, despacio y con calma, y vuelve a leerlas una y otra vez mientras te notes a gusto con ellas. Imagínate esos dos árboles de los que habla el profeta Jeremías: el arbusto seco en la estepa y el árbol frondoso junto a las aguas. Entra, en tu imagi­nación, dentro del primer arbusto. Procura sentir su sed, su fragili­dad, su sensación de estar desarraigado de la fuente nutricia de su ser. Siente el calor ardiente del desierto. Paladea la salinidad co­rrosiva del aire seco. Percibe la quemazón en tus párpados, que te obliga a cerrar los ojos a tu alrededor. Imagina la muerte gradual de todas tus energías vitales, hasta que te sientas caer en la arena olvidado por completo.

Ahora procura entrar en la vida del segundo árbol, el que cre­ce en la ribera del río. Observa cómo tus raíces ahondan más y más en la tierra fresca y encuentran el agua de la vida. Palpa la frescura de las hojas, la frondosidad de tu copa, escudo contra el sol ardiente. Saborea el fruto que madura en tus ramas. Relájate en la certeza de que no habrá sequía capaz de destruirte porque tus raíces están bañadas en el agua de la vida.

Vuélvete a Dios con lo que has sentido sobre los dos árboles. Exprésale tu angustia por los aspectos de tu ser que están desco­nectados de El, y tu alegría por lo que está enraizado en Él.

Mira hacia atrás y examina lo que ha ocurrido en tu vida en las últimas veinticuatro horas. Fíjate en un instante especial, en un acontecimiento, o en un encuentro, o en algo que te haya causado alegría y te haya recordado que alguien te ama.

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Toma ahora tu vida en su conjunto y rememora los momentos pletóricos y señeros que, viéndolos ahora, te parece que han he­cho que la vida mereciese la pena. Recuerda alguna persona en particular que te ha hecho creer en el amor sin condiciones de Dios por t i . Da gracias a Dios por esos signos repetidos de su amor para contigo, y pídele la gracia de confiar en ese amor cuando te sientas herido y roto.

# # #

Imagínate a ti mismo como si fueses un pajarillo herido, o co­mo un animal atrapado, o una niña pequeña que ha resultado he­rida por haber desobedecido las instrucciones de sus padres. Y, en­tonces, sin excusas, ni justificaciones, ni reproches contra lo que te ha herido, deja que Dios te tome en la palma de su mano. Perma­nece en paz así, sabiendo que Él te ama y quiere que sanes, tanto que está dispuesto a morir por ello. \

# # *

¿Hay alguna situación en tu vida que se parezca al recinto dentro de la esclusa, donde estás atrapado, y todo tu esfuerzo y empeño en salir resultan inútiles? Te vendría bien poner delante de Dios esa situación en la oración, y pedirle que te ilumine sobre ella y te haga ver que puede tener un sentido, al margen de los re­sultados de tus intentos por salir.

Por ejemplo, quizás tengas un trabajo que aparentemente no beneficia a nadie y a ti te deja frustrado. Despliega los aspectos del trabajo en la oración, pide a Dios que cambie tu perspectiva, para que puedas ver si supondría alguna diferencia el que trabajases con alegría o con resistencia. Procura también entrar en contacto con algún colega de trabajo o con alguna persona que esté atrapa­da en una situación similar a la tuya, y escucha lo que sienten so­bre ello. Si eres capaz de hacer eso, entonces, aunque siga pare-ciéndote un trabajo sin sentido, se habrá convertido en un lugar donde ha sido posible una relación humana auténtica.

# * #

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Dios está en todas las cosas y, por consiguiente, también está en la «esclusa». Procura colocar algún símbolo de tu fe en el lugar donde te sientes «atrapado», por ejemplo, en la oficina, en la co­cina, en el coche. Podría ser una vela, una flor, un icono o alguna cosilla que significa algo solamente para ti. Y que ello te recuerde constantemente que el lugar de tu aparente encarcelamiento es un lugar sagrado, ya que Dios está allí.

También puedes separarte de tu trabajo unos minutos de vez en cuando para salir al jardín o pasear a lo largo del corredor o, in­cluso, cuando vas a la máquina del café. Procura que esos minutos sean para ti solo, pero no te olvides de invitar a Dios a acompa­ñarte. No para convertirlo en un tiempo de «oración» pulida y ela­borada. Que sea simplemente un tiempo en el que Dios y tú estáis juntos. De esa manera tu tiempo también será sagrado, y todo el día quedará «tocado» por él, como el sabbath «toca» y afecta a to­da la semana.

¿Podrías enumerar algunos de los postes indicadores que te han dirigido hacia Dios a medida que tu vida se iba desarrollando? Con toda honestidad, ¿piensas que alguna vez te quedaste en las señales en lugar de seguir caminando hacia donde te dirigían? Por ejemplo, quizás te has «hecho» a una clase de liturgia y te sientes frustrado si no puedes encontrar alguna iglesia «de tu misma cuer­da»; o quizás te encuentras como apresado por una necesidad compulsiva de rezar a una hora concreta, o en un sitio especial, o de una manera particular, y te sientes perturbado y desazonado si algo interfiere con cualquiera de ellos.

Si hay en tu vida alguna de estas costumbres arraigadas y fir­memente establecidas, pide a Dios que te ayude a mirar más allá, hacia donde El te está llamando por medio de ellas. Pero tampoco lo tomes a la tremenda.

El evangelio, que es donde hemos decidido encontrar el sen­tido de nuestra vida, nos presenta el poder de Dios en la impoten­cia de un bebé que tiene que huir a Egipto y de un hombre conde-

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nado y ejecutado. ¿Recuerdas acontecimientos o hechos claves en tu vida en los cuales reparaste en que el poder de Dios estaba ac­tivo en ti precisamente cuando te sentías más impotente e inapro-piado? Rememora algunas de esas ocasiones en la oración y píde­le a Él que imprima en tu corazón la verdad de que «el poder de Dios se manifiesta sobre todo en nuestra debilidad».

%. * *

A casi todos nos han inculcado desde pequeños el valor de la «independencia». ¿Qué aspectos de esa «independencia» estimas de modo especial? Haz una lista de todas las cosas de las que de­pende tu «independencia», valga la paradoja: un coche, la salud, una canguro para tus niños, un «hogar» paraitus animales de com­pañía durante tus vacaciones, abastecimiento de gas y agua, un doctor que te entienda, un empleo que no te obligue a trabajar en ciertos días, un ordenador que corrija tus faltas de ortografía, un frigorífico que te evite ir a la tienda todos los días, una esposa que recuerda dónde has dejado las gafas...

Son unos pocos ejemplos de las mil cosas que damos por descontadas para sentirnos independientes. Me acuerdo ahora de aquel día en que se me cayeron mis gafas en las escaleras de casa, y me di cuenta de que un accidente tan baladí era capaz de in­movilizarme y privarme de mi independencia... y de lo mucho que dependía de mil «servicios de emergencia», como un oftal­mólogo competente... y el dinero necesario para pagar tantas co­sas «necesarias».

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El giro copernicano

Toda transformación entraña revolución. En este capítulo mi­raremos a qué es lo que ocurre cuando descubrimos, como lo hi­zo Copérnico, que el Sol no da vueltas alrededor de la Tierra, sino que es la Tierra la que da vueltas alrededor del Sol, o, en una ex­presión más personal, ni Dios ni su creación dan vueltas alrededor de nosotros, sino que nosotros y toda la creación giramos alrede­dor de nuestro centro, que es Dios.

En este punto de nuestro camino de maduración hacia nues­tra realidad más profunda y eterna, hemos de dar un giro radical a nuestro enfoque. Dios nos desafía a que dejemos de ser personas centradas en nosotros, en órbita alrededor de nuestro ombligo, y nos convirtamos en personas centradas en Dios. Es un momento dificultoso. Probablemente, para la mayoría de nosotros, es un de­sasosiego que no nos abandona en toda nuestra vida adulta. Una vez que caemos en la cuenta de la manera en que las cosas están estructuradas y organizadas, no podemos sentirnos cómodos y sa­tisfechos con nosotros mismos mientras nos empeñemos en vivir como si las cosas tueran como nuestras fantasías nos habían hecho creer.

En los grabados siguientes, podemos ver los efectos tan dife­rentes que resultan de estar vueltos hacia el sol (centrados en Dios), o vueltos hacia nuestros propios dominios o feudos. ¿Qué ocurre cuando estamos orientados hacia nuestro territorio, de es-

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paldas al «sol», a nuestro centro, que es Dios? ¿Hacia dónde van las sombras? ¿Qué sentimos entonces? ¿Qué hemos de hacer para que todo cambie? Basta con sólo volvernos, dar un giro. No hay necesidad de desandar todo el camino, rehaciendo los pasos falsos y equivocados para corregirlos. En cuanto giramos y cambiamos el enfoque, quedamos automáticamente expuestos a los rayos del sol. ¿Qué pasa entonces con las sombras?

Sombras, oscuridad, miedo

La oscuridad queda atrás

A menor escala, recuerdo que, cuando era niña, me enfadaba cuando, al verme leer o hacer mis tareas de espaldas a la ventana o a la lámpara, mis padres se quejaban de que «estaba a contra-

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luz». En aquel entonces yo pensaba que era otra de las manías de los mayores: entrometerse en mi libertad y sacar faltas a todo lo que hacía. Rehusaba tercamente volverme y disfrutar de los rayos de luz al iluminar mi trabajo. Naturalmente, si alguna vez obede­cía y hacía lo sensato, suponía una gran diferencia en mi capaci­dad de ver mejor... aunque me costara dar mi brazo a torcer y re­conocer que tenían razón.

Al reflexionar en las palabras de mis padres, «sentada a con­traluz», me doy cuenta de su acierto expresivo. ¡Qué descripción tan exacta del «estado de caída» en que nos encontramos! Nos sentimos muy satisfechos de proyectar sobre todas las cosas lo que creemos que es nuestra propia luz (en vez de la de Dios), cuando en realidad es nuestra sombra la que arrojamos sobre todo y sobre todos. Esa actitud es causa de dos serios problemas.

- El primero es que, como la Tierra, no tenemos «luz propia». Estamos en un engaño si creemos que producimos luz. La que nos ilumina no es nuestra, sino que es reflejada del sol y, a fin de cuen­tas, de Dios. Ésta es la diferencia esencial entre el Creador y la criatura. Reconocer nuestra «creaturidad», esa condición de ser creado por otro, es probablemente la parte más penosa del giro co-pernicano. Significa dejar ese asidero al que nos aferramos cre­yendo que somos el origen y la fuente o que, al menos, mantene­mos el control de nuestro ser.

- El segundo problema es la cuestión de las sombras. Si con­tinúo de espaldas a la fuente de luz o, mejor, de espaldas a ese Dios que es la fuente de mi ser, entonces mi bulto (que es tan gran­de como mi «ego») ensombrecerá todo lo que yo haga: mis em­presas y tareas, mis relaciones, toda mi existencia. No sólo seré in­capaz de ver el camino delante de mí, por culpa de mi propia sombra, sino que proyectaré oscuridad sobre los demás. Haré del mundo un lugar más sombrío. Y, naturalmente, cuanto mayor sea mi «ego», mayor y más negra será la sombra.

Hay otro sesgo sutil en ese engañarnos a nosotros mismos cre­yéndonos soles, en vez de planetas. Convencidos de que tenemos nuestra propia luz y somos centros de gravedad, el siguiente paso no está muy lejos: comenzamos a pensar que los demás seres han de girar a nuestro alrededor.

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De esa manera la sombra del pecado se extiende más y más y con una creciente negrura sobre el mundo en que vivimos. Noso­tros, que fuimos creados, como dice Ignacio, «para alabar, reve­renciar y servir a Dios», nos empeñamos en que los demás, y la creación entera, existan para alabarnos, reverenciarnos y servirnos a nosotros.

Cuando miramos a las cosas a esta luz, comenzamos a ver que el «pecado» no es simplemente una lista de faltas y deslices que hay que llevar al confesionario. Es el mundo al revés, y cuan­do tratamos de «des-enrevesarlo» a nuestra manera y fiados en só­lo nuestras fuerzas, acaba más y más enrevesado.

Más fácil que ver que eso sucede por culpa nuestra, es perca­tarnos de cómo nos ocurre a nosotros. Quizás has experimentado situaciones o sostenido relaciones en las que sentías que no eras tú el centro, sino que estabas en órbita alrededor de otro, atraído, por así decirlo, por su campo magnético. Y eso puede ocurrir con per­sonas o con cosas, por tu propia elección y preferencia, o por su influencia que te manipula (deliberada o inconscientemente). Sea como fuere, situaciones de esa índole no te ayudan a acercarte a Dios. Al contrario, te impiden continuar tu camino hacia Él y so­cavan tu propia libertad interior. En tales casos, deberías exami­narlo todo en un ambiente de oración y, si es necesario, no transi­gir y oponerte claramente a ello.

Si reconocemos a Dios como nuestro único «sol», fuente y mantenedor de nuestro ser, y a nosotros mismos como «planetas», cuyo movimiento natural es girar en órbita alrededor de nuestra fuente de vida, entonces seremos capaces de entender el significa­do real de dos palabras usadas por los maestros de la vida espiri­tual, incluyendo a Ignacio: «consolación» y «desolación», pala­bras que tienen un sentido diferente en el contexto de nuestro itinerario espiritual respecto al significado que suele otorgarles el lenguaje ordinario.

¿Qué queremos decir cuando hablamos de «consolación» y «desolación»? Simplemente estamos hablando de estar «con el sol» o «despojados del sol». ¿En qué dirección va nuestra vida? ¿Me acerco o me aparto de Dios? Metanoia (la palabra griega pa­ra conversión = inversión de mente) puede sonar a un cambio brusco de dirección, a golpe de efecto teatral y repentino. A al-

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gunas personas les ha sucedido una experiencia así, semejante a la de Pablo en el camino de Damasco. Pero, para la mayoría, la conversión es un proceso gradual y lento de volverse, de girar­se... Eso quiere decir, realmente, metanoia. E incluso la gente con «la experiencia de Damasco» ha de tomar opciones concre­tas después, en cada momento de la vida, en cada decisión, por insignificante que sea. En cada minuto de nuestra vida podemos ir «con el sol» de cara (en «con-solación») o «c}é espaldas al sol» (en «des-solación»), I

¿Cómo reconocemos la diferencia? ¿Y qué podemos hacer en cada caso? Antes de reflexionar con más profundidad (como lo ha­remos más adelante en otros capítulos) sobre los cambios de nues­tros estados de ánimo, será bueno ver cómo lo entendía Ignacio. Según él, esos estados de ánimo espiritual indican si la dirección general de nuestra vida nos lleva hacia Dios o nos aparta de él.

Para prevenir cualquier tipo de desaliento o congoja, es im­portante insistir en que cualquiera que esté leyendo un libro como éste, buscando ahondar en su vida de oración, no se está apartan­do de Dios, hablando en general. Sin embargo, no sólo es posible sino fácil que, de alguna manera y no pocas veces, nos dejemos arrastrar temporalmente lejos del derrotero que Dios quiere para nosotros. Muchos hemos pasado por épocas en que eso sucedía no a veces sino de manera más permanente.

Ignacio explica así el entramado de los estados de ánimo de esas dos tendencias (hacia Dios o lejos de Él):

- A aquéllos que se van apartando, la acción de Dios en sus vidas les causa desasosiego, agitación, turbación, ver­güenza... mientras que las cosas que pertenecen a sus propios intereses les hacen sentirse bien y, aparentemente, los dejan satisfechos.

- En aquéllos cuyas vidas se encaminan hacia Él, los efec­tos son los contrarios: cuando Dios toca su corazón, se sienten llenos de paz y luz y saben que, de alguna mane­ra, pisan en tierra firme; y cuando se enfrascan en asuntos ajenos, notan que no están «viviendo en verdad», y expe­rimentan malestar y desazón interiores.

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Otra imagen para entender los efectos de los movimientos in­ternos en nuestro espíritu es la de las mareas, en su f lu jo y reflujo, en su subir y bajar.

Cuando me vuelvo a Dios, la

marea me empuja hacia la

costa

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Si imaginamos que la playa representa nuestro centro verda­dero en Dios y el destino de nuestro it inerario, vemos cómo el mar nos empuja o separa de la costa según nuestro corazón esté vuel ­to o no hacia Él. Se ve aquí la importancia de la orientación global de nuestra vida. /''

Ahora fíjate en el efecto de los vientos, que podrían compa­rarse a lo que Ignacio l lama «los espíritus». Imagínate el esfuerzo de un nadador que se deja llevar por la marea alta hacia la playa: cuando el viento sopla hacia el mar, obstaculiza su avance, pues le empuja en sentido contrario; si el viento sopla hacia tierra, acelera la marcha del nadador. Se ve claro que los efectos de los vientos serán los contrarios si la marea sube o baja y si el nadador se d i r i ­ge hacia tierra o hacia alta mar.

Si lo traducimos al lenguaje de nuestra navegación espiritual, cuando nos dir ig imos hacia nuestro puerto o nuestra playa en Dios, un viento en la dirección contraria causa turbulencia y d i f i ­culta el progreso. El mismo viento les parece favorable a los que se quieren alejar de Él.

Podemos pensar que esos vientos representan al espíritu cons­truct ivo y al espíritu destructivo, y son el origen de las conmoc io ­nes y movimientos que surgen en nuestro interior. Así nos resulta más fácil entender que el mismo espíritu o movimiento interior que acelera y refuerza el avance del que bracea hacia Dios, retar­da y obstaculiza al nadador que se separa de Él.

Como doy por descontado que todos los lectores de este l ibro, deseosos de mejorar su relación con Dios, comparten la misma orientación fundamental hacia Dios (nadan hacia la playa), pode­mos comprender que el «mal espíritu» actúa en nosotros como el viento contrario, que nos hace sudar, sentirnos ante obstáculos y d i ­f icultades, experimentar turbulencias y apuros. Mientras que el «buen espíritu» es como el viento de popa, hincha las velas, nos da alas y ánimo, acelera nuestra marcha y potencia nuestros esfuerzos.

Naturalmente esto son sólo metáforas. Hoy nadie tomaría a los «espíritus» de Ignacio por entes objetivos e indiv iduados, co­mo mensajeros enviados por Dios o el d iab lo para animarnos o confundirnos. Sin embargo, lodos experimentamos esas alteracio­nes, tendencias, impulsos en nuestro interior. A veces se or iginan

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dentro de nosotros, otras, parecen venirnos de fuera, sin razón aparente. Y no faltan ocasiones en que experimentamos una sen­sación de estar a merced de fuerzas más allá de nuestra compren­sión humana.

Nuestro objetivo no es aquí el tratar de identificar de dónde vie­nen o salen esos movimientos internos, negativos o positivos, sino de entender sus efectos, de manera que seamos capaces de responder mejor a ellos. Lo hacemos cuando aceptamos con alegría y gratitud los tiempos de consolación, cuando los vientos soplan de popa, a nuestro favor. Lo hacemos igualmente cuando nos ponemos en guardia ante la desolación que nos traen los vientos contrarios.

¿Una crisis en el túnel?

Ignacio nos da una regla absoluta para tratar con la desolación:

En tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba en la antecedente consolación.

Dicho con la imagen de las mareas y los vientos, es el equi­valente a sentir un viento contrario cuando estás nadando hacia la playa en el flujo de la marea alta y, al encontrar la oposición del viento y experimentar turbulencia, decidir dar la vuelta y dejar que el viento te lleve mar adentro. ¡Cuántos de nosotros hemos tenido esa misma experiencia cuando las circunstancias nos eran contra­rias, y nuestra respuesta fue algo así como: «Ya sabía yo que era inútil esforzarme. No sé cómo pudo ocurrírseme meterme a esto. Abandono».

Una persona, que me ha dado permiso para contar su histo­ria, sufrió recientemente la pérdida de una amiga muy querida que la dejó conmocionada y alterada durante varios meses. Algún tiempo después, fue de vacaciones con su marido y, entre otras co­sas, salieron en una barcaza a dar un paseo por un canal. Había que atravesar un túnel, y así es cómo explicaba ella su experiencia:

Fue como entrar una noche oscura -decía-, algo como lo que había experimentado con la pérdida de mi amiga. Aun las re-

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vueltas más pequeñas tapaban la luz de la salida. En un túnel, se pierde todo sentido de la perspectiva; puede olvidarse hasta que existe la luz.

No puedes ver ni tan siquiera tu propia mano. No divisas la salida y tienes que creer que la hay, ya que has entrado por la bo­ca de un túnel. Es una experiencia desagradable por las contrarie­dades que te ocurren en ese tramo: casi chocas con otras barca l rozas o golpeas la pared, los olores, la oscuridad, los humos de diesel en el aire que te ahogan...

Es una descripción muy acertada de lo que se siente en «de­solación» espiritual aunque, naturalmente, cada persona lo ex­perimenta a su manera. Y no es de extrañar el que, en tales cir­cunstancias, nos sintamos tentados a abandonarlo todo, a volver atrás, cambiar de dirección y volvernos atrás en la decisión de cruzar ese túnel. Fue entonces cuando mi amiga descubrió la sa­biduría de Ignacio:

No se puede dar la vuelta en un túnel con una barcaza de quin­ce metros; así que, una vez que has entrado, hay que continuar. Dar la vuelta te desequilibraría del todo, te haría naufragar.

Fue una de las imágenes más realistas que he oído sobre el consejo de San Ignacio de «no hacer mudanza», de no cambiar la dirección durante el tiempo de desolación. Puede ayudarnos a re­flexionar y orar.

- Si tratas de dar la vuelta en un túnel con una barcaza, el naufragio es seguro. Y en ese pontón va tu vida y tu cami­no con Dios. No te arriesgues a zozobrar para siempre en las profundidades de ese túnel oscuro.

- Retroceder, cambiar de sentido, tampoco es una solución realista. Ya es bastante difícil conducir de noche un auto­móvil marcha atrás en línea recta: no son raros los golpes, colisiones, roces y salidas de calzada. Mucho más con una barcaza en un túnel oscuro y con curvas. Pero lo más importante: ¿es que quieres volver al principio?

Esa persona descubrió, gracias a esta experiencia de «noche oscura», que ei túnel es, sin lugar a dudas, el único modo de seguir

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adelante y llegar al destino deseado; y, además, todos los túneles, por muy oscuros que sean, t ienen una salida. La realidad del viaje no es el túnel sino el canal, no el periodo de desolación oscura, si­no la realidad de la luz divina que bri l la siempre, aun cuando no­sotros no la veamos.

Así concluía su historia:

Cuando sales al otro lado, la luz parece más brillante, los cantos de los pájaros son más melodiosos y el color del agua de una be­lleza increíble. Ves el mundo con ojos nuevos gracias a la oscu­ridad que has dejado detrás. Has llegado a un lugar nuevo... más allá.

Prohibido cambiar de sentido en el túnel

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En el capí tu lo siguiente aprenderemos con más de ten i ­miento c ó m o reconocer si nos encont ramos en conso lac ión o desolación, y a qué puede deberse. Entretanto, no dejes de con­testar a esta pregunta: ¿A quién sirvo? ¿A Dios o a mí mismo? Y aunque, en general, podría responder que reconozco la sobera­nía de Dios en mi v ida y trato de im i ta r le en buscar el b ien de todos, ¿cuál sería realmente la respuesta si, con toda honest i ­dad, revisara, en concreto, mis obras y acciones de las pasadas veint icuatro horas? Una mirada más atenta a mis estados de án i ­mo cambiantes y a mis reacciones espontáneas podría revelarme muchas cosas.

Sugerencias para la oración y reflexión

El Señor te bendiga y te guarde, te muestre su rostro radiante y tenga piedad de l i , contemples su semblante y te conceda la paz.

(Números 6, 24-26)

Lee este texto despacio y rézalo, deja que sus palabras resue­nen en tu corazón y te descubran sus signif icados más hondos. Léelo una y otra vez, como rumian las vacas, degústalo despacio, saboréalo y asimila su contenido nutri t ivo, que llegue hasta el cen­tro de tu quién y dé sustento a las raíces que al l í van creciendo.

Si alguna frase o palabra te atrae de manera especial, perma­nece en ella y repítela cuantas veces encuentres gusto en el lo, sa­boréala y deja que Dios te hable por medio de ella.

Con sencil lez, con paz y quietud de mente y corazcm, ponte ante Dios, cuyo rostro br i l la radiante y te transmite la fuerza y el calor de la verdadera vida. Relájate y abre las profundidades de tu ser a la primavera de su venida.

¿Ha habido momentos en tu vida en que, deliberada o inad­vert idamente, has estado alejándote de Dios, a la deriva? Recuer-

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da esos momentos ahora en la oración y preséntalos a Dios para que los sane y perdone.

Recuerda también las circunstancias en que cambiaste de rumbo, pudo ser gradual o bruscamente. ¿Dónde vivías, qué ha­cías entonces, qué edad tenías, cuáles eran tus amistades y com­pañías...? ¿Quiénes te ayudaron a volverte a Dios? Acaba dando gracias a Dios.

Analiza las últimas veinticuatro horas de tu vida. ¿Has notado vientos contrarios? ¿Vientos favorables? ¿Cómo te has sentido en esos momentos?

¿Puedes recordar alguna ocasión en que te sentías «en conso­lación» y tomaste una decisión, que luego cambiaste al arreciar los vientos en contra? ¿Y hubo alguna otra ocasión en que permane­ciste firme en la determinación tomada en consolación, a pesar de encontrarte después con los vientos adversos de la desolación y la lucha interior? Compara los sentimientos y las impresiones que tie­nes ahora sobre estas dos situaciones.

Reflexiona sobre los acontecimientos de la pasada semana o de ayer mismo y pregúntate a quién sirves realmente. ¿A tu yo, a otra u otras personas, a Dios?

Para saber a quién sirve un tipo determinado de acción, ayu­da el desentrañar, con toda sinceridad ante Dios, los motivos ver­daderos por los que se realizó esa acción. Por ejemplo, un político declara que hizo esto u aquello por «el bien común», pero es cla­ro que su propósito era conseguir votos o salir airoso de una com­parecencia parlamentaria al día siguiente.

Aviso: Es muy fácil hacer todo este ejercicio pensando en las acciones y decisiones de los demás. No es tan sencillo demostrar el mismo grado de honestidad cuando se trata de nosotros mismos. Para no equivocarse, se necesita la ayuda de Dios, oración y hu­mildad (¡y mucho sentido del humor!).

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Ortigas y rosas

Prestar atención a los estados de ánimo

Todos sabemos por experiencia que nuestros estados de áni­mo cambian imprevisiblemente y, muchas veces, sin que poda­mos controlarlos. En el capítulo anterior nos dimos cuenta de que hay una diferencia fundamental entre los que nos hacen sen­tirnos «en suelo firme» o «viviendo en verdad», y los contrarios, en que nos notamos inestables, agitados y perturbados interior­mente. En este capítulo trataremos de descubrir las leyes que ri­gen esos estados anímicos y lo que pueden enseñarnos sobre nuestra relación con Dios.

Como apuntamos en el capítulo anterior, se da por supuesto que nuestra vida está fundamentalmente orientada hacia Dios; de lo contrario no estaríamos tratando de mejorar nuestra unión con Él. Por lo tanto, cuando experimentamos un estado de ánimo «que nos refuerza», podemos asegurar que viene, aunque sea re­motamente, de la acción de Dios en nosotros. Y cuando nos ve­mos sumidos en sentimientos de inquietud y angustia, podemos pensar que su origen no está en Él, sino en algo que tiene que ver con nosotros.

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Cada día

Para percibir los cambios en tus estados de ánimo espiritual prueba este ejercicio: cálmate y sosiégate hasta que te sientas abier­to a tu centro del quién. Luego recorre las últimas veinticuatro horas o un periodo más largo, quizás una semana, un mes, un año. Sim­plemente repasa en tu oración ese periodo de tiempo, permitiendo que los estados de ánimo predominantes salgan a la superficie. Pue­de ayudarte tomar notas (mentalmente o por escrito) de cuándo o en qué situaciones te sentiste en tierra firme y sólida, y cuándo te en­contraste agitado por inquietudes, turbaciones... Sin duda encontra­rás los dos tipos de talantes, y no hay razón ninguna para sentirse culpable ahora por lo que experimentaste entonces.

El siguiente paso es dejar que Dios nos muestre cuál es la raíz de esos sentimientos y estados de ánimo. ¿Qué fue lo que realmen­te inspiró o provocó mi arrebato de cólera, o mi miedo, o mi apren­sión? Alguien se interpuso o entrometió en mis sueños e ilusiones, ofendió mi orgullo, reabrió una herida no cicatrizada... Si ésa fue la causa, ¿qué punto flaco me tocó? ¿El mismo que en ocasiones an­teriores? ¿De qué se trata realmente?, ¿puedes ponerle un nombre, reconocer abiertamente que es un flanco débil de tu persona?

Mira este dibujo de un campo de ortigas y fíjate en si despier­ta alguna asociación con situaciones de tu vida.

,, desconfianza colera

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A continuación rememora los momentos en los que has ex­perimentado que pisabas terreno firme. ¿Qué te daba semejante seguridad? ¿A qué te dedicabas entonces? ¿Quién estaba contigo? ¿Qué dijo o hizo alguien que reforzó ese estado de ánimo positi­vo? ¿O fue quizás un momento de profunda unión con la creación de Dios? ¿O tuviste una inspiración repentina, pero durante la cual no pudiste dudar que Dios mismo te guiaba y te hacía comprender algo sobre ti, o sobre un conflicto, o sobre tus relaciones con otras personas? ¿O quizás fue un detalle de cariño o amabilidad de al­guien para contigo, o un sentimiento de amor y conipasión por un necesitado? ¿Dónde se produjo realmente esta experiencia de paz y plenitud? ¿Te recuerda otras vivencias similares? ¿De dónde crees que procede y hacia dónde te empuja? ¿A qué tipo de creci­miento y maduración te lleva? Lo mismo que has hecho con tus puntos flacos, pon ahora nombre exacto a lo positivo que has vi­vido y aplícatelo. Es tuyo, es un regalo de Dios. El dibujo del jardín de rosas puede recordarte estados de ánimo positivos.

Este ejercicio que hemos estado haciendo suele llamarse en la jerga ignaciana examen de conciencia. Ignacio insistía en que sus compañeros hiciesen un examen de conciencia, aunque no pu­diesen sacar tiempo para hacer un rato de oración. Les enseñaba así a seguir la pista de sus estados de ánimo y descubrir los movi­mientos internos de su corazón, aprendiendo a reconocer -como

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«consolación»- los momentos en que se sentían en suelo firme, en «terreno sólido» y -como «desolación»- los estados de inquietud y ansiedad interiores. Con el tiempo, esta práctica nos ayuda a descubrir cuáles son los deseos más profundos de nuestro corazón y cuál es la causa del hondo desasosiego que nos turba. Nos sirve también para distinguir la acción de Dios en nosotros (que produce consolación), y los movimientos que se originan en nuestra zona os­cura o por la presión de intereses ajenos (que causan desolación).

Los muebles viejos del trastero

El «mobiliario» que abarrota nuestros «aposentos interiores» es muy propenso a rayarse, astillarse, hundirse, romperse..., a toda clase de «accidentes». Y tiene la desventaja de ser invisible para los desafortunados que chocan con él sin darse cuenta; y también invisible para nosotros, sus dueños, a no ser que Dios nos lo haga ver. Nuestro aposento interior se ha ido llenando de muebles inú­tiles y ha dejado de ser una vivienda para convertirse en un «tras­tero» en el cual se amontonan malos recuerdos o experiencias ne­gativas, prejuicios y obsesiones irracionales que echan sus raíces en la propia historia. El grabado de las páginas 96 y 97 nos mues­tra un ejemplo.

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.con el mobiliario interior.

La mujer de la página anterior está encantada y gozosa pa­seando a su niño, mientras que a su amiga de la parte superior la asalta el recuerdo doloroso de su propio niño muerto, algo que ella creía definitivamente enterrado en el pasado, pero que en re­alidad estaba esperando una ocasión para salir a la superficie. La alegría de una persona y el dolor de otra están a punto de chocar y estrellarse, y ninguna de las dos conseguirá adivinar el porqué de la tensión que va creciendo entre ellas.

El truco para poder vivir con tanto mobiliario interior inútil no es deshacerse de él -nadie lo conseguiría, todos estamos llenos a rebosar de «muebles» que hemos ido acumulando con nuestros miedos, recuerdos, malas experiencias- sino hacerlo visible. Una vez que sabemos que está ahí y de qué bártulos se trata, no nos ex­trañará que alguien, inadvertidamente, choque con ellos. Eso nos hace más libres a nosotros mismos, y deja más espacio a los de­más, que no tendrán que estar siempre atentos a no herirnos, ni desconcertados por nuestra actitud de «cuidado, frágil».

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Técnicas para desactivar bombas

Recuerdo una tarde en que mi mobiliario interior sufrió varios rasguños durante una discusión sobre Thomas Merton, que, como sabréis, era un gran guía espiritual, al que admiro mucho, un reli­gioso con votos, que dejó la vida consagrada cuando se enamoró hacia el final de su vida. Esa incongruencia me hirió como si fue­se en carne viva, abrió una herida que yo no sabía que existía en mí. La discusión se volvió desordenada y poco fructífera, ya que cada uno de nosotros daba palos de ciego en la oscuridad de nues­tras reacciones ambiguas y confusas, tratando -cada uno- de «sal­var los muebles». Mi reacción exagerada me preocupó tanto que fui con ello a un director espiritual, que me ayudó a ir a la causa de mi excesiva conmoción en el asunto, y a darme cuenta de que tenía que ver más conmigo misma que con Thomás Merton.

Por casualidad, unas semanas más tarde, alguien me habló sobre su confusión con «el asunto Thomas Merton». Aunque no caí en la cuenta en aquel momento, escuché a esa persona con toda atención, sin mezclar mi revuelo interior en el asunto. Ahora com­prendo que eso fue posible gracias a la experiencia que había te­nido en aquella discusión en grupo, y gracias a que para entonces ya me había dado cuenta de aquel «mueble» que yo había tenido escondido, y al sacarlo a la luz ya no me preocupaba el que al­guien tropezara con él.

Comparto esto con vosotros para aseguraros que con este mé­todo se obtienen buenos resultados:

- Cuando reconoces como tuyo un «mueble» de tu trastero interior, no estallarás y saltarás cada vez que alguien tro­piece en él.

- Eso te hará más libre. - Y creará más espacio libre para los demás, que se darán

cuenta, instintivamente, de que eso ya no es un tema res­tringido que ni se puede insinuar y se sentirán más libres cuando tengan que hablarte de ello.

A veces te tienes que relacionar con cierto tipo de personas de la que piensas (o incluso dices a tus hijos): «Poned atención, ni se os ocurra mencionar tal y tal cosa». En el trato con ellas es difí-

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cil distinguir los temas «discutibles» o los «vidriosos». Hay cues­tiones tabú que no pueden plantearse ante esas personas. ¿Cómo reaccionas ante esa clase de gente? Doy por cierto que procuras ser muy cauteloso y discreto en todo lo que hablas con ella y, en casos extremos, intentas evitarla y rehuirla, ya que parece estar ro­deada de alambre espinoso.

Todo esto suele pasar inadvertido en las ocupaciones de cada día. Una manera de caer en la cuenta de ello es examinar tus reac­ciones exageradas, que pueden apuntar -como en mi caso con el , asunto Merton- a un área de fricción dentro de ti. Si puedes llegar a ' las raíces de esa tensión -posiblemente con la ayuda de un amigo que te entienda- habrás andado un buen trecho en el camino de de­sactivar la carga explosiva que esa presión genera. Y ios que tratan contigo te estarán agradecidos por haber limpiado el campo de mi­nas y, al comprobar que se ha ampliado el «terreno seguro» dentro de ti, entrarán donde antes no se atrevían.

Consolación y desolación: cómo reconocerlas

Siguiendo la pista a nuestros sentimientos de desolación y consolación podremos llegar, en la mayoría de los casos, hasta un tipo de raíces similares a las que hemos visto en este capítulo, pe­ro ¿cómo se manifiestan en la práctica? El grabado siguiente resu­me los síntomas principales de la desolación, y las gracias más co­múnmente experimentadas en la consolación. Puede ayudarte el examinar una vez más tus estados de ánimo durante las últimas veinticuatro horas y ver si puedes reconocer algunos de esos sín­tomas o si has experimentado alguna de esas alegrías.

Sean cuales sean las maneras y las formas en que hayamos experimentado la «consolación» y nos hayamos sentido -por muy breve que haya sido el rato- cercanos a Dios, debemos agradecér­selo de todo corazón, y volver a rememorarlo con gratitud cuando nos encontremos en periodos de «desolación», como un niño que vuelve corriendo a los brazos de sus padres cuando las cosas se tornan difíciles y desconcertantes. Para ayudarnos a recordar, sería bueno escribir nuestros sentimientos en tiempos de consolación y, así, conservar nuestros recuerdos frescos y asequibles.

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«Consolación» no es lo mismo que «alegría». Es posible el es­tar en consolación, muy cerca de Dios, en momentos de dolor ob­jetivo y real. Yo recuerdo las dos o tres semanas que pasé velando a mi madre, a punto de morir de cáncer, como un tiempo de ex­traordinaria unión con Dios. De la misma manera, la consolación puede producir lágrimas. Hay una gran diferencia entre lágrimas de consolación y de desolación. Recuerda lo que sentiste cuando vertías amargas lágrimas de desolación y te hundías cada vez más hondo en el desamor, y cuando rebosabas de tanta alegría -al sen­tir la cercanía de Dios- que tu corazón se llenó y se desbordó en dulces lágrimas, que eran llanto de consolación.

Nos encierra en nosotros.

Es una espiral que nos hunde más y más en sentimientos negativos.

Nos separa de los demás y de la comunidad.

Nos empuja a despreciar lo que antes considerábamos importante.

Nos ciega y nos impide tener perspectiva.

Borra toda traza y señal de nuestro camino.

Nos vacía de energía.

Nos abre hacia fuera y más allá de nosotros mismos.

Nos hace capaces de compartir las alegrías y tristezas de los demás.

Nos une más al grupo y a la co­munidad.

Nos suscita nuevas ideas y ánimos.

Restablece el equilibrio interior y nos hace más clarividentes sobre nosotros mismos.

Nos descubre cómo actúa y nos guía Dios en nuestra vida.

Nos llena de energía.

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Otra prueba útil para aplicarla a nuestros estados de ánimo es ésta: en una situación particular, ¿me siento atraído (quizás pode­rosa pero siempre delicadamente) o me siento impelido, empuja­do, obligado? Para distinguir entre estos dos sentimientos, pode­mos recordar ocasiones en las que alguien nos pidió hacer algo y respondimos «sí»: ¿lo dije porque sentía dentro de mí el deseo de hacerlo, o por evitar conflictos, o contra mis convicciones más hondas? La acción de Dios en nuestra vida la experimentamos siempre, en el fondo, como una respetuosa invitación. Si nos sen­timos forzados, inducidos o impelidos, eso no viene de Dios, sino de nuestro propio mundo o del de otras personas. Ignacio compa­ra la consolación a la gota de agua que cae sobre una esponja, y Ya desolación a la gota que rebota en una piedra y salpica. /

¿INVITADO o FORZADO? ¿Cómo te sientes?

Dios invita y el diablo empuja.

¿EMPAPA o SALPICA?

¿Cómo te sientes?

el Reino de Dios i

mi propio mundo 1 i \ '

Si te empapa co­mo a una esponja,

es de Dios...

^ V< «*> * ^ '̂ ^e c a e enci|T,a y '^<*W~S^m'K,. salpica, no es de

Dios.

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La ilustración que viene a continuación muestra cómo dejan la consolación y la desolación nuestro espacio interior, el reducto del quién.

Lo que yo hago cuando mi corazón, como en el grabado, se va encogiendo, se va hundiendo, se va endureciendo como plo­mo, es repetir una y otra vez frases como: «Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor». Te vendría bien encontrar alguna frase o imagen que pudiera ayudarte en momentos en que sientes que la desolación te invade y te anonada. Mi hija me dio una ayuda visual para este ejercicio: un corazón rojo pequeñito, de madera, que bascula hacia arriba y hacia abajo en un palo ver­de. Lo guardo al lado de mi despertador, y me ayuda a recordar quién me concede vivir un nuevo día, cuando me siento inclina­da a quejarme: «¡otro día!».

Achica y encoge el corazón, haciéndolo tan pesado que se hunde hasta el punto más bajo.

Ensancha tu corazón de tal modo que caben en él

los demás y sus necesidades, y lo aligera

tanto que puede volar hasta Dios.

°A/SOLA^°

¡LEVANTEMOS EL CORAZÓN!

Lo tenemos levantado (o lo intentamos) hacia el Señor

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Los sentimientos y estados de ánimo cuyo rastro hemos estado siguiendo son lo que llamamos consolación y desolación y los ex­perimentamos en el día a día. A veces, sin embargo, parece como si una ola de consolación nos envolviera de repente sin razón aparen­te. Nos llega como un regalo gratuito de Dios (como toda consola­ción), pero tiene el poder de henchirnos de luz, amor y gozo. En­contramos casos en la Escritura, especialmente en los evangelios y en los Hechos de los Apóstoles, pero también podemos encontrarlos en nuestra vida. Ignacio lo llama «consolación sin causa previa».

Ante una experiencia de esa naturaleza sólo queda el recibir­la con toda humildad y agradecimiento. A menudo parece que se da no a los que más la «merecerían» sino a los que más/fá necesi­tan, que, muchas veces, son las personas que menos se lo esperan. Es una gracia que no puede nunca ser «conquistada» o «mereci­da», ni tan siquiera «buscada». Los que lo han experimentado sue­len decir, mirando hacia atrás, que esa gracia llega justamente cuando se acerca un periodo realmente difícil con nuevos retos y desafíos. Se diría que nos ayuda a acumular fuerzas y a preparar­nos para lo que va a venir.

La consolación y el «bienestar»

No es fácil entender que no es lo mismo experimentar conso­lación espiritual que simplemente «sentirse bien», o encontrarse en desolación espiritual que «sentirse deprimido». Los efectos pue­den ser muy similares, pero la diferencia está en cuál es la fuente, el origen, la causa.

Para entender esta diferencia fundamental, debo darme cuen­ta de en qué pongo mi atención mientras paso esa experiencia. El «sentirme a gusto» y su contrario, el «sentirme abatido», están in­trínsecamente centrados en mí. Ocurren cosas en mi persona que ocasionan o desencadenan esos altibajos. Hablando en términos fiscales, una reducción de los impuestos «me levanta el ánimo». En casa, una discusión en familia me puede «dejar abatido». Son muchas las cosas que producen «bienestar» o «malestar». Si ob­servo atentamente esas emociones, descubriré que, en la mayoría de los casos, apuntan a mis intereses individuales o grupales, que

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son fruto de una satisfacción o frustración de mis deseos. Es com­pletamente natural y parte de lo que nos hace humanos. Sin em­bargo, estas emociones pueden ser fácilmente manipuladas o ver­se afectadas por la química inestable de mi organismo, por lo que he comido, por lo bien o mal que he dormido...

Esas alternancias no son lo mismo que la consolación o deso­lación espirituales. La diferencia estriba en el foco de la experien­cia. Experimento consolación espiritual cuando mi corazón se siente atraído hacia Dios, aunque eso ocurra, como hemos visto, en circunstancias que «la gente» consideraría negativas. Es una se­ñal de que mi ser, al menos en ese momento, late en armonía y al ritmo del corazón de Dios. Consolación es la experiencia de esa afinidad y conexión profundas con Dios, y llena mi corazón de un sentido de paz y alegría. El epicentro de la experiencia está en Dios, no en mí.

El reverso de la moneda es la desolación espiritual. La expe­rimento cuando mi corazón se vuelve de espaldas a Dios. Un pro­ceso habitual de la desolación es el siguiente:

- Algo ocurre que trastorna mi «mundo»: quizás no logro lo que deseaba, alguien dice o hace algo que me hiere...

- Yo reacciono enfocando el suceso hacia mi dolor. Con eso, mi atención se aparta de Dios y se centra en mí.

- Me encuentro entonces de espaldas a la luz, miro sola­mente mi propia sombra. El resultado es que el mundo en­tero me parece negro y amenazador.

- Fácilmente eso me lleva a imaginar consecuencias cada vez peores de aquel suceso original que me había turba­do, y así la espiral me arrastra a niveles más y más bajos de desolación.

Si aprendemos a reconocer este esquema, seremos capaces de darle la vuelta a la situación. Cuando nos ocurre un incidente desagradable, podemos reaccionar enfocándolo a la luz de Dios, y no a la de nuestros intereses o nuestro dolor. No es fácil este cam­bio de perspectiva. Sólo es posible cuando nuestro deseo de acer­carnos a Dios es más fuerte que la sensación de dolor que el suce­so nos produce. Volveremos a considerar este problema con más atención en otro capítulo.

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Si empezamos a actuar y reaccionar de ese modo, descubri­remos que el aparente túnel oscuro tiene salida, que en realidad estamos recorriendo un buen trecho del camino, y acabaremos por descubrir que Dios nos atrae hacia sí precisamente gracias a aque­llo que creíamos (en el plano de nuestro dónde) tan destructivo pa­ra nosotros.

Este volverse a enfocar de nuevo es una especie de continua con-versión. Esos «giros» son casi siempre invisibles para los de­más, sólo nos damos cuenta nosotros mismos y, pór^upuesto, Dios; pero pueden ser más valiosos, más auténticos y más eficaces que las «caídas del caballo» en el camino de Damasco, aunque ciertamente no tan espectaculares.

Cada día nos trae «pequeñas muertes», y en ese sentido esta­mos llamados a renacer cada vez, volviéndonos hacia Dios, en vez de hacia nosotros mismos. El «nacer de nuevo» es verdaderamen­te un proceso continuo.

Una última advertencia sobre la consolación y la desolación, antes de que pasemos, en el capítulo siguiente, a considerar las formas de utilizar estos estados de ánimo espiritual para encontrar el camino en la oscuridad.

Como sabemos, emociones, sentimientos y estados de ánimo son contagiosos. ¿Cuántas veces hemos ensombrecido la vida de nuestra familia o comunidades infectándolas con nuestra desola­ción, y cuántas veces nos hemos sentido arrastrados por la espiral de la desolación de otras personas? Y al contrario, la próxima vez que vayas en coche a la ciudad una mañana soleada, fíjate en cuántos de los conductores sonríen o cantan con la música de la radio, y cómo te hacen señales de agradecimiento, complacidos, porque les has dejado pasar. Y date cuenta de cómo todo eso afec­ta a tu estado de ánimo.

La consolación y la desolación son contagiosas, y el conse­jo del dibujo dice con toda intención que «¡no las guardes para ti solo!».

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les contagiosa!

NO LA GUARDES PARA T I SOLO

Déjale tu desolación a Dios y dedícate a los

demás

O. Da gracias a Dios y comparte tu consolación

con nosotros. Que dinamice tu andar y tus

sueños.

La desolación te asfixia y te anula. Confíale tus sentimientos de congoja a Dios -no es tan fácil como decirlo, pero sigue ha­ciéndolo aunque parezca que no te ayuda-, y desvía la atención de ti para ponerla en los demás. La consolación te desborda de alegría: por tanto, derrama esos sentimientos sobre los demás, de­ja que la energía que la consolación genera en ti encienda nuevos sueños e ilusiones, y dale muchas gracias a Dios.

Quizás te guste acabar este capítulo quedándote en oración, re­memorando un momento o periodo específico de consolación re-

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ciente, y pidiéndole a Dios que te enseñe cómo responder para que se convierta en una semilla de crecimiento para los demás y para ti.

Sugerencias para la oración y reflexión

De nuevo, trata de reflexionar sobre las últimas veinticuatro ho­ras (o un periodo de tiempo más largo) haciendo uso del examen de conciencia. Puede ayudarte el esquema de Mi día con Dios: oración de la noche, que te propongo siete párrafos más adelante.

En quietud y sosiego, tómate algún tiempo para repasar los es­tados de ánimo del día. ¿Has experimentado sentimientos propios del campo de ortigas7. ¿Adivinas cuáles son sus raíces? ¿Qué era lo que realmente te dolía? ¿Has pasado algunos ratos en el jardín de rosas? Recuérdalos y dale gracias a Dios por ellos. Luego deja que tu gratitud saque a la superficie sus raíces, trata de encontrar de dónde sacaban el jugo... y agradece a Dios todo ello otra vez, sin olvidar a la gente, viva o ya muerta, que ha nutrido y sustentado esas buenas raíces.

Pasa algún rato mirando dentro de tus «estancias interiores»: ¿hay muchos «trastos» ocupando lugar? ¿Hay letreros -invisibles-que advierten: «¡No tocar! ¡Frágil!»? ¿Ha habido recientemente al­guien o algo que ha chocado o rayado alguno de esos muebles? ¿Qué sentiste? ¿Qué te reveló sobre tu mobiliario invisible? ¿Has tro­pezado tú con el mobiliario de alguna otra persona?

¿Te ha contagiado hoy alguien su desolación? ¿Su consola­ción? ¿Qué sentiste?¿Cómo reaccionaste? ¿Crees que tú contagias­te a alguien tu desolación o consolación?

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Reflexiona sobre alguna situación en la que te sientas impeli­do, empujado, forzado. ¿Quién o qué te empuja o te arrastra? ¿Quieres que sea así? Si te preocupa, presenta esa situación a Dios en la oración y dile lo que sientes. Deja que Él te lleve a descubrir sin tensiones las fuerzas que te mueven, y dónde tienen su origen o sus raíces. Pídele que te libre de toda situación «forzada» que es­tés experimentando.

Luego reflexiona sobre los aspectos de tu vida que te atraen. ¿Qué sientes? ¿Paz, retos y nuevos desafíos, emoción, un poco de miedo...? Trata de expresarlo concretamente y preséntalo a Dios en la oración y deja que te lleve hasta la raíz de donde brotan esos sentimientos atractivos. Que Él afirme y refuerce las respuestas y sentimientos que tienen su origen en Él.

* # *

Elige una frase, una jaculatoria, un mantra o una imagen que pueda ayudarte cuando te encuentres en la espiral de desolación que te precipita hacia lo profundo. Quizás una frase de la Escritu­ra, de uno de tus libros favoritos, de un poema, de una invocación a Dios o de un recuerdo feliz, un paisaje o espectáculo que te gus­ta. Escojas lo que escojas, guárdalo dentro de ti «para los días nu­blados», los tiempos de desolación.

Mi día con Dios: oración de la noche

El día está a punto de acabar. La vida ha llenado tu trabajo, tu familia, hijos, negocios... O quizás ha sido un día vacío, largo y solitario. Quizás no tuviste tiempo -o ganas- para la oración, pe­ro puede que sí tiempo y espacio para Dios. ¿Dónde lo encontras­te? ¿Cómo te trató?

A lo largo de los siglos, han sido innumerables los creyentes que han usado esta reflexión imbuida de oración, que puede ha­cerse en diez minutos. Ayuda a recolectar todo el día y abre tus ojos a la intrincada y bella trama de luces, sombras, colores, que el Señor ha ido tejiendo a lo largo de la jornada.

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El método podría ser éste:

1. Quietud. Siéntete relajado en la presencia de Dios. Le ale­gra que hayas venido a El, aunque durante el día lo hayas olvida­do. Deja que las tensiones del día vayan disolviéndose poco a po­co. Acalla el ruido interior de mil distracciones que quieren venir a poseerte ahora. ....—-

2. Agradecimiento. Recuerda con gratitud los dones que Dios te ha hecho durante el día (un encuentro con un amigo, una mira­da de alegría honda o de pena en una cara que viste de paso, una flor en el camino, los primeros pasos de un niño, la sonrisa de unos abuelos, un tendero o una oficinista que han sido simpáticos, un chofer que ha sido amable, entender y ver claro algo, un traba­jo bien hecho, un problema resuelto, el abrazo de un niño, la ca­ricia de un ser amado, un recuerdo agradable, la luna que asoma tras el horizonte, una hoja que cae del árbol...). Detente en el re­cuerdo y agradéceselo a Dios a tu manera.

3. Luz. Pide que el Señor te ayude a ver y entender cómo su amor ha estado trabajando hoy en t i . Es una gracia del Espíritu, y se ha prometido a los que la buscan con sinceridad. «Sin el miste­rio de la luz la vida entera se vuelve laberinto.»

4. Reflexión. Con toda paz, reflexiona sobre lo que te ha pasa­do y has hecho. Que el Espíritu te muestre lo que quiere decirte.

Las preguntas que siguen no son más que sugerencias. Y no hace falta contestar a todas cada día. Si te sientes llamado por al­guna en concreto, detente en ella y deja que Dios hable a tu cora­zón sobre eso.

- ¿Qué te atrajo a Dios hoy: un amigo, la belleza de la na­turaleza, un libro, una carta, un pensamiento apacible...?

- ¿Has aprendido algo sobre Dios y sus caminos en los su­cesos del día y en el mundo de tu alrededor?

- ¿Encontraste a Dios en los temores, las alegrías, el trabajo, cansancio, malentendidos, penas? (Una manera de en­contrar a Dios es reconocer nuestra necesidad de Él.)

- ¿Se te hizo vibrante su palabra en la oración, en la Escri­tura, en la liturgia, en su creación?

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- ¿Has llevado a Jesucristo a los que viven a tu alrededor? ¿Alguno lo trajo a ti?

- ¿Has sido un signo de la presencia y amor de Dios para aquéllos con los que estuviste hoy? ¿Encontraste a alguien que se sentía solo, triste, desanimado o en alguna necesi­dad? ¿Supiste reconocerlo en sus ojos? ¿Respondiste de al­guna manera a sus necesidades?

- ¿Adivinaste la presencia de Dios en el mundo, quizás en algo que viste en la televisión o leíste en el periódico? ¿Comunicaste a Dios tus sentimientos, tu cólera, tu com­pasión?

- ¿Te sentiste amado en algo que ocurrió hoy? ¿Demostraste hoy cariño a otras personas?

- ¿Sentiste la ausencia de Dios en el día de hoy? ¿Por qué sería?

- ¿Qué estados de ánimo experimentaste hoy? ¿Qué te pro­porcionó paz?

- ¿Dónde notaste desasosiego o te sentiste turbado? Piensa cuál pudo ser la causa, y confía esos sentimientos a Dios para que los cure y para que te confirme.

- ¿Percibiste que Dios te llamaba, te sugería, incluso te ur­gía a hacer algo? ¿Cómo respondiste?

- Entre todas las experiencias del día, ¿destaca algún inci­dente o descubrimiento que quisieras agradecer al Señor de modo especial?

5. Arrepentimiento. Después de reflexionar sobre lo que ha pasado, quizá te des cuenta de que muchas de tus reacciones a los sucesos y personas estaban centradas en tu propio mundo. Dejas­te que tus preocupaciones fuesen lo importante para ti, olvidando las necesidades de los demás (eso habrá hecho que dejaras de res­ponder al grito de otras personas). O has dejado poco espacio pa­ra percatarte de la presencia de Dios o su creación.

Cualesquiera que sean las deficiencias que encuentras en tu día, déjalas ante Dios, no para que las juzgue (que Dios no lo ha­ce nunca), sino para que su Espíritu se cierna sobre esa confusión, integre y sane todo lo roto, como se cernía sobre las aguas para obrar la creación en medio de aquel caos informe.

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Dile a Dios que lo sientes, y pídele con toda confianza que te perdone y sane todo.

6. Esperanza. Anticipa el mañana con entusiasmo. Pide que abra tu corazón a cualquier sorpresa que pueda traer; que abra tus ojos para descubrirlo en sitios inesperados; que abra tus oídos pa­ra que estés en sintonía con el canto incesante de su Reino. Pide sensibilidad para reconocerlo en cualquier manera que Él quiera encontrarte y llamarte: Señor, ¿qué quieres que haga? El mañana esconde algo de Dios para ti. Siente ganas de descubrirlo. \

Aunque no tengas otra oportunidad durante el día para orar, procura crear el hábito de revisar el día de esta manera cada tarde (o en otra ocasión apropiada). Verás cómo comienzas a buscar la presencia y acción de Dios en lugares en los que nunca se te hu­biera ocurrido antes. Y su promesa está garantizada: Los que le buscan no quedan defraudados.

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6

La brújula interior

Hallar nuestro camino en la oscuridad

Es crucial recordar que, dado que la opción fundamental de nuestra vida es Dios, los sentimientos de consolación apuntan ha­cia su acción en nuestras vidas, y los de desolación, en general, son indicios de que los asuntos propios absorben toda nuestra atención. ¿Cómo podemos, pues, hacer uso de esos estados de ánimo para no perder el camino en el viaje interior?

En este capítulo usaremos dos metáforas que pueden sernos de utilidad: la de la brújula interior y la de las estrellas.

Casi todos hemos crecido con una sensación inquietante de que, en la vida, se nos presentan innumerables oportunidades de caer en el error y en el pecado, y nos quedamos con la co­mezón de que algunos de esos pecados y errores pueden tener consecuencias serias. Nuestros intentos por salvar esos obstácu­los se parecen a los de un niño en un campo lleno de minas. Pensamos que, si fuéramos capaces de saber dónde están ente­rradas todas esas bombas, podríamos llegar hasta el cielo sin ac­cidentes. Pero, en realidad, solemos gastar nuestras energías es­pirituales tratando de dar con nuestros dardos en el blanco de una diana invisible y, luego, nos preguntamos por qué nos que­damos frustrados.

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Naturalmente, esto es una caricatura y un chiste, pero tiene su pizca de verdad. Si nos viésemos obligados a responder con toda honestidad, confesaríamos que nos imaginamos la «voluntad de Dios» como algo esculpido en mármol, guardado a buen recaudo en un lugar determinado, y que nuestra tarea consiste en descu­brirla y cumplirla. El objetivo de este capítulo es analizar esa in­terpretación limitada, y ver si podemos llegar a entender «la vo­luntad de Dios» de una manera más creativa y eficaz, con la ayuda de nuestros estados de ánimo y sentimientos. Porque mediante esas alternancias espirituales podemos llegar a identificar, real y personalmente, las tendencias y corrientes internas de nuestro co­razón y las raíces de sus deseos y resistencias y, con la ayuda de la gracia, lograr que la existencia alcance una armonía más profunda en nuestra relación con Dios. Así dejaremos, pues, de apuntar con los ojos vendados a una diana invisible y nuestra búsqueda se con­vertirá -mediante una evolución gradual pero constante y cierta-en una hermosa flor, cuyo origen lejano está en aquella semilla.

¿Pero cómo hallar la senda a través de terrenos sin roturar, sa­cudidos por los anhelos y conflictos de nuestro ser? Sobre todo, cuando se nos echan encima las brumas de la desolación.

A ver qué te parecen estos dos «instrumentos» que yo en­cuentro útiles para no perder el camino.

La brújula interior: dónde se aloja y cómo usarla

Los que habéis hecho montañismo o andado a menudo por riscos sabéis por experiencia lo rápidamente que las nubes pueden echarse encima y dejarnos envueltos en una niebla impenetrable. Cuando algo de eso ocurre, los mapas que con tanto cuidado ha­bíamos metido en la mochila resultan inútiles, porque no puede verse ninguna señal del camino. La tentación es resolver el pro­blema a base de movernos con rapidez y esfuerzo, con el único re­sultado de dar vueltas y más vueltas y, si estamos en terreno peli­groso, de precipitarnos en una grieta o por un despeñadero.

Algo parecido nos ocurre en lo espiritual cuando la desola­ción se nos echa encima. No hay visibilidad y nuestra mente se

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centra en el problema inmediato, cualquiera que éste sea (que puede, incluso, parecemos algo bueno, pero que se nos está ha­ciendo obsesivo). Todos los libros que hemos leído y los sermones que hemos escuchado, que tan útiles nos habían parecido, pierden su sentido, porque ahora no podemos relacionarlos con la expe­riencia de ese momento concreto. Y nuestra respuesta instintiva es lanzarnos a una actividad mental desaforada para «resolver» el problema, o encontrar alguien a quien poder culpar por lo que nos pasa. Y damos vueltas en círculo. Si se trata de algo serio, existe el peligro real de una caída grave.

En la montaña, ése es el momento de recurrir a la brújula. Si sabemos cómo manejarla, nos apunta el camino, por cerrada que sea la niebla. Para usarla, necesitamos antes saber dónde la tene­mos. Hay que llevarla a mano en la mochila, no dejarla a veinte ki­lómetros en el albergue donde nos alojamos. Y hemos de saber có­mo utilizarla en conjunción con el mapa. Y, lo más esencial, hemos de sostenerla con mano firme para que la aguja señale realmente el norte.

¿Cómo se corresponden todas esas habilidades con nuestra brújula interior? Creo que de manera muy sencilla. Es preciso que sepamos reconocer nuestros temples espirituales, discernir la con­solación y la desolación. Y esta destreza hemos de tenerla «a ma­no», aparejada en nuestros corazones, y no a veinte kilómetros, en nuestras cabezas. Podemos desarrollar esta capacidad con la ayu­da de Dios en la oración y, sobre todo, en el examen de concien­cia que estudiamos en el capítulo anterior.

En segundo lugar, es necesario ajustar la brújula al mapa en el que están anotadas nuestras experiencias y vivencias, como mues­tra el grabado.

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Ese mapa refleja nuestra perspectiva cuando era posible dis­tanciarse de los hechos y acontecimientos, cuando podíamos ver­los desde lejos porque el horizonte estaba claro. Eran tiempos de consolación, y hemos de recurrir a ellos cuando las nubes se nos echan encima. Si ponemos la brújula sobre el mapa de nuestras

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experiencias más verdaderas, señalará sin error la dirección que hemos de tomar ahora que nos encontramos momentáneamente desorientados, faltos de las señales y pistas que nos eran familiares.

Y, finalmente, para hacer uso de este instrumento, que sole­mos llamar discernimiento, hemos de calmarnos. En el silencio de nosotros mismos, en oración, hemos de esperar con paciencia has­ta que la aguja de la brújula deje de moverse y quede fija. Enton­ces sabremos dónde está el «norte», el centro exacto de nuestro ser, y seremos capaces de echar a andar de nuevo hacia delante.

Sólo queda hacer una advertencia necesaria, no tan fácil de seguir: hemos de fiarnos de la brújula. ¡Cuántas veces los que nos creemos montañeros hemos seguido todo el proceso de orientar­nos en medio de la niebla, pero acabamos por fiarnos más de nuestro instinto e intuición que de la brújula! Yo lo he hecho y, na­turalmente, acabé en otro valle al final del día. No quisiera correr un riesgo semejante en mi viaje espiritual.

Necesitas tu brújula interior

¿Dónde está? En el corazón, no en la cabeza.

¿Sabes usarla? Necesita práctica: oración y reflexión.

¿La sostienes firme? Sí, cuando me sereno y dejo que Dios hable en mi interior.

¿Te fías de ella? El corazón no falla; la cabeza, a menudo.

Orientarse por las estrellas

Así pues, la brújula interior es un instrumento para los días de niebla y tinieblas y es también una gran ayuda cuando brilla el sol y el camino está claro, y vamos viendo las señales y pistas que configuran el mapa interior. Otro modo de establecer nuestro rum-

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bo es por las estrellas. Siempre me ha fascinado la idea de que, una vez en el espacio exterior, no seríamos capaces de reconocer ninguna de las constelaciones que vemos cuando estamos en un punto de la tierra, bajo un cielo estrellado, y formamos esas figuras tan conocidas que dan nombre a los grupos de estrellas.

Nunca se ven exactamente iguales desde puntos de vista dife­rentes. Dos personas en lados opuestos del mundo distinguen en el cielo esquemas y figuras completamente diversos. La visión parti­cular de cada uno depende del lugar donde estemos.

Otro pensamiento digno de tenerse en cuenta es que las cons­telaciones no existen en la realidad, sino que las agrupamos arbi­trariamente para diferenciarlas, para usarlas como puntos de refe­rencia y hablar sobre ellas.

¿Qué pueden decirnos las constelaciones sobre nuestro de­rrotero interior? Cuando nos serenamos ante Dios, cuando ese «aquietarnos» se va haciendo un hábito en nuestra vida, y cuando comenzamos a vivir reflexivamente, y aprendemos a discernir el entramado de consolaciones y desolaciones, entonces empezamos también a distinguir las constelaciones interiores y personales que pueden guiarnos. Suelen ser conjuntos de miedos y ansiedades a las que somos propensos o agrupaciones de dones, talentos y gra­cias especiales, maneras de orar que nos acercan a Dios, aspectos de nuestro modo de tratar con los demás que tienden a tener efec­tos destructivos...

Sean positivas o negativas, estas trazas pueden ser ayudas inestimables para orientarnos en la oscuridad. Y es significativo que las estrellas sólo brillen por la noche. Las áreas más negras de nuestra vida pueden ser los lugares donde más clarameníe descubrimos a Dios. El grabado siguiente sugiere cómo mirar a todo esto.

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hábitos destructivos '.~ gracias recibidas

Como las constelaciones celestiales, las emociones, senti­mientos y deseos que asociamos en nuestro interior no son nuestra realidad, sino indicadores útiles de los movimientos interiores, gra­cias a los cuales podemos ubicarnos e ir encontrando nuestro ca­mino. Y no olvidemos que el cielo estrellado del interior de cada persona es diferente, aunque no por eso menos valioso y útil.

Como ejercicio práctico, podemos pedir a Dios, en la oración, que nos conduzca al descubrimiento de las constelaciones que nos ayudarán en el camino, y procurar identificar en nosotros mismos una agrupación o constelación de dones y otra de miedos. Con ese conocimiento en el corazón, podemos usar el discernimiento para reforzar los dones recibidos y librarnos de la tiranía de los miedos.

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Page 60: Viaje por la espiritualidad ignaciana

Mantener el rumbo

Así pues, no nos falta equ ipo para nuestro derrotero interior. Nos ayuda el don del d iscernimiento, la brújula interior que nos enseña cada vez de modo más claro y seguro dónde está el nor­te personal, es decir, qué aspectos de nuestra existencia - y , en particular, la o r a c i ó n - están o no centrados en Dios. Las conste­laciones interiores nos indican dónde nos toparemos con zonas de desolación o conso lac ión. Estos dos estados de án imo espir i ­tual son dones que Dios otorga a cada ind iv iduo de manera ún i ­ca. Todos nosotros somos personalmente responsables ante Dios de desarrollarlos y usarlos. Su Espíritu, que nos habita, nos capa­cita para e l lo .

Sin embargo, aunque cada cual marcha por un camino único con Dios y hacia Él, pisamos la senda que han hol lado innumera­bles pies peregrinos antes que nosotros, una ruta para la cual san Ignacio nos provee de algunas indicaciones útiles y precisas. La si­guiente i lustración nos ofrece guías generales sobre cómo proce­der o bien cuando las nubes de la desolación se nos echan encima y no podemos ver ni nuestra propia nariz, o bien cuando el sol br i ­lla y nos sonríe, y no podemos hacernos a la idea de que alguna vez tuvimos problemas.

¡CUIDADO: DESOLACIÓN!

1. Dile a Dios cómo te sientes y pídele ayuda.

2. Habla con tu acompañante espiritual.

3. No cambies las decisiones tomadas.

4. Serénate y recuerda tu mapa interior.

5. Recuerda alguna consolación y evócala en tu imaginación.

6. Ayuda a los que lo necesitan y préstales toda tu atención.

7. Vuelve al número 1.

—pP fjy

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BIENVENIDO: CONSOLACIÓN!

Cuéntale a Dios cómo te sientes y dale gracias. Guarda este momento en tu corazón para echar mano de él cuando las cosas se pongan feas. Añade esta experiencia al mapa de tu vida. Haz uso de la energía que ahora sientes pa­ra confirmar la misión a la que Dios te llama. Aprovecha la energía sobrante para hacer lo que te cuesta poner en práctica. Vuelve al número 1.

rr Guarda estas instrucciones junto con tu brújula interior, es decir,

grabadas en tu corazón. Aplica los consejos para la desolación cuan­do tu brújula interior comience a girar locamente. Piensa en las reglas de la consolación cuando la aguja esté fija en el norte. Y si ocurre lo inesperado y la niebla se hace tan espesa que es imposible avanzar o la desolación semeja una descarga eléctrica que te deja «pegado» al suelo, procura hacer uso de las tácticas que sugiere el grabado.

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Cuando la desolación t e «pega» al suelo, reacciona activamente contra ella...

LLEVÁNDOLE LA CONTRARIA.

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Page 61: Viaje por la espiritualidad ignaciana

- Dile a Dios, y quizás a un acompañante espiritual (o a un amigo), cómo te sientes y pídeles que te saquen de los campos de energía negativa, aun cuando tú no tienes ga­nas de nada y prefieres seguir solo.

- No te aisles, fuérzate a entrar en contacto con otras perso­nas, sal a la calle, pasea por la plaza, prepárate una buena comida, llama por teléfono a algún conocido, aun cuando no te apetezca nada de todo esto.

- Haz algo que tenías que hacer (a poder ser, una cosilla pe­queña que debería estar ya cumplida) y, luego, disfruta la satisfacción de verla realizada. Date una palmadita en la espalda y luego mira a ver si no hay algo más que solicite tu participación.

- Haz deliberadamente el esfuerzo de atender a las necesi­dades de los demás, quizás las de alguien con tus mismas dificultades, aunque lo que menos desees en ese momen­to sea ocuparte del prójimo.

- Emprende algún proyecto en el que pensaste cuando esta­bas en consolación. Eso refrescará tus energías positivas, aun cuando no tengas ganas de nada en ese momento.

- Manten las decisiones que tomaste, los sueños que acari­ciaste cuando estabas en consolación, aun cuando ahora te sientas tentado a abandonar tus propósitos e ilusiones.

- Recuerda momentos de consolación, cuando notabas a Dios cercano. Revive esos ratos en tu alma, a pesar de que te parezcan lejanos o irreales.

En situaciones de desolación intensa -que actúa como una corriente eléctrica paralizante-, nos desentendemos de nuestro progreso interior y tratamos simplemente de sobrevivir. Quizás no consigas librarte de la desolación sin la ayuda, por supuesto, de Dios y tal vez también de un amigo que sepa cómo conducirse en tiempo de desolación espiritual. En semejante brete, los «electri­cistas» del alma tratan de cortar la corriente, fuente de la parálisis.

Puedes luchar tú solo y utilizar el consejo del método igna-ciano: llévale la contraria (su famoso agere contra), haz justo lo opuesto a lo que te pide el humor, reacciona activamente contra la inclinación negativa que sientes. Yo solía pensar que eso era una

forma perversa de disciplina que te obligaba a hacer lo que no te gustaba, simplemente para humillarte más. Pero he descubierto por mi experiencia que es mucho más que una mera práctica as­cética, ambigua y dudosa: es toda una estrategia de supervivencia y una maniobra excelente para vencer la desolación y progresar hacia la recuperación total.

¿Y si te pierdes?

Entiendo que te muestres receloso ante estos métodos que te propongo. Es un hecho irrefutable que, a pesar del discernimiento, del conocimiento propio y de la experiencia sobre constelaciones interiores, es casi imposible mirar hacia atrás y tener la sensación de que, de veras, hemos estado caminando siempre hacia «el norte» en todas y cada una de nuestras acciones y decisiones de un solo día.

Cuando me vienen tales pensamientos, miro a las estrellas y me concentro en la constelación del Carro (en la Osa Mayor). Cuando hace buen tiempo y el cielo está claro, lo hago al pie de la letra, y se ha convertido en una de mis oraciones más poderosas y «restauradoras». Comienzo recorriendo con la mirada el «tiro» del carro, luego me detengo en éste y, en particular, en las estrellas del extremo. Siguiendo la línea formada por estas dos últimas estrellas, a siete medidas de la distancia que las separa, está siempre la es­trella Polar, que señala el Norte en el Hemisferio Norte.

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Pruébalo alguna vez, y saborea el placer de mirar cara a cara el Norte, con los pies bien plantados en tierra. Algo f i jo y seguro, algo en lo que uno puede confiar. Luego vuelve a recorrer el com­pl icado camino que te ha llevado hasta allí, incluso el tramo en el que parece que vamos precisamente en di rección opuesta. Cuan­do miro el Carro, creo estar v iendo todo el curso de la historia hu­mana y nuestra búsqueda de Dios, y también mi pequeño periplo, que da rodeos como meandros a veces pero, en def ini t iva, me conduce a casa, al lugar donde soy verdaderamente yo.

Sugerencias para la oración y reflexión

Un viaje a la luz de las estrellas

Después de haber nacido )esús en Belén de Judá durante el rei­nado del rey Herodes, unos magos llegaron a ferusalén desde el Oriente y preguntaron: —¿Dónde está el nacido rey de los judíos? Vimos subir su estre­lla, y hemos venido a rendirle homenaje (...) Herodes llamó entonces a los magos y les preguntó en privado sobre la fecha exacta en que había aparecido la estrella, y los en­vió a Belén diciendo: —Id y averiguad todo lo referente a ese niño y, cuando lo en­contréis, volved a informarme para que yo también vaya a ren­dirle homenaje. Habiendo oído el encargo del rey, partieron de nuevo. Y la estre­lla que habían visto surgir apareció de nuevo ante ellos hasta de­tenerse sobre el lugar donde el niño estaba. Al ver la estrella se llenaron de alegría. Entrando a la casa, vieron al niño con su ma­dre, María, y postrándose por tierra le rindieron homenaje. Des­pués abrieron sus arquetas y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra. Pero fueron advertidos en un sueño de que no volvieran a Herodes y, así, volvieron a su tierra por otro camino (Mateo 2, 2.7-12).

Procura imaginarte a ti mismo caminando al lado de estos apasionados por las estrellas. Que toda la escena se haga real an­te tus ojos. Como si te hubiese ocurr ido. Evoca el descubrimiento por primera vez de la estrella (piensa que es tu propia estrella po-

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lar). Revive la emoc ión de aquel hal lazgo, la certeza de que hay

que seguir ese lucero, que te guiará hasta la perla de gran valor.

Emprende el viaje, en tu orac ión, tras esa luminaria tan espe­

cial . No dejes de fijarte en el paisaje, en tus compañeros, las vistas,

sonidos, fragancias y olores del campo y las aldeas por las que pa­

sáis. ¿Sigues v iendo la estrella? ¿Cómo te sientes? ¿Qué esperanzas

alientas?

Hay sin duda momentos de pura alegría durante ese viaje. Re­

cuérdalos y atesóralos. Dale gracias a Dios por ellos. Y, como les

ocurr ió a los magos, también ratos en que te sientes amenazado o

en peligro. ¿Puedes ponerles nombres concretos y presentarlos an­

te Dios, tal como son, tal como los sientes, sin encubr imientos ni

disfraces?

A medida que se avanza en el recorrido, se hace uno más

consciente y aprende a discernir, a saber de qué y de quién puede

uno fiarse y de qué no. ¿Qué te ha ayudado a la hora de llegar a

ese discernimiento? ¿Cuándo acertaste y cuándo erraste? ¿Puedes

explicar por qué?

Finalmente, imagina la l legada. La estrella polar te ha con ­

duc ido a la real ización de tus deseos más profundos. ¿Cuál es tu

reacción? Vive la escena en orac ión, deja que hable tu meta.

Dibuja el mapa de tu vida y resalta sus áreas o momentos más

importantes. ¿Qué caminos suelen acabar en desolación? ¿Cómo

es el paisaje de tu consolación? En ese bosqueci l lo, dibuja los ár­

boles que crecen: talentos, cualidades, capacidades, gracias de

Dios y dones naturales... ¿Dónde están tus remansos de oración?

¿Son hondos y abundantes o se han secado? ¿Qué ríos los a l imen­

tan, trayéndote án imo y ayuda?

No hay límite en lo que puede contener un mapa de la vida.

Llénalo de todo lo que te parezca que tiene relevancia en tu vida

espiri tual. Sólo lo van a ver tus ojos.

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Sales -mentalmente- a dar un paseo bajo las estrellas. Que la oración vaya revelándote tus constelaciones personales. Te ayuda­rán a imaginar el trayecto que has de recorrer. Dibújalas en un pa­pel o en tu mente con sus figuras y lo que cada una representa pa­ra ti. Puede inspirarte en la ilustración ele la página 119. Añade tus propias «estrellas» o indicadores, señales, pistas, todas esas cosas que, en la vida, te orientan y dirigen hacia el Norte, y las que te avisan de que estás perdiendo el camino.

Dibuja tu propia Osa Mayor. ¿En qué momentos de tu vida te­nías la impresión de que tu caminar iba en la dirección equivoca­da? ¿Cómo te sientes ahora respecto a la buena o mala orientación de tu vida? ¿Querrías corregir su rumbo actual?

Quizás la Osa Mayor no sea la figura más adecuada para ex­presar tu vida. Dibuja otra que se adapte mejor. Pon fecha a las fa­ses cruciales de tu viaje interior y apunta el nombre de las perso­nas y sucesos que tuvieron o tienen un significado especial en tu vida.

I2h

7

El deseo más profundo

No es fácil dibujar los deseos... ni describirlos... ni pensar en ellos... ni vivir con ellos...

Y, sin embargo, se nos repite que los deseos son fuente de energía vital, y que nuestro itinerario interior se encamina -cons­ciente o inconscientemente- hacia nuestro deseo más profundo. Y también parece ser cierto que, como una moneda, nuestro anhelo más íntimo tiene su reverso: nuestro temor más hondo.

¿Qué significado tiene el deseo para nosotros? ¿Es realmente tan crucial e importante? ¿Cómo nos las arreglamos con ese revol­tijo de ansias: necesidades y expectativas contradictorias, sueños, temores y anhelos que encontramos en nuestro interior?

En este capítulo no se dan explicaciones o definiciones. En lu­gar de eso, compartiré contigo unas pocas ilustraciones que me han ayudado a entender mis deseos más profundos, y que espero que también a ti te digan algo.

El ímpetu de nuestros deseos

Deseo es una palabra fuerte, pletórica de energía. Cuando re­capacitamos en nuestros deseos, nos damos cuenta que son algo

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muy poderoso. Fuerza, empuje, arranque, brío, pasión... y muchos otros sinónimos se suelen utilizar para hablarnos de ellos. Los de­seos invaden como un huracán nuestra consciencia, bien hayan si­do invitados o acogidos, bien les cerremos la puerta y tratemos de dejarlos fuera. Si pretendemos reprimirlos y sofocarlos, se escon­den bajo tierra, como las raíces de los zarzales, y luego brotan de nuevo donde y cuando menos lo esperamos. No necesitamos ser grandes psicólogos para reconocer su fuerza y poder en la vida.

Me recuerda el arranque e ímpetu de crecimiento que encon­tramos en la naturaleza en plena primavera. Cualquier árbol nos lo demuestra.

calor

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En el grabado la fuerza se reparte en dos direcciones. La ener­gía vital del árbol echa raíces más y más profundamente en busca de agua y sustento. Al mismo tiempo, hacia arriba, genera ramas en busca de la luz y calor del sol y de los componentes vivificantes del aire. En el ímpetu y tenacidad de las raíces hacia abajo, el árbol en­cuentra alimento y asentamiento firme en la tierra. En el impulso y pujanza de las ramas hacia arriba, el árbol busca luz y calor y, a la vez, expresa visiblemente la realidad y belleza de su ser único.

{-necesidades)

Yo creo que así son nuestros deseos: cuando considero su na­turaleza, descubro su impulso y trabajo en dos direcciones:

- Necesidades que penetran en lo profundo, buscando asentamiento y asidero, seguridad y alimento. Llamémos­las necesidades-raíces.

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- Deseos que me empujan a expresarme, a tender mis bra­zos y mi corazón al mundo de mi alrededor, a mis amigos y gente querida; a encontrar todo lo que sea luz y calor para mí, todo lo que me agrada y calienta mi corazón. Po­demos llamarlos deseos-ramas.

Unos pocos ejemplos pueden ayudar a clarificar el grabado. Primero, entre mis necesidades-raíces señalo las siguientes:

- De seguridad y bienestar, de un hogar estable y un mundo en paz donde pueda echar raíces.

- De alimento y nutrición física, mental y espiritual.

- De formar parte de un grupo de amigos que me acepten y me ayuden.

- Una sed de ahondar siempre más y más; por ejemplo en la amistad, en el estudio, en la oración...

Y entre mis deseos-ramas, enumero los siguientes:

- De realizar algo creativo, que sea expresión mía.

- De compartir, con amigos de confianza, los sentimientos, esperanzas y sueños más profundos de mi corazón.

- De ser compasivo con los angustiados o acongojados, de abrirles mi corazón para que tengan cabida en él.

- De salir e ir más allá de mí mismo, cuando me siento to­cado e impresionado por algo como la música, una noche estrellada...

Cada uno ha de reflexionar sobre las necesidades y deseos propios. El esquema de la página 147 puede ayudaros a enfocar mejor esta cuestión. Procura hacerlo lo más concreto posible. Ese ejercicio «atrapará» algo tan volátil e intangible como son los de­seos, y te ayudará a llegar a lo que tienen de real, tangible y «en­carnado»; pero será válido y útil solamente si revela deseos actua­les y reales, no si se trata de conceptos abstractos.

Podríamos comenzar diciendo que una cosa que ciertamente consiguen nuestros deseos es convencernos de que no somos el centro del universo (y ni aun siquiera de nuestro mundo personal). Hay algo más allá, hacia lo que nuestra energía vital tiende y que se

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esfuerza por conquistar: por debajo de la superficie, seguridad, es­tabilidad, paz, alimento, aliento, compañía, intimidad; por encima de ella, creatividad, devolver amor y compasión, corresponder a la belleza del mundo, esforzándose por dar fruto y no quedar estéril. Las raíces del árbol se hunden más y más porque siempre hay algo más pronfundo que alcanzar. Las ramas alzan más y más sus brazos porque el cielo, el sol y el aire están lejos de nuestro alcance.

Y el crecimiento y el fruto proceden precisamente de ese es­forzarse y buscar más allá. Esa búsqueda nos ayuda a encontrarnos a nosotros mismos.

Identificar nuestro deseo más profundo j \

Ya habrás caído probablemente en la cuenta de la clase de deseos que nos habitan e, incluso, habrás sido capaz de ponerles nombres concretos, reconocer algo de su naturaleza y de tus mo­dos de responder a ellos. Sin embargo, todo eso nos parece poco, pues nos queda por descubrir dónde se esconden las raíces más profundas de esos deseos. Todos sabemos por experiencia lo que es desear intensamente algo y que, si alcanzamos lo que ansiamos, no estamos del todo satisfechos, pues siempre apetecemos algo más.

San Agustín expresaba bien esa sensación: «Nuestra alma es­tá inquieta, Señor, hasta que descanse en ti».

Parece como si cada deseo que experimentamos nos empuja­ra más allá de su disfrute. ¿Y dónde se encuentra ese «más allá»? Bueno, en nuestra forma humana nos resulta imposible alcanzar o poseer ese último «más allá», pero nuestro deseo más profundo nos apremia a acercarnos a él tanto como al espíritu humano le es concedido. Y, lo que es más importante, esa ansia en buena parte se satisface no al llegar o al conseguirlo, sino en el camino, al in­tentarlo; no al encontrarlo, sino al buscarlo. «Buscad y hallaréis» (o quizás buscad y seréis hallados... por aquél que os busca al mismo tiempo).

Pero, en la práctica, ¿cómo identificar esos deseos íntimos que rozan las profundidades de nuestro ser? De nuevo, me gusta-

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ría compartir contigo dos métodos prácticos para hacerlo: el «de fuera adentro», y el «de dentro afuera». El primero parte de los de­seos que sabemos que tenemos o que hemos tenido, de nuestras vivencias conscientes. El segundo, el método de dentro afuera, arranca de lo hondo de nuestro corazón, a partir de los deseos que sólo hemos vislumbrado, barruntado, pero a los que nunca hemos logrado a poner su nombre exacto o específico. Llegamos hasta ellos gracias a los mitos y los cuentos infantiles.

De fuera adentro

Comenzamos evocando algunos de los deseos que nos han dominado a lo largo de diferentes etapas de la vida. Lo llamo de fuera adentro porque parte de los deseos que tenemos o hemos te­nido en épocas diversas, y nos lleva más adentro, hacia las ansias más recónditas que esos deseos expresan.

Recuerdo, por ejemplo, que cuando tenía yo trece años de­seaba desesperadamente un perro y una bicicleta. Eran algo más que un capricho, sentía casi pasión por ellos. ¿De qué se trataba en realidad? Lo entendí cuando, por fin, mis padres me compra­ron un cachorrillo y una bicicleta de segunda mano para regalár­melos el día de mi decimocuarto cumpleaños. Al principio esta­ba feliz y dichosa pero, a fin de cuentas, seguía sin acallarse el deseo hondo que yo había sentido, y que apareció de distinta forma en otro deseo apasionado. Así pues, si no era el cachorro y la bici, ¿qué era?

Ahora, en la oración y reviviendo las cosas después de tanto tiempo, veo que lo que yo quería en el perro era compañía, pues sentía bastante soledad en mi infancia, y en la bicicleta buscaba algo más de independencia. Y los dos deseos se cumplieron... par­cialmente. Luego apareció en mi vida una verdadera compañía humana, y tengo la libertad completa de una persona adulta... y, sin embargo, todavía no me siento totalmente satisfecha. Aún no he llegado plenamente a la raíz de mi deseo más profundo.

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La semilla de Dios

De manera similar, recuerda por un momento cualquier de­seo que puedas identificar, remontándote quizás a tu niñez, o a tu época de estudiante, o a tus relaciones con otras personas... El gra­bado muestra que nuestros deseos, como nuestros estados de áni­mo, tienen raíces muy profundas, escondidas y lejanas en e! tiem­po. También señala que, si seguimos la pista a esas raíces hasta sus primeros orígenes, acabamos por descubrir que todos ellos están conectados con nuestro deseo de Dios mismo y de llegar a ser las personas que Él soñó.

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¿Qué es lo que realmente estamos siempre ansiando y nunca acabamos de encontrar? ¿No empezamos a hallarlo precisamente cuando experimentamos esa paz honda y la plenitud de la conso­lación? Quizás estamos a punto de alcanzarlo de verdad cuando comenzamos a notar que Dios va ocupando su sitio dentro de nuestro centro del quién.

De dentro afuera

El método de dentro afuera nos ofrece un modo diferente de llegar a nuestros deseos más profundos y, en realidad, a los de to­da experiencia humana, donde residen los sueños. Es el método de los cuentos infantiles. Por absurdo que parezca a primera vista, po­demos llegar hasta los sueños más hondos de nuestro corazón gra­cias simplemente a uno de esos libros ya casi olvidados que sole­mos leer a niños, hijos o nietos, y que todavía recordamos de los tiempos de nuestra infancia.

Los cuentos infantiles nos llevan directamente al corazón de nuestros deseos por medio de sus dibujos, símbolos y metáforas, y nos ayudan a poner en relación esos anhelos (y temores) universa­les con los sentimientos que experimentamos en circunstancias particulares.

Para probar este método, siéntate cómodamente y relájate y, luego, deja que tu memoria evoque los cuentos de la infancia. ¿Hay alguna historia concreta que te salta a la mente? ¿Algún cuento favorito? Puede fácilmente convertirse en oración, pidién­dole a Dios que te muestre lo que esos cuentos reflejan de tus pro­pios deseos y de sus deseos para contigo.

Como ejemplo, podríamos examinar juntos unos pocos tipos de cuentos. El primer grupo trata del deseo de «llegar a ser lo que realmente soy»: eso es lo que plantean relatos como «El patito feo» y «La Cenicienta». ¿Te sientes el feo del grupo? ¿Sueñas con ser un cisne? ¿Te apetece pedirle a Dios que te transforme en el cisne con el que sueñas?

Un segundo tipo de cuentos tiene como asunto el «líbrame del mal hechizo»: «La Bella Durmiente» y otros. En tales narraciones

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aparece un príncipe que se entera de nuestras necesidades y siente tal compasión y amor por nosotros que arriesga su vida para librarnos del hechizo que nos paraliza y nos deja desvalidos. Con ese u otro cuento similar, deja que Dios te hable en la oración; quizás está es­perando una ocasión para decirte cuánto te quiere o para hacerte ver la gravedad del hechizo que te tiene atado, o quizás comprometerte a que tomes riesgos para librar a otros de sus hechizos.

Luego están los cuentos de «fe concederé un deseo». Piensa, por ejemplo, en el rey Midas, que pidió que todo cuanto tocase se convirtiera en oro. Pondera ante Dios qué desearías tú si pudieras pedirle solamente uno de tus deseos. ¿Qué te dice ese único deseo sobre las cosas que esperas y anhelas en tu vida? Conviértete en la Cenicienta y recibe al hada madrina en tu imaginación. ¿A qué bai­le quieres ir? ¿Por qué tienes tantas ganas de ir? ¿Para pasar un buen rato? ¿Para poder librarte de «las hermanas feas» que hay en tu vida? ¿O porque quieres de veras una trasformación real y duradera?

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Y por ú l t imo, el anhelo más fuerte y cargado de esperanza, el de los cuentos de la clase «el amor lo cambia todo», como vemos, por e jemplo, en el del Príncipe Sapo, la Bella y la Bestia, etc. ¿Te sientes muchas veces como un sapo, una rana? ¿Experimentas den­tro de ti que nadie te quiere o que nadie te querría si supiese lo que realmente eres? Deja que la mirada de la Princesa - q u e ve la rea l idad- se f i je en t i , no te resistas a su beso transformador, por muy imposible y dif íci l que parezca. Déjate amar por el único que realmente te conoce, porque es Él quien te hizo para ser suyo.

Todo esto suena a.. . cuento de hadas. Demasiado boni to pa­ra que sea verdad o posible. Cierto, los miedos y las sombras que se agazapan en los pliegues ocultos del corazón no desaparecen con una varita mágica. Somos como un frágil huevo que reposa sobre una tabla zarandeada por sentimientos encontrados, está a punto de caerse y hacerse añicos en cualquier momento. Y es casi imposible recomponer una cascara rota. Para Dios, no, Él todo lo puede, por muy destrozados que estemos. Además nos asegura que el mismo pol l i to, desde dentro, está dispuesto, picoteando la cascara, a empezar una nueva vida.

Estos cuentos tan conocidos son, en muchos sentidos, algo parecido a las parábolas evangélicas. Tienen un poder considera­ble para revelarnos lo que realmente somos y qué es lo que soña­mos y anhelamos. Están presentes en todas las culturas y lenguas, con detalles extraordinariamente semejantes, porque tratan de los deseos que se esconden en el corazón de todos.

¿Y si...?

Estos ejercicios prácticos te han ayudado sin duda a recono­cer el entramado de tus deseos: qué quieres llegar a ser, qué quie­res tener y poseer, qué sueñas hacer o conseguir.. . Y hasta puede que te hayan ayudado a identif icar sus raíces más profundas.

Ahora pasemos a considerar qué es lo que impide que lleguen a cumpl irse. Recuerda que estamos tratando de anhelos profun­dos, intensos y radicales, y no de sueñecil los del t ipo «quisiera ir a la Luna, pero no tengo dinero para pagar el bi l lete». Puede ayu-

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darnos un e jemplo: tengo un compañero que es un verdadero ar­tista, con mucho talento, pero sus «lienzos» son únicamente los márgenes de sus cuadernos, que él rellena durante los momentos aburridos de las reuniones. Muchos alaban su competencia y des­treza, pero él siempre se quita importancia.

Pero llegaron las invitaciones insistentes a que «pintara algo» para la revista parroquial , y luego las ilustraciones para un l ibro de un amigo, etc. Hasta entonces nunca había revelado a nadie - q u i ­zás ni a sí mismo, conscientemente- sus sueños artísticos, y no ha­bía hecho nada por verlos cumpl idos. ¿Por qué? /

¿Qué es lo que nos impide formular nuestros deseos y trataV de ponerlos en práctica? No sé cuáles eran las razones en el caso de rni amigo, pero podemos considerar un par de proposiciones generales.

- No creemos en nosotros mismos, aunque decimos que creemos en nuestro Creador. Parece que nos abonamos a la idea de que, aunque Dios declaró «bueno» cuanto ha­bía hecho, nosotros somos parte del «desecho». Y no nos contentamos con considerarnos «basura», llegamos inc lu­so a pensar que somos «basura de la peor especie». Pero, como alguien di jo, Dios «no fabrica chatarra».

- Tal vez creemos en nosotros mismos, pero tenemos miedo de que los demás, no. Nos intimida exponernos a la opinión pública. Nos asusta que nuestro «talento» no sea valorado en el mercado. Y el miedo es más fuerte que el deseo de po­ner en práctica nuestras habilidades de manera productiva.

Mis miedos pesan más que mis deseos, mis miedos me hunden, mis miedos me impiden crecer, no me dejan volar, no me dejan ser YO.

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Podemos llegar a la raíz de nuestros miedos de la misma ma­nera que lo hicimos con nuestros deseos. Como ejercicio práctico, piensa de nuevo en las últimas veinticuatro horas. ¿Hubo algún mo­mento en que sentiste como un ataque repentino de ansiedad? ¿Qué lipo de nubarrones ensombrecían tu jornada? Quizás fue simple­mente el sonido del teléfono o una llamada a la puerta. O quizás leíste algo, oíste una conversación, viste algo en la televisión... que levantó un muro de resistencia o prevención dentro de ti. Tal vez te pidieron que hicieras esto o tuviste que desplazarte a otro lugar de mala memoria para ti, o te diste cuenta de con sólo pensar en ello se alzó ante ti una pared. O quizás sentiste el impulso a realizar algo pero te detuviste, pensando, «no podré, no seré capaz...» Pídele a Dios que te muestre qué o quién causaba esos sentimientos.

El pájaro de mi corazón quiere volar alto pero los temores cortan sus alas

y lo precipitan al suelo. ¿A quién acudiré?

¿A la ilusión o al desaliento? ¿Doy curso a mis deseos o a mis miedos?

¿A las energías positivas o a las negativas? Haga lo que haga, iyo elijo!

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Como ejemplo, vamos a poner a la madre de un niño pe­queño que va a un concierto. No puede gozar de la música por­que está preocupada por el niño. A mitad de concierto comienza a temer que no acabe antes de la hora en que ella ha prometido a la canguro volver. La buena mujer sólo percibe cierta inquietud que la distrae de la música. ¿Qué habrá en el fondo? ¿Cuál será la raíz? Quizás tenga miedo o dudas sobre si la canguro es de fiar, o siente inquietud por si el niño se despierta y no la ve cer­ca, o remordimientos por haber salido de casa a disfrutar un ra­to olvidando sus deberes maternos... Tales temores y desazones podrían incluso revelar una idea de Dios negativa, de un D i o / amenazante y rencoroso. Sean cuales fueren, esos cuidados7 y aprensiones se están apoderando de ella y no le dejan disfrutar del concierto.

Nuestros temores son, pues, los peores enemigos de nues­tros deseos, como nos muestra el grabado de la página 138. Si se tratase de seres con voluntad y sentimientos, podríamos llegar a la conclusión de que, deliberadamente, nos han declarado una guerra sin cuartel y pretenden impedir la realización del sueño de Dios para nosotros, tal y como lo expresa mi anhelo más pro­fundo.

Ignacio piensa que esos movimientos internos negativos pro­ceden del «mal espíritu», y los positivos del «buen espíritu». El proceso de discernimiento supone la tarea constante de reconocer cuándo somos movidos e impelidos por el mal espíritu, por de­seos, emociones y sentimientos detestables, negativos, destructo­res, y cuándo somos atraídos por el buen espíritu, por anhelos, as­piraciones, sosiego, por estados de ánimo positivos y creativos. Una vez que practicamos, en espíritu de oración, el discernimien­to de la manera que hemos explicado, es posible empezar, cons­cientemente, a alimentar las buenas plantas y dejar de regar la ci­zaña de nuestro jardín interior. Y también ganamos en libertad a la hora de tomar decisiones.

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Sugerencias para la oración y reflexión

Señor, tú eres mi Dios, busco tu rostro, mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela y se consume por ti, como tierra reseca y sin agua.

(Salmo 63)

Deja que estas palabras empapen tu corazón, mientras es­tás relajado en la presencia de Dios. Imagínate como una es­ponja que se empapa del amor que Dios fe tiene. Siente cómo se llena el corazón. Advierte cómo el agua viva se filtra por cual­quier rendija y se esparce por todos los parajes y rincones de tu vida actual.

Presta atención a cómo te sientes. Nótalo sobre todo en esas partes de tu vida desgastadas, secas, sin agua. ¿Cómo influye en ellas el agua viva de Dios? Abre de par en par, sin miedos ni esca­moteos, todas esas zonas a la acción de Dios. Y acaba expresando con tus palabras, o sin palabras, tu respuesta a Él.

Dibuja tu propio árbol, tu vida, algo similar al grabado de la página 129, y pon nombre a esos impulsos y deseos que ca­lificarías en su caso de RAMAS (=deseos) y RAÍCES ^necesida­des).

* * *

Procura recordar una o dos cosas que realmente has deseado o anhelado en tu vida. ¿Puedes identificar cuáles eran las necesi­dades y los deseos más profundos que constituían la raíz de los otros más superficiales?

¿Tienes algún cuento favorito? Recuérdalo durante la oración, revívelo en tu imaginación. ¿Abre o cierra alguna puerta en tu his-

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toria personal? Si es así, guárdalo como una «parábola del Evan­gelio», semejante a las de la página 135.

* * *

¿Qué sueños o ambiciones secretas guardas? ¿Qué te retiene o te impide cumplirlos? Trata de poner, unos al lado de los otros, tus apetencias y los bloqueos que cercenan las alas del pájaro de tus deseos. ¿O es que deseas que ese obstáculo se perpetúe? ¿Có­mo podrías estimular y avivar con más fuerza los movimientos po­sitivos que hay en tu vida? Abre tus sentimientos y miedos en la oración.

Escribe una «lista de tus deseos», aspiraciones y anhelos de ahora mismo (como las que se encuentran al final de las ramas del grabado de la página 133). Luego sigue su pista hacia abajo para ver de qué rama de deseos brotan y, finalmente, dónde tienen su origen y sus raíces.

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¿Por qué no contestas a mis oraciones?

La voluntad de Dios y mi deseo

Hubo un tiempo en el que yo tomaba la oración como una especie de lotería: si tenía suerte, podía ir tachando logros conse­guidos en mi lista de deseos y peticiones. Me «tocaban» muy po­cos «gordos». Claro, eran sólo sueños imposibles. Hay incluso gente que escribe en sus diarios las respuestas que han recibido, o dejado de recibir, sus oraciones.

Hoy ya no acepto esa manera de considerar la oración y el modo como Dios responde a ella. Para explicar lo que pienso, he­mos de volver una vez más a lo que vengo llamando «mi deseo más profundo». Y, de nuevo, una imagen puede ayudarnos. Imagi­nemos nuestro «deseo más profundo» como un poderoso río sub­terráneo. En las Escrituras encontramos esta imagen repetidamente (por ejemplo, el torrente del capítulo 47 de Ezequiel, o la prome­sa de Jesús de agua viva que brotará del interior, en el evangelio de Juan, en los capítulos 4 y 7). Ese río corre tan profundo en nuestros corazones que, la mayor parte del tiempo, ni lo notamos nosotros mismos. Recuerda qué difícil se nos hacía identificar nuestro deseo más profundo. Pero hay ocasiones en que somos conscientes de su corriente dentro de nuestro espíritu: como un arroyuelo de monta­ña, que aparece y desaparece en fuentecillas y veneros, o corre en regueros juguetones, se filtra en las rocas y humedece la hierba o

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alimenta las florecillas. Todos esos rastros visibles del agua subte­rránea son signo de los deseos que sabemos que tenemos, pero que no son nada en comparación con el gran manantial interior. Por ejemplo, percibimos el anhelo de conseguir un buen trabajo, de viajar por el mundo, de encontrar un compañero, un esposo, te­ner un niño, etc. O, al contrario, sabemos de su existencia preci­samente por su ausencia: descubrimos parcelas secas de nuestra vida, espacios vacíos, y pedimos a Dios en la oración que los lle­ne, que acabe con nuestros suspiros, con el dolor que nos causan tantas carencias.

Pero, entre tanto, la corriente interna sigue fluyendo, llevando en sí nuestros deseos más profundos, que, a menudo, pasan inad­vertidos. Sin intentar, de momento, llegar a identificar exactamen­te su naturaleza, vamos a comenzar orando sobre la existencia real de esta corriente, su poder y, sobre todo, su benevolencia...

Y, cuando dejo que mi oración sea parte de esa corriente pro­funda, a la que no puedo dar nombre ni conocer exactamente, descubro la pasmosa verdad de que Dios está continuamente res­pondiendo a ella. Como los padres de un niño a quien aman de verdad son conscientes en tocio momento de las necesidades fun­damentales del chico, aunque el pequeño sea incapaz de saber cuáles son y, en su ignorancia, llore reclamando ciertas cosas que no están en consonancia con sus necesidades más esenciales e, in­cluso, pueden serle perjudiciales y contraproducentes.

Y ese descubrimiento trae consigo su propio reverso, aunque parezca extraño: si creo que de veras Dios está continuamente res­pondiendo a mi deseo más profundo, se sigue que, si observo la acción de Dios en mi vida y sus movimientos en mi corazé)n, seré capaz de conocer cada vez más claramente cuáles son realmente mis deseos más profundos. Paradójicamente, seré capaz de o;? mis oraciones escuchando las respuestas, y no al revés.

En un sentido, esto es otra manifestación de la revolucic>n co-pernicana: mi oración no es realmente mía sino, más bien, es la ex­presión de los movimientos de mi arroyo subterráneo más profundo y de las corrientes que brotan de Dios y son conocidas y entendidas solamente por Él. Las «respuestas» de Dios no «contestan» a mi ora­ción y mi llamada, como los movimientos del Sol no están determi­nados por los de la Tierra, sino al revés. Mi oración es la respuesta a

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la acción de Dios en mi vida y a su presencia en mi corazón, así co­mo la existencia de la Tierra es respuesta a la del Sol.

En el capítulo anterior vimos modos de llegar a esa corriente profunda del deseo. Ahora veremos dos áreas de elección a que hemos de enfrentarnos, con relación a esas corrientes profundas:

- la elección sobre cómo responder a nuestros deseos. - la elección sobre quédeseos trataremos de satisfacer.

Lo que descubramos sobre la manera como tomamos esas de­cisiones puede revelarnos mucho sobre cómo Dios responde cier­tamente a nuestras oraciones a través de lo que hace en nuestras vidas, aunque no siempre nos parezca así.

La manera como respondemos a nuestros deseos puede de­terminar si nuestro querer y pretender acaba expandiéndonos o disminuyéndonos. La decisión sobre a qué deseos damos cabida revela los conflictos inherentes a nuestras apetencias, y cómo esos conflictos se resuelven según nuestras decisiones.

Una palabra sobre los sentimientos

Nuestros sentimientos son los signos conscientes de nuestros deseos: son los primeros indicadores de lo que nuestro corazón es­tá anhelando más profundamente... o temiendo más intensamen­te... y son a la vez, según los psicólogos, la fuente de nuestra ener­gía. Si lo dudas, recuerda lo que te pasaba, lo que sentías, cuando te enamoraste por primera vez; cómo la energía que desató en ti aquel estado te hacía creer que eras capaz de comerte el mundo entero.

No podemos escoger nuestros sentimientos. Ahí están, los ex­perimentamos pero no los elegirnos. Pero sí que podemos (y debe­mos) decidir cómo enfocar y encauzar la energía que generan, si fomentar y avivar esos sentimientos o apartarlos y contenerlos. Po­dríamos decir que los sentimientos pertenecen al círculo dónde de nuestra vida, y nuestra respuesta, a la esfera del cómo, y el efecto final de nuestras elecciones y decisiones influye en el quién de nuestro centro, que es donde acaece toda transformación.

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El proceso de cribar y clarificar nuestro deseo más profundo (dejando que los otros menos relevantes se queden en el cedazo) viene a ser una forma de concentrar la energía. Así como el árbol en invierno emplea todas sus energías en nutrir las raíces y hacer­las crecer de modo invisible bajo tierra, mientras que en verano encauza su energía a la producción de hojas, flores y frutos para asegurar su propia reproducción, así también los objetivos de nuestra energía varían según las etapas de nuestra vida, reflejando los oscilaciones de nuestros deseos más hondamente sentidos. Hay un ciclo natural de empleo de la energía, que refleja como un es­pejo los ciclos de nuestro crecimiento espiritual.

La descarga más poderosa y el estallido más evidente de ener­gía positiva fue la Resurrección de Pascua (algo como nunca se ha visto): desprendió, y sigue desprendiendo, Vida que triunfa sobre la Muerte. La raíz y fuente de aquella explosión fue, sin duda alguna, el Amor. ¿Estarán quizás nuestros deseos enraizados en el amor y en el deseo de unión con Dios, que es el Amor? ¿Y no tendrán que ver nuestros temores más subterráneos con la posibilidad de la se­paración de la fuente del Amor, y con el vacío eterno de un abis­mo sin amor?

Ahora podrías evocar algún sentimiento intenso y fuerte que hayas experimentado recientemente, y pedirle a Dios que te mues­tre la energía que todavía está generando en ti, positiva o negativa, y cómo la estás encauzando, y cómo podrías enfocarla más efi­cazmente.

Dar o tomar: reaccionar a nuestros deseos

Si miras el grabado del árbol, notarás que la naturaleza de los deseos expresados a la derecha del mismo es muy diferente de la de los que se recogen a su izquierda.

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c a l o r

Anhelo perderme en ese hermoso atardecei

Ansio t ransformarme en la belleza que veo a mi alrededor

a las necesidades ff", _.» "jenas 'itíf'^'

Quiero aprender f* t-*jf'vh Q c o r ¡ f I a r y que ™ ^ confíen en mí.

Comienzo a pensar que soy el único árbol en el bosqi

Uso a los demás sat isfacer mis deseos

Necesito cuidados' y seguridad

Tomaré lo que quiero aunque tenga que robar

Quiero mandar sobre

los demás

Quiero que sepan uién soy realmente

Necesito alimento interno

ecesito amigos

lecesito ánimos

Que me temai para que me obedezcan

Para sentirme seguro intento dominar a los demás

Busco una relaae más estrecha con

„ . Dios mediante la famil ia, amigos f o r a c i ó n y los

V \acramentos

Anhelo estar íntimamente

ido a Dios

£5¿^

agua del subsuelo

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Hemos visto cómo nuestros empeños, afanes, impulsos y deseos tienden siempre hacia algo más allá de nosotros. Pero es­tá en nosotros el elegir cómo responder a esos deseos. Una ma­nera de entenderlo es estudiar la diferencia de respuesta que su­pone apropiarse o dar. En el grabado, las dos partes del árbol -derecha e izquierda-, tanto en sus raíces como en sus ramas, muestran las diferencias.

Los deseos de posesión y acaparamiento reflejan una especie de consumismo interior. Hay algo que deseo: por tanto, aplico mis energías a apoderarme del objeto anhelado. Puede ser completa­mente legítimo, como cuando se trata de una barra de chocolate, un libro, un par de zapatos; puede ser también algo menos tangi­ble, como un empleo, un título... algo de lo que no puede uno apropiarse simplemente alargando la mano y atrapándolo. Pero también puede ser algo ilegítimo e injustificado, como «poseer» una persona a la que amamos. Hemos, pues, experimentado un deseo (legítimo o ilegítimo) dentro de nosotros; el siguiente paso es querer hacer algo para atraer, conseguir y hacer mío el objeto de­seado. Un ejemplo bastante claro de esta actitud consumista y «posesiva» es la obsesión por tomar fotos en nuestros viajes, cuan­do parece que «tenemos que ir a tal sitio», no tanto para disfrutar de la belleza de los monumentos o paisajes sino porque nos falta su fotografía, que podremos enseñar a la vuelta como si se tratara del trofeo de un cazador. Parece inocuo e inocente, pero ¿no apun­ta a nuestra actitud? ¿Se trata de tomar o de dar, de consumir o de corresponder?

Los deseos de dar van en dirección contraria. Son los objetos apetecidos los que nos atraen, los que nos poseen. Rememora los sentimientos que experimentas cuando escuchas música que te conmueve profundamente, cuando contemplas un atardecer o una noche estrellada, cuando ves a un niño recién nacido... Algo se conmueve dentro de ti y parece susurrarte: «¡Qué maravilla! Es, como ves, algo fuera de tu alcance, no podrás poseerlo nunca, y por eso no sientes ningún deseo de apoderarte de él, porque te­nerlo sería destruirlo.»

Tu respuesta deja que el objeto de tu deseo sea lo que es, di­ferente y autónomo. No habría dentro de ti espacio suficiente pa­ra retener allí ese objeto de tu experiencia. Sin embargo, sientes un

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ansia muy real por ese objeto, no por poseerlo sino por él mismo, por experimentar ese sentimiento, esa relación, ese algo que te atrae tan poderosamente. Sientes ganas de responder de alguna manera, y la respuesta viene muchas veces en forma de exaltación y arrebato de alegría, que brota en tus entrañas. Te notas agranda­do y enriquecido por la experiencia, sin que eso suponga que el objeto de tu deseo haya disminuido o se haya devaluado como consecuencia.

También sientes que el objeto de tu deseo ha atraído y sacado algo del centro de tu corazón, pero sabes bien que no has perdido nada, sabes que, paradójicamente, ese ser sacado de ti mismo te ha llenado más.

Esta diferencia sería más o menos lo que Ignacio quería ex­presar cuando hablaba de deseos «ordenados» y «desordenados». Los apegos ordenados nos engrandecen sin disminuir al «otro»; nos atraen hacia una relación creativa con algo más allá de noso­tros mismos, sin que nos sintamos tentados a poseerlo. Nos empu­jan a salir de nosotros mismos, a rendirse al poder del «otro» y en­tregarle algo de nuestro corazón. Nos espolean hacia delante en nuestro itinerario interior. Estimulan nuestra transformación.

Las apetencias desordenadas se comportan de manera con­traria. Nos tientan a captar cosas y hacernos con ellas, con el re­sultado de que el objeto deseado decrece o, incluso, es aniquila­do. Cuando quiero una naranja y me la como, la naranja cesa de ser naranja y se convierte en parte de mí mismo. Está muy bien cuando mi interés se centra en una fruta; pero si mi deseo se fija en una persona y persisto en satisfacerlo, mi anhelo se vuelve des­tructivo. Arruina mi relación con esa persona, y acaba dañándome también a mí, al volverme obsesivo en la persecución de mi deseo, que se hace cada vez más y más compulsivo. Y, ojo, puede destruir también a la persona ansiada, sofocándola en mis caprichos, si no sabe retirarse de mi alcance a tiempo.

Los dos grabados siguientes muestran cómo ocurre esto en la práctica. Ponemos a la araña como signo de deseos que, al final, resultan destructivos, mientras que la abeja simboliza el modo crea­tivo de apetecer y perseguir el empeño.

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Dar o tomar

Si elijo ser una araña...

...consumiré cuanto caiga en mi tela (en el campo gravitatorio de mi personalidad). Lo absorbo, como un agujero negro. Lo destruyo. Me alimento de lo que deseo.

Si elijo ser una abeja..

Me siento atraído por lo que me da alegría, recibo su polen, pero dejo la f lor como antes. Me sacio y las flores quedan fecundadas. Los dos sal irnos ganando de este encuentro.

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La supervivencia de los más fuertes: con qué deseo quedarse

Y cambiamos de escena: del bosque nos trasladamos al cam­po de fútbol, al principio de la Liga, cuando todos los equipos sue­ñan con llegar, al menos, a la Copa de la UEFA.

Cuando pienso en mis deseos, me imagino a mí misma al co­mienzo de la temporada. Si me pidieran que escribiese una lista de las cosas que quiero o que espero, de las cosas con las que sueño, habría tantos apartados como equipos en la Liga... o bastantes más. Podría gustarte hacer este ejercicio: identificar y hacer una lista con tus deseos (tus equipos) al empezar una época en tu vida.

Te parecerá estar ante una maraña de deseos, necesidades, sue­ños, y sus contrapartidas negativas, tus temores, obstáculos y resis­tencias... y, si te fijas con más atención, caerás en la cuenta de que están en pugna unos con otros. Unos pocos ejemplos:

- Quisiera ese nuevo empleo, pero sin cambiar de ciudad.

- Me gustaría perder peso, pero sin dejar de comer ciertas cosas.

- Debería denunciar las injusticias en el trabajo, pero sin perder la buena relación con mis jefes.

- Me agradaría permanecer en la Iglesia, pero sin verme obligada a admitir ciertas cosas.

La lista de posibles conflictos sería interminable, pero todos los casos acaban en lo mismo: uno gana y el otro pierde. Es el pro­ceso de la evolución. Sobreviven los más dotados. Los deseos van siendo cribados como los equipos van cayendo en las eliminato­rias o pasan a la siguiente ronda.

¡Así ocurre en cada decisión que tomamos!

Como los ordenadores, nuestras determinaciones parecen trabajar en sistemas binarios. Podemos tener, a veces, la impre­sión de que nuestro compromiso es único y absoluto, pero si lo examinamos críticamente descubriremos que siempre elegimos entre dos (o más) opciones. Podría expresarse de modo más ra­dical diciendo:

«Nadie hace lo que decide no hacer».

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Parece una perogrullada y, ciertamente, la elección puede ha­ber sido a favor del «mal menor», pero la frase es cierta y apl icable a todas y cada una de mis decisiones diarias, incluso en situacio­nes donde parece que no hay elección posible, por e jemplo, bajo amenaza de v io lencia: «Deseo más, prefiero, seguir v iv iendo. . . que expresar mi oposic ión». Hay personas que han tomado la de­cisión contraria en tales situaciones y se han convert ido en márt i­res de sus principios y convicciones.

Es fácil ver cómo esta lógica se cumple en asuntos menos im­portantes: si realmente quiero de verdad perder peso, dejaré de co­mer grasas, aunque me gusten los platos que las cont ienen en abundancia. M i deseo de perder peso gana el part ido y paso a la siguiente vuelta, donde tal vez haya de enfrentarme a un contr in­cante más fuerte: ¿persisto en mi deseo de perder peso, aun cuan­do suponga cancelar mis comidas de negocios? Y luego, otro rival, y ot ro. . .

Es más difíci l cuando se trata de cosas de mayor importancia. Considera este d i lema:

«No puedo visitarte porque no me gusta conducir».

Los dos equipos que se enfrentan aquí son, por una parte, mi deseo de visitarte (sentimiento positivo) y, por otra, mi rechazo a conducir (sentimiento negativo).

Soy yo quien decide: si mis ganas de verte son lo bastante grandes y poderosas, venceré mi repugnancia a conducir. Si lo ha­go, mi desgana como conductor disminuirá y la próxima vez que se me presente una elección similar mis sentimientos positivos ten­drán más posibi l idades de ganar el part ido. El superviviente será siempre el deseo más poderoso.

Hay que insistir en una cosa: la decisión es nuestra. No es culpa de nadie si yo no el i jo lo que debo. M i corazón tiene liber­tad completa y responsabil idad total para elegir, aunque yo pien­se que estoy obrando bajo coacc ión. Suena demasiado simple; y lo es, en cierto sentido. Y todos sabemos que, en la práctica, es al­go muy duro, a veces imposible, en nuestro estado caído, elegir lo que realmente queremos y tomar las decisiones que realmente de­searíamos. Pero, al menos, el saber todo esto y conocer mejor nuestros deseos es un paso adelante.

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Elecciones de cada día

Reunirme a comer con un amigo Quedarme en la cama

Contestar de inmediato a una carta Ver la televisión Telefonear a un amigo

Callarme en el trabajo

>• acabar el trabajo que tengo entre manos.

> madrugar para hacer oración.

> posponer el decir algo desagradable.

>• disfrutar del silencio. >- leer un capítulo más de

la novela. >-expresar mi oposición a

una injusticia.

¿Qué me dicen estas decisiones sobre los deseos que subyacen en ellas?

¿Que valoro más la amistad que mi éxito personal? ¿Que prefiero oración y silencio a sueño y

diversión? ¿Que es mayor mi temor a un conflicto que la

defensa de los principios en los que creo?

Examina ahora algunas de las elecciones (importantes o pe­queñas) que has tomado recientemente, y mira qué deseo ha ga­nado la partida en cada caso, y si puedes discernir una constante en tus decisiones. La lista del esquema puede servirte de modelo para hacer este ejercicio.

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La multitud de equipos que comenzaron la fase eliminatoria va disminuyendo a medida que avanza la competición y pasamos a cuartos de final, a semifinales... Y así, cuando llegamos a los de­seos (o miedos) más hondos, a los que son la base de mis apeten­cias, necesidades o aversiones más superficiales y evidentes, los contrincantes son cada vez menos, la competición, más intensa, y el dinero en juego, mucho más también. El premio es mi corazón. Comienzo a entender por qué mi «deseo más profundo» es una cuestión vital en mi camino interior. Y también comienzo a enten­der la magnitud de la competición y del conflicto.

La voluntad de Dios y nuestro deseo: la clave para la transformación

Será bueno hacer aquí una pausa y sacar las conclusiones de cuanto hemos reflexionado en este capítulo y el anterior. Puede que nos topemos con una sorpresa asombrosa... «la voluntad de Dios». Lo que habíamos imaginado durante muchos años como un mensaje codificado y secreto, encerrado bajo llave en la caja fuer­te, en la cripta de la iglesia, se nos revela ahora como algo obvio y deslumbrante.

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Explicaré ahora cómo llegamos a ese descubrimiento:

- Hay constantes que se repiten en lo que parece una maraña de deseos. Es, por tanto, posible identificar qué deseos están detrás, deciden mis elecciones y acaban transformándome.

- En la pugna y conflicto entre mis deseos, elijo a cada mi­nuto, me decanto por el que es más fuerte (y más hondo) en mí. Y cada vez que decido a favor de mi apetencia más profunda, la reafirmo todavía más. Así se va convirtiendo en deseo dominante... hasta que se enfrente a otro deseo más fuerte que él dentro de mí. De esta manera, mis vi­vencias y experiencias me van revelando gradualmente mis deseos más permanentes.

- Estoy (fundamentalmente) orientado hacia Dios. Por con­siguiente, mi deseo más profundo está centrado en llegar a ser la persona que Dios quería que llegara a ser cuan­do me creó. Sin embargo, como vimos en capítulos ante­riores, aunque estoy básicamente orientado hacia Dios, brotarán en mí movimientos y elecciones que van en la dirección opuesta. Lo que elija y decida en tiempo de de­solación (cuando aparentemente estoy de espaldas a Dios) no estará en consonancia con mi deseo más pro­fundo. Por eso nos aconseja Ignacio «no hacer mudanza» en desolación, no cambiar las decisiones que tomamos en tiempo de consolación.

- El estado de ánimo espiritual que corresponde a la perso­na que vive en toda verdad su ser auténtico es el de con­solación y su deseo más profundo (llegar a ser la persona que Dios quería de mí) está en completa armonía con «la voluntad de Dios» para ella (que llegue a ser la persona que El quería cuando me creó).

«La voluntad de Dios», por consiguiente, no es ya algo remo­to y recóndito que no puedo conocer (¡aunque seré castigado si no la cumplo!) sino algo tan cercano como el deseo más íntimo de mi corazón, algo que El está deseando revelarme a cada momento de mi vida y en cada aliento de mi oración.

La voluntad de Dios -su plan de amor sobre mí- y mi deseo más profundo (cuando vivo en la verdad) coinciden. ¡Son la misma cosa!

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En consecuencia se sigue que:

- Como Dios está continuamente llevando a cabo su volun­tad -su deseo- en su creación (¡a pesar de nuestras obstruc­ciones y trabas!), puedo estar seguro de que hará siempre, en mi vida, lo que promueve e impulsa ese deseo.

- Si presto atención a lo que Dios está haciendo ahora en mi vida (a través de emociones positivas, a través de «los buenos espíritus»), descubriré cuál es realmente mi deseo más profundo, y también «la voluntad de Dios» sobre mí. No necesito, por tanto, ningún mapa del campo de minas para llegar a encontrarla. Sencillamente, no hay minas.

Y esto nos lleva de nuevo a la candente pregunta con la que co­menzamos este capítulo: «¿Por qué no contestas a mis oraciones?».

Ahora puedo responder a esa pregunta con algo de doliente honestidad:

«Estás respondiendo a mi oración siempre, porque de conti­nuo sustentas y nutres el deseo más profundo de mi corazón (¡a pesar de que a veces yo mismo no lo haga!), que es también tu vo­luntad más firme respecto a mí, tu anhelo más íntimo. Y si no apa­rece así, he de examinar de nuevo, en la oración, esos temas o in­terrogantes a los que, según creo, no contestas, y ver si esas cuestiones corresponden verdaderamente a mis deseos más pro­fundos, o son simplemente apetencias de menor categoría que me distraen de mi búsqueda de ti y de mi verdad más auténtica».

En el ojo del huracán

Podrías pensar que el descubrimiento de ese combate mortal de la masa de tus deseos contradictorios presagia una terrible con­frontación final entre esas huestes interiores que están en guerra dentro de tu corazón.

La buena noticia es que parece ser que, a fin de cuentas, ocurre precisamente lo contrario. Al menos en mi propio trayecto espiritual, he descubierto una y otra vez que, cuando llego a lo que mi corazón desea más profundamente (aun cuando yo no sea capaz de ponerle

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un nombre y decir exactamente qué es), experimento una profunda sensación de paz. Quizás es momentánea y fugaz, pero está ahí realmente; y produce el mismo efecto que la sensación de «la brú­jula apuntando al norte», de la que ya hablamos. Y puedo darle la vuelta del revés: cuando experimento tal sensación de paz, estoy cerca de mi deseo más profundo y, por tanto, si me paro a reflexio­nar qué es lo que me ha traído a ese punto, puedo vislumbrar un po­co la naturaleza de mi anhelo más hondo.

¿Por qué?¿Cómo puede ser que, en lo más recóndito de mi ser, encuentre un deseo y anhelo único, saturado de paz honda, cuando todos mis deseos (y temores) parecen armados hasta los dientes y lanzan alaridos de guerra en mis capas externas, pertur­bando y agitando mi corazón?

En el centro mismo de mi ser, donde más vulnerable soy, se esconde mi deseo más profundo y mi deseo más profundo... está desarmado.

No se trata de la paz de los cementerios, del vencedor sobre los derrotados. Es, más bien, la paz que va haciéndose, creciendo, a medida que todos los deseos de mi corazón (que, aparentemen­te, se encuentran en conflicto y guerra) van siendo reconocidos, nombrados, aceptados e integrados en lo que yo soy en verdad. Es una paz inclusiva, que no descarta nada, sino que abraza todo lo que hay en mí y no sólo «las parcelas santas».

Paradójicamente, comencé a barruntar la posibilidad de esta paz y por qué está desarmada gracias a un robo que sufrí. Entraron en nuestra casa durante unas vacaciones de Navidad, en las que habíamos salido. Los ladrones desvalijaron todos los armarios, in­cluso los de un cuarto especial y tranquilo que solemos usar para la oración y días de retiro. Al cabo de unas semanas, ese suceso se coló en mi oración casi sin que yo cayese en la cuenta y me sor­prendió el no sentir ningún desasosiego a pesar de estar en el mis­mo cuarto que había sido invadido por gente extraña y hostil: na­da de ello se había «pegado» al cuarto.

La oración, entonces, pareció tranquilizarme asegurándome que en ese cuarto no había lugar para invasiones o amenazas, aun­que fuese una realidad que había sido desvalijado, porque «el es-

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píritu del cuarto», lo que el cuarto significaba en verdad, era algo indestructible y que, por consiguiente, no necesitaba armas o de­fensa alguna.

Y es que aquella oración no versaba realmente sobre la habita­ción donde rezo; era sobre mi propio «reducto interior», mi propia realidad, mi quién, mi verdadero centro. Era sobre este corazón mío que se siente completamente vulnerable porque no veo defensas en él. Y no las hay porque no son necesarias. No tengo necesidad nin­guna de defender mi centro del quién porque, le pase lo que le pase, es inquebrantable, como Dios mismo es indestructible.

Naturalmente, la mayor parte del tiempo somos más cons­cientes de la vulnerabilidad que sentimos en nuestro interior que de su indestructibilidad. Sin embargo, en los momentos en que lle­gamos a rozar nuestro deseo más profundo y comienza su acción transformadora dentro de nosotros, lo sabemos, experimentamos paz, una paz que está más allá de toda lucha, la paz que hace ce­sar toda pelea, la paz que sobrepasa todo conocimiento.

En el corazón de la tormenta hay un vórtice de paz perfecta, donde nuestro deseo más profundo es aceptado como el deseo de Dios sobre nosotros.

Cuando experimentamos esos momentos de paz, estamos vi­viendo un encuentro con Dios, que nos revela dónde y cómo co­mienza la transformación dentro de nosotros. En ese espacio en­contramos respuesta a las oraciones para las que todavía no hemos hallado palabras que las expresen, en ese lugar se nos perdonan pecados que todavía no habíamos reconocido, y somos rescatados y liberados de cadenas que pensábamos que eran joyas preciosas. Ahí es donde Dios contesta a nuestras plegarias, de continuo, por­que Él está presente y hace suya nuestra realidad.

Sugerencias para la oración y reflexión

Al salir de Jericó, le seguía una gran multitud. Había dos ciegos sentados a la vera del camino. Cuando oyeron que era lesús el que pasaba, comenzaron a gritar: —¡Señor, hijo de David! ¡Ten piedad de nosotros!

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La muchedumbre les reprendía y les decía que se callasen, pero ellos gritaban todavía más fuerte: —¡Señor, hijo de David!¡Ten piedad de nosotros! Jesús se detuvo, los llamó y dijo: —¿Qué queréis que haga por vosotros? (Mateo 20, 29-32)

Ahora deja que Jesús venga a ti, a la vera de tu camino.

Se detiene.

Te llama.

«¿Qué quieres que haga por ti?»

¿Cuál es tu respuesta?

* # *

Examina tu día. ¿Has experimentado sentimientos fuertes, positivos o negativos? ¿Qué energía han producido? ¿Cómo la encauzaste?

¿Puedes identificar áreas de tu vivencia personal sustentadas por deseos de la clase «dar»? ¿Áreas dominadas por apetencias del tipo «apropiarse»? ¿En qué situaciones te sientes como la araña y como la abeja?

Lleva todo eso a la oración y deja que Dios te enseñe la dife­rencia entre esas dos clases de deseos y los distintos efectos que tienen en tu corazón.

* * *

Sin duda, durante el curso del día habrás tenido que enfren­tarte a innumerables decisiones. Recuerda alguna de ellas. ¿Qué deseos (o temores) subyacían a esas decisiones y cuáles fueron los vencedores? ¿Puedes ver -en el día de hoy o, en general, en tu vi­da- alguna constante que emerge en tus elecciones sobre tu forma de conducirte?

* # *

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Recuerda algunas de las cosas que has pedido recientemente en la oración. ¿En qué crees que conectan esas peticiones con los deseos más profundos que descubres poco a poco dentro de tu co­razón? Luego, trata de descubrir cuál ha sido la acción más obvia y reciente de Dios en tu vida. ¿Cómo conecta esa actuación divina con tus deseos más profundos?

¿Has experimentado algunos momentos de «paz en medio de la tormenta» últimamente? Si es así, dale gracias a Dios y guárda­los como anclas y amarras para futuras tempestades.

# # #

Céntrate en la oración lo más hondamente que te sea posible: déjate llevar al corazón de tu ser, allí donde Dios habita. En ese es­pacio, donde eres realmente tú mismo, permite a Jesús que muera en la cruz; déjale bajar «a los infiernos»; accede a que ande por el jardín de la resurrección con sus brazos abiertos hacia t i . Pídele que te enseñe, a su modo, que tu realidad más profunda es tan in­destructible como su propia Realidad.

Al comenzar su itinerario como peregrino de Dios, Ignacio ofreció simbólicamente sus armas en el santuario de la Virgen de Montserrat. Si te sientes movido a ello, ofrece tu armadura y tus es­cudos a Dios en la oración. Al hacerlo, vete nombrando cada pie­za del armamento que estás usando para proteger un corazón tan vulnerable como el tuyo: todas las máscaras, disfraces, todas las actitudes que utilizas para escudarte contra el dolor que sientes en carne viva. Todos necesitamos protección contra las exigencias y los ataques de la vida, pero aquí, en la oración, rinde tus armas a Dios, a Él solamente, pidiéndole al mismo tiempo que te enseñe que tu verdadero centro, aunque completamente vulnerable, no necesita ninguna arma, porque es el lugar donde El habita.

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Adicciones y apegos

Conocer nuestras inclinaciones

Hemos estado ocupados durante un tiempo en nuestros de­seos, esas armas de doble filo que lo mismo pueden liberarnos que esclavizarnos. Sin deseos, nada nos movería ni empujaría hacia delante. Nuestra energía es producto, fruto de nuestros an­helos. Si no tuviésemos apetito, moriríamos de hambre. Si no tu­viéramos ningún deseo de descubrir lo que hay más allá de nues­tra visión, no echaríamos a andar (con los pies o con la mente). Podría incluso afirmarse que la existencia de nuestros deseos es prueba suficiente de que hay un «más allá» hacia el que tende­mos y de que nuestra existencia no se circunscribe a los límites de nuestro mundo.

Dios nos creó con nuestros deseos. Negarlos es negar la natu­raleza humana y la finalidad de nuestro ser. Entonces, ¿cómo cen­surarnos por tener aficiones e incluso «adicciones»? Sin embargo, sin ser psicólogos ni especialistas en el tema, descubrimos que muchos deseos han llegado a convertirse en nosotros en apegos afectivos, en aficiones, en inclinaciones, querencias. Una simple reflexión nos revela que algunos de ellos nos predisponen en sen­tido positivo y otros, en cambio, nos desvían del norte de nuestra vida.

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El vaivén del péndulo

Descubrí la diferencia entre la fijeza del «norte» y las fluctua­ciones de la brújula una noche durante un retiro. En el corredor, cerca de mi cuarto, había un reloj grande y antiguo. En el silencio de la Casa de Ejercicios -un silencio que se hacía todavía más pro­fundo a la noche-todo lo que podía oírse en aquel corredor era el invariable y persistente tictac del reloj. Yo escuchaba imaginándo­me el largo péndulo balanceándose de un extremo al otro.

Aquel reloj me enseñó algo sobre mis cambios de estado de áni­mo espiritual. Mi péndulo interior, pensaba yo, estaría en perfecto equilibrio y quietud cuando estuviese colgando perpendicular, sin inclinarse a un lado ni a! otro. Pero ése no era ni con mucho mi es­tado normal. Lo normal era que mi péndulo oscilara de un lado al otro y a menudo muy alocadamente. Y caí en la cuenta de que esas oscilaciones se debían al tirón y atracción de mis «apegos». Pues, de nuevo, encontraba en mí apegos positivos y negativos: cosas que deseaba poseer o ser desmesuradamente y otras que an­siaba evitar o no tener, también en exceso. La ilustración muestra cómo aparecería todo esto en un grabado. Mientras el péndulo os­cile moderadamente y con equilibrio, el reloj hace su trabajo, es puntual y nos da el tiempo preciso y exacto. Pero si empujamos el péndulo desmedidamente a uno u otro lado, el reloj pierde equi­librio y precisión, y no cumple su misión de dar la hora.

NORTE

Mis apegos positivos: lo que apasionadamente

quiero ser, hacer, tener.

Mis aficiones, inclinaciones y predisposiciones

Mis apegos negativos: lo que quiero a toda costa evitar, negar, destruir.

V PAZ

CONSOLACIÓN CENTRO EN DIOS

Mis adicciones, repugnancias y temores

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Fíjate en los dos adverbios: desmedida y apasionadamente. Podemos decir que un deseo normal y directo se está convirtien­do en una compulsión o «adicción» cuando comienza a contro­larnos y dictarnos la conducta de tal modo que acabamos eligien­do y tomando decisiones, no con libertad interior, sino por el deseo de ganar o conseguir lo que queremos o por el miedo de perder algo o a alguien. Por ejemplo, tenemos una predisposición natural a mantenernos sanos y sin heridas, pero si esa propensión se hace desmesurada, excesiva, de modo que no nos atrevemos a salir de casa, se ha convertido en una compulsión u obsesión. Nos hemos hecho esclavos de nuestro propio deseo y comenzamos a vivir dependientes de él.

El trigo y la cizaña

Otra manera de evaluar nuestros deseos es preguntarnos ha­cia dónde se orienta y encauza la energía que generan y si esa fuerza nos empuja a ir más adelante en nuestro camino o nos lle­va en otra dirección. Supongamos que tengo aversión (un apego negativo) a volar. Se va haciendo obsesivo y comienzo a planear mi vida tratando de evitar los aviones, así que acabaré decidiendo no visitar a mis amigos que me han invitado a su casa en el ex­tranjero, no aceptaré el empleo que me ofrecen, pues requeriría frecuentes vuelos, y resoluciones semejantes. En definitiva, gasto más energías en evitar los viajes en avión que en los aspectos po­sitivos que mejorarían mi vida. Hablando como jardinero, derro­cho mis energías en regar las malas hierbas y descuido la cosecha. Presto más atención a las cosas que niegan la vida (mis temores y aversiones) que a los movimientos que dan vida. Y, además, he ce­dido parte de mi libertad interior y me he sometido a una esclavi­tud que es mi miedo a volar.

También un apego positivo puede ser «esclavizante». Quizás me preocupo excesivamente por lo que la gente piense de mí, por si les caigo bien o mal. Casi todos tenemos una predisposición natural a ser aceptados y apreciados, pero ese deseo se hace destructivo y opresor si me lleva a ser hipócrita y simulador para ganar así la amis­tad ajena. Esa falta de sinceridad y verdad desequilibra el péndulo.

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Una persona de la que podemos aprender mucho sobre la fal­ta de equilibrio y equidad que causan nuestros apegos es Poncio Pilato. Imagínate presente en el juicio de Jesús. Pilato se encuentra dividido: quiere hacerse popular y congraciarse con Sos judíos, pe­ro no quiere disgustar ni irritar a las autoridades de Roma. Quiere contentar a su mujer, que le advierte que no condene a un ino­cente, pero no desea poner en peligro su carrera. Su centro del quién se rompe en añicos y los temores y deseos lanzan desmesu­radamente su péndulo de un extremo al otro. Como resultado, su energía se desboca y pierde el rumbo: toma una decisión contra la Vida, que se le reprochará eternamente.

Como contraste, Jesús cuelga de la cruz en perfecto equili­brio, como la aguja de la brújula está fija en el norte.

¿Cómo anda mi péndulo hoy? ¿En qué empleo mi energía?

¿Me dejo llevar de mis adicciones y aversiones? ¿Riego la cizaña o alimento el trigo?

¿Me siento tranquilo «fijo en el norte»?

Jesús cuelga en perfecto equilibrio de la cruz como una brújula fija en el norte,

pendiente sólo de Dios y dependiendo totalmente de El, la única dependencia que da Vida y conduce derecha a la Verdad

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Al día siguiente, me topé con un gran crucifijo en el jardín de la Casa de Ejercicios. Mientras lo observaba y admiraba, algo volvió a afectarme en mi interior, como me había ocurrido la noche anterior con el tictac del reloj y el vaivén del péndulo. Noté que algo se ajus­taba y encajaba dentro de mí, que mi deseo más profundo acababa de ser afectado por aquella visión de un equilibrio perfecto. Era todo lo contrario de mi fragmentación interior (y la de Pilato). Aquella cruz era un puntero que señalaba sin error la Verdad.

Sería bueno volver a mirar al grabado de la página 1 62 y tra­tar de identificar algunos de tus apegos positivos o negativos, y me­dir cuánto te arrastran o alejan del equilibrio y, por consiguiente, cuánto cohiben y restringen tu libertad interior para elegir tu con­ducta sin esperanza desordenada de ganancia o temor a la pérdi­da. Luego considera el grabado siguiente y reflexiona sobre la atención que prestas a las malas hierbas y el trigo, que crecen jun­tos en el campo de tu corazón.

¿En el trigo o en la cizaña? ¿en lo que da vida o en lo que la sofoca?

La incomodidad de estar «colgado»

Una lección de lengua y un dibujo muy sencillo me ayudaron a subir un escalón en esta tarea de reconocer mis adicciones y apegos a cosas, gentes o circunstancias. Quizás toquen también alguna fibra o despierten alguna reflexkSn en tu interior:

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Lección de lengua: La palabra depender viene del latín penderé, que significa colgar. Un dibujo: Imagínate a ti mismo colgado de un gancho. Te aferras al gancho, crees que es cuestión de vida o muerte. Te ases despavorido temiendo que falle y caigas en el abismo profundo que se abre a tus pies.

¿Puedes darle un nombre al gancho?

¿Depende de él tu felicidad?

¿Has organizado tu vida en función de él?

¿Quieres que as\ sea?

Vida en plenitud

\ , . v

¿COLGADO DE UN SANCHO..

El gancho nos retiene

El bastón del pastor nos saca

de las arenas movedizas

y nos devuelve a

tierra firme

...O DE UN CAYADO?

Consideremos lo que significa estar «colgados» y «engancha­dos» de esa manera:

- Toda tu atención y energía están pendientes del gancho, de la necesidad apremiante de colgar del gancho.

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- La exigencia de no aflojar tu presa y la sujeción al gancho te descoyunta, retuerce tu mano, estira tu cuerpo y te de­ja desencajado.

- Trata de experimentar (en tu imaginación) los efectos de estar colgando de esa manera: el desfallecimiento, la t i­rantez, el brazo entumecido, la tensión en los músculos del cuello, etc. Todo tu cuerpo te está gritando que no es­tá hecho para colgar de esa manera.

¿Puedes dar nombre(s) concreto(s) a los gancho(s) de tu vida? ¿Eres consciente de las cosas, personas, relaciones, ambiciones o circunstancias de tu vida que te parecen imprescindibles? Pregún­tate pero con delicadeza y comprensión:

- ¿Depende mi felicidad de la presencia de otra persona, un suceso, circunstancia o éxito particular...? ¿Comienza eso a dominar mis pensamientos y minar mis energías? ¿He planeado y organizado mi vida en torno a esa necesidad o dependencia? ¿Estoy «colgado» de un gancho que me desgarra?

- ¿Quiero y deseo que sea así?

De nuevo, hemos de recordar que no me refiero a las inter­dependencias naturales entre personas o con la creación, que son buenas y nos hacen seres humanos. Pender, colgar, depender de un «gancho» rompe nuestro equilibrio, nos atrae o empuja de un lado a otro y nos impide tomar decisiones con libertad interior.

Piensa en lo que se siente al estar «colgado». Lo mismo que el dolor en nuestros músculos nos haría comprender muy pronto que nuestro cuerpo no está ideado para pender de una mano, así tam­bién nuestros sentimientos nos revelan si nos desgarra una adic-ción emocional o espiritual. Basta con recordar la ansiedad y tur­bación que nos domina cuando sentimos un apego desmesurado a alguien o algo: el miedo a la posibilidad de perderlo, la determi­nación de aferramos a ellos...

Son avisos y amonestaciones que nos envían nuestros «múscu­los espirituales», que nos recuerdan que nuestro centro del quién, nuestro ser verdadero, no soporta semejantes dependencias.

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Sin embargo, en la práctica, nos parece peligroso y desa­consejable abrir la mano y soltar el gancho del que estamos sus­pendidos. No queremos ni imaginar que algo o alguien cortase la atadura o amputase nuestra mano, o que el gancho se despren­diese de donde está empotrado y nos dejara caer, traicionados y decepcionados. Todas esas posibilidades nos resultan impensa­bles por el dolor que causarían, y nuestro corazón prefiere per­manecer ciego: como los adictos a una droga, también nosotros optamos por negar la dependencia antes que enfrentarnos al do­lor de la cura.

Aquí podríamos recordar la advertencia de jesús: «Si tu mano derecha te lleva a pecar (a caer en una dependencia que amenaza tu libertad interior), mejor es cortártela que dejar que todo tu ser se sumerja en la adicción».

Imagina el peor de los casos. El gancho se suelta y se des­prende o inesperadamente quiebran tu muñeca o te falla el bra­zo. Quizás puedas recordar alguna experiencia parecida cuando perdiste algo o alguien que te parecía imprescindible y creíste que el mundo se te venía encima. Descúbrete cayendo al vacío. Imagina la espantosa caída desde el techo al suelo, el golpe del aterrizaje, las magulladuras y los miembros lacerados. Pero ñola también algo más: el suelo sólido debajo de ti que, aunque duro y frío, no es ya un abismo sin fondo. Contémplate poniéndote de pie, nota tus piernas y tus pies, que pueden andar libres y sin miedos. Disfruta con la sensackSn de poner un pie delante del otro y avanzar. Olvídate de aquella postura en que tus pies no to­caban el suelo. Por primera vez, eres Ubre. Libre para anclar. Un sueño imposible mientras estabas colgado de tu gancho. Com­prueba cómo vuelven a funcionar tus piernas. Es una libertad ga­nada con dificultad y dolor, pero es la libertad, y apunta ya a un crecimiento.

Aprendiendo a andar

Un día en que estaba yo haciendo cola en una oficina, ocu­rrió algo que me hizo pensar en esa angustia de recuperar la liber­tad. El hombre que estaba delante de mí llevaba en brazos un niño

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pequeño. Cuando llegó su turno se vio obligado a poner al niño en el suelo para poder firmar los papeles. Hasta entonces el niño ha­bía estado jugueteando o descansando plácidamente al cobijo de aquellos brazos. Pero cuando su padre se inclinó para depositarlo en el suelo y comprendió que tendría que estar de pie, sobre sus propias piernas, por unos momentos, el niño lanzó un alarido de terror y de protesta. Levantaba los bracitos clamando por la segu­ridad que representaba lo conocido.

Este pequeño incidente me pareció la escenificación de mis reacciones ante situaciones en las que mis supuestas certezas y se­guridades se habían venido abajo por sorpresas inesperadas, la plasmación de aquellos momentos en que me encontré sorpren­dentemente de pie sobre el duro suelo. ¿Dónde estaban los brazos que me sostenían tan confortable y firmemente? Yo también había lanzado, a mi modo, alaridos de protesta y había levantado mis brazos instintivamente para ser devuelta de nuevo a lo que creía mi seguridad.

Me interrogué a mí misma, mientras esperaba en aquella co­la, si verdaderamente quería seguir siendo toda mi vida una niña pequeña que no se atrevía a dar sola unos pasos. Y también me pregunté qué era más seguro, que me tuvieran en brazos, depen­diendo siempre de ellos, o ponerme en pie y encarar el mundo, un mundo donde quizás no hay más certeza ni seguridad que mi con­fianza en Dios.

El buen señor acabó sus gestiones en la ventanilla y volvió a tomar en brazos a su pequeño. Se hizo el silencio en la oficina. El chico se sentía seguro y contento en manos de su padre. Pero aprendí la lección. Me convenía caminar por mi propio pie. Más aún, dentro de mi corazón, notaba que quería andar, aunque eso supusiese el dolor de perder mis seguridades y comodidades.

¿Qué precio pones a tu amor?

Para ver si tienes adicciones o apegos desordenados, usa esta pequeña historieta de la Biblia, del libro de Job. Está en el primer capítulo, versículos del 6 al 22. La he adaptado y debes poner tu

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nombre y las circunstancias que te cuadren, imaginando que el diálogo es sobre ti.

Un día, el diablo se puso a hablar con Dios.

—¿Dónde has estado? —le preguntó éste.

—Dando una vuelta por la tierra —respondió en tono evasivo.

—¿Te encontraste con Job? (pon aquí tu nombre) Es un buen amigo mío, charlamos a menudo y me llama por lo menos una vez al día. Trata de ser la persona que yo quería que fuese cuando la creé. Seguro que lo has notado. Estoy muy orgulloso de él.

—Sí, ya lo he notado —replica el diablo—. Pero tú también te habrás dado cuenta de que no es tu amigo... sin más ni más.

—¿Qué insinúas?

El diablo se encogió de hombros fingiendo indiferencia, pero continuó:

—Nada. Que le saca buen provecho a tu amistad. Sabe que está a cubierto de todo mal, tiene buena salud, amigos y com­pañeros que lo arropan y apoyan (aquí, los nombres de tus ami­gos y colegas). Mira la cantidad de dones con que le has obse­quiado (recuerda algunos). Acuérdate de los mimos e incluso de las delicadezas que tienes con él, aunque él se cree que es re­compensa por sus desvelos por tu reino. No es mala paga por su amistad.

Dios caviló un momento. Sí, Él quería de verdad a Job (pon tu nombre). ¿Por qué no iba a bendecirle y regalarle? Pero el diablo tenía su punto de razón.

Satanás, siempre presto a cazar cualquier oportunidad, se dio cuenta de ese momento de duda divina, y arremetió con toda su artillería pesada:

—¿Qué crees que le ocurriría a su amistad y devoción por ti si todo eso se acabase, si desapareciese de la noche a la mañana? Te apuesto lo que quieras a que muy pronto empezaría a preguntar­se si todo eso del itinerario interior no es más que una ilusión. Peor todavía, seguro que se volvería contra ti y todo su amor se convertiría en despecho.

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Dios se quedó callado. Él se fiaba de Job (pon tu nombre). Quizás confiaba en él más que el propio Job en Dios. Pero estaba dispuesto a apostar hasta el final por él (o ella).

—Vale —le respondió aceptando el reto—, puedes hacerle lo que quieras, pero sólo te dejo actuar en la superficie de su vida, no te permito tocar su centro, su quién. Eso es sagrado. Pero todo lo demás lo dejo a tu merced, puedes quitarle sus seguridades y des­trozar todo lo que le parece valioso e imprescindible.

Al diablo le pareció estupendo y de un brinco salió de su pre­sencia antes de que Dios cambiase de opinión.

¡Pobre Job! (pon tu nombre) No podía imaginarse la que se le venía encima. Una tras otra, todas las cosas que valoraba, y a las que se aferraba, le fueron quitadas. Al principio, reaccionó bien porque, primero, le arrebataron las cosas que siempre le (te) habían parecido prescindibles, como... (enumera las que a ti te parecen tales). Aun así le dolió, aunque no significara un colapso total de su (tu) persona.

El cerco del diablo se estrechó más y más, y cosas que habían parecido permanentes e inquebrantables (enumera las que así con­sideras) comenzaron a tambalearse. Su (tu) interior se vio anegado por la desolación y el diablo descargó el golpe mortal. El corazón se sintió despojado y privado de lo que siempre había parecido ser parte del ser mismo, de lo más profundo y verdadero de él.

Cayó la noche, fuera y dentro. Parecía que se había apagado también cualquier razón para seguir viviendo. No había motivo al­guno para continuar la amistad con un Dios al que llamaban fuente de vida y cuya consolación podía evaporarse sin causa aparente.

Recordó tiempos pasados, cuando en otras ocasiones también la desolación se le (te) echo encima, como un espeso nublado, cuando había dejado de seguir la senda que Dios abría delante de él (ti) y se había empeñado en caminar por su (tu) propia vereda.

Pero otros recuerdos le trajeron también memorias de tiempos felices. Y entonces vio claro que, a fin de cuentas, siempre había sido capaz de escribir el guión de su vida y que seguía siendo so­beranamente libre para rescribirlo si ése fuera el caso. Pero ¿de dónde procedía esa gran libertad? ¿Por qué no se había hecho añi-

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eos, con todo lo demás, esa posibi l idad de elegir y decidir qué ca­mino tomar incluso en las peores condiciones?

¿Cómo acabaría la historia si fueras tú el protagonista!1 ¿Te ha­brías quedado abrumado y confundido en la oscuridad y la deso­lación o habrías sido capaz de mantener intacto e ileso tu centro del quién, donde tomar l ibremente la siguiente decisión? ¿Ganaría la apuesta el d iablo o saldría tr iunfante la fe de Dios en su amigo )ob (tu nombre)?

La Buena Noticia de Jesús, el Evangelio, es que nuestra rela­ción con Dios es un camino de amor hacia la l ibertad. Que Él nos invita, una y otra vez, a romper las ligaduras de nuestros apegos desordenados y a ser libres. Y l lama a el lo no con el palo de la amenaza, sino con el incent ivo del premio, como veremos en el capítulo siguiente.

Sugerencias para la ovación y reflexión

Y cuando salía Jesús para continuar su camino, llegó uno co­rriendo y, arrodillándose ante él, le preguntó: —Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: —¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. Pero ya cono­ces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no defraudarás, honra a lu pa­dre y a tu madre. Él le respondió diciendo: —Maestro, lodo eso lo he guardado desde mi niñez. Jesús, fijando en él la mirada, le amó, y le dijo: —Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dalo a los po­bres y poseerás un tesoro en el cielo; luego, ven y sigúeme. Pero, al oír estas palabras, se marchó triste frunciendo el ceño, pues poseía muchos bienes. (Marcos 10, 17-27)

Imagínate presente en esta escena. Trae a la oración tu propio deseo de ese «algo más» que te falta para cambiar tu fe de una chispa vacilante a una llama ardiente. Pídele al Señor que te mues­tre lo que entorpece y obstaculiza tu relación con Él, y los ganchos

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que te impiden andar con libertad hacia delante con Él. Q u e te en­señe a ver tus «riquezas» personales como bártulos que llevas a cuestas y que te di f icul tan el andar y, sobre todo, te imp iden pasar por el ojo de la aguja.

Deja que Él te hable al corazón, y escucha las sugerencias e inspiraciones que te insinúa en la oración. Y, mientras te habla, m i ­ra la expresión de sus ojos (Jesús le miraba con car iño y amor), y oye sus palabras: «Todo es posible para Dios».

* # #

En ambiente de orac ión, recuerda cómo ha osci lado hoy el péndulo de tu corazón. ¿Ha habido osci laciones violentas hacia algún lado? ¿Ha tenido momentos de equi l ibr io perfecto, f i jo en el Norte? ¿Hay constantes que se repiten y apuntan a constantes más recónditas en tu vida?

¿Recuerdas alguna ocasión en la que te sentiste absolutamen­te cierto sobre la resolución que debías tomar y la pusiste en prác­tica con total convencimiento de que seguías en eso tu deseo más verdadero? Evócalo en esta oración y pide a Dios que grabe en tu corazón el conoc imiento de lo que se siente cuando tu brújula se­ñala al Norte, cuando tu péndulo está en equi l ibr io, cuando estás v iv iendo, y obrando, en toda verdad.

Trae a tu mente alguna decisión reciente. ¿Podrías identif icar las razones verdaderas por las que la tomaste? ¿Lo hiciste con la esperanza de ganar o el miedo a perder algo? ¿O, al contrar io, con una sensación de gran libertad interna?

Date un paseo imaginario por el campo de tu vida. Repara con detenimiento y complacencia en los frutos granados, la buena cose­cha que ha producido tu plantación. Y dale gracias a Dios. Luego

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mira las malas hierbas que sabes que existen. Con toda paz tráelas ante Dios, como pondrías a un niño enfermo en manos de un médi­co. Vuelve a la cosecha, vuelve a dar gracias a Dios, y pídele que te ayude a regarla y abonarla, y a compartirla con los demás.

* * *

¿Puedes identificar alguno de los «ganchos» de los que cuel­ga tu vida? Ponles nombre delante de Dios y, si te atreves, también delante de algún amigo de quien te fíes. El mero hecho de recono­cerlos y admitirlos es un gran paso para librarte de ellos. Si eres ca­paz de hacerlo, has superado la etapa de negarlos y te has abierto a la cura.

¿Ha habido en tu vida circunstancias o sucesos, personas o cosas, que alguna vez te hayan separado, incluso arrancado, de al­gún gancho, de estados de complacencia y contentamiento narci-sistas o falsa «seguridad», y te hayan dejado, maltrecho y lleno de miedo, sobre un suelo duro y frío? ¿Puedes recordar cómo comen­zaste a recobrarte de aquel golpe y a dar tus primeros pasos vaci­lantes, asentado en tus pies? Trae todas esas reminiscencias a la oración y pídele a Dios que te ayude a caminar hacia la plenitud de Vida convencido de que puedes alcanzarla aunque no sepas qué te pueda deparar el futuro.

(No te fuerces a ti mismo al hacer este ejercicio. Si los recuer­dos son penosos y causan dolor, déjalos en manos de Dios hasta que te sientas más libre para reflexionar sobre ello.)

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No te apegues a mí

Rutas hacia el desprendimiento

¿Se parece tu Dios a un policía? Cuando piensas en Él, ¿te lo imaginas como un guardia de la porra, empeñado en hacerte en­trar en vereda, intransigente con la observancia y cumplimiento de las leyes? ¿O lo ves como alguien que te conoce y te quiere mucho más y mejor de lo que tú mismo eres capaz, que está presente y participa en tu parto a una Vida en toda su plenitud?

Espero que, después de haber llegado hasta aquí, habrás des­cubierto en El algunas de las habilidades propias de una matrona. Te llama urgente e insistentemente a la libertad de la vida. No a una anarquía sin ley, sino a la autonomía de un niño que deja los recintos cerrados y restrictivos del vientre materno para entrar en la inmensidad de la vida.

Todas las imágenes de Dios son, desde luego, inadecuadas y algunas pueden ser peligrosamente erróneas. Pero me parece que la imagen de la matrona es una de las más apropiadas y útiles. Y puede guiarnos a comprender mejor el significado del «despego» y el «desprendimiento».

Para todos nosotros, la primera experiencia del dolor-y de la li­beración- que conllevan el despego y el desprendimiento fue el mo­mento en que, dando berridos de sobresalto, dejamos el vientre de

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nuestra madre y entramos en este mundo. En un acto que es casi brutal -corte del cordón umbilical y del suministro de alimento- se nos puso en libertad para comenzar nuestra vida propia.

Así empezó y así continúa sonando en nuestros oídos la llama­da a dejar todo lo que nos aparta de Dios y elegir, en su lugar, los ca­minos y sendas que, de modo personal, nos conducen hasta El y a la realización de lo que ha soñado para cada uno de nosotros.

El significado del «desprendimiento»

Ignacio urge al ejercitante a alcanzar la libertad del «despren­dimiento», del «despego». A eso lo llama él indiferencia. Ninguna de estas palabras nos transmite hoy lo que él pretendía significar. Nuestra lengua y nuestra cultura han cambiado, y esas palabras nos resultan frías y algo confusas. Mejor sería la palabra «equilibrio».

En su Principio y Fundamento, Ignacio habla de hacer uso de «las cosas sobre la haz de la tierra (...) tanto cuanto ayuden» a nuestro fin, y «tanto quitarse de ellas cuanto para ello le impiden».

Al principio estas expresiones me sonaban a explotación y uso interesado, como si la creación entera estuviera ahí para que yo eli­giera lo que me viniese bien para mi objetivo. Pero se me hizo la luz un día en que estaba yo sentada en un patio tranquilo y soleado, ob­servando un matorral de fucsias cercano a mi banco. Era a finales de agosto y las abejas revoloteaban entre las flores. Se posaban suave­mente sobre ellas, que estaban totalmente abiertas para recibirlas. Nunca trataban de entrar en ninguna flor cerrada o forzar los pétalos. Cuando encontraban una abierta, se escurrían hasta sus profundida­des para extraer el néctar del polen. Al hacerlo, acarreaban el polen de flor en flor, de mata en mata, colaborando a una mayor fertilidad.

Mientras las observaba, me di cuenta de que, aunque las abe­jas elegían las fucsias y parecían ignorar las otras flores del jardín, otros insectos estaban también ocupados buscando su alimento en otras plantas, como lo muestra el grabado.

Al elegir lo que era cabalmente bueno para ellas, no sólo reci­bían su sustento sino que, a la vez, estaban desempeñando un papel

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esencial en la fertilización del entorno. Y, al elegir una u otra planta, no rechazaban o menospreciaban las demás. El secreto de esa armo­nía y cooperación parecía radicar en el hecho de que cada criatura era fiel a su naturaleza esencial. Cada cual conseguía, de la fuente que era apropiada en cada caso, lo que necesitaba para sobrevivir y crecer; y lo hacía sin causar daño ni a sí mismo ni a las flores>Des-pués de cada encuentro, los dos, el insecto y la flor, salían enriqueci­dos: el insecto se había alimentado y ia flor se había polinizado.

El grabado me parece una ilustración expresiva de lo que sig­nifica «hacer uso de lo que conduce a la vida» y dejar de lado lo que a cada persona, como individuo, la aparta de ella. Se trata de un «despego», un desprendimiento creativo, vital. Me llevó a en­tender un poco mejor a qué nos llama Dios cuando nos dice que nos desprendamos y desliguemos de nuestros apegos. Las abejas no se afanaban por «posesionarse» de las flores, ni las flores ha­cían esfuerzo alguno por atrapar y retener a las abejas. Era un in­tercambio libre, que cubría perfectamente las necesidades de la abeja, de la fucsia y del círculo más amplio de su entorno.

Lo que es vital para mí puede no serlo para ti...

Por encima de todo elige lo que lleva a la vida,

al crecimiento y a Dios. Elige lo que poliniza tu semilla de Dios.

Y deja lo restante para los demás.

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El juego del Monopoly o el del palé es un buen ejemplo de lo contrario: adonde pueden llevarnos los apegos excesivos. Si uno de los jugadores se hace con todos los hoteles, y prácticamente la mayoría de las casas y calles, y amontona más y más «riqueza» y «propiedades», el juego se atasca y termina por hacerse imposible. El «dueño» ha acaparado los bienes y no ha dejado nada para los demás jugadores. De un modo mucho más funesto y deplorable ocurre en la economía real y en las relaciones internacionales.

Volvemos a hacernos la pregunta inicial: ¿a qué reino sirvo, al de Dios o al mío propio? Requiere mucho valor el reconocer que, de verdad, no somos el centro permanente de todo, sino seres por los cuales fluye la vicia. Pero cuando lo comprendemos y acepta­mos, descubrimos que nuestra insignificancia, nuestra nonada, co­mo diría santa Teresa de Jesús, nos conduce a nuestra realización más plena con más prontitud que nuestra imaginaria importancia, porque la vida y la gracia de Dios fluyen mucho más abundante y libremente a través de manos vacías.

Sin embargo, instintivamente, nos retraemos y nos echamos atrás ante la corriente de ese río caudaloso. Nuestros esfuerzos, la mayor parte de las veces, se concentran en construir y mantener canales y presas, es decir, todo eso que nos hace sentirnos a salvo, seguros y poderosos en nuestra casa a orillas del río: empleos, po­sesiones, ambiciones. Construimos un pequeño reino a nuestro al­rededor, que nos hace sentirnos indestructibles y fuertes. Somos humanos -así nos hizo Dios- y necesitamos sentirnos seguros y duraderos. Es parte de nuestro ser. Pero sólo parte. Existe otra di­mensión de nuestra naturaleza, que podríamos quizás denominar «la realidad permanente de lo que somos», que no se siente a gus­to en casas inconmovibles junto al río sino que nos empuja a lan­zarnos al agua y a dejarnos llevar por la corriente.

El caminar con Dios no niega nuestras necesidades y deseos naturales, pero reajusta nuestras prioridades y nos espolea a res­ponder a su llamada callada pero constante a sumergirnos en Él, como el océano atrae a los ríos. Nuestros apegos y ataduras son como edificios a la orilla del río que nos tientan a quedarnos en tierra firme, pues parece más seguro, cómodo y agradable. Si ce­demos a esta tentación, dejamos de fluir, de crecer y progresar ha­cia la libertad plena de los hijos de Dios.

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Dejar de lado nuestras dependencias y seguridades a la orilla del río resulta doloroso y casi inalcanzable, cómoda comenzamos a entrever en el capítulo anterior. Si fuese posible preguntar a un embrión cómo se manejaría para sobrevivir fuera de la placenta, la respuesta sería: «¡Imposible!». Pero la matrona sabe la verdad. Dios es nuestra matrona a lo largo del trauma y la alegría de nues­tro nacer en Él. Y es delicado y obra con suavidad...

Manejarse con las adicciones

Un remedio infalible para el dolor de muelas es dejar caer un ladrillo sobre el dedo gordo del pie. Lo he probado yo misma, por accidente, y puedo asegurar que no falla. Por muy obsesionado que uno pueda estar con su caries, y aunque sea lo único en que puede pensar en ese momento, en cuanto sienta el efecto del pe-drusco en el dedo, seguro que se olvida de las muelas.

¿La moraleja? Nuestra naturaleza humana vuelca su atención en aquello que más intensamente altera el estado anterior o im­presiona nuestra sensibilidad, sea dolor o placer, temor o deseo.

S=s¿>

Mi atención se centra en \o que más

impresiona mi sensibilidad

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Este capítulo lo vamos a dedicar a aquello que en nuestra vi­da tiene la importancia del «dolor de muelas», ya que es lo que se apodera de nuestra atención consciente y nos «llena» de tal modo que impide el paso del flujo de gracia y vida por nuestra vida. Consideramos las adicciones como dependencia de substancias químicas, como el alcohol o las drogas, que producen efectos gra­ves. Pero quizás sería más exacto llamar adicción a toda depen­dencia, muchas veces de cosas inocentes e inocuas, o incluso to­talmente «buenas», pero que determinan nuestra conducta y nuestro modo de relacionarnos con los demás.

En este punto de nuestro viaje, le dejamos a Dios que nos re­vele cuáles son nuestras adicciones, porque viene a librarnos de nuestra cautividad y comienza por enseñarnos cuáles son los nu­dos más gruesos de la soga que nos amarra.

Una lección de patinaje

Puede ayudarnos otro ejemplo. Nunca he conseguido patinar sobre hielo, pero me llenan de admiración quienes son capaces de lograrlo. Siempre pienso qué maravilloso tiene que ser el deslizar­se por la pista al ritmo de la música. Si nos dejamos llevar por nuestra imaginación, podremos percibir la diferencia entre apego y libertad. Al comienzo del aprendizaje, nos agarramos fuerte­mente con las dos manos a la valla y vamos bordeando la pista con mucho tiento. Un progreso pesado y torpe, a años luz de la vi­vacidad, ligereza y alegría de las evoluciones de los verdaderos patinadores en el centro de la pista. Parece que hay un abismo in­superable entre ellos y nosotros.

Pero a medida que vamos mejorando, nos sujetamos al para­peto sólo con una mano y avanzamos hacia delante en vez de ha­cerlo de lado como los cangrejos de mar. Pero aún nos domina el sentimiento de miedo: a caernos y a hacer el ridículo. Esa cautela domina nuestro consciente.

¿Qué podrá ocasionar que ese miedo y ese apego ansioso al parapeto se transformen en la alegría de un baile sobre hielo? Me atrevo a sugerir que el secreto está en la música. Supongamos que

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fuéramos capaces de dejar de lado nuestro recelo y aprensión y nos dejásemos invadir por la música. Imaginémoslo un momento. No tenemos nada que perder. Estamos en tierra firme y no nos va­mos a romper una pierna. Deja que la música se apodere de ti. Fi­gúrate que se introduce por tus oídos y se desliza por todo tu cuer­po hasta la punta de los pies. Piensa adonde te lleva: ¡al centro de la pista! No te contentes con imaginártelo, que te arrastren los pies: responden mejor a tu deseo más profundo que la cabeza lle­na de miedos. Al fin de cuentas, ¿qué ambicionas en este ejercicio? ¿Quedarte en la seguridad del parapeto o experimentar la alegría del baile? No puedes conseguir ambas cosas al mismo tiempo: has de elegir.

Suena muy bonito, dirás, pero hay que contar con las viven­cias y experiencias que hemos tenido. Es verdad, no vamos a con­seguir la medalla olímpica de patinaje sobre hielo. Pero los mis­mos principios son válidos en nuestra lucha contra las adicciones, grandes o pequeñas, que dificultan nuestro itinerario interior. El se­creto de la transformación está en el rumbo que le marcamos a la mayor parte de nuestra energía: ¿se queda con el miedo o se deja tentar por la alegría?

Más en general, ¿nos cerramos en nuestros sentimientos y reacciones negativas o encauzamos nuestro empeño hacia lo positi­vo? ¿Qué nos preguntamos más a menudo? ¿Cómo dejar de hacer lo «malo»? ¿Cómo encontrar más tiempo y esfuerzo a lo «bueno»?

Hay dos construcciones sintácticas con la conjunción «si» -en tiempo pasado y en tiempo futuro-que nos deberían hacer pensar:

- Si me hubiera esforzado más en el colegio, si hubiera vi­vido en un país diferente, si hubiera tenido unos genes distintos, si mis padres hubieran sido más tolerantes... Si, si... Son los síes del pasado, excusas para quedarnos es­tancados en lo ya sabido y en lo inalterable de ciertas cir­cunstancias.

- Los «y si...» tienen los mismos efectos negativos con rela­ción al futuro. Querría hacerlo, pero ¿y si fracaso? ¿Y si mis amigos...? ¿Y si mi empleo...?, etc. Sin embargo, la realidad es que nunca sabremos qué hubiera ocurrido si...

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o qué ocurrirá si... Por tanto, toda la energía de esos síes es negativa y no nos acerca a Dios, sino que nos tira hacia abajo y nos sumerge en la espiral de la desolación.

ÜSÜ233I

PRESENTE IMPERFECTO

Los «si...» y los «y si...» son falsos amigos

Los «si...» llenan el presente de lamentos...

Los «y si...» pueblan el futuro de temores...

¿Qué me librará de su emboscada?

EL FUTURO PERFECTO

¡Hundirse o flotar?

Tuve otra iluminación sobre la libertad mientras me bañaba en casa. El agua estaba caliente y había vaciado en ella una de esas botellitas de gel con la esperanza de que su promesa de «re-vitalizar» se cumpliese y me aliviase de la modorra anímica y del desaliento que comenzaban a dominarme.

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Despreocupadamente observé cómo la botella vacía cabe­ceaba en la superficie. La tomé y la llené de agua. Al soltarla, se hundió y se quedó pegada al fondo. La tomé de nuevo y la vacié: volvió a flotar. Repetí varias veces el mismo juego, llenar y vaciar, hundirse y flotar.

Aquel pasatiempo infantil me hizo caer en la cuenta de que, a veces, Dios actúa de la misma forma conmigo. Me voy llenando, gradualmente, con todo lo que deseo, con todo lo que ansio tener, con todo aquello a lo que siento apego. Y me hundo. Cuanto más me lleno, más rápido y hondo me hundo, hasta que acabo en el fondo como una bola de plomo, incapaz de hacer ningún movi­miento. Entonces algo ocurre que «me da un revolcón y me va­cía». Por lo general es algo que no me gusta, a lo que me resisto con todas mis fuerzas. Pero El se las industria para vaciarme de to­dos los «apegos» y adicciones que he ido coleccionando. La pe­queña botella vuelve a flotar y balancearse, libre de su carga, co­mo la del grabado. Libre y ligera, flota y se mueve en respuesta a cada ola de su camino. Y todo ello es consecuencia del vaciado operado en ella. Sólo vacía, como la botella, puedo flotar sosteni­da por el amor de Dios, que nunca falla, y puedo seguir mi cami­no, pues me creó para moverme y alcanzar la meta.

.MA^ iV^ ic - "^ ... f Mi vida, llena de adicciones, se hunde hasta lo profundo. Dame la vuelta y vacíame, Señor, aunque yo proteste a gritos, porque quiero flotar libre contigo, tras de ti.

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¿El palo o la zanahoria?

Como hemos ¡do descubriendo con san Ignacio, la verdad es tan sencilla y obvia que resulta deslumbradora. El deseo más pro­fundo lleva con toda certeza a Dios. Lo mismo que el dolor de mi dedo gordo era mayor que el de mis muelas y, por consiguiente, des­viaba mi atención y energía de éste para ponerlas en mi pie herido, el poder magnético de la música y el deseo de bailar sobre hielo contrarrestarán y vencerán el miedo a soltarme del pretil y caerme.

Dios nos enseña como a niños pequeños, que es lo que so­mos. Usa incentivos y premios, y no el palo y el castigo. Nos atrae mediante nuestros deseos más profundos, y no con amenazas de castigos eternos. Nos llama a la alegría de su presencia, invitándo­nos a descubrir, en nuestros deseos más profundos, su irresistible y apasionado amor por nosotros.

¿Qué nos dice todo esto sobre las adicciones? Dos estrategias saltan a la vista: la que podríamos llamar la del palo (ascética) y la de la zanahoria (nuestro deseo más profundo). La primera nos ha­bla de esta manera:

- Te estás dando cuenta de las predisposiciones, inclinacio­nes, apegos, dependencias, compulsiones, ídolos (cual­quier nombre que quieras darles) que hay en ti.

- Has de emplear toda tu energía en destruirlos.

- Si se han convertido en algo similar a aquel becerro de oro de los israelitas en el desierto, lo harás añicos como Moisés.

- De este modo conseguirás con sólo tus puños la libertad.

Mientras que la segunda estrategia nos sugiere:

- Te estás dando cuenta de que tienes estas propensiones, atracciones, apegos, dependencias, compulsiones, ídolos...

- No gastes tus energías en deshacerte de todo eso por tus medios.

- Usa la energía que tienes (siempre limitada) en aquello que la experiencia te ha enseñado que es «terreno firme», «vivir en la verdad», «dar gusto a Dios».

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- Y eso será como esa música del corazón que te empuja al baile y a vencer el miedo que te paraliza agarrado al pa­rapeto de la pista.

- No te esfuerces en despedazar el becerro de oro. En lugar de eso, vuelve tus ojos a la peregrinación a la montaña santa, y a todas las sorpresas que Dios te vaya revelando a lo largo del camino.

De esa manera Dios te guiará a la libertad sin que -n i siquie­ra t ú - te des cuenta de lo que está ocurriendo.

Es fácil advertir las diferencias entre ambas estrategias:

- La primera se centra en mí; la segunda, en Dios.

- La primera es trabajosa y dura; la segunda, ligera y llena de alegría.

- La primera depende de palos y castigos; la segunda, de zanahorias y premios.

- La primera se basa en tus miedos; la segunda, en tus deseos. - La primera es una carga; la segunda, una aventura.

Como ejercicio práctico, podemos anotar las cosas que en nuestra experiencia inmediata vemos que funcionan y se mueven por el miedo al palo, y las que siguen el método del incentivo. Por ejemplo, ¿qué nos deja sin energía y qué pletóricos de nueva ener­gía? ¿Hemos adquirido el hábito de utilizar con nosotros mismos más «el palo» que el incentivo y el deseo?

¿Con cuál de los individuos del grabado crees que te identificas?

¿Me dedico a combatir mis adicciones o camino hacia la montaña sagrada?

¿En qué empleo mi energía?

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La promesa del jardín

En el jardín del sepulcro, María Magdalena agarra y sujeta los pies de Jesús resucitado, y no quiere soltarlo. Vamos a reflexionar sobre esta escena un momento...

María cree que «conoce» bien a Jesús. Ha puesto toda su vida y toda su esperanza en ese conocimiento. No es, pues, de extrañar que, después de la angustia y desesperación del Calvario, se aferré con alegría a lo que ella cree ser el retorno a lo de antes. Pero Je­sús no se lo permite, porque la está llamando hacia lo que va a ser, a lo que viene a continuación.

Sabe muy bien que María no podrá seguirle en la nueva e ini­maginable realidad de la resurrección mientras se apegue a su de­pendencia de las realidades limitadas que ha conocido hasta en­tonces. La ama mucho y por eso quiere liberarla: que ella misma corte las amarras que la atan a las seguridades de la orilla del río y se una a él en la corriente de la Vida.

En aquel breve encuentro -en el que el tiempo no cuenta-María Magdalena -y nosotros con el la- pasa de ser una persona llena de miedo, que quiere retener y atenazar lo que teme perder, a apóstol llena de confianza y poder, que abandona el jardín para convertirse en el primer canal por el que pase el caudal del Evan­gelio. María -y nosotros con ella- nace a una nueva dimensión de libertad, porque Jesús ha cortado el cordón umbilical de nuestras necesidades y adherencias, y nos ha lanzado hacia la plenitud pro­metida de Vida en Él.

Estriberón

Palabra poco conocida, pero que designa un objeto muy usa­do. Un estriberón es el pedrusco, el tronco, cualquier apoyo colo­cado a trechos sobre el agua o el suelo en un paso difícil. Su signi­ficado nos sirve para la siguiente oración, que es una escenificación imaginaria. Si no te ayuda, déjala como las abejas el polen de las flores cerradas.

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Cada respiración, un estriberón hacia Dios

Esa máxima se ha hecho ya parte de mi vida. La oración me sabe a eso muchas veces. Hoy dejaré que ese sentimiento dibuje el cuadro de mi oración. Y comienzo a caminar por ese escenario co­mo si fuese algo real y vivo. Siento los remolinos del río y me subo a una piedra que sobresale. Mi oración de hoy quiere, Señor, que­darse en ese estriberón delante de tu presencia invisible.

El río es ancho, tan ancho que no puedo ver la otra orilla por más que aguce la vista. El agua es clara pero turbulenta, con mil co­rrientes invisibles, inesperados saltos y rápidos, y también tranquilos remansos. Y yo me siento segura en mi estriberón, como si estuvie­ra en una isla de la verdad. Detrás de mí, en esta orilla, está mi ca­sa, pequeña, de piedra, que me cobija y me mantiene caliente y se­gura y me resguarda del mundo. Mi pequeña vivienda es mi reino. El lugar adonde retornar cuando el río se vuelve salvaje o el agua fría, o cuando merodean por las riberas animales de rapiña.

La vista desde mi piedra es desconcertante. Cuando eché a andar para cruzar el río y llegar a tu Verdad y tu Reino en la orilla invisible del otro lado, yo había creído que sería una aventura, pe­ro ha resultado algo diferente. Porque ahora no puedo ver más que este estriberón sobre el que estoy de pie. No hay modo de seguir adelante, no sé qué hacer en mi situación, de pie, rodeada de agua, posada en una piedra. Todo lo que se me alcanza es estar aquí, presente al momento presente. No hay un adelante hacia el cual andar, porque no hay camino: solamente una línea de piedras que he ido dejando detrás de mí. Y no quiero volver atrás. De ver­dad, no quiero volver atrás.

Por un momento, me invade una ola de pánico, pero se apa­cigua y me deja de nuevo en equilibrio sobre mi piedra. Inspiro y espiro el aire, noto el chapoteo del agua que, a veces, me salpica como pulverizada, escucho el latido palpitante de toda la crea­ción... y espero, simplemente te espero a ti.

De pronto, siento mi corazón bañado por una calma asom­brosa, y allí estás Tú, a mi lado. Colocas otra piedra delante de mi y me invitas a dar otro paso sobre las aguas que no tienen fondo. Otra inspiración, otra espiración, otra oración, otro estriberón. Una, solamente una piedra más, pero más cerca de la otra orilla.

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Mi respiración se calma, cada jadeo es un estriberón hacia Ti. A medida que pasa el t iempo, aprendo a reconocer tus caminos, y a estar segura de que, cuando me encuentro en medio de aguas turbulentas, Tú colocas un nuevo estriberón -só lo u n o - y me invi ­tas a dar un nuevo paso adelante. Recibo con alegría tu llegada y te sonrío en silencio. Ya me entiendes.

Vengo a la oración a esperarte. Sé que puedo fiarme de t i . So­bre mi pedrusco, mi pequeña isla, siento una ondulación, un rizo en el agua, y me voy l lenando de expectación porque ya te veo acer­carte. Hoy has tardado un poco más. Te has demorado en la ribera, buscando la piedra adecuada, la que necesitaré hoy. Y me fi jo en có­mo lo haces: vas retirando, una tras otra, las piedras de mi casa, en mi ori l la. Ya está a medio derruir. Destruyes mi reino, pedazo a pe­dazo, para trazar el camino por el que acabaré descubriéndote.

Sugerencias para la oración y reflexión

La parábola de la cizaña

Jesús les propuso otra parábola: El reino de Dios puede compararse a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero cuando todos dormían, vino su enemigo, sembró cizaña entre el trigo, y se escapó. Cuando cre­ció el trigo, la cizaña también apareció. Los criados fueron al amo y le dijeron: —Señor, ¿no eran buenas las semillas que sembramos? ¿De dón­de sale esa cizaña? —Algún enemigo lo ha hecho —contestó. —¿Quieres que vayamos y la arranquemos? —preguntaron los criados. —No, no vaya a ser que, al recoger la cizaña, arranquéis también el trigo —explicó el amo—. Dejad que crezcan juntos hasta la sie­ga. Entonces se distinguirán, y diré a los segadores: Cortad prime­ro la cizaña, atadla en gavillas y echadla al fuego; recoged luego el trigo y lo metéis en mi granero (Mateo 13, 24-30).

Deja que el Señor te hable, a través de esta parábola, de las semillas buenas y malas que están creciendo en el campo de tu corazón. Puedes preguntarle qué has de hacer con la cizaña (tus

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apegos, adicciones, tendencias, propensiones...) y escucha su consejo para ti, para tu caso. Acaba p id iéndole que te muestre el valor enorme de la cosecha que está madurando en t i .

Si puedes imaginarte la vida como un río, ¿te sientes tentado a edificarte «casas fortificadas» en la orilla? ¿Dónde te encuentras más a gusto? ¿En la ribera o en la corriente? ¿Puedes identif icar qué te atrae y retiene en la or i l la, y qué te tira hacia la corriente?

¿Hay algo que deseas muy de veras en tu vida, pero te sientes sin valor para «soltar el asidero del parapeto»? Preséntale a Dios tus temores con toda honestidad y deja que sea El quien encauce tu mirada y atención hacia tu deseo. ¿Qué te empuja con más fuer­za? ¿Tu miedo o tu deseo? ¿Prefieres que las cosas cont inúen igual o te gustaría que hubiera cambio, transformación? Sin disfraces ni excusas, pon todo esto delante de Dios.

¿Recuerdas alguna ocasión en la que sentiste que «te daban la vuelta y te vaciaban», como hacemos con una botella? Ahora, re­cordando sus consecuencias, ¿crees que aquella experiencia fue, a f in de cuentas, «mortal» o «vivificante»? ¿Disminuyó o aumentó tu libertad interior?

Con mirada crít ica, examina uno de esos «apegos», que qu i ­zás te gustaría no tener. ¿Cómo lo tratas? ¿Con el palo o con la za­nahoria? ¿Crees que tu método es eficaz? Si no lo es, ¿qué se te ocurre que podrías hacer para cambiarlo? Lleva tu deseo de cam­bio a la oración, preséntalo a Dios y pídele la gracia de re-enfocar tu energía.

¿Te has sentido alguna vez cortado o separado de algo o de alguien que tú creías que era esencial para tu bien? Si ha sido así,

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recuerda en la oración aquella ansia por volver a «lo de antes». Desde aquel tiempo, tu futuro se habrá abierto un poco más ante ti. ¿Tienes todavía la misma sensación de pérdida y privación, in­cluso de desesperanza, o ha sido más fuerte tu experiencia de mi­rar hacia «lo que viene después»?

Quizás te apetezca meditar sobre el encuentro de María Mag­dalena con Jesús en el huerto tras la resurrección (Juan 20, 11 -18). Que el Señor vea tus lágrimas y dolor, como vio las suyas. Escucha sus palabras: «No te aferres... no te apegues... suéltame...». Deja que el Señor toque tu dolor y te infunda su poder y la confianza en su amor liberador, de su fe en ti que nunca falla.

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Conocer al enemigo, confiar en el amigo

Antes de que entremos en las grandes cuestiones acerca de las promesas y desafíos de la verdad y la libertad interiores, me gustaría compartir un sueño, que bien podría ser una imagen pre­cisa de lo que nos ocurre cuando estamos «colgados».

En mi sueño, viajaba yo en un tren. Antes de que hubiéramos recorrido mucho trecho, el mismísimo maquinista vino hasta mi asiento y desdobló ante mí el mapa del viaje. Yo no conseguía re­conocer ninguno de los sitios por los que íbamos a pasar -sus nombres no me decían nada, eran parte de un futuro todavía des­conocido- pero el maquinista señaló la ruta con su dedo sobre el mapa, me sonrió y acabó comentando: «Vamos a viajar siempre hacia el norte».

Continuó el viaje y llegamos a una estación. Era preciosa. Ha­bía sido una casita de campo pero la habían convertido en esta­ción. Las paredes estaban cubiertas de enredaderas, flores, madre­selvas y fucsias. Las ventanas, pequeñas y primorosamente talladas en madera, estaban incrustadas en las sólidas paredes, que apare­cían blanqueadas e inundadas por el sol. A lo largo del andén ha­bía pequeñas mesas preparadas para la comida. Todo invitaba en aquella estación a bajarse del tren, olvidarse del viaje y quedarse en un sitio tan encantador.

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Sin embargo, en mi sueño, no bajé. Decidí continuar el viaje. Pero, tras tomar semejante decisión, el recorrido comenzó a ser mucho menos agradable. Caí en la cuenta de que algo terrible es­taba ocurriendo en el tren, algo que no se veía pero que se adivi­naba. Mataban niños, maltrataban a la gente, hacían prisioneros. Me puse nerviosa y me asaltó el miedo, pero el mal, fuera lo que fuera, permanecía invisible.

Mis temores se confirmaron cuando noté que alguien se mante­nía entre dos vagones de mercancías vacíos colgando de un gancho. Un escalofrío me recorrió la espalda cuando pensé que, en cualquier momento, los dos vagones podían aplastar a aquella persona, o que podía caerse a la vía y morir arrollada por el tren. Pero, antes de que yo pudiera reaccionar, un brazo enorme salió del techo de uno de los vagones y una mano gigante y rapaz agarró a la persona, la descolgó del gancho, la arrojó a las profundidades tenebrosas del vagón vacío y la dejó allí, sin ninguna posibilidad de salida o supervivencia. Aquel «brazo aterrador» debía de pertenecer a una presencia maligna, que viajaba en aquel tren, que causaba estragos, pero que no (extraña y significativamente no) tenía el control del tren. La figura maligna, por muy depravada y poderosa que fuese, no era la que mandaba en el tren, no era el maquinista del tren.

La estrategia de la esclavitud

Me desperté del sueño, que casi (aunque no del todo) se ha­bía convertido en pesadilla. Tenía que reflexionar sobre todo ello. Sabía que el sueño quería decirme algo importante.

Como decía, quiero compartir mis reflexiones, con la espe­ranza de que encuentren resonancia en vuestra propia experien­cia. Esto es lo que aprendí del sueño:

- El tren, al que puede considerarse como la metáfora de nuestro viaje con Dios, se dirigía al norte, sin cambiar nun­ca de rumbo. La firmeza y convicciones del maquinista eran más fuertes que todo el mal que se perpetraba en el tren.

- La casita de la estación era tan atrayente y seductora que me sentí tentada a permanecer allí, en aquel «lugar de

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consolación». Tenía todos los requisitos para convert i r^ en una adicción: era un «gancho». En ese contexto, la p^ labra «conversión» cobraba su sentido pleno. I n c l u í nuestras experiencias más profundas de conversión, V^ que son tan hermosas y están tan llenas de sentimiento5

positivos, pueden hacerse tan atractivas que resulten gaf chos que nos retienen, y así acabamos abandonando e ' viaje, sin seguir adelante.

- El mal es algo endémico en nuestro mundo. Viaja, invisi' ble pero insidioso, en nuestro mismo tren. No sólo com° una amenaza siempre presente, sino causando daño y destrucción muy activamente. Pero, al ser invisible e in­tangible, necesita manos y pies, mentes y corazones para llevar a cabo su obra maligna. ¿Cómo alista sus tropas?

- El «brazo del mal» desengancha al colgado para arrojarlo a la mazmorra del cautiverio.

Cuando reflexioné sobre esto, caí en la cuenta de una verdad muy sencilla y obvia. El mal puede hacerme suyo cuando estoy «colgado». Como un pez en el anzuelo, soy incapaz de escapar de sus garras mientras me tienen atrapado por el gancho. Pendiente del gancho, el mal puede hacer de mí lo que le venga en gana. El paso siguiente a la adicción es la esclavitud. Los ganchos de los que cuelgo son los accesos abiertos en mi vida a los movimientos negativos y destructivos. Y, una vez esclavizado, puedo ser alistado fácilmente en las milicias de ese falso comandante.

Y así el mal sale de pesca día tras día, nos encuentra sujetos por los anzuelos y, como se hace con los peces, nos saca del agua y nos echa en su cesta. Lo hace con tal suavidad y maña que ni si­quiera advertimos el peligro, ni nos damos cuenta de lo que está sucediendo. Naturalmente, no nos arranca del garfio para librar­nos, sino para esclavizarnos, para vendernos al mejor postor.

No hay necesidad de darle más vueltas a este asunto. Este

cuento macabro, que es como una pesadilla, pone en evidencia |^ estrategia de las fuerzas negativas que cierran filas contra nosotros, que merodean por los alrededores en busca de incautos que cai­gan en sus redes, de insensatos que, engñados por el cebo, se tra­guen el anzuelo.

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Cada uno a nuestra manera, podemos completar esta historia. Una vez esclavizados por nuestras compulsiones específicas, se nos va haciendo más y más habitual actuar mal para que no nos «falte» aquello que tanto creemos necesitar (que puede ser algo in­tangible, como reconocimiento, popularidad, poder...). ¿No he­mos zancadilleado, alguna vez, a un colega por conseguir nuestra propia promoción, puesto en peligro una amistad por no dar el brazo a torcer, arriesgado nuestra salud y seguridad o la de los de­más por ganancia o lucro, mentido o engañado por mantener nuestra «imagen»? ¿No hemos permitido que algún apego o adic-ción «anide» en"nuestro carácter, pervirtiendo y mancillando nues­tro modo de vivir, de sentir y actuar, hasta que -como un cáncer-

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esa mala afición, ese tumor nos descontrola por completo y co­mienza a tomar el control de nuestra vida?

Ignacio percibió con toda claridad esa estrategia, y en sus Ejercicios nos invita a meditar sobre las dos «banderas», sobre dos banderines de enganche, para reclutar y reunir tropas: el estandar­te del mal, cuyo fin es esclavizarnos para convertirnos en mario­netas, y el pabellón de Cristo, que quiere liberarnos. Aunque en nuestros días no nos van las imágenes bélicas, militares, la psico­logía que subyace al vocabulario ignaciano es muy real y verda­dera. Los dos comandantes viajan en el tren de mis sueños: yo ten­go la última palabra sobre cuál de ellos quiero que sea, cada día, el maquinista de mi vida.

¿Y la estrategia de la libertad?

A primera vista, no suena muy atractiva, ya que se trata de la pelea por «desengancharnos» de todo eso que nos tiene bien su­jetos. Como todos sabemos por propia experiencia, desenganchar­se puede ser doloroso, e incluso repugnante. Perdemos aquello que tanto valoramos. La libertad cuesta cara, la pagamos al precio de sangre. La diferencia, cuando nos rendimos y nos entregamos al libertador, es que elegimos nuestro destino, en vez de ser unos pe­leles en manos de nuestras compulsiones.

En aquel sueño mío, esto equivale a aquella decisión de no bajarme en la estación bonita y atractiva, sino de arriesgarme a se­guir adelante. Era una decisión, una elección entre un deseo hon­do (de permanecer en un lugar tan encantador) y otro todavía más profundo (seguir adelante). La opción que tomé era fruto de mi an­helo más grande.

En el momento de elegir, las opciones parecían desiguales. El encanto de la estación parecía más atrayente que los rigores del viaje. Entonces, ¿por qué me decanté por el viaje? Sin duda, por­que mi deseo más intenso era llegar al destino ansiado (¡el Norte!), y ese anhelo era más fuerte que el de quedarme en el lugar de con­solación, y lo bastante poderoso como para sostenerme a través de los obstáculos y dificultades a lo largo del trayecto. Todo esto nos

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permite descubrir el esquema de la estrategia de liberación. Parece que podríamos describirla así:

- Comienzo a darme cuenta de que todo lo que tengo -vida, entorno, circunstancias, talentos, sentimientos e incluso las cosas que me tienen «enganchada»- son dones, regalos.

- No tengo dominio ni control permanente sobre nada -y no puedo tenerlo (por la naturaleza de las cosas)- ya que yo mismo paso a través del mundo creado en este mo­mento del tiempo, y todo lo demás es también momentá­neo y transitorio. Tratar de detener y retener las cosas o personas es volver del revés la lógica natural de la crea­ción y creerme yo mismo «creador».

- Ya que nada es «mío» de una manera verdadera y perma­nente, no tengo por qué temer las pérdidas aparentes de mi vida, ni nada que ganar de las adquisiciones o logros, aunque no me lo parezca, ni yo lo sienta así en lo super­ficial de mí mismo. Si consigo comenzar a vivir desde mi centro libre, me sentiré libre de la necesidad constante de aferrarme a lo que temo perder o de esforzarme neurótica y obsesivamente por conseguir lo que espero lograr. Toda la energía necesaria para mantener ese «aferrarme» y ese «esforzarme» se libera para el reto emocionante de llegar a ser lo que realmente soy.

- Paradójicamente, esto no disminuye mi gozo ni placer a la hora de disfrutar de la creación y de todos su dones. Al contrario, cuando dejo de mirar las cosas y las personas a través de la perspectiva de cómo «obtenerlas» y poseerlas, o cómo «deshacerme» de ellas -como meros contribu­yentes a mi propio bien-, mi visión se ensancha y co­mienzo a contemplar esos objetos y personas como real­mente son: distintos e independientes de mí, llenos de su propio misterio. Será como si quitase un filtro deformador de las lentes de mi visión. No serán ya percibidos e inter­pretados por mis deseos subjetivos, sino por su propia reali­dad objetiva. Seré libre y capaz de entrar en una verdade­ra relación con ellos, y ellos conmigo.

La historieta que sigue es pura ficción, pero puede ayudar a entender este proceso. Cristina tenía un hijo adolescente, Derek. A

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medida que Derek se aproximaba a la edad en que abandonaría el hogar, la madre se fue obsesionando con la idea de retenerlo cer­ca de sí. Su miedo a «perderlo» nacía de su temor a la soledad que invadiría su vida cuando él ya no estuviera en casa. Ese agobio fue convirtiéndose en su principal motor.

Todo cuanto Derek hacía o decía lo interpretaba ahora a tra­vés del miedo que había arraigado en ella. Si tenía una amiga, la madre temía perder su amor; si hablaba de un curso lejos de casa, temía perder todo contacto con él; si discutían, temía perder la gran confianza que ambos se dispensaban. Estaba «enganchada» a su hijo.

Para eliminar todo peligro, comenzó a manipularlo todo. Cri­ticaba a sus amistades femeninas e inventaba chismes contra ellas, «extraviaba» todo correo que llegase para su hijo de universidades de fuera, «caía enferma» en cuanto él planeaba salir durante el fin de semana y le consentía cualquier capricho con tal de tenerlo contento. Su relación empezó a deteriorarse.

No es difícil ver en todo esto una esclavitud: primero, Cristina es presa de su amor de necesidad por Derek. Construye toda su vi­da sobre la falsa suposición de que él es «suyo», le pertenece y puede retenerlo como propio. Para sentirse bien abastecida de ese amor de necesidad, comienza a hacer daño real, interfiriendo en su libertad y calumniando a sus amistades.

Mientras se agarre a ese «gancho», estará a merced de ese al­go esclavizante y destructor de vida que podríamos llamar mal es­píritu o incluso Satanás, que se aprovechará de su debilidad por Derek para arrojarla al vagón de los esclavos. Vivirá, a partir de ese momento, en una jaula cuyos barrotes son, precisamente, esa des­medida dependencia de su hijo. La posibilidad de un amor autén­tico y libre entre madre e hijo se arruina... a no ser que se abra una puerta al poder liberador.

La estrategia de liberación consigue parar y revertir el proceso:

Derek decide escaparse del nido-cárcel y se matricula en una universidad lejana. Cristina se desmorona. Se pelean y tienen una riña destructiva. Derek se marcha de casa. El «gancho» de Cristina se ha desprendido del techo y se ha dado un buen golpe con el suelo duro y frío, en el que queda tendida hecha un ovillo.

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Por primera vez tiene que enfrentarse a la realidad de que su hijo no es suyo ni le pertenece. Reconocerlo es terriblemente pe­noso, pero puede ser fuente de nueva vida. Es un momento de Cal­vario. Todos sus esfuerzos por retener a Derek han sido una inútil pérdida de energía. Los abandona y renuncia a ellos.

A las pocas semanas, la primera conmoción ya ha pasado. Llama a Derek por teléfono y sugiere una visita. Él acepta con des­gana y fijan una fecha. Ella concentra sus energías en planear bien la visita. Mientras lo hace, le vienen a la memoria recuerdos de su infancia, y esos recuerdos felices avivan en ella sentimientos de gratitud genuina. Y todo eso es fuente de nueva energía para ella.

Cuando llega el fin de semana de la visita, ve a su hijo desde un prisma diferente. Derek es ahora un joven independiente, con un grupo de amigos interesantes, y una visión de su propio futuro. La madre se sorprende de cuánto ha cambiado.

En realidad, Cristina es la que ha cambiado o, más exactamen­te, lo que ha cambiado es su modo de entender la relación con el hi­jo. Sin los filtros deformadores de su amor de necesidad, es libre y ca­paz de verlo y tratar con él como lo que es, un ser humano distinto e independiente, lleno de su propio misterio... ¡un placer tratar con él!

Entretanto, en casa, obligada a enfrentarse a la vida de sole­dad que tanto temía, comienza a usar sus energías en descubrir nuevos intereses y afanes, nuevas oportunidades, que se van abriendo cada vez más ante sus ojos -ya menos nublados- y que ella nunca hubiera ni imaginado en su estado anterior.

Y si aplicamos esta lógica de esclavitud y libertad a situacio­nes políticas y sociales de nuestro tiempo, encontraremos ejem­plos mucho más dramáticos del poder insidioso del mal que se in­filtra en nuestro trato y en nuestras decisiones, y del coste -pero también de la recompensa- de rendirse a la táctica de la libertad.

¡Cuidado con el «malo» disfrazado de bueno!

Jesús nos previno de que habría quienes se presentarían como «pastores» pero que, en realidad, serían lobos disfrazados de cor-

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deros. Generalmente pensamos que estos «falsos guías» son algo externo a nosotros. No faltan por desgracia agentes exteriores del mal, por ejemplo, esos que manipulan la religión o los que con­vierten la Palabra de Dios en una empresa multimillonaria, de la que ellos mismos son los principales accionistas.

Pero Ignacio nos previene respecto a un peligro interior, que está dentro de nosotros: «el mal espíritu». «Mala idea» o «impul­so malévolo» podríamos llamarlo. Ya hemos visto cómo estaba presente en los movimientos internos destructivos que tratan de llevarnos a la desolación y, por tanto, lejos de Dios. Y, lo que es más peligroso, pueden actuar de una manera que parece consola­ción. De nuevo, quisiera compartir mi experiencia.

Durante una temporada mi oración se había centrado en los sucesos de la pasión y muerte de Jesús, y la oración me ha­bía resultado muy provechosa, enfocando mi atención en varios aspectos de mi vida y mi itinerario interior que necesitaban ser sanados por Dios. Pero noté que, de alguna manera, me resistía a cruzar el umbral del viernes al sábado, de pasar adelante en mi oración hacia la resurrección. Lo hice, desde luego, aunque con cautela y poca decisión. Traté de centrarme en la escena en la que María Magdalena se encuentra con el Señor resucitado en aquel huerto. Podéis imaginaros mi reacción cuando, des­pués de todo lo que me había costado y todo lo que yo me ha­bía resistido a dar el paso, «veo» a Jesús levantando su mano pa­ra impedir que me acercara y diciendo en tono adusto: «No me toques».

Quedé desolada y acongojada. Decidí allí mismo no volver a elegir esa escena para mi oración. No sólo eso, decidí abandonar la oración, por lo menos durante una temporada. Todo esto ocurría muy entrada ya la noche y en medio de lágrimas amargas.

Habréis notado que es un ejemplo típico de cambiar de rum­bo durante la desolación y volverse atrás de las decisiones toma­das durante la consolación.

Dio la casualidad de que iba a pasar el fin de semana con una amiga con la que me entiendo a las mil maravillas. Naturalmente, salió el tema y le conté lo de mi oración y el «no me toques». Me escuchó en silencio y, luego, me dijo con gran sabiduría espiritual:

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—¿Crees que todos esos efectos que me describes son real­mente de Dios?

Yo estaba convencida de que había sido el mismo Jesús en persona quien se había dirigido a mí durante la oración con esa frase tan dura, sin duda apuntando a algo que yo necesitaba exa­minar o corregir. Pero, reflexionando sobre las palabras de mi ami­ga, me di cuenta de que los efectos secundarios -desolación, an­gustia, deseo de abandonar la oración- llevaban claramente la marca de lo negativo, de lo que Ignacio llama el «mal espíritu». Era también buen ejemplo de lo que él describe como «tentación bajo especie de bien» o como «ángel malo» revestido de la apa­riencia de «ángel de luz». Con palabras actuales, un engaño, una insidia que se había infiltrado en mi oración, de modo que me ha­cía creer que el mismísimo Jesús se mostraba enfadado conmigo, cuando en realidad no era sino una manifestación de mi propio ser, que estaba ansioso por reconocer a Jesús como resucitado y esa congoja malsana estropeaba mi actitud orante.

No es fácil reconocer esto cuando ocurre. La piedra de toque son los efectos secundarios de la experiencia, y ver si te acercan a Dios o te alejan de El. Otro consejo saludable es el de compartir tu experiencia y tus reacciones con un amigo o acompañante espiritual en quien confíes, que sea capaz de devolverte como un espejo la ex­periencia que acabas de pasar. Y eso puede ayudar mucho porque, como habrás visto en mi caso, cuando te encuentras bajo el influjo de esta clase de agitación negativa, que parece ser buena, puedes ofuscarte e impedirte no ver los efectos desastrosos que ha inducido en ti. Ese desabrimiento y desolación no viene de Dios.

Quiero advertir, con todo, que del hecho de que algo parezca áspero y exigente en la oración no se sigue que eso no es de Dios. Que las palabras que Jesús me dirigió fueran duras no significa que no fueran suyas y no me las dirigiera a mí, sino que el efecto que me causaron demuestra que Dios no estaba detrás de ellas. Su­pongamos que las mismas palabras me hubiesen avivado el deseo de volverme a Dios y de pedirle que me iluminara más honda­mente su sentido. La misma oración podría haber acabado tam­bién en lágrimas, pero de consolación y no desconsoladas. Y, si ése hubiera sido el efecto, el discernimiento nos hubiera indicado que esa oración estaba realmente enraizada en Dios. En mi caso, el re-

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sultado de abandonar la oración era el indicio más claro de que aquel movimiento interior no tenía su origen en Dios. Es además un ejemplo claro de la regla ¡gnaciana de «llevar la contraria», del agere contra, a lo que el impulso dañino nos sugiere.

Personas con una larga, honda y amorosa relación con Dios y que han practicado el discernimiento durante años pueden caer en esta trampa en la que lo perjudicial se reviste de beneficioso. Por tanto, ¡cuidado!

Cuando se levanta la niebla

Hace unos años un pariente ya un poco mayor, Max, vino a pasar unas semanas con nosotros. Aquel año hizo un otoño mara­villoso y uno se henchía de gozo con tan sólo mirar a los árboles. Parecía que Max disfrutaba de sus vacaciones, pero ¡tenía gran apego a su ropa! Y así, cuando había que lavarla, teníamos que ro­bársela furtivamente a la noche y tenerla ya seca y planchada a la mañana. Todo fue de maravilla con la ropa pero ¡no se nos había ocurrido pensar en sus gafas!

Era una mañana clara y reluciente, y el tío Max comentó:

—Me gusta este sitio, pero ¿por qué hay siempre tanta niebla?

No fue fácil convencerle de que la «niebla» no tenía su origen en el lugar, sino en las capas de mugre que presentaban los crista­les de sus gafas.

¿Hay niebla?

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La dificultad del tío Max me recuerda mi propia experiencia. Y quizás la vuestra. Sé que soy capaz de derrochar mi energía tra­tando de convencerme a mí misma y a los demás de que el pro­blema está en el «exterior» y de que mis gafas son totalmente transparentes. Puede ser humillante vernos forzados por las cir­cunstancias a «quitarnos las gafas» y caer en la cuenta de que ne­cesitan una limpieza a fondo, porque el «exterior» está esplendo­roso. Pero, una vez que hemos limpiado las lentes, ¡qué vistas!

Sugerencias para la oración y reflexión

Os lo digo solemnemente: Yo soy la puerta del redil. Los que vinieron antes mí eran ladrones y bandidos; pero las ovejas no les hicieron caso. Yo soy la puerta. Quien entra por mí se salvará: podrá entrar y salir y encontrará buenos pastos. El ladrón sólo viene a robar, matar y destrozar. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. El buen pastor da la vida por sus ovejas. El que no es pastor ni dueño, sino un simple asalariado, abandona a las ovejas y se escapa cuando ve venir al lobo, y el lobo arrebata a las ovejas y las dispersa. Eso ocurre porque es mercenario y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor. Conozco a mis ovejas y ellas a mí.

(Juan 10, 7-14)

Céntrate en la quietud de tu corazón de la manera que mejor pueda ayudarte, y trata de recordar alguna ocasión o situación en la que te sentiste con miedo y sin guía en una noche negra y tor-

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mentosa (quizás es algo de lo que sientes ahora; o, al menos, pue­des imaginarte en una situación similar).

Lee el pasaje despacio, tantas veces como sientas gusto espi­ritual en hacerlo.

En tu oración, escucha, con todo tu ser, la llamada del pastor, que viene en tu busca en medio de la tormenta. La noche está lle­na de estruendo, y tus ojos parecen ciegos en la oscuridad. ¿Cómo podrás cerciorarte de que la llamada que estás escuchando es la del pastor y no la de algún salteador que quiere hacerse pasar por guardián del rebaño?

Recurre a tu memoria para evocar otras ocasiones en las que oíste la voz del pastor cuando te encontrabas como oveja perdida y amenazada. Escucha con atención para reconocer su tono de voz. En medio de los ruidos de la noche, la llamada del pastor se deja oír clara y firme: ¿qué sientes?

Mientras recuerdas - o imaginas- la situación, hazte esta pregunta: ¿fuiste tú quien encontró al pastor o él quien fe encon­tró a f/?

¿Puedes dar con el nombre exacto o con la descripción de al­gún «punto flaco» personal que te convierte en presa fácil de los impulsos negativos de tu corazón? Durante la oración, presenta a Dios los hechos con toda simplicidad y pídele que te libere. Al ha­cerlo, conseguirás ver por ti mismo la realidad tal como es, y al mismo tiempo superarás ese estadio en que te negabas a recono­cer que esas debilidades tuyas eran una dependencia a la que es­tabas aficionado.

Siéntate a ver la televisión y fíjate en uno o dos anuncios comerciales. ¿Qué «puntos flacos» -nuestras necesidades y de­seos- tocan y tratan de excitar? ¿De qué manera manipulan nues­tros anhelos e incertidumbres personales? ¿Qué te parece? ¿Usan una estrategia liberadora o esclavizante? Un modo de dilucidar­lo es preguntarse: ¿Me empujan a convertir algo en «mío» y a sa-

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car alguna ventaja de esa «posesión» o me invitan a dar o dejar algo, y me aseguran que, al hacerlo, no sólo no perderé sino que seré más?

Podrías reflexionar de la misma manera y hacerte las mismas preguntas sobre el modo como «la Iglesia» actúa. ¿Crees que trata de sobornarte con promesas y premios, te amenaza con castigos o, por el contrario, te acompaña en tu camino hacia la Verdad? ¿Fa­cilita tu liberación o coopera con lo que trata de esclavizarte? Si te sientes nervioso con lo que te revelan estas cuestiones, ¿qué po­drías hacer para cambiar la situación, recordando que todos noso­tros somos «Iglesia»?

* * *

¿Podrías identificar alguna situación o alguna época en la que tuviste como guía a un «pastor embaucador», que tenías dentro de ti o fuera? ¿Qué te hace pensar que era «falaz»? ¿Qué tretas em­pleó ese guía falso para sumergirte en la desolación y alejarte de tu Norte?

* * *

Evoca algo que hiciste o permitiste que ocurriese durante tu vida de lo que ahora te avergüenzas. No te juzgues. Simplemente, trata de seguir las huellas hasta llegar a las raíces de esa acción e identificar el «punto flaco» que te llevó hasta esa situación. Si crees que ya estás libre de esa debilidad, que has taponado ese portillo por donde se te coló el «mal espíritu», da gracias a Dios por haberlo identificado y superado. Si no, ofréceselo en la ora­ción y pídele que te conduzca a la libertad.

* * *

Contra lo que se dice (que vienen con un pan bajo el brazo), los niños no traen nada consigo al mundo cuando nacen y cono­cen bien su debilidad. Si tienes ocasión de observar la reacción de algún pequeño en Navidades, trata de advertir si todavía lo ve to­do como «regalo» o si ya ha comenzado a exigir cosas con un «de­seo de poseer». Considerando que todos llevamos un niño en

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nuestro interior, ¿crees que ha pasado ya de la primera a la segun­da fase? ¿Está todavía en tránsito de la una a la otra? ¿A qué «edad» dio el paso o lo dará? ¿Qué te dice todo esto sobre la insistencia de Jesús en que nos hagamos como niños pequeños? Y reflexiona también sobre tus reacciones en las ocasiones en que hay regalos de por medio.

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¿Qué es la libertad? ¿Qué es la verdad?

La segunda de esas dos preguntas es la que le hizo Pilato a Je­sús en el preciso instante en que éste entregaba libremente su l i­bertad y se dejaba apresar. ¿Puedes imaginarte al gobernador ro­mano en esa escena? La tensión en el tribunal y el juicio, la fiesta judía de la Pascua, la multitud agitada, el creciente presentimien­to de que hay algo totalmente distinto e insólito en el prisionero que tiene enfrente...

Fíjate en sus subterfugios y escucha la pregunta con la que quiere desviar la atención de sí y de su nerviosismo: ¿Y qué es la verdad? Con eso pretende trasladar el problema del plano canden­te de lo personal al impersonal de la filosofía. ¿No has hecho tú lo mismo cuando una conversación se acercaba peligrosamente a un punto candente que podía dejarte desairado ante tu interlocutor? ¿No has derivado a cuestiones vagas y abstractas, que dejaban de ser molestas al ser tan generales y no tener respuestas concretas?

Pero si consiguiéramos adentrarnos en la corriente subterrá­nea de lo que está pasando en aquel tribunal, quizás acabaríamos dándonos cuenta de que no se trata realmente de tácticas y de des­viar la atención, sino del primer rayo de luz y de realidad que se asoma al corazón de Pilato, que brota espontáneamente de lo pro­fundo de su ser, y que busca desesperadamente una respuesta, pre-

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cisamente al margen de la distancia que le separa de ese conde­nado cuya vida está en sus manos. Escucha sus palabras cuando la claridad de su necesidad íntima, en su corazón, rompe la noche exterior y se impone a la confusión que agita todo su ser:

¿Qué es la verdad?

Cuando empecé a pensar en las cuestiones que tenía que abordar en este libro, el tema de la libertad y la verdad me pareció absolutamente central. Me había encontrado yo misma, cara a ca­ra, con la pregunta de Pilato mientras oraba sobre la Pasión y viví en mi corazón las mismas tensiones del gobernador romano. La pregunta de Pilato llegaba hasta mí rodando y su eco resonando, por la escalinata de los siglos, saltando de escalón en escalón, has­ta pararse a mis pies y exigir que la asumiera como mía.

La posibilidad de seguir adelante por el camino con el Señor parecía depender de que yo asumiera esa pregunta y que se oyera en el espacio que me separa de Dios.

Sin embargo, cuanto más pienso sobre ello, más descabellado me parece incluso el insinuar que puede haber alguna «respuesta» a estas enormes preguntas. Por tanto, todo lo que puedo, y me atrevo a hacer, es compartir uno o dos indicios que me han pro­porcionado algo de luz, en este trecho que hay entre la verdad de Dios y mi falsedad, entre mi cautiverio y la libertad hacia la que sé que Dios me está atrayendo.

Cuando oigo el eco de la pregunta de Pilato en mi oración, me doy cada vez más cuenta de por qué es tan importante. Mi es­cuela tenía como emblema las palabras del Evangelio:

«La verdad os hará libres»

Viví con esas palabras durante años, bordadas en el uniforme, resonando en el himno del colegio al final de cada trimestre... Día tras día fueron infiltrándose en mi corazón, y allí yacían como un óvulo esperando su fecundación. Le costó treinta años madurar, pero cuando finalmente lo hizo, comenzó a vivir su vida.

Caí en la cuenta de todo esto cuando comencé a pensar en esas dos preguntas, y también comprendí lo centrales que son en cualquier exploración que quiera hacerse de nuestra vida interior. Pero fue en la tarde de un domingo desabrido de noviembre cuan-

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do algo se ajustó y acopló en mi mente como con un golpe seco, algo que me ayudó, primero, a abarcar la magnitud de la cuestión y, luego, intuir que tenía que ver con el asunto de la distancia, del trecho de separación. Me explico:

En el espacio de separación

Las palabras que agudizaron mi comprensión aquella tarde suenan casi a frase hecha, pero fueron pronunciadas por alguien que evidentemente las había sacado del fondo de su experiencia. Eran éstas:

Dios viene a nosotros...

- No allí donde deberíamos estar, si hubiéramos tomado siempre las decisiones adecuadas en nuestra vida.

- No allí donde podríamos estar, si hubiéramos aprovecha­do todas las oportunidades que Dios nos ha dado.

- No allí donde desearíamos estar, si no tuviéramos que es­tar donde nos hallamos.

- No allí donde creemos que estamos, ya que nuestra men­te no concuerda con nuestro corazón.

- Ni allí donde los demás creen que estamos o deberíamos estar, según sus propios planteamientos y agendas.

Había oído mil veces ¡deas y pensamientos parecidos: que Dios acude a nosotros allí donde estamos, doquiera nos hallemos. Y todos lo afirmamos con nuestra cabeza, pero aquella tarde lo percibí de repente y asimilé esa verdad con mi corazón, y en aquel momento la verdad me trajo un nuevo grado de libertad, tal como Jesús lo había prometido.

Y, en realidad, todo el intríngulis y el meollo de la cuestión es­taba en el espacio, el intervalo, en el tramo de separación. Los gra­bados explican lo que quiero decir.

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¿Desde qué lugar actúo?

¿Desde las imágenes que de veras soy? doy de mí?

Mis situaciones, encuentros y relaciones

Descubrí que, cuando me veo en cualquier situación particu­lar, o tomando una decisión cualquiera, o en uno de mis encuen­tros con los demás, existen dos puntos de vista. Podríamos inclu­so denominarlos con más propiedad puntos de referencia. Uno es el lugar donde realmente me hallo a los ojos de Dios; el otro es el sitio desde el que, en la práctica, actúo ese momento. Unos ejem­plos ayudarán a comprender lo que quiero decir.

Estoy en la oficina. Mi jefe me llama para la evaluación anual. Mi salario dependerá de lo que resulte de este encuentro. Aquí se juegan las perspectivas de mi carrera y, por ende, la confianza en mí misma. Me pregunta:

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—¿Qué papel podrías desarrollar en la empresa los próximos tres años?

Se me ocurren dos respuestas:

1. Espero estar al frente de uno de los equipos asumiendo más responsabilidades.

2. Espero dejar todo esto antes de tres años y dedicarme a lo que realmente he querido hacer toda mi vida.

La primera contesta desde el punto de vista en el que mi jefe piensa que me hallo. Yo respondo lo que creo que quiere escuchar. No es la verdad. La segunda respuesta sale de donde realmente me encuentro. Expresa la verdad de lo que pienso, pero casi seguro que no lo diré en voz alta.

A veces la respuesta falsa, que no es verdad, no se queda en un juego verbal, sino que determina acciones y decisiones que pueden cambiar la vida. Por ejemplo, el caso de un joven que, al descubrir que su amiga está embarazada, contrae un matrimonio que no desea. Obra conforme a lo que cree que debe hacer, pero habrá de asumir las tensiones del trecho que separa su deseo real del lugar falso desde el que ha tomado semejante decisión.

El núcleo del problema no está en cómo respondemos o qué elegimos, sino en la tensión entre donde nos sentimos atraídos a estar y donde realmente estamos. El problema reside en esa dis­tancia, en el espacio que separa los dos lugares. Pero ¡también ahí se encuentra la solución! Se comienza a resolver la tensión tan pronto como reconocemos ante Dios, y ante nosotros mismos, que existe ese espacio.

Estoy convencida de que tendrás cantidad de ejemplos pare­cidos, sacados de tu propia experiencia. Algunos son tan claros que casi ni merecen que nos preocupemos de ellos. Todos cono­cemos esos pequeños dilemas y nos las arreglamos sin mayor difi­cultad. Pero hay otros que pueden arruinar nuestra vida.

¿Qué es lo que, aquella tarde, me causó un impacto tan po­deroso sobre el lugar donde se encuentra la verdad?

Creo que es realmente muy sencillo. Comprendí de pronto que Dios está siempre en el lugar donde yo estoy realmente, y no

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en todos esos puntos de referencia falsos que tan a menudo dictan mis elecciones y decisiones. Fue para mí un abrir los ojos. Dios conmigo, completamente y con todo amor, presente y cercano a mí en todos los lugares verídicos y reales:

- El lugar donde reconozco lo que verdaderamente prefiero hacer en mi vida.

- El sitio donde admito con toda honestidad que lo que es­toy haciendo o decidiendo no corresponde a mi deseo más profundo.

- El punto aquel donde puedo decir: «Así es como lo sien­to» sin echar mano de las máscaras ni pretextos con los que trato de protegerme de mí mismo y de los demás, o con los que creo proteger a los demás de los dardos hi­rientes de mis verdaderos sentimientos.

No es, pues, extraño que me sienta desvalido e impotente en el lugar desde el que estoy tratando de actuar, ya que no es mi verda­dero sitio, ni el espacio donde está Dios. ¿Cómo? ¿Hay algún lugar donde Dios no está? ¿No está en todas las cosas, en todas las partes? De nuevo, la respuesta es tan sencilla que no nos sorprende, pero es profundamente verdadera: Dios no está en nuestros puntos de refe­rencia falsos, porque Dios es la Verdad, y no puede estar en la fala­cia y el fraude. Dios está en el lugar donde estamos verdaderamente, y es allí donde quiere curarnos, perdonarnos, fortalecernos. Allí, y en ningún otro lugar, es donde recibimos sus dones. Y alcanzamos ese lugar, el nuestro, el verdadero aquietándonos y reposando delante de Dios y prestando atención a su acción en nuestro corazón.

Un ejemplo sencillo ¡lustra la imposibilidad de encontrar a Dios fuera de nuestro sitio verdadero, el lugar donde somos noso­tros verdaderamente. Tengo un amigo que es más alto de lo co­rriente, y que me confesó un día que le hubiera gustado que Dios lo hubiera hecho un poco más pequeño, porque nunca encuentra su talla, «nada le cae bien». Otro amigo, por el contrario, es baji­to, y no dudo que está deseando «añadir un palmo a su estatura». Si Dios les hablara donde ellos quisieran estaren vez de allí don­de están, no podrían oírle (hablando física y jocosamente).

Podemos aplicar mucho de lo dicho a nuestras acciones y de­cisiones cotidianas. Cuando adoptamos opciones en el lugar erró-

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neo de nuestro espacio interior -cuando las tomamos en un pun­to de referencia que no es nuestra Verdad-, no disfrutamos del po­der liberador del Dios con nosotros en esos actos y determinacio­nes. No porque Dios se retire a propósito sino porque, al ser Él la Verdad, nuestras elecciones por lo falso -aunque sean muy excu­sables y comprensibles- no pueden estar centradas en Él. La brú­jula no apunta al Norte, ni nuestro péndulo interior cuelga en equilibrio. Inevitablemente esas resoluciones y acciones se verán afectadas por los impulsos que nos tiran y arrastran hacia un lado u otro, fuera del equilibrio, fuera de lo verdadero.

Por el contrario, si obramos desde nuestro punto de referencia verdadero, encontraremos una nueva fuente de energía en noso­tros, experimentaremos una gran liberación, nos sentiremos libres para hacer lo apropiado y veraz: tomar la decisión correcta desde un puesto de control, porque allí, y solamente allí, nuestro propio deseo -el deseo verdadero de nuestro centro del quién- está en sintonía con el deseo de Dios para con nosotros.

Por tanto, Dios está con nosotros donde somos realmente no­sotros, donde somos auténticos, no en nuestros puntos de referen­cia falsos. ¿Nos desalienta eso? A fin de cuentas, vivimos gran par­te de nuestras vidas desde esos puntos de referencia falsos... pero, aunque Dios, al ser Verdad, no puede estar en la falsedad, sí que puede estar - y lo está- en el intervalo, en ese tramo de separación, en la brecha que se abre entre el lugar donde realmente estamos y el lugar donde fingimos estar, querríamos estar, o creemos que de­beríamos estar.

Así lo creo firmemente, basada en mi propia experiencia. Por­que Dios no es sólo la Verdad, también es el Camino. Cuando nos encontramos con Jesús en la oración o en los minutos, horas y días de nuestra vida, no podemos olvidar que él es el puente que conecta y empalma la brecha entre nuestra falsedad y su Verdad. ¿Nos atreveremos a cruzar ese puente? El siguiente capítulo nos ayudará a ver cómo podemos dar el primer paso sobre ese puen­te, enfocando, en nuestra oración, nuestra propia experiencia con la experiencia del Evangelio.

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El momento de la verdad

Si escuchas con atención las historias de la gente, pronto co­menzarás a darte cuenta de cuándo están realmente compartiendo algo que toca la verdad íntima de sus entrañas. Podrás notar un cambio en el nivel de energía, exteriorizado por el tono de la voz o en la postura corporal. De un modo profundo, se animan, se les nota llenos de energía, y puedes detectar sus vibraciones.

En general, la gente puede hablar horas y horas -y yo diría vi­vir años y más años- sin tocar ese punto de verdad. Sin embargo, hay veces en que se dice o se siente algo que hace a la gente «cambiar de marcha». Eso produce a veces lágrimas, o risa, o un profundo silencio, como si se pisara «terreno sagrado» y se abrie­ran las puertas a una revelación genuina. Quizás una muralla de resistencia obstinada se desmorona en un río de lágrimas que pa­recen brotar de los sentimientos más hondos de la persona. O una conversación educada y cortés, «correcta» y decorosa, explota co­mo una llamarada de cólera, descubriendo un resentimiento con­trolado y enconado, encubierto durante largo tiempo y que por fin puede ser curado al salir al exterior. Ese momento de verdad, si se sabe aprovechar, puede cambiar el curso y el modo de responder al problema. Como si se abriese el cascarón y emergiera una nue­va manera de ser, como el pollito que sale del huevo con su propia vida y energía. Pero eso requiere valor. Un compañero, amable y discreto, puede ser una ayuda inapreciable cuando hay que cruzar esos umbrales.

Todo esto puede sonar a que pasamos la mayor parte de la vi­da embrollados inextricablemente en una maraña de engaños y falsedad. De alguna manera, así es; y en la raíz de todo ello está el estado de caída en que nos encontramos, y la necesidad inmensa e inconmensurable que tenemos de redención. No quiero decir que, deliberada y conscientemente, nos pasemos la vida mintién­donos unos a otros - o a nosotros mismos- en todos los sucesos grandes y pequeños de nuestra existencia. No se trata de esa clase de pecado deliberado. La maraña de falsedad nos tiene cautivos en un nivel más recóndito que el de la vida consciente. Paulatina e in­sidiosamente nos incita a actuar desde puntos de referencia falsos, y hasta hace que nos sintamos a gusto y tranquilos en la faena.

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Esta manera de actuar causa todo tipo de complicaciones en nuestras relaciones con los demás, que se convierten en una tra­ma de planes encubiertos, agendas ocultas y actitudes defensivas conducente a ocultar nuestra realidad y verdad, que obstaculiza que podamos revelarnos y abrirnos con confianza y amor. Cuan­do nos ponemos a pensar que cada persona con la que nos en­contramos lleva sus propios enredos y laberintos a lo largo de to­da la vida, comenzamos a caer en la cuenta de la magnitud del problema y a vislumbrar la necesidad y urgencia que tenemos de ser sanados. Esta comprensión de lo profundamente arraigadas que están las consecuencias -personales y globales- de nuestra condición de caídos puede ser devastadora, pero es la roca sóli­da sobre la que se cimenta nuestro avance y pasaje hacia la inte­gridad, salud y redención.

Sin embargo, al estar tan ciegos internamente, nos sentimos casi cómodos y satisfechos actuando desde puntos de referencia falsos. Esa palabra, «casi», es significativa, ya que cuando actua­mos desde lo falso siempre nos causa una punzada (a veces llega a ser una oleada) de desolación espiritual. De alguna manera, que no podemos articular, nuestro deseo más profundo -que tiene mu­cho que ver con el ser quienes realmente somos- queda frustrado, y nuestros corazones registran su protesta a través de sentimientos de turbación y descontento. El camino hacia la cura comienza cuando aprendemos a notar los momentos de verdad en nuestro interior, y a recabar la libertad que esos momentos guardan para nosotros.

¿Un huevo o una naranja?

Recuerdo unas navidades en que llevamos a nuestra hija a la misa del Gallo. Dieron a todos los niños una vela, signo de la Luz del mundo, y una naranja que, además de deliciosa, era muy atractiva, decorada como estaba con pasas, lazos y símbolos reli­giosos. Fue una liturgia emocionante. Pero una semana o diez días más tarde, cuando ya habían acabado todas las festividades, y la naranja estaba ya secándose y quedándose mustia, comencé a pensar cuánto más verdadero era el símbolo del huevo de Pascua

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que la naranja de Navidad para expresar la vida de Dios en noso­tros, y la nuestra en Él. Y ahora que me vuelven todos esos recuer­dos, me pregunto si el huevo y la naranja no tienen algo que de­cirnos sobre la Verdad y lo falso.

Nuestros fingimientos -los numerosos puntos de referencia falsos- parecen atractivos, agradables y satisfactorios... hasta que un día empiezan a pudrirse, como las naranjas. Pueden salvarnos de un momento embarazoso, pueden conseguirnos momentánea­mente lo que creemos apetecer o desear. Pero no duran. Son como la casa edificada sobre arena, que no resiste las tempestades. No son un lugar donde Dios puede morar.

'•'"^M,

Consumir antes de una semana

Mi verdad es como un huevo... - Frágil y vulnerable - Por fuera no sabe a nada - Al abrirse trae una nueva

vida

Mi falsedad es como una naranja... - Parece bastante para

comprarme amor y aplauso - Es sabrosa y apetitosa

mientras dura - Pronto se arruga, se pudre

y muere.

Requiere una larga incubación.

Nuestra verdad, por el contrario, puede parecer tan vulnerable y frágil como un huevo, que no puede comerse sin cocinarlo pre­viamente. Pero, también como el huevo, encierra una nueva vida en sí (ya que ha sido fertilizada por el Espíritu de Dios en nuestros co­razones), una vida mucho más preciosa de lo que podemos esperar o imaginar, una vida con su propia dinámica, ya que tiene su propio

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centro de energía. Paradójicamente, ese huevo frágil que es nuestra verdad se convierte en cimiento de roca sólida -nuestro centro de verdad- para una vida nueva. Lo falso trae consigo, inevitablemen­te, sólo muerte y desintegración, pero la Verdad trae Vida, y cuando la cascara se resquebraja y se abre en un momento de verdad, algo totalmente nuevo se libera y sale a la luz.

Reivindicar la libertad

¿Qué experimentamos al observar nuestras acciones y reac­ciones, y reflexionar sobre si tienen su origen en nuestra verdad o en una de nuestras numerosas falsedades?

Ya hemos observado cómo, cuando vivimos realmente lo ver­dadero, notamos la presencia en nosotros de una fuente de energía distinta a la nuestra y superior a ella. Hemos recordado, por ejem­plo, la oleada de euforia que experimentamos cuando nos enamo­ramos o estamos embebidos en un proyecto o actividad que conge­nia con nuestros talentos innatos, o cuando nos comprometemos activamente con aquello que nos conmovió profundamente o cuan­do estamos enfrascados y absortos en una expresión creativa.

Para notar la diferencia entre las limitaciones de nuestras pro­pias fuerzas y el poder que nos viene de la energía liberadora de «vivir la verdad», compara, por ejemplo, la diferencia entre prepa­rar una comida rutinaria para una niña consentida que no quiere más que picotear, y preparar una tarta de cumpleaños muy espe­cial como prueba de amor materno. O la diferencia entre llenar el carro de la compra en un supermercado para las necesidades de la semana, e i r á los comercios buenos a elegir un regalo para una persona a la que se ama.

La diferencia es tan clara en nuestra propia experiencia que no necesita explicaciones:

- Cuando hacemos algo por obligación, hemos de aunar y concentrar todas nuestras energías para reunir el esfuer­zo necesario. Si no lo realizamos, nos sentimos culpa­bles. Y si lo efectuamos, cuando lo hemos acabado nos sentimos agotados. Porque, en realidad, lo hemos efec-

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tuado desde un punto de referencia falso: actuamos des­de donde creemos que deberíamos estar.

- Cuando hacemos algo por amor, casi ni notamos la exi­gencia y demanda de energía que se requiere. Al revés, ese trabajo o actividad parece generar en nosotros nueva energía, que ni adivinábamos que teníamos, y así la tarea se hace fácil y no pide esfuerzo alguno. Y es que esta vez obramos desde nuestro centro verdadero y la verdad libe­ra la energía creativa.

Esta diferencia nos devuelve a la cuestión de los deseos. Cuan­do se trata de nuestros anhelos más profundos, sentimos en nosotros más energía y hacemos el cometido con espíritu de libertad. Cuando nuestros deseos más profundos se frustran y malogran, nos sentimos faltos de energía y hacemos la labor a regañadientes.

Sólo mi verdad esta enraizada en Dios

Lo que nace de puntos de referencia falsos es mala hierba y no produce fruto alguno.

Lo que brota de mi centro verdadero dispone de mi caudal de energía y poder, y libera todo mi potencial.

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Así pues, como ilustra el grabado, cuando se trata de mi de­seo más profundo - la raíz principal que se nutre de mi centro más verdadero- el nivel de energía sube exponencialmente, pero si se malogra, ocurre lo contrario, y mi vitalidad queda minada y con­sumida. Como aquella naranja de las navidades, empiezo a pu­drirme por dentro.

Mi deseo más profundo está vinculado al rumbo Norte. Cuando «vivo la verdad» (por breve que sea la vivencia), estoy en contacto con mi deseo más profundo. Cuando vivo acorde con mi deseo más profundo, experimento una nueva fuente de energía. Ese nuevo vigor me libera y hace realidad mi visión interior. El poder liberador no es otro que el del Espíritu Santo en mí.

¿Cómo, pues, alcanzar esa libertad y esa energía? Sencilla­mente, prestando atención a la brújula interior que me muestra cuándo y dónde vivo la verdad. En otras palabras, mediante la prác­tica del discernimiento, del hábito de vivir reflexivamente, de modo que a diario perciba e identifique la presencia y acción de Dios en mis quehaceres. Son «momentos de la verdad», y si pido a Dios que libere la energía subyacente en ellos, comenzaré a vivir, en mis tareas y relaciones cotidianas, el sueño que Él tiene sobre mí.

Libre «de» o libre «para»

En el primer capítulo observamos que había dos clases de libertad:

- estar libre de una situación opresiva y destructora.

- estar libre para vivir de un modo radicalmente nuevo.

La primera de ellas es algo por lo que podemos -y debemos-esforzarnos: para nuestro bien, para librarnos de los apegos y adic-ciones que descubrimos en los capítulos 9 y 10, pero también en beneficio ajeno, especialmente por aquellas personas menos ca­paces y libres que nosotros para luchar por esa libertad.

La segunda se halla en la raíz de nuestro deseo de transfor­mación. Se trata del viaje al centro de nosotros mismos, que, como

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hemos visto, es indestructible y, además, la fuente de nuestra ver­dad y energía, porque es el lugar donde Dios mora.

A veces el primer tipo de libertad puede llevarnos al segundo. Si nos esforzamos por librarnos de algo que nos oprime o nos mer­ma, nuestra energía inicialmente se centra en el deseo de librarnos de. Pero cuando hemos conquistado, para nosotros o para los de­más, esa libertad, comienza la lucha de librarnos para. Un ejemplo de todo esto fue la revuelta de los países de Europa Oriental en 1989 para librarse de la opresión del comunismo estatal. Una vez que consiguieron esa libertad, comenzó una tarea más ardua, la de hacer que esa libertad llevara a la transformación de sus países. Al­gunos respondieron a esa llamada. Otros, como los israelitas de antaño, liberados de la esclavitud de Egipto, querían volver a su falta de libertad, pues, aparentemente, exigía menos responsabili­dad personal.

Quizás pueda ayudarnos volver ahora a los círculos del dón­de, cómo y quién. El grabado nos enseña cómo la liberación de una situación destructiva puede intentarse, y a veces conseguirse, simplemente moviéndonos de un punto en el círculo del dónde a otro en el mismo círculo, pero la libertad para nuestro vivir en Dios se encuentra solamente internándonos en el círculo del quién, llevando con nosotros nuestra falta de libertad y permitien­do que, en ese centro, Dios sane nuestras heridas y nuestra escla­vitud, para de nuevo volver afuera llevando con nosotros las semi­llas de transformación al lugar donde estamos realmente ahora en el círculo del dónde.

Vendría bien reflexionar en nuestras experiencias recientes de estos dos aspectos de la libertad. ¿De qué situaciones destructivas u opresivas eres consciente en tus circunstancias actuales, en el trabajo, en la iglesia, en la familia? ¿Has hecho algo por liberarte de ellas? ¿Ha sido eficaz tu acción? ¿Puedes ver situaciones opre­sivas que esclavizan a otras personas y las mantienen cautivas en situaciones intolerables? ¿No podrías hacer nada por ello?

Ahora, como contraste, reflexiona sobre tus experiencias per­sonales de la segunda clase de libertad. ¿Has sido consciente al­guna vez de «momentos de verdad», cuando sabías que estabas vi­viendo de acuerdo con tu deseo más profundo? ¿Cómo respondiste? ¿Notaste en ti el brote de nueva energía como resultado de ha­

ber tocado el corazón de tu verdad? ¿Cómo encauzaste esa ener­gía? ¿Cómo viviste la libertad que surgió de ese encuentro con la verdad?

N VERDAD

La libertad es su propia recompensa

Una vez, mientras estaba yo haciendo los Ejercicios Espiritua­les (y, por tanto, con gran piedad y atención), notaba que Dios me pedía que me comprometiera más en cooperar con Él para curar a una persona lesionada y deteriorada. Yo quería responderle que sí,

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pero sabía que me iba a costar, y que aquella opción implicaba riesgo y vulnerabilidad. A la mañana siguiente estaba haciendo oración en una colina ventosa y desagradable, como la del graba­do, en medio de un espinar, cuando oí una voz interior:

«No te voy a querer más de lo que te quiero si dices sí, y no te voy a querer menos si respondes no». Mi reacción espontánea fue la de sentirme vejada. Pensé que mi compromiso con la «voluntad de Dios» se merecía unos cuantos puntos buenos en la balanza de la salvación. Sin embargo, cuando ya iba a protestar, la voz interior con­tinuó: «Porque lo contrario sería violar tu libertad».

Fue uno de esos momentos en que estas segura de que la ver­dad acaba de actuar. La verdad expresada en aquellas palabras me había liberado de todas las complicaciones contenidas en la elec­ción, me había dejado libre para elegir sin nada que temer, sin na­da que ganar.

Nada que temer, nada que ganar

y el amor incondicional de Dios

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Fue quizás la primera vez en mi vida en que, de manera cons­ciente, me daba cuenta de lo que es tomar una decisión libremen­te. Porque yo, y me imagino que la mayor parte de los seres huma­nos, casi invariablemente, elegimos y tomamos decisiones que están influidas, al menos en parte, por el miedo a perder esto o la espe­ranza de conseguir aquello. Si no estás de acuerdo, lee los periódi­cos con una visión crítica y mira lo que pasa en las cámaras de la nación, por ejemplo. ¿Cuántas decisiones parlamentarias se toman sin miedo a perder votos o sin la esperanza de ganarlos? ¿Cuántos políticos actúan con total libertad interior? {¡Hay algunos!)

Ahora mira fijamente a tu propio mundo y recuerda alguna de las decisiones que ha tomado hoy, esta semana, este año. Cuando lo hiciste ¿marcaba el Norte tu brújula interior u oscilaba de un la­do a otro?

El Norte verdadero LA LIBERTAD

Miedo a perder ^ x ^ ^ \

s v

X \ \ \

He venido a \ ^ verte porque de N

x

lo contrario te \ N

f Esperanza de ganar

. - - -?

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/ / / y

/ y ,'S He venido a

y / verte porque me /• S haces sentirme

ofenderías. ^ v ^ A / ' importante.

He venido a verte porque te quiero.

Dios no amenaza ni promete, invita a obrar con libertad

y la libertad brota de la verdad.

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Aquel día elegí y decidí decir «sí», pero lo hice l ibremente, sabiendo que no había recompensa ni premio, en el sentido es­tr icto de la palabra. Aprendí en aquel momento lo que se siente al elegir en plena l ibertad, desde mi propia verdad más profunda. Y, al tomar la decisión, noté cómo todas mis compl icaciones y «ma­tices» caían por tierra y toda la energía que había estado perdien­do en compaginar lo uno y lo otro se concentraba ahora en el cumpl imiento de la tarea que acababa de asumir.

También desató en mí un sentimiento de paz, casi imposible de describir, que me hizo caer en la cuenta de que la alegría de v i ­vir y obrar desde mi centro verdadero (¡aunque sólo lo hiciera in­termitentemente!) es real y verdaderamente la paz que supera todo conocimiento y la realidad que satisface mi deseo más profundo, y que incluso el viaje de mi corazón hacia Dios no lo motiva la es­peranza de un futuro «cielo» o el miedo de un o lv ido oscuro, sino simple y solamente la alegría del momento presente, v iv ido en ple­nitud y con la l ibertad de una hija de Dios.

Aprendí en aquella col ina lo que Dios había sabido siempre, que la libertad que Él crea en el centro de mi quién es mucho más preciosa que cualquier «premio», y que mis relaciones con Él y con todo amigo o vecino pueden crecer y dar fruto solamente si están enraizadas en aquel centro l ibre, el de la verdad, el equ i l i ­br io y el poder.

Sugerencias para la oración y reflexión

Jesús dijo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie puede ir al Padre sino por mí. Si me conocéis, conocéis también al Padre»

(Juan 14, 6)

Relájate y déjate llevar al si lencio de tu propio corazón. Oye a Jesús que te dice esas palabras personalmente.

- Pídele que abra tus ojos para ver - p r i m e r o , como si fue­se una v is ión l e j ana - el centro de tu verdad, donde Él mora.

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- Pídele, en el camino de su cruz, que te construya un c.i mino por en medio de tus numerosas no verdades y lu verdadero centro, el más profundo.

- Pídele que desate en ti la energía y alegría de la Vida, que Él nos trae. Q u e sea como un manantial en tu corazón. Y con ese án imo, emprende la marcha desde donde crees que estás ahora hasta el centro de tu verdad. Fíjate en có­mo la distancia va acortándose y, por f in, desaparece.

Vuelve la mirada atrás y pasa revista a los úl t imos días o se­manas. ¿Te has encontrado en alguna situación en la que ahora distingues que no actuabas desde el centro de tu verdad, sino des­de un punto de vista falso? Recoge esas situaciones y trata de vo l ­verlas a vivir en la oración. Reflexiona sobre el punto desde donde actuabas. Por e jemplo, ¿era desde donde alguien esperaba que obrases, desde donde tú creías que deberías hacerlo, desde donde desearías haber estado? En el si lencio de la oración, reconoce an­te Dios con toda honestidad y sin ningún miedo cuál fue tu verda­dero punto de referencia.

Él ha dicho que es la Verdad. Trata de sentir su presencia en fu verdad. Por más que quieras que tus sentimientos no fueran lo que son, trata de sentir que Dios está precisamente ahí, en tu lugar ver­dadero, y que es ahí donde te ama y te acepta sin condic ión alguna.

Ahora evoca una situación en la que actuaste desde tu centro verdadero. Vuelve a vivir la situación en tu oración. ¿Qué ocurr ió, qué dij iste o hiciste? ¿Qué sentiste? ¿Cuál fue el resultado? ¿Notas­te una efusión mayor de energía o un sentido de mayor poder co­mo resultado?

La próxima vez que tengas una conversación importante y significativa, haz un esfuerzo deliberado por observar cómo se van hi lvanando los hilos de la verdad. En particular, fíjate en aquellos

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momentos en que alguno de los participantes (incluyéndote a ti mismo) expresa y toca «la verdad». ¿Qué características y rasgos te invitan a pensar que estás ante ellos (tono de la voz, lenguaje cor­poral, profundidad de la sinceridad y revelación de sí mismo)?

Y trata también de notar si los demás participantes dan indi­cios de reconocer, aceptar y afirmar ese momento de verdad. ¿Có­mo podría convertirse ese momento en fuente de vida para la per­sona interesada e incluso para los demás?

¿Qué has hecho hoy que te ha vaciado de fuerza y qué ha re­cargado tus baterías? ¿Qué has realizado por mera obligación o cumplimiento, y qué por verdadero amor? ¿Cómo se relaciona es­ta diferencia con tus deseos más profundos? ¿Qué tareas han esta­do en armonía con tu «visión interior» personal?

¿Hay en tus circunstancias o relaciones algo de lo que quisie­ras estar libre? Deja que ese deseo de libertad aparezca en tu ora­ción sin tapujos. ¿Qué clase de libertad buscas: libertad de algo que existe en tu vida o libertad para algo nuevo? ¿O las dos? ¿Sien­tes que Dios da respuesta a tu anhelo? Dile exactamente en tu ora­ción todo lo que experimentas.

Rememora dos o tres decisiones importantes que hayas toma­do en tu vida. Mira hacia atrás. ¿Crees que tomaste esas decisiones por miedo a perder algo, con la esperanza de conseguir algo? ¿O totalmente libre?

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Verte más claramente

Quizás te sorprenda, e incluso te desaliente el saber que has­ta aquí-recorridas ya tres cuartas partes de nuestro camino- nos hemos detenido casi enteramente en los aspectos de nuestro itine­rario interior sobre los que Ignacio invita a reflexionar a los ejerci­tantes durante la Primera Semana de los Ejercicios Espirituales. To­das las grandes cuesliones:

- el deseo más profundo

- el apego o adicción y el desprendimiento

- la verdad y la libertad

- el comprender que el inefable amor de Dios para con no­sotros es el fondo mismo de nuestro ser

- y que ese amor precede, deroga y renueva nuestro estado de ruptura y caída

- el darse cuenta de la magnitud del desorden y desbarajus­te en que nos encontramos enmarañados

- y, a la vez, de la fuerza del amor de redención, que es lo único que puede liberarnos, siempre disponible y a nues­tro alcance.

Todas estas cuestiones están implícitas en el «Principio y Fun­damento» y en los consejos que Ignacio da en sus Ejercicios para discernir los movimientos inleriores, la consolación y la desola-

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ción, y así distinguir cuándo vivimos en verdad y cuándo estamos desnortados.

En cualquier construcción, si se quiere que el edificio per­dure, los cimientos -el fundamento, decían en tiempos de Igna­c io - son lo más importante. Cuando se hicieron unas excavacio­nes en nuestra propiedad descubrimos que uno de los edificios estaba construido sobre un ramal de una antigua mina. Y no fue una sorpresa comprobar que habían empleado muchos más la­drillos y cemento construyendo los cimientos que el resto de la casa. La moraleja es clara: cuanto más inestable es el terreno, más profundos y firmes han de ser los cimientos (el fundamento ignaciano). Para la mayoría de nosotros, el terreno de nuestro co­razón, donde Dios construye su morada, es inestable en extremo. Y ésa es la razón por la que Ignacio, y los que queremos apren­der de su sabiduría, prestamos tanta atención a los cimientos, al principio y fundamento.

La oración de Richard de Chichester, que suele asociarse con Ignacio, incluye estas tres peticiones:

«Verte más claramente, amarte más ardientemente, seguirte más de cerca día tras día».

Esta oración tan sencilla, que casi parece un trabalenguas, es de tal profundidad que nos puede conducir al corazón mismo de Dios con nosotros. Esas tres peticiones abren ahora los tres últimos capítulos de nuestro viaje:

- Ver y conocer al Señor con más claridad y profundidad, pidiendo en la oración ser parte de los sucesos de su vi­da y ministerio: es el fruto de la Segunda Semana de los Ejercicios.

- Seguir al Señor más de cerca, pidiendo estar junto a Él en su pasión y muerte, y compartir con Él la alegría de su re­surrección: la gracia de la Tercera y la Cuarta Semana de los Ejercicios.

- Expresar nuestro deseo de amar más y más al Señor, pen­sando qué podemos darle a Él, en respuesta a la inmensi­dad de su amor para con nosotros: ésa será la gracia y el

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fruto de la contemplación con la que acaban los Ejercicios Espirituales.

La oración de Richard de Chichester acaba con «día tras día», recordándonos que los Ejercicios no son un final sino un comien­zo. El reto del itinerario no es «hacer los Ejercicios» sino vivir la verdad y la libertad hacia las que Dios nos atrae día a día, mientras continuamos buscando conocerlo, amarlo y seguirlo más y mejor cada jornada.

Intimidad con Dios

Hemos pasado bastante tiempo explorando qué es lo que an­siamos de veras, y tratando de descubrir las cosas que entorpecen el camino hacia la consecución de ese deseo. Comenzamos este capítulo preguntándonos a nosotros mismos: ¿podría expresarse ese deseo profundo, o al menos parte de él, diciendo: deseo cono­cer a Dios mejor?

Sólo necesitamos reflexionar sobre lo que ocurre en las re­laciones humanas a medida que van madurando y profundizán­dose. Primero, dos personas se sienten atraídas, luego ambas acrecientan esa pasión revelando algo de sí mismas, de quién son realmente. Se comienza a menudo con conversaciones ge­nerales y triviales donde no hay ningún compromiso personal si­no meros «hechos»: dónde viven, qué trabajo tienen, dónele van de vacaciones, etc.

Se suele progresar en la relación con una exploración más honda, basada en preguntas como «¿te gusta el trabajo?», «¿te gus­taría vivir en otro lugar?», «¿qué te alegra o entristece?»...

Y a medida que la relación crece y ya se sienten «como en casa», se arriesga uno a una mayor revelación de sí, a confidencias mutuas. Entonces se atreven a decirse cosas como, por ejemplo, «te admiro de verdad, me haces sentirme...» o «me heriste cuando hiciste aquel comentario...».

Y se puede llegar al mayor de los riesgos, a decir: «Te quiero».

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Ahora supongamos que la misma dinámica se aplica a nues­tras relaciones con Dios. Nuestra amistad con Él puede expresar­se al inicio con frases que aprendimos de niños y hemos repetido en nuestras «oraciones». Tomemos como punto de arranque algu­nas palabras del Padre Nuestro y tratemos de ir profundizando en su significado. Por ejemplo, «hágase tu voluntad».

- Podemos repetir esa frase como lo hacíamos de pequeños y, quizás, lo seguimos haciendo... y puede que continue­mos haciéndolo, con fe y amor, hasta el final de nuestras vidas, pues sin duda es una oración que tiene su propio poder.

- O podemos cargar esas palabras con un poco más de sen­tido personal: «Estoy en una posición difícil, Señor; ¿cuál será fu voluntad en todo esto?».

- O nuestro deseo de conocer a Dios más íntimamente pue­de llevarnos a un mayor compromiso: «Señor, encuentro esto muy costoso. Me viene a contrapelo, Señor. Pero, sea como fuere, yo quiero hacer tu voluntad, y ese deseo es mayor que el de realizar lo que a mí me apetece. Ayúda­me, Señor».

- O asumo el máximo riesgo: «Señor, yo te amo, y ése es el motor de mi vida. Que mi voluntad sea la tuya».

Si la frase «deseo conocer a Dios mejor» tuvo eco en ti, quie­re decir que estás experimentando la llamada a una mayor intimi­dad con Él. Si respondes a esa voz, te llevará a una amistad más profunda con Él a través de la oración y de tus vivencias cotidia­nas. Esa amistad crece conforme te vas revelando a Él, y Dios a ti, en un proceso de hablar y escuchar el uno al otro, como ocurre en la amistad humana.

Ignacio nos enseña cómo abrirnos a esa intimidad con Dios por medio de una modalidad de oración basada en el Evangelio, en la cual formamos parte de la vida y ministerio de Jesús, al descubrir que su realidad sigue estando a nuestra disposición y alcance.

La intimidad, sea con un ser humano o con Dios, nos empu­ja a una relación dinámica que no podemos controlar y que nos lleva a una mayor cercanía mutua, a una donación más completa, a cambios y transformaciones. Nos compromete a:

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- escuchar, dejando que Dios nos hable al corazón. Para ello hemos de aprender a acallarnos interiormente y a ser receptivos a lo que Dios quiere decirnos.

- abrirnos, revelándonos a Dios tal como somos y estamos en este momento.

- compartir, consintiendo en que la vida del Señor penetre profundamente en la nuestra, a base de asimilar su Pala­bra y participar en los sucesos de su vida, muerte y resu­rrección.

- reflexionar sobre nuestra experiencia de Dios, haciéndo­nos cada vez más conscientes de las distintas formas por medio de las cuales sale a nuestro encuentro y se nos ha­ce presente en nuestra vida ordinaria.

- dar gratuitamente a los demás los dones que hemos reci­bido, compartiendo con ellos el amor de Dios y la propa­gación de su Reino.

Encontrarse con el Señor en la contemplación

La invitación a esa estrecha amistad con Dios nos lleva a en­lazar más íntimamente nuestras vidas y a hacer nuestra la vida, muerte y resurrección del Señor y todo lo que él real y verdadera­mente es. La amistad humana consiste en eso, pero la amistad que tenemos con Dios nos introduce en el tesoro secreto que hay den­tro de nosotros de una forma que ninguna otra amistad humana puede lograr.

Un modo de conseguir esa sintonía tan íntima es aplicar la imaginación a las escenas de la vida terrena de Jesús, en lo que al­gunos llaman meditación imaginativa e Ignacio, contemplación.

Elige un pasaje que te diga algo a ti personalmente: una esce­na favorita de los evangelios, una curación, un milagro... Y si no sa­bes qué pasaje elegir, relájate y pide a Dios que te guíe, y espera a ver si entonces te viene a la memoria alguna escena concreta. No es que Dios espere a ver si por casualidad damos con el pasaje indica­do. Conversa con nuestro corazón sea cual sea el texto evangélico que elijamos. Así que quedémonos tranquilos a este respecto.

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Una vez elegido el fragmento, léelo varias veces hasta que se te haga familiar y te sientas cómodo y satisfecho con él.

Imagina que el pasaje está desarrollándose ahora, delante de ti, y que tú eres parte de la escena, parte activa en el aconteci­miento. No te preocupes si no se te hace fácil imaginarlo con vi­veza y realismo. Si te cuesta entrar en la escena, piensa que se la estás contando a un niño de la manera más emotiva que te sea po­sible. Tampoco te preocupes de ajustarte fielmente a los «hechos». Quizás te encuentres con que la «escena» ocurre no en la Palesti­na del siglo primero sino en las afueras de la ciudad donde vives o con que las huellas del Buen Samaritano aparecen no ya en aquel desierto sino en la autovía de tu comarca.

Pide a Dios lo que quieres obtener de esta oración: quizás en­contrarle a El más cerca, sentir el roce de su mano en tu vida...

Puebla la escena de todo lo que quieras. Fíjate en la gente, quiénes están y qué dicen y hacen, los alrededores, el tiempo, las vistas, los olores, los gustos de las cosas, el ambiente (tranquilo o tormentoso y amenazador). ¿Qué papel representas tú en la esce­na? ¿El de uno de los discípulos, el de un curioso que pasa por allí, el de la persona que va a ser curada...? Presta atención a lo que el Señor te dice a través de todos esos detalles. Quizás te ve despe­gado y sin interés en lo que está pasando y quiere que te arrimes, pues es preciso que todo eso toque y afecte tu vida más directa­mente. Tal vez te está pidiendo que te tomes más en serio su lla­mada a seguirle...

Habla con Jesús y también con los demás personajes de la es­cena. Habla desde el corazón, con sencillez y realismo. Dile al Se­ñor lo que temes, lo que esperas, lo que te preocupa, lo que te ani­ma. Reacciona como si el Señor entrase ahora en tu cuarto en la forma corporal de aquella escena.

Lo recuerdo otra vez: no te preocupes si te distraes. Cuando te des cuenta de que «te has ido», vuelve a la escena con toda tranqui­lidad y suavidad, y permanece en ella mientras te sientas atraído.

Hay dos reglas categóricas:

- Nunca moralices ni te juzgues.

- Responde siempre con el corazón y no con la cabeza.

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Esta segunda norma no es tan fácil de cumplir como parece. Se nos ha insistido en que debemos estudiar la Palabra de Dios y, naturalmente, hay que hacerlo. Pero llega el momento en que hay que reconocer que nuestra mente no puede abarcar las verdades de Dios, y que el objetivo de la oración no es el análisis crítico del texto o redactar un sermón, sino simple y llanamente responder, desde lo profundo de nuestro interior, a lo que Dios comparte con nosotros de sí mismo.

Por tanto hemos de estar atentos a los sentimientos y a los es­tados de ánimo que se suscitan en nosotros. La ternura, el miedo o el enojo que experimentas ante esa escena te están diciendo al­go sobre lo que está ocurriendo entre Dios y tú en ese momento. Lo mismo que tienen importancia los sentimientos y reacciones que provocan las relaciones humanas, también los que surgen en nuestra relación con Él son muy reveladores, aunque a veces nos parezcan poco positivos. A menudo sacamos más provecho de nuestras reacciones negativas, como los alumnos que, en los ejer­cicios de redacción, aprenden más de sus faltas que de sus logros.

A lo mejor se te ocurre preguntar -como nos ocurre a la ma­yoría- si eso es oración o un mero soñar despierto, dejando volar la imaginación. Para responder a esa pregunta, pueden ayudarte las siguientes cuestiones:

- ¿Ese encuentro con el Señor en mi imaginación ha su­puesto alguna diferencia en mi modo de relacionarme con los demás? ¿Me ha abierto, de alguna manera, los ojos sobre mi conducta y trato con los demás? ¿Me ha descubierto a otra luz las necesidades y vulnerabilidad de la gente que vive a mi alrededor?

- ¿Hay coherencia entre lo que he sentido y comprendido en esta oración y la manera como creo que el Señor obra conmigo en mi vida? Si esa oración parece que no cuadra con tu personalidad o te sugiere una decisión también fuera de la línea de tus compromisos, entonces habrá que tener precaución. Los caminos de! Señor suelen ser (aun­que no siempre) apacibles y coherentes.

- ¿Me ha dejado esa oración un poso de paz (aun cuando haya tenido que enfrentarme a difíciles desafíos) y perdu­ra ese sentimiento de calma a medida que pasa el tiempo?

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Cuando se trata de meras fantasías y sueños, el sentimien­to de satisfacción suele durar poco. Cuando son sueños que Dios tiene sobre nosotros, la paz persiste, y vuelve a repetirse en la oración, y nos fortalece.

- Más sencillo, podemos aplicar las palabras de Jesús a es­te tipo de oración y aplicarle el criterio de discernimiento que El nos sugiere: «por sus frutos los conoceréis». La ora­ción que es «de Dios» siempre produce frutos buenos (aunque posiblemente dolorosos y penosos). En este caso hay que tener paciencia, ya que los frutos tardan en crecer y madurar.

Es claro que una experiencia con Dios en la oración imagina­tiva o contemplación es algo muy personal, único, propio de cada orante. Sin embargo, puede serte de gran ayuda compartir esa ora­ción con otra persona. Te facilitará el discernimiento de lo que Dios te dice en esa oración pues, al describir tu experiencia a otra persona, te la cuentas a ti mismo y, con frecuencia, descubrirás al­gunos hilos de la trama que no habías advertido durante el tiempo de oración. Además, un observador atento puede reflejar como un espejo tus verdaderos sentimientos y respuestas, y ayudarte a ver si la «brújula» de tu corazón apunta a Dios.

Enfocar nuestras lentes interiores

Es muy probable que todos suframos, espiritualmente, de «do­ble visión». Ya señalé en el capítulo anterior que muchas veces ac­tuamos y decidimos desde puntos de referencia falsos. ¿Cuántas veces durante la semana has sido consciente de que lo que hacías estaba verdaderamente enraizado en tu centro del quién, o de que tomabas decisiones sin prestar ninguna atención a las pérdidas o ganancias que conllevaban? ¿Cuántas veces has estado «en equi­librio perfecto» apuntando al «Norte»?

A veces la Verdad parece hallarse a millones de años luz de la maraña de verdades a medias, de las componendas y disculpas, de los disimulos y actitudes engañosas en las que nos encontramos al actuar.

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Sin embargo, como también indiqué en el capítulo anterior, Dios no es sólo nuestra Verdad sino también el Camino a esa Ver­dad. La cruz es el puente que enlaza los puntos desde donde to­mamos nuestras decisiones y elegimos nuestras acciones, y el pun­to en el que verdaderamente estamos ante Dios. Ese puente salva a menudo ese hueco de caos -n i estamos aquí ni al l í- en el que nos encontramos a menudo.

_ j ^ ^ _ _ J^Hc La oración puede revelar un caso avanzado

de doble visión...

..y resolverlo de un plumazo con una nueva perspectiva

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El Evangelio es la historia de la cruz, el mapa para nuestro ca­mino personal a través del puente. La contemplación ignaciana es un sendero para atravesar ese puente. Cuando lo hacemos, abri­mos nuestro corazón a la escucha intensa de los sucesos e historias del Evangelio, y pedimos a Dios que nos muestre nuestra propia historia a la luz del Evangelio, para así poder conectar y acoplar lo que experimentamos en esa oración con lo que vivimos en nuestra realidad encarnada.

Nuestra oración hace una cosa muy simple pero que puede cambiar la vida: auna, superpone esas dos imágenes separadas y las enfoca en una sola, como lo explica la ilustración. Pero eso ocurre si nosotros lo permitimos, ya que es un regalo que Dios nos hace como consecuencia de un encuentro personal con su Verdad: nuestra vida y sus circunstancias se confrontan con esa su Verdad para con nosotros.

A medida que este tipo de oración se convierte en habitual, es más fácil conectar mi vida con la del Señor, y encontrar paralelos entre sus enseñanzas y mi conducta. La imagen del Dios con no­sotros se hace más y más clara y viva en mi corazón y me voy sin­tiendo progresivamente más capaz de ir adelante despreocupada­mente, pues mi visión se ha hecho más lúcida y penetrante. Esa claridad de visión me aporta más seguridad en el camino, ya que el terreno que pisaba antes aparecía envuelto en niebla y ahora, en cambio, se muestra firme y transitable.

Al mismo tiempo, me voy percatando de que las decisiones que tomé y las elecciones que hice desde puntos de referencia erróneos están «desenfocadas», y eso comienza a inquietarme. He entregado mi corazón a Dios en la oración, y El me está «trans-for-mando» y «con-formando» cada vez más a su propia imagen, a su sueño sobre mí, y a mi deseo más profundo.

Cuando le pido la gracia de verlo más claramente, El respon­de a mi petición invitándome, a su vez, a verme también a mí mis­mo más claramente, lo cual despierta en mí el deseo de pedir la gracia de conformar y ajustar mi existencia más íntimamente a los valores del Evangelio que Él nos revela.

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Aprender la lengua de Dios

Estoy convencida de que los niños nacen con una capacidad innata de pronunciar los sonidos de cualquier lengua. Sus prime­ros intentos por hablar son un batiburrillo, una torre de Babel, y su «lengua» seguiría siendo ésa si no fuera por una cosa: oyen a su al­rededor los sonidos de un lenguaje humano particular, su «idioma materno», su lengua nativa. Aprenden a hablar de manera inteligi­ble, primero, escuchando y, luego, reproduciendo, copiando e imitando, los sonidos que oyen. Simplemente, asimilan la lengua de aquéllos que tienen más cerca, que les son más «íntimos». El niño cuya madre pasa más tiempo teniéndolo en brazos y habién­dole aprende más rápidamente que el niño al que se hace poco caso y que se pasa casi todo el día solo.

La misma dinámica se aplica a la exteriorización de nuestro deseo más profundo y de los movimientos de nuestro corazón. Nos expresamos en la lengua de aquél de quien nos sentimos más cercanos, más íntimos. Cuanto más nos alejamos de Dios, tanto más confusa es la expresión de nuestro corazón, como una imagen desenfocada, como el caos de Babel. Y, por el contrario, cuanto más cerca estamos de Dios, tanto más se ajusta nuestro deseo más profundo al suyo sobre nosotros, y tanto mejor se conformará nuestro modo de proceder al suyo.

Al comienzo nuestros anhelos y apetitos son un fárrago confu­so como los primeros balbuceos de un niño, pero poco a poco co­menzamos a formular «palabras», comenzamos a escribir los versos de nuestro poema de amor personal. Y, como con los niños, es pre­ciso, primero, escuchar, para luego imitar. Nos conduce, palabra tras palabra, oración tras oración, a una intimidad cada vez mayor con la Palabra (el Verbo), hasta que todos nuestros vocablos sobran y son redundantes, y estamos dispuestos a estar con El en silencio.

Quedarse junto a la fuente

Cuando pienso en la necesidad y deseo de estar cerca de Dios, recuerdo unas vacaciones que pasamos con unos amigos de

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la República Checa. Habíamos pasado unos pocos días en Praga, donde, en medio de un calor abrumador, falló la conducción de agua. Por más que acechábamos a los empleados que subían y ba­jaban al colector, no se veían señales de agua. Nuestra amiga tra­taba de salir del paso con unas cuantas botellas de agua que tenía en reserva para regar las plantas del balcón. Pasaron así dos días.

Fuimos, al poco tiempo, a un pueblo remoto en las montañas de Bohemia, cuyo único suministro de agua era un manantial de uso comunitario. Para mí, era una alegría bajar por la pradera con dos cubos vacíos hasta llegar a la fuente. El agua salía a borboto­nes, llena de vida. Ponía un cubo bajo el caño y daba unos pasos hacia atrás. No había necesidad de nada más. El agua misma lo hacía todo. El cubo tardaba muy poco en llenarse. Yo sencillamen­te miraba y esperaba. Me traía a la mente mi oración: tan simple como llevar mi cubo vacío a la fuente de vida y esperar a que Él me lo llenara. Entendí también por qué el género humano instinti­vamente pone sus casas lo más cerca posible de los lugares donde hay agua. Mientras pensaba en todo esto, una frase se fijó en mi mente: «Quédate junto a la fuente».

No eran palabras de reproche ni mandato, sino las palabras de un amigo querido, cargadas de sabiduría. Más tarde pregunté a nuestra amiga si la fuente solía secarse.

—Sólo se recuerda una vez —contestó— y aun eso por poco tiempo.

Me vinieron a la memoria los días pasados en Praga cuando había fallado el abastecimiento de agua y nos había dejado sofo­cados y sedientos en una ciudad que ardía de calor. El dédalo de colectores, tuberías, grifos... se parecía a las múltiples complica­ciones que «instalo» entre Dios y yo. Cuanto más grandes y nu­merosas, más distante estoy de Él y menos seguro es, por tanto, el abastecimiento interior de agua que necesito.

Me quedé dormida aquella noche repitiendo la frase mientras contemplaba el cielo por los entresijos de aquel rústico techo que dejaba ver a trozos las estrellas: «Quédate cerca de la fuente».

Hace ya años de todo eso, pero aquellas palabras se convirtie­ron en una especie de talismán para mí, y vuelvo a ellas cuando mi corazón está sediento. Si recapacitas sobre tus experiencias en la

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contemplación ignaciana, descubrirás que los encuentros con el Se­ñor que ese tipo de oración facilita persisten siempre en tu memoria sensorial, como una galería de recuerdos vivos, que retornan una y otra vez a la mente con significados cada vez más ricos, hasta que lle­gas a sentir que conoces a Jesús como un amigo. Pero permanece el misterio respecto a este peculiar modo de «conocer». El Señor siem­pre resulta una sorpresa. Como ocurre en cualquier experiencia sig­nificativa de intimidad humana, es una relación que no puede con­trolarse. Con tu corazón siempre abierto a nuevas sorpresas, deja que Dios haga el resto.

Tener cerca al Señor en su vida terrena, gracias a una oración de este tipo, es estar junto al manantial. Aparta trabas y estorbos y convierte tus complicaciones humanas a la simplicidad de Dios. Uno puede fiarse de una fuente que, como ésta, mana pura y libre.

Encontrar a Dios en todas las cosas

Hay una grandiosa paga extraordinaria que espera a los que se confían a Dios en oración íntima. A medida que llevas a su pre­sencia tu «todo», tu «día a día», y le hablas sobre lo que verdade­ramente sientes (que puede ser a veces tu enfado y desilusión con Él, ya que también eso puede ser parte de tu Verdad), también Él se abrirá más y más a ti o, mejor, irá abriendo más y más tu visión in­terior para que puedas verlo a Él en todas las cosas y reconocer su presencia en cada momento de tu jornada.

Yo estoy convencida de que no hay nada sobre la tierra que no sea capaz de revelar algún fragmento de la realidad de su Creador, ni ningún momento que no esconda a Dios dentro de sí. A veces es tan obvio como en una puesta de sol esplendorosa. A veces permanece oculto. El poeta jesuita Gerard Manley Hopkins lo llama la «intro-spectiva» de las cosas, la perspectiva interior, el paisaje secreto, la misteriosa realidad interna que podríamos tam­bién llamar -siguiendo los pasos iniciales de este l ibro- el centro del quién, donde Dios mismo mora. También la gente tiene sus «intro-spectivas», sus perspectivas interiores, como ¡lustra el si­guiente grabado. Establecer una relación íntima con alguien es po­nerse en contacto con esa intro-spectiva, y permitir que ese al­guien se ponga en contacto con la nuestra.

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Tú conoces mi interior y yo el tuyo. Estamos conectados «corazón con corazón».

El Dios-contigo extiende su mano al Dios conmigo. Emmanuel se hace carne en nuestra relación.

Podríamos también usar el grabado de una red para clarificar este misterio. Cuando pienso en una red, en este contexto, veo la familia humana: cada nudo es un corazón y cada cuerda de enla­ce es la relación entre esas dos personas. Dios habita -si se lo per­mitimos- en cada nudo-corazón y en cada enlace-relación. Cuan­to más habite Él en esa red, el nudo, sus conexiones y enlaces serán tanto más fuertes, y el Espíritu Santo se difundirá fluidamen­te a través de esa trama. Cuanto más se excluya la presencia de Dios, tanto más se debilitará la red y acabará por romperse.

Cuando presto atención con amor a la «intro-spectiva» de otra persona, estoy contribuyendo al fortalecimiento de la red. Cuando no respondo a la llamada de los demás, debilito la red. Es muy importante cómo respondo, cómo protejo los nudos y cuido de los enlaces que nos conectan. Es fundamental, porque ésta es la red que capta en los océanos del mundo a «pescadores de hom-

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bres». Es la red con la que Dios recoge a sus hijos dispersos. Cada nudo es una «intro-spectiva» que es, a su vez, un fragmento de Dios mismo, y cada enlace y relación están cargados con su vida y su amor.

Me gustaría poder afirmar que siempre soy consciente de ello, incluso cuando estoy con una persona «difícil» o metida en una relación problemática. Pero el hecho de saber que es posible lo hace ya un poco más probable. Y me consuela el recordar que también los primeros discípulos tuvieron que emplear mucho tiempo remendando las redes.

Las cuerdas componen la red que nos sostiene y, a la vez, nos recoge y lleva a casa.

«Dios con nosotros» significa «el uno con el otro»... Ambos son indivisibles.

Más allá de la alegría

La amistad con el Señor en la relación íntima de la oración es una mina de alegría que nuestras extracciones nunca podrán agotar.

Pero los amigos mueren. Si has tenido la experiencia de pa­sear con una persona desahuciada, ya sabes que llega un mo-

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mentó en que las palabras pierden todo sent ido. No hay nada que decir o que hacer. Si dejas que el Señor te atraiga hacia sí en la orac ión, tarde o temprano te invitará a caminar con El hacia el Calvario.

Como un amigo ínt imo, aunque en grado mucho mayor, Dios no se contenta sino con tu verdad absoluta, con la esencia real de quién eres verdaderamente. Él muere por esa verdad, y de una u otra manera te pedirá que te unas a él en ese morir, y que te fíes completamente de que así te está guiando a la libertad y la vida.

La amistad, si realmente une corazón con corazón, t iene un precio alto. La int imidad con el Señor puede costarte todo lo que tienes. En el capítulo siguiente tendremos que enfrentarnos a ese desembolso.. . y reflexionar sobre lo que puede significar eso de que el camel lo pase por el ojo de la aguja del Calvario.

Sugerencias para la oración y reflexión

Yo soy la vid verdadera y mi Padre el labrador. Todo sarmiento que no da fruto, lo corta; y a todo el que da fruto lo poda para que dé más. Vosotros ya estáis podados por las palabras que os he dicho. Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera como los sarmientos, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y lo recibiréis. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; y así seréis mis discípulos.

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Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor... No os llamaré siervos en adelante, porque el siervo no conoce los asuntos de su señor; os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure.

(Juan 15, 1-9, 15-16)

Tómate todo el t iempo que necesites para hacer silencio y paz en tu interior. Deja que esas palabras de Jesús vayan posándose en tu corazón. Escúchale. Te habla directa y personalmente a t i .

Disfrutarás ref lexionando sobre cómo te sientes ante esa v id que te mantiene en la existencia o ante el fruto que está dando tu vida. Muchas veces estamos tan ciegos a nuestras obras como lo estamos a nuestros pecados. Puedes pedir a Dios que abra tus ojos y te haga ver el fruto de tu sarmiento. O qué sarmientos y ramas de tu vida parecen haberse secado y cuáles dan buena cosecha.

¿Qué sientes cuando Jesús te l lama «amigo»? ¿Cómo respon­des a su invitación a vivir y permanecer en El?

* # *

Elige una escena o pasaje del Evangelio que «te diga mucho» y participa con tu imaginación en lo que sucede. Según van desa­rrol lándose los hechos, ¿puedes identif icar las dos historias que van apareciendo asociadas? Me refiero a la de la narración evan­gélica tal como se nos ofrece en el Nuevo Testamento y a tu propia historia personal, en la que de alguna manera encuentra eco lo que estás contemplando en el Evangelio. ¿"Puedes ver las dos imá­genes una al lado de otra? ¿Puedes juntarlas y dejar que el Señor te las enseñe enfocadas a su gusto?

Quizás sientas que hay un abismo infranqueable entre las dos. Díselo a El en la oración tal como lo sientes. Quizás dcscu-

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bras que la historia evangélica alumbra esa parte de la tuya con una luz nueva. Permite que Dios te guíe más hondamente hacia lo que Él está queriendo sugerirte de esa manera.

He insistido en que hay que permanecer cerca de la fuente, cerca de nuestro centro más interior, donde Dios mora. ¿Qué es­pacios sagrados hay en tu vida donde te sientes «junto a la fuen­te»? ¿Qué personas te arriman a ella y cuáles, si es que hay alguna, suelen alejarte de ella? Repasa las últimas veinticuatro horas: ¿hu­bo algunos momentos especiales en los que te sentiste particular­mente cerca de la fuente?

Podrías dibujar tu propia «red». Los «nudos» han de repre­sentar a gente que significa algo para t i . Las relaciones y enlaces han de responder también a realidades de tu vida. En la oración, reflexiona en el misterio íntimo de cada persona de tu red, de ca­da relación, de lo que hemos llamado sus «intro-spectivas», sus perspectivas interiores, de manera que te hagas más consciente de lo especial y único de cada uno. Da gracias a Dios por ello. ¿Eres consciente de algún «agujero» en tu red, algunas cuerdas de enla­ce rotas o a punto de romperse, pues esa relación está en peligro? ¿Podrías hacer algo para remendar esa parte de la red?

* * *

Trata de recordar si ha habido momentos durante el día de hoy en los que has vislumbrado la «intro-spectiva» de algo o al­guien, momentos en que su realidad interior se te hace visible de alguna manera y la percibes como algo muy real y vivo. Rememo­ra, de modo especial y con gratitud, ocasiones en las que has sen­tido que estabas tratando y relacionándote con otra persona «de corazón a corazón». ¿Han cambiado esos momentos algo de lo que sientes sobre ti y sobre la otra persona?

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Seguirte más de cerca

¿Dónde está Dios en todo esto?

¿Cuántas veces te has hecho esa pregunta? ¿Cuántas veces te ha hecho esa pregunta alguna alma desolada? ¿Cuántas veces la hemos oído en mitad del telediario, al ver algún reportaje del su­frimiento inexplicable de gente inocente?

¿Y cuántas veces hemos escuchado la respuesta cristiana ha­bitual: «Dios está en medio del sufrimiento»? Y en nuestro interior asentimos: «Es bien cierto». Pero quizás nos cuestionamos qué es lo que realmente significa, cómo puede eso dar un sentido al su­frimiento que experimentamos, y cómo podríamos comunicar ese sentido a otras personas, que tanto necesitan escucharlo. A pesar de nuestra fe profunda, el interrogante no desaparece así como así: ¿nos convence realmente esa respuesta? ¿Da sentido al dolor que sentimos, y al que vemos a nuestro alrededor?

Más que suficientes son los libros que se han escrito sobre el problema del mal y el sufrimiento, y el lugar de Dios en todo ello. No es el objetivo de osle capítulo añadir algo más a ese montón de obras. En lugar de eso, quisiera invitarte a una experiencia que me ha ayudado a mí personalmente a encontrar a Dios en la angustia... y en la alegría; y creo que va en la misma línea y se acerca al espí­ritu de la Tercera Semana de los Ejercicios Espirituales. Sencillamen-

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te, se trata de encontrar la conexión entre nuestro dolor personal y la agonía de Jesús en los últimos días de su vida terrena, de tal modo que su dolor se funda con el nuestro, y el nuestro sea asumido en el suyo. Puede sonar a perogrullada piadosa. Pero sólo se alcanza a sa­ber que no lo es una vez hecha personalmente la experiencia. Y pa­ra ello hay que dejarse atraer e incorporarse a los sucesos de aque­llas fiestas de la Pascua en Jerusalén...

Conectar con el Calvario

Al entrar en el espíritu de la Tercera Semana, se nos invita a orar y vivir los sucesos de los últimos días de Jesús sobre la tierra, y descu­brir nuestra conexión personal con ellos: la última cena, la traición, el prendimiento, el juicio, las torturas, la muerte, la sepultura del Dios hecho hombre. La amistad e intimidad con el Señor, a la que nos in­vitaba la Segunda Semana, nos conduce a este momento, lo mismo que lo que quizás hemos experimentado en el caso de nuestras rela­ciones humanas, cuando se nos pide estar al lado de alguien a quien amamos y que está ahora sufriendo y agonizando. Acompañar a al­guien en la etapa final de la vida recaba nuestra verdad total y lo que realmente somos. No es momento ni lugar para palabras huecas, am­bigüedades, adulaciones o cualquier clase de medias verdades.

Cuando nos sumergimos en la oración de Tercera Semana, la pregunta se vuelve contra el que la hace. A nuestro interrogante sobre dónde está Dios en mi sufrimiento, Él nos replica: «¿Dónde estás tú en el mío?». Los ejercicios de la Tercera Semana nos van descubriendo si estamos personalmente presentes e implicados en el sufrimiento y muerte del Señor. Y, a la vez que eso ocurre, Él también nos va revelando el misterio de su presencia en los nues­tros. Nuestros ojos se abren penosamente a todo ello.

El precio de la consagración

Cuando oramos de este modo sobre la pasión y muerte del Señor, participamos en una eucaristía muy personal, en la que Él

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nos atrae hacia el corazón mismo de su ofrenda, para consagrar­nos a nosotros a su servicio. En esta oración vinculamos de mane­ra consciente la narrativa de nuestra propia vida a la del Evangelio. Y así consentimos en que el poder y el amor del Señor se hagan presentes en nuestra experiencia viva.

Al orar de este modo sobre la pasión, nos encontramos cara a cara con nuestra implicación en los sucesos de esa narrativa. Por ejemplo, podríamos identificarnos con los que están clavando las manos de Jesús a la cruz, o vendiéndolo por ganancia personal, o negando que le conocemos por puro miedo. O nos encontramos con que nos lavamos las manos, como Pilato, huimos y nos es­condemos con las puertas cerradas en el cenáculo. En otras esce­nas, podemos sentirnos llenos de compasión, arrestados con el Se­ñor y sufriendo con él la cruz.

Sólo mediante la hondura de la oración se descubre qué es lo que la pasión revela de nuestra experiencia personal, y a qué cam­bios y transformaciones nos llama. Simplemente, traemos aquello al presente de nuestro hoy.

Recordando los círculos de nuestro dónde, cómoy quién, po­dríamos decir que la Tercera Semana trae directamente a nuestro centro del quién la realidad e inmediatez de los sufrimientos y muerte de Dios en su Hijo, y allí conecta con todo lo que somos. Nos permite decir con toda verdad: «Tu sufrimiento, Señor, es mío. Aunque sólo sea en la proporción tan pequeña que me permite mi naturaleza. Me he vinculado a él y lo he sentido en las profundi­dades secretas de mi oración. Te ofrezco sinceramente mi arrepen­timiento de causártelo, y te brindo también de todo corazón mi compasión y mi deseo de compartir el sufrimiento contigo y ha­cértelo más llevadero».

Cuando somos capaces de hacer eso, comienza la transfor­mación, y un destello del misterio de la redención comienza a ta­ladrar nuestros corazones. Descubrimos que Dios, en nuestro cen­tro interior, nos responde más o menos con estas palabras:

Tu sufrimiento es mío. Ya que te has abierto a mi dolor y has querido experimentarlo al menos un poco, Yo cumpliré mi pro­mesa y te llevaré, a través de esta experiencia, a la plenitud de la resurrección. Qui/ás no te parecerá que disminuye o se miti­ga el sufrimiento y muerte que experimentas en tu vida pero,

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una vez que tu dolor ha confluido en el mío, se te revelará un misterio más profundo.

¿Y qué «misterio más profundo» es ése? Uno muy simple, me parece a mí, pero infinitamente poderoso: Cuando nuestro sufri­miento se une en la oración con el ele Dios, se hace, como el suyo, redentor.

Éste es el poder oculto y el misterio escondido en nuestro su­frimiento y en nuestro morir. El acto de consagración, que nuestra oración ha hecho posible, lo ha liberado y hecho eficaz. Se hace redentor, no sólo dentro de los confines de nuestra historia perso­nal, sino en la de los sufrimientos de los demás seres humanos, y quizás especialmente en la historia de aquéllos en los que pensa­mos y por los que rezamos en nuestra oración.

Cuando nuestro dolor se confunde con el dolor del Señor... i

... se produce energía redentora en nosotros y en el mundo entero.

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Como vimos en el capítulo 12, la Verdad que encontramos al participar en la pasión del Señor en nuestra oración abre den­tro de nosotros una libertad nueva que, a su vez, se convierte en fuente de energía que es, potencialmente, la pujanza misma de la resurrección.

Para ser roto y compartido

Para que la Eucaristía se realice plenamente, las formas con­sagradas han de sor rotas y compartidas en comunión. Nuestra ofrenda y compromiso no significan nada si los guardamos para nosotros. Toda consagración es para algo. No es un fin en sí mis­ma. Una iglesia se consagra al culto. Un peregrino se dedica a su peregrinación hacia Dios. Siempre nos consagramos a Dios y a los demás, nunca a nosotros mismos. Pensemos por un momento en lo que ocurre cuando, por ejemplo, consagramos una iglesia.

- Declaramos nuestro deseo e intención de que este lugar concreto, este edificio, sea un lugar de culto, un espacio sagrado donde Dios pueda sentirse en casa.

- Usamos eso espacio para el fin al que ha sido consagrado, y al utilizarlo continuamos y completamos el proceso de su dedicación.

Creo que Dios hace1 lo mismo con nosotros cuando nos elige y confirma. Declara su deseo e intención de que seamos consa­grados a su verdad y que nuestras vidas se conviertan en un espa­cio donde Él puede sentirse en casa. Vive entonces en nuestras vi­das, realizando en ellas el fin para el que las consagró.

Y, como el pan euc arístico, somos santificados para ser rotos y dados a los demás, (orno el vino eucarístico, somos consagrados para ser derramados por los demás. La consagración es siempre al­go comunitario. Es un acto de inclusión, que expresa el amor in­clusivo de Dios.

Entendida de este modo, la consagración es una vocación para todos los creyentes y acarrea sacrificio. No podemos parti­cipar en la consagración que tuvo lugar en la última cena y que

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se repite en cada eucaristía, a no ser que estemos dispuestos a hacernos parte del sacrificio. Es muy fácil decir con los labios que ofrecemos nuestros sufrimientos como parte del sacrificio de Cristo y creer que es así en nuestra vida. Pero se convierte en un problema cuando de la teoría se pasa a la práctica y experi­mentamos que ese sacrificio es real y va más allá de nuestro control consciente.

Qué significa esto

¿Cómo podemos vincular nuestro dolor con la experiencia del Calvario? (no digo «compararse con», sino simplemente «vin­cular con», pues hay una gran diferencia. Puedo relacionar mi ca­lor con el del sol, pero no por eso estoy comparándolo con el del astro rey. Puedo conectar ni cafetera a la corriente, sin que com­pare por eso su fuerza con la de la red nacional entera. Echemos un vistazo a algunas historias que ocurren cada día.

- Carmelo denunció a un compañero de trabajo. Se ha arre­pentido a menudo de haberlo hecho, ya que fue procesa­do por fraude y su mujer acabó separándose de él. Pero cuando Carmelo se dio realmente cuenta de lo que había hecho fue al rezar el pasaje del huerto de Getsemaní. Se vio besando la mejilla de Jesús como Judas.

- Catalina es víctima de una discapacidad que le impide moverse. Durante la oración se imagina a sí misma en la celda donde el inocente condenado, Jesús, pasa la noche atado, esperando el juicio y la ejecución. Sigue a Jesús hasta la cruz y, en un río de lágrimas, comparte la agonía de los clavos. No puede hacer otra cosa que ofrecer su do­lor para que lo una al suyo.

- Julia acepta cualquier componenda con tal de que no ha­ya conflicto. Cuando surge un problema o aparece algo desagradable, procura no intervenir, aunque con ello al­guien salga malparado. Se identifica con Pilato. En la ora­ción se ve lavándose las manos ante cualquier respon­sabilidad. Acaba presentando a Dios su cobardía y su vergüenza para que Él las cure y transforme.

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A Marcos lo trataron violentamente cuando era niño y ahora, ya adulto, encuentra difícil controlar su genio. En la oración se siente aterrado pensando que él mismo podría ser uno de los que azotan a Jesús en la columna, mientras que, a sus espaldas, una especie de sombra parece estar forzándole a hacerlo. Y entonces se percata del poder que las experiencias de su infancia ejercen todavía sobre él. Pero es también cuando emprende el camino que le lleva a la curación y a la superación de ese pesado fardo. Pablo quedó paralítico en un accidente y, a consecuencia de ello, la vida de Juana, su mujer, cambió de la noche a la mañana: la felicidad sin complicaciones que habían disfrutado hasta entonces se convirtió para ella en un via-crucis en que ha de cargar con las necesidades y depen­dencia de su marido... y ella se rebela. Reza a veces co­mo lo hizo Jesús: «que pase de mí este cáliz». Pero luego se identifica con Simón el Cireneo, que, contra su volun­tad y a la fuerza, fue obligado a llevar la cruz de Jesús. Y el despecho que siente va transformándose en comprensión a medida que camina en la vida hacia el Calvario: la car­ga de su marido Pablo, que lleva sobre sus hombros, es precisamente el medio por el cual Dios la atrae muy cer­ca de sí a una intimidad inimaginable. Ricardo es un médico que atendió solícito a su madre en la lucha final contra el cáncer. Se sentaba cerca de su ca­ma horas y horas, acariciaba su cabeza y le humedecía los labios con unas gotas de agua. Después del funeral trató de contener su dolor y comenzar de nuevo su vida nor­mal. En la oración se imagina ofreciéndole unas gotas de agua fresca al Señor en la cruz y, al hacerlo, el dolor re­primido rompe los diques de su corazón. Contempla ho­rrorizado cómo el soldado le abre el costado de una lan­zada y siente que su dolor es el de Jesús. Y el sorbo de agua que le había ofrecido cuando agonizaba se convier­te en ríos que brotan del cuerpo roto de Jesús para curar no sólo el dolor de Ricardo, sino la angustia de lodos aquellos que compartirán sus dolores con él duranle su vi­da como médico.

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Traspasar las tinieblas

Mil testimonios como ésos que rompen el corazón cada día. Historias con sufrimientos que descubrimos en nosotros y en los demás, y que no pocas veces nos causamos unos a otros. Pero son, a la vez, historias que apuntan a la posibilidad de encontrar un po­der redentor y curativo precisamente allí donde más heridos nos confesamos.

Cuando nos atrevemos con la oración de Calvario, nos halla­mos muchas veces en el umbral de una oscuridad profunda. Jesús mismo batalló en Getsemaní contra las tinieblas: sintió angustia «hasta la muerte», tratando de alcanzar su «norte» y decir «hága­se tu voluntad». Cuando eso ocurre, su dolor se hace redentor, se convierte en un dardo de amor capaz de traspasar las tinieblas, el velo del templo se rasga y se revela la gloria del Padre.

Pero nosotros no solemos experimentarlo así.

Tal vez pueda servir de alguna ayuda uno de los recuerdos de mi niñez, cuyo significado se me ha ido aclarando a través de los años.

Creadores de estrellas

Una noche de invierno me encontré cara a cara con Dios cuando volvía a casa. Si cierro los ojos, todavía puedo verlo todo como si fuera hoy mismo. Soy capaz de regresar a aquel momen­to y experimentar la oleada de alegría que me recorrió entonces.

La sala de reuniones de aquella iglesia se abría por detrás a una callejuela oscura. Salí por ella y me encaminé hacia la calle principal, llena de luces y bien iluminada. Todavía puedo ver la ca­bina roja del teléfono a la izquierda y la tienda de dulces a la de­recha y, detrás de ella, un terreno vacío. Fue precisamente antes de llegar a la calle principal donde algo me apremió a mirar hacia arriba.

Fue como si el cielo entero bajase a encontrarse conmigo. Me retuvo ensimismada durante no sé cuanto tiempo. Me pareció to-

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da una eternidad. Quizás lo fue. A mi alrededor, en todas las di­recciones, el cielo negro de la noche estaba repleto de estrellas brillantes, que me llamaban, me atraían más y más cerca, eclip­sando completamente las luces de la calle y las de toda mi vida. Podría fácilmente haber extendido mis brazos de niña y comenzar a recoger estrellas como cerezas de un árbol. El universo estaba grávido con su gran cosecha plateada y yo estaba fascinada sin po­der moverme.

Evocando ahora mis sentimientos en aquel momento, lo que más me viene a la memoria es una especie de soledad frente a to­do aquel esplendor. Estaba sola en aquel espacio eterno tan sobre-cogedoramente bonito, sin límites y vacío, pero repleto hasta re­bosar. Más vasto y distante de lo que pueda imaginarse, pero tan cercano que podría tocarlo e incluso guardármelo en el corazón. Estaba sola pero no sentía ningún miedo. Las estrellas me abraza­ban y no había nada que temer.

La vivencia de aquel encuentro viene a mi conciencia a me­nudo. Ahora comprendo que no fue casualidad, sino el primero de unos cuantos más que los años me traerían consigo, y que me han dejado más profundamente atrapada en aquella soledad y aquel esplendor, en los brazos del creador de estrellas.

Muchos años más tarde comencé a dar mis primeros pasos en la oración ignaciana sobre la Pasión, y a luchar con las emociones e inquietudes que aquella contemplación despertaba en mi concien­cia. Hubo dos momentos en los que mis ojos interiores se toparon con una oscuridad mucho más negra que la de la noche, pero no era una negrura amenazadora sino prometedora, aunque había mucho de amenaza rodeando aquella semilla de esperanza.

Uno de aquellos momentos fue en el huerto de Getsemaní, cuando los guardas se llevaban a Jesús apresado y estaban a pun­to de cruzar la verja al final del huerto. Me llené de pánico al ver la figura de Jesús que se marchaba. Le grité que no me dejase sola en el huerto. Volvió la cabeza en respuesta a mi llamada. Me mi­ró a los ojos, y pude ver en los suyos la oscuridad profunda hacia la que se dejaba llevar. «Ven conmigo», dijo, y le seguí. De alguna manera, aquella negrura parecía esconder promesas en medio de tanta amenaza.

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El segundo momento fue en el Calvario. No podía yo dejarlo morir. Encontré toda clase de razones para evitar tener que orar so­bre su muerte. No podía «soltar amarras». Pero, cuando llegó el momento crucial, choqué otra vez con la oscuridad total. Traté de estirarme hasta los límites de mi altura, para poder llegar por lo menos a la planta de sus pies, pero la cruz estaba muy alta, fuera de mi alcance. En ese mismo momento pareció como si él quisie­ra también extender su brazo hacia mí, pero sus manos estaban clavadas y rígidas. Yo también estaba fuera de su alcance. Fue qui­zás el momento más terrible de la oración, pero también un mo­mento consolador, por muy extraño que parezca, ya que nuestros ojos se miraron y de nuevo sentí que me atraía hacia aquella os­curidad que iba «más allá». Nos habíamos unido en la desolación de no poder unirnos, y así volví a escuchar aquella llamada miste­riosa a la negrura honda.

Mi vida continuó su marcha, pero aquellos dos momentos de oración vuelven a mi mente siempre que me tropiezo con alguien que, de modo personal, ha «traspasado las tinieblas» al abrazar sus propios sufrimientos con una especie de afirmación, igual que Je­sús aceptó el cáliz en Getsemaní. En tales momentos me encuen­tro de nuevo debajo de las estrellas como una niña de siete u ocho años, pero en mi corazón llevo todos los dolores y alegrías de los años transcurridos desde entonces. Y cada estrella, cada puntito de luz brillante, es el agujero de la lanza de alguien que ha atravesa­do esa oscuridad, ha pasado por ella con confianza y valentía, sin evasiones ni trampas, y ha dado el salto a una brillantez inimagi­nable en el más allá, aunque haya sido sólo brevemente. Y cada una de esas personas, al traspasar su oscuridad, ha abierto una nueva fuente de luz, por muy pequeña y distante que parezca, pa­ra quienes están todavía temblando en la noche.

Estoy muy agradecida a esos creadores de estrellas que nos han precedido en su propia oscuridad interior y a través de ella. Podría citar a muchos, conocidos míos. Algunos que ya se han ido, otros que han tocado la luminosidad sólo fugazmente pero que lle­van todavía su fuego dentro de sí.

Y yo sé que, en esa gran compañía, es posible traspasar la pe­queña verja de Getsemaní, llámese como se llame esa agonía con­creta. Sé que volveré a ser atraída, de una manera misteriosa, a los

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Cuando alguien se atreve a traspasar la oscuridad...

...una nueva fuente de luz se abre para quienes todavía están en la noche.

estanques profundos y oscuros de los ojos de Jesús en el Calvario y descubriré la luminosidad radiante que hay detrás de la oscuridad. Porque cuando todo corazón humano haya traspasado las tinie­blas, la oscuridad no existirá ya y la Luz del mundo será todo en todos.

¿Un yugo suave?

Jesús dice que su «yugo es llevadero y la carga ligera». ¿No le estremeces cuando lees esa frase? ¿No te preguntas: «Entonces, ¿en qué he fallado?», o «¿no será Jesús el que se ha equivocado sobre mi situación?»? Eso pensaba y sentía yo dentro de mí, aunque pro­curaba sofocar estas ideas y no permitía que las dudas e< liasen ra ices en mi interior.

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Creo que esa expresión de Jesús comenzó a tener sentido pa­ra mí un día en la contemplación ignaciana cuando me hallé a mí misma en el establo de Belén con el recién nacido y sus padres. Quería serles útil en algo pero, posiblemente comprendiendo mi inutilidad para cosas prácticas, José me pidió que trajese agua del pozo para bañar al niño. Mi oración me llevó por las calles polvo­rientas de Belén hasta que llegué al pozo, sujetando torpemente el cubo vacío en mis brazos. Lo llené y traté de volver sosteniéndolo de la misma manera, pero se me hacía imposible, ya que ahora pe­saba enormemente, lleno de agua. Entonces una mujer árabe se acercó a mí y, con todo primor, colocó el cubo en mi cabeza. Lue­go ajustó mi espalda y mis hombros hasta que todo mi cuerpo quedó bien equilibrado. La seguí hasta el establo, sin derramar una sola gota de agua, y sin romperme la espalda. Incluso gocé del paseo.

En otra ocasión, mientras yo me afanaba subiendo una colina por una pendiente bastante empinada, cuatro jovencitas aparecie­ron de frente bajando la colina en sus bicicletas... como cometas. Según iban pasando, me saludaban con una sonrisa abierta y con­tagiosa, derramando su exuberancia sobre mí en un desborde de alegría. Una de ellas lanzó un alarido alborozado al cruzarse con­migo. Tuve la impresión de que toda la energía de Dios las empu­jaba, y que la fuerza de la gravedad las llevaba, sin ningún esfuer­zo. Lo único que tenían que hacer era conservar el equilibrio. Lo demás era pura alegría.

Cuando reflexiono sobre estas vivencias, me doy cuenta de que el quid está en el equilibrio: el que Jesús nos enseña a mante­ner en Getsemaní y en la cruz, el equilibrio entre nuestra propia experiencia y la verdad de Dios, el equilibrio entre nuestros es­fuerzos y el centro de nuestro propio yo que descubrimos en la oración, y que es donde reside nuestra verdadera fuerza. Ahora, cuando sopeso mis cargas personales y descubro que no son, ni con mucho, ligeras, trato de recobrar la alegría que he experimen­tado siempre que he caminado en equilibrio. Desde luego, no es una cura mágica para todos mis males y dolencias, ni para el des­garro interior que supone el camino del Calvario, pero alcanza mi verdad y libera de nuevo mis energías más íntimas.

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¿Un yugo suave?

Si sabemos llevarlo en equilibrio.

Encuentro con el Señor resucitado

Después de la crucifixión de Jesús, muchos de sus amigos tu­vieron la suerte de percibir su presencia viva en medio de ellos. Es­tos encuentros, o apariciones, parecen caracterizarse particularmen­te por dos rasgos: primero, el Jesús resucitado retiene las marcas de su pasión e invita a sus amigos a «entrar en contacto» con su dolor y sufrimiento, como hemos estado haciendo en la primera parte de es­te capítulo. En segundo lugar, los amigos no llegan a menudo a re­conocerlo, al menos al principio.

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Quizás lo mejor es que elijas una escena de la resurrección y descubras por ti mismo, en la oración, qué se siente en semejante encuentro.

Ignacio sugiere que, aunque las Escrituras no digan nada sobre ello, Jesús se manifestó, sin duda, a su madre. Recientemente, du­rante unos ejercicios, el director me sugirió que pasase un rato en oración imaginando esa escena. Al principio me sentí reacia a ha­cerlo. Mis raíces protestantes se rebelaban ante algo así, ausente en la Escritura. Después de comer salí a dar un paseo y ver qué me traería la tarde, y ciertamente sin pasárseme por la cabeza la Virgen.

El viento empezó a arreciar un poco, pero el tiempo era toda­vía precioso y otoñal. En el oeste se iban acumulando nubes oscu­ras, pero no ocultaban todavía el sol. Y, sin haberla invitado, María se había introducido en mi oración. Estaba completamente sola, atribulada y destrozada por el dolor. Estaba repasando aquellos treinta años de lucha y duda, llenos de promesas pero también de amenazas, treinta años tratando de conservar el sueño vivo para acabar viéndolo morir. Treinta años. ¿Para qué? Su angustia parecía escaparse de ella en un gemido silencioso: el Amor ha muerto...

Yo esperaba que el Señor apareciese entonces para consolar­la y confirmarle su vida resucitada, pero no ocurrió nada. O quizás sería más verdad decir que yo no esperaba que fuera a ocurrir na­da. Y ella seguía allí, de pie, sola y deshecha, como un espino vie­jo doblado por el viento, que sabe que sus frutos, pequeños y efí­meros, pronto desaparecerán con el invierno.

Pero hubo entonces un cambio repentino. Como si un pensa­miento hubiera cruzado su cabeza o su corazón. Su cara se ilumi­nó, sus ojos volvieron a brillar llenos de vida. Me había visto y per­cibió nítidamente el dolor que expresaban los míos. Se acercó a mí llena de genuina compasión. Por un momento todo su deseo era acariciarme con manos de madre. Algo se derritió dentro de mí y se rindió a su amor. Y entonces, cuando me iba a apretar contra su pecho, su mirada quedó cautiva del milagro. Caí en la cuenta de que había visto a su hijo, aunque era invisible para mí.

—María —susurré—, ¿está aquí?

—Hija mía —me dijo con una voz entrecortada por la ale­gría—, está detrás de t i . . . Te estás apoyando en Él.

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No necesité volverme. Podía sentir el poder de su presencia. Ella se había encontrado con Él, al querer tenderme a mí su mano y ayudarme.

—Haz tú lo mismo —continuó diciéndome—, y tú también te encontrarás con Él, resucitado y vivo, siempre sosteniendo a quie­nes acudan a ti en sus miserias y necesidades.

He querido compartir con vosotros este encuentro personal, porque creo que refiere algo universal: si buscamos al Señor resu­citado, lo encontraremos detrás de cada uno de nuestros hermanos o hermanas en sus momentos de necesidad, y se nos hará realidad precisamente cuando nos demos a ellos.

Resurrección, ¡ahora!

La eternidad se nos hace un problema porque no se ajusta a nuestras reglas. El infinito no entra en los moldes del pasado y del futuro.

En la Cuarta Semana de los Ejercicios, se nos invita a estar presentes, en nuestra oración, en la Resurrección y, ciertamente, podremos encontrar esa experiencia en las escenas de las apari­ciones de Jesús a sus amigos. Como todos los demás sucesos de los evangelios, estas escenas harán resonar algo muy hondo de nues­tra vida, si tenemos oídos para oír.

Sin embargo, en el núcleo mismo de la resurrección está el sentido misterioso del presente -el siempre presente- que no se queda satisfecho con nuestra simple «esperanza de vida venidera». En la Cuarta Semana nos enfrentamos a la paradoja del «ahora» y del «todavía no».

Tengo mi propia definición de «tiempo», que me ayuda a controlar esa paradoja: El tiempo es solamente la diferencia entre el sueño de Dios y su realización.

Espero que, durante nuestra andadura juntos, te haya convenci­do de la realidad de la semilla de Dios en tu corazón y excitado tu atención hacia la belleza de su crecimiento en ti. Estoy segura de que tan pronto como un corazón humano despierta a la vida de su

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semilla de Dios, la resurrección comienza, no sólo para esa persona, sino para toda la familia humana.

Lejos de ser meros espectadores pasivos en el drama de la re­dención, somos participantes y colaboradores. Y el sueño personal de Dios sobre cada uno es un componente esencial de la plenitud de la resurrección.

Cada vez que tocamos nuestro «Norte» verdadero, acaricia­mos la gloria de la resurrección. Cada vez que sentimos la libertad que fluye de «vivir en la verdad», estamos en realidad sintiendo el flujo de eternidad. La resurrección es un ahora, un momento sa­cramental que, a la vez, apunta hacia la realización del sueño de Dios y la lleva a cabo. Es la actualización, en el tiempo, de sueño eterno de Dios. Cada uno de nosotros formamos parte de él en ca­da respiración que realizamos.

Sugerencias para la oración y reflexión

Entonces llegó Jesús con ellos a un huerto llamado Getsemaní, y dice a los discípulos: —Sentaos aquí, mientras yo voy allá para orar. Y llevando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, co­menzó a ponerse triste y sentirse abatido. Les dice: —Triste sobremanera está mi alma... Hasta ia muerte. Quedaos aquí y velad conmigo.

Procura imaginarte presente en la escena, desde que Jesús deja el cenáculo y camina hacia Getsemaní. ¿Qué sientes? ¿Qué haces?

Cuando llegáis al huerto, Jesús se retira a las sombras para re­zar. Pide a dos o tres amigos que le acompañen. ¿Dónde te en­cuentras tú ahora en (a escena?

Escucha sus palabras, en la oscuridad: «Quedaos conmigo... Velad conmigo...». ¿Qué sientes al oír esas palabras? ¿Cuál es tu respuesta?

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¿Puedes recordar algunos momentos, en tu andar con Dios, en los que sentiste que El te elegía para algún ministerio o cometi­do particular en la vida? Quizás te venga a la mente la confirma­ción, o una coyuntura de renovación espiritual, o la conciencia creciente de una vocación, o tal vez algunos momentos muy es­peciales durante la oración. Vuelve a recordarlos ante Dios. Si te sientes inclinado a hacerlo, renueva las promesas que le hiciste en aquella ocasión y pídele que bendiga tus ganas decididas de se­guirle por esos derroteros diferentes.

* * *

¿Conoces a alguna persona a la que podías calificar de «crea­dora de estrellas»? ¿Gente que ha experimentado en su vida una oscuridad profunda, quizás a causa del dolor o de m'musvalías fí­sicas, de abusos o crueldad, de soledad o depresión, y que sin em­bargo ha «traspasado la oscuridad», ha franqueado con su dolor personal una barrera espiritual, y se ha convertido en una fuente de fuerza, en un incentivo o en luz para los demás?

Dale gracias a Dios por ella. Si crees que es posible, o conve­niente, podrías encontrar algún modo de hacerle saber (si todavía vive) cuánto admiras su valor.

¿Qué cargas te sientes obligado a llevar en tu vida que se te hacen casi siempre demasiado pesadas o insoportables? Enuméra­las una a una ante Dios en la oración, y dile con toda honestidad lo que sientes. Luego trata de conseguir que tu brújula interior se estabilice, y pídele a Dios que guarde tu corazón en perfecto equi­librio, fijo en el «Norte» de tu vida. Mientras te encuentras aquie­tado en ese centro de paz, toma de nuevo tu carga y pide a Dios que la nivele bien sobre tus hombros a su manera.

* * *

¿Cuál es el área de más dolor en tu vida en el momento pre­sente? Tráela conscientemente a la oración. Pon cada uno de lus sentimientos a los pies de Dios, sin ningún temor. Es tu Gelsemaní.

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Pide al Señor que se quede contigo, que vele y rece contigo. Píde­le que incorpore tu dolor al suyo. Lee, en oración, cualquiera de las narraciones evangélicas de los sufrimientos de Jesús, su juicio, torturas, muerte. ¿Por qué crees que ocurre todo eso? ¿Cómo se vincula y concierta su experiencia con la tuya?

* * *

Haz un esfuerzo consciente por sosegarte y aquietarte cuando otra persona esté delante de ti, y recuerda que el Señor resucitado está detrás de esa persona. ¿Supondrá eso alguna diferencia en tu modo de tratar con los demás? Repite este ejercicio siempre que se ofrezca la ocasión, hasta que vaya convirtiéndose en un hábito. Trata de hacerlo sobre todo cuando alguien se pone difícil, o pide demasiado de t i , o está necesitado de tu cariño de alguna manera particular.

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15

Amarte más ardientemente

Los Ejercicios Espirituales concluyen y culminan en una con­templación que nos invita a reflexionar sobre cómo responder al inmenso amor que Dios nos ha mostrado, en una oración de ofren­da personal, de consagración de nuestro corazón a Aquél que nos lleva en el suyo.

Naturalmente, tu respuesta es algo que sólo tú puedes dar. En este capítulo me gustaría compartir contigo algunos de los retos que se me han presentado a mí a la hora de corresponder al rega­lo de Dios, a la dádiva divina de su amor sin condiciones.

Empezaré presentándote a dos de mis amigos. Los llamare­mos aquí Marjorie y Frank. Marjorie, de joven, sacó adelante a dos hijos propios y a otros dos adoptados. Estos padecían no pocos trastornos originados por el mal ambiente del que procedían. La pareja dedicó años y años a cuidar, curar y guiar aquellas dos vi­das quebrantadas. Al perder su trabajo como ayudante de labora­torio, Marjorie volvió a ir a la universidad para obtener el título que le permitiera, de manera oficial, hacer uso de toda su expe­riencia en ayudar a los necesitados. En estos últimos años, ha es­tado dedicándose al trabajo social día tras día con gente perturba­da, familias con problemas, y aquéllos que quieren adoptar niños con discapacidades o graves carencias. Este trabajo la ha llevado a

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menudo a los tribunales, donde se recaba su testimonio como «ex­perta», como autoridad en la materia.

¡Testimonio de un experto! La mayor parte de nosotros no nos consideraríamos candidatos a ser llamados como expertos en un tribunal. Pero san Pablo nos recuerda:

No me preocupa la vida, lo que me importa y preocupa es com­pletar mi carrera y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios (Hechos 20, 24).

Sabemos bien que estamos llamados a dar «testimonio» de nuestra fe y de nuestro Dios pero, quizás, la mayoría de nosotros tenemos solamente una ¡dea vaga de lo que eso significa en la práctica, y nadie puede saber de antemano lo que pueda costamos el hacerlo. La historia de Marjorie puede ayudarnos. Ser testigo sig­nifica dar testimonio y servir de prueba. Es, pues, tener esa cuali­dad especial de evidenciar y revelar algo de Dios a aquéllos que viven a nuestro alrededor. Indica que la semilla de Dios, plantada en nuestros corazones, ha germinado y está ya dando signos de vi­da: crece, echa flores, produce fruto. Si mi vida no testimonia na­da sobre Dios, no sirvo como testigo.

Así que ¿qué representa ser llamados, como Marjorie, a ser testigos expertos? La palabra «experto» está relacionada con otras que pertenecen al ámbito del verbo «experimentar». Un experto es <.<.uno que ha experimentado». Su raíz latina es «experior», empa­rentada con «pericia», «perito», incluso «periculum» (peligro), y se traduce por experimentar, tentar, intentar, probar, ensayar, viven-ciar, poner a prueba... Y, de entre todos esos sinónimos, elijamos «arriesgar». Cuando asumimos el riesgo de creer, nos abrimos a la experiencia de Dios, y esa experiencia es la prueba que tenemos, prueba viva y vivida, de la realidad de Dios, de su poder y de su amor: primero, prueba para nosotros y, luego, para los demás, que comenzarán a notar sus efectos en nosotros.

También hemos hablado de otra variante en su significado: «experimentar». Un experto es alguien que ha experimentado, ha ensayado, probado y comprobado ia realidad y verdad de algo.

Ahora, al encontrarnos en el último capítulo de nuestro viaje por la espiritualidad ignaciana, ¿no podríamos concluir que eso es

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lo que hemos estado haciendo? No me refiero solamente a leer o discutir estas páginas, sino al camino de fe recorrido en todo este tiempo. Hemos arriesgado al exponer nuestro ser más íntimo a Dios en la oración, hemos reflexionado sobre esa experiencia, he­mos probado la verdad de nuestro discernimiento a la luz de cómo afecta a nuestra vida cotidiana.

Ante la pregunta ¿qué puedo yo darle a Dios?, hay dos tipos de contestación. Una, común a todos y que se puede compartir. Y, otra, individual, que sólo puede darla cada uno, y que es un asun­to entre Dios y yo. Podríamos resumir ambas respuestas de este modo:

- Estoy llamado a ser un testigo autorizado a favor de Cris­to en el tribunal de la Creación.

- Estoy llamado a realizar en toda su plenitud lo que verda­dera y eternamente soy.

Así pues, ¿qué puedo darle?

- Mi testimonio puede servirle de prueba y evidencia de su presencia real y amorosa en este mundo.

- Puedo devolverle -cumplido y realizado- el sueño que Él tenía de mí cuando me creó.

La primera es una dádiva y ofrenda a Dios de mí mismo. La segunda es un don que cada uno ha de decidir por sí ante Dios, en la oración y en el vivir de cada día.

Dar testimonio de experto

¿Qué es lo que convierte a un testigo en un testigo experto? Dar simplemente testimonio de Dios puede hacerse con razona­mientos e ideas, pero la declaración de un testigo experto supone una intimidad y familiaridad en el trato con Dios que reviste su confesión de una autoridad muy superior: se habla de lo vivido, no meramente de lo sabido.

En el mundo del derecho hay un adagio latino que dice «Ex­perto credere» (da crédito al experto), que se podría parafrasear en

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nuestro caso así: «fíate de mí, porque lo he experimentado y pro­bado yo mismo». ¿Podría aplicarse esta expresión a la fe en la realidad de Dios en mi vida y en el mundo que yo testimonio? An­tes de responder, vamos a desmenuzar esta consideración en tres elementos más fáciles de considerar:

- ¿He probado, experimentado todo eso? ¿He descubierto a Dios en los sucesos ordinarios de mi vida cotidiana? ¿He procurado examinar cada noche dónde, cuándo, en quién... he notado especialmente su presencia? ¿He trata­do de examinar mis estados de ánimo y de detectar cuán­do me sentía cerca de Dios y cuándo estaba alejado de Él? ¿He procurado escucharle, de modo personal, en la ora­ción y en su Palabra, y he dejado que sus palabras echa­ran raíces en mi conducta?

- Si he probado y comprobado todo eso, ¿me fío de mi pro­pia experiencia de Dios? Cuando observo que me empu­ja en una dirección particular, ¿mi certeza es tan grande que me arriesgo a seguir ese rumbo?

¿Quién se viene conmigo?

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Es como aquella historieta del hombre que se dedicaba al es­pectáculo de pasar a la gente en una carretilla a través de un abis­mo haciendo equilibrios sobre una cuerda.

—¿Creéis que puedo hacerlo? —les preguntaba.

—Claro que sí—le respondían gritando.

—¿Quién será el primero en acompañarme? —volvía a pre­guntar.

No había respuesta esta vez.

¿Sólo creo que Dios me tiene en sus manos o también me fío de Él? Creer es algo mental: una idea, una afirmación... Fiarse es confiar de corazón en una persona.

Lo vivido habla por sí mismo

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- Si me fío de mi propia experiencia de Dios, ¿tengo el va­lor de mostrarlo en público? ¿Incluso cuando hay que na­dar contra corriente? No quiero decir que haya que po­nerse en alto y proclamar nuestra fe a gritos ante gente que tiene que escucharnos a regañadientes (aunque, a ve­ces, resulta). Marjorie y Frank son cristianos comprometi­dos y saben que Cristo es la fuente de toda la fuerza y del amor que proclama su vida entera, pero no van diciéndo-selo a todos por ahí, a no ser que alguien les pregunte so­bre el particular. No es necesario. Sería como tratar de dar una clase aburrida de botánica debajo de un árbol majes­tuoso lleno de hojas y flores, bajo el cielo azul de mayo. La realidad viva es mucho más elocuente y poderosa que los meros datos científicos. Las vidas de Marjorie y Frank florecen y dan fruto al estar unidas a la savia de la vid de su Señor y eso es lo que da tal fuerza y autoridad a su «testimonio de experto».

Así pues, hay que considerar esas tres cuestiones a la vez: ¿Lo he probado? ¿Me fío? ¿Lo demuestro?

El sueño realizado

Recordaréis, sin duda, cómo comenzamos este viaje de ex­ploración reflexionando sobre quiénes somos real y verdadera­mente en nuestro corazón más íntimo, donde germina la semilla de Dios. Ahí, en el centro del quién, el sueño de Dios para con no­sotros crece y se desarrolla. Nuestra vida es el espacio en el que ese sueño toma forma. Y nuestra mejor ofrenda y regalo a Dios es su sueño realizado.

Hemos visto algo de lo que puede llegar a significar ser co-creadores del sueño de Dios para con nosotros. Hemos verificado cómo, ante todo, hemos de descubrir y cultivar el centro más ínti­mo de nuestro corazón, donde habita Dios, encarnado en cada uno, lo mismo que se encarnó en su Hijo, aquél que nos llamó hermanos y hermanas. También hemos advertido que somos libres para poner rumbo a nuestra «casa», a nuestro centro-Dios, o para

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alejarnos de él. Luego examinamos nuestros miedos e imágenes falsas de Dios, que obstaculizan el desarrollo de ese sueño; y, por otro lado, nuestro deseo más hondo, que nutre el sueño y nos en­seña algo de su forma y belleza últimas; y también nuestras adic-ciones y apegos, que apartan nuestra energía del desarrollo de nuestro deseo más profundo.

El sueño de Dios, plantado en nuestros corazones, es una se­milla delicada pero poderosa. Se nos ha encomendado la tarea de hacer realidad ese sueño. ¿Cómo? San Ignacio sugiere un camino que lleva, a través de la oración, a una intimidad cada vez mayor con el Señor, en su vida, pasión y vida resucitada. Día a día, ora­ción a oración, vivencia a vivencia, notamos y respondemos a los encuentros constantes con el Dios vivo. Y cada vez que lo hace­mos, nuestras raíces se robustecen, y la semilla de Dios crece un poco más fuerte y se va convirtiendo más y más en lo que acaba­rá siendo: la manifestación única de su creador.

No hay ningún misterio en este proceso. Puede explicarse muy simplemente. Nuestra creciente intimidad con Dios alimenta

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el deseo de llegar a ser la persona que Él sueña que seamos. Y cuando ése se convierte en nuestro deseo más hondo, lo será por toda la eternidad. Doblegando nuestros deseos menores, y entre­gándonos a la clase de «muerte» que Él nos pueda pedir, cruzare­mos el umbral de la resurrección, tal como nos lo prometió.

Hacia el final de sus Ejercicios, San Ignacio nos invita a refle­xionar de nuevo sobre las mil maneras en las que Dios ha plasma­do su amor desbordante para con nosotros, personal y comunita­riamente. Me siento atraído, por mi deseo más profundo, hacia la perfecta unidad de amor que es la Trinidad. En un sentido muy real, ése es el centro de nuestro ser, hacia el que nuestro viaje in­terior se dirige.

ESPÍRITU SANTO Hacer realidad el sueño de Dios

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Comenzamos meditando sobre el viaje al centro más verdade­ro de nuestro ser, donde Dios mora, y luego, de regreso al exterior, llevamos el tesoro transformador desde ese centro a los confines más periféricos de nuestra vida. Ahora, a una escala mucho mayor, des­cubrimos que ese trayecto es, en realidad, un viaje al corazón de la Trinidad, donde cada Persona se encuentra en relación perfecta con las otras y también en perfecta interdependencia.

Esa relación es el círculo de alegría perpetua en el que Dios disfruta tanto que nos llama a compartirlo eternamente con Él. Por decirlo de alguna manera, llama a cada uno de nosotros, indivi­dualmente, a ser la cuarta persona de la Trinidad. Pero no nos lla­ma solamente a nosotros sino que, al ser la Trinidad el modelo di­vino de nuestra comunidad humana, nos pide -y nos da la fuerza para conseguirlo- que llevemos de vuelta esa experiencia transfor­madora a nuestro mundo, todavía sin transfigurar, hasta que nues­tra comunidad humana se convierta en su Reino.

Un cubo sin fondo

Eso de llevar a Dios al mundo suena a algo inalcanzable. Y si, por el contrario, pensamos que podemos lograrlo por nuestra cuenta, hemos caído en una verdadera locura: creernos un Mesías, lo mismo que los que quieren que les tomemos por Napoleón.

Hubo un tiempo en que yo me figuraba que recibiríamos la gracia de Dios en proporción a nuestros recipientes, como ocurría en los tiempos pasados cuando la gente salía con sus jarros y va­sijas al paso de la carreta de la leche. La cantidad dependía del ta­maño del cántaro. Así, al pensar en la gracia, me imaginaba que obtendría tanta cuanta cupiera en mi corazón y, si quería más, ten­dría que hacer algo para «ampliar» mi corazón.

Ese razonamiento me sirvió durante algún tiempo. Aunque, como puedes ver, era algo totalmente centrado en «mí»: dependía del tamaño de mi recipiente. Hasta que éste se agujereó y el fondo de mi cubo se rompió por completo. Quizás también en lu vida ha habido ocasiones en las que el «sistema» sufrió un colapso, y los métodos y principios que dabas por seguros y comprobados co-

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menzaron a fallar. Quizás una experiencia traumática te hizo consciente de tu incapacidad para salvarte solo tú y, mucho me­nos, al resto del mundo. O fue quizás una progresiva certidumbre sobre la impotencia personal en lo referente a tener a Dios a mi disposición en la vida. Fuera lo que fuese, no cabe duda que las convicciones y evidencias que considerabas más sólidas comen­zaron a volverse sospechosas y no eran ya de fiar, y así el cubo, que habías usado para recoger las «gracias de cada día», se iba lle­nando de agujeros.

Cada vida está entretejida de pequeñas «muertes». Cuando éstas ocurren, parece que nos matan algo, pero al cabo de un tiempo, si repensamos lo sucedido, nos damos cuenta de que en esos momentos era cuando realmente estábamos vivos. El cubo se convierte en tubo, el cántaro en canal y los pocos litros de gracia que hubiéramos podido guardar en nuestro cubo se transforman en la posibilidad de un raudal incesante que -ahora sí- puede co­rrer a través de nuestro corazón abierto.

Gracia a chorros..

a través de cubos sin fondo

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No podemos cerrarnos a cal y canto. Y, si lo hacemos, Dios sin duda arrancará los sellos y nos dejará desnudos, despojados de lo que creíamos eran nuestras seguridades. Pero, en realidad, está rompiendo las barreras que nos limitan y exponiéndonos al dolor y gloria de la eternidad:

- dolor, porque no podemos soportar la atroz verdad de que no somos nosotros el objetivo final, sino recipientes provisionales a través de los cuales ese plan de Dios llega a realizarse;

- y gloria, porque ese plan desemboca en algo infinitamen­te mayor que todo lo que nuestro corazón, con sus anteo­jeras, es capaz de imaginar.

Una vez que retiramos los tapones de la tubería y las certezas tenidas por inamovibles se van derritiendo con el ácido de la expe­riencia, la gracia puede comenzar a pasar y correr libremente por ella. ¿O, quizás, no tan libremente? En mi caso, la honradez me exi­ge que reconozca los muchos obstáculos y bloqueos que se pegan a las paredes del canal de mi corazón, como lapas a una barca. Arran­car las conchas es penoso. Pero ese trabajo no es en vano: cuanto más libremente fluya y corra la gracia, más limpio y despejado que­dará el canal. Lo que comenzó como un pequeño reguero ahora re­bosa, y a medida que la corriente es más fuerte, tanto más rápida y eficazmente se va llevando las lapas y excrecencias.

No depende de mí que Dios se muestre y se dé al mundo. Só­lo El puede hacerlo. Pero yo puedo ofrecerle un espacio... Y, si es espacio lo que busco, ¿dónde encontrarlo sino en mi vacío inte­rior? Vacuidad interna que me duele y me ofende. Tanto, que trato de llenarla de apegos, éxitos y trofeos. Cuando sepa cómo desha­cerme de esos falsos amigos o los eche a patadas, entonces me so­brará el espacio libre. Podré ofrecer al Señor mi cubo roto y vacío para que sea una porción de su canal de gracia.

¿Barro o estrellas?

Hay una canción inglesa que dice que dos hombres miraron a través de los barrotes de la cárcel, y uno vio barro, y el olro eslre-

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lias. Puede que suene a poesía barata, pues sabemos que no siem­pre se ven los luceros. Muchos de los ejercicios sugeridos en este libro insisten en la necesidad de reflexionar sobre nuestras expe­riencias, día a día, para descubrir dónde ha estado presente Dios, distinguir, por así decirlo, los hilos llenos de sentido, verdad y ale­gría que tejen el cañamazo de nuestros días.

También nos hemos hecho conscientes de hasta qué punto somos o no capaces de elegir nuestro destino o de responder a lo que nos ha sido «dado» y encontramos establecido en nuestras vi­das. Recuerda los círculos: cómo respondemos a las circunstancias nos hace ver el dónde de manera distinta. Y, a su vez, esa forma di­ferente de contemplar nuestras circunstancias (en las que nos en­contramos) transforma gradualmente nuestro quién.

Supongamos que la muerte nos sorprende-como bien puede ocurrir- sin haber traspasado el círculo del quién. ¿Qué nos pasa­rá cuando nos presentemos así ante la plenitud de la presencia de Dios? ¿Qué ofreceremos a Dios como casa? ¿Un ataúd frío y estre­cho? ¿Un panal de rica miel donde hospedarse?

Construimos colmenas y féretros en nuestro día a día. Cada vez que nos asomamos por los barrotes de nuestra cárcel y sólo ve­mos barro, cada vez que nos dormimos recordando solamente las irritaciones, crispaciones y problemas del día, cada vez que mira­mos a un vecino y solamente vemos sus faltas... vamos sellando otro nicho mortuorio para nuestra semilla de Dios. Y, al contrario, cuando miramos a lo alto desde nuestros grillos y cadenas para ver las estrellas, cuando, al repasar el día, paladeamos los momentos de alegría, cuando miramos a los ojos de un vecino y vemos el amor que en su corazón anida... vamos abriendo celdas llenas de dulzura para nuestro corazón y para los del mundo entero. Por eso creo que importa, y mucho, cómo elegimos, porque en cada deci­sión estamos condenando a muerte al mundo -y a nosotros mis­mos- o concediéndole un poco más de vida.

Las abejas construyen sus panales sin pensarlo tan siquiera. Simplemente, cumplen su deseo más profundo. Podríamos pedir­le a Dios en la oración la gracia de que también nosotros hagamos lo mismo.

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Calceta para la manta del Reino

De pequeña era zurda y torpe (ahora soy mayor, pero sigo siendo zurda y torpe). Mi tía se empeñaba con mucha paciencia en enseñarme a hacer punto. Por fin, después de una lucha titáni­ca, conseguí tejer el derecho y el revés, y preparar unas cuantas «mantas para refugiados» que solían hacerse en aquellos días. Pe­ro, aun para eso, necesitaba la ayuda de mi tía, ya que la calceta seguía pareciéndome un misterio más allá de toda comprensión.

Todo esto me vino a la memoria un día en la oración, y descubrí que era como una especie de parábola de los sucesos y las relaciones de mi vida entera. Cada puntada era una parte esencial y única del entramado de mi vida. Dios hiló la hebra de mi ser cuando yo fui concebida y, muy gradualmente y con mucha paciencia y dificultad, yo fui aprendiendo a seguir el derecho y el revés de la manta de mi vida. A veces me equivocaba y apretaba demasiado o quedaba flojo o, incluso, perdía algún punto y dejaba un hueco o agujero en mi vi­da. A veces manejaba las agujas como si fuesen espadas pero, en lu­gar de ser lana, se trataba ahora de gente, y así dejaba sangrando a unos y heridos a otros... y a mí misma muchas veces. A veces estaba radiante de orgullo al haber completado toda una línea sin ningún fa­llo. Otras veces me desesperaba y acababa llorando defraudada por mi ineptitud o torpeza. Muchas veces me venían ganas de deshacer­lo todo y volver a comenzar con otra lana y otras agujas.

Sigo haciendo punto... pero tengo un amigo que acaba de entrar en agonía. Y cuando comienza el trecho más importante de su viaje -de la vida a la Vida-, sus recuerdos no le abandonan. Su existencia está «llena de gracia», de buenas puntadas, al derecho y al revés. Su casa, también: rebosa fotografías de gente que había supuesto mucho para él, poemas y reflexiones, iconos y regalos que él guardaba como tesoros, música que le había inspirado, l i­bros que había escrito y, sobre todo, los hijos y la mujer que había amado. Recuerdos sólidos y sueños dignos de conservarse. Su lana está casi acabada; pronto presentará a Dios su «porción» de la gran manta del Reino, entregará una a una las puntadas de su vida un proceso que ha sido agridulce, laboriosamente trabajado, con muchos sufrimientos y desilusiones, pero también transfigurado por la esperanza de lo que va a ser muy pronto.

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Sé que pronto escuchará las palabras del cielo: Consumma-tum est. «Se ha acabado», la parte de la «manta» que te encomen­dé ya está terminada. Quizás mi amigo se está preguntando, como lo hago yo cuando miro a la lana y a mis agujas: ¿le gustará al Se­ñor mi contribución a la manta del Reino!1

Creo que entonces importará muy poco que haya agujeros y remiendos. Lo que de verdad va a valer es la pregunta crucial: ¿ha ayudado a mantener calientes a mis pequeños?

¿Una manta llena de remiendos y agujeros pero que calienta...

...o una obra maestra que nadie utiliza?

Mi amigo me solía decir que, al pasar por la estantería de los libros que ha escrito, parecían susurrarle: «Ahora vive lo que has escrito». Te paso la consigna: «Vivamos ahora lo que hemos des­cubierto».

Una oración de consagración

San Ignacio escribió su propia oración de entrega y ofreci­miento. No es una oración que pueda hacerse a la ligera, ya que Dios puede tomarla en serio y contestarnos con una sorpresa.

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Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad, todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.

Ahora te ofrezco mi propia interpretación, que está inspirada en la oración de Ana, que ofrece al Señor a su tan ansiado y esperado hijo. Su sueño más profundo se ha cumplido con el nacimiento de Samuel, pero ella advierte en sí misma un deseo todavía más hondo: el de ofrecer al Señor su hijo, lo que ella más anhelaba.

Tomando esto como punto de partida, puedes reflexionar acerca de tus deseos intensos e íntimos que se han cumplido, y si te sientes o no capaz de entregar el tesoro de tu corazón a las ma­nos y soberanía de Dios. Puedes hacer uso de la oración de san Ig­nacio, si te ayuda, o -todavía mejor- puedes formular una propia, que te brote del corazón.

Tomad y recibid

Éste es el niño que mendigué en mi oración, y el Señor me concedió lo que pedía. Ahora lo devuelvo al Señor de por vida. Se lo entrego para que sea suyo.

(1 Samuel 1,27-28)

Me pongo en tus manos, Señor. Tómame y recíbeme. Tómame, pues soy tuyo. Recíbeme, pues me doy libremente a ti.

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Pongo en tus manos mi libertad. Me desata para amar y servir. Me da posibilidad de elegir y decidir autónomamente. Pero también puede caer en la tentación de elegir el bien menor, los dioses menores. Me permite hasta optar por mí mismo y no por el amor Me seduce haciéndome creer sólo en mí mismo. Me abre la puerta al engaño de hacer el mal, de destruir, matar y morir. Toma y recibe mi libertad bajo tu dirección y tutela. Te la entrego y devuelvo, Señor.

Pongo en tus manos mi memoria, que me transporta a tiempos y lugares pasados, en los que sentí tu caricia en mi vida. Me guía hasta tu misterio a través de mi biografía, pero guarda todavía en su poder los «y si...» que no fueron. Enmaraña mi corazón con sus espinas de heridas y ofensas pasadas, me hace mirar hacia atrás y convertirme en estatua de sal corrosiva a base de rencores y resentimientos. Me retiene sin perdón en el pasado por errores que tú ya has curado. Oscurece mi esperanza con remordimientos y resquemores. Toma, recibe mi memoria bajo tu dirección y tutela. Te la entrego y devuelvo, Señor.

Pongo también en tus manos mi entendimiento, que me guía seguro hasta tu Verdad, pero que me ata a los espacios angostos de mis verdades pequeñas. Me da perspicacia para entender cómo responden a la vida los demás. Me proporciona palabras y estructuras para expresar mis propias respuestas. Pero me tienta a conformarme con un simple entendimiento humano, cuando tú llamas mi alma hacia lo divino.

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Me atrae con engaños hacia callejones sin salida de presunción y engreimiento, cuando yo no debería quedarme satisfecho con nada que no fueras tú. Toma y recibe mi entendimiento bajo tu dirección y tutela. Te lo entrego y devuelvo, Señor.

Pongo en tus manos mi imaginación. Me lleva hasta los cielos como fuegos artificiales que explotan gloriosos en la noche. Y me introduce en la ciencia secreta del corazón, y aunando tiempo y espacio hace presentes todas las cosas. Enciende las llamas de tu Verdad en las oscuridades de mi mente. Pero también alimenta mis miedos. Embauca a la verdad para hacerla fantasía y a la precaución, miedo. Abre las puertas a tu Realidad, pero me atrapa en los cepos de mis engaños. Toma y recibe mi imaginación bajo tu dirección y tutela. Te la entrego y devuelvo, Señor.

Pongo en tus manos mi capacidad de sentir. Mis sentimientos pueden sumirme en la profundidad y la alegría del amor. Encauzan mis riachuelos para que confluyan en tu río. Abren mis brazos y mi corazón, y dan rienda suelta a penas y anhelos. Pero también me engullen en la espiral de amargura y desesperación, y me retienen preso de mis cambios de humor, de mis estados de ánimo. Son como una vela, ardiente de luz y amor, pero también como fuego en el cañaveral.

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Toma y recibe mis sentimientos bajo tu dirección y tutela. Te los entrego y devuelvo, Señor.

Pongo en tus manos toda mi voluntad. Al principio, estaba en consonancia y armonía con la tuya. Pero el pecado rompe toda belleza, cada criatura quiere controlar su propio mundo, por pequeño que sea, y gobernar según su ruin capricho. Quiero que sea de otra manera, pero con quererlo no consigo nada, porque mi voluntad permanece obstinadamente «mía». Toma y recibe mi voluntad bajo tu dirección y tutela. Te la entrego y devuelvo, Señor.

Tú eres quien me ha dado estos regalos tan preciosos, Señor. Son los primeros frutos del amor que fluye entre nosotros. Y yo, Señor, te los devuelvo a ti y a tu amorosa dirección y tutela. Tú eres su autor y los devuelvo a tu autoridad. Haz con ellos lo que quieras. Te los entrego, Señor.

Dame solamente tu amor y dame tu gracia, es todo lo que necesito. Y entonces, Señor, yo seré todo tuyo.

Sugerencias para la oración y reflexión

Seis días antes de la Pascua, Jesús fue a Betania, donde vivía Lá­zaro, al que él había resucitado. Dieron una cena en su honor. Marta servía y Lázaro estaba con los huéspedes a la mesa. María entró trayendo un perfume de nardo puro muy caro, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se llenó del buen olor del perfume (Juan 12, 1 -3).

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Imagínate que tú también estás en la casa de María, Marta y Lázaro cuando Jesús llega a pasar la noche. Notas cómo cada uno de ellos trata con Jesús de manera diferente, cada cual según su modo de ser: Lázaro, Marta, María, los discípulos que han venido con Él. ¿Cómo tratas tú al Señor durante este encuentro? ¿Cómo le vas a mostrar tu amor para con Él, de un modo que sea personal? En la oración, responde a su amor de la forma a la que te sientas inclinado. ¿Cómo reacciona Jesús a tu gesto de amor? ¿Qué pien­sas de las pruebas de amor que le ofrecen los demás? Habla con el Señor, di le lo que te venga al corazón. Y escucha lo que Él quiere decirte.

* * *

Supongamos que te llaman a ser «testigo experto» de la reali­dad de Dios en tu vida. ¿Qué aspectos de tu vida crees que revelan de manera especial el poder y el amor de Dios para contigo y pa­ra con los demás? ¿En qué áreas de tu vida te sentirías capaz de de­cir: «Dios es real, Dios es amor, Dios es poder, fiaos de mi testi­monio, porque yo lo he probado»?

* * *

Cuando ofreces a Dios el sueño de tu vida, que se ha desa­rrollado a partir de la semilla de Dios plantada en tu corazón, ¿có­mo describirías su realización y plenitud en ti mismo, cómo lo vas descubriendo personalmente, con independencia de lo que sus sueños puedan ser para los demás? ¿Qué características descubres en él? ¿Cuáles son sus aspectos más hermosos y sus propiedades esenciales?

¿Qué está creciendo ahora mismo en tu corazón, bajo el aliento de Dios? ¿Tal vez algo que podría llegar a ser un sueño dig­no de guardarse? No sientas vergüenza sobre tu sueño de Dios. Es tu ofrecimiento, que le devuelve la realización de lo que Él te dio a ti primero. Le das lo que es suyo. Dáselo alegremente, sin mo­destia fingida.

* * *

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¿Ha habido ocasiones en tu vida en las que has pensado que realmente se desfondaba tu «cubo» y que te convertías en canal por medio del cual Dios llegaba a los demás? Y ahora, cuando ya es cosa pasada, ¿puedes afirmar que aquellos mo­mentos fueron ocasión y tiempo de «gracia»? Si es así, agradé­ceselo a Dios en la oración y pídele que convierta el «goteo» en raudal copioso.

¿Dónde encuentras «espacios vacíos» en tu corazón? ¿Sole­dad, desilusiones, penas, dolores interiores...? ¿Te crees capaz de preparar ese vacío para que Dios lo llene con su gracia? ¿Para ti y para los demás? ¿Eres consciente de algún obstáculo o impedi­mento que presente tu cauce, todas esas cosas con las que has tra­tado de colmar tus espacios vacíos?

* * *

Repasa las últimas veinticuatro horas. Cada minuto de tu vida ha contribuido a cerrar un ataúd o a festejar la vida. ¿Qué ha con­tribuido durante la jornada de hoy a que germine en ti la semilla de Dios, y le ha dado a esa planta agua, vida y crecimiento?

Imagina que tu vida es como una de esas labores de calceta. ¿Puedes detectar los lugares en que se te fue un punto o donde te saliste de la trama o de las líneas que te marcaba Dios?

Con tus dedos o la mano palpa la lana y nota el calor que su­ministra. ¿Qué crees que es más importante para el desdichado que va a usar la manta? ¿Los fallos en el punto o el calor que le da­rá? Fíjate con cariño en todas y cada una de las puntadas, que re­presentan un suceso particular o una relación personal concreta. Aprende a apreciarlas, da gracias a Dios por cada una de ellas tal como son, no añorando cómo podrían haber sido.

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Saborea y sácale significados a la oración ignaciana del To­mad, Señor, y recibid. Si te sientes inspirado, escribe tu propia ver­sión de esa ofrenda personal y entrega a Dios tu ser y sus dones, tus haberes y su gracia. Pídele que te acoja bajo su autoridad, pues Él es ciertamente tu autor.

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Benedictus

Comenzamos este libro bromeando con las instrucciones que daba Wainwright: «toma la senda de la izquierda cuando llegues al tercer espino blanco». Era una forma de empistarnos y no des­pistarnos. Lo cual es muy bueno cuando uno está a punto de co­menzar el camino, estudia el mapa y aguza todos los sentidos pa­ra detectar las señales y letreros, y está dispuesto a dar cuantas vueltas haga falta con tal de llegar por fin al deseo más profundo...

Pero la mayoría no empezamos nuestro viaje en el arranque del camino, ni tan siquiera desde un lugar concreto y apropiado, aconsejado por las guías. Echamos a andar allá donde nos encon­tramos, que casi seguramente es bastante después de haber pasa­do de largo ante «el tercer espino blanco» sin haber reparado en él ni en otras muchas más pistas que, según las guías, eran ineludi­bles. Recuerdo a aquel viajero que se encontraba perdido y pre­guntó por el camino. Después de una larga y confusa explicación del excursionista sobre adonde pretendía llegar, el consultado, al borde de la desesperación, le aconsejó: «Bueno, si yo fuera usted, no partiría de aquí».

Dios es un guía mejor. Con Él partimos desde donde nos en­contramos. Además Él es, a la vez, brújula y sendero. Así que pue­de uno detenerse un momento y contemplar todos esos laberintos por los que ha pasado y en los que perdió la senda. Como suele suceder, también yo puedo ahora, a posteriori, descubrir el espino

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blanco donde me equivoqué de camino (en lenguaje ¡gnaciano, hice una «mala elección»). Y ¿qué puedo hacer ahora? ¿Pararme y echarme a llorar lamentándome sin consuelo? ¿Bajar hasta el pie del monte y volver a empezar? ¿O recordar que Dios es un Ahora y un Aquí, dondequiera que nos encontremos, en cualquier lugar o situación mal elegidos... y, sobre todo, que estoy buscando a Dios mismo, y no un camino determinado y específico?

Recuerdo que en el colegio cantábamos aquel himno que decía: «Dios realiza sus planes mientras un año sucede a otro». Cuando me hice mayorcita, pensé que eran tonterías y cuentos chinos, y que si así fuera, no cabía duda de que se trataba de un misterio. Ahora lo comprendo mejor. Sé que mi deseo más pro­fundo va acercándome cada vez más al deseo de Dios sobre mí. Repaso mi itinerario de estos últimos años y compruebo que ha­bía otros caminos que podría haber tomado. Vistos ahora, desde mi postura actual, tal vez alguno de esos senderos me hubiera traído más fácil y directamente a casa, pero nunca podré, ni ne­cesitaré, saber qué barrancos o abismos se incluían en él. Y me basta con saber que, dondequiera que esté, ahora y aquí, Dios me acompaña, y que este camino, que es mi «vocación» verdadera, se abre ante mis pies como consecuencia de todas las decisiones y elecciones de mi vida -sensatas o desatinadas- lo mismo que un buen artesano aprovecha toda clase de lanas para tejer su her­moso tapiz.

En verdad, Dios, al ser el que es, derrama sus bendiciones más abundantes precisamente sobre esos «tramos» en los que nos sentimos más vulnerables, quebrantados y perdidos. Compartamos esos dones ahora, libres ya de pesadumbres por las pistas que no vimos, atentos solamente a lo que nos espera delante...

Me complace la pobreza de tu corazón, que reconoce su propio vacío, ya que eso me deja espacio para implantar en ti mi Reino.

Me gusta tu amabilidad con los demás, ya que todos corresponden a ella. La delicadeza cautiva aun los corazones más endurecidos.

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Respeto el dolor y la pena que sientes por todo lo que has perdido o no has llegado a ser, ya que me da la oportunidad de consolarte con mi amor, que es mucho mayor que todo lo que has perdido.

Celebro tu empeño por buscar tu verdad más profunda y la verdad que ansia el mundo, pues cuando rezas por ello, yo sacio esos anhelos tuyos sin que te des cuenta.

Bendigo cada ocasión en que te muestras compasivo y perdonas, pues es una pequeña ventana que rasgas en tu corazón, que te libera de resentimientos y que me abre a mí una puerta por la que entro y lo curo todo.

Alabo la pureza de tu corazón, pues es el lugar donde tu deseo más profundo se funde con el mío. Ahí nos encontramos cara a cara.

Apruebo tus buenos oficios como agente de la paz, y todo lo que en ti busca esa paz que sobrepasa todo entendimiento, sabiendo cuánto cuesta conseguirla, pues para eso se encarnó mi Hijo, y en tu empeño por difundir la paz te haces más hijo o hija mía.

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Aco jo como gestos de amor todas esas vivencias

que, al caminar conmigo, has experimentado y experimentas, como persecuciones, injusticias, malentendidos.. . pues son pruebas de que tu fe no es i lusión.

Éstas son ciertamente, Señor, tus delicias originales, que pre­ceden, anulan y rescinden mi pecado or ig inal , y me dan la seguri­dad de que tu alegría, tu paz y tu amor son mucho mayores que mis miedos y yerros. Sí, éste es el Evangelio del Señor.

D IOS TE QUIERE

Estés donde estés (aunque no te guste) Estés como estés (aunque no te gustes) Seas quien seas (o lo que vayas a ser)

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índice

Prólogo (Cerard W. Hughes) 11

Introducción: La fuente de ensalada 13

Antes de comenzar 17

Os presento al guía 23

1. ¿Dónde estoy? ¿Cómo estoy? ¿Quién soy? 35

Germina la semilla de Dios 37

La oración como «sábado» 39

Las «semanas» del corazón 41

La búsqueda de la libertad 44

Sugerencias para la oración y reflexión 46

2. Once yuntas de bueyes 49

El río que soy yo 52

La historia de tu fe 56

El final del surco 58

Sugerencias para la oración y reflexión 60

Recuerda 60

Usa la historia de tu vida en la oración 61

3. [Qué es lo que falla? 65

La esclusa 46 67

La ciudad del muro 71

Un niño en un campo de minas 74

Sugerencias para la oración y reflexión 75

Page 145: Viaje por la espiritualidad ignaciana

4. El giro copernicano 81

¿Una crisis en el túnel? 81

Sugerencias para la oración y reflexión 91

5. Ortigas y rosas 93

Prestar atención a los estados de ánimo 93

Cada día 94 Los muebles viejos del trastero 96

Técnicas para desactivar bombas 98

Consolación y desolación: cómo reconocerlas 99

La consolación y el «bienestar» 103

Sugerencias para la oración y reflexión 107

Mi día con Dios: oración de la noche 109

6. La brújula interior 113

Hallar nuestro camino en la oscuridad 113

La brújula interior: dónde se aloja y cómo usarla 114

Orientarse por las estrellas 117

Mantener el rumbo 120

¿Y si te pierdes? 123

Sugerencias para la oración y reflexión 124

Un viaje a la luz de las estrellas 124

7. El deseo más profundo 127

El ímpetu de nuestros deseos 127

Identificar nuestro deseo más profundo 131

De fuera adentro 132

De dentro afuera 134

¿Y si...? 137

Sugerencias para la oración y reflexión 140

8. ¿Por qué no contestas a mis oraciones? 143

La voluntad de Dios y mi deseo 143

Una palabra sobre los sentimientos 145

Dar o tomar: reaccionar a nuestros deseos 146

La supervivencia de los más fuertes: con qué deseo que­darse 151

290

La voluntad de Dios y nuestro deseo: la clave para la trans­formación 154

En el ojo del huracán ^ 55

Sugerencias para la oración y reflexión 153

9. Adicciones y apegos ^

Conocer nuestras inclinaciones 151

El vaivén del péndulo 152

El trigo y la cizaña 153

La incomodidad de estar «colgado» 165

Aprendiendo a andar 153

¿Qué precio pones a fu amor? 159

Sugerencias para la oración y reflexión \ 72

10. No te apegues a mí 175

Rutas hacia el desprendimiento \ 75

El significado del «desprendimiento» 176

Manejarse con las adicciones 179

Una lección de patinaje 180

¿Hundirse o flotar? 182

¿El palo o la zanahoria? 184

La promesa del jardín 186

Estriberón 186

Sugerencias para la oración y reflexión 188

La parábola de la cizaña 188

11. Conocer al enemigo, confiar en el amigo 191

La estrategia de la esclavitud 192

¿Y la estrategia de la libertad? 195

¡Cuidado con el «malo» disfrazado de bueno! 198

Cuando se levanta la niebla 201

Sugerencias para la oración y reflexión 202

12. ¿Qué es la libertad? ¿Qué es la verdad? 207

En el espacio de separación 209

El momento de la verdad 214

¿Un huevo o una naranja? 215

Reivindicar la libertad 217

291

Page 146: Viaje por la espiritualidad ignaciana

Libre «de» o libre «para» 219

La libertad es su propia recompensa 221

Sugerencias para la oración y reflexión 224

13. Verte más claramente 227

Intimidad con Dios 229

Encontrarse con el Señor en la contemplación 231

Enfocar nuestras lentes interiores 234

Aprender la lengua de Dios 237

Quedarse junto a la fuente 237

Encontrar a Dios en todas las cosas 239

Más allá de la alegría 241

Sugerencias para la oración y reflexión 242

14. Seguirte más de cerca 245

¿Dónde está Dios en todo esto? 245

Conectar con el Calvario 246

El precio de la consagración 246

Para ser roto y compartido 249

Qué significa esto 250

Traspasar las tinieblas 252

Creadores de estrellas 252

¿Un yugo suave? 255

Encuentro con el Señor resucitado 257

Resurrección, ¡ahora! 259

Sugerencias para la oración y reflexión 260

15. Amarte más ardientemente 263

Dar testimonio de experto 265

El sueño realizado 268

Un cubo sin fondo 271

¿Barro o estrellas? 273

Calceta para la manta del Reino 275

Una oración de consagración 276

Tomad y recibid 277

Sugerencias para la oración y reflexión 280

16. Benedictus 285

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