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579 UNO PARA LAS ISLAS El viaje no duraría mucho más. La mayoría de la gente viajaba al continente, que ya no estaba lejos. Otros iban a las islas del oeste, algunas de las cuales se halla- ban ciertamente muy alejadas. Dan se dirigía a cierta isla que él creía más lejana, probable- mente, que cualquiera de las otras en las que el barco tocaría. Supo- nía que iba a ser más o menos el último pasajero en desembarcar. Al sexto día de un viaje apacible y sin novedad, se hallaba de un ánimo excelente. Disfrutaba de la compañía de algunos pasaje- ros, se los había encontrado algunas veces en los juegos que tenían lugar continuamente en la cubierta superior de proa, pero más que nada vagaba por la cubierta con su pipa en la boca y un libro bajo el brazo, la pipa apagada y olvidado el libro, mirando serena- mente el horizonte y pensando en la isla a la que se dirigía. Debía de ser la más bella de todas las islas, se imaginaba Dan. Desde ha- cía ya varios meses había dedicado gran parte de su tiempo a ima- ginar su territorio. No había ninguna duda, decidió finalmente, de que él sabía más sobre su isla que ningún otro hombre vivo, un hecho que lo hacía sonreír cada vez que pensaba en ello. No, na- die sabría nunca siquiera la centésima parte de lo que él sabía so- bre su isla, aunque nunca la había visto. Pero entonces tal vez na- die la había visto. Dan se sentía más feliz cuando vagaba por la cubierta, a solas, dejando que sus ojos se deslizaran de una nube algodonosa al hori- zonte, del sol al océano, pensando siempre que su isla podría apare- cer a la vista antes que el continente. Él reconocería de inmediato su 001-888 relatos.indd 579 20/12/2017 12:49:35

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UNO PARA LAS ISLAS

El viaje no duraría mucho más.La mayoría de la gente viajaba al continente, que ya no estaba

lejos. Otros iban a las islas del oeste, algunas de las cuales se halla-ban ciertamente muy alejadas.

Dan se dirigía a cierta isla que él creía más lejana, probable-mente, que cualquiera de las otras en las que el barco tocaría. Supo-nía que iba a ser más o menos el último pasajero en desembarcar.

Al sexto día de un viaje apacible y sin novedad, se hallaba de un ánimo excelente. Disfrutaba de la compañía de algunos pasaje-ros, se los había encontrado algunas veces en los juegos que tenían lugar continuamente en la cubierta superior de proa, pero más que nada vagaba por la cubierta con su pipa en la boca y un libro bajo el brazo, la pipa apagada y olvidado el libro, mirando serena-mente el horizonte y pensando en la isla a la que se dirigía. Debía de ser la más bella de todas las islas, se imaginaba Dan. Desde ha-cía ya varios meses había dedicado gran parte de su tiempo a ima-ginar su territorio. No había ninguna duda, decidió finalmente, de que él sabía más sobre su isla que ningún otro hombre vivo, un hecho que lo hacía sonreír cada vez que pensaba en ello. No, na-die sabría nunca siquiera la centésima parte de lo que él sabía so-bre su isla, aunque nunca la había visto. Pero entonces tal vez na-die la había visto.

Dan se sentía más feliz cuando vagaba por la cubierta, a solas, dejando que sus ojos se deslizaran de una nube algodonosa al hori-zonte, del sol al océano, pensando siempre que su isla podría apare-cer a la vista antes que el continente. Él reconocería de inmediato su

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contorno, de eso estaba seguro. Extrañamente, sería como un lugar que había conocido siempre, pero en secreto, sin decírselo a nadie. Y allí por fin estaría solo.

A veces lo sorprendía, desagradablemente además, encontrarse de pronto cara a cara con un pasajero que venía dando la vuelta a un recodo de la cubierta. Le resultaba molesto toparse con un ca-marero apurado en alguno de los sinuosos corredores de la cubier-ta D, que siendo la de tercera clase se parecía más que las otras a una catacumba, y que era la cubierta donde Dan tenía su camaro-te. Y además había habido esa ocasión en que, por un momento, vio a poca distancia de sus ojos el suelo de listones del corredor, con una colilla de cigarrillo entre dos listones, un envoltorio de goma de mascar y algunos fósforos usados. Eso había sido desagra-dable, también.

–¿Va usted al continente? – le preguntó una noche la señora Gibson-Leyden, una de las pasajeras de primera clase, mientras se encontraban junto a la borda.

Dan sonrió ligeramente y movió la cabeza.–No, a las islas – dijo con simpatía, más bien sorprendido de

que la señora Gibson-Leyden lo ignorara todavía. Pero, por otra parte, entre los pasajeros no se había hablado mucho sobre el des-tino de cada uno.

–Y usted va al continente, supongo.Lo dijo para ser amigable, sabiendo perfectamente que la se-

ñora Gibson-Leyden se dirigía al continente.–Oh, sí – dijo la señora Gibson-Leyden–. Mi marido tenía la

idea de ir a alguna isla, pero yo dije: ¡eso no es para mí!Rió con un aire de satisfacción, y Dan asintió. Le gustaba la

señora Gibson-Leyden porque era alegre. Era más de lo que se po-día decir de la mayoría de los pasajeros de primera clase. Dan apo-yó sus antebrazos sobre la barandilla y miró la estela de luz de luna sobre el mar, que titilaba como la espalda de un gigantesco dragón marino con escamas de plata. Dan no se podía imaginar que nadie se dirigiera al continente cuando había islas en abundancia, pero nunca había podido entender esa clase de cosas, y con una perso-na como la señora Gibson-Leyden no tenía ningún sentido tratar de hablar sobre el asunto y comprender. Delicadamente, Dan echó mano a su pipa vacía. Le llegaba un aroma a colonia de lavanda

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por el lado de la señora Gibson-Leyden. Le recordaba a una mu-chacha que conoció en cierta época y ahora lo divertía que pudiese sentirse atraído por la señora Gibson-Leyden, por cierto lo sufi-cientemente anciana como para ser su madre, solo porque usaba una fragancia familiar.

–Bueno, se supone que debo encontrarme con mi marido en la sala de juegos – dijo la señora Gibson-Leyden alejándose–. Bajo a buscar un suéter.

Dan asintió, ahora torpemente. La partida de la mujer le hizo sentirse abandonado, absurdamente solitario, y de inmediato se reprochó no haber hecho un mayor esfuerzo por comunicarse con ella. Sonrió, se enderezó y oteó en la oscuridad por encima de su hombro izquierdo, donde el continente aparecería antes del ama-necer, y más tarde su isla.

Dos personas, un hombre y una mujer, caminaban lentamen-te por la cubierta, lado a lado, casi negras sus figuras en la oscuri-dad. Dan observó la separación que había entre ambas. Otra figu-ra aislada, baja y obesa, ingresó en la luz que venía de las ventanas de la superestructura: el doctor Eubanks, Dan lo reconoció. Más adelante Dan vio a un grupo de gente sentada en la cubierta y acodada en la borda, todos aislados también. Tuvo una visión de los camareros y camareras allá abajo, tomando sus comidas solita-rias ante unas mesas diminutas en los corredores, trajinando apre-suradamente con toallas, bandejas, menús. Ellos también estaban solos. No había nadie que tocase a nadie, pensó, ningún hombre que sostuviese la mano de su esposa, ni amantes cuyos labios se encontraran, al menos no los había visto en lo que llevaban de viaje.

Dan se enderezó un poco más. Un abrumador sentimiento de soledad, de su propio aislamiento, se había apoderado de él y, dado que su impulso era el de recogerse dentro de sí mismo, inconscien-temente se mantuvo lo más erguido que pudo. Pero no pudo se-guir mirando hacia el barco y se volvió hacia el mar.

Le parecía que solo la luna abría sus brazos, tendía su red, protectora y amorosamente, sobre el cuerpo del mar. Contempló los velos de luz lunar tan fijamente como pudo, por tanto tiem- po como le fue posible –serían unos veinticinco minutos– y luego descendió a su camarote y se fue a dormir.

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Lo despertó un ruido de pies que corrían sobre la cubierta, y un murmullo de voces excitadas.

El continente, pensó enseguida, e hizo a un lado las mantas. Quería echarle un buen vistazo al continente. Pero a medida que su cabeza se fue despejando del sueño, se dio cuenta de que la ex-citación en la cubierta tenía que deberse a alguna otra cosa. Ahora había más correteos, el tono de asombro de una mujer: «¡Oh!», que era a medias un grito, a medias una exclamación de placer. Dan se puso apresuradamente la ropa y salió corriendo de su camarote.

Su visión desde la escalerilla de la cubierta A lo hizo detenerse y jadear. El barco estaba navegando hacia abajo, había estado na-vegando hacia abajo por una larga y ancha senda abierta en el océano mismo. Dan jamás había visto algo como eso. Y el resto de los pasajeros tampoco, al parecer. No era de extrañar que todos es-tuviesen tan excitados.

–¿Cuándo? – preguntó un hombre que corría detrás del presu-roso capitán–. ¿Lo vio usted? ¿Qué fue lo que pasó?

El capitán no tenía tiempo para responderle.–Todo está bien. Es como tiene que ser – decía un suboficial

cuyo rostro serio y tranquilo contrastaba extrañamente con los ojos abiertos con perpleja alarma de todos los demás.

–Abajo uno no se da cuenta – le dijo Dan con ligereza al señor Steyne, que estaba de pie junto a él, y enseguida se sintió idiota, pues ¿qué podía importar si abajo uno lo percibía o no? El barco estaba navegando hacia abajo, el mar se inclinaba hacia abajo en un ángulo de unos veinte grados con respecto al horizonte, y eso era algo de lo que jamás se había oído hablar, ni siquiera en la Biblia.

Dan corrió a unirse a los pasajeros que atestaban la cubierta de proa.

–¿Cuándo comenzó? Quiero decir, ¿dónde? – le preguntó Dan a la persona que tenía más cerca.

La persona se encogió de hombros, aunque su rostro estaba tan excitado, tan intranquilo como el resto.

Dan aguzó la vista para ver qué aspecto tenía el agua al costa-do de la franja, pues la pendiente no parecía tener más de dos mi-llas de ancho. Pero fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo, no pudo distinguir si la franja terminaba en un borde abrupto o si se inclinaba hacia el cuerpo principal del mar, porque una delgada

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bruma oscurecía el océano a ambos lados. De pronto advirtió la luz dorada que se posaba sobre todo alrededor de ellos, la franja, la atmósfera, el horizonte que tenían por delante. La luz no era más intensa de un lado que del otro, de modo que no podría ha-ber sido el sol. De hecho, Dan no conseguía hallar el sol. Pero el resto del cielo y el cuerpo más alto del mar detrás de ellos resplan-decían como la mañana.

–¿Alguien ha visto el continente? – preguntó Dan, interrum-piendo el parloteo a su alrededor.

–No – dijo un hombre.–No hay continente – dijo el mismo suboficial, imperturbable.Dan tuvo el súbito sentimiento de haber sido estafado.–Es como debe ser – añadió lacónicamente el suboficial. Esta-

ba enrollando una cuerda delgada alrededor de su brazo, envol-viendo con ella su palma y su codo.

–¿Como debe ser?–Ya está – dijo el suboficial.–Así es, ya está – confirmó un hombre en la barandilla, ha-

blando sobre su hombro.–¿Ni hay islas, tampoco? – preguntó Dan, alarmado.–No – dijo el suboficial, no sin amabilidad, pero de una ma-

nera brusca que golpeó a Dan en el pecho.–Bueno..., ¿qué es toda esta cháchara sobre el continente?

– preguntó Dan.–Cháchara – dijo el suboficial, ahora con un guiño.–¿No es ma-ra-vi-lloso? – dijo una voz de mujer a sus espaldas,

y Dan se volvió para ver a la señora Gibson-Leyden: la señora Gibson-Leyden que tan ansiosa se mostraba hasta hacía poco por ir al continente, contemplando con arrobamiento la vacua bruma blanca y dorada.

–¿Sabe usted algo de esto? ¿Cuánto más va a continuar? – pre-guntó Dan, pero el suboficial se había ido.

Dan deseó poder sentirse tan sereno como todos los demás, en general era más calmado, pero ¿cómo podía estar en calma frente a la desaparición de su isla? Cómo podían los demás quedarse allí de pie contra la borda, en su mayoría tomándoselo con toda calma, se daba cuenta por las voces ahora, y por sus posturas despreocu- padas.

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Dan volvió a ver al suboficial y corrió tras él.–¿Qué ocurre? – preguntó–. ¿Qué ocurre a continuación?Sus propias preguntas le parecieron demenciales, pero eran

tan buenas como cualquiera.–Ya está – dijo el suboficial con una sonrisa–. ¡Buen Dios, mu-

chacho!Dan se mordió los labios.–¡Ya está! – repitió el suboficial–. ¿Y qué esperaba?Dan vaciló.–¿Tierra? – dijo en un tono que lo hacía sonar como una pre-

gunta.El suboficial se echó a reír silenciosamente y meneó la cabeza.–Puede usted bajarse cuando quiera.Dan miró atónito a su alrededor. Era verdad, la gente estaba

bajando por la plancha, pasando sobre la banda con sus maletas.–¿Bajar adónde? – preguntó Dan, horrorizado.El suboficial volvió a reír y, desdeñando responderle, se alejó

lentamente con su cuerda enrollada.Dan le aferró el brazo.–¿Bajar aquí? ¿Por qué?–Este sitio es tan bueno como cualquier otro. Donde a usted

se le antoje.El suboficial rió entre dientes:–Es todo igual.–¿Todo mar?–No hay mar – dijo el suboficial–. Pero ciertamente no hay

tierra.Y allí marchaban ahora el señor y la señora Gibson-Leyden,

cruzando la borda de estribor.–¡Eh! – los llamó Dan, pero ellos no se volvieron.Dan los vio desaparecer rápidamente. Parpadeó. No se habían

tomado de la mano, pero habían estado cerca el uno del otro, ha-bían estado juntos.

De repente Dan se dio cuenta de que si salía del barco como ellos lo habían hecho, aún podría seguir estando solo si quería es-tarlo. Era extraño, desde luego, pensar en salir al espacio. Pero en el instante en que fue capaz de concebirlo, apenas concebirlo, se volvió necesario hacerlo. Podía sentirlo, llenándolo con una certi-

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dumbre gradual pero arrolladora, a la que cedió no sin renuencia. Era como debía ser, como había dicho el suboficial. Y este era un lugar tan bueno como cualquier otro.

Dan miró a su alrededor. Realmente, el barco estaba casi va-cío ahora. Bien podría ser el último, pensó. Se suponía que sería el último. Bajaría y haría su maleta. ¡Qué fastidio! Los pasajeros para el continente, por supuesto, la tenían hecha desde la tarde ante-rior.

Dan se volvió impaciente en la escalerilla en la que una vez casi se cae, y volvió a subir. Ya no quería su maleta, después de todo. No quería llevarse nada consigo.

Puso un pie sobre la borda de estribor y salió. Caminó varios metros sobre un suelo invisible que era más suave que la hierba. No era como había pensado que iba a ser, aunque ahora que estaba aquí, tampoco era algo extraño. De hecho, había incluso esa sensa-ción de reconocimiento que había imaginado que experimentaría cuando pusiera el pie en su isla. Se volvió para ver por última vez el barco que seguía su curso descendente. Pero de repente se impa-cientó consigo mismo. Por qué ponerse a mirar un barco, se pre-guntó, y bruscamente se dio la vuelta y siguió su camino.

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