verso la miseria: crónicas a la vuelta de la esquina

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Verso la miseria: crónicas a la vuelta de la esquina... Por David Álvarez Donativo: 20 pesos

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Verso la miseria: crónicas a la vuelta de la esquina... por David Álvarez

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Verso la miser ia:

crónicas a la vuelta de la esquina... Por David Álvarez

Donativo: 20 pesos

Texto:

David Álvarez.

Fotografía de portada:

Donna O Liveros.

Edición:

Mario Eduardo Ángeles.

La Testadura, una literatura de paso.

www.issuu.com/latestadura

www.latestadura.blogspot.mx

[email protected]

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México, Enero, 2016.

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Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus autores. La Testadura, una literatura de paso, hecha para

olvidarse en los lugares públicos o salas de espera.

Una bien amada puta

Los ojos tristes

Perros

David Álvarez

La Testadura , una l i teratura de paso

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UNA BIEN AMADA PUTA Madrugada del 23 de agosto. La noche

inundó las calles incrustándose en el pavi-mento hasta los más recónditos espacios de una cloaca entre la acera. Las 4:45 de la ma-ñana anunció el principio del alba y, con ello, un día más de tantos que transcurren. El te-lón se abrió.

Caminé con rapidez de Ezequiel Montes

rumbo a Universidad. El llanto escurrió hasta el suelo formando grandes charcos tras mis pasos. Saqué el celular y marqué a la prime-ra persona que vino a mi cabeza, con la pre-tensión de que me diera alojo lo que restaba de noche.

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Te espero en X lugar. Llego en 30 minu-tos, me dijo. Llegué en 15 minutos, tomé asiento en la banqueta y esperé. Miré el re-loj intentando apresurarlo con la desespera-ción del momento. Pero un segundo, dura un segundo.

El lugar X tenía las luces encendidas; la

de los faros acompañó la ocasión y una cantina, a cinco metros del lugar, cerró sus puertas, escupiendo gusanos de piernas y brazos. Dos personas, hombre y mujer, sa-lieron tambaleantes; caminaron y se coloca-ron a mi lado. Ella, tacones altos, vestido entallado color negro, un bolso de mano del mismo tono y un remarcado labial rojo so-bre sus labios. Él, zapatos negros, pantalón de mezclilla azul, playera blanca y una cer-veza en mano.

De reojo, miré a aquella pareja mientras

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aguardaba la espera. El vaho provocado por la baja temperatura, salió cual humarada de cigarro. Ellos, palabrearon en susurro. Apenas y pude escuchar lo que decían, pero la noche, a veces compañera del silencio, ayudó a la claridad en las palabras. Él le conversaba de frente; ella, lo ignoraba con la indiferencia de una mirada perdida. El lenguaje corporal de aquella mujer eviden-ciaba incomodidad, era, en apariencia, un acto de acoso más. Sin embargo, él la abra-zó con notable pasión, cerrando los ojos y con la curvatura de sus labios asemejando la sonrisa que provoca la conjunción de dos cuerpos. Se conocían desde hace tiempo, lo supe. Yo, he sonreído igual.

Los brazos del sujeto rodeaban con fuer-

za el cuerpo de la mujer. Ella, no obstante, mantenía los codos en posición recta y esti-raba ligeramente las manos hacia los costa-

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dos de él, palmeándolo con indiferencia. Te amo, se alcanzó a escuchar de aquel hom-bre. Y ella, manteniendo la lejanía emocio-nal, sacó un cigarrillo de su bolsa y lo en-cendió. No le respondió.

Al término del abrazo, él comenzó a llo-

rar. Sorbió un trago de cerveza y las lágri-mas se entremezclaban con el alcohol. Qui-so volver a tomarla entre sus brazos y ella se hizo hacia atrás. Acercó sus labios a los suyos y también los rechazó. Te amo, volvió a repetir. Y sin más, ella exclamó con pe-sar: Un tipo me agotó, con la pretensión de que esas palabras arrastraran al enamora-do en su derrota.

El hombre, repentinamente, como impul-

sándose desde el fondo al que había llega-do, sonrío fríamente. Dio un par de pasos hacia atrás y sorbió un trago más de cerve-

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za, aplastó la lata y la arrojó. Eres una puta, le dijo, y aun así te amo. Secó sus lágrimas con el brazo y se quedaron en silencio; yo pude acompañarlos en esa ventura. Éramos tres bajo esa noche, dos amantes negados y un tipo solitario atestiguando la obra. Vámonos ya, le dijo ella, quiero des-cansar. Él la tomó entre sus manos, acercó su boca al oído de ella por unos segundos y, después, con la lengua, recorrió el camino de sus mejillas hasta sus labios. Ella agachó la mirada, se dejó vencer, aparentemente, por las palabras que no alcancé a escuchar. Se transformó. Ella tomó los dedos de él y, bajando ligeramente los hombros, advirtió el deseo de un abrazo. También te amo, re-mató ella.

Se tomaron de la mano, se besaron y ca-

minaron. El telón se cerró. La incertidumbre fue inevitable; pensé en sin fin de posibili-

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dades de que una mujer aparentemente fría y distante, sucumbiera ante un hombre em-briagado; sabía que no era por unos cuan-tos centavos a la bolsa. Se cono-cían. Pero no importaba ya, tenían garanti-zada la felicidad de un par de horas. Yo, sol-té una sonrisa. Me quedé ahí, sentando, con la calle siendo testigo de mi soledad y mi espera.

LOS OJOS TRISTES La miré de lejos, entró pocos segundos

antes de que la puerta cerrara. Su semblan-te lucía caído, sus pasos arrastrados y sus ojos, ¡ah sus ojos!, eran terriblemente be-llos. Tristes, solitarios, hambrientos. Su mano estirada junto a una voz entrecortada y queda, mendigaba unos pesos. Las mira-das ajenas y desviadas respondían. Cami-

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naba lento, casi a punto de extinguirse en el vagón. La piel arrugada, ondulaciones en su cuerpo, anunciaban el tiempo y la fatiga. Piernas con las venas resaltadas y zapatos malgastados. Brazos color marrón, man-chados y cenizos. Después, llegó hasta mí, se detuvo y me observó fijamente con la mano levantada. Mi mano buscó en mis bolsillos y nada. Ni una moneda. Le sostuve la mirada y, moviendo la cabeza de manera horizontal, negué la caridad. Estación Zapa-ta, se detuvo el metro, abrió sus puertas y salimos. Aquella anciana siguió su transcur-so y decidí seguirla con sigilo. Nunca lo ha-bía hecho, pero ella había logrado aprisio-narme con sus ojos. La vida de los extraños es fugaz; termina cuando dejas de mirar, cuando ya no están. Vas en la banqueta y alguien está a tu lado, existe; después, deci-de ir hacia otro lado y todo termina. Efímero paso. No quería que lo mismo ocurriera con

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ella. Subimos escaleras, caminamos hacia la

salida. Un trayecto largo para tan corta marcha.

El tiempo transcurre; en cámara lenta la multitud nos envuelve en sudor y prisas; nosotros seguimos, casi quietos, mante-niendo la calma ante la vorágine citadina. Su mano sigue levantada y es ignorada. Na-die la ve. ¿Serán las prisas? ¿La simple indi-ferencia? ¿No tendrán, como yo, ni para las propias penas? Siento lástima. No sé qué hacer. No tengo nada. La sigo. El minutero corre moviendo las horas. Ya habrá tiempo para mí, pienso. De repente, se detiene; descansa un poco y suelta un suspiro, sus ojos me gritan auxilio. Lo siento.

Estoy a unos cuantos metros de ella, mi-ro mis piernas y las acaricio lentamente con el sudor de mis palmas, temblando sin con-trol. Imagino volar junto con ella y llevarla al

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mar y ver la costa y los peces y los días y vuelvo en mí y volteo y ya se ha ido. No está. La busco. La gente, aparentemente, la ha tragado y sigo y miro y camino. ¿Dónde es-tá? Salgo de la estación, ¿cuánto tiempo quedé pensativo? Y, a lo lejos, veo su cabello blanco, su cabeza baja y sus pasos cortos. Salimos hacia Avenida Universidad, sigue andando y yo tras ella. Es un día hermoso; el tránsito siempre atroz no falta y un cielo azul, de pocas nubes, resalta el color de edi-ficios y banquetas. Nos detenemos justo en la esquina con Eje 7 Sur; el semáforo está en rojo y respiro profundamente. Mis pier-nas tiemblan nuevamente. Sí, es un día her-moso, vuelvo a pensar. Los autos pasan ve-lozmente, ella se encuentra en la orilla de la calle, ha bajado la banqueta y el viento le-vanta su cabello junto a las bolsas de plásti-co sueltas. Pobre anciana. ¿Tendrá nombre siquiera? ¿Huellas en otro suelo? ¿Sonrisas

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reguardadas al final del día? Parece que no tiene nada. Que huye de sí. Que le basta un pretexto.

Me coloco tras ella. Miro alrededor; es un mundo sádico bajo un cielo hermoso. Espe-ro un poco. Ella también. Los automóviles circulan. La gente camina. Siento vértigo, jadeo con prisa, los poros de la nariz no son suficientes y abro la boca y mis labios se secan… estiro la mano y empujo a la ancia-na hacía la implacabilidad de una avenida en tránsito; choca sobre un automóvil, la alza más de lo que en su vida podrá alcan-zar. Cae. La gente pierde la cabeza, gritan, se espantan, corren, aúllan. Ella, con la ca-beza volteada hacia donde me encuentro, me mira; soy la última persona en su vida. Sus ojos tristes mueren. Terminó su miseria.

De nada, exclamo, y salí huyendo del lu-gar.

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PERROS Llueve en la ciudad. La plaza se inunda y

se desborda; las orillas desaparecen por el tránsito del agua hacia la coladera y las on-dulaciones de los charcos formados del cen-tro hacia afuera, asemejan pequeñas olas de mares movidas por la brisa. La gente co-rre, huye de ese lugar hacia otra parte. Otros se refugian bajo techos y carpas de locales comerciales o casonas.

Los autos van despacio mientras la lluvia cae sobre él; todo se altera, pierden el con-trol ante la condensación de nubes amonto-nadas en el cielo y aúllan. Los faros en la banqueta alumbran el paso, el agua verdosa casi café que pasa entre las piernas de pea-tones.

Me refugio bajo un árbol; es el único es-pacio disponible para evitar mojarme por

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completo. Del otro lado, sin más, observo un pequeño perro temeroso andando entre las aguas, confrontándolas con su cuerpo y la fuerza del mismo para avanzar y encontrar un espacio adecuado. La gente no lo ve, lo empujan o lo ignoran y este sigue. Está em-papado, el hocico entreabierto anuncia el cansancio y el último aliento.

El perro llega hacia donde estoy y se pe-ga al tronco del árbol al cual me mantengo aferrado. Tiembla. Se queda quieto y se acuesta; la cabeza la coloca entre sus patas y las orejas caídas la cubren. La lluvia no cesa y no tiene intención alguna de hacerlo. Suenan relámpagos y el pobre animal se altera pero no tiene mucho que hacer. Nin-guno de los dos.

Su cuerpecito famélico y con sarna aguanta las ventiscas. En el cuello se le nota la marca de un collar apretado hasta casi ahorcarlo. Pone su cabeza junto a mi zapato

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y lo acaricio. Ahí estamos, él y yo, en una ciudad a punto de extinguirse. Las mandí-bulas nos tiemblan a ambos, contracciones musculares que nos dice que todo está bien. Que aún tenemos un poco de esperanza pese a todo. Lo miro a él y lo tomo entre mis brazos; lo coloco dentro de mi chamarra y lo acaricio. Lo abrazo con fuerza. La lluvia sigue y el agua me llega a las rodillas. Me recuesto en el árbol.

Después de horas, el cielo se despeja. Todo vuelve a la calma y sólo quedan ruinas de anuncios comerciales y basura vagando por los charcos. Intento despertar al pobre animal pero es demasiado tarde. La pesa-dez de un perro fenecido es confundida con su cuerpo empapado. Murió.

Miro alrededor, la gente comienza a salir de su escondite y corre de prisa. No sé qué hacer con el perro, mi corazón palpita con rapidez, respiro agitado y los músculos de la

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garganta se tensan. Comienzo a llorar. Busco un lugar para dejar su cuerpo sin

vida; no hay suelo para enterrar sino asfal-to, caminos largos sin espacios para la mi-seria. Camino con él entre brazos hasta en-contrar un bote de basura varado en la ca-lle. No tengo más remedio que ponerlo ahí, desechado en un pedazo de plástico negro. Lo miro por última vez, acostado entre pe-dazos de cartón y comida; me despido y me voy, antes de que la próxima lluvia comien-ce.

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