venti siete

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Ventisiete Posted In ARTE + LITERATURA Hace un día hermoso. Sobre la carretera el sol dibuja los charcos ficticios que nunca podremos alcanzar. Rodamos a toda velocidad tratando de pasar sobre lo que no nos pertenece. Hoy estamos de cumpleaños y hoy también vamos a morir. Una gandola gigantesca y negra nos sigue de cerca. Detrás de ella una docena de motorizados y carros con el motor modificado. A lo lejos se levanta el potente cielo azul de las siete de la mañana y el viento salino que nos pega en la cara secándonos la piel a través de las ventanillas. Estamos tan drogados que podemos ver las moléculas de oxígeno metiéndose en nuestra nariz. Y reímos, porque de todo lo que pasa, con todos aquellos que tratan de cogernos, las cosquillas en nuestras fosas nasales son lo único que nos importa. Las cosquillas en la nariz y ganar el juego, perdiéndolo. La gandola nos alcanza. Escuchamos el rugido de su motor cuando se coloca junto a nosotros, a la derecha. Encendemos un cigarrillo y le sacamos el culo desnudo por la ventana. La gandola se arroja hacia nosotros tratando de sacarnos del camino. Frenamos de sopetón y vemos como el enorme vehículo pierde control y se estrella contra uno de los postes de luz que están puestos a ambos lados del camino. Esquivamos la gigantesca y oscura cola del vehículo y seguimos adelante. Por el retrovisor lo vemos volcarse aparatosamente trancando el camino. Un par de carros que no bajaron la velocidad a tiempo chocan contra ella. Instantes después escuchamos el estallido. Cuando el humo se confunde con las nubes estamos demasiado lejos como para poner atención. Lo que queríamos era ver el mar de nuevo antes de morir. Y si nos quedaba tiempo, surfear un poco desnudos. Lo que deseábamos era revolcarnos en la arena como niños. Ródabamos a 190 kph hacia adelante pero nuestra cabeza iba en retroceso. Al tiempo en el que todo estaba bien. Al tiempo en que nadie nos recriminaría habernos convertido en estúpidos. Cuando el carro entró en la arena dimos un par de vueltas en el aire y quedamos enterrados en la playa, muy cerca de la orilla, boca abajo. Teníamos gotas de sangre saliendo de una tronera en la frente y el calor nos abrazaba con la furia de un león asesino, pero estábamos ahí y eso era lo único que nos hacía falta saber. —¿Qué hacemos ahora?—preguntó él. —¿Acaso importa?—le dije. Inhalamos todo el aire que pudimos meter en nuestros pulmones. Nos dolía el pecho, quizás por alguna costilla fracturada, pero el alma nos saltaba de júbilo y nos hacía vibrar el corazón como el baile estival de un montón de enanos psicópatas. Nos quedamos en silencio unos minutos. Sin decir nada, sólo escuchando el vaivén de las olas. —Gracias—me dijo finalmente. —Feliz cumpleaños—contesté. —Me alegra haber escapado de todo eso. Me alegra que me hayas traído hasta aquí. Creo que hemos ganado, entonces. —Nadie lo sabe. Nadie lo sabrá nunca. Después, a lo lejos, un punto metálico y muy brillante comenzó a caer del cielo sobre nosotros. —¿La ves?—le pregunté. —Sí. Parece una bala. —No. Es libertad. Podríamos haber hablado durante horas mientras Él decidía qué hacer con nosotros. Debían apagarse las luces. Debíamos, simplemente, quedarnos dormidos arrullados por el océanos y el sol amarillo, y luego, pues, no ser. En cambio el tiempo se detuvo por primera y última vez. Los coches que nos seguían quedaron paralizados en el aire. Había apretado el botón de pausa del universo, de este universo, de este pedazo rebelde de su cabeza. A Él, nada menos que a Él, lo habíamos obligado a pensar.

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cuento corto realizado por un joven escrito venezolano que explora los limites de la amistad

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Ventisiete Posted In ARTE + LITERATURA

Hace un día hermoso. Sobre la carretera el sol dibuja los charcos ficticios que nunca podremos alcanzar. Rodamos a toda velocidad tratando de pasar sobre lo que no nos pertenece. Hoy estamos de cumpleaños y hoy también vamos a morir. Una gandola gigantesca y negra nos sigue de cerca. Detrás de ella una docena de motorizados y carros con el motor modificado. A lo lejos se levanta el potente cielo azul de las siete de la mañana y el viento salino que nos pega en la cara secándonos la piel a través de las ventanillas. Estamos tan drogados que podemos ver las moléculas de oxígeno metiéndose en nuestra nariz. Y reímos, porque de todo lo que pasa, con todos aquellos que tratan de cogernos, las cosquillas en nuestras fosas nasales son lo único que nos importa. Las cosquillas en la nariz y ganar el juego, perdiéndolo. La gandola nos alcanza. Escuchamos el rugido de su motor cuando se coloca junto a nosotros, a la derecha. Encendemos un cigarrillo y le sacamos el culo desnudo por la ventana. La gandola se arroja hacia nosotros tratando de sacarnos del camino. Frenamos de sopetón y vemos como el enorme vehículo pierde control y se estrella contra uno de los postes de luz que están puestos a ambos lados del camino. Esquivamos la gigantesca y oscura cola del vehículo y seguimos adelante. Por el retrovisor lo vemos volcarse aparatosamente trancando el camino. Un par de carros que no bajaron la velocidad a tiempo chocan contra ella. Instantes después escuchamos el estallido. Cuando el humo se confunde con las nubes estamos demasiado lejos como para poner atención. Lo que queríamos era ver el mar de nuevo antes de morir. Y si nos quedaba tiempo, surfear un poco desnudos. Lo que deseábamos era revolcarnos en la arena como niños. Ródabamos a 190 kph hacia adelante pero nuestra cabeza iba en retroceso. Al tiempo en el que todo estaba bien. Al tiempo en que nadie nos recriminaría habernos convertido en estúpidos. Cuando el carro entró en la arena dimos un par de vueltas en el aire y quedamos enterrados en la playa, muy cerca de la orilla, boca abajo. Teníamos gotas de sangre saliendo de una tronera en la frente y el calor nos abrazaba con la furia de un león asesino, pero estábamos ahí y eso era lo único que nos hacía falta saber. —¿Qué hacemos ahora?—preguntó él. —¿Acaso importa?—le dije. Inhalamos todo el aire que pudimos meter en nuestros pulmones. Nos dolía el pecho, quizás por alguna costilla fracturada, pero el alma nos saltaba de júbilo y nos hacía vibrar el corazón como el baile estival de un montón de enanos psicópatas. Nos quedamos en silencio unos minutos. Sin decir nada, sólo escuchando el vaivén de las olas. —Gracias—me dijo finalmente. —Feliz cumpleaños—contesté. —Me alegra haber escapado de todo eso. Me alegra que me hayas traído hasta aquí. Creo que hemos ganado, entonces. —Nadie lo sabe. Nadie lo sabrá nunca. Después, a lo lejos, un punto metálico y muy brillante comenzó a caer del cielo sobre nosotros. —¿La ves?—le pregunté. —Sí. Parece una bala. —No. Es libertad. Podríamos haber hablado durante horas mientras Él decidía qué hacer con nosotros. Debían apagarse las luces. Debíamos, simplemente, quedarnos dormidos arrullados por el océanos y el sol amarillo, y luego, pues, no ser. En cambio el tiempo se detuvo por primera y última vez. Los coches que nos seguían quedaron paralizados en el aire. Había apretado el botón de pausa del universo, de este universo, de este pedazo rebelde de su cabeza. A Él, nada menos que a Él, lo habíamos obligado a pensar.

La estática es hermosa. Pudo haber desconectado todo, pero sabía que no lograría nada, que todos los demás sabrían que es posible hacerlo por tu cuenta. Ya para entonces éramos demasiado peligrosos para quedarnos para siempre en ese limbo infinitesimal. Porque no hay nada más peligroso que los recuerdos desbocados de aquello que nunca has hecho. Así fue como el rey, por fin, se tumbó al suelo. Nunca antes un sueño le había dolido tanto. Nunca antes se había puesto a pensar qué pasaría sin caminaba hacia atrás.

GAME OVER

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Gabriel Torrelles