viaje al centro de la tierra

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De Julio Verne

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Julio Ve r n e

Viaje al centro de la Ti e r r a

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I N D I C E

P Á G I N AI 5I I 9I I I 1 3I V 1 9V 2 2V I 2 7V I I 3 3V I I I 3 8I X 4 4X 49X I 53X I I 5 8X I I I 6 2X I V 6 6X V 7 1X V I 7 5X V I I 8 0X V I I I 8 4X I X 8 9X X 93X X I 9 7X X I I 101X X I I I 10 4X X I V 10 8X X V 111X X V I 11 5X X V I I 11 7X X V I I I 1 2 0X X I X 1 2 4X X X 1 2 7X X X I 1 3 3X X X I I 1 3 7X X X I I I 1 4 3X X X I V 1 49

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X X X V 1 5 3X X X V I 1 5 8X X X V I I 1 6 3X X X V I I I 1 6 7X X X I X 1 71X L 1 7 7X L I 1 81X L I I 1 8 5X L I I I 1 90X L I V 1 9 5X LV 2 0 0

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I

Un domingo, el 24 de mayo de 1863, mi tío, el profesor Lidenbro c k ,volvió precipitadamente a su modesta casa, número 19, calle de Ko n i g s t r a s s e ,que es una de las calles más viejas del antiguo barrio de Ha m b u r g o.

La buena Ma rta creyó sin duda que se había aquel día retrasado muchoen sus funciones culinarias, pues apenas empezaba a hervir el puchero en elh o r n i l l o.

— Bueno —dije yo para mi capote—, si mi tío, que es el más impacientede los hombres, llega con hambre, armará una tre m o l i n a .

— ¿ Ha venido ya el señor Lidenbrock? —exclamó la pobre Ma rta azo-rada, entreabriendo la puerta del comedor.

—Sí, Ma rta; pero la comida no falta a su deber no estando aún cocida,pues no son las dos. La media acaba de dar en este momento en San Mi g u e l .

—¿Cómo, pues, ha vuelto ya el señor Lidenbro c k ?—Él nos lo dirá, si quiere .—¡Ahí está! Yo me escurro, señorita Axel, vos le haréis entrar en

r a z ó n . . .Y la buena Ma rta se metió en su laboratorio culinario.Me quedé solo. Pe ro eso de hacer entrar en razón, como quería Ma rt a ,

al más irascible de los pro f e s o res, era imposible para un carácter tan irre s o-luto como el mío.

Iba a retirarme prudentemente al cuartucho que se me había destinadoen el último piso, cuando oí rechinar la puerta de la calle y crujir la escalerade madera bajo la presión de unos pies que debían ser enormes. En seguida,el dueño de la casa, atravesando el comedor, se metió en su despacho.

Al pasar rápidamente, había dejado en un rincón su bastón de pesadopuño, y en la mesa su ancho sombre ro cepillado a contrapelo, y me dijocon voz sonora:

— ¡ A xel, sígueme!No había tenido aún tiempo de moverme, y ya el profesor me re c o n ve-

nía por mi demora con acento de impaciencia fre n é t i c a .—¿Aún no estás aquí?Corrí al despacho de mi terrible maestro.

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Otto Lidenbrock no era un hombre malo, convengo en ello; pero comoantes de morir no varíe mucho, lo que me parece improbable, morirá siendoel más terrible y original de todos los hombre s .

Era profesor de Johannaeum, donde daba lecciones de mineralogía, enco-lerizándose una o dos veces en cada una de ellas. Y no se crea que le pre o c u-pase el deseo de tener discípulos aplicados, ni que diese importancia al gradode atención con que le escuchaban, ni que se cuidaba de la ciencia que lesimbuía. Enseñaba s u b j e t i va m e n t e, según la expresión de la filosofía ale-mana; enseñaba para él y no para los discípulos. Era un sabio egoísta, un pozode ciencia cuya garrucha rechinaba cuando de él se quería sacar algo; enuna palabra, era un ava ro.

En Alemania son bastante comunes los pro f e s o res de este género.Mi tío, desgraciadamente, no estaba dotado de una gran facilidad de pro-

nunciación, al menos cuando hablaba en público, lo que en un orador es undefecto lamentable. En sus demostraciones en Johannaeum balbuceabacon frecuencia: luchaba contra una palabra recalcitrante que no quería des-lizarse entre sus labios, contra una de esas palabras que se resisten, se hinchany acaban por salir bajo la forma poco científica de una blasfemia. De aquísu cólera.

Y sabido es que en mineralogía hay denominaciones semigriegas y semi-latinas difíciles de pro n u n c i a r, nombres rudos que desollarían los labios deun poeta. Estoy muy lejos de hablar mal de esta ciencia. Pe ro delante de lascristalizaciones romboédricas, de las resinas retinasfaltas, de las gelenitas, delas fangasitas, de los molibdatos de plomo, de los tungstatos de manganesa oalabandina y de los titoniatos de circona, permitido está a la lengua más sueltae q u i vocarse y tro p ez a r.

En la ciudad era conocido el disculpable achaque de mi tío, del cual sep re valían algunos malintencionados para dive rtirse a su costa en los pasajesp e l i g rosos, lo que le sacaba de sus casillas, y su mismo furor aumentaba lasrisas, lo que es de muy mal gusto, hasta en Alemania. Y si bien había siem-p re una afluencia muy considerable de oyentes en la escuela de Lidenbro c k ,¡cuántos asistían asiduamente a ella sin más objeto que el de burlarse de losa r rebatos de cólera del pro f e s o r !

Como quiera que sea, no me cansaré de repetir que mi tío era un ve r-d a d e ro sabio. Aunque rompía algunos ejemplares mineralógicos por no tra-tarlos en sus ensayos con bastante delicadeza y mimo, unía al genio del geó-logo el discernimiento de mineralogista. Con su martillo, su punzón, su agujaimantada, su soplete y su frasco de ácido nítrico se sentía muy fuerte. Po r

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su manera de romperse, por su aspecto, por su dureza, por su fusibilidad, porsu sonido, por su olor, por su sabor, clasificaba sin vacilar un mineral cual-quiera entre las seiscientas especies que cuenta la ciencia actualmente.

Así, pues, el nombre de Lidenbrock gozaba de celebridad en los liceos yasociaciones nacionales. Los señores Hu m p ry Davy; de Thunbold, los capita-nes Flanklin y Sabine, al pasar por Hamburgo, no dejaron de hacerle unavisita. Be c q u e rel, Eb e l m e b, Brew s t e r, Dumas, Mi n e - Ed w a rds, Sa i n t é - C l a i re -Deville, tenían gusto en consultarle acerca de las cuestiones químicas máspalpitantes. La química le debió en realidad algunos buenos descubrimien-tos, y en 1853 apareció en Leipzig un Tratado de Cr i s t a l o g rafía tra s-c e n d e n t a l, un gran infolio, que no llegó sin embargo a cubrir los gastos dei m p re s i ó n .

Añádase a lo dicho que mi tío era conservador de un museo minero l ó-gico, perteneciente a St ru ve, embajador de Rusia, el cual museo era una pre-ciosa colección, famosa entre todos los sabios de Eu ro p a .

Tal era el personaje que me llamaba con tanta impaciencia. Fi g u r a o sun hombre alto, flaco, con una constitución de hierro, una salud a toda pru e b a ,y un continente juvenil, que parecía quitarle diez años de los cincuenta deque no bajaba. Sus grandes ojos giraban incesantemente detrás de unas anti-parras considerables, y su nariz larga y estrecha se asemejaba a una hoja afi-lada. Los que se dive rtían a sus expensas aseguraban que la tal nariz estabaimantada y atraía las limaduras de hierro. ¡Pura calumnia! Lo que atraía sunariz era rapé en abundancia para no faltar a la ve rd a d .

Cuando haya añadido a todo lo dicho que mi tío daba cada zancada quepasaba matemáticamente de media toesa, y que al andar tenía los puños sólida-mente cerrados, lo que indica un carácter impetuoso, se le conocerá lo sufi-ciente para que nadie desee estar en su compañía.

Vivía en una casita de Konigstrasse, en cuya construcción entraban porp a rtes iguales la madera y los ladrillos, y tenía vistas a uno de esos canalest o rtuosos que se cruzan en medio del más antiguo barrio de Hamburgo, re s-petado felizmente por el incendio de 1842.

Ve rdad es que la casa, que era ya vieja, estaba un poco torcida y amena-zaba con su vientre a los transeúntes, llevando su techo algo caído hacia unlado como el casquete de un estudiante de Tugendbund. Algo dejaba quedesear el aplomo de sus líneas, pero se mantenía firme por la intervención deun olmo secular en que se apoyaba la fachada, el cual al llegar la primavera secubría de botones que se veían al trasluz de los vidrios de las ve n t a n a s .

Para lo que suele tener un profesor alemán, mi tío era bastante rico. La

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casa le pertenecía toda, continente y contenido. El contenido consistía principal-mente en su ahijada Graüben, joven irlandesa de dieciocho años, Ma rta y yo.En doble cualidad de sobrino y huérfano, pasé a ser su ayudante pre p a r a-dor en sus experimentos.

Confieso que exc i t a ron mi entusiasmo las ciencias geológicas. Circ u l a b apor mis venas sangre de mineralogista, y no me aburrí nunca en compañíade mis preciosos pedru s c o s .

En resumen, se podía vivir felizmente en la modesta casita de Ko n i g s-trasse, no obstante el carácter impaciente de su pro p i e t a r i o. No por tener éstemaneras algo brutales, dejaba de profesarme particular afecto. Pe ro era unh o m b re que no sabía aguard a r, y apremiaba hasta a la naturalez a .

En abril, cuando en las macetas de porcelana de su salón empezaba a bro-tar la reseda o el volubilis, todas las mañanas sin faltar una, estiraba sushojas para acelerar su cre c i m i e n t o.

Con un ente tan original no me estaba permitida más que la obediencia.Entré, pues, corriendo en su despacho.

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I I

El despacho era, propiamente hablando, un gabinete de mineralogía, unve rd a d e ro museo. En él se hallaban rotulados con el mayor orden siguiendolas tres grandes divisiones de los minerales inflamables, metálicos y litoideos,e j e m p l a res de todas las especies del reino mineral.

¡ Cuán familiarmente los conocía yo todos! ¡Cuántas veces, en lugar deestar retozando con los muchachos de mi edad, me habla entretenido qui-tando el polvo a aquellos grafitos, antracitas, hullas, lignitos y turbas! ¡Y losbetunes, las resinas, las sales orgánicas que era menester pre s e rvar hasta delmenor átomo! ¡Y aquellos metales, desde el hierro hasta el oro, cuyo va l o rre l a t i vo desaparecía delante de la igualdad absoluta establecida en el reino dela ciencia! ¡Y todas aquellas piedras que hubieran bastado para reedificar lacasita de Konigstrasse, con una habitación más para mí, detalle que me hubiesevenido a pedir de boca!

Pe ro al entrar en el despacho de mi tío, de lo que menos me acordaba yoera de aquellas maravillas. Mi tío absorbía todo mi pensamiento. Estaba comosepultado en su sillón con asiento y respaldo de terciopelo de Ut recht, teniendoen las manos un libro que contemplaba con la admiración más pro f u n d a .

— ¡ Qué libro! ¡Qué libro! —exc l a m a b a .Esta aclamación me re c o rdó que mi tío Lidenbrock en sus ratos de ocio

tenía también su ademán de bibliómano; pero ningún libro tenía valor paraél si no era un ejemplar imposible de encontrar, o al menos imposible de leer.

— ¿ No lo ves? —me dijo—. ¿No lo ves? Es un tesoro inestimable conque he tro p ezado esta mañana huroneando por la tienda del judío He ve l i u s .

— ¡ Magnífico! —respondí yo con un entusiasmo parecido al que se llamade real ord e n .

En efecto, ¿a qué meter tanta bulla por un viejo volumen en cuarto, cuyolomo y cubiertas me pare c i e ron de un mal becerro y de cuyas hojas amari-llentas colgaban cintas descoloridas?

Sin embargo, las interjecciones admirativas del profesor se iban sucediendo.— Vamos —decía, preguntándose y respondiéndose a sí mismo—. ¿No

es un soberbio libro? ¡Sí, es admirable! ¡Y qué encuadernación! ¿Se abre confacilidad este libro? ¡Sí, y queda abierto en cualquier página! ¿Pe ro se cierra

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bien? Sí, porque las cubiertas y las hojas forman un todo bien unido, sin sepa-rarse ni entreabrirse por ninguna parte. ¡Y este lomo que se mantiene ilesodespués de setecientos años de existencia! ¡Ah! ¡He aquí una encuadernacióncapaz de envanecer a Bozerian, a Closs y al mismo Pu r g o l d !

Y mi tío, al hablar así, abría y cerraba sucesivamente el rancio libraco,a c e rca de cuyo contenido creía deberle interro g a r, aunque no me intere s a s emaldita la cosa.

—¿Y cuál es el título de tan maravilloso volumen? —pregunté con una rdor demasiado entusiasta para no ser fingido.

—¡Esta obra —respondió mi tío, animándose— es el Heims Kringla, deSn o r re Turleson, el famoso autor islandés del siglo X I I! ¡Es la crónica de lospríncipes noruegos que re i n a ron en Is l a n d i a !

— ¿ De veras? —exclamé yo, afectando el mayor asombro—. ¿Es, sinduda, una traducción en lengua alemana?

— ¡ Traducción has dicho! —respondió el profesor como escandaliza-do—. ¿Qué haría yo con tu traducción? ¡Para traducciones estamos! ¡Estaes la obra original en lengua islandesa, magnífico idioma, tan rico como sen-cillo, que autoriza las más variadas combinaciones gramaticales y las másn u m e rosas modificaciones de vo c a b l o s !

—Como el alemán —indiqué yo con bastante aciert o.—Sí —respondió mi tío, encogiéndose de hombros—; sin contar con

que la lengua islandesa admite los tres géneros, como el griego, y declina,como el latín, los nombres pro p i o s .

—¡Ah! —exclamé yo con la curiosidad algo excitada, no obstante mii n d i f e rencia—. ¿Y los caracteres son buenos?

— ¡ C a r a c t e res! ¿Quién habla de caracteres, desgraciado Axel? ¡De carac-t e res se trata ahora! ¿Sin duda tomas este libro por un impreso? ¡Es un manus-crito, ignorante, y un manuscrito rúnico. . . !

— ¿ R ú n i c o ?—Sí, rúnico. ¿Querrás también que te explique esa palabra?— No lo necesito —repliqué con el acento de un hombre herido en su

amor pro p i o.Pe ro mi tío se empeñó en enseñarme, a pesar mío, cosas que nada me

i m p o rtaba saber.—Los runos —repuso— eran caracteres de escritura usados en otro

tiempo en Islandia, y según la tradición, fueron inventados por el mismoOdin. ¿Pe ro qué haces, impío, que no miras y admiras esos tipos que hansalido de la imaginación de un dios?

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No sabiendo qué re p l i c a r, iba a prosternarme, género de respuesta quedebe agradar a los dioses como a los re yes, porque tiene la ventaja de no poner-les en apuro para re p l i c a r, cuando vino un incidente a dar a la conve r s a c i ó no t ro giro.

Ap a reció un pergamino mugriento que se deslizó del rancio libraco ycayó al suelo.

Fácilmente se comprende la avidez con que mi tío lo cogió, no pudiendodejar de tener para él un gran valor un documento antiguo, encerradoquizá desde tiempo inmemorial en un libro viejo.

— ¿ Qué es esto? —exc l a m ó .Y, al mismo tiempo, desplegaba cuidadosamente sobre su mesa un tro zo

de pergamino que tendría cinco pulgadas de largo y cuatro de ancho, en quese extendían, formando líneas transversales, caracteres mágicos.

He aquí su facsímil exacto. Debo dar a conocer tan extravagantes signos,p o rque ellos son los que impulsaron al profesor Lidenbrock a emprender consu sobrino la más extraña expedición del siglo X I X.

Después de examinar un bre ve rato aquella serie de caracteres, el pro f e-s o r, quitándose los anteojos, dijo:

—Es rúnico. Estos tipos son absolutamente idénticos a los del manus-crito de Sn o r re Turleson. Pe ro ¿qué significan?

Como el rúnico me parecía una invención de los sabios para embaucar a losp o b res legos, no sentí que mi tío no lo comprendiese. Así me pareció, al menos,al notar el movimiento de sus dedos que empezaban a agitarse violentamente.

— Sin embargo, es antiguo islandés —murmuró entre dientes.Y el profesor Lidenbrock debía conocerlo, porque si bien no hablaba

c o r rectamente las dos mil lenguas y los cuatro mil idiomas usados en la super-ficie del globo, poseía de ellos una gran parte, y pasaba con razón por un ve r-d a d e ro políglota.

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Al tro p ezar con la dificultad de descifrar el facsímil, iba ya a echar a ro d a rlos bolos con toda la impetuosidad de su carácter, y yo pre veía una escenaviolenta, cuando dieron las dos en el reloj de la chimenea.

Entonces Ma rta abrió la puerta del gabinete diciendo:—La sopa está en la mesa.—¡Váyase al diablo la sopa —exclamó mi tío—, y quien la ha hecho, y

los que la coman!Ma rta echó a corre r. Yo la seguí a escape, y sin saber cómo, me encon-

tré en el comedor sentado en mi sitio de costumbre .A g u a rdé algunos instantes, sin que el profesor acudiera. Era aquella la

primera vez, que yo sepa, que faltaba a la solemnidad de la comida. ¡Y quécomida, que sólo el pensar en ella le hace a cualquiera chuparse los dedosde gusto! Una sopa de hierbas, una tortilla de jamón con acederas y nuezmoscada, una lonja de ternera con compota de ciruelas, y para postre lan-gostinos en dulce, todo con el acompañamiento de un excelente vino delMo s e l a .

He aquí la comida que por un papelucho se perdió mi tío. Yo, en mi cali-dad de buen sobrino, me creí en el deber de comer por él al mismo tiempoque por mí, y lo hice concienzudamente.

—¡Cosa rara! —decía la buena Ma rta—. ¡Es la primera vez en mi vidaque no veo a mi amo sentado a la mesa!

— En efecto, no se compre n d e .—¡Algo grave presagio! —añadió la anciana criatura meneando la cabez a .Yo no presagiaba nada más que el escándalo que armaría mi tío al ver que

le había dejado sin comida.Comiendo estaba el último langostino, cuando una voz atronadora me

arrancó de las voluptuosidades de los postre s .Pasé de un salto del comedor al gabinete.

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I I I

Evidentemente es rúnico —decía el profesor frunciendo el entre c e j o — .Pe ro hay aquí un secreto que he de descubrir, y si no. . .

Un gesto avinagrado terminó su pensamiento.— Ponte ahí —añadió, señalándome la mesa con el puño— y escribe.Me coloqué donde me decía.—Ahora voy a dictarte, una tras otra, cada una de las letras de nuestro

alfabeto, que corresponde a cada uno de estos caracteres islandeses. Ve re m o slo que resulta. ¡Pe ro cuidado con equivo c a rt e !

Em p ezamos, él a dictar y yo a escribir. Cada letra que se escribía se pro-nunciaba en voz alta, y todas juntas formaban la siguiente incompre n s i b l esucesión de palabras:

m . rn l l s c c d rm i a t ra t e S o s e i b o r r i l Sas g l s s m f d t . i a c n u a e c t s e e c J d e i e a a b sk t , s a m n e s re u e l n s c rc n i e d rh e f ra n c t uc m n t n a e ì u n e e i e f e e u t u l Sa o d r rn Ke d i i YAt va a r

Terminada esta operación, mi tío cogió con displicencia la hoja que aca-baba de escribir y la examinó largo rato con la mayor atención.

— ¿ Qué quiere decir esto? —repetía maquinalmente.En ve rdad que yo no podía decírselo. Ni él tampoco pensó en pre g u n-

tármelo, y siguió hablando consigo mismo:—Es —decía— lo que nosotros llamamos un criptograma, cuyo sentido

se halla oculto bajo letras tergiversadas expresamente, las cuales debidamentedispuestas formarán una frase inteligible. ¡Y pensar que hay quizás aquí laexplicación o la indicación de un gran descubrimiento!

En mi opinión, no había nada, pero oculté mi opinión con pru d e n c i a .El profesor tomó entonces el libro y el pergamino, y comparó uno con

o t ro.— No están los dos escritos por la misma mano —dijo—; el criptograma

es posterior al libro, y tengo de ello una prueba irrefutable. La primera letra

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del criptograma es una doble M, que se buscaría en vano en el libro de Tu r-leson, porque no se introdujo en el alfabeto islandés hasta el siglo X I V. Así,pues, median al menos 200 años entre el manuscrito y el documento.

Esto, lo confieso, me pareció bastante lógico y bien buscado.— Me veo, pues —prosiguió mi tío—, inducido a creer que estos mis-

teriosos caracteres fueron trazados por uno de los dueños del libro. ¿Pe ro quiéndiablos habrá sido su dueño? ¿Habrá puesto su nombre en la portada uo t ro punto de este manuscrito?

Mi tío se levantó los anteojos, cogió una lente de gran aumento y examinódetenidamente varias páginas del libro. En la margen de la segunda página oa n t e p o rtada, descubrió una especie de borrón que tenía la apariencia de unamancha de tinta. Pe ro mirándola de cerca, se distinguían algunos caractere smedio borrados. Mi tío comprendió que allí estaba el busilis, examinó la man-cha hasta desojarse, y con el auxilio de la lente, logró al fin reconocer los siguien-tes signos, que son caracteres rúnicos que él leyó de corrido:

—¡Arne Saknussemm! —gritó en son de triunfo—. Esto es nombre, yun nombre islandés también, por añadidura, el de un sabio del siglo X V I,el de un alquimista célebre .

Miré a mi tío con cierta admiración.—Esos alquimistas —prosiguió—, Avicena, Bacon, Llull, Paracelso, eran

los ve rd a d e ros, los únicos sabios de su época. Hi c i e ron descubrimientos asombro-sos. ¿Por qué ese Saknussemm no ha de haber sepultado bajo un incom-p rensible criptograma alguna invención sorprendente? Así debe ser. Así es.

La imaginación del profesor se exaltaba acariciando la hipótesis.— Sin duda —me atreví yo a responder—, ¿pero qué interés podía tener

ese sabio en ocultar de esa manera algún maravilloso descubrimiento?— ¿ Qué interés? ¿Lo sé yo acaso? ¿No obró del mismo modo Galileo re s-

pecto de Saturno? Además, ya ve remos; yo he de arrancar el secreto a este do-cumento y no comeré ni dormiré hasta habérselo sorpre n d i d o.

— ¡ Dios nos tenga en su mano! —dije yo para mis adentro s .— No comeré ni dormiré, ni tú tampoco, Axel —añadió.— ¡ Mala cosa! —dije para mí—. Afortunadamente, he comido por dos.— Y, además —repuso mi tío—, es menester encontrar la lengua en que

está escrito el jeroglífico, lo que no será difícil.

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Al oír estas palabras, levanté súbitamente la cabez a .— Nada más fácil. Hay en este documento ciento treinta y dos letras, de

las cuales setenta y nueve son consonantes y cincuenta y tres son vocales. Estap ro p o rción es la que guardan poco más o menos las lenguas meridionales, alpaso que los idiomas del No rte son infinitamente más ricos en consonan-tes. Trátase, pues, de una lengua del meridional.

La conclusión era muy sagaz y justa.— ¿ Pe ro qué lengua es?He aquí el terreno escabroso en que aguardaba a mi sabio para verle tro-

p ez a r, no obstante reconocer en él un analizador pro f u n d o.— Saknussemm —repuso— era un hombre instruido, y a fuer de tal, no

escribiendo en su lengua patria, es lo probable que diese la pre f e rencia a laque estaba en boga entre los eruditos del siglo X V I, es decir, el latín. Si ve oque me engaño, recurriré al español, al francés, al italiano, al griego y al hebre o.Pe ro los sabios del siglo xvi escribían generalmente en latín. Puedo por con-siguiente, decir a priori: este criptograma está en latín.

Yo di un salto en mi silla. Mis re c u e rdos de latinista se rebelaban contrala idea de que aquella sarta de vocablos estrambóticos pudiese pertenecer a ladulce lengua de Vi r g i l i o.

—Sí, latín —añadió mi tío—, pero un latín confuso.— Enhorabuena —pensé yo. Trabajo te doy, tío mío, para desenmara-

ñarlo, y si lo consigues, serás sagaz como pocos.— Examinémoslo todo —dijo, volviendo a coger la hoja que yo había

escrito—. Tenemos, por de pronto, una serie de ciento treinta y dos letrasque se presentan bajo una apariencia de desorden. Hay palabras en que nose encuentran más que consonantes, como la primera, m . rnlls ; otras, al con-trario, en que abundan las vocales, la quinta, por ejemplo, u n e e i e f, o la pe-núltima, o s e i b o. Evidentemente, esta disposición no ha sido combinada, sinoque resulta m a t e m á t i c a m e n t e de la razón desconocida que ha precedido a lasucesión de las letras. Me parece indudable que la frase primitiva se escribióregularmente, y después se alteró, siguiendo una ley que es necesario descu-b r i r. El que poseyera la clave de esta c i f ra, la leería de corrido. Pe ro ¿cuál esla clave? ¿La tienes tú, Axe l ?

No respondí a esta pregunta. Mis miradas se habían detenido en un re t r a t oe n c a n t a d o r, colgado de la pared. Era el retrato de Graüben. La pupila de mitío se encontraba a la sazón en Altona, en casa de un pariente suyo, y su ausen-cia me tenía muy triste, porque ahora, ya puedo confesarlo, la bella virlan-desa y el sobrino del profesor se amaban con toda la paciencia y tranquilidad

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alemanas. Nos habíamos dado palabra de casamiento sin que lo supiera mitío, demasiado geólogo para comprender ciertos sentimientos. Graüben erauna encantadora joven, rubia, de ojos azules, de un carácter algo grave, y for-mal en todas sus cosas; mas no por eso dejaba de amarme mucho. En cuantoa mí, la adoraba, en el supuesto de que exista este verbo en la lengua tudesca.La imagen de mi linda virlandesa me trasladó en un instante del mundo delas realidades al de las quimeras, al de los re c u e rd o s .

Volví a ver a la fiel compañera de mis tareas y placeres, que me ayudabatodos los días a poner en orden y rotular las preciosas piedras de mi tío. Laj oven Graüben era muy entendida en mineralogía, y más de un sabio hubierapodido recibir de ella lección. Le gustaba profundizar las arduas cuestionesde la ciencia. ¡Cuán dulces horas habíamos pasado estudiando juntos! ¡Y cuán-tas veces había yo envidiado la suerte de aquellas piedras insensibles, que ellatocaba con sus encantadoras manos!

En las horas de asueto, salíamos los dos de paseo por las frondosas ala-medas del Alster, y juntos íbamos al viejo molino embreado, que tan buenefecto causa en la extremidad del lago. Asidos de la mano íbamos hablando,y yo le refería anécdotas que la dive rtían mucho. Así llegábamos a las orillasdel Elba, y después de habernos despedido de los cisnes que nadan majes-tuosamente entre los grandes nenúfares, tan blancos como ellos, vo l v í a m o sal malecón en la barca de va p o r.

Aquí estaba de mis sueños cuando mi tío, hundiendo casi la mesa de unp u ñ e t a zo, me volvió violentamente a la re a l i d a d .

— Veamos —dijo—, la primera idea que se debe ocurrir para barajar oe n redar las letras de una frase, me parece que es escribir las palabras ve rt i c a l-mente, en lugar de trazarlas horizo n t a l m e n t e .

— ¡ Va dando en el quid ! —,dije yo para mí.—Es preciso ver lo que este procedimiento da de sí; Axel, escribe una

frase cualquiera en ese tro zo de papel; pero en lugar de colocar las letras allado unas de otras, ponlas de suerte que formen columnas ve rticales, agru-pándolas en número de cinco o seis.

C o m p rendí lo que quería, y escribí de arriba a abajo:

Y d r n r uo o a , q yt r ü ¿ u ee o b p e sa G e o h ?

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— Bueno —dijo el pro f e s o r, antes de leer lo que yo había escrito—. Ahoracoloca estas palabras en una línea horizo n t a l .

Yd rn ru ooa,qy trü¿ue eobpes aGe o h ?

— ¡ Pe rfecto! —dijo mi tío, quitándome el papel de las manos.— Ya hay aquí algo, que a primera vista tiene la fisonomía del misterioso

d o c u m e n t o. Lo mismo las vocales que las consonantes están agrupadas en elmismo desorden, hasta hay mayúsculas en medio de algún vocablo, y comasen algunos de ellos, de idéntico modo que en el pergamino de Sa k n u s s e m m .

Las observaciones de mi tío me pare c i e ron muy ingeniosas.—Ahora —añadlió mi tío, dirigiéndose a mí— para leer la frase que tú

acabas de escribir y yo no conozco, me bastará tomar sucesivamente la pri-mera letra de cada palabra, después la segunda, después la tercera, etc.

Y mi tío, con admiración suya, y sobre todo mía, leyó:

Yo te adoro Graüben, ¿por qué huye s ?

—¿Éstas tenemos? —dijo el pro f e s o r.In a d ve rtidamente, había trazado en la ceguedad de mi amor aquella frase

c o m p ro m e t e d o r a .—¿Conque amas a Graüben? —agregó maquinalmente—. Pues bien,

apliquemos el método al documento de que se trata.Mi tío, abismado de nuevo en la idea fija que absorbía todas sus faculta-

des, olvidaba todas mis imprudentes re velaciones. Digo imprudentes, porq u ela cabeza del sabio no está organizada para comprender los misterios del cora-zón. Afortunadamente, pre valeció en él, sobre todo, la cuestión del documento.

En el momento de hacer su experimento capital, los ojos del pro f e s o rL i d e n b rock echaron chispas, que se veían al trasluz de los cristales de sus gafas.Sus dedos temblaron al coger de nuevo el apolillado pergamino. Estaba re a l-mente conmov i d o. Tosió luego reciamente, y con la voz más grave que tenía,nombrando sucesivamente la primera letra, y después la segunda, y por esteo rden todas las de cada palabra, me dictó la siguiente serie:

m m e s s u n k a Se n r A , i c e f d o K . s e g n i t t a m u rt ue ve rt s e r re t t e , ro t a i vsadua,ednecsedcadne l a c a rt n i i i l u J s i ra t ra c Sa r b m u t a b i l e d m e km e re t a rc s i l u c o Y s l e f f e n Sn I

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Confieso que al acabar me sentí dominado de una ansiedad suma. Mic e re b ro no había encontrado ningún sentido a las letras que mi tío me aca-baba de dictar una tras otra, y esperaba que el profesor dejase salir pompo-samente de sus labios una magnífica frase latina.

¡ Pe ro quién lo había de decir! Un nuevo puñetazo hizo estremecerse lamesa; saltó la tinta, salpicándome, y la pluma voló de mis manos.

—¡Eso no tiene sentido común —exclamó mi tío—. ¡No puede ser eso!Después, atravesando el despacho como un proyectil y bajando la esca-

lera como un alud, se precipitó hacia Konigstrasse y desapareció de mi vista.

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I V

Se ha marchado! —exclamó Ma rta, corriendo al oír el port a zo, que hizotemblar toda la casa.

—¡Sí! —respondí—. ¡Ma rc h a d o !—¿Y su comida? —preguntó la buena mujer.— No comerá.—¿Y su cena?— No cenará.—¿Cómo? —dijo Ma rta, juntando las manos.—Como os lo digo, buena Ma rta: ni él comerá, ni nadie tampoco en

la casa. Mi tío Lidenbrock se ha empeñado en tenernos a todos a dieta hastaque haya descifrado un escrito confuso, que es absolutamente indescifrable.

— ¡ Po b res de todos nosotros! ¡Nos vamos a morir de hambre !No me atreví a confesar que con un hombre tan absoluto como mi tío,

la muerte por hambre era una muerte inevitable.La buena vieja, sumamente alarmada, volvió a su cocina lloriqueando.Cuando me quedé solo se me ocurrió ir a contárselo todo a Gr a ü b e n .

Pe ro ¿cómo abandonar la casa? Podía vo l ver el profesor de un momento ao t ro. ¿Y si me llamaba? ¿Y si quería vo l ver a empezar el trabajo logogrifo, quehubiera desesperado al mismo Edipo? Y si me llamaba y no le respondía, ¿quésucedería con su carácter de demonios?

Lo menos desacertado era quedarme. Precisamente daba la casualidadde que un mineralogista de Besançon acababa de remitirnos una colecciónde geodas silíceas para que las clasificásemos. Puse manos a la obra. Escogí,rotulé, metí en sus correspondientes fanales todas aquellas piedras huecas quetenían dentro cristales pequeños.

Pe ro en lo que menos pensaba era en lo que estaba haciendo. Mi sfacultades estaban absorbidas por el rancio documento. Mi cabeza hervía, yuna vaga inquietud me dominaba. Presentía una próxima catástro f e .

Al cabo de una hora, mis geodas estaban escalonadas en toda regla. Me dejéentonces caer en el sillón de Ut recht, con los brazos caídos y la cabeza apoy a d aen el re s p a l d o. Encendí mi pipa, que era de largo y encorvado tubo, en el cuala p a recía esculpida una náyade muellemente tendida, y me re c reaba, siguiendo

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los pro g resos de carbonización que poco a poco iba convirtiendo a mi náyade enuna negra completa. De cuando en cuando escuchaba atentamente por si se oíanpasos en la escalera. Pe ro nada. ¿Dónde estaría mi tío en aquel momento? Se mere p resentaba corriendo bajo los frondosos árboles del camino de Altona, gesti-culando, apaleando las tapias, golpeando violentamente la hierba con su bastón,decapitando los cardos y turbando en su reposo a las cigüeñas solitarias.

— ¿ Vo l verá victorioso o abatido? ¿Habrá triunfado el secreto de sutenacidad o su tenacidad del secre t o ?

Y, maquinalmente, mientras me interrogaba a mí mismo, cogí la hoja depapel en que se extendió la incomprensible serie de letras trazadas por mim a n o. Y me re p e t í a :

— ¿ Qué significa esto?Me fue imposible, por más que hice, agrupar las letras de manera que

formasen palabras. Lo mismo era reunir dos que tres, cinco, seis; de ningunacombinación resultaban frases inteligibles. La décimocuarta, la décimoquintay la décimosexta letras, formaban la palabra inglesa i c e. La vigésimocuarta, lavigésimoquinta y la vigésimosexta, formaban la palabra s i r. Por último, en elcuerpo del documento, en la tercera línea, noté también las palabras latinasro t a, m u t a b i l e, i ra, n e c , a t ra.

— ¡ Diablo! —dije mentalmente—. Estas últimas palabras dan, al pare-c e r, razón a mi tío respecto de la lengua en que está redactado el documento.Y para mayor abundamiento, en la cuarta línea se lee la palabra l u c o, que sig-nifica bosque sagra d o. Ve rdad es que en la tercera línea se lee la palabra t a b i-l e t, cuya estructura es perfectamente hebraica, y en la última los vocablos m é r,a rc y m e re, que son puramente franceses.

¡ Mo t i vos había para vo l verse loco! Cu a t ro idiomas diferentes en una clavea b s u rda. ¿Qué relación podía haber entre las palabras h i e l o, s e ñ o r, c ó l e ra, c ru e l,bosque sagra d o, c a m b i a n d o, a rc o y mar ? Sólo la primera y la última se coor-dinaban fácilmente, pues nada tiene de particular que en un documento escri-to en Islandia se hable de un mar de hielo. ¿Pe ro era eso suficiente, ni conmucho, para comprender el resto del criptograma?

Luchaba con una dificultad insuperable; mi cere b ro ardía, mis ojos secerraban mirando el papel; las ciento treinta y dos letras re voloteaban al pare-cer a mi alre d e d o r, como esas lágrimas de plata que ve deslizarse por el aire elque tiene la sangre congestionada en la cabez a .

Estaba como alucinado, y me ahogaba, y necesitaba aire .Maquinalmente me abaniqué con la hoja de papel, cuyo anverso y cuyo

re verso se pre s e n t a ron sucesivamente a mi vista.

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¡ Cuál fue mi sorpresa, cuando en uno de esos rápidos movimientos, enel acto de vo l verse hacia mí el re verso, creí ver aparecer palabras perf e c t a m e n t elegibles, palabras latinas, entre otras, c ra t e re m y t e r re s t re.

No sé qué claridad descendió del fondo de mi alma oscura; aquellos indi-cios me hicieron entre ver la ve rdad, había descubierto el secreto delenigma. Para comprender aquel documento, ni siquiera tenía que leerse altrasluz de la hoja vuelta al revés. Tal como era, tal como se me había dictado,podía deletrearse de corrido. Todas las ingeniosas combinaciones del pro f e-sor se realizaban. Razón había tenido respecto de la disposición de las letras,razón también respecto de la lengua en que estaba escrito el documento.E s t u vo en un tris de poder leer de un extremo a otro la frase latina, y lo pocoque a él le faltó la casualidad acababa de dármelo.

¡Compréndase si quedaría conmovido! Mis ojos se turbaron, y no podíahacerles funcionar. Dejé encima de la mesa la hoja de papel, bastándomemirarla para entrar en posesión del secre t o.

Logré por fin calmar mi agitación. Resolví dar dos vueltas alrededor demi cuarto para calmar mis nervios, y volví a sentarme en el sillón.

«Leamos», me dije, después de haber, en una larga inspiración, prov i s t omis pulmones de una buena cantidad de aire .

Me incliné sobre la mesa, puse un dedo sucesivamente en cada letra, ysin detenerme, sin vacilar un instante, pronuncié en alta voz la frase entera.

Quedé atónito, aterrado, como herido de un rayo. ¡Cómo! ¡Lo que yoacababa de descubrir se había cumplido! ¡Un hombre había tenido bastanteaudacia para penetrar. . . !

—¡Ah! —exclamé sobresaltado—. ¡Pe ro no, no: mi tío no lo sabrá! ¡Nofaltaría más sino que llegase a conocer un viaje semejante! ¡Él también lo inten-taría sin que nadie pudiese detenerle! ¡Él, un geólogo tan resuelto! ¡Pa rtiría apesar de todas las dificultades, de todos los obstáculos, y me llevaría consigo;y nunca más vo l veríamos! ¡Jamás! ¡Ja m á s !

Me hallaba en un estado de exacerbación nerviosa indescriptible.— ¡ No! ¡No! Eso no será —dije con energía—. Y puesto que puedo impe-

dir que tan loca idea nazca en el cere b ro de mi tirano, lo impediré. Vo l v i e n d oy re volviendo este documento, podría la casualidad hacerle descubrir la clave .De s t ru y á m o s l o.

Quedaba algún rescoldo en la chimenea. No sólo cogí la hoja de papel,sino que también el pergamino de Saknussemm, y con mano febril iba aecharlo al fuego para hacer desaparecer un secreto tan peligroso, cuando seabrió la puerta del gabinete y apareció mi tío.

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V

No tuve tiempo más que para vo l ver a dejar sobre la mesa el malha-dado documento.

El profesor Lidenbrock parecía muy pre o c u p a d o. Su pensamiento domi-nante no le concedía la menor tregua; había evidentemente escudriña-do, analizado, el asunto, había puesto en juego durante su paseo todos losrecursos de la imaginación, y volvía para aplicar alguna nueva combi-n a c i ó n .

Trabajó por espacio de tres largas horas sin hablar una palabra, sin leva n-tar ni una sola vez la cabeza, borrando, escribiendo, raspando, volviendo ae m p ezar mil ve c e s .

Ya sabía yo que veinte letras solamente son susceptibles de dos trillones,c u a t rocientos treinta y dos mil, novecientos dos billones, ocho mil cientosetenta y seis millones, seiscientas cuarenta mil p e rm u t a c i o n e s.

Y la frase estaba compuesta de ciento treinta y dos letras, y estas cientot reinta y dos letras daban un número muchísimo mayor de frases difere n-tes, compuesta cada una de ciento treinta y dos cifras, cantidad casi imposi-ble de enumerar y que escapa a toda apre c i a c i ó n .

Estaba tranquilo acerca de este medio heroico de re s o l ver el pro b l e m a .Pe ro el tiempo pasaba; la noche se echó encima; se amortiguó el ru i d o

de la calle y mi tío, siempre encorvado bajo el peso de su tarea, nada vio, nisiquiera a la buena Ma rta, que entreabrió la puerta; nada oyó, ni siquiera lavoz de la digna criada, que le pre g u n t ó :

—¿Cenará el señor esta noche?Ma rta tuvo que marcharse sin obtener respuesta. En cuanto a mí, ve n-

cido por el sueño después de luchar con él obstinadamente, me dormí en une x t remo del sofá, mientras mi tío Lidenbrock seguía calculando y raspandocomo un desesperado.

Al día siguiente, al despertarme, el infatigable peón estaba todavía tra-b a j a n d o. Sus ojos inflamados, su tez pálida, sus cabellos desgreñados por sumano calenturienta, sus pómulos casi cárdenos, indicaban el terrible com-bate con el imposible en que estaba ciegamente empeñado y las muchas horasque tuvo que arrostrar su cere b ro la contención y fatigas.

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Me dio lástima. A pesar de los muchos motivos de queja que tenía con-tra él y que me daban el incontestable derecho de re c o n venirle, se apoderabade mí cierta conmoción que era casi un re m o rd i m i e n t o. El infeliz se hallabade tal manera supeditado a su idea, que hasta se olvidaba de encolerizarse.Todas sus fuerzas vivas se concentraban en un solo punto, y como no se desa-hogaban por su exutorio ordinario, de temer era que su violenta tensión lehiciese estallar de un momento a otro.

Yo podía con un solo gesto aflojar el tornillo de hierro que le apre t a b ael cráneo. Una palabra me bastaba, y no quería pro n u n c i a r l a .

Sin embargo, estaba dotado de un corazón sensible. ¿Por qué callaba?Callaba en interés mismo de mi tío.

— ¡ No, no —repetí—, no hablaré! Le conozco; querría ir allí y nadapodría detenerle. Tiene una imaginación volcánica, y para hacer lo que nohan hecho otros geólogos, arriesgaría su vida. Callaré; guardaré en el fondode mi corazón ese secreto de que la casualidad me ha hecho depositario. Re ve-lándoselo, mataría al profesor Lidenbrock. Que lo adivine, si puede. Yo noq u i e ro un día tener que echarme en cara su perdición y ru i n a .

Tomada esta resolución, me crucé de brazos y esperé. No había contadocon un incidente que algunas horas después sobre v i n o.

Cuando la pobre Ma rta quiso salir de casa para ir a la compra, encon-tró la puerta cerrada. La llave de la puerta principal no estaba en la cerradura.¿ Quién la había quitado? No podía ser otro más que mi tío, cuando entróla víspera después de su excursión pre c i p i t a d a .

¿La había quitado con intención o sin saber lo que se hacía? ¿Quería some-ternos a los rigores del hambre? Hubiera sido una barbaridad. ¿Por qué Ma rt ay yo habíamos de ser víctimas de una situación que no habíamos en lo másmínimo contribuido a crear? Pe ro re c o rdé un precedente que debía inspirarserios recelos. Algunos años atrás, en la época en que mi tío se ocupaba de sugran clasificación mineralógica, pasó sin comer cuarenta y ocho horas, y todala familia tuvo que resignarse con aquella dieta científica, que a mí me va l i óc a l a m b res de estómago muy poco re c re a t i vos para un muchacho que suelegastar buen apetito.

Se me antojó que iba a faltar el almuerzo como en la noche pasada habíafaltado la cena. Resolví, sin embargo, ser heroico y no capitular por ham-b re. Ma rta tomaba la cosa muy por lo serio, y la pobre se desesperaba. Pe roa mí, la imposibilidad de dejar la casa me preocupaba más, por razones quefácilmente se compre n d e n .

Mi tío trabajaba incesantemente. Su imaginación se perdía en el mundo

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ideal de las permutaciones infinitas. Vivía lejos de la tierra, y por lo mismovivía fuera de las necesidades terre s t re s .

Hacia el mediodía el hambre se dejó sentir demasiado. Ma rta, muy ino-centemente, había acallado los gritos de su estómago con las provisiones dela despensa, y no quedaba en casa ni un mendru g o. Sin embargo, por unaespecie de pundonor, hice de las tripas corazón.

Di e ron las dos. Mi abstinencia era ya ridícula y hasta intolerable. Ab r ídesmesuradamente los ojos. Empecé a decirme que yo exageraba mucho lai m p o rtancia del documento; que mi tío no le daría crédito; que no vería enél más que una simple farsa; que en último resultado se le detendría de gradoo fuerza, si se obstinaba en intentar la aventura, y que podía muy bien suce-der que él mismo descubriese la clave del enigma, en cuyo caso resultaría com-pletamente inútiles mis pro ezas de abstinencia.

Estas razones, que la víspera hubiera rechazado con indignación, me pare-c i e ron excelentes por el interés que tenía personalísimo en dejarme conve n-cer por ellas, y hasta consideré perfectamente absurdo haber estado aguar-dando tanto tiempo, por lo que me decidí a cantar de plano y a decir cuantos a b í a .

Buscaba ocasión para entrar en materia de una manera que no fuesedemasiado brusca, cuando el profesor se levantó, se puso el sombre ro y se dis-puso a salir.

¡Cómo! ¡Dejar la casa y vo l vernos a encerrar! No en mis días.—¡Tío! —le dije.No me oyó o afectó no oírme.—¡Tío Lidenbrock! —repetí levantando la vo z .— ¿ Qué quieres? —preguntó con sorpresa, como el que se despierta de

p ro n t o. —¿Y esa llave ?— ¿ Qué llave? ¿La llave de la puert a ?— No, la llave del documento.El profesor me miró por encima de sus gafas, y algo insólito notó sin

duda en mi fisonomía, pues me asió del brazo con fuerza, y, sin poder hablar,me interrogó con la mirada.

Yo meneaba la cabeza de arriba abajo.Él sacudía la suya con una especie de conmiseración, como si tuviese que

habérselas con un insensato.Hice un gesto más afirmativo.Sus ojos brillaron con un vivo re s p l a n d o r, y tomó una actitud amenazadora.

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Este diálogo mudo hubiera en aquellas circunstancias interesado alespectador más indiferente. Y la ve rdad es que no acertaba a pro n u n c i a runa palabra, temiendo que mi tío me ahogara entre sus brazos en los pri-m e ros transportes de su alegría. Pe ro me apremió tanto, tanto, que tuveque re s p o n d e r l e .

—¡Sí, esa llave...! ¡La casualidad ...!— ¿ Qué estás diciendo? —exclamó con una conmoción indescriptible.— Tomad —le dije, presentándole la hoja de papel en que yo había

escrito—, leed.— ¡ Pe ro esto no significa nada! —respondió estrujando la hoja con

d i s p l i c e n c i a .— Nada empezando a leer por el principio, pero empezando por el fin...No había aún concluido mi frase, cuando el profesor lanzó un grito,

un grito que parecía un ru g i d o. Una re velación acababa de nacer en suc e re b ro. Estaba transfigurado.

—¡Ah! ¡In g e n i e ro Saknussemm! —exclamó—. Es decir, ¿que habíasescrito al revés tu frase?

Y cogiendo la hoja de papel, con los ojos turbados, con la voz conmo-vida, leyó todo el documento, subiendo de la última letra a la primera.

Estaba concebido en los siguientes términos:

In Sneffels Yoculis cra t e rem kem delibatu m b ra Scartaris Julii intra calendas descende,audas viator, et terre s t re centrum altinges.Kod feci. Arne Sa k n u s s e m m .

Lo cual, traducido de tan macarrónico latín, equivale a lo siguiente:

Baja al cráter de Yoculo delSneffels por donde la sombra del Scartaris llegaa acariciar antes de las calendas de julioaudaz viajero, y llegarásal centro de la tierra, como he llegado yo.Arne Sa k n u s s e m m .

Al terminar la lectura, mi tío dio un respingo como si de improviso hubiesetocado una botella de Leyden. Estaba magnífico con su audacia, su alegríay su convicción. Iba y venía; se cogía la cabeza con ambas manos, echaba a

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rodar las sillas; amontonaba los libros, tiraba hasta el techo, lo que en él pare c ei n c reíble, sus preciosas geodas; re p a rtía a discreción puñetazos y bofetadas.En fin, sus nervios se calmaron, y como si quedase extenuado por un exc e-s i vo despilfarro de fluido, cayó rendido en su sillón.

— ¿ Oué hora es? —preguntó después de una silenciosa pausa.—Las tres —re s p o n d í .—¡Las tres! Pronto ha pasado la hora de comer. Tengo hambre. A la mesa.

Y luego. . .— ¿ Luego, qué?— Harás mi maleta.— ¡ Vuestra maleta! —exc l a m é .—¡Y la tuya! —re s pondió el pro f e s o r, implacable, entrando en el

c o m e d o r.

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V I

A estas palabras se estremeció todo mi cuerpo. Sin embargo, me contuve .Resolví ponerle buena cara. No podían detener al profesor Lidenbrock másque argumentos científicos, y de éstos los había muy va l e d e ros como un viajesemejante. ¡Ir al centro de la tierra! ¡Qué locura! Me re s e rvé mi dialéctica parael momento oportuno, y no me ocupé más que de comer.

No hay necesidad de decir que mi tío, al encontrarse con la mesa va c í a ,echó de su boca sapos y culebras. De volvió la libertad a Ma rta, y ésta corrióal mercado con tanta diligencia que una hora después mi apetito estaba satis-fecho, y entonces recobré el sentido de la situación.

Mi tío, durante la comida, estuvo casi jovial, permitiéndose algunas deesas chanzonetas de sabios, que nunca son muy peligrosas. Después de losp o s t res, me indicó que le siguiese a su gabinete, lo que hice al momento.

Él se sentó a un extremo de su mesa de despacho y yo al otro.— A xel —me dijo con una voz bastante afable—, eres un muchacho

de mucho ingenio. Me has prestado un gran servicio cuando, cansado yade luchar, iba a abandonar esa combinación. Nadie es capaz de saber hastadónde me hubiera extraviado. Es un servicio el que te debo que no olvidarénunca y participarás de la gloria que vamos a conquistar.

— ¡ Bueno! —dije yo para mí—. Mi tío está de buen humor y la ocasiónes oportuna para discutir esta gloria.

—Ante todo —prosiguió mi tío—, te recomiendo el secreto más abso-l u t o. ¿Me entiendes? No faltan envidiosos en el mundo de los sabios, y muchosquisieran emprender este viaje, de cuya posibilidad no tendrán noticiahasta nuestro re g re s o.

— ¿ Creéis —le dije— que es tan grande el número de los audaces?— ¡ Indudablemente! ¿Quién vacilaría en conquistar semejante fama? Si

ese documento fuera conocido, un ejército entero de geólogos se pre c i p i t a-ría en pos de las huellas de Arne Sa k n u s s e m m .

— No participo de vuestra opinión, tío, pues nada prueba la autentici-dad de este documento.

—¡Cómo! ¡Y el libro en que lo hemos descubiert o !— No niego que Saknussemm haya escrito esas líneas, pero ¿se deduce

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de que las haya escrito, que haya realmente llevado a cabo el portentoso viaje?¿ No puede ese rancio pergamino ser todo una farsa?

Esta última palabra era algo aventurada y casi sentí haberla pro n u n c i a d o.El profesor frunció el entrecejo y yo temí haber comprometido el éxito queesperaba de la conversación. No fue así, afortunadamente. Esbozóse una espe-cie de sonrisa en los labios de mi interlocutor, el cual re s p o n d i ó :

—Eso es lo que ve re m o s .—¡Ah! —exclamé yo, algo vejado—. Permitidme apurar la serie de obje-

ciones re l a t i vas a ese documento.— Habla, muchacho, no me opongo. Te dejo en entera libertad de expre-

sar tu opinión. Tú no eres ya mi sobrino sino mi colega. Adelante, pues.— Pues bien, ante todo os preguntaré qué significan ese Yóculo, ese Sn e f-

fels y ese Scartaris de que no había oído hablar en mi vida.— Nada más fácil. Precisamente recibí, días atrás, una carta de mi amigo

Augusto Petermann, de Leipzig, que viene a pedir de boca. Toma el terc e ratlas del segundo estante de la librería grande, serie Z, lámina 4.

Me levanté y gracias a indicaciones tan precisas, encontré al momento elatlas que buscaba. Mi tío lo abrió y dijo:

— He aquí el mapa de Handerson, uno de los mejores de Islandia, y cre oque él va a re s o l ver todas tus dificultades.

Me incliné sobre el mapa.— Mira esta isla compuesta de volcanes —dijo el profesor— y nota

que todos llevan el nombre de Yokul. Este nombre quiere decir g l a c i a r e nislandés, y bajo la latitud elevada de Islandia, la mayor parte de las eru p c i o-nes se verifican por entre capas de hielo. Tal es el origen de la denomina-ción de Yokul aplicada a todos los montes ignívomos de la isla.

— Bien —respondí—. Pe ro y Sneffels, ¿qué significa?Creía que esta pregunta quedaría sin respuesta. Me equivoqué. Mi tío

p ro s i g u i ó :— Sigue la costa occidental de Islandia. ¿No ves Reikjawik, su capital?

Pues bien, remonta los innumerables f i o rd s de esas orillas roídas por el mar,y detente un momento debajo del 75º de latitud. ¿Qué ve s ?

— Una especie de península que parece un hueso descarnado y terminaen una enorme rótula.

—La comparación es justa, muchacho, y ¿nada ves en esa rótula?— Veo un monte que parece haber brotado del mar.—Es el Sn e f f e l s .— ¿ El Sn e f f e l s ?

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—Sí, el Sneffels, que es una montaña de 5.000 pies de elevación, de lasmás notables de la isla, y la más célebre sin duda del mundo entero, si su crá-ter conduce al centro del globo.

—¡Lo que es imposible! —exclamé yo, encogiéndome de hombros yrebelándome contra semejante suposición.

— ¡ Imposible! —respondió el profesor Lidenbrock, con tono seve ro — .¿Y por qué?

— Po rque este cráter está evidentemente cerrado por las lavas, las ro c a scandentes y de consiguiente...

—¿Y si es un cráter apagado?— ¿ Ap a g a d o ?—Sí. El número de volcanes que están funcionando activamente en la

s u p e rficie del globo no pasa en la actualidad de unos trescientos; pero hay unn ú m e ro mucho mayor de volcanes apagados. El Sneffels se cuenta entre estosúltimos, y desde los tiempos históricos no ha tenido más erupción que lade 1219, apaciguándose después poco a poco sus violencias hasta que ha sidoborrado del catálogo de los volcanes activo s .

Nada absolutamente tenía yo que responder a afirmaciones tan conclu-yentes, por lo que procuré sacar partido de las demás oscuridades que con-tenía el documento.

— ¿ Qué significa —pregunté— la palabra Scartaris, y qué tienen quehacer en el documento las calendas de julio?

Después de algunos momentos de reflexión, que fueron para mí un ins-tante de esperanza, mi tío me respondió en los siguientes términos:

— Para mí, lo que tú llamas oscuridad es luz, y me lo prueba lo ingeniosode los medios a que recurrió Saknussemm para precisar su descubrimiento.El Sneffels está formado de varios cráteres, y había por consiguiente necesi-dad de indicar entre ellos el que conduce al centro del globo. ¿Qué hizo elsabio islandés? Ob s e rvó que al acercarse las calendas de julio, es decir, a últi-mos de junio, uno de los picos de la montaña, el Scartaris, proyecta su som-bra hasta la abertura del expresado cráter, y consignó el hecho en su docu-m e n t o. ¿Podía imaginar una indicación más exacta? ¿No será imposible,teniéndola presente, vacilar acerca del camino que tenemos que tomar unavez llegados a la cima del Sn e f f e l s ?

Decididamente, mi tío hallaba respuesta para todo. Vi que no se le podíaatacar respecto de las palabras del rancio pergamino. Dejé, pues, de argüirlepor este lado, y como ante todo era necesario convencerle, pasé a las obje-ciones científicas, en mi concepto mucho más grave s .

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— Entonces —dije yo—, tengo que convenir en que la frase de Sa k-nussemm es clara y disipa todas las dudas. Concedo también que el docu-mento tiene todos los caracteres de una autenticidad perfecta. El sabio islan-dés fue al fondo del Sneffels, vio la sombra del Scartaris acariciando los bor-des del cráter antes de las calendas de julio, y las leyendas de su tiempo le ense-ñ a ron que aquel cráter conducía al centro de la tierra. Todo eso podrá serc i e rto; pero en cuanto a haber llegado al centro de la tierra él mismo, en cuantoa haber hecho el viaje y vuelto de él, si lo emprendió realmente, no, no ymil veces no.

— ¿ En qué fundas tu negativa? —dijo mi tío con un tono singularmenteb u r l ó n .

— En que todas las teorías de la ciencia demuestran que semejante empre s aes impracticable.

— ¿ Todas las teorías lo demuestran? —respondió el profesor con un acentode inocencia afectada—. ¡Pícaras teorías! ¿Sabes que las tales teorías van a po-nernos en un apuro ?

Aunque vi que se burlaba de mí, continué:—Sí; está perfectamente reconocido que el calor aumenta cerca de 1º

por cada 79 pies de profundidad debajo de la superficie del globo. Ad m i-tiendo esta pro p o rción constante, como el radio terre s t re tiene 1.500 leguas,es evidente que en el centro hay una temperatura que pasa de 200.000º.Las materias del interior de la tierra se hallan, pues, en estado de gas candente,p o rque los metales, el oro, el platino, las rocas más duras, no resisten a uncalor tan intenso. ¿Tengo, pues, razón para preguntar si es posible penetraren un medio semejante?

—Es decir, Axel, ¿que es el calor quien te tiene con cuidado?— ¡ Podría no tenerme! Si llegamos aunque no sea más que a una pro-

fundidad de 10 leguas, habremos alcanzado el límite de la cort eza terre s t re ,p o rque ya la temperatura pasa de 1.300º.

—¿Y tienes miedo a derre t i rt e ?— Decidlo vos mismo —respondí yo con desenfado.— Pues he aquí lo que yo decido —replicó el profesor Lidenbrock con

su tono magistral acostumbrado—. Ni tú sabes, ni sabe nadie de una manerap o s i t i va lo que pasa en el interior del globo, en atención a que apenas se conocela doce milésima parte de su radio. La ciencia es eminentemente perf e c t i b l ey toda teoría se halla incesantemente destruida por otra nueva. ¿No se habíac reído hasta Fourrier que la temperatura de los espacios planetarios iba siem-p re en disminución, y no se sabe actualmente que los mayo res fríos de las

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regiones etéreas no pasan de 40 ó 50º bajo cero? ¿Por qué no ha de sucederlo mismo con el calor interno? ¿Por qué a cierta profundidad, no ha de llegara un límite insuperable, en vez de elevarse hasta el grado de fusión de los mine-rales más re f r a c t a r i o s ?

Colocando mi tío la cuestión en el terreno de las hipótesis, nada podíare s p o n d e r l e .

— Pues bien, te diré que ve rd a d e ros sabios, entre otros Poisson, ha pro-bado que si en el interior del globo existiese un calor de 200.000º, los gasescandentes debidos a las materias en fusión adquirirían una elasticidad tal, quela cort eza terre s t re no podría resistirla y re ventaría como las paredes de unacaldera bajo el esfuerzo del va p o r.

—Lo que no pasa, tío, de ser una opinión de Po i s s o n .— C o n venido, pero opinan también otros distinguidos geólogos que el

interior del globo no está formado de gas, ni de agua, ni de las más pesadaspiedras que conocemos, porque en ese caso la tierra pesaría dos veces menos.

—Con los números se prueba todo lo que se quiere .—¿Y sucede lo mismo con los hechos? ¿No es incontestable que el número

de volcanes ha disminuido considerablemente desde los primeros días delmundo? ¿Y de ello no se puede deducir que el calor central, si lo hay, tiendea debilitarse?

—Tío, si entráis en el campo de las suposiciones, la discusión es ociosa.—Y has de saber que de mi opinión participan hombres muy compe-

tentes. ¿Te acuerdas de una visita que me hizo el célebre químico inglésHu m p h ry Davy en 1825?

—¿Cómo me he de acord a r, si no vine al mundo hasta diecinueve añosd e s p u é s ?

— Pues bien, Hu m p h ry Davy vino a verme cuando pasó por Hu n g r í a .Discutimos largo tiempo, entre otras cuestiones, la hipótesis de la liquidezdel núcleo interior de la tierra. Los dos estuvimos de acuerdo en que seme-jante liquidez no podía existir, por una razón a la que jamás la ciencia haencontrado re s p u e s t a .

—¿Y cuál es? —dije yo algo asombrado.— Que ese nuevo líquido estaría sujeto, como el océano, a la atracción de

la luna; por consiguiente, dos veces al día, se producirían mareas interiores que,l e vantando la cort eza terre s t re, darían origen a terremotos periódicos.

— Pe ro es, sin embargo, evidente que la superficie del globo ha estadosometida a la combustión, y es lícito suponer que la costra exterior se enfrióluego, al paso que el calor se refugió en el centro.

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— ¡ Er ror! —respondió mi tio—. La tierra ha sido calentada por lacombustión de su superficie, y no de otra manera. Su superficie estabacompuesta de una gran cantidad de metales, tales como el potasio y el sodio,que tienen la propiedad de inflamarse al solo contacto del aire y del agua.Estos metales ard i e ron cuando los va p o res atmosféricos se pre c i p i t a ron sobrela tierra formando una lluvia, y poco a poco, al penetrar las aguas en las hen-diduras de la cort eza terre s t re, determinaron nuevos incendios con explo-siones y erupciones. De aquí los volcanes tan numerosos en los primeros díasdel mundo.

—¡La hipótesis es ingeniosa! —exclamé yo a pesar mío.—Y Hu m p h ry Davy me la hizo tocar, aquí mismo, en este mismo des-

pacho, por medio de un experimento muy sencillo. Compuso una bola metá-lica, formada principalmente de los metales que acabo de hablar, la cual figu-raba perfectamente nuestro globo. Cuando hacía caer sobre su superf i c i eun tenue rocío, la bola se hinchaba, se oxidaba y formaba una montaña enminiatura, en cuya cima se abría un cráter, venía la erupción y ésta comuni-caba a toda la bola un calor tal que no se la podía tocar con la mano.

La ve rdad es que los argumentos del profesor empezaban a conve n c e r m e .Él, además, aumentaba su valor con su pasión y entusiasmo habituales.

— Ya lo ves, Axel —añadió—, el estado del núcleo ha suscitado entre losgeólogos hipótesis diversas; no hay nada que esté menos probado por larealidad que un calor interno; en cuanto a mí, no existe, no puede existir;p e ro ya lo ve remos, y, como Arne Saknussemm, sabremos a qué atenernosrespecto de una cuestión de tanta trascendencia.

—¡Sí, lo ve remos! —respondí, dejándome arrastrar por su entusiasmo—.Sí, lo ve remos, en el supuesto de que se ve a .

—¿Y por qué no? ¿No podemos contar para alumbrarnos con fenóme-nos eléctricos y hasta con la atmósfera, la cual por su presión puede vo l ve r s eluminosa al acercarse al centro ?

— En efecto —dije yo—, eso es muy posible.— No posible, sino seguro —respondió triunfalmente mi tío—. Pe ro

silencio, ¿entiendes? Silencio sobre todo esto, y que a nadie se le ocurra la ideade descubrir antes que nosotros el centro de la tierra.

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V I I

Tal fue el final de aquella memorable sesión, que hasta me dio calentura.Salí del gabinete de mi tío como aturdido, y no había bastante aire para re-ponerme en las calles de la ciudad. Me dirigí a los márgenes del Elba, haciala barca de vapor que pone en comunicación la ciudad con el camino de ferro-carril de Ha m b u r g o.

¿Estaba convencido de lo que acababa de oír? ¿No me había dejado fas-cinar por el profesor Lidenbrock acostumbrado a dominarme? ¿Debía tomarpor lo serio su resolución de ir al centro del globo terre s t re? ¿Acababa de oírlas insensatas especulaciones de un loco o las deducciones científicas de ungran genio?

Y en todo aquello, ¿dónde se hallaba la ve rdad? ¿Dónde empezaba el erro r ?Di vagaba entre mil hipótesis contradictorias, sin poder asirme a ninguna.Re c o rdaba, sin embargo, que había quedado convencido, aunque mi

entusiasmo empezaba a moderarse. Así es que hubiera querido partir inmediata-mente para no tener tiempo de re f l e x i o n a r. En aquel momento no me hubierafaltado valor para preparar mi equipaje.

Preciso es, sin embargo, confesar que una hora después había menguadomi sobre xcitación; disminuyó la tirantez de mis nervios, y desde los pro f u n-dos abismos de la tierra subí a la superf i c i e .

—¡Eso es absurdo! —exclamé—. ¡Eso no tiene sentido común! ¡Eso noes una proposición formal que pueda hacerse a un joven sensato! Nada de esoexiste. He dormido mal, he tenido una pesadilla, un mal sueño.

Había, sin embargo, seguido los márgenes del Elba por las afueras de laciudad. Después de pasar el puerto, llegué a la carretera de Altona. Un pre s e n t i-miento me conducía, un presentimiento que vi justificado, pues no tard éen divisar a mi adorada Graüben, la cual, a pie, se dirigía resueltamente aHa m b u r g o.

— ¡ Graüben! —grité desde lejos, llamándola.La joven se detuvo algo turbada; presumo que sería por haberse oído lla-

mar en una carretera. Di ez pasos me bastaron para llegar a ella.— ¡ A xel! —dijo ella con sorpresa—. ¡Ah! ¡Has venido a encontrarme!

¿ Por qué has ve n i d o ?

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Pe ro al mirarme detenidamente, Graüben no pudo menos de notar miaspecto inquieto, trastornado.

— ¿ Qué te pasa? —dijo, tendiéndome la mano.— ¡ Qué me pasa, Graüben! —exc l a m é .En dos segundos y en tres frases mi hermosa virlandesa estuvo al corriente

de la situación. Permaneció algunos instantes silenciosa. ¿Palpitaba su cora-zón al compás del mío? No lo sé, pero su mano, cogida por la mía, no tem-blaba. Dimos sin hablar unos cien pasos.

— ¡ A xel! —me dijo al fin.— ¡ Graüben de mi vida!— Vas a emprender un hermoso viaje.A estas palabras di un salto.—¡Sí, Axel, un viaje digno del sobrino de un sabio! ¡Si e m p re está bien

que un hombre se haya distinguido por alguna gran empre s a !—¡Cómo, Graüben! ¿No me disuades de intentar una expedición

s e m e j a n t e ?— No, amado Axel, y a ti y a tu tío os acompañaría de buena gana, si una

p o b re joven no fuese para vo s o t ros un estorbo.—¿Lo dices de ve r a s ?— ¡ Tan de ve r a s !¡Ah! ¡Mu j e res, jóvenes, corazones femeninos siempre incompre n s i b l e s !

¡ Cuando no sois los seres más tímidos de todos, sois los más valientes! Larazón no ejerce sobre vo s o t ros ningún imperio. ¡Cómo! ¡Graüben me ani-maba a tomar parte en la expedición! ¡Y ella misma hubiera sin miedo aco-metido la aventura! ¡Y me empujaba para que yo me arrojase ciegamente auna empresa tan temeraria, y me amaba, sin embargo!

Yo estaba desconcertado y hasta ru b o r i z a d o.— Graüben —le dije—, ve remos si hablas mañana del mismo modo.—Lo mismo, amado Axe l .Ella y yo, asidos de la mano, pero guardando un profundo silencio,

continuamos nuestro camino. Yo estaba quebrantado por las emociones deaquel día.

— Después de todo —dije para mí—, las calendas de julio están aúnlejos, y, antes que lleguen, pueden pasar muchas cosas que contraríen la expe-dición o curen a mi tío de la manía de viajar bajo tierra.

Entrada ya la noche, llegamos a la casita de Konigstrasse. Esperaba hallarlatranquila, con mi tío acostado, según tenía por costumbre, y con la buenaMa rta limpiando el comedor con el plumero antes de re t i r a r s e .

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Pe ro no había contado con la impaciencia del pro f e s o r. Le encontré dandogritos, corriendo de aquí para allá en medio de una turba de mozos de cor-del que descargaban ciertas mercancías en la calle. Ma rta no sabía a qué aten-der y estaba atolondrada.

— ¡ Ven, Axel, date prisa, desgraciado! —exclamó mi tío, apenas mep e rcibió desde lejos—. ¡Ni tu maleta está hecha ni puestos en orden mispapeles, y no encuentro la llave de mi saco de noche y no me traen lasp o l a i n a s !

Quedé como quien ve visiones. La voz me faltaba, y con dificultad pudie-ron mis labios articular estas palabras:

—¿Conque part i m o s ?—Sí, desventurado, y en lugar de estar aquí, te vas de paseo.— ¿ Pa rtímos? —repetí con voz ahogada.—Sí, pasado mañana al amanecer.No pude oír más y me metí en mi cuart o.Ya no quedaba duda. Mi tío había dedicado toda la tarde a pro c u r a r s e

p a rte de los objetos y utensilios necesarios para su viaje. La calle estaba ates-tada de escalas de cuerda, cuerdas con nudos, antorchas, calabazas, crampo-nes de hierro, zapapicos, bastones y azadas, y otra porción de instru m e n t o scon que se hubiera podido cargar diez hombre s .

Pasé una noche terrible. Al día siguiente, oí muy temprano que me lla-maban. Estaba decidido a no abrir la puerta de mi cuarto, pero cómo no cedera la dulce voz que me decía

— ¿ No abres, mi amado Axe l ?Salí de mi miedo. Creía que mi abatimiento, mi palidez, mis párpados

amoratados por el insomnio, iban a producir a Graüben un gran efecto y quemodificarían sus ideas.

—¡Ah! Ya veo, mi adorado Axel —me dijo—, que estás mejor y que lanoche te ha calmado.

—¡Calmado! —exc l a m é .Había en mi cuarto un espejo y me miré. No tenía tan mala cara como

yo mismo me había figurado, parecía imposible.— A xel —me dijo Graüben—, he estado mucho rato en conve r s a c i ó n

con mi tutor. Es un sabio valiente, un hombre de gran resolución, y tú noolvidarás que su sangre corre por tus venas. Me ha dado a conocer sus pro-yectos, sus esperanzas, el porqué y el cómo espera alcanzar su objeto. Lo alcan-zará, no lo dudo. ¡Ah! ¡Amado Axel! ¡Cuán bello es sacrificarse por la ciencia!¡ Cuánta gloria aguarda al señor Lidenbrock, gloria que refluirá en su com-

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p a ñ e ro! Cuando vuelvas, Axel, serás un hombre, serás igual a tu tío, estarásen libertad de hablar, en libertad de obrar, en libertad, en fin de...

Se ruborizó y no terminó la frase. Sus palabras me reanimaban. No que-ría, sin embargo, creer en nuestra separación. Obligué a Graüben a entrarconmigo en el gabinete del pro f e s o r.

—Tío —dije—, ¿estáis, pues, decidido a partir y a llevarme con vo s ?— ¡ Vaya pregunta! ¿Lo dudas?— No —dije para no contrariarle—. Pe ro quisiera me dijeseis quién os

mete tanta prisa.— ¿ Quién? ¿Quién ha de ser más que el tiempo? ¡El tiempo, que huye

con una velocidad que desespera!— Sin embargo, no estamos más que a 26 de mayo, y hasta últimos de

j u n i o. . .— ¿ Crees, ignorante, que es tan fácil pasar a Islandia? Si no te hubieses

separado de mí como un loco, te habría llevado a la Administración Cen-tral de Copenhague, a cargo de Liffender y compañía, habrías visto que deCopenhague a Reikjawik no hay más que un servicio, el 22 de cada mes.

—¿Y qué?—¡Y qué! Si esperásemos el 22 de junio, llegaríamos demasiado tard e

para ver la sombra del Scartaris acariciando el cráter del Sneffels. Es, pues,p reciso llegar a Copenhague cuanto antes, para encontrar allí un medio det r a n s p o rte. ¡Anda a hacer tu maleta!

No había respuesta que dar. Volví a mi cuarto; Graüben me siguió. El l afue quien se encargó de poner en orden en mi maleta los objetos que re q u e-ría mi viaje. Estaba tan poco afectada como si se hubiese tratado de un paseoa Lubeck o a Heligoland. Sus manecitas iban de un objeto a otro sin pre c i p i-tación. Hablaba con calma. Me daba en favor de nuestra expedición las razo-nes más discretas. Me encantaba y me causaba enojo. Llegué a encolerizarme,p e ro ella no hacía caso de mis arrebatos y continuaba metódicamente su tran-quila tare a .

Se pasó por fin la correa por la última hebilla de la maleta. Descendí alc u a rto bajo.

Durante aquel día se habían multiplicado los prove e d o res de instru m e n t o sde física, armas y aparatos eléctricos. La buena Ma rta no sabía lo que le pasaba.

— ¿ El señor se ha vuelto loco? —me dijo.Hice con la cabeza una señal afirmativa .—¿Y os lleva consigo?Repetí la misma señal.

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—¿A dónde? —dijo ella.Indiqué con el dedo el centro de la tierra.—¿Al sótano? —exclamó la pobre anciana.— No —dije yo—. ¡Más abajo!Llegó la noche. Yo no tenía ya conciencia del tiempo transcurrido.— Hasta mañana por la mañana —dijo mi tío—, partimos a las seis en

p u n t o.A las diez de la noche me dejé caer sobre mi cama como un cuerpo inert e .Durante la noche el terror me asaltó de nuevo.La pasé soñando con precipicios. Estaba delirando. Me sentía cogido por

la vigorosa mano del pro f e s o r, arrastrado, despeñado, hundido. Caía al fondode insondables abismos con esa precipitación creciente de los cuerpos aban-donados en el espacio. Mi vida no era más que una caída interminable.

Me levanté a las cinco, quebrantado, molido, rendido de conmoción yde fatiga. Bajé al comedor. Mi tío estaba sentado a la mesa. De voraba. Yo lemiré con un sentimiento de horro r. Pe ro Graüben estaba allí, y no dije unapalabra. No pude pasar un bocado.

A las cinco y media se oyó el ruido de las ruedas de un carruaje. Ac a b a b ade llegar un espacioso coche para llevarnos al ferrocarril de Altona. En unmomento se llenó con la balumba de fardos de mi tío.

—¿Y tu maleta? —me dijo.—Está a punto —respondí desfallecido.—¡Bájala pronto! ¡Despacha o no vamos a coger el tre n !Me pareció entonces imposible luchar contra mi destino. Subí a mi cuart o ,

y dejando deslizarse la maleta por su propio peso por los peldaños de la esca-lera, la fui siguiendo.

En aquel momento mi tío ponía solemnemente en manos de Gr a ü b e nlas r i e n d a s de la casa. Mi encantadora virlandesa conservaba su calma habi-tual. Abrazó a su tutor, pero no pudo contener una lágrima al aplicar a mimejilla sus dulces labios.

— ¡ Graüben! —exc l a m é .—Anda, mi amado Axel —ella me dijo—, anda, dejas a tu prometida y

a la vuelta encontrarás a tu mujer.E s t reché a Graüben entre mis brazos y tomé asiento en el coche. Ma rt a

y la hermosa joven, desde el umbral de la puerta, nos dirigieron un últimoa d i ó s .

Después, los dos caballos, excitados por el silbido del conductor, se lan-z a ron al galope por la carretera de Altona.

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V I I I

En Altona, ve rd a d e ro arrabal de Hamburgo, empieza la línea del ferro-carril de Kiel, que debía conducirnos a la costa de los Belt. En menos de ve i n t eminutos estábamos en el territorio de Ho l s t e i n .

A las seis y media paró en la estación el carruaje. Los muchos fardos demi tío, sus voluminosos artículos de viaje, se descargaron, transport a ron, pesa-ron, ro t u l a ron y trasladaron al vagón de equipajes, y a las siete mi tío y yoestábamos sentados uno en frente del otro en el mismo coche. Silbó el va p o r,y empezó a funcionar la locomotora. Ya estábamos en marc h a .

¿ Iba yo resignado? Me parece que no, pero el aire fresco de la mañana ylos accidentes del camino, rápidamente re n ovados por la velocidad, me dis-traían de mis grandes pre o c u p a c i o n e s .

En cuanto al pensamiento del pro f e s o r, era evidente que iba delante delt ren, el cual avanzaba con demasiada lentitud para corresponder a su impacien-cia. Estábamos solos en el vagón, sin decir una palabra. Mi tío re b u s c a b aminuciosamente en sus bolsillos y su saco de noche. Vi que no le faltaba nadade lo que la ejecución de sus proyectos re q u e r í a .

Noté una hoja de papel, entre otras, cuidadosamente plegada, que lle-vaba el membrete de la cancillería dinamarquesa, con la firma del señor Chris-tiensen, cónsul en Hamburgo y amigo del pro f e s o r. Era una carta quedebía facilitarnos en Copenhague recomendaciones para el gobernador deIs l a n d i a .

Distinguí también el famoso documento cuidadosamente encerrado enel apartado más secreto de la cartera. Lo maldije con toda mi alma, y me pusede nuevo a examinar el país que no era más que una interminable sucesiónde llanuras poco curiosas, monótonas, cenagosas y bastante fértiles. Era unacampiña que se prestaba como pocas al establecimiento de una línea férre a ,por la facilidad con que en ellas se trazaban esas líneas rectas que tanto anhe-lan las compañías de ferro c a r r i l .

Pe ro aquella monotonía no tuvo tiempo de cansarme, porque tres horasdespués de nuestra salida, el tren se detenía en Kiel, a dos pasos del mar.

Como nuestros equipajes habían sido facturados a Copenhague, no tuvi-mos necesidad de ocuparnos de ellos. Sin embargo, durante su transport e

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al buque de va p o r, el profesor no los perdió de vista un solo instante, hastaque desapare c i e ron en la sentina.

Mi tío, en su precipitación, había calculado de tal manera las horas dec o r respondencia del ferrocarril y del buque, que quedaban a nuestra disposi-ción nueve horas. El vapor El l e n o ra no zarpaba hasta las diez de la noche.Aquellas nueve horas de estar esperando eran nueve horas de calentura parael irascible viajero, el cual envió a todos los demonios a la administraciónde los buques y de los ferrocarriles, y a los gobiernos que toleraban seme-jantes abusos. Yo tuve que hacer coro con él, cuando la emprendió con elcapitán del El l e n o ra, al cual quiso obligar a encender inmediatamente lamáquina. El capitán le mandó a paseo.

En Kiel era preciso matar el tiempo. A fuerza de pasearnos por la ve rd eplaya de la bahía, en cuyo fondo se levanta la graciosa ciudad y de re c o r re rlos espesos bosques que le dan la apariencia de un nido en un manojo deramas, y de admirar las alquerías que tienen todas una casita de baños, a fuerz aen fin de correr y aburrirnos, llegamos a oír las diez de la noche.

Los torbellinos de humo del El l e n o ra, se arremolinaban en el cielo; la cubierta se estremecía sacudida por la caldera; nosotros estábamos a b o rdo, y ocupábamos dos camas en el único camarote que había en el b u q u e .

A las diez y cuarto se largaron las amarras, y el vapor avanzó rápidamentes u rcando las sombrías aguas del Gran Be l t .

La noche era oscura y arreciaba el viento. Estaba el mar bastante picado.Algunas luces de la costa apare c i e ron en las tinieblas. Más adelante, no sédónde, un faro giratorio resplandeció encima de las olas. He aquí todo lo quere c u e rdo de aquella primera trave s í a .

A las siete de la mañana desembarcamos en Ko r s o r, pequeña ciudadsituada en la costa occidental del Seeland. Del buque de vapor pasamos a unn u e vo ferrocarril, y atravesamos un país no menos llano que las campiñas deHo l s t e i n .

Tres horas de viaje nos faltaban aún para llegar a la capital de Di n a m a rc a .Mi tío no había cerrado los ojos en toda la noche. Creo que en su impacienciaempujaba el vagón con los pies.

Se percibió por fin un brazo de mar.— ¡ El Sund! —exclamó mi tío.Había a nuestra izquierda una vasta construcción que parecía un

h o s p i t a l .—Es una casa de locos —dijo uno de nuestros compañeros de viaje.

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— ¡ Bueno! —díje para mí—. ¡He aquí un establecimiento donde debe-ríamos concluir nuestros días! ¡Es muy grande, pero no lo bastante para con-tener toda la locura del profesor Lidenbro c k !

Llegamos por fin a Copenhague a las diez de la mañana. Se carga-ron los equipajes en un coche y fueron a parar con nosotros a la fonda del Fénix, en Bred Gade. Fue todo cuestión de media hora, porque la esta-ción está situada a la afueras de la ciudad. Después, mi tío, ataviándoseun poco, me mandó seguirle. El port e ro de la fonda hablaba alemán e in-glés; pero el pro f e s o r, a fuer de polígloto, le interrogó en buen danés, y enbuen danés le indicó el port e ro la situación del Museo de Antigüedades delNo rt e .

El director del mismo establecimiento, en que se hallan acumuladas mara-villas que permitirían re c o n s t ruir la historia del país con sus antiguas armasde piedra, sus utensilios y sus joyas, era el profesor Thompson, un sabio muyamigo del cónsul de Ha m b u r g o.

Mi tío llevaba para él una afectuosa carta de recomendación. Un sabio,por regla general, no recibe nunca muy bien a otro sabio. Pe ro la regla tuvouna excepción en el Museo de Antigüedades del No rte. Thompson, hombrefino y servicial, acogió cordialmente el profesor Lidenbrock, y hasta a sus o b r i n o. No es necesario decir que no se re veló el secreto al excelente dire c-tor del Mu s e o. Dimos a entender que queríamos visitar Islandia como sim-ples turistas.

Thompson se puso enteramente a nuestra disposición, y juntos re c o r r i-mos el muelle en busca de un buque próximo a part i r.

Creía absolutamente que faltarían medios de transporte; pero no fueasí, pues la Va l k y r i e, pailebot danés, debía hacerse a la vela el 2 de junio paraReikjawick. El señor Bjarme, su capitán, se hallaba a bord o. Su futuro pasa-j e ro, en un transporte de alegría, le dio un apretón de manos capaz de ma-gullarle los dedos, que le dejó como atónito, porque le parecía una cosamuy sencilla el nave g a r, tanto más cuanto que era su oficio. Pe ro eso a mitío le parecía sublime, y el digno capitán se aprovechó de su entusiasmopara hacernos pagar doble el pasaje en su buque. Mi tío no reparaba en g a s t o s .

— El martes, a las siete de la mañana, hay que estar a bordo —dijo Bjarmedespués de haberse metido en el bolsillo una respetable cantidad de dinero.

Dimos entonces gracias al señor Thompson por las molestias que se habíatomado, y volvimos a la fonda del Fénix.

—¡La cosa marcha a pedir de boca! —decía mi tío—. ¡Qué feliz casua-

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lidad haber encontrado ese buque próximo a aparejar! Ahora vamos a almor-z a r, y luego visitaremos la ciudad.

Nos dirigimos a Kongens Nye To rw, plaza irregular en que hay un cuerpode guardia con dos cañones apuntados que a nadie meten miedo. Muy cerc a ,en el número 5, había una re s t a u ración francaise (así decía el rótulo), que re g e n-taba un cocinero llamado Vincent; allí almorzamos bastante bien por el mo-derado precio de 4 marks cada uno.

Yo recorrí la ciudad con el entusiasmo de un niño. Mi tío se dejaba lle-var a cualquier lado, sin fijarse absolutamente en nada, ni en el palacio re a l ,que vale poco, ni en el hermoso puente del siglo X V I I, que atraviesa elcanal delante del Museo, ni en el inmenso cenotafio de To rwaldsen, cuyaspinturas murales son horribles, y cuyo interior contiene las obras de dichoestatuario, ni en el castillo de Rosenborg, casi microscópico, pero que es unp a rque bastante bello, ni en el admirable edificio del renacimiento en queestá la Bolsa, ni en su torre que figura las colas entrelazadas de cuatro drago-nes de bronce, ni los grandes molinos de las murallas, cuyas grandes aspasse hinchan al soplo del viento como las velas de un navío.

¡ Cuán deliciosos paseos mi encantadora virlandesa y yo hubiéramos dadopor los andenes del puerto en que duermen pacíficamente bergantines y fra-gatas bajo su roja techumbre, en las ve rdes orillas del estrecho, entre lasdensas sombras en que se oculta la ciudadela, cuyos cañones abren su negraboca enture las ramas de los saúcos y los sauces!

Pe ro ¡ay!, ¡estaba muy lejos de allí mi pobre Graüben, y ni siquiera podíaesperar vo l verla a ve r !

Sin embargo, aunque ninguno de aquellos sitios encantadores llamabanla atención de mi tío, le causó un prodigioso efecto la vista de un campana-rio situado en la isla de Amak, en el barrio Sudoeste de Copenhague.

Quiso que nos dirigiésemos hacia aquel lado. Nos embarcamos en unva p o rcito que transportaba pasajeros de una a otra orilla de los canales, y enpocos instantes atracó al muelle de Donck Ya rd .

Después de atravesar algunos callejones angostos en que tandas de pre-sidiarios, uniformados con pantalones medio pardos y medio amarillos,trabajaban bajo la vigilancia de sus cabos de vara, llegamos delante de Vo rFrelset Kirk, que nada de particular ofrece que digno de notar sea. Pe ro sucampanario bastante alto, había llamado la atención del pro f e s o r, y vamos aver por qué. Desde la plataforma, circulaba una escalera exterior alrededor desu lecha, y sus espirales se desenvolvían al aire libre .

— Subamos —dijo mi tío.

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— Se me irá la cabeza —le contesté.— Pues es preciso acostumbrarse.— Sin embargo. . .— Subamos, te repito, no perdamos tiempo.Tu ve que obedecer. Un guardia que había en la cerca opuesta nos entre g ó

una llave, y empezó la ascensión.Mi tío me precedía con mesurado paso. Yo le seguía no sin terro r, por-

que fácilmente me sentía acometido de vért i g o. No tenía el aplomo ni lainsensibilidad de nervios de las águilas.

Mientras estuvimos encauzados en la escalera de caracol interior, todofue bien, pero después de haber subido unos cincuenta escalones, me hirióel semblante una bocanada de viento; habíamos llegado a la plataformadel campanario. Allí empezaba la escalera, que no tenía más que una frágilbarandilla y cuyos peldaños, cada vez más estrechos, subían al parecer a loi n f i n i t o.

— ¡ No puedo! —exc l a m é .— ¿ Serías acaso un cobarde? ¡Sube! —respondió despiadadamente el

p ro f e s o r.Le seguí agarrándome. El viento me atolondraba; sentía oscilar el cam-

panario al empuje de las ráfagas; tenía las piernas como inertes; trepaba derodillas y hasta de bruces, cerraba los ojos; sufría la enfermedad del va c í o.

Por último, tirándome mi tío del cuello, llegué cerca de la esfera quec o rona el cimborrio.

— ¡ Mira —me dijo el profesor—, y mira bien! Es preciso tomar l e c c i o-nes de abismo.

Abrí los ojos. Distinguí las casas como si se hubieran caído y aplastado,en medio de la niebla que formaba el humo de la ciudad. Encima de mi cabez apasaban nubes como desgreñadas, y por una ilusión, por un efecto dei n versión óptica, las nubes se me re p resentaban inmóviles, al paso que el cam-panario, la esfera y yo éramos arrastrados con una velocidad fantástica. A lolejos, se extendía a un lado la campiña tapizada de ve rd o r, y al otro centelle-aba el mar bajo un haz de rayos luminosos. El Sur se iba descubriendo en lapunta de El s i n o r, con algunas velas blancas, que parecían las grandes alas deenormes gaviotas, y en la bruma del Este ondulaban, apenas esbozadas, lascostas de Suecia. Toda aquella inmensidad se arremolinaba confusamenteante mis ojos.

Se me obligó, sin embargo, a levantarme, a ponerme en pie, a mirar. Un ahora duró mi primera lección de vért i g o.

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Cuando se me permitió bajar y puse los pies en el sólido empedrado dela calle, estaba totalmente derre n g a d o.

— Mañana re p e t i remos la lección —dijo mi pro f e s o r.Y, en efecto, cinco veces en cinco días repetí aquel ejercicio ve rt i g i n o s o ,

y de grado o por fuerza hice pro g resos en el arte de las altas contemplaciones.

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I X

Llegó el día de la marcha. La víspera, el señor Thompson, siempre com-placiente, nos había entregado cartas de recomendación, de lo más apre-miantes, para el conde Trampe, gobernador de Islandia, para Picturson, coad-jutor del Obispo, para Finsen, alcalde de Reikjawik. En recompensa, mi tíole otorgó los apretones de mano más afectuosos.

El día 2, a las seis de la mañana, nuestros preciosos bagajes estaban a bord ode la Va l k y r i e. El capitán nos condujo a unos camarotes estrechos que pare-cían garitas.

— ¿ Tenemos buen viento? —preguntó mi tío.— Excelente —repitió el capitán Bjarme—. Viento del Sudeste. Va m o s

a salir del Sund a un largo y a todo trapo.Algunos instantes después, la goleta, con su trinquete, su cangreja, su

gavia y sus juanetes, aparejó y entró en el estrecho a toda vela. Al cabo de unahora, la capital de Di n a m a rca parecía abismarse en las lejanas olas y la Va l k y-rie rozaba casi la costa de El s e n o r. En la disposición nerviosa en que yo meencontraba, esperaba ver la sombra de Hamlet errando en el terrado de lal e ye n d a .

— ¡ Sublime loco! —decía yo—. ¡Tú sin duda aprobarás nuestra empre s a !¡ Nos seguirás tal vez para buscar en el centro del globo una solución a tu eter-na duda!

Pe ro nada apareció en los antiguos terraplenes. El castillo es, además,mucho más moderno que el heroico príncipe de Di n a m a rca. Si rve actual-mente de suntuoso alojamiento al port e ro de aquel estrecho del Sund, por elcual pasan todos los años quince mil buques de todas las naciones.

El castillo de Krongborg desapareció luego velado por la bruma, y lomismo la torre de Helsinborg, que se levanta en la costa de Suecia, y la goletase inclinó ligeramente impelida por las brisas de Cattegat.

La Valkyrie era un gran ve l e ro, pero con un buque de vela no se sabenunca cuándo se llegará al término de un viaje. Tr a n s p o rtaba a Reikjawik car-bón, alfarería, vestidos de lana y un cargamento de trigo. Bastaban para lamaniobra cinco tripulantes, que eran todos dinamarq u e s e s .

— ¿ Cuánto durará la travesía? —preguntó mi tío al capitán.

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Unos diez días —respondió éste— si al atravesar las Fe roe no encon-tramos vientos frescos del No ro e s t e .

— ¿ Pe ro no se suelen experimentar retrasos considerables?— No, tranquilizaos, llegare m o s .Al anochecer, la goleta dobló e1 cabo Skagen en la punta del No rte de

Di n a m a rca, atravesó durante la noche el Skager Rak, costeó la extre m i d a dde No ruega, cruzando por el cabo de Lindnes, y entró en el mar delNo rt e .

Dos días después, divisamos la costa de Escocia a la altura de Pe t e r h e a d e ,y la Valkyrie h i zo rumbo hacia las Fe roe pasando por entre las Orcadas y lasSe e t h l a n d .

No tard a ron las olas del Atlántico en azotar los flancos de nuestra goleta,y tuvimos que andar de vuelta y vuelta para picar el viento del No rte queno sin trabajo nos permitió alcanzar las Fe roe. El 8, el capitán re c o n o c i óMyganness, la más oriental de aquellas islas y desde aquel momento encaróel bauprés al cabo Po rtland, situado en la costa meridional de Is l a n d i a .

No ofreció la travesía incidente alguno notable. No me mareé, pero mitío no dejó un momento de estar enfermo, lo que le tenía muy de mal humor,y sobre todo, muy ave r g o n z a d o.

No pudo, pues, preguntar nada al capitán Bjarme, acerca del Sn e f f e l s ,los medios de comunicación y las facilidades de transporte, por lo que tuvoque aplazar sus investigaciones y pasó todo el tiempo que duró la trave s í aechado en su camarote, que se estremecía a cada balance.

El 11 doblamos el cabo Porland, permitiéndonos el tiempo, que estabaentonces claro, distinguir el My rdals Yokul, que lo domina. El cabo secompone de un peñasco de rápidas pendientes que está solo en la playa.

La Valkyrie se mantuvo prudentemente a cierta distancia de la costa,echándose al Oeste, en medio de un gran número de ballenas y tiburo n e s .No tardó en aparecer un inmenso peñasco agujereado de parte a parte, cru-zado con furia por el mar espumoso. Pa reció que los islotes del Cestman bro-taban del océano, como un sembrado de rocas en la líquida llanura. De s d eaquel momento la goleta se hizo mar adentro para doblar de lejos el cabode Reikjaness, que forma el ángulo occidental de Is l a n d i a .

La marejada no permitía a mi tío subir a cubierta para admirar aquellosacantilados que flagelaban los vientos del Su d o e s t e .

Cu a renta y ocho horas después, pasada una tempestad que obligó a lagoleta a huir a palo seco, vimos levantarse al Este la boya de la punta Sk a g e n ,cuyas peligrosas rocas se prolongan mar adentro a mucha distancia. Un prác-

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tico islandés vino a bordo, y transcurridas tres horas aproximadamente, laValkyrie fondeó delante de Reikjawik en la bahía de Fa x a .

Entonces salió el profesor de su camarote, algo pálido y quebrantado, peroentusiasta como siempre, y llevando su satisfacción impresa en el semblante.

La población de la ciudad, a la cual interesaba singularmente la llegada deun buque, en el cual todos tenían algo que re c o g e r, se agrupó en el muelle.

Mi tío abandonó de prisa y corriendo su cárcel flotante, por no decir suhospital. Pe ro antes de abandonar la cubierta, me arrastró hacia la proa, y meindicó con el dedo, en la parte septentrional de la bahía, una montaña quetenía dos picos, un doble cono cubierto de nieves eternas.

— ¡ El Sneffels! —exclamó—. ¡El Sn e f f e l s !Después de haberme, con un gesto, recomendado absoluto silencio, bajó

al bote que le esperaba. Le seguí, y pusimos inmediatamente el pie en el suelode Is l a n d i a .

Ap a reció de improviso un sujeto de buena figura, vestido de militar.No era, sin embargo, más que un simple magistrado, el gobernador de la isla,el barón Trampe en persona. El profesor le reconoció al momento, y le entre g ósus cartas de recomendación, entablándose en danés un bre ve diálogo, en elcual yo no tomé part e .

De aquella primera entrevista resultó que el barón Trampe se puso ente-ramente a disposición del profesor Lidenbro c k .

Mi tío fue recibido del modo más lisonjero por el alcalde, señor Fi n s e n ,no menos militar por su traje que el gobernador, pero igualmente pacíficopor temperamento y condicón.

En cuanto al coadjutor Picturson, estaba a la sazón haciendo una visitaepiscopal por el No rte de su diócesis, por lo que tuvimos que resignarnos ano verle hasta más adelante. Pe ro entramos en relaciones con un sujeto dig-nísimo, cuyo auxilio nos sirvió de mucho. Se llamaba Fridrikssen, y era cate-drático de ciencias naturales en la escuela de Reikjawik. Era un sabio modesto,y no hablaba más que islandés y latín. Me ofreció sus servicios en la lenguade Horacio, y conocí al momento que estábamos formados para compre n-dernos. Fue efectivamente el único personaje con quien estuve re l a c i o n a d odurante mi permanencia en Is l a n d i a .

Aquel hombre excelente puso a nuestra disposición dos cuartos de lost res que componían su casa, y en ellos nos instalamos con todo nuestro equi-paje, cuyo número asombró un poco a los habitantes de Re i k j a w i k .

— Vamos bien, Axel —me dijo mi tío—, lo más difícil está ya hecho.—¿Cómo? —exclamé—. ¿Lo más difícil?

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— Sin duda, ya no tenemos que hacer más que bajar.— Si lo tomáis así, tenéis razón, pero en fin, después de haber bajado ten-

d remos que vo l ver a subir, supongo.— ¡ Oh! Eso me tiene sin cuidado. ¡Conque, manos a la obra! No tene-

mos tiempo que perd e r. Voy ahora a la biblioteca. Acaso encuentre en ellaalgún manuscrito de Saknussemm, que me alegraré de poder consultar.

— En t retanto, yo visitaré la ciudad. ¿No haréis vos otro tanto?— ¡ Oh! La ciudad me interesa poco. Lo curioso en esta tierra de Is l a n d i a

no está encima, sino debajo,Salí, paseando sin saber por dónde.No es fácil extraviarse en las dos únicas calles de Reikjawik. A nadie tuve

que preguntar para saber mi camino, lo que con el lenguaje de los gestos seexpone a muchas equivo c a c i o n e s .

La ciudad se extiende entre dos colinas en un terreno bastante bajo y pan-t a n o s o. Por un lado cubre este terreno un montón de lavas y baja suave m e n t ehacia el mar. Por el otro lado se extiende la vasta bahía de Faxa, en la que laValkyrie era en aquel momento el único buque anclado. Está la bahía limi-tada al No rte por el enorme ve n t i s q u e ro de Sneffels, y ordinariamente sehallan en ella fondeados algunos buques pescadores ingleses y franceses, peroentonces se hallaban pescando en las costas orientales de la isla.

La más larga de las dos calles de Reikjawik es paralela a la playa, y en ellaresiden los merc a d e res y negociantes, en cabañas de madera formadas de vi-gas encarnadas puestas horizontalmente. La otra calle, más al Oeste, ava n z ahacia un lago de poca extensión, entre las casas del obispo y otros persona-jes no dedicados al comerc i o.

Recorrí muy pronto aquellas callejas tristes y sombrías. A trechos vis-lumbraba un poco de tierra cubierta de césped descolorido, como un tapizviejo de lana raído por el uso, o bien alguna apariencia o conato de huert a ,cuyas escasas ve rduras y legumbres, patatas, coles y lechugas, hubieran ape-nas podido figurar en una mesa liliputiense. Algunos alelíes enfermizos men-digaban también un rayo de sol.

A la mitad de la calle no comercial, encontré el cementerio público,que es bastante espacioso, y está cercado de una tapia de tierra. Pocos pasosme bastaron desde allí para llegar a la casa del gobernador, que es un edifi-cio que se compara a la casa de la municipalidad de Hamburgo, un palaciorodeado de chozas en las cuales se alberga la población islandesa.

En t re el lago y la ciudad se levanta la iglesia construida según el gustop rotestante, y formada de piedras calcinadas extraídas de los mismos vo l c a-

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nes inmediatos. Su techo de tejas coloradas ha de volar evidentemente por ela i re, con mucho sentimiento de los fieles, al arreciar los vientos del Oe s t e .

En una elevación próxima distinguí la Escuela nacional, donde, segúnmás adelante me dijo nuestro huésped, se enseña hebreo, inglés, francés ydanés, cuatro lenguas, de las cuales, vergüenza me da decirlo, no sabía yo unapalabra. Yo hubiera sido el último de los cuarenta discípulos que iban a aquelcolegio, y ni digno hubiera sido de acostarme con ellos en aquellos arma-rios de dos estantes en que una noche sola bastaba para ahogar a los que eranun poco delicados.

En menos de tres horas visité la ciudad y sus alre d e d o res. El aspecto gene-ral era singularmente triste. No había árboles, ni vegetación alguna. Do n d equiera se presentaban picos de rocas volcánicas. Las chozas de los islande-ses, que son de tierra y turba, tienen las paredes inclinadas hacia adentro, des u e rte que parecen tejados puestos en el suelo. Pe ro aquellos tejados son pra-deras re l a t i vamente fértiles, en que gracias a la temperatura de la habita-ción, más elevada que la del aire libre, nace la hierba con alguna abundancia,siendo preciso segarla para que los animales domésticos no pasten en ellos.

Encontré durante mi excursión muy pocos habitantes. Al vo l ver a la callec o m e rcial, vi que la mayor parte de la población estaba ocupada en abrir, salary almacenar bacalao, principal artículo de exportación. Los hombres pare-cían robustos, pero pesados. Eran una especie de alemanes rubios y meditabun-dos, que se sentían algo ajenos de la humanidad, pobres desterrados, re l e g a-dos en aquella tierra de hielo, de los cuales la naturaleza debió hacer esqui-males, puesto que les condenaba a vivir dentro del límite del círculo polar.En vano traté de sorprender alguna sonrisa en su semblante, algunas ve c e salteraba su ro s t ro una contracción involuntaria de los músculos, pero aque-lla contracción no era una sonrisa.

Su traje consistía en una blusa grosera de lana negra, que en los paísese s c a n d i n a vos se llama va d m e l, en un sombre ro de alas anchas, un pantalón lis-tado de rojo y un calzado que no es más que un pedazo de cuero doblado.

Las mujeres, cuyo tipo es bastante agradable, aunque carecen de expre-sión, tienen su semblante triste y re s i g n a d o. Su vestido se reduce a un cor-piño y una saya de va d m e l o s c u ro. Las solteras llevan el pelo trenzado, for-mando guirnaldas que corona un gorro pardo de punto de media. Las casa-das cubren su cabeza con un pañuelo de color, sobre el cual descuella unaespecie de cofia blanca.

Después de haber paseado un buen rato, cuando entré en casa de mon-sieur Fridriksson, encontre ya en ella a mi tío en compañía de mi huésped.

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X

La mesa estaba puesta, y nos sentamos a ella. El profesor Lidenbro c k ,cuya forzosa dieta de a bordo había conve rtido su estómago en un pro f u n d oabismo, comió con una velocidad superior a todo encare c i m i e n t o. La comida,más danesa que islandesa, no era una cosa del otro jueves, una maravilla dela rte culinario; pero nuestro huésped, más islandés que danés, me re c o rdó losh é roes de la hospitalidad antigua. Me pareció evidente que nosotros estába-mos en nuestra casa más que él mismo.

Se conversó en lengua indígena, en la cual mi tío intercaló mucho ale-mán y Fridriksson mucho latín, para que yo no me quedara en ayunas. Ve r s óla conversación, como incumbe a los sabios, sobro cuestiones científicas; peroel profesor Lidenbrock guardó la más estricta re s e rva, y a cada frase merecomendaban sus ojos el más absoluto silencio acerca de nuestros proye c t o sf u t u ro s .

No tardó Fridriksson en preguntar a mi tío cuál había sido el re s u l t a d ode sus investigaciones en la biblioteca.

— Vuestra biblioteca —exclamó el profesor Lidenbrock— no se com-pone más que de libros descabalados y estantes casi va c í o s .

—¡Cómo! —respondió Fridriksson—. Poseemos ocho mil vo l ú m e n e s ,e n t re ellos muchos libros preciosos y raros, obras en antigua lengua escan-d i n a va, y todas las publicaciones nuevas de que Copenhague nos surte anual-m e n t e .

— ¿ Qué estáis diciendo de ocho mil volúmenes? ¿Dónde tendría yo loso j o s ?

— ¡ Oh! Señor Lidenbrock, los libros circulan por el país. Hay afición alestudio en nuestra vieja isla de hielo. No hay un labrador, ni un pescador queno sepa leer y lea. En nuestra opinión los libros, en lugar de enmohecerseen un estante, lejos de las miradas de los curiosos, se han escrito para uso delos lectores. Así es que los volúmenes pasan de una a otra mano, hojeados,leídos y releídos, y con frecuencia no vuelven a su estante sino después de unae xcursión de uno o dos años.

— En t re tanto —respondió mi tío con cierto enojo— los entranjero s . . .— ¿ Qué le haremos? Los extranjeros tienen en su país sus bibliotecas, y

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lo principal es que nuestros compatriotas se instruyan. Os lo repito, la aficiónal estudio está en la sangre islandesa. Así es que en 1816 fundamos una socie-dad literaria que marcha perfectamente, honrándose de pertenecer a ella algu-nos sabios extranjeros. Publica libros para instrucción de nuestros conciuda-danos, y presta al país ve rd a d e ros servicios. Si queréis, señor Lidenbro c k ,ser uno de nuestros socios corresponsales, nos honraréis sobre m a n e r a .

Mi tío, que pertenecía ya a un centenar de sociedades científicas,aceptó con un agrado que conmovió al señor Fr i d r i k s s o n .

—¿Ahora —repuso éste— queréis tener la bondad de indicarme los libro sque esperábais hallar en nuestra biblioteca? Podría acerca del particular daro salgunas noticias

Miré a mi tío, que vaciló antes de re s p o n d e r. Temía dejar adivinar susp roye c t o s .

Sin embargo, después de haber reflexionado, tuvo por conveniente hablar.— Señor Fridriksson —dijo—, quería saber si entre las obras antiguas

poseéis las de Arne Sa k n u s s e m m .—¡Arne Saknussemm! —respondió el profesor de Reikjawik—. ¿Os re f e-

rís a aquel sabio del siglo X V I, a la vez gran naturalista, gran alquimista y granv i a j e ro ?

— Pre c i s a m e n t e .— ¿ Una de las glorias de la literatura y de la ciencia islandesa?—Como decís.— ¿ Un hombre ilustre entre todos?— Os lo concedo.—¿Y cuya audacia era igual a su genio?— Veo que le conocéis bien.Mi tío se bañaba en agua de rosas oyendo hablar con tanto entusiasmo

de su héroe. De voraba con sus miradas al señor Fr i d r i k s s o n .—¿Y sus obras? —le pre g u n t ó .— ¡ Sus obras! No las tenemos.—¡Cómo! ¿En Is l a n d i a ?— No existen en Islandia ni en ninguna otra part e .— ¿ Por qué?— Po rque Arne Saknussemm fue perseguido por hereje, y en 1573 sus

obras fueron quemadas en Copenhague por mano del ve rd u g o.— ¡ Muy bien! ¡Pe rtectamente! —exclamó mi tío, con gran escándalo del

p rofesor de ciencias naturales.— ¡ Qué atrocidad! —murmuró éste.

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—¡Sí¡ Todo se explica, todo se eslabona, todo es claro, y comprendo porqué Saknussemm, puesto en el índice y obligado a ocultar los descubrimientosde su genio, quiso sepultar en un incomprensible criptograma el secre t o.

— ¿ Qué secreto? —preguntó Fr i d r i k s s o n .— Un secreto que... cuyo... —respondió mi tío balbuceando.— ¿ Poseéis acaso algún documento particular? —dijo nuestro huésped.— No... Hacía una mera suposición.— Bien —respondió el señor Fridriksson, que tuvo la bondad de no insis-

tir viendo la turbación de su interlocutor—. Espero —añadió— que no sal-dréis de nuestra isla sin haberos hecho cargo de sus riquezas mineralógicas.

— Desde luego —respondió mi tío—; pero llegó algo tarde; otros sabioshan pasado ya por aquí.

—Sí, señor Lidenbrock; los trabajos de los señores Olafsen y Pove l s e nejecutados por orden del re y, los estudios de Troil, la misión científica de loss e ñ o res Ga i m a rd y Ro b e rt, a bordo de la corbeta francesa la Re c h e rc h e, y, últi-mamente, las observaciones de los sabios embarcados en la fragata la Re i n aHo rt e n s i a, han contribuido poderosamente al reconocimiento de Is l a n d i a .Pe ro, creedme, aún queda que hacer.

— ¿ De veras? —preguntó mi tío con apariencia de candor, pro c u r a n d omoderar la alegría de sus ojos.

—Sí. ¡Cuántas montañas, cuántos ve n t i s q u e ros y cuántos volcanes pococonocidos hay aún que estudiar! Sin ir más lejos, mirad aquel cerro que see l e va en el horizonte. Es el Sn e f f e l s .

—¡Ah! —dijo mi tío—. El Sn e f f e l s .—Sí, uno de los volcanes más curiosos, cuyo cráter es raras veces visitado.— ¿ Ap a g a d o ?— ¡ Oh! Hace la friolera de quinientos años.—¡Caramba! —exclamó mi tío, que cruzaba con fuerza las piernas

para no saltar por el aire—. Deseo empezar mis estudios geológicos por elSneffels... Fressel... ¿no es así como se dice?

— Sneffels —respondió apaciblemente el bueno de Fr i d r i k s s o n .Esta parte de la conversación se había tenido en latín, por lo que la com-

p rendí toda, y me costó no poco trabajo mantener mi seriedad viendo comomi tío contenía su satisfacción próxima a rebosar por todos sus poros. Hi zolo posible para tomar unas maneras inocentes que parecían la mueca de undiablo viejo.

—Sí —dijo—, vuestras palabras me deciden. Pro c u r a remos encaramar-nos por ese Sneffels. Y tal vez estudiar su cráter.

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— Siento mucho —replicó el señor Fridriksson— que mis ocupacio-nes no me permitan ausentarme, pues os acompañaría con gusto y conp rove c h o.

— ¡ Oh! ¡No! ¡No! —protestó mi tio—. ¡No faltaba más! No quere m o smolestar a nadie. Señor Fridriksson, yo os doy las más cordiales gracias. Lap resencia de un sabio como vos hubiera sido muy útil, pero los deberes devuestra pro f e s i ó n . . .

Me complazco en creer que nuestro huésped, con la inocencia de su almaislandesa, no comprendió la malicia de mi tío.

— Ap ruebo, señor Lidenbrock, que empecéis por ese volcán. Haréis unabuena cosecha de observaciones curiosas. Pe ro decidme, ¿cómo pensáist r a s l a d a ros a la península de Sn e f f e l s ?

— Por mar, atravesando la bahía. Es el camino más re c t o.— Sin duda, pero es imposible.— ¿ Por qué?— Po rque no tenemos en Reikjawik una sola lancha.— ¡ Di a b l o s !— Tendréis que ir por tierra, siguiendo la costa, lo que será más largo,

p e ro más intere s a n t e .— ¡ Bueno! Veré de buscar un guía.— Precisamente puedo ofre c e ros uno.—¿Es hombre seguro, inteligente?—Sí, un habitante de la península. Es un cazador de eiders, sumamente

hábil, y que no os dará motivo de queja. Habla el danés perf e c t a m e n t e .—¿Y cuándo podré ve r l e ?— Mañana, si os pare c e .— ¿ Por qué no hoy ?— No llega hasta mañana.— Hasta mañana, pues —respondió mi tío con un suspiro.Esta importante conversación concluyó algunos instantes después, dando

el profesor alemán las más expre s i vas gracias al profesor islandés. Durante lacomida, mi tío acababa de saber cosas importantes, entre otras la historiade Saknussemm, la razón de su misterioso documento, que su huésped no leacompañaría en su expedición y que al día siguiente tendría un guía a susó rd e n e s .

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X I

Al anochecer fui a dar una vuelta por las playas de Reikjawik, y me re t i r étemprano para acostarme en mi cama de gruesas tablas, donde concilié unp rofundo sueño.

Al despertarme, oí a mi tío que hablaba hasta por los codos en la salainmediata. Me levanté un momento y fui donde él estaba.

C o n versaba en danés con un hombre de elevada estatura, vigoro s a m e n t ec o n s t i t u i d o. Era un mocetón que debía estar dotado de una fuerza pococomún. Sus ojos, embutidos en una cabeza muy grande, pero de aspecto sen-cillo, me pare c i e ron inteligentes. Eran de un purísimo color azul. Largos cabe-llos, que hasta en Inglaterra hubieran pasado por rubios, caían sobre sus hom-b ros atléticos. Aquel indígena era suelto en los movimientos, pero movía pocolos brazos, como hombre que ignoraba o despreciaba el lenguaje de los ges-tos. Todo re velaba en él una índole de perfecta calma, no indolente, sino tran-quila. Se veía claramente que no pedía nada a nadie, que trabajaba para suc o n veniencia, y que en este mundo con su filosofía no podía verse nuncaasombrado o turbado. Estaba, como suele decirse, curado de sustos.

So r p rendí los matices de su idiosincrasia, por la manera que tuvo de escu-char la apasionada facundia de su interlocutor. Permanecía inmóvil y con losb r a zos cruzados, en medio de los multiplicados gestos de mi tío; para decirno, volvía la cabeza de izquierda a derecha; para decir sí, la inclinaba, perotan ligeramente, que se movían apenas sus largos cabellos Era la economíadel menor movimiento llevada hasta la ava r i c i a .

En ve rdad, que al ver a aquel hombre, nunca hubiera adivinado su pro-fesión de cazador; es seguro que no debía espantar la caza; ¿pero cómo podíaa l c a n z a r l a ?

Todo me lo expliqué cuando el señor Fridriksson me dijo que aquel tran-quilo personaje no era más que un cazador de eiders. El eider es un ave cuyoplumaje constituye la principal riqueza de la isla. Dicha pluma, llamada e d re-d ó n, se recoge sin necesidad de abusar de las facultades locomotiva s .

Al iniciarse el verano, la hembra del eider, especie de ánade muy hermosa,c o n s t ru ye su nido entre las rocas de los f i o rd s, de que se halla erizada toda lacosta. Construido el nido, lo tapiza con las finas y nuevas plumas que ella

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misma arranca de su vientre. Inmediatamente llega el cazador, o por mejord e c i r, el cosechero, coge el nido, y la hembra vuelve a empezar su trabajo.Se repite la misma operación mientras tiene la hembra su plumaje de que dis-p o n e r, y cuando se ha despojado enteramente de todo, llega a su vez el macho.Pe ro como la pluma dura y grosera de ese último no tiene valor en elc o m e rcio, el cazador no se toma la molestia de robársela, y por consiguienteel nido se concluye. Entonces la hembra pone en él sus huevos, nacen loshijuelos, y la cosecha del edredón se repite al año siguiente.

Y como el eider no escoge los acantilados y rocas escarpadas para edifi-car su nido, sino las peñas fáciles y horizontales que se pierden en el mar, elcazador islandés puede ejercer su oficio sin agitarse mucho. Es un labradorque no tiene que sembrar ni segar sus mieses: no hace más que re c o g e r l a s .

Aquel personaje grave, flemático y silencioso se llamaba Hans Bjelke, yvenía recomendado por el señor Fridriksson. Era nuestro futuro guía. Su smaneras contrastaban singularmente con las de mi tío.

Sin embargo, se entendieron fácilmente. Ni uno ni otro re p a r a ron enel precio, estando el uno dispuesto a aceptar lo que se le ofreciese buenamente,y el otro dispuesto a dar lo que buenamente se le pidiese. Nunca se cerró másfácilmente un trato.

Hans se comprometió a conducirnos a la aldea de Stapi, situada en la costameridional de la península del Sneffels, al pie mismo del volcán. Eran por tie-rra unas 22 millas, que, según la opinión de mi tío, debían andarse en dos días.

Pe ro cuando supo que se trataba de millas danesas, de 24.000 pies,t u vo que echar otros cálculos, y en vista de la falta de camino, contar con sieteu ocho días de marc h a .

Debían ponerse a su disposición cuatro caballerías, una para él, otra paramí y dos para los bagajes. Hans, según su costumbre, iría a pie. Conocía per-fectamente aquella parte de la costa, y prometió llevarnos por el camino másc o rto, no pudiendo pasarle desapercibido ningún atajo.

El tiempo que debía estar al servicio de mi tío no expiraba a nuestra lle-gada a Stapi. Debía permanecer con él mientras lo requirieran sus exc u r s i o-nes científicas, al precio de tres rixdales semanales; pero estaba formalmentec o n venido que el guía percibiría este salario todos los sábados por la tard e ,como una condición sine qua non de su compro m i s o.

Se fijó la partida para el 16 de junio. Mi tío quiso poner en manos delcazador las arras del contrato, pero el guía rehusó con una palabra.

—Ef t e r — d i j o.—De s p u é s —tradujo el profesor en voz alta para que yo lo compre n d i e s e .

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Cerrado el trato, Hans se retiró como si fuera de una sola piez a .— Un hombre famoso —exclamó mi tío—, pero en lo que menos piensa

es en el maravilloso papel que le re s e rva el porve n i r.— Nos acompañará, pues, hasta...—Sí, Axel, hasta el centro de la tierra.Cu a renta y ocho horas habían aún de transcurrir, y con mucho senti-

miento mío, tuve que inve rtirlas en nuestros pre p a r a t i vos. Todos los pro d i-gios de nuestra inteligencia se invo c a ron para disponer los objetos de la maneramás ventajosa, a un lado los instrumentos, al otro las armas, en este paquetelas herramientas, en el de más allá los víve res. En t re todos, había cuatrog ru p o s .

Los instrumentos compre n d í a n :1.º Un termómetro centígrado de Eigel, graduado hasta 150º, lo que me

p a reció demasiado o no bastante. Demasiado, si el calor ambiente debía subirhasta allí, en cuyo caso nos asaríamos. No bastante, si se trataba de medir latemperatura de las termas o de otra materia en fusión.

2.º Un manómetro de aire comprimido, dispuesto de modo que indi-case presiones superiores a las de la atmósfera al nivel del Oc é a n o. El baró-m e t ro ordinario no hubiera bastado, debiendo la presión atmosférica aumen-tar a pro p o rción que nosotros descendiésemos debajo de la superficie de lat i e r r a .

3.º Un cro n ó m e t ro de Boissonais, oriundo de Ginebra, perf e c t a m e n t ea r reglado al meridiano de Ha m b u r g o.

4.º Dos brújulas de inclinación y declinación.5.º Un anteojo de noche.6.º Dos aparatos de Ru h m k o rf f, pro d u c t o res de luz eléctrica, por medio

de pilas, seguros y fáciles de lleva r.Las armas consistían en dos carabinas de Pu rdley Mo re y Compañía y

dos re v ó l ve res Colt. ¡Armas! ¿Para qué? Supongo que no tendríamos quehabérnoslas con salvajes ni con fieras. Pe ro mi tío estaba tan prendado de suarsenal como de sus instrumentos, y se proveyó de una notable cantidad dealgodón pólvora, inalterable a la humedad, y cuya fuerza expansiva es con-siderablemente superior a la de la pólvora ord i n a r i a .

Las herramientas comprendían dos zapapicos, dos azadones, una escalade seda, tres bastones con punta de hierro, un hacha, un martillo, una docenade cuñas y armellas de hierro, y largas cuerdas de nudos. Todo junto formabauna balumba, pues la escala no tenía menos de 300 pies de longitud.

Había, en fin, provisiones. No era grande el paquete que las contenía,

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p e ro bastante para tranquilizarnos, pues había carne concentrada y galletaseca para seis meses.

El líquido se reducía exc l u s i vamente a nebrina, sin una sola gota de agua;p e ro teníamos calabazas, que mi tío contaba con llenar en los manantiales.Cuantas objeciones hice sobre su cualidad, su temperatura y hasta su posiblefalta, fueron infru c t u o s a s .

Para completar la nomenclatura exacta de nuestros artículos de viaje, harémención de un botiquín portátil, que contenía tijeras de punta roma, tabli-llas para fractura, una pieza de cinta de hilo crudo, vendas y compresas, espa-radrapo, una lanceta para sangría; cosas todas horribles. No eran mást r a n q u i l i z a d o res los frascos que contenían dextrina, alcohol vulnerario, ace-tato de plomo líquido, etc., vinagre y amoníaco. No faltaban tampoco lasmaterias necesarias para los aparatos Ru h m k o rf f.

No se olvidó mi tío de una buena provisión de tabaco, pólvora y ye s c a ,ni de un cinto de cuero, que llevaba siempre consigo, en que había unacantidad suficiente de monedas de oro y plata y billetes. En el grupo de lasherramientas, figuraban seis pares de zapatos vueltos impermeables por mediode una buena capa de alquitrán y goma elástica.

— Vestidos como estamos, bien calzados, bien equipados, no veo nin-guna razón para no ir lejos —me dijo mi tío.

El día 14 se invirtió todo en disponer estos diferentes objetos. Por la tard ecomimos en casa del barón Trampe, en compañía del alcalde de Reikjawik ydel doctor Hyaltalin, el gran médico del país. El señor Fridriksson no se con-taba en el número de los convidados. Supe más adelante que el gobernadory él no estaban de acuerdo en una cuestión de administración, y no se visi-taban. No tuve, pues, ocasión de comprender una palabra de cuanto se dijo,que no fue poco, durante aquella comida semioficial. Sólo noté que mi tíoera quien hacía casi todo el gasto, hablando más que un descosido.

Al día siguiente, 15, quedaron terminados los pre p a r a t i vos. Nu e s t ro hués-ped causó un ve rd a d e ro placer al pro f e s o r, regalándole un mapa de Is l a n d i aincomparablemente más perfecto que el de Henderson. Era el mapa de Ol a fNicolás Olsen, reducido a 1/480.000, y publicado por la Sociedad LiterariaIslandesa, según los trabajos geodésicos de Scheel Frisac, y el plano topográficode Bjern Gumlaugsonn. El documento era precioso para un mineralogista.

La última velada se pasó en una conversación íntima con el señor Fr i-driksson, que me inspiraba la más viva simpatía. A la conversación sucedióun sueño que fue agitado, al menos el mío.

A las cinco de la mañana me despertó el relincho de cuatro caballos

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que piafaban debajo de mi ventana. Me vestí en menos que canta un gallo,y bajé a la calle, donde Hans acababa de cargar nuestros bagajes sin move r s e ,si así puede decirse. Sin embargo, trabajaba con una habilidad pococomún. Mi tío, en cambio, no hacía más que ruido, y el guía, al pare c e r, hacíamuy poco caso de sus re c o m e n d a c i o n e s .

A las seis estaba todo listo. El señor Fridriksson nos dio sendos apre t o n e sde manos. Mi tío le dio en islandés las más cordiales gracias por su hospita-lidad benévola. En cuanto a mí, les endilgué en mi mejor latín una afectuosadespedida; mi tío y yo montamos a caballo, y el señor Fridriksson me dis-paró, ya envuelto en su último adiós, este verso que Virgilio había, al pare-c e r, compuesto para nosotros, viajeros inciertos del camino:

Et quacumque viam dederit fortuna sequamur.

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Habíamos partido estando el tiempo nebuloso, pero tranquilo. No habíaque temer calores sofocantes, ni lluvias desastrosas. Era un tiempo de bañistas.

El placer de re c o r rer a caballo un país desconocido me permitía empe-zar a transigir con lo descabellado de la empresa. Me entregué todo entero alas ilusiones del expedicionario, ya que no tenía libertad para hacer otra cosa.Em p ezaba a hacer mi composición de lugar y a tomar mi part i d o.

— ¿ Qué arriesgo yo? —me preguntaba a solas—. ¡Viajar por un país, elmás curioso! ¡Encaramarse a una montaña notabilísima! ¡Y, en el peor caso,descender al fondo de un cráter apagado! Po rque es evidente que ese Sa k-nussemm no hizo otra cosa. ¡En cuanto a la existencia de una galería que llegaal centro del globo, que se lo cuente a su abuela! ¡Pura imaginación! ¡Pu r aimposibilidad! ¡Y lo imposible no es posible! Así, pues, si algo bueno nos ofre c ela expedición, tomémoslo y no re g a t e e m o s .

Apenas había concluido estas reflexiones, cuando salimos de Re i k j a w i k .Hans marchaba a la cabeza, con un paso rápido, igual y continuo. Los

dos caballos cargados con los bagajes le seguían, sin necesidad de dirigirles.Mi tío y yo cerrábamos la marcha, y no hacíamos muy mal efecto montadosen nuestros caballitos, vigorosos, aunque de poca estatura.

Islandia es una de las grandes islas de Eu ropa. Su superficie es de 1.400millas y su población no llega a 60.000 almas. Los geógrafos la han divi-dido en cuatro cantones, y nosotros teníamos que atravesar casi oblicuamenteel que lleva el nombre del País del cantón del Sudoeste, Su d vester Fjord u n g.

Al salir de Reikjawik, Hans tomó inmediatamente la orilla del mar. At r a-vesamos algunos terrenos escuálidos, que se esforzaban inútilmente en serve rdes, y no podían pasar de amarillos. Las rugosas cimas de los cerros tra-quíticos se embozaban en el horizonte de las brumas del Este. A trechos, algu-nas sábanas de nieve, concentrando la luz difusa, resplandecían en las laderasy ve rtientes de los promontorios lejanos, y algunos picos, más atrevidos quelos otros, taladraban las nubes cenicientas y re a p a recían encima de los va p o-res move d i zos, parecidos a escollos sumergidos en el cielo.

Con frecuencia, aquellas cordilleras de rocas áridas destacaban una puntahacia el mar y mordían la senda que seguíamos, pero ésta era siempre sufi-

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ciente para pasar. Además, nuestros caballos escogían instintivamente el terre n omás propicio sin aminorar su marcha. Mi tío no tenía siquiera el consuelo dea r rear su cabalgadura con la voz o con el látigo, y le impacientaba la impo-sibilidad en que se veía de ser impaciente. Yo no podía dejar de sonre í r m eviéndole tan alto como era, montado en un pequeño jaco, y como sus largospies rozaban el suelo, se me figuraba un Centauro con seis piernas.

— ¡ Excelente bestia —decía—, excelente bestia! Ya verás, Axel, como nohay ningún animal que exceda en inteligencia al caballo islandés. Nada ledetiene, ni nieves, ni tempestades, ni caminos impracticables, ni rocas, ni ve n-t i s q u e ros. Es valiente, sobrio y seguro. No da un mal paso, ni un tro p ez ó n ,ni tiene una salida de tono. Deja que tengamos que atravesar algún río, algúnf i o rd, que algunos se presentarán, y verás a tu caballo echarse al agua sin va c i-l a r, como un anfibio, y llegar a la orilla opuesta. Dejémosles hacer, y sin cas-tigarles, andaremos diariamente diez leguas.

— No s o t ros, sí —respondí yo—. ¿Pe ro el guía?—Déjate de guías. Esas gentes andan sin sentir. El nuestro se mueve tan

poco que es imposible que se fatigue. Sin embargo, en caso necesario le cederémi cabalgadura. Así como así, me han de dar pronto calambres, si no pro-c u ro andar para estirar las piernas. Hasta ahora los brazos van bien, pero esp reciso guardar alguna consideración a las extremidades inferiore s .

Avanzábamos rápidamente. El país estaba ya casi desiert o. Ap a recía det recho en trecho , como un mendigo en la margen de una hondonada, unbohio aislado, algún b e e r solitario, hecho de madera, tierra y lava. Aq u e l l o smiserables tugurios imploraban, al pare c e r, la caridad de los transeúntes, ymás de una vez se me ocurrió la idea de darles una limosna. En aquel país nohay caminos, ni siquiera senderos, y la vegetación borra pronto las huellas delos pocos viajeros que los cru z a n .

Sin embargo, aquella parte de la provincia, situada a dos pasos de la capi-tal, se encuentra entre las comarcas más habitadas y cultivadas de Islandia. ¿Qu éserá, pues, el territorio más desierto que aquel desierto? Habíamos ya andadomedia milla, y no habíamos aún encontrado un labrador junto a su choza, niun pastor salvaje apacentando un rebaño menos salvaje que él; no habíamosvisto más que algunas vacas y carneros abandonados a sí mismos. ¿Qué serán,pues, las regiones convulsionadas, trastornadas por los fenómenos eru p t i vo s ,nacidas de las explosiones volcánicas y de las conmociones subterráneas?

Destinados estábamos a conocerlas más adelante; pero consultando el mapade Olsen, vi que nos apartaba de ellos la tortuosa playa que seguíamos. Enefecto, el gran movimiento plutónico se ha concentrado principalmente en el

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interior de la isla, del cual las capas horizontales de rocas sobrepuestas, llama-das t ra p p s en lengua escandinava, las fajas traquíticas, las erupciones de basalto,de toba, de todas las aglomeraciones volcánicas, los re g u e ros de lava y pórfido enfusión, han hecho un país que inspira cierto horror sobrenatural. Ya entoncesno me cupo duda del espectáculo que nos aguardaba en la península de Sn e f-fels, donde los escombros de naturaleza volcánica forman un formidable caos.

Dos horas después de salir de Reikjawik llegamos al pueblo de Gu l u-nes, llamado Ao a l k i rk j a o Iglesia principal. No es notable bajo ningún aspecto.Algunas casas solamente que bastarían apenas para formar un lugarejo enA l e m a n i a .

Hans se detuvo allí cosa de media hora; almorzó frugalmente con noso-t ros, respondió con monosílabos a las preguntas que le hizo mi tío sobre la natu-r a l eza del camino, y cuando le preguntó dónde pensaba pasar la noche, dijo:

—G ä rd a r.Consulté el mapa para saber lo que era Ga rd a r. Vi un caserío de este nom-

b re en las márgenes del Fl a l j o rd, a cuatro millas de Reikjawik. Se lo enseñéa mi tío.

— ¡ No más que cuatro millas! —dijo—. ¡Cu a t ro de veintidós! ¡He r-moso paseo!

Quiso hacer una observación al guía, el cual, sin responderle, volvió acolocarse delante de los caballos y se puso en marc h a .

Tres horas después, pisando siempre el descolorido césped, doblamos elKo l l a l j o rd, porque esta vuelta era más fácil y menos larga que una travesía delg o l f o. No tardamos en entrar en un p i n g s t o e r, lugar de jurisdicción comunal,llamado Ejuiberg, cuyo campanario hubiera dado las doce, si las iglesias islande-sas hubiesen sido bastante ricas para tener reloj; pero las iglesias se parecen muchoa sus feligreses, que no gastan relojes, y se pasan muy bien sin ellos.

Allí se dio descanso a los caballos. Después, tomando por un ribazo enca-jonado entre una cordillera de colinas y el mar, nos lleva ron de una tirada ala o a l k i rk j a de Br a n t a r, y una milla más adelante a Saurboer An n e x i a: iglesiaanexa, situada en la costa meridional de Hva l f j ö rd .

Eran entonces las cuatro de la tarde, y habíamos avanzado cuatro millas.El f i o rd tenía en aquel punto al menos cuatro millas de ancho. Las olas

se estrellaban con estrépito contra las agudas rocas. El golfo minaba mura-llas de peñascos que formaban una especie de escarpa cortada a pico que notenía menos de 3.000 pies de elevación, y era notable por sus capas ceni-cientas que contrastaban con los lechos de toba de un matiz ro j i zo. Por muchaque fuese la inteligencia de nuestros caballos, yo no me las prometía muy

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felices de la travesía de un ve rd a d e ro brazo de mar pasado a lomo de cua-d r ú p e d o s .

— Si son inteligentes —dije— no tratarán de pasar, y en todo caso yome encargo de ser inteligente por ellos.

Pe ro mi tío no quería aguard a r. Se dirigió corriendo a la playa. Sucabalgadura olfateó la última ondulación de las aguas y se detuvo. Mi tío, quetenía también su instinto, le excitó para que pasase. Nu e va negativa del ani-mal, que sacudió la cabeza. Entonces, juramentos y latigazos, y el caballo,encabritándose, empezó a hacer perder el equilibrio a su jinete. En fin, el jaco,doblando sus corvejones, se separó de entre las piernas del profesor y dejó aéste plantado en la orilla, como el coloso de Ro d a s .

—¡Ah! ¡Maldito animal! —exclamó el jinete súbitamente conve rtido enpeón, y avergonzado como un oficial de caballería que pasase a infantería.

—Fa r j a —dijo el guía tocándole en el hombro.—¡Cómo! ¿Una barc a ?—De r — respondió Hans, señalándola con la mano.—Sí —exclamé yo—, hay una barc a .— ¡ Pues haberlo dicho! ¡Ad e l a n t e !—Ti d va t t e n — repuso el guía.— ¿ Qué dice?— Dice marea —respondió mi tío, traduciéndome el vocablo danés.— ¿ Será sin duda preciso aguardar la mare a ?—¿ F ó r b i d a ? — p reguntó mi tío.—Ja — respondió Ha n s .Mi tío dio con el pie en el suelo en señal de impaciencia, mientras los

caballos se dirigían pausadamente a la barc a .C o m p rendí perfectamente la necesidad de aguardar un instante dado de

la marea para emprender la travesía del f i o rd, es decir, el momento en que,llegada a su mayor altura, la marea se tiende, como dicen los marinos. En t o n-ces el flujo y reflujo no ejerce ninguna acción sensible, y la barca no corre peli-g ro de ser arrastrada hacia el fondo del golfo, ni mar adentro.

El instante favorable no llegó hasta las seis de la tarde. Mi tío, yo, el guía,dos pasajeros y los cuatro caballos nos habíamos colocado en una especie deb a rca chata, bastante frágil. Acostumbrado como estaba a las barcas de va p o rdel Elba, me parecían un recurso de maquinaria demasiado primitivo losremos de los barq u e ros. Más de una hora necesitamos para cruzar el fiord ,p e ro en fin, no hubo en la travesía ningún accidente.

Media hora después, llegábamos al a o a l k i rk j a de Ga rd ä r.

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Debía de ser de noche, pero bajo el paralelo 75 la claridad nocturna delas regiones polares no debían asombrarme. En Islandia, durante los mesesde junio y julio, el sol no se pone.

No obstante, había bajado la temperatura. Yo tenía frío, y sobre todo ham-b re. ¡Bendito sea el boer que se abrió hospitalariamente para re c i b i r n o s !

Era el albergue de un campesino, pero, desde el punto de vista hospita-lario, valía más que el palacio de un re y.

A nuestra llegada, el dueño vino a tendernos la mano, y sin más cere-monias, nos hizo señal de que le siguiésemos.

Le seguimos, en efecto, pues acompañarle era imposible. Un corre d o rlargo, estrecho, oscuro, daba acceso a una habitación construida con made-ras casi sin labrar y permitía llegar a todas las piez a s .

Éstas eran cuatro: la cocina, el taller de tejedor, el b a d s t o f s, dormitorio dela familia, y el cuarto para los forasteros, que era el mejor de todos. Mi tío,en cuya estatura no se había pensado al levantar la casa, tro p ezó tres o cuatroveces con la cabeza contra las vigas del techo.

Se nos introdujo en una especie de sala espaciosa, cuyo suelo era de tie-rra apisonada. Recibía la luz por una ventana única, que tenía, en lugar decristales, membranas de carnero de muy dudosa transparencia. Se rvían decama dos piezas de madera pintadas de encarnado, adornadas con sentenciasislandesas y que contenían cierta cantidad de heno seco. No esperaba yo tantacomodidad, y me hubiera parecido hasta exc e s i va, si no hubiese reinado enla casa un fuerte olor a pescado seco, carne macerada y leche agria, que estabamuy lejos de ser el bello ideal con que soñaba mi olfato.

Dejamos a un lado todos nuestros chismes de viaje, y oímos la voz deldueño de la casa, que nos invitaba a pasar a la cocina, única pieza en que seencendía lumbre, aunque fuese en la época de los mayo res fríos.

Mi tío se rindió al momento a la amistosa invitación y yo no pude hacermás que seguirle.

La chimenea de la cocina era de un modelo antiguo. En medio de la piez as o b resalía una piedra; no había más hornillo, ni más hogar. En el techo se ve í aun agujero por donde salía el humo. Esta cocina servía también de comedor.

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Apenas entramos, el huésped, como si no nos hubiese aún visto, nos saludócon la palabra s a e l ve rt u, que significa «sed felices» y nos besó en la mejilla.

Su mujer pronunció las mismas palabras acompañadas de la misma cere-monia, y luego los dos esposos, poniéndose la mano sobre el corazón, se incli-n a ron pro f u n d a m e n t e .

Debo decir que la islandesa era madre de diecinueve hijos; que todos,grandes y pequeños, hormigueaban y bullían en medio de los torbellinosde humo que llenaban la cocina. A cada instante veía salir de la niebla unan u e va cabeza rubia y algo melancólica. Me hallaba en medio de un coro deángeles en ve rdad no bastante limpios.

Mi tío y yo acogimos con cariño la parva de gurripatos, y no fuemenester más para que tres o cuatro de ellos se nos subiesen a los hombro s ,o t ros tantos a las rodillas, quedándonos con los demás entre las piernas. Losque hablaban repetían s a e l ve rt u en todos los tonos imaginables. Los que nohablaban se desgañitaban gritando.

El anuncio de la comida interrumpió el conciert o. Entró entonces el cazador que venía de echar el pienso a los caballos, es decir,

que les había económicamente dado rienda suelta en medio de los campos paraque los pobres animales paciesen el escaso musgo de las rocas y algunos fucospoco nutritivos. Así lo hicieron sin duda, y al día siguiente no dejaron ellos mis-mos de presentarse espontáneamente para vo l ver a su tarea de la víspera.

—Sa e l ve rt u —dijo Ha n s .Después, tranquilamente, automáticamente, sin que hubiese un ósculo más

acentuado que otro, besó al huésped, a la huéspeda y a los diecinueve chiquillos.Terminada la ceremonia nos sentamos a la mesa en número de ve i n t i c u a-

t ro, y por consiguiente, los unos encima de los otros, en el ve rd a d e ro sentidode la frase. Los más favo recidos no tenían sobre las rodillas más que dos niños.

Impuso silencio a toda la pollada la aparición de la sopa, y recobró su imperiola taciturnidad que en los islandeses es característica de los chiquillos. El huésped noss i rvió una sopa de liquen, que no era desagradable, y luego una porción enormede pescado seco que nadaba en un mar de manteca agriada hacía ya veinte años, ypor consiguiente, muy preferible a la manteca fresca, según las ideas gastro n ó m i-cas de Islandia. Había abundancia de s k y r, especie de leche cuajada, acompañada degalleta y re l e vada por jugo de bayas de enebro. La bebida se reducía a lo que se lla-maba b l a n d e en el país, que no es más que suero mezclado con agua. No puedodecir si tan singular alimentación es o no agradable e higiénica. Yo tenía hambre, ya los postres me di un buen atracón de una especie de papilla de alforf ó n .

Después de comer, los chiquillos desapare c i e ron, y las personas mayo re s

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ro d e a ron el hogar, en que ardían brezos, toba, estiércol de vaca y huesos depescados secos. Habiéndose ya calentado, los distintos grupos vo l v i e ron a susre s p e c t i vos cuartos. La huéspeda se ofreció, según costumbre, a quitarnos lasmedias y los pantalones, lo que nosotros no consentimos. Ella no insistió, yyo pude en fin echarme sobre mi cama de heno.

Al día siguiente, a las cinco, nos despedimos del rústico, a quien mi tío,no con poco trabajo, pudo hacer aceptar una remuneración conve n i e n t e .Hans dio la señal de marc h a .

A cien pasos de Ga rd ä r, el terreno empezó a tomar otro aspecto, vo l-viéndose pantanoso y menos fácil de andar. A la derecha, la serie de montañasse prolongaba indefinidamente, como un inmenso sistema de fort i f i c a c i o n e snaturales, cuya contraescarpa seguíamos. Con frecuencia teníamos que atra-vesar arroyos que era necesario vadear sin mojar demasiado los equipajes.

El desierto se hacía más y más pro f u n d o. Algunas veces, sin embargo, ve í a-mos a lo lejos una sombra humana que huía. Si las revueltas del camino nos acer-caban inopinadamente a alguno de aquellos espectros, yo experimentaba un ascorepentino a la vista de una cabeza hinchada, de un cutis reluciente, desprov i s t ode pelo y de llagas repugnantes delatadas por desgarrones de miserables andrajos.

La desgraciada criatura no se acercaba para tender su mano desfigurada.Al contrario, huía, pero no tan de prisa que no tuviese Hans tiempo de salu-darla con el s a e ve rt u a c o s t u m b r a d o.

—Sp e t e l s k —decía luego.— Un leproso —reptía mi tío.Y esta sola palabra producía un efecto re p u l s i vo. La lepra es una horrible

afección bastante común en Islandia. No es contagiosa, pero es here d i t a r i a ,por cuya razón a los leprosos se les prohíbe casarse.

No eran semejantes apariciones las más a propósito para alegrar el paisaje,que era cada vez más triste. Los últimos tallos de hierba acababan de morir bajon u e s t ros pies. No se veía ni un árbol, no había más que algunos álamos enanos,semejantes a malezas. Ni aparecían tampoco más animales que algunos caballosque, abandonados por su amo que no podía alimentarlos, andaban errantes porlas tristes llanuras. De cuando en cuando un halcón se cernía entre las nubes ce-nicientas y huía hacia las comarcas del Sur; yo me dejaba llevar de la melancolíade aquella naturaleza salvaje, y mis re c u e rdos me reconducían a mi país natal.

Hubo luego que cruzar algunos pequeños f i o rd s sin importancia, y porfin un ve rd a d e ro golfo. La marea, tendida entonces, nos permitió pasar en elacto y ganar el caserío de Aftames, situado una milla más allá.

Al anochecer, después de haber vadeado dos ríos ricos en truchas y sollos,

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el Alfa y el Heta, tuvimos que pernoctar en un mal casucho abandonado,digno de ser habitado por todos los duendes de la mitología escandinava .Es seguro que el genio del frío había fijado en él su domicilio, e hizo de lassuyas durante la noche.

El siguiente día no presentó ningún incidente part i c u l a r. El mismo terre n opantanoso, la misma uniformidad, la misma fisonomía triste. Al anochecerhabíamos andado la mitad del camino que teníamos que re c o r re r, y per-noctamos en l’ a n n e x i a de Kro s o l b t .

El 19 de junio, un terreno de lava que tenía alrededor de una milla, seextendió bajo nuestros pies. Esta disposición del terreno se llama h ra u n en elpaís. La lava arrugada en la superficie afecta formas de cable, ya pro l o n g a d a s ,ya arrolladas sobre sí mismos. Un inmenso rastro de cenizas bajaba de lasmontañas vecinas, volcanes actualmente apagados, pero cuyas reliquias ates-tiguaban la violencia pasada. Trepaban a trechos, como reptiles, algunos tor-bellinos de humo de manantiales calientes.

Nos faltaba tiempo para observar aquellos fenómenos, y nos detuvimos.El terreno pantanoso se presentó de nuevo bajo los cascos de nuestros caba-llos. Algunas lagunas entre c o rtaban los pantanos. Nuestra dirección era enton-ces al Oeste. Habíamos doblado la gran bahía de Faxa, y la doble cima blancadel Sneffels se levantaba hasta las nubes a menos de cinco millas.

Los caballos andaban bien, sin que les detuviesen las dificultades delt e r re n o. Yo empezaba a estar muy fatigado, pero mi tío permanecía firme ytieso como el primer día, y yo no podía dejar de admirarle lo mismo que alc a z a d o r, el cual consideraba la expedición como un simple paseo.

El sábado 20 de junio, a las seis de la tarde, llegamos a Büdir, aldea situadaa orillas del mar, y el guía reclamó su salario correspondiente. Se entendiócon mi tío. Fue la misma familia de Hans, es decir, sus tíos y primos her-manos, la que nos ofreció hospitalidad. Fuimos bien recibidos, y sin abusarde las bondades de aquellas buenas gentes, yo de buena gana hubiera per-manecido en su compañía para reponerme de las fatigas del viaje. Pe ro mitío, que nada tenía que re p o n e r, vio las cosas de otro modo, y al día siguientefue preciso ponerme de nuevo a horcajadas sobre mi cabalgadura.

El terreno se resentía de la proximidad de la montaña, cuyas raíces degranito salían de la tierra como las de una añosa encina. Dimos vuelta alre-dedor de la inmensa base del volcán. El profesor lo devoraba con sus mira-das, gesticulaba, parecía que le desafiaba y decía: «¡He aquí el gigante que voya domar!» En fin, después de cuatro horas de marcha, los caballos se detu-v i e ron, sin mandárselo, a la puerta del presbiterio de St a p i .

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Stapi es un lugarejo compuesto de unas treinta chozas y edificado enplena lava bajo los rayos del sol, reflejados por el volcán. Se extiende en elfondo de un pequeño f i o rd encadenado en un murallón basáltico del másextraño efecto.

Sabido es que el basalto es una roca oscura de origen ígneo. So r p re n d e npor su disposición las formas re g u l a res que afecta. La naturaleza en su forma-ción procede geométricamente y trabaja a la manera humana, como si mane-jase el cartabón, el compás y el nivel. En todas sus demás edificaciones desen-v u e l ve su arte con grandes moles echadas sin orden, con sus conos apenas esbo-zados, con sus pirámides imperfectas, con la extraña sucesión de sus líneas.En basalto, queriendo dar ejemplo de regularidad, y precediendo a los arq u i-tectos de las primeras edades, ha creado un orden seve ro, que no han sobre-pujado jamás los esplendores de Babilonia, ni las maravillas de Gre c i a .

Había oído hablar muchas veces de la Calzada de los Gigantes en Ir l a n d a ,y de la gruta de Fingal en una de las Hébridas; pero el espectáculo de unac o n s t rucción basáltica no se había ofrecido aún a mis miradas.

En Stapi este fenómeno aparecía con toda su bellez a .El murallón del f i o rd, como toda la costa de la península, se componía de

una serie de columnas ve rticales de 30 pies de altura, rectas y bien pro p o rc i o n a-das, que sostenían una arcada formada de travesaños, de cuya clave arrancabamedia bóveda suspendida sobre el mar. A ciertos intervalos, y bajo aquel cober-t i zo natural, la mirada sorprendía aberturas ojivales de un dibujo admirable,por las cuales se precipitaban vomitando espuma las irritadas olas. Algunosp e d ruscos de basalto, arrancados por los furo res del Océano, quedaban ten-didos en tierra como las ruinas de un templo antiguo; ruinas eternamente jóve-nes, sobre las cuales, sin deteriorarlas, pasaban siglos y más siglos.

Tal era el último término de nuestro viaje terre s t re. A él nos había con-ducido Hans con inteligencia, y me tranquilizaba un poco la idea de que élseguiría conduciéndonos.

Al llegar a la puerta de la casa del re c t o r, simple cabaña baja, no más bella,ni más cómoda que las demás, vi un hombre en actitud de herrar un caba-llo, con el martillo en la mano, y con el mandil de cuero atado a la cintura.

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—Sa e l ve rt u —le dijo el cazador.—God dag — respondió el albéitar en muy buen danés.—Ky rk o h e rd e —murmuró Hans, volviéndose hacia mi tío.— ¡ El rector! —repitió mi tío volviéndose hacia mí—. Pa rece, Axe l ,

que el albéitar es el re c t o r.El guía entre tanto ponía al k y rk o h e rd e al corriente de la situación. El k y r-

k o h e rd e, suspendiendo su trabajo, lanzó una especie de grito, que está sin dudaen uso entre caballos y chalanes y salió inmediatamente de la cabaña una mujerque parecía una furia. Muy poco le faltaba para medir seis pies de estatura.

Me temí que viniera a ofrecer a los viajeros el saludo islandés; peroa f o rtunadamente no fue así, y hasta estuvo muy poco amable al intro d u c i r-nos en su casa.

El cuarto de los viandantes, estrecho, sucio e infecto, me pareció elpeor del presbiterio, pero no se nos ofrecía otro. No me pareció que el re c t o rpracticase la hospitalidad antigua. Antes de anochecer vi que teníamos quehabérnoslas con un herre ro, un herrador, un pescador, un cazador, un car-p i n t e ro, con uno que de todo tenía menos de ministro del Se ñ o r. Ve rdad esque era el día de trabajo. Tal vez se desquitaba los domingos.

No quiero hablar mal de aquellos pobres curas, que al fin y al cabo sonmuy miserables. Reciben del Gobierno danés una asignación ridícula y per-ciben la cuarta parte del diezmo de su parroquia, lo que no llega a unasuma de sesenta marcos corrientes. Necesitan, por tanto, trabajar para vivir;p e ro pescando, cazando, herrando caballos, se acaba por tomar las maneras,el tono y las costumbres de los cazadores, pescadores y otras gentes algo ru d a s ,y así es que aquella misma noche me enteré de que nuestro huésped no con-taba la sobriedad en el número de sus virt u d e s .

Mi tío comprendió pronto con quién tenía que bre g a r, pues en vez deun digno y honrado sabio, halló un patán descortés y gro s e ro. Resolvió, pues,e m p ezar cuanto antes su gran expedición y abandonar aquel cura pocoh o s p i t a l a r i o. No tenía para nada en cuenta sus fatigas, y resolvió ir a pasaralgunas días en la montaña.

Así, pues, al día siguiente de nuestra llegada a Stapi, se hicieron los pre-p a r a t i vos de marcha. Hans contrató los servicios de tres islandeses para re m p l a-zar a los caballos en el transporte de los equipajes; pero una vez llegados alfondo del cráter, aquellos indígenas debían re t roceder y dejarnos solos. Qu e d óeste punto definitivamente re s u e l t o.

Entonces mi tío puso en conocimiento del cazador que su intención erap roseguir el reconocimiento del volcán hasta sus últimos límites.

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Hans no hizo más que inclinar la cabeza. En t re ir allí o a otra parte, entrehundirse entre las entrañas de su isla o re c o r rerla por fuera, no veía ningunad i f e rencia. En cuanto a mí, distraído hasta entonces por los incidentes delviaje, me había olvidado algo del porve n i r, pero en aquel momento sentí quelas zo zobras me asaltaban con nueva violencia. Pe ro, ¿qué había de hacer? Enel caso de intentar resistir al profesor Lidenbrock, debía haberlo intentado enHamburgo y no al pie del Sn e f f e l s .

Una idea, entre otras, me trastornaba mucho, idea espantosa y muy capazde conmover nervios menos sensibles que los míos.

— Veamos —me decía—. Vamos a encaramarnos hasta la cresta del Sn e f-fels. Bien. Vamos a visitar un cráter. Bu e n o. Ot ros lo han visitado y no hanm u e rt o. Pe ro vamos a hacer algo más. Si se presenta un camino para bajar alas entrañas de la tierra, si ese malhadado Saknussemm ha dicho la ve rd a d ,vamos a perdemos en medio de las galerías subterráneas del volcán. ¿Y quiénsabe si el Sneffels está apagado? ¿Hay algo que pruebe que no se pre p a r auna erupción? De que el monstruo duerma desde 1229, ¿es lícito deducirque no pueda despertarse? Y si se despierta, ¿qué será de nosotro s ?

La cosa valía la pena de re f l e x i o n a r, y yo reflexionaba. No podía dormirsin soñar con erupciones. El papel de escoria que me exponía a re p re s e n t a r,me parecía brutal y re p u g n a n t e .

No pudiendo por más tiempo ocultar mis zo zobras, resolví someter elcaso a mi tío con la mayor destreza posible, y bajo la forma de una hipótesisp e rfectamente razo n a b l e .

Me dirigí a él, y al darle cuenta de mis recelos, re t rocedí dos pasos paradejarle desenvo l ver su saña libre m e n t e .

— Pensaba en lo mismo —respondió sencillamente.¿ Qué significaban tan inesperadas palabras? ¿Iba al fin a oír la voz de la razón?

¿ Pensaba en suspender sus proyectos? Tanta dicha era exc e s i va para ser posible.Después de algunos instantes de silencio, durante los cuales no me

a t revía a interrogarle, añadió:— Pensaba en el caso por ti supuesto. Desde nuestra llegada a Stapi, me

he ocupado de la grave cuestión que acabas de someter a mi juicio, porq u econviene obrar con pru d e n c i a .

— En efecto —repliqué yo viva m e n t e .— Seiscientos años hace que el Sneffels está mudo, pero puede hablar de

un momento a otro. Mas a las erupciones preceden siempre fenómenosp e rfectamente conocidos. He interrogado a la gente del país, he estudiado elt e r re n o. Y puedo asegurarte, Axel, que no habrá eru p c i ó n .

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Su afirmación me dejó atónito y no supe qué decir.— ¿ Dudas de mis palabras? —dijo mi tío—. ¡Pues bien, sígueme!Obedecí maquinalmente. Al salir del presbiterio, el profesor tomó un

camino directo que, por una abertura del murallón basáltico, se alejaba del mar.Estuvimos luego en campo raso, si se puede dar este nombre a un montóninmenso de depresiones volcánicas. El país estaba como abismado bajo una llu-via de piedras enormes, lava, basalto, granito y todas las rocas pirox é n i c a s .

Veía a trechos humaredas que empañaban el aire. Aquellos va p o res ter-males, llamados re i k y r en lengua islandesa, procedían de manantiales ter-males, que con su violencia indicaban la actividad volcánica del suelo. En miconcepto, justificaban mis recelos, y así es que me quedé como quien ve visio-nes cuando mi tío me dijo:

— ¿ Ves todas esas humaredas, Axel? Ellas prueban que no tenemos quetemer ningún furor del vo l c á n .

—¡Cómo! —exclamé yo —— No olvides lo que voy a decirte —repuso el prefesor—. Al acerc a r s e

una erupción, esas humaredas redoblan su actividad para desapare c e rcompletamente durante la realización del fenómeno, porque los flúidos elás-ticos, no teniendo ya la tensión necesaria, toman el camino de los cráteres enlugar de escaparse por las hendiduras del globo. Si pues esos va p o res se man-tienen en su estado habitual, si no aumenta su energía, y si añades a dichao b s e rvación que el viento y la lluvia no son remplazados por un aire pesadoy tranquilo, puedes afirmar que no habrá erupción próxima.

— Pe ro. . .— Basta. Cuando la ciencia ha hablado, deber es callar.Me volví a casa del cura con las orejas gachas. Mi tío me acababa de ano-

nadar con sus argumentos científicos. Sin embargo, me quedaba aún la espe-ranza de que una vez llegados al fondo del cráter fuera imposible, por falta degalería, bajar más profundamente, a pesar de todos los Saknussemm delm u n d o.

Pasé la noche siguiente cautivo de una pesadilla en medio de un vo l-cán, y desde las profundidades de la tierra me sentía arrojado a los espaciosplanetarios en forma de roca eru p t i va .

El día siguiente, 23 de junio, Hans nos aguardaba con sus compañero scargados de víve res, herramientas e instrumentos. Dos bastones con puntade hierro, dos fusiles y dos cartucheras estaban re s e rvados a mi tío y a mí.Hans, que era hombre precavido, había añadido un cántaro lleno que, juntocon nuestras calabazas, nos aseguraba agua para ocho días.

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Eran las nueve de la mañana. El doctor y su gigantesca ama aguard a-ban delante de la puerta. Querían sin duda darnos el adiós supremo del hués-ped al viajero. Pe ro su adiós tomó la forma inesperada de una nota formi-dable, en que se nos contaba hasta el aire, bien infecto por cierto, de la casapastoral. La digna pareja nos desolló como un posadero suizo y daba muchovalor a su hospitalidad ponderada.

Mi tío pagó sin re g a t e a r. Un hombre que partía para el centro de la tie-rra no había de ponerse a disputar por unos cuantos rixd a l e s .

A r reglado este punto, Hans dio la señal de marcha y algunos momentosdespués habíamos salido de St a p i .

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X V

El Sneffels tiene cinco mil pies de altura. Es por su doble cono la con-clusión de una faja traquítica que se destaca del sistema orográfico de la isla.Desde nuestro punto de partida no se podían ver sus dos picos perf i l á n d o s een el fondo ceniciento del cielo. Yo no distinguí más que el casquete de nieveque cubre el cráneo del gigante.

Ma rchábamos en fila, precedidos del cazador. Éste se encaramaba pore s t rechos senderos que no hubieran permitido pasar de frente a dos perso-nas. Toda conversación era, pues, poco menos que imposible.

Más allá del murallón basáltico del f i o rd de Stapi se presentó un terre n ode turba herbácea y fibrosa, residuo de la antigua vegetación de los pantanosde la península. La masa de aquel combustible aún no explotado hubiera bas-tado para calentar por espacio de un siglo a toda la población de Is l a n d i a .El inmenso hornaguero, medido desde el fondo de algunos barrancos,tenía con frecuencia setenta pies de altura y presentaba capas sucesivas dedetritus carbonizados, separados por hojas de tobas y piedra pómez .

Como buen sobrino del profesor Lidenbrock, yo observaba con interés,no obstante mis preocupaciones, las curiosidades mineralógicas expuestas enaquel inmenso gabinete de historia natural, y al mismo tiempo rehacía en mimente toda la historia geológica de Is l a n d i a .

Islandia es una isla curiosa, salida evidentemente del fondo de las aguas enuna época re l a t i vamente moderna. Tal vez siga aún elevándose por un mov i-miento insensible. Siendo así, no se puede atribuir su origen más que a la acciónde los fuegos subterráneos, en cuyo caso la teoría de Hu m p h ry Da v y, el docu-mento de Saknussemm y las pretensiones de mi tío se conve rtían en humo. Estahipótesis me indujo a examinar atentamente la naturaleza del terreno y no tard éen darme cuenta de la sucesión de fenómenos que pre s i d i e ron su formación.

Islandia, absolutamente privada de terreno sedimentario, se compone úni-camente de tobas volcánicas, es decir, de una aglomeración de piedras y rocas deuna textura porosa. Antes de la existencia de los volcanes, estaba formada deuna masa sólida lentamente levantada encima de las olas por el empuje de las fuer-zas centrales. No había habido una irrupción exterior de los fuegos interiore s .

Pe ro, más adelante, se abrió diagonalmente del Sudoeste al No rd e s t e

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de la isla una ancha grieta, por la cual se derramó poco a poco toda la pastatraquítica. El fenómeno se producía entonces sin violencia; la abertura eraenorme, y las materias derretidas, arrojadas de las entrañas del globo, se exten-d i e ron tranquilamente en vastas sábanas o en masas apezonadas. En aquellaépoca apare c i e ron los feldespatos, las sienitas y los pórf i d o s .

Pe ro gracias a aquel desahogo, el grueso de la isla aumentó considerablemente,y por consiguiente, su fuerza de resistencia. Se concibe la cantidad de fluidos elás-ticos que se almacenarían en su seno, cuando no ofreció ya ninguna salida des-pués del enfriamiento de la costra traquítica. Llegó, pues, un momento en quefue tal el poder de los gases, que leva n t a ron la pesada cort eza y se abrieron ergui-das chimeneas. Tenemos, por lo tanto, el volcán formado por el leva n t a m i e n t ode la cort eza, y después el cráter abierto de repente en la cima del vo l c á n .

Entonces, a los fenómenos eru p t i vos sucedieron los fenómenos vo l c á n i-cos. Por las aberturas recién formadas se escaparon desde luego las deposi-ciones basálticas, de las cuales ofrecía a nuestras miradas las más maravillosasmuestras la llanura que en aquel momento atravesábamos. Ma rc h á b a m o ss o b re aquellas pesadas rocas de un color ceniciento oscuro que el enfriamientohabía moldeado en prismas de base hexagonal. A lo lejos se veían numero s o sconos aplastados, que habían sido en otro tiempo bocas ignívo m a s .

Después, agotada la erupción basáltica, el volcán cuya fuerza aumentócon la que tomó de los cráteres apagados, dio paso a las lavas y a aquellas tobasde cenizas y escorias cuyas largas madejas veía desparramadas por susmanos como una cabellera opulenta.

Tal fue la sucesión de los fenómenos que constituye ron Islandia. To d o sp rovenían de la acción de los fuegos interiores, y locura sería suponer que lamasa interna no permaneciese en un permanente estado de liquidez candente.¡Locura sería pretender llegar al centro del globo!

Así, pues, mientras íbamos al asalto del Sneffels, estaba tranquilo acerc adel resultado de nuestra empre s a .

El camino se hacía cada vez más difícil. El tererno subía, las rocas oscila-ban y se necesitaba la más escrupulosa atención para evitar caídas peligro s a s .

Hans avanzaba tranquilamente como en un terreno llano. De s a p a re c í aalgunas veces detrás de los grandes peñascos, y le perdíamos momentánea-mente de vista. Entonces, salía de sus labios un silbido agudo que indicabala dirección que debíamos seguir. Con frecuencia también se detenía, cogíaalgunas piedras, las disponía de modo que fuese fácil reconocerlas y así dejabatrazada la senda que debíamos seguir a nuestro re g re s o. La precaución erabuena, pero futuros acontecimientos la vo l v i e ron inútil.

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Tres horas de penosísima marcha se invirt i e ron sólo para llegar a la falda dela montaña. Allí Hans nos hizo una señal para que nos detuviéramos, y almorz a m o stodos sumariamente. Mi tío, para despachar más pronto, doblaba los bocadosantes de introducírselos; pero como aquel alto para almorzar era también un altode descanso, tuvo que sujetarse a la voluntad del guía, el cual no dio la señal dem a rcha hasta una hora después. Los tres islandeses, tan taciturnos como su cama-rada el cazador, no pronunciarán una palabra y almorz a ron sobriamente.

Comenzamos a ganar las laderas del Sneffels. Su nevada cima, por una ilu-sión de óptica frecuente en las montañas, me parecía muy próxima, y, sin embar-go, ¡qué largas horas antes alcanzarla! ¡Y qué cansancio ! Las piedras, no unidase n t re sí por ninguna hierba ni por ningún cemento de tierra, rodaban al tocar-las nuestros pies y con la rapidez de una avalancha iban a perderse en la llanura.

En ciertos sitios, los flancos del monte formaban con el horizonte unángulo que no bajaba de 36º. Era imposible encaramarse por ellos, y nocon poca dificultad conseguimos dar vuelta por aquellos ribazos de piedras.Entonces, con nuestros bastones, nos auxiliábamos mutuamente.

Debo decir que mi tío procuraba estar tan cerca de mí como era posible. Nome perdía de vista, y en varias ocasiones me sirvió su brazo de sólido apoyo. Encuanto a él tenía sin duda el sentimiento innato del equilibrio, pues no se bambo-leaba nunca. Los islandeses, aunque cargados, trepaban con una agilidad de monos.

Al ver la altura de la cúspide del Sneffels, me parecía imposible que poraquel lado se pudiese llegar a ella, si no se cerraba el ángulo de inclinación delas pendientes. Afortunadamente, después de una hora de fatigas y esfuerzo sdesesperados, en medio del dilatado tapiz de nieve desplegado en la cumbredel volcán, se presentó inopinadamente una escalera que simplificó nuestrae xcursión. Estaba formada por uno de esos torrentes de piedras vo m i t a d a spor las erupciones, que los islandeses llaman s t i n a. Si aquel torrente no sehubiese detenido en su caída por la disposición de los flancos de la montaña,habría ido a precipitarse en el mar y a formar islas nueva s .

Tal como era, nos fue muy útil. La rigidez de las pendientes iba enaumento, pero algunos peldaños de piedra permitían irlas ganando con ciert afacilidad re l a t i va, y hasta con tal rapidez, que habiéndome yo quedado atrásun momento mientras mis compañeros proseguían su ascensión, les distin-guí reducidos ya por la distancia a una apariencia micro s c ó p i c a .

A las siete de la tarde, habíamos subido los dos mil peldaños de la esca-lera, y dominábamos una abolladura de la montaña, especie de estribo en quese apoyaba el cono propiamente dicho del cráter.

El mar se extendía a una profundidad de 3.200 pies. Habíamos traspasado el

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límite de las nieves perpetuas, bastante poco elevado en Islandia a consecuencia dela constante humedad del clima. Hacía mucho frío, el viento soplaba con violencia.Yo estaba re n d i d o. El profesor vio que no podía ya más, que mis piernas se nega-ban a prestarme servicio alguno, y a pesar de su impaciencia, tuvo a bien detenerse.

Hi zo, pues, una señal al cazador, el cual sacudió la cabeza diciendo:—Of va n f ö r.— Pa rece que es preciso subir más —dijo mi tío.Después preguntó a Hans cuál era el motivo de su re s p u e s t a .—Mi s t o u r — respondió el guía.—Ja mistour — repitió con sobresalto uno de los islandeses.— ¿ Qué significa esa palabra? —pregunté con inquietud.— Mira —dijo mi tío.Dirigí mis miradas hacia la llanura. Una inmensa columna de piedra

p ó m ez pulverizada, arena y polvo se elevaba arremolinándose como unat romba; el viento la rechazaba contra el flanco del Sneffels, en que nosmanteníamos agarrados; aquella cortina opaca tendida delante del sol pro-ducía una enorme sombra echada sobre la montaña. Si aquella manga se incli-naba, tenía evidentemente que envo l vernos en sus torbellinos. Se m e j a n t efenómeno, bastante frecuente cuando el viento viene de los ve n t i s q u e ro s ,toma el nombre de m i s t o u r en lengua islandesa.

—Hastigt, hastigt — e xclamó nuestro guía.Sin poseer el danés comprendí que teníamos que seguir a Hans a toda

prisa. Hans empezó a rodear por el cono del cráter, pero al sesgo para facilitarla marcha. La tromba atacó luego la montaña, la cual se estremeció a su cho-que, y las piedras comprendidas dentro de los remolinos del viento vo l a ro ncomo en una erupción para caer a manera de lluvia. Afortunadamente, noshallábamos en la ladera opuesta, a cubierto de todo peligro. Sin la pre c a u c i ó ndel guía, nuestros cuerpos, desmenuzados, reducidos a polvo, hubieran idoa caer muy lejos como el producto de algún meteoro desconocido.

Con todo, Hans no consideró prudente pasar la noche en los costados delc o n o. Continuamos nuestra ascensión describiendo eses; los 1.500 pies queteníamos que salvar nos lleva ron cerca de cinco horas; las revueltas, sesgos y con-t r a m a rchas no medían menos de tres leguas. Yo no podía ya más; sucumbía alfrío y al hambre. El aire, algo rarificado, no bastaba al juego de los pulmones.

En fin, a las once de la noche, siendo la oscuridad completa, alcanzamosla cima del Sneffels, y yo, antes de ir a abrigarme dentro del cráter, tuve tiempode contemplar el sol de medianoche en lo más bajo de su carrera, proye c t a n d osus pálidos rayos sobre la isla dormida a mis pies.

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X V I

Se cenó a escape, y la comitiva se acomodó para dormir lo mejor quep u d o. La cama era dura, el abrigo poco sólido y la situación muy penosa, a5.000 pies sobre el nivel del mar. Sin embargo, en aquella noche, una de lasm e j o res que había pasado desde mucho tiempo, mi sueño fue sumamentet r a n q u i l o. No soñé siquiera.

El día siguiente, a los rayos de un hermoso sol, me despertó un aire muyv i vo, que me dejó medio helado. Salí de mi dormitorio de granito y fui a go-zar del magnífico espectáculo que se desenvolvía ante mis ojos.

Ocupé la cima de uno de los dos picos del Sneffels, el pico del Su r, desdeel cual mi vista dominaba la mayor parte de la isla. La óptica común a todaslas grandes alturas abultaba la circ u n f e rencia del cuadro, al paso que las par-tes centrales se hundían aparentemente. Hubiérase dicho que se desarro l l a b abajo mis pies uno de los mapas en re l i e ve de He l b e s m e r. Veía los va l l e sp rofundos, cruzándose en todas direcciones, los precipicios ahondarse comop o zos, los lagos conve rtirse en estanques, y los ríos degenerar en arroyos. Ami derecha se sucedían los innumerables ve n t i s q u e ros y multiplicados picos,e n t re los cuales había algunos que ostentaban un penacho de humo muyl i v i a n o. La ondulación de aquellas montañas infinitas que con sus capas den i e ve parecían que echaban espuma, me re c o rdaban la superficie de un mart e m p e s t u o s o. Si me volvía hacia el Oeste, veía allí desenvo l verse el océanoen su majestuosa extensión, como un continente de aquellos cerros ve d i j o-sos. Mi vista apenas distinguía dónde concluía la tierra y dónde empez a b a nlas olas.

Me abismé en el éxtasis prodigioso que producen las levadas cimas, y nosentí ningún vértigo, porque me iba acostumbrando, en fin, a las sublimescontemplaciones. Mis miradas deslumbradas se bañaban en la transpare n t eirradiación de los rayos solares. Olvidaba quién era y dónde estaba paravivir con la vida de los elfos o de los silfos, imaginarios habitantes de la mito-logía escandinava. Me embriagaba con la voluptuosidad de las alturas, sinpensar en los abismos en que dentro de poco me sumergería mi destino. Pe rome volvió al sentimiento de la realidad la llegada del profesor y de nuestroguía Hans, que se unieron en la punta del pico.

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Mi tío, volviéndose hacia el Oeste, me indicó con la mano un ligero va p o r,una bruma, una apariencia de tierra que dominaba la línea de las olas.

— Groenlandia —dijo.— ¿ Groenlandia? —exclamé yo.—Sí, no distamos más de treinta y cinco leguas de allí, y durante los des-

hielos los osos blancos llegan a Islandia embarcados en los témpanos del No rt e .Pe ro eso importa poco. Nos hallamos en la cima del Sneffels, y ahí tienes dospicos, uno al Sur y otro al No rte. Hans va a decirnos qué nombre dan losislandeses al que nos sostiene en este momento.

Formulada la pregunta, el cazador re s p o n d i ó :—S c a rt a r i s.Mi tío me dirigió una mirada de triunfo.—¡Al cráter! —dijo.El cráter del Sneffels re p resentaba un cono tumbado. Su abertura tenía

media legua de diámetro aproximadamente, y su profundidad sería deunos 2.000 pies. ¡Si estaría imponente un recipiente semejante cuando se lle-nase de truenos y llamas! El fondo del embudo no mediría más allá de 500pies de circ u n f e rencia, de suerte que sus pendientes, bastante suaves, per-mitían llegar fácilmente a su parte inferior. In voluntariamente comparabaeste cráter a un trabuco de ancha boca, y la comparación me espantaba.

« El que se mete en un trabuco —decía yo para mis adentro s — ,cuando puede estar cargado y dispararse al menor choque, es un loco. »

Pe ro no podía re t ro c e d e r. Hans, con la mayor indiferencia, se colocó den u e vo al frente de la comitiva. Le seguí sin decir palabra.

Para facilitar el descenso, Hans describía dentro del cono elipses muyp rolongadas. Teníamos que andar en medio de rocas eru p t i vas, de las cua-les algunas, desprendidas de sus alvéolos, se precipitaban botando hasta elfondo del abismo. Su caída determinaba re p e rcusiones de ecos de un sonidoe x t r a ñ o.

Algunas partes del cono formaban ve n t i s q u e ros interiores. Ha n sentonces no avanzaba sino con la mayor precaución, sondeando el terre n ocon su bastón de punta de hierro para descubrir las quebrajas. En ciertos pasosdudosos, era necesario atarnos todos con una cuerda para que el que tuviesela mala suerte de resbalar o precipitarse de improviso, se hallase sostenido porsus compañeros. Esta dependencia re c í p roca era prudente, pero no exc l u í atodo peligro.

Sin embargo, y a pesar también de las dificultades del descenso por pen-dientes que el guía desconocía, siguió la peregrinación, sin más accidente que

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el extravío de un fardo de cuerdas que se escapó de las manos de un islandésy no se detuvo hasta el fondo del abismo.

Al mediodía habíamos llegado. Levanté la cabeza y percibí la abert u r asuperior del cono, en que se encerraba como en un marco un pedazo de cielode una circ u n f e rencia irregularmente reducida, pero casi perfecta. Sólo en unpunto se destacaba el pico del Scartaris, que se hundía en la inmensidad.

En el fondo del cráter se abrían tres chimeneas por las cuales, en los tiem-pos de las erupciones de los Sneffels, el foco central arrojaba sus lavas y va p o-res. Cada chimenea tenía unos 100 pies de diámetro, y estaban abiertas debajode nosotros. No tuve valor para hundir en ellas mis miradas. El profesor Liden-b rock había examinado rápidamente su disposición y corría jadeante de unaa otra, sin dejar de gesticular y de proferir palabras incompre n s i b l e s .

Hans y sus compañeros, sentados sobre montones de lava, le miraban ycallaban; era evidente que le creían loco.

De repente mi tío lanzó un grito. Creí que había dado un resbalón y sehabía precipitado en una de las tres simas. Pe ro no. Le distinguí con losb r a zos tendidos, las piernas abiertas, en pie delante de una roca de granitocolocada en el centro del cráter, como un enorme pedestal hecho para la esta-tua de un Plutón. Gu a rdaba la actitud de un hombre asombrado, pero sua s o m b ro fue muy pronto remplazado por una alegría insensata.

— ¡ A xel! ¡Axel! —gritaba—. ¡Ven! ¡Ve n !Acudí. Hans y los islandeses permanecieron inmóviles.— Mira —me dijo el pro f e s o r.Y yo, participando de su asombro, ya que no de su alegría, leí en la super-

ficie occidental de la roca, grabado en caracteres rúnicos medio roídos porel tiempo, este nombre mil veces maldito:

—¡Arne Saknussemm! —exclamó mi tío—. ¿Dudarás todavía?— No —respondi, y me volví consternado a mi banco de lava. Me aban-

donaba a la evidencia.Ig n o ro cuánto tiempo permanecí abismado en mis reflexiones. Sólo sé

que al levantar la cabeza vi a mi tío y a Hans solos en el fondo del cráter.Los islandeses habían sido despedidos y en aquel momento estabanbajando las cuestas exteriores del Sneffels para re g resar a St a p i .

Hans dormía tranquilamente al pie de una peña, en un rimero de la lava

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en que se había improvisado una cama. Mi tío daba vueltas y revueltas en elfondo del cráter, como una fiera en la trampa de un cazador. Yo no tenía fuer-zas ni ganas de levantarme, y siguiendo el ejemplo del guía, me entregué a und o l o roso sopor, cre yendo oír ruidos y percibir sacudimientos en los flancosde la montaña.

Así pasó aquella primera noche en el fondo del cráter.Al día siguiente, cubría el vértice del cono un cielo ceniciento, nebu-

loso y pesado. No tanto me lo dio a conocer la oscuridad del antro como lacólera que se apoderó de mi tío.

C o m p rendí el motivo y renació en mi corazón alguna esperanza. He aquípor qué.

De los tres caminos que teníamos abiertos bajo nuestras plantas, Sa k-nussemm no había seguido más que uno que, según él, se debía compre n d e rpor la particularidad indicada en el criptograma. Éste habla de la sombra delS c a rtaris que acaricia sus bordes durante los últimos días del mes de junio.

Se podía, en efecto, considerar aquel pico agudo como la varilla de uninmenso cuadrante solar cuya sombra en un día dado marcaba el itinerariodel centro del globo.

Pe ro si faltaba el sol, faltaba la sombra, y, por consiguiente, no había indi-cación. Habíamos llegado al 25 de junio. Como el cielo permaneciese encapo-tado durante seis días, se tendría que aplazar la observación para el año siguiente.

Renuncio a pintar la impotente cólera del profesor Lidenbrock. Tr a n s-currió aquel día, y no se alojó ninguna sombra en el fondo del cráter. Ha n sno se movió de su sitio, y como no estaba en antecedentes, se preguntaría sinduda, en el caso de preguntarse algo, qué era lo que allí hacíamos. Mi tíono me dirigió ni una sola vez la palabra. Sus miradas, invariablemente di-rigidas al cielo, se perdían en sus tintas oscuras y bru m o s a s .

El 26 lo mismo. Estuvo todo el día lloviznando y neva n d o. Hans cons-t ruyó una choza con fragmentos de lava. Yo experimentaba cierto placer enseguir con la vista los millares de cascadas improvisadas en el flanco del cono,las cuales aumentaban el atronador murmullo de las piedras que caían.

Mi tío no podía ya contenerse. Mo t i vos hubiera tenido para ponerse fre-nético, aunque hubiera sido más paciente, porque ve rdaderamente lo quele pasaba era un naufragio dentro del puert o.

Pe ro con los grandes dolores el cielo mezcla incesantemente las grandesalegrías, y re s e rvaba al profesor Lidenbrock una satisfacción igual a sus desespe-rados afanes.

El cielo se presentó también nebuloso al día siguiente; pero el domingo,

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28 de junio, antepenúltimo día del mes, con la variación de la luna vino lavariación del tiempo. El sol ve rtió a torrentes sus rayos dentro del cráter, par-ticipando de su luminoso efluvio todas las prominencias, todas las rocas, todaslas piedras, todas las asperazas que proye c t a ron inmediatamente en el suelosu re s p e c t i va sombra. La del Scartaris, que era de todas la más notable, empez óa girar insensiblemente con el astro del día.

Mi tío giraba como ella.Al llegar el sol a la mitad de su carrera, la sombra del Scartaris, en un perí-

odo muy corto, lamió nuevamente el borde de la chimenea central.—¡Allí está! —exclamó el profesor—. ¡Allí está! ¡Al centro del globo!

—añadió en danés.Yo miré a Ha n s .—¡ Fo r ü t ! —dijo tranquilamente el guía.— ¡ Adelante! —respondió mi tío.Era la una y trece minutos de la tard e .

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Em p ezaba el ve rd a d e ro viaje. Hasta entonces las fatigas habían sido supe-r i o res a las dificultades; ahora alguna de éstas nacerá a cada paso.

Yo no había aventurado aún una mirada en aquel insondable paso en queiba a abismarme. Había llegado el momento. Aún era hora de acometer lae m p resa o de re t roceder ante ella. Pe ro me dio vergüenza una retirada estandodelante del cazador. Hans aceptaba la aventura tan tranquilamente, con tantai n d i f e rencia, cuidándose tan poco del peligro, que me sonrojé a la idea de serc o b a rde en presencia de un hombre tan valiente. Solo, hubiera acumulado laserie de grandes argumentos; pero delante del guía, callé; uno de misre c u e rdos voló hacia mi encantadora virlandesa, y me acerqué a la chime-nea central.

Ya he dicho que mide 100 pies de diámetro o 300 pies de circ u n f e re n-cia. Me incliné encima de una roca casi vencida, y miré. Se me erizaron loscabellos. Se apoderó de mi ser el sentimiento del va c í o. Sentí que me fal-taba el centro de gravedad y que el vértigo invadía como una embriaguez mic a b eza. No hay nada más capital que la atracción del abismo. Iba a caer. Un amano me sostuvo. La de Hans. Estaba visto que no había tomado bastanteslecciones de abismo en la Frelsers Kirk de Copenhague.

Con todo, por poco que fuese lo que había fijado mis miradas en aquelp o zo, me había dado cuenta de su conformación. Sus paredes, cortadas apico, presentaban numerosas escabrosidades y ángulos salientes que debíanfacilitar el descenso. Había escalera, pero era una escalera sin baranda. Un ac u e rda atada al borde del abismo habría bastado para sostenernos; pero ¿cómodesatarla al llegar a su extremidad inferior?

Para allanar esta dificultad, mi tío ideó un medio muy sencillo. De s e n-rolló una cuerda del grueso de una pulgada y de 400 pies de longitud, dejóc o r rer de ella la mitad, y la pasó alrededor de un gran pedazo de lava ques o b resalía, y soltó la otra mitad dejándola caer por la chimenea. En t o n c e s ,uno tras otro, podíamos bajar reuniendo en la mano las dos mitades de lac u e rda que no podía desensartarse, y al llegar a 200 pies de profundidad, nadahabía más hacedero que traerse toda la cuerda soltando un cabo y tirando delo t ro. Después se repetiría la misma operación ad infinitum.

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—Ahora —dijo mi tío después de haber terminado los pre p a r a t i vo s —ocupémonos de los equipajes. Vamos a dividirlos en tres paquetes, y cada unode nosotros cargará con uno de ellos atándoselo sólidamente a la espalda.Entiéndase que me re f i e ro sólo a los objetos frágiles.

Era evidente que el audaz profesor no nos comprendía en esta últimac a t e g o r í a .

— Hans —añadió—, va a encargarse de las herramientas y de unap a rte de las provisiones; de otra parte de éstas, y además de las armas, te en-cargarás tú, Axel, y yo tomo por mi cuenta los víve res restantes y los instru-mentos delicados.

— Pe ro —dije yo— ¿y los vestidos y esa balumba de cuerdas y de escalas?— Todo eso bajará solo.— ¿ C ó m o ?— Vas a ve l o.Mi tío, aficionado a los grandes medios, los empleaba sin va c i l a c i o n e s .

Hans, por orden suya, reunió en un solo fardo los objetos no quebradizo s ,y sólidamente atados, los dejó rodar hasta el fondo del pre c i p i c i o.

Se oyó el sonoro mugido que produce la dislocación de las capas de aire .Mi tío, inclinado sobre el abismo, siguió con una mirada satisfecha la marc h ade sus equipajes, y no se puso derecho hasta que los hubo perdido de vista.

— Bueno —dijo—. Ahora nosotro s .Dejo a todos los hombres de buena fe que digan si es posible oír sin estre-

mecerse semejantes palabras.El profesor ató a su espalda el paquete de los instrumentos; Hans ató a

la suya el de las herramientas, y yo a la mía el de las armas. El descenso se hizoen el orden siguiente: Hans, mi tío y yo. Se fue llevando a cabo en mediode un profundo silencio únicamente interrumpido por los pedruscos quese hundían en el abismo.

Yo me deslizaba, si así puede decirse, agarrando frenéticamente la doblec u e rda con una mano, y apuntalándome con la otra por medio de mi bastóncon punta de hierro. Una sola idea me dominaba, temía que me llegase a fal-tar el punto de apoyo. La cuerda me parecía muy floja para resistir el peso det res personas. La trataba con todo el mimo posible, haciendo milagros deequilibrio al afirmarme en todos los puntos salientes que mi pie pro c u r a b acoger como si fuese una mano.

Cuando alguno de aquellos escalones cedía al peso de Hans, éste decíacon voz tranquila:

—Gif akt!

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— ¡ Atención! —repetía mi tío.Después de media hora de estar bajando, habíamos llegado a la superf i-

cie de una roca fuertemente engastada en la pared de la chimenea.Hans tiró de la cuerda por uno de sus cabos, el otro subió, y después de

haber pasado por encima del peñasco superior que acababa de ejercer las fun-ciones de garrucha, volvió a caer raspando las piedras y lavas salientes que for-maban una especie de lluvia, o, mejor dicho, de granizo muy peligro s o.

Inclinándome desde nuestra estrecha meseta o descansillo, noté que elfondo del agujero era aún invisible.

Volvió a empezar la maniobra de la cuerda, y media hora después habí-amos ganado una nueva profundidad de 200 pies.

No sé si el más rabioso geólogo, durante un descenso semejante, hubierapensado en estudiar la naturaleza de los terrenos que le rodeaban. Lo que esa mí me importaban realmente poco; que fuesen pliocenos, miocenos, eoce-nos, cretáceos, jurásicos, triásicos, pernianos, carboníferos, devónicos, silúri-cos o primitivos, me era de todo punto indiferente. Pe ro el profesor hizosin duda sus observaciones o tomó algunas notas, pues en uno de los altosme dijo:

— Cuanto más avanzamos, tanto mayor es mi confianza. La disposiciónde estos terrenos volcánicos confirma de una manera absoluta la teoría deDa v y. Nos hallamos en pleno terreno primario, en que se ha producido laoperación química de los metales inflamados al contacto del aire y del agua.Re c h a zo terminantemente el sistema de un calor central. No s o t ros lo hemosde ver; el tiempo doy por testigo.

Si e m p re la misma conclusión. Se comprende que yo no estuviera dehumor para discutir. Pe ro como dice el refrán, quien calla otorga, se dio lacallada por respuesta, se tomó mi silencio por un asentimiento y el des-censo empezó de nuevo.

Al cabo de tres horas, no atisbaba aún el fondo de la chimenea.Cuando levanté la cabeza, percibí su abertura, que disminuía sensiblemente.Sus paredes, a consecuencia de su ligera inclinación, tendían a aprox i m a r s e .Poco a poco las tinieblas se iban condensando.

Sin embargo, seguíamos descendiendo. Me parecía que las piedras des-p rendidas de las paredes, al ser devoradas por el abismo, producían una re p e r-cusión más opaca y llegaban antes al fondo.

Como ya había cuidado de anotar exactamente nuestras maniobras dec u e rda, pude darme exacta cuenta de la profundidad alcanzada y del tiempot r a n s c u r r i d o.

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Habíamos entonces repetido catorce veces la maniobra, la cual cadavez duraba media hora, sin contar catorce cuartos de hora de descanso, osea tres horas y media. Total, diez horas y media. Habíamos partido a la una,y en aquel momento debían de ser las once.

En cuanto a la profundidad a que habíamos llegado, las catorce manio-bras de una cuerda de 200 pies daban 2.800 pies.

En aquel momento se oyó la voz de Ha n s .—¡Alto! —dijo.Yo me detuve de pronto en el momento de ir mis pies a tro p ezar con la

c a b eza de mi tío.— Hemos llegado —dijo éste.—¿Dónde? —pregunté yo deslizándome hasta él.—Al fondo de la chimenea.— ¿ No hay, pues, otra salida?—Sí, una especie de corredor que entre veo y que oblicúa hacia la dere-

cha. Mañana lo ve remos. Ahora, a cenar, y después a dormir.La oscuridad no era aún completa. Se abrió el saco de las prov i s i o n e s ,

cenamos y nos acostamos como pudimos en un lecho de piedras y lava .Y cuando, tendido de espaldas, abrí los ojos, percibí un punto brillante

en la extremidad de aquel tubo que tenía 3.000 pies de longitud, y se transfor-maba en un gigantesco anteojo de larga vista.

Aquel punto luminoso era una estrella sin centelleo alguno, que segúnmis cálculos debía ser la Osa menor.

Después me dormí pro f u n d a m e n t e .

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X V I I I

A las ocho de la mañana, un rayo de luz vino a despertarnos. Las mil face-tas de lava de las paredes lo recogían al paso y lo desmenuzaban como unalluvia de centellas.

Aquella claridad era suficiente para distinguir los objetos circ u n d a n t e s .— ¿ Qué te parece, Axel? —exclamó mi tío re s t regándose las manos—.

¿ Has pasado en toda tu vida una noche más pacífica en nuestra casa de Ko n i g s-trasse? Aquí no hay ruido de carretas, gritos de ve n d e d o res ambulantes nivociferaciones de barq u e ro s .

— Sin duda, en el fondo de este pozo estamos muy tranquilos, peroesta misma calma tiene algo de aterrador.

— Muchacho —exclamó mi tío—, si te asustas ya, ¿qué será más ade-lante? Aún no hemos penetrado una pulgada en las entrañas de la tierra.

— ¿ Qué queréis decir?— Qu i e ro decir que aún no hemos alcanzado más que el suelo de la isla.

Este largo tubo ve rtical, que conduce al cráter del Sneffels, se detiene a pocad i f e rencia del nivel del mar.

—¿Estáis seguro de ello?— Muy seguro. Consulta el barómetro.Ef e c t i vamente, el mercurio que, a medida que nosotros bajábamos fue

subiendo poco a poco en el instrumento, se había detenido a 29 pulgadas.— Ya lo ves —repuso el doctor—, aún no tenemos más que la pre s i ó n

de una atmósfera, y estoy aguardando con ansia el momento de remplazar elb a r ó m e t ro con el manómetro.

El barómetro, en efecto, iba a ser inútil desde el momento en que el pesodel aire excediese a su presión, calculada al nivel del océano.

— Pe ro —dije yo—, ¿no es de temer que sea muy penosa una pre s i ó ns i e m p re en aumento?

— No. Ba j a remos lentamente, y nuestros pulmones se habituarán a re s-pirar una atmósfera más comprimida. Los aeronautas, elevándose sobre lascapas superiores, acaban por carecer de aire, y nosotros tendremos tal vezd e m a s i a d o. Lo pre f i e ro. No perdamos un instante. ¿Dónde está el paqueteque nos ha precedido en el interior de la montaña?

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Me acordé entonces de que la víspera por la tarde lo habíamos buscadoinútilmente. Mi tío interrogó a Hans, el cual, después de haber mirado aten-tamente con sus ojos de cazador, re s p o n d i ó :

—¡ Der huppe!—¡Allá arriba!En efecto, el paquete había quedado enganchado a una pro m i n e n c i a

de roca, a 100 pies encima de nuestra cabeza. Inmediatamente, el ágil islan-dés se encaramó como un gato, y a los pocos minutos el paquete estaba conn o s o t ro s .

—Ahora —dijo mi tío— almorcemos, pero almorcemos fuerte, comoc o r responde a gentes que pueden verse obligadas a correr mucho.

Rodamos la galleta y la carne con unos cuantos tragos de agua mezc l a d acon nebrina.

Después del almuerzo, sacó mi tío del bolsillo un libro de memorias des-tinado a sus observaciones; tomó sucesivamenthe varios instrumentos y apuntólos siguientes datos:

LU N E S, 1º D E JU L I O

Cro n ó m e t ro : 8 h. 17 m. de la mañanaBa r ó m e t ro : 29 p 7 l.Te rm ó m e t ro : 6 . ºD i re c c i ó n : E. S. E.

Esta última observación se aplicaba a la galería oscura y fue indicada porla brújula.

—Ahora, Axel —exclamó el profesor con voz entusiasta—, vamos a hun-dirnos ve rdaderamente en las entrañas del globo. He aquí, pues, el momentop reciso en que empieza nuestro viaje.

Sin decir más, mi tío cogió con una mano el aparato de Ru h m k o rf fque llevaba colgado del cuello; con la otra puso la corriente eléctrica en comu-nicación con la serpentina de la linterna, y una luz bastante viva disipó lastinieblas de la galería.

Hans llevaba el segundo aparato, que funcionó también. Esta inge-niosa aplicación de la electricidad nos permitía ir creando durante muchotiempo un día artificial, aun en medio de los gases más inflamables.

— ¡ En marcha! —ordenó mi tío.Cada cual cogió su fard o. Hans se encargó de empujar hacia delante el

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paquete de cuerdas y vestidos, y entramos en la galería, formando yo lare t a g u a rd i a .

En el momento de abismarme en aquel oscuro corre d o r, levanté la cabez ay, por última vez, en el campo del inmenso tubo percibí aquel cielo deIslandia, que no debía vo l ver a ve r.

La lava, en la última erupción de 1229, se había abierto paso a lo largode aquel túnel. Tapizaba el interior con una especie de barniz espeso y bri-llante en que se reflejaba la luz eléctrica centuplicando su intensidad.

Toda la dificultad del camino consistía en procurar no deslizarse condemasiada rapidez por aquella pendiente que tenía 45º de inclinación. Afor-tunadamente algunas corrosiones y abolladuras servían de peldaños, y noteníamos que hacer más que dejar bajar por su propio peso nuestros equi-pajes sujetándolos con una larga cuerd a .

Pe ro lo que bajo nuestros pies era escalón, en las demás paredes se hacíaestalactita. La lava, porosa en algunos puntos, presentaba flictenas re d o n d e-adas, y cristales de cuarzo opaco, ornados de límpidas gotas de vidrio y sus-pendidas en la bóveda como arañas, parecía que se encendían al pasar noso-t ros. Hubiérase dicho que los genios del abismo iluminaban su palacio pararecibir a los huéspedes de la tierra.

— ¡ Magnífico! —exclamé yo involuntariamente—. ¡Qué espectáculo,tío! ¿No admiráis esos matices de la lava, que pasan del rojo oscuro al des-lumbrador amarillo por degradaciones insensibles? ¿Y estos cristales que senos aparecen como globos luminosos?

— ¡ Te vas convenciendo, Axel! —respondió mi tío—. ¡Esto te pare c eespléndido, muchacho! Ma yo res cosas has de ve r, así lo espero, ¡Andemos!¡ A n d e m o s !

Mejor hubiera dicho re s b a l e m o s, porque no hacíamos más que dejarnoscaer por nuestro propio peso por pendientes inclinadas. Aquello era el f a c i-lis descensus Ave rn i de Vi r g i l i o. La brújula, que yo consultaba con fre c u e n-cia, indicaba la dirección del Sudeste con un rigor imperturbable. Aq u e l l asenda de lava no se torcía a un lado ni a otro. Tenía la inflexibilidad de lalínea re c t a .

Sin embargo, el calor no aumentaba de una manera sensible, lo que con-firmaba la ve rdad de las teorías de Da v y, y más de una vez consulté el ter-m ó m e t ro con asombro. Después de dos horas de marcha, no señalaba aúnmás que 10º, es decir, un aumento de 4º, lo que me autorizaba para pensarque nuestro descenso era más horizontal que ve rtical. En cuanto a conocerexactamente la profundidad alcanzada, nada había más fácil. El profesor medía

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exactamente los ángulos de desviación e inclinación del camino, pero guar-daba para sí el resultado de sus observa c i o n e s .

Por la tarde, a cosa de las ocho, dio la señal de alto. Colgamos las lám-paras de algunas puntas salientes de lava. Estábamos en una especie de cave r n aen que no faltaba el aire. Al contrario. Algunas bocanadas llegaban hasta noso-t ros. ¿Qué las producía? ¿A qué agitación atmosférica se podía atribuir su ori-gen? He aquí una cuestión que no traté de re s o l ver en aquel momento. Elh a m b re y la fatiga me incapacitaban para raciocinar. Un descenso de sietehoras seguidas no se verifica sin un gran despilfarro de fuerzas. Estaba exte-n u a d o. Oí con placer la palabra a l t o. Hans puso algunas prov i s i o n e sencima de un pedazo de lava, y comimos todos con buen apetito. Sin em-bargo, me inquietaba una idea: nuestra re s e rva de agua estaba medio con-sumida. Mi tío contaba con rehacer la aguada en los manantiales subterrá-neos, pero hasta entonces no había aparecido manantial alguno. No pudeabstenerme de llamar su atención sobre el part i c u l a r.

— Te sorprende esta falta de manantiales? —dijo.— ¿ So r p renderme? No, pero me inquieta. No tenemos agua más que

para cinco días.— Tranquilízate, Axel; te respondo de que encontraremos agua, y más

de la que queramos.— ¿ Cu á n d o ?— Cuando hayamos salido de esta costra de lava. ¿Cómo quieres que

de estas paredes broten manantiales?— Pe ro quizás esta costra llegue a grandes profundidades. Me parece que

no hemos avanzado mucho ve rt i c a l m e n t e .— ¿ Por qué supones eso?— Po rque si hubiésemos penetrado mucho en el interior de la cort ez a

t e r re s t re, el calor sería más fuert e .— Según tu sistema —respondió mi tío—, ¿qué indica el termómetro ?— Quince grados apenas, lo que es sólo un aumento de 9º desde nues-

tra part i d a .—Y bien, ¿qué deduces?— He aquí mi conclusión. Según las observaciones más exactas, el aumento

de la temperatura en el interior del globo es de 1º por cada cien pies, si bienc i e rtas condiciones locales pueden modificar esta cifra. Así es que en Ya k o u s t ,en Siberia, se ha notado que aumentaba un grado por cada treinta y nuevepies. Esta diferencia depende evidentemente de la conductibilidad de las ro c a s .Añadiré también que en las inmediaciones de estos cráteres apagados y

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a t r a vesando el gneis, se ha notado que la elevación de la temperatura es sólode un grado por cada ciento veinticinco pies. Adoptemos, pues, esta últimahipótesis, que es la más favorable, y calculemos.

—Calcula cuanto quieras, muchacho.— Nada más fácil —dije yo disponiendo mis cifras en mi libro de memo-

rias—. Nu e ve veces ciento veinticinco pies dan mil ciento veinticinco pies dep ro f u n d i d a d .

— Ex a c t a m e n t e .— Pues bien...— Pues bien según mis observaciones, hemos llegado a diez mil pies bajo

el nivel del mar.—¿Es posible?—Sí, o los números no son número s .Los cálculos del profesor eran exactos. Habíamos ya excedido en seis mil

pies las mayo res profundidades alcanzadas por el hombre, tales como las minasde Kitz Bahl en el Ti rol y las de Wuttsember en Bohemia.

La temperatura que en aquel punto debiera haber sido de 81º era ape-nas de 15, lo que daba mucho que re f l e x i o n a r.

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X I X

Al día siguiente, martes, 30 de junio, a las seis emprendimos de nuevon u e s t ro descenso.

Seguimos la galería de lava, ve rdadera cuesta natural, suave como esosplanos inclinados que remplazan la escalera en algunas casas antiguas. Así an-duvimos hasta las doce y diecisiete minutos, instante preciso en que alcan-zamos a Hans, que acababa de detenerse.

—¡Ah! —exclamó mi tío—. Hemos llegado al fondo de la chimenea.Miré alre d e d o r. Nos hallábamos en el centro de una encrucijada en que

terminaban dos caminos, ambos sombríos y estrechos. ¿Cuál convenía tomar?Difícil era re s o l ve r l o.

Sin embargo, mi tío no quiso ostentar ninguna vacilación delante de míy del guía, y dio la pre f e rencia al túnel del Este, en el cual nos hundimos lost res inmediatamente.

Además, todas las vacilaciones delante de aquel doble camino se habríanp rolongado indefinidamente, porque ningún indicio podía determinar laelección de uno u otro, y era preciso confiarse completamente al azar.

La pendiente de aquella nueva galería era poco sensible, y su secciónmuy desigual. Algunas veces se desarrollaba delante de nuestros pasosuna sucesión de arcos como las segundas naves de una catedral gótica.Allí los artistas de la Edad Media habrían podido estudiar todas lasformas de aquella arquitectura religiosa que tiene por generatriz la ojiva .Una milla más adelante, nuestra cabeza se agachaba bajo las bóvedas delestilo romano, y gruesos pilares embutidos en la pared se doblaban bajoel peso de los arcos. En ciertos puntos, esta disposición era sustituida porbajas construcciones que se asemejaban a las de los castores, y nosotro snos deslizábamos arrastrándonos por estrechas alcantarillas a manera det r i p a s .

El calor se mantenía a un grado tolerable. Pensaba involuntariamente ensu intensidad, cuando las lavas vomitadas por el Sneffels se pre c i p i t a b a npor aquella senda a la sazón tan tranquila. Asaltaban mi imaginación lost o r rentes de fuego rechazados por los ángulos de la galería y la acumulaciónde los va p o res condensados en aquel estrecho medio.

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«¡Con tal —decía para mí— que al viejo volcán no le dé algún capri-cho intempestivo ! »

No comunicaba estas reflexiones a mi tío Lidenbrock, no las hubierac o m p re n d i d o. Su único pensamiento era ir adelante. Andaba, se deslizaba yhasta se precipitaba con una convicción que causaba maravilla.

A las seis de la tarde, después de un paso algo penoso, habíamos ganadodos leguas hacia el Su r, pero ni siquiera un cuarto de milla de pro f u n d i d a d .

Mi tío dio la señal de descanso.Comimos sin hablar mucho y nos dormimos reflexionando menos.Nuestras disposiciones para pasar la noche eran muy sencillas; una manta

de viaje, en que nos envolvíamos, componía toda la cama con todos los acce-sorios. No teníamos que temer ni frío ni visitas inoportunas. Los viajeros quepenetran en medio de los desiertos de África, en el seno de los bosques vírge-nes del Nu e vo Mundo, se ven obligados durante el sueño a poner a uno de ellosde vigilante. Pe ro donde estábamos nosotros, la soledad era absoluta y la se-guridad completa. No eran de temer malhechores, razas de salvajes ni de fieras.

Nos despertamos al día siguiente por la mañana, ágiles y re p u e s t o s .Em p rendimos de nuevo la caminata. Seguíamos, lo mismo que el día ante-r i o r, una senda de lava que atravesaba terrenos de reconocimiento imposible.El túnel, en lugar de hundirse en las entrañas del globo, tendía a hacerse hori-zontal. Hasta creí notar que subía hacia la superficie de la tierra, vo l v i é n-dose tan evidente esta disposición a cosa de las diez de la mañana, y por con-siguiente tan penosa, que tuvimos que moderar el paso.

—¿Y bien, Axel? ·—dijo con impaciencia el pro f e s o r.— ¡ No puedo más! —re s p o n d í .—¡Cómo! Después de tres horas de paseo por un camino tan fácil.— No digo que no sea fácil, pero cansa mucho.—¡Cómo! Cuando no hacemos más que bajar.— ¡ Permitidme que os diga que subimos!— ¡ Subimos¡ —repitió mi tío, encogiéndose de hombro s .— Sin duda. Hace media hora que se han modificado las pendientes, y

como sigamos así algún rato, vo l ve remos a la tierra de Is l a n d i a .El Profesor meneó la cabeza como el que no quiere dejarse conve n c e r.Procuré seguir la conversación. No me respondió y dio la señal de mar-

cha. Su silencio no era más que el mal humor re c o n c e n t r a d o.Con todo, yo había vuelto a cargar con mi fardo va l e rosamente, y seguí

con rapidez a Hans, que precedía a mi tío. Tenía mucho empeño en no ensan-char la distancia que de él me separaba. Mi gran preocupación era no perd e r

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de vista a mis compañeros. Me estremecía a la sola idea de extraviarme en lap rofundidad de aquel laberinto.

Además, si bien el camino ascendente era más penoso, me consolaba,pensando que me conducía a la superficie de la tierra. Era una esperanza.Cada paso lo confirmaba, y me regocijaba con la idea de vo l ver a ver a miencantadora Gr a ü b e n .

Al mediodía tomaron otro aspecto las paredes de la galería. Me lo hizonotar la debilitación de la luz eléctrica reflejada en las paredes. Al re ve s t i m i e n t ode lava lo sucedía la roca viva. La base se componía de capas inclinadas y conf recuencia dispuestas ve rticalmente. Nos hallábamos en plena época de tran-sición, en pleno período silúrico.

—¡Es evidente —dije— que los sedimentos de las aguas han formadoestos esquistos, calizas y asperones! ¡Vo l vemos la espalda a la masa granítica!¡ Nos parecemos a unos hamburgueses que para ir a Lubeck tomasen el caminode Ha n n ove r !

Mejor hubiera hecho re s e rvándome mis observaciones. Pe ro mi tem-peramento de geólogo pre valeció sobre la prudencia, y mi tío oyó mise xc l a m a c i o n e s .

— ¿ Qué tienes? —me pre g u n t ó .—¡Ahí lo tenéis! —le respondí, mostrándole toda aquella sucesión de

piedras areniscas y calizas y los primeros indicios de terrenos pizarro s o s .—¿Y qué?— Hemos llegado al período en que apare c i e ron las primeras plantas y

los primeros animales.—¿Lo cre e s ?— ¡ Pe ro mirad, examinad, observa d !Obligué al profesor a pasear su lámpara por las paredes de la galería. Espe-

raba que pro r rumpiese en alguna exclamación. Pe ro no dijo una palabra yp rosiguió su camino.

— ¿ Me había o no comprendido? ¿No quería, por amor propio de tío ode sabio, convenir conmigo en que se había equivocado, siguiendo el túneldel Este, o estaba empeñado en reconocer aquel paso subterráneo hasta suúltimo extremo? Era evidente que habíamos abandonado el camino de lasl a vas, y que el que seguíamos no podía llevarnos al foco del Sn e f f e l s .

¿ Pe ro no daba, tal vez demasiada importancia a aquella modificaciónde los terrenos? ¿No me engañaba a mí mismo? ¿At r a vesábamos re a l m e n t elas capas de rocas que se sobreponen a las masas graníticas? He aquí lo queyo a mí mismo me pre g u n t a b a .

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« Si estoy en lo justo —añadía—, hallaré algunos detritus de planta pri-m i t i va, y forzoso será rendirse a la evidencia. Bu s q u e m o s . »

No había aún dado cien pasos, cuando se ofre c i e ron a mi vista pru e b a sincontestables. Era lógico que así sucediese, porque en la época silúrica losm a res encerraban más de mil quinientas especies vegetales o animales. Mi spies, avezados al duro suelo de las lavas, pisaron de pronto un polvo formadode plantas y de conchas. En las paredes se veían distintamente huellas de bucosy de licopodios. El profesor Lidenbrock no podía equivocarse; pero, en miconcepto, hacía la vista gorda y pasaba de largo, siguiendo impert u r b a b l e-mente su camino.

Era una terquedad la suya que excedía todos los límites. Yo no podía yacontenerme. Cogí un caparazón bien conservado, que había pertenecido aun animal análogo a la actual corredera, lo mostré a mi tío:

— ¡ Mirad! —le dije.—¿Y qué? —respondió él desdeñosamente—. Es el caparazón de un

c rustáceo, perteneciente al orden ya extinguido de los trilobites. Ni más nim e n o s .

— ¿ Pe ro no deducís nada de su pre s e n c i a ?—Lo que deduces tú. Pe rfectamente. Hemos abandonado la roca de gra-

nito y el camino de las lavas. Es posible que yo me haya equivocado, pero nome convenceré de mi error hasta que haya llegado al extremo de esta gale-r í a .

— Harías bien, tío, en proceder así; y aprobaría vuestra conducta si notuviésemos que temer un peligro cada vez más inminente.

— ¿ Cu á l ?—La falta de agua.— Nos pondremos a media ración, Axe l .

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X X

En efecto, era preciso escatimar mucho el agua. La que teníamos no podíadurar más de tres días. Lo reconocí por la noche a la hora de cenar. Y la ex-p e c t a t i va era muy triste, pues no había esperanza de encontrar manantialalguno en aquellos terrenos de la época de transición.

Durante todo el día siguiente, la galería desplegó delante de nosotros susinterminables arcadas. Andábamos sin decir una palabra. El mutismo de Ha n sse nos había contagiado.

El camino no subía, al menos de una manera sensible, y hasta algunasveces parecía que andábamos cuesta abajo. Pe ro esta tendencia del caminono podía tranquilizar a mi tío, porque era poco pronunciada y además, lan a t u r a l eza de las capas no se modificaba y el período de transición se iba acen-tuando incesantemente.

La luz eléctrica hacía centellear espléndidamente los esquistos, las calizasy los antiguos asperones rojos de las paredes. Hubiérase podido creer que noshallábamos en una zanja, abierta en medio del De vo n s h i re, a que daban sun o m b re los terrenos de esta clase. Muestras de magníficos mármoles tapiza-ban las paredes, presentándose algunos de color de ágata con un matizceniciento, surcados de venas blancas, caprichosamente ramificadas, y otro sde color encarnado o amarillo, con manchas rojizas. Más adelante apare c i e ro njaspes de colores sombríos, que hacían resaltar los más vivos matices de lac a l i z a .

Aquellos mármoles ofrecían, en su mayor parte, huellas de animales pri-m i t i vos. Desde el día anterior, la creación había pro g resado de una maneraevidente. En lugar de trilobites rudimentarios, distinguía restos de uno rden más perfecto, entre otros, peces ganoides y esos sauropterios, en que laperspicacia del paleontólogo ha descubierto las primeras formas del re p t i l .Los mares devónicos estaban habitados por un gran número de animalesde esta especie, y los depositaron en las rocas de nueva formación.

Era evidente que nos encaramábamos por la escala de la vida animal,de que ocupa el hombre el último peldaño. Pe ro no parecía que el doctorL i d e n b rock fijase en esto la atención.

Mi tío esperaba dos cosas: o un pozo ve rtical, que se abriese a sus pies y

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le permitiese seguir bajando, o un obstáculo que le impidiese proseguir aque-lla senda. Pe ro llegó la noche sin que se hubiese realizado su esperanza, enuno o en otro sentido.

El viernes, después de una noche en que empezó a atormentarme la sed,nos hundimos de nuevo en las revueltas de la galería.

Después de diez horas de marcha, noté que en las paredes disminuía con-siderablemente la re b e rveración de nuestras lámparas. El mármol, el esquisto,la caliza y el asperón, cedían su puesto a un re vestimiento sombrío y mate.Llegamos a un punto en que el túnel se hacia más angosto, y yo me apoy écon la mano en su pared izquierd a .

Cuando la aparté estaba enteramente negra. Miré con más atención. Está-bamos en una mina de carbón de piedra.

— ¡ Una mina de carbón! —exc l a m é .— Una mina sin mineros —respondió mi tío.— ¿ Quién sabe?—Lo sé yo —replicó el profesor con cierto desenfado—. Estoy seguro

de que esta galería abierta entre estas capas de carbón de piedra no es obra deh o m b res. Es obra de la naturaleza, pero séalo o no, me importa poco. Ya eshora de cenar. Cenemos.

Hans preparó algunos alimentos. Yo cené muy poco y bebí la escasa can-tidad de agua que me tocaba. La calabaza del guía, llena solamente hasta lamitad, era lo único que quedaba para apagar la sed de tres hombre s .

Después de cenar, mis dos compañeros se echaron envueltos en sus man-tas, y hallaron en el sueño un remedio a sus fatigas. Yo no pude cerrar los ojosen toda la noche.

El sábado, a las seis, proseguíamos nuestra peregrinación subterránea. Alos veinte minutos llegamos a una vasta exc a vación, y yo reconocí entoncesque la mano del hombre no había abierto aquella mina puesto que las bóve-das no estaban apuntaladas, y sólo se sostenían por un milagro de equilibrio.

Aquella especie de caverna no tenía menos de 100 pies de ancho, ni menosde 150 de elevación. El terreno había sido violentamente separado por unaconmoción subterránea. Cediendo a un empuje poderoso, se había dislo-cado, y quedó aquella espaciosa exc a vación en que penetraban por vez pri-mera algunos habitantes de la tierra.

En aquellas sombrías paredes estaba escrita toda la historia del períodoh u l l e ro, cuyas diversas fases podía fácilmente seguir un geólogo. Los lechosde carbón estaban separados por estratificaciones de asperón o de arcilla com-pacta y como aplastados por las capas superiore s .

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En aquella edad del mundo que precedió a la época secundaria, la tie-rra se cubrió de inmensas vegetaciones, debidas a la doble acción de un calort ropical y de una humedad persistente. Una atmósfera de va p o res envolvía elglobo por todas partes, privándole de los rayos del sol.

So s t ú vose por lo mismo que no procedía del sol la elevación de lastemperaturas. A la sazón, el astro del día no estaba tal vez en disposición aúnde desempeñar su brillante papel. Los climas no existían aún, y en la super-ficie entera del globo predominaba un calor tórrido, que era igual en el ecua-dor y en los polos. ¿De dónde procedía? Del interior del planeta.

A pesar de las teorías del profesor Lidenbrock, un fuego violento se hallabalatente en las entrañas del esteroide, haciéndose sentir su acción hasta en lasúltimas capas de la cort eza terre s t re. Las plantas, privadas de los benéficosefluvios del sol, no daban flores ni perfume, pero sus raíces tomaban una vidaf u e rte en los terrenos ardientes de los primeros días.

Había pocos árboles, pero abundaban las plantas herbáceas, inmensoscéspedes, brezos, licopodios, sagitarias, asterofilitas, familias actualmente raras,cuyas especies se contaban entonces por millare s .

A esta exuberante vegetación debe la hulla precisamente su origen. La cor-t eza, aún elástica, del globo, cedió a los movimientos de la masa líquida que lacubría, produciéndose numerosas grietas y hendiduras. Las plantas, arrastradasdebajo de las aguas, formaron poco a poco acumulaciones considerables.

Entonces intervino la acción de la química natural; en el fondo de losm a res, los detritus vegetales se convirt i e ron primero en turba, y después, gra-cias a la influencia de los gases y bajo el fuego de la fermentación, sufriero nuna mineralización completa.

Así se formaron esas inmensas capas de carbón que un consumo exc e-s i vo agotará, sin embargo, en menos de tres siglos, si los pueblos industria-les no moderan su ansia de despilfarro.

Estas reflexiones asaltaban mi mente, mientras consideraba las riquez a shulleras acumuladas en aquel subterráneo desconocido, donde pro b a b l e-mente no serán nunca descubiertas. Su explotación exigiría sacrificios dema-siado considerables. ¿Y qué necesidad hay de ellas, cuando la hulla en muchasc o m a rcas se encuentra aún en la superficie del planeta? Tales como yo las ve í a ,aquellas capas seguirían intactas hasta la última hora del mundo.

Seguíamos caminando, y yo era el único de los expedicionarios que olvi-daba las molestias del camino, distraído con mis consideraciones geológicas.La temperatura seguía siendo lo que era cuando pasábamos entre lavas yesquistos. Pe ro había afectado mi pituitaria un olor muy subido de pro t o-

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c a r b u ro de hidrógeno. Reconocí desde luego en aquella galería la pre s e n c i ade una notable cantidad de ese fluido peligroso a que los mineros de ciert a sc o m a rcas dan el nombre de grisú, y cuya explosión ha causado con muchaf recuencia espantosas catástro f e s .

Estábamos afortunadamente alumbrados por ingeniosos aparatos deRu h m k o rf f. Si hubiésemos explorado imprudentemente la galería, una explo-sión terrible hubiera acabado con nuestro viaje y con los viajero s .

La excursión en la mina duró hasta la noche. Mi tío podía apenasreprimir la impaciencia que le causaba la horizontalidad del camino. Las tinie-blas, profundas a veinte pasos de distancia de nuestras lámparas, impedíana p reciar la longitud de la galería, y yo empezaba ya a creerla interminable,cuando de repente, a las seis, se nos presentó un murallón impenetrable. Nia derecha ni a izquierda, ni arriba ni abajo, había ningún paso. Habíamos lle-gado al fondo de un saco, de un intestino ciego, de un callejón sin salida.

— ¡ Tanto mejor! —exclamó mi tío—. Ahora sé al menos a qué atenerme.No estamos en el camino de Saknussemm, y no nos queda más arbitrioque re t roceder y desandar una buena parte de lo andado. Tomemos una nochede descanso, y antes de tres días llegaremos al punto en que las dos galerías seb i f u rc a n .

—¡Sí —dije yo—, si fuerza tenemos para tanto!—¿Y por qué?— Po rque mañana care c e remos absolutamente de agua.—¿Y care c e remos también de valor? —dijo el profesor mirándome

s e ve r a m e n t e .No me atreví a re s p o n d e r l e .

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X X I

Pa rtimos al día siguiente, muy de madrugada. Teníamos que darnos prisa.Estábamos a cinco jornadas de la encru c i j a d a .

No me detendré en circunstanciar minuciosamente los padecimientosde nuestra marcha. Mi tío los sobrellevó con la cólera de un hombre que nose siente ya más fuerte que ellos; Hans, con la resignación de su tempera-mento flemático, y yo, lo confieso, quejándome y desesperándome, sin encon-trar energía en mi corazón contra mi mala fort u n a .

Como lo había previsto, el agua faltó completamente al concluir el pri-mer día de marcha. Nuestra provisión de líquido se redujo entonces a gine-bra, a ese infernal licor extraído del enebro, que quema la garganta y que nopodía mirar siquiera. La temperatura me pareció sofocante. Me paralizaba elcansancio, y más de una vez estuve próximo a caer sin conocimiento. En t o n-ces hacíamos alto, y mi tío y el islandés me animaban lo mejor que podían.Pe ro yo estaba ya viendo que el primero reaccionaba difícilmente contra lae x t rema fatiga y los tormentos nacidos de la privación de agua.

En fin, el martes, 8 de julio, arrastrándonos a gatas, llegamos medio muer-tos al punto de intersección de las dos galerías. Allí permanecí como un cuerpoi n e rte, tendido sobre la lava. Eran las diez de la mañana.

Hans y mi tío, recostados contra la pared, pro c u r a ron pasar algunos boca-dos de galleta. Prolongados gemidos se escapaban de mis entumecidos labios,hasta que caí en un profundo sopor.

Al cabo de algún tiempo, mi tío se me acercó y me levantó entre susb r a zo s .

— ¡ Po b re muchacho! —murmuró con un ve rd a d e ro acento de piedad.Me afectaron sus palabras, pues no estaba acostumbrado a las ternez a s

del áspero pro f e s o r. Cogí con las mías sus manos estremecidas, y él no hacíamás que mirarme. Sus ojos estaban humedecidos. Le vi entonces coger la cala-baza que llevaba colgada. Con mucho asombro mío la aproximó a mis labios.

— ¡ Bebe! —me dijo.¿ Había oído bien? ¿Se había mi tío vuelto loco? Yo le miraba con una

f i j eza estúpida. No quería compre n d e r l e .Y levantando su calabaza, vació entre mis labios toda el agua que contenía.

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¡ Oh, fruición infinita! Un sorbo de agua humedeció mi boca de fuego, nomás que un sorbo, pero bastó para devo l verme la vida que había ya casi perd i d o.

Di gracias a mi tío juntando las manos.—Sí —dijo él—. ¡Un sorbo de agua! ¡El último! ¿Lo oyes? ¡El último! Lo

g u a rdaba como un tesoro en el fondo de mi calabaza. ¡Veinte veces, cien ve c e she tenido que resistir al imperioso deseo de humedecer con él mis secas fau-ces! Pe ro no, Axel, lo re s e rvaba para ti.

—¡Tío mío! —murmuré, y gruesas lágrimas bro t a ron de mis ojos.—Sí, pobre muchacho, sabía que al llegar a esta encrucijada caerías medio

m u e rto, y he conservado para re a n i m a rte mis últimas gotas de agua.— ¡ Gracias! ¡Gracias! —exc l a m é .Aquel sorbo de agua, aunque muy insuficiente para apagar mi sed devo-

radora, me infundió algún aliento. Se produjo una reacción en los múscu-los de mi garganta hasta entonces contraídos, y se suavizaron un poco mislabios abrasados. Podía hablar.

— Veamos —dije—, no podemos tomar más que un partido, care c e m o sde agua, es forzoso re t ro c e d e r.

Oyéndome hablar así, mi tío procuraba no mirarme; bajaba la cabez a ,sus ojos huían de los míos.

—Es preciso re t roceder —repetí—, y vo l ver a tomar el camino del Sn e f-fels. ¡Que Dios nos dé fuerzas para subir a la cima del cráter!

— ¡ Re t roceder! —exclamó mi tío, contestando tal vez a su propio pen-samiento y no a mis palabras.

—Sí, re t ro c e d e r, y sin pérdida de un instante.Hubo una pausa bastante larga.—Así, pues, Axel —repuso el profesor con un tono extraño—, ¿el sorbo

de agua que te he dado no te ha devuelto el valor y la energía?— ¡ El va l o r !—Te veo abatido como antes, y pronunciando aún palabras de

d e s e s p e r a c i ó n .¿Con qué hombre tenía que luchar? ¿Qué proyectos podía acariciar toda-

vía aquella atrevida mente?—¡Cómo! ¿No queréis ... ?— ¿ Renunciar a esta expedición en el momento de anunciarme todo que

puedo llevarla a cabo? Ja m á s !— ¿ Entonces hay que resignarse a morir?— ¡ No, Axel, no; parte! ¡Yo no quiero tu muerte! Que Hans te acompañe.

¡ Dejadme solo!

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— ¡ Ab a n d o n a ro s !—¡Déjame, te digo! ¡He empezado este viaje y lo he de concluir, o no

vo l veré! ¡Vete, Axel, ve t e !Mi tío hablaba con extraordinario calor. Su voz, instantáneamente afa-

ble, excepcionalmente cariñosa, volvió a ser dura y amenazadora. Consombría energía luchaba contra lo imposible. Yo no quería abandonarle enel fondo de aquel abismo, pero al mismo tiempo el instinto de conserva-ción me mandaba huir de él.

El guía seguía esta escena con su indiferencia de costumbre. Compre n-día, sin embargo, lo que pasaba entre sus dos compañeros. Nu e s t ros ade-manes indicaban demasiado la vía diferente por la cual cada uno de nosotro sp rocuraba arrastrar al otro; pero Hans tomaba, al pare c e r, poco interés en unacuestión en que su existencia se hallaba, sin embargo, comprometida, ypermanecía dispuesto a marchar si se le daba la señal de marcha, y dis-puesto a quedarse a la menor insinuación de su amo.

¡ Qué no hubiera yo dado en aquel instante para hacerme compre n d e rde Hans! Mis palabras, mis gemidos, mi acento, habrían vencido de su frían a t u r a l eza. Le hubiera hecho comprender y palpar los peligros que él, al pare-c e r, no sospechaba. Y los dos juntos habríamos tal vez convencido al obsti-nado pro f e s o r. En caso necesario, le hubiéramos obligado a la fuerza a vo l ve ra las alturas del Sn e f f e l s .

Me acerqué a Hans, le cogí una mano. Él no se movió siquiera. Leindiqué el camino del cráter. Permaneció inmóvil. Mi ro s t ro expresaba todosmis pensamientos. El islandés movió lentamente la cabeza y señaló tranqui-lamente a mi tío.

—Ma s t e r — d i j o.— ¡ El amo! —exclamé—. ¡Insensato! ¡No, él no es el amo de la vida!

¡Es preciso huir! ¡Es preciso arrastrarse! ¿Me oyes? ¿Me compre n d e s ?Tenía a Hans asido del brazo. Quería obligarle a levantarse. Luchaba con

él. Mi tío interv i n o.—Calma, Axel —dijo—. Nada obtendrás de este servidor impasible.

O ye, pues, lo que voy a pro p o n e rt e .Me crucé de brazos, mirando a mi tío frente a fre n t e—La falta de agua —dijo— es el único obstáculo que se opone a la

realización de mis proyectos. En esta galería del Este, formada de lavas, esquis-tos y hullas, no encontraremos una sola molécula líquida. Es posible que sea-mos más afortunados siguiendo el túnel del Oe s t e .

Meneé a cabeza, manifestando mi profunda incre d u l i d a d .

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—Escúchame hasta el fin —repuso el pro f e s o r, esforzando la vo z — .Mientras tú yacías sin movimiento, he ido a reconocer la conformación deesta galería. Se hunde directamente en las entrañas del globo y en pocas horasnos conducirá a la masa granítica. Allí hemos de encontrar manantiales abun-dantes. Así lo quiere la naturaleza de la roca, y el instinto está de acuerdo conla lógica para ayopar mi convicción. He aquí, pues, lo que voy a pro p o n e rt e .Cuando Colón pidió tres días a los tripulantes, para encontrar las nuevas tie-rra, sus tripulantes enfermos, arredrados, accedieron, sin embargo, a sudemanda, y él descubrió el Nu e vo Mu n d o. Yo, el Colón de estas re g i o n e ssubterráneas, no te pido más que un día. Si pasado este día no he encontradoel agua que nos falta, te lo juro, vo l ve remos a la superficie de la tierra.

A pesar de mi irritación, me conmov i e ron las palabras de mi tío y ele s f u e rzo que hacía para usar semejante lenguaje.

— ¡ Pues bien! —exclamé—. Hágase como lo deseáis, y que Dios re c o m-pense vuestra energía sobrehumana. No os quedan más que algunas horaspara tentar la suerte. ¡En marc h a !

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Comenzamos a bajar por la nueva galería. Hans, según costumbre, ibadelante. No habíamos andado cien pasos, cuando el pro f e s o r, paseando sulámpara a la largo de sus paredes, exc l a m ó :

— ¡ He aquí los terrenos primitivos! ¡Estamos en buen camino! ¡Ad e l a n t e !¡ Ad e l a n t e !

Cuando la tierra se enfrió poco a poco en los primeros días del mundo, ladisminución de su volumen produjo en la cort eza dislocaciones, contraccio-nes, roturas y grietas. El pasillo en que acabábamos de introducirnos era unade estas hendiduras por las cuales se derramara en otro tiempo un granito eru p-t i vo. Sus mil recodos formaban en el terreno primitivo un laberinto intrincado.

A medida que bajábamos, aparecía más distinta la sucesión de las capasque formaban el terreno primitivo, considerado por la ciencia geológica comola base de la cort eza mineral. El terreno primitivo se compone de tres capasd i f e rentes, los esquistos, los gneis y los micasquistos, que descansan sobre esainquebrantable roca que se llama granito.

Nunca se han encontrado los mineralogistas en circunstancias tan mara-villosas para estudiar la naturaleza en la naturaleza misma, si así puede decirse.Lo que la sonda, máquina ciega y brutal, no podía desde el interior del globoconducirlo a la superficie, nosotros lo veíamos con nuestros propios ojos, lotocábamos con nuestras propias manos.

Por entre la capa de los esquistos, matizados de un hermoso ve rde, ser-penteaban filones metálicos de cobre y manganeso con algunos vestigios deplatino y oro. Yo pensaba en aquellas riquezas sepultadas en las entrañas delglobo que nunca alcanzará la avara mano del hombre. Han sido enterradasa tales profundidades por los trastornos de los primeros días, que el azadón yel pico no llegaban a arrancarlas nunca de su ignorada tumba.

A los esquistos sucedieron los gneis de la estructura estratiforme, nota-bles por la regularidad y paralelismo de sus hojas, y a los gneis los micasqui-tos dispuestos en grandes láminas, realzadas a la vista por los centelleos de lamica blanca.

La luz de los aparatos, reflejada por las innumerables facetas de la masade roca, cruzaba bajo todos los ángulos sus chorros de fuego, y yo me ima-

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ginaba estar viajando por el interior de un diamante hueco en que los rayo sse rompían y deshacían en lluvia de re s p l a n d o re s .

A cosa de las seis, la fiesta de la luz empezó a desanimarse sensible-mente y, hasta a cesar casi del todo. Las pareces tomaron un aspecto de cris-tal, pero sombrío; la mica se mezcló más íntimamente con el feldespato y elc u a rzo, para formar la roca por excelencia, la piedra más dura de todas, la quesostiene sin romperse los cuatro pisos de terrenos de que consta el globo. No shallábamos encerrados en la cárcel inmensa de granito.

Eran las ocho de la noche. El agua seguía faltando. Yo sufría horrible-mente. Mi tío iba delante. No quería detenerse. Tenía el oído atento para sor-p render los murmullos de algún manantial. ¡Pe ro nada!

Y ya las piernas se negaban a sostenerme. Y resistía a mis torturas para noobligar a mi tío a hacer alto. Un alto para él hubiera sido el último términode la desesperación, porque tocaba el día a su fin, y aquel día era el último deque podía disponer para proseguir su empre s a .

Por fin las fuerzas me abandonaron. Lancé un grito y caí.— ¡ So c o r ro! ¡Me muero !Mi tío re t rocedió. Me miró con los brazos cruzados, y salieron de sus

labios estas palabras sord a s :— ¡ Todo ha concluido!Un gesto de cólera espantoso hirió por última vez mis miradas, y cerré

los ojos.Cuando los volví a abrir, vi a mis dos compañeros inmóviles y envueltos

en sus mantas. ¿Dormían? Lo que es yo no pude conciliar el sueño ni un ins-tante. Sufría demasiado, tanto más, cuanto que estaba persuadido de que parami mal no había re m e d i o. Las últimas palabras de mi tío retumbaban enmi oído: «¡Todo ha concluido!» En efecto, en el estado de debilidad en queme encontraba, ni siquiera podía pensar en vo l ver a la superficie del globo.

Tenía encima legua y media de cort eza terre s t re .Me parecía que aquella masa abrumadora pesaba toda entera sobre mis

h o m b ros. Me sentía aplastado, y acababan de extenuarme los violentos esfuer-zos que hacía para vo l verme de un lado a otro en mi lecho de granito.

Pa s a ron algunas horas. Reinaba en torno nuestro un silencio pro f u n d o ,un silencio de tumba. Ningún rumor atravesaba aquellas paredes, de las cua-les la más delgada medía un grueso de cinco millas.

Sin embargo, en medio de mi sopor, creía oír un ru i d o.El túnel se oscurecía. Miré más atentamente, y me pareció ver al islan-

dés que desaparecía con la lámpara en la mano.

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¿A dónde iba? ¿Nos abandonaba? Mi tío dormía. Quise gritar. Mi vo zno pudo abrirse paso entre mis labios secos. La oscuridad se había hecho pro-funda, y acababan de extinguirse los últimos ru i d o s .

— ¡ Hans nos abandona! —exclamé—. ¡Hans! ¡Ha n s !Estas palabras las gritaba, si así puede decirse, dentro de mí mismo. No

eran audibles. Sin embargo, pasado el primer momento de terro r, me ave r-goncé de las sospechas que había concebido contra un hombre cuya conductanada tenía de sospechosa. Su partida no podía ser una fuga. En lugar de subirpor la galería, bajaba. Un mal pensamiento le hubiera arrastrado hacia arribay no hacia abajo. Este raciocinio me tranquilizó un poco, y entré en otro ord e nde ideas. Sólo un motivo grave podía arrancar de su reposo a Hans, el hom-b re pacífico por excelencia. ¿Iba a la descubierta? ¿Había oído durante la nochesilenciosa algún murmullo que no había llegado hasta mí?

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Durante una hora, cru z a ron por mi cere b ro delirante todas las razo n e sque habían podido hacer obrar al tranquilo cazador. Bullían en mi cabeza lasideas más absurdas. Me volvía loco.

Pe ro, por fin, se produjo un ruido de pasos en las profundidades dela b i s m o. Hans subía. Em p ezaba a deslizarse por las paredes la frágil luz de sulinterna, y Hans apareció después por la abertura del corre d o r.

Se acercó a mi tío, le tocó ligeramente en un hombro y lo despertó sinru i d o. Mi tío se leva n t ó .

— ¿ Qué ocurre? —dijo.—Va t t e n — respondió el cazador.Sin duda, bajo la inspiración de violentos dolores, todos nos hacemos

políglotas. Yo, sin saber una palabra de danés, comprendí instantánea-mente la palabra del guía.

—¡Agua! ¡Agua!—exclamé, palmoteando, gesticulando como un insensato.—¡Agua! —repetía mi tío—. Hvar? —preguntó al islandés.—Ne d a t — respondió Ha n s .—¿Dónde? ¡Abajo! —lo comprendí todo.Cogí las manos del cazador con la mayor excitación, mientras él me

miraba con calma.No fueron largos los pre p a r a t i vos de marcha, y luego nos colamos por

un corredor cuya pendiente era de dos pies por toesa.Una hora después, habíamos andado unas mil toesas y bajado 2.000 pies.En aquel momento oí distintamente un sonido insólito que corría por

los flancos de la pared granítica, una especie de mugido sordo, como un tru e n ol e j a n o. Durante aquella primera hora de marcha, no encontrando el manan-tial anunciado, se re p ro d u j e ron mis angustias; pero entonces mi tío me explicóel origen de los ruidos que se pro d u c í a n .

— Hans no se ha engañado —dijo—, lo que oyes es el ruido de un torre n t e .— ¿ Un torrente? —exc l a m é .— Sin duda alguna. Alrededor de nosotros circula un río subterráneo.Aceleramos el paso, alentados por la esperanza. Yo no sentía ya cansan-

cio alguno. Me re f rescaba el solo ruido del agua murmuradora, ruido que

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aumentaba sensiblemente. El torrente, después de haberse sostenido muchotiempo encima de nuestra cabeza, corría por la pared de la izquierda, mugiendoy saltando. Pasé frecuentemente la mano por la pared, esperando encontraren ella vestigios de rezumo o humedad, pero en va n o.

Transcurrió otra media hora. Se avanzó otra media legua.Entonces vi evidentemente que el cazador durante su desaparición no

había podido llevar más allá sus inve s t i g a c i o n e s .Guiado por un instinto peculiar de los montañeses, de los hidro c o s p o s ,

Hans percibió aquel torrente dentro de la roca, pero sin haber visto el pre-cioso líquido; él no había bebido.

Luego se echó de ver que si continuábamos nuestra marcha, nos aleja-ríamos de la corriente, cuyo murmullo iba disminuye n d o.

Volvimos atrás. Hans se detuvo en el punto preciso que parecía estar másc e rca del torre n t e .

Me senté junto a la pared, en tanto que las aguas corrían a dos pies de dis-tancia con mucha violencia. Pe ro de ellas nos separaba una muralla de granito.

Sin re f l e x i o n a r, sin preguntarme si había algún medio de procurarse aque-lla agua, volví a entregarme momentáneamente a la desesperación.

Hans me miró, y creí ver asomar a sus labios una sonrisa.Se levantó y cogió la lámpara. Le seguí. Se dirigió hacia la pared. Yo no

hacía más que mirarle. Aplicó su oído a la piedra seca, y lo paseó por ellalentamente, escuchando con la mayor atención. Comprendí que buscaba elpunto preciso en que el torrente mugía con más estrépito. Encontró el puntodeseado en la pared lateral izquierda, a tres pies de altura.

¡ Cuán conmovido estaba yo! No me atrevía a adivinar lo que quería hacerel cazador. Pe ro fuerza fue comprenderle y aplaudirle, y le abrumé con miscaricias cuando le vi coger el zapapico para atacar la misma ro c a .

— ¡ Sa l vados! —exc l a m é .—Sí —repetía mi tío con alegría frenética—. Hans, tienes razón. ¡Ah!

¡ Br a vo cazador! ¡Esto a nosotros no se nos hubiera ocurrido!Me parece que no, por sencillo que sea semejante medio. Nada más peli-

g roso que jugar con la armazón del globo. ¡Podía sobre venir un hundimientoque nos aplastase! ¡Podía producirse una inundación y ser invadidos por elt o r rente! No eran quiméricos estos peligros, pero en ocasión tan crítica y tana p remiante, no podían detenernos temores de hundimiento o de inunda-ción, pues para apagar nuestra sed hubiéramos abierto una sangría al mismoo c é a n o.

Hans empezó este trabajo, que mi tío y yo no hubiéramos podido lle-

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var a cabo. Nuestra mano, impelida por nuestra misma impaciencia, hubierap recipitado sus golpes y hecho pedazos la roca. El guía, al contrario, tran-quilo y moderado, desgastó poco a poco la roca con una serie de golpes re p e-tidos, hasta abrir un agujero de unas seis pulgadas de diámetro. Yo oía aumen-tar el ruido del torrente, y me parecía que humedecía ya mis labios el aguab i e n h e c h o r a .

Pronto el hierro penetró hasta la profundidad de dos pies en el granito.El guía estuvo trabajando en esta operación más de una hora. La impacien-cia me devoraba. Mi tío quería recurrir a medios más decisivos, y me costóno poco detenerle. Pe ro al ir a coger el zapapico, se oyó de repente un silbido,y salió impetuosamente de la pared un chorro de agua que se estrelló en lap a red opuesta.

Hans, medio derribado por el choque, no pudo reprimir un grito. Com-p rendí que se lo había arrancado el dolor al sumergir mis manos en el cho-r ro, porque yo también a mi vez lancé una violenta exclamación. Elmanantial estaba hirv i e n d o.

—¡Agua a cien grados de temperatura! —exc l a m é .— Se enfriará —respondió mi tío.El pasillo se llenaba de va p o res, y al mismo tiempo se formaba un arroyo

que iba a perderse en las tortuosidades y senos subterráneos. En aquel arroyobebimos todos.

¡Ah! ¡Qué delirio! ¡Qué incomparable voluptuosidad! ¿Qué era aquellaagua? ¿De dónde venía? Poco nos importaba ave r i g u a r l o. Era agua, y si bienestaba aún tibia, volvía al corazón la vida que se escapaba. Yo la bebí sin re s-pirar y sin paladearla siquiera.

Hasta después de un minuto de goce no exc l a m é :—¡Es agua ferru g i n o s a !—¡Y muy mineralizada! —respondió mi tío—. Es excelente para el estó-

m a g o. Los que van a tomar las aguas a Spa o Toepliz podrían venir aquí sind e s ve n t a j a .

—¡Ah, es cosa rica!— Ya lo cre o. ¡Un agua cogida a dos leguas bajo tierra! Tiene un sabor a

tinta que no es desagradable. ¡Qué riqueza nos ha producido Hans! Pro p o n g o ,agradecido, dar su nombre a este arroyo solitario.

— ¡ Ap robado! —exclamé yo.Y quedó inmediatamente adoptado el nombre de Ha n s - b a c h.No envaneció a Hans distinción tan honorífica. Después de haber bebido

con moderación, se recostó contra la pared con su calma acostumbrada.

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—Ahora —dije yo— convendría no dejar perder esta agua.— ¿ Para qué la queremos? —preguntó mi tío—. Sospecho que el manan-

tial es inagotable.— Aunque lo sea. Llenemos el odre y las calabazas, y después pro c u r a-

remos tapar el agujero.Se siguió mi consejo. Hans, con piedras y estopas trató de obstruir la

a b e rtura practicada en la pared. No era cosa fácil. Se abrasaba las manos sinlograr su intento porque la presión, que era muy considerable, hacía infru c-tuosos todos los esfuerzo s .

— Si hemos de juzgar —dije— por la fuerza del chorro, es evidenteque las capas superiores de este cabal de agua están situadas a una inmensaa l t u r a .

— No es dudoso —replicó mi tío—; si esta columna de agua tiene tre i n t ay dos mil pies de altura, su presión es de mil atmósferas. Pe ro una idea seme ocurre .

— ¿ Cu á l ?— ¿ Por qué nos obstinamos en tapar esta abert u r a ?— Po rq u e . . .No pude hallar ninguna razón—¿Estamos seguros de que cuando hayamos vaciado nuestras calabazas,

las podremos vo l ver a llenar?—Es evidente que no.— Pues entonces dejemos correr esta agua, y al mismo tiempo apagará

nuestra sed en el camino.— ¡ Muy bien pensado! —exclamé yo—. Y teniendo este arroyo por com-

p a ñ e ro, no hay ninguna razón para que no salgamos airosos de nuestro empeño.—¡Ah! ¿Te vas convenciendo, muchacho? —dijo el profesor riendo.— No me voy convenciendo, que estoy conve n c i d o.— ¡ A g u a rdemos un instante! Empecemos por tomar algunas horas de

d e s c a n s o.Yo no me acordaba siquiera de que fuese de noche. El cro n ó m e t ro se

encargó de adve rt í r m e l o. Suficientemente repuestos y bien aplacada la sed,nos dormimos todos pro f u n d a m e n t e .

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Al día siguiente, habíamos olvidado ya nuestros padecimientos pasados.Causábame maravilla mi falta de sed, y me preguntaba qué razón había parano tenerla. Se encargó de contestarme el arroyo que corría a mis pies mur-m u r a n d o.

A l m o rzamos. Bebimos de la excelente agua ferruginosa. Yo me sentíare j u venecido y dispuesto a ir muy lejos. ¿Por qué no había de salirse con lasuya un hombre convencido como mi tío, con un guía industrioso comoHans, y un sobrino d e t e rm i n a d o como yo? ¡He aquí las halagüeñas ideas queb rotaban de mi cere b ro! Si me hubiesen propuesto vo l ver a la cima delSneffels, hubiese rechazado la proposición con ve rdadera ira.

Pe ro felizmente no se trataba más que de descender.— ¡ Pa rtamos! —exclamé, despertando con mis acentos entusiastas los

antiguos ecos del globo.Volvimos a emprender la marcha el jueves a las ocho de la mañana. El

p a s a d i zo de granito, desenvolviéndose en tortuosísimos giros, presentaba re c o-dos inesperados, y remedaba la confusión de un laberinto, pero en definitivasu dirección principal era siempre hacia el Sudeste. Mi tío consultaba ince-santemente y con el mayor cuidado su brújula, para darse cuenta del caminore c o r r i d o.

La galería se hundía casi horizontalmente, no excediendo su pendientede dos pulgadas por toesa. El arroyo corría bajo nuestros pies sin pre c i p i t a-ción y murmurando. Yo le comparaba a algún genio familiar que nosguiara por debajo de tierra, y acariciaba con la mano a la tibia náyade cuyo scantos acompañaron nuestros pasos. Mi buen humor tomaba espontánea-mente un giro mitológico.

En cuanto a mí tío, echaba sapos y culebras contra la horizo n t a l i d a ddel camino, siendo, como era, el h o m b re de ve rt i c a l e s. Su camino se pro l o n-gaba indefinidamente; y en lugar de deslizarse, según su expresión, a lo largodel radio terre s t re iba por la hipotenusa. Pe ro nosotros carecíamos de la facul-tad de escoger, y con tal que ganásemos terreno hacia el centro, por poco quefuese, no teníamos razón para quejarnos.

Además, las pendientes se hacían de vez en cuando más rápidas; la náyade

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se precipitaba entonces mugiendo, y nosotros bajábamos con ella másp ro f u n d a m e n t e .

En resumen, durante aquel día y el siguiente, hicimos mucho caminoh o r i zontal, y re l a t i vamente poco camino ve rt i c a l .

El viernes por la noche, 10 de julio, debíamos, según nuestros cálculos,hallarnos a 30 leguas al Sudeste de Reikjawik y a una profundidad de 2 leguasy media.

Abrióse entonces bajo nuestros pies un espantoso pozo. Mi tío nopudo abstenerse de palmotear y hacer mil aspavientos y extremos de alegríacalculando la rapidez de sus pendientes.

— He aquí un pozo —exclamó— que nos llevará lejos, y por el cual des-c e n d e remos fácilmente, porque las escabrosidades de la roca forman una ve r-dadera escalera.

Hans dispuso las cuerdas para pre venir todo accidente. Em p ezó el des-censo, que no me atre vo a llamar peligroso, porque me había familiarizadocon este género de ejerc i c i o s .

Era el pozo de una grieta angosta abierta en la piedra, del género de lasllamadas fallas. La contracción de la armazón terre s t re, en la época de su enfria-miento, era evidente que la había pro d u c i d o. Si sirvió en otro tiempo para elpaso de las materias eru p t i vas vomitadas por el Sneffels, no podía explicarmecómo estas materias no habían dejado en ella vestigio alguno. Bajamos unaespecie de escalera de caracol que parecía obra de hombre s .

A cada cuarto de hora teníamos que detenernos para descansar y devo l-ver su elasticidad a nuestras articulaciones. Entonces nos sentábamos en algunap a rte saliente de la roca, con las piernas colgando, hablábamos, comíamosy apagábamos la sed en el agua del arroyo, que no nos abandonaba.

No hay necesidad de decir que en aquel precipicio el Hans-bach, conmenoscabo de su volumen, se conve rtía en cascada; pero era más que sufi-ciente para satisfacer nuestras necesidades de agua, y además, con declive smenos pronunciados, no podía dejar de recobrar su curso pacífico. En aquelmomento me re c o rdaba a mi tío con sus impaciencias y sus cóleras, al pasoque en las pendientes suaves veía en él la imagen del cazador islandés con suapacibilidad y serena calma.

El 6 y 7 de julio seguimos las espirales de la quebraja, penetrando dosleguas más adentro en el fondo de la cort eza terre s t re, lo que nos ponía a cincoleguas bajo el nivel del mar. Pe ro el 8, a cosa de mediodía, el pozo tomó, enla dirección del Sudeste, una inclinación mucho menos ve rtical, que sería deunos 45º.

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El camino se hizo entonces de buen andar y de una perfecta monotonía.Difícil era que sucediese otra cosa. La peregrinación no podía tener el ali-ciente de la variedad por los incidentes del paisaje.

Por último, el miércoles 15, nos hallábamos a 7 leguas bajo la tierra, y aunas 50 leguas del Sneffels. Aunque algo fatigados, nos sentíamos en buenestado de salud, y el botiquín de viaje permanecía intacto.

Mi tío anotaba hora por hora las indicaciones de la brújula, del cro n ó-m e t ro, del manómetro, que son las mismas que ha publicado en la narracióncientífica de su viaje. Podía, pues, darse fácilmente cuenta de su situación.

Cuando me manifestó que nos hallábamos a una distancia horizontal decincuenta leguas, no pude contener una exc l a m a c i ó n .

— ¿ Qué tienes? —preguntó mi tío.— Nada, pero hago una re f l e x i ó n .— ¿ Qué reflexión, muchacho?— Que si son exactos vuestros cálculos, no estamos debajo de Is l a n d i a .— ¿ Cre e s ?—Es muy fácil asegurarnos de ello.Tomé con el compás mis medidas en el mapa.— No me engañaba —dije—. Hemos dejado atrás el cabo Po rtland, y

estas cincuenta leguas al Sudeste nos colocan debajo del mar.— Debajo del mar —repitió mi tío re s t regándose las manos muy satisfecho.—Así, pues —exclamé—, el océano pasa por encima de nuestra cabez a .— ¡ Bah! No hay nada más natural, Axel. ¿Acaso en Newcastle no hay

minas de carbón que penetran por debajo de las olas?Esta situación podía parecer muy sencilla al pro f e s o r, pero a mí la idea

de que me estaba paseando por debajo de la inmensidad de las aguas, nodejaba de preocuparme. Y, sin embargo, con tal que la armazón graníticafuese sólida, lo mismo daba en definitiva tener encima de nosotros las lla-nuras y montañas de Islandia que las olas del océano. Por lo demás, me habi-tué pronto a esta idea; porque el pasadizo, tan pronto recto como tort u o s o ,no menos caprichoso en sus pendientes que en sus revueltas, pero siempredirigiéndose al Sudeste, y siempre hundiéndose más y más, nos condujo rápi-damente a grandes pro f u n d i d a d e s .

Cu a t ro días después, el sábado 18 de julio, por la noche, llegamos auna especie de gruta bastante espaciosa. Mi tío entregó a Hans sus tres rix-dales de la semana, y se decidió a descansar el siguiente día.

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X X V

Así pues, el domingo por la mañana me desperté sin la pre o c u p a c i ó nhabitual de una partida inmediata, lo que no deja de ser agradable aun hallán-dose en lo más profundo de los abismos. Además, nos habíamos ya acos-tumbrado a vivir como trogloditas. Yo no me acordaba ya del sol, ni de lase s t rellas, ni de la luna, ni de los árboles, ni de las casas, ni de las po-blaciones, ni de todas las demás superfluidades terre s t res de que se han for-mado una necesidad los seres humanos. En nuestra condición de fósilesnos daban asco estas inútiles maravillas.

La gruta era un espacioso salón. So b re su pavimento granítico corría elfiel arroyo. A tanta distancia de su origen, su agua no tenía ya más que la tem-peratura ambiente y se dejaba beber sin dificultad.

Después del almuerzo, quiso el doctor dedicar algunas horas a ord e n a rsus anotaciones ord i n a r i a s .

— En primer lugar —dijo él—, voy a hacer mis cálculos con el fin dedeterminar exactamente nuestra situación, pues quiero, a nuestro re g re s o ,hallarme en aptitud de trazar un mapa de nuestro itinerario, una especie desección ve rtical del globo, que dará el perfil de la expedición.

— Será cosa curiosa, tío, ¿pero tendrán vuestras observaciones un gradosuficiente de pre c i s i ó n ?

—Sí, he anotado con cuidado los ángulos y las pendientes. Se g u ro estoyde no engañarme. Veamos lo primero de todo dónde estamos. Toma labrújula y observa la dirección que indica.

Miré el instrumento, y después de un atento examen, re s p o n d í :—Este, cuarto al Su d e s t e .—¡Estupendo! —dijo el pro f e s o r, apuntando la observación y haciendo

rápidamente algunos cálculos—. De aquí deduzco que nos separanochenta y cinco leguas del punto de part i d a .

— ¿ Viajamos, pues, bajo el At l á n t i c o ?— Pe rf e c t a m e n t e .—¿Dónde en este momento se desencadena tal vez una tempestad, y las

olas y el huracán sacuden buques sobre nuestra cabez a ?—Es posible.

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—¿Y vienen tal vez las ballenas a azotar con su formidable cola los muro sde nuestra cárc e l ?

— Tranquilízate, Axel, no los derribarán. Pe ro vo l vamos a nuestros cálculos.Estamos a ochenta y cinco leguas al Sudeste de la base de Sneffels y, según misp recedentes notas, calculo que es de dieciséis leguas la profundidad alcanzada.

— ¡ Dieciséis leguas! —exc l a m é .— Sin duda.— Pe ro dieciséis leguas son el límite extremo que la que la ciencia señala

al grueso de la cort eza terre s t re .— No digo que no.—Y aquí, según la ley del aumento de la temperatura, debería existir un

calor de lo menos mil quinientos grados.—De b e r í a, muchacho.—Y todo este granito no podría conservar su estado sólido y se hallaría

en plena fusión.— Ya ves que no es así, y que los hechos, como tienen por costumbre ,

echan abajo las teorías.— Tengo que convenir en ello, pero estoy asombrado.— ¿ Qué indica el termómetro ?— Veintiséis grados seis décimas.— Pues no faltan más que mil cuatrocientos setenta y dos grados y cua-

t ro décimas de grado para que los sabios tengan razón. El aumento pro p o r-cional de la temperatura es ya para nosotros un error manifiesto. No se enga-ñaba, pues, Hu m p h ry Da v y. Hice, por consiguiente, muy bien en hacerlec a s o. ¿Qué tienes que re s p o n d e r ?

— Na d a .La ve rdad es que habría tenido mucho que decir. Yo no admitía en manera

alguna la teoría de Da v y, y seguía cre yendo en el calor central, no obstanteno experimentar sus efectos. Prefería admitir que aquella chimenea de un vo l-cán apagado, cubierto de lavas refractarias, no permitía a la temperatura pro-pagarse por sus pare d e s .

Pe ro sin detenerme a buscar argumentos nuevos me limité a tomar lasituación tal como era.

—Tío —respondí—, tengo por exactos todos vuestros cálculos, peropermitidme sacar de ellos una consecuencia riguro s a .

— Despáchate a tu gusto, muchacho.— ¿ En el punto en que nos hallamos, bajo la latitud de Islandia, el

radio terre s t re es de mil quinientas ochenta y tres leguas aprox i m a d a m e n t e ?

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— Mil quinientas ochenta y tres leguas y un tercio de legua.— Pongamos en cifras redondas mil seiscientas leguas, de las cuales hemos

andado dieciséis. ¿No es ve rd a d ?— Ve rdad es.—¿Y las hemos andado a costa de una diagonal de ochenta y cinco leguas?— Pe rf e c t a m e n t e .— ¿ En veinte días aprox i m a d a m e n t e ?— En veinte días.—Y como dieciséis leguas constituyen la centésima parte del radio terre s-

t re, emplearemos en descender, al paso que llevamos, dos mil días, que re d u-cidos a años, son cerca de cinco años y medio.

El profesor dio la callada por re s p u e s t a .— Sin contar con que si una ve rtical de dieciséis leguas obliga a una hori-

zontal de ochenta, resulta una pro p o rción de ocho mil leguas al Sudeste, yantes de alcanzar el centro hará ya mucho tiempo que habremos salido porun punto de la periferia.

— ¡ Vete al diablo con tus cálculos! —replicó mi tío con un mov i m i e n t ode cólera—. ¡Al infierno tus teorías! ¿So b re qué descansan? ¿Quién te ha dichoque este pasadizo no nos lleve directamente a nuestro objetivo? Yo tengo ami favor un precedente. Lo que hago, otro lo ha hecho, y si él se ha salidocon la suya yo me saldré con la mía.

—Lo espero; pero, en fin, debe serme permitido. . .— Permitido callarte, Axel, cuando quieres desbarrar como lo haces.Vi que el terrible profesor iba a re a p a recer bajo la piel del tío, y me puse

en guard i a .—Ahora —repuso— consulta el manómetro. ¿Qué indica?— Una presión considerable.— Bu e n o. Ya ves que descendiendo poco a poco, y habituándonos gra-

dualmente a la densidad de esta atmósfera, no nos desazona en lo más mínimo.— Exceptuando algunos dolores de oído.— Que no valen nada. Harás desaparecer esa incomodidad poniendo en

comunicación rápida el aire exterior con el contenido en tus pulmones.— Pe rfectamente —respondí yo, decidido a no llevar la contraria—. Ha s t a

se experimenta cierto placer hallándose sumergido en esta atmósfera más densa.¿ Habéis notado con que intensidad se propagan en ella los sonidos?

— Sin duda. Un sordo acabaría por oír aquí a las mil maravillas.— Pe ro ¿esta densidad aumentará sin duda alguna?—Sí, siguiendo una ley no muy bien determinada. Es ve rdad que la inten-

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sidad de la gravedad o pesadez disminuirá a medida que bajemos. Ya sabesque su acción se hace sentir con más fuerza en la superficie misma de laTierra, y que en el centro del globo los objetos no tienen peso.

—Lo sé; pero decidme, ¿este aire no adquirirá al cabo la densidad dela g u a ?

— Sin duda, bajo una presión de setecientas diez atmósferas.—¡Y más abajo?—Más abajo será mayor aún.—¿Cómo bajaremos, pues?— Nos meteremos guijarros en los bolsillos.— Tenéis, tío, contestación para todo.No me atreví a adelantar más en el campo de las hipótesis, porque hubiera

t ro p ezado con alguna otra imposibilidad que hubiera hecho dar un re s p i n g oal pro f e s o r.

Era evidente, sin embargo, que el aire, bajo una presión que podía ser dem i l l a res de atmósferas, acabaría por alcanzar el estado sólido, y entonces,admitiendo que nuestros cuerpos hubiesen resistido, fuerza sería detenerse,a pesar de todos los razonamientos del mundo.

Pe ro no hice valer este argumento. Mi tío me hubiera contestado con sueterno Saknussemm, precedente sin va l o r, porque, dando por perf e c t a m e n t ea veriguado el viaje del sabio islandés, podía haber re p l i c a d o :

« En el siglo X V I no se habían inventado el barómetro ni el manómetro ,y ¿cómo pudo, de consiguiente, determinar Saknussemm su viaje al centrodel globo?»

Pe ro guardé esta objeción para mí, y esperé los acontecimientos.El resto del día se pasó en conversación y cálculos. Fui siempre de la opi-

nión del profesor Lidenbrock, respondiendo a todo amén, y envidié la per-fecta indiferencia de Hans, el cual, sin tanto buscar los efectos y las causas,iba a ciegas a donde le llevaba el destino.

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Fu e rza es confesarlo, las cosas iban hasta entonces a pedir de boca, y sime hubiese quejado, hubiera sido de vicio. Si no aumentaba el t é rmino mediode las dificultades, no podíamos dejar de lograr nuestro objetivo. ¡Y enton-ces qué gloria! Me iba ya acostumbrando a razonar como Lidenbrock. ¿De p e n-dería esto del medio especial en que vivía? Es posible.

Durante algunos días, pendientes más rápidas, algunas de ellas espan-tosamente ve rticales, nos internaron profundamente en la masa de granito.Algunos días ganábamos legua y media y hasta dos leguas hacia el centro.Había descensos peligrosos, en que la destreza de Hans y su maravillosas a n g re fría nos fueron muy útiles. El impasible islandés se sacrificaba con unai n d i f e rencia incomprensible, y gracias a él salvamos más de un mal paso,del cual no hubiéramos salido nosotros dos.

Su mutismo aumentaba cada día, hasta creo que él nos lo contagiaba.Los objetos exteriores ejercen una acción real sobre el cere b ro. El que se encie-rra entre cuatro paredes acaba por perder la facultad de asociar las ideas y laspalabras. ¡Cuántos prisioneros célebres se han vuelto imbéciles, ya que nolocos, por la falta de ejercicio de las facultades mentales!

Durante las dos semanas que sucedieron a nuestra última conve r s a-ción, no se produjo ningún incidente que fuese digno de contar. No encuen-t ro en mi memoria más que un solo acontecimiento de una grave d a dsuma, del cual difícil me sería olvidar el pormenor más insignificante.

El 7 de agosto, nuestros sucesivos descensos nos habían llevado a unap rofundidad de 30 leguas, es decir, que teníamos sobre nuestra cabeza 30leguas de rocas, de océano, de continentes y de ciudades. Debíamos de hallar-nos a la sazón a 200 leguas de Is l a n d i a .

Aquel día, seguía el túnel un plano poco inclinado. Yo iba delante, llevando uno de los aparatos de Ru h m k o rff con que exa-

minaba las capas de granito. Mi tío llevaba el otro.De repente, volviéndome, noté que estaba solo.« Bueno, dije para mí, he andado demasiado de prisa, o tal vez Hans y mi

tío se han detenido en el camino. Voy, pues, a su encuentro. Afort u n a d a-mente, la senda no sube de una manera sensible.»

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Re t rocedí. Anduve durante un cuarto de hora. Miré y no vi a nadie; llamé,y nadie me respondió. Mi voz se perdió en medio de los cavernosos ecos qued e s p e rté con fre c u e n c i a .

Empecé a inquietarme. Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.« Un poco de calma —dije en voz alta—. Se g u ro estoy de encontrar a mis

c o m p a ñ e ros. No hay dos caminos, y puesto que yo iba delante, debo vo l ve ra t r á s . »

Subí por espacio de media hora. Escuché con atención por si alguien mellamaba, en cuyo caso en aquella atmósfera tan densa, debía oírlo de muylejos. Un silencio extraordinario reinaba en la inmensa galería.

Me detuve. No podía creer en mi aislamiento. Quería estar extraviadoy no perd i d o. Los extraviados se encuentran.

« Vamos —repetía—, puesto que no hay más que un camino y ellos losiguen, por fuerza he de dar con ellos. Bastará que suba. A no ser que ellos,no viéndome, y olvidando que les llevaba la delantera, hayan tenido la ocu-r rencia de vo l ver atrás. ¿Y qué? En tal caso, apresurando el paso, los encon-traré. Es evidente.»

Repetía estas últimas palabras sin estar del todo conve n c i d o. Ad e m á s ,para asociar tan sencillas ideas y reunirlas en forma razonada, tardé bastantet i e m p o.

Entonces me sobrecogió una duda. ¿Iba yo muy adelante? Ciert a m e n t e .Hans que seguía, precediendo a mi tío, y hasta re c u e rdo que se detuvo unpoco para acomodar bien su equipaje a sus hombros. Esta circunstancia asaltómi mente. En aquel momento debí de proseguir mi camino.

« Además —pensaba yo— un medio tengo para no extraviarme, un hilopara guiarme en este laberinto, y es mi fiel arroyo. Este es un hilo que no serompe. No tengo que hacer más que remontar su curso, y encontraré nece-sariamente las huellas de mis compañero s . »

Este razonamiento me reanimó, y resolví ponerme en marcha sin pér-dida de tiempo.

¡Cómo bendije yo entonces la previsión de mi tío, que se opuso a queel cazador tapase el agujero abierto en la pared de granito! Aquel manantialb i e n h e c h o r, después de haber apagado nuestra sed durante el camino, iba aguiarme entre las tortuosidades de la cort eza terre s t re .

Antes de emprender mi marcha ascendente, creí que una ablución podríac o n venirme, y me bajé para sumergir mi frente en el agua del Ha n s - b a c h .

¡Júzguese cuál sería mi estupor!¡Escarbé un granito seco y áspero! ¡El arroyo no corría a mis pies!

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No puedo pintar mi desesperación. Ninguna palabra de la lengua humanae x p resaría mis sentimientos. ¡Estaba enterrado vivo, con la perspectiva de mo-rir entre los tormentos del hambre y de la sed!

Maquinalmente pasé por el suelo mis manos abrasadas. ¡Cuán seca mep a reció aquella ro c a !

Pe ro, ¿cómo había abandonado el curso del arroyo? Po rque la ve rdad esque el arroyo no estaba allí. Comprendí entonces la razón de aquel extrañosilencio cuando escuché por última vez esperando llegase a mis oídos algúngrito de mis compañeros. Así es, que en el momento de entrar impru d e n t e-mente en aquel camino equivocado no noté la falta del arroyo. Es evidenteque en aquella ocasión se abrió delante de mí una bifurcación de la galería,en tanto que el Hans-bach, obedeciendo a los caprichos de otra pendiente,se iba con mis compañeros a profundidades desconocidas.

¡Cómo vo l ver! ¡No había ninguna huella, ni la dejaba tampoco mi pie enaquel granito! Me devanaba los sesos buscando la solución de aquel insolu-ble problema. Mi situación se resumía en una palabra: ¡Pe rd i d o !

¡Sí, perdido a una profundidad que me parecía inconmensurable! Aq u e-llas treinta leguas de cort eza terre s t re pesaban sobre mis hombros con unespantoso peso. Me sentía aplastado.

Me esforcé en ocuparme de las cosas de la tierra.Lo conseguí difícilmente. Hamburgo, la casa de Konigstrasse, mi

p o b re Graüben, todo aquel mundo bajo el cual me extraviaba, pasó rápida-mente por delante de mi memoria despavorida. Volví a ver vivamente alu-cinado los incidentes del viaje, la travesía, Islandia, el señor Fridrikson, el Sn e f-fels. Me dije que, si en mi posición, conservaba una sombra de esperanza, esasombra sería un síntoma de locura y que valía más desesperar.

En efecto, ¿qué poder humano podía vo l verme a la superficie del globo y des-c oyuntar las bóvedas enormes que se conservaban encima de mi cabeza? ¿Qu i é npodía reconducirme al buen camino para reunirme con mis compañero s ?

— ¡ Oh, tío! —exclamé con el acento de la desesperación.Fue la única palabra de re c o n vención que asomó a mis labios, porq u e

c o m p rendí que él también estaría sufriendo buscándome a su vez .

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Cuando me vi lejos de todo auxilio humano, incapaz de intentarmedio alguno de salvación, pensé en la ayuda del cielo. Los re c u e rdos de miinfancia, los de mi madre, a la cual no conocí sino en el tiempo de losbesos, se agolparon en mi memoria. Recurrí a la oración, por pocos quefuesen mis derechos a ser oído, del Dios al cual me dirigía tan tarde y oré conf e rvo r.

Aquella invocación, aunque tardía, a la Providencia, me tranquilizó unpoco, y pude concentrar sobre mi situación todas las fuerzas de mi inteli-gencia.

Tenía víve res para tres días, y mi calabaza estaba llena. Sin embargo, nopodía estar más tiempo solo. Pe ro ¿era preciso subir o bajar?

¡ Su b i r, evidentemente, siempre subir!Había de llegar subiendo, al punto en que había abandonado el arroyo ,

a la funesta bifurcación. Allí teniendo el arroyo bajo mis pies, podría vo l ve ra la cima del Sn e f f e l s .

¿Cómo no se me había ocurrido antes? Había evidentemente una pro-babilidad de salvación. Lo que más importaba era, pues, hallar el curso delHa n s - b a c h .

Me levanté, y, apoyándome en mi bastón, subí por la galería.La pendiente era muy considerable. Andaba con esperanza y desemba-

r a zo, puesto que no tenía más camino que seguir.Durante una hora, ningún obstáculo detuvo mis pasos. Traté de re c o-

nocer mi camino por la forma del túnel, por el vuelo de ciertas rocas, por ladisposición de las revueltas. Pe ro ninguna señal particular me llamó la aten-ción, y no tardé en reconocer que aquella galería no podía conducirme a lab i f u rcación. Era un callejón sin salida. Tropecé contra un muro impenetra-ble, y caí sobre la ro c a .

No puedo expresar el horro r, la desesperación que se apoderó de mí.Quedé anonadado. Mi última esperanza acababa de estrellarse contra aquelm u ro de granito.

Pe rdido en un laberinto cuyas tortuosidades y senos se cruzaban en todossentidos, hubiera sido inútil intentar una evasión que era imposible.¡ Fu e rza era sufrir la más espantosa muerte! Y ¡cosa extraña!, me vino al pen-samiento que si se encontraba un día mi cuerpo en estado fósil, su encuen-t ro a treinta leguas dentro de las entrañas de la tierra, suscitaría graves cues-tiones científicas.

Quise hablar en voz alta, pero sólo pasaron entre mis labios secos,acentos roncos. Ja d e a b a .

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En medio de mis angustias, se apoderó de mí un nuevo terro r. Al caer,se había estropeado mi lámpara, y no había posibilidad de componerla. Laluz palidecía e iba a faltarme.

Veía cómo la corriente luminosa se amortiguaba en la serpentina del apa-r a t o. Una procesión de sombras movedizas pasaba por las tétricas pare d e s .No me atreví a bajar los párpados para no perder el menor átomo de aque-lla claridad fugitiva. A cada instante me parecía que iba a desvanecerse yque lo n e g ro me inva d í a .

Tembló, en fin, en la lámpara un último re s p l a n d o r. Lo seguí, lo aspirécon la mirada, concentré en él todo el poder de mis ojos, como en la últimasensación de luz que me era dado experimentar, y quedé abismado en lasinmensas tinieblas.

¡ Qué terrible grito salió de mi pecho! Arriba, en medio de las noches másp rofundas, la luz no abandona jamás enteramente sus derechos. Es difusa, essutil, pero por poco que de ella quede, la retina acaba al fin por perc i b i r l a .Allí nada. La sombra absoluta hacía de mí un ciego en toda la extensión dela palabra.

Entonces perdí la cabeza. Me levanté, con los brazos extendidos haciaadelante, buscando a tientas sin saber lo que buscaba. Di en huir, pre c i p i-tando mis pasos al azar en aquel inextricable laberinto, siempre bajando,corriendo por la cort eza terre s t re, como un habitante de los abismos, lla-mando, gritando, aullando, magullado muy pronto por la aspereza de lasrocas, cayendo y levantándome ensangrentado, procurando beber la sangreque me inundaba la cara y esperando siempre que un murallón impre v i s t op resentase a mi cabeza un obstáculo para hacerse en él pedazo s .

¿A dónde me condujo aquella carrera insensata? Lo ignoré eternamente.Después de algunas horas, agotadas sin duda mis fuerzas, caí como un cuerpoi n e rte a lo largo de la pared, y perdí todo sentido de la existencia.

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Cuando volví a la vida mi cara estaba mojada, pero mojada de lágri-mas. No puedo decir cuánto duró mi estado de insensibilidad. No tenía medioalguno de darme cuenta del tiempo. ¡No hubo nunca soledad como la mía,ni un abandono tan completo!

Después de caer había perdido mucha sangre. Me sentía inundado deella. ¡Cuánto lamenté no haber muerto, teniendo que morirme! No queríaya pensar. Desechaba todas las ideas, y vencido por el dolor, rodé hastac e rca de la pared opuesta.

Sentí que iba a caer otra vez desvanecido, y ya me parecía que había lle-gado mi último instante, cuando un ruido violento hirió mis oídos. Era unruido semejante al retumbo de un trueno, y oí perderse poco a poco las ondassonoras en las lejanas profundidades del abismo.

¿ De dónde provenía aquel estruendo? Sin duda de algún fenómeno quese realizaba en el seno de la tierra. Sin duda de la explosión de un gas, o dela caída de alguno de los sustentáculos del globo.

Escuché. Quise averiguar si se repetía el estrépito. Transcurrió un cuart ode hora. Reinaba en la galería un fúnebre silencio. No percibía ni los latidosde mi corazón.

De repente mi oído, aplicado por casualidad a la pared, creyó sorpre n-der palabras vagas, ininteligibles, lejanas. Me estre m e c í .

«Es —dije para mí— una ilusión acústica.»Pe ro, no. Escuchando con más atención, oí realmente un rumor de vo c e s .

Pe ro mi debilidad no me permitía comprender lo que se decía. Sin embargo,hablaban. No me cabía la menor duda.

Llegué a temer un instante que aquellas palabras fuesen las mismas pala-bras mías que me devolvía un eco. ¿Habría yo gritado sin saberlo? Cerrécon fuerza los labios, y apliqué de nuevo el oído a la pare d .

«¡Sí, cierto, hablan, hablan!»Trasladándome a algunos pies más lejos a lo largo de la pared, oí distin-

tamente. Llegué a percibir palabras inciertas, extrañas, incomprensibles. Lle-gaban a mí como si se hubiesen pronunciado en voz baja, murmuradas, si asípuede decirse. El vocablo f ö rl o ra d se repetía varias veces con acento de dolor.

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¿ Qué significaba? ¿Quién lo pronunciaba? Mí tío o Hans, era evidente.Pe ro puesto que yo los oía, ellos podían oírme.

— ¡ Auxilio! —grité con toda la fuerza de mis pulmones—. ¡Au x i l i o !Escuché, espié en la sombra una respuesta, un grito, un suspiro. Nada se

dejó oír. Pa s a ron algunos minutos. Todo un mundo de ideas había nacidoen mi mente. Pensé que mi voz debilitada no podía llegar a mis compañero s .

« Po rque ellos son —repetía—. ¿Cuáles otros se habrían sepultado a tre i n t aleguas bajo tierra?»

Volví a escuchar. Paseando mi oído por la pared, hallé un punto mate-mático en que parecía que las voces alcanzaban su máximo de intensidad. Lapalabra f ö rl o ra d llegó de nuevo a mis oídos, y después otro retumbo de tru e n ocomo el que me había sacado de mi estupor.

« ¡ No —me dije—, esas voces no se oyen atravesando la piedra! La pare des de granito y no se dejaría penetrar por la detonación más violenta. Eseruido llega por la misma galería. Preciso es que haya aquí un efecto part i c u-lar de acústica.»

Escuché de nuevo, y esta vez, ¡sí! ¡Esta vez oí mi nombre distintamentelanzado al espacio!

¡ Era mi tío quien lo pronunciaba! Hablaba con el guía, y la palabra f ö r-l o ra d era una palabra danesa.

Todo lo comprendí entonces. Para hacerme oír era preciso hablar a lolargo de aquella pared que había de conducir mi voz como el alambre con-duce la electricidad.

Pe ro no podía perder un instante. Con que mis compañeros se separa-sen algunos pasos de donde se hallaban, el fenómeno de acústica quedaríad e s t ru i d o. Me acerqué, pues, a la pared y pronuncié las siguientes palabrastan distintamente como me fue posible:

—¡Tío Lidenbro c k !Escuché con la mayor ansiedad. El sonido no se propagaba con una gran

r a p i d ez. La densidad de las capas de aire aumenta su intensidad, pero no suvelocidad. Algunos segundos pasaron, que me pare c i e ron siglos, y, al fin, lle-g a ron a mis oídos estas palabras:

— ¡ A xel! ¡Axel! ¿Eres tú?—¡Sí, sí! —re s p o n d í .— Hijo mío, ¿dónde estás?— ¡ Pe rdido en la más profunda oscuridad!— ¿ Pues y la lámpara?— Ap a g a d a .

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—¿Y el arroyo ?— De s a p a re c i d o.— ¡ A xel, mi pobre Axél, va l o r !— ¡ A g u a rdad un poco! ¡Estoy casi exánime! ¡No tengo fuerza para re s-

ponder! ¡Pe ro habladme!— ¡ Valor! —repitió mí tío—. No hables, no hagas más que escucharme.

Te hemos buscado subiendo y bajando la galería. Imposible encontrarte. ¡Ah!¡ Cuánto te he llorado, hijo mío! En fin, suponiéndote siempre en el caminodel Hans-bach, hemos vuelto a bajar disparando tiros. ¡Ahora, si bien por unefecto de acústica nuestras voces pueden reunirse, nuestras manos no puedentocarse! ¡Pe ro no te desesperes, Axel! ¡Pudiéndonos oír, mucho tenemosa d e l a n t a d o !

Yo, entretanto, había re f l e x i o n a d o. So n reía mi corazón a una espe-ranza, aunque débil y vaga. Había por de pronto una circunstancia que mei m p o rtaba conocer Ac e rqué mis labios a la pared, y dije:

— ¡ T í o !— ¡ Hijo mío! —oí al cabo de algunos instantes.—Es preciso, ante todo, conocer la distancia que nos separa.—Fácil es ave r i g u a r l a .— ¿ Tenéis a mano el cro n ó m e t ro ?— S í .— Pues bien, pronunciad mi nombre, anotando exactamente el segundo

en que habléis. Yo lo repetiré apenas llegue a mi oído, y vos observaréis igual-mente el momento preciso en que llegue al vuestro mi re s p u e s t a .

— Bien, y la mitad del tiempo comprendido entre mi pregunta y turespuesta indicará el que mi voz necesita para llegar hasta ti.

—Eso es, tío.—¿Estás ya?— S í .— Pues bien, atención, voy a pronunciar tu nombre .Apliqué el oído a la pared y apenas oí la palabra, Axel, respondí inme-

diatamente «Axel», y esperé.— Cu a renta segundos —dijo entonces mi tío—. Han transcurrido cua-

renta segundos entre las dos palabras, y por consiguiente, el sonido ha nece-sitado veinte segundos para transmitirse de ti a mí. A mil ciento veinte piespor segundo, tenemos veinte mil cuatrocientos o sea legua y media y medioc u a rto de legua.

—¡Legua y media! —murmuré.

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—¡Legua y media se salva, Axe l !— ¿ Pe ro he de subir o bajar?— Bajar y verás por qué. Hemos llegado a una espaciosa gruta en que ter-

minan numerosas galerías. A esta gruta te ha de conducir sucesivamente lagalería que tú has seguido, pues parece que todas estas quebrajas y fracturasdel globo convergen alrededor de la inmensa caverna que ocupamos. Leván-tate, pues, y emprende tu marcha. Anda, arrástrate, deslízate por las pen-dientes rápidas, y en el extremo del camino te recibirán nuestros brazo s .¡ En marcha, hijo mío, en marc h a !

Estas palabras me re a n i m a ro n .— Adiós, tío —exclamé—, part o. ¡Nuestras voces no podrán comuni-

carse desde el momento en que abandone este sitio!. ¡Adiós, pues!— ¡ Hasta la vista, Axel! ¡Hasta la vista!Tales fueron las últimas palabras que oí, palabras de esperanza, que atra-

ve s a ron más de una legua de granito. Di gracias a Dios por haberme con-ducido entre aquellas inmensidades sombrías al único punto tal vez en quepodía oír la voz de mis compañero s .

Por las solas leyes físicas se explicaba fácilmente aquel asombroso efectode acústica, que procedía de la forma del pasadizo y de la conductibilidad dela roca. Muchos ejemplos hay de propagación de sonidos, que no son per-ceptibles en los espacios intermedios. Re c u e rdo varios sitios en que se observaeste fenómeno, entre otros la galería interior de San Pe d ro en Londres, y, sobretodo, esas curiosas cavernas de Sicilia, esos circos o mazmorras próximas aSiracusa, de las cuales es en este género la más maravillosa la conocida conel nombre de Oreja de Dionisio.

Estos re c u e rdos se acumularon en mi mente. Y me pareció que puestoque llegaba hasta mí la voz de mi tío, no me separaba de él ningún obstáculoinsuperable. Siguiendo el camino del sonido, debía lógicamente llegar comollegaba él, a no ser que me abandonasen las fuerz a s .

Me levanté. Anduve, arrastrándome. La pendiente era bastante rápida.Me deslice por ella.

La velocidad de mi descenso, verificado casi por mi propio peso, aumen-taba en una pro p o rción tan espantosa, que era casi una caída. No tenía fuerz apara detenerme.

De repente, me sentí en el aire, sin que mis pies tocasen en la tierra. Botabarodando por las escabrosidades de una galería ve rtical, de un ve rd a d e ro pozo.Di de cabeza contra la punta de una roca, y quedé sin conocimiento.

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X X I X

Cuando volví en mí estaba en una semioscuridad, tendido sobre tupidasmantas. Mi tío velaba espiando en mi semblante un vestigio de existencia. Ami primer suspiro, me cogió la mano; a mi primera mirada, lanzó un gritode alegría.

— ¡ Vi ve! ¡Vi ve! —exc l a m ó .—¡Sí! —respondí con voz débil.— ¡ Hijo mío! —dijo mi tío abrazándome—. Te has salva d o.Me afectó vivamente el acento con que fueron pronunciadas estas pala-

bras, y más aún los solícitos cuidados que las acompañaban. Nada menos quep ruebas de esta naturaleza se necesitaban para provocar en el profesor unaexpansión semejante de tiernos sentimientos.

En aquel momento llegó Hans, vio mi mano en la de mi tío, y mep a rece que sorprendí en sus ojos, casi siempre mudos, una expresión dec o n t e n t o.

—God dag — d i j o.— Buenos días, Hans, buenos días —murmuré yo—. Y ahora, tío,

decidme dónde estamos en este momento.— Mañana, Axel, mañana. Hoy estás demasiado débil; te he puesto com-

p resas en la cabeza, y por ahora no se puede levantar el apósito. Duerme, pues,hijo mío, y mañana lo sabrás todo.

— Pe ro al menos —repliqué—, ¿qué hora es, a cuántos estamos?—Las once de la noche, domingo 9 de agosto, y no me preguntes nada

hasta mañana.En realidad, estaba muy débil, y mis ojos se cerraron invo l u n t a r i a m e n t e .

Necesitaba una noche de descanso y me adormecí con la idea de que mi aisla-miento había durado cuatro largos días.

Al día siguiente, al abrir los ojos, los volví alre d e d o r. Mi cama hecha contodas las mantas de viaje, se hallaba en una gruta encantadora, cuyas pare d e scubrían magníficas estalagmitas, y cuyo suelo tapizaba finísima arena. Re i-naba en ella un resplandor dudoso. No había encendida ninguna antorc h a ,ninguna lámpara, y, sin embargo, por una estrecha abertura de la gruta entra-ban, viniendo del interior, ciertas claridades inexplicables. Oía también un

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murmullo vago e indefinido, semejante al gemido de las olas que se ro m-pen en una playa, y algunas veces silbidos parecidos a los del viento.

Me preguntaba a mí mismo si estaba, en efecto, despierto o si estabas o ñ a n d o. Me preguntaba si mi cere b ro estaba enfermo a consecuencia de miúltima caída, y percibía ruidos puramente imaginarios. Sin embargo, nopodían engañarme hasta tal punto mis ojos y mis oídos.

«¡Es un rayo de luz —me dije— el que se desliza por esa abertura de lasrocas! ¡Está producido por las olas el murmullo que oigo! ¡Pe rcibo los silbi-dos del viento! ¿Me engañan mis sentidos, o hemos vuelto a la superficie de latierra? ¿Ha renunciado mi tío a su expedición, o la ha terminado felizmente?»

Sometía a mi propio juicio estas cuestiones insolubles, cuando entró elp ro f e s o r.

— Buenos días, Axel —dijo alegremente—. Ya se yo que te sientes bien.— Muy bien —dije incorporándome.— Has dormido muy tranquilo. Hans y yo te hemos velado alternati-

vamente, y hemos visto que adelantabas mucho en tu curación.—Así es; la ve rdad, me siento como si tal cosa, dispuesto a honrar el

a l m u e rzo que tengáis a bien, serv i r m e .— ¡ A l m o rzarás, muchacho! No te queda rastro de calentura. Hans ha

aplicado a tus heridas no sé qué ungüento maravilloso que los islandeses guar-dan como un secre t o. ¡Vale más oro que pesa, nuestro cazador!

Mi tío, al mismo tiempo que hablaba, me ponía delante algunos ali-mentos que yo devoraba con ansia, no obstante sus re c o m e n d a c i o n e s .En t re tanto, menudeaba mis preguntas y él contestaba a ellas.

Supe entonces que mi caída ve rtiginosa me había conducido pre c i s a m e n t eal extremo de una galería casi perpendicular, a la que llegué envuelto en untorbellino de piedras, de las cuales la menor hubiera basado para aplastarme,de lo que era lícito deducir que una parte de la pared por la cual me deslicése había deslizado conmigo. Tan espantoso vehículo no me abandonó hastallegar a los brazos de mi tío, que me re c i b i e ron ensangrentado y exánime.

—Es ve rdad —me dijo—, es un milagro que no te hayas muerto milveces. Pe ro, ¡por Dios!, pro c u remos en lo sucesivo no separarnos, porque nosexpondríamos a no vo l vernos a ve r.

¡ No s e p a ra rn o s! ¿Es decir, que el viaje no había aún concluido? Abrí losojos can asombro, lo que provocó inmediatamente esta pre g u n t a :

— ¿ Qué quieres, Axe l ?— Di r i g i ros una pregunta. ¡Decís que estoy sano y salvo !— Ya se ve que sí.

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— ¿ Tengo ilesos todos mis miembro s ?— In d u d a b l e m e n t e .—¿Y también la cabez a ?— Pe rfectamente sobre tus hombros, no obstante las contusiones.—Eso no obstante, me temo que esté mi cere b ro descompuesto.— ¿ De s c o m p u e s t o ?—Sí. ¿No hemos vuelto a la superficie del globo?— No, por ciert o.— Pues entonces estoy loco, pues percibo la luz del día, y oigo, a no

poderlo dudar, el ruido del viento que sopla, y del mar que ro m p e .—¡Ah! ¿No es más que eso?— Pues explicadme.—¿Cómo he de explicarte lo que es inexplicable? Tú mismo verás, y

entonces comprenderás que la ciencia geológica no ha pronunciado aún suúltima palabra.

— Salgamos, pues —exclamé, levantándome de re p e n t e .— ¡ No, Axel, no! El aire te haría daño.— ¿ El aire libre ?—Sí, hace un viento bastante fuerte. No quiero que te expongas.— Pe ro si estoy completamente bueno.— Un poco de paciencia, muchacho. Una recaída podría costarte cara, y

no debemos perder tiempo porque la travesía puede ser larga.—¿La trave s í a ?—Sí. Descansa hoy todavía, y nos embarc a remos mañana.Esta última palabra me hizo dar un salto.¡Cómo! ¡Em b a rcarnos! ¿Es decir que teníamos a nuestra disposición un

río, un lago, un mar? ¿Había quizás un buque anclado en algún puert oi n t e r i o r ?

Mi curiosidad estaba excitada hasta el último extre m o.En vano mi tío quiso contenerme. Cuando vio que mi impaciencia era

tal, que podría perjudicarme más que la satisfacción de mis deseos, cedió.Me vestí en un abrir y cerrar de ojos. Para mayor precaución, me envo l v í

en una manta y salí de la gru t a .

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X X X

Al principio no vi nada. Mis ojos, vivamente impresionados por la luz,a la cual no estaban ya acostumbrados, se cerraron irresistiblemente. Cu a n d olos pude vo l ver a abrir, me quedé maravillado, y más aún que maravillado,a t ó n i t o.

— ¡ El mar!—exc l a m é .—¡Sí —respondió mi tío—, el Mar Lidenbrock! ¡Me complazco en cre e r

que ningún navegante me disputará el honor de haberlo descubierto y el dere-cho de darle mi nombre !

Una superficie de agua muy considerable, principio de un lago o de unocéano, se extendía más allá de cuanto alcanzaba la vista. La orilla, suma-mente escabrosa, ofrecía a las olas que expiraban en ella una arena fina, dorada,sembrada de esas conchas microscópicas en que vivieron los primeros sere sde la creación. Las olas se estrellaban en ella con ese murmullo sonoro que sep roduce en los grandes espacios cerrados. Liviana espuma se levantaba al soplode un viento moderado, salpicándome la cara. En aquella playa, suave m e n t einclinada, a 100 toesas aproximadamente del punto en que morían las últi-mas olas, terminaban los contrafuertes de enormes peñascos que subían aconsiderable altura. Algunos de estos peñascos, cortando la costa con sus agu-dos lomos formaban senos y promontorios roídos por los innumerables dien-tes de la resaca. Más adelante, la vista seguía el conjunto claramente perf i l a d oen el fondo nebuloso del horizo n t e .

Aquello era un ve rd a d e ro océano con el caprichoso contorno de lasplayas terre s t res, pero era un océano desierto y de un aspecto salva j e .

Mis miradas podían pasearse a lo lejos por aquel mar, gracias a una luzespecial que alumbraba todos sus pormenores. No era aquella la luz del solcon sus haces deslumbradores y la irradiación espléndida de sus rayos; niera tampoco la luz pálida y vaga del astro de la noche, la cual no es más queuna reflexión sin calor. No. El poder de aquella luz, su difusión tembloro s a ,su blancura, clara y seca, la poca elevación de su temperatura, su brillantez ,superior a la de la luna, re velaban evidentemente un origen eléctrico. Er aaquello una aurora boreal, un fenómeno cósmico continuo, que llenaba elespacio de una caverna capaz de contener un océano.

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La bóveda suspendida encima de mi cabeza, bóveda que se puede llamarcielo, parecía formada de grandes nubes, va p o res move d i zos y caprichosos,que en ciertas épocas, por efecto de la condensación, debían de re s o l ve r s een fuertes chubascos. Yo creía que bajo una presión tan considerable de laatmósfera, la evaporación del agua no podía producirse, pero, por una razónfísica que no se me alcanzaba, circulaban por el aire dilatadas nubes. Lascorrientes eléctricas producían en las nubes muy altas juegos de luz de lo mása s o m b ro s o. Vistosas sombras orlaban sus bordes inferiores, y con fre c u e n c i a ,e n t re dos capas separadas, se deslizaba hasta nosotros un rayo de luz suma-mente intenso. Pe ro aquello no era el sol, puesto que era una luz sin color. Lai m p resión que producía era triste, sumamente melancólica. En lugar de unfirmamento salpicado de brillantes estrellas, comprendía que encima de aque-llas nubes había una masa de granito que me oprimía con su peso, y que aquelespacio, tan grande como era, no hubiera bastado para la menor de sus evo-luciones al más modesto y menos ambicioso de los satélites.

Entonces me acordé de la teoría de un capitan inglés, que comparabala tierra con una gran esfera hueca, en cuyo interior el aire se conservaba lumi-noso por efecto de su presión, al mismo tiempo que dos astros, Plutón y Pro-serpina, trazaban en ella sus misteriosas órbitas ¿Si tendría razón?

Estábamos realmente encarcelados en una exc a vación enorme. No podíasaber cuál era su extensión, pues en algunas direcciones la playa se dilatabahasta perderse de vista, y en otras se detenía la mirada en una línea horizo n-tal algo indecisa. En cuanto a su altura, debía de ser de muchas leguas. Lavista no podía distinguir los estribos de granito en que la bóveda se apo-yaba, pero alguna nube había suspendida en la atmósfera, cuya eleva c i ó nno bajaba de 2.000 toesas, que es una elevación superior a la de los va p o re st e r re s t res. Debíase, indudablemente, a la densidad considerable del agua.

Para dar una idea de aquel inmenso espacio, no expresa bien mi pensa-miento la palabra «caverna». Pe ro las palabras de la lengua humana no pue-den bastar al que penetra en los abismos del globo.

Yo, por otra parte, no conocía ningún hecho geológico que bastase adarme la explicación de una exc a vación semejante. ¿Había podido pro d u c i r l ael enfriamiento del globo? Por las narraciones de los viajeros, tenía conoci-miento de ciertas cavernas célebres, pero no de ninguna que pre s e n t a s etales dimensiones.

Si bien la gruta de Guachara, en Colombia, visitada por Federico deHumbold, no entregó el secreto de su profundidad al sabio que la re c o n o c i óen un espacio de 2.500 pies, no es ve rosímil que se extendiese mucho más

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allá de donde alcanzó el re c o n o c i m i e n t o. La inmensa caverna de Ma m m o u t h ,en Ke n t u c k y, ofrecía pro p o rciones gigantescas, puesto que su bóveda se ele-vaba encima de un lago insondable, y sin llegar a su fin, la re c o r r i e ron algu-nos viajeros en un trayecto de 10 leguas. ¿Pe ro qué eran aquellas cavidades,comparadas con la que admiraba yo entonces, que tenía su cielo de va p o-res, sus irradiaciones eléctricas y su vasto mar encerrado en sus flancos? De-lante de aquella inmensidad, mi imaginación, convencida de su impotencia,se declaraba derro t a d a .

Contemplaba silencioso tan grandes maravillas, faltándome palabras paratransmitir mis sensaciones. Creía hallarme en algún planeta lejano, en Ur a n oo en Neptuno, contemplando fenómenos de que mi naturaleza terrenal notenía conciencia. Nu e vas sensaciones requerían nuevas palabras, que mi ima-ginación no me prestaba. Contemplaba, pensaba, admiraba con asombroalgo mezclado de espanto.

Lo imprevisto del espectáculo había devuelto a mi semblante el color dela salud; de manera que la admiración fue para mí como un tratamiento yo b t u ve mi curación por medio de esta nueva terapéutica. Además, me re a-nimaba la viveza de un aire más denso, que suministraba más oxígeno a misp u l m o n e s .

Se comprenderá fácilmente que después de un cautiverio de cuarenta ysiete días en una galería estrecha, era un goce infinito aspirar aquel ambientecargado de húmedas emanaciones salinas.

No tuve, pues, motivos de arrepentirme por haber abandonado mioscura gruta. Mi tío, acostumbrado ya a aquellas maravillas, no hacíaningún comentario.

— ¿ Te sientes con fuerzas —me preguntó— para dar un paseo?—Sí, por cierto —respondí— y deseo mucho darlo.— Pues bien, cógete de mi brazo, Axel, y sigamos las tortuosidades de

la orilla.Acepté al momento y empezamos a re c o r rer la playa de aquel nuevo océ-

a n o. A la izquierda, ásperos peñascos, hacinados unos sobre otros, formabanuna aglomeración titánica de un efecto pro d i g i o s o. De sus flancos part í a ninnumerables cascadas, que se dilataban y conve rtían en tersos espejos. Algu-nos livianos va p o res, encaramándose de una a otra roca, indicaban el sitio enque había algún manantial caliente, y numerosos arroyos corrían sosegada-mente hacia el depósito común, buscando en las pendientes pretextos paramurmurar de una manera más agradable.

En t re los arroyos reconocí a nuestro fiel compañero de viaje, el Ha n s -

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bach, que se perdía tranquilamente en el mar, como si nunca hubiesehecho otra cosa desde el principio del mundo.

— Ya en lo sucesivo no nos acompañará —dije con un suspiro.—¡Ah! —respondió el profesor—. No faltará alguno que lo re m p l a c e .

Él u otro, ¿qué más da?Me pareció la respuesta algo ingrata.Pe ro en aquel momento llamó mi atención un espectáculo inesperado.

A cien pasos, a la vuelta de un alto acantilado, apareció a nuestros ojos unaarboleda alta, frondosa y espesa. Formábanla árboles de regular tamaño, cor-tados con la regularidad de quitasoles, con simetría y rigor geométrico. Lascorrientes de la atmósfera no jugaban con su follaje, y ellos, en medio de lasráfagas y bocanadas de aire, permanecían inmóviles como un bosque de cedro sp e t r i f i c a d o s .

Aceleré el paso. No podía dar ningún nombre a aquellas especies tan sin-g u l a res. ¿No pertenecían a alguna de las doscientas mil conocidas hasta enton-ces, y era preciso formar con ellas una familia especial en la flora de las ve g e-taciones palustres? No. Cuando llegamos bajo su sombra, mi sorpresa no fuemás que admiración.

Me hallaba en presencia de productos de la tierra, pero vaciados en unmolde enorme, cortados sobre un patrón gigantesco. Mi tío les aplicó inme-diatamente su nombre pro p i o.

— Un bosque de hongos —dijo.Y no se engañaba. Júzguese cuál sería el monstruoso desarrollo de

aquellos vegetales, que tanto codician el calor y la humedad. Ya sabía yoque el l yc o p e rd o ra giganteum alcanza, según Bu l l i a rd, de 8 a 9 pies de cir-c u n f e rencia; pero aquí se trataba de hongos blancos, que tenían de 30 a 40pies de altura, y una copa de pro p o rcionado diámetro. Había millares de ellos.La luz no podía atravesar aquella especie de cimborrios o medias naranjascontiguas como los techos redondos de un poblado africano, y por consi-guiente debajo de ellos reinaba una oscuridad completa.

Quise, sin embargo, penetrar más adelante. Un frío mortal bajaba deaquellas bóvedas carnosas. Vagamos a tientas durante media hora por aque-llas húmedas tinieblas, y experimenté una sensación de bienestar in-definible cuando volví a la orilla del mar.

Pe ro no se limitaba a los hongos la vegetación de aquella comarca sub-terránea. Más adelante, se levantaban numerosos grupos de otros árboles, defollaje descolorido, que se reconocían fácilmente. Eran los humildes arbus-tos de la tierra con dimensiones fenomenales, marrubios de 100 pies de ele-

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vación, sagitarias gigantescas, helechos arborescentes corpulentos, de talloscilíndricos ahorquillados, que terminaban en prolongadas hojas y estaban eri-zados de pelos rudos como ciertas plantas monstruosas y grasientas.

— ¡ A s o m b roso, magnífico, espléndido! —exclamó mi tío—. He aquítoda la flora de la época de transición; de la segunda época del mundo. Heaquí las humildes plantas de nuestros jardines hechas árboles como en los pri-m e ros siglos del globo. ¡Mira, Axel, y asómbrate! Te encuentras en unafiesta a que no ha asistido jamás ningún botánico.

— Tenéis razón, tío. Diríase que la Providencia ha querido conservar eneste invernáculo inmenso las plantas antediluvianas que con tanto acierto hare c o n s t ruido la sagacidad de los sabios.

— Dices bien, muchacho, esto es un inve r n á c u l o. Pe ro, ¿quién nos hadicho que no sea también una casa de fieras?

— ¡ Una casa de fieras!— Indudablemente. ¿No ves este polvo que huellan nuestros pies? ¿No

ves estas osamentas esparcidas por el suelo?— ¡ Osamentas! —exclamé—. ¡Es ve rdad! ¡Osamentas de animales ante-

d i l u v i a n o s !Me había precipitado a recoger aquellos restos seculares, compuestos

de una sustancia mineral indestructible. Di sin vacilar el nombre que les otorgala ciencia a aquellos huesos colosales que se asemejaban a troncos de árboless e c o s .

— He aquí —decía yo— la mandíbula inferior del mastodonte; he aquílos molares del dinoterio; he aquí un fémur que no puede haber pert e n e c i d omás que al magaterio, el mayor de los mamíferos terre s t res habidos. Sí,estamos en un antro de fieras, porque estas osamentas no han sido trans-p o rtadas aquí por ningún cataclismo. Los animales a que pertenecen hanvivido en las orillas de este mar subterráneo; a la sombra de estas plantas arbo-rescentes. ¡Mirad! ¡Esqueletos enteros! Y, sin embargo. . .

— Sin embargo, ¿qué? —dijo mi tío.— No comprendo la presencia de semejantes cuadrúpedos en esta cave r n a

de granito.— ¿ Por qué?— Po rque la vida animal no ha existido en la tierra hasta llegar a los perí-

odos secundarios, cuando el terreno sedimentario ha sido formado por losaluviones, y ha remplazado las rocas candentes de la época primitiva .

— Pues bien, Axel, hay una respuesta muy sencilla para invalidar tu obje-ción, y es que este terreno es secundario.

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—¿Cómo? ¡A tanta profundidad debajo de la superficie de la tierra!— Sin duda, y el hecho se puede explicar geológicamente. La tierra, en

c i e rta época, no estaba formada más que por una cort eza elástica, sometida,en virtud de las leyes de atracción, a movimientos alternativos de dilatacióny depresión. Es probable que sobreviniesen hundimientos, y una parte de lost e r renos sedimentarios fuese arrastrada al fondo de los abismos súbita-mente abiert o s .

—Así debe haber sido. Pe ro si en esas regiones subterráneas han vividoanimales antediluvianos, ¿quién nos dice que alguno de ellos no viva aúnen medio de esos bosques sombríos, o detrás de esas rocas escarpadas?

Al emitir esta idea, interrogué, no sin cierta preocupación, los distintospuntos del horizonte; pero ningún ser viviente apareció en el inmenso desiert o.

Estaba fatigado, por lo que fui a sentarme en el extremo de un pro-montorio, cuya base azotaban las olas con estrépito. Desde allí abarcaba mimirada toda aquella bahía formada por una escotadura de la costa. En el fondoalgunas rocas piramidales cerraban una especie de ancón, en que un ber-gantín y dos o tres goletas hubieran podido anclar cómodamente. Yo casiesperaba de un momento a otro ver zarpar un buque a toda vela nave g a n d ocon viento del Su r.

Pe ro la ilusión se disipó instantáneamente. Éramos los únicos morado-res de aquel mundo subterráneo. En ciertas calmas pasajeras, en que el vientop a recía dormirse, bajaba a las rocas áridas y pesaba sobre la superficie del océ-ano un silencio más profundo que el que reina en el desiert o. Entonces, pro-curaba atravesar con mis miradas las lejanas brumas, romper aquel telóncorrido sobre el misterioso escenario del horizonte. ¡Cuántas preguntas bro-taban de mis labios! ¿Dónde concluía aquel mar? ¿A dónde conducía? ¿No ssería dado reconocer las orillas opuestas?

Mi tío no abrigaba acerca del particular la menor duda. Yo lo deseaba ytemía al mismo tiempo.

Después de una hora pasada en la contemplación de aquel panorama mara-villoso, emprendimos de nuevo el camino de la playa para vo l ver a la gruta, y,bajo el imperio de los más extraños pensamientos, me dormí pro f u n d a m e n t e .

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X X X I

Al día siguiente me desperté completamente curado. Me pareció queun baño había de sentarme bien, y lo tomé de algunos minutos en las aguasde aquel mar, que es más acreedor que todos los otros al nombre deMe d i t e r r á n e o.

Al vo l ver a la gruta almorcé con excelente apetito. Hans guisaba perf e c-tamente, y teniendo a su disposición agua y fuego, pudo dar alguna va r i e d a da nuestra alimentación ordinaria. Nos sirvió en los postres algunas tazas dedelicioso moka, que saboreé con una fruición infinita.

—Ahora —dijo mi tío— está ya próxima la marea, y no debemos des-p e rdiciar la ocasión de estudiar este fenómeno.

—¡Cómo! ¡La marea! —exc l a m é .— Sin duda.— ¿ Se deja sentir hasta aquí la influencia del sol y de la luna?— ¿ Por qué lo dudas? ¿No se hallan acaso los cuerpos, sometidos en su

conjunto, a la atracción universal? No puede, pues, sustraerse a esa leygeneral esta masa de agua, y a pesar de la presión atmosférica que se ejerce ensu superficie, la verás subir como sube en el mismo At l á n t i c o.

En aquel momento pisábamos la arena de la orilla, y las olas invadían laplaya poco a poco.

— Ya empieza la marea —exc l a m é .—Sí, Axel, y a juzgar por estas capas de espuma, el mar subirá unos

d i ez pies aprox i m a d a m e n t e .—¡Es maravilloso!—Es natural.— Pues a mí, tío, todo esto me parece extraordinario, y apenas puedo dar

crédito a mis ojos. ¿Quién podía creer que había de encontrar dentro de lac o rt eza terre s t re un ve rd a d e ro océano, con su flujo y reflujo, sus vientos, consus tempestades?

— ¿ Por qué no? ¿Hay alguna razón física que a ello se oponga?— Ninguna, desde el momento que es preciso abandonar la hipótesis del

calor central.— Tenemos, pues, que la teoría de Davy está justificada.

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— Evidentemente, puesto que no es posible contradecir la existencia dem a res o de regiones en el interior del globo.

— Sin duda, pero inhabitados.— Pe ro, ¿por qué estas aguas no han de dar asilo a algunos peces de espe-

cie desconocida?— Ello es que hasta ahora no hemos visto uno solo.— Pues bien, podemos improvisar unos cuantos aparejos y ver si el anzuelo

da aquí los mismos resultados que en los océanos sublunare s .—Lo pro b a remos, Axel, pues es preciso penetrar todos los secretos de

estas nuevas re g i o n e s .— Pe ro, ¿dónde estamos, tío? No os he dirigido hasta ahora esta pre g u n t a ,

a la cual vuestros instrumentos deben haber contestado.— Ho r i zontalmente, a trescientas cincuenta leguas de Is l a n d i a .—¿A tanto?— No creo equivocarme en trescientas toesas.—Y la brújula sigue señalando al Su d e s t e .—Sí, con una declinación occidental de 19º y 52’, absolutamente lo

mismo que en la superficie de la tierra. Respecto a su inclinación sucede unacosa curiosa que he observado atentamente.

— ¿ Qué cosa?—La aguja, en lugar de inclinarse hacia el Polo, como en el hemisferio

b o real, se inclina en sentido contrario.— ¿ De lo que hemos de deducir que el punto de atracción magnética

se encuentra comprendido entre la superficie del globo y el punto a que hemosl l e g a d o ?

— Precisamente, y es muy probable que si llegásemos a las regiones pola-res, hacia el 70º en que James Ross descubrió el polo magnético, ve r í a m o sla aguja levantarse ve rticalmente. Este misterioso centro de atracción se encuen-tra, pues, situado a una gran pro f u n d i d a d .

— He aquí un hecho que la ciencia no ha sospechado siquiera.—La ciencia, muchacho, está formada de erro res, pero de erro res que

conviene cometer, porque conducen poco a poco a la ve rdad. Er ra n d odeponitur erro r.

—¿Y a qué profundidad estamos?—A una profundidad de treinta y cinco leguas.—Así, pues —dije yo consultando el mapa—, tenemos encima de noso-

t ros la parte montañosa de Escocia, y allí, los montes Grampianos leva n t a na una prodigiosa altura sus crestas cubiertas de nieve .

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—Sí —respondió el profesor riendo—, la carga es algo pesada, pero lab ó veda es sólida. El sabio arquitecto del universo la ha construido con bue-nos materiales, y el hombre no hubiera podido darle esta solidez y re s i s t e n-cia. ¿Qué son los ojos de los puentes y los arcos de bóveda de las catedrales,puestos en parangón con esta nave de un radio de tres leguas, bajo la cualpuede desarrollarse libremente un océano con todas sus tempestades?

— ¡ Oh! ¡No vayáis a creer que tema que el cielo se me caiga encima! Pe roahora, tío, decidme cuáles son vuestros proyectos. ¿No pensáis en vo l ver ala superficie del globo?

— ¡ Vo l ver! ¡Pues no faltaba más! Lo que quiero es continuar nuestro viaje,ya que todo pinta ahora perf e c t a m e n t e .

— Sin embargo, no comprendo cómo penetraremos por debajo del agua.— ¡ Oh! No te figures que vaya a echarme a ella de cabeza. Pe ro si los océ-

anos, propiamente hablando, no son más que lagos, puesto que están ro d e-ados de tierra, con mayor razón debe este mar interior hallarse circ u n s c r i t opor el granito.

—Es indudable.— ¡ Pues bien! Tengo la seguridad de encontrar en las orillas opuestas nue-

vas salidas.— ¿ Qué longitud suponéis, pues, que tiene este océano?— Treinta o cuarenta leguas.—¡Ah! —dije yo, reflexionando que el cálculo podía muy bien ser ine-

x a c t o.—Así, pues, no tenemos tiempo que perd e r, y mañana nos haremos a la

m a r.Busqué involuntariamente con la mirada el buque que debía

t r a n s p o rt a r n o s .—¡Ah! —dije—. Nos embarc a remos. ¡Bueno! ¿Y en qué buque?— No será en un buque, muchacho, sino en una buena y sólida almadía.— ¡ Una almadía! —exclamé yo—. Tan imposible es construir una alma-

día como un buque, y por más que miro, no ve o. . .—Tú, Axel, por más que miras, no ves; pero si escuchases podrías oír.— ¿ O í r ?—Sí, ciertos mart i l l a zos que pondrían en tu conocimiento que Ha n s

se halla manos a la obra.— ¿ C o n s t ru ye una almadía?— S í .—¡Cómo! ¿Qué árboles ha derribado con el hacha?

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— ¡ Oh! Los árboles estaban ya derribados. Ven, y le verás trabajar.Echamos a andar por el otro lado del promontorio que formaba el ancón

natural, y al cabo de un cuarto de hora vi a Hans que estaba trabajando. Pro n t oe s t u ve junto a él. Con gran sorpresa mía vi tendida en la arena una almadíaya casi concluida, formada con tablas de una madera part i c u l a r, y un grann ú m e ro de traviesas, quebrantos y corbas y cuadernas de toda especie esta-ban hacinadas en el suelo. Había materiales para construir una escuadra.

—Tío —exclamé—, ¿qué madera es ésta?—Es madera de pino, de abeto, de álamo, de todas las coníferas del No rt e

mineralizadas por la acción de las aguas del mar.—¿Es posible?—Es lo que se llama s u rt a r b ra n d u r o madera fósil.— Pe ro entonces debe tener, como los lignitos, la dureza de la piedra, y

no podrá sobre n a d a r.—Así sucede algunas veces. Hay maderas que se han conve rtido en

ve rdaderas antracitas, pero otras, tales como estas de que echa mano Ha n s ,que no han sufrido aún más que un principio de transformación fósil. A lap rueba me remito —añadió mi tío echando al mar uno de aquellos pre c i o-sos troncos, el cual, después de haber desaparecido, volvió a subir a la su-p e rficie del agua y flotó siguiendo el movimiento de las olas.

—¿Estás convencido? —dijo mi tío.— C o n vencido estoy principalmente de que todo lo que veo es incre í b l e .Al anochecer del día siguiente, gracias a la habilidad del guía, la alma-

día estaba ya en disposición de llenar su objeto. Tenía diez pies de largo ycinco de ancho.

Las tablas del s u rt a r b ra n d u r, trabadas unas con otras por medio de va r i a sc u e rdas, ofrecían una superficie sólida, y aquella embarcación improv i s a d afue echada al agua y flotó tranquilamente en la superficie de las aguas del marL i d e n b ro c k .

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El 13 de agosto madrugamos mucho. Tratábase de inaugurar un nuevog é n e ro de locomoción rápida y poco penoso.

Se jimelgaron dos palos para formar un mástil, con otro se hizo una ve r g a ,se improvisó una vela a expensas de las mantas, y quedó aparejada la alma-día. No faltaban cuerdas para jarcia, y el conjunto tenía la solidez apetecible.

A las seis, el profesor dio la señal de embarque. Hallábanse ya a bordo losequipajes, los instrumentos, las armas, las herramientas y una gran cantidadde agua potable recogida de las cascadas.

Hans había improvisado un gobernalle para dirigir el aparato flotante, yse colocó en el timón. Yo desaté la amarra que nos sujetaba a la orilla. Or i e n-tóse la vela, y zarpamos.

En el momento de salir del ancón, mi tío, que daba mucha import a n c i aa su nomenclatura geográfica, le quiso dar un nombre, entre otros el mío.

—A fe mía —dije yo— que tengo otro mejor que pro p o n e ro s .— ¿ Cu á l ?— ¡ El nombre de Graüben! Ensenada Graüben dirá muy bien en un

m a p a .— Pues llámese Ensenada Gr a ü b e n .Y así es como el re c u e rdo de mi adorada virlandesa se asoció a nuestra

expedición ave n t u re r a .El viento que reinaba era No rdeste. Na vegamos viento en popa con una

r a p i d ez suma. Las muy densas capas de la atmósfera tenían un considerableempuje e hinchaban la vela como un ventilador podero s o.

Al cabo de una hora, había mi tío podido calcular con exactitud nuestrave l o c i d a d .

— Si seguimos navegando así —dijo—, no será menos que de tre i n t aleguas cada singladura, y no tard a remos en reconocer las playas opuestas.

No respondí y me senté en la proa de la almadía. Ya la costa septentrio-nal se iba desvaneciendo en el extremo horizonte. Los dos brazos del golfo seabrían más y más para facilitar nuestro paso. Se extendía ante mis ojos unmar inmenso. Gigantescas nubes paseaban rápidamente sobre la superf i c i esu cenicienta sombra, que parecía pesar sobre aquella agua lúgubre. Los

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plateados rayos de la luz eléctrica, reflejados a trechos por alguna gota de aguahacían brotar puntos luminosos en los remolinos que la embarcación deter-minaba en su rápida marcha. Muy pronto perdimos la tierra enteramente devista, desapare c i e ron todos los términos de comparación que nos ofrecía lacosa, y, sin el espumoso curso de la almadía, hubiéramos podido creer queésta se hallaba en un estado de inmovilidad absoluta.

Hacia el mediodía, vimos flotar en la superficie de las olas algas inmen-sas. Conocía el poder de vegetación de aquellas plantas, que trepan a la super-ficie de los mares desde una profundidad de más de 12.000 pies, se re p ro d u-cen bajo presiones de 400 atmósferas y forman con frecuencia bancos bastanteconsiderables para que en ellos se va ren los buques; pero nunca hubiera podidoc reer en la existencia de algas tan gigantescas como las del mar Lidenbro c k .

Nuestra almadía pasó junto a muchos fucos cuya longitud era de 3 a4.000 pies, inmensas serpientes que desenvolvían sus espirales hasta perd e r s ede vista, y yo me complacía en seguir con mis miradas aquellas cintas infi-nitas, figurándome que había de llegar a ver su extremidad, y después de algu-nas horas se cansaba mi paciencia, ya que no mi asombro.

¡ Qué fuerza natural podían producir semejantes plantas! ¡Cuál decía serel aspecto de la tierra en los primeros siglos de su formación, cuando bajo laacción del calor y de la humedad, el reino vegetal se desarrollaba sólo en sus u p e rf i c i e !

Llegó la noche, y noté, lo mismo que la víspera, que el estado luminosodel aire no disminuía en lo más mínimo. Podíamos, pues, contar con la dura-ción de aquel fenómeno constante.

Después de cenar me eché al pie del mástil, y no tardé en dormirme entrerisueñas imágenes.

Hans, inmóvil junto al timón, dejaba correr la almadía, la cual, con elviento que llevaba en popa, no obligaba a tocar el aparejo, y ni necesidad teníade ser dirigida.

Desde nuestra salida de la Ensenada Graüben, el profesor Lidenbro c kpuso a mi cargo el diario de a bordo, en el cual apunté las más pequeñaso b s e rvaciones, y consigné los fenómenos interesantes tales como la dire c c i ó ndel viento, la velocidad adquirida, el camino recorrido, en una palabra, todoslos incidentes y peripecias de tan extraña nave g a c i ó n .

Me limitaré, pues, a re p roducir esas notas cotidianas, escritas por mí, perodictadas por los mismos acontecimientos, para que sea más exacta y circ u n s-tanciada la narración de nuestra trave s í a .

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Vi e rn e s, 14 de agosto. Viento igual del NO. La almadía avanza con rapi-d ez y en línea recta. La costa queda a 30 leguas a sotave n t o. Nada en elh o r i zonte. La intensidad de la luz no varía. Buen tiempo, es decir, que lasnubes están muy altas, un poco densas y las baña una atmósfera blanca quep a rece plata derre t i d a .

Te r m ó m e t ro + 32º centígrados.Hans, al mediodía, ata un anzuelo en el extremo de una cuerda, lo ceba

con un poco de carne y lo echa al mar. Pasan dos horas sin que vea una tomada.¿ Si estarán inhabitadas estas aguas? No. Hans percibe un tirón, es una picada,saca el aparejo del agua y sube un pez que se defiende vigoro s a m e n t e .

—¡Albricias! —exclamó mi tio.— ¡ Un sollo! —exclamé yo a mi vez—. ¡Un sollo pequeño!El profesor miró atentamente al animal y no participó de mi opinión.

Aquel pez tenía la cabeza chata y redondeada, y la parte anterior del cuerpoc u b i e rta de láminas óseas. Su boca estaba privada de dientes, y sus aletas pec-torales muy desarrolladas. Carecía de cola. Pe rtenecía indudablemente alo rden en que los naturalistas han clasificado el sollo o esturión, pero diferíapor caracteres bastante esenciales.

Mi tío no se engañó, y después de un bre ve examen, dijo:—Este pez pertenece a una familia extinguida hace ya siglos, de las

cuales se encuentran únicamente restos fósiles en el terreno devónico.—¡Cómo! —dije yo—. ¿Hemos podido coger vivo uno de esos habi-

tantes de los mares primitivo s ?—Sí —respondió el profesor continuando sus observaciones—, y ya ve s

que estos peces fósiles no tienen ninguna identidad con las especies actua-les. Poseer vivo uno de estos seres, es un ve rd a d e ro honor para un naturalista,es una suerte excepcional que nos envidiarían todos los sabios.

— ¿ Pe ro a qué familia pert e n e c e ?—Al orden de los g a n o i d e s, familia de los c e f a l í s p i d o s, género. . .—¿Y qué?— G é n e ro de los p t e ryc h t i s, lo juraría. Pe ro ése ofrece una part i c u l a r i d a d ,

que se encuentra, según se dice, en los peces de las aguas subterráneas.— ¿ Cuál es?—¡Es ciego!— ¡ C i e g o !— No solamente es ciego sino que carece absolutamente del órgano de

la visión.Miré. Era ciert o. Pe ro este podía ser un caso part i c u l a r. Cebamos de nuevo

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el anzuelo, y lo echamos otra vez al agua. Aquel océano es indudablementemuy abundante en pesca, pues en dos horas cogimos un gran número dep t e ry s c h t i s, e igualmente otros peces pertenecientes a la familia también extin-guida de los d i p t e r i d e s, si bien mi tío no pudo reconocer el género. Todos esta-ban privados del órgano de la visión. Aquella pesca inesperada, a más de lomucho que nos divirtió y ayudó a matar el tiempo, re n ovó nuestras p rov i s i o n e s .

Así, pues, parecía evidente que aquel mar no encerraba más que especiesfósiles, en que los peces, lo mismo que los reptiles, son tanto más perf e c t o scuanto más antigua es su cre a c i ó n .

¿Y no encontraremos algunos de esos saurios que la ciencia ha re h e c h ocon un fragmento de hueso o de cart í l a g o ?

Tomó el anteojo y examinó el mar. Está desiert o. Sin duda estamosaún demasiado cerca de las costas.

Re c o r ro el espacio. ¿Por qué en esas pesadas capas atmosféricas no batensus alas las aves re c o n s t ruidas por el inmortal Cuvier? Los peces les suminis-trarían una nutrición suficiente. Ob s e rvo el horizonte, pero la atmósfera estádeshabitada lo mismo que las costas.

Sin embargo, mi imaginación me arrastra a las maravillosas hipótesisde la paleontología. Sueño despiert o. Creo ver en la superficie de las aguasaquellos enormes quersitos, aquellas tortugas antediluvianas que pare c í a nislotes flotantes. Me parece ver transitar por las sombrías playas los grandesm a m í f e ros de los primeros días, el leptoterio, hallado en las cavernas del Br a-sil, el mericoterio, venido de las heladas regiones de la Siberia. Más adelante,el paquidermo lofiodon, gigantesco cerdo, se oculta detrás de las rocas, dis-puesto a disputar su presa al anoploterio, animal extraño que participa delr i n o c e ronte, del caballo, del hipopótamo y del camello, como si el Cre a d o r,teniendo demasiada prisa en las primeras horas del mundo, hubiese re u n i d ovarios animales en uno solo. El mastodonte celoso esgrime su trompa yp u l veriza con sus colmillos la roca de la costa, en tanto que el megaterio, apun-talado en sus enormes patas, escarba la tierra despertando con sus rugidos eleco de los granitos sonoros. Más arriba se encarama por las arduas cimas elp rotopiteco, el primer mono que apareció en la superficie del globo. Másarriba aún, el pterodáctilo, de manos aladas, se desliza como un anchísimom u rciélago por entre las brumas del aire comprimido. En fin, en las últi-mas capas, aves inmensas, más fuertes que el casuario, más vo l u m i n o s a sque el ave s t ruz, despliegan sus vastas alas y van a tro p ezar con su cabeza en lap a red o en la bóveda granítica.

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Todo el mundo fósil renace en mi imaginación. Re t rocedo a las épocasbíblicas de la creación del mundo mucho antes del nacimiento del hombre ,cuando a éste no le bastaba la tierra aún incompleta. Mi sueño va aún másallá de la aparición de los seres animados. Los mamíferos desaparecen, y luegolas aves, y después los reptiles de la época secundaria, y por último lospeces, los crustáceos, los moluscos, los articulados. Los zoófitos del períodode transición desaparecen a su vez. Toda la vida de la tierra se resume en mí,y mi corazón es el único que late en este mundo despoblado. No hay ya esta-ciones, no hay ya climas; el calor propio del globo aumenta sin cesar y neu-traliza el del astro radioso. La vegetación se exagera. Paso como una sombraen medio de los helechos arborescentes, hollando con mi pie inseguro lasmargas del color del iris y las abigarradas asperezas, me apoyo en el tronco deconíferas inmensas, y me echo a la sombra de los esfenófilis, de los asterófi-tos, y de los licopodios que tienen cien pies de altura.

¡Los siglos pasan como días! Me remonto por la serie de las transfor-maciones terre s t res. Las plantas desaparecen; las rocas graníticas pierden sud u reza; el estado líquido remplaza al sólido bajo la acción de un calor másintenso; las aguas corren por la superficie del globo, hierven, se vo l a t i l i z a n ;los va p o res envuelven la tierra, que poco a poco se reduce a una masa gase-osa, que llega a la temperatura roja blanca, grande como el sol y como el solb r i l l a n t e .

En el centro de esta nebulosa, un millón cuatrocientas mil veces másvoluminosa que el globo que ha de formar un día, me siento arrastrado alos espacios planetarios. Mi cuerpo se sutiliza, se sublima a su vez y se mez-cla como un átomo a esos inmensos va p o res que trazan en el infinito su órbitai n f l a m a d a .

¡ Qué sueño! ¿A dónde me arrastra? ¡Mi mano calenturienta vierte en elpapel extraños pormenores! ¡Todo lo he olvidado, el profesor y el guía y laalmadía! Una fascinación se ha apoderado de mi espíritu...

— ¿ Qué tienes? —dijo mi tío.Mis ojos, extraordinariamente abiertos, se fijan en él sin ve r l e .— ¡ Cuidado, Axel, que te vas a caer al mar!Al mismo tiempo me sentí vigorosamente asido por la mano de Ha n s ,

sin cuyo auxilio me hubiera precipitado en las olas dominado por mis u e ñ o.

— ¿ Te has vuelto loco? —exclamó el pro f e s o r.— ¿ Hay alguna novedad? —dije, al fin, volviendo en mí.—¿Estás enfermo?

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— No; he tenido un momento de alucinamiento, pero se ha desva n e-c i d o. Por lo demás, ¿marcha todo al compás de nuestros deseos?

—Sí, buen viento, buena mar. Avanzamos con rapidez, y si no he cal-culado mal, no tard a remos en llegar a tierra.

Al oír estas palabras, me levanto, examino el horizonte y veo que la líneade agua sigue confundiéndose con la línea de las nubes.

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S á b a d o, 15 de agosto. El mar conserva su monótona uniformidad. Ni n-guna tierra a la vista. El horizonte parece exc e s i vamente alejado.

Tengo la cabeza pesada a consecuencia de mi alucinamiento.Mi tío, aunque no ha soñado ni tenido pesadillas, como yo, está muy

displicente. Armado de su anteojo, re c o r re todos los puntos del océano, yluego se cruza de brazos con despecho.

Voy viendo que el profesor Lidenbrock recobra su habitual impaciencia,y lo consigno en mi diario. Su mal carácter ha recobrado el predominio ques o b re él ejercía, desde que han terminado mis padecimientos y peligros quee n g e n d r a ron en su corazón algunos sentimientos tiernos. ¿De qué pro c e d esu mal humor? ¿No favo recen acaso las circunstancias nuestro viaje? ¿Non a vega rápidamente nuestra almadía?

— ¿ Siente usted alguna zo zobra, tío? —le dije al ver la frecuencia con queenfocaba el anteojo.

— Ni n g u n a .—¿Alguna impaciencia?— Mo t i vos hay para estar impaciente.— Me parece que no podemos quejarnos de la velocidad de la marc h a .— ¿ Qué me importa la velocidad? Ésta no es pequeña, pero el mar es

demasiado grande.Re c o rdé entonces que el pro f e s o r, poco antes de emprender la marc h a

por el golfo, no creía que la extensión de éste excediese de 30 leguas. Ha b í a-mos recorrido desde entonces un espacio tres veces mayo r, y aún no se dis-tinguían las costas del Su r.

— Ya comprendes que navegando no bajamos —continuó el pro f e-sor—, y bajar es lo que yo quiero. Lo demás es tiempo perd i d o. ¿Pues qué?¿ Habría hecho tantos sacrificios para dar un paseo en bote por las aguas deuna charc a ?

¡ Paseo en bote llama mi tío a nuestro viaje, y a este mar le llama charc a !— Pe ro —dije yo— puesto que hemos seguido el derro t e ro indicado por

Sa k n u s s e m m . . .— He aquí lo que no sabemos. ¿Hemos seguido realmente ese derro t e ro ?

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¿ Encontró Saknussemm esta extensión de agua? ¿La atravesó? ¿No nos habráextraviado completamente el arroyo que tomamos por guía?

— De todos modos, no debe pesarnos haber llegado aquí. Este espectá-culo es magnífico, y. . .

— ¿ Quién piensa en espectáculos? Yo quiero alcanzar el objetivo que mehe pro p u e s t o. ¡No me hables, pues, de espectáculos!

No eché en saco roto la adve rtencia, y me propuse tenerla muy pre-sente para mi gobierno. Dejé al profesor devorado por su impaciencia fre n é-tica. A las tres de la tarde, Hans reclamó su paga, y se le entre g a ron los tre sr i xd a l e s .

Do m i n g o, 16 de agosto. Ninguna novedad part i c u l a r. El mismo tiempo.La temperatura tiende a bajar ligeramente. Mi primer cuidado, apenas abrolos ojos, es cerciorarme de la intensidad de la luz. Estoy siempre temiendoque el fenómeno eléctrico se debilite y extinga. Sin embargo, persiste comos i e m p re, y en la superficie de las olas sigue pintándose, perfectamente des-tacada, la sombra de la almadía.

¡Este mar debe de ser infinito! Debe de tener la extensión del Me d i t e-rráneo, y tal vez la del At l á n t i c o. ¿Por qué no?

Mi tío echa con frecuencia la sonda. Es una sonda que se ha improv i s a d oatando una azada, la de más peso que ha encontrado, al extremo de una cuerd a .Deja hundirse el escandallo hasta doscientas brazas, y no encuentra el fondo.Después, al quererlo sacar, encontramos bastante re s i s t e n c i a .

Cuando la azada vuelve a bordo, Hans me hace notar en ella señales bas-tante marcadas. Diríase que el hierro ha sido vigorosamente apretado entredos cuerpos duro s .

Mi ro al cazador— ¡Tänder ! —dice.No lo compre n d o. Me vuelvo hacia mi tío, enteramente absorbido en

sus reflexiones. No quiero sacarle de ellas, y miro de nuevo al islandés. Éste,abriendo y cerrando varias veces la boca, me hace comprender su pensamiento.

— ¡ Dientes! —dije con asombro, examinando más atentamente el hierro.¡Sí! ¡Son dientes que han hecho mella en el duro metal! ¡Las mandíbu-

las que están con ellos armadas deben de estar dotadas de una fuerza pro d i-giosa! ¿Serán las de un monstruo de las especies perdidas que se agita bajo lacapa profunda de las aguas, más voraz que un tiburón, más fuerte que unaballena? ¡No puedo separar mis miradas del hierro medio roído! ¿Va a con-ve rtirse en realidad mi sueño de la noche?

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Durante todo el día me preocupan estos pensamientos, y apenas consi-gue calmar mi imaginación un reposo de algunas horas.

Lunes, 17 de agosto. Pro c u ro re c o rdar los part i c u l a res instintos de aque-llos animales antediluvianos de la época secundaria, que, sucediendo a losmoluscos, a los crustáceos y a los peces, pre c e d i e ron a la aparición de los mamí-f e ros en el globo. El mundo pertenecía entonces a los reptiles, monstruos dis-formes, que reinaban como dueños absolutos en los mares jurásicos. ¡La natu-r a l eza les había otorgado la organización más completa! ¡Qué estructura tangigantesca! ¡Qué fuerza tan prodigiosa! ¡Los saurios actuales, caimanes o coco-drilos, más grandes y más temibles, no son más que ridículas re d u c c i o n e sde sus padres de las primeras edades!

Me estre m ezco sólo al evocar semejantes monstruos. Ningún ojo humanolos había visto vivos. Ap a re c i e ron en la tierra mil siglos antes que el hom-b re, pero sus osamentas fósiles, encontradas en esas calizas arcillosas que losingleses llaman l i a s, han permitido re c o n s t ruirles anatómicamente y conocersu colosal conformación.

En el Museo de Hamburgo he visto el esqueleto de uno de esos sau-rios, cuya longitud no baja de 30 pies. ¿Yo, habitante de la tierra, estaré des-tinado a encontrarme cara a cara con esos re p resentantes de una familia ante-diluviana? ¡No! Es imposible. Sin embargo, la marca de los poderosos dien-tes está grabada en el hierro, y por la forma de la impresión re c o n o zco queson cónicos como los del cocodrilo.

Con espanto fijo en el mar mis miradas. Temo ver salir algunos de esosm o n s t ruos de las cavernas submarinas.

Supongo que el profesor Lidenbrock participa de mis ideas, ya que node mis temores, pues desde que examinó el hierro re c o r re sin cesar el océ-ano con solícitas miradas.

« ¡ Maldita sea —dije para mis adentros— la ocurrencia que le ha dadode sondear! ¡Ha turbado a algún animal en su re t i ro, y si en el camino somosa t a c a d o s . . . ! »

Echo una mirada a mis armas, y me aseguro de su estado. Mi tío me haceuna señal de apro b a c i ó n .

C i e rtos remolinos producidos en la superficie del agua indican ya la tur-bación de sus apartadas capas. El peligro está próximo. Vi g i l e m o s .

Ma rtes, 18 de agosto. Llega la noche, o por mejor decir, el momento enque el sueño nos hace bajar los párpados, pues no hay noche en aquel

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océano, y la implacable luz fustiga con su obstinación nuestros ojos, como sin a vegásemos bajo el sol de los mares árticos. Hans no suelta la caña del timón.Mientras él está de guardia, yo duermo.

Dos horas después de haberme dormido, me despierta un espantoso sacu-d i m i e n t o. La almadía ha sido levantada por encima de las olas con un indes-criptible empuje y lanzada a la distancia de 20 toesas.

— ¿ Qué sucede? —exclama mi tío—. ¿Hemos tocado?.Hans indicó con el dedo, a una distancia de 200 toesas, una masa negru zc a ,

que subía y bajaba sucesivamente. Miré y exc l a m é :— ¡ Una marsopa colosal!—Sí —replicó mi tío—, y también un lagarto de un tamaño poco común.—¡Y más adelante un cocodrilo monstruoso! Ved sus anchas mandíbu-

las y las hileras de dientes de que están armadas! ¡Ah! ¡De s a p a re c e !— ¡ Una ballena! ¡Una ballena! —grita el profesor—. ¡Distingo sus enor-

mes aletas natatorias! ¡Cuánto aire y cuánta agua arroja por sus espiráculos!En efecto, dos columnas líquidas se elevaban sobre el mar a una altura

considerable. Quedamos sorprendidos, asombrados, espantados, en pre-sencia de aquel rebaño de monstruos marinos. Sus dimensiones son sobre-naturales, y el menor de ellos rompería la almadía de una sola dentellada.Hans quiere virar en redondo para huir de aquellos peligrosos vecinos, perove venir hacia popa otros enemigos no menos formidables, una tortuga quetiene de ancho 40 pies y una serpiente que de largo tiene 30, y vibra su enormec a b eza encima de las olas.

La fuga es imposible. Tenemos cortada la retirada. Los reptiles se acer-can; dan vueltas alrededor de la almadía con una rapidez que supera a la deuna locomotora a todo va p o r, y trazan alrededor círculos concéntricos. Hecogido mi carabina. ¿Pe ro qué efecto puede producir una bala en las invul-nerables escamas de que está cubierto el cuerpo de tan terribles animales?

Estamos mudos de espanto. ¡Se acercan! Por un lado el cocodrilo, por otrola serpiente. Los demás monstruos han desapare c i d o. Voy a hacer fuego. Ha n sme detiene con un ademán. Los dos monstruos pasan a 50 toesas de laalmadía, se precipitan uno contra otro, y su furor les impide reparar enn o s o t ro s .

Se empeña el combate a 100 toesas de la almadía. Vemos distinta-mente los dos monstruos agarrarse.

Pe ro me parece que los demás animales acuden para tomar parte en lalucha, la marsopa, la ballena, el lagarto, la tortuga. Los entre veo a cada ins-tante. Se los enseño al islandés, y éste hace con la cabeza una señal negativa .

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—T va — d i c e .—¡Cómo! ¿Dos? Pretende que dos animales solos...—Y tiene razón —exclama mi tío, que no suelta un instante el anteojo.— ¿ De ve r a s ?—¡Sí.! El primero de esos monstruos tiene el hocico de marsopa, la cabez a

de lagarto, los dientes de cocodrilo, y he aquí lo que nos ha enseñado. Es elmás temible de los reptiles antediluvianos, es el ictiosauro.

—¿Y el otro ?— El otro es una serpiente escondida bajo la concha de una tortuga, el

terrible enemigo del ictiosauro, es el plesiosauro.Hans ha estado en lo ciert o. Así turban dos monstruos solos la superf i-

cie del mar, y tengo en mi presencia dos reptiles de los océanos primitivo s .Pe rcibo el ojo sangriento del ictiosauro, grande como la cabeza de un hom-b re. La naturaleza le ha dotado de un aparato óptico de un poder incompa-rable y capaz de resistir a la presión de las capas de agua en las pro f u n d i d a d e sque habita. No en vano se le ha llamado la ballena de los saurios, porque tienede la ballena la rapidez y la talla. No mide menos de 100 pies, y puede juz-garse de su magnitud cuando levanta encima del oleaje las membranas ve r-ticales de su cola. Su quijada es enorme, y según los naturalistas no cuentamenos de 182 dientes.

El plesiosauro, serpiente de tronco cilíndrico, tiene la cola y las patas dis-puestas en forma de re m o. Su cuerpo está enteramente acorazado con unaconcha de tortuga, y su cuello, flexible como el del cisne, se levanta a 30 piesencima de las olas.

Los dos animales se atacan con indescriptible furia. Levantan monta-ñas líquidas que re f l u yen hasta la almadía, y nos ponen veinte veces a puntode zo zo b r a r. Se oyen silbidos de una intensidad prodigiosa. Las dos bestiasestán enlazadas, sin que yo pueda distinguir una de otra. Todo es de temerde la rabia del ve n c e d o r.

Pasa una hora, pasan dos. Los combatientes se acercan y alejan sucesiva-mente de la almadía. No s o t ros permanecemos inmóviles, prontos a hacerf u e g o.

De repente, el ictiosauro y el plesiosauro desaparecen abriendo unave rdadera sima en el seno de las olas. Tr a n s c u r ren algunos minutos. ¿Va a ter-minarse el combate en las profundidades del mar?

Súbitamente se lanza fuera una cabeza enorme, la cabeza del plesiosauro.El monstruo está mortalmente herido. No percibo su inmensa coraza. Noveo más que su cuello que se enhiesta, se baja, vuelve a levantarse, se encorva ,

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flagela las olas como un látigo gigantesco y se re t u e rce como una lombriz cor-tada. El agua salta a una distancia considerable. Nos salpica, nos ciega. Pe roluego la agonía del reptil toca a su fin, sus movimientos disminuyen, sus con-torsiones se aplacan, y aquel enorme tro zo de serpiente flota como un tro n c oi n e rte sobre las olas ya calmadas.

En cuanto al ictiosauro, ¿se ha internado en su caverna submarina, o vaa re a p a recer en la superficie del mar?

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Mi é rcoles, 19 de agosto. Felizmente el viento que sopla con fuerza nosha permitido huir rápidamente del teatro de la lucha. Hans no se separa delgobernalle. Mi tío, arrancado momentáneamente de su idea fija por los inci-dentes de la lucha de las dos fieras, vuelve a contemplar el mar con la impa-ciencia propia de su carácter.

El viaje recobra su monótona uniformidad, que no deseo ver interru m-pida por peripecias como las de aye r.

Ju e ves, 20 de agosto. Viento NNE. bastante desigual. Temperatura caliente.Na vegamos a una velocidad de tres leguas y media por hora.

Hacia mediodía se oye un ruido lejano, que no puedo explicar, pero con-signo el hecho. Es un mugido continuo.

—A alguna distancia de aquí —dijo el profesor—, hay alguna roca oislote en que el mar se estre l l a .

Hans sube al tope, y no distingue ningún escollo. En cuanto alcanza lavista, el océano no ofrece más que agua.

Pasan tres horas. Pa rece que los mugidos provienen de un salto de agual e j a n o.

Así lo hago notar a mi tío, el cual sacude la cabeza. Yo no creo, sin embargo,engañarme. ¿Vamos derechos a alguna catarata que nos precipitará en elabismo? Es posible que un modo tan extraño de bajar guste al pro f e s o r, quebusca siempre la ve rtical, pero lo que es a mí...

Ello es que a algunas leguas de aquí se produce un fenómeno estre p i t o s o ,p o rque los mugidos son cada vez más violentos. ¿Vienen del cielo o del océano?

Dirijo mi vista hacia los va p o res suspendidos en la atmósfera, y pro c u rosondear su profundidad. El cielo está tranquilo. Las nubes, elevadas en lo másalto de la bóveda, permanecen inmóviles y se pierden en la intensa irradiaciónde la luz. Es pues, preciso buscar en otra parte la causa del fenómeno.

Entonces interrogo el horizonte, que se presenta puro y libre de bru m a s .Su aspecto no ha va r i a d o. Pe ro si el ruido proviene de un salto de agua o deuna catarata, si todo este océano se precipita en un depósito inferior, si esosmugidos son el efecto de una exuberancia de agua que cae, la corriente

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necesariamente debe de activarse, y su velocidad creciente puede darme lamedida del peligro que nos amenaza. Consulto la corriente. No hay corrientealguna. Echo al mar una botella vacía, y queda a sotave n t o.

A cosa de las cuatro, Hans se levanta, se encarama por el palo y sube altope, desde donde su mirada re c o r re el arco de círculo que describe el océ-ano delante de la almadía y se detiene en un punto. Su semblante no expre s ala menor sorpresa, pero su mirada se fija con insistencia en un punto deter-m i n a d o.

—Algo ha visto —dice mi tío.— Tal cre o.Hans baja del tope, y extiende su brazo hacia el Su r, diciendo:— ¡Der nere!—¿All abajo? —responde mi tío.Y asestando el anteojo, mira con atención durante un minuto que me

p a rece un siglo.—¡Sí! ¡Sí! —exc l a m a .— ¿ Qué ve i s ?— Una inmensa columna de agua que se levanta por encima de las olas.—¿Algún otro monstruo marino?— Tal vez .— Entonces vayamos más al Oeste, ya que sabemos lo que pueden dar

de sí estos monstruos antediluvianos.— Sigamos adelante —responde mi tío.Me vuelvo hacia Hans, que conserva el mismo rumbo con inflexible

v i g o r.Sin embargo, no bajará de diez leguas la distancia que nos separa del ani-

mal, y si desde tan considerable distancia distinguimos la columna de aguaque arroja por sus espiráculos, debe de ser un monstruo de formidablesp ro p o rciones. Evitar su encuentro sería conformarse a las leyes de la más vul-gar prudencia, pero no hemos venido aquí para ser pru d e n t e s .

Adelante, pues.Cuanto más nos acercamos, tanto mayor nos parece la columna de agua.

¿ Qué monstruo puede aspirar una cantidad de agua semejante y expelerla sini n t e r ru p c i ó n ?

Menos de dos leguas nos separan de él a las ocho de la noche. Sucuerpo negru zco, enorme, monstruoso, se extiende como un islote. ¿Es ilu-sión o espanto? ¡Me parece que su longitud pasa de 1.000 toesas! ¿Qu écetáceo es ese de quien nada nos han dicho ni los Cuvier ni los Bl u m e n b a c h ?

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Está inmóvil y como dormido. El mar no puede mecerle, y las olas circ u l a na su alre d e d o r. La columna de agua, que sube a una altura de 500 pies, caeen forma de lluvia con un ruido que aturde. Corremos como unos insensa-tos hacia aquella espantosa mole, que necesita para alimentarse cien ballenasd i a r i a s .

So b recogido de terro r, no quiero ir más lejos. Cortaré, si es preciso, ladriza de la verga. Me rebelo contra el pro f e s o r, que no me hace caso.

Hans se levanta de repente y señalando con el dedo el punto amenazador:—¡ Holme! — d i c e .— ¡ Una isla! —exclama mi tío.— ¡ Una isla! —digo yo encogiéndome de hombro s .— Evidentemente —responde el pro f e s o r, soltando una estre p i t o s a

c a rc a j a d a .— ¿ Pe ro esta columna de agua?—¡ Ge y s e r ! — responde Ha n s .— ¡ Un geyser! ¿Quién lo duda? —responde mi tío—. Un geyser análogo

a los de Is l a n d i a .Me ave r g ü e n zo de haberme engañado tan groseramente. ¡Tomar un islote

por un monstruo marino! Pe ro no cabe la menor duda, y tengo que confesarmi erro r. Estoy en presencia de un fenómeno que nada tiene de extraord i n a r i o.

A medida que nos acercamos adquiere grandiosidad la líquida columna.El islote re p resenta, efectivamente un inmenso cetáceo, cuya cabeza dominalas olas, descollando sobre ellas 10 toesas. El geyser, que los islandeses pro-nuncian g e y s i r, y significa f u ro r, se eleva majestuosamente en uno de sus extre-mos. Resuenan con frecuencia sordas detonaciones, y el enorme chorro, comoacometido de violentas cóleras, sacude su penacho de va p o res saltando hastala primera capa de nubes. Está solo, sin que le rodee ninguna humareda, nitenga cerca ningún manantial caliente, resumiéndose en él todo el poder vo l-c á n i c o. Los rayos de la luz eléctrica acarician la deslumbradora columna, for-mando un iris de los más brillantes colores con cada una de las gotas de aguaque lo componen.

— Atraquemos —dice el pro f e s o r.Pe ro es preciso evitar ese sifón de agua que en un instante echaría a pique

la almadía. Hans, maniobrando diestramente, nos lleva al otro extremo deli s l o t e .

Caminamos sobre un granito mezclado con toba silícea. El terreno gimebajo nuestros pies como una caldera en que se arremolina un vapor dema-siado caliente. Llegamos delante de una especie de charca central, de la cual

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sale el geyser. Meto en el agua, que brota hirviendo, un termómetro de decli-nación, y señala el mercurio un calor de 163º.

Aquella agua sale, pues, de un foco ardiente, contradiciendo singular-mente las teorías del profesor Lidenbrock, como se lo hago yo notar con nomucha pru d e n c i a .

—¿Y qué? —me respondió—. ¿Qué prueba eso contra mi doctrina?— Nada —digo yo secamente, viendo que no he de poder sacar nin-

gún partido de una terquedad tan absoluta.Con todo, debo confesar que hasta ahora la suerte nos ha sido muy pro-

picia, y que por una razón que no se me alcanza, el viaje se ha llevado ade-lante en buenas condiciones de temperatura. Pe ro me parece evidente quel l e g a remos un día u otro a regiones en que el calor central alcance los más ele-vados límites, y deje atrás todos los grados que son susceptibles de indicar lost e r m ó m e t ro s .

Vi vamos y ve remos. Tal es la frase sacramental del pro f e s o r, el cual,después de haber bautizado el islote volcánico con el nombre de su sobrino,da la señal de embarq u e .

Durante algunos minutos sigo contemplando el geyser. Noto que su cho-r ro es irregular e intermitente, disminuyendo algunas veces de intensidad pararecobrar luego nuevo vigor, lo que atribuyo a las variaciones de presión de losva p o res acumulados en su depósito.

Pa rtimos, al fin, doblando las escarpadas rocas del Su r. Hans, durantenuestra detención, ha reparado algunas averías de la almard í a .

Antes de pasar más adelante, hago algunas observaciones para calcular ladistancia que hemos recorrido, y apunto su resultado en mi diario. De s d ela ensenada Graüben hemos atravesado 270 leguas de mar, y estamos debajode Inglaterra, a 260 leguas de Is l a n d i a .

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X X X V

Vi e rnes, 21 de agosto. Hasta el día siguiente no perdimos de vista el mag-nífico geyser. El viento ha re f rescado, y nos ha alejado con rapidez del isloteA xel, cuyos mugidos se han extinguido poco a poco.

Amenaza alguna variación atmosférica. El aire se carga de brumas que seapoderan de la electricidad formada por la evaporación de las aguas salinas;las nubes bajan sensiblemente y toman un color uniformemente ve rdoso; losr a yos eléctricos pueden apenas atravesar aquel opaco telón corrido sobre elt e a t ro en que va a ponerse en escena el drama de las tempestades.

Me siento impresionado, como impresionado está en la tierra todo loc reado al acercarse un cataclismo. Los c u m u l u s a g rupados en el Sur pre s e n-tan un aspecto siniestro, el aspecto i n e xo ra b l e que he notado con fre c u e n c i aal empezar las tormentas. El aire está pesado y el mar tranquilo.

Se ven nubes a lo lejos, que parecen enormes balas de algodón acumu-ladas en pintoresco desorden; se hinchan poco a poco y pierden en númerolo que ganan en volumen; y su pesadez es tal, que no pueden despre n d e r s edel horizonte; pero al impulso de las corrientes elevadas se condensan más ymás y presentan luego una sola capa de imponente aspecto. De cuando encuando una pelota de va p o res, aún no del todo oscurecida, rebota sobre elceniciento tapiz hasta que se confunde con una masa opaca.

Evidentemente, la atmósfera está cargada de flúido del cual yo part i c i p o.Se me erizan los cabellos como si tuviese cerca una máquina eléctrica fun-

c i o n a n d o. Me parece que si en este momento me tocasen mis compañero s ,experimentarían una conmoción violenta.

A las diez de la mañana, los síntomas de tempestad son más decisivo s .Diríase que el viento descansa para tomar aliento y brío, y la nube se me figuraun odre inmenso que se llena de huracanes.

No quiero creer en amenazas del cielo, y, sin embargo, no puedo abste-nerme de decir:

— Mal tiempo se pre p a r a .El profesor no responde. Está de un humor tal que no puede sufrirse a

sí mismo, viendo que el océano se prolonga indefinidamente. A cuanto ledigo contesta encogiéndose de hombro s .

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— Te n d remos tempestad —exclamé tendiendo la mano hacia el hori-zonte—. Esas nubes bajan como si quisieran aplastar el mar.

Silencio general. El viento calla. La naturaleza no respira, parece muert a .A lo largo del palo, en que empieza a centellear débilmente el fuego de Sa nTelmo, la vela cae con pausada gravedad en pesados pliegues. La almadía estáinmóvil en medio de una mar gruesa aunque sin oleaje. Pe ro ya que no seanda, ¿por que no se amaina la vela que puede causar nuestra perdición alprimer choque de la tempestad tan inminente?

—¡Arriemos la vela! —dije en voz alta—. ¡Y aún será mejor que desar-bolemos! La prudencia lo aconseja.

— ¡ No, aunque nos lleve el diablo! —exclamó mi tío—. ¡No y cien ve c e sno! ¡Que nos haga zo zobrar el viento! ¡Que la tempestad nos eche a pique!¡ Pe ro que vea, al fin, las rocas de una costa, aunque en ellas se estrelle nuestraa l m a d í a !

No ha acabado aún mi tío de pronunciar estas palabras, cuando por ellado del Sur el horizonte toma súbitamente otro aspecto. Los va p o res acu-mulados se re s u e l ven en agua, y el aire violentamente solicitado para col-mar los vacíos producidos por la condensación se hace huracán. Procede delos más remotos extremos de la cave r n a .

La oscuridad aumenta de tal modo que apenas me permite tomar algu-nas notas incompletas.

La almadía se levanta dando saltos. Mi tío cae. Yo me arrastro hacia él,que se agarra con fuerza a un cable y contempla, sin embargo, con placeraquel espectáculo de los elementos desencadenados.

Hans permanece firme. Sus largos cabellos, desgreñados por el huracán,que azota con ellos su ro s t ro, acaban de alterar su extraña fisonomía, termi-nando cada una de sus puntas en un lucecilla fosfórica. Diríase, al ver su espan-toso semblante, que es un hombre antediluviano, contemporáneo de losi c t i o s a u ros y de los megaterios.

El palo de la almadía resiste. La vela se hincha como una burbuja pró-xima a re ve n t a r. La embarcación avanza con una violencia que no puedo cal-c u l a r, pero no tan de prisa como las gotas de agua que levanta escupiéndo-las en línea recta a larga distancia.

— ¡ Abajo la vela! ¡Abajo la vela! —digo yo a mis compañero s .— ¡ No! —responde mi tío.—Ne j — repite Hans, moviendo lentamente la cabez a .La lluvia forma entre tanto una catarata estrepitosa ante aquel horizo n t e ,

hacia el cual corremos como insensatos. Pe ro antes de llegar a nosotros la nube

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se desgarra, entra el mar en efervescencia, y se pone en juego la electricidadp roducida por una acción quimérica, poderosa, que se ejerce en las capass u p e r i o res. Se mezclan las centelleantes vibraciones del rayo a los imponen-tes estampidos del trueno; numerosos relámpagos se cruzan en medio delas detonaciones; los va p o res se inflaman como una fragua; arroja luz el gra-n i zo que da contra el metal de nuestras herramientas y nuestras armas, y lasolas hinchadas parecen cerros ignívomos que alimentan en sus entrañas unfuego activo, y cada una de ellas ostenta en su cresta un penacho de llama.

La intensidad de la luz deslumbra mis ojos, el estrépito del trueno des-garra mis oídos. ¡Tengo que agarrarme al palo de la almadía que al violentoimpulso del huracán se dobla como una endeble caña!

( Aquí mis notas de viaje aparecen muy incompletas. No apunté másque algunas observaciones fugitivas, tomadas, si así puede decirse, maqui-nalmente. Pe ro tan bre ves y oscuras como son, llevan el sello de la agitaciónque dominaba mi alma, y expresan la situación mejor que pudiera hacerlo mim e m o r i a . )

Do m i n g o, 23 de agosto. ¿Dónde nos hallamos? Somos arrastrados con unar a p i d ez que no puede medirse.

La noche ha sido espantosa. Vivimos envueltos en un fuego perenne, enuna detonación incesante. De nuestros oídos brota sangre, y no podemosh a b l a r n o s .

Los relámpagos no cesan. Veo cómo culebrean retrógradamente, y des-pués de una rápida fulminación, vuelven de abajo a arriba y van a herir lab ó veda de granito. ¡Si llegase ésta a desplomarse! Ot ros relámpagos se bifur-can o toman la forma de globos de fuego que estallan como bombas. No poreso aumenta el general ruido, porque ha traspasado ya el límite que puedep e rcibir el oído humano, y aun cuando saltaran a la vez todos los polvo r i-nes del mundo, no oiríamos más estruendo que el que oímos.

Hay en la superficie de las nubes una emisión de luz continua; de susmoléculas se desprende incesantemente la materia eléctrica; se han alteradoevidentemente los principios gaseosos del aire, y columnas de agua innu-merables se lanzan a la atmósfera y caen echando espuma.

¿A dónde vamos...? Mi tío está echado cuan largo es en un extremo dela almadía.

El calor aumenta. Mi ro el termómetro, señala... (La cifra está borrada.)

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Lunes, 24 de agosto. ¡No acabará esta lucha! ¿Por qué no ha de poder serd e f i n i t i vo el estado de esta atmósfera, una vez modificado?

Estamos quebrantados de fatiga. Hans sigue imperturbable. La alma-día corre invariablemente hacia el Sudeste. Desde el islote Axel hemos andadomás de 200 leguas.

El huracán arrecia al mediodía, y nos obliga a amarrar sólidamente todoslos objetos que componen el cargamento. También nosotros tenemos queagarrarnos. Las olas pasan por encima de nuestras cabez a s .

En tres días no podemos dirigirnos la palabra. Abrimos la boca, move-mos los labios, y no se produce ningún sonido apreciable. No nos oímos aun-que aplique uno sus labios al oído de otro.

Mi tío se me ha acerc a d o. Ha articulado algunas palabras. Creo que meha dicho: «Estamos perdidos.» No puedo asegurarlo.

Tomo el partido de escribirle estas palabras: «Arriemos la ve l a . »Me hace señal de que consiente en ello.Pe ro apenas ha tenido tiempo de hacerme esta señal, cuando un disco de

fuego nos asalta por la borda. La vela es arrancada con el palo que la sos-tiene y con él vuela a una altura prodigiosa, semejante a un ptero d á c t i l o ,a ve fantástica de los primeros siglos.

Estamos helados de espanto. El disco, mitad blanco, mitad azulado, esdel tamaño de una bomba de diez pulgadas. Se pasea lentamente, girandocon sorprendente velocidad al soplo del huracán. Pasa de un lado para otro ,se detiene un momento en la borda de estribor, salta sobre el saco de prov i-siones, desciende ligeramente, bota, roza con sus alas de llama la caja dep ó l vora. ¡Qué horror! ¡Vamos a volar! No, el disco deslumbrador se separa,se acerca a Hans, el cual le mira fijamente; se acerca a mi tío, que se echa derodillas para evitar su choque; por último, se acerca a mí, que palidezco ytiemblo espantado por su luz y calor, y da vueltas y revueltas alrededor de mipie, que quiero levantar y no puedo.

La atmósfera se llena de un olor de gas nitroso que se introduce en la gar-ganta y en los pulmones. Nos ahogamos.

¿ Por qué no puedo levantar el pie? ¡Está clavado, remachado, en la alma-día! ¡Ah! La caída de ese globo eléctrico ha imantado todo el hierro de a bord o ;los instrumentos, las herramientas, las armas se agitan y chocan entre sí conun agudo chas-chas que parece una crepitación, y los clavos de mis zapatosestán fuertemente adheridos a una plancha de hierro clavada en la madera.¡ No puedo mover el pie!

Lo arranco al fin, haciendo un esfuerzo violento, en el instante pre c i s o

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de ir el globo a envo l verlo en su movimiento de rotación y a arrastrarme, sí...¡Ah! ¡Qué intenso resplandor! ¡El globo estalla! ¡Nos inunda un mar de

l l a m a s !Después todo se apaga. He tenido tiempo de ver a mi tío tendido en la

almadía, y a Hans sin separarse del timón y escupiendo fuego bajo la influen-cia de la electricidad que le penetra.

¿A dónde vamos? ¿A dónde va m o s ?

Ma rtes, 25 de agosto. Salgo de un largo desva n e c i m i e n t o. La tempestadno cesa; los relámpagos se desencadenan como una nidada de serpientes naci-das en la atmósfera.

¿Estamos aún en el mar? Sí. ¡Arrastrados a una velocidad incalculable,hemos pasado por debajo de Inglaterra, del Canal de la Mancha, de Fr a n c i a ,tal vez de Eu ropa entera!

¡ Se oye un nuevo ruido! ¡Evidentemente, lo produce el mar azo t a n d opeñascos...! Pe ro entonces...

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X X X V I

Aquí termina lo que he llamado mi diario de a bordo, felizmente salva d odel naufragio. Vu e l vo a narrar como narraba antes.

No puedo decir lo que pasó al chocar la almadía contra los escollos de lacosta. Me sentí envuelto en las olas, y si me libré de la muerte, si mi cuerpono se hizo pedazos en las agudas rocas, lo debo a que el vigoroso brazo deHans me arrancó del abismo.

El animoso islandés me puso fuera del alcance de las olas, dejándometendido en la abrasada arena donde me encontré al lado de mi tío.

Después volvió a las rocas para disputar al furioso oleaje que en ellas see s t rellaba algunos restos del naufragio. Yo no podía hablar; el cansancio físicoy moral me había quebrantado, y tardé más de una hora en re p o n e r m e .

Sin embargo, seguía cayendo una lluvia tempestuosa, un ve rd a d e ro dilu-vio, con esa fuerza multiplicada que suele ser el epílogo de las borrascas. Algu-nas rocas sobrepuestas nos abrigaron contra los torrentes del cielo. Hans pre-paró alimentos que no pude pro b a r, y todos, extenuados por tres noches devigilia, nos abismamos en un desapacible sueño.

El día siguiente amaneció magnífico. El cielo y el mar se habían apaci-guado por un común acuerd o. Todos los vestigios de la tempestad habíand e s a p a re c i d o. Así me lo dijo, al despertarme, mi tío, que estaba terriblementej ov i a l .

— ¿ Has descansado, muchacho? —me dijo.¿ No hubiera dicho cualquiera que nos hallábamos en la casa de Ko n i g s-

trasse, que yo bajaba tranquilamente del desván para almorz a r, y que en aquelmismo día se iba a celebrar mi casamiento con la pobre Gr a ü b e n ?

¡Ay! Por poco que la tempestad hubiese echado la almadía hacia el Este,habríamos pasado por debajo de Alemania, por debajo de mi querida ciudadde Hamburgo, por debajo de aquella casa en que vivía cuanto en el mundoamaba. De ella me hubieran separado entonces 40 leguas. ¡Pe ro 40 leguasve rticales de murallón de granito, que me obligaban a andar más de 1.000l e g u a s !

Todas estas dolorosas reflexiones cru z a ron por mi mente antes de con-testar a la pregunta de mi tío.

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—¿Conque —repitió él— no quieres decirme si has descansado?— Pe rfectamente —respondí—. Estoy aún molido, pero no será gran

c o s a .— No será nada, un poco de cansancio, y he aquí todo.— Me parece, tío, que estáis de muy buen humor esta mañana.— ¡ A l e g re como unas pascuas, muchacho! ¡No quepo de alegría en mi

pellejo! ¡Hemos llegado!—¿Al término de nuestra expedición?— No tanto, pero sí a la orilla de un mar que parecía un mar sin orillas.

Vamos ahora a viajar de nuevo por tierra y a hundimos ve rdaderamente enlas entrañas del globo.

— Permitidme, tío, una pre g u n t a .— Haz cuantas quieras, Axe l .—¿Y la vuelta?—¿La vuelta? ¿Piensas ya en vo l ver cuando aún no hemos llegado?—Sólo pregunto cómo se ve r i f i c a r á .— De la manera más sencilla y trivial del mundo. Llegados al centro

del esferoide o encontraremos un camino nuevo para vo l ver a la superf i c i eo vo l ve remos lisa y llanamente por el camino que hemos ya re c o r r i d o. Su p o n g oque no se habrá cerrado detrás de nosotro s .

— Será, pues, preciso poner en buen estado la almadía.—Es claro.— ¿ Pe ro tenemos bastantes provisiones para la realización de tan grandes

p roye c t o s ?— ¿ Quién lo duda? Hans es hombre hábil, y estoy seguro de que ha sal-

vado la mayor parte del cargamento. Vamos a verlo ahora mismo con nues-t ros propios ojos.

Salimos de aquella gruta abierta a todos los vientos. Yo abrigaba una espe-ranza que era al mismo tiempo un temor, me parecía imposible que el terri-ble abordaje de la almadía no hubiese dado al traste con todo lo que lle-vaba. Me engañaba. Encontré en la orilla a Hans en medio de una multi-tud de objetos colocados con orden. Mi tío le estrechó la mano con el mayo rre c o n o c i m i e n t o. El islandés, cuya abnegación era ve rdaderamente ejemplar,había trabajado mientras nosotros dormíamos, y salvado con peligro de suvida los objetos más pre c i o s o s .

No es decir que no hubiésemos experimentado pérdidas sensibles. Lap rovisión de pólvora estaba intacta, después de haber estado a punto de infla-marse durante la tempestad.

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— Nos hemos quedado sin armas de fuego —exclamó el pro f e s o r — .¿ Qué haremos? Nos abstendremos de cazar.

— Pe ro, ¿y los instru m e n t o s ?— Aquí está el manómetro, que es el principal, tanto, que por él hubié-

ramos dado todos los otros. No necesito más para calcular la profundidad ysaber cuándo llegamos al centro. Sin él nos expondríamos a ir más allá y salirpor los antípodas.

Esta jovialidad era fero z .—¿Y la brújula? —pre g u n t é .— Hela aquí, en esta roca, en buen estado, y lo mismo el cro n ó m e t ro y

los termómetros. ¡Ah! ¡El cazador vale más oro que pesa!Mucho valía en efecto, pues gracias a él no faltaba ningún instru-

m e n t o. En cuanto a herramientas y aparejos, distinguí en la playa escalas,c u e rdas, zapapicos, azadones, etc.

Teníamos que dilucidar aún una cuestión importantísima, la de losv í ve re s .

—¿Y las provisiones? —dije.— Vamos a ver cómo estamos —respondió mi tío. Las cajas que las contenían estaban alineadas en la playa en perfecto estado

de conservación. El mar las había respetado en su mayor parte, y entre galleta,cecina, ginebra y pescado seco había víve res para cuatro meses.

— ¡ Cu a t ro meses! —exclamó el profesor—. En cuatro meses tenemostiempo de ir y vo l ve r, y con la que sobre voy a dar un espléndido banquetea todos mis colegas de Jo h a n n œ u m .

Yo debía estar acostumbrado, desde mucho tiempo, al carácter de mi tío,y, sin embargo, no me cansaba de admirarlo más cada día.

—Ahora —dijo—, vamos a re n ovar nuestra provisión de agua con loque la lluvia de la tempestad ha depositado en estos hoyos de granito, y, porconsiguiente, nos pondremos a cubierto de la sed. En cuanto a la almadía,encargaré a Hans que se cuide de repararla, si bien es lo más probable que notengamos ya que recurrir a ella.

—¿Cómo? —exc l a m é .— Una idea que se me ha ocurrido, muchacho. Se me antoja que no

hemos de salir por donde hemos entrado.Miré al profesor con cierta desconfianza. Me pregunté si se había

vuelto loco. Y, sin embargo, podía muy bien suceder que dijese la ve rd a dc h a n c e á n d o s e .

— Vamos a almorzar —añadió.

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Le acompañé hasta llegar a una lengua de tierra bastante prominente, a lacual se dirigió después de haber dado al cazador sus instrucciones. Allí, concecina, galleta, té, improvisamos una excelente comida; una de las mejores quehe saboreado desde que vine al mundo. La necesidad, el aire libre y la calmadespués de tantas tribulaciones, me dieron hambre ve rdaderamente canina.

Durante el almuerzo, pregunté a mi tío dónde estábamos en aquelm o m e n t o.

— Me parece —dije— que es difícil calcularlo.— Exactamente, sí —respondió él—; es hasta imposible, porque durante

los tres días que ha durado la tempestad, no he podido tomar nota de la ve l o-cidad y dirección de la almadía, pero podemos determinar nuestra situa-ción aprox i m a d a m e n t e .

— En efecto, la última observación se hizo en el islote de Ge y s e r. . .— En el islote Axel, muchacho. No declines la imperecedera gloria de

haber dado tu nombre a la primera isla descubierta en el centro de la masat e r re s t re .

— ¡ Sea como queráis! En el islote Axel, habíamos atravesado unas dos-cientas sesenta leguas de mar y nos hallábamos a más de seiscientas deIs l a n d i a .

— Pues bien, sírvanos el islote Axel de punto de partida para nuestrasa p reciaciones, y contemos cuatro días de temporal deshecho, durante los cua-les no había bajado nuestra velocidad de ochenta leguas por singladura.

— Ya lo cre o. Debemos, pues, añadir trescientas leguas.—Sí, y el mar Lidenbrock tendrá poco más o menos seiscientas leguas

de una a otra orilla. Ya ves, Axel, que puede competir en extensión con elMe d i t e r r á n e o.

—Sí, sobre todo si lo hemos pasado a lo ancho y no a lo largo.—Como puede muy bien haber sucedido.—Y lo más curioso es —añadí yo—, si son exactos nuestros cálculos, que

tenemos ahora el Mediterráneo encima de nuestra cabez a .— ¿ De ve r a s ?— De veras, pues estamos a novecientas leguas de Re i k j a w i k .— Ya ves, muchacho, que hemos hecho una terrible travesía, pero no

podemos afirmar que nos hallemos bajo el Mediterráneo, bajo Tu rquía o bajoel Atlántico, sino en el supuesto de que no hayamos tenido variación niabatimiento de ru m b o.

— No lo creo, el viento parecía constante, y soy, por tanto, de opiniónde que esta costa está situada al Sudeste de la Ensenada de Gr a ü b e n .

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—Fácil es saberlo consultando la brújula. ¡Consultémosla!El profesor se dirigió a la roca en que Hans había dejado los instru-

mentos. Estaba jovial, alegre, se re s t regaba las manos y hasta tomaba actitu-des académicas. ¡Era un ve rd a d e ro niño! Yo le seguí, movido por la curiosi-dad de saber si me engañaban o no mis cálculos.

Mi tío miró, después se re s t regó los ojos como si temiese no haber vistobien y volvió a mirar de nuevo. Se volvió en seguida hacia mí como estupefacto.

— ¿ Qué ocurre? —le pre g u n t é .Me indicó con una seña que examinase el instru m e n t o. Salió de mi boca

una exclamación de sorpresa. ¡La aguja marcaba el No rte donde suponíamosque estaba el Mediodía! ¡Se volvía constantemente hacia la playa en lugarde vo l verse hacia el mar!

Moví la brújula, la examiné, vi que no se había estropeado en lo másm í n i m o. Cualquiera que fuese la posición que se le hiciese tomar, tomabaobstinadamente aquella dirección inesperada.

No era, pues, dudoso que durante la tempestad, una ráfaga nos hizo tor-cer el rumbo, y había conducido la almadía hacia las costas que mi tío cre í adejar a su espalda.

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X X X V I I

Imposible me sería pintar los sentimientos sucesivos que agitaron al pro-fesor Lidenbrock; su asombro, su incredulidad y por último su cólera. Nu n c ase había visto un hombre tan descorazonado en un principio, y tan furiosoen seguida. Todo tenía que vo l ver a empez a r, las fatigas de la travesía, y losp e l i g ros corridos. En lugar de avanzar habíamos re t ro c e d i d o.

Pe ro mi tío se puso pronto sobre sí.—¡Ah! ¡La fatalidad me juega malas pasadas! ¡Los elementos conspiran

contra mí! ¡El aire, el fuego y el agua, combinan sus esfuerzos para contrarre s-tar mis planes! ¡Pues bien, ya se verá lo que puede mi voluntad enérgica!¡ No cederé, no re t rocederé una línea, y ve remos quién podrá más, si el hom-b re o la naturalez a !

De pie sobre la roca, enojado, amenazador, Otto Lidenbrock, semejanteal orgulloso Ajax, parecía desafiar a los dioses. Creí deber intervenir y re f re-nar aquella pretensión insensata.

—Oídme —de dije con voz firme—. Toda ambición en la tierra tienesus límites. No se debe luchar contra lo imposible. Para un viaje por mar esta-mos pésimamente provistos; quinientas leguas no se hacen en una mala tra-bazón de tablas, con una manta por vela y un bastón por mástil, y contralos vientos desencadenados. No podemos gobernar, somos el ludibrio delas tempestades, y es proceder como locos intentar por segunda vez una tra-vesía imposible.

Pude desenvo l ver por espacio de diez minutos, sin ser interrumpido, estasr a zones irrefutables, porque el profesor no se fijó en ellas, y no oyó de mi argu-mentación una palabra siquiera.

—¡A la almadía! —exc l a m ó .Tal fue su respuesta. Supliqué, me exasperé, pero inútilmente; me

e s t rellaba contra una voluntad más dura que el granito.Hans en aquel momento acababa de calafatear la almadía. Hu b i é r a s e

dicho que aquel extraño ser adivinaba los proyectos de mi tío. Con algunasp i ezas de s u rt a r b ra n d u r había consolidado la embarcación, que tenía ya puestauna vela con cuyos flotantes pliegues jugaba el viento.

El profesor dijo algunas palabras al guía, y éste embarcó inmediatamente

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los equipajes y lo dispuso todo para la marcha. La atmósfera estaba bastantepura y el noroeste se sostenía.

¿ Qué podía hacer yo? ¿Había de luchar solo contra dos? ¡Si al menos Ha n shubiese tomado mi partido! ¡Pe ro no! Pa recía que el islandés había abdi-cado completamente su autonomía individual y había hecho voto de abne-gación absoluta. Nada podía recabar de un servidor tan adicto, tan enfeu-dado a su amo. Fu e rza era seguir adelante.

Iba, pues, a tomar en la almadía mi acostumbrado asiento, cuando mitío me detuvo con la mano.

— No part i remos hasta mañana —dijo.Yo guardé la actitud del hombre que a todo se re s i g n a .— Nada debo descuidar —repuso—, y puesto que la fatalidad me ha tra-

ído a esta parte de la costa, no me separaré de ella sin haberla re c o n o c i d o.Para que se comprenda esta observación, debo decir que habíamos

vuelto a las costas del No rte, pero no al mismo sitio de que habíamos part i d o.La Ensenada Graüben debía estar situada más al Oeste. Nada, por otra part e ,era más prudente que examinar con cuidado las cercanías de aquel nuevo va r a d e ro.

— ¡ Vamos a la descubierta! —dije.Y partimos, dejando a Hans entregado a sus ocupaciones. El espacio com-

p rendido entre el punto en que expiraban las olas y los estribos del murallónnatural que formaba el granito era muy ancho. Desde el mar al murallónhabía media hora de playa, cubierta de innumerables conchas de diversas for-mas y tamaños pertenecientes a animales de las primeras épocas. Di s t i n g u ítambién algunas, muy enormes, de tortuga, cuyo diámetro pasaba de 15 pies,las cuales habían pertenecido a esos gigantescos gliptodontes del período plio-cénico, de que la tortuga moderna no es más que una pequeña reducción ominiatura. El terreno estaba sembrado, además, de numerosos fragmentosde piedra conve rtidos en guijarros por el oleaje y colocados en líneas sucesi-vas. Era evidente que el mar había, en otro tiempo, ocupado aquel espacio.En las rocas colocadas actualmente fuera de su alcance, las olas habían dejadoindudablemente huellas de su paso.

Esto podía hasta cierto punto explicar la existencia de aquel océano, a 40leguas debajo de la superficie del globo. Pe ro, en mi concepto, aquella molelíquida debía perderse poco a poco en las entrañas de la tierra, y procedía evi-dentemente de las aguas del océano que se abrieron paso por alguna hendi-dura. Sin embargo, la hendidura se hallaría actualmente cerrada, pues de otras u e rte toda aquella caverna o inmenso receptáculo se habría llenado en poco

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t i e m p o. Tal vez aquella agua se había en parte evaporado, teniendo que lucharcontra fuegos subterráneos, y así lo hacían suponer las nubes suspendidass o b re nuestra cabeza y el desprendimiento de electricidad que creaba tem-pestades en el interior de la masa terre s t re .

Esta teoría de los fenómenos de que habíamos sido testigos me pare c í asatisfactoria, porque por grandes que sean las maravillas de la naturaleza, seexplican todas por razones físicas.

Caminábamos, pues, por una especie de terreno sedimentario, formadopor las aguas, tan pródigamente distribuidas en la superficie del globo, comotodos los terrenos de este período. No había intersticio de roca que el pro f e-sor no examinase atentamente. Era para él importantísimo sondear la pro-fundidad de todas las abert u r a s .

Habíamos andado una milla registrando las playas del mar Liden-b rock, cuando el terreno varió súbitamente de aspecto. Pa recía conmov i d o ,trastornado, convulsionado por un fuerte sacudimiento de las capas infe-r i o res. En algunos puntos atestiguaban los hundimientos y leva n t a m i e n t o suna poderosa disolución de la masa terre s t re .

Avanzábamos difícilmente por aquellas asperezas de granito, mezc l a d ocon sílice, cuarzo y depósitos de aluvión, cuando apareció a nuestra vista unextenso campo, una vasta llanura de osamentas. Aquello parecía un inmensocementerio, en que las generaciones de veinte siglos confundían su eternop o l vo. A lo lejos se acumulaban elevados montones de despojos que sesucedían hasta los últimos límites del horizonte, perdiéndose en la bru m a .Tal vez en el espacio de tres millas cuadradas se resumía toda la historia dela vida animal.

Nos arrastraba una curiosidad impaciente. Nu e s t ros pies producían unruido seco al pisar los restos de aquellos animales prehistóricos, y aquellosfósiles cuyas raras e interesantes reliquias se disputaban los Museos de las gran-des ciudades. No habría bastado la existencia de mil Cuvier para re c o n s-t ruir los esqueletos de los seres orgánicos tendidos en aquel magnífico osario.

Yo estaba atónito. Mi tío había levantado sus grandes brazos hacia la densab ó veda que nos servía de cielo. Su boca desmedidamente abierta y sus ojosque centelleaban al trasluz del cristal de sus gafas, su cabeza que se movía dearriba abajo, de izquierda a derecha, toda su actitud demostraba una admi-ración sin límites. Se encontraba delante de una inapreciable colección deleptoterios, mericoterios, lofodontes, anoploterios, megaterios, mastodontes,p rotopitecos, pterodáctilos, en una palabra, de todos los monstruos antedi-luvianos, que se habían, al pare c e r, citado en un punto para su satisfacción

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personal. Figurémonos un furioso bibliómano transportado re p e n t i n a m e n t ea aquella famosa biblioteca de Alejandría reducida a cenizas por Om a r, lacual, por un milagro, renaciera de sus cenizas, y este bibliómano nos daríauna débil idea de mi tío, el profesor Lidenbro c k .

Su asombro llegó al colmo, cuando, al atravesar aquel polvo orgánico,t ro p ezó con cierto cráneo.

— ¡ A xel! ¡Axel! —exclamó con voz trémula—. ¡Una cabeza humana!— ¿ Una cabeza humana, tío? —respondí yo, no menos asombrado.—¡Sí, sobrino! ¡Ah, señor Ed w a rd! ¡Ah, señor de Qu a t refages! ¡Qué no

daríais por encontraros donde me encuentro yo! ¡Yo, Otto Lidenbro c k !

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X X X V I I I

Para comprender la evocación hecha por mi tío a aquellos ilustres sabiosfranceses, es preciso saber que antes de nuestra partida se había producido enpaleontología un hecho de la mayor import a n c i a .

El 28 de marzo de 1863, algunos trabajadores que abrían zanjas bajo lad i rección del señor Boucher de Pe rthes, en las canteras de Moulin Qu i g n o n ,c e rca de Abbeville, en el departamento de la Somme, en Francia, encontra-ron una mandíbula humana 14 pies debajo de la superficie del terre n o. Aq u e lfósil era el primero de su especie que había aparecido a la luz del día. Ju n t oa él se hallaron hachas de piedra de sílex talladas, enmohecidas, y a las queel tiempo había dado cierto barniz uniforme.

El descubrimiento causó fuertes polémicas, no sólo en Francia, sino tam-bién en Inglaterra y Alemania. Algunos sabios del Instituto francés, entreo t ros Mine Ed w a rds y Qu a t refages, tomaron el asunto muy a pecho, demos-t r a ron la incontestable autenticidad de la osamenta en cuestión y se hiciero nlos más calurosos defensores del p roceso de la quijada, según la frase inglesa.

A los geólogos del Reino Unido, Fa l c o n e r, Busk, Carpenter, etc., que acep-t a ron el hecho como cierto, se unieron varios sabios de Alemania, formandoen primera fila, como el más fogoso y entusiasta, mi tío Lidenbro c k .

La autenticidad de un fósil humano de la época cuaternaria parecía, pues,incontestablemente demostrada y admitida.

Ve rdad es que dicho sistema había tenido un adve rvario encarnizadoen Elías de Beaumont, el cual, con todo el peso de su alta autoridad, sosteníaque el terreno de Moulin Quignon no pertenecía al d i l u v i u m, sino a una capamenos antigua, y de acuerdo acerca del particular con Cu v i e r, no admitía quela especie humana hubiese sido contemporánea de los animales de la épocacuaternaria. Mi tío Lidenbrock, de acuerdo con la mayoría de los geólogos,se había, como de costumbre, aferrado a su opinión, disputado, discutido,y Elías de Beaumont quedó casi solo en su part i d o.

No s o t ros conocíamos todos los pormenores del asunto, pero ignorábamosque desde nuestra partida la cuestión había hecho nuevos pro g resos. Otras man-díbulas idénticas, aunque pertenecientes a individuos de tipos distintos y nacio-nes diferentes, se hallaron en las tierras poco consistentes y cenicientas de algu-

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nas grutas, en Francia, en Suiza, en Bélgica, e igualmente armas, utensilios,herramientas y huesos de niños, de adolescentes, de adultos y de viejos. Cadadía se confirmaba, pues, más y más la existencia del hombre cuaternario.

Más aún. Nu e vos restos exhumados del terreno terciario plioceno, habíanpermitido a otros sabios más audaces designar mayor antigüedad aún a la razahumana. Ve rdad es que dichos restos no eran osamentas de hombres, sino úni-camente objetos de su industria, tibias, fémures de animales fósiles, extraídos re g u-larmente y esculpidos hasta cierto punto, que llevan el sello de un trabajo humano.

El hombre, por consiguiente, subía de un solo salto muchos siglos en laescala de los tiempos; precedía al mastodonte; se hacía el contemporáneo delelephas meridionales; tenía, en fin, 100.000 años de existencia, puesto queesa antigüedad es la que señalan los más acreditados geólogos a la forma-ción del terreno plioceno.

Tal era entonces el estado de la ciencia paleontológica; y lo que nosotros deella conocíamos bastaba para explicar nuestra actitud ante aquel osario del marL i d e n b rock. Se comprenderán, pues, los aspavientos y arrebatos de mi tío, sobretodo cuando veinte pasos más adelante, se halló en presencia, o por mejor decircara a cara, con uno de los ejemplares del hombre cuaternario.

Era un cuerpo humano absolutamente reconocible. ¿Le había conser-vado durante muchos siglos un terreno de una naturaleza part i c u l a r, comoel del cementerio de San Miguel de Bu rdeos? No puedo decirlo. Pe ro aquelc a d á ve r, con el tegumento distendido y apergaminado, con los miembro saún blancos, al menos a simple vista, con los dientes intactos, la cabelleraabundante, las uñas de las manos y de los pies exc e s i vamente largas, se pre-sentaba a nuestros ojos tal como había vivido.

Quedé mudo delante de aquella aparición de otra edad. Mi tío, tan locuazgeneralmente, tan impetuosamente disentidor, callaba también. Leva n t a m o saquel cuerpo. Nos miraba con sus cóncavas órbitas. Palpamos su sonora cavi-dad torácica.

Después de algunos instantes de silencio, el profesor se sobrepuso al tío. Ot t oL i d e n b rock, dominado por su temperamento, olvidó las circunstancias de nues-t ro viaje, la atmósfera en que nos hallábamos, la inmensa caverna que nos con-tenía. Se creyó sin duda en Johannoeum, perorando delante de sus discípulos,pues tomó un tono doctoral y se dirigió a un auditorio imaginario.

— Se ñ o res —dijo—, tengo la honra de pre s e n t a ros un hombre de laépoca cuaternaria. Eminentes sabios han negado su existencia, y otros nomenos eminentes la han afirmado. Los santos Tomás de la paleontología, siestuviesen aquí, lo tocarían con el dedo y se verían en la precisión de re c o-

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nocer su erro r. Ya sé que la ciencia debe ponerse en guardia contra los des-cubrimientos de este género. No ignoro la explotación de hombres fósiles quehan hecho los Barnum y otros charlatanes de la misma calaña. Conozco lahistoria de la rótula de Ajax, la del pretendido cuerpo de Orestes hallado porlos espartanos, y la del cuerpo de Arterius, de diez codos de largo, de que hablaPausanias. He leído las memorias que se han escrito sobre el esqueleto de Tr a-pani descubierto en el siglo X V I, en el cual se pretendía reconocer a Po l i f e m o ,y la historia del gabinete desenterrado en el siglo XVI, en las inmediacionesde Pa l e r m o. Tenéis noticia, señores, lo mismo que yo, del análisis practicadoc e rca de Lucerna, en 1577, de las colosales osamentas que el célebre médicoFélix Plater declaró pertenecían a un gigante de diecinueve pies. He devo-rado los tratados de Cassanim, y todas las memorias, folletos, discursos y con-tradiscursos publicados respecto del rey de los cimbros, Teutobodo, el inva-sor de la Galia, extraído de un arenal del Delfinado en 1613. En el siglo XIII,habría yo combatido con Pe d ro Campet la existencia de los preadamitas deS c h e n c h ze r. He tenido en mis manos el escrito llamado Gi g a n s. . .

Al llegar aquí re a p a reció el achaque natural de mi tío, que en público nopodía pronunciar las palabras difíciles.

— El escrito llamado Gi g a n s... —re p u s o.Se tascó sin poder ir mas adelante.—Gi g a n t e o. . .¡ Imposible! ¡El rebelde vocablo no quería salir! ¡Cuánto se hubieran re í d o

en Jo h a n n o e u m !—Gi g a n t o s t e o l o g í a —dijo por fin el profesor Lidenbrock entre dos

j u r a m e n t o s .Después, animándose porque había salido ya del mal paso, pro s i g u i ó :—Sí, señores, lo sé todo. Sé también que Cuvier y Blumenbach han re c o-

nocido en esas osamentas simples huesos de mamut y de otros animales de la épo-ca cuaternaria. Pe ro en el caso que pretendo, la duda sólo sería una injuria a laciencia. ¡A la vista tenéis el cadáver! Se le puede ver y tocar. No es un esqueleto,sino un cuerpo intacto conservado únicamente con un objetivo antro p o l ó g i c o.

No quise contradecir esta aserc i ó n .— Si pudiese lavarle con una disolución de ácido sulfúrico —añadió

mi tío— haría desaparecer todas las partes térreas y de conchas re s p l a n d e-cientes en él incrustadas. Pe ro carezco del precioso disolvente. Sin embargo,este cuerpo, tal como es, nos contará su historia.

El profesor cogió el cadáver fósil y lo meneó con la destreza de los quetienen por oficio enseñar curiosidades.

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—Ahí lo tenéis —repuso—, no llega a seis pies su longitud, que está muylejos de la de los pretendidos gigantes. En cuanto a la raza a que pertenece, esincontestablemente caucásica. Es la raza blanca, es la misma nuestra. El cráneode este fósil es regularmente ovoideo, sin desarrollo exc e s i vo de los pómulos, sind e s e n volvimiento exagerado de la mandíbula. No presenta ningún carácter deese prognatismo que modifica el ángulo facial. Medid este ángulo, es casi de 90º.Pe ro yo iré más lejos aún en el camino de las deducciones, y me atre veré a decirque este ejemplar humano pertenece a la familia jafética que se extiende desdelas Indias hasta los límites de la Eu ropa occidental. ¡No sonriáis, señore s !

Nadie se sonreía, ¡pero era tal la costumbre que tenía el profesor de ve rponerse risueños los semblantes durante sus sabias disert a c i o n e s !

—Sí —repuso con nueva animación—, ahí tenéis un hombre fósil, con-temporáneo de los mastodontes cuyas osamentas llenan este anfiteatro. Pe ro nopuedo deciros por qué camino ha llegado aquí, cómo esas capas bajo las cuales hasido sepultado se han deslizado a esta enorme cavidad del globo. Sin duda, en laépoca cuaternaria, se manifestaban aún en la cort eza terre s t re considerables per-turbaciones. El continuo enfriamiento del globo producía quebrajas, hendiduras,grietas, por las cuales ve rosímilmente se escapaba por su propio peso una porc i ó nde terreno superior. Ac e rca del particular nada re s u e l vo, pero el hombre está aquírodeado de esas hachas, de esos sílex tallados que constituye ron la edad de piedra,y a no ser que haya venido aquí como yo en calidad de viajero, de cultivador dela ciencia, no se puede poner en duda la autenticidad de su antiguo origen.

Calló el pro f e s o r, y yo pro r rumpí en aplausos unánimes. Además, mi tíotenía razón, y a otros más listos que su sobrino hubiera puesto en un bre t esi hubieran querido combatirle.

Ot ro indicio. No era aquel cuerpo fosilizado el único del inmenso osa-r i o. Ot ros se encontraban a cada paso que dábamos en aquel polvo, y mitío tenía ejemplares donde escoger para llevar sus propias convicciones alánimo de los más reacios y más incrédulos.

De ve rdad que era un espectáculo asombroso el de aquellas generacio-nes de hombres y animales confundidos en el vasto cementerio. Pe ro sep resentaba una cuestión grave, que no nos atrevíamos a re s o l ve r. ¿Aq u e l l o ss e res, en otros tiempos animados, habían sido echados por una convulsióndel terreno a las orillas del mar Lidenbrock, cuando estaban ya reducidos ap o l vo? ¿O vivieron allí en aquel mundo subterráneo, bajo aquel cielo ficticio,naciendo y muriendo como los habitantes de la tierra? Hasta entonces nose nos habían aparecido vivos más que los monstruos marinos y los peces.¿ Erraba aún por aquellas desiertas costas algún hombre del abismo?

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X X X I X

Continuamos aún media hora pisando capas de osamentas. Se g u í a m o sadelante impelidos por una ardiente curiosidad. ¿Qué otras maravillas, quéo t ros temas para la ciencia encerraba aquella caverna? Mi vista estaba pre-parada a todas las sorpresas y mi imaginación a todos los asombro s .

Hacía mucho tiempo que las orillas del mar habían desaparecido detrás delas colinas del osario. El imprudente pro f e s o r, sin cuidarse de si nos extraviá-bamos o no, me arrastraba lejos. Avanzábamos silenciosamente, bañados en lasolas eléctricas. Por un fenómeno que no puedo explicar, la luz, gracias a su difu-sión, entonces completa, alumbraba uniformemente las diversas superficies delos objetos. No existía un foco en ningún punto determinado del espacio yno producía sombra ningún objeto. Hubiérase dicho que estábamos en mediodel día, en medio del verano y en medio de las regiones ecuatoriales, bajo losr a yos ve rticales del sol. Todo vapor había desapare c i d o. Las rocas, las montañaslejanas, algunas masas confusas de bosques, lejanos, tomaban un extraño aspectobajo la igual distribución del flúido luminoso. Nos parecíamos a aquel fantás-tico personaje de Hoffmann que perdió su sombra.

Después de andar una milla, llegamos a la linde de un inmenso bos-que, pero no un bosque de hongos como el que encontramos cerca de la ense-nada de Gr a ü b e n .

Contemplábamos la vegetación de la época terciaria en toda su magnifi-cencia. Grandes palmeras, especies actualmente extinguidas, soberbios guanos,pinos, tejos, cipreses, hayas, re p resentaban dignamente la familia de las conífe-ras, y se unían entre sí por medio de una red de inextricables bejucos. Un tapizde musgos y de hepáticas cubría muellemente la tierra. Algunos arroyos mur-muraban bajo aquellas sombras poco dignas de este nombre, porque en re a l i d a dno había ninguna sombra. En los márgenes crecían helechos arborescentes pare-cidos a los de los invernáculos del globo habitado. Pe ro aquellos árboles, aquellosarbustos, aquellas plantas, privados del vivificador influjo del sol, carecían de color.Todo se confundía en una tinta uniforme, pardusca y como agostada. Lashojas estaban desprovistas de su ve rdura, y las mismas flores, tan numerosas enaquella época terciaria que las vio nacer, entonces pálidas y sin perfume, pare c í a nhechas de un papel que la acción de la atmósfera había descolorido.

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Mi tío Lidenbrock se aventuró bajo aquellos gigantescos vegetales. Yole seguí, sin tenerlas todas conmigo. Puesto que la naturaleza había hecho allílos gastos de una alimentación vegetal, ¿por qué no había de contener aquelsuelo terribles mamíferos? En los anchos claros que dejaban los árboles derri-bados y carcomidos por el tiempo, veía leguminosas, aceríneas, rubiáceas yo t ros mil arbustos comestibles, codiciados de los rumiantes de todos los perí-odos. Después aparecían, confundidos y mezclados, los árboles de las másdistantes regiones de la superficie del globo, la encina que se levantaba al ladode la palmera, el eucalipto australiano que se apoyaba en el abeto de No ru e g a ,el abedul del No rte que confundía sus ramas con las del k a n n i s ze l a n d é s ;era capaz tan heterogéneo conjunto de confundir a los más ingeniosos cla-s i f i c a d o res de la botánica terre s t re .

De repente me paré, y con la mano detuve a mi tío.La luz difusa permitía distinguir en la profundidad del bosque los obje-

tos más exiguos. Había creído ve r... ¡No! ¡Había visto realmente con misp ropios ojos formas inmensas que se agitaban debajo de los árboles! ¡Er a n ,en efecto, animales gigantescos, un rebaño entero de mastodontes, no yafósiles, sino vivos, y semejantes a aquellos cuyos restos se descubrieron en1801 en los pantanos del Ohío! Contemplaba aquellos hiperbólicos ele-fantes cuyas enormes trompas bullían, hormigueaban debajo de los árbo-les como una legión de serpientes. Oía el ruido de sus prolongados col-millos, cuyo marfil taladraba los seculares troncos. Las ramas crujían, ylas hojas arrancadas en cantidades enormes se abismaban en la boca de aque-llos monstru o s .

¡Es decir, que se realizaba aquel sueño en que había visto renacer todoel mundo de los tiempos prehistóricos, de las épocas terciaria y cuaternaria!¡Y estábamos allí, solos, en las entrañas del globo, al arbitrio de aquellos fero-ces habitantes!

Mi tío miraba.— ¡ Adelante! —me dijo de repente, asiéndome de un brazo—. ¡Ad e l a n t e !

¡ Ad e l a n t e !— ¡ No! —exclamé yo—. ¡No! ¡Estamos sin armas! ¿Qué haríamos en

medio de ese rebaño de cuadrúpedos gigantescos? ¡Venid, tío, venid! No haycriatura humana que pueda desafiar impunemente la cólera de semejantesm o n s t ru o s .

— ¡ No hay criatura humana! —respondió mi tío bajando la voz—. ¡Teengañas, Axel! ¡Mira, mira allá abajo! ¡Me parece que distingo un ser viviente!¡ Un ser parecido a nosotros! ¡Un hombre !

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Miré encogiéndome de hombros, resuelto a llevar la incredulidad hastasus últimos límites. Pe ro tuve que rendirme a la evidencia.

¡ En efecto, a menos de un cuarto de milla, apoyado en el tronco de unk a n n i s enorme, había un ser humano, un Proteo de aquellas comarcas subterrá-neas, un nuevo hijo de Neptuno que guardaba aquel innumerable rebaño dem a s t o d o n t e s !

Immanis pecoris custos, immanior ipse.

¡Sí! ¡Immanior ipse ! Aquel no era ya el ser fósil cuyo cadáver habíamosl e vantado en el osario, sino que era un gigante, capaz de tener a raya aquellosm o n s t ruos. Su estatura era de más de 12 pies. Su cabeza, del tamaño de la deun búfalo, desaparecía entre las malezas de una cabellera inculta. Era una ve r-dadera melena semejante a la de1 elefante de las primeras edades. Bl a n d í acon la mano un tronco enorme, digno cayado de aquel pastor antediluviano.

No s o t ros permanecíamos inmóviles, asombrados. Pe ro podíamos ser vis-tos. Era preciso huir.

— ¡ Venid! ¡Venid! —exclamé arrastrando a mi tío, el cual, por primeravez en su vida se sometió dócilmente a una voluntad ajena.

Un cuarto de hora después, habíamos perdido de vista al terrible enemigo.Y ahora que pienso en él tranquilamente, ahora que mi corazón ha re c o-

brado su calma, y han transcurrido meses desde aquel extraño y sobre n a t u-ral encuentro, ¿qué debo pensar? ¿Qué debo creer? ¡No! ¡Es imposible! ¡No se n g a ñ a ron los sentidos, nuestros ojos no vieron lo que vieron! ¡No existe nin-guna criatura humana en aquel mundo subterráneo! ¡No habita ningunageneración de hombres aquellas cavernas inferiores del globo, que no secuidan de los habitantes de su superficie, ni están en comunicación con ellos!¡ Decir otra cosa es una insensatez, una locura!

¡ Pre f i e ro admitir la existencia de algún animal cuya estructura se acerc aa la del hombre, algún mono de las primeras épocas geológicas, algún pro-topiteco, algún mesopiteco análogo al que descubrrió Larbet can el lecho osí-f e ro de Sa n s á n !

¡ Pe ro la talla del que tomamos por un hombre excedía a todas las medi-das dadas por la paleontología moderna! ¡No importa! ¡Un mono, sí, un mono,por inve rosímil que sea! ¡Pe ro un hombre, un hombre vivo, y con él toda unageneración sepultada en las entrañas de la tierra! ¡Ja m á s !

Sin embargo, nos alejamos del bosque claro y luminoso, mudos de asom-b ro, abrumados bajo el peso de un estupor que era casi embru t e c i m i e n t o.

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Corríamos a pesar nuestro. Nuestra fuga se parecía a esa sucesión de espan-tosos saltos que nos figuramos estar dando durante ciertas pesadillas. In s-t i n t i vamente nos dirigíamos hacia el mar Lidenbrock, y no sé en qué diva-gaciones se hubiera extraviado mi mente, sin una preocupación que me llamóa observaciones más prácticas.

Por más que estuviera seguro de que pisaba un terreno que no habíapisado nunca, notaba con frecuencia grupos de rocas cuya forma me re c o r-daba los de la Ensenada de Graüben, lo que estaba al mismo tiempo confir-mado por la indicación de la brújula y nuestra involuntaria declinación alNo rte del mar Lidenbrock. Era cosa de equivocarse. Centenares de arroyo sy cascadas se desprendían de las ve rtientes. Se me figuraba vo l ver a ver la capade c u rt a r b ra n d u r, nuestro fiel Hans-bach y la gruta en que recobré la vida.Algunos pasos más adelante, la disposición de las piedras, la aparición deun arroyo, el sorprendente perfil de un acantilado acababan de sumergirmeen un mar de dudas.

Di cuenta de mi indecisión a mi tío, el cual vaciló como yo. No podíaorientarse en medio de aquél panorama tan uniforme.

— Evidentemente —le dije—, no hemos vuelto a nuestro punto de par-tida, pero la tempestad nos ha echado un poco hacia abajo, y siguiendo lacosta encontraremos la ensenada.

— En tal caso —respondió mi tío—, es inútil continuar esta exploración,y lo mejor que podemos hacer es vo l ver a la almadía. Pe ro, ¿estás seguro deno equivo c a rte, Axe l ?

— No me atre vo a decir tanto, tío, porque todas estas rocas se pare c e n .Creo, sin embargo, reconocer el promontorio debajo del cual construyó Ha n sla embarcación. Debemos estar cerca del ancón, ya que no esté aquí mismo—añadí, examinando una pequeña ensenada que creí re c o n o c e r.

— No, Axel, ya que no otra cosa, hallaríamos nuestras propias huellas,y yo no veo nada...

— Pues yo veo algo —exclamé, dirigiéndome a un objeto que brillaba enla are n a .

— ¿ Qué es?—Esto —re s p o n d í .Y enseñé a mi tío un puñal que acababa de re c o g e r.— ¡ Pues qué! —dijo el profesor—. ¿Habías tú traído esa arma?— ¿ Yo? ¡No tal! Pe ro vo s . . .— Que yo sepa, tampoco —respondió el profesor—. Nunca ha estado

en mi poder semejante chisme.

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— ¡ Pues es part i c u l a r !— No; es muy sencillo, Axel. Los islandeses suelen usar armas de este

g é n e ro, y éste pertenecería a Hans y lo habrá perd i d o. . .Meneé la cabeza. Estaba seguro de no haber visto aquel puñal en manos

de Ha n s .—¿Es, pues, el arma —exclamé— de algún guerre ro antediluviano, de

un hombre vivo, de un contemporáneo del gigantesco pastor que hemosvisto? ¡Pe ro no! ¡No es un instrumento de la edad de piedra! ¡Ni tampoco uni n s t rumento de la edad de bronce! La hoja de acero. . .

Mi tío me detuvo secamente en el camino, por el cual me arrastraba unan u e va divagación, y me dijo con su frialdad característica:

—Cálmate, Axel, y razona. Este puñal es una arma del siglo X V I, una ve r-dadera daga como las que llevaban colgadas del cinto los caballeros para dar elgolpe de gracia. Es de origen español. No pertenece a ti, ni a mí, ni al cazador,ni a ninguno de los seres humanos que viven tal vez en las entrañas del globo.

— ¿ Podéis creer ... ?— ¡ No; esta arma no se ha mellado, hundiéndose en la garganta de ene-

migos vencidos! ¡Cu b re su hoja una capa de moho que no se ha formadoen un día, ni en un año, ni en un siglo!

El profesor se entusiasmaba, como tenía por costumbre dejándose arre-batar por su imaginación de fuego.

— ¡ A xel! —repuso—, estamos en buen camino, en el camino del grandescubrimiento! ¡Esta hoja ha quedado abandonada en la arena hace cien, dos-cientos o trescientos años y se melló en las rocas de este mar subterráneo!

— ¡ Pe ro ella no habrá venido hasta aquí sola ni se habrá mellado por símisma! ¡Alguien nos ha pre c e d i d o !

—¡Sí! Un hombre .—¿Y ese hombre ?—¡Ese hombre grabó su nombre con este puñal! ¡Ese hombre quiso con

su propia mano trazar el camino del centro! ¡Busquemos! ¡Bu s q u e m o s !Y a impulsos del más vivo interés, recorrimos la escollera, registrando las

más insignificantes hendiduras susceptibles de ser principio de una galería.No tardamos en llegar a un punto en que se angostaba la playa. El mar

casi la besaba al pie de la escollera, dejando un paso que llegaba difícil-mente a una toesa. En t re dos rocas avanzadas, se descubrió la entrada de untúnel oscuro.

Allí, en una superficie de granito, aparecían dos letras misteriosas tosca-mente grabadas. Eran las dos iniciales del atrevido y fantástico viajero.

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—¡A. S.! —exclamó mi tío—. ¡Arne Sa k n u s s e m m !¡ Si e m p re Arne Sa k n u s s e m m !

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X L

Desde el principio del viaje había experimentado muchas sorpresas ydebía ya estar curado de susto, como se dice vulgarmente, y creerme al abrigode todas las maravillas. Sin embargo, a la vista de aquellas dos letras que sehabían grabado allí 300 años atrás, quedé como embobado, como tonto. Nosólo se leía en la roca la firma del sabio alquimista, sino que tenía en mis manosel estilete que la había trazado. Hubiera sido en mí una insigne mala fe poneren duda la existencia del viajero y la realidad del viaje.

Mientras bullían en mi cabeza estas reflexiones, el profesor Lidenbrock sedejaba llevar de un entusiasmo algo ditirámbico respecto de Arne Sa k n u s s e m m .

« ¡ Maravilloso genio! —exclamaba—. Tú no has olvidado nada de lo quedebía abrir a otros mortales los caminos de la cort eza terre s t re, y tus seme-jantes pueden hallar las huellas que tres siglos atrás trazaron tus pies en elfondo de estos subterráneos oscuros. ¡Quisiste que otras miradas, a más delas tuyas, contemplasen estas maravillas! Tu nombre, grabado de trecho ent recho, conduce directamente a su objeto al viajero que es bastante denodadopara seguirte, y en el centro mismo de nuestro planeta, lo encontrare m o sescrito por tu propia mano. ¡Yo también, yo pondré mi firma en estaúltima página de granito! ¡Pe ro que desde ahora este cabo, visto por ti desdeeste mar que tú descubriste, se llame hasta la consumación de los sigloscabo Saknussemm! »

He aquí las palabras que pude re c o g e r, las cuales me comunicaron el entu-siasmo que las había dictado. Un fuego interior renació en el fondo de mip e c h o. Todo lo olvidé, los peligros de la ida, y los peligros de la vuelta. ¡Qu e-ría hacer lo que otro había hecho, y nada humano me parecía imposible!

— ¡ Adelante! ¡Adelante! —exc l a m é .Me lanzaba ya hacia la oscura galería, cuando el profesor me detuvo, y

siendo él el hombre del frenesí y de los arrebatos, me aconsejó entonces pacien-cia y sangre fría.

— Vo l vamos primero a buscar a Hans —dijo—, y acerquemos la alma-día a este sitio.

No de muy buena voluntad, me sometí a la de mi tío, y me deslicérápidamente por entre las rocas de la playa.

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— ¿ Sabéis, tío —dije, mientras íbamos andando—, que hasta ahora lasc i rcunstancias nos han favo recido singularmente?

—¡Ah! ¿Lo crees así, Axe l ?— Sin duda, y hasta la tempestad ha servido para vo l vernos al camino

re c t o. ¡Bendita sea la tempestad! Ella nos ha traído a esta costa, de que el buentiempo nos había alejado. Suponed por un instante que hubiésemos tocadocon nuestra proa (¡la proa de una almadía!) las costas meridionales del marL i d e n b rock, ¿qué hubiera sido de nosotros? El nombre de Saknussemm nose nos hubiera aparecido, y ahora nos encontraríamos abandonados en unaplaya sin salida.

—Sí, Axel, hay algo de la Providencia en que, navegando hacia el Su r,hayamos vuelto al No rte, y precisamente al cabo Saknussemm. El hecho esmás que admirable, y algo hay que yo no me explico.

— ¡ Eh! ¡Qué importa! Lo que debemos procurar no es explicar los hechos,sino aprovecharnos de ellos.

— Sin duda, muchacho, pero. . .— Pe ro, vamos a tomar de nuevo el camino del No rte, a pasar bajo las comar-

cas septentrionales de Eu ropa, Suecia, Rusia, Siberia, ¿qué sé yo?, en lugar de hun-dirnos bajo los desiertos de África o las olas del Océano, y no quiero saber más.

—Sí Axel, tienes razón, y todo pinta perfectamente, pues abandonamoseste mar horizontal que a nada puede conducirnos. ¡Vamos a bajar, a bajar,s i e m p re a bajar! ¿Sabes que para llegar al centro del globo no tenemos queandar ya más que mil quinientas leguas?

— ¡ Bah! —exclamé—. ¡Mil quinientas leguas! ¡No merecen siquiera quehablemos de ellas! ¡En marcha, en marc h a !

Este diálogo insensato duraba aún, cuando llegamos al lado del cazador.Todos los aprestos estaban hechos para partir inmediatamente. No había niun solo fardo que no estuviese embarc a d o. Nos colocamos en la almadía,izóse la vela, y Hans hizo rumbo hacia el cabo de Sa k n u s s e m m .

El tiempo no favo recía a un género de embarcación que no ceñía ni picababien el viento, ni podía acercarse demasiado a tierra. Sus viradas eran difíci-les, y por consiguiente navegaba mal de vuelta y vuelta. Era casi imposibleque bolinease. Por todas estas razones en más de una ocasión tuvo quea vanzar desatracando con el auxilio de los palos con puntas de hierro quehacían las veces de bichero. Con frecuencia, las rocas poco profundas obli-gaban a rodeos bastante largos para no exponerse a tocar o va r a r. Por fin, des-pués de tres horas de navegación, es decir, a las seis de la tarde, se alcanzóun punto a propósito para desembarc a r.

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Salté a tierra, seguido de mi tío y del islandés. La travesía no había enfriadomi entusiasmo. Todo lo contrario. Hasta propuse quemar las nave s p a r ac o rtarnos la retirada, pero mi tío se opuso a ello. Le encontré singularmentet i b i o.

—Al menos —dije yo— partamos sin perder un instante.—Sí, muchacho; pero antes examinemos esta nueva galería para saber si

hemos de preparar nuestras anclas.Mi tío puso en acción su aparato de Ru h m k o f f, dejamos la almadía ama-

rrada a la orilla, y nos dirigimos, marchando yo a la cabeza, a la abertura dela galería, que no distaba de allí más que unos veinte pasos.

El orificio, casi circ u l a r, presentaba un diámetro de unos cinco pies; elo s c u ro túnel estaba abierto en la roca viva y como enlucido por las materiase ru p t i vas a que dio salida en otro tiempo, y su piso o parte inferior estaba aln i vel del suelo, de suerte que se podía penetrar sin la menor dificultad.

Seguíamos un plano casi horizontal, cuando a los seis pasos, interru m-pió nuestra marcha la interposición de una roca enorme.

— ¡ Maldita roca! —exclamé con cólera, viéndome de pronto detenidopor un obstáculo insuperable.

En vano buscamos a derecha e izquierda, arriba y abajo, algún paso, algunab i f u rcación. Experimenté una desazón vivísima, sin resignarme a admitir larealidad del obstáculo. Me bajé, miré por debajo de la piedra. Ningún inters-t i c i o. Miré por encima. La misma barrera de granito. Hans dirigió a todoslos puntos de la pared la luz de la lámpara, pero no se vio ninguna soluciónde continuidad. Fu e rza era renunciar a toda esperanza de pasar.

Me senté en el suelo, mi tío paseaba por el corredor a largos pasos.— ¿ Pe ro entonces Saknussemm ... ? —pregunté yo.— ¿ Quedaría detenido —dijo mi tío— por esta puerta de piedra?— ¡ No, no! —respondí yo con vehemencia—. Ese pedrusco, a conse-

cuencia de una sacudida cualquiera, o por uno de esos fenómenos magnéticosque se producen en la cort eza terre s t re, ha cerrado súbitamente este paso. Mu c h o saños han mediado entre el re g reso de Saknussemm y la caída de este peñasco.¿ No es evidente que esta galería fue en otro tiempo el camino de las lavas, yque entonces las materias eru p t i vas circulaban por ella libremente? Mirad, haygrietas recientes que surcan esta mole de granito, formando con pedazos re u n i-dos, con piedras enormes, como si la mano de algún gigante hubiese trabajadoen su construcción, pero un día la corriente fue más fuerte, y este pedrusco, ala manera de una clave de bóveda que falla, se deslizó hasta el suelo y dejó obs-t ruido el paso. Este obstáculo es, pues, accidental y Saknussemm no lo encon-

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tró, y nosotros, si no lo derribamos, somos indignos de llegar al centro del mundo.Así hablaba yo, como si el pensamiento del profesor me hubiera sido

t r a n s m i t i d o. Me inspiraba el genio de los descubrimientos. Olvidaba el pasadoy desdeñaba el porve n i r. Ya nada existía para mí en la superficie de este esfe-roide en cuyo seno me había abismado, ni las ciudades, ni los campos, niHamburgo, Konigstrasse, ni mi pobre Graüben, que debía considerarme per-dido en las entrañas de la tierra.

— ¡ Pues bien! —replicó mi tío—. ¡Con el azadón y la piqueta abramoscamino! ¡Derribemos estos muro s !

— Son demasiado duros para el azadón —exc l a m é .— ¿ Pues entonces el zapapico?— Para el zapapico la operación es demasiado larga.— ¡ Pe ro. . . ¡—¡La pólvora! ¡La mina! ¡Hagamos desaparecer el obstáculo!—¡La pólvo r a !— ¡ Si no se trata más que de romper un pedazo de ro c a !— ¡ Manos a la obra, Hans! —exclamó mi tío.El islandés se fue a la almadía, y volvió luego con un zapapico para pre-

parar un barre n o. No era este trabajo insignificante, porque se trataba nadamenos que de abrir un agujero bastante considerable para que pudiera con-tener cincuenta libras de algodón fulminante, cuyo poder expansivo es cua-t ro veces superior al de la pólvora común.

Yo me hallaba en un estado de sobre xcitación indecible. Mi e n t r a sHans trabajaba, yo ayudaba a mi tío a preparar una larga mecha, formadacon pólvora mojada y encerrada en una funda de tela.

— ¡ Pa s a remos! —decía yo.— ¡ Pa s a remos! —repetía mi tío.A medianoche estaba abierto el barreno y cargado con el algodón ful-

minante. La mecha, atravesando la galería, terminaba exteriormente.Ya no faltaba más que una chispa para que produjese sus estragos aquel

aparato formidable.— ¡ Hasta mañana! —dijo el pro f e s o r.Tu ve que resignarme, y pasar todavía esperando mis horas, que se me

h i c i e ron eternas.

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X L I

Al día siguiente, jueves, 28 de agosto, fue una de las más célebres fechasde nuestro viaje subterre s t re .

Es un día que no puedo re c o rdarlo sin que el terror haga palpitar mi cora-zón con violencia. Desde aquel momento, ni nuestra razón, ni nuestro jui-cio, ni nuestro ingenio tienen voz ni voto en los acontecimientos, y nos con-ve rtimos en inconscientes juguetes de los fenómenos de la tierra.

A las seis de la mañana estábamos de pie. Se acercaba el momento deabrirnos paso con la pólvora en la cort eza de granito.

Solicité la honra de prender fuego a la mecha, hecho lo cual, debía re u-nirme con mis compañeros en la almadía, que no se había aún descargado,y hacernos luego mar adentro para no exponemos a los peligros de la explo-sión, cuyos efectos podían no concentrarse solamente en la enorme moleen que deseábamos pro d u c i r l o s .

Según nuestros cálculos, la mecha debía arder por espacio de diez minu-tos antes de inflamar la pólvora del barreno, dejándonos, por consiguiente,el tiempo necesario para vo l ver a la almadía.

No sin cierta emoción, me puse en actitud de desempeñar las funcio-nes que había solicitado.

Después de almorzar de prisa y corriendo, mi tío y el cazador se embar-c a ron. Yo me quedé en la orilla, provisto de una linterna encendida para pre n-der fuego a la mecha.

—Anda, muchacho —me dijo mi tío—, y vuelve inmediatamente.— No tengáis cuidado —respondí—, que procuraré no entretenerme en

el camino.Inmediatamente me dirigí a la galería. Abrí la linterna y cogí el cabo suelto

de la mecha.El profesor tenía el cro n ó m e t ro en la mano.—¿Estás pronto? —me dijo.— E s t oy.— Pues, ¡fuego!Encendí la mecha, que chisporroteó, y corrí a todo escape hacia la playa.—Arriba —dijo mi tío—, y desatraquemos.

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Un vigoroso empuje de Hans bastó para arrojar la almadía a 20 toesasde la orilla.

Hubo un momento de ansiedad suma, un momento palpitante, crítico.El profesor miraba con afán la manecilla del cro n ó m e t ro.

— ¡ Faltan cinco minutos! —decía—. ¡Cu a t ro! ¡Tre s !Mi pulso latía aceleradamente.— ¡ Dos! ¡Un o...! ¡Desplomaos, montañas de granito!¿ Qué sucedió entonces? No sé si percibí el ruido de la conflagración. Me

p a rece que no. Pe ro vi como por ensalmo enteramente variado el aspectode las rocas, el paisaje, todo; los peñascos se abrieron como una cortina. Laplaya se convirtió en un insondable abismo. El mar, como si de él sehubiese apoderado un espantoso vértigo, era una ola sola, pero una ola enorme,en cuyo lomo cabalgaba la almadía y se levantaba perpendicularmente.

Los tres fuimos derribados. En menos de un segundo sucedió a la luz lasmás profundas tinieblas. Sentí que faltaba un punto de apoyo, no a mis pies,sino a la almadía. Creí que se iba a pique. No fue así. Quise dirigir la palabraa mi tío, pero el mugido del mar no le hubiera permitido oírme.

A pesar de la oscuridad, del estrépito, del sobresalto, de la conmoción,c o m p rendí lo que había pasado.

Más allá de la roca, que acababa de saltar, existía un abismo. La explo-sión había determinado una especie de terremoto en aquel terreno agrietadoy hendido, y se había abierto una sima a la cual el mar, conve rtido en torre n t e ,se arrojaba y nos arro j a b a .

Me consideré perd i d oAsí pasó una hora, pasaron dos horas, pasaron no sé cuántas horas. No s

sujetábamos unos a otros codo con codo, y nos cogíamos de las manos parano precipitarnos fuera de la almadía. Cuando ésta tocaba la escollera, se pro-ducían choques de una violencia terrible. Raros eran, sin embargo, los tro-p i ezos, de lo que deduje que la galería se ensanchaba considerablemente. Aq u e lfue sin duda el camino de Saknussemm, pero nosotros, con nuestra impru-dencia, en lugar de bajar solos, arrastrábamos con nosotros todo un mar.

Bien se comprende que estas ideas exaltaban mi cere b ro de una maneraindeterminada y oscura. Difícil era asociarlas durante aquella ve rtiginosa carre-ra que parecía una caída. Juzgando por el aire que me azotaba la cara, nues-tra velocidad excedía a la de los trenes más rápidos. Imposible hubiera sidoen tales condiciones encender una antorcha, y en el momento de la explo-sión se había roto nuestro último aparato eléctrico.

Así es que me sorprendió ver de repente brillar una luz junto a mí e ilu-

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minarse la imperturbable fisonomía de Hans. El diestro cazador había con-seguido encender la linterna, y si bien su luz era muy débil y oscilaba ince-santemente, derramó algunos re s p l a n d o res en aquella espantosa oscuridad.

La galería era ancha como yo me había figurado. La escasa luz de que dis-poníamos no nos permitía ver a la vez sus dos paredes. La pendiente de lasaguas que nos arrastraba excedía a la de los torrentes más rápidos y desbor-dados de América. Su superficie parecía formada de haces de flechas líquidasdisparadas con la mayor violencia. No encuentro otra comparación más exactapara expresar mi impresión. La almadía, envuelta de cuando en cuando enremolinos, se deslizaba dando vueltas. Cuando se acercaba a las paredes de lagalería, acercaba yo a ellas la linterna, y podía juzgar de nuestra velocidad porlos ángulos salientes de la roca que aparecían como un rasgo continuo, des u e rte que estábamos encerrados en una red de líneas movedizas. Calculé queno bajaba nuestra velocidad de 30 leguas por hora.

Mi tío y yo nos mirábamos azorados, agarrados a un resto de mástilque en el momento de la catástrofe se rompió en re d o n d o. Nos vo l v i m o sde espalda al aire para que no nos ahogara la rapidez de un mov i m i e n t oque no podía contrarrestar ningún poder humano.

En t re tanto, pasaban horas y más horas. La situación seguía siendo lamisma, hasta que la complicó un incidente.

Procurando ordenar un poco nuestro cargamento, noté que en elmomento de la explosión, cuando el agua nos hostilizó tan encarnizadamente,gran parte de él había desapare c i d o. Quise cerciorarme de los recursos conque podíamos contar, y a la luz de la linterna, empecé mis inve s t i g a c i o n e s .No nos quedaban más instrumentos que la brújula y el cro n ó m e t ro. Las esca-las y las cuerdas se reducían a un pedazo de cable que había alrededor delt ronco de mástil. Ni un azadón, ni un zapapico, ni un martillo, y lo peor detodo era que no había tampoco víve res más que para un día.

Registré los intersticios de la almadía, sin dejar de pasar la vista y las manospor ninguno de los rincones que formaban las junturas de las tablas. ¡Na d a !Nuestras provisiones se reducían a un pedazo de cecina y algunas galletas.

¡ Me quedé como un estúpido! ¡No quería comprender! Y, sin embargo,¿no estaba expuesto a peligros más inminentes que el que tan preocupado metenía? Aunque hubiésemos contado con víve res para meses y para años ente-ros, ¿habíamos de poder salir de los abismos a que nos arrastraba el irre s i s t i-ble torrente? ¿Por qué había de temer tanto los horro res del hambre ,cuando se me presentaba la muerte bajo tantas otras formas? ¿Te n d r í a m o sacaso tiempo bastante para morir de inanición?

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Con todo, por una extravagancia inexplicable de la imaginación, olvi-daba los peligros más inmediatos ante las amenazas del porve n i r, que se mep resentaba con todos sus horro res. Además, pensaba yo, acaso podamos librar-nos de los furo res del torrente y vo l ver a la superficie del globo. ¿De quémanera? Lo ignoro. ¿Dónde? ¡Qué importa! Una probabilidad contra miles siempre una probabilidad, al paso que la muerte por hambre no nos dejabani la esperanza más re m o t a .

Se me ocurrió decírselo todo a mi tío, manifestarle el desamparo enque nos hallábamos y sacarle la cuenta exacta del tiempo que nos quedaba devida. Pe ro tuve el valor de callarme. Quería que conservara toda su sangref r í a .

En aquel momento la luz de la linterna se fue debilitando, y por fin seextinguió enteramente. Se había consumido la torcida. La oscuridad vo l v i óa ser absoluta. No había que pensar en desvanecer las impenetrables tinieblas.Aún quedaba una antorcha, pero hubiera sido imposible mantenerla encen-dida. Yo entonces, como un niño para no ver tanta oscuridad, cerré loso j o s .

Después de transcurrir bastante tiempo, se redobló la velocidad de nues-tra carrera. La pendiente de las aguas era exc e s i va. Creí positivamente que yano nos deslizábamos, sino que caíamos. Sentí en mí la presión de una caídacasi ve rtical. Las manos de mi tío, las de Hans, asiéndome de los brazos, mesujetaban vigoro s a m e n t e .

De pronto, pasado un espacio de tiempo que no pude determinar,sentí como un choque; la almadía no había tro p ezado con un cuerpo duro ,p e ro se había súbitamente detenido en su caída. Un sifón, una inmensacolumna líquida se desplomó sobre ella. Quedé como atontado. Me ahogaba.

Pe ro aquella inundación súbita fue poco duradera. A los pocos segundosme encontré al aire libre, que mis pulmones re s p i r a ron ávidamente.

Mi tío y Hans me ro m p i e ron casi los brazos a fuerza de tenerme sujeto;y seguía la almadía llevándonos a los tre s .

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Serían entonces las diez de la noche. Después del último asalto, el pri-m e ro de mis sentidos que funcionó fue el oído. Oí casi inmediatamente, yeste fue mi primer acto de audición ve rd a d e ro, oí el silencio que se re s t a b l e-cía en la galería sucediendo a los mugidos que me estuvieron aturd i e n d odurante largas horas. Luego llegó a mí como un murmullo esta palabra demi tío.

— ¡ Su b i m o s !— ¿ Qué queréis decir? —exc l a m é .—¡Sí, subimos! ¡Su b i m o s !L e vanté el brazo; toqué la pared y de mi mano brotó sangre. Su b í a m o s

con una rapidez ve rt i g i n o s a .—¡La antorcha! ¡La antorcha! —grito el pro f e s o r.Hans la encendió no sin dificultad, y la llama, manteniéndose de abajo

arriba a pesar del movimiento ascendente, despidió bastante claridad paraalumbrar toda la escena.

—Es lo que me figuraba —dijo mi tío—. Nos hallamos en un pozo estre-cho, que no tiene cuatro toesas de diámetro. El agua, después de llegar alfondo del abismo, recobra su nivel y nos sube con ella.

—¿A dónde?—Lo ignoro, pero debemos estar preparados a todo eve n t o. Subimos con

una velocidad que calculo en dos toesas por segundo, o sean ciento ve i n t etoesas por minuto, que equivalen a más de tres leguas y media por hora. Aeste paso se adelanta camino.

—¡Sí, nada nos detiene, si este pozo tiene alguna salida! ¡Pe ro si carece deella, si está tapado, si el aire se comprime poco a poco por la presión de lacolumna de agua vamos a ser aplastados!

— A xel —replicó el profesor con la mayor calma—, la situación es casidesesperada, pero hay algunas probabilidades de salvación, y éstas son las quee x a m i n o. Si bien es cierto que a cada instante podemos pere c e r, también loes que podemos salvarnos. Pongámonos, pues, en actitud de aprove c h a r n o sde las menores circ u n s t a n c i a s .

— ¿ Pe ro qué podemos hacer?

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— Tomar algún alimento para reparar nuestras fuerz a s .Al oír estas palabras, miré a mi tío con ojos asustados. Era preciso decirle

lo que hubiera querido ocultarle.— ¿ Tomar algún alimento?—Sí, sin demora.El profesor añadió en danés algunas palabras. Hans meneó la cabez a .—¡Cómo! —exclamó mi tío—. ¿Se han perdido nuestras prov i s i o n e s ?—¡Sí! ¡He aquí todo lo que nos queda! ¡Un pedazo de cecina para los tre s !Mi tío me miraba sin querer comprender mis palabras.—Y ahora —dije—, seguís cre yendo aún que podemos salva r n o s ?Mi pregunta quedó sin re s p u e s t a .Pasó una hora.El hambre que sentía empezaba a ser violenta. Mis compañeros se halla-

ban en el mismo caso, pero ninguno de nosotros se atrevía a tocar aquel mise-rable resto de alimentos.

En t retanto, continuábamos subiendo con la mayor rapidez, de suert eque el aire algunas veces nos cortaba la respiración como a los aeronautas cuyaascensión es demasiado acelerada. Pe ro los aeronautas sienten un frío tantomás intenso cuanto mayor es su elevación en las capas atmosféricas, al pasoque nosotros experimentábamos un efecto absolutamente contrario. El caloraumentaba de una manera que inspiraba serias inquietudes, pues en aquelmomento no debía bajar de 40º.

¿ Qué significaba semejante variación? Hasta entonces las teorías de Da v yy Lidenbrock habían recibido la confirmación de los hechos; hasta enton-ces condiciones part i c u l a res de rocas refractarias, de electricidad, de magne-tismo, habían modificado las leyes generales de la naturaleza, formándonosuna temperatura moderada; porque en mi opinión, quedaba siempre enpie la teoría del fuego central, la única ve rdadera, la única explicable. ¿Íbamosa vo l ver a un medio en que estos fenómenos se realizasen rigurosamente y enque el calor redujese las rocas a un completo estado de fusión? Así lo temía,y dije por lo tanto al pro f e s o r :

— Si no morimos ahogados, ni despedazados, ni de hambre, nos quedas i e m p re el consuelo de ser quemados vivo s .

Se contentó con encogerse de hombros y volvió a abismarse en susre f l e x i o n e s .

Durante una hora, exceptuando un ligero aumento en la temperatura, nomodificó la situación incidente alguno. Mi tío rompió por fin el silencio.

— Vamos a ver lo que se hace —dijo—, es preciso tomar una decisión.

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— ¿ Tomar una decisión? —repliqué yo.—Sí. Es preciso restablecer nuestras fuerzas. Si economizando el poco

alimento que nos queda, tratamos de prolongar algunas horas más nuestraexistencia, permaneceremos débiles hasta el fin.

—Sí, hasta el fin, que no se hará esperar mucho.— ¡ Pues bien! Si se presenta una contingencia para salvarnos, si tenemos

necesidad de un esfuerzo perentorio, de un momento de acción, ¿de dóndes a c a remos fuerzas para obrar habiendo dejado que la inanición nos debilitasec o m p l e t a m e n t e ?

—¿Y qué nos quedará una vez hayamos apurado el pedazo de cecina conque contamos?

— Nada, Axel, nada. ¿Pe ro te alimentará más ese pedazo de cecina comién-dolo con los ojos? Tus razones son las de un hombre sin voluntad, las de unser sin energía.

— Por lo visto, ¿aún abrigáis alguna esperanza de salva c i ó n ?—Sí, la tengo, sí, y en tanto que el corazón palpite, en tanto que la carne

v i va, no admito que un ser dotado de voluntad se entregue a la desesperación.¡ Qué palabras! El hombre que las pronunciaba en semejantes circ u n s-

tancias había de estar dotado de un temple de alma poco común.— En fin —dije—, ¿qué queréis que hagamos?— Que comamos lo que quede de alimento hasta la última migaja,

para reparar nuestras perdidas fuerzas. Si esta comida es la última, ¡pacien-cia!, pero entretanto, en lugar de quedar extenuados, seremos hombre s .

—¡Comamos, pues! —exc l a m é .Tomó mi tío el pedazo de cecina y las pocas galletas que se habían sal-

vado del naufragio; hizo tres partes iguales, y dio a cada cual la suya. Re s u l-taba, poco más o menos, una libra de alimento para cada uno. El pro f e s o rcomió con avidez, con una especie de arrebato febril, pero yo, a pesar de mih a m b re, comí sin placer y hasta con repugnancia. Hans comió tranquilamente,a bocados menudos, que mascaba sin ruido, saboreándolos con la calma deun hombre a quien no inquieta ni inspira ningún cuidado el porve n i r.

Hu roneando mucho, encontró una calabaza medio llena de ginebra quenos ofreció, y el benéfico licor me reanimó algo.

—F ö rt rafflig ! —dijo Hans después de echar un trago.— ¡ Excelente! —respondió mi tío.Yo, no sé por qué, había acariciado alguna esperanza. Eran entonces las

cinco de la mañana.Así es el hombre. Su salud es un efecto puramente negativo. Sa t i s f e c h a

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la necesidad de comer, difícilmente nos re p resentamos los horro res del ham-b re, siendo preciso experimentarlos para comprenderlos. Salíamos de unap rolongada abstinencia, y un poco de galleta y cecina triunfó de nuestro spasados dolore s .

Sin embargo, después de comer cada cual se abandonó a sus re f l e x i o n e s .¿ En qué pensaba Hans, aquel hijo del extremo Occidente, cuya flema domi-naba la resignación fatalista de los orientales? En cuanto a mí, mis pensamientosno se formaban más que de re c u e rdos, y éstos me reconducían a la superf i c i ede un globo que nunca debí abandonar. La casa de Konigstrasse, mi pobreGraüben, la buena Ma rta, pasaron como visiones ante mis ojos, y en los lúgu-b res y pavo rosos murmullos que circulaban en el interior de la cort eza terre s-t re creía sorprender el bullicioso rumor de las ciudades.

Respecto a mi tío, siempre dominado por su idea, con la antorcha en lamano, examinaba escrupulosamente la naturaleza de los terrenos, pre t e n d i e n d oreconocer su situación por la observación de las capas sobrepuestas. Este cál-culo, o por mejor decir, esta apreciación suya, sólo podía ser más o menosa p roximada, pero un sabio siempre es un sabio cuando consigue conservar sus a n g re fría, y el profesor Lidenbrock poseía esta cualidad como muy pocos.

Oíale pronunciar en voz baja vocablos técnicos de la ciencia geológica, yyo, como los comprendía, me interesaba, a mi pesar, en aquel estudio supre m o.

— Granito eru p t i vo —decía—. Nos hallamos aún en la época primitiva ;¡ p e ro subimos! ¡Subimos! ¿Quién sabe?

¿ Quién sabe? Seguía esperando. Palpaba con la mano la pared ve rtical, y,algunos instantes después, volvía a murmurar:

— ¡ He aquí los gneis! ¡He aquí los micasquistos! ¡Pe rfectamente! Lu e g ovendrán los terrenos de transición, y entonces...

¿ Qué quería decir el profesor? ¿Podía acaso medir el grueso de la cor-t eza terre s t re suspendida sobre nuestra cabeza? ¿Poseía algún medio de hacersemejante cálculo? No. Ninguna apreciación podía sustituir al manómetrode que se care c í a .

La temperatura seguía en pro g re s i vo aumento, y estaba bañado de sudoren medio de una atmósfera abrasadora, que no podía comparar más que conel calor que despiden los hornos de una fundición en el acto de derretirse losmetales. Poco a poco, Hans, mi tío y yo tuvimos que irnos quitando la ro p aque llevábamos porque la prenda más ligera de vestir nos desazonaba y hastanos atormentaba.

—¿Es decir, que subimos a un foco candente? —exclamé yo en unmomento en que tomaba el calor mayo res pro p o rc i o n e s .

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— No —respondió mi tío— ¡Es imposible, imposible!— Sin embargo —dije aplicando la mano a la pared— este muro abrasa.En el momento de pronunciar estas palabras, mi mano rozó invo l u n t a-

riamente con la superficie del agua, y tuve que apartarla al momento.— ¡ El agua quema! —exc l a m é .La contestación del profesor fue un ademán colérico.Entonces se apoderó de mi corazón un invencible terror del que no vo l v í

a verme libre. Presentía una catástrofe próxima, y una catástrofe tal que lamás audaz imaginación re t rocedería ante ella. Una idea en un principio inciert a ,vaga, tomaba en mi mente el carácter de una cert eza incontestable. La re c h a-zaba, pero ella volvía obstinadamente al asalto. No me atrevía a formularla.Sin embargo, determinaron mi convicción algunas observaciones invo l u n-tarias. A la dudosa luz de la antorcha, noté movimientos desordenados en lascapas graníticas. ¡Iba evidentemente a producirse un fenómeno, en que laelectricidad desempeñaría su papel, y, además, aquel calor exc e s i vo, aquellaagua hirv i e n d o...! Quise observar la brújula.

¡La brújula estaba loca!

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¡Sí, la brújula estaba loca! La aguja saltaba de un polo a otro con bru s-cas sacudidas, recorría todos los puntos del cuadrante, y daba vueltas comosi estuviese poseída de un vért i g o.

Ya sabía yo que según las teorías más aceptadas, la cort eza mineral delglobo no se halla jamás en un estado de reposo absoluto. Las modificacionesp roducidas por la descomposición de las materias internas, la agitación pro-cedente de las grandes corrientes líquidas y la acción del magnetismo tien-den a transformarla incesantemente, aun en los casos en que los seres dise-minados por su superficie no sospechan su agitación. Aquel fenómeno porsí solo no me hubiera azorado, o por lo menos, no me hubiera hechoconcebir una idea terrible.

Pe ro había otros hechos, ciertas circunstancias sui generis, que no me per-mitían equivocarme por más tiempo. Las detonaciones se multiplicaban conuna intensidad espantosa. Yo no podía compararlas más que al ruido que pro-ducirían millares de carros arrastrados por un empedrado desigual y hueco.Se oía un trueno nunca interru m p i d o.

La brújula, enloquecida, sacudida por los fenómenos eléctricos, me con-firmaba en mi opinión. La cort eza mineral tendía a romperse, las molesgraníticas se resquebrajaban, la abertura se iba cegando, el hueco se llenaba,y nosotros, pobres átomos, estábamos próximos a ser estrujados por la másespantosa de las pre s i o n e s .

—¡Tío, tío! —exclamaba yo—. ¡Estamos perd i d o s !—¿A qué viene tu terror? —me preguntó el profesor con una calma sor-

p rendente—. ¿Qué tienes?— ¿ Qué tengo, me preguntáis? ¡Ob s e rvad estas paredes que se mueve n ,

este granito que se descoyunta, este calor que abrasa, esta agua que hierve ,estos va p o res que se condensan; observad todos los indicios de un terre m o t o !

Mi tío meneó la cabeza con lentitud e indifere n c i a .— ¿ Un terre m o t o ?— ¡ S í !— Creo, muchacho, que te equivo c a s .—¡Cómo! ¿No reconocéis los síntomas pre c u r s o re s . . . ?

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— ¿ De qué? ¿De un terremoto? ¡No! ¡Espero algo mejor!— ¿ Qué queréis decir?— ! Una arupción, Axe l !— ¡ Una erupción! —exclamé yo—. ¡Estamos dentro de la chimenea de

un volcán en actividad!— Tal creo —respondió el profesor sonriéndose—, y es lo mejor que

puede sucedernos.¡Lo mejor! ¿Se habría vuelto loco mi tío? ¿Qué significaban sus palabras?

¿Cómo explicar su serenidad y su sonrisa?—¡Cómo! —exclamé—. ¡Estamos envueltos en una erupción! ¡La fata-

lidad nos ha colocado en el camino de las lavas candentes, de las rocas defuego, de las aguas hirvientes, de todas las materias eru p t i vas! ¡Vamos a serrechazados, expelidos, arrojados, vomitados, expectorados, echados al aire enmedio de un remolino de piedras, de un torbellino de llamas, de una lluviade cenizas y escorias y eso es lo mejor que puede sucedernos!

—Sí —respondió el profesor mirándome por encima de sus gafas—, eslo mejor, porque es lo único que puede vo l vernos a la superficie de la tierra.

¡ Cuántas ideas se cru z a ron en mi cere b ro! Mi tío tenía razón, mucha razón,y nunca me había parecido tan audaz ni tan convencido como en aquel momen-to en que esperaba y pesaba con calma las contingencias de una eru p c i ó n .

Seguíamos subiendo. No cesó en toda la noche el movimiento ascen-sional; el ruido fue siendo cada vez más atronador; yo estaba casi sofocado,c reía llegado mi último instante, y, sin embargo, la imaginación es tan extraña,que me entregaba a reflexiones ve rdaderamente pueriles. Pe ro yo estaba subor-dinado a mis pensamientos, no los dominaba.

Era evidente que nos empujaba un impulso eru p t i vo. Debajo de la alma-día había aguas hirvientes, y debajo de estas aguas una pasta de lava, un con-junto de rocas que, al llegar a la cima del cráter, se habían de desparramaren todas direcciones. Nos hallábamos, pues, en la chimenea de un vo l c á n .Ac e rca del particular no cabía duda.

Pe ro no en la chimenea del Sneffels, volcán apagado, sino en la chime-nea de un volcán activo, de un volcán en erupción. Y yo me pre g u n t a b aqué volcán podía ser aquel, y en qué parte del mundo nos lanzaría.

No podía ser más que en las regiones septentrionales. Ac e rca del part i-c u l a r, la brújula, antes de haberse desorientado, no se desmintió nunca. De s d eel cabo Saknussemm, habíamos sido directamente arrastrados al No rte durantec e n t e n a res de leguas. ¿Habíamos vuelto a colocarnos debajo de Islanda? ¿De b í a-mos ser arrojados por el cráter del Hecla, o por alguno de los siete montes

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i g n í vomos de la isla? En un radio de 500 leguas al Oeste, no había bajo aquelparalelo más que los volcanes mal conocidos de la costa No roeste de Amé-rica. Al Oeste, bajo los 80º de latitud, no se conocía más que el Esk, en la islade Juan Ma yen, no lejos de Spitzberg. Cr á t e res no faltaban, habiéndolos entreellos capaces de vomitar ejércitos enteros, pero lo que yo pretendía adivinarera cuál nos arrojaría a nosotro s .

Al amanecer, el movimiento de ascensión se aceleró horriblemente. Si amedida que nos acercábamos a la superficie del globo, el calor, en lugar de dis-minuir aumentaba, debíase a que era enteramente local y prodecía de unainfluencia volcánica. Nu e s t ro género de locomoción no podía dejar de disi-par todas las dudas. Una fuerza enorme, una fuerza de muchos centenare sde atmósferas producida por los va p o res acumulados en las entrañas de la tie-rra, nos empujaba irresistiblemente. ¡Pe ro a qué innumerables peligros nose x p o n i a !

Reflejos amarillentos penetraron en la galería ve rtical, que se ensanchabamás y más; a derecha e izquierda distinguía corre d o res profundos semejan-tes a túneles inmensos, de los cuales salían densos va p o res, y lenguas de lla-mas, chisporroteando, lamían sus fantásticas pare d e s .

— ¡ Mirad, tío, mirad! —exc l a m é .—¿Y qué? Son llamas sulfurosas. Nada hay más natural en una eru p c i ó n .—¿Y si nos envuelve n ?— No nos envo l ve r á n .—¿Y si nos sofocan?— No nos sofocarán. La galería se ensancha, y en caso necesario, aban-

d o n a remos la almadía y nos guare c e remos en alguna quebraja.—¿Y el agua? ¡El agua ascendente!— Ya no hay agua, Axel, no hay más que una pasta flúida que nos sube

con ella a la boca del cráter.La columna líquida había, efectivamente, desaparecido y sido re m p l a-

zada por materias eru p t i vas bastante densas, aunque derretidas. La tempe-ratura era insoportable, y un termómetro expuesto a aquella atmósfera hubieram a rcado más de 70º. Yo estaba bañado en un mar de sudor, y todos irre m i-siblemente nos hubiéramos ahogado, sin la rapidez de la ascensión.

Sin embargo, el profesor no insistió en el propósito de abandonar la alma-día, e hizo perfectamente. Aquellas tablas toscas y mal unidas ofrecían una super-ficie sólida, un punto de apoyo que nos hubiera faltado en cualquier otra part e .

A eso de las ocho de la mañana sobrevino un nuevo incidente. Cesó de re p e n t eel movimiento ascensional, y la almadía se quedó absolutamente inmóvil.

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— ¿ Qué ocurre? —pregunté, causándome aquella detención re p e n t i n ael efecto de un choque.

— Un alto —respondió mi tío.— ¿ Ha concluido la eru p c i ó n ?— E s p e ro que no.— Me levanté y miré alre d e d o r, aunque en va n o. Tal vez la almadía, dete-

nida por una roca saliente, oponía una resistencia momentánea a la accióne ru p t i va, en cuyo caso, fuerza era librarla cuanto antes del obstáculo.

Pe ro no había obstáculo ninguno. La columna de cenizas, de escoria yde piedras había también dejado de subir.

— ¿ Se habrá detenido la erupción? —pre g u n t é .—¡Ah! —dijo mi tío entre dientes—. Tranquilízate, muchacho; este

momento de calma será pasajero; cinco minutos hace que no nos move m o s :p e ro no tard a remos en ascender nuevamente hacia el orificio del cráter.

El pro f e s o r, mientras hablaba, consultaba incesantemente su cro n ó m e-t ro, y tenía tal vez razón en sus pronósticos. Volvió la almadía a subir rápiday desordenadamente por espacio de dos minutos, y se detuvo de nuevo.

— Bueno —dijo mi tío mirando la hora—, dentro de diez minutosnos pondremos otra vez en marc h a .

— ¿ Di ez minutos?—Sí, nos hallamos en un volcán cuya erupción es intermitente. Nos deja

respirar mientras él re s p i r a .Así era la ve rdad. Después de otra detención de diez minutos fuimos

de nuevo empujados ascensionalmente con la mayor rapidez. Necesidad tení-amos de agarrarnos con mucha energía para que la fuerza impulsiva no nosa r rojara de la almadía. Cesó otra vez el impulso.

He reflexionado después sobre tan singular fenómeno, sin podérmeloexplicar satisfactoriamente. Sin embargo, me parece evidente que nosotro sno ocupábamos la chimenea principal del volcán, sino un conducto acceso-rio en que experimentábamos un efecto de re p e rc u s i ó n .

No puedo decir cuántas veces subimos y nos detuvimos. Sólo sé que cadavez que se re p roducía el movimiento, era mayor la fuerza que nos impelía,a r rojándonos como un ve rd a d e ro proyectil. Durante los altos, nos ahogá-bamos; durante la ascensión, el aire abrasador nos cortaba el aliento. Pe n s éun instante en la impresión que experimentaría viéndome súbitamente tras-ladado a las regiones hiperbóreas con un frío de 30º bajo cero. Mi imagina-ción exaltada divagaba por las llanuras de nieve de las comarcas árticas, y espe-raba con ansia el momento de tenderme sobre la helada alfombra del polo.

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Por otra parte, tan repetidas sacudidas llegaron a trastornar mi cabeza, y másde una vez, sin los vigorosos brazos de Hans, me hubiera roto el cráneocontra los muros de granito.

No conservo, por lo tanto, ningún re c u e rdo preciso de lo que pasó en lassiguientes horas. Sólo me queda un sentimiento confuso de detonacionescontinuas, de la locomoción de la masa térrea, de un movimiento giratorioque se apoderó de la almadía, la cual se balanceaba en un oleaje de lavas yen medio de una lluvia de cenizas. Quedó rodeada de ruidosas llamas, acti-vando los fuegos subterráneos un huracán furioso que parecía producido porun ventilador inmenso. Por última vez se me apareció el semblante deHans en un reflejo de incendio, y no me quedó más sensación que el sinies-t ro espanto del que estuviera atado a la boca de un cañón en el momentode dispararse el cañonazo y dispersarse sus miembros por los aire s .

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X L I V

Cuando abrí los ojos, me sentí asido de la cintura por una mano vigorosa delguía, el cual con la otra mano sostenía a mi tío. Yo no tenía ninguna herida grave ,sino un quebrantamiento general, como si me hubiesen molido a palos. Me encon-tré tendido en la ve rtiente de la montaña, a dos pasos de una espantosa sima enque podía precipitarme al menor mov i m i e n t o. Hans me había arrancado de lasgarras de la muerte mientras estaba rodando por los bordes del cráter.

—¿Dónde estamos? —preguntó mi tío, que me pareció estar muy irri-tado por haber vuelto a la superficie de la tierra.

El cazador, que no lo sabía, manifestó su ignorancia encogiéndose deh o m b ro s .

— En Islandia —dije yo.—Ne j — respondió Ha n s .—¡Cómo! ¡No! —exclamó el pro f e s o r.— Hans se equivoca —dije yo leva n t á n d o m e .Después de las innumerables sorpresas de aquel viaje, otra nueva nos

estaba re s e rvada. Yo esperaba ver un cono cubierto de nieves eternas, en mediode los áridos desiertos de las regiones septentrionales, bajo los pálidos rayo sde un cielo polar, más allá de las más elevadas latitudes, y contra todas esasp revisiones, mi tío, el islandés y yo estábamos tendidos en medio de una colinacalcinada por el sol que nos devoraba con sus rayo s .

No quería dar crédito a mis miradas, pero mi cuerpo, que se estaba mate-rialmente asando, disipaba todas mis dudas. Habíamos salido del cráter mediodesnudos, y el astro radioso, al que durante dos meses no habíamos pedidoabsolutamente nada, se empeñó en ser con nosotros pródigo de luz y de calor,y nos envolvía en una irradiación espléndida.

Cuando mis ojos se habituaron a aquellos re s p l a n d o res de que ya habíanp e rdido la costumbre, me valí de ellos para rectificar los erro res de mi imagi-nación. Quería por lo menos hallarme en Spitzberg, y ni a dos tirones mehacía soltar nadie esta idea.

El profesor fue el primero que tomó la palabra, y dijo:— En efecto, este paisaje se parece a Islandia como un huevo a una cast a ñ a .—¿Y a la isla de Juan Ma yen? —pregunté yo.

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— Ta m p o c o. No es este un volcán del No rte con sus colinas de granitoy su turbante de nieve .

— Sin embargo. . .— ¡ Mira, Axel, mira!Encima de nuestras cabezas, a una distancia de 500 pies, se abría el crá-

ter de un volcán por el cual, de cuarto en cuarto de hora se escapaba conespantoso estrépito una alta columna de llamas, mezcladas con piedra pómez ,l a vas y cenizas. Pe rcibía las convulsiones de la montaña, que respiraba a lamanera de las ballenas, y arrojaba de vez en cuando fuego y aire por sus enor-mes respiráculos. Debajo, torrentes de materias eru p t i vas se extendían poruna pendiente bastante rápida a una profundidad de 700 a 800 pies, lo queno llegaba a dar al volcán una altura total de 300 toesas. Su base desapare c í aen un bosque de árboles ve rdes, entre los cuales distinguí olivos, higueras yviñas cargadas de racimos colorados.

Fu e rza era convenir en que aquel no era el aspecto de las regiones árt i c a s .Cuando la vista traspasaba aquel ve rde recinto, se perdía rápidamente en

las aguas de un mar admirable o de un lago pintoresco, que hacían de aque-lla tierra encantadora una isla que no tenía de ancho más que unas cuantasleguas. Por la parte de levante se descubría una rada, precedida de ciert on ú m e ro de casas, en la cual, al suave impulso de las azuladas olas, se mecíanalgunos buques de una forma part i c u l a r. Más allá, se destacaban de la líquidallanura grupos de islotes tan numerosos que parecían un inmenso hormi-g u e ro. Hacia poniente, lejanas costas terminaban el horizonte, perf i l á n d o s ealgunas montañas azules de una conformación armoniosa, y en otras, másen lontananza, descollaba un cono prodigiosamente elevado, en cuyo vért i c ese agitaba un penacho de humo. Por el lado del No rte centelleaba, re f l e j a n d olos rayos solares, una inmensa extensión de agua, en que aparecían a tre-chos algunas arboladuras o algunas velas hinchadas por el viento.

Lo que aquel espectáculo tenía para nosotros de imprevisto centuplicabasus encantos.

—¿Dónde estamos, dónde estamos? —murmuraba yo.Hans cerraba los ojos con indiferencia, y mi tío abría los suyos como

e m b o b a d o.— Cualquiera que esta montaña sea —dijo al fin—, hace en ella un poco

de calor, las explosiones se suceden, y no me haría maldita la gracia habersalido de una erupción para que me descalabrase un peñasco. Bajemos y sabre-mos a qué atenernos. Además, me estoy muriendo de hambre y de sed.

Decididamente no era el profesor un hombre apasionado de la vida con-

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t e m p l a t i va. Pe ro yo, de muy buena gana, olvidando la necesidad y las fatigas,hubiera permanecido largas horas en aquel sitio, si no hubiese tenido queseguir a mis compañero s .

El talud del volcán presentaba muy rápidas pendientes. Nos deslizába-mos por barrancos de cenizas, evitando cuidadosamente los arroyos de lavaque se desenvolvían como serpientes de fuego. Mientras bajábamos, yo dabarienda suelta a mi lengua, pues necesitaba hablar mucho para dar a mi ima-ginación demasiado llena algún desahogo.

—¡Estamos en Asia —exclamaba—, en las costas de la India, en las islasMalayas, en plena Oceanía! Hemos atravesado la mitad del globo y salimospor las antípodas de Eu ro p a .

— ¿ Pe ro la brújula? —respondió mi tío.—¡Sí! ¡La brújula! —decía yo, sin saber qué decir—. A dar crédito a lo

que ella dice, nos hemos dirigido constantemente al No rt e .— ¿ Ha mentido, pues?— Me n t i d o.—¡A no ser que este sea el polo No rt e !— ¡ El polo! No; pero. . .El hecho era inexplicable, y todos los esfuerzos de mi imaginación eran

i n ú t i l e s .En t re tanto, nos aproximábamos a la amena falda de la montaña. El ham-

b re y la sed me atormentaban a un mismo tiempo. Afortunadamente, despuésde dos horas de marcha, se ofreció a nuestra disposición una campiña encanta-dora enteramente cubierta de olivos, granados y viñas que al parecer pert e n e c í a na todo el mundo. Por otra parte, en el estado de desnudez y abandono en quenos hallábamos, no podíamos andarnos en escrúpulos de monja. ¡Con qué pla-cer saboreábamos aquellos deliciosos frutos, aquellas jugosas y embriagadorasu vas! No lejos, en la ve rde alfombra que formaba la hierba, a la apacible som-bra de los frondosos árboles, descubrí un manantial de agua fresca y cristalina,en que sumergimos voluptuosamente nuestro ro s t ro y nuestras manos.

Y mientras así nos abandonamos a todas las delicias del reposo, un chi-quillo apareció entre dos grupos de olivo s .

—¡Ah! —exclamé yo—. ¡Un habitante de esta tierra de bienave n t u r a n z a !Era el chiquillo una especie de zagalillo, vestido muy miserable-

mente, bastante enfermizo, y que pareció asustarse mucho al vernos, lo quenada tiene de part i c u l a r, pues no siendo aquel un país de malhechore s ,no era para tranquilizar a nadie nuestras barbas incultas y nuestros insufi-cientes trajes.

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En el momento de ir el chiquillo a tomar las de villadiego, Hans corriótras él y se lo trajo, a pesar de sus chillidos y pataleo.

Mi tío hizo lo posible para tranquilizar al rapaz y le dijo en buen alemán:—¿Cómo se llama esta montaña, mocito?El muchacho no re s p o n d i ó .— Bueno —dijo mi tío—, no estamos en Alemania.Y repitió la misma pregunta en inglés.Tampoco obtuvo contestación. A mí me devoraba la impaciencia.— ¿ Si será mudo? —exclamó el pro f e s o r, el cual, muy orgulloso de su

poliglotismo, recurrió al francés.El rapazuelo no desplegó los labios.— Probemos el italiano —repuso mi tío—. ¿ Dove noe siamo?El mismo silencio.— ¡ Pa reces tonto! —exclamó mi tío, a quien empezaba el humo a subír-

sele a las narices, y tiró al chico de las orejas—. Vamos a ver si hablas.¿Come si noma questa isola?

—St ro m b o l i — respondió el pastorcillo, echando a correr al momentopor entre los olivos y no parando hasta que ganó el llano.

Le dejamos ir, y no volvimos a acordarnos de él. ¡El St r ó m b o l i! ¡Qu éefecto produjo en mi imaginación esta inesperada palabra! Estábamos enpleno Mediterráneo, en medio del archipiélago eólico de mitológica memo-ria, en la antigua St ra n g i g l o s, en aquella isla del mar Egeo en que Eolo teníaencadenados en el antro los vientos y las tempestades. ¡Y aquellas montañasazules, cuyas graciosas lomas se perfilaban hacia Levante, eran las montañasde Calabria! ¡Y aquel volcán, que se levantaba en el horizonte del Su r, era elEtna, el mismo Et n a !

— ¡ Strómboli! —repetía yo—. ¡St r ó m b o l i !Mi tío me acompañaba con sus ademanes y sus palabras. Pa recía que está-

bamos cantando a dúo.¡Ah, qué viaje! ¡Qué maravilloso viaje! ¡Entrar por un volcán y salir por

o t ro, y estar éste situado a más de 1.200 leguas del Sneffels, de aquel áridopaís de Islandia situado en los confines del mundo! Los azares de la expedi-ción nos habían transportado al seno de las más armoniosas comarcas de latierra. Habíamos abandonado la región de las nieves eternas por las de la ve r-dura infinita, y dejado encima de nuestras cabezas la cenicienta niebla delas zonas heladas para contemplar luego extasiados el azulado cielo de Si c i l i a .

Después de una deliciosa comida compuesta de frutas y agua fresca, nospusimos en marcha dirigiéndonos al puerto de Strómboli. No nos pare c i ó

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p rudente decir de qué manera habíamos llegado a la isla. El carácter supers-ticioso de los italianos nos hubiera re p resentado como demonios vo m i t a-dos por el infierno, y, por consiguiente, nos resignamos a pasar por humildesnáufragos, lo que era menos glorioso, pero más seguro.

Mientras íbamos andando, mi tío murmuraba:— ¡ Pe ro la brújula! ¡La brújula, que señalaba al No rte! ¿Cómo se explica

esta anomalía?—Lo mejor —dije yo con el mayor desdén— es no explicarla.— ¡ No explicarla! ¡Un profesor de Johannoeum que no encuentra la razón

de un fenómeno cósmico! ¡Qué ve r g ü e n z a !Hablando así mi tío, medio desnudo, con la bolsa de cuero alrededor de

la cintura, y poniéndose las gafas, volvía a ser el terrible profesor de minera-l o g í a .

Una hora después de salir de los oliva res llegamos al puerto de San Vi c e n zo ,donde Hans reclamó el salario de su tercera semana, que le fue entregado conlos más expre s i vos apretones de manos.

En aquel instante, si bien no participó de nuestra conmoción harto natu-ral, se manifestó más expansivo de lo que tenía por costumbre .

Con los pulpejos de sus dedos tocó ligeramente nuestras manos y ses o n r i ó .

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X LV

He aquí la conclusión de una narración que pondrán en cuarentena hastalos que no suelen asombrarse de nada. Pe ro yo estoy de antemano puesto eng u a rdia contra la incredulidad de los hombres.

Los pescadores de Strómboli nos re c i b i e ron con las consideraciones debi-das a unos náufragos. Nos facilitaron vestidos y víve res, y el 31 de agosto, des-pués de haber estado esperando cuarenta y ocho horas, un pequeño s p e ro n a renos condujo a Mesina, donde algunos días de descanso bastaron para re p o-nernos de nuestras fatigas.

El viernes, 4 de septiembre, pasamos a bordo del Vo l t u rn o, uno de los va p o res correos de las mensajerías imperiales de Francia, y tres días después desembarcamos en Marsella, sin más preocupación ni q u e b r a d e ros de cabeza que el re c u e rdo de la mala pasada que acababa de jugarnos la maldita brújula. Aquel hecho inexplicable me tenía ve rd a -deramente trastornado. El 9 de septiembre, al anochecer, llegamos a Ha m b u r g o.

Renuncio a describir el asombro de Ma rta y la alegría de Gr a ü b e n .—Ahora que ya eres un héroe, Axel —me dijo mi adorada pro m e-

tida—, no tendrás necesidad de vo l ve rte a separar de mí.La miré. Ella lloraba sonriéndose.No hay necesidad de decir que el re g reso del profesor Lidenbro c k

causó sensación en Ha m b u r g o. Por indiscreción de Ma rta se había pro p a-gado en todas partes la noticia de su viaje al centro de la tierra. Nadie cre y óen semejante proyecto, ni aún después de haberlo re a l i z a d o.

Sin embargo, la presencia de Hans y varios informes llegados de Is l a n d i am o d i f i c a ron poco a poco la opinión pública.

Entonces mi tío pasó a ser un gran hombre y yo el sobrino de un granh o m b re, lo que ya es algo. Hamburgo dio una fiesta en honor nuestro. Secelebró en Johannoeum una sesión pública, en que el profesor narró cir-cunstanciadamente su expedición, sin omitir más que los hechos re l a t i vos ala brújula. En aquel mismo día depositó en los arc h i vos de la ciudad el docu-mento de Saknussemm, y expresó el vivo sentimiento que le causaba el quelas circunstancias, más fuertes que su voluntad, no le hubieran permitido

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seguir hasta el centro de la tierra las huellas del viajero islandés. Fue modestoen su gloria, y su modestia aumentó su re p u t a c i ó n .

Tanta honra había necesariamente de suscitarle envidiosos. Los tuvo, ycomo sus teorías, apoyadas en hechos ciertos, contradecían los sistemas de laciencia respecto del fuego central, sostuvo verbalmente y por escrito notablespolémicas con los sabios de todos los países.

Mas yo no puedo admitir su teoría del enfriamiento. No obstante todolo que he visto, creo, y seguiré cre yendo mientras viva, en el calor central;p e ro confieso que ciertas circunstancias aún mal definidas pueden modificaresta ley bajo la acción de fenómenos naturales.

En el momento de controve rtirse estas cuestiones, a pesar de sus instan-cias, había salido de Hamburgo; mi tío experimentó un ve rd a d e ro sentimiento.Hans, el hombre a quien tanto debíamos no quiso siquiera que le pagáse-mos nuestra deuda de gratitud, obligándole la nostalgia re g resar a Is l a n d i a .

F ä rva l, dijo un día, y sin más palabras de despedida partió para Re i k j a-wik, donde llegó sin nove d a d .

Profesábamos un singular afecto a nuestro imperturbable cazador dee i d e r s. No por hallarse ausente le olvidarán jamás aquellos a quienes ha sal-vado la vida, y muy poco he de poder o no moriré sin haberle visitado.

Añadiré, para concluir, que este Viaje al centro de la tierra causó en elmundo una sensación enorme. Se imprimió y se tradujo en todas part e s ;los periódicos más acreditados insert a ron sus principales episodios, y éstosf u e ron comentados, discutidos, atacados, sostenidos con igual convicción enel campo de los cre yentes y de los incrédulos. ¡Cosa rara! Mi tío gozaba envida de toda la gloria que había adquirido y hasta hubo un tal Barnum quele propuso exhibirlo a un precio muy elevado en los Estados Un i d o s .

Pe ro una gran desazón, un ve rd a d e ro tormento, se mezclaba con tantagloria. Había un hecho que permanecía inexplicable, el de la brújula, y paraun sabio un fenómeno semejante, al cual no se encuentra explicación, se con-v i e rte en un suplicio de la inteligencia. ¡Pues bien!, el cielo re s e rvaba a mitío una felicidad completa.

Un día, arreglando en su gabinete su colección de minerales, hallé lafamosa brújula y se me antojó observa r l a .

Seis meses hacía que estaba allí en un rincón, sin saber los malos ratosque ocasionaba.

¡ Cuál fue de pronto mi asombro! Lancé un grito. El profesor acudió.— ¿ Qué ocurre? —pre g u n t ó .—¡Esta brújula!

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— ¿ Qu é ?— ¡ Su aguja indica el Sur y no el No rt e !— ¡ Qué dices?— ¡ Mirad! ¡Esos polos están tro c a d o s !— ¡ Tro c a d o s !Mi tío miró, comparó, y dio un salto que conmovió toda la casa.¡ Qué rayo de luz descendía a la vez a su mente y a la mía!—Es decir —exclamó apenas pudo hacer uso de la palabra—, es decir,

que desde nuestra llegada al cabo Saknussemm, la aguja de esta condenadabrújula marcaba al Sur en lugar del No rt e .

— Ev i d e n t e m e n t e .— Nu e s t ro error se explica, pues, naturalmente.— ¿ Pe ro qué fenómeno ha podido producir esta inversión de los polos?—La cosa no puede ser más sencilla.— Explícate, muchacho.— En el mar de Lidenbrock, durante la tempestad, aquel disco de

fuego que imantó todo el hierro de la almadía, desorientó nuestra brújula.—¡Ah! —exclamó el profesor soltando una carcajada—. No ha habido

en todo ello más que una chanza de la electricidad.Desde aquel día mi tío fue el más feliz de los sabios, y yo el más feliz de

los hombres, porque mi hermosa virlandesa, abdicando su posición de pupila,ocupó un puesto en la casa Konigstrasse en su doble cualidad de sobrina yesposa. Inútil es añadir que su tío fue el ilustre profesor Otto Lidenbro c k ,m i e m b ro corresponsal de todas las sociedades científicas, geográficas y mine-ralógicas en las cinco partes del mundo.