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Lic. Eduardo Elías Pozas UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE QUERÉTARO ESCUELA DE BACHILLERES “DR. SALVADOR ALLENDE” HISTORIA DE LA FILOSOFÍA II ÁREA: FILOSOFÍA SEMESTRE 4

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Lic. Eduardo Elías Pozas

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA

DE

QUERÉTARO

ESCUELA

DE

BACHILLERES

“DR. SALVADOR ALLENDE”

HISTORIA DE LA FILOSOFÍA II

ÁREA: FILOSOFÍA

SEMESTRE 4

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Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 2

PRESENTACIÓN1

Introducción.

1 La ubicación de la materia en el Plan de estudios, en tercer y cuarto semestre, permite al alumno

utilizar las herramientas, principios, conocimientos y métodos, obtenidos en los primeros

semestres, en las diferentes áreas curriculares de la educación media superior de forma

Interdisciplinaria y multidisciplinaria, con la finalidad de relacionar los motivos y propósitos

generales de cada una de estas asignaturas en el proceso de su enseñanza aprendizaje.

2 ¿Desde dónde aprendemos, enseñamos, comprendemos y utilizamos en el contexto de la

educación media superior, la Historia de la Filosofía? Sobre todo se aprende a formar el

pensamiento, es decir a pensar mejor, a analizar los fenómenos del hombre y sus sociedades, a

reflexionar sobre todo en tomar mejores decisiones por medio de las ciencias y las disciplinas, a

criticar y a proponer dentro de las nuevas formas de vida que deben ser diseñadas con

inteligencia, organización y apertura en la evaluación para su desarrollo, buscando siempre la

excelencia de ser mejores ciudadanos capaces de transformar positivamente la sociedad en que

vivimos. Estos son los fundamentos en que debemos trabajar alumnos y docente, conjuntamente,

ya sea para el cumplimiento de poder seguir los estudios universitarios o bien para insertarse

adecuadamente a la sociedad a la que pertenecemos.

OBJETIVO GENERAL:

En base a los conocimientos previos de la Lógica y la Metodología de las asignaturas de esta Área de

Filosofía, como fundamentos de la investigación, Historia de la Filosofía I y II, unificarán los criterios y

principios filosóficos en la construcción de la ciencia en coordinación con las demás Áreas del conocimiento

curricular del Bachillerato, en una constante revisión y evaluación sobre el desarrollo programático en

perspectivas de vincular y motivar A LOS ALUMNOS en dicha área, como un apoyo hacia los diversos estudios

de profesional a través de la reflexión filosófica sobre los problemas y sus respectivas respuestas que demanda

actualmente nuestra sociedad.

OBJETIVOS ESPECÍFICOS:

1. Analizar desde las circunstancias histórico-sociales, filosófico-científicas y filosófico-

políticas algunos de los modelos que la razón humana ha decantado para encontrar mejores formas

de vida.

2. Integrar a su formación el dominio de conceptos y categorías básicas en la comprensión

de sí mismo y de la filosofía en cuanto disciplina humanística: democracia, justicia, libertad,

valores.

3. Identificar a la historia de la filosofía como una herramienta teórico-conceptual para el

análisis de la vida cotidiana en la que está inmerso.

4. Guiar al alumno hacia una conciencia del mundo y de la vida distinta a la cotidiana.

5. Promover en el alumno la aplicación de un pensamiento riguroso, coherente y

sistemático.

6. Aplicar los elementos teórico-metodológicos en la descripción, comparación y análisis

de la historia de la filosofía II.

7. Analizar y explicar el porqué de la valoración de ciertas corrientes filosóficas y el

rechazo a otras.

8. Analizar a la historia de la filosofía II no como simple enumeración cronológica de

opiniones, sino como razón histórica que no sólo existe, sino que se hace, acontece en una

circunstancia a la que reacciona y responde.

9. En suma, al final del semestre podrá distinguir las circunstancias históricas (o

condicionantes sociales, económicos y políticos) que a lo largo de la historia de la filosofía II han

permeado ciertas concepciones del mundo y de la vida.

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Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 3

CONTENIDOS PROGRAMÁTICOS

1 Justificación y ubicación de la interdisciplinariedad y multidisciplinariedad del

conocimiento al interior del Área de Filosofía y de las demás Áreas curriculares

del plan de estudios de la Escuela de Bachilleres de la Universidad Autónoma de

Querétaro. (Problema de la estructura curricular, en cuanto al conocimiento

fundamentándose en la Historia de la Filosofía I).

2 Ejes metodológicos resultantes del Renacimiento fundamentalmente con Francis

Bacon y Rene Descartes. Problema del método científico entre el racionalismo

(Pascal, Leibniz y Spinoza), y el empirismo (Hume, Locke y Berkeley).

3 La Ilustración. Problema de las ideas basadas en la naturaleza para ilustrar y

organizar todo, resultando cambios sociales y la enciclopedia.

4 El Idealismo alemán y el Marxismo. Problema de los principios del método para

las ciencias sociales y las nuevas conformaciones sociales, políticas y económicas.

5 La Fenomenología y el Existencialismo. Problema del fenómeno como existencia

y justificación de valores.

6 Filosofía, ciencia y tecnología. Problema de la valoración de la lógica como

fundamento de la construcción del pensamiento, la crítica, la reflexión y la

producción científica.

7 Constructivismo y lingüística. Problema de la construcción del método para las

diferentes ciencias y disciplinas (bases metodológicas para el método y el lenguaje

especializado de profesional).

8 Bases de la Filosofía Latinoamericana. Problema de los fundamentos de la ética

profesional desde el enfoque cultural.

9 Bases de los principios y valores de la persona y la sociedad. Problema del valor

de la estética.

10 Diferencia entre gnoseología o Teoría del conocimiento y epistemología.

Problema de las bases epistemológicas para las ciencias y las disciplinas.

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Galileo Galilei

1. Síntesis del Renacimiento

Del italiano rinàscita, procedente del francés renaissance, renacimiento, término que ya Giorgio Vasari

aplica, en el s. XVI, al «renacimiento» del arte y las letras antiguas.2

Período histórico y cultural, comprendido entre 1350 y 1600, que se caracteriza, en un principio, por ser

una «regeneración», «renovación» o «restauración» del gusto artístico de acuerdo con los ideales de la

antigüedad clásica y que, posteriormente, se distingue como una renovación de la sociedad en general por el

«renacimiento» de la cultura clásica concebido, principalmente, por los autores humanistas; fenómeno propio

inicialmente de Italia, se difunde por toda Europa y acaba siendo uno de los pilares sobre los que se asienta la

civilización occidental. El término se acuña en el s. XIX, por obra sobre todo de los historiadores Michelet y

Burckhardt, quienes también han determinado su significado general.

Se discute acerca de su periodización: tanto para las fechas de su comienzo (Petrarca, poeta laureado, en

1341; Cola di Rienzo, que intenta restaurar la república antigua de Roma, en 1347; las conferencias del bizantino

Manuel Chrysoloras en Florencia, en 1397) como para las de su finalización (el «saco» de Roma, en 1527; el

concilio de Trento, en 1545; la muerte de Bruno, en 1600), así como acerca de si supone en verdad una ruptura

de mentalidad con la época inmediata anterior, que los mismos autores renacentistas llaman peyorativamente

Edad «Media», y que habría de ser considerada como una época de ignorancia y oscuridad en oposición a la

nueva época de conocimiento y luminosidad.

La formulación clásica de lo que es el Renacimiento se debe, en principio y sobre todo, a la obra del

historiador suizo Jacob Burckhardt, La cultura del renacimiento en Italia (1860). Sus tesis -un nuevo espíritu

italiano que se caracteriza por la exaltación del individuo, como hombre y como ciudadano, y de la dignidad del

hombre, el interés por leer y comentar los textos literarios antiguos, griegos y romanos, el «descubrimiento del

mundo y del hombre» a través de los viajes, la exploración y la observación de la naturaleza, la ruptura con las

ideas medievales sobre la sociedad, la naturaleza y la filosofía- han sido, no obstante, parcialmente discutidas

por la crítica historiográfica, sobre todo en lo que se refiere al supuesto de ruptura con la Edad Media y a la

definición de ésta como época de oscuridades. Se levantó así una controversia sobre el sentido fundamental del

Renacimiento y del humanismo renacentista: si uno y otro suponen una ruptura real con la cultura de la Edad

Media, uno de cuyos efectos principales sería la revolución científica, o si en realidad los humanistas, principales

protagonistas del Renacimiento, han de considerarse sólo un paréntesis -por ser sólo studia humanitatis- en la

evolución natural de la filosofía aristotélica medieval hacia la aparición de la ciencia moderna. Pierre Duhem y

Marshall Clagett, junto con Gilson, Kristeller, Crombie y otros defienden el segundo punto de vista. La

originalidad de la revolución cultural del Renacimiento, en cambio, tal como supone la primera postura, es

defendida autorizadamente, entre otros, por Alexandre Koyré y Eugenio Garin.

El humanismo es el principal agente del Renacimiento; Garin identifica totalmente ambos conceptos.

Francesco Petrarca (1304-1374), amigo de Bocaccio (Sobre la propia ignorancia y la de otros muchos, 1367) es

considerado justamente el primer humanista; le siguen Coluccio Salutati, Leonardo Bruni (1370/74-1444),

Poggio Bracciolini (1380-1459), todos ellos cancilleres de la ciudad de Florencia; Leon Battista Alberti (1404-

1472), matemático, arquitecto, filósofo y teórico de la belleza en el arte; Gianozzo Manetti (1396-1459), autor de

De dignitate et excellentia hominis (1452), el primero de los elogios renacentistas de la dignidad del hombre,

escrito contra la concepción medieval de la miseria de la vida humana; Ermolao Barbaro (1453-1493),

comentador y traductor de Aristóteles, e impulsor asimismo de sus doctrinas; Lorenzo Valla (1407-1457),

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filósofo y filólogo en la corte de Alfonso de Aragón, en Nápoles, uno de los más célebres humanistas (Sobre el

placer, 1431; Sobre el libre albedrío, 1435-1439; Discurso sobre la falsa y engañosa donación de Constantino,

1440; tres libros de Historia de Fernando, rey de Aragón, 1445-1446 ).

1.1. La filosofía del Renacimiento se compone de diversos elementos

La tradición mágico-hermética: Los escritos atribuidos a Hermes Trismegistos, el llamado corpus

hermeticum, considerados auténticos por la antigüedad y por el cristianismo de los primeros siglos, lo son

también para los humanistas, una vez traducidos por Marsilio Ficino, hacia 1460. Ayudan a romper la imagen

religiosa medieval del mundo y a construir una nueva, que armoniza la naturaleza, la alquimia, la magia y la

religión. Los humanistas aceptan de buen grado estos escritos del «tres veces grande» -en realidad compuestos

por filósofos paganos hacia los siglos II y III d.C., que combinan el platonismo, con la simbología cristiana, la

gnosis griega y el pensamiento mágico- que, por un lado, hablan de la salvación del hombre a través del propio

conocimiento y, con mayor precisión que los libros de la Biblia, de la encarnación del Logos, y, por el otro, de

una simpatía por afinidad de todo, del cielo y la tierra, del hombre y la naturaleza, que unifica el cosmos y lo

hace comprensible y dominable por el hombre por el poder del conocimiento, según el adagio renacentista «el

hombre sabio domina el mundo»; por eso, algunos de ellos son conocidos también como «magos».Se añaden a

estos escritos herméticos, los Oráculos Caldeos, escritos en el s. II d.C., que mezclan el culto a los astros, con la

magia, el platonismo y las religiones orientales. Compuestos en realidad por Juliano el Teúrgo, pero atribuidos a

Zoroastro, a quien se considera también profeta -como a Hermes-, divulgan la «teurgia», o arte de la magia con

fines religiosos. Los humanistas consideraron también auténticos los Himnos Órficos -elogios a divinidades-,

escritos que contienen una mezcla de doctrinas órficas, estoicas y cristianas antiguas.

Además de estos escritos ocultistas, que ponen en comunicación el macrocosmos con el microcosmos,

destaca la afición a la astrología, específicamente cultivada en el Renacimiento, basada principalmente en el

tratado de Ptolomeo sobre astrología, el Tetrabiblon, y otras obras antiguas recién editadas en aquella época.

Destacan como magos italianos Girolamo Fracastoro (1478-1553), médico, filósofo, poeta y astrólogo,

considerado el fundador de la moderna epidemiología, y que escribe Sobre la simpatía y la antipatía de las cosas,

Girolamo Cardano (1501/06-1575), filosofo, médico y matemático, quien en De subtilitate (1547) y en De rerum

varietate (1557) escribe acerca de la «magia natural», y Giambattista Della Porta (1535-1615), filósofo y

científico, que cultiva la óptica (De refractione, 1593), la fisiognomía -investigación del carácter de la persona a

través del examen de los rasgos del rostro- (Sobre la fisiognomía humana, 1580) y la magia (Magia naturalis sive

de miraculis rerum naturalium,1558).

Paracelso (1493-1541), nombre que se da a sí mismo el médico suizo Theofrast Bombast von Hohenheim,

se interesa también por la magia natural y la iatroquímica, o quimiatría -curación por medios químicos-, y

aunque de sus investigaciones, mezcla sincretista de doctrinas teológicas, filosóficas, astrológicas, cabalísticas y

alquímicas, surge un cierto interés por la observación y el experimento y la idea de la constitución química del

hombre, permanece alejado de los caminos de la verdadera ciencia y será criticado por Bacon.

Neoplatonismo renacentista: El Platón que conocen los humanistas está constituido fundamentalmente

por los diálogos platónicos que se editan en el s. XV y el neoplatonismo que recoge todas las interpretaciones y

tradiciones antiguas añadidas a las doctrinas platónicas: el escepticismo, el eclecticismo de la época helenística,

Plotino, el Pseudo-Dionisio y la tradición mágico-hermética.

Al platonismo conocido de la Edad Media, se añade toda la tradición platónica de las bizantinos, que llega

a Italia en tres ocasiones distintas: a comienzos del s. XIV, con los primeros sabios griegos que llegan a Florencia

a enseñar griego a los humanistas; en 1439, con ocasión del concilio de Ferrara-Florencia; en 1453, a causa de la

caída de Constantinopla. Con ellos llegan también sus disputas internas acerca de la primacía entre Platón y

Aristóteles, sostenidas sobre todo por Jorge Gemisto Plethon (1355-1452), Jorge Scholarios Gennadio (1405-

1492) y Bessarión (1400-1472), que intenta la conciliación (ver filosofía bizantina).

Existe también la tradición occidental platónica, de origen medieval (Pseudo-Dionisio y Escoto Eriúgena),

cuyo mayor exponente es Nicolás de Cusa, continuada luego por la Academia Florentina.

Aparte de Nicolás de Cusa, que no es considerado ni exclusivamente medieval ni propiamente humanista,

y que sigue la línea medieval platónica marcada sobre todo por los escritos del Pseudo-Dionisio, los humanistas

propiamente platónicos son Marsilio Ficino (1433-1499), iniciador de la Academia Florentina, traductor del

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Corpus Hermeticum, de los Himnos Órficos y, sobre todo, de las obras de Platón (de 1463 a 1477), y Pico de la

Mirandola (1463-1494), cultivador además de la cábala, y armonizador de Platón y Aristóteles.

Renacentistas aristotélicos: Entre los humanistas se renuevan las tradicionales discusiones en torno a las

tres interpretaciones típicas del pensamiento de Aristóteles: la de Alejandro de Afrodisia, la de Averroes y la de

Tomás de Aquino. Frente a la interpretación escolástica, difieren en que, puestos a elegir entre la autoridad de

Aristóteles y lo que enseña la experiencia, prefieren ésta. Pietro Pomponazzi, el más importante de los

humanistas aristotélicos, sigue la interpretación alejandrista en su Tratado sobre la inmortalidad del alma (1516).

Otras filosofías helenistas reviven con el Renacimiento: el escepticismo, procedente sobre todo de las

traducciones de los textos de Sexto Empírico, es cultivado de un modo peculiar por Michel de Montaigne, en

Francia, y el estoicismo de Séneca por Justo Lipsio, que lo divulga por Alemania y Bélgica. Lorenzo Valla

(1407-1457), en su Del verdadero y del falso bien, reelaboración de Sobre el placer (1431), sigue la pauta

marcada por el epicureismo.

Filosofías de la naturaleza renacentistas: El Renacimiento, mediado ya el s. XV, desarrolla sus propios

sistemas filosóficos, que representan la culminación del naturalismo humanista: Telesio, Bruno y Campanella, a

los que puede unirse el pensamiento ya casi moderno de Leonardo da Vinci.

Bernardino Telesio (1509-1588), en su De rerum natura iuxta propia principia [Sobre la naturaleza según

sus propios principios] (1565), elimina de la naturaleza todo elemento mágico, critica el enfoque racionalista y

teórico que Aristóteles hace de ella, y sostiene que ha de ser entendida a través de la «sensibilidad» en sus

propios principios (calor, frío). Giordano Bruno (1548-1600), al contrario que su predecesor, aprovecha todos los

elementos mágico-herméticos y cabalísticos, suministrados por Ficino y Pico, y amplía la visión naturalista a un

universo infinito en extensión y número que identifica con la divinidad (Del infinito: el universo y los mundos,

1584). Tommaso Campanella (1568-1639), autor de Filosofía demostrada por los sentidos (1591), Del sentido de

las cosas y de la magia (1604) y de una Metafísica en 18 libros, intenta una síntesis de metafísica naturalista,

teología, magia, astrología y política utópica, y difunde la idea de un conocimiento obtenido por experiencia

interior: por sapientia, en su sentido original de «sabor». La sensación es, por tanto, una interiorización que pone

en contacto al hombre con la naturaleza; para algunos, se trata de un antecedente del cogito cartesiano.

La filosofía política: Los humanistas, literatos y políticos a la vez -algunos de ellos fueron cancilleres de

Florencia- muestran un evidente interés por la cosa pública. Por lo demás, el humanismo unió desde el principio

el cultivo de las artes (retórica, lógica, filología) con el de la moral y la política. Nicolás Maquiavelo (1469-

1527) es considerado el iniciador de la teoría política moderna, porque identifica su objeto propio e

independiente de los principios de la metafísica y la moral. Su naturalismo humanista se manifiesta en el

Príncipe (1531) como realismo político: la política trata del hombre tal como es y no del hombre tal como debe

ser. De esta actitud realista se aparta la Utopía (1516) de Thomas More (1480-1535); es una defensa en el terreno

de lo que no es, pero debería ser, de la comunidad de bienes y de la igualdad humana. A estas aportaciones

básicas, hay que añadir la tesis de la soberanía del estado del teórico político Jean Bodin, expuesta en Seis libros

sobre la república (1576), en los que defiende el absolutismo de los estados modernos.

La revolución científica: El fruto más fecundo del movimiento cultural del Renacimiento es la

denominada revolución científica, a saber, el proceso histórico mediante el cual hace su aparición la ciencia

moderna, que se inicia con la revolución copernicana, se desarrolla a lo largo del s. XVII con Galileo y Descartes,

y culmina con el sistema del mundo y la mecánica clásica de Newton, ya iniciado el s. XVIII.

A esta tesis se opone la llamada «rebelión de los medievalistas», que sostienen que la revolución científica

no es un producto atribuible a ninguna ruptura intelectual sucedida durante el Renacimiento, sino que es más

bien una continuación evolucionada de la ciencia medieval (tesis de P. Duhem, M. Claget, A.C. Crombie y

otros).

El surgimiento de la ciencia moderna, en el s. XVI, está marcado por la aparición de dos obras: De humani

corporis fabrica, de Andrea Vesalio (1514-1564) y De revolutionibus orbium coelestium, de Nicolás Copérnico

(1473-1543), ambas del año 1543. La relación que pueda tejerse entre la aparición de la ciencia moderna y las

condiciones socioculturales del Renacimiento es una cuestión siempre debatida. A. Rupert Hall, tras distinguir

dos posibles tipos de causa (lo referible a un cambio de sociedad, que exige un cambio en la orientación de la

ciencia, y lo referible a un cambio en la orientación de la misma ciencia) y enumerar, criticando por

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insuficientes, toda una serie de posibles causas -el cambio de la visión del mundo; el desarrollo de la tecnología

(arquitectos, agrimensores, ingenieros, constructores de buques, artilleros); el aumento del comercio y la

industria; la vinculación de la ciencia con la cultura técnica y con el protestantismo, en concreto; el florecimiento

de ciertas tradiciones medievales, entre ellas la mecánica o el empirismo del s. XIV; el predominio de Platón

sobre Aristóteles, por obra sobre todo de los neoplatónicos florentinos, con el aumento del interés por las

matemáticas; el posible influjo de la magia sobre la ciencia, que adopta como objetivo el dominio sobre el

mundo, y, por último, el cultivo de la ciencia en ámbitos no universitarios-, rechaza la hipótesis de un factor

único y dramático -interno o externo- responsable de la evolución científica a comienzos de la Edad Moderna, lo

cual equivale a conceder peso e influjo a todos los mencionados, y destaca como factor explicativo de la

irrupción de una nueva manera de hacer ciencia el «deseo de proposiciones demostrables acerca del mundo

real», las ganas de explicar cómo es realmente el mundo.

Francis Bacon

2. El filósofo de la era industrial

2.1. Su vida y su proyecto cultural.

Si Galileo, entre otras cosas, reflexionó sobre la naturaleza del método científico; si Descartes,

entre otras cosas, propone una metafísica extraordinariamente influyente sobre la ciencia, Bacon en

cambio fue el filósofo de la era industrial, porque «ningún otro en su época, y muy pocos durante los

trescientos años siguientes, se ocuparon con tanta profundidad y claridad del problema planteado por la

influencia que los descubrimientos científicos ejercen sobre la vida humana» (B. Farrington).

En la época de Bacon, durante el período que va desde 1575 a 1620, Inglaterra marcha en

vanguardia del resto de Europa en los sectores minero e industrial. «La historia de Francis Bacon [...]

es la historia de una vida dedicada por completo a una gran idea. Esta idea se apoderó de él cuando no

era más que un muchacho, se encarnó a través de las diversas experiencias de su vida y estuvo presente

hasta en su lecho de muerte. En la actualidad dicha idea parece obvia, en parte se ha convertido en

realidad, en parte ha perdido su esplendor y a menudo ha quedado desnaturalizada. Sin embargo, en

tiempos de Bacon constituía una novedad. Consistía simplemente en creer que el saber debía llevar sus

resultados a la práctica, la ciencia debía ser aplicable a la industria, los hombres tenían el deber sagrado

de organizarse para mejorar y para transformar sus condiciones de vida. Esta idea, que en sí misma es

muy grande, recibió gracias al pensamiento de Bacon un desarrollo tan notable que la llevó a iluminar

todo el curso de la historia humana. Partiendo de esta nueva idea, Bacon sometió a revisión la cultura

humana en su integridad, para descubrir cómo era que había producido tan escasos resultados prácticos

y de qué manera podía perfeccionarse» (B. Farrington). En realidad Bacon propuso y defendió las tesis

que en la actualidad forman parte integrante de nuestra cultura. Dichas tesis son:

«La ciencia puede y debe transformar las condiciones de vida humana; no es una realidad indiferente a los

valores de la ética, sino un instrumento construido por el hombre en vista de la realización de los valores de la

fraternidad y el progreso; a través de la ciencia donde está vigente la colaboración mutua, la humildad ante la

naturaleza, la voluntad de claridad hay que potenciar y fortalecer estos valores; la ampliación del poder del

hombre sobre la naturaleza no es nunca obra de un investigador individual, que mantenga en secreto sus

resultados, sino que es necesariamente fruto de una colectividad organizada de científicos; el saber siempre

posee una función concreta en el seno del mundo histórico, y toda reforma de la cultura es también –siempre-

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una reforma de las instituciones culturales, de las universidades, de las instituciones y, por supuesto, de la

mentalidad de los intelectuales» (Paolo Rossi).

Francis Bacon nació en Londres, en la York House del Strand, el 22 de enero de 1561. Su padre,

sir Nicholas Bacon, era Lord Guardasellos de la reina Isabel, y de este modo Francis se vio introducido

en la vida de la corte desde muy niño. Ingresó en la universidad de Cambridge a la edad de doce años y

permaneció en el Trinity College hasta 1575.

Como los estudios jurídicos eran necesarios para emprender la carrera política, en junio de 1575

Bacon entró en el Gray's Inn de Londres, una escuela de jurisprudencia donde se formaban

jurisconsultos y abogados. Enseguida, sin embargo, partió hacia Francia en el séquito del embajador

inglés sir Amias Paulet. Recibió una pésima impresión de Francia (el rey era un hombre desarreglado;

el país estaba corrompido y mal administrado, era pobre). En 1579 regresó a Londres, a causa de la

muerte de su padre.

Aunque se esforzó mucho en ello, durante el reinado de Isabel no logró avanzar mucho en su

carrera política, si bien en 1584 fue elegido miembro de la Cámara de los Comunes, donde permaneció

unos veinte años. Entre 1592 y 1601 destaca la amistad entre Bacon y Robert Devereux, segundo conde

de Essex, que protegió a Bacon durante aquellos años. Tal amistad acabó de una forma trágica, porque

el conde de Essex fue acusado de traición y de insurrección, y Bacon como experto legal de la Corona

defendió dichas acusaciones. El conde, antiguo favorito de la reina, fue condenado a muerte y

decapitado.

Mientras tanto, en 1603, subió al trono Jacobo I, hombre amante de la cultura y protector de

intelectuales. Bajo el reinado de Jacobo I la carrera de Bacon adquirió velocidad y brillantez: fue

abogado general en 1607, procurador general de la Corona en 1613, Lord Guardasellos en 1617 y Lord

Canciller en 1618. En este mismo año Bacon recibió del rey el título de barón de Verulam, y tres años

más tarde, el de vizconde de Saint Albans. A pesar de su trabajo y de las ocupaciones y las

preocupaciones políticas, Bacon no descuidó su compromiso intelectual, hasta el punto de que en 1620

publicó su obra más famosa, el Novum Organum que en intención de su autor debía substituir el

Organum aristotélico. La obra era presentada como la segunda parte de un proyecto enciclopédico

mucho más amplio y ambicioso: la Instauratio Magna, de la cual en 1620 se publicaron, junto con el

Novum Organum, la introducción y el plan general. Mientras tanto, en 1621, la carrera de Bacon se vio

interrumpida bruscamente y su fama quedó en serio entredicho. En la primavera de 1621 Bacon fue

acusado de corrupción ante la Cámara de los Lores. Bacon, que durante toda su vida necesitó mucho

dinero, había aceptado dádivas de una de las partes contendientes en un juicio, antes de emitir su

sentencia como juez. Por lo tanto, fue acusado de corrupción.

2.2. Los Escritos de Bacon y su significado

Los Ensayos son la primera obra de Bacon. Publicados en 1597 por primera vez, consisten en

eruditos análisis referentes a la vida moral y política. Se convirtieron en un clásico de la literatura

inglesa. Fueron traducidos al latín con el título de Sermones fideles sive interiora rerum. Al año 1603

corresponde el De interpretatione naturae proemium. Jacobo I sube al trono en 1603 y Bacon incluye

en su obra anotaciones de carácter autobiográfico, considerando que sus propias cualidades como

persona se adaptaban al proyecto de reforma cultural.

El De interpretatione naturae proemium es de 1603. El año anterior, sin embargo, Bacon había

escrito el Temporis Partus Masculus. El Parto masculino del tiempo es un escrito muy polémico en

contra de los filósofos antiguos (Platón, Aristóteles, Galeno, Cicerón), medievales (santo Tomás,

Escoto) y renacentistas (Cardano, Paracelso). Todos estos filósofos, en opinión de Bacon, son

moralmente culpables de no haber prestado el acatamiento debido a la naturaleza y el necesario respeto

por la obra del Creador, que hay que escuchar con humildad e interpretar con la necesaria cautela y

paciencia. La filosofía del pasado es estéril y está llena de palabrería. Una crítica similar de la cultura

tradicional volverá a aparecer varias veces en las obras posteriores de Bacon, entre otras, en el Valerius

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Terminus (1603), los Cogitata et visa (1607-1609), la Redargutio Philosophiarum (1608), la Descriptio

Globi Intellectualis (1612). Es de 1605 el trabajo titulado Of Proficience and Advancement of

Learning, Human and Divine (De la dignidad y el progreso del saber humano y divino). Esta obra, que

será ampliada en 1623, es una especie de defensa y de elogio del saber; en el segundo libro de la misma

se analiza el estado de decadencia del saber; se proyecta una enciclopedia del saber dividido en historia

(que se basa en la facultad de la memoria), poesía (basada en la fantasía) y ciencia (basada en la razón).

De 1607 son los Cogitata et visa; en 1609 entrega a la imprenta el De Sapientia Veterum, donde -

mediante la interpretación de algunos mitos de la antigüedad- el autor presenta al público docto las

doctrinas de la nueva filosofía. Probablemente en 1608 Bacon da comienzo al Novum Organum, en el

que vuelve a utilizar nociones elaboradas en obras precedentes no publicadas. En esta obra, que vio la

luz en 1620, Bacon trabajó durante casi diez años y la presentó como segunda parte de la Instauratio

Magna, un proyecto no realizado cuyo plan era el siguiente:

1) División de las ciencias;

2) Nuevo órgano, o indicios para la interpretación de la naturaleza;

3) Fenómenos del universo, o historia natural y experimental para construir la filosofía;

4) Escala del intelecto;

5) Pródromos o anticipaciones de la filosofía segunda;

6) Filosofía segunda o ciencia activa.

Bacon consideró al Novum Organum como segunda parte del proyecto, y el De Dignitate et

augmentis scientiarum (1623) como la primera parte. Este último escrito es la traducción latina

ampliada del Of Proficience and Advancement of Learning, Human and Divine. La tercera parte de la

Instauratio está representada por la Historia naturalis et experimentalis ad condendam philosophiam

sive phenomena universi, publicada en 1622 y 1623 en dos volúmenes que contienen una Historia

ventorum y una Historia vitae et mortis. En 1624 Bacon revisa el texto del New Atlantis (la Nueva

Atlántida), donde «sueña con una constitución en la que el favor más ilimitado y el interés más

pródigo, que se concedan a los nuevos métodos de la investigación científica y de la experimentación

aplicada a todas las ramas de lo cognoscible permitan un estado tan elevado de florecimiento y de

bienestar, que no carezca ya ningún dolor de su remedio adecuado, ni haya deseo humano que no se

vea satisfecho de la forma oportuna». De una manera más específica, «las páginas de la Nueva

Atlántida que describen las fundaciones científicas, los institutos de investigación, la actividad

laboriosa y la fraterna cooperación entre los sabios, se nos aparecen [... como la manifestación -

proyectada en el plano de la utopía- de las esperanzas más elevadas de Francis Bacon» (Paolo Rossi).

Lo cierto es que «con Bacon da comienzo, en la historia de Occidente, una nueva atmósfera

intelectual. Bacon quiere ser el buccinator o heraldo de esta novedad. Indagó y escribió acerca de la

función de la ciencia en la vida y en la historia humana; formuló una ética de la investigación científica

que se contraponía de manera tajante a la mentalidad de carácter mágico que, todavía en sus años,

dominaba ampliamente; trató de elaborar teóricamente una nueva técnica de enfoque de la realidad

natural; edificó las bases de aquella moderna enciclopedia de las ciencias que se convertirá en una de

las empresas más importantes de la filosofía europea. La liberación con respecto a los idola, la

separación entre lo que humanamente se pueda descubrir y el dogma religioso, la identificación de la

metafísica con una “física generalizada” basada en la historia natural, el materialismo atomista, la

valorización de la técnica y la polémica contra el empirismo ciego de los magos y los alquimistas, el

ideal cooperativo de la investigación científica, la identificación de la búsqueda de la verdad con la

búsqueda de mejores condiciones de vida para el hombre, la carga de responsabilidad que se atribuye a

la investigación científica: Bacon ayudó de forma muy notable al planteamiento y la propagación de

ideas como éstas, y con razón puede afirmarse que también a aquel que “escribía de filosofía como un

Lord Canciller” (de acuerdo con la conocida expresión de Harvey) se le ha de otorgar un lugar de

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relieve, no sólo en la historia de la filosofía, sino también en el desarrollo del saber científicos (Paolo

Rossi).

2.3. Anticipaciones e interpretaciones de la naturaleza

Al comienzo del primer libro del Novum Organum, Bacon escribe lo siguiente: «El hombre,

ministro e intérprete de la naturaleza, hace y entiende en la medida en que haya observado el orden de

la naturaleza, mediante la observación de la cosa o con la actividad de la mente; no sabe ni puede nada

más.» Por lo tanto, continúa Bacon, «coinciden la ciencia y la potencia humana, ya que la ignorancia de

la causa impide el efecto, y a la naturaleza sólo se la puede mandar si se la obedece: lo que en la teoría

desempeña el papel de causa, en la actividad práctica se convierte en regla». Por lo tanto, se puede

actuar sobre los fenómenos, es posible intervenir con eficacia sobre ellos, con la única condición de que

se conozcan sus causas. Ahora bien, es cierto que «el mecánico, el matemático, el alquimista y el

mago» se ocupan de la naturaleza y tratan de comprender sus fenómenos, pero también es cierto -

señala Bacon- que se han ocupado de ello «todos, al menos hasta ahora, con una energía limitada y con

escaso éxito». Por consiguiente sería necio y contradictorio pensar que todo lo que hasta el momento

no se había logrado hacer, pueda hacerse en el futuro sin recurrir a métodos nuevos y aún no

ensayados. El hecho es que nosotros admiramos las fuerzas de la mente humana, pero no le

proporcionamos al ingenio del hombre una ayuda auténtica. La mente tiene necesidad de tales ayudas,

porque «la finura de las operaciones de la naturaleza superan infinitamente a los sentidos y al

intelecto».

Si lo dicho hasta ahora es cierto, entonces se vuelve evidente que no se contribuiría en absoluto al

progreso de las ciencias. Tanto es así, que «sería inútil esperar una gran renovación de las ciencias

mediante la superposición y la introducción de lo nuevo sobre lo viejo: es necesario llevar a cabo una

completa instauración del saber, comenzando por los fundamentos mismos de las ciencias, si no

queremos limitarnos a dar vueltas en círculo, con un avance muy escaso y prácticamente inexistente».

Lo más urgente, pues, es instaurar el saber «empezando por los fundamentos mismos de las ciencias».

Esta labor imprescindible y radical tiene dos fases: la primera (la pars destruens) consiste en

desembarazar la mente de aquellos ídolos (idoler) o falsas nociones que han invadido el intelecto

humano; la segunda (la pars construens) consiste en la exposición y la justificación de las reglas del

único método que puede volver a poner en contacto a la mente humana con la realidad y que es el único

que sirve para establecer un novum commercium mentis et rei.

2.4. La teoría de los ídolos

«Los ídolos y las nociones falsas que han invadido el intelecto humano, echando profundas

raíces, no sólo bloquean la mente humana de un modo que dificulta el acceso a la verdad, sino que,

aunque tal acceso pudiese producirse, continuarían perjudicándonos incluso durante el proceso de

instauración de las ciencias, si los hombres, teniéndolo en cuenta, no se decidiesen a combatirlos con

todo el denuedo posible.» Por lo tanto, la primera función de la teoría de los ídolos consiste en hacer

que los hombres tomen conciencia de aquellas nociones falsas que entorpecen su mente y que les

impiden el camino hacia la verdad. En pocas palabras, descubrir dónde están los ídolos es el primer

paso que hay que dar para poder desembarazarse de ellos. ¿Cuáles son estos ídolos? Bacon responde en

estos términos a dicho interrogante: «La mente humana se ve sitiada por cuatro géneros de ídolos. Con

un objetivo didáctico, los denominaremos respectivamente ídolos de la tribu, ídolos de la cueva, ídolos

del foro e ídolos del teatro. Sin ninguna duda, el medio más seguro para expulsar y mantener alejados

los ídolos de la mente humana consiste en llenarla con axiomas y conceptos producidos a través del

método correcto que es la verdadera inducción. Sin embargo, descubrir cuáles son los ídolos representa

ya un gran beneficio».

2.4.1. Los ídolos de la tribu («idola tribus») «están fundamentados en la misma naturaleza

humana y sobre la familia humana misma o tribu [.... El intelecto humano es como un espejo desigual

con respecto a los rayos de las cosas; mezcla su propia naturaleza con la de las cosas, que deforma y

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transfigura». Por ejemplo, el intelecto humano «por su estructura misma» se ve empujado a suponer

que en las cosas existe «un mayor orden» que el que poseen en realidad. «El intelecto... se imagina

paralelismos, correspondencias y relaciones que en realidad no existen. Así surgió la idea de que “en

los cielos todo movimiento se produce siempre de acuerdo con círculos perfectos”, nunca (excepto de

nombre) según espirales o en forma de serpentín.» Más aún: «El intelecto humano, cuando encuentra

una noción que lo satisface porque la considera verdadera o porque es convincente y agradable, lleva

todo lo demás a legitimarla y a coincidir con ella. Y aunque sea mayor la fuerza o la cantidad de las

instancias contrarias, se las menosprecia sin tenerlas en cuenta, o se las confunde a través de

intenciones y se las rechaza, con perjuicio grave y dañoso, para mantener intacta la autoridad de sus

primeras afirmaciones.» En pocas palabras: el intelecto humano tiene el vicio que hoy calificaríamos

como errónea tendencia verificacionista, opuesta a la adecuada actitud falsacionista, para la cual, si se

quiere que haya progreso científico, hay que estar dispuestos a descartar una hipótesis, una conjetura o

una teoría siempre que se hallen hechos contrarios a ella. Sin embargo, las perniciosas tendencias del

intelecto no se limitan a suponer unas relaciones y un orden de los que carece este complejo mundo,

sino que tampoco tienen en cuenta los casos contrarios. El intelecto se ve llevado asimismo a atribuir

con superficialidad aquellas cualidades que posee una cosa que te ha impresionado con profundidad a

otros objetos que, en cambio, no las poseen. En definitiva, «el intelecto humano no sólo es luz

intelectual, sino que padece el influjo de la voluntad y de los afectos, y esto hace que las ciencias sean

como se quiera. Ello sucede porque el hombre cree que es verdad aquello que prefiere y rechaza las

cosas difíciles debido a su poca paciencia para investigar; evita la realidad pura y simple, porque

deprime sus esperanzas; substituye por supersticiones las supremas verdades de la naturaleza; la luz de

la experiencia, por la soberbia y la vanagloria ...; las paradojas las elimina, para ajustarse a la opinión

del vulgo; y de modos muy numerosos y a menudo imperceptibles, el sentimiento penetra en el

intelecto y lo corrompe». Los sentidos engañadores también nos plantean obstáculos: con frecuencia

«la especulación se limita [... al aspecto visible de las cosas, y falta -o se reduce a muy poco- la

observación de lo que hay en ellas de invisibles. «El intelecto humano, por su propia naturaleza, tiende

a las abstracciones, e imagina que es estable aquello que, en cambio, es mutable.» Estos son, por

consiguiente, los ídolos de la tribu.

2.4.2. Los ídolos de la cueva («idola specus») «proceden del sujeto individual. Cada uno de

nosotros, además de las aberraciones propias del género humano, posee una cueva o gruta particular, en

la que se dispersa y se corrompe la luz de la naturaleza; esto sucede a causa de la propia e individual

naturaleza de cada uno; a causa de su educación y de la conversación con los demás, o debido a los

libros que lee o a la autoridad de aquellos a quienes admira u honra; o a causa de la diversidad de las

impresiones, según que éstas se encuentren con que el ánimo está ocupado por preconceptos, o bien se

encuentra desocupado y tranquilo». El espíritu de los individuos «es diverso y mudable, y resulta casi

fortuito». Por ello, escribe Bacon, Heráclito no se equivocaba al afirmar: «Los hombres van a buscar

las ciencias en sus pequeños mundos, no en el mundo más grande, idéntico para todos.» Los ídolos de

la cueva, por lo tanto, «tienen [... su origen en la naturaleza específica del alma y del cuerpo del

individuo, de la educación y de los hábitos de éste, o de otros azares fortuitos».

2.4.3. Los ídolos del foro o del mercado («idola fori»). Bacon escribe: «También hay ídolos que

dependen, por así decirlo, de un contacto o del recíproco contacto entre los integrantes del género

humano: los llamamos ídolos del foro, refiriéndonos al comercio y a la relación entre los hombres.» En

realidad «la vinculación entre los hombres tiene lugar a través del habla, pero los nombres se imponen

a las cosas de acuerdo con la comprensión del vulgo, y esta deforme e inadecuada adjudicación de

nombres es suficiente para conmocionar extraordinariamente el intelecto. Para recuperar la relación

natural entre el intelecto y las cosas, tampoco sirven todas aquellas definiciones y explicaciones que a

menudo emplean los sabios para precaverse y defenderse en ciertos casos». En opinión de Bacon, los

ídolos del foro son los más molestos de todos «porque se insinúan ante el intelecto mediante el acuerdo

de las palabras; pero también sucede que las palabras se retuercen y reflejan su fuerza sobre el

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intelecto, lo cual convierte en sofísticas e inactivas la filosofía y las ciencias». Los ídolos que penetran

en el intelecto a través de las palabras son de dos clases: se trata de nombres de cosas inexistentes (por

ejemplo, la suerte, el primer móvil, etc.), o bien son nombres de cosas que existen, pero confusos e

indeterminados, y abstraídos de manera impropia de las cosas.

2.4.4. Los ídolos del teatro («idola theatri») «entraron en el ánimo de los hombres por obra de las

diversas doctrinas filosóficas y a causa de las pésimas reglas de demostración». Bacon les llama ídolos

del teatro porque considera «todos los sistemas filosóficos que han sido acogidos o elaborados como

otras tantas fábulas aptas para ser representadas en un escenario y útiles para construir mundos de

ficción y de teatro». No sólo hallamos fábulas en las filosofías actuales o en las «sectas filosóficas

antiguas», sino también en «muchos principios y axiomas de las ciencias que fueron afirmados por

tradición, fe ciega y descuido». Bacon con todo esto no pretende ser infiel a los antiguos ni dañar su

respetabilidad. Según él, se trata de un nuevo método, desconocido para los antiguos, que permite a

ingenios menos notables que los antiguos llegar mucho más allá en sus resultados: «También un cojo,

si se halla en el buen camino, puede superar a un corredor que se haya salido de su ruta; porque quien

está fuera de la ruta, cuanto más rápido corre, más se aparta y yerra.» Hemos llegado así al momento en

que debemos exponer cuáles son, para Bacon, el verdadero objetivo de la ciencia y el verdadero

método de investigación.

2.5. Sociología del conocimiento, hermenéutica y epistemología, y su relación con la teoría de los

ídolos

No obstante, antes de hablar del método inductivo de Bacon, quizás resulte oportuno recordar que

Karl Mannheim, ha escrito que «la teoría [... de los ídolos puede considerarse, al menos hasta cierto

punto, como un precedente del moderno concepto de ideología. Los ídolos eran apariencias o

preconceptos y se dividían, como sabemos, en procedentes de la tribu, de la cueva, del mercado y del

teatro. Todas estas fuentes de error provienen de la naturaleza humana misma o de los individuos

particulares. Pueden ser atribuidos a la sociedad o a la tradición. En cualquier caso, los ídolos

constituyen obstáculos en el camino hacia el verdadero conocimiento. Existe, sin duda, una cierta

conexión entre el moderno término “ideología” y el término que Bacon utilizó para indicar una fuente

de error. Además, el hecho de que la sociedad y la tradición puedan convertirse en fuente de error

constituye una anticipación directa del punto de vista sociológico». Por su parte, Hans-Georg Gadamer,

el más famoso experto contemporáneo en hermenéutica (o teoría de la interpretación), aunque crítico

con respecto a las «desilusionadoras» propuestas metodológicas de Bacon, sostiene que «el resultado

de su [de Bacon] labor consiste más bien en haber investigado de manera global los prejuicios que

aprisionan el espíritu humano y le apartan del verdadero conocimiento de las cosas; esto es, haber

realizado una metódica autopurificación de la mente, que representa más una disciplina (en el sentido

latino) que una metodología en sentido estricto. La famosa doctrina de Bacon acerca de los prejuicios

tiene la relevancia de haber sido la primera que hizo posible una utilización metódica de la razón. Se

interesa precisamente por este punto, en la medida en que formula explícitamente -aunque con el

propósito de una exclusión crítica- determinados momentos de la experiencia concreta que no se hallan

ordenados teleológicamente hacia el objetivo de la ciencia. Boyle, los fundadores de la Royal Society,

Gassendi en la Europa continental, y el propio Newton, se consideraron seguidores y continuadores del

método de Bacon». Lo mismo sucedió con Darwin.

2.6. El objetivo de la ciencia: el descubrimiento de las formas

Una vez que la mente se ha desembarazado de los ídolos, cuando el espíritu se ve libre de las

apresuradas anticipaciones de la naturaleza, el hombre -en opinión de Bacon- puede ceñirse al estudio

de la misma. «La obra y el propósito de la potencia humana reside en el engendrar e introducir en un

cuerpo determinado una nueva naturaleza, o varias naturalezas distintas. La obra y el propósito de la

ciencia humana reside en el descubrimiento de la forma de una naturaleza en particular, es decir, su

verdadera diferencia, o naturaleza naturante, o fuente de emanación.» Este pasaje central del

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pensamiento de Bacon requiere ciertas aclaraciones. Ante todo: ¿qué quería decir Bacon mediante la

expresión «generar e introducir en un cuerpo determinado una nueva naturaleza»? Estos son los

proyectos que ejemplifican la idea de Bacon: un proyecto para realizar aleaciones de metales con

diversos propósitos; para hacer más transparente, o irrompible, el cristal; para conservar los limones,

las naranjas o las cidras durante el verano, o para que maduren con más rapidez los guisantes, las fresas

o las cerezas. Otro proyecto suyo consistía en tratar de obtener -a través del hierro unido con el sílice o

algún otro mineral- un metal menos pesado que el hierro y resistente ante la herrumbre. Bacon veía en

tal compuesto (el acero actual) los siguientes empleos: «en primer lugar, para los utensilios de cocina,

asadores, hornillos, hornos, ollas, etc.; en segundo lugar, para instrumentos bélicos, piezas de artillería,

rastrillos a la entrada de los castillos, rejas, cadenas, etc.» Estos ejemplos nos dan a entender qué

entendía Bacon por «introducir una nueva naturaleza en un cuerpo determinado.» También nos

permiten comprender la afirmación de Bacon según la cual «la obra y el propósito de la potencia

humana reside en el engendrar e introducir en un cuerpo determinado una nueva naturaleza, o varias

naturalezas distintas». Todo esto hace referencia a la primera parte del pasaje de Bacon. En la segunda,

se establece que «la obra y el fin de la ciencia humana reside en el descubrimiento de la forma de una

naturaleza en particular, es decir, su verdadera diferencia, o naturaleza naturante, o fuente de

emanación». Bacon halla en Aristóteles la doctrina de las cuatro causas necesarias para la comprensión

de una cosa. Se trata de las causas material, eficiente, formal y final. Si consideramos una estatua, por

ejemplo, podremos comprenderla si entendemos de qué está hecha (causa material: el mármol, por

ejemplo); quién la hizo (causa eficiente: por ejemplo, el escultor); su forma (causa formal: la idea que

el escultor esculpe en el mármol); y el motivo por el que fue hecha (causa final, verbigracia, la razón

que empujó a hacerla al escultor). Pues bien, Bacon coincide con Aristóteles en el hecho de que «el

verdadero saber es el saber mediante causas». Sin embargo, agrega, entre tales causas «la final se halla

tan lejos de aprovechar a las ciencias, que más bien las corrompe; puede valer sólo para el estudio de

las acciones humanas»; y por otra parte, la causa eficiente y la materia «como causas remotas e

independientes del proceso latente que lleva a la forma, son causas extrínsecas y superficiales, y que

casi carecen de importancia para la ciencia verdadera y activa». Por lo tanto, sólo queda la causa

formal. Esta es la que debemos conocer si queremos introducir nuevas naturalezas en un cuerpo

determinado. «Un hombre que conozca las formas puede descubrir y obtener efectos jamás

conseguidos con anterioridad; efectos que las mutaciones naturales, el azar o la experiencia y la

laboriosidad de los hombres nunca produjeron y que tampoco habría podido prever la mente humana.»

Conocer las formas de las diversas cosas o naturalezas quiere decir, en suma, penetrar en los íntimos

secretos de la naturaleza y otorgarte poder sobre ésta. Bacon opinaba que estos secretos de la naturaleza

no eran demasiados en comparación con la gran variedad y riqueza de fenómenos tan diversos en

apariencia. En el fondo, Bacon pretendía adueñarse de aquel alfabeto de la naturaleza que a

continuación permitiría entender las expresiones de su lenguaje, es decir, los fenómenos tan variados.

En otras palabras: las palabras del lenguaje de la naturaleza serían los fenómenos, y las letras del

alfabeto serían las formas, pocas y simples. Comprender la forma significa, por consiguiente,

comprender la estructura de un fenómeno y la ley que regula el proceso que le es peculiar. Los

acontecimientos se producen de acuerdo con una ley, y «en las ciencias dicha ley -su investigación, su

descubrimiento y su explicación- es la que sirve como fundamento del saber y del obrar. Bajo el

nombre de forma entendemos esta ley y sus artículos». «Quien conozca la forma, abraza la unidad de la

naturaleza incluso en las materias más desemejantes [...]. Por eso, del descubrimiento de las formas se

sigue la verdad en las especulaciones y la libertad en el obrar.» Casi podría llegarse a decir que, con

estas especulaciones, Bacon ha vislumbrado en cierto modo la realidad del bioquímico o, incluso, la

aventura de los físicos atómicos contemporáneos.

2.7. La inducción por eliminación

Una vez que la mente se ha purificado de los ídolos y que se ha fijado como verdadero objetivo

del saber el conocimiento de las formas de la naturaleza, es necesario establecer cuáles son los caminos

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o los procedimientos, cuál es el método mediante el cual resulta alcanzable dicho objetivo. Según

Bacon, éste es alcanzable si se lleva a cabo un procedimiento investigador en dos partes: «La primera

consiste en extraer y hacer surgir los axiomas desde la experiencia, y la segunda, en deducir y derivar

nuevos experimentos procedentes de los axiomas.» ¿Qué hay que hacer para extraer y hacer surgir los

axiomas de la experiencia? En opinión de Bacon, hay que seguir el camino de la inducción, pero de una

«inducción legítima y verdadera, que constituye la clave misma de la interpretación», y no de la

inducción aristotélica. Bacon nos dice que ésta no es más que una inducción por simple enumeración

de casos particulares; «pasa muy velozmente por sobre la experiencia y los fenómenos particulares»;

desde pocos hechos particulares -ajustándose a la equivocada tendencia de la mente a elevarse de

inmediato hasta los principios más abstractos, partiendo de experiencias muy escasas- «constituye

enseguida, desde el comienzo, conceptos tan generales como inútiles». La inducción de Aristóteles

sobrevolaría los hechos, mientras que la propuesta por Bacon -una inducción por eliminación- estaría

en condiciones de asir la naturaleza, la forma o la esencia de los fenómenos.

A criterio de Bacon, la investigación de las formas procede de la manera siguiente. Ante todo,

cuando se indaga sobre una naturaleza, por ejemplo el calor, «debemos citar, ante el intelecto, a todas

las instancias conocidas que coincidan en una misma naturaleza, aunque se encuentren en materias muy

diversas». Así, si buscamos la naturaleza del calor, hemos de compilar una tabla de presencia (tabula

praesentiae), en la que se registren todos los casos o instancias en que se presenta el calor:

«I) los rayos del Sol, sobre todo en el verano y al mediodía; 2) los rayos del Sol que se reflejan y

se reúnen en un espacio reducido, como sucede entre montañas, entre paredes o, mejor aún, en los

espejos ustorios; 3) los meteoros incandescentes; 4) los rayos ardientes; 5) las erupciones de las llamas

en los cráteres de las montañas, etc.; 6) las llamas; 7) los cuerpos encendidos; 8) los baños termales

naturales; [...] 18) la cal viva, al ser rociada con agua; [...] 20) los animales, sobre todo, y siempre, en

su parte interior; etc.»

Una vez que se ha compilado la tabla de presencia, se compila la tabla de ausencia (tabula

declinationis sive absentiae in proximo), donde se registran los casos próximos, es decir, afines a los

precedentes, pero en los que el fenómeno -el calor, en nuestro caso- no está presente: cosa que sucede

en los rayos de la Luna (que son luminosos como los del Sol, pero no son cálidos), los fuegos fatuos,

los fuegos de Santelmo (fenómeno de fosforescencia marina), y así sucesivamente. Una vez acabada la

tabla de ausencias, se pasa a compilar la tabla de los grados (tabula graduum), en la que se registran

todos los casos e instancias en que el fenómeno se presenta con mayor o menor intensidad. En el caso

que nos ocupa habrá que prestar atención al variar del calor en el mismo cuerpo, según le coloque en

ambientes diversos o en condiciones particulares. Provisto de estas tablas Bacon lleva a cabo la

inducción en sentido estricto, de acuerdo con el procedimiento de la exclusión o la eliminación. «El

objetivo y la función de estas tres tablas -escribe Bacon- consiste en citar instancias ante la presencia

del intelecto [...]. Realizada la citación, hay que poner en práctica la inducción misma.» Dios, «creador

e introductor de las formas», y «quizás también los ángeles y las inteligencias celestiales», poseen «la

facultad de aprehender las formas de manera inmediata por una vía afirmativa y desde el comienzo de

la especulación». Esta facultad, sin embargo, el hombre no la posee, y a él «sólo le está permitido

avanzar primero por una vía negativa, y sólo al final -después de un proceso completo de exclusión-

pasar a la afirmación». La naturaleza, por lo tanto, debe ser analizada y descompuesta a través del

fuego de la mente, «que es un fuego casi divino». Más en detalle, ¿en qué consiste el procedimiento por

exclusión o eliminación? Por «exclusión» o «eliminación» Bacon entiende exactamente la exclusión o

eliminación de la hipótesis falsa. Retomemos el ejemplo de la investigación de la naturaleza del calor.

De acuerdo con las tablas de presencia, de ausencia y de grados, el investigador debe excluir o eliminar

como propias de la forma o naturaleza naturante del calor todas aquellas cualidades que no posee algún

cuerpo cálido, las cualidades poseídas por los cuerpos fríos y las que permanecían invariables ante un

incremento del calor. Con objeto de exponerlo con mayor claridad aún, y siguiendo aquí a Farrington, a

propósito de la investigación de la naturaleza del calor el procedimiento por exclusión podría adquirir

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la siguiente marcha argumentativa: ¿es el calor únicamente un fenómeno celeste? No, también son

cálidos los fuegos terrestres. ¿Es, entonces, sólo un fenómeno terrestre? No, puesto que el Sol es cálido.

¿Son cálidos todos los cuerpos celestes? No, ya que la Luna es fría. ¿Depende acaso el calor de que en

el cuerpo cálido se dé la presencia de una determinada parte constitutiva, como podría ser el antiguo

elemento llamado «fuego»? No, por la causa de que cualquier cuerpo puede ser calentado por fricción.

¿Dependerá entonces de la composición específica de los cuerpos? No, dado que puede calentarse

cualquier cuerpo, con independencia de su composición. Se continúa así, hasta llegar a una «primera

vendimia» (vindemiatio prima), es decir, a un primera hipótesis coherente con los datos expuestos en

las tres tablas y cribados mediante el procedimiento selectivo de la exclusión. En lo que concierne al

ejemplo del calor, Bacon llega a la conclusión siguiente: «El calor es un movimiento expansivo,

constreñido, que se desarrolla según las partes menores. » Al proceder de este modo en la búsqueda de

la verdad, Bacon se internaba por un camino distinto al de los empíricos y al de los racionalistas: «Los

que se ocuparon de las ciencias fueron empíricos y dogmáticos. Los empíricos, al igual que las

hormigas, acumulan y consumen. Los racionalistas, como las arañas, producen por sí mismos su tela.

La vía intermedia es la de las abejas, que obtienen la materia prima en las flores de los jardines y de los

campos, transformándola y digiriéndola en virtud de su propia capacidad. Es semejante la labor de la

filosofía verdadera, que no se debe servir única o principalmente de las fuerzas de la mente; la materia

prima que obtiene de la historia natural y de los elementos mecánicos no debe conservarse intacta en la

memoria, sino que el intelecto tiene que transformarla y trabajarla. Así, nuestra esperanza reside en la

unión cada vez más estrecha y más sólida de ambas facultades, la experimental y la racional, que hasta

ahora no se ha puesto en práctica.»3

DESCARTES:

3. «El fundador de la filosofía moderna»

3.1. La unidad del pensamiento de Descartes

Alfred N. Whitehead escribió que «la historia de la filosofía moderna es la historia del desarrollo

del cartesianismo en su doble faceta de idealismo y de mecanicismo». Para Whitehead, los temas

implicados en la res cogitans y la res extensa de Descartes son los que determinan de un modo decisivo

los desarrollos de la filosofía moderna. Por su parte, Bertrand Russell afirmó que es justo considerar

que Descartes es «el fundador de la filosofía moderna». Descartes, dice Russell, «es el primer pensador

de alta capacidad filosófica cuya perspectiva está profundamente influida por la nueva física y la nueva

astronomía. Es verdad que aún conserva mucho de escolástico, pero no acepta los cimientos edificados

por sus predecesores y se esfuerza por construir ex novo un edificio filosófico completo. Esto ya no

ocurría desde la época de Aristóteles y es un síntoma de la nueva confianza que los hombres tienen en

sí mismos, engendrada por el progreso científico. En su trabajo encontramos un frescor que no se halla

en ningún filósofo precedente -aunque sean notables- desde los tiempos de Platón. Durante ese período

de tiempo, los filósofos habían sido maestros, con la actitud de superioridad profesional que lleva

consigo ese atributo. En cambio, Descartes no escribe como un maestro, sino como un descubridor y un

explorador, ansioso de comunicar aquello que ha encontrado. Posee un estilo fácil y nada pedante, que

se dirige a todos los hombres inteligentes del mundo y no a alumnos. Además, se trata de un estilo

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realmente excelente. Es una fortuna para la filosofía moderna que su pionero haya poseído un estilo

literario tan admirable. Sus sucesores, tanto en el continente como en Inglaterra, conservaron hasta

Kant su carácter no profesoral, y bastantes de ellos también conservaron algunos de sus méritos

estilísticos».

Kepler y Galileo estaban profundamente convencidos (convicción ésta de orden metafísico) de

que la estructura del mundo constituía una estructura de tipo esencialmente matemático, y de que el

pensamiento matemático estaba por consiguiente en condiciones de penetrar en la armonía del

universo. «El punto de vista de Descartes no podría describirse mejor que diciendo que, al llevar tal

concepción hasta sus últimas consecuencias, identificó virtualmente la matemática con la ciencia de la

naturaleza. La ciencia de la naturaleza posee un carácter matemático no sólo en su sentido más amplio,

según el cual la matemática le sirve de ayuda, cualquiera que sea su función, sino también en el sentido

mucho más restringido según el cual la mente humana produce el conocimiento de la naturaleza con

sus propias fuerzas, del mismo modo que produce la matemáticas (E. J. Dijksterhuis).

En el proyecto filosófico de Descartes se hallan estrechamente vinculados y son sólidamente

interfuncionales método, física y metafísica. En efecto, Descartes está convencido -como lo manifiesta

en sus Principios de filosofía- de que el saber en conjunto, esto es, «toda la filosofía, es como un árbol

cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física, y las ramas que proceden del tronco son todas las

demás ciencias». W. Whewell dijo con mucha agudeza que «los descubridores físicos se han

diferenciado de los especuladores estériles no porque en sus cabezas no tuviesen ninguna metafísica,

sino por el hecho de que tenían una metafísica correcta, mientras que sus adversarios tenían una

equivocada; y además, porque vincularon su metafísica con su física, en vez de mantenerlas separadas

entre sí». La metafísica cartesiana, señala Joseph Agassi, es una metafísica correcta porque, por una

parte, logra interpretar los resultados más destacados de la ciencia de su época, y por otra -al decir de

qué está hecho el mundo y cómo está hecho- ha constituido el paradigma o, si se prefiere, el programa

de investigación que influyó en la ciencia posterior. En este sentido el mecanicismo cartesiano

demostró ser una metafísica influyente y fecunda para la investigación, no sólo física sino también

biológica y fisiológica, puesto que el cuerpo humano es una máquina y el animal no es más que un

autómata. No obstante, ¿cuál es la metafísica de Descartes? Como veremos, el fundamento del sistema

metafísico cartesiano se encuentra en la identidad de materia y espacio. Tal principio nos lleva de

inmediato a una serie de consecuencias:

«a) el mundo tiene una extensión infinita;

b) está constituido en todas sus partes por la misma materia;

c) la materia es infinitamente divisible;

d) el vacío, es decir, un espacio que no contenga ninguna materia, es una noción contradictoria y,

por lo tanto, imposible.»

La metafísica, pues, nos dice de qué y cómo está hecho el mundo. Por consiguiente, la ciencia -

afirma Descartes en las Regulae ad directionem ingenii- se ocupará «sólo de aquellos objetos sobre los

cuales nuestro espíritu parece capaz de adquirir conocimientos ciertos e indudables». La metafísica

preestablece al científico qué debe buscar, qué problemas son relevantes o no, y a qué tipo de leyes hay

que llegar. Para ello se necesita un método: «El método es necesario para buscar la verdad. El método

en su totalidad consiste en el orden y la disposición de las cosas hacia las cuales es preciso dirigir la

fuerza del espíritu para descubrir alguna verdad. Lo seguiremos exactamente, si reconducimos

gradualmente las proposiciones complicadas y obscuras hasta las más simples, y si a continuación,

partiendo de las intuiciones más simples, nos elevamos por los mismos grados al conocimiento de todas

las demás.»

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Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 17

3.2. Su vida y sus obras

«Acostumbro a llamar los escritos de Descartes -afirma Leibniz- el vestíbulo de la verdadera

filosofía, porque, aunque no haya llegado a su núcleo íntimo, se le ha aproximado más que ningún otro,

con la única excepción de Galileo, de quien el cielo consintió que recibiésemos todas sus meditaciones

sobre diversos temas que un destino adverso había reducido al silencio. Quien lea a Galileo y a

Descartes se hallará en una posición mejor para descubrir la verdad, que si hubiese explorado el género

entero de los autores comunes.»

Se trata del juicio ponderado de un gran filósofo sobre otro gran filósofo, que nos da la exacta

medida de la personalidad de Descartes, calificado con toda razón de «padre de la filosofía moderna».

En efecto, su figura marcó un giro radical en el terreno del pensamiento, debido a la crítica a que

sometió la herencia cultural, filosófica y científica de la tradición, y por los nuevos principios sobre los

que edificó un tipo de saber que ya no se centraba en el ser o en Dios, sino en el hombre y en la

racionalidad humana.

René Descartes (Cartesius) nació en La Haye (Turena), el 31 de marzo de 1596, el año de la

publicación del Mysterium cosmographicum de Kepler. De familia noble -su padre, Joachim, era

consejero del parlamento de Bretaña- fue muy pronto enviado al colegio jesuita de La Flèche en Anjou,

que era uno de los centros de enseñanza más famosos de su tiempo. Allí recibió una sólida formación

filosófica y científica, de acuerdo con la ratio studiorum de la época, ratio que abarcaba seis años de

estudios humanísticos y tres de matemática y de teología. Aquella enseñanza -inspirada en los

principios de la filosofía escolástica, considerada como la defensa más válida de la religión católica en

contra de los siempre recurrentes gérmenes de herejía- dejó insatisfecho y confuso a Descartes, aunque

mostrase sensibilidad ante las novedades científicas y se abriese al estudio de la matemática. Pronto se

dio cuenta de la distancia enorme entre aquella corriente cultural y los nuevos fermentos científicos y

filosóficos que pugnaban por salir a la luz en diversos contextos, y sobre todo percibió con rapidez la

ausencia de una metodología seria, que estuviese en condiciones de instituir, controlar y ordenar las

ideas existentes, y guiar hacia la búsqueda de la verdad.

La enseñanza de la filosofía, impartida según la codificación elaborada por Suárez, remitía los

ánimos hacia el pasado, a las interminables controversias entre los tratadistas escolásticos, dejando

poco espacio a los problemas del presente. Al recordar aquellos años Descartes escribe en el Discurso

del método: «Conversar con los hombres de otros siglos es casi lo mismo que viajar; es bueno, sin

duda, saber algo acerca de las costumbres de los pueblos, para juzgar mejor las nuestras y no calificar

de ridículo e irracional todo lo que sea contrario a nuestras costumbres, como creen aquellos que jamás

han visto nada; empero, cuando se dedica demasiado tiempo a viajar, al final uno se vuelve extranjero

en el propio país, y así, quien se muestra demasiado curioso por las cosas del pasado se convierte, en la

mayor parte de los casos, en muy ignorante de las presentes.»

Aunque critique la filosofía aprendida en aquellos años, Descartes no olvida por supuesto el

espacio dedicado a los problemas científicos y al estudio de la matemática. Sin embargo, al término de

sus estudios también se siente profundamente insatisfecho a propósito de tales disciplinas, y escribe a

este respecto: «Lo que más me gustaba era la matemática, por la certeza y evidencia de sus

razonamientos, pero aún no me daba cuenta de cuál era el mejor uso de ella: al contrario, pensando que

sólo servía para las artes mecánicas, me asombraba que sobre cimientos tan firmes y sólidos todavía no

se hubiese construido algo más elevado e importante.»

Por lo que concierne a la enseñanza de la teología, se limita a señalar que «al saber que el camino

del cielo está abierto a los muy ignorantes al igual que a los sabios, y que las verdades reveladas para

llegar allí son superiores a nuestra inteligencia, nunca habría osado someter éstas a mis débiles

razonamientos».

Descartes, pues, abandonó desorientado el colegio de La Flèche y sin un trozo de saber que le

sirviese como asidero. Por ello, después de haber continuado sus estudios en la universidad de Poitiers,

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donde obtuvo el bachillerato y la licenciatura en derecho, y al continuar en la máxima confusión

espiritual y cultural, decidió dedicarse a la carrera de las armas. En 1618, cuando comenzó la Guerra de

los Treinta Años, se alistó en las tropas de Mauricio de Nassau, quien combatía contra España y en

favor de la libertad de los Países Bajos. En Breda trabó amistad con un joven cultivador de la física y la

matemática, Isaac Beeckman, quien le estimuló a estudiar física.

Dedicado a un proyecto de «matemática universal» en Ulm, donde se halla formando parte del

ejército del duque Maximiliano de Baviera, a cuyas filas había pasado, manifestó haber tenido entre el

10 y el 11 de noviembre de 1619 una especie de revelación intelectual acerca de los fundamentos de

«una ciencia admirable». Debido a esta revelación Descartes pronunció el voto de peregrinar a la Santa

Casa de Loreto. En un pequeño diario donde anotaba sus reflexiones habla de un inventum mirabile,

que más tarde desarrollará en el Studium bonae mentis, de 1623, y en las Regulae ad directionem

ingenii (Reglas para la dirección del ingenio), que redactó entre 1627 y 1628. Se estableció en Holanda,

tierra de tolerancia y de libertades, donde -por sugerencia del padre Marino Mersenne, considerado

como el «secretario de la Europa docta», y del cardenal Pierre de Bérulle- se dedicó a elaborar un

tratado de metafísica que muy pronto interrumpió para dedicarse a una gran obra física: el Traité de

Physique dividido en dos partes, la primera de las cuales sobre tema cosmológico, Le Monde ou Traité

de la lumiére, y la segunda de carácter antropológico, L'Homme. El 22 de julio, desde Deventer en

Holanda le anunció a Mersenne que el Tratado sobre el mundo y sobre el hombre estaba casi acabado:

«Sólo me falta corregirlo y copiarlo», y esperaba enviárselo a fin de año. Sin embargo, enterado de la

condena de Galileo, a causa de la tesis copernicana que también él compartía y cuyas razones había

expuesto en el Tratado en cuestión, Descartes se apresuró a escribir a Mersenne: «Estoy casi decidido a

quemar todos mis papeles o, por lo menos, a no dejar que nadie los vea.» El recuerdo de la hoguera a la

que fue condenado Giordano Bruno, o la prisión de Campanella -que la condena de Galileo le hacía

venir a la memoria- influyeron decisivamente en su ánimo esquivo, contrario a las desazones que

perturban la paz del espíritu, tan necesaria para los estudios.

Una vez superado su grave descorazonamiento, Descartes advirtió la urgente necesidad de

afrontar el problema de la objetividad de la razón y de la autonomía de la ciencia en relación con el

Dios omnipotente. A ello también le llevó el hecho de que Urbano VIII hubiese condenado la tesis

galileana como contraria a la Escritura. Desde 1633 a 1637, combinando los estudios de metafísica -

iniciados y después interrumpidos- y las investigaciones científicas, escribió el famoso Discurso del

método como elemento previo a tres ensayos científicos en los que compendiaba sus resultados: la

Dioptrique, los Météores y la Géométrie. A diferencia de Galileo, que no había elaborado un tratado

explícito sobre el método, Descartes consideró que era importante demostrar el carácter objetivo de la

razón e indicar las reglas en las que había que inspirarse para alcanzar dicha objetividad. Nacido en un

contexto polémico y como defensa de la nueva ciencia, el Discurso del método se convirtió en la carta

magna de la nueva filosofía.

Se remonta a este período su amor por Heléne Jans, con la que tuvo a Francine, la hijita que amó

con ternura y que murió cuando sólo tenía cinco años. El dolor causado por la pérdida de la niña afectó

profundamente su ánimo y, en parte, también su pensamiento, si bien sus escritos siempre fueron

severos y rigurosos. Reemprendió la redacción del Tratado de Metafísica, pero en forma de

Meditaciones, escritas en latín porque estaban reservadas a los doctos, y cuyas referencias a «la

enfermedad y la debilidad de la naturaleza humana» dan testimonio de un ánimo lleno de angustia. Las

Meditationes de prima philosophia enviadas a Mersenne para que las pusiese en conocimiento de los

doctos y recogiese las objeciones de éstos -son famosas las de Hobbes, Gassendi, Arnauld y el propio

Mersenne- se publicarán definitivamente, junto con las Respuestas de Descartes, en 1641, bajo el título

de Meditationes de prima philosophia in qua Del existencia et animae immortalitas demonstrantur

(Meditaciones metafísicas, en las que se demuestra la existencia de Dios y la inmortalidad del alma). A

los ataques del teólogo protestante Gisbert Voét, replicó con la Epistola Renati Descartes ad

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celeberrimum virum, Gisbertum Voétium (Carta de R. D. al famosísimo G. Voët), en la que trató de

demostrar la debilidad y la inconsistencia de las concepciones filosóficas y teológicas del adversario.

A pesar de las numerosas polémicas que suscitaban sus escritos de metafísica y de temas

científicos, Descartes se dedicó con afán a la elaboración de los Principia Philosophiae (Principios de

filosofía), obra en cuatro libros y redactada en artículos breves, según el modelo de los manuales

escolásticos de la época. Se trata de una exposición resumida y sistemática de su filosofía y de su física,

que otorga una relevancia particular al vínculo entre filosofía y ciencia. La obra se publicó en

Amsterdam, y está dedicada a la princesa Isabel, hija de Federico V del Palatinado. Amargado por las

polémicas que habían desencadenado los profesores de la universidad de Leiden, que llegaron a

prohibir el estudio de sus obras, y nada dispuesto a regresar a Francia, debido a la caótica situación por

la que atravesaba este país, Descartes aceptó en 1649 la invitación de la reina Cristina de Suecia y,

después de haber entregado a la imprenta el manuscrito de su último trabajo, Les passions de l'áme,

dejó definitivamente Holanda, que ya no era hospitalaria con él, sino que estaba llena de

contradicciones. A pesar de sus graves preocupaciones Descartes conservó una relación epistolar con la

princesa Isabel, que es muy importante para aclarar muchos puntos oscuros de su doctrina, y en

particular la relación entre alma y cuerpo, el problema moral y el libre arbitrio.

En la corte sueca Descartes, para celebrar el final de la Guerra de los Treinta Años y la paz de

Westfalia, escribe La naissance de la paix. No obstante, fue muy breve el tiempo que pasó en la corte

sueca, ya que la reina Cristina, dada su costumbre de mantener sus conversaciones a las cinco de la

mañana, obligaba a Descartes a levantarse muy temprano, a pesar de la inclemencia del clima y la nada

robusta constitución del filósofo. En consecuencia, en la mañana del 2 de febrero de 1650, el filósofo al

salir de palacio cayó enfermo de pulmonía y murió después de una semana de sufrimientos. Sus

despojos mortales, trasladados a Francia en 1667, descansan en la iglesia de Saint Germain des Prés, en

París.

Con carácter póstumo fueron publicadas las siguientes obras: Compendium Musicae (1650),

Traité de l'homme (1664), Le Monde ou Traité de la lumiére (1664), Cartas (1657-1667), Regulae ad

directionem ingenii (1701) e Inquisitio veritatis per lumen naturale (1701).

3.3. La experiencia del hundimiento cultural de una época

En un pasaje autobiográfico, después de reconocer que fue «alumno de una de las escuelas más

célebres de Europa», Descartes menciona el estado de incertidumbre profunda en el que se halló al

terminar sus estudios: «Me encontré perdido entre tantos errores y dudas, que me parecía que al tratar

de instruirme no había conseguido otro provecho que haber descubierto cada vez más mi ignorancia»

Veamos con algún detalle las razones de su insatisfacción y su desconcierto. Con respecto a la filosofía,

repitiendo una frase de Cicerón, escribe: «Sería difícil imaginar algo tan extraño y tan increíble como

para que no haya sido dicho por algún filósofo.» Aunque la filosofía «haya sido cultivada por los

espíritus más excelentes que hayan vivido» -continúa Descartes en el Discurso del método- no puede

ufanarse «de nada que no se discuta y que por ello no sea dudoso». A la lógica -que él reduce a la

silogística tradicional- está dispuesto a acordarle, como máximo, un valor didáctico-pedagógico: «[No

pretendo condenar] -leemos en las Reglas- aquella manera de filosofar que los otros han practicado

hasta ahora y los mecanismos de los silogismos probables, muy aptos para la polémica, propios de los

escolásticos: porque ejercitan y estimulan a través de la emulación la inteligencia de los jóvenes, a la

que es mucho mejor darle forma a través de opiniones de esta especie, aunque parezcan inciertas.»

La lógica tradicional, pues, en el mejor de los casos se limita a servir de ayuda para exponer la

verdad, pero no la conquista. Por esto, volviendo a reiterar esta opinión de juventud, Descartes escribe

en el Discurso del método: «Sus silogismos y la mayor parte de sus demás instrucciones sirven más

bien para explicar a los otros cosas que ya saben, o también, como en el arte de Llull, para hablar sin

discernimiento de las cosas que se ignoran, en lugar de aprenderlas; y aunque esa lógica contenga

realmente muchos preceptos muy verdaderos y óptimos, mezclados con éstos hay sin embargo muchos

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otros nocivos, o superfluos, que separar resulta tan arduo como extraer una Diana o una Minerva un

bloque de mármol apenas desbastado.»

Si el juicio sobre la filosofía tradicional es severo, aún más drástico se muestra el relativo a la

lógica. Debido a estas insatisfacciones profundas y a estos enfoques, la filosofía aprendida en el colegio

de La Flèche le parece llena de lagunas. En una época en la que se habían afirmado y se desarrollaban

con vigor nuevas perspectivas científicas y se abrían nuevos horizontes filosóficos, Descartes advierte

la falta de un método que establezca un orden y, al mismo tiempo, constituya un instrumento heurístico

y fundacional de veras eficaz.

Además, aunque admire el rigor del saber matemático, critica tanto la aritmética como la

geometría tradicionales, porque han sido elaboradas con procedimientos no subordinados a una

dirección metodológica clara, aunque se muestren lineales. Que sus deducciones sean rigurosas y

coherentes no significa que la aritmética y la geometría hayan sido establecidas en el marco de un

método correcto, que jamás fue elaborado teóricamente. Cuando ante nuevos problemas nos vemos

como desarmados y casi inducidos a comenzar desde el principio, la razón de ello reside en la falta de

un criterio rector que nos acompañe en la solución de los nuevos problemas. En efecto, a propósito de

la geometría y del álgebra, Descartes señala que éstas «hacen referencia a materias muy abstractas y al

parecer de ninguna utilidad». La geometría, «porque está ligada a la consideración de las figuras», y la

aritmética, porque es «tan confusa y oscura» que «desconcierta el espíritu». De aquí surge su propósito

de crear una especie de matemática universal, liberada de los números y de las figuras, para que pueda

servir de modelo a todos los saberes. No puede tomar como modelo del saber la matemática tradicional,

porque carece de un método unitario. Para elaborar teóricamente este modelo Descartes cree que es

necesario demostrar que las diferencias entre aritmética y geometría no son relevantes, porque ambas

se inspiran, aunque de modo implícito, en el mismo método. A tal objeto, convierte los problemas

geométricos en problemas algebraicos, mostrando su homogeneidad substancial. ¿Cómo le fue posible

hacerlo? A través de lo que se denomina «geometría analítica», por medio de la cual Descartes otorga

una mayor nitidez a los principios y a los procedimientos matemáticos. En el fondo, éste era el objetivo

que él se había fijado, como lo prueban sus palabras dirigidas a la princesa Isabel del Palatinado:

«Gracias a este medio veo con más claridad todo lo que hago.»

Después de haber justificado por qué no desciende a otros detalles, agrega: «Espero que nuestros

descendientes no sólo me agradezcan las cosas que he explicado, sino también aquellas que he omitido

voluntariamente, para dejarles a ellos el placer de descubrirlas.»

La filosofía tradicional, demasiado ajena a aquel conjunto de nuevos descubrimientos y

elaboraciones teóricas -que habían sido posibles gracias a instrumentos técnicos que, potenciados o

corrigiendo a nuestros sentidos, se introducían en reinos inexplorados hasta entonces- no puede evitar

el conflicto. Se hace urgente diseñar una filosofía que justifique la confianza general en la razón. Al

escepticismo disgregador no se le podía oponer más que una razón metafísicamente fundamentada,

capaz de dirigir la búsqueda de la verdad, y un método universal y fecundo.

No se trata, pues, de la puesta en discusión de esta o de aquella rama del saber, sino del

fundamento mismo del saber. Por ello Descartes, aunque admire a Galileo, lo critica, y lo critica porque

éste no habría ofrecido un método que permitiese llegar hasta la raíz de la filosofía y de la ciencia.

Descartes llama la atención sobre el fundamento, porque de éste depende la amplitud y la solidez

del edificio que hay que construir y contraponer al edificio aristotélico, sobre el cual se apoya la

tradición en su conjunto. Descartes no separa la filosofía de la ciencia. Lo que urge poner en claro es el

fundamento que permita un nuevo tipo de conocimiento de la totalidad de lo real, por lo menos en sus

líneas esenciales. Se hacen necesarios nuevos principios y no importa que después se aprovechen en un

sentido o en otro. Se trata de principios que, substituyendo a los aristotélicos -a los que sigue siendo

escrupulosamente fiel la cultura académica- contribuyan a la edificación de la nueva casa.

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El propio Descartes nos dice que éste es el proyecto teórico que desea elaborar, cuando casi al

final de su actividad escribe al sacerdote Claudio Picot, traductor de su obra Principia philosophiae:

«Así, toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física, y las

ramas que salen de este tronco son todas las demás ciencias, que se reducen a tres principales: la

medicina, la mecánica y la moral -me refiero a la moral más elevada y perfecta, que presuponiendo un

conocimiento completo de las demás ciencias, constituye el último grado de la sabiduría. Ahora bien,

como los frutos no cuelgan de las raíces, ni del tronco de los árboles, sino de los extremos de sus

ramas, tampoco la principal utilidad de la filosofía depende de aquellas partes suyas que sólo se pueden

aprender en último lugar.» Descartes, pues, quiso llegar a las raíces, a los cimientos, para que después

sea posible recoger frutos maduros. El método, con sus reglas y sus propias justificaciones, pretende

satisfacer tal exigencia.

3.4. Las reglas del método

En las Regulae ad directionem ingenii Descartes quiere ofrecer «reglas fáciles y ciertas que, a

quien las observe escrupulosamente, le impidan tomar lo falso por verdadero, y sin ningún esfuerzo

mental, aumentando gradualmente la ciencia, lo conduzca al conocimiento verdadero de todo aquello

que sea capaz de conocer». Sin embargo, si en la obra que acabamos de citar llega a enumerar veintiuna

reglas -e interrumpió la redacción de la obra para evitar un exceso de prolijidad- en el Discurso del

método reduce a cuatro tales reglas. Descartes justifica así dicha simplificación: «A menudo; una gran

cantidad de reglas no sirve más que como pretexto a la ignorancia y al vicio, por lo que una nación

mejor se regulará cuanto menos reglas tenga, siempre que sean observadas con rigor; del mismo modo,

pensé que -en lugar de la multitud de reglas de la lógica- me bastaban las cuatro siguientes, con la

condición de que decidiese observarlas con firmeza y de manera constante, sin ninguna excepción.»

1) La primera regla, que es también la última, ya que constituye el punto de llegada y no sólo el

de partida, es la regla de la evidencia, que él anuncia en estos términos: «Nunca acoger nada como

verdadero, si antes no se conoce que lo es con evidencia: por lo tanto, evitar con cuidado la

precipitación y la prevención; y no abarcar en mis juicios nada que esté más allá de lo que se

presentaba ante mi inteligencia de una manera tan clara y distinta que excluía cualquier posibilidad de

duda.» Más que una regla, es el principio normativo fundamental, porque todo debe converger hacia la

claridad y la distinción, a las que precisamente se reduce la evidencia. Hablar de ideas claras y

distintas, y hablar de ideas evidentes, es la misma cosa. ¿Cuál es el acto intelectual mediante el cual se

logra la evidencia? Es el acto intuitivo o la intuición, que Descartes describe así en las Regulae: «No es

el testimonio fluctuante de los sentidos o el juicio falaz de la imaginación erróneamente combinadora,

sino un concepto de la mente pura y atenta, tan fácil y distinto que no queda ninguna duda alrededor de

lo que pensamos; o, lo que es lo mismo, un concepto no dudoso de la mente pura y atenta, que nace de

la sola luz de la razón y que es más cierto que la deducción misma.» Se trata de un acto que se

autofundamenta y se autojustifica, porque no le sirve de garantía una base argumentativa cualquiera,

sino únicamente la recíproca transparencia entre razón y contenido del acto intuitivo. Se trata de

aquella idea clara y distinta que refleja «sólo la luz de la razón», sin que todavía se haya puesto en

relación con otras ideas, sino considerada en sí misma, intuida y no argumentada. Se trata de la idea

presente ante la mente y de la mente abierta a la idea sin mediación alguna. El objetivo de las otras tres

reglas consiste en llegar a esta transparencia mutua.

2) La segunda regla es «dividir todo problema que se someta a estudio en tantas partes menores

como sea posible y necesario para resolverlo mejor». Se trata de una defensa del método analítico, el

único que puede llevar hasta la evidencia, porque al desmenuzar lo complicado en sus elementos más

sencillos permite que la luz del intelecto disipe sus ambigüedades. Es una fase preparatoria esencial, ya

que si la evidencia es necesaria para la certeza y la intuición es necesaria para la evidencia, para la

intuición es necesaria la simplicidad que se logra a través de una descomposición de lo complejo «en

partes elementales hasta el límite mínimo posible». En las Regulae Descartes precisa lo siguiente:

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«Sólo llamamos simples a aquellas cosas cuyo conocimiento sea tan claro y distinto que la mente no

pueda dividirlas aún más, cuyo conocimiento sea todavía más distinto.» Se llega a las grandes

conquistas etapa por etapa, segmento por segmento. Éste es el camino que permite huir de

generalizaciones presuntuosas; y si las dificultades existen porque lo verdadero está mezclado con lo

falso, el procedimiento analítico permite que aquél se libere de las escorias de éste.

3) La reducción de lo complejo a sus elementos simples no es suficiente, porque ofrece un

conjunto inarticulado de elementos, pero no el nexo cohesivo que lo transforma en un todo complejo y

real. Por esto al análisis debe seguir la síntesis, finalidad de la tercera regla, que Descartes -también en

el Discurso del método- enuncia con los siguientes términos: «La tercera regla es la de conducir con

orden mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para

ascender poco a poco, como a través de escalones, hasta el conocimiento de los más complejos;

suponiendo que hay un orden, asimismo, entre aquellos cuyos objetos no preceden naturalmente a los

objetos de otros.» Por lo tanto es preciso recomponer los elementos en que ha sido dividida una

realidad compleja. Se trata de una síntesis que debe partir de elementos absolutos (ab-solutos) o no

dependientes de otros, y proceder hacia los elementos relativos o dependientes, dando lugar a una

cadena de argumentos que iluminen los nexos del conjunto. Se trata de reconstituir un orden o de crear

una cadena de razonamientos, que van desde lo sencillo hasta lo compuesto y que no pueden dejar de

tener una correspondencia con la realidad. Cuando no exista tal orden es preciso suponerlo mediante la

hipótesis más conveniente para interpretar y expresar la realidad efectiva. Si la evidencia es necesaria

para tener una intuición, para el acto deductivo se vuelve obligado el proceso desde lo simple hasta lo

complejo. ¿Cuál es la importancia de la síntesis? «Puede parecer que a través de este doble trabajo no

surge nada realmente nuevo, ya que acabamos por encontrar el mismo objeto del cual habíamos

partido. En realidad, ya no es el mismo objeto: el compuesto reconstituido es otra cosa, ya que está

penetrado por la luminosidad transparente del pensamiento. Uno es un hecho en bruto, el otro es un

saber cómo está hecho: entre ambos existe la mediación de la conciencia.»

4) Por último, para impedir toda precipitación -madre de todos los errores- hay que controlar los

pasos individuales. Por esto, Descartes concluye diciendo: «La última regla es la de efectuar en todas

partes enumeraciones tan complejas y revisiones tan generales que se esté seguro de no haber omitido

nada.» Enumeración y revisión: aquélla controla si el análisis es completo, y la segunda, la corrección

de la síntesis. En las Regulae se enuncia así esta necesaria cautela en contra de cualquier

superficialidad: «Es preciso recorrer con un movimiento continuado e ininterrumpido del pensamiento

todas las cosas que se refieren a nuestro fin, y abrazarlas mediante una enumeración suficiente y

ordenada.»

En resumen, para proceder con corrección, hay que repetir en toda investigación aquel

movimiento de simplificación y de encadenamiento riguroso, que son las operaciones típicas del

procedimiento geométrico. Ahora bien, ¿qué es lo que supone asumir un modelo de esta clase? Antes

que nada, y de una forma general, acarrea el rechazo de todas aquellas nociones aproximativas,

imperfectas o fantásticas, o meramente verosímiles, que se escapen de la operación simplificadora,

considerada como indispensable. Lo simple de Descartes no es lo universal de la filosofía tradicional,

al igual que la intuición no es la abstracción. Lo universal y la abstracción, que son dos momentos

fundamentales de la filosofía aristotélico-escolástica, son substituidos por las naturalezas simples y por

la intuición. Del Noce señala con mucha agudeza: «Para Descartes, inspirarse en las matemáticas

quiere decir sustituir lo universal por lo simple. De este modo se comprende que la condición para

conocer las cosas es dejarse descomponer en naturalezas simples, objetos de intuición simple y que se

encadenan [...] mediante lazos que también pueden reducirse a relaciones intuidas directamente (la

meditación metafísica obedece a la matematicidad, en la medida en que obedece al método de la

descomposición).»

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3.5. La duda metódica

Una vez establecidas las reglas del método, es necesario justificarlas o, mejor dicho, dar cuenta

de su universalidad y su fecundidad. Es cierto que la matemática siempre se ha atenido a estas reglas.

Sin embargo, ¿quién nos autoriza a extenderlas fuera de su ámbito, convirtiéndolas en modelos del

saber universal? ¿Cuál es su fundamento? ¿Existe una verdad no matemática que refleje en sí misma

los rasgos de la evidencia y de la distinción y que sin verse en ningún caso sometida a la duda pueda

justificar tales reglas y ser considerada como fuente de todas las demás verdades posibles? Para

responder a esta serie de preguntas Descartes aplica sus reglas al saber tradicional para comprobar si

contiene alguna verdad tan clara y distinta que permita eliminar cualquier motivo de duda. Si el

resultado es negativo, en el sentido de que con estas reglas no es posible llegar a ninguna certeza, a

ninguna verdad que posea los caracteres de claridad y distinción, entonces habrá que rechazar ese saber

y admitir su esterilidad. Al contrario, si la aplicación de estas reglas nos conduce a una verdad

indubitable, entonces habrá que asumir que ésta es el comienzo de una larga cadena de razonamientos o

el fundamento del saber. La condición que habrá que respetar a lo largo de esta operación es la

siguiente: no es lícito aceptar como verdadera una aserción que se vea teñida por la duda o por una

posible perplejidad. Es obvio -escribe Descartes en las Meditaciones metafísicas- que «no será

necesario, para llegar a esto probar que [las opiniones formadas previamente] sean todas falsas, tarea

que no tendría fin». Es suficiente con tomar en examen aquellos principios sobre los cuales está

fundado el saber tradicional. Si caen tales principios, las consecuencias perderán todo valor.

En primer lugar señalemos que buena parte del saber tradicional pretende estar basado en la

experiencia sensible. Ahora bien, ¿cómo es posible considerar como cierto e indudable un saber que se

origina en los sentidos, si es verdad que éstos a veces se nos revelan como engañadores? «Dado que los

sentidos -afirma Descartes en el Discurso del método- algunas veces nos engañan, decidí suponer que

ninguna cosa era tal como nos la representaban los sentidos.» Además, si gran parte del saber

tradicional se fundamenta en los sentidos, una parte relevante de dicho saber se fundamenta en la razón

y en su poder discursivo. Sin embargo, tampoco este principio parece exento de obscuridad e

incertidumbre. En efecto, «puesto que hay quien se equivoca al razonar y comete paralogismos [...],

rechacé como falsas todas las demostraciones que antes había aceptado como demostrativas».

Finalmente, existe el saber matemático que parece indudable, porque es válido tanto en estado de

vigilia como en el sueño. Dos más dos suman cuatro, en cualquier circunstancia y en cualquier estado.

No obstante, ¿quién me impediría pensar que existe «un genio maligno, astuto y engañador» que

mofándose de mí me lleva a considerar como evidentes cosas que no lo son? Aquí la duda se convierte

en hiperbólica, en el sentido de que se aplica a sectores que antes se presumían fuera de toda sospecha.

¿Acaso el saber matemático no podría ser una construcción grandiosa, basada en un equívoco o en una

colosal mixtificación? «Supondré, pues, que exista no ya un Dios verdadero, fuente soberana de

verdad, sino un cierto genio maligno, no menos astuto y engañador que potente, que empleó toda su

industria en engañarme.»

No existe en el saber ningún sector válido. La casa se hunde porque los cimientos están

socavados. Nada resiste a la fuerza corrosiva de la duda. Por lo tanto, en las Meditaciones metafísicas

Descartes escribe: «Yo supongo que todas las cosas que veo son falsas; me digo a mí mismo que jamás

ha existido nada de lo que mi memoria llena de mentiras me representa; pienso que no tengo ningún

sentido; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar no son más que ficciones

de mi espíritu. ¿Qué podrá, pues, ser considerado como verdadero? ¿Ninguna otra cosa, quizás, que no

sea que en el mundo nada hay de cierto?» Es obvio que aquí no nos encontramos ante la duda de los

escépticos. Aquí la duda quiere llevar hasta la verdad. Por esto se la llama «metódica», en la medida en

que constituye un paso obligado, pero también provisional, para llegar hasta la verdad. Descartes señala

lo siguiente: «No es que yo imite a los escépticos, que dudan por dudar y hacen gala de estar siempre

indecisos; por el contrario, todo mi plan tendía a concederme seguridad y a apartar la tierra y la arena

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para encontrar la arcilla y la roca.» Descartes quiere poner en crisis el dogmatismo de los filósofos

tradicionales y, al mismo tiempo, combatir aquella actitud próxima al escepticismo que se dedicaba a

ponerlo todo en duda, sin ofrecer nada a cambio. En las páginas de Descartes se pone de manifiesto su

anhelo de verdad. Aquí, la negación remite a la afirmación, y toda duda, a la certeza. En definitiva, a

través de la duda Descartes quiere remover las aguas estancadas de la conciencia tradicional, quiere que

se perciba el fecundo peso de la duda, para que surja algo más auténtico, más seguro. Quien no lleva a

cabo esta experiencia no estará después en condiciones de crear y ni siquiera de pensar, y se limitará a

repetir fórmulas vacías o a rumiar una cultura ya digerida por otros. ¿Cómo huir ante el acoso de la

duda, si no sabemos cuál es nuestra naturaleza, cuáles son los rasgos de nuestra conciencia, cuáles son

las exigencias de la lógica de la razón? No se pueden aprovechar debidamente las implicaciones de la

duda si a través de sus sombras no percibimos una luz que se esfuerza por salir a la superficie, pero que

hay que hacer que brille para que el hombre vuelva a pensar con plena libertad.

3.6. La certeza fundamental: «cogito ergo sum»

Después de haberlo puesto todo en duda, «inmediatamente después, hube de constatar -prosigue

Descartes en el Discurso del método- que, aunque quería pensar que todo era falso, era por fuerza

necesario que yo, que así pensaba, fuese algo. Y al observar que esta verdad “pienso, luego soy” era tan

firme y tan sólida que no eran capaces de conmoverla ni siquiera las más extravagantes hipótesis de los

escépticos, juzgué que podía aceptarla sin escrúpulos como el primer principio de la filosofía que yo

buscaba». Sin embargo, ¿acaso esta certeza no podría verse puesta en tela de juicio por el genio

maligno? Descartes afirma en las Meditaciones metafísicas:

“Existe una potencia que no conozco, engañadora y muy astuta, que se esfuerza al máximo por engañarme

siempre. Ahora bien, si me engaña, no hay ninguna duda de que existo; me engaña porque quiere -no podrá

hacer que yo no sea nada- que yo piense que soy algo. Por lo tanto, después de haber pensado y examinado todo

con gran cuidado, es necesario concluir que la proposición: Yo soy, yo existo, es absolutamente verdadera cada

vez que la pronuncio o que la concibo en mi espíritu.”

¿Qué es lo que estamos obligados a admitir como indudable, por la evidencia misma de la

verdad? «En el instante en que rechazamos [...] todo aquello de lo que podemos dudar [...], no podemos

suponer al mismo tiempo que no existamos nosotros, que dudamos de la verdad de todo aquello: en

efecto, la aversión a concebir que aquello que piensa no existe en el acto de pensar, no nos impide -a

pesar de cualquier suposición extravagante- creer que la conclusión: Pienso, luego soy, es verdadera, y

por lo tanto es la primera cosa y la más cierta que se presenta a un pensamiento ordenado.» Descartes

afirma esto en los Principia Philosophiae. En consecuencia, la proposición «pienso, luego soy» es

absolutamente verdadera, porque incluso la duda -por extremada y radical que se muestre- la confirma.

¿Qué entiende Descartes por «pensamiento»? «Mediante el término “pensamiento” -afirma en las

Respuestas- comprendo todo lo que en nosotros está hecho de forma que nos permite ser

inmediatamente conscientes de ello; así, todas las operaciones de la voluntad, del intelecto, de la

imaginación y de los sentidos son pensamientos. He agregado “inmediatamente” para excluir todo

aquello que se sigue de tales operaciones; por ejemplo, un movimiento voluntario tiene como punto de

inicio el pensamiento, pero en sí mismo no es pensamientos.»

Nos hallamos, pues, ante una verdad que carece de intermediarios. La transparencia del «yo» ante

sí mismo -y por lo tanto el pensamiento en acto- elimina cualquier duda e indica por qué la claridad es

la regla básica del conocimiento y por qué la intuición constituye su acto fundamental. Aquí no se

admite la existencia o mi ser si no es en la medida en que se hace presente a mi yo, sin ningún paso

discursivo. Aunque esté formulada como si fuese un silogismo, la proposición «pienso, luego soy» no

es un razonamiento, sino una pura intuición. No consiste en una abreviación de una argumentación

como la siguiente: «Todo lo que piensa existe; yo pienso, por lo tanto existo.» Se trata simplemente de

un acto intuitivo gracias al cual percibo mi existencia en tanto que pensante. Descartes, en efecto,

cuando trata de definir la naturaleza de nuestra propia existencia, sostiene que ésta es una res cogitans,

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una realidad pensante, en la que no hay ninguna ruptura entre pensamiento y ser. La substancia

pensante es el pensamiento en acto y el pensamiento en acto es una realidad pensante.

Descartes llega aquí a un punto firme, que nada puede poner en tela de juicio. Sabe que el

hombre es una realidad pensante, y es muy consciente del hecho fundamental que representa la lógica

de la claridad y la distinción. De este modo conquista una certeza inquebrantable, la primera e

irrenunciable, porque está relacionada con la propia existencia, la cual, en la medida en que es

pensante, resulta clara y distinta. La aplicación de las reglas del método ha llevado así al

descubrimiento de una verdad que de manera retroactiva confirma la validez de aquellas reglas, que

encuentran un fundamento y pueden entonces tomarse como norma de cualquier saber. En el Discurso

del método se lee: «Al notar que en la afirmación “pienso, luego soy” no hay nada que me asegure que

estoy diciendo la verdad, a no ser el que veo clarísimamente que para pensar es preciso existir: juzgué

que podía tomar como regla general el que las cosas que concebimos de manera muy clara y distinta

son verdaderas en todos los casos.»

Se pone el acento en que la claridad y la distinción, como reglas del método de investigación, se

encuentran fundamentadas. Empero, ¿en qué están fundamentadas? ¿Acaso sobre el ser, finito o

infinito, o sobre los principios generales de la lógica, que también son principios ontológicos, como el

principio de no contradicción o el principio de identidad, cosa que ocurre en la filosofía tradicional?

No: tales reglas se basan en la certeza adquirida de que nuestro «yo» o la conciencia propia como

realidad pensante se presenta con los rasgos de la claridad y la distinción. A partir de ahora la actividad

cognoscitiva, sin preocuparse por fundamentar sus conquistas en un sentido metafísico, tendrá que

buscar la claridad y la distinción, que son los rasgos típicos de aquella primera verdad que se ha

impuesto a nuestra razón, y que deben caracterizar a todas las demás verdades. Nuestra existencia, en

tanto que res cogitans, fue aceptada como algo indudable sobre un único fundamento: la claridad y la

distinción. Del mismo modo sólo se podrá admitir otra verdad en el caso de que ésta muestre asimismo

los rasgos de claridad y distinción. Para llegar a tales verdades es preciso recorrer el itinerario señalado

por el análisis, la síntesis y el control. Una aserción que posea estas cualidades ya no estará sujeta a la

duda. La filosofía deja de ser la ciencia del ser, para transformarse en doctrina del conocimiento. Se

convierte antes que nada en gnoseología. Éste es el nuevo enfoque que Descartes otorga a la filosofía,

proponiéndose hallar o hacer surgir en cualquier proposición la claridad y la distinción: una vez que las

hayamos conseguido, ya no tenemos necesidad de otros apoyos u otras garantías. La certidumbre de

inexistencia en tanto que res cogitans no necesita otra cosa que claridad y distinción. De la misma

forma cualquier otra verdad no necesitará más garantía que la claridad y la distinción, inmediata

(intuición) o derivada (deducción).

Por lo tanto el banco de pruebas del nuevo saber filosófico y científico es el sujeto humano, la

conciencia racional. Cualquier tipo de investigación únicamente habrá de preocuparse por obtener el

máximo grado de claridad y distinción, y una vez conseguidos, no tendrá que preocuparse de otras

justificaciones. El hombre está hecho así, y sólo debe aceptar verdades que reflejen tales exigencias.

Nos enfrentamos con una radical humanización del conocimiento, que se ve reconducido a su fuente

primigenia. En todas las ramas del conocer el hombre debe ajustarse a la cadena de deducciones que

proceden de verdades claras y distintas o de principios evidentes por sí mismos. Cuando tales

principios no se descubran con facilidad, es necesario suponerlos por hipótesis, ya sea para imponer un

orden a la mente humana, o para hacer que surja el orden de la realidad -se confía en la racionalidad de

lo real- cubierto a veces por elementos secundarios o por la superposición de elementos subjetivos, que

se proyectan acríticamente fuera de nosotros.

Este desplazamiento desde el plano del ser hasta el del pensamiento puede percibirse con claridad

a través del distinto peso teórico que tiene el cogito en san Agustín -que lo elaboró teóricamente por

primera vez- y en Descartes, que volvió a plantearlo. En su polémica contra los escépticos, Agustín

había señalado que si fallor sum, si dudo soy. La duda es una forma de pensamiento, y el pensamiento

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no se concibe fuera del ser, que queda en consecuencia reafirmado por el acto mismo de dudar. Se trata

de una defensa de la primacía fundamentante del ser y, por lo tanto, de Dios, que nos es más íntimo que

nosotros mismos. Descartes, en cambio, utiliza la expresión cogito ergo sum para subrayar las

exigencias del pensamiento humano: la claridad y la distinción, en las que deben inspirarse los demás

conocimientos. En Agustín en última instancia se revela Dios, mientras que en Descartes el cogito

revela al hombre o, mejor dicho, las exigencias que deben caracterizar su pensamiento y sus conquistas

intelectuales. Y mientras que en Agustín el cogito se sosiega remitiéndose a Dios, con el que está

relacionado -porque se fundamenta en Él- en Descartes, al revelarse como claro y distinto, el cogito

convierte en problemático a todo lo demás, en el sentido de que -obtenida la verdad de la propia

existencia- necesita partir a la conquista de lo real distinto de nuestro «yo», buscando los caracteres de

la claridad y la distinción.

Descartes, pues, aplica las reglas del método y encuentra su primera certeza fundamental, el

cogito. Esta, sin embargo, no es una de tantas verdades que se consiguen mediante aquellas reglas, sino

la verdad que una vez adquirida sirve de fundamento a dichas reglas, porque revela la naturaleza de la

conciencia humana que en su calidad de res cogitans es transparencia de sí ante ella misma. Todas las

demás verdades sólo podrán acogerse en la medida en que se ajusten o se aproximen a tal evidencia.

Inspirado inicialmente en la claridad y la evidencia de la matemática, ahora Descartes subraya que las

ciencias matemáticas sólo representan un sector del saber que, desde siempre, se había inspirado en un

método que posee un alcance universal. A partir de ahora todo saber tendrá que inspirarse en dicho

método, porque no está fundamentado por la matemática, sino que la fundamenta a ésta, al igual que a

cualquier otra ciencia. Aquello a lo que este método conduce y aquello sobre lo que se fundamenta es

la razón humana, aquella recta razón (bona mens) que pertenece a todos los hombres y que -como dice

Descartes en el Discurso del método -«es la cosa que se halla mejor distribuida en el mundo». ¿Qué es

esta recta razón? «La facultad de juzgar correctamente y distinguir lo verdadero de lo falso, es lo que se

llama buen sentido o razón [y que], es naturalmente igual en todos los hombres.» La unidad de los

hombres está representada por la razón bien dirigida y desarrollada. En el ensayo de juventud Regulae

ad directionem ingenii lo explicita en estos términos: «Las diversas ciencias no son más que la

sabiduría humana, que permanece siempre una e idéntica aunque se aplique a diferentes objetos, y no

recibe de éstos mayor diversidad de la que recibe la luz del sol de las diferentes cosas que ilumina.»

Más que sobre las cosas iluminadas -las ciencias particulares- es preciso poner el acento sobre el sol -la

razón- que debe surgir, imponer su lógica y hacer que se respeten sus exigencias. La unidad de las

ciencias remite a la unidad de la razón y la unidad de la razón remite a la unidad del método. Si la

razón es una res cogitans, que se constituye a través de la duda universal -hasta el punto de que ningún

genio maligno puede tenderle artimañas y ningún engaño de los sentidos puede obscurecerla- entonces

el saber tendrá que fundarse sobre ella, habrá de imitar su claridad y su distinción, que son los únicos

postulados irrenunciables del nuevo saber.

3.7. La existencia y el papel de Dios

La primera certeza fundamental que se consigue a través de la aplicación de las reglas del método

es la conciencia de sí mismo como ser pensante. Luego, la reflexión de Descartes se concentra sobre el

cogito y sobre su contenido, al que se le plantean ciertos interrogantes fundamentales: ¿me abren de

verdad al mundo de las reglas del método, son aptas para darme a conocer el mundo? ¿Está éste abierto

a dichas reglas? ¿Están adaptadas mis facultades cognoscitivas para conocer efectivamente lo que no es

identificable mediante mi conciencia? Son preguntas estas que postulan una ulterior fundamentación de

la actividad cognoscitiva del hombre.

El «yo», como ser pensante, se revela como lugar de una multiplicidad de ideas, que la filosofía

debe cribar con todo rigor. Si el cogito es la primera verdad evidente por sí misma, ¿qué otras ideas se

presentan con el mismo grado de evidencia? ¿Es posible tomarlo como punto de partida y reconstruir

con ideas claras y distintas -como el cogito- el edificio del saber? Más aún: ya que Descartes coloca el

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fundamento del saber en la conciencia, ¿cómo se logrará salir de ésta y reafirmar el mundo exterior? En

resumen, las ideas, que Descartes no considera en el sentido tradicional de esencias o de arquetipos de

lo real, sino como presencias reales ante la conciencia, ¿poseen acaso un carácter objetivo, en el sentido

de que representen un objeto, una realidad? En otras palabras: como formas mentales resultan

indudables, porque tengo de ellas una percepción inmediata, pero en la medida en que representan una

realidad distinta de mí, ¿son verídicas, representan una realidad objetiva o son simples ficciones

mentales?

Antes de responder a esta pregunta, conviene recordar que Descartes divide las ideas en tres

clases: ideas innatas, las que encuentro en mí, nacidas junto con mi conciencia; ideas adventicias, que

me llegan desde fuera y se refieren a cosas por completo distintas de mí; e ideas artificiales o

construidas por mí mismo. Descartando estas últimas como ilusorias -porque son quiméricas o

construidas arbitrariamente por el sujeto- el problema hace referencia a la objetividad de las ideas

innatas y de las adventicias. Si bien las tres clases de ideas no difieren entre sí desde el punto de vista

de su realidad subjetiva -todas ellas son actos mentales de los que poseo una percepción inmediata-

resultan profundamente diferentes desde la perspectiva de su contenido.

En efecto, las ideas artificiales o arbitrarias no constituyen problema alguno, pero las ideas

adventicias -que me remiten a un mundo exterior- ¿son realmente objetivas? ¿Quién garantiza tal

objetividad? Podría responderse: la claridad y la distinción. Empero, ¿y si las facultades sensibles nos

engañasen? ¿Estamos de veras seguros de la objetividad de las facultades sensibles e imaginativas a

través de las cuales llegan hasta nosotros la claridad y la distinción, y nos abrimos al mundo? Incluso

en la duda universal estoy seguro de mi existencia en su actividad cogitativa. ¿Quién me garantiza, no

obstante, que dicha actividad sigue siendo válida cuando sus resultados pasan desde la percepción en

acto al reino de la memoria? ¿Puede ésta conservar intactos tales resultados con su claridad y distinción

originarias? Para hacer frente a esta serie de dificultades y para fundamentar de manera definitiva el

carácter objetivo de nuestras facultades cognoscitivas, Descartes plantea y soluciona el problema de la

existencia y de la función de Dios.

A tal efecto, siempre en el ámbito de la conciencia, entre las muchas ideas que ésta posee,

Descartes tropieza -como se lee en las Meditaciones metafísicas- con la idea innata de Dios, en cuanto

«substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, y por la cual yo mismo y todas las

demás cosas que existen (si es verdad que existen cosas) hemos sido creados y producidos». A

propósito de esta idea Descartes se pregunta si es puramente subjetiva o si no habría que considerarla

subjetiva y al mismo tiempo objetiva. Se trata del problema de la existencia de Dios, que ya no se

plantea a partir del mundo exterior al hombre, sino a partir del hombre mismo o, mejor dicho, de su

conciencia.

Con respecto a esta idea, que posee los rasgos mencionados, Descartes afirma: «Es algo

manifiesto a la luz natural el que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total,

como la hay en su efecto: porque, ¿de dónde sacaría el efecto su realidad, si no es de su propia causa, y

cómo podría comunicársela ésta, si no la poseyese en sí misma?» Ahora bien, supuesto tal principio, es

evidente que el autor de esta idea, que está en mí, no soy yo, imperfecto y finito, ni ningún otro ser

igualmente limitado. Tal idea, que está en mí pero no procede de mí, sólo puede tener como causa

adecuada a un ser infinito, es decir, a Dios.

La misma idea innata de Dios puede proporcionarnos una segunda reflexión que confirma los

resultados de la primera argumentación. Si la idea de un ser infinito que está en mi, también procediese

de mí, ¿no me habría producido yo mismo de un modo perfecto e ilimitado, y no por el contrario

imperfecto, como se aprecia a través de la duda y de la aspiración jamás satisfecha a la felicidad y a la

perfección? En efecto, quien niega a Dios creador, por ello mismo se considera productor de sí mismo.

En tal caso, sin embargo, al tener la idea de un ser perfecto, me habría concedido todas las perfecciones

que encuentro en la idea de Dios, lo cual está en contradicción con la realidad.

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Finalmente, apoyándose en las implicaciones de dicha idea, Descartes formula un tercer

argumento, conocido con el nombre de prueba ontológica. La existencia es parte integrante de la

esencia, por lo cual no es posible tener la idea (esencia) de Dios sin admitir al mismo tiempo su

existencia, al igual que no es posible concebir un triángulo sin pensarlo con la suma de sus ángulos

igual a dos rectos, o no es posible concebir una montaña sin un valle. La diferencia está en lo siguiente:

del hecho de no poder «concebir una montaña que carezca de valle, no se sigue que haya en el mundo

montañas y valles, sino únicamente que la montaña y el valle -ya sea que existan o que no existan- no

pueden separarse de ningún modo la una del otro [...], mientras que del solo hecho de que no puedo

concebir a Dios sin existencia, se sigue que la existencia es algo inseparable de él y, por lo tanto, existe

verdaderamente». Ésta es la prueba ontológica de Anselmo, que Descartes vuelve a plantear haciéndola

suya.

¿Por qué Descartes se dedica con tanta insistencia al problema de la existencia de Dios, si no es

para poner en claro la riqueza de nuestra conciencia? En efecto, en las Meditaciones metafísicas se

sostiene que la idea de Dios es «como la marca del artesano que se coloca en su obra, y ni siquiera es

necesario que esta marca sea algo diferente a la obra misma». Por lo tanto, al analizar la conciencia

Descartes tropieza con una idea que está en nosotros pero no procede de nosotros y que nos penetra

profundamente, como el sello del artífice a la obra de sus manos. Ahora bien, si esto es verdad y si es

cierto que Dios -puesto que es sumamente perfecto- también es sumamente veraz e inmutable, ¿no

deberíamos entonces tener una inmensa confianza en nosotros, en nuestras facultades, que son obra

suya?

La dependencia del hombre con respecto de Dios no lleva a Descartes a las mismas conclusiones

que habían elaborado la metafísica y la teología tradicionales: la primacía de Dios y el valor normativo

de sus preceptos y de todo lo que está revelado en la Escritura. La idea de Dios en nosotros, como la

marca del artesano en su obra, es utilizada para defender la positividad de la realidad humana y -desde

el punto de vista de las potencias cognoscitivas- su capacidad natural para conocer la verdad y, en lo

que concierne al mundo, la inmutabilidad de sus leyes. Aquí es donde se ve derrotada de forma radical

la idea del genio maligno o de una fuerza destructiva que pueda burlar al hombre o burlarse de él. Bajo

la protectora fuerza de Dios las facultades cognoscitivas no nos pueden engañar, porque en tal caso

Dios mismo -su creador- sería el responsable de este engaño. Y como Dios es sumamente perfecto, no

puede mentir. Aquel Dios, en cuyo nombre se intentaba obstaculizar la expansión del nuevo

pensamiento científico, aparece aquí como el que, garantizando la capacidad cognoscitiva de nuestras

facultades, nos espolea a tal empresa. La duda se ve derrotada y el criterio de evidencia está justificado

de modo concluyente. Dios creador impide considerar que la criatura lleva dentro de sí un principio

disolvente o que sus facultades no se hallan en condiciones de realizar sus funciones. Únicamente para

el ateo la duda no ha sido vencida de manera definitiva, porque siempre puede poner en duda lo que le

indican sus facultades cognoscitivas, al no reconocer que éstas fueron creadas por Dios, suma bondad y

verdad.

De este modo el problema de la fundamentación del método de investigación se soluciona de

forma concluyente. La evidencia que se había propuesto a título de hipótesis se ve confirmada por la

certeza inicial referente a nuestro cogito, y éste, con sus correspondientes facultades cognoscitivas,

queda reforzado ulteriormente por la presencia de Dios, que garantiza su carácter objetivo. Además del

poder cognoscitivo de las facultades, Dios también garantiza todas aquellas verdades claras y distintas

que el hombre está en condiciones de alcanzar. Se trata de aquellas verdades eternas que, manifestando

la esencia de los diversos sectores de lo real, constituirán el esqueleto del nuevo saber. Dichas verdades

son eternas, no porque obliguen al mismo Dios, o porque sean independientes de él. Dios es el creador

absoluto, y por lo tanto también es el responsable de las ideas o verdades a cuya luz ha creado el

mundo. «Preguntáis -escribe Descartes a Mersenne el 27 de mayo de 1630- quién ha obligado a Dios a

crear estas verdades; y os digo que él fue libre de hacer que no fuese verdad que todas las líneas que

van desde el centro hasta la circunferencia sean iguales, al igual que fue libre de no crear el mundo. Y

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es cierto que estas verdades no son contingentes en su esencia con más necesidad que las criaturas.»

Entonces, ¿por qué se califica de eternas a las verdades creadas libremente por Dios? Porque Dios es

inmutable. Y así aquel voluntarismo de origen escotista, que llevaba a los metafísicos a hablar de una

radical contingencialidad del mundo y a considerar imposibles un saber universal, lo aprovecha

Descartes para garantizar la inmutabilidad de ciertas verdades y, por lo tanto, para defender el

desarrollo de la ciencia y garantizar su objetividad. Además, puesto que estas verdades contingentes y

al mismo tiempo eternas no son una participación de la esencia de Dios, nadie, a partir del

conocimiento de tales verdades, puede pensar que conoce los designios inescrutables de Dios. El

hombre conoce y nada más, sin la menor pretensión de emular a Dios. Se defiende a la vez el sentido

de la finitud de la razón y el sentido de su objetividad. La razón del hombre es específicamente

humana, no divina, pero su actividad se halla garantizada por aquel Dios que la ha creado.

Sin embargo, si bien es cierto que Dios es veraz y no engaña, también es cierto que el hombre

yerra. ¿Cuál es entonces el origen del error? Ciertamente el error no es imputable a Dios sino al

hombre, porque no siempre se muestra fiel a la claridad y la distinción. Las facultades del hombre

funcionan bien. Pero de éste depende el hacer buen uso de ellas, no tomando como si fuesen claras y

distintas ideas aproximativas y confusas. El error tiene lugar en el juicio, y para Descartes -a diferencia

de lo que ocurrirá en Kant- pensar no es juzgar, porque en el juicio intervienen tanto el intelecto como

la voluntad. El intelecto, que elabora las ideas claras y distintas, no se equivoca. El error surge de la

inadecuada presión de la voluntad sobre el intelecto. «Si me abstengo de emitir un juicio sobre una

cosa, cuando no la concibo con la suficiente claridad y distinción, es evidente que hago un uso óptimo

del juicio y no me engaño; pero si decido negar o afirmar esa cosa, entonces ya no empleo como es

debido mi libre arbitrio; y si afirmo lo que no es cierto, es evidente que me engaño; [...] porque la luz

natural nos enseña que el conocimiento del intelecto debe preceder siempre a la determinación de la

voluntad. Y precisamente en este mal uso del libre arbitrio se encuentra la privación que constituye la

forma del error.» Con mucha razón comenta F. Alquié: «El error procede, pues, de mi actividad y no de

mi ser; soy el único responsable de él y puedo evitarlo. Puede apreciarse lo lejos que se encuentra esta

concepción de la noción de naturaleza caída y de pecado original. Es ahora, y a través de un acto

presente, cuando yo me engaño o yo peco.»

Con esta inmensa confianza en el hombre y en sus facultades cognoscitivas y después de haber

señalado las causas y las implicaciones del error, Descartes puede avanzar ahora hacia el conocimiento

del mundo y de sí mismo, en cuanto se halla en el mundo. Ya se ha justificado el método, se ha

fundamentado la claridad y la distinción, y la unidad del saber ha sido reconducida a su fuente, la razón

humana, sostenida e iluminada por la garantía de la suprema veracidad de su Creador.

3.8. El mundo es una máquina

Descartes llega hasta la existencia del mundo corpóreo profundizando en las ideas adventicias, es

decir, aquellas ideas que nos llegan desde una realidad externa a la conciencia, que no es su artífice,

sino su depositaria. Antes que nada la posibilidad de la existencia del mundo corpóreo está demostrada

porque éste constituye el objeto de las demostraciones geométricas, que se basan en la idea de

extensión. Además en nosotros se da una facultad diferente del intelecto y que no se puede reducir a él:

la facultad de imaginar y de sentir. En efecto, el intelecto es «una cosa pensante o una substancia, cuya

esencia o naturaleza sólo consiste en pensar», algo esencialmente activo. En cambio la facultad de

imaginar es esencialmente representativa de entidades materiales o corpóreas, por lo cual «me inclino a

pensar que se encuentra íntimamente ligada al cuerpo o que depende de él». El intelecto puede

dedicarse a reflexionar sobre el mundo corpóreo en la medida en que se sirve de la imaginación y de las

facultades sensibles, que se manifiestan como pasivas o receptivas de estímulos y de sensaciones.

Ahora bien, si este poder de adhesión al mundo material ejercido por la facultad imaginativa y las

facultades sensibles nos engañase, habría que concluir que Dios, que nos ha creado así, no es veraz.

Esto es falso, empero, como ya hemos dicho. Por lo tanto si las facultades imaginativas y sensibles

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atestiguan la existencia del mundo corpóreo, no hay razón alguna para ponerlo en discusión. Esto, a

pesar de todo, no debe inducirnos a «admitir temerariamente todas las cosas que los sentidos parecen

enseñarme»; tampoco debe llevarnos, sin embargo, a «ponerlas en duda a todas en general». ¿Cómo se

lleva a cabo tal selección? Aplicando el método de las ideas claras y distintas, y admitiendo como

reales únicamente aquellas propiedades que logro concebir de un modo claro y distinto. Entre todas las

cosas que me llegan hasta mí desde el mundo exterior a través de las facultades sensibles, sólo logro

concebir como clara y distinta la extensión, que por consiguiente he de considerar como constitutiva o

esencial. «En efecto, cualquier otra cosa que se pueda atribuir al cuerpo presupone la extensión y no es

más que un modo de la cosa extensa; al igual que todas las cosas que hallamos en la mente no son más

que diversos modos de pensar. Por ejemplo, la figura no se puede entender si no es en la cosa extensa,

ni el movimiento, fuera del espacio extenso; tampoco la imaginación, el sentido o la voluntad pueden

entenderse si no es en la cosa pensante. Sin embargo, puede entenderse la extensión sin la figura o el

movimiento, como se hace manifiesto a cualquiera que preste atención en ello.»

Aplicando las reglas de la claridad y la distinción Descartes llega a la conclusión siguiente: la

única propiedad esencial que se puede predicar del mundo material es la extensión, porque sólo ésta

puede concebirse de un modo claro y con total distinción de las demás propiedades. El mundo

espiritual es res cogitans y el mundo material es res extensa. Todas las demás propiedades -el color, el

sabor, el peso o el sonido- Descartes las considera como secundarias, porque no es posible tener de

ellas una idea clara y distinta. Atribuir tales cualidades al mundo material en cuanto componentes

constitutivos sería un menosprecio a las reglas del método. La inclinación a considerarlas como algo

objetivo es fruto de las experiencias infantiles, que no han sido sometidas a una crítica rigurosa, porque

no hemos caído en la cuenta de que se trata de una serie de respuestas del sistema nervioso ante los

estímulos del mundo físico. Este prejuicio se remonta a la época de nuestras experiencias infantiles y,

en lo que respecta a la tradición, a tesis heredadas y no puestas en discusión. En los Principia

Philosophiae Descartes insiste: «No hay más que una misma materia en todo el universo, y la

conocemos precisamente por esto, porque es extensa; ya que todas las propiedades que percibimos en

ella de manera distinta, se relacionan con aquélla: puede ser dividida y movida según sus partes, y

puede recibir todas las diferentes disposiciones, que observamos que pueden llevarse a cabo mediante

el movimiento de sus partes.»

Este elemento posee un alcance revolucionario, que Galileo ya había puesto de manifiesto y que

Descartes vuelve a plantear porque sabe que de él depende la posibilidad de dar inicio a un discurso

científico riguroso y nuevo. El entretenimiento de los sentidos puede ser una fuente de estímulos, pero

no es el lugar de la ciencia. Ésta pertenece al mundo de las ideas, claras y distintas. En este punto,

reducida la materia a extensión, Descartes se encuentra ante una realidad global, que se divide en dos

vertientes muy diferentes e irreductibles entre sí: la res cogitans, en lo que concierne al mundo

espiritual, y la res extensa, en lo que concierne al mundo material. No existen realidades intermedias.

Este planteamiento posee una fuerza devastadora, sobre todo en relación con las concepciones

renacentistas de signo animista, según las cuales todo se hallaba impregnado de espíritu y de vida, y

mediante las cuales se explicaban las conexiones entre los fenómenos y su naturaleza más íntima. Entre

la res cogitans y la res extensa no existen grados intermedios. Tanto el cuerpo humano como el reino

animal deben encontrar -al igual que el mundo físico- una explicación suficiente por medio de los

principios de la mecánica, sin apelar a ninguna doctrina mágico-ocultista y en oposición a éstas. «La

naturaleza de la materia -sostiene Descartes- o del cuerpo tomado en general, no consiste en ser una

cosa dura, pesada, coloreada o que incide en nuestros sentidos de alguna otra forma, sino sólo en que es

una substancia extensa en longitud, anchura y profundidad [...]. Su naturaleza consiste sólo en esto: es

una substancia que posee extensión.»

La doctrina del carácter puramente subjetivo del reino de la cualidad es la primera resultante de

esta nueva filosofía. Su importancia reside en la capacidad de eliminar todos aquellos obstáculos que

habían impedido la afirmación de la nueva ciencia. ¿Cuáles son, empero, los elementos esenciales que

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sirven para explicar el mundo físico? El universo cartesiano está constituido por unos pocos elementos

y principios: «Materia y movimiento, o mejor dicho -porque la materia cartesiana homogénea y

uniforme no es más que extensión- extensión y movimiento; y mejor aún -porque la extensión resulta

estrictamente geométrica- espacio y movimiento». La materia en cuanto pura extensión, carente de toda

profundidad, lleva a rechazar el vacío. El mundo está lleno como un huevo. El vacío de los atomistas es

inconcebible y no conciliaba con la continuidad de la materia misma ¿Cómo explicar entonces la

multiplicidad de los fenómenos y su carácter dinámico? A través del movimiento, o de aquella

«cantidad de movimientos que Dios insufló en el mundo cuando lo creó y que permanece constante,

porque no crece ni disminuye. En realidad el universo está «compuesto sólo de materia en movimiento,

y todos sus acontecimientos están causados por el choque de partículas que se mueven una sobre otra.

El calor, la luz, la fuerza magnética, el crecimiento y las plantas y cualquier otra función fisiológica

(salvo las controladas por la voluntad humana) se interpretan como casos particulares de esta acción

dinámica. Los espacios que parecen vacíos se ven repentinamente atravesados por acciones que se

producen entre las partículas, puesto que se hallan llenos de éter, un éter que constituye de hecho la

fuente última del movimiento y, por lo tanto, de todos los fenómenos, dado que la materia en bruto le

transfiere a ella su propio movimiento, y de ella vuelve a recibirlos. Al identificar el espacio con la

extensión, Descartes elimina el espacio vacío, dando lugar a un mundo lleno de torbellinos, como

materia sutil que permite que el movimiento se traslade de un sitio a otro. «El mundo es un inmenso

reloj mecánico, que se compone de numerosas ruedecillas dentadas: los torbellinos hacen que éstas se

engranen, de modo que se hagan avanzar recíprocamente» (K. R. Popper).

¿Cuáles son las leyes fundamentales que rigen el mundo? Ante todo, el principio de

conservación, según el cual permanece constante la cantidad de movimiento, en contra de cualquier

degradación de energía o entropía. El segundo principio es el de inercia. Al haber excluido de la

materia todas sus cualidades, sólo puede darse en ella un cambio de dirección a través del impulso

producido por otros cuerpos. Un cuerpo no se detiene ni se vuelve más lento su propio movimiento, si

no es cediéndolo a otro cuerpo. El movimiento por sí mismo tiende a proseguir en la misma dirección

una vez que se ha iniciado. Por lo tanto el principio de conservación y el principio de inercia son dos

principios básicos que rigen el universo. A ellos se agrega otro principio, según el cual cada cosa tiende

a moverse en línea recta. El movimiento rectilíneo es el movimiento originario, del cual se derivan los

demás. Esta extremada simplificación de la naturaleza se halla en función de una razón que quiere

mediante modelos teóricos conocer y dominar el mundo. Se trata de un relevante intento de unificar la

realidad, a primera vista múltiple y variable, mediante una especie de modelo mecánico que resulte

fácilmente dominable por el hombre. Más que en la variabilidad de los fenómenos Descartes se halla

interesado en su unificación por medio de modelos mecánicos de inspiración geométrica. El

mecanicismo de Descartes «representa el triunfo de la imaginación sobre la razón abstracta de la que se

servía la investigación tradicional: en lugar de puras suposiciones racionales abstractas, como las

formas substanciales o las facultades naturales, el científico mecanicista apela a modelos mecánicos

comprensibles y evidentes, porque se hallan dotados de un contenido imaginativo concreto. La

concreción efectiva, de la que está dotado el modelo mecánico de una forma intrínseca, no es

inmediata, sin embargo: constituye el resultado de prolongadas y laboriosas operaciones de la razón,

por las que se llega a ofrecer a la imaginación aquella evidencia figurativa -y por tanto aquella

concreción- que es índice de una comprensión efectiva. Como es obvio, la imaginación no actúa

arbitrariamente, porque los modelos se hallan construidos de un modo exclusivo en base a postulados

precisos establecidos por la razón. Gracias al mecanicismo se conquista una nueva dimensión de la

concreción empírica y de la evidencia racional, que contrasta de una forma radical con las nociones

tradicionales y con las nuevas formulaciones renacentistas. Por lo tanto se llega a una nueva unidad de

experiencia y razón, íntimamente compenetradas en la investigación efectiva, y a una también

provechosa conjunción entre investigación teórica y técnica, fundamentadas ambas sobre las mismas

bases y tendiendo las dos hacia las aplicaciones prácticas».

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Se trata de un proceso de unificación al que no se substraen aquellas realidades tradicionalmente

reservadas a las demás ciencias, como por ejemplo la vida y los organismos animales. Tanto el cuerpo

humano como los organismos animales son máquinas y funcionan de acuerdo con principios mecánicos

que rigen sus movimientos y sus relaciones. En contraste con la teoría aristotélica de las almas, del

mundo vegetal y animal queda excluido todo principio vital (vegetativo y sensitivo). También en este

caso, lo que cuenta es la modificación del marco sistemático, porque a partir de ahora el cuerpo y los

demás organismos serán objetos de análisis científico en el marco de los principios mecanicistas.

Los animales y el cuerpo humano no son sino máquinas, «autómatas», como los define Descartes,

o «máquinas semovientes» más o menos complicadas, semejantes a «relojes, compuestas simplemente

de ruedecillas y muelles, que pueden contar las horas y medir el tiempo». ¿Qué decir de las

numerosísimas operaciones realizadas por los animales? Lo que llamamos «Vida» se reduce a una

especie de entidad material, a elementos muy sutiles y muy puros, que llevados desde el corazón hasta

el cerebro por medio de la sangre se difunden por todo el cuerpo y presiden las funciones principales

del organismo. Esto explica el énfasis concedido a la teoría de la circulación de la sangre propuesta por

Harvey, contemporáneo suyo, que publicó en 1627 su famoso ensayo sobre el Movimiento del corazón.

Descartes niega a los organismos todo principio vital autónomo, tanto vegetativo como sensitivo,

convencido de que si tuviesen alma la habrían revelado a través de la palabra, que «es el único signo y

la única prueba segura del pensamiento que se halla oculto y encerrado en el cuerpo». En el Tratado del

hombre Descartes escribe:

Supongo que el cuerpo no es más que una estatua o una máquina de tierra, formada expresamente por

Dios para asemejarla lo más posible a nosotros: y por lo tanto [...] imita todas aquellas funciones que cabe

imaginar que proceden de la materia y dependen exclusivamente de la disposición de los órganos [...]. Os ruego

que consideréis que estas funciones son una consecuencia del todo natural en dicha máquina de la simple

disposición de sus órganos, ni más ni menos que los movimientos de un reloj o de cualquier otro autómata

provienen de sus contrapesos y de sus ruedas; por eso en esta máquina no hay que concebir un alma vegetativa ni

sensitiva, ni ningún otro principio de movimiento y de vida, además de su sangre y de sus espíritus.

3.9. Las revolucionarias consecuencias del mecanicismo

El universo es simple, lógico y coherente, como los teoremas de Euclides. No hay que descubrir

ninguna profundidad. Desaparece definitivamente el modo de pensar substancialista. La matemática no

es sólo la ciencia de las relaciones entre los números, sino el modelo mismo de la realidad física. La

matemática, a la que los escolásticos atribuían una importancia muy escasa para la descripción del

universo, se convierte en algo central. Aquel mundo compuesto de cualidades, significados, fines, que

la matemática no podía interpretar, se ve substituido por un mundo cuantificado y matematizable, en el

que ya no hay vestigios de cualidades, valores, fines o profundidad. Aquel mundo cualitativo de origen

aristotélico va cediendo y desaparecen gradualmente. El mundo de las cualidades queda reducido a

meras respuestas del sistema nervioso ante los estímulos del mundo exterior. «La naturaleza es opaca,

silenciosa, sin aroma, sin color: sólo es un impetuoso entrechocar de materia, sin finalidad, sin motivo»

(A. N. Whitehead).

Se ha invertido la concepción tradicional. Se está ante un mundo cuantitativo y dinámico. El

movimiento y la cantidad substituyen los genera y las species de la cosmología tradicional. Si en el

mundo greco-medieval el reposo es la condición natural de los cuerpos y el movimiento constituye una

anomalía, ahora tanto movimiento como reposo son estados diferentes. Si en la concepción precedente

cada cosa tiende a su lugar natural, donde está ordenada en el marco de una visión jerárquica, ahora las

cosas ya no tienen una dirección hacia la que se encaminen de un modo apreciable. Se asiste a una

radical transformación de la concepción de naturaleza, porque ya no se cae en la primitiva ilusión de

considerarla como mater o refugio. Ya no es posible moverse en un mundo con rasgos humanos y con

consuelos religiosos. La res cogitans se distingue nítidamente del mundo corpóreo. El mismo Dios le

es ajeno. El Dios cartesiano es creador y conservador del mundo, pero no tiene nada más que compartir

con éste. Dios no es el alma que penetra, vivifica y mueve el mundo. Puesto que es infinito y espiritual,

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Dios está fuera del mundo. Urgido por el teólogo Henry More a decir dónde estaba Dios, Descartes se

vio obligado a contestar nullibi, en ninguna parte. A causa de dicha respuesta Descartes y los

cartesianos fueron llamados «nullibistas» y ateos.

Cuando el mecanicismo abarca todo el mundo no espiritual se derrumba una concepción de la

naturaleza y ocupa su lugar otra cualitativamente distinta, como nuevo programa de investigación.

Nacen nuevas estructuras mentales y lingüísticas, que dan lugar a audaces modelos interpretativos de la

realidad, que desde una perspectiva crítica se caracterizan por el rechazo de toda implicación

axiológica, ya que el mundo ha dejado de ser la sede de los valores; desde un punto de vista

constructivo se caracterizan por la utilización exclusiva de elementos geométricos y mecánicos. Como

señala R. Lenoble, «puede pensarse en una crisis de extraversión de la conciencia colectiva, que se

vuelve capaz de abandonar la naturaleza mater para concebir una naturaleza mecanicista. Las

polémicas entre eruditos no harán más que disfrazar su simplicidad y su grandeza». Finalmente la

construcción de un modelo interpretativo mecánico con elementos teóricos simples facilita la

elaboración de instrumentos técnicos con los que se realizará el paso desde el conocimiento teórico

hasta la transformación práctica del mundo. De aquí procede la conversión efectiva del espíritu humano

desde la theoria a la praxis, desde la scientia contemplativo hasta la scientia activa. El proyecto

programático de Bacon, enunciado pero no llevado a la práctica, que se proponía conocer el mundo

para dominarlo, empieza a caminar hacia su realización efectiva, primero con Galileo y luego con

Descartes.

3.10. La creación de la geometría analítica

«Podemos comparar la geometría griega con una elegante elaboración manual, y el álgebra árabe,

con una producción automática, a máquina. Pues bien, cabe decir que la matemática moderna se inicia

tres siglos antes, cuando la máquina algebraica comienza a aplicarse también a la geometría, y el

estudio de curvas, superficies y figuras geométricas se traduce en el estudio de determinadas

ecuaciones» (L. Lombardo-Radice). Esta idea revolucionaria se debe a Descartes; y «como todas las

cosas verdaderamente grandes en matemáticas, es de una simplicidad fronteriza con la evidencia» (E.

T. Bell). El núcleo central de la geometría analítica, que Descartes expone en el breve tratado

Géométrie (1638), estaba sin duda en el ambiente. En la época de Descartes «lo tenía in mente y lo

aplicaba en esos mismos años, o quizás antes, otro francés genial, un hombre de leyes, Pierre Fermat,

que se dedicaba a la matemática en las horas que le dejaban libre los procesos judiciales» (L.

Lombardo-Radice). Podemos explicar en los siguientes términos la idea de fondo de la geometría

analítica. Tracemos (como se ve en la figura 8) dos semirrectas (ejes) perpendiculares entre sí (ejes

horizontal y vertical), que salen del mismo punto de origen 0; establézcase, además, una unidad de

medida para las distancias. Consideremos el plano (el cuadrante) comprendido entre ambas semirrectas.

Entonces: 1) a un punto del cuadrante se pueden asociar dos números perfectamente determinados

(coordenadas): la abscisa y la ordenada, que miden respectivamente la distancia entre P y el eje vertical

y el horizontal, es decir, la longitud de los segmentos OP, y OP,; 2) (véase la figura 8): a un par de

números (1, 2) les corresponde un punto P -y sólo uno- del cuadrante, aquel que tiene como abscisa a 1,

y como ordenada a 2, esto es, el único punto separado por la distancia 1 del eje vertical, y por la

distancia 2 del eje horizontal (L. Lombardo-Radice).

Supongamos ahora que el punto en cuestión se desplace sobre el piano. Es evidente que las

coordenadas (x, y) de todos los puntos de la curva generada por el punto que se desplaza están

P(1, 2) 2

1

0

1 P(2,1)

0

2

Figura 8 Figura 9

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determinadas por una ecuación llamada «ecuación de la curva». A continuación hay que tratar

algebraicamente dicha ecuación, y luego, traducir los resultados de todos nuestros cálculos algebraicos

a sus equivalentes -en forma de coordenadas de puntos- sobre el diagrama que a lo largo de estos

cálculos hemos dejado expresamente a un lado. Como es obvio, uno puede orientarse mejor y de

manera más expedita en álgebra que a través de las complicadas telarañas de la geometría elemental al

modo de los griegos. Por eso el procedimiento ideado por Descartes nos permite partir de ecuaciones

con el grado de complejidad que se quiera o se suponga, e interpretar geométricamente sus propiedades

algebraicas y analíticas. En suma, nos servimos del álgebra para descubrir y estudiar los teoremas

geométricos (E. T. Bell). Así, sigue diciendo Bell, «no sólo dejamos de utilizar como timonel a la

geometría, sino que le colocamos una piedra atada al cuello antes de arrojarla por la borda. A partir de

este momento, el álgebra y la matemática serán nuestros timoneles a través de los mares sin brújula del

espacio y su geometría. Todo lo que hemos hecho puede ser aplicado de una sola vez a un espacio que

posea una cantidad indeterminada de dimensiones; en el plano se necesitan dos coordenadas; en el

espacio ordinario de los cuerpos, se requieren tres; para la geometría de la mecánica y la relatividad hay

que utilizar cuatro coordenadas [...], Descartes no efectuó una revisión de la geometría, la creó».

Descartes quedó sorprendido por la potencia que mostraba su método y comprendió a la perfección su

novedad y su importancia; «se vanagloriaba con razón de haber creado una geometría superior a la que

existía antes que él, en una medida mucho mayor que la diferencia que separa la retórica de Cicerón del

abecedario» (J. Hadamard).

En definitiva Descartes se había encontrado con una geometría demasiado dependiente de figuras

que, entre otras cosas, fatigaban inútilmente la imaginación; y tenía ante sí un álgebra que se presentaba

como técnica confusa y obscura. En consecuencia, a través de su Géométrie se propuso lograr un doble

objetivo: «I) liberar a la geometría del recurso a figuras, por medio de los procedimientos algebraicos;

2) dar un significado a las' operaciones de álgebra a través de una interpretación geométrico [...]. El

procedimiento que siguió en la Géométrie fue entonces el de partir desde un problema geométrico,

traducirlo al lenguaje de una ecuación algebraica y, luego, después de haber simplificado lo más

posible esta ecuación, solucionarla de un modo geométrico» (C. B. Boyer).

El método de las coordenadas cartesianas ya no nos impresiona demasiado, puesto que en la

actualidad es parte integrante de nuestro patrimonio. Sin embargo, en aquella época constituyó un

acontecimiento de importancia decisiva.

Los griegos, afirma Descartes, no habían llegado a poseer el «método correcto»; no habían

captado la identidad que existe entre el álgebra y la geometría: «Los antiguos no parecen haberío

advertido o no se habrían tomado el trabajo de escribir tantos libros en los que la mera disposición de

sus teoremas nos permite ver que no poseían el método verdadero con el que se obtienen todos los

teoremas, sino que se limitan a recoger aquellos con los que han tropezados El hecho revolucionario

consiste en que la concepción cartesiano representa el golpe de gracia a la concepción y la valoración

propias de la geometría griega: ésta «se ve definitivamente desposeída de su trono de reina de la

matemática, y el lugar de la matemática geometrizada es ocupado por la matemática algebraica» (E.

Colerus). El cartesiano Erasmo Bartholin expresa con claridad una convicción de este tipo en el

prólogo a la edición de 1659 de la Geometría: «Al principio fue útil y necesario conceder una ayuda a

nuestra capacidad de pensar abstractamente; por eso los geómetras apelaron a las figuras, los

aritméticos a las cifras, y otros, a diversos medios. Pero estos métodos no parecen dignos de grandes

hombres, que aspiren al título de sabios. Una gran mente, precisamente, fue la de Descartes.»

Por todo ello hay que dar la razón de Zeuthen cuando afirma que, a partir de Descartes, la

matemática pasó de la fase de elaboración artesana a la de la gran industria.

3.11. El alma y el cuerpo

A diferencia de todos los demás seres el hombre es aquel en el que se encuentran a la vez dos

substancias radicalmente distintas entre sí, la res cogitans y la res extensa. Es una especie de punto de

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encuentro entre dos mundos o, en términos tradicionales, entre alma y cuerpo. La heterogeneidad de la

res cogitans con respecto a la res extensa significa antes que nada que el alma no hay que concebirla en

relación con la vida, como si se dieran diversos tipos de vida, desde la vegetativa a la sensitiva o la

racional. El alma es pensamiento pero no vida, y su separación del cuerpo no provoca la muerte, que

está determinada por causas fisiológicas. El alma es una realidad inextensa, mientras que el cuerpo es

extenso. Se trata de dos realidades que nada tienen en común.

A pesar de todo, la experiencia nos da testimonio de una constante interferencia entre ambas

vertientes, como se deduce del hecho de que nuestros actos voluntarios mueven el cuerpo, y las

sensaciones, procedentes del mundo exterior, se reflejan en el alma, modificándola. Descartes afirma

que «no basta con que ella [el alma] esté colocada en el cuerpo como un timonel en su nave, sólo para

mover sus miembros, sino que es necesario que se combine y se una más estrechamente con él, para

experimentar además sentimientos y apetitos semejantes a los nuestros, y constituir así un verdadero

hombre». Esta afirmación resulta vaga, sin lugar a dudas, y dejó insatisfechos a sus lectores. Isabel del

Palatinado le escribe en estos términos: « ¿Cómo es posible que el alma del hombre lleve a los espíritus

del cuerpo a realizar las acciones voluntarias, si no constituye más que una substancia pensante y, por

lo tanto, no posee un punto de incidencia que le permita imprimir el movimientos?» Más aún:

«Observo que los sentidos me muestran que el alma mueve al cuerpo, pero no me demuestran cómo

ocurre esto. Por lo tanto pienso que hay algunas propiedades del alma que os son desconocidas, y que

quizás puedan echar por tierra lo que vuestras Meditaciones metafísicas me han demostrado con tan

buenos argumentos acerca de la inextensión del alma.»

Para hacer frente a tales dificultades Descartes escribe el Tratado del hombre, en el que se intenta

brindar una explicación de los procesos físicos y orgánicos, en una especie de audaz anticipación de la

fisiología moderna. Comienza por imaginar que Dios formó una estatua de arcilla, similar a nuestro

cuerpo, con los mismos órganos y las mismas funciones. Se trata de una especie de modelo o de

hipótesis, que sirva para explicar nuestra realidad biológica, y que preste una especial atención a la

circulación de la sangre, a la respiración y al movimiento de los espíritus animales. Sin abandonar

dicha hipótesis, Descartes explica el calor de la sangre a través de una especie de fuego sin luz que,

penetrando en las cavidades del corazón, contribuye a conservarlo hinchado y elástico. Desde el

corazón la sangre va a los pulmones, que son refrescados por el aire que introduce la respiración. Los

vapores de la sangre de la cavidad derecha del corazón llegan hasta los pulmones a través de la vena

arteriosa y retornan lentamente a la cavidad izquierda, provocando el movimiento del corazón, del cual

dependen todos los demás movimientos del organismo. Al afluir al cerebro la sangre nutre la substancia

cerebral y además produce «una especie de viento muy tenue», o más bien una llama muy viva y muy

pura, a la que se denomina «espíritus animales». Las arterias, que transportan la sangre hasta el

cerebro, se ramifican en muchos tejidos que luego se reúnen en torno a una pequeña glándula, la

glándula pineal, situada en el centro del cerebro, donde tiene su sede el alma. En dicho contexto,

escribe Descartes, «es preciso saber que, aunque el alma esté unida a todo el cuerpo, existe en éste una

parte en la que ejerce sus funciones de un modo más específico que en el resto; [...] la parte del cuerpo

en la que el alma ejerce de manera inmediata sus funciones no es en absoluto el corazón y tampoco el

cerebro en su totalidad, sino únicamente la parte interior de éste, una glándula muy pequeña, situada en

el medio de su substancia y suspendida sobre el conducto a través del cual los espíritus de las cavidades

anteriores se comunican con los de las posteriores, de modo que sus movimientos más leves pueden

modificar mucho el curso de los espíritus, y a la inversa, los más mínimos cambios en el curso de los

espíritus pueden provocar grandes mutaciones en los movimientos de esta glándula».

Además de los detalles de la reconstrucción de las complejas relaciones entre la res cogitans y la

res extensa, es preciso subrayar que la tesis de la interacción cartesiana en la actualidad ha sido

replanteada por Popper y por el neurofisiólogo J.C. Eccles, aunque con una instrumentación muy

diferente, para profundizar en el problema mente-cuerpo. K.R. Popper describe así la doctrina

cartesiana: «El alma cartesiana es inextensa, pero está localizada. En efecto, está situada en un punto

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euclidiano inextenso, dentro del espacio. No parece que Descartes haya derivado (como hizo Leibniz)

esta conclusión desde sus premisas. Descartes, sin embargo, colocó el alma principalmente en un

órgano pequeñísimo, la glándula pineal. Éste era el órgano que resultaba movido inmediatamente por el

alma humana. A su vez, actuaba sobre los espíritus vitales como si fuese una válvula en un

amplificador eléctrico: guiaba los movimientos de los espíritus vitales y, a través de éstos, el

movimiento del cuerpo. Ahora bien, esta teoría provocaba dos dificultades serias, la más grave de las

cuales consistía en el hecho de que los espíritus vitales (que son extensos) mueven el cuerpo a través de

impulsos, y ellos a su vez son movidos por impulsos: esto era una necesaria consecuencia de la teoría

cartesiana de la causalidad. ¿Cómo podría el alma inextensa ejercer algo que actuase como un impulso

sobre un cuerpo extenso?» A criterio de Popper, aquí se plantea el punto débil de la teoría cartesiana,

en su concepción de la causalidad como una especie de impulso mecánico, más que en la tajante

distinción entre dos mundos, el mundo físico y el de la conciencia, que Popper en cambio vuelve a

sugerir, proponiendo como explicación de su interferencia y acción recíprocas la existencia del mundo

3, o mundo de las teorías y los significados. Aunque tal propuesta se mueva en un contexto mucho más

perfeccionado y posea un respaldo teórico mucho más rico, cabe decir que su matriz más remota es

claramente cartesiana.

El tema del dualismo cartesiano y del posible contacto entre res cogitans y res extensa queda

profundizado, posteriormente, a través del tratado Les passions de I'âme, si bien adquiere

preocupaciones y giros de carácter ético. Este ensayo consta de tres partes, que corresponden a los tres

grupos en que pueden clasificarse las pasiones. A este respecto, P. Mesnard escribe: «El primer grupo

está constituido por las pasiones más estrictamente fisiológicas, en el que la teoría de las pasiones se

asemeja mucho a la que se expone de forma completa partiendo del cuerpo en el Tratado del hombre.

Este grupo de pasiones va desde la admiración hasta la cólera, desde la alegría hasta la tristeza: aquí la

sensación impone su ley al sujeto que la padece. Luego, está el grupo de las pasiones que llamaré

propiamente psicológicas, en las que la unión del alma y del cuerpo define el equivalente de una tercera

substancia, unión que hay que realizar y que se realiza en el interior mismo de la pasión. Es el caso del

deseo, la esperanza, el temor, el amor y el odio, que pueden provenir tanto del sujeto como del objeto.

Finalmente existe una tercera categoría: las pasiones que llamaremos morales, aquellas que se

relacionan con el libre arbitrio, en nosotros y en los demás. Éstas llevan de un modo demasiado

manifiesto el sello del alma como para ser explicadas a través de la máquina (del cuerpo); son las que

afirman y realizan en la conducta del hombre su carácter de animal espiritual. El tipo de estas pasiones

es la generosidad.»

Se trata de un cuadro bastante complejo y afinado, en el que se analizan las acciones, originadas

en la voluntad, y las afecciones -las percepciones, los sentimientos o las emociones- provocadas por el

cuerpo y recibidas por el alma. El objetivo moral de este estudio consiste en demostrar que el alma

puede vencer las emociones, o por lo menos poner un freno a las solicitaciones sensibles que la distraen

de la actividad intelectual, proyectándola hacia las estrecheces de la pasión. En este sentido son

importantes dos sentimientos, la tristeza y la alegría: aquélla nos da a entender las cosas de las que hay

que huir, mientras que la segunda nos indica las cosas que se deben cultivar. A pesar de todo, el

hombre no debe guiarse por las emociones o, más en general, por los sentimientos, sino que la razón es

la única que puede valorar, y por lo tanto inducir a aceptar o rechazar determinadas emociones. La

sabiduría consiste precisamente en tomar el pensamiento claro y distinto como norma del pensar y del

vivir.

3.12. Las reglas de la moral provisional

Para favorecer el dominio de la razón y eliminar la tiranía de las pasiones, ya en el Discurso del

método Descartes enunció y propuso como moral provisional algunas normas que más tarde, a través

de sus cartas y del Tratado sobre las pasiones, se han revelado como válidas y, en su criterio,

definitivas. Son normas sencillas, que conviene recordar aquí. «La primera [regla] era obedecer las

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leyes y las costumbres de mi país, observando de forma constante la religión en la que Dios me

concedió la gracia de ser instruido desde la niñez, y ajustándome en todas las demás cosas a las

opiniones más modernas y más alejadas de todo exceso, que resulten aceptadas y practicadas por lo

general por las más sensatas de entre las personas con las que me haya tocado vivir.» Al distinguir

entre la contemplación y la búsqueda de la verdad, por un lado, y las exigencias cotidianas de la vida

por el otro, Descartes exige que la verdad posea aquella evidencia y aquella distinción, que una vez

alcanzadas permiten formular juicios. En el caso de las segundas, es suficiente en cambio con el buen

sentido, expresado a través de las costumbres del pueblo en el que se vive. En el primer caso se

requiere la evidencia de la verdad, y en el segundo, hasta con la probabilidad. La sumisión a las leyes

del país está dictada por la necesidad de tranquilidad, sin la cual no es posible la búsqueda de la verdad.

«La segunda máxima era perseverar en mis acciones con la mayor firmeza y resolución que

pudiese, y seguir las opiniones más dudosas, una vez que me hubiese determinado a ello, con la misma

constancia que emplearía en el caso de que se tratase de opiniones segurísimas.» Se trata de una norma

muy pragmática, que invita a eliminar las dilaciones y a superar la incertidumbre y la indecisión,

porque la vida no puede esperar, sino que nos urge, si bien permanece vigente la obligación de

encontrar en las opiniones el máximo de verdad y de bondad, que siguen siendo los ideales reguladores

de la vida humana. Descartes es enemigo de la falta de resolución, y para superarla propone el remedio

«de acostumbrarse a formular juicios ciertos y determinados sobre las cosas que se presentan,

convenciéndose de que uno ha cumplido con su propio deber una vez que se ha hecho lo que se juzgaba

mejor, aunque se haya juzgado muy erróneamente». La voluntad se rectifica a través de un

perfeccionamiento del intelecto.

En tal contexto Descartes propone la tercera máxima, que manda «esforzarse siempre por

vencerme más a mí mismo que a la suerte, y por cambiar mis deseos más bien que el orden del mundo;

en general, habituarme a creer que no hay nada que esté completamente en nuestro Poder, salvo

nuestros pensamientos». Por lo tanto el tema de Descartes consiste en la reforma de uno mismo, que se

hace posible mediante un perfeccionamiento de la razón, a través del hábito de las reglas de la claridad

y la distinción. Puede rectificarse la voluntad, si se reforma la vida del pensamiento. Con esta finalidad

subraya en la cuarta máxima que su labor más importante ha sido la «de emplear toda mi vida en el

cultivo de mi razón y avanzar lo más posible en el conocimiento de lo verdadero, siguiendo el método

que me había prescrito». El propio Descartes especifica que éste es el sentido de las tres primeras

máximas, más bien conformistas: «Las tres máximas anteriores estaban fundamentadas precisamente

en mi propósito de continuar instruyéndome.»

Este conjunto de elementos pone en evidencia cuál es la dirección de la ética cartesiana: una lenta

y laboriosa sumisión de la voluntad a la razón, como fuerza que sirve de guía a todo el hombre. Al

identificar desde esta perspectiva la virtud con la razón, Descartes se propone «llevar a cabo todo lo

que la razón le aconseje, sin que sus pasiones o sus apetitos le aparten de ello». Con tal objeto, el

estudio de las pasiones y de su interacción en el alma se propone facilitar la consecución de la

hegemonía de la razón sobre la voluntad y las pasiones. La libertad de la voluntad sólo se realiza a

través de la sumisión a la lógica del orden, que el intelecto está llamado a descubrir, tanto fuera como

dentro de sí mismo. «En el universo cartesiano orden y libertad no son [...] dos términos que se

excluyen. La claridad y la distinción que garantizan la subsistencia del uno, son también la condición

de la explicación de la otra. El cogito es la prueba definitiva de esta verdad. Determinarse no es verse

avasallado por otro, sino subsistir de la forma más exacta» (R. Crippa). En Descartes predomina el

amor a la necesidad de lo verdadero, cuya lógica se impone, una vez alcanzada, con la fuerza de la

razón. Sólo bajo el peso de la verdad el hombre se vuelve libre, en el sentido de que únicamente se

obedece a sí mismo y no a fuerzas exteriores, Si el yo se define como res cogitans, ajustarse a la verdad

no es en el fondo más que ajustarse a uno mismo, con la máxima unidad interior y con un pleno respeto

a la realidad objetiva. Tanto en el terreno del pensamiento como en el de la acción debe imponerse la

primacía de la razón.

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La virtud, a la que conduce el último término la moral provisional, se identifica con la voluntad

del bien, y ésta a su vez, con la voluntad de pensar lo verdadero que, en cuanto tal, es asimismo bien. Si

bien es cierto que hay que pensar de acuerdo con la verdad y vivir de acuerdo con la razón, para

Descartes es más triste perder la razón que la vida, porque en ese caso se perdería la razón de la vida.

Así, el eje de la reflexión y de la acción se desplaza desde el ser hasta el pensamiento, desde Dios y

desde el mundo hasta el hombre, desde la revelación hasta la razón, que es el nuevo fundamento de la

filosofía y el permanente ideal regulador de la acción.4

Locke

4. EMPIRISMO INGLÉS5

El empirismo inglés se inicia con John Locke. La filosofía en el momento en que viene al mundo

filosófico John Locke, es todavía predominantemente cartesiana. Desde luego, el punto de vista

idealista es dominante ya en la filosofía; pero no sólo el punto de vista idealista en general, sino que

además la concreta solución dada por Descartes al problema metafísico predomina aún en la filosofía

europea. Así, el problema metafísico encuentra en esta filosofía la solución substancialista de

Descartes. Yo descubro “mi” propio ser como ser pensante; descubro entre mis ideas la idea de Dios,

cuya esencia envuelve la existencia; y merced a esta idea de Dios como garantía, afirmo la existencia

de los objetos de mis ideas claras y distintas; por consiguiente, del espacio, movimiento, número y sus

modificaciones. De donde Descartes extrae una metafísica de las tres substancias: la substancia

pensante (el alma); la substancia extensa (el cuerpo) y Dios, substancia infinita creadora.

Esta triplicidad de la substancia domina absolutamente en la filosofía cuando llega Locke. El

punto de partida de Locke es, pues, el punto de la filosofía cartesiana. Pero Locke se plantea desde

luego, con una claridad absoluta, el problema metafísico como problema del conocimiento. Locke, con

plena conciencia de la necesidad que radicalmente hay en el idealismo de poner en claro el problema

del conocimiento, inicia su labor filosófica preguntándose: ¿cuál es la esencia, cuál es el origen, cuál es

el alcance del conocimiento humano? Ahora bien: el conocimiento se constituye por medio de ideas.

Toma Locke la palabra “idea” en un sentido que antes y después de él no ha tenido la filosofía; la toma

como traducción en lengua moderna de la palabra latina “cogitatio” usada por Descartes. Para

Descartes “cogitatio” es “pensée”, pensamiento; y pensamiento es todo fenómeno psíquico en general.

Una sensación es un “cogitatio”; una proposición lo es también; una afirmación o negación de la

voluntad lo es también. En suma, cualquier vivencia psíquica es llamada por Descartes “cogitatio”.

Pues bien: Locke emplea la palabra “idea” en este mismo sentido general con que Descartes

emplea la palabra “cogitatio”. Locke parte de una distinción que había hecho Descartes entre las ideas.

Descartes había distinguido tres grupos de ideas: unas que él llamaba adventicias; otras que llamaba

ficticias, y otras innatas. Las ideas adventicias son las que sobrevienen en nosotros puestas por la

presencia de la realidad externa; las ideas ficticias son las que nosotros mismos, por medio de nuestra

imaginación, formamos en el alma; las ideas innatas son las que constituyen el acervo propio del

espíritu, de la mente, del alma; son las que están en el alma sin que las haya puesto ninguna cosa real,

ni hayan sido formadas por nuestra imaginación.

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El punto de partida de Locke consiste: primero, en negar que en nuestra alma haya ninguna idea

innata; segundo, en preguntarse: ¿cuál es el origen de las restantes ideas? Si no hay en el alma ninguna

idea innata; si el alma es semejante a un papel blanco, “white paper”, o como han traducido sus

traductores latinos, una “tabla rasa” en la cual nada está escrito y todo viene a ser escrito

posteriormente por la experiencia; si no hay, pues, ideas innatas, el problema que se plantea es el de

cuál sea el origen de las ideas; y este es el problema que Locke trata con mayor profundidad.

Ahora bien: una vez planteado el problema del origen de las ideas, hallábase Locke en la

encrucijada de dos caminos: o bien entendía por origen la génesis natural, psicológica, de las ideas en

la evolución psicológica del hombre; o bien entendía por origen la derivación lógica de una idea

respecto de otra que puede ser su antecedente racional; o bien entendía el origen en el sentido de las

verdades de hecho de que habla Leibniz; o bien entendía la palabra origen en el sentido de las verdades

de razón, según dice también Leibniz. Un ejemplo aclarará lo que quiero decir. El origen de una idea,

como la idea de esfera, puede ser considerado psicológicamente o lógicamente. Psicológicamente

estudiaremos las sensaciones, las percepciones que ha podido producir naturalmente, biológicamente,

en nosotros la noción de esfera; por ejemplo, el haber visto objetos de esa forma, naturales o

artificiales. Pero otro sentido de la palabra origen es considerar la esfera como originada por el

movimiento de media circunferencia girando en derredor del diámetro.

Tenía, pues, que elegir Locke aquí en qué sentido iba a tomar la palabra origen; y según el

sentido en que la tomara empujaba su investigación (y naturalmente la de sus sucesores) por un

determinado camino. He aquí que Locke eligió el camino de la psicología. Por origen entiende Locke el

mecanismo psicológico según el cual se forman en nosotros las ideas. Desde el principio, pues, la teoría

del conocimiento de Locke se coloca bajo el signo de la psicología. Locke distingue dos fuentes

posibles de nuestras ideas: la sensación y la reflexión. Locke entiende por sensación el elemento

psicológico mínimo, la modificación mínima de la mente, del alma, cuando algo por medio de los

sentidos, la excita, le produce esa modificación; y entiende por reflexión el apercibirse el alma de lo

que en ella misma acontece. De modo que la palabra reflexión no tiene en Locke el sentido habitual,

sino que tiene un sentido equivalente al de experiencia interna; mientras que la palabra sensación

vendría a significar la experiencia externa.

Todo el esfuerzo de sutileza y de análisis de Locke va encaminado a mostrar que las ideas, o son

simples y tienen su origen en un sentido o en dos sentidos, o en la combinación de un sentido con la

reflexión o de dos sentidos con la reflexión; o son compuestas, es decir, están formadas de amasijos de

ideas simples. Así, por ejemplo, la idea de extensión es simple, pero está formada de impresiones que

proceden del sentido de la vista, del sentido del tacto y del sentido muscular. Pero la idea de substancia

es compuesta; está formada por otras ideas que se conglomeran, que se unen. Esa unión de otras ideas,

esa síntesis de otras ideas, es lo que constituye para Locke la idea de substancia, que él define con una

palabra muy típica: como El “no sé que” que está por debajo de las diversas cualidades, de las diversas

sensaciones, de las diversas impresiones que una cosa nos produce. Ese “no sé qué” era ya desde luego

plantear, para otros que vinieran después, el problema de la substancia. Porque Locke no duda un

instante, no pone en cuestión la metafísica de Descartes. Por consiguiente, para Locke las ideas

simples, que nos vienen de la sensación y de la reflexión, o de una combinación entre sensación y

reflexión, son ideas a las cuales corresponde una realidad; una realidad que existe en sí misma y por sí

misma, como la substancia extensa de Descartes.

Del mismo modo, nuestra intuición de nosotros mismos es para Locke el camino que nos

conduce en presencia de una substancia real, que existe en sí misma y por si misma, que somos

nosotros mismos. Por consiguiente, la metafísica cartesiana es la que está por debajo de toda la teoría

del conocimiento de Locke. Lo único que ha hecho Locke es analizar el conocimiento, desmenuzarlo,

llegar a sus últimos elementos, que son las ideas, y mostrar cómo las ideas complejas se derivan por

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composición, por generalización, y abstracción de las simples, y cómo las ideas simples son los

elementos últimos que reproducen la misma realidad.

Sin duda, en esa reproducción de la realidad misma no todos los elementos psicológicos tienen

igual valor ontológico. Así Locke distingue en las percepciones que tenemos de las cosas, de las

substancias, las cualidades que él llama secundarias y las cualidades que él llama primarias. Las

cualidades secundarias son el color, el sabor, el olor, la temperatura. Esas cualidades, evidentemente,

no están en las cosas mismas; no reproducen realidades en sí y por sí; sino que son modificaciones

totalmente subjetivas del espíritu. Pero en cambio las otras cualidades, que él llama primarias -que son

la extensión, la forma, el movimiento, la impenetrabilidad de los cuerpos- son propiedades que

pertenecen a los cuerpos mismos, a la materia misma. No son, pues, puramente subjetivas, como las

cualidades secundarias.

Como ustedes ven, este trabajo de Locke es un ensayo muy esforzado por introducir claridad

psicológica en el amasijo del conocimiento. Nuestro conocimiento es un conjunto enorme de ideas, de

pensamientos. Locke se llega a ese conjunto; empieza a analizar, a dividir; va tomando esas ideas,

mirándolas una por una; las que son complejas, como los modos, las substancias, las relaciones, las

descompone en ideas simples; y a cada una de las ideas simples les asigna un origen empírico, bien en

la experiencia externa, que es la experiencia de los sentidos, bien en la experiencia interna, que es el

darse cuenta la conciencia de sí misma.

4.2. Berkeley

Después de Locke el problema cae íntegramente en las manos del gran filósofo inglés obispo

Berkeley. Berkeley introduce en el pensamiento filosófico de Locke una modificación de importancia

capital; la introduce empujando, con entera consecuencia, a otros resultados más profundos, el método

del análisis psicológico. El psicologismo de Locke (que es todavía relativamente tímido, porque está

limitado y contenido por la metafísica cartesiana, que le sirve siempre de base) es empujado por el

obispo Berkeley a extremos que rompen ya por completo los moldes de la metafísica cartesiana. El

psicologismo de Locke había respetado la substancia de Descartes en su forma de substancia pensante,

substancia extensa y Dios. En cambio el obispo Berkeley ataca directamente ese concepto de

substancia extensa, de materia. La distinción hecha por Locke entre cualidades secundarias y

cualidades primarias lo lleva a negar objetividad a las cualidades secundarias, pero a seguir

concediendo plena existencia en sí y por sí a los cuerpos materiales, como substancia extensa. Pues

bien: el obispo Berkeley no comprende (y tiene razón) cómo y por qué privilegia Locke estas

cualidades primarias y al carácter de puras vivencias del yo les añade además el de ser reproducciones

fieles de una realidad existente en sí y por sí, fuera del yo. No lo comprende el obispo Berkeley ni lo

comprendo yo. No tiene fundamento, porque si el sabor y el color son vivencias y como puras

vivencias no tienen otra realidad que la de ser vivencias, “mis” vivencias, del mismo modo la

extensión, la forma, el número, el movimiento, son también vivencias, exactamente lo mismo, iguales

vivencias; y como tales vivencias no hay en ellas ninguna nota que nos permita trascender de ellas

como vivencias para afirmar la existencia metafísica en sí y por sí de las cualidades que ellas mentan.

Consecuente con el psicologismo, el obispo Berkeley descubre en todas las llamadas ideas el mismo

carácter vivencial; y como todas ellas son vivencias, ninguna de ellas me puede sacar de mí mismo y

trasladarme a una región de existencias metafísicas en sí y por sí.

El obispo Berkeley, con una audacia extraordinaria, plantea el problema ontológico y metafísico;

¿qué es ser?, ¿qué es existir?, y el análisis psicológico no le permite dar a ese problema metafísico más

que una respuesta psicológica. ¿Qué llamo yo ser? Ser llamo yo a ser blanco, ser negro, ser extenso, ser

verde, ser amarillo, ser duro, ser blando, ser redondo, ser triángulo, ser dos, ser tres, ser cinco; a todo

eso llamo ser. Por consiguiente, “ser” es ser-percibido; “ser” es ser percibido como tal blanco, como tal

2, como tal 5, como tal forma. La percepción, como vivencia, es lo único que constituye el ser. No me

es dado en ninguna parte un ser que no sea percibido por mí. Imaginen ustedes, dice, una realidad que

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no sea percibida, ni pueda serlo, ni esté conmigo, en suma, en ninguna relación vivencial. De esa

realidad no tengo yo la menor noción; no conozco de ella nada; ni siquiera si la hay; no ya qué es, sino

ni siquiera si la hay; porque si conociera que la hay, estaría con ella en una relación vivencial mínima,

que es la de haberla, y de haberla para mí; por que si para mí tampoco la hay, ni siquiera hablar de ella

puedo. De modo que ser no significa otra cosa que ser percibido. En nuestra terminología (la que

nosotros estamos usando aquí) diremos que para el obispo Berkeley el ser de las cosas es la vivencia

que de ellas tenemos.

Ven ustedes que aquí llegamos, con el obispo Berkeley, al idealismo subjetivo más completo,

porque nuestro problema fundamental: ¿quién existe? es contestado por el obispo Berkeley diciendo:

existo yo con mis vivencias; pero allende mis vivencias no existe nada. El lleva su posición

psicologista hasta ese extremo; se llama él a sí mismo inmaterialista; no quiere, llamarse idealista

porque tiene la coquetería de afirmar que su punto de vista es el de todo el mundo, aunque es realmente

el más difícil, el más abstruso, el más antinatural de los puntos de vista. El dice: ¡pero si es el punto de

vista de todo el mundo! Usted va por el campo y le pregunta a un aldeano qué tiene delante, y le

contesta: una carreta tirada por bueyes. El quiere decir, naturalmente, que ve, que toca, que oye, lo que

se ve, lo que se toca, lo que se oye. Algo que exista sin poder ser visto, oído, tocado, no existe para la

mente humana natural y espontáneamente. Como ustedes ven, hay aquí un terrible juego de palabras,

porque la mente humana espontánea y naturalmente es realista. Es decir, que pone primero la existencia

en sí y por sí de las cosas y luego su percepción por nosotros. Pero el obispo Berkeley afirma que la

tesis natural es la suya, porque ser, para cualquiera, es precisamente ser tocado con las manos, visto con

los ojos y oído con los oídos.

Se ha dado un paso enorme, es verdad, comparado con la actitud de Locke. Este paso enorme ha

consistido en proseguir con el psicologismo hasta deshacer la noción de substancial material y

quedarnos con la de pura vivencia o pura percepción. Pero en el obispo Berkeley queda todavía un

residuo substancialista. El obispo Berkeley niega la existencia de la substancia material; pero en

cambio afirma la existencia de la substancia espiritual. El yo me es conocido por una intuición directa.

El “cogito” cartesiano sigue actuando perfectamente en la filosofía del obispo Berkeley: yo soy una

cosa que piensa, una “res cogitans”, un espíritu que tiene vivencias. A mis vivencias no les corresponde

nada fuera de ellas; pero esas vivencias son “mis” vivencias, y yo soy una substancia que las tengo.

Mas como esas vivencias revelan además una regularidad en su paso por mi mente, se suceden

escalonadamente, se engarzan las unas con las otras, se escalonan, se explican un poco las unas con las

otras; como constituyen todo un conjunto de vivencias armónico -que es lo que llamamos el mundo-

debo suponer y supongo (aparte de otros fundamentos que son de carácter moral y religioso y que en el

obispo Berkeley pesan mucho, pero que no pueden entrar aquí, en nuestra discusión, que es puramente

de teoría del conocimiento y de metafísica) debo suponer que aparte de esos otros hay motivos

suficientes para poner ahora la existencia de un espíritu que sea el que ponga en mí todas esas

vivencias. Esas vivencias no se ponen en mí ellas solas; las pone en mí Dios, que es puro espíritu, como

yo. Y entonces podría pensarse con razón que la filosofía del obispo Berkeley es la que realiza con

plenitud máxima la palabra del Evangelio: nosotros vivimos, nos movemos y estamos en Dios.

Como ustedes ven, queda un residuo de metafísica cartesiana en el obispo Berkeley, que es la

substancia pensante, el espíritu y Dios. Ese residuo de metafísica cartesiana lo vamos a ver desaparecer

como por magia ante los formidables embates del tercer gran representante del empirismo inglés, que

es Hume. Lo mismo que Berkeley ataca el concepto de substancia material que todavía quedaba

superviviente del cartesianismo en la filosofía de Locke; del mismo modo Hume va a atacar ahora el

concepto de substancia espiritual, que quedaba todavía sobreviviente en el obispo Berkeley. Y lo va a

atacar con la misma arma: el análisis psicológico, el psicologismo.

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4.3. Hume

No creo que pueda haber ni exista lectura más entretenida, más embelesadora, que la de los libros

de Hume, desde el punto de vista estrictamente psicológico. La maestría con que Hume toma un

concepto, una idea cualquiera y la diseca, la analiza, la separa en sus partes, va adscribiendo cada parte

a un origen psicológico diferente y deshace una en una hasta reducirla a la nada, es algo admirable, es

algo simplemente estupendo. Este método de análisis psicológico, aplicado a la experiencia, le da los

resultados magníficos que van a ver ustedes. Porque toda la filosofía de Hume se puede definir por su

método. El método es sencillísimo: consiste en rectificar, precisar primeramente la terminología

psicológica de sus antecesores, y con esa simple precisión de la terminología psicológica de sus

antecesores, llega Hume a plantear con la mayor naturalidad el problema de todo análisis psicológico.

Hume llama “impresiones” a los fenómenos psíquicos actuales, a las vivencias de presentación

actuales: yo ahora tengo la impresión de verde. Y llama ideas -restringiendo ahora un poco el sentido

de esta palabra- a los fenómenos psíquicos reproducidos, a las representaciones: yo que tenía la

impresión de verde, ahora ya no tengo la impresión de verde; pero pienso en ella, la recuerdo o la

imagino, y entonces tengo la idea de verde. De modo que tenemos impresiones; pero tenemos muchas

más ideas que impresiones. Las impresiones que en un momento determinado tenemos, son

relativamente pocas comparadas con el montón de ideas que tenemos, puesto que de cada impresión

que en nuestra vida hemos recibido, la huella que ha quedado y que yo reproduzco merced a la

memoria o a la imaginación o a la asociación de ideas, constituyo un caudal de ideas mucho más

numeroso que el de impresiones, puesto que la impresión tiene que ser actual. Ya cuando es

rememorada no es impresión sino idea. Pues bien: de aquí se deduce clarísimamente el método

maravilloso de Hume. Las impresiones son lo dado; no plantean problema psicológico ni problema

metafísico ninguno. Las impresiones constituyen lo que me es dado, lo que está ahí; la última realidad

es la impresión. Pero las ideas plantean un problema, que es a saber: ¿de qué impresiones proceden? Si

una idea es simple; si es, por ejemplo, el recuerdo del verde, ese recuerdo del verde tiene el origen

clarísimo de haber recibido yo antes la auténtica impresión de verde. Pero si la idea es compleja, como

la idea de existencia, la idea de substancia, la idea de causa, la idea del yo, si es idea complicada,

¿cuáles son las impresiones de que procede? Tomar esas ideas, analizarlas en busca de la impresión de

donde proceden, será el procedimiento que llevará a cabo Hume. ¿Que encuentra la impresión

correspondiente? Entonces la idea tiene ya su pasaporte legítimo; es una idea que se puede usar con

toda tranquilidad, por que tiene realidad, puesto que procede de una impresión sensible recibida por mí;

es la reproducción de una impresión sensible. Pero supongamos que por mucho que se busque, no se le

encuentre a una idea la impresión correspondiente. Pues entonces es una idea de contrabando, una idea

que no tiene pasaporte, una idea que no se justifica; es una ficción imaginativa, quizá necesaria,

fundada quizá en la ley psicológica de asociación de ideas; pero sería completamente injustificado

pretender que a ella le corresponda realidad ninguna. Porque, como les dije a ustedes antes, realidad,

para Hume, es impresión. Una idea a la cual no se le encuentre la impresión de donde es oriunda, es

idea que carece por completo de realidad.

Es maravilloso el arte psicológico con que Hume toma nociones complicadas y las analiza. Voy a

hablarles a ustedes de cuatro de estas nociones, que son famosas en la historia de la filosofía humana

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por la belleza del análisis llevado a cabo. La primera es el análisis de la idea de substancia. La idea de

substancia es una idea; ¿cuál es la impresión que le corresponde? Veamos; que se presente esa

impresión; que la idea de substancia nos diga cuál es su carta de legitimidad. Nosotros miramos la idea

de substancia y encontramos con que ella designa lo que llama Locke el “no sé qué”, que está por

debajo de las cualidades y de los caracteres. De modo que si yo digo la substancia de esta lámpara, no

quiero decir que designe con la palabra substancia su color verde, porque la lámpara es algo más que el

color verde; no quiero decir tampoco que designo este brazo, porque la lámpara es algo más que un

brazo: es el color además del brazo. Si designa el color verde, deja de designar el brazo; si designa el

brazo, deja de designar el color verde. Hume hace una descomposición como quien abre una naranja en

cascos y muestra perfectamente que la idea de substancia no está originada por ninguna de las

impresiones que actualmente yo recibo. No es tampoco la suma de ellas; porque por substancia no

entendemos la suma de esas impresiones sino un quid, o como dice Locke, un “no sé qué”, que sirve de

soporte a todas esas impresiones, pero que no es ninguna de ellas. Es decir, que la idea de substancia no

tiene impresión de donde pueda ser derivada y que la fundamente; y como no tiene impresión que la

fundamente, es una idea formada por nosotros, es una idea ficticia, como diría Descartes, es una idea de

nuestra imaginación.

Pasemos ahora a la idea de existencia misma, a la mismísima idea de existencia. Cuando decimos

que algo existe, nosotros podemos encontrar la impresión correspondiente al “algo” del cual decimos

que existe. Pero cuando añadimos que existe, ese existir del algo, esa existencia es algo que no

encontramos en impresión ninguna. Si yo digo que este vaso de agua existe, y analizo lo que quiero

decir, me encuentro con una multitud de impresiones, que son las del vaso de agua. Pero ¿dónde está la

impresión de que existe, la impresión de la existencia? No es tampoco la suma de todas las impresiones

ni una impresión en particular. Luego la existencia del vaso de agua es algo a lo cual no corresponde

ninguna impresión. Es otra idea hecha por nosotros, forjada por nosotros, por nuestra imaginación.

Pero hay más todavía: Locke después de Descartes y seguido por el obispo Berkeley, no duda un

instante de la existencia de la substancia “yo”. Pero examinemos qué quiere decir el yo. Descartes, al

decir que el yo es una intuición que yo tengo de mí mismo, comete un error psicológico garrafal. Yo

tengo intuición de verde, de azul; tengo intuición del miedo que siento; tengo intuición de la vivencia

que estoy teniendo, de la vivencia de azul, de la vivencia de coraje, de la vivencia del esfuerzo que

estoy haciendo para hablar. Pero ¿dónde está la vivencia que no sea vivencia de algo sino vivencia del

yo? Me miro a mí mismo por dentro y encuentro una serie de vivencias, pero ninguna de ellas es el yo;

muchas vivencias que se suceden repetidamente unas a otras, pero ninguna de ellas es el yo. Cada una

de ellas tiene referencia al yo; digo: es “mi” vivencia; pero voy a ver en esa vivencia lo que la vivencia

tiene de mí y no encuentro nada. Encuentro verde, azul, esfuerzo; pero no me encuentro a mí mismo

dentro de esa vivencia, por mucho que analice y que deshaga. Entonces tengo que concluir que a la idea

“yo” no le corresponde ninguna impresión; no procede de ninguna impresión; es otra idea ficticia; es

otra idea hecha por nosotros. Nosotros tomamos nuestras vivencias, las hacemos un haz, y decimos:

esto es el yo; pero si miramos lo que hay en ese haz, veremos que hay muchas vivencias, pero ninguna

de esas vivencias es el yo, sino que el yo lo hemos añadido caprichosamente nosotros. La substancia

pensante de Descartes, el yo de Descartes, que había sido todavía respetado por Locke y por Berkeley,

se desvanece. Ya no hay yo; ya no existe el yo.

El más célebre de los análisis de Hume es el de la causalidad. Cuando decimos que la causa

produce el efecto, ¿qué impresión corresponde a ese producir el efecto la causa? No corresponde

ninguna impresión. Si yo analizo la relación de causalidad, me encuentro con que algo A existe; de él

tengo impresión; luego tengo la impresión de algo B; pero no tengo nunca la impresión de que de A

salga ninguna cosa para producir B. Yo veo que hace calor; tengo la impresión de calor; luego mido el

cuerpo y lo encuentro dilatado; pero que del calor salga una especie de cosa mística que produzca la

dilatación de los cuerpos, eso es lo que no veo de ninguna manera. Por mucho que mire, no encuentro

que corresponde a la productividad de la cosa ninguna impresión. Luego esto de la causalidad u otra

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ficción, como el yo, como la existencia, como la substancia. Son haces, asociaciones de ideas. La frase

“asociación de ideas” ha sido inventada por Hume. El concepto de asociación de ideas procede de

Aristóteles, pero la frase “asociación de ideas” es de Hume, tanto que ha pasado al lenguaje filosófico y

psicológico con la palabra “idea”, en el sentido de Hume. En pleno siglo XX nos sorprenden los

escritores filosóficos hablando de la asociación de ideas, en la cual toman la palabra idea en el sentido

de Hume. Deberían decir asociación de representaciones, o de memorias, o de imágenes, sean de lo que

fuere, según la terminología. Pero la toman en el sentido de Hume.

Y bien: estos haces, estas ideas ficticias que son: substancia, existencia, el yo, la causalidad, no

son caprichosas. Están hechas en virtud de una regularidad, principalmente en virtud de la asociación

de ideas; asociación por semejanza: suelen acoplarse y unirse dos ideas cuando son parecidas,

semejantes; asociación por contigüidad: suelen acoplarse en nuestra memoria y unirse ideas que están

juntas, una al lado de otra; impresiones que se repiten muchas veces unidas, al convertirse luego en

ideas, cuando pienso en alguna de ellas inevitablemente me surge la idea de la otra, por sucesión. Y la

causalidad no es más que un caso particular de esta asociación de ideas.

Como ustedes ven, la conclusión que de aquí se saca es clara y terminante. Hume es un hombre

de una absoluta coherencia en su pensamiento. Primera conclusión que sacamos: la metafísica es

imposible. Ya ven ustedes si ha sido útil esta teoría del conocimiento previa; porque ya justamente por

la teoría del conocimiento llegamos a ver que la noción de substancia externa, que la noción de

substancia interna, son dos nociones a las cuales no corresponde impresión ninguna, o sea que son

ficticias. Por consiguiente, es un problema que no tiene sentido plantear si existen substancias o no

existen. No tiene sentido plantearlo y menos hay posibilidad de resolverlo. A la pregunta metafísica de

¿quién existe? contestaba Descartes: existo yo, la extensión y Dios; contestaba Locke lo mismo que

Descartes; contestaba Berkeley: existo yo y Dios, pero no la extensión; y Hume contesta muy

sencillamente: no existo ni yo, ni la extensión, ni Dios; lo único que hay son vivencias. Mis vivencias,

caprichosamente unidas, sintetizadas por mí, las llamo “yo”; pero que a esa palabra yo, a esa idea yo,

corresponda una realidad substancial en sí y por sí que sea el yo, el alma, eso no se puede averiguar ni

tiene sentido preguntarlo. Del mismo modo, mis vivencias aluden a realidades fuera de mí. Pero yo no

encuentro en ninguna parte substancias ni cuerpos, sino sólo vivencias. Por consiguiente, lo único que

puedo tener es creencia, “belief”, en el mundo exterior. Yo creo que el mundo exterior existe; creo que

este vaso existe, que si bebo el agua que contiene voy a refrescar la boca; creo que esta lámpara existe;

pero lo creo porque estoy acostumbrado a creerlo así por el hábito, por la asociación de ideas. Pero la

existencia metafísica en sí y por sí de un mundo exterior allende mis vivencias, eso no está dado en lo

único que yo puedo barajar, en lo único que me es dado: las impresiones.

Remata, pues, el empirismo inglés de Hume en un positivismo, en una negación de los problemas

metafísicos, o en un escepticismo metafísico, como ustedes quieran llamarlo. Hume, claro está, no llega

a poner en entredicho la ciencia; pero le pone un basamento, un fundamento caprichoso: el fundamento

de la ciencia es la costumbre, el hábito, la asociación de ideas; fenómenos naturales, psicológicos, que

provocan en mí la creencia en la realidad del mundo exterior. Yo estoy convencido de que mañana sale

el sol; pero es nada más que porque estoy acostumbrado a verlo salir todos los días. Una razón no la

hay. Que a la causa siga el efecto, está bien, porque yo estoy acostumbrado constantemente a ver que el

efecto B sobreviene siempre que se produce la causa A; pero no existe una razón que haga de la

relación causal, una relación apodíctica.

Como ustedes ven, aquí el psicologismo del empirismo inglés ha llegado a su máxima

exageración, si se puede decir; a sus más remotas y más radicales consecuencias. La psicología lo ha

invadido todo. El psicologismo ha deshecho la lógica y la ontología. El mundo de Hume es un mundo

sin razón, sin lógica. Es así porque así es, porque yo lo creo en virtud de la costumbre, del hábito, de la

asociación de ideas, de fenómenos biológicos en mi espíritu considerado naturalísticamente. Del mismo

modo la ontología ha desaparecido. Todos los conceptos ontológicos fundamentales: el de substancia,

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el de existencia, han sido analizados y se han evaporado en puros haces de sensaciones. El

psicologismo “à outrance” del empirismo inglés ha volatilizado el problema lógico y el problema

metafísico, y ésta es justamente la característica del positivismo. Claro es que Hume cree que hay una

ciencia posible, que hay creencias comunes de todos los hombres; pero es porque el hombre es un ser

de acción, el hombre necesita actuar, necesita vivir; y para vivir necesita contar con ciertas

regularidades de las cosas. Aquellas regularidades de las cosas que salen bien; aquellas esperanzas que

el hombre concibe y que luego se cumplen, como la de que salga el sol mañana, adquieren poco a poco

el carácter de verdades. Por eso en el fondo, lo mismo que Hume es el predecesor del positivismo,

puede decirse que también es el predecesor del pragmatismo, porque la única justificación de la verdad

viene a ser, para Hume, la constancia habitual, la ejecutividad efectiva de esas percepciones que la

esperanza, día tras día, va remachando en nosotros.

Berkeley

4.4. CRÍTICA DEL EMPIRISMO INGLÉS

Si quisiéramos resumir en una sola expresión breve lo más esencial en el punto de vista adoptado

por el empirismo, tendríamos que decir que el empirismo es el esfuerzo más grande que se conoce en la

historia del pensamiento humano para reducir el pensamiento a pura vivencia. Dicho así parece como

que no se hace sino la comprobación de un hecho histórico; pero ya ustedes tienen una clara visión

detallada de lo que esto significa. Significa en primer término el descoyuntamiento que la filosofía

inglesa lleva a cabo de los elementos conectados en la unidad del conocimiento.

La descripción fenomenológica que hicimos del conocimiento nos revela que el conocimiento es

una correlación entre un sujeto y un objeto mediante un pensamiento. Los elementos esenciales del

conocimiento son el sujeto cognoscente y el objeto conocido, ambos en correlación indisoluble, y esa

correlación se sustenta sobre el gozne del pensamiento. Pues bien: lo que hace el empirismo inglés es,

en primer lugar, desconectar entre sí estos tres elementos; tomar el elemento pensamiento y despojarlo

de toda relación con los otros dos. Esa relación con los otros dos consiste principalmente en que el

sujeto da al pensamiento un sentido; enuncia, acerca del objeto, una tesis. El carácter enunciativo, el

carácter de mención, plena de sentido, que tiene el pensamiento, desaparece para los ingleses, y queda

el pensamiento sólo como pura vivencia. Esta es, a mi entender, la más exacta y más profunda

operación que los ingleses han llevado a cabo en su análisis del conocimiento. Pero al desconectar de

esta suerte el pensamiento, del sujeto por un lado y del objeto por el otro; al prescindir de lo que todo

pensamiento tiene de enunciativo, de tético, de tesis (afirmación o negación acerca de algo); al

prescindir, pues, del carácter lógico y de la referencia ontológica al objeto, los ingleses toman el

pensamiento como un puro hecho; como un puro hecho de la conciencia; como algo dado ahí; como un

hecho que está ahí. Y se proponen, al modo de los naturalistas, explicar cómo ese hecho adviene y se

produce en virtud de otros hechos anteriores.

En suma, si me permiten ustedes el empleo de un neologismo que cada día se va haciendo más

indispensable en la filosofía actual, diremos que al convertir los ingleses el pensamiento en pura

vivencia, lo toman con su carácter puramente “fáctico”, hacen de él un puro hecho. La consecuencia de

esta actitud -que ya es clara desde Locke, aunque éste no la lleva a. sus últimas consecuencias, sino

Hume- es, primeramente, la eliminación del objeto como cosa. Esta eliminación del objeto como cosa

la lleva a cabo Berkeley. En segundo lugar, la eliminación del sujeto mismo como cosa. Esta

eliminación la lleva a cabo Hume. De modo que por un lado la noción de objeto se desvanece, puesto

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que el pensamiento es una pura vivencia, es un hecho y ese hecho ya no es referido a ningún objeto

fuera de él ni a ningún sujeto que lo fragüe o que lo cree. Preséntase el pensamiento como un puro

hecho psicológico. ¿Qué se proponen con esto los ingleses? Se proponen algo sumamente plausible: se

proponen acabar con la noción de cosa en sí misma. En efecto, la raíz profunda del idealismo, desde el

mismo Descartes, es eliminar del tablero filosófico esa noción de cosa en sí misma. No hay cosas en sí

mismas. Lo que llamamos las cosas son los términos de nuestras vivencias; son los objetos

intencionales de nuestras vivencias. Así es que en esto los ingleses dieron un paso extraordinariamente

fecundo para toda la historia del pensamiento moderno, insistiendo sobre la imposibilidad, sobre el

absurdo, de pensar una cosa en sí misma. El absurdo lo expone en dos palabras y con una precisión

matemática Berkeley, cuando advierte que pensar una cosa en sí misma es una contradicción, porque es

pensar una cosa en cuanto que no es pensada. Cosa en sí es la cosa no pensada por nadie; y pensar la

cosa no pensada por nadie, es una contradicción.

Por consiguiente, el empirismo inglés, llega a ser la forma más plena, más completa del idealismo

psicológico. Este idealismo psicológico consiste: primero, en descoyuntar el acto del conocimiento que

comprende estos tres términos: sujeto, pensamiento, objeto, y no tomar como término de investigación

filosófica mas que el pensamiento mismo; segundo, en negar toda realidad “en sí” al objeto y al sujeto.

No queda, pues, como realidad “en sí” nada mas que el pensamiento, nada más que la idea, nada más

que la impresión, según la terminología de Hume. Y de aquí la contestación a la pregunta metafísica:

¿quién existe? Si no existe el sujeto, si no existe el objeto, no existe más que el pensamiento como

vivencia; el pensamiento desconectado de aquello a que se refiere y de aquel que lo refiere a ello. Por

consiguiente, lo que llamamos “realidad”, es una mera creencia, fraguada por la combinación o

asociación de los pensamientos, de las ideas; es otro hecho que se deduce de los hechos llamados

pensamientos. Y lo que llamamos el yo o el alma es también una mera hipótesis, en la cual creemos por

las mismas razones de hábito y de costumbre por las cuales creemos en la existencia del mundo

exterior. Lo único que queda como última realidad, la contestación suprema a la pregunta metafísica:

¿quién existe?, sería pues ésta: las vivencias y nada más.

Nos encontramos aquí con un positivismo, con un fenomenalismo, con un sensualismo -como

quiera llamársele- que a lo que más se parece es a la posición positiva de, algunos filósofos alemanes

modernos, como Ernesto Mach y Avenarius. Lo dado son las sensaciones y nada más. Según esto, sólo

hay dos ciencias universales: una ciencia de las sensaciones hacia acá (la psicología); otra ciencia de las

sensaciones hacia allá (la física). Con las sensaciones aliándose unas con otras, en combinaciones y

asociaciones sintéticas varias, componemos eso que llamamos los objetos, que no son más que síntesis

de sensaciones. Esos objetos son las realidades físicas. Con esas sensaciones hacemos al propio tiempo

el sujeto; y esas sensaciones, mirando hacia la composición sintética que llamamos sujeto, dan de sí la

psicología. La psicología es, pues, (como lo es en efecto para Ernesto Mach) la cara que mira hacia acá

de esa realidad que son las puras vivencias; mientras que la cara que mira hacia allá es la composición

objetivadora de eso que se llama la física.

Este es el balance que podemos extraer en líneas generales del empirismo inglés. ¿Qué juicio

podemos nosotros ahora fallar sobre esta teoría? ¿Qué debemos pensar, qué pensamos, qué pienso yo,

en suma sobre esta teoría del empirismo inglés? Lo primero que se advierte es que el empirismo inglés

arruina por completo lo esencial del conocimiento. El empirismo inglés priva al conocimiento de base y

de sentido. En efecto, el empirismo elimina del pensamiento lo que tiene de lógico. ¿Y qué es lo que el

pensamiento tiene de lógico? Lo que el pensamiento tiene de lógico es lo que tiene de enunciativo, o

como puede decirse también, de tético, de tesis, de afirmación o negación de algo. Todo pensamiento

es, en efecto, una vivencia; pero además de una vivencia, todo pensamiento es una vivencia que dice,

que pone, que afirma o que niega algo del objeto; y lo afirma o lo niega del objeto con sentido. ¿Qué

significa “con sentido”? Significa que esta enunciación, esta tesis, esta afirmación que hace el

pensamiento tiene un valor objetivo; es decir, que aquello de quien lo dice tiene un ser; que ese ser

“es”, y que ese ser constituye el término natural del conocimiento. Los ingleses se encuentran con que

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el pensamiento tiene dos faces, dos caras: una que es la de vivencia pura y otra que es la enunciativa de

algo; la una en que el pensamiento es modificación puramente psicológica en la conciencia; la otra en

que el pensamiento señala y afirma o niega algo de algo, la parte enunciativa. Pero los ingleses

prescinden de la parte enunciativa. ¿Y por qué prescinden de la parte enunciativa? Porque los ciega el

carácter vivencial del pensamiento y no advierten que en el conocimiento la vivencia no es, para el

sujeto, sino un trampolín, una especie de base, por medio de la cual el sujeto, apoyándose en la

vivencia, quiere enunciar algo acerca de algo. Tomemos, por ejemplo, la crítica clásica que Berkeley

hace del concepto general. Berkeley dice: los conceptos generales no existen; el triángulo no existe; el

triángulo es únicamente un nombre, “flatus vocis”; con lo cual el empirismo renueva el nominalismo de

la Edad Media. Pues bien: ¿cómo muestra, cómo demuestra, cómo explica Berkeley lo que él quiere

decir? Lo demuestra con una argumentación al parecer muy convincente. Dice: la prueba de que el

triángulo no existe es que intenten ustedes -invita al lector- realizar la idea de triángulo; intenten

ustedes imaginar ese triángulo y no podrán, porque imaginarán un triángulo que será isósceles o

escaleno necesariamente; porque a la vez no puede ser ambas cosas; y sin embargo la palabra, el

“nomen”, el nombre de triángulo se refiere a algo que tendría que ser a la vez isósceles y escaleno.

Ahora bien: ustedes no lo pueden realizar, no lo pueden imaginar, no lo pueden dibujar, no es posible

que se dé en la naturaleza ningún triángulo a la vez isósceles y escaleno. Luego triángulo es un mero

nombre.

¿Qué ha pasado aquí? Pues sencillamente, que hipnotizado por la vivencia pura, ha olvidado

Berkeley que esa imagen que nos invita a realizar no es el pensamiento, sino que es la vivencia, y que

por encima de esa vivencia lo que realmente llamamos pensamiento es aquello que la vivencia enuncia.

Es claro que no podemos imaginar un triángulo que no sea ni escaleno ni isósceles; tendrá que ser una

de las dos cosas. Pero es que el triángulo que imaginamos no es el triángulo en que pensamos, sino que

el triángulo que imaginamos es un a modo de trampolín sobre el cual necesariamente hacemos la

enunciación lógica, la enunciación racional. El pensamiento racional no es la imagen con la cual

pensamos racionalmente. La imagen o la vivencia con la cual pensamos, o sea enunciamos, no puede

confundirse en modo alguno con la enunciación misma. La imagen o la vivencia es una cosa, y lo

mentado, lo mencionado, lo aludido por la imagen o vivencia, es otra muy distinta. El pensamiento es

lo aludido, lo mentado por la imagen y la vivencia; lo que la imagen y la vivencia necesariamente

sirven para querer decir. Esto que la imagen y la vivencia quieren decir, es el aspecto enunciativo,

racional, lógico, puro del pensamiento, que los ingleses no veían porque estaban hipnotizados por el

carácter vivencial mismo. El carácter vivencial mismo es un hecho psicológico, concreto, determinado.

Yo, en efecto, si me propongo realizar imaginativamente el triángulo, no puedo realizarlo más que o

isósceles o escaleno. Pero es que lo que yo llamo pensamiento no es sólo la vivencia, sino la vivencia

en tanto en cuanto sirve de signo para designar allende ella misma una enunciación intelectual, que no

podría ser designada más que por los medios limitados, psicológicos, de una vivencia. Pero la vivencia

no está allí más que como representante de aquello a que se refiere: la enunciación pura.

Habiendo eliminado, pues, el empirismo este carácter enunciativo, lógico, del pensamiento, ha

suprimido la objetividad del conocimiento. Ha suprimido de pronto la objetividad del conocimiento

porque ha suprimido toda referencia al objeto. Aquí los empiristas cometen exactamente el mismo

error, pero en otro plano. Ellos quieren, con mucha razón, anular el ser en sí, anular la cosa en sí. Con

mucha razón quieren acabar con el realismo aristotélico. Tienen mucha razón en esto. El realismo

aristotélico supone el absurdo de que las cosas existen independientemente de que sean o puedan ser

conocidas por nadie. Está perfectamente bien demostrado por Berkeley que esto es absolutamente

absurdo, porque, ¿qué sentido tiene el hablar de un objeto impensable? Sólo el decir objeto impensable

es ya pensarlo en cierto modo. De manera que en eso tienen perfecta razón los empiristas. Pero al

querer anular el ser en sí de las cosas, resulta que anulan todo el ser de las cosas; como si no hubiese

entre ser en sí y no ser un término medio. Ellos creen que o la cosa es en sí o no es en absoluto. Pero es

que hay un modo de ser que no es el ser en sí. El “en sí” es aquí lo importante. Hay un modo de ser que

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precisamente es el ser en el conocimiento y para el conocimiento, en la correlación del conocimiento,

un ser que no es el ser en sí pero que no es cero de ser, sino que es un ser puesto, propuesto, mejor

dicho: el ser del conocimiento.

Los ingleses cometen este error. Y ahora, si estuviera aquí uno de ellos -Hume, por ejemplo- se

indignaría mucho conmigo; porque en el fondo conservan un residuo de realismo. En el fondo no se

han logrado desprender por completo del realismo aristotélico. Y ¿cuál es ese residuo de realismo que

llevan dentro del cuerpo y que no se dan cuenta de que lo llevan? Pues muy sencillamente: el creer que

no hay más que el ser en sí. Pero entonces, como siguen pensando el ser bajo la especie realista del ser

en sí; como siguen conservando, como residuo del realismo, el “en sí”, no encuentran naturalmente en

el objeto ningún “en sí”; y entonces le quitan todo ser, sin comprender que esto no es posible. Lo

mismo pasa en el sujeto. Hume hace el análisis, se encuentra con que no hay impresión que

corresponda al yo y que no hay yo “en sí”; y saca la conclusión: pues no lo hay en absoluto. Y

entonces, ¿qué hacen? Que conservan el “en sí” en el pensamiento, en las vivencias. Las vivencias son,

para ellos, cosas en sí mismas. Por eso Berkeley y Hume dicen: nosotros no estamos en contradicción

con el punto de vista ingenuo de todo el mundo; decimos que esta lámpara existe, decimos que este

papel existe, porque existir es ser percibido. Y es que han inyectado a la vivencia el carácter de la cosa

realista que tiene en Aristóteles la cosa. En Aristóteles el “en sí”1o tenía la cosa y ellos lo han puesto

en la vivencia y lo han quitado del objeto y del sujeto. Pero esto es un residuo de realismo. Estos

buenos señores ingleses son aristotélicos sin saberlo, que es lo peor que se les podría decir.

Entonces, ¿qué va a pasar aquí? Pues pasa que va a ser preciso que venga alguien que advierta,

que vea, que hay una modalidad del ser que no es ni el ser en sí ni la nada; sino que hay una modalidad

del ser que consiste en ser objeto para un sujeto. En la correlación irrompible del conocimiento, el

ser del objeto no es un ser en sí. Pero una cosa es que no sea un ser en sí y otra cosa es que no sea.

¿Cuál será este ser? Será un ser lógico; un ser puesto para ser conocido; un ser propuesto; un ser

problema. Por eso podemos acentuar el dicho de Berkeley, de que ser es ser percibido. Pero una vez

que el ser es percibido; una vez que esta lámpara es el término de mi percepción de esta lámpara, ¿qué

es esta lámpara como objeto de conocimiento? Está aquí como ser percibido y otra cosa es ser

conocido; y el ser de lo conocido es un ser conocido. Ese ser conocido, que no es en sí pero que es más

y distinto del ser percibido, eso es lo que habrá que esperar a que llegue Kant para que nos explique

bien lo que es. Y Kant nos explicará perfectamente en qué consiste este nuevo ser, que no es el ser en

sí, y que tampoco es el puro término de la percepción, inmanente a la percepción misma.

Pero antes de que Kant llegue, hay que abrirle, hay que prepararle el camino; hay que darle los

elementos para la solución de este problema difícil. Estos elementos para la solución en parte están ahí:

los análisis destructores de Hume. Pero faltan otros elementos; falta una acentuación nueva, una

explicación clara de los elementos racionales, puros, puramente intelectuales, que hay en el

pensamiento y en el conocimiento. Esa explicación, esa elaboración de lo racional en el pensamiento

será necesaria para que Kant pueda trabajar; y Leibniz va a ser quien va a proporcionar las bases para

Kant.

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4.5. Leibniz

Leibniz es un gran espíritu. Es uno de los filósofos más considerables que ha conocido la

humanidad. Es uno de los hombres de quien con mayor razón puede decirse que son cabezas

enciclopédicas. Está realmente a la altura de un Aristóteles o de un Descartes. En su tiempo tuvo una

autoridad científica indiscutida, no sólo en filosofía, sino también en física, en matemáticas, en

jurisprudencia, en teología. En todo aquello en que él puso su mano, alcanzó las más altas cumbres

del saber, de la meditación, de la percepción lógica en el desenvolvimiento de su pensamiento.

Pues bien: Leibniz, que vivió en la segunda mitad del siglo XVII, tuvo la percepción clarísima de

dónde se encontraba la falla, el defecto, el punto flaco del empirismo inglés; y eso que no pudo conocer

del empirismo inglés nada más que la obra de Locke. Sin embargo, le bastó el conocimiento de la obra

de Locke para llegar inmediatamente al punto central en donde estaba la originalidad, pero al mismo

tiempo también la falla, el peligro, del empirismo inglés. Vio inmediatamente que el error del

empirismo consistía en su intento de reducir lo racional a fáctico; la razón a puro hecho. Porque hay

una contradicción fundamental en esto: si la razón se convierte en puro hecho, deja de ser razón; si lo

racional se convierte en fáctico, deja de ser racional, porque lo fáctico es lo que es sin razón de ser,

mientras que lo racional es lo que es razonablemente; es decir, no pudiendo ser de otra manera. Por

consiguiente, vio inmediatamente, con una gran claridad, que el defecto fundamental de todo

psicologismo, al considerar el pensamiento como vivencia pura, es que lo racional se convertía en puro

hecho; es decir, dejaba caer su racionalidad como un adminículo inútil. Pero no hay nada más

contradictorio que eso: que lo racional deje caer su racionalidad, porque entonces lo que queda es lo

irracional.

Así, pues, el punto de partida de Leibniz es este punto céntrico, desde las primeras líneas del libro

que dedica a refutar a Locke. Locke había escrito Ensayos sobre el entendimiento humano; Leibniz

leyó ese libro, lo estudió a fondo y luego redactó unas notas que se publicaron, con el título de Nuevos

ensayos sobre el entendimiento humano, después de la muerte de Locke. Las primeras líneas de este

libro comienzan ya desde luego planteando el problema en su punto céntrico: distinguiendo verdades

de razón y verdades de hecho. El conocimiento humano se compone de unas verdades que llamamos

“de razón” y de otras verdades que llamamos “de hecho”, “vérités de fait; vérités de raison”. ¿En qué se

distinguen unas de otras? Las verdades de razón son aquellas que enuncian que algo es de tal modo,

que no puede ser más que de ese modo; en cambio las verdades de hecho son aquellas que enuncian

que algo es de cierta manera, pero que podría ser de otra. En suma, las verdades de razón son aquellas

verdades que enuncian un ser o un consistir necesario; mientras que las verdades de hecho son aquellas

verdades que enuncian un ser o un consistir contingente. El ser o el consistir necesario es aquel ser que

es lo que es, sin que sea posible concebir siquiera que sea de otro modo. Así el triángulo tiene tres

ángulos y es imposible concebir que no los tenga; así todos los puntos de la circunferencia están

igualmente alejados del centro y es imposible concebir que sea de otro modo. En cambio si decimos

que el calor dilata los cuerpos, es así: el calor dilata los cuerpos; pero podría ocurrir que el calor no

dilatase los cuerpos. Las verdades matemáticas, las verdades de lógica pura, son verdades de razón; las

verdades de la experiencia física son verdades de hecho; las verdades históricas son verdades de hecho.

Corresponde esta división netamente a la división que hacen los lógicos entre juicios apodícticos

y juicios asertóricos. Juicios apodícticos son aquellos juicios en donde el predicado no puede por

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menos de ser predicado del sujeto, o dicho de otro modo, en donde el predicado pertenece

necesariamente al sujeto, como cuando decimos que el cuadrado tiene cuatro lados. Todas las

proposiciones matemáticas son de este tipo, Juicios asertóricos, en cambio, son aquellos juicios en

donde el predicado pertenece al sujeto; pero el pertenecer al sujeto no es de derecho sino de hecho.

Pertenece al sujeto, efectivamente, pero podría no pertenecer, como cuando decimos que esta lámpara

es verde. Que esta lámpara es verde, es algo que es cierto; pero es una verdad de hecho, porque podría

ser rosa igualmente.

El problema que se había planteado Locke, era el problema del origen de las ideas, del origen de

las vivencias complejas. Ese problema se plantea también Leibniz, pero partiendo de esta distinción:

verdades de hecho, verdades de razón. Y en primer término las verdades de razón. Las verdades de

razón, ¿pueden ser oriundas de la experiencia? En manera alguna. ¡Cómo van a ser las verdades de

razón oriundas de la experiencia! Si las verdades de razón fuesen oriundas de la experiencia, serían

oriundas de hechos, porque la experiencia son hechos. Y si fueran oriundas de hechos, las verdades de

razón serían verdades de hecho; es decir, no serían razón, no serían verdades de razón; serían tan

contingentes, tan casuales, tan accidentales como son las mismas verdades de hecho. Por consiguiente,

es inútil pensar siquiera que puedan las verdades de razón originarse en la experiencia.

Entonces quedará que son innatas. ¿Innatas? ¿Por qué no? Explicaremos lo que queremos decir

cuando decimos que las verdades de razón son innatas. Por innatas no entendemos decir que nazcan los

niños al mundo sabiendo geometría analítica. No; esto no. Innato no quiere decir que estén totalmente

impresas en nuestro intelecto, en nuestro espíritu, en nuestra alma esas verdades; quiero decir que están

virtualmente impresas. Innato quiere decir, pues, germinativamente, seminalmente; como en un semen

o en un germen háyanse estas ideas en el espíritu; constituyen el espíritu mismo. En el curso de la vida,

del espíritu, esas ideas se desenvuelven, se explicitan, se formulan, se separan unas de otras, se

establecen, se forman en su relación. La matemática surge, la matemática se aprende. Pero ¿qué es

aprender matemática? Aprender matemática no es algo que se parezca en lo más mínimo a la

comunicación que un hombre pueda hacer a otro de una verdad de hecho. Si alguien viene y me dice: el

rosal del patio de usted ha florecido, éste es un nuevo conocimiento de hecho que entra en mí. Pero así

no se aprende matemáticas. Aprender matemáticas consiste en que las matemáticas latentes que están

en uno salgan a flote; que uno mismo descubra las matemáticas. Y el propio Leibniz, en sus Nuevos

Ensayos, recuerda la teoría de la reminiscencia, de Platón, aquel diálogo en que Sócrates llama a un

esclavo joven, Menón, para demostrar a sus oyentes que ese niño también sabía matemáticas sin

haberlas aprendido, porque las matemáticas surgen, nacen en el espíritu por puro desenvolvimiento de

los gérmenes racionales que hay en él.

En este sentido seminal, genético, germinativo, puede decirse que las verdades de razón son

innatas. Pero naturalmente, no en el sentido ridículo de pensar que un ignorante, que un niño sabe ya

geometría. Pero cualquier hombre puede saberla, y no necesita para ello de la experiencia sino

solamente del desenvolvimiento de esos gérmenes que están ahí. Expresa esto Leibniz de una manera

perfecta, clara, cuando propone que al lema fundamental de los empiristas, al viejo adagio latino,

aristotélico de “Nihil est in intellectu, quod non prius fuerit in sensu” (o sea: “nada hay en el

entendimiento que no haya estado antes en los sentidos”), se añada: “Nisi intellectus ipse”. Nada hay en

el intelecto que no haya estado antes en los sentidos, a no ser el propio intelecto, con sus leyes, con sus

gérmenes, con todas esas posibilidades de desarrollo, que no necesitan más que desenvolverse en el

contacto con la experiencia.

En suma, la teoría de Leibniz sobre el origen de las verdades de razón descubre lo que a partir de

él, y sobre todo en Kant, vamos a llamar “a priori”. A priori es un término latino que quiere decir, en

estos razonamientos filosóficos, independiente de la experiencia. Diremos, pues, que las verdades de

razón son a priori, independientes de la experiencia, son previas a la experiencia, o mejor dicho, ajenas

a ella; se desarrollan floreciendo de los gérmenes que hay en nuestro espíritu, sin necesidad de haber

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sido impresas en nosotros por la experiencia, la cual no podría imprimirlas porque lo que imprime en

nosotros la experiencia son los hechos, y los hechos son siempre contingentes, nunca necesarios.

Después de las verdades de razón, viene el estudio de las verdades de hecho. Las verdades de

hecho sí son oriundas de la experiencia; no tienen otro origen; son, en efecto, producidas por la

experiencia; están impresas en nosotros por medio de la percepción sensible. Son verdades como esas

que les decía a ustedes antes: esta lámpara es verde. Esas verdades, empero, que son en efecto

contingentes, que no son necesarias, no por eso carecen de cierta objetividad; son objetivas; enuncian

también lo que el objeto es; nos dicen la consistencia del objeto. Pero eso que el objeto es, esa

consistencia del objeto que es, en efecto, el contenido de las verdades de hecho, constituye un

conocimiento de segundo orden, un conocimiento inferior. El ideal del conocimiento es el

conocimiento necesario, el conocimiento que nos suministran las verdades de razón. Pero las de hecho

no dejan de tener cierta objetividad, porque en efecto así son las cosas. Esta lámpara es en efecto verde;

hay pues cierta objetividad en este conocimiento. ¿De dónde le viene la objetividad a este conocimiento

de las verdades de hecho? Le viene de que se sustentan todas las verdades de hecho en un principio de

razón. Las verdades de hecho tienen una base en el principio de razón suficiente. Una verdad de hecho

está fundada, en tanto en cuanto podemos buscar y dar la razón de por qué es así. Esta lámpara es

verde, pero pudiera ser rosa. Si es verde, es por algo; es porque el que la hizo, la hizo verde; y la hizo

verde por algo: porque se lo mandaron, y se lo mandaron por algo: porque el cliente lo había pedido, y

el cliente lo había pedido por algo, y así sucesivamente. De modo que si consideramos que cada una de

las verdades de hecho está fundada en un principio de razón suficiente, y si prolongamos la serie de

razones suficientes a cada una de las causas de las verdades de hecho lo suficientemente lejos, cada

prolongación será un afianzamiento más de la objetividad de esas verdades de hecho. El ideal sería

llegar a una causa que no necesitase a su vez de la aplicación del principio de razón suficiente, sino que

fuese una causa que ya constituyese, dentro de sí, la necesidad; es decir, que fuese al mismo tiempo un

hecho y una verdad de razón. Tal cosa es Dios. Por consiguiente, en Dios no hay verdades de hecho y

verdades de razón: todas son verdades de razón. En Dios desaparecería la distinción entre verdades de

hecho y verdades de razón, porque como Dios conoce actualmente toda la serie infinita de razones

suficientes que han hecho que cada cosa sea lo que es, como Dios conoce toda esa serie de razones de

ser como son las cosas, ningún juicio es en él asertórico y puramente contingente, sino que es

necesario. Como él conoce toda la serie infinita actualmente, para él lo contingente deja de serlo y se

transforma en necesario. La verdad de hecho deja de ser verdad de hecho y se transforma en verdad de

razón. Entonces surge ante nosotros un conocimiento real, puro, un ideal de conocimiento, que consiste

en acercarnos lo más posible a ese conocimiento divino; que consiste en acumular tal cantidad de series

de conocimientos en los principios de razón suficiente de cada cosa, que la cosa esté apoyada cada vez

más en razones suficientes y vaya deviniendo cada vez más una verdad necesaria, una verdad de razón,

en vez de ser una verdad de hecho.

Hay, pues, para Leibniz un ideal de conocimiento que es el ideal de la pura racionalidad; y entre

ese ideal de conocimiento plenamente realizado en la lógica y en las matemáticas y el conocimiento un

poco inferior de las verdades de hecho que están en la física, entre ese ideal y esta inferior realidad del

conocimiento humano, no hay un abismo, sino por el contrario una serie de transiciones continuas, una

continuidad de transiciones, de tal suerte que el esfuerzo del conocimiento ha de consistir en convertir

cada vez más amplios territorios de verdades de hecho en verdades de razón. ¿Cómo? Metiendo las

matemáticas en la realidad. El conocimiento será cada vez más profundamente racional cuanto que sea

más matemático. Y Leibniz lo comprueba inventando el cálculo infinitesimal, que hace dar un salto

formidable al conocimiento de hecho de la naturaleza y convierte grandes sectores de la física en

conocimiento racional puro. Precisamente descubre Leibniz el cálculo infinitesimal por aplicación de

este principio de la continuidad entre lo real y lo ideal; de la continuidad entre la verdad de hecho,

llevada una tras otra, y la verdad de razón. La relación que existe entre la verdad de hecho, con todos

los antecedentes de razones suficientes que la sostienen, y la verdad de razón, es exactamente la misma

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que hay entre una recta y la curva. No hay tampoco un abismo entre la recta y la curva, porque, ¿qué es

una recta, sino una curva de radio infinito? Y ¿qué es el punto, sino una circunferencia de radio

infinitamente pequeño? Vemos cómo entre el punto, la curva y la recta no hay abismos de diferencia,

sino que desde un cierto punto de vista especial, que consiste en considerarlo todo como engendrado,

como engendrándose en la pura racionalidad de los gérmenes lógicos que hay en nuestro espíritu, entre

el punto, la curva y la recta hay un tránsito continuo; como que puede ese tránsito escribirse en una

función matemática; en una función de cálculo integral y diferencial, de cálculo infinitesimal, siendo el

punto simplemente una circunferencia de radio mínimo, de radio más pequeño de lo que se quiera, de

radio infinitamente pequeño; siendo la curva un trozo de circunferencia de radio infinito, constante, y

siendo la recta un trozo de circunferencia de radio infinitamente largo, infinitamente extenso.

Estas consideraciones fueron las que llevaron a Leibniz a pensar que un mismo punto, ya se

considere como perteneciente a la curva, ya se considere como perteneciente a la tangente a esa curva,

ese mismo punto, uno y el mismo punto, tiene definiciones geométricas diferentes según sea

considerado como punto de la curva o como punto de la tangente a la curva. Y entonces lo único que

hará falta será encontrar la fórmula que defina cada punto en función del todo. Y precisamente la

búsqueda de esa fórmula es lo que llevó a Leibniz al descubrimiento del cálculo infinitesimal, con el

cual una enorme zona de verdades físicas, de hecho, ingresan de pronto en el cuerpo de las verdades

matemáticas, de razón.

Ven ustedes cómo él mismo aplica aquí las consecuencias de sus convicciones y muestra, por el

hecho, que en efecto el ideal de la racionalidad del conocimiento es un ideal al cual se va acercando la

ciencia concreta de los hechos físicos cuya asíntota más o menos lejana es convertirse en ciencia

racional pura. Ahora bien: esta realidad de este pensamiento racional, el objeto de este pensamiento

racional, la realidad pensada racionalmente por Leibniz ¿cuál es? Después de la teoría del

conocimiento que acabamos de oír ¿cuál es la metafísica que Leibniz saca de esta teoría del

conocimiento? Es la respuesta que Leibniz da a nuestra pregunta metafísica primordial: ¿quién existe?,

y cuya respuesta examinaremos en la lección siguiente.

4.6. LA METAFÍSICA DEL RACIONALISMO

La metafísica del racionalismo se halla representada en su forma más perfecta por Leibniz.

Esa teoría del conocimiento de Leibniz es el suelo, es el territorio sobre el cual los pensamientos

metafísicos de Leibniz fueron poco a poco desenvolviéndose. La metafísica en Leibniz, no es una

teoría sistemática que haya sido de pronto pensada en su totalidad por él y expuesta en una forma

conclusa y terminante; sino que, por el contrario, las ideas metafísicas leibnizianas se han ido

desarrollando al hilo, a lo largo de la vida de este gran pensador, y principalmente encauzadas y

estimuladas por sus estudios científicos y metodológicos, tanto en la teoría del conocimiento como en

la física y en las matemáticas.

Por eso el sistema metafísico de Leibniz no queda expuesto por su autor sino en los últimos años

de su vida; y aun la obra que lo contiene de la manera más completa y conclusa no llegó a publicarse

hasta después de su muerte. Pero si el cauce en donde fueron formándose las ideas metafísicas de

Leibniz fue la teoría del conocimiento, la matemática y la física, cabe decir que el punto de partida, el

punto de arranque está totalmente en la metafísica cartesiana. Una y otra vez comprobamos el hecho

histórico de que Descartes establece, con sus Meditaciones metafísicas, con su Discurso del Método,

sus Principios de filosofía, unas bases sobre las cuales todo pensamiento filosófico ulterior había de

asentarse. La filosofía de Descartes plantea un cierto número de problemas, tanto de lógica como de

metafísica, como también de matemáticas y de física, que constituyen los problemas esenciales de todo

el siglo XVII y gran parte del siglo XVIII. De modo que los filósofos posteriores a Descartes son lo que

son, bien porque desenvuelvan y desarrollen pensamientos cartesianos, bien porque se opongan a estos

pensamientos con más o menos éxito. Leibniz también. Desde su juventud, se apodera de Leibniz el

afán de profundizar en las nociones metafísicas de Descartes, y partió de esa metafísica; pero no podía

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satisfacerle la metafísica cartesiana; y no podía satisfacerle por algunas razones que se expondrán en

seguida.

¿Qué es lo que Leibniz encontraba en Descartes que pudiera servirle de base? Pues sencillamente

lo mismo que los demás filósofos de su época, o sea el descubrimiento esencial cartesiano del “cogito”.

El punto de partida de toda filosofía no puede ser otro que la intuición del yo, del alma como substancia

pensante. Leibniz acepta, pues, este punto de partida cartesiano, y acepta también con el mayor

entusiasmo la distinción fundamental que hace Descartes entre las ideas claras y las ideas confusas.

Para Leibniz, como para Descartes, las ideas confusas son problemáticas; constituyen otras tantas

interrogaciones; otros tantos enigmas, cuya solución consiste en esforzarse por que la razón, mediante

los análisis conceptuales, transforme esas ideas oscuras en ideas claras.

Pero precisamente aquí echa de menos Leibniz en la filosofía de Descartes, con razón, el estudio

profundo del tránsito que va de las ideas confusas a las ideas claras. ¿Cómo se verifica ese paso, ese

tránsito de una idea confusa a una idea clara? Si la idea confusa, mediante el pensamiento racional,

llega a ser idea clara, es sin duda porque la idea confusa contenía en su seno germinativamente la idea

clara. Ahora bien: ya saben ustedes que en toda la terminología filosófica de este siglo “idea confusa”

equivale a sensación, percepción sensible, experiencia sensible. Por consiguiente, la experiencia

sensible tenía que contener germinativamente en su seno la conclusión racional, la idea clara. Y así

recuerden ustedes cómo resolvió Leibniz el problema de innatismo o empirismo planteado por Locke,

en el sentido de que las verdades de razón, si bien no son innatas en la totalidad y exacto detalle de su

estructura, son sin embargo innatas en cuanto que nacen de gérmenes oscuros, que están implícitos en

nuestra razón.

Si pues todo esto podía satisfacer bastante a Leibniz en cambio había otros elementos en la

metafísica de Descartes que no lo podían contentar de ninguna manera. El principal elemento contra el

cual Leibniz se revuelve, negándose enteramente a admitirlo, es lo que pudiéramos llamar el

“geometrismo” de Descartes. Recuerden ustedes; Descartes establece, por intuición directa, la

substancia pensante, el yo, el alma pensante. Establece también, por una intuición directa, la existencia

de Dios, porque descubre que la idea de Dios es la única idea en la cual el objeto, la existencia del

objeto está garantizada por la idea misma. Esta es la interpretación que hemos dado del argumento

ontológico. Pero en cambio la substancia material, extensa, se le aparece a Descartes pura y

simplemente como el correlato objetivo de nuestras ideas geométricas. De suerte que para Descartes la

substancia material, la materia, es pura y simplemente extensión. Esto es lo que a Leibniz le perturba y

provoca en él una oposición violenta a Descartes. ¿Cómo puede ser la materia pura y simplemente

extensión? La extensión, el puro espacio geométrico, es totalmente irreal. No es una realidad, no es más

que las combinaciones mentales que hacemos con puntos, rectas, superficies, volúmenes. Seguramente,

indudablemente, la realidad misma, la realidad en sí (sea ella la que fuere, que luego lo investigaremos)

tendrá que acomodarse a la forma del espacio, a la forma de la extensión. Las cosas materiales habrán

de ser también extensas. Pero no exclusivamente extensas. Definir la materia por la pura extensión, es

establecer una identidad intolerable entre la cosa real y la figura geométrica; y a eso iba realmente

Descartes. Para Descartes, en realidad, las cosas reales no son ni más ni menos que simples figuras

geométricas. Esa tendencia cartesiana a reducir lo físico simplemente a la espacialidad, a la extensión

pura geométrica, es la dificultad contra la cual Leibniz se va revolviendo constantemente.

Desde los primeros momentos de sus labores científicas, endereza su pensamiento hacia dos

problemas íntimamente relacionados con este punto: primeramente hacia el problema del movimiento;

segundamente hacia el problema de la definición de la materia. Pero en estos dos problemas, ya en sus

primeras elucubraciones juveniles, se nota en el pensamiento de Leibniz la orientación, el sello peculiar

que ha de progresar en el futuro y conducirlo a las conclusiones más famosas de su metafísica.

En efecto, en el problema del movimiento lo que a Leibniz le interesa no es tanto el problema de

la trayectoria que describe el móvil, como el problema de la iniciación del movimiento. Aspira el joven

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Leibniz a descubrir en qué consiste que el movimiento comienza; qué tiene que haber en un cuerpo

para que ese cuerpo se ponga en movimiento. Después ese movimiento recorre una u otra trayectoria.

¿Qué es lo que hay en la esencia más íntima del punto en movimiento, que lo hace recorrer ésta mejor

que aquella trayectoria? Así, por ejemplo, si consideramos una trayectoria circular y otra trayectoria

lineal tangente a la trayectoria circular, hay un punto -el punto de tangencia- que pertenece a la vez al

sistema de la recta y al sistema del círculo. ¿Qué es lo que hay dentro de ese punto, en el interior del

punto, primeramente que lo hace moverse y segundo que lo hace moverse como recta, en trayectoria

rectilínea, o en trayectoria circular? Eso es lo que aspira Leibniz a captar conceptualmente. Por eso en

su primer tratadito acerca del movimiento abstracto y el movimiento concreto Theoria motus abstracti

y Theoria motus concreti llega Leibniz a un concepto que a él le parece el concepto madre de todo

movimiento, que él llama en latín “conatus”, esfuerzo, fuerza.

Aquí se ve la correlación fundamental que Leibniz poco a poco va a ir haciendo en la física y en

la metafísica cartesiana. Leibniz va a ir buscando, por debajo de la pura espacialidad, de la pura

extensión, del mecanismo de las figuras geométricas, los puntos de energía, la fuerza, lo no-espacial, lo

no-extenso, lo dinámico, que hay en la realidad. A Leibniz le parece que precisamente el error más

grave del cartesianismo ha sido olvidar ese elemento dinámico que yace en el fondo de toda realidad.

¿Por qué Leibniz piensa que este elemento dinámico es esencial en la realidad y en cambio Descartes lo

había eliminado? Pues precisamente porque Descartes consideraba que esas nociones de fuerza, de

energía, de “conatus”, de esfuerzo, son nociones oscuras y confusas; y como las reputaba oscuras y

confusas, las eliminó de su física y de su metafísica, para substituirlas por nociones claras y distintas,

que son las nociones puramente geométricas.

Ahora bien, dice Leibniz: esas nociones de fuerza, de esfuerzo, de dirección, de dinamismo, eran

oscuras y confusas para Descartes porque éste no tenía todavía forjado el instrumento matemático

capaz de hacer presa en esas nociones y de barajarlas, manejarlas con claridad y precisión matemáticas.

Por eso Leibniz, inmediatamente después de sus primeros ensayos de definición mecánica del

“conatus”, se pone en busca de esos instrumentos matemáticos capaces de definir lo infinitamente

pequeño; y a la busca de esos elementos matemáticos dedica un cierto número de años, y llega con ello

al descubrimiento del cálculo infinitesimal, al cual dio la forma que hoy tiene esencialmente en

nuestras escuelas, o sea la división en cálculo integral y cálculo diferencial, siendo el cálculo

diferencial aquel que busca la formulación exacta de lo que distingue al punto de la recta y al punto de

la curva, la diferencia que hay entre ellos, y siendo el cálculo integral, en cambio, el esfuerzo por

encontrar la formulación matemática que permita, en la definición del punto mismo, ver ya incluida la

dirección que va a tomar: si recta o curva, o elipse, o parábola, o hipérbole, o cualquier otra trayectoria.

Logra por fin Leibniz estructurar esta nueva rama de la matemática que le permite finalmente definir un

punto cualquiera determinado, no sólo como cruce de dos rectas o como cruce de dos curvas o como

tangencia -como en la geometría- sino además, como una función de una o dos o tres variables, que

hace que el establecimiento matemático de la función nos diga de una manera previa, por decirlo así a

priori, el recorrido que este punto va a seguir.

El éxito que logra Leibniz en esta teoría del cálculo infinitesimal se documenta inmediatamente

en la física, en el problema de la materia, que es el segundo de los problemas a que se endereza su

reflexión juvenil. Y en este problema de la materia también tropieza inmediatamente con una oposición

a la física cartesiana. La física cartesiana, como les he dicho a ustedes hace un instante, es una física

geométrica. Para Descartes el cuerpo no es ni más ni menos que pura extensión. Por eso precisamente,

cuando Descartes calcula la cantidad de movimiento, o sea el producto de la masa de un cuerpo por su

velocidad, encuentra que la cantidad de movimiento en un sistema cerrado de cuerpos es constante. Se

llama “sistema cerrado de cuerpos” a un conjunto de cuerpos que están en movimiento relativo, los

unos con respecto a los otros, pero que constituyen un conjunto, un sistema, dentro del cual no penetra

ninguna influencia de afuera. Semejante sistema no se da en la realidad física en la cual vivimos; pero

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si consideramos la totalidad del universo, es esa totalidad, en efecto, un sistema cerrado de ese

universo.

Pues bien: la tesis de Descartes consiste en afirmar que la cantidad de movimiento, o sea el

producto de la masa por la velocidad, en un sistema cerrado (en el universo, por ejemplo), es constante,

y establece la constancia de m multiplicado por v. Leibniz examina detenidamente esta tesis cartesiana

y encuentra que es físicamente falsa. Descartes no ha tenido en cuenta que los cuerpos no son sólo

figuras geométricas, sino que además son algo, que tiene la figura geométrica; no son sólo extensión,

sino algo, que tiene la extensión; y por eso cegado por su geometrismo, ha fallado la formulación de

esta ley mecánica; porque lo que es constante en un sistema cerrado, mecánico, no es la cantidad de

movimiento, no es el producto de la masa por la velocidad, sino el producto de la masa por el cuadrado

de la velocidad, lo que desde entonces se llama en física “fuerza viva”. Leibniz, pues, descubre la

constancia de la fuerza viva en un sistema cerrado. Quiere esto decir que el punto material no es punto

geométrico; no es definible solamente por las coordenadas analíticas cartesianas, sino que además ese

punto, si es material, si es real, contiene materialmente una fuerza viva, que es la que determina su

trayectoria y su cantidad de movimiento; y esa fuerza viva que contiene el punto material es en un

momento determinado la resultante exacta de todo el pasado de la trayectoria que la masa de ese punto

material ha recorrido, y con tiene ya “in nuce”, en germen, la ley de la trayectoria futura.

Así substituye Leibniz, en su física, la noción de fuerza viva a la noción de puro espacio extenso.

Los cuerpos no son solamente figuras geométricas, sino además y sobre todo, fuerzas, conglomerados

de energía, conglomerados dinámicos. Cada uno de esos conglomerados dinámicos puede

matemáticamente definirse, porque con la trayectoria recorrida, el cuadrado de la velocidad y la masa,

se tienen elementos suficientes para determinar matemáticamente la situación dinámica actual de

cualquier cuerpo; y esa situación dinámica actual de cualquier cuerpo contiene a su vez la ley de su

evolución dinámica ulterior, posterior.

Con esto, con lo infinitamente pequeño del cálculo infinitesimal; con la fuerza viva como

elemento definitorio de la materia en vez de la pura extensión, tenemos los dos elementos, las dos ideas

fundamentales que llegando a un maridaje, a un matrimonio, a una unión perfecta, van a dar de sí la

metafísica propiamente dicha de Leibniz. La metafísica de Leibniz está construida toda ella sobre el

fundamento de la idea de “mónada”. Puede decirse que la matemática de Leibniz es la teoría de las

mónadas; y él lo comprendió así, puesto que su última obra, publicada después de su muerte, lleva ese

nombre. “Teoría de las mónadas”, o dicho en una sola palabra, Monadología. Vamos a ver qué es la

mónada.

La palabra “mónada” no es de Leibniz. Probablemente Leibniz la ha tomado de sus lecturas de un

filósofo del Renacimiento, un físico, astrónomo y matemático muy genial, que se llamaba Giordano

Bruno. Giordano Bruno fue el que la puso en circulación en Europa. Quizá la tomó él también de

lecturas que hiciese de místicos y filósofos de la antigüedad; acaso de Plotino, que la empleó también.

El hecho es que hasta muy tarde en su evolución personal filosófica no usó Leibniz la palabra

“mónada”; y cuando llega ya a usarla cuajan en torno de esa palabra todos los elementos fundamentales

de su metafísica. ¿Qué es la mónada? La mónada es primeramente substancia, es decir realidad.

Substancia como realidad, y no substancia como contenido del pensamiento, como término puramente

psicológico de nuestras vivencias. Sino substancia como realidad en sí y por sí. Ahora bien: ¿qué es

para Leibniz ser substancia? Ser substancia, para Leibniz, no puede ser ser extenso. Acabamos de

verlo. Para Leibniz la extensión es el orden de las substancias, el orden de la simultaneidad de las

substancias; como el tiempo es el orden de la sucesión de nuestros estados de conciencia. La extensión,

el espacio, es una idea previa, pero no tiene un objeto substancial, real. El único objeto substancial,

real, la substancia, la mónada, no puede, por consiguiente, definirse por la extensión. Si la mónada

pudiera definirse por la extensión, entonces la mónada seria extensa. ¿Qué quiere decir? Que sería

divisible; y si fuera divisible, sería dual, o trial, etc. Pero la mónada es mónada, o sea única, sola, y por

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consiguiente indivisible. Y para que sea indivisible no vale hablar de átomos. Los átomos materiales no

satisfacen a Leibniz, porque un átomo, si es material, si es extenso, es divisible; será más o menos

difícil de dividir por la técnica digital humana; pero como no se trata de técnica digital, sino de la

contextura en sí y por sí de la substancia, una substancia extensa será siempre divisible. Por

consiguiente, la mónada no puede ser divisible; es indivisible; y si es indivisible no es material, no

puede ser material. Y si siendo indivisible es inmaterial, ¿qué es, pues? ¿Cuál es la consistencia de la

mónada? ¿En qué consiste la mónada? Si no consiste en extensión, si no consiste en materia, ¿en qué

consiste? Pues no puede consistir en otra cosa que en fuerza, en energía, en “vis”, como se dice en

latín, en vigor. La mónada es, pues, aquello que tiene fuerza, aquello que tiene energía.

Mas: ¿qué es fuerza y energía? Fuerza y energía no debemos representárnoslas como aparecen en

nuestra experiencia sensible. En nuestra experiencia sensible llamamos fuerza a la capacidad que un

cuerpo tiene de poner en movimiento a otro cuerpo. Se define, pues, la fuerza por la capacidad de poner

en movimiento a otro cuerpo. Pero así no puede definirse metafísicamente la energía, porque aquí no

hay cuerpos; las mónadas no son cuerpos; las mónadas no son extensas. Entonces, ¿qué será esa fuerza

en que la mónada consiste? No puede ser otra cosa que la capacidad de obrar, la capacidad de actuar.

¿Y qué es ese actuar? ¿Qué es ese obrar? Pues nos encontramos con que no hay para nosotros intuición

de acción, intuición dinámica ninguna, sino la que tenemos de nosotros mismos. Aquí otra vez el

método del “cogito” cartesiano viene a darle a Leibniz un apoyo y un auxilio. ¿Que cómo podemos

imaginar y representarnos la fuerza, la energía de la mónada? Pues del mismo modo que nosotros, en el

interior de nosotros mismos, nos captamos a nosotros mismos como fuerza, como energía; es decir,

como tránsito y movimiento interno psicológico de una idea, de una percepción a otra percepción, de

una vivencia a otra vivencia. Esa capacidad de tener vivencias, esa capacidad de variar nuestro estado

interior, que deja de ser la vivencia A para pasar a ser la vivencia B luego la vivencia C; esa capacidad

íntima de sucederse unas a otras las vivencias, eso es lo que constituye para Leibniz la consistencia de

la mónada. La mónada es substancia activa. ¿Qué quiere decir? Substancia, diremos, psíquica. Esa

substancia activa, esa capacidad de pasar por varios estados, esa posibilidad de vivir, con que puede

definirse la mónada tiene una porción de caracteres interesantes.

En primer lugar, la mónada no sólo es indivisible, sino individual. ¿Qué quiere decir esto?

Quiere decir que una mónada es totalmente diferente de otra mónada; no puede haber en el universo

dos mónadas iguales. En virtud del principio de Leibniz, llamado de los “indiscernibles”, si una

mónada fuese igual a otra mónada, verdaderamente igual a ella, no podrían ser dos sino una. Las cosas

en el mundo, las realidades en el mundo son indiscernibles cuando son iguales. Por lo tanto, nunca son

iguales. La individualidad de la mónada es uno de los puntos esenciales de la metafísica de Leibniz.

Pero además, esa individualidad es simplicidad. Indivisible significa individuo, pero además

simple. Simple quiere decir sin partes. La mónada no tiene partes; pero como es activa, hay que

encontrar una definición que haga compatible la individualidad, la indivisibilidad, la simplicidad de la

mónada, con los cambios interiores de la monada. ¿Cómo puede haber cambios interiores, actividad,

cambio interno en los estados de la mónada si, por otro lado tiene que ser indivisible, individual y

simple? Pues no hay más que una manera, que es dotar a la mónada de percepción.

La mónada está, pues, dotada de percepción y de apetición, caracteres de todo lo esencialmente

psíquico. Percepción, porque la percepción es justamente el acto mismo de tener lo múltiple en lo

simple. En el alma espiritual, en el acto de la percepción, lo múltiple percibido, el contenido múltiple

de la vivencia está en la unidad indivisible, en la unidad simple del percipiente. En la percepción es

donde se da precisamente el requisito que antes exigíamos, a saber: que la mónada sea simple,

indivisible e individual, y al mismo tiempo contenga una pluralidad de estados. Esa precisamente es la

percepción; y así define literalmente Leibniz la percepción: como la representación de lo múltiple en lo

simple.

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Pero además de percepción, la mónada tiene apetición, o sea tendencia de pasar de una a otra

percepción. Las percepciones se suceden en la mónada; y ese sucederse de las percepciones en la

mónada constituye la apetición. Ahora ya tenemos una representación, una idea mucho más compleja y

clara de la actividad de la mónada. La actividad de la mónada es doble; por un lado, percibir; por otro

lado, apetecer. Corresponde pues -como dice el propio Leibniz- la realidad metafísica de la mónada a

esa realidad que llamamos el “yo”.

Detengámonos ahora un momento; recordemos el geometrismo y el mecanicismo de Descartes.

¿Qué vemos ahora? Vemos que Leibniz ha taladrado, por decirlo así, el fenómeno, la apariencia de lo

geométrico, de lo mecánico, de lo físico, de lo material, y por debajo de esa apariencia fenoménica, de

lo extenso, lo mecánico, lo material, lo físico, ha descubierto, como soporte real metafísico de esa

apariencia mecánica, la mónada, que no es extensa, que no es movimiento, sino que es pura actividad, o

sea percepción y apetición.

Estas mónadas son la sucesión constante de diferentes y diversas percepciones, el tránsito

constante de una a otra percepción. Y ¿cuál es la ley íntima de ese tránsito? Es una ley espontánea. Del

mismo modo que el círculo recorrido por un punto está ya “in nuce”, en germen, dentro de la división

infinitesimal del punto, así también las mónadas, para Leibniz, no tienen ventanas ni les entra nada del

mundo exterior. Pero la ley íntima de sucesión de sus estados perceptivos y de su propia apetición, es

una ley que rige esa sucesión; lo mismo que la ley íntima de una función, de una variable, está

íntegramente contenida en el seno del punto de esa variable. Y así nos encontramos con que en

cualquier momento de su vida, de su ser, de su existir; en cualquier instante de su realidad, la mónada

es un “raccourci”, una reducción del mundo entero. Es la mónada en cualquier momento de su vida,

algo que en ese momento contiene todo el pasado de la mónada y todo el porvenir, puesto que la serie

de las percepciones que la mónada va teniendo, viene determinada por una ley interna que es la

definición de esa individualidad metafísica substancial. En cualquier momento de la vida de la mónada,

todo su pasado está volcado en ese presente, y ese presente a su vez no es más que el preludio del

futuro, inscrito ya también en la actividad presente de la mónada.

Ahora bien: Si las mónadas de esta suerte reflejan el universo; si cada mónada es un reflejo

universal, lo es exclusivamente desde un cierto punto de vista. Refleja pues cada mónada la totalidad

del universo; pero la refleja desde el punto de vista en que se halla situada; y además la refleja

oscuramente. La percepción la distingue perfectamente Leibniz de la apercepción. Leibniz distingue

entre percibir y apercibir. ¿Qué es apercibir? Muy sencillamente: apercibir es tener conciencia de que

se está percibiendo. La apercepción es el saber de la percepción; la percepción que se sabe a sí misma

como tal percepción. De modo que Leibniz distingue entre estos dos actos psíquicos: la apercepción y

la percepción.

Las mónadas tienen percepciones; pero algunas de entre las mónadas, además de percepciones,

tienen apercepciones. Las mónadas que tienen apercepciones y memoria constituyen lo que se llama las

almas, o sea un plano superior, en la jerarquía metafísica, al de las simples mónadas con percepciones,

o sea con ideas confusas y oscuras. Se esfuerza Leibniz, en muchos pasajes de sus obras, por hacer

patente la existencia de percepciones inconscientes; pues si no hubiese o no pudiese haber percepciones

inconscientes, toda su teoría se vendría abajo. Si toda percepción fuese necesariamente también

apercepción, entonces todo el sistema metafísico de Leibniz se vendría abajo. Pero Leibniz se esfuerza

por mostrar cómo en nuestra propia vida psíquica, tan desenvuelta, puesto que nosotros somos almas

con apercepción y memoria, encontramos también percepciones sin conciencia; y alude a una porción

de hechos psicológicos, bien conocidos desde entonces en la psicología y que revelan que a cada

momento estamos percibiendo sin apercibir. Tenemos percepciones y no apercepción de ello. Por

ejemplo, cuando Leibniz hace notar que el ruido de las olas del mar sobre la playa tiene que

componerse necesariamente de una multitud enorme de pequeños ruidos: el que cada gota de agua hace

sobre cada grano de arena; y sin embargo no somos conscientes de esos pequeños ruidos; de eso que él

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llama “petites perceptions”, pequeñas percepciones. Somos conscientes solamente de la suma de ellos,

del conjunto de ellos, pero no de cada uno de ellos.

Alude también a una porción de otros fenómenos psíquicos que no son conscientes. Sería bien

fácil mostrar cómo en nuestra vida psíquica estamos a cada momento teniendo percepciones y

sensaciones de las cuales no nos damos cuenta. Pues bien: cuando la mónada, además de percepción

inconsciente, tiene percepción consciente, o sea apercepción, y capacidad de recordar, o sea memoria,

esa mónada es alma. Aquí se opone radicalmente Leibniz a la teoría de Descartes, que afirmaba que los

animales no tienen alma; que son puros mecanismos, igual que los relojes, y funcionan lo mismo que

los relojes. Pues bien: Leibniz considera que no hay tal, sino que los animales tienen alma, porque

tienen apercepción, se dan cuenta, y además tienen memoria.

Otro tramo superior en la jerarquía metafísica de las mónadas serían los espíritus. Llama Leibniz

espíritu a las almas que además poseen la posibilidad, capacidad o facultad de conocer las verdades

racionales, las verdades de razón. La posibilidad de intuir las verdades de razón, de tener percepción

apercitiva de las verdades de razón, es, para Leibniz, el signo distintivo de los espíritus.

Y por último, en lo más alto, en el punto supremo de la jerarquía de las mónadas, está Dios, que

es una mónada perfecta, o sea donde todas las percepciones son apercibidas; donde todas las ideas son

claras, ninguna confusa; y donde el mundo, el universo, está reflejado, no desde un punto de vista, sino

desde todos los puntos de vista. Imaginemos pues un ser que vea el universo, no como lo vemos

nosotros ahora desde Tucumán, es decir, desde un sector del universo. Todo el universo está en ese

nuestro sector, porque sin discontinuidad ninguna podríamos pasar de ese sector a otro; pero

simultáneamente no podemos estar situados más que en un punto de vista; de manera que aun teniendo

el máximo conocimiento científico, no podríamos reflejar el mundo más que desde un cierto ángulo

visual. Pero imaginad ahora un ser que pudiese reflejar el mundo desde la suma de todos los ángulos

visuales: ése es Dios. Imaginad un ser que tenga una perspectiva universal: ése es Dios.

De esta manera el enjambre infinito de las mónadas constituye un edificio jerárquico, en cuya

base están las mónadas inferiores, las mónadas materiales, cuyas aglomeraciones constituyen los

cuerpos mismos, que son puntos de substancia inmaterial, puntos de substancia psíquica, con

percepción y apetición. Pero luego por encima, están las almas, o sean aquellas mónadas dotadas de

apercepción y de memoria. Por encima, los espíritus, aquellas mónadas dotadas de apercepción,

memoria y conocimiento de las verdades eternas. Y por último, en lo más alto de la cúspide, está Dios,

mónada perfecta, en la cual toda idea es clara, ninguna confusa, y toda percepción es apercibida o

consciente.

Dios creó el universo. Significa que Dios crea las mónadas, y cuando Dios crea las mónadas,

pone en cada una de ellas la ley de la evolución interna de sus percepciones. Por consiguiente, todas las

mónadas que constituyen el universo están entre sí en una armónica correspondencia; correspondencia

armónica que ha sido preestablecida por Dios en el acto mismo de la creación; en el acto mismo de la

creación cada mónada ha recibido su esencia individual, su consistencia individual, y esa consistencia

individual es la definición funcional, infinitesimal, de esa mónada. Es decir, que esa mónada

desenvolviendo su propia esencia, sin necesidad de que de fuera de ella entren acciones ningunas a

influir en ella, desenvolviendo su propia esencia, coincide y corresponde con las demás mónadas en

una armonía perfecta del todo universal.

De esta manera, por la sola definición esencial de cada uno de esos puntos de substancia

metafísica que son las mónadas, Leibniz resuelve el problema formidable que se había planteado en la

metafísica europea a raíz de la muerte de Descartes. Era el gran problema, el enorme problema de la

comunicación entre las substancias, y principalmente de la relación entre el alma y el cuerpo.

Recuerden ustedes que Descartes había establecido tres substancias: la substancia divina, la substancia

extensa, o sea el cuerpo, y la substancia pensante. Se trata de saber cómo es posible que el cuerpo

influya sobre el alma y que el alma influya sobre el cuerpo. Que existe esa influencia, es indudable,

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porque un pensamiento, el pensamiento de levantar la mano derecha, me basta para que levante la

mano derecha. Por consiguiente, el alma influye sobre el cuerpo. Que el cuerpo influye sobre el alma,

es también indudable, porque una modificación cualquiera del cuerpo me produce por lo menos la idea

confusa del dolor.

Ahora, ¿cómo es posible esa comunicación entre las substancias? Pues para que dos substancias,

dos seres, dos cosas, comuniquen, es preciso que haya algo de común entre ellas; tiene que haber algo

de común para que dos cosas comuniquen; tienen que comunicar por una vía común. ¿Pero qué hay de

común entre el puro pensar y el ser extenso? No hay nada de común. ¿Cómo, pues, resolver el

problema de la comunicación de las substancias, de la influencia del cuerpo sobre el alma y de la

influencia del alma sobre el cuerpo? Los metafísicos posteriores a Descartes se esforzaron por resolver

este problema. El propio Leibniz, en uno de sus escritos, establece un símil muy instructivo, que

comprende todas las posibles soluciones a este problema y que alude a los filósofos que han adoptado

esas posibles soluciones. El símil es el siguiente: supongamos en una habitación dos relojes; esos dos

relojes marchan siempre acompasadamente, de modo que cuando uno señala las 3.5 el otro también

señala las 3.5. ¿Cómo es posible que vayan tan acompasadamente? ¿Cómo es posible que las

modificaciones del cuerpo sean percibidas por el alma? ¿Cómo es posible que las modificaciones del

alma produzcan efectos en el cuerpo? ¿Cómo es posible que los dos relojes vayan tan

acompasadamente? Hay varias hipótesis posibles para explicar esta coincidencia entre las dos

substancias. Primera hipótesis: la de una influencia directa de un reloj sobre otro. Pero no se comprende

esta hipótesis, que es la de Descartes. Descartes alojaba el alma dentro de la glándula pineal y concebía

que todo movimiento de los nervios era como tirar el hilo de una campanilla: al tirar, mecánicamente se

transmite el movimiento por el hilo y al llegar a la glándula pineal, que en efecto tiene la forma de un

badajo de campanilla, mecánicamente se mueve y el alma se entera. ¿Pero cómo se entera? Porque al

llegar ahí es donde no se comprende; porque no hay nada de común entre un movimiento y una

percepción. Esa es la primera hipótesis, pero es una hipótesis rechazable y que rechazaron todos los

filósofos después de Descartes. No puede haber comunicación directa entre los relojes. ¿Entonces,

cómo explicar esa correspondencia?

Cabe también esta otra hipótesis: un prudente y hábil artesano relojero, perito en mecánica, se

sitúa delante de los dos relojes, y está con mucho cuidado, y cuando uno de los dos relojes empieza a

querer adelantarse al otro, le toca la máquina para que no se adelante; cuando el otro comienza a querer

adelantarse al anterior, le toca la máquina para que no se adelante. Esta es la teoría de Malebranche, el

filósofo francés discípulo de Descartes y que se conoce con el nombre de “teoría de las causas

ocasionales”; según la cual Dios sería ese obrero; Dios estaría constantemente atento a lo que sucede a

las substancias, y cuando en una substancia sucede algo, le da esto ocasión para influir en la otra

substancia y que acontezca en la otra lo correspondiente. De modo que Dios está constantemente

atento. Para Malebranche no hay más causa eficiente que Dios, y lo que llamamos causas, en la física y

en la naturaleza, son ocasiones que Dios tiene de intervenir continuamente en la armonía entre las

substancias en el universo. Esta hipótesis está sujeta también a críticas muy graves.

Cabe otra hipótesis, que es la de decir: pues que no haya dos relojes, sino un solo mecanismo con

dos esferas; un solo conjunto de ruedas y de pesas, pero dos esferas, una a la derecha y otra a la

izquierda. Entonces por fuerza tienen que andar siempre las dos esferas correspondientes y parejas,

porque como es un solo mecanismo el que manda las dos agujas, no puede haber diferencias entre ellas.

Esta solución es el panteísmo del filósofo holandés Espinosa. El panteísmo nos dice: no hay más que

una substancia metafísicamente, que es Dios. Esa substancia tiene dos caras, dos atributos: la extensión

cartesiana y el pensamiento cartesiano. ¿Cómo se comunican la extensión y el pensamiento? No hay ni

que preguntarlo. Como la extensión y el pensamiento no son más que dos atributos de una y la misma

substancia universal, pues las modificaciones en la una y las modificaciones en la otra, son

modificaciones en la única substancia. Es como dice Leibniz muy bien: como si en vez de dos relojes,

lo que quedara es una sola maquinaria con dos esferas; las dos naturalmente marcarían siempre lo

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mismo, porque es una y única la maquinaria. Tampoco puede satisfacer a Leibniz esta hipótesis, que

conduce derechamente al panteísmo. El panteísmo produce dificultades enormes, entre otras las

dificultades físicas o mecánicas que vienen adscriptas a la negación de la existencia de Dios, en la

física del siglo XVII.

Así, pues, Leibniz tiene que acudir a otra hipótesis, que es la suya: que los dos relojes no han sido

fabricados por un mal relojero, sino por un obrero relojero magnífico. ¿Cómo magnífico? El mejor que

cabe. ¿Cómo el mejor que cabe? El perfecto: Dios. Es Dios el que ha hecho las substancias; Dios es un

relojero tan perfecto que una vez que ha hecho los dos relojes y los ha puesto a marchar, ya se puede ir

a dar un paseo, porque no hay posibilidad ninguna de que los dos relojes, hechos por Dios, se aparten ni

un milésimo de segundo el uno del otro, puesto que han sido hechos perfectamente por Dios. Esta es la

hipótesis de Leibniz, que llama de la armonía prestablecida. Como Dios ha creado las mónadas y el

acto de creación de las mónadas es el acto de individualización de las mónadas, mónada que es creada

individualmente, con su sello individual, con su esencia, con su substancia propia individual, o sea con

la ley íntima funcional de todo su desarrollo ulterior. Pero Dios al crear la totalidad de las mónadas,

cada una con su ley funcional interna, las ha creado en armonía preestablecida; y entonces, sin

necesidad de que haya una intercomunicación de las substancias, de hecho, siguiendo cada una

ciegamente su propia ley, resulta la armonía universal del todo.

Así termina la metafísica de Leibniz en una aproximación a la teodicea, al optimismo. Para

Leibniz el mundo creado por Dios, el universo de las mónadas es el mejor, el más perfecto de los

mundos posibles. Si nos ponemos a escogitar, desde el punto de vista de la lógica pura, encontraremos

que había un gran número, un número infinito de mundos posibles; pero Dios ha creado el mejor de

entre ellos. Este principio de lo mejor se dice en latín optimismus, porque óptimus es lo mejor; y la

teoría leibniziana de que este mundo creado por Dios es el mejor de los mundos posibles, es el

optimismo.

Pero esta tesis del optimismo tropieza con graves dificultades: las dificultades inherentes al mal

que existe en el mundo. ¿Cómo puede decirse que este mundo es el mejor de los mundos posibles,

cuando a cada momento vemos a los hombres asesinarse brutalmente unos a otros; vemos a los

hombres morirse de pena, de asco; vemos la infelicidad, el dolor, el llanto reinar en el mundo? Pues

¡vaya un mundo el mejor posible! Y entonces, en quinientas páginas de un libro que se llama Teodicea,

o justificación de Dios, Leibniz se esfuerza por mostrar que en efecto hay mal en el mundo, pero que

ese mal es un mal necesario. O sea que dentro de la concepción y definición del mejor mundo posible

está el que haya mal. Cualquiera otro mundo, que no fuere éste, tendría más mal que éste; porque es

forzoso que en cualquier mundo haya mal, y éste es el mundo en donde hay menos mal. No puede

haber mundo sin mal, por tres razones: que el mal metafísico procede de que el mundo es limitado,

finito; es finito y no puede por menos de serlo; el mal físico procede de que el mundo, en su apariencia

fenoménica en la realidad de nuestra vida intuitiva, es material, y la materia trae consigo la privación,

el defecto, el mal; y por otra parte, el mal moral tiene que existir también, porque es condición del bien

moral. El bien moral no es sino la victoria de la voluntad moral robusta sobre la tentación y el mal.

Bien, en lo moral, no significa más, que triunfo sobre el mal, y para que haya bien es menester que

haya mal, y por consiguiente, el mal es la base necesaria, el fondo oscuro del cuadro, absolutamente

indispensable para que sobre él se destaquen los bienes. En este mundo el mal existe por consiguiente,

como condición para el bien, y precisamente por eso éste es el mejor de los mundos posibles, porque el

mal que en él existe, es el mínimum necesario para un máximo de bien.

Así, la metafísica de Leibniz termina en estos cánticos de optimismo universal.

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5. La Ilustración6

5.1. La razón en la cultura de la ilustración

5.2. El lema de la ilustración: « ¡ten la valentía de utilizar tu propia inteligencia!»

Immanuel Kant, en su Respuesta a la pregunta: ¿qué es la ilustración? (1784), escribe lo

siguiente: «La ilustración es el abandono por el hombre del estado de minoría de edad que debe

atribuirse a sí mismo. La minoría de edad es la incapacidad de valerse del propio intelecto sin la guía de

otro. Esta minoría es imputable a sí mismo, cuando su causa no consiste en la falta de inteligencia, sino

en la ausencia de decisión y de valentía para servirse del propio intelecto sin la guía de otro. Sapere

aude! ¡Ten la valentía de utilizar tu propia inteligencia! Éste es el lema de la ilustración.» Para los

ilustrados -como dirá Kant más tarde- nuestras mentes sólo pueden liberarse de la servidumbre

espiritual si se incrementa nuestro conocimiento. Tal servidumbre es una «servidumbre de los

prejuicios, de los ídolos y de los errores evitables» (K.R. Popper). Una decidida -aunque no ingenua-

confianza en la razón humana, un uso crítico y desprejuiciado de ésta con el propósito de liberarse de

los dogmas metafísicos, de los prejuicios morales, de las supersticiones religiosas, de las relaciones

deshumanizadas entre los hombres, de las tiranías políticas: éste es el rasgo fundamental de la

ilustración. Y aunque hoy -afirman Max Horkheimer y Theodor W. Adorno en Dialéctica de la

ilustración (1947)- «la tierra completamente iluminada resplandece con el símbolo de una desventura

triunfante», «la ilustración, en su sentido más amplio de pensamiento en continuo progreso, persiguió

desde siempre el objetivo de quitarles el miedo a los hombres y convertirlos en amos [...]. El programa

de la ilustración consistía en liberar el mundo de la magia. Se proponía eliminar los mitos y substituir la

imaginación por la ciencia». Christian Thomasius (1655-1728) fue quien distinguió -en sus Lectiones

de praeiudiciis (1689-1690)- entre prejuicios debidos a la autoridad y prejuicios debidos a la

precipitación. Los ilustrados se constituyen como un ejército en lucha contra todos los prejuicios: la

verdad no tiene otra fuente que no sea la razón humana. Convierten «a la tradición en objeto de crítica,

lo mismo que [hace] la ciencia de la naturaleza con respecto a la apariencia sensible [...]. La razón, y no

la tradición, es la fuente última de la autoridad» (H. G. Gadamer).

Aunque no constituye el único movimiento cultural de la época, la ilustración es la filosofía

hegemónica en la Europa del siglo XVIII. Consiste en un articulado movimiento filosófico, pedagógico y

político, que va seduciendo de manera gradual a las clases cultas y a la activa burguesía en ascenso en

los diversos países europeos, desde Inglaterra hasta Francia, desde Alemania hasta Italia, en parte

también en Rusia y hasta en Portugal. Insertándose sobre tradiciones distintas, la ilustración no se

configura como un sistema compacto de doctrinas, sino como un movimiento en cuya base se

encuentra la confianza en la razón humana, cuyo desarrollo implica el progreso de la humanidad, al

liberarse de las cadenas ciegas y absurdas de la tradición, y del cepo de la ignorancia, la superstición, el

mito y la opresión. La razón de los ilustrados se presenta como defensa del conocimiento científico y

de la técnica como instrumentos de la transformación del mundo y del progresivo mejoramiento de las

condiciones espirituales y materiales de la humanidad; como tolerancia ética y religiosa; como defensa

de los inalienables derechos naturales del hombre y del ciudadano; como rechazo de los dogmáticos

sistemas metafísicos incontrolables desde el punto de vista fáctico; como crítica de aquellas

supersticiones en las que consistirían las religiones positivas, y como defensa del deísmo (pero también

el materialismo); como lucha contra los privilegios y la tiranía. Éstos son los rasgos o parecidos de

familia que, dentro de las variantes constituidas por las distintas ilustraciones (tomaremos en

consideración la francesa, la inglesa, la alemana y la italiana), nos permiten hablar de ilustración en

general.

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5.3. La razón de los ilustrados

La ilustración es una filosofía optimista. Es la filosofía de la burguesía en ascenso: es una

filosofía que se esfuerza y trabaja por el progreso. «Algún día todo irá mejor, ésta es nuestra

esperanza», dice Voltaire. Y tal esperanza podría no llevarse a cabo si no aportamos nuestro esfuerzo;

el desarrollo de la humanidad podría estancarse y todo se perdería. Sin embargo, ha habido y hay

progreso; incluso aunque no exista -como llegan a pensar algunos positivistas- una ineluctable ley del

progreso. En la base de este progreso espiritual, material y político, que no es lineal y que se ha dado y

se puede obtener a pesar de los obstáculos, los ilustrados colocan el uso crítico y constructivo de la

razón. No obstante -y aquí nos enfrentamos con el problema central e ineludible- ¿de qué razón se

trata? Cassirer escribe al respecto: «Para los grandes sistemas metafísicos del siglo XVII, para Descartes

y Malebranche, para Spinoza y Leibniz, la razón es el territorio propio de las verdades eternas, de

aquellas verdades que son comunes al espíritu humano y al divino. Lo que conocemos e intuimos

gracias a la razón, lo intuimos directamente en Dios: cada acto de la razón nos confirma nuestra

participación en la esencia divina, nos abre el reino de lo inteligible, de lo suprasensible.» Empero,

prosigue Cassirer, «el siglo XVIII otorga a la razón un significado diferente, más modesto. Ya no es un

conjunto de ideas innatas que se hayan dado antes de cualquier experiencia, en las que se nos

manifiesta la esencia absoluta de las cosas. La razón no es una posesión, sino más una cierta forma de

adquisición. No es el erario ni el tesoro del espíritu, en el que se halle bien custodiada la verdad, como

una moneda acabada de acuñar; por el contrario, es la fuerza originaria del espíritu, que conduce al

descubrimiento de la verdad y a su determinación. Este acto determinante constituye el germen y la

premisa indispensable de cualquier auténtica seguridad».

Todo el siglo XVIII concede a la razón este significado. «No la considera como un contenido fijo

de conocimientos, principios o verdades, sino como una facultad, como una fuerza que sólo se puede

comprender plenamente ejerciéndola y explicándola [...]. Su función más importante consiste en su

capacidad de atar y desatar. Analiza todos los simples datos de hecho, todo aquello que se había creído

con base en el testimonio de la revelación, de la tradición o de la autoridad; no descansa hasta haberlo

reducido todo a sus componentes más sencillos y hasta llegar a los últimos motivos de la fe y de la

creencia. Sin embargo, después de esta labor de disolución, comienza de nuevo el esfuerzo de

construir. La razón no puede quedarse en los disjecta membra; debe hacer surgir un nuevo edificio

[…]. Sólo a través de este doble movimiento espiritual puede definirse en su integridad la noción de

razón: no es ya la noción de un ser, sino de un hacer.» Lessing fue quien dijo que lo típicamente

humano no era la posesión de la verdad, sino el tender hacia la verdad. Montesquieu, por su parte,

sostendrá que el alma humana jamás podrá detenerse en su anhelo de saber: las cosas son una cadena, y

no se puede conocer la causa de algo o una idea cualquier sin verse poseído por el deseo de conocer la

cosa o la idea que viene después. Diderot estaba convencido de que entre otras cosas la Enciclopedia

tenía el propósito «de cambiar el modo corriente de pensar».

En resumen: los ilustrados tienen confianza en la razón, en lo cual son herederos de Descartes,

Spinoza o Leibniz. Sin embargo, a diferencia de las concepciones de éstos, la razón de los ilustrados es

la del empirista Locke, que analiza las ideas y las reduce todas a la experiencia. Se trata, pues, de una

razón limitada: limitada a la experiencia, controlada por la experiencia. La razón de los ilustrados es la

razón que encuentra su paradigma en la física de Newton: ésta no se enfrenta con las esencias, no se

pregunta cuál es, por ejemplo, la causa o la esencia de la gravedad, no formula hipótesis ni se pierde en

conjeturas sobre la naturaleza última de las cosas. Por el contrario, partiendo de la experiencia y en

continuo contacto con ésta, busca las leyes de su funcionamiento y las comprueba. El uso de la razón

ilustrada es un uso público. Kant señala: «El uso público de la razón debe ser libre en todo momento, y

sólo él puede poner en práctica la ilustración entre los hombres [...]. Entiendo por uso público de la

propia razón el uso que uno hace de ella en cuanto estudioso ante todo el público de lectores.» En el

Tratado de Metafísica, Voltaire escribe: «Nunca debemos apoyarnos en meras hipótesis; nunca

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debemos comenzar inventando principios, con los que más tarde nos pongamos a explicar todas las

cosas. En cambio, debemos empezar por una exacta descomposición de los fenómenos que nos son

conocidos. Si no recurrimos a la brújula de la matemática y a la antorcha de la experiencia, no

podremos avanzar ni un solo paso.» En opinión de los ilustrados, el verdadero método de la filosofía

«coincide en el fondo con el que había introducido Newton -con resultados tan fecundos- para el

conocimiento de la naturaleza».

Voltaire también dice que «el hombre, cuando pretende entrar en la esencia interior de las cosas y

conocerlas en sí mismas, cae muy pronto en la cuenta de los límites que se alzan ante sus facultades: se

halla en las mismas circunstancias que un ciego al que se le pide un juicio sobre la esencia del color. El

análisis, empero, es el bastón que la benévola naturaleza colocó en las manos del ciego. Con la ayuda

de dicho bastón puede avanzar a tientas en el mundo de los fenómenos, puede captar su sucesión,

comprobar el orden en que se presentan, y esto es todo lo que le hace falta para su orientación

espiritual, para la formación de su vida y de la ciencia» (E. Cassirer).

5.4. La razón ilustrada contra los sistemas metafísicos

Por lo tanto, la razón de los ilustrados es la razón de Locke y de Newton: es una razón

independiente de las verdades de la revelación religiosa y que no reconoce las verdades innatas de las

filosofías racionalistas. Se trata de una razón limitada a la experiencia y controlada por ésta. Limitada

en sus poderes y gradual en su desarrollo, la razón de los ilustrados no se halla reducida sin embargo -

como sucedía en Newton- a los hechos de la naturaleza. La razón de los ilustrados no tiene vedado

ningún campo de investigación: la razón hace referencia a la naturaleza y al mismo tiempo al hombre.

En su Ensayo sobre los elementos de la filosofía (1759), d'Alembert escribe que el renacimiento

es típico del siglo XV; la reforma es el acontecimiento más significativo del siglo XVI; la filosofía

cartesiana modifica la visión del mundo en el siglo XVII. Y en el siglo XVIII, el «siglo de la filosofía»,

d'Alembert ve otro grandioso movimiento análogo. «Apenas se considera atentamente el siglo, mediado

el cual nos encontramos, apenas se tienen en cuenta los sucesos que se desarrollan ante nosotros, las

costumbres con las que vivimos, las obras que producimos y hasta las conversaciones que tenemos, se

advierte sin dificultad que ha ocurrido un notable cambio en todas nuestras ideas: un cambio que por

rapidez hace prever que en el porvenir se dé una revolución aún mayor. Sólo con el tiempo será posible

determinar con exactitud el objeto de esta revolución e indicar su naturaleza y sus límites... y quienes

vengan después estarán en condiciones de conocer mejor que nosotros sus defectos y sus méritos.» A

nuestra época -prosigue d'Alembert- le gusta llamarse «época de la filosofía»: «Cuando se estudia sin

prejuicios el estado presente de nuestro conocimiento, no puede negarse que la filosofía ha hecho

notables progresos entre nosotros. La ciencia de la naturaleza adquiere todos los días nuevas riquezas;

la geometría ensancha su territorio y ya ha penetrado en aquellos terrenos de la física que estaban más

próximos a ella; el verdadero sistema del universo, finalmente, ha sido conocido, desarrollado y

perfeccionado. Desde la Tierra hasta Saturno, desde la historia de los cielos hasta la de los insectos, la

ciencia natural ha cambiado de cara. Y junto con ella, todas las demás ciencias han tomado una nueva

forma [...]. Este fermento, que ha actuado en todas direcciones, ha aferrado todo aquello que se le

presentaba, con violencia, como un torrente que rompe los diques. Desde los principios de la ciencia

hasta los fundamentos de la ciencia revelada, desde los problemas de la metafísica a los del gusto,

desde la música hasta la moral, de las controversias teológicas a los temas de economía y de comercio,

desde la política hasta el derecho de los pueblos y la jurisprudencia civil, todo fue discutido, analizado,

sacudido. Una nueva luz que se extendió sobre muchos temas, nuevas oscuridades que fueron

apareciendo: tal fue el fruto de ese generalizado fermento de los espíritus, al igual que el efecto de la

marea alta y la marea baja consiste en llevar a la orilla muchas cosas nuevas, y en llevarse de allí

otras.» El hombre no se reduce a razón, pero todo lo que se refiere a él puede ser investigado a través

de la razón: los principios del conocimiento, las conductas éticas, las estructuras y las instituciones

políticas, los sistemas filosóficos y las fes religiosas.

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La razón ilustrada es crítica en la medida en que es empírica, en la medida en que se halla ligada

a la experiencia. Y precisamente porque es experimental e inductivo, el racionalismo ilustrado

«comienza, en Inglaterra y en Francia, con un quebrantamiento de la anterior forma de conocimiento

filosófico, la forma de los sistemas metafísicos. Ya no cree en los derechos ni en las ventajas del

“espíritu del sistema”; en éste no encuentra una fuerza, sino un límite y un obstáculo para la razón

filosófica [...]. En lugar de encerrar la filosofía dentro de las fronteras de un determinado edificio

doctrinal, en lugar de encadenarla a determinados axiomas -establecidos de una vez para siempre- y a

las deducciones que se pueden extraer de ellos, la filosofía debe desarrollarse en libertad y desvelar en

este proceso inmanente a ella la forma fundamental de la realidad, la forma de todo el ser, tanto natural

como espiritual» (E. Cassirer).

De este modo -prosigue Cassirer en La filosofía de la Ilustración (1932)- la filosofía no es un

bloque de conocimientos que se coloque por encima o más allá de los demás conocimientos: la filosofía

«ya no se separa de la ciencia natural, de la historia, de la ciencia del derecho, de la política, sino que

en relación con todas ellas constituye su aliento vivificador, su atmósfera, la única en la que pueden

subsistir y actuar. Ya no es la substancia del espíritu como un todo en su pura función, en el modo

específico de sus investigaciones y de sus postulados, de su método y de su puro método cognoscitivo».

En conjunto, la ilustración no resulta demasiado original en lo que se refiere a sus contenidos; a

menudo, éstos provienen del siglo anterior. La originalidad filosófica del pensamiento ilustrado reside

en el examen crítico de estos contenidos y en el uso que se propone darles, en vista de un mejoramiento

del mundo y del hombre que habita en este mundo. Para la ilustración, la filosofía no es «la propia

época aprehendida con el pensamiento»; la filosofía ilustrada no es una manera de acompañar la vida y

reflejarla a través de la reflexión. La ilustración asigna al pensamiento «no [...] sólo méritos

secundarios e imitativos, sino la fuerza y la tarea de plasmar la vida. No sólo debe elegir y ordenar, sino

promover y llevar a cabo el orden que considera necesario, demostrando precisamente con este acto de

realización la propia realidad y verdad» (E. Cassirer).

La filosofía de la ilustración aparece con claridad no en las doctrinas individuales o en un

conjunto de axiomas, «sino donde aún se está configurando, donde duda y busca, donde demuele y

construye». La auténtica filosofía de la ilustración no se identifica con las teorías de los ilustrados; «no

consiste [...] tanto en determinadas tesis, cuanto en la forma en el modo de la disquisición conceptual.

Sólo en el acto y en el constante avance de esta disquisición se pueden aprehender las fuerzas

espirituales básicas que aquí predominan y sólo aquí es posible sentir el latido de la íntima vida del

pensamiento en la época ilustrada» (E. Cassirer).

5.5. El ataque contra las supersticiones de las religiones positivas

Ligado con la experiencia y contrario a los sistemas metafísicos, el racionalismo ilustrado es un

movimiento laico en lo que concierne a los mitos y las supersticiones de las religiones positivas que los

ilustrados a menudo ridiculizaron con un despreciativo sarcasmo. La actitud escéptica -y con más

frecuencia aún, irreverente- es un rasgo característico y esencial de la ilustración, filosofía que puede

considerarse sin lugar a dudas como un gran proceso de secularización del pensamiento. La ilustración

inglesa y la alemana fueron menos irreverentes con respecto a la religión. Y aunque en el seno de la

ilustración francesa se haya desarrollado una corriente materialista y atea, la filosofía ilustrada es una

filosofía del deísmo. El deísmo, a su vez, es parte integrante de la ilustración: el deísmo es la religión

racional y natural, es todo aquello y sólo aquello que la razón humana (entendida a la manera de

Locke) puede admitir.

La razón de los deístas admite:

1) la existencia de Dios;

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2) la creación y el gobierno del mundo que parte de Dios (los deístas ingleses -Toland, Tindal,

Collins, Shaftesbury- atribuyen a Dios el gobierno del mundo físico y también el del mundo moral,

mientras que Voltaire afirma que la divinidad muestra la mayor de las indiferencias por las vicisitudes

humanas);

3) la vida futura en la que recibirán su merecido el bien y mal. Voltaire dirá: «Es evidente, para

mí, que existe un Ser necesario, eterno, supremo, inteligente; y ésta [...] no es una verdad de fe sino de

razón.» Como resulta obvio, si éstas son las únicas verdades religiosas que puede alcanzar, comprobar

y aceptar la razón, entonces los contenidos, los ritos, las historias sagradas y las instituciones de las

religiones no son más que supersticiones, fruto del miedo y de la ignorancia. Es tarea de la razón el

aclarar las tinieblas de las religiones positivas, mostrando la variedad de estas religiones, analizando

sus orígenes históricos y sus usos sociales, y poniendo en evidencia su absurda deshumanización.

Ecrasez I'infâme: éste fue el grito de combate de Voltaire, no contra la creencia en Dios, sino -como él

decía- contra la superstición, la intolerancia y los absurdos de las religiones positivas.

Después de Voltaire, empero, su distinción entre creencia en Dios por una parte, y religiones

positivas e iglesias -por la otra-, no siempre se puso de manifiesto. A menudo se combaten a la vez la

creencia en Dios y la religión, como obstáculos al progreso del conocimiento, como instrumentos de

opresión y generadores de intolerancia, como causa de principios éticos erróneos y deshumanizados, y

como base de pésimos ordenamientos sociales. En su Política natural (1773) d’Holbach acusará a la

religión de que, al educar al hombre para que tema a tiranos invisibles, lo educa en realidad para el

servilismo y la cobardía ante los tiranos visibles, eliminando en él su capacidad de independencia y

aquella fuerza que lo haría moverse por sí mismo. En el Tratado sobre la tolerancia Diderot señala que

el deísta ha cortado una docena de cabezas a la hidra de la religión, pero le ha dejado una, aquella de la

cual renacerán las demás. Por consiguiente la naturaleza -en opinión de Diderot- es la que debe

substituir a la divinidad: hay que tener la valentía de liberarse de las cadenas de la religión, renunciar a

todos los dioses y reconocer los derechos de la naturaleza. Ésta le dice al hombre: «Renuncia a los

dioses que se han atribuido mis prerrogativas y vuelve a mis leyes. Dirígete nuevamente hacia la

naturaleza, de la que huiste; ella te consolará y expulsará de tu corazón todas aquellas ansias que te

oprimen y toda la inquietud que te atormenta. Abandónate a la naturaleza, a la humanidad, a ti mismo:

y hallarás flores a lo largo de todo el sendero de tu vida.» Existe, pues, una tendencia atea y materialista

en el seno de la ilustración. Sin embargo, esto no debe hacernos olvidar que la ilustración está

substancialmente impregnada de deísmo, es decir, de una religiosidad racional, natural y laica, a la que

se une una moralidad laica: «Los deberes a los que todos estamos obligados con respecto a nuestros

semejantes -afirma d’Alembert- pertenecen esencial y exclusivamente al ámbito de la razón y por lo

tanto son uniformes en todos los pueblos.» Voltaire añade: «Por religión natural hay que entender

aquellos principios morales que son comunes a todo el género humano».

Vemos aquí dos elementos: el deísmo, es decir, creencias racionales; y los deberes naturales -por

ejemplo la tolerancia o la libertad- que son también racionales, laicos e independientes de la revelación.

Basándose en esta constatación, E. Cassirer está en condiciones de decir que en la ilustración «reina un

sentimiento fundamental auténticamente creativo: domina una esperanza incondicional en la formación

y la renovación del mundo. Esta renovación se exige y se espera de la religión misma. [...] Cuanto más

se siente la insuficiencia de las respuestas que hasta ahora ha dado la religión a los principales temas

del conocimiento y de la moralidad, tanto más intenso y apasionado será el planteamiento de dichas

cuestiones. La batalla ya no se entabla alrededor de los dogmas individuales y de sus interpretaciones,

sino acerca del modo de la certeza religiosa: ésta no sólo se refiere a las cosas creídas, sino a la manera

y al enfoque, a la función de la fe como tal. Se aspira, sobre todo en el ámbito de la filosofía ilustrada

alemana, no a una disolución de la religión, sino a su motivación trascendental y a su trascendental

profundización. Esta aspiración explica el carácter específico de la religiosidad en la época ilustrada, se

explican sus tendencias negativa y positiva, su fe y su incredulidad. Sólo cuando se reúnen estos dos

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elementos, cuando se reconozca su dependencia recíproca, se puede entender -de veras, en su unidad

real, la evolución histórica de la filosofía religiosa en el siglo XVIII».

5.6. Razón y derecho natural

Contrario a los sistemas metafísicos, defensor de una religiosidad y, una moralidad racionales y

laicas, el racionalismo ilustrado coloca la razón como fundamento de las normas jurídicas y de las

concepciones del Estado. Si se habla de religión natural y de moral natural, se habla también de

derecho natural. Natural significa racional o, mejor aún, no sobrenatural. El espíritu crítico de los

ilustrados, con el que se criban todas las ideas, opiniones y creencias del pasado penetra en todas partes

y «también se encuentra en las obras de los escritores de filosofía política y jurídica, que se esfuerzan

por replantear y transformar los principios de la vida social y la manera en que ésta estaba organizada.

El ideal iusnaturalista de un derecho conforme a la razón se define en el siglo XVIII de un modo cada vez

más radical e inspira proyectos de reforma, a veces éstas son efectuadas por los soberanos mismos,

muchos de los cuales gustan de ser llamados “ilustrados” aunque continúen siendo absolutos, y en otras

ocasiones, en cambio, se propugnan y se realizan en contra de ellos. En Francia la ilustración jurídico-

política desembocará en la revolución, uno de cuyos primeros actos será la declaración -típicamente

iusnaturalista- de los derechos del hombre y del ciudadano. En efecto, es propio de la ilustración el

encauzar la investigación cognoscitiva hacia fines prácticos, con el objetivo de mejorar -de hacer más

conforme a la razón, que se consideraba como modo de hacerla más feliz- la condición humana» (G.

Fassó).

En El espíritu de las leyes Montesquieu afirma: «Las leyes, en su significado más amplio, son las

relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas.» Aunque nos hayamos liberado de

las cadenas de la religión, debemos estar sujetos -dice también Montesquieu en sus Cartas persas- al

dominio de la justicia: las leyes del derecho son objetivas y no modificables, al igual que las de la

matemática. Por su parte Voltaire, aunque constata la gran diversidad de las costumbres y aunque ve

que «lo que en una región se llama virtud es justamente lo que en otra se llama vicio», era sin embargo

de la opinión de que «existen ciertas leyes naturales, sobre las cuales los hombres de todas las partes

del mundo tienen que estar de acuerdo [...]. Al igual que [Dios] les dio a las abejas un fuerte instinto, en

virtud del cual trabajan en común y al mismo tiempo hallan su alimento, también le dio al hombre

ciertos sentimientos, de los que jamás puede renegar: éstos son los vínculos eternos y las primeras leyes

de la sociedad humana». La fe en una naturaleza inmutable del hombre -hecha de inclinaciones,

instintos y necesidades sensibles- también la encontramos en Diderot, que logró reafirmarla contra las

tesis de Helvetius, según las cuales los instintos morales no serían otra cosa que un disfraz del egoísmo.

Según Diderot existen vínculos naturales entre los hombres, vínculos que las morales religiosas

pretenden romper.

Mario A. Cattaneo -filósofo contemporáneo del derecho- escribió que las características

generales de la doctrina ilustrada son: 1) «una actitud racionalista con respecto al derecho natural»; 2)

«una actitud voluntarista en relación con el derecho positivo». La racionalidad y la universalidad de la

ley, la traducción que hace el legislador de las reglas eternas e inmutables del derecho natural

transformándolas en derecho positivo, y la certidumbre del derecho serían las instancias más

importantes de la doctrina ilustrada, la cual -siempre en opinión de Cattaneo- se configura como una

lucha por la elaboración y la puesta en práctica de valores jurídicos esenciales. Tal concepción, en un

primer momento, se mueve dentro de los límites del despotismo ilustrado, para abandonarlo más tarde

a través de propuestas políticas teóricas y prácticas de naturaleza liberal, y acabar desembocando en la

revolución o en reformas institucionales que subvierten el orden del ancien régime y que resultan

decisivas para la construcción del moderno Estado de derecho. La conclusión que extrae Cattaneo es

«la afirmación del carácter esencialmente liberal y democrático de la filosofía jurídica ilustrada, de

manera que la adhesión a dicha concepción significa una toma de posición a favor de la libertad

política y de la democracia». La ilustración jurídica influyó sobre los soberanos ilustrados, sobre todo

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en Alemania y Austria, y sobre aquella burguesía en ascenso que especialmente en Francia se rebelará

contra los monarcas. Por consiguiente -como ha afirmado hace poco otro filósofo del derecho, G.

Tarello- la ilustración jurídica del área germánica es «la ideología operativa de los soberanos y de los

funcionarios, [...] la ideología de quienes poseen el poder político»; en cambio, la ilustración jurídica

francesa e incluso la italiana estarían constituidas por «una serie de ideologías radicalizadas y de

oposición, que por principio no compartían los soberanos ni, durante mucho tiempo, tampoco sus

funcionarios». Estas ideologías, agrega Tarello, no eran por sí mismas revolucionarias, pero llegaron a

serlo cuando -bajo la presión de los acontecimientos históricos- la burguesía las transformó en «una

compleja máquina ideológica, capaz de destruir la cultura y las instituciones jurídico-políticas

existentes». Parece útil, sin ninguna duda, distinguir entre una ilustración jurídica reformista y una

ilustración jurídica revolucionaria, por lo menos en primera instancia, «para describir la configuración

y los resultados que obtuvieron determinadas doctrinas jurídicas en Francia y en el área germánica

durante el siglo XVIII» (P. Comanducci).

Basándose en las ideas iusnaturalistas de los ilustrados se elaboró la doctrina de los derechos del

hombre y del ciudadano, que halla su realización más elocuente en la Declaración de los derechos del

hombre y del ciudadano, mediante la cual la Asamblea constituyente francesa quiso especificar en

1789 aquellos principios que servirían como documento programático de la revolución. Los derechos

del hombre y del ciudadano, que la Asamblea constituyente considera naturales, son los siguientes: la

libertad, la igualdad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. La ley es igual para todos

y señala límites precisos al poder ejecutivo, con objeto de proteger la libertad personal y la libertad de

opinión, de religión y de palabra. La ley es manifestación de la voluntad general y se elabora con el

concurso directo de todos los ciudadanos o a través de sus representantes. Se afirma que la propiedad es

un derecho sagrado e inviolable. De clara inspiración individualista, la Declaración francesa de 1789 se

remite a la americana de 1776, es decir, a la «declaración de derechos formulada por los representantes

del buen pueblo de Virginia, reunido en una convención libre y plena», en cuyo artículo 1° leemos que

«todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes y poseen determinados

derechos innatos, de los cuales -cuando entran en el estado de sociedad- no pueden mediante ningún

pacto privar o despojar a sus descendientes: el disfrute de la vida y la posesión de la propiedad, y la

búsqueda y el logro de la felicidad y de la seguridad». Esto se declara en el artículo 1° mientras que en

el artículo 2° se dice que «todo el poder reside en el pueblo y, por consiguiente, de él procede». El

artículo 3° continúa: «el gobierno es, o debe ser, instituido para la utilidad pública, la protección y la

seguridad del pueblo»; artículo 4° «ningún hombre o grupo de hombres tiene derecho a remuneraciones

o privilegios particulares». Artículo 5° «los poderes legislativo y ejecutivo del Estado deben estar

separados y distinguirse del poder judicial.» En este mismo tono prosigue la enunciación de lo que más

adelante serán considerados como principios básicos del Estado liberal-democrático o Estado de

derecho. Criticados desde la derecha y desde la izquierda, los principios establecidos en la doctrina de

los derechos del hombre y del ciudadano sirven de base a los ordenamientos constitucionales de los

Estados democráticos de tipo occidental. Y a pesar de sus limitaciones tantas veces denunciadas, la

ilustración jurídica aún perdura en la teoría y en la práctica del Estado de derecho en nuestros días. En

lo que respecta más específicamente al siglo XVIII, actuó de manera muy fecunda «apartando los

residuos de doctrinas y de instituciones efectivamente superadas, y [...] estimulando la racionalización

de la legislación y la afirmación de los principios iusnaturalistas de libertad y tolerancias (G. Fassó).

Por lo que concierne a la racionalización de la legislación, téngase en cuenta, por ejemplo, que en

Francia «la unificación del sujeto de derechos no consistía en otra cosa [...] que en la eliminación de los

múltiples estados jurídicos (noble, eclesiástico, comerciante, católico, protestante, judío, hombre,

mujer, primogénito, etc.), que poseían relevancia procesal y substancial, y que correspondían a la

estratificación social del ancien régime» (P. Comanducci). Aunque las ideas iusnaturalistas de libertad

e igualdad del individuo son consideradas por los intérpretes marxistas como la sistematización supra-

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estructural de un proceso económico estructural, el filósofo del derecho Gioele Solari escribía en 1911

que «la codificación resume los seculares esfuerzos de los príncipes, los jurisconsultos y los filósofos

por reducir la legislación civil a una unidad material y formal [...]; la invocada uniformidad de las leyes

civiles implicaba la abolición de todas las desigualdades jurídicas derivadas del nacimiento, la clase

social, la profesión, la riqueza o el domicilio». Y si los principios éticos y jurídicos son naturales,

también lo serán aquellos principios que los economistas como François Quesnay (1694-1774),

Mercier de la Rivière, Du Pont de Nemours y otros, resumirán en el pensamiento fisiocrático, cuyo

núcleo esencial está en la fórmula liberal: Laissez faire, laissez passer. La propiedad privada y la libre

competencia son naturales, mientras que es contraria al «orden natural» cualquier intervención estatal

que tienda a bloquear o a obstaculizar estas leyes naturales. La función del Estado o del soberano es

esencialmente negativa: debe limitarse a quitar los obstáculos que impiden el normal desarrollo del

orden natural.

5.7. Ilustración y burguesía

La evolución de la ilustración está entrelazada con el desarrollo desigual de la burguesía en los

distintos países europeos. «El avance de la burguesía, que ya había caracterizado el desarrollo de una

parte notable de los países más civilizados de Europa durante el siglo precedente, asumió en el siglo

XVIII un nuevo ímpetu y una nueva fuerza de choque. Tuvieron lugar importantes desplazamientos de

riqueza, se iniciaron nuevas empresas económicas, aumentó el comercio, se reorganizó y consolidó la

explotación de los pueblos colonizados. Ya no se toleraron los obstáculos a las nuevas iniciativas, que

entraron en un conflicto abierto con las fuerzas que habían detentado el monopolio del poder durante

las épocas anteriores [...]. El avance de la burguesía y el incremento de la producción, la confianza en

las iniciativas humanas y la laicización de la cultura son fenómenos que caracterizan de manera global

el grandioso y complejo desarrollo de la civilización europea durante el siglo XVIII» (L. Geymonat).

En el marco de esta evolución, diferenciado en cada una de las naciones -como nos enseñan los

textos de historia- el interés de los intelectuales se dirige hacia la clase burguesa, sujeto del progreso.

Aunque la propiedad de la tierra sea en el siglo XVIII una importante fuente de riqueza, el artesanado se

va transformando de manera decidida en industria, y la ciencia y la tecnología parecen poner en

práctica el sueño de Bacon, referente a la transformación del mundo en servicio del hombre. Junto con

la industria, el comercio se incrementa de un modo impensable con anterioridad. En la décima de sus

Cartas inglesas, Voltaire escribe lo siguiente, a propósito del significado del comercio británico: «El

comercio que en Inglaterra ha enriquecido a los ciudadanos, contribuyó a hacerlos libres, y esta libertad

a su vez extendió el comercio, de donde procede la grandeza del Estado. El comercio es el que ha ido

creando poco a poco aquellas fuerzas navales que convierten a los ingleses en dueños de los mares.»

Una notable estabilidad interna y una expansión hacia el exterior facilitada por la política del equilibrio,

permitió a la burguesía inglesa un desarrollo sin los obstáculos que en cambio encontró ante sí la

francesa.

En Francia la política absolutista de Luís XIV había ido ensanchando cada vez más el abismo

existente entre la clase política y las fuerzas activas y en ascenso dentro de la nación. Las

consecuencias del fracaso de la política exterior de Luís XIV fueron graves, y las guerras prolongadas

habían debilitado de manera muy onerosa las finanzas del Estado. Sin duda, al revocar el edicto de

Nantes (1685), el monarca consolida la unidad política del país, pero esto hace que Francia tenga que

pagar el alto precio de la pérdida de energías muy valiosas. Además, el tercer estado -al que estaban

vinculados los hugonotes- separa mayoritariamente su propio destino del que corresponde al poder

absoluto y de manera paulatina va enfrentándose con éste, hasta llegar a la revolución. En este combate

contra un poder incapaz de interpretarla y de dejarla hacer, contra los privilegios feudales de la nobleza

y del clero, la burguesía utilizará como armas poderosas las ideas defendidas por los ilustrados, quienes

a su vez habían visto en ella el sujeto del progreso, y en sus iniciativas, efectivos pasos hacia delante en

el camino de la realización de tal progreso.

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Como testimonio de lo que acabamos de decir, veamos lo que escribe Diderot en la Enciclopedia

con respecto a los grandes talleres: «Se presta atención a la bondad de los materiales, mientras que la

prontitud y la perfección del trabajo sólo están en función de la cantidad de operarios que se emplean.

Cuando una fábrica tiene numerosos operarios, cada fase de la elaboración ocupa a un hombre distinto.

Un operario lleva a cabo, y llevará a cabo durante toda su vida, una sola y única operación; otro, otra;

por eso, cada una se realiza correcta y rápidamente, y la mejor ejecución coincide con el mínimo costo.

Además, el buen gusto y la destreza se perfeccionan sin duda gracias a la elevada cantidad de

operarios, porque es difícil que no haya algunos capaces de reflexionar, combinar y descubrir por

último aquel modo que les permita superar a sus compañeros: cómo ahorrar material, ganar tiempo o

hacer que progrese la industria, ya sea con una nueva máquina, o con una manipulación más cómoda.»

El entusiasmo de Diderot por aquella revolución industrial que en pocas décadas conmocionará la vida

de la mayor parte de los países europeos -y no sólo de los europeos- es algo sincero, pero contemplado

con una perspectiva actual, cabe decir por lo menos que resulta ingenuo. «Los problemas sociales de la

clase trabajadora aún no suscitan un interés demasiado grande durante el siglo XVIII, ni siquiera entre los

pensadores más progresistas; por el momento, la preocupación fundamental consiste en otra cosa:

facilitar la iniciativa de los nuevos empresarios (echando a tierra los obstáculos que ésta encuentra en

las viejas legislaciones de origen feudal) y permitirles asumir lo más pronto posible el peso político que

corresponde a su creciente fuerza económica» (L. Geymonat).

5.8. Cómo difundieron las «luces» los ilustrados

Por las razones antes descritas, las ideas ilustradas no penetraron en las masas populares de la

Europa del siglo XVIII. En líneas generales, las clases populares permanecieron ajenas al movimiento

ilustrado, mientras los ilustrados se dedicaban a propagar las nuevas ideas en las clases intelectuales y

en la burguesía avanzada de toda Europa, interesando cultural y políticamente a naciones muy

diferentes entre sí: desde Inglaterra hasta Italia, desde Portugal hasta Prusia, desde Francia hasta Rusia.

La capacidad divulgadora de los ilustrados constituye un acontecimiento sorprendente y ejemplar

dentro de la historia cultural europea. En realidad, los philosophes (como eran llamados comúnmente

los exponentes de las «luces») no tuvieron ideas filosóficas demasiado originales y tampoco crearon

grandes sistemas teóricos. En cambio, fueron considerados por todos como maestros de sabiduría,

consejeros natos de los monarcas y guías naturales de la clase media emergente. Se comprende, pues,

que hayan insistido en la divulgación de sus propias opiniones, para convertirlas en eficaces.

Los medios utilizados para acelerar la circulación de las ideas iluministas fueron las academias, la

masonería, los salones, la Enciclopedia, las cartas y los ensayos.

Las academias, nacidas en el siglo XVI y extendidas durante el XVII, se multiplicaron en el siglo

XVIII. Los ilustrados asumieron una postura crítica ante las academias que con demasiada frecuencia se

dedicaban a ejercicios abstractamente literarios. De este modo lograron que se otorgase en ellas una

mayor atención a las ciencias naturales, físicas y matemáticas, a los estudios agrarios, etc. En Italia fue

modélica la Accademia del Pugni, fundada en 1762 por un grupo de milaneses bajo la dirección de

Pietro Verri. Los miembros de dicha academia eran jóvenes que estaban decididos a criticar la cultura y

las costumbres de sus padres, y dispuestos a configurarse como representantes de las luces y de la

cultura empírica. Los jóvenes milaneses entablaron discusiones tan vivas que en broma calificaron a su

grupo como «Academia de los Puños». Tan singulares académicos milaneses llegaron a publicar una

revista, «Il Caffè», entre 1764 y 1766, donde se trataba de todo, desde la física galileana hasta el

contagio de la viruela, desde temas astronómicos hasta cuestiones historiográficas, lingüísticas y

políticas.

La masonería fue otro vehículo eficaz para la ilustración. Surgida en Londres en 1717, muy

pronto se puso de moda en Europa. Fueron masones Goethe y Mozart, Voltaire y Diderot, Franklin y...

Casanova. La primera masonería londinense respondía a las exigencias de paz y de tolerancia de una

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Inglaterra que acababa de salir de profundos enfrentamientos políticos y religiosos; en cambio, la

masonería del mundo latino fue más agresiva y anticlerical. De todas maneras, también ésta se

desarrolló sobre la base de principios profundamente ilustrados, como por ejemplo la fe no dogmática

en un único Dios (fueron precisamente los ilustrados quienes difundieron el rechazo ante el término

«dogma»), la educación de la humanidad, la amistad tolerante entre hombres de culturas diversas. Las

primeras Constituciones de la masonería, publicadas por James Anderson en 1723, declaraban que «un

masón tiene la obligación, en virtud de su título, de obedecer a la ley moral; y si comprende bien al

arte, jamás será un necio ateo ni un libertino sin religión». Empero, se añade: «En los tiempos antiguos,

los masones (es decir los albañiles medievales pertenecientes a la corporación de su oficio) estaban

obligados en cada país a profesar la religión de su patria o nación, cualquiera que ésta fuese; hoy en

día, sin embargo, permitiendo a cada uno de ellos sus opiniones particulares, se considera más

apropiado obligarlos únicamente a seguir la religión en torno a la cual están de acuerdo todos los

hombres: consiste en ser buenos, sinceros, modestos y personas de honor, cualquiera que sea el credo

que posean.» La Iglesia condenó muy pronto la masonería (1738), debido a que ésta rechazaba las

proposiciones dogmáticas (las verdades de fe) que resultaban imprescindibles para el cristianismo; no

obstante, la condena pontificia tuvo un éxito limitado.

Los salones constituyeron otro instrumento de la cultura ilustrada. «La vida cultural del siglo

halla su expresión mundana en los salones. Lugar de encuentro y de reunión para literatos y estudiosos,

ansiado cenáculo para los extranjeros de prestigio, constituyen un activo, variado y dúctil vehículo de

relaciones e intercambios intelectuales. París suministra el modelo adecuado, el París que representa en

aquel siglo el espejo en el que se refleja todo el mundo intelectual europeo» (F. Valsecchi). Fueron

justamente los salones los que permitieron que las mujeres se integrasen activamente en la cultura

propia del siglo, discutiendo acerca de filosofía e interesándose por los descubrimientos científicos.

La Enciclopedia francesa resumía el saber ilustrado en 17 volúmenes, y logró un resonante éxito

editorial. Las ganancias obtenidas por los editores fueron del 500 %: nunca se había visto un beneficio

tan elevado, en ningún otro tipo de comercio, señaló Voltaire. De este modo, la Enciclopedia se

convirtió en una herramienta formidable para el pensamiento ilustrado.

El epistolario fue otro canal ilustrado para difundir, de manera personal e inmediata, el aprecio

por las luces de la razón. La Europa de la segunda mitad del siglo XVIII pudo disfrutar de un largo

período de paz, lo cual permitió una intensa correspondencia, que convirtió a los ilustrados en una clase

que se comunicaba por encima de las fronteras nacionales. A través de las cartas se comunicaban sobre

todo las experiencias de viajes (en el siglo XVIII se viajó mucho más que en el XVII) e informaciones

científicas (de ello se beneficiaron las ciencias naturales y asimismo, en gran medida, la historia).

Los ensayos fueron un poderoso instrumento propagador de la ilustración. Voltaire, en

representación de todos los demás autores, manifestó su disgusto y su desacuerdo ante los escritos

palaciegos y altisonantes. Los ilustrados preferían en general el ensayo, un escrito breve, jugoso, vivaz

e ingenioso -si era posible- y, de buena gana, polémico. El ensayo se transformaba con facilidad en

libelo irónico y burlón, en panfleto. Los franceses fueron maestros en el género ensayístico. Y en Italia

apareció un ensayo que conoció un éxito estruendoso, Sobre los delitos y las penas, de Cesare

Beccaria.

El estilo de los ensayos también se manifestó a través de los periódicos y las revistas. Estas

publicaciones ya existían en el siglo XVII, pero en el XVIII se volvieron más ágiles y numerosas, y se

convirtieron en poderosa arma de difusión ideológica. «En 1782 en Londres se publicaban 18

periódicos; diez años después se editaban 42», señala asombrado el historiador Anderson. Las revistas

y los periódicos en general se dedicaban a formular juicios, con un estilo accesible e inmediato, sobre

los hechos políticos y culturales. Estaba de moda el declarar que tales juicios eran ilustrados. Sin

embargo, a pesar de su gran capacidad divulgadora, la ilustración «fue más una actitud mental que una

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orientación científica y filosófica. Pocos seguían de cerca las discusiones intelectuales que se

desarrollaban entre unos cuantos hombres en Londres y, sobre todo, en París, y menos todavía eran los

que aceptaban todas las conclusiones formuladas por los pensadores más revolucionarios. No obstante,

a pesar de las variantes locales y de las contradicciones individuales, los nuevos valores se iban

difundiendo lentamente a través de Europa» (N. Hampson).

6. KANT

Si consideramos el conjunto de la filosofía de Leibniz, podemos decir que en ella el racionalismo

llega a su más alta cumbre. Después de la labor llevada a cabo por el pensamiento leibniziano, se

establece en toda la ciencia y en toda la filosofía europea el imperio del racionalismo.7

La distinción hecha por Leibniz entre verdades de razón y verdades de hecho implica que el ideal

del conocimiento científico consiste en estructurar todos sus elementos como verdades de razón. Ese

ideal no es accesible de un golpe, sino poco a poco. Ese ideal es un propósito del hombre, cuya razón

se pone a prueba en la resolución de problemas científicos planteados por la realidad. Pero la

resolución de esos problemas consiste primordialmente en eso: en que las comprobaciones de hecho

enviadas por la experiencia se conviertan en verdades de razón, o sea en juicios cuyo fundamento esté

demostrado, extraído de otras verdades de razón más profundas; y así sucesivamente.

El ideal del racionalismo consiste, pues, en que el conocimiento humano llegue a estructurarse

del mismo modo como lo está la matemática, como lo está la geometría, el álgebra, la aritmética, el

cálculo diferencial y el cálculo integral. Es éste el momento más sublime de la física matemática; es

éste el instante en que todas las esperanzas están permitidas al hombre y en que esas esperanzas

parecen tener, de momento, ya un cumplimiento tan extraordinario que se toca, por decirlo así, el

momento en que el hombre va a poder alcanzar una fórmula matemática que comprenda en la brevedad

de sus términos el conjunto íntegro de la naturaleza.

Este racionalismo, que aspira a que todo lo dado se convierta en pura razón, este racionalismo

encuentra su realización metafísica en la teoría de las mónadas. Del mismo modo que los

conocimientos de hecho han de ser problemas para convertirse más o menos pronto en verdades de

razón, del mismo modo el desenvolvimiento interno de la mónada, que la lleva de una percepción a

otra, culmina en el reflejo que cada mónada es en sí misma de todo el universo; y las jerarquías de las

mónadas llegan a su más alta cumbre en Dios, para quien toda percepción es apercepción, toda idea es

idea clara y todo hecho es al mismo tiempo razón. Hay, pues, en el racionalismo de Leibniz una

metafísica espiritualista, que es la que se expuso en páginas anteriores. Esta metafísica espiritualista

nos representa el universo entero como constituido por puntos de substancia espiritual, que llamamos

mónadas. Es decir, que el universo entero presenta ante nosotros dos caras. Una cara, que es la de los

objetos materiales, sus movimientos, sus combinaciones y las leyes de estos movimientos y

combinaciones; una cara que podríamos llamar por consiguiente fenoménica: la del mundo tal como lo

vemos, lo percibimos y lo sentimos. Pero más profundamente, del otro lado de esa cara visible de los

fenómenos, se hallan las verdaderas realidades; se hallan las existencias en sí mismas de las mónadas.

Todo eso que nos aparece a nosotros como objetos extensos en el espacio, moviéndose unos con

respecto a otros, siguiendo las leyes conocidas por la física, las leyes del movimiento, todos esos

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fenómenos que vemos, oímos y tocamos, no son sino aspectos externos, ideas confusas de una realidad

profunda, la realidad de esas mónadas espirituales.

Así, en la filosofía racionalista de Leibniz reaparece la teoría de los dos mundos que ya hubimos

de ver al iniciarse la filosofía griega con Parménides: un mundo fenoménico de apariencias y un mundo

en sí mismo de substancias reales, de substancias que son cosas en sí. Para Leibniz estas cosas en “sí”

son las mónadas. Lo que de verdad existe no es, como para Descartes, el espacio mismo; no es como

para los ingleses, las vivencias; pero es esas unidades espirituales que, en la simplicidad de su propio

ser metafísico, contienen la multiplicidad de las percepciones. Notamos, pues, aquí, que en la

metafísica de Leibniz el desarrollo de la idea idealista, el desarrollo de la actitud idealista iniciada por

Descartes, no ha llegado todavía a su terminación. En Descartes encontramos aún un residuo del

realismo aristotélico a pesar de la actitud inicial idealista. Ese residuo estaba en la teoría de las tres

substancias. En los ingleses encontramos una curiosa y extraña trasposición del concepto aristotélico de

cosa “en sí”, que en vez de aplicarse a la substancia, se traslada a la vivencia misma. Y ahora aquí en

Leibniz, encontramos también ese residuo del realismo aristotélico en la consideración de la mónada

como cosa en sí misma. La mónada no es objeto del conocimiento científico, sino que es algo que

trasciende del objeto del conocimiento científico y que existe en sí y por sí, sea o no conocida por

nosotros. Esa existencia metafísica trascendente, de la mónada, esa existencia, esa “cosidad” en sí

misma, es el residuo de la metafísica realista aristotélica.

La misión de la filosofía que ha de suceder a la de Leibniz, la filosofía de Kant, va a consistir en

dar plena terminación y remate al movimiento iniciado por la actitud idealista. La actitud idealista

había puesto el acento, la base de todo razonar filosófico, sobre la intuición del yo, sobre la convicción

de que los pensamientos no son más inmediatamente conocidos que los objetos de los pensamientos.

Pero el desenvolvimiento de esa actitud idealista, el desenvolvimiento de las posibilidades contenidas

dentro de esa actitud idealista, había arrastrado consigo, constantemente, un residuo de realismo; por

cuanto que todos estos filósofos, aun situándose en la actitud idealista, no la llevaban hasta sus últimos

extremos, sino que en algún momento de su desarrollo detenían ese pensamiento idealista y

determinaban la existencia trascendente, “en sí”, de algún elemento de los que habían encontrado en su

camino: era el espacio, Dios, el alma pensante, ora las vivencias mismas como hechos, ora esas

mónadas que detrás de la realidad de las cosas percibidas, constituyen una auténtica y más plena

realidad.

Pues bien. Era necesario, por dialéctica histórica interna, que ese proceso iniciado por Descartes

llegara a su término y su remate. Era necesario que viniese un pensador capaz de dar fin, de concluir y

rematar por completo, las posibilidades contenidas en la actitud idealista. Este pensador fue Manuel

Kant. Manuel Kant terminó definitivamente -y esta es su hazaña fundamental- con la idea del ser en sí.

A partir de Kant no se va a poder hablar de “ser en sí”; y si se vuelve a hablar de ser en si, será en

un sentido completamente distinto del que ha tenido hasta ahora. Kant va a esforzarse por mostrar

cómo, en la relación de conocimiento, lo que llamamos ser, es, no un ser “en sí”, sino un ser objeto, un

ser “para” ser conocido, un ser puesto lógicamente por el sujeto pensante y cognoscente mismo, como

objeto de conocimiento, pero no “en sí” ni por sí, como una realidad trascendente.

Esta va a ser la labor de Kant.

Así, pues, Kant cierra un período de la historia de la filosofía. Cierra el período que comienza con

Descartes. Y al cerrar este período nos da la formulación más completa y perfecta del idealismo

trascendental. Pero por otra parte Kant abre un nuevo período. Habiendo establecido Kant un nuevo

sentido del ser, que no es el ser “en sí”, sino el ser “para” el conocimiento, el ser en el conocimiento,

abre Kant un nuevo período para la filosofía, que es el período de desenvolvimiento del idealismo

trascendental que llega hasta nuestros días. Todavía hoy hay pensadores, como Husserl, que llaman a

su propio sistema idealismo trascendental.

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Kant se encontraba, cuando vino al mundo filosófico, por ventura y por genio de su inmensa

capacidad filosófica, situado en el cruce de las tres grandes corrientes ideológicas que surcaban el siglo

XVIII. Estas tres grandes corrientes filosóficas eran, por una parte, el racionalismo de Leibniz, que ya se

explicó; por otra parte, el empirismo de Hume, que explicamos anteriormente; y, en tercer lugar, la

ciencia positiva físico-matemática que Newton acababa de establecer. En la confluencia de esas tres

grandes corrientes situóse Kant; y de esas tres grandes corrientes sacó los elementos fundamentales

para poder plantear de un modo eficaz, de un modo concreto, el problema de la teoría del conocimiento

y seguidamente el problema de la metafísica. Kant, pues, en esta encrucijada, representa al hombre que

tiene en la mano todos los hilos de la ideología de su tiempo.

Y ved la maravilla histórica de esta casa. Este hombre en el cual se concentraban todas las

tendencias capitales de su tiempo, vivió en una ciudad perdida en lo más remoto del oriente

septentrional europeo, en la Prusia oriental, allá casi en los límites de Rusia y de Finlandia; en

Königsberg, perdida cerca ya de los límites mismos de la Europa culta de entonces, puesto que Rusia

acababa de nacer al mundo europeo bajo Pedro el Grande. Kant nació en esa ciudad en el año 1724.

Vivió en esa ciudad ochenta años; murió sin haber salido ni un solo día de ella. Allá, en aquel remoto

rincón de Europa, el lugar geográficamente más excéntrico de Europa, allá, tenía ese hombre en sus

manos los hilos de los grandes pensamientos, que se habían estado pensando y se seguían pensando en

Londres, en París, en Leipzig, en Holanda, en Viena. Y si la vida de este hombre representa algún

ejemplo en la filosofía, representa ese poder que las ideas, los pensamientos tienen de vivir su propia

vida en la historia. El ejemplo más grande está en ese hombre, en ese Kant hijo de una modestísima

familia, de un talabartero. El padre de Kant era un hombre humilde. Su abuelo -porque los historiadores

han perseguido la ascendencia de Kant hasta sus bisabuelos- será también un modestísimo trabajador

del mismo oficio que su padre: era talabartero en Memel. El bisabuelo tenía una posada en Werden,

cerca de Heydekrug.

Kant se educó en una familia extraordinariamente religiosa y en medio de la más grande penuria.

Cuando tuvo apenas la edad de salir de los estudios secundarios, entró en la universidad y para poder

subsistir se dedicó a dar lecciones particulares. Entro de preceptor en una familia noble que tenía un

castillo en las inmediatas proximidades de Königsberg; de modo que lo más lejos que salió Kant de

Königsberg fue unos diez kilómetros a lo sumo. Estuvo durante algún tiempo de preceptor privado de

hijos de familias acomodadas. Entre otras familias, estuvo de preceptor también en la casa de los

condes Keyserling, que son de allí; y actualmente conocen ustedes seguramente uno de sus

descendientes en cuarta o quinta generación, también filósofo.

Luego abandona la profesión de preceptor privado y entra de docente en la universidad; de

docente sin el título de profesor, lo que se llama en Alemania “privat dozent”. Muchos años, quince

años, estuvo en esas condiciones. Muchas veces el consejo de la universidad y el ministro de Prusia

estuvieron tentados de nombrarlo profesor ordinario; pero por unas u otras razones no pudo ser. No

llegó a ser nombrado profesor ordinario hasta muy tarde, cuando tenía ya cuarenta y seis años. Y siguió

en Königsberg viviendo tranquilamente una vida de solterón meticuloso, muy exacto. Era muy bajito

de cuerpo, no llegaba a 1.50 de estatura y era extraordinariamente flaco; tenía el pecho hundido y el

hombro derecho más alto que el izquierdo. Andaba muy despacito. Desde niño su salud fue muy

precaria. Era el colmo de la puntualidad; salía de su casa todos los días exactamente a la misma hora;

iba a la universidad tardando exactamente el mismo tiempo; dictaba sus clases con una puntualidad de

reloj; volvía a su casa exactamente a la misma hora; tanto, que las comadres del barrio, cuando tenían

duda sobre la hora que era decían: ya deben ser las nueve porque acaba de pasar el señor Kant. En su

casa hacía también la vida más metódica que imaginar se pueda; metódico en su dormir, en su trabajar,

en sus ejercicios, en su comida, hasta el punto que una vez hallándose un poco apurado de tiempo para

terminar un manuscrito, tuvo que suprimir una hora de paseo que hacía regularmente por una avenida, a

la que le han puesto el nombre de avenida o paseo del filósofo; y como por ese motivo tuvo que

suspender esa hora de paseo, inventó el arreglo, muy de Kant, de poner su pañuelo a tres o cuatro

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metros de la mesa en que escribía, con el objeto de que, de vez en cuando, tuviera que levantarse para

tomarlo y volver otra vez a escribir. A fuerza de esa meticulosidad un poco pedante y un poco

burguesa, logró vivir ochenta años, con una salud extraordinariamente precaria.

Pero los esfuerzos de trabajo mental que hizo, principalmente en la segunda mitad de su vida,

fueron tan grandes que unos diez años antes de morir se vio obligado a suspender sus lecciones en la

universidad y un par de años antes de morir había perdido la memoria y la inteligencia y se encontraba

en un estado de depresión mental y física completamente definitivo.

Hasta muy entrado en años no llega Kant a percibir, a intuir claramente su sistema filosófico. Su

libro formidable, uno de los libros más grandes quizá, y sin duda el más estudiado, el más comentado,

el más discutido de toda la literatura filosófica de todos los tiempos, su Crítica de la Razón pura, lo

escribió cuando ya tenía cincuenta y siete años. Hasta entonces había sido un excelente profesor de

filosofía; pero sus enseñanzas de la filosofía no se habían destacado en nada de la enseñanza corriente

en aquellos tiempos en las universidades alemanas. En las universidades alemanas dominaba en aquel

tiempo la filosofía de Leibniz en la forma escolar que le habían dado los discípulos de Leibniz, entre

ellos Wolff, Baumgarten, Meier.

Y la enseñanza de Kant en la universidad de Königsberg se limitaba a leer y comentar en clase de

metafísica de Baumgarten, la ética del mismo y la lógica de Meier. Y así fue durante mucho tiempo un

excelente profesor que daba lecciones en la universidad, un poco de todo, porque también enseñaba

matemática, además de lógica y metafísica; además dio clases de geografía física. Por cierto que un

joven inglés, de esos que ha habido en todos los siglos, un joven rico que a los veinticinco años se

dedican a viajar, pasó por Königsberg y le dijeron que allí había un profesor extraordinario. Fue a su

clase un día en que estaba explicando geografía física y le había tocado en su lección, precisamente,

describir el curso del Támesis. Kant describió con tal minuciosidad, con tal exactitud todas las aldeas y

pueblecillos por los cuales atraviesa el Támesis y todos los cultivos que hay en las aldeas y los

monumentos en ellas, todo con un detalle y una exactitud tal, que el joven inglés, al final de la clase se

acercó a él y le preguntó cuando había estado en Inglaterra y le dijo que tendría mucho gusto, si alguna

vez volvía a Inglaterra, en recibirlo. Pero se quedó maravillado al saber que Kant no había salido nunca

de Königsberg. Hasta tal punto describía con minuciosidad Kant aquellas partes.

Muy tarde en su vida, repito, llega a cuajar en él el sistema filosófico más extraordinario, más

profundo, más discutido y más estudiado de todos cuantos existen. Este sistema filosófico está expuesto

en una multitud de libros; pero Principalmente en la Crítica de la Razón pura, que publica a los

cincuenta y siete años; y luego, a partir de la Crítica de la Razón pura, en otros como Crítica de la

Razón práctica, Crítica del Juicio, La Religión dentro de los límites de la Razón, y una porción de

libros que fue rápidamente publicando hasta el final de sus días.

Vamos a intentar -cosa no fácil- en muy pocas lecciones, definir con cierta exactitud la filosofía

de Kant, a la que podemos darle el nombre de idealismo trascendental; el mismo que él ha adoptado

para un parte de su filosofía pero que muy bien se puede extender a la totalidad de ella.

La filosofía de Kant arranca también, lo mismo que la de Descartes, lo mismo que la de Leibniz,

de una previa teoría del conocimiento. Pero mucho más acentuadamente que sus antecesores, es para

Kant la filosofía, primeramente, una teoría del conocimiento. El ha expuesto en un librito que quiere

ser accesible a todo el mundo, un librito que quiere ser popular, su filosofía con el título de

Prolegómenos a toda metafísica futura. Es decir, lo que hay que saber, lo que hay que dilucidar de

teoría del conocimiento antes de abordar el problema metafísico. Por consiguiente en Kant, con una

precisión, con una claridad y una conciencia plena, la filosofía debuta con una teoría del conocimiento.

Pero la diferencia radical, fundamental que hay entre Kant y sus predecesores es que los

predecesores de Kant, cuando hablan del conocimiento hablan del conocimiento que van a tener, del

conocimiento que se va a hacer, de la ciencia que hay que constituir, de la ciencia que está en

constitución, en germen, la que en esos momentos se está fraguando en Galileo, en Pascal, en Newton.

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Pero en cambio, cuando Kant habla del conocimiento, habla de una ciencia físico-matemática ya

establecida. Cuando habla del conocimiento, se refiere al conocimiento científico matemático de la

naturaleza, tal como Newton lo ha definitivamente establecido. Ya les dije a ustedes que una de las tres

corrientes que convergen en Kant es la física matemática de Newton. Para él esta física matemática es

un hecho que está ahí y que nadie puede conmover. La posibilidad de reducir a fórmulas

matemáticamente exactas las leyes fundamentales de la naturaleza, de los objetos, de los cuerpos, del

movimiento, de la gravitación, no es ya una posibilidad, es una realidad; lo ha logrado Newton y existe;

está ahí, definitivamente establecida la ciencia físico-matemática de la naturaleza. Por lo tanto para

Kant la teoría del conocimiento va a significar ante todo y principalmente no teoría de un conocimiento

posible, deseable, como en Descartes, o de un conocimiento que se está haciendo, que está en

fermentación como para Leibniz, sino la teoría del conocimiento significa para él la teoría de la física

matemática de Newton. Eso es lo que él llama el “hecho” de la razón pura. Este hecho es la ciencia

físico-matemática de la naturaleza.

Pues bien; para Kant esa ciencia físico-matemática de la naturaleza se compone de juicios; es

decir, se compone de tesis, de afirmaciones, de proposiciones; en donde, en resumidas cuentas, de algo

se dice algo; en donde hay un sujeto del cual se habla, algo del cual se habla, y acerca del cual se

emiten afirmaciones, se predican afirmaciones o negaciones; se dice esto es esto, lo otro o lo demás.

Estos juicios son el punto de partida de todo el pensamiento de Kant; sobre estos juicios se va a

asentar toda su teoría del conocimiento; y no olvidemos ni un solo instante, sino recordemos

constantemente, que estos juicios no son vivencias psicológicas. No. No son algo que nos acontece a

nosotros; no son hechos de la conciencia subjetiva, sino que son enunciaciones objetivas acerca de

algo, tesis de carácter lógico que por consiguiente son verdad o error.

Toma, pues, Kant esos juicios, cuya textura o contextura constituye la totalidad del saber

científico-matemático, y los considera como enunciados lógicos, como tesis objetivas, afirmaciones

acerca de objetos, pero no de ninguna manera como vivencias psicológicas, no como hechos psíquicos.

Y entonces encuentra que estos juicios lógicamente considerados pueden todos ellos dividirse en dos

grandes grupos: los juicios que él llama analíticos y los juicios que él llama sintéticos.

Llama Kant juicios analíticos a aquellos juicios en los cuales el predicado del juicio está

contenido en el concepto del sujeto. Todo juicio consiste en un sujeto lógico del cual se dice algo y en

un predicado que es lo que se dice de ese sujeto. Todo juicio, pues, es reductible a la fórmula “S es P”.

Pues bien; si analizando mentalmente el concepto del sujeto, el concepto de “S” y dividiéndolo en sus

elementos conceptuales, encontramos, como uno de esos elementos el concepto. “P” (el concepto

“predicado”), entonces, a esta clase de juicios los llama Kant juicios analíticos.

Ejemplo de juicio analítico: el triángulo tiene tres ángulos. ¿Por qué es analítico? Pues porque si

yo tomo mentalmente el concepto de triángulo y lógicamente lo analizo, me encuentro con que dentro

del concepto de sujeto está el de tener tres ángulos; y entonces formulo el juicio: el triángulo tiene tres

ángulos. Este es un juicio analítico.

Al otro grupo lo llama Kant juicios sintéticos. ¿Qué son juicios sintéticos? Pues juicios sintéticos

son aquellos en los cuales el concepto del predicado no está contenido en el concepto del sujeto; de

suerte que por mucho que analicemos el concepto del sujeto no encontraremos nunca dentro de él el

concepto del predicado. Como, por ejemplo, cuando decimos que el calor dilata los cuerpos. Por mucho

que analicemos el concepto de calor no encontraremos en él, incluido en él, dentro de él, el concepto de

dilatación de los cuerpos, como encontramos en el concepto de triángulo el concepto de tener tres

ángulos. A éstos llama, pues, juicios sintéticos. Porque el juicio consiste en unir sintéticamente

elementos heterogéneos en el sujeto y en el predicado.

Pues bien. ¿Cuál es el fundamento de la legitimidad de los juicios analíticos? O dicho de otro

modo: ¿por qué los juicios analíticos son verdaderos? ¿Cuál es el fundamento de su validez? El

fundamento de su legitimidad, de su validez, estriba en el principio de identidad. Como quiera que el

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sujeto contiene en su seno el predicado, el juicio que ha establecido este predicado, contenido en el

sujeto, no hará más que repetir en el predicado lo que hay en el sujeto. Es un juicio idéntico, es un

juicio de identidad. Pudiera llamarse también una “tautología” (palabra formada de dos palabras

griegas “Tauto”, lo mismo y “Logia”, decir); tautología es, pues, un decir lo mismo, un repetir lo

mismo. El juicio analítico está fundado en el principio de identidad y no es más que una tautología;

repite en el predicado lo que ya está enunciado en el sujeto.

¿Cuál es el fundamento de los juicios sintéticos? ¿Cuál es el fundamento de legitimidad de los

juicios sintéticos?, o, dicho de otro modo: ¿por qué son verdaderos los juicios sintéticos? Pues el

fundamento de legitimidad de los juicios sintéticos está en la experiencia. Si yo puedo decir con verdad

que el calor dilata los cuerpos, como no puede ser que lo diga porque lo extraiga del concepto de calor,

puesto que la dilatación de los cuerpos no está contenida en el concepto de calor, no puede ser por otra

razón sino porque experimento yo mismo, porque tengo yo mismo la percepción sensible de que,

cuando caliento un cuerpo, este cuerpo se hace más voluminoso. Entonces el fundamento de la

legitimidad de, los juicios sintéticos está en la experiencia, en la percepción sensible.

Muy bien. Pero entonces los juicios analíticos son verdaderos, universales, necesarios. Son

verdaderos puesto que no dicen más en el predicado de lo que ya hay en el sujeto; son tautologías. Son

universales, válidos en todo lugar, en todo tiempo; válidos en cualquier lugar y en cualquier momento,

porque no hacen más que explicitar en el predicado lo que hay en el sujeto y esa explicitación es

independiente del tiempo y del lugar. Pero además de universales, son necesarios. No pueden ser de

otro modo. No puede ser que el triángulo no tenga tres ángulos. Puesto que estos juicios tautológicos,

derivados del principio de identidad, no hacen más que explicitar en el predicado lo ya contenido en el

sujeto implícitamente, evidentemente; lo contrario de estos juicios tiene necesariamente que ser falso.

Es decir, que estos juicios son necesarios. Son, pues, verdaderos, necesarios y universales. Y como son

verdaderos, necesarios y universales, no tienen su origen en la experiencia, sino en ese análisis mental

del concepto del sujeto. Son, pues, “a priori” (a priori significa como ya se indicó, “independiente de la

experiencia”, que no tiene su origen en la experiencia).

Miremos ahora los juicios sintéticos. Estos juicios sintéticos ¿cuándo son verdaderos? Son

verdaderos en tanto en cuanto la experiencia los avale. Ahora bien; la experiencia ¿qué es? Es la

percepción sensible. Esta percepción sensible se verifica en un lugar: aquí; y en un tiempo: ahora. Por

consiguiente, mientras la percepción sensible se está verificando, o sea ahora y aquí, esos juicios

sintéticos son verdaderos. Su validez es, pues, una validez limitada a la experiencia sensible. Pero

como la experiencia sensible tiene lugar ahora y aquí, es abusivo dar a esos juicios sintéticos un valor

que prescinda del “ahora” y del “aquí”. Son juicios que no son verdaderos más que ahora y aquí. Pero

desde el momento en que yo dejo de tener la experiencia, en el momento en que dejo de estar

percibiendo la dilatación de los cuerpos y el calor al mismo tiempo, ya no sé cuál pueda ser el

fundamento que avale estos juicios sintéticos. Son, pues, estos juicios sintéticos unos juicios

particulares y contingentes. Particulares, porque su verdad está restringida, constreñida al “ahora” y al

“aquí”. Contingentes, por que su contrario no es imposible. Lo mismo pudiera ser que el calor en vez

de dilatar los cuerpos los contrajera; no habría más que cambiar los signos positivos en negativos en las

dimensiones donde entra el calor. Son, pues, los juicios sintéticos particulares y contingentes, oriundos

de la experiencia, o, como Kant dice también, “a posteriori”.

Y ahora viene el problema. ¿Cuál de estas dos clases de juicios son las que constituyen el

conocimiento científico físico-matemático? ¿Los juicios analíticos o los juicios sintéticos? Los juicios

analíticos no son posibles. No es posible que el conocimiento científico esté formado por juicios

analíticos, porque si el conocimiento científico estuviera formado por juicios analíticos, no se

comprende cómo pudiéramos llamarle siquiera conocimiento. Los juicios analíticos son puras

tautologías; no aumentan nada nuestro saber. Cuando explicitamos en el predicado lo que ya está

contenido en el sujeto, no hacemos descubrimiento ninguno de realidad; no descubrimos nada real; no

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hacemos más que explicar lo ya conocido. Por eso con razón decía Descartes que el silogismo sirve

para exponer verdades ya conocidas, pero no para descubrir verdades nuevas. Del mismo modo los

juicios analíticos pueden ser útiles para dar a un conocimiento que ya hayamos adquirido una forma

didáctica que satisfaga al pequeño estudiante; pero el conocimiento científico de las leyes de la

naturaleza no puede constar de juicios analíticos, puesto que ningún juicio analítico añade un adarme

de conocimiento al que ya tuviéramos del concepto del sujeto.

Pues, si no está constituida la ciencia por los juicios analíticos, ¿estará constituida por los

sintéticos? Pero tampoco eso es posible. Tampoco es posible que la ciencia esté constituida por los

juicios sintéticos. Porque, díganme: la ciencia enuncia acerca de sus objetos juicios que son verdaderos

universal y necesariamente, ahora y siempre; no juicios particulares o contingentes, sino juicios

universales y necesarios. Un juicio cuya legitimidad y validez esté constreñida o limitada al “ahora” y

al “aquí”, es un juicio cuya legitimidad y validez no se extiende por encima del momento presente y del

espacio actual. Por consiguiente, tampoco puede la ciencia estar constituida por juicios sintéticos.

Si la ciencia estuviese constituida por juicios analíticos, si la ciencia fuese como quería Leibniz,

verdades de razón (la corriente leibniziana viene aquí a desembocar en manos de Kant), si la ciencia

estuviese constituida por juicios de pura razón, la ciencia sería vana; sería una pura tautología, una

repetición de lo ya contenido en los conceptos sujetos. No sería nada, sería simplemente una ilusión.

Si por otra parte la ciencia estuviese constituida por juicios sintéticos, por enlaces de hechos

(aquí la corriente de Hume viene a caer en manos de Kant), si estuviera constituida por meros enlaces

casuales de hecho, habituales, puras costumbres, puros actos de pensar, constituidas a fuerza de

asociación de ideas y repeticiones concretas de experiencias, la ciencia, como bien decía Hume, no

sería ciencia, sería una costumbre sin fundamento; no tendría legítima validez universal y necesaria.

Pero la ciencia, la física, la ley de la gravitación universal, que se puede escribir en una fórmula

matemática, la física de Newton -aquí la tercera corriente que viene a las manos de Kant-, no es ni una

tautología, como sería si fuesen los juicios simplemente analíticos, ni un hábito ni una costumbre sin

fundamento lógico, como sería si sus juicios fueran puros hechos de conciencia como quería Hume.

Entonces es absolutamente indispensable que esa ciencia de Newton, que no es juicio analítico ni

es juicio sintético, tenga un tipo de juicio que le sea propio. ¿Cuál será? Tiene que haber por

consiguiente, como esqueleto o estructura de la ciencia físico-matemática, unos juicios que no sean ni

los juicios sintéticos, ni los juicios analíticos; o mejor dicho, tiene que haber en la ciencia unos juicios

que tengan de los juicios analíticos la virtud de ser “a priori”, es decir, universales y necesarios,

independientes de la pequeña o grande experiencia. Lo que quiere decir aquí Kant no es ninguna cosa

extraordinaria. Es lo que creen todos los físicos del mundo. Todos los físicos del mundo creen que, con

una experiencia bien hecha, basta para fundamentar una ley. Y sin embargo esa ley vale allende esa

experiencia concreta, vale para todas las experiencias posibles, pasadas, presentes y futuras. Por

consiguiente los juicios de la ciencia son universales y necesarios, lo mismo que los juicios analíticos;

son la “a priori”. Pero no son analíticos; porque si fueran analíticos no aumentarían nada nuestro

conocimiento. Tendrán que ser, pues, sintéticos, es decir, objetivos, es decir, que aumenten realmente

nuestro conocimiento sobre las cosas. Pero entonces tendrían que estar fundados en la experiencia y

serían particulares y contingentes. Quitémosles ese fundamento de la experiencia; y digamos que los

juicios de la ciencia tienen que ser necesariamente sintéticos y “a priori”, al mismo tiempo. Parece

absurdo que un juicio sintético, siendo sintético, no estando fundado en el principio de contradicción,

sino estando fundado en la percepción sensible, sea “a priori”. ¿Cómo puede ser que un juicio sintético

sea “a priori”? Pues no hay otro remedio. Tienen que ser los juicios científicos a la vez sintéticos y “a

priori”

El problema consistirá, entonces, en mostrar cómo es posible que existan juicios sintéticos a

priori; qué condiciones tienen que darse para que sean posibles los juicios sintéticos a priori. Lo

primero que hace Kant es mostrar que efectivamente las ciencias están constituidas por juicios

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Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 78

sintéticos a priori; y lo muestra por el hecho, enseñándolos, exhibiéndolos. Así, por ejemplo, las

matemáticas han pasado siempre por ser el prototipo de la “vérité de raison”. Pero, la matemática ¿es

juicio analítico? De ninguna manera. Tomemos un juicio matemático elemental, como éste, por

ejemplo: la línea recta es la más corta entre dos puntos. Vamos a ver si es un juicio analítico. ¿Cuál es

el sujeto? La línea recta. ¿Qué contiene la línea recta? Analicemos el sujeto línea recta. ¿Encontramos

en el concepto de recta incluido algo que se parezca a la magnitud, a la cantidad? No. La línea recta

significa una línea cuyos puntos están todos en la misma dirección. Si yo digo: la línea recta es una

línea cuyos puntos están en la misma dirección, entonces habré dicho un juicio analítico. Pero si digo

que la línea recta es la más corta entre dos puntos, entonces, en el predicado pongo un concepto, el

concepto de corto, concepto de magnitud, que no está de ninguna manera incluido en el concepto recta.

Aquí, pues, tenemos un ejemplo patente de juicio sintético. Y ese juicio sintético: ¿no es además “a

priori”? ¿Quién considera necesario medir con un metro la línea recta para ver si es la más corta entre

dos puntos? ¿No es evidente, acaso? ¿No es esto lo que llamaba Descartes “natura simplex”? ¿No se ve

por intuición que la línea recta es la más corta entre dos puntos? Pues, por consiguiente, esta intuición

evidente es una intuición “a priori”. No es una intuición sensible que tengamos por los ojos, por los

oídos, sino que la tenemos mentalmente también. Esa intuición no es un análisis del concepto. Aquí

tenemos, pues, un ejemplo claro en matemática de juicio sintético y a la vez “a priori”. La física

también está llena de juicios sintéticos “a priori”. Cuando decimos en mecánica racional que en todo

movimiento que se trasmite de un cuerpo a otro, la acción es igual a la reacción, ¿no es éste un juicio

sintético? Evidentemente es un juicio sintético; y es “a priori”, puesto que a nadie se le ocurre

demostrarlo experimentalmente.

La ley de inercia y las demás leyes del movimiento que Galileo concibió, ¿cómo las concibió?

Pues como él mismo decía: “mente concipio”. Apartó de sus ojos toda experiencia sensible y concibió

con los ojos cerrados un espacio, un móvil en ese espacio y de esa pura concepción fue por pura

intuición directa sacando las leyes del movimiento. ¿No son estos juicios sintéticos y al mismo tiempo

“a priori”?

¿Y en la metafísica? ¿No son juicios “a priori” los que Descartes formula demostrando la

existencia de Dios? ¿O es que Descartes y los demás que han demostrado la existencia de Dios, la

inmortalidad del alma, han visto a Dios, han tenido experiencia de Dios? No la han tenido. Son juicios

“a priori”; pero además son sintéticos, porque en la noción de parte, por ejemplo, o en la de causa, en la

noción de que todo fenómeno tiene que tener una causa y que es preciso detenerse en esa serie de

causas hasta llegar a Dios, ¿hay algún análisis del sujeto? No la hay. El análisis del sujeto nos llevaría

más bien a afirmar la infinita serie de las causas. Por consiguiente en metafísica también tenemos

juicios sintéticos “a priori”. En matemática, en física, en metafísica, todo el conocimiento humano está

realmente constituido por juicios sintéticos “a priori”.

Pero resulta que no se comprende cómo sean posibles los juicios sintéticos “a priori”. ¿Cómo es

posible que un juicio sea al mismo tiempo sintético y “a priori”, es decir, obtenido por intuición,

obtenido fuera del razonamiento discursivo, obtenido fuera del análisis conceptual, y al mismo tiempo

“a priori”, es decir, independiente de la experiencia? ¿Cómo puede ser eso? Es lo que no

comprendemos. Entonces todo el libro de Kant, la Crítica de la Razón pura, está dispuesto en sus

setecientas páginas para contestar a estas tres preguntas: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos “a

priori” en la matemática?; ¿cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la física?; ¿son

posibles los juicios sintéticos “a priori” en la metafísica?

Vean ustedes la diferencia en las tres preguntas. La primera pregunta no duda de la posibilidad de

los juicios sintéticos “a priori” en la matemática, puesto que existe la matemática. Ese es el hecho de

que Kant parte. Se trata, pues, tan sólo de buscar las condiciones en que tiene que funcionar el acto

humano del conocimiento para hacer posibles los juicios sintéticos “a priori”, que son posibles puesto

que son reales en las matemáticas, que están ahí. Lo mismo la segunda pregunta. ¿Cómo son posibles

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los juicios sintéticos “a priori” en la física? Kant no duda de que sean posibles puesto que existe la

física de Newton. Lo que falta es ver, descubrir cómo tiene que funcionar el acto lógico del

conocimiento, cuáles son las condiciones de ese acto del conocimiento, para que sean posibles esos

juicios sintéticos “a priori” en la física, que son posibles, puesto que la física existe.

Pero la tercera pregunta es muy distinta. La metafísica es una ciencia discutida. Es una ciencia

que cada vez que viene un filósofo al mundo la vuelve a hacer desde el principio. Es una ciencia donde

ninguna verdad está establecida como en las matemáticas. Es una ciencia de la que se duda que pueda

existir, como duda Hume, por ejemplo. Se duda por algunos de que sea cierta. Por consiguiente aquí la

pregunta no podrá consistir en cómo sean posibles, sino en si son posibles, es decir, si esos juicios son

legítimos. Si resulta que son legítimos, entonces se estudiará cómo son legítimos y si resulta que no son

legítimos, entonces, o no hay metafísica o la metafísica tiene que tener forzosamente un fundamento

que no sea el que hasta ahora ha venido teniendo.

A contestar esas tres preguntas acerca de las posibilidades de los juicios sintéticos “a priori”, está

destinada toda la filosofía de Kant.

6.1. LA ESTÉTICA TRASCENDENTAL

Partiendo de los juicios que componen el conocimiento humano, Kant llega a la conclusión de

que las proposiciones de que consta la ciencia no pueden ser ni sintéticas ni analíticas, sino que tienen

que estar constituidas por una clase de juicios mixtos, entre analíticos y sintéticos. Por una parte serán

juicios que tengan de los juicios sintéticos el carácter de aumentar efectivamente nuestro conocimiento

y por consiguiente, de añadir en el concepto del predicado algo que no esté comprendido en el concepto

del sujeto. Pero por otra parte, puesto que los juicios sintéticos toman su origen de la experiencia y el

conocimiento científico tiene un valor universal y necesario, esos juicios científicos no podrán proceder

de la experiencia, siempre particular y contingente, y deberán ser además, como los analíticos, “a

priori”.

El conocimiento humano está, pues, compuesto de juicios sintéticos “a priori”. Es éste un tipo de

juicios bastante extraño en la lógica tradicional; porque en la lógica tradicional, todo juicio sintético es

necesariamente empírico y por consiguiente, contingente y particular; y todo juicio analítico es

necesariamente formal, tautológico, juicio evidentemente y sin duda “a priori”, pero incapaz de

aumentar en nada nuestro conocimiento. La lógica tradicional no preveía la posibilidad siquiera de que

el conocimiento humano estuviese compuesto de este tipo de juicio híbrido, que al mismo tiempo es

sintético y sin embargo “a priori”.

Kant recorre rápidamente las ciencias que constituyen el saber de su tiempo y descubre que en

efecto los primeros principios de la matemática, los elementos fundamentales de ella, están compuestos

de juicios sintéticos “a priori”; que igualmente la física está basada en juicios sintéticos “a priori”; y

también la metafísica. Entonces el planteamiento de la teoría del conocimiento resulta muy claro y muy

directo. Se trata de averiguar cuáles son las condiciones que hacen posibles esos juicios tan extraños,

que al mismo tiempo aumentan nuestro conocimiento y son, sin embargo, “a priori”. Porque aumentar

nuestro saber, añadir a lo que el sujeto enuncia, algo que no esté comprendido en el concepto del

sujeto, algo que diga acerca de las cosas una real y verdadera afirmación tética de objetividad, algo que

tenga un valor objetivo y que no sea simplemente desenvolver lo que está contenido dentro de una idea,

eso es propiamente el conocimiento. El conocimiento no es un enunciar sin sentido, o de puras

palabras, sino que es una serie de afirmaciones, cada una de las cuales añade positivamente un nuevo

saber objetivo, un nuevo conocer objetivo a los que antes habían sido alcanzados.

Esa objetividad, esa realidad del conocimiento, es absolutamente imposible explicarla, si el

conocimiento consta únicamente de juicios analíticos. Los juicios analíticos son pura y simplemente,

formales; son la aplicación constante del principio de identidad. Pero ese aumento de conocimiento, esa

conquista paulatina de nuevas regiones, cada vez más amplias y profundas de la naturaleza, eso, al

mismo tiempo no tendría valor científico ninguno, si estuviese solamente fundado en la mísera

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Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 80

experiencia del ahora y del aquí. Si nuestro saber de la naturaleza no tuviese otro fundamento que el de

la percepción sensible inmediata, entonces este saber nuestro estaría colgado de una contingencia

radical. Estaría colgado, prendido en el aire; tendría una vida, una validez precaria; no estaríamos

nunca absolutamente seguros que las proposiciones científicas enuncien la verdad de los hechos;

porque si no tuviesen esas verdades científicas más fundamento que la observación y la

experimentación, no tendríamos derecho ninguno a extender la validez de estas afirmaciones científicas

más allá del estrecho límite en que son válidas las experiencias y las observaciones.

Ahora bien, las experiencias y las observaciones son válidas en un momento y en un lugar

determinados. Por consiguiente si no hubiese de la ciencia otro fundamento que las observaciones y las

experimentaciones, la ciencia nos permitiría decir exclusivamente que hasta ahora, siempre que se ha

observado este fenómeno, se ha percibido este otro fenómeno, como consecuencia; pero no nos

permitiría decir, como de hecho decimos, que las leyes de la naturaleza tienen una validez universal y

necesaria. Dicho en otros términos: nos encontramos aquí con el problema del fundamento de la

inducción. Saben ustedes que los lógicos distinguen dos tipos de inferencia o de conclusión: el tipo de

la inferencia por deducción y el tipo de la inferencia por inducción. La deducción se comprende muy

fácilmente. Consiste en una serie de razonamientos que son todos de tipo analítico. Dada una premisa

se extrae una conclusión que está contenida en la premisa. Deducir es, pues, extraer de unos conceptos

básicos lo que está contenido en ellos. Pero esos conceptos básicos, de los cuales se extrae lo que está

contenido en ellos, ¿cómo han sido ellos a su vez establecidos? Si yo digo, por ejemplo: el calor dilata

los cuerpos, es así que ahora hace calor, luego el volumen de los cuerpos es mayor que cuando no hace

calor; ésta es una deducción. Pero la premisa mayor de una deducción “el calor dilata los cuerpos”,

¿cómo ha sido obtenida? ¿Cuál es su fundamento? Los lógicos nos contestan que, esta premisa mayor

ha sido obtenida por inducción; y el procedimiento de la inducción lo consideran como lo contrario, lo

inverso de la deducción. Si la deducción parte de un concepto general para extraer de él lo que había

contenido dentro de su seno, en cambio la inducción parte de hechos particulares, de observaciones, de

experimentaciones, para luego amplificar la validez de estas observaciones, todas ellas particulares y

contingentes, y extenderla, darle un ámbito y una validez mucho mayor de la que tenían; no ya mucho

mayor, sino universal y necesaria.

Hemos observado una y varias veces que el calor dilata este cuerpo, aquel otro cuerpo; ello

ocurrió ayer, anteayer, en este laboratorio, en este otro; y he aquí que esos casos de observación directa

nos bastan para sobre ellos lanzar una especie de proyectil mental que viene a parar en la proposición

absolutamente general, universal y necesaria: el calor dilata los cuerpos.

De este modo, inversamente al movimiento que sigue la deducción, el movimiento de la

inducción va de lo particular a lo general. Ahora bien, la legitimidad de la deducción se comprende

muy bien: es simplemente la aplicación del principio de identidad; es la explicitación en las

conclusiones de lo que ya está contenido en la premisa. Pero ese otro procedimiento inverso de la

deducción, el procedimiento de la inducción en donde resulta que la conclusión contiene mucho más de

lo que está contenido en la premisa, en donde resulta que las premisas son particulares y contingentes y

conducen sin embargo a una conclusión universal y necesaria, ¿cuál es su fundamento? ¿Cuál es la

condición de su legitimidad? Reconocen ustedes aquí, de nuevo, el mismo problema que Kant acaba de

plantear: el problema de cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori”. En los juicios sintéticos “a

priori” tenemos el mismo problema que en la inducción. El juicio sintético necesita estar fundado en la

experiencia; por consiguiente no puede ser “a priori”. El juicio analítico está fundado en el principio de

identidad; por con siguiente no aumenta nada nuestro conocimiento. La ciencia, empero, si es

verdaderamente ciencia, aumenta nuestro conocimiento: es sintética y al mismo tiempo es mucho más,

infinitamente más que la comprobación de un hecho aquí y ahora; tiene carácter universal y necesario;

es “a priori”. Por consiguiente es sintética y “a priori” al mismo tiempo. ¿Cómo es esto posible?

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Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 81

Kant divide este problema en tres partes. Divide el conocimiento humano en tres grandes grupos:

primero, el conocimiento matemático; segundo, el conocimiento físico; y, tercero, el conocimiento

metafísico.

Esta división parece pobre y sin embargo comprende la totalidad del saber, porque el

conocimiento matemático -según Kant- nos pone en presencia de las formas universales posibles de

todos los objetos, de todo ser, de toda existencia. El conocimiento físico es, en cambio, el conocimiento

de la realidad misma, el conocimiento de las cosas; el conocimiento que nos dan la química, la física, la

historia natural, la astronomía, la medicina, o cualquier ciencia de cosas que estén en nuestra

experiencia. De suerte que aquí la palabra física tiene un sentido mucho más amplio, enormemente más

amplio que el que suele tener en las nomenclaturas de las ciencias que se cultivan, por ejemplo, en las

universidades. Por física entiende Kant la ciencia de la naturaleza en general, la ciencia del conjunto de

todos los objetos reales en general. Y luego, la metafísica es la ciencia de aquellos objetos que no nos

son accesibles en la experiencia.

Así es que Kant subdivide su problema en estas tres preguntas: ¿como son posibles los juicios

sintéticos “a priori” en la matemática?; ¿cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la física?;

y luego ¿son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la metafísica?

Vamos a empezar hoy mismo con la primera parte, y anticipo, desde luego, la solución. ¿Cómo

son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la matemática? La solución es la siguiente: los juicios

sintéticos “a priori” son posibles en la matemática, porque ella se funda en el espacio y en el tiempo;

ahora bien; el espacio y el tiempo no son realidades metafísicas ni físicas, que tengan una existencia en

sí y por sí, sino que el espacio y el tiempo son formas de nuestra capacidad o facultad de percibir; son

formas de la intuición, de toda intuición, cualquiera que ella sea. Así, puesto que la matemática está

fundada en las formas de la intuición, toda intuición que luego tengamos tendrá que estar sujeta y

obediente a las formas de esa intuición, de toda intuición en general, que son el espacio y el tiempo.

¿Cómo llega Kant a este resultado? Es lo que vamos a ver ahora.

Para llegar a este resultado Kant tiene que demostrar tres cosas; tiene que aportarnos la prueba, de

tres aserciones. La primera, que el espacio y el tiempo son puros, o sea “a priori”, o sea que no

proceden de la experiencia. La segunda, que el espacio y el tiempo no son conceptos de cosas reales

sino intuiciones. Y la tercera, que ese espacio y tiempo, intuiciones puras, intuiciones “a priori”, son en

efecto el fundamento de la posibilidad de los juicios sintéticos en la matemática. Y en efecto, Kant

desenvuelve todo su desarrollo ideológico en esas tres cuestiones fundamentales. Las dos primeras las

trata juntas; y al tratamiento de ellas le da el nombre de “exposición metafísica”. La tercera la trata

aparte y le da el nombre de “exposición trascendental”. Por consiguiente vamos a seguir su misma

marcha y a emprenderla con la “exposición metafísica del espacio”. Seguidamente pasaremos a la

“exposición trascendental del espacio”, luego a la “exposición metafísica del tiempo”, a la “exposición

trascendental del tiempo”, y habremos llegado con ello a la conclusión de todo el primer problema

acerca de la matemática pura.

Pero ante todo, ¿qué entiende Kant por “exposición metafísica del espacio”? ¿Qué es eso de

metafísica? ¿Qué hace aquí la palabra metafísica en una exposición del espacio? Pues sucede que la

palabra metafísica tiene en Kant dos sentidos muy claramente distintos. Hay en la palabra metafísica,

dentro del vocabulario de Kant, una ambigüedad, un equívoco. Unas veces usa la palabra metafísica en

un sentido, otras veces en otro. No quiero yo decir que en su raíz sistemática los dos sentidos de la

palabra metafísica no estén perfectamente distinguidos. Pero sí es verdad que Kant, en la redacción de

sus obras, era muy poco cuidadoso. Escribía con una gran rapidez y con poca atención y muchas veces

usa las palabras después de haber dicho que no las va a usar; y muchas veces sucede que se confunden

uno con otro los dos sentidos de la palabra metafísica. Pero si los tenemos bien en cuenta, no

incurriremos en graves dificultades.

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El primer sentido que Kant da a la palabra metafísica es insólito. Porque Kant entiende por

metafísica, en este primer sentido, el conjunto de aquellos conocimientos básicos que sirven de

fundamento a la ciencia empírica de la naturaleza, que sirven de fundamento a la física, a las

matemáticas. En este sentido, en el sentido de primeros principios de una ciencia, no es habitual la

palabra metafísica antes de él. En cambio, el segundo sentido en el cual Kant usa la palabra metafísica

es, sí, el sentido tradicional. En el segundo sentido, metafísica significa el conocimiento de aquellos

objetos que no están en la experiencia: el conocimiento de aquellos objetos como Dios, la inmortalidad

del alma, la libertad de la voluntad del hombre, que no están en la experiencia. Diremos: el

conocimiento de las mónadas, que están detrás de la experiencia sensible; la demostración de la

existencia de Dios, el cual, Dios, no es un objeto de experiencia, que está aquí, a la mano. En este

sentido usa Kant la palabra metafísica como todos los metafísicos la han usado. Es el objeto de la

verdadera realidad, de lo que verdaderamente existe. Es la contestación a nuestra pregunta, que viene

desde la primera lección ¿quién existe? ¿Quién existe verdaderamente?

Pero, repito, además de este segundo sentido clásico, Kant usa la palabra metafísica también en

aquel otro sentido de “fundamento de cualquier sistemático conocimiento de la naturaleza”; en el

sentido de “primeros principios o cimientos de cualquier conocimiento objetivo”. Entonces ya

entienden ustedes ahora por qué llama “exposición metafísica del espacio” a esta primera demostración

en que va a tratar del espacio como “a priori” y como intuición. Aquí quiere decir Kant que la

exposición metafísica del espacio va a mostrar que el espacio es el fundamento, es el último cimiento

sobre el cual se asientan las matemáticas; y en este sentido usa la palabra metafísica.

Pasemos ahora, hecha esta advertencia, a la demostración de las dos tesis de que consta esta

exposición metafísica del espacio.

Primera tesis. El espacio es “a priori”, es decir, absolutamente independiente de la experiencia.

Que lo es, no cabe duda ninguna por dos razones fundamentales: la primera, que el espacio lejos de

estar derivado de la experiencia, es el supuesto de la experiencia, porque no podemos tener experiencia

de nada, sino en el espacio. Si por tener experiencia de algo entendemos tener percepción, intuición

sensible de ello, eso de que tengamos intuición sensible, supone ya el espacio. Pues ¿como podemos

tener intuición sensible o percepción de una cosa, si esa cosa no es algo frente a mí? Y siendo algo

frente de mí, está contrapuesta a mí como un polo a otro polo, y, por consiguiente, está en el espacio

que me rodea. El espacio es, pues, el supuesto mismo de cualquier percepción, de cualquier intuición

sensible.

Si entendemos por experiencia la sensación misma, es ella mención espacial. La sensación

misma, o es puramente interna y entonces carece de objetividad, o es externa, es decir, se refiere a algo

fuera de mí. Por consiguiente todo acto de intuición sensible, la más mínima sensación si es objetiva,

supone ya el espacio. Así, pues, el espacio, por esta razón, es evidentemente “a priori”, independiente

por completo de la experiencia, no se deriva de la experiencia, sino que la experiencia lo supone ya.

Pero hay otra razón más, y es la siguiente: nosotros podemos perfectamente bien pensar el

espacio sin cosas, pero no podemos de ninguna manera pensar las cosas sin espacio. Por consiguiente el

pensamiento de las cosas supone ya el espacio, pero el pensamiento del espacio, no supone las cosas.

Es perfectamente posible pensar la extensión pura del espacio, el espacio infinito, tendiéndose en sus

tres dimensiones, infinitamente, sin ninguna cosa en él. Pero es absolutamente imposible pensar una

cosa real, sin que esa cosa real esté en el espacio, es decir, en ese ámbito previo en el cual se localizan

cada una de nuestras percepciones. Así pues, el espacio es “a priori”; no se deriva de la experiencia.

Kant usa indiferentemente como sinónimos el término “a priori” y el término “puro”. Razón pura, es

razón “a priori”; intuición pura, es intuición “a priori”. Puro y “a priori” o independiente de la

experiencia, son para él términos sinónimos.

Le queda todavía por demostrar que el espacio ése que es puro y “a priori” y que no se deriva de

la experiencia, sino que la experiencia lo supone, ese espacio es una intuición. ¿Qué quiere decir aquí

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Kant? Lo entenderemos inmediatamente. Quiere decir que el espacio no es un concepto. ¿Qué

diferencia hay entre un concepto y una intuición? El concepto es una unidad mental dentro de la cual

están comprendidos un número indefinido de seres y de cosas. El concepto de hombre es la unidad

mental sintética de aquellos caracteres que definen a todos los hombres. Por consiguiente, el concepto

cubre un número indefinido de cosas, de seres a los cuales se refiere. El concepto de mesa cubre una

multitud de mesas. El concepto de astro cubre una multitud de astros. En cambio, intuición es la

operación, el acto del espíritu que toma conocimiento directamente de una individualidad. Yo no puedo

tener intuición del objeto de un concepto, puesto que el objeto de un concepto es un número indefinido

de seres. Puedo tener intuición de este hombre, concreto, particular, uno solo; pero no puedo tener

intuición del hombre en general.

Por consiguiente los conceptos no son conocidos por intuición sino que son conocidos de otra

manera, pero ahora no tratamos de ella. En cambio una intuición nos da conocimiento de un objeto

singular, único, y eso es lo que ha sucedido con el espacio. El espacio no es un concepto porque el

espacio no cubre una especie o un género de los cuales multitud de pequeñas especies sean los

individuos; no hay muchos espacios; no hay más que un solo espacio, el espacio es único. Sin duda

hablamos de varios espacios, pero cuando hablamos de varios espacios, cuando nos referimos a los

espacios siderales, o decimos que en un edificio complicado hay muchos espacios (cada sala contiene

un espacio); cuando decimos eso, es una manera literaria de hablar, porque en realidad sabemos muy

bien que cada uno de esos espacios particulares no son mas que una parte del espacio universal, del

único espacio. El espacio no es por consiguiente un concepto que cubre una multitud indefinida de

objetos sino que es un solo espacio; un espacio único y por eso yo lo conozco por intuición. Cuando

tengo la intuición de un sistema de coordenadas de tres dimensiones, tengo la intuición del único

espacio que hay, de todo el espacio. Por consiguiente mi conocimiento del espacio es intuitivo y el

espacio no es un concepto sino una intuición.

Mas hace un momento hemos mostrado que el espacio es “a priori”, independiente de la

experiencia, o, como también dice Kant, puro. Entonces ahora ya podemos decir, con plenitud de

sentido y demostrativamente, que el espacio es intuición pura.

Ahora ¿qué hacemos con esa intuición pura? Pues aquí viene ahora la segunda exposición que

Kant llama “exposición trascendental”. Aquí también debo hacer un paréntesis, porque nos tropezamos

con una palabra abstrusa, con una palabra rara, la palabra trascendental. Es una de las palabras más

curiosas que hay; y, por lo menos en la lengua española que en España se habla, ha tenido esa palabra,

semánticamente en su significación, una suerte bien curiosa, bien extraña, bien rara. Se usa bastante esa

palabra en el idioma español actual; se usa bastante, pero se usa en el sentido más absurdo que se pueda

nadie imaginar, en el más extravagante que se pueda nadie imaginar; se usa en el sentido de muy

importante. Se dice de algo que es trascendental y eso significa que es muy importante. Pero la palabra

trascendental no ha significado nunca nada que tenga que ver con la importancia o con la no

importancia. Ahora bien, he aquí lo que ha pasado en España con esa palabra. Es un caso curioso de

historia contemporánea. Los primeros que usaron en España esa palabra, que la usaron ante el gran

público, fueron los grandes oradores republicanos de los años 1870-75-80, en la primera República. Por

ejemplo, don Nicolás Salmerón, profesor de metafísica en la Universidad de Madrid; don Emilio

Castelar, profesor de historia en la misma universidad; Pi y Margall, gran filósofo también español:

Estos hombres usaron mucho esa palabra; la usaban casi siempre en su recto sentido, porque conocían

la filosofía kantiana y sobre todo las filosofías alemanas derivadas de Kant, donde esta palabra está

empleada en su sentido recto. Pero el pueblo que la oía no sabía lo que ella significaba. Le parecía que

sonaba muy bien. Trascendental es una palabra que llenaba el oído. Trascendental es una palabra que

suena bien. Y como no entendían bien lo que eso significaba, les parecía que significaba algo muy

importante, y poco a poco, rodando esa palabra por bocas indoctas, de mitin en mitin, ya de los grandes

labios de los primeros que las pronunciaron: Salmerón, Pi y Margall, pasó a labios menos doctos, a

labios de oradores de mítines de segunda, tercera o quinta categoría, y cuando ya llegó realmente a esos

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mítines que se daban en villorrio, la palabra había perdido por completo su significado primitivo y

había pasado a significar pura y simplemente “muy importante”. Pero no significa nada de eso. La

palabra trascendental no tiene ese sentido.

¿Cuál es el sentido de la palabra trascendental? Vamos a dejar de un lado el sentido que tenga

antes de Kant, porque nos llevaría muy lejos; sería muy interesante, pero nos llevaría muy lejos el

buscar el sentido de esta palabra en la historia. Nos vamos a fijar en el sentido que tiene a partir de

Kant, y ese sentido nos vendrá fácilmente indicado, si ponemos en relación la palabra trascendental con

la palabra trascendente, de la cual es derivada. Trascendente es la palabra primitiva de la cual

trascendental es derivada. ¿Y qué significa trascendente? Me parece que ya alguna vez, de pasada, he

dicho algo acerca de este término filosófico. Trascendente significa lo que existe en sí y por sí,

independientemente de mí.

Así, por ejemplo, si consideramos las vivencias, sabemos que en una vivencia, como les he dicho

a ustedes muchas veces, hay la vivencia misma y luego el objeto al cual la vivencia se refiere, o como

ya hemos dicho, el objeto intencional de la vivencia. Si yo tengo la percepción de una lámpara, de ésta,

tengo esa percepción como un conjunto de sensaciones en las cuales estoy viviendo, que están viviendo

en mí. La vivencia es, pues, inmanente a mí, está dentro de mí; es una modificación de mí mismo, de

mi conciencia; pero esa vivencia señala hacia la lámpara que existe independientemente de mí en el

mundo real. Esa lámpara señalada por mi vivencia, contenida intencionalmente en mi vivencia, pero

hacia la cual mi vivencia señala, esa lámpara, es trascendente. De modo que en toda vivencia hay la

vivencia misma que es inmanente al yo, y hay el objeto de la vivencia que es trascendente al yo.

Ese objeto, el realismo aristotélico lo tomaba como una cosa en sí misma, de tal suerte que era lo

que era, independientemente de que hubiese un sujeto capaz de conocerlo o no. Así, cuando Berkeley

suprime ese objeto trascendente de la percepción, cuando lo suprime y no deja más que la percepción

pura y simple, la vivencia pura y simple, entonces suprime la materia y su filosofía se llama

inmaterialismo. Entonces la vivencia es inmanente al yo y entonces llega Berkeley a una metafísica en

donde no existe “en sí” y “por sí” la cosa pensada por mí, sino sólo yo, con mi propio pensamiento. Los

yos, los espíritus pensantes son las cosas en sí y por sí, son las únicas que existen. Berkeley anula

simplemente el objeto trascendente de la vivencia.

Pues bien; si tenemos presente este sentido de la palabra trascendente, van ustedes a comprender

fácilmente el sentido que le da Kant a la palabra trascendental. Porque para Kant -y ésta es la enorme y

formidable novedad que trae a la historia del pensamiento idealista- el objeto del conocimiento no es un

objeto cuya realidad sea en si y por sí, sino que tiene una realidad distinta de mi vivencia, ciertamente,

pero no en sí y por sí. El objeto tiene una realidad objetiva, cuya objetividad no es lo que es sino en

relación con el sujeto.

Recuerden ustedes nuestro análisis fenomenológico del fenómeno del conocimiento, en donde

decimos que la estructura fundamental de todo conocimiento es la correlación de objeto y sujeto, de

suerte que el objeto es para el sujeto y el sujeto es en tanto en cuanto conoce al objeto. Son correlativos

objeto y sujeto. Esta correlación, en la pareja sujeto y objeto, es la que Kant acentúa. Por consiguiente

el objeto del conocimiento no tiene para Kant una realidad metafísica en sí y por sí, sino que tiene

realidad en cuanto es objeto de conocimiento; nada más.

No desaparece como en Berkeley, no se convierte en pura vivencia inmanente a mí, no, sino que

es algo más que una pura vivencia inmanente a mí; la vivencia se refiere realmente a él. Pero la

objetividad del objeto del conocimiento no es una objetividad fundada en sí misma, sino que está

fundada en la correlación del conocimiento, fundada en la necesidad de que para que yo conozca algo,

ese algo se me aparezca como distinto y opuesto polarmente a mí.

Pues, para designar Kant esta cualidad o propiedad de lo objetivo que no es en sí mismo, pero

que es el término al cual va enderezado el conocimiento, usa la palabra trascendental, o sea la palabra

trascendente modificada. Trascendental es, pues, lo que antes en el realismo aristotélico llamáramos

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trascendente, pero despojado de ese carácter de intuido metafísicamente, existente en sí y por sí, y

convertido en el objeto del conocimiento, dentro de la correlación del conocimiento. Esto es lo que

llama Kant, trascendental.

Ahora bien; para que algo sea objeto del conocimiento, es preciso que se den ciertas condiciones.

Esas condiciones tienen que darse en el sujeto, es decir, que el sujeto tiene que verificar ciertos actos

especiales, que confieran al objeto la cualidad o propiedad de ser objeto de conocimiento. Los sub-

puestos, las condiciones que partiendo del sujeto han de realizarse para que el objeto sea en efecto

objeto de conocimiento en la correlación, son lo que llama Kant condiciones trascendentales de la

objetividad.

En este sentido, ¿en qué va a consistir ahora la exposición trascendental del espacio? Pues va a

consistir en que Kant se va a esforzar por demostrar que ese espacio, que el sujeto pone por propia

necesidad de las formas de aprehensión, ese espacio “a priori”, independiente de la experiencia -puesto,

sub-puesto por el sujeto para que sirva de base a la cosa- es la condición de la cognoscibilidad de las

cosas; es la condición para que esas cosas sean objeto de conocimiento; si no fuera por ello, esas cosas

no serían objeto de conocimiento, serian cosas en sí, de las cuales no podríamos hablar, porque una

cosa en sí es un absurdo radical como decía Berkeley, es una cosa que no es conocida, ni puede ser

conocida; ni puedo hablar de ella, en absoluto. Así es que ahora Kant se va a esforzar por demostrar en

la exposición trascendental que la posición por el sujeto, la sub-posición (la palabra justa sería la

palabra griega “hypóthesis”, pero como tiene otro sentido en la ciencia no la uso, aunque en su sentido

legítimo es tesis debajo: poner algo debajo para que no se caiga otra cosa) del espacio es condición de

la cognoscibilidad de las cosas. El conjunto de nuestras sensaciones y percepciones carecería de

objetividad, no sería para nosotros objeto estante y quieto, propuesto a nuestro conocimiento si no

pusiéramos debajo de todas esas percepciones y sensaciones algo que les dé objetividad, que las

convierta en objeto del conocimiento. Esas nociones que nosotros ponemos debajo de nuestras

sensaciones y percepciones para que se conviertan en objeto del conocimiento, son varias; pero la

primera de todas es el espacio. Pues la exposición trascendental va a eso.

Consideremos la geometría. La geometría no sólo sub-pone el espacio en el sentido de subponer

(poner debajo de ella), no sólo lo supone como punto de partida, sino que constantemente está

poniendo el espacio. La prueba está en que los conceptos de la geometría, o sean las figuras, las

encontramos constantemente en una intuición pura, “a priori”. Cuando llegamos a definir una figura, a

pensar una figura, la definimos pidiéndole al lector o estudiante de geometría, que en su mente, con una

intuición puramente ideal, no sensible, construya la figura. Cuando llegamos al círculo, le decimos: el

círculo es la curva construida por una recta que gira alrededor de uno de sus extremos. Cuando

llegamos a la esfera, le decimos: la esfera es el volumen construido por media circunferencia que gira

alrededor del diámetro. Cuando llegamos a cualquiera de las figuras cónicas, ¿cómo las definimos? No

las definimos como se define un concepto cualquiera de la naturaleza, sino mediante su construcción.

Así, por ejemplo: si queremos definir el círculo como figura cónica, decimos que el círculo es la figura

que resulta de cortar un cono por un plano perpendicular a su eje. Pero si cortamos el cono por un plano

que sea oblicuo al eje, tenemos la elipse y si cortamos el cono por un plano que sea paralelo al eje,

tenemos la hipérbola y si cortamos un cono por un plano que sea paralelo a uno de los lados del cono,

tenemos la parábola, etcétera. Todas esas curvas ¿proceden de la experiencia? Todas esas definiciones

de curvas ¿son oriundas de las experiencias? De ninguna manera. A cada momento, en cada una de las

definiciones hemos tenido que llamar en nuestro auxilio la intuición del espacio y pedirle al lector que

cierre los ojos e imagine el espacio puro; el cono puro y un plano cortándolo en una u otra dirección; y

la resultante, es la figura. Por consiguiente el espacio puro no sólo es el supuesto primero de la

geometría, sino el supuesto constante de la geometría, el contenido constante de la geometría. Por eso

dice muy bien Kant, que el espacio puro está latente en toda la geometría, porque los conceptos

geométricos no se definen, sino que se construyen.

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Pero, además, si nosotros luego pasamos de la geometría pura a la geometría aplicada, nos

encontramos con este hecho singular: que esa geometría pura, que hemos estudiado con la mente pura y

sin meter para nada la experiencia, cuando la aplicamos a las cosas de la experiencia, encaja

divinamente con ellas; vemos que todas las cosas de la experiencia encajan divinamente con la

geometría pura, o sea que hay una especie de armonía perfecta entre lo que hemos estudiado cerrando

los ojos a la realidad sensible y lo que encontramos en la realidad sensible. ¡Qué cosa más extraña! De

modo que nosotros hemos sacado de la pura mente, por puras intuiciones internas toda la geometría; y

luego, cuando abrimos los ojos y miramos hacia la realidad nos encontramos con que esta geometría

que no hemos sacado de la realidad concuerda divinamente con la realidad y no sólo concuerda bien

con la realidad, sino que no podemos imaginar que no concuerde con la realidad. Y si nos

encontráramos con una realidad irreductible a la geometría, diríamos que esta realidad ha sido mal

vista. Si alguna vez se le ocurriera a algún ser fantástico decir que la realidad no es geométrica, que no

hay en la geometría (de antemano estudiada y provista) la forma esa de la realidad, si a alguien se le

ocurriera ese absurdo, le contestaríamos: es que usted no ha mirado bien la realidad. No puede ser. Tan

seguros estamos que la geometría, siendo “a priori”, no derivándose de la realidad, impone sin embargo

su ley a la realidad. ¿Cómo explicar esto? Aquí reconocen ustedes el formidable problema de la

relación de las substancias que tanto preocupaba a Leibniz. Ya saben ustedes cómo lo resolvió Leibniz.

Leibniz dijo que el alma y el cuerpo coinciden y las substancias todas coinciden por armonía

preestablecida. Pero aquí la solución kantiana es muchísimo mejor, infinitamente superior, porque las

coincidencias entre la geometría y la realidad proceden de que la realidad forzosamente tiene que tener

la forma de la geometría. Y ¿por qué? Porque la geometría, el estudio del espacio, es la forma de toda

intuición posible. Resulta que cualquier intuición sensible que venga, a fuer de intuición, tendrá que

tener la forma del espacio. El espacio es la forma -dice Kant- de la sensibilidad. Nuestra facultad de

tener sensaciones es la que imprime a las sensaciones la forma del espacio. Por consiguiente todo lo

que hemos derivado de nuestra facultad de tener sensaciones, del puro espacio, tiene que tener su

aplicación, en concreto, en cada una de las sensaciones que tengamos, puesto que el espacio no es una

cosa, sino la forma “a priori” de todas las cosas.

Aquí llega, pues, a su término la exposición trascendental. ¿Por qué las cosas son objeto del

conocimiento geométrico? Pues porque el espacio impreso en ellas por nuestra sensibilidad, el espacio

“a priori”, les presta esa forma geométrica y por consiguiente los juicios sintéticos “a priori” en las

matemáticas son posibles por todo lo que acabamos de decir; porque se basan en el espacio y en el

tiempo, los cuales no son cosas, sino la condición de la posibilidad de las cosas.

Retengan ustedes muy bien esta frase que es capital para este punto que hemos tratado y para los

que tenemos que tratar en varias otras lecciones; llegamos a esta conclusión: Que las condiciones de la

posibilidad del conocimiento matemático son al mismo tiempo condición de la posibilidad de los

objetos del conocimiento matemático. Toda deducción trascendental consistirá en eso: en que las

condiciones para que un conocimiento sea posible, imprimen al mismo tiempo su carácter a los objetos

de ese conocimiento, es decir, que el acto de conocer tiene dos caras. Por una cara consiste principal y

fundamentalmente en poner los objetos que luego se van a conocer; y, claro, al poner los objetos, se

imprimen en ellos los caracteres que luego, lenta y discursivamente, el conocimiento va encontrando en

ellos. Ponemos, pues, a los objetos reales, los caracteres del espacio y del tiempo (que no son objetos,

sino algo que nosotros proyectamos en los objetos) y como les hemos proyectado, les hemos inyectado

“a priori” ese carácter de espaciales, luego encontramos constantemente en la experiencia ese carácter,

puesto que previamente se los hemos inyectado.

6.2. LA ESTÉTICA TRASCENDENTAL

Las obras principales de Kant llevan el nombre de Crítica de la Razón pura, Crítica de la Razón

práctica y Crítica del Juicio. En ellas, pues, Kant hace una crítica. Pero es muy conveniente que

ustedes adviertan el sentido que tiene en Kant la palabra “crítica”. No es el sentido habitual. Es el

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sentido primordial, primitivo, auténtico, de la palabra crítica. La palabra crítica no significa censura,

como habitualmente se suele creer. La palabra crítica no tiene nada que ver con lo que pueda llamarse

aprobación o desaprobación, sino que crítica significa exclusivamente, en su sentido primordial griego,

investigación; significa estudio. La palabra que mejor podría traducirla es: estudio, investigación. De

modo que “crítica de la razón pura”, significa estudio o investigación de la razón pura. Pero ya saben

ustedes también lo que la palabra “pura” significa. Puro significa, en Kant, independiente de la

experiencia o sea “a priori”. En este sentido “puro” es un teorema de geometría, porque no se

demuestra mediante experimento sino que se demuestra por mero y simple razonamiento, o sea por

medio de una serie de intuiciones internas sin nada que provenga de la percepción sensible, de los

sentidos.

Si tal es, pues, el significado de la palabra “puro” y el de la palabra “crítica”, ahora comprenden

ustedes bien lo que significa “crítica de la razón pura”. Significa estudio, investigación de la razón

funcionando independientemente de la experiencia.

Si nosotros tomamos una proposición o un sistema de proposiciones de una ciencia cualquiera,

por ejemplo la física, nos encontramos con que esas proposiciones físicas contienen elementos de dos

clases: unos elementos que proceden de la experiencia, es decir, que nos han sido dados por los hechos

percibidos por nuestros sentidos, que hemos obtenido mediante experimentos. Así, por ejemplo, que el

calor dilata los cuerpos, es algo que sabemos por experiencia. Pero al mismo tiempo y en esa misma

proposición de que el calor dilata los cuerpos, hay otros elementos que no proceden de la experiencia;

que no pueden en modo alguno proceder de la experiencia, porque la experiencia no llega a tanto. Así

en la proposición física “el calor dilata los cuerpos”, lo que la experiencia nos ha dicho es que hoy, a

las seis y cuarto, en el laboratorio, hemos calentado una barrita de platino de una dimensión X y que

después de calentada la barrita de platino tiene una dimensión X + N, es decir, es mayor. Eso es todo lo

que nos dicho la experiencia.

Luego en la proposición: “el calor siempre dilata todos los cuerpos en todas partes”, hay más de

lo que la experiencia nos dice. Eso que hay de más, esa universalidad y necesidad que hemos agregado

a los datos escuetos, particulares y contingentes de la experiencia, es razón pura. Entonces crítica de la

razón pura consiste en la investigación de lo que en todas las ciencias hay de puro, en la discriminación

de lo que en las ciencias hay de elementos procedentes de la experiencia y elementos procedentes de

otra parte, que no es la experiencia y que es la razón pura. Me parece que ahora comprenden ustedes

bien todo el propósito de Kant en la Crítica de la Razón pura.

Puesto que la ciencia se compone de esos dos elementos, los elementos empíricos procedentes de

la experiencia y los elementos puros que la razón agrega o pone encima de los datos sensibles de la

experiencia, el propósito de Kant consiste en hacer el recuento de esos elementos puros de la razón,

que, junto con los dados por los sentidos, constituyen la totalidad del conocimiento científiconatural.

Esto mismo que se acaba de decir se dijo anteriormente; en otra forma que ustedes ahora

recordarán bien. Se dijo analizando los juicios de que la ciencia se compone y mostrando que estos

juicios son sintéticos, o sea procedentes de la experiencia; y al mismo tiempo, “a priori”, o sea

transformados por la aportación de la razón pura en juicios universales y necesarios. Y el problema

para Kant se reduce a preguntar cómo es posible el conocimiento sintético “a priori”; qué condiciones

lógicas tienen que acontecer en la ciencia para que los conocimientos científicos sean a la vez

sintéticos, o sea particulares y contingentes, y sin embargo “a priori”. Y este problema, recuerden

ustedes, lo divide Kant en tres partes. Primera: cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la

matemática. Segunda: cómo lo son en la física. Tercera: si lo son en la metafísica.

Se ha estudiado ya anteriormente la respuesta a cómo sean posibles los juicios sintéticos “a

priori” en la geometría, una de las dos grandes ramas de las matemáticas. Y la respuesta que dio Kant a

la pregunta, fue la siguiente: merced al carácter intuitivo y al mismo tiempo apriorístico del espacio, es

posible la geometría como conocimiento sintético “a priori”. El espacio es, pues, la condición

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trascendental de la posibilidad del conocimiento geométrico. El espacio, entonces, no es una cosa “en sí

misma”, no es una realidad absoluta, sino que es la forma de la sensibilidad externa. Todas nuestras

percepciones sensibles, referentes a objetos exteriores, tienen que tener la forma del espacio; porque el

espacio no es una cosa más, además de las otras cosas, sino que es la condición que el sujeto impone a

la cosa para que la cosa sea cognoscible por nosotros. El espacio es, pues, una forma de la sensibilidad.

No es trascendente, sino que, es trascendental. Y por eso es por lo que podemos, sin mirar a las cosas,

con los ojos cerrados, los oídos tapados, construir enteramente la geometría y estar sin embargo

seguros absolutamente, sin temor a ser desmentidos nunca, que nuestra construcción geométrica va a

aplicarse perfectamente a la realidad.

Quiere decir que el espacio, siendo una forma de nuestra facultad de percibir objetos, de tener

percepciones sensibles de objetos, el espacio imprime a las cosas su propia estructura; y entonces no

tiene nada de particular que luego las cosas tengan la estructura del espacio, puesto que el sujeto

pensante ha comenzado por imprimir a las cosas la estructura del espacio.

Aquí quedábamos en nuestro estudio anterior. Nos falta ahora pasar a la segunda parte, que es la

referente al estudio de este mismo problema, pero aplicado a la aritmética, a la segunda gran rama de

las matemáticas: ¿cómo son posibles juicios sintéticos “a priori” en la aritmética?, o dicho de otro

modo, ¿cómo es posible la aritmética pura?, o dicho de otro modo, ¿cómo es posible que nosotros, con

los oídos tapados y los ojos cerrados, o sea “a priori”, haciendo caso omiso por completo de la

experiencia, construyamos toda una ciencia que se llama la aritmética y que luego, sin embargo, las

cosas fuera de nosotros, los hechos reales en la naturaleza, casen y concuerden perfectamente con estas

leyes que nos hemos sacado de la cabeza? ¿Cómo es esto posible? También aquí Kant procede de la

misma manera que procedió en el estudio de la geometría. Hace primero una exposición metafísica del

tiempo y luego una Exposición trascendental del tiempo.

La exposición metafísica del tiempo se encamina a mostrar: primero, que el tiempo es “a priori” o

sea independiente de la experiencia; segundo, que el tiempo es una intuición, o sea: no una cosa entre

otras cosas, sino una forma pura de todas las cosas posibles.

La primera parte, o sea que el tiempo es “a priori”, la demuestra Kant siguiendo, paso a paso, la

misma demostración que empleó para el caso del espacio. En efecto: que el tiempo es “a priori”, o sea

independiente de la experiencia, se advierte con sólo reflexionar que cualquiera percepción sensible es

una vivencia y que toda vivencia es un acontecer, algo que nos acontece a nosotros, algo que le

acontece al Yo. Ahora bien; algo que le acontece al Yo, implica ya el tiempo, porque todo acontecer es

un sobrevenir, un advenir, un llegar a ser lo que no era todavía; es decir, que ya de antemano está

supuesto el cauce, el carril general en donde todo lo que acontece, acontece; o sea, el tiempo.

Acontecer significa que en el curso del tiempo algo viene a ser. Por consiguiente, si toda percepción

sensible es una vivencia y toda vivencia es algo que sobreviene en nosotros, este algo que sobreviene

en nosotros, sobreviene ahora, o sea después de algo que sobrevino antes y antes de algo que va a

sobrevenir después: es decir que ya implica el tiempo.

Esto se comprueba con el ensayo mental, que Kant nos invita a realizar, y es: que podemos

pensar muy bien, concebir muy bien, el tiempo sin acontecimientos, pero no podemos en manera

alguna concebir un acontecimiento sin el tiempo. (Del mismo modo que al hablar del espacio,

decíamos que podemos concebir el espacio sin cosas en él, pero no podemos concebir cosa alguna que

no esté en el espacio).

Después de mostrado que el tiempo es “a priori”, o independiente de la experiencia, queda por

mostrar que el tiempo es también intuición. ¿Qué quiere esto decir? Quiere decir que no es concepto.

Ya dije la vez anterior, al hablar del espacio, que concepto es una unidad mental que comprende una

multiplicidad de cosas. El concepto de vaso comprende éste y otros muchísimos iguales o parecidos

que hay en el mundo. Concepto es, pues, una unidad de lo múltiple. Pero el tiempo no es concepto en

este sentido, ni mucho menos; porque no hay muchos tiempos, sino un solo tiempo. Si nosotros

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hablamos de múltiples tiempos, no es en el sentido de que haya múltiples tiempos, sino en el sentido de

trozos, partes de uno y el mismo y único tiempo. El tiempo, pues, es único. La unidad y la unicidad del

tiempo lo cualifican como algo de lo cual no podemos tener concepto, sino solamente intuición,

nosotros podemos intuir el tiempo, aprehender inmediatamente el tiempo, pero no pensarlo mediante

un concepto, como si el tiempo fuese una cosa entre muchas cosas. El tiempo no es, pues, cosa que

pueda pensarse mediante conceptos, sino que es una pura intuición. Con esto queda terminada lo que

Kant llama “exposición metafísica del tiempo”.

Viene después la exposición trascendental, encaminada a mostrar que el tiempo, la intuitividad y

el apriorismo del tiempo, son la condición de la posibilidad de los juicios sintéticos en la aritmética.

Los juicios en la aritmética son sintéticos y “a priori”, es decir, son juicios que nosotros hacemos

mediante intuición. Yo necesito intuir el tiempo para sumar, restar, multiplicar o dividir; y eso lo

hacemos, además, “a priori”. La condición indispensable para esto, es que hayamos supuesto, como

base de todas nuestras operaciones, eso que llamamos la sucesión de los momentos en el tiempo.

Así, pues, sólo sub-poniendo la intuición pura del tiempo a priori” es posible que nosotros

construyamos la aritmética, sin el auxilio de ningún recurso experimental. Y precisamente porque el

tiempo es una forma de nuestra sensibilidad, una forma de nuestras vivencias; porque el tiempo es el

cauce previo de nuestras vivencias, por eso es por lo que la aritmética, construida sobre esa forma de

toda vivencia, tiene luego una aplicación perfecta en la realidad. Porque, claro está, la realidad tendrá

que dárseme a conocer mediante percepción sensible; la percepción sensible empero es una vivencia;

esta vivencia se ordenará en la sucesión de las vivencias, en la enumeración, en el 1, 2, 3 sucesivo de

los números y por lo tanto el tiempo, que Yo haya estudiado “a priori” en la aritmética, tendrá siempre

aplicación perfecta, encajará divinamente con la realidad en cuanto vivencia.

De esta manera llega Kant a la conclusión de que el espacio y el tiempo son las formas de la

sensibilidad. Y por sensibilidad entiende Kant la facultad de tener percepciones.

Ahora bien; el espacio es la forma de la experiencia o percepciones externas; el tiempo es la

forma de las vivencias, o percepciones internas. Mas toda percepción externa tiene dos caras: es

externa por uno de sus lados, por cuanto que está constituida por lo que llamamos en psicología un

elemento presentativo; pero es interna por otro de sus lados, por cuanto que al mismo tiempo que yo

percibo la cosa sensible (esta lámpara, por ejemplo) voy al mismo tiempo, dentro de mí, sabiendo que

la percibo; teniendo no sólo la percepción de ella sino la apercepción; dándome cuenta de que la

percibo. Así, pues, es al mismo tiempo un salir de mí hacia la cosa real, fuera de mí, y un estar en mí

mismo, en cuyo “mí” mismo acontece esa vivencia.

Por consiguiente el tiempo tiene una posición privilegiada, porque el tiempo es forma de la

sensibilidad externa e interna, mientras que el espacio sólo es forma de la sensibilidad externa. Esta

posición privilegiada del tiempo, que comprende en su seno la totalidad de las vivencias, tanto en su

referencia a objetos exteriores, como en cuanto a acontecimientos interiores, es la base y fundamento

de la compenetración que existe entre la geometría y la aritmética. La geometría y la aritmética no son

dos ciencias paralelas, separadas por ese espacio que separa las paralelas. No; sino que son dos ciencias

que se compenetran mutuamente. Y precisamente Descartes fue el primer matemático que abrió el paso

entro la geometría y la aritmética, o mejor dicho, entre la geometría y el álgebra; porque Descartes

inventó la geometría analítica, que es la posibilidad de reducir las figuras a ecuaciones, o la posibilidad

inversa de convertir una ecuación en figura. Más adelante Leibniz remacha, por decirlo así, esta

coherencia o compenetración íntima de la geometría y la aritmética y el álgebra, en el cálculo

infinitesimal. Porque entonces encuentra, no solamente como Descartes, la posibilidad de transitar

mediante leyes unívocas de las ecuaciones a las figuras y de las figuras a las ecuaciones, sino la

posibilidad de encontrar la ley de desarrollo de un punto en cualesquiera direcciones del espacio. Esta

posibilidad de encerrar en una fórmula diferencial o integral las diferentes posiciones sucesivas de un

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punto cualquiera según el recorrido que él haga, es, pues, el remate perfecto de la coherencia entre la

geometría y la aritmética.

De esta suerte, toda la matemática representa un sistema de leyes “a priori”, de leyes

independientes de la experiencia y que se imponen a toda percepción sensible. Toda percepción

sensible que nosotros tengamos habrá de estar sujeta a las leyes de la matemática y, esas leyes de la

matemática, no han sido deducidas, inferidas de ninguna percepción sensible: nos las hemos sacado de

la cabeza, diré usando una forma vulgar de expresión. Y, sin embargo, todas las percepciones sensibles,

todos los objetos reales físicos en la naturaleza y los que acontezcan en el futuro, eternamente, siempre

habrán de estar sujetos a estas leyes matemáticas que nos hemos sacado de la cabeza. ¿Cómo es esto

posible? Ya lo acabamos de oír en todo el desarrollo del pensamiento kantiano. Esto es posible, porque

el espacio y el tiempo, base de las matemáticas, no son cosas, que nosotros conozcamos por

experiencia, sino que son formas de nuestra facultad de percibir cosas, y por lo tanto son estructuras

que nosotros, “a priori”, fuera de toda experiencia, imprimimos sobre nuestras sensaciones para

convertirlas en objetos cognoscibles.

Si pues no son esas formas más que formas que el sujeto imprime en el objeto ¿qué de particular

tiene que el objeto, en todo momento y siempre, y en toda ocasión, haya de ostentar esas formas

matemáticas?

Toda esta parte de la Crítica de la Razón pura que se acaba de exponer, lleva en Kant un nombre

extraño: se llama estética trascendental. Y digo que el nombre es extraño, no porque en sí mismo lo sea

(verán que está justificado), sino porque la palabra estética tiene hoy un sentido muy popular, muy

difundido, que es el que seguramente ustedes han evocado en su espíritu al oírla. La palabra estética

significa hoy, para todo el mundo, “teoría de lo bello”, “teoría de la belleza”; o si acaso “teoría del arte

y de la belleza”. Pero adviertan ustedes que la palabra estética en el sentido de teoría de lo bello, es

moderna, muy moderna; es aproximadamente de la misma época que Kant. La emplea por vez primera

en su sentido de teoría de lo bello, un filósofo alemán, casi contemporáneo de Kant, Baumgarten; pero

Kant no tenía por qué tomar esa palabra en el sentido de teoría de lo bello, puesto que era un

contemporáneo suyo el que la usaba por vez primera en el mundo en ese sentido. Así es que no la toma

en el sentido de teoría de lo bello. Kant la toma en otro sentido muy diferente; la toma en su sentido

etimológico. La palabra estética se deriva de una palabra griega que es “aisthesis”, que se pronuncia

“estesis” y que es sensación; también significa percepción. Entonces ¿qué quiere decir estética?

Estética significa: teoría de la percepción, teoría de la facultad de tener percepciones; teoría de la

faculta de tener percepciones sensibles y también teoría de la sensibilidad como facultad de tener

percepciones sensibles.

La palabra trascendental la usa Kant en el mismo sentido que ya tantas veces se ha dicho; en el

sentido de condición para que algo sea objeto de conocimiento.

Así la estética trascendental asienta las bases de una profunda renovación en la concepción

filosófica del idealismo. La estética trascendental establece los fundamentos para el idealismo

trascendental. El idealismo, como ustedes ya saben muy bien, debuta en la época moderna con la

filosofía de Descartes, se desarrolla en la filosofía de los empiristas ingleses y en la filosofía del

racionalismo de Leibniz. Pero desde que nace en Descartes hasta que llega a manos de Kant, el

idealismo adolece de un pequeño vicio de origen; y ese pequeño vicio de origen es un residuo del viejo

realismo aristotélico, que permanece incrustado en el pensamiento idealista desde Descartes y que no

acaba de desaparecer por completo del pensamiento idealista. Ese viejo residuo del realismo

aristotélico es en Descartes muy visible. Cuando Descartes llega, después de debatirse con la duda, a la

conclusión “yo existo”, este “yo” que existe para Descartes, existe como una cosa “en sí” y “por sí”.

Existe como una substancia absoluta, cuya existencia no depende de ninguna condición. Del mismo

modo, cuando Descartes logra transitar del “yo” a Dios y echa el ancla en esta substancia divina,

también concibe esta substancia divina como una substancia existente “en sí” y “por sí” sin que

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necesite supeditar su ser a ninguna condición. Y, por último, cuando Descartes transita, en tercer lugar,

de la substancia divina a la substancia extensa, a la realidad material geométrica, también considera

esta substancia como algo existente “en sí” y “por sí”. Todos estos son otros tantos residuos del viejo

realismo, en el cual no consiente Aristóteles llamar real a algo, si no es real “en sí” y “por sí' y sin

condición ninguna.

Del mismo modo vemos en los sucesores de Descartes, los ingleses, el esfuerzo por desenvolver

plenamente el idealismo. Ya Berkeley deshace la existencia “en sí” y “por sí” de la substancia material.

Ya Berkeley nos dice: esa substancia material que Descartes considera existente en sí y por sí, no existe

en sí y por sí; existe en mí, existe como mi vivencia; no es sino en tanto en cuanto es percibido; su ser

consiste en ser percibido. Pero todavía conserva Berkeley un residuo del viejo realismo y es la

existencia del yo en sí y por sí; el yo es todavía una substancia en sí y por sí. Tiene que venir Hume

para disipar esa substancia yo, para reducir esa substancia yo a un sistema de “impresiones” como él

decía, un sistema de puras vivencias. No hay, pues, para Hume un yo substancial y luego las vivencias

tenidas por ese yo; no, sino que lo único que hay, lo único que existe son las vivencias. En cambio, el

yo es una construcción, el yo es una derivación, es una suposición, que hacemos para explicarnos la

coherencia de la cohesión de las vivencias. El yo, pues, ya no tiene para Hume substancialidad en sí y

por sí, sino que está convertido en una condición habitual, irracional de la coherencia de las vivencias.

Pero todavía queda en Hume un pequeño residuo del realismo aristotélico; y es que esas vivencias,

cada una de ellas, las considera como algo en sí y por sí; las considera a su vez como algo que existe

por sí mismo y entonces resulta que aplica a las “impresiones” -como él llama a estas vivencias- el

criterio de la substancia aristotélica; y entonces las uniones y separaciones de las vivencias no tienen

explicación racional. La ciencia entonces para Hume flota en el vacío. Hume desemboca en un

escepticismo metafísico y en una concepción psicologista de la ciencia, según la cual, los enlaces, las

afirmaciones científicas, que enlazan dos o tres impresiones, son puramente cosa de la costumbre, son

enlaces sin razón, irracionales, puramente empíricos, que pueden ser o no ser, son juicios sintéticos,

que carecen de universalidad y necesidad. Y de ese escepticismo, en que cae Hume, tiene la culpa el

residuo de aristotélico realismo que se ha refugiado en esa minúscula cosita, la “impresión”.

Si tomamos la otra serie de antecesores de Kant, en Leibniz nos encontramos con el mismo

espectáculo. El residuo del realismo aristotélico, la obsesión de llegar a un ser que sea “en sí” y “por

sí”, sin condición alguna absolutamente, lleva también a Leibniz a descubrir (o a creer que descubre)

como elemento primario del mundo, del universo, las mónadas. Ciertamente -y éste es un gran

progreso- Leibniz concibe las mónadas bajo la especie del espíritu; son pequeños espíritus; son

unidades espirituales. Por eso se ha llamado muchas veces a la filosofía de Leibniz “espiritualismo”.

Son, pues, unidades espirituales. Esas unidades espirituales tienen un contenido de percepciones y

apercepciones. Pero esas unidades espirituales también son substancias en sí y por sí, aisladas,

existentes independientemente de la más mínima condición. Y entonces ¿qué resulta? Resulta que para

Leibniz es un misterio, un enigma indescifrable la intercomunicación entre esas substancias, y la

armonía entre ellas. ¿Cómo es que yo, que pienso y que me saco del pensamiento la geometría y la

aritmética, sin tener como dice él “ventana alguna ni puerta alguna” por donde pueda venir el

conocimiento de la realidad exterior “porque las mónadas no tienen ventanas” -frase textual de Leibniz-

cómo es, entonces, que mis pensamientos acerca de lo que no soy yo concuerdan perfectamente con eso

que no soy yo? Esto no lo puede resolver Leibniz más que acudiendo a la hipérbole de una armonía

preestablecida, es decir, rindiendo las armas ante la dificultad insuperable del problema. Pues todas

esas dificultades insuperables, con que tropiezan los sucesores de Descartes, proceden de que

permanece en ellos latente ese residuo de realismo aristotélico, que se traduce en el afán de encontrar

una “res”, una cosa, algo, ya sea espíritu o no espíritu, que exista “en sí” y “por sí”.

Pero precisamente Kant va a realizar un esfuerzo formidable -el más grande que conoce la

historia de la filosofía moderna- para superar, precisamente, esa obsesión, para acabar justamente con

ese residuo de realismo aristotélico, para llegar a una concepción del ser y de la realidad en donde no se

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exija, ni se pida, ni se acepte, una existencia o substancia “en sí” y “por sí'. Y entonces es cuando Kant

llega, merced a este esfuerzo, a lo que él llama “idealismo trascendental”, cuyo primer trámite es la

estética trascendental, la teoría del espacio y del tiempo, como formas y bases de la sensibilidad.

El idealismo trascendental se propone descubrir las condiciones que el objeto ha detener para ser

objeto a conocer, para ser objeto cognoscible. Y esas condiciones que el objeto ha de tener para ser

objeto cognoscible, son condiciones que el objeto no podrá tener en sí y por sí, porque si las tuviera “en

sí” y “por sí”, el yo, para conocerlos, tendría que estar absolutamente pasivo, y estando absolutamente

pasivo, mi conocimiento de ese objeto en sí y por sí, no podría ser más que un conocimiento

contingente y particular. Mas es así que el conocimiento de la ciencia, de la física-matemática de

Newton, no es contingente y particular, sino universal y necesario; por tanto es absolutamente

indispensable que las condiciones de cognoscibilidad latentes en el objeto no le pertenezcan al objeto

“en sí mismo”, sino que le pertenezcan en cuanto que el sujeto las ha supuesto en el objeto. Es decir,

que por vez primera en el pensamiento moderno aparece con toda claridad y precisión la pareja en

correlación indisoluble: objeto-sujeto.

Lo que el objeto es, no lo es en sí y por sí, sino en tanto en cuanto es objeto de un sujeto. Lo que

el sujeto es, tampoco lo es como un ser absoluto, en sí y por sí, sino en tanto en cuanto es sujeto

destinado a conocer un objeto.

En esta indisoluble, en esta irreductible, inquebrantable correlación del sujeto y el objeto, está el

secreto todo de lo que se llama idealismo trascendental.

Lo que Kant llama trascendental, es, pues, la condición que descubro en un objeto, pero que ha

sido puesta o supuesta por el sujeto en el objeto, para convertirlo en objeto cognoscible.

Y el primer trámite en la posición de esta correlación objeto-sujeto, consiste en que el sujeto

imprime en el objeto las formas de espacio y tiempo. Las formas de espacio y tiempo no son, pues,

trascendentes; no son, pues, propiedades que las cosas tengan por sí y en sí, sino que son propiedades

que las cosas tienen porque el sujeto, con ánimo de conocerlas, las ha puesto en el objeto. El sujeto,

pues, para poder conocer, ha convertido las sensaciones en cosas cognoscibles. Y cognoscibles no son

las cosas, sino en cuanto que sean extensas, tendidas en el espacio y sucesivas en el tiempo, como

acontecimientos de un yo.

Las formas de la sensibilidad, espacio y tiempo, son, pues, lo que el sujeto envía al objeto para

que el objeto se apodere de ello, lo asimile, se convierta en ello, y luego pueda ser conocido. Entonces,

diremos que Kant ha echado sobre las cosas en sí (que vanamente seguían persiguiendo los idealistas

desde Descartes) una definitiva sentencia de exclusión. Las cosas en sí mismas no las hay; y si las hay,

no podemos de ellas decir nada, no podemos ni hablar de ellas. Nosotros no podemos hablar más que

de cosas, no en sí, sino extensas en el espacio y sucesivas en el tiempo. Pero como el espacio y el

tiempo no son propiedades que a las cosas “absolutamente” les pertenezcan, sino formas de la

sensibilidad, condiciones para la perceptibilidad, que, nosotros, los sujetos, ponemos en las cosas,

resulta que nunca jamás, en ningún momento tendrá sentido el hablar de conocer las cosas “en sí

mismas”. Lo único que tendrá sentido, será hablar no de las cosas en sí mismas, sino recubiertas de las

formas de espacio y tiempo. Y esas cosas recubiertas de las formas de espacio y tiempo las llama Kant

fenómenos. Por eso dice Kant que no podemos conocer cosas en sí mismas sino fenómenos. Y ¿qué

son fenómenos? Pues, los fenómenos son las cosas provistas ya de esas formas del espacio y del tiempo

que no les pertenecen en sí mismas pero que les pertenecen en cuanto son objetos para mí, vistas

siempre en la correlación objeto-sujeto.

Por esto he dedicado una lección al análisis fenomenológico del conocimiento; en donde vimos

que el acto de conocimiento es primera y fundamentalmente la posición de esa correlación, sujeto-

objeto. Así ahora comprenden ustedes muy bien el papel de la matemática en la filosofía de Kant. El

papel de la matemática es determinar “a priori” las condiciones formales que han de tener todas las

cosas, que entren en posible conocimiento. Cualquier cosa que tengamos que conocer, que se nos

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presente para ser conocida, podemos de antemano estar seguros que ha de entrar en alguna de las

cuadrículas que la matemática, “a priori” ha dibujado. La matemática es, pues, como teoría del espacio

y del tiempo, la serie de las condiciones de todo posible fenómeno.

Ahora, una vez que tenemos la serie de las condiciones de todo posible fenómeno, una vez que

conocemos las posibles formas de los fenómenos, nos falta por conocer las reales formas de los

fenómenos; nos falta conocer, no las figuras que pueden tener las cosas, sino las leyes efectivas y reales

a que esos fenómenos, a que esas cosas obedecen, es decir, la física.

Entonces, después de la estética trascendental, dedicada a dilucidar lo que el objeto ha puesto

(espacio y tiempo) para la cognoscibilidad de las cosas, de los fenómenos, viene la teoría que ha de

dilucidar lo que el objeto pone para la cognoscibilidad de las leyes efectivas que rigen estos fenómenos.

En suma: viene el problema de cómo son posibles los juicios sintéticos “a priori” en la física; o dicho

de otro modo, cómo es posible un conocimiento “a priori” no ya de las formas posibles de los objetos,

sino de los objetos reales llamados fenómenos, que no son cosas en sí mismos, sino cosas revestidas de

las formas espacio y tiempo y por lo tanto objetos para el sujeto, el cual es sujeto de conocimiento para

ellos.

7. EL IDEALISMO DESPUÉS DE KANT8

Nos habíamos propuesto el problema fundamental de toda la metafísica: el problema de ¿qué es

lo que existe? Habíamos seguido las respuestas que a este problema se han dado en las dos direcciones

fundamentales que conoce la historia filosófica del pensamiento: la dirección realista y la dirección

idealista.

Habíamos visto, pues, primeramente, los intentos que en la antigüedad griega se hicieron para

contestar esa pregunta; y que condujeron todos ellos a la forma más perfecta de realismo; la cual se

encuentra en la filosofía de Aristóteles. Luego vimos que esa misma pregunta obtiene respuesta

completamente distinta en la filosofía moderna que se inicia con Descartes; y que la propensión

idealista, que consiste en contestar a la pregunta acerca de la existencia con una respuesta totalmente

diferente de la que da Aristóteles, se desenvuelve en la filosofía moderna y llega a su máxima

explicitación en la filosofía de Kant.

El realismo, cuyo exponente máximo es Aristóteles, nos dio a nuestra pregunta, la contestación

espontánea, la contestación ingenua, natural, que el hombre suele dar a esta pregunta. Pero la dio

sustentada en todo un aparato de distinciones y conceptos filosóficos que habían ido formándose

durante los siglos de la filosofía griega. Aristóteles contestó a nuestra pregunta, señalando las cosas que

percibimos en torno de nosotros, como siendo lo que existe. Las cosas existen; y el mundo formado por

todas ellas, es el conjunto de las existencias reales. A esas existencias reales se le dio -por Aristóteles-

el nombre de substancia. Substancia es cada una de las cosas que existen. Las substancias no solamente

son en el sentido existencial, sino que, además, tienen una consistencia, tienen una esencia. Y además

de la esencia, o sea de aquellos caracteres que hacen de ellas las substancias que son, tienen también

accidentes o sea aquellos otros caracteres que las especifican y finalmente las singularizan dentro de la

esencia general. Junto a esto Aristóteles estudia también el conocimiento. Nosotros conocemos esas

substancias y el conocimiento consiste en dos operaciones.

La primera: formar concepto de las esencias, es decir, reunir en unidades mentales, llamadas

conceptos, los caracteres esenciales de cada substancia. La segunda operación del conocimiento

consiste, cuando ya tenemos conceptos, en subsumir en cada concepto todas las percepciones sensibles

que tenemos de las cosas. Conocer una cosa, significa, pues, encontrar en el repertorio de conceptos ya

formados, aquel concepto que pueda predicarse de esa cosa. Si a esto luego se añaden los caracteres

accidentales, individuales de la substancia, entonces llegamos al conocimiento pleno, total, absoluto de

la realidad.

En tercer lugar, Aristóteles considera el yo que conoce, como una substancia entre las muchas

que hay y que existen; sólo que esta substancia es una substancia racional. Entre sus caracteres

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esenciales, está el pensar, la facultad de formar conceptos y de subsumir las percepciones en cada uno

de esos conceptos, la facultad de conocer.

Frente a esta metafísica realista de Aristóteles, conocemos ahora la nueva actitud idealista,

inaugurada por Descartes, y que llega, en Kant, a su máxima explicitación.

Para el idealismo, lo que existe no son las cosas, sino el pensamiento; éste es lo que existe, puesto

que es 1o único de que yo tengo inmediatamente una intuición. Ahora bien; el pensamiento tiene esto

de peculiar: que se tiende o se estira -por decirlo así- en una polaridad. El pensamiento es, por una

parte, pensamiento de un sujeto que lo piensa; y, por otra, es pensamiento de algo pensado por ese

sujeto; de modo que el pensamiento es esencialmente una correlación entre sujeto pensante y objeto

pensado. Ese pensamiento, así, en esa forma, por ser precisamente correlación, relación inquebrantable

entre objeto pensante y objeto pensado, elimina necesariamente la cosa o substancia “en sí misma”. No

hay ni puede haber en el pensamiento nada que sea “en sí mismo” puesto que el pensamiento es esa

relación entre un sujeto pensante y un objeto pensado.

Esto que nos parece tan sencillo, fue, sin embargo, lo que costó dos siglos de meditaciones

filosóficas, a partir de Descartes, hasta llegar a una plena claridad acerca de ello. Porque en Descartes,

en los ingleses sucesores de Descartes, en Leibniz, durante todo el siglo XVII y gran parte del XVIII, sigue

palpitante, inextinguible la idea de la cosa en sí, o sea la idea de la existencia de algo que existe, y que

es, independientemente de todo pensamiento e independientemente a toda relación.

Así es que la dificultad grande con que tropezaron los primeros lectores de Kant fue comprender

esa sencilla cosa de que el pensamiento es, él mismo, una correlación entre sujeto pensante y objeto

pensado. Y la dificultad está en que hay que vencer la propensión realista; porque aun tomando la tesis

idealista en la forma en que acabo de expresarla, todavía seguramente ustedes tienen esa propensión

realista que consiste en creer que el objeto pensado es primero objeto y luego pensado. Y no; no es así;

sino que el objeto pensado es objeto cuando y porque es pensado; el ser pensado es lo que lo constituye

como objeto. Eso es lo que quiere decir todo el sistema kantiano de las formas de espacio, tiempo y

categorías. La actividad del pensar es la que crea el objeto como objeto pensado. No es, pues, que el

objeto exista, y luego llegue a ser pensado (que esto sería el residuo de realismo aún palpitante en

Descartes, en los ingleses y en Leibniz) sino que la tesis fundamental de Kant estriba en esto: en que

objeto pensado no significa objeto que primero es y que luego es pensado, sino objeto que es objeto

porque es pensado; y el acto de pensarlo es al mismo tiempo el acto de objetivarlo, de concebirlo como

objeto y darle la cualidad de objeto. Y del mismo modo, en el otro extremo de la polaridad del

pensamiento, en el extremo del sujeto; no es que el sujeto sea primero y por ser sea sujeto pensante.

Este es el error de Descartes. Descartes cree que tiene de sí una intuición, la intuición de una

substancia, uno de cuyos atributos es el pensar. Pero Kant muestra muy bien que el sujeto, la

substancia, es también un producto del pensamiento. De modo que el sujeto pensante no es primero

sujeto y luego pensante, sino que es sujeto en la correlación del conocimiento, porque piensa, y en tanto

y en cuanto que piensa. De esta manera Kant consigue eliminar totalmente el último vestigio de “cosa

en sí”, vestigio de realismo que aún perduraba en los intentos de la metafísica idealista de los siglos XVII

y XVIII.

Pero al mismo tiempo que Kant remata y perfecciona el pensamiento idealista, introduce en este

pensamiento algunos gérmenes que vamos a ver desenvolverse y dilatarse en la filosofía que sucede a

Kant. Esos gérmenes son principalmente dos: primero, esa “cosa en sí” que Kant ha logrado eliminar

en la relación de conocimiento, esa cosa “en sí”, si nos fijamos bien en lo que significa, encontramos

que su sentido es el de satisfacer el afán de unidad, el afán de incondicionalidad que el hombre, que la

razón humana siente. Si en efecto el acto de conocer consiste en poner una relación, una correlación

entre el sujeto pensante y el objeto pensado, resulta que todo acto auténtico de conocer está

irremediablemente condenado a estar sometido a condiciones; es decir, que todo acto de conocimiento

conoce, en efecto, una relación; pero esa relación, puesto que lo es, puesto que es relación, plantea

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inmediatamente nuevos problemas, que se resuelven inmediatamente también mediante el

establecimiento de una nueva relación; y en esto de anudar relaciones, de determinar causas y efectos,

que a su vez son causas de otros efectos y que a su vez son efectos de otras causas; en esta

determinación de una red de relaciones, el afán cognoscitivo del hombre no descansa. Y ¿por qué no

descansa? Porque no se hallará satisfecho sino cuando logre un objeto pensado, un objeto que luego de

conocido, no le plantee nuevos problemas, sino que tenga en sí la razón integral de su propio ser y

esencia y de todo cuanto de él se derive. Este afán de incondicionalidad, o afán de “absoluto”, no se

satisface con la ciencia positiva; la cual no nos da más que contestaciones parciales, fragmentarias o

relativas, mientras que lo que anhelamos es un conocimiento absoluto, esa “cosa en sí” que

ingenuamente creen los realistas captar por medio del concepto aplicado a la substancia.

Pero ese afán de “absoluto”, aunque no puede ser satisfecho por la progresividad relativizante del

conocimiento humano, representa sin embargo, una necesidad del conocimiento. El conocimiento

aspira hacia él; y entonces, ese absoluto incondicionado se convierte para Kant en el ideal del

conocimiento, en el término al cual el conocimiento propende, hacia el cual se dirige o como Kant

decía también: en el ideal regulativo del conocimiento, que imprime al conocimiento un movimiento

siempre hacia adelante. Ese ideal del conocimiento, el conocimiento no puede alcanzarlo. Sucede que

cada vez que el hombre aumenta su conocimiento y cree que va a llegar al absoluto conocimiento, se

encuentra con nuevos problemas y no llega nunca a ese absoluto. Pero ese absoluto, como un ideal al

cual se aspira, es el que da columna vertebral y estructura formal a todo el acto continuo del

conocimiento.

Esta idea novísima en la filosofía (que podríamos expresar diciendo: que lo absoluto en Kant deja

de ser actual para convertirse en potencial) es la que cambia por completo la faz del conocimiento

científico humano; porque entonces, el conocimiento científico resulta ahora no un acto único, sino una

serie escalonada y eslabonada de actos, susceptibles de completarse unos por otros, y por consiguiente

susceptibles de progresar, de progreso. Esta primera idea es, pues, en Kant, fundamental, muy

importante.

La segunda, es que la consideración de ese mismo absoluto, de ese mismo incondicionado (que el

conocimiento aspira a captar y que no puede captar, pero cuya aspiración constituye el progreso del

conocimiento) ese mismo absoluto aparece, desde otro punto de vista, como la condición de la

posibilidad de la conciencia moral. La conciencia moral, que es un hecho, no podría ser lo que es si no

postulase ese absoluto, sino postulase la libertad absoluta, la inmortalidad del alma y la existencia de

Dios. Y esta primacía de la razón práctica o de la conciencia moral, es la segunda de las características

del sistema kantiano, que lo diferencia de sus predecesores; y toda la filosofía que ha de suceder a Kant

arranca, precisamente, de esas dos características de Kant. La filosofía que sucede a Kant, toma su

punto de partida de ese absoluto, que para Kant es el ideal del conocimiento por una parte, y por otra, el

conjunto de las condiciones “a priori” de la posibilidad de la conciencia moral.

Y así, los filósofos que suceden a Kant se diferencian de Kant de una manera radical y se

asemejan a Kant de una manera perfecta. Se diferencian radicalmente de él en su punto de partida. Kant

había tomado como punto de partida de la filosofía la meditación sobre la ciencia físico-matemática,

ahí existente, como un hecho; y también la meditación sobre la conciencia moral, que también es otro

hecho, o, como Kant dice, “factum”, hecha de la razón práctica.

Pero, los filósofos que siguen a Kant abandonan ese punto de partida de Kant; ya no toman como

punto de partida el conocimiento y la moral, sino que toman como punto de partida lo “absoluto”. Ese

algo absoluto e incondicionado es lo que da sentido y progresividad al conocimiento, y lo que

fundamenta la validez de los juicios morales. Pero al mismo tiempo, digo que se asemejan a Kant;

porque de Kant han tomado este nuevo punto de partida. Lo que para Kant era una transformación de la

metafísica antigua en una metafísica ideal, es para ellos ahora, propiamente, la primera piedra sobre la

cual tienen que edificar su sistema. Y así, si me permiten ustedes el esfuerzo arriesgadísimo,

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aventuradísimo, de reducir a un esquema claro lo que hay de común en los tres grandes filósofos que

suceden a Kant -Fichte, Schelling y Hegel- yo me atrevería audazmente a bosquejarles a ustedes el

esquema siguiente.

Primero, estos filósofos, los tres, parten de la existencia de lo absoluto. A la pregunta metafísica

fundamental: ¿qué es lo que existe? Contestan: existe lo absoluto, lo incondicionado; existe algo, cuya

existencia no está sujeta a condición ninguna. Este es para ellos el punto de partida. Algún perito en

filosofía puede descubrir aquí la influencia que sobre estos pensadores ejerce Espinosa, que fue

descubierto en Alemania precisamente en este momento, en la época de la muerte de Kant. Es, pues,

para ellos, lo absoluto, el punto de partida.

Segundo, también es común a los tres grandes pensadores que siguen a Kant, la idea de que ese

absoluto, ese ser absoluto, que han tomado como punto de partida, es de índole espiritual. Es

pensamiento, o bien acción, o bien razón, o bien espíritu. Es decir, que estos tres grandes pensadores

consideran y conciben ese absoluto, bajo una u otra especie, pero siempre bajo una especie espiritual;

ninguno de ellos lo concibe bajo una especie material; ninguno de ellos lo concibe materialísticamente.

En tercer lugar, los tres consideran también que ese absoluto, que es de carácter y de

consistencia espiritual, se manifiesta, se fenomenaliza, se expande en el tiempo y en el espacio, se

explicita poco a poco en una serie de trámites, sistemáticamente enlazados; de modo que ese absoluto,

que tomado en su totalidad es eterno, fuera del tiempo, fuera del espacio, y constituye la esencia misma

del ser, se tiende -por decirlo así- en el tiempo y en el espacio. Su manifestación da de sí, de su seno,

formas manifestativas de su propia esencia; y todas esas formas manifestativas de su propia esencia

fundamental, constituyen lo que nosotros llamamos el mundo, la historia, los productos de la

humanidad, el hombre mismo.

Por último, en cuarto lugar, también es común a estos grandes filósofos sucesores de Kant, el

método filosófico que van a seguir y que va a consistir para los tres, en una primera operación

filosófica que ellos llaman intuición intelectual, la cual está destinada, encaminada a aprehender

directamente la esencia de ese absoluto intemporal, la esencia de esa incondicionalidad; y después de

esta operación de intuición intelectual, que capta y aprehende lo que el absoluto es, viene una operación

discursiva, sistemática y deductiva, que consiste en explicitar, a los ojos del lector, los diferentes

trámites mediante los cuales ese absoluto temporal y eterno se manifiesta sucesivamente en formas

varias y diversas en el mundo, en la naturaleza, en la historia.

Por consiguiente, todos estos filósofos serán esencialmente sistemáticos y constructivos. La

operación primera de la intuición intelectual les da, por decirlo así, el germen radical del sistema. La

operación siguiente, de la construcción o de la deducción trascendental, les da la serie de los trámites y

la conexión de formas manifestativas en el espacio y en el tiempo, en que esa esencia absoluta e

incondicionada se explicita y se hace patente.

Todos estos caracteres, que digo que son comunes a los tres grandes filósofos que suceden a

Kant, los ven ustedes perfectamente influidos o derivados por esa transformación que Kant ha hecho en

el problema de la metafísica. Kant ha dado al problema de la metafísica la transformación siguiente: la

metafísica buscaba lo que es y existe “en sí”. Ahora bien: para el pensamiento científico nada es ni

existe en sí, porque todo es objeto de conocimiento, objeto pensado para un sujeto pensante. Pero eso

que buscaba la metafísica y que no es en sí, ni existe en sí, es sin embargo una idea regulativa para el

conocimiento discursivo del hombre: las matemáticas, la física, la química, la historia natural. Y esa

idea regulativa representa lo contrario de los objetos del conocimiento concreto. Si los objetos del

conocimiento concreto son relativos, correlativos al sujeto, esa otra idea regulativa, representa lo

absoluto, lo completo, lo total, lo que no tiene condición ninguna, lo que no necesita condición. De aquí

arrancan, entonces, los sucesores de Kant. De ese absoluto es de lo que ellos parten, en vez de ser,

como Kant, a lo que se llega.

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Pues, vean ustedes ahora. Voy en breves palabras a esquematizarles el pensamiento de cada uno

de esos tres grandes filósofos y van ustedes a reconocer en esto el esquema de los cuatro puntos

expuestos.

7.1. Fichte

Fichte, por ejemplo, parte de lo absoluto y verifica la intuición intelectual de lo absoluto; y

entonces, merced a esa intuición intelectual de lo absoluto, intuye lo absoluto bajo la especie del yo.

Bajo la especie del yo absoluto, no del yo empírico, sino del ya en general, de la subjetividad en

general. Mas el yo absoluto, que es lo que el absoluto es (el absoluto es el yo), no consiste en pensar,

sino que el pensar viene después. Consiste en hacer, en una actividad. La esencia de lo absoluto, del yo

absoluto, es para Fichte la acción, la actividad. Y el yo absoluto, mediante su acción, su actividad,

necesita para esa acción, para esa actividad, un objeto sobre el cual recaiga esa actividad; y entonces,

en el acto primero de afirmarse a sí mismo como actividad, necesariamente tiene que afirmar también

el “no yo”, el objeto, lo que no es el yo, como término de esa actividad. Y de este dualismo, de esta

contraposición entre la afirmación que el yo absoluto hace de sí mismo como actividad y la afirmación

conexa y paralela que hace también del “no yo”, del objeto, como objeto de la actividad, nace el primer

trámite de explicitación de lo absoluto. Lo absoluto se explicita en sujetos activos y objetos de la

acción. Ya tienen ustedes aquí derivado, deductiva y constructivamente, de lo absoluto, el primer

momento de esa manifestación en el tiempo y en el espacio.

Por un lado tendremos los “yos” empíricos. Pero del otro lado, tendremos el mundo de las cosas.

Pero como el yo del hombre empírico, es fundamentalmente acción, el conocimiento tendrá que venir

como preparación para la acción. El conocimiento es una actividad subordinada. En Fichte reconocen

ustedes la primacía de la conciencia moral de Kant. El conocimiento es una actividad subordinada, que

tiene por objeto el permitir la acción, el proponerle al hombre acción. El yo es plenamente lo que es,

cuando actúa moralmente. Para actuar moralmente el yo necesita, primero, que haya un “no yo”.

Segundo, conocerlo. Y aquí tienen ustedes cómo en trámites minuciosos, sucesivos, va sacando Fichte

deductiva y constructivamente de lo absoluto toda su explicitación, su manifestación, su

fenomenalización en el mundo de las cosas, en el espacio, en el tiempo y en la historia.

7.2. Schelling

Tomemos ahora a Schelling. Schelling es una personalidad intelectual de tipo completamente

distinto de Fichte. Fichte es un apóstol de la conciencia moral, es un apóstol de la educación popular.

Fichte es un hombre para quien todo conocimiento y toda ciencia tiene que estar sometida al servicio

de la acción moral. En cambio Schelling es un artista; la personalidad de Schelling es la personalidad

de un estético, de un contemplativo. Por eso, la filosofía del uno y del otro, son completamente

diferentes, dentro de ese mismo esquema general expuesto antes.

También Schelling parte de lo absoluto, lo mismo que Fichte; pero si lo absoluto para Fichte era

el yo activo, para Schelling lo absoluto es la armonía, la identidad, la unidad sintética de los contrarios,

aquella unidad total que identifica en un seno materno, en lo que llamaba Goethe las protoformas, o en

la traducción de una palabra griega “las madres” (conceptos madres). Lo absoluto para Schelling es la

unidad viviente, espiritual, dentro de la cual están como en germen todas las diversidades que

conocemos en el mundo. Y así esa unidad viviente se pone primero, se afirma primero como identidad.

Entre todo cuanto es y cuanto existe, hay para Schelling una fundamental identidad; todo es uno y lo

mismo; todas las cosas, por diferentes que parezcan, vistas desde un cierto punto, vienen a fundirse en

la matriz idéntica de todo ser, que es lo absoluto.

El primer trámite de diversificación de este absoluto es el que distingue por un lado la naturaleza,

y por el otro el espíritu. Esa distinción pone las primeras dos ramas del tronco común (por un lado, las

cosas naturales y por el otro lado, los espíritus, los pensamientos, las almas). Pero la distinción nunca

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es abolición de la identidad. La naturaleza está colmada de espíritus; como el espíritu es a su modo

también naturaleza.

Schelling tiene una visión extraordinariamente aguda para todos aquellos fenómenos naturales,

como son los fenómenos de la vida, de los animales, de las plantas, que patentemente son fenómenos

en donde la naturaleza está maridada, casada, unida con algún elemento viviente, trepidante y

espiritual. Pero también, fuera de la naturaleza viva, en la naturaleza inerte, inorgánico, encuentra

Schelling los vestigios del espíritu, como en esas magníficas reflexiones que hace, sublimemente

escritas, con una belleza de lenguaje extraordinaria; esas magníficas reflexiones que hace sobre la

cristalización de los cuerpos, en donde muestra que un cuerpo, por pequeño que sea, que se cristalice,

por ejemplo en exaedro, lleva dentro de si la forma exaedro; por pequeño que sea, un átomo de cuerpo

que cristalice en exaedro, si se machaca y se toma la más mínima partícula es también un exaedro.

Tiene pues, alma de exaedro. Hay un espíritu exaédrico dentro de él. Esa fusión o identificación está en

todas las diversificaciones de la naturaleza y del espíritu. Y en cualquiera de las formas, y en cualquiera

de los objetos y en cualquiera de las cosas concretas que tomamos vemos y encontraremos la identidad

profunda de lo absoluto.

7.3. Hegel

Pues, si tomamos ahora a Hegel, nos encontraremos con un tercer tipo humano completamente

distinto de los dos anteriores. Si Fichte fue un hombre de acción moral, un apóstol; si Schelling fue un

delicado artista, Hegel es el prototipo del intelectual puro, el prototipo del hombre lógico, el pensador

racional, frío. Cuando era estudiante, sus compañeros le llamaban “el viejo”. Porque realmente era

viejo antes de tiempo y fue, toda su vida “el viejo”.

Vamos a ver imponerse, en su filosofía, este sentido absolutamente racional, porque, para Hegel,

lo absoluto -que es el punto de partida siempre- es la razón. Eso es lo absoluto. A la pregunta

metafísica -¿qué es lo que existe?- contesta: existe la razón. Todo lo demás son fenómenos de la razón,

manifestaciones de la razón. Pero ¿que razón? Sin duda no la razón estática, la razón quieta, la razón

como una especie de facultad captativa de conceptos, siempre igual en sí misma, dentro de nosotros.

Nada de eso. Por el contrario: la razón es concebida por Hegel como una potencia dinámica, llena de

posibilidades, que se van desenvolviendo en el tiempo; la razón es concebida como un movimiento; la

razón es concebida, no tanto como razón, sino más bien como razonamiento.

Pensad un momento en lo que significa razonar, en lo que quiere decir pensar. Razonar, pensar,

consiste en proponer una explicación, en excogitar un concepto, en formular mentalmente una tesis,

una afirmación; pero a partir de ese instante, empezar a encontrarle defectos a esa afirmación, a ponerle

objeciones, a oponerse a ella. ¿Mediante qué? Mediante otra afirmación igualmente racional, pero

antitética de la anterior, contradictoria de la anterior.

Esa antítesis de la primera tesis, plantea a la razón un problema insoportable; es menester que la

razón haga un esfuerzo para hallar un tercer punto de vista, dentro del cual esta tesis y aquella antítesis

quepan en unidad; y así, continuamente, va sacando la razón, por medio del razonamiento, de sí, un

número infinitamente vasto de posibilidades racionales insospechadas. La razón, pues, es el germen de

la realidad. Lo real es racional y lo racional es real; porque no hay posición real que no tenga su

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justificación racional, como no hay tampoco posición racional que no esté, o haya estado, o haya de

estar en lo futuro realizada.

Por consiguiente, de esa razón que es lo absoluto, mediante un estudio de sus trámites internos -

que llama Hegel lógica, dándole a la palabra un sentido hasta entonces no habitual- mediante el estudio

de la lógica, o sea de los trámites que la razón requiere al desenvolverse, al explicitarse ella misma, la

razón va realizando sus razones, va realizando sus tesis, luego las antítesis, luego otra tesis superior; y

así la razón misma va creando su propio fenómeno, va manifestándose en las formas materiales, en las

formas matemáticas que son lo más elemental de la razón, en las formas causales, que son lo más

elemental de la física, en las formas finales que son las formas de los seres vivientes y luego en las

formas intelectuales, psicológicas, en el hombre, en la historia.

Así, todo cuanto es, todo cuanto ha sido, todo cuanto será no es sino la fenomenalización, la

realización sucesiva y progresiva de gérmenes racionales, que están todos en la razón absoluta.

Corno ustedes ven, estos filósofos no han hecho más que realizar cada uno a su modo y en formas

completamente distintas el esquema general que les di a ustedes en un principio. Todos han partido de

lo absoluto. No han partido de datos concretos de la experiencia, ni tampoco del hecho de la ciencia

físico-matemática, ni del hecho de la conciencia moral, sino que han partido de lo absoluto, intuido

intelectualmente y desenvuelto luego sistemática y constructivamente en esos magníficos abanicos de

los sistemas, que se despliegan ante el lector, deslumbrándolo con la belleza extraordinaria de su

deducción trascendental.

Llenaron estos hombres la filosofía de la primera mitad del siglo XIX. Pero estos hombres, que

llenaron la filosofía en la primera mitad del siglo XIX, habían exagerado un poco. Su error consistió en

que se separaron demasiadamente de las vías que seguía el conocimiento científico; se apartaron

demasiado de ellas; no las tuvieron en cuenta ni como punto de partida ni como punto de llegada. Se

empeñaron en que su deducción trascendental, esa construcción sistemática que partía de lo absoluto,

comprendiera, también, en su seno, la ciencia de su tiempo. Y así se fue labrando, poco a poco, un

abismo entre la filosofía y la ciencia. La filosofía, apartándose de la ciencia; y la ciencia, desviándose,

apartándose también de la filosofía. Y ¿qué resultó de todo esto? Que a mediados del siglo XIX, esa

ruptura, ese abismo entre la ciencia y la filosofía era tan grande, que trajo consigo un espíritu de

hostilidad, de recelo y de amargo apartamiento con respecto a la filosofía. Sobrevino el espíritu que

llamaríamos positivista. El positivismo está estructurado por un cierto número de preferencias y de

desvíos intelectuales, que los voy a enumerar. En primer lugar, la hostilidad radical a toda

construcción. Se llama construcción al empeño de estos filósofos románticos alemanes de deducir de lo

absoluto, constructivamente, todo el detalle del universo. En broma (siempre hablaba en broma, pero

muchas veces con una profundidad muy grande) decía Heine que Hegel era capaz de deducir la

racionalidad del lápiz con que escribía, partiendo de lo absoluto, sin solución de continuidad.

Pues el espíritu positivista de hostilidad a la construcción, consiste en esa hostilidad a toda

deducción, que no esté basada en datos inmediatos de la experiencia. Estos filósofos, no habían tenido

la precaución de Kant; Kant había partido de la física de Newton y de la conciencia moral, como un

hecho. Su filosofía estaba pegada a las articulaciones de la ciencia. Pero estos filósofos parten de los

resultados de la filosofía de Kant; y entonces se alejaron extraordinariamente de los datos mismos de la

observación y de las experimentaciones científicas.

El segundo punto del positivismo es la hostilidad al sistema. El positivismo dice: la realidad será

o no será sistemática. Eso no lo sabemos “a priori”. En cambio estos filósofos construyen su realidad

sistemáticamente, como si “a priori” supieran que la realidad es sistemática. Si la realidad es

sistemática, lo habremos de saber cuando la conozcamos; lo primero es conocerla tal como es.

Tercer punto esencial del positivismo: de los dos puntos anteriores se deriva la reducción de la

filosofía a puros resultados de la ciencia. La filosofía no puede ser otra cosa que la generalización de

los más importantes y gruesos resultados de la física, de la química, de la historia natural. Otra cosa no

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puede hacerse. El pensamiento humano no puede salirse del círculo en que está encerrado el

conocimiento. Por consiguiente, a lo más que puede pretender el pensamiento filosófico, es a tomar

esos resultados generales, a que llega la ciencia y estirarlos y darles las formas más o menos

sistemáticas posibles.

Por último, el rasgo esencial del positivismo es el naturalismo. ¿Qué es naturalismo? Algo muy

sencillo. Existen unas ciencias, que estudian la naturaleza. Esas ciencias son: la astronomía, la física, la

química, la biología, la historia natural. En esas ciencias, los métodos que ellas emplean han dado unos

resultados magníficos. Durante siglos, los métodos experimentales, de observación, de reducción de las

formas a leyes o secuencias, han dado unos resultados excelentes. Entonces, naturalismo consiste en

decir: todas las demás ciencias, la psicología, la ciencia de la historia, la ciencia del derecho y del

espíritu, deben seguir los mismos métodos. Puesto que en éstas han sido tan buenos estos métodos, que

sigan también ellas los mismos. Eso es naturalismo. Y ello está implícito en el pensamiento positivista.

Pero además, ese naturalismo los lleva a esta otra conclusión o consecuencia: que los objetos de la

ciencia del espíritu, la psicología, la historia, el derecho, las costumbres, la moral, la economía política,

etc., son objetos que deben poderse reducir a naturaleza. Nos creemos nosotros que son de esencia y de

índole diferente; nos creemos nosotros que entre el espíritu, el pensamiento y la materia cerebral hay un

abismo. Pues no. Forzosamente, cuando llegue en el progreso el día, se encontrará cómo se vincula el

uno al otro y cómo el espíritu puede reducirse a los fenómenos materiales.

Naturalismo, tiene pues, dos sentidos; primero la necesidad de extender los métodos de las

ciencias naturales a toda la ciencia; y, segundo, reducir a naturaleza los objetos que aparecen

irreductibles a la naturaleza.

El caso más formidable de naturalismo, lo tienen ustedes en el bellísimo libro de Spengler La

Decadencia de Occidente; donde se considera que la cultura es lo mismo que un tigre o un rinoceronte,

un ser viviente que tiene su nacer, su desarrollo, su proliferación, su muerte, sus leyes biológicas, a las

cuales está sujeto y adherido.

Este punto de vista positivista tuvo que tener una consecuencia forzosa: la depresión de la

filosofía. La filosofía quedó deprimida. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la filosofía anduvo

miserable, pidiendo perdón por su propia existencia, como diciéndoles a los científicos: ustedes

dispensen, yo no tengo la culpa. Haré lo que pueda. Pedía perdón por su existencia, renunciando a sus

propios problemas. De vez en cuando algún atrevido que se aventuraba a poner en duda las grandes

generalizaciones de Haeckel, de Ostwald o de Spencer, recibía en seguida un golpe en los nudillos:

¡usted es metafísico! Y él decía: ¡Pobre de mí! ¡Soy un metafísico! Y entonces se sentía abrumado y

desesperado.

Este punto de vista no podía subsistir mucho tiempo. El espíritu humano no podía subsistir de

esta manera. El positivismo es el suicidio de la filosofía; es la prohibición de tocar aquellos problemas

que inextinguiblemente acosan al corazón y a la mente humana. No podía durar mucho tiempo esta

prohibición de entrar en ese cuarto, cuando el hombre, desde que es hombre, no tiene más afán que el

de entrar en ese cuarto. Por consiguiente había de haber muy pronto una reacción contra el positivismo,

y una renovación de la filosofía. Esta reacción contra el positivismo y renovación de la filosofía, tiene

en cada país sus formas un poco diferentes.

En Europa, estas formas han sido principalmente oriundas de la reacción antipositivista, que se

produjo en Alemania; y esta reacción antipositivista, que se produjo en Alemania, se produjo en virtud

de algunos fenómenos históricos concomitantes. Hacia el año 1870, empezaron algunos fenómenos de

reacción contra el positivismo. Uno de ellos, el más notable, fue el bello libro que publicó en 1865 Otto

Liebmann y que se llama Kant y los Epígonos. En este libro sostiene Liebmann que la filosofía tiene

que volver a Kant, y que los culpables del decaimiento y miseria de la filosofía habían sido los

filósofos románticos alemanes que se habían desatado en la sistematización constructiva y fantástica,

que era los que él llamaba los epígonos. Decía que era preciso volver a Kant, volver al sano filosofar

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kantiano, que sin ser naturalmente ni un ápice positivista, sin embargo tiene en cuenta constantemente

los objetos y los datos científicos, para sobra ellos y con ellos hacer la filosofía.

Entonces Otto Liebmann, parodiando la famosa frase de Catón, cuando para recordarles a los

romanos su enemigo secular, terminaba todos los discursos suyos en el Senado, viniese o no viniese a

pelo, diciendo: “... y, además, creo que hay que destruir Cartago”; pues, parodiando esta frase de Catón,

Otto Liebmann terminaba todos los párrafos de su libro con esta frase: “… y, además, creo que hay que

volver a Kant”.

Tuvo un éxito grande este libro, y resultó que, en efecto, la juventud estudiosa filosófica alemana

se puso a leer a Kant y a trabajar sobre Kant. Y de esto, en combinación con la influencia que tuvo el

gran libro de Federico Alberto Lange, surgieron las escuelas filosóficas neo-kantianas que, hasta hoy,

hace muy pocos años, han regido en la escuela de la filosofía oficial alemana: las escuelas de Marburgo

y Baden, que han sido las dos escuelas kantianas regidas por Cohen y Natorp y por Windelband y

Rickert. Este ha sido uno de los motores de la reacción antipositivista.

El segundo motor y tan importante como éste, aunque menos conocido, ha sido la influencia de

Brentano y de los discípulos de Brentano, sobre la filosofía alemana. Brentano enseña a sus discípulos

que el auténtico filosofar no consiste en las grandes generalidades de Fichte, Schelling y Hegel, sino

que consiste en la minuciosa y rigurosa dilucidación de los puntos, de los acentos, de los concretos

filosóficos. Esta disciplina rigurosa, casi escolástica diríamos, que impuso Brentano a sus discípulos,

dio a la filosofía una solidez y textura de razonamiento y demostración extraordinarias. Y discípulos de

Brentano son los filósofos que, en Alemania, tienen y han tenido la mayor influencia: la fenomenología

de Husserl, la teoría del Objeto de Meinong, etc.

En Francia, la reacción antipositivista fue iniciada por la filosofía criticista de Renouvier,

Ravaisson, Lachelier, uno de cuyos discípulos más notables ha sido Bergson.

Bergson ha sido uno de los grandes luchadores en contra de la tendencia positivista.

En suma: que pasado el mal trance del positivismo, la filosofía actual vuelve otra vez a recuperar

sus temas eternos: el tema de la metafísica, el tema de la ontología, el tema de gnoseología, de la teoría

del conocimiento, de la lógica, de la ética, etc.

Y la filosofía actual se encuentra en un momento de renovación extraordinaria; no ciertamente

para volver a hacer esos grandes sistemas como los de Fichte, Schelling y Hegel, edificados un poco

sobre la arena de lo absoluto. No. Pero sí, para volver de nuevo a plantear las grandes tesis y los

grandes temas de la auténtica filosofía, favorecida, además, en estos últimos tiempos, por un muy

curioso y extraño caso, a saber: que los científicos, los físicos principalmente, se están adhiriendo a la

filosofía, se están metiendo en el campo filosófico, y la filosofía los acoge con mucho gusto, mientras

no tiren los pies por alto haciendo estragos en nuestro domicilio particular.

8. EL MARXISMO

Si bien los fundadores del marxismo no pertenecen, desde un punto de vista cronológico, al siglo

XX, la filosofía de Karl Marx y Friedrich Engels posee en nuestro tiempo plena vigencia, y no sólo

dentro de los marcos académicos, sino que ha ido más allá para hacerse conciencia de los pueblos.

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Tampoco podemos decir que Marx y Engels sean filósofos académicos a la manera de Husserl,

Carnap o Schlick. Empero, esto no impide afirmar la amplia difusión del marxismo, así como la

presencia de rigurosos análisis filosóficos en las obras de Marx y Engels.

Ambos autores se ocuparon, entre otros múltiples problemas, de la naturaleza de la filosofía en

particular y de la teoría en general. Su posición al respecto sufrió modificaciones, transformaciones a

través del tiempo, muchas veces atendiendo a las polémicas que hubieron de sostener Marx y Engels

con filósofos y pensadores del pasado o de su época.

8.1. El concepto de filosofía de Marx

En 1842, Marx adelanta algunas características de la filosofía que posteriormente serán

precisadas.

La filosofía, concebida en su desarrollo sistemático, es impopular: su actividad misteriosa parece, a los

ojos del profano, una agitación tan extravagante como vana: semeja un profesor de magia, cuyos conjuros han de

resonar solemnemente porque resultan incomprensibles.

Los filósofos no brotan del suelo como los hongos, sino que son los frutos de su época y de su pueblo,

cuyas energías más sutiles, más preciosas y menos visibles que expresan en las ideas filosóficas. El mismo

espíritu que construye los sistemas filosóficos en el cerebro de los filósofos construye los ferrocarriles con las

manos de los obreros. La filosofía no es exterior al mundo.

Como toda filosofía genuina es la espiritual quintaesencia de su tiempo; ha de llegar el momento en que la

filosofía se ponga en contacto, en recíproca relación con el mundo real de su tiempo, no sólo internamente, por

su contenido, sino también externamente, por sus manifestaciones. Entonces la filosofía dejará de ser un

oponerse de sistema a sistema para convertirse en la filosofía de cara al mundo, en la filosofía del mundo

presente.

Cabe destacar en este escrito temprano de Marx, el carácter histórico de la filosofía. Esta no es

producto de una actividad misteriosa, mágica, sino fruto de su época, de las necesidades de una

sociedad, es decir, de la concurrencia de factores que en el ámbito de la técnica, producen ferrocarriles.

De tal suerte, la filosofía se encuentra enraizada a su sociedad, a su tiempo; es hija de ellos, los expresa

compendiándolos.

Empero, si bien es cierto que la filosofía es “la espiritual quintaesencia de su tiempo”, y lleva

siempre la impronta de su origen, los filósofos no siempre se han vinculado conscientemente al mundo

de su tiempo; han pretendido colocarse por encima o al margen de la historia. A esa filosofía ahistórica,

Marx opone otra vinculada al mundo real cuyas manifestaciones incidan sobre él; es decir, la filosofía

ha de tornarse de un quehacer que se mantiene en el nivel de la especulación, en una actividad de cara

al mundo.

A esta filosofía histórica, Marx le asigna la función de criticar las diversas formas de enajenación,

ya que el hombre se ha liberado de la enajenación religiosa:

En primer término, la misión de la filosofía, que se halla al servicio de la historia, consiste, una vez que se

ha desenmascarado la forma de santidad de la autoenajenación humana, en desenmascarar la autoenajenación en

sus formas no santas. La crítica del cielo se convierte con ello en la crítica de la tierra, la crítica de la religión en

la crítica del derecho, la crítica de la teología en la crítica de la política.

El hombre enajenado vive pasivamente hacia el mundo y hacia sí mismo; fabrica seres ficticios a

los cuales termina por atarse. Por ejemplo, el hombre puede esclavizarse a Dios, al Estado, a las

mercancías, etc.

En la enajenación religiosa, el hombre crea a Dios y a todo un mundo trascendente en el cual

reina la justicia y se vive en un estado de realización y felicidad plenas. Empero, escribe Marx, la

“religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado de ánimo de un mundo sin corazón porque es el

espíritu de los estados de las cosas carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo”. El hombre

explotado, agobiado por la miseria, la enfermedad, escala a su mundo deshumanizado y

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deshumanizante por la puerta falsa de la religión; imagina un mundo trascendente en el cual su miseria

será recompensada y su humillación premiada, en lugar de combatir aquí y ahora a sus explotadores.

Ludwig Feuerbach dio los primeros pasos para desenmascarar la forma religiosa de la

enajenación. “Feuerbach demuestra que el Dios de los cristianos no es más que un reflejo fantástico, la

imagen refleja del hombre”. Mas a juicio de Marx, no basta demostrar que el hombre es el creador de

Dios, es necesario también afirmar que el hombre es el sol o eje del hombre y, por consiguiente,

destruir efectivamente todas aquellas formas de opresión, deshumanizantes. En otras palabras, a la tarea

de crítica de las formas de enajenación, ha de seguir el derribo de las situaciones generadoras de

enajenación. Marx expresa así esta relación entre la teoría o la crítica, y la transformación de la

sociedad que hace posible la deshumanización:

Es cierto que el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas, que el poder material tiene

que derrocarse por medio del poder material, pero también la teoría se convierte en poder material tan pronto

como se apodera de las masas. Y la teoría es capaz de apoderarse de las masas cuando argumenta y demuestra ad

hominem, y argumenta y, demuestra ad hominem cuando se hace radical. Ser radical es atacar el problema por la

raíz. Y la raíz para el hombre, es el hombre mismo. (...) La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que

el hombre es la esencia suprema para el hombre y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por

tierra todas las relaciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable...

La crítica de la religión es un primer momento en el proceso de desenajenación; es decir, la

acción teórica ha de ser complementada con la acción revolucionaria, pues la explotación no se suprime

en el nivel de los conceptos. Empero, la actividad revolucionaria encuentra fundamento en la teoría,

siempre y cuando se trate de una teoría radical que tiene como eje de su problemática al hombre, y ella

sea asumida por las masas proletarias. De tal suerte, así “como la filosofía encuentra en el proletariado

sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas espirituales...”

En su trabajo En torno a la filosofía del derecho de Hegel, Marx advierte que la filosofía,

concebida como crítica de la realidad, no opera una transformación real del mundo. La teoría por sí

sola no modifica las relaciones entre los hombres que hacen posible la explotación. Empero, la filosofía

puede convertirse en la cabeza de la emancipación del hombre, si tiene como eje al hombre mismo y

puede ser asumida por el proletariado, de suerte que éste sea su corazón. Separados filosofía y

proletariado, ni aquélla se realiza ni éste se libera.

En el verano de 1844, Marx redacta en París su Crítica de la dialéctica y la filosofía hegelianas

en general En este trabajo, Marx considera que ha sido una gran hazaña de Feuerbach: “haber probado

que la filosofía no es otra cosa que la religión plasmada en pensamientos y desarrollada de un modo discursivo;

(...) que también ella, por tanto, debe ser condenada, como otra forma y modalidad de la enajenación del ser

humano...”

¿Acaso no había afirmado Marx que la filosofía tiene como misión desenmascarar las formas no

santas de enajenación? ¿A partir del verano de 1844 Marx considera, contrariando sus afirmaciones

precedentes, que toda filosofía no es más que otra forma de enajenación análoga a la religión?;

¿Feuerbach demostró que la filosofía en general no es más que una forma más desarrollada de religión?

No. Marx aclara que Feuerbach superó la filosofía hegeliana; es a ella a la que se dirigen sus críticas y

no a la filosofía en su totalidad. Feuerbach, escribe Marx, “es el único que mantiene una actitud seria,

una actitud crítica, ante la dialéctica hegeliana y que ha hecho verdaderos descubrimientos en este

terreno; es, en general, el verdadero superador de la vieja filosofía”.

Es la filosofía de Hegel así como la de sus epígonos, que pueden ser consideradas formas

ideológicas al lado de la religión. El hegelianismo posee una visión deformada del mundo pues ve “en

los pensamientos, en las ideas, en la expresión ideológica sustantivada del mundo existente el

fundamento de este mundo”.

Parece entonces que no toda la filosofía puede equipararse a la religión, a una visión deformada

del mundo o ideología. Esta es la posición del marxista checo Karel Kósik.

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Ante todo, no es verdad que la filosofía sea sólo una expresión enajenada de una situación enajenada y que

tal calificación exprese totalmente su carácter y su cometido. En un sentido absoluto, puede ser falsa conciencia,

determinada filosofía histórica que, no obstante, desde el propio punto de vista de la filosofía, de la filosofía en

el sentido auténtico de la palabra, no es filosofía, sino sólo una sistematización o una interpretación doctrinaria

de los prejuicios y las opiniones de la época, es decir, un ideologismo.

Si atendemos la negativa de Kósik a reducir toda filosofía a ideología, es decir, a un

conocimiento falso de la realidad bajo el cual la clase dominante oculta sus verdaderos propósitos, La

ideología alemana aparecería como el rechazo de Marx a la filosofía alemana, justamente por ser

ideología, mas no la desestima de la filosofía en general.

La filosofía alemana, expresa Marx en 1845, es ideología, es decir, una ilusión, una imagen en la

conciencia humana de algo real, pero puesta de cabeza. En la amplia tradición alemana, los filósofos

han considerado, falsamente, la expresión intelectual del mundo existente como su fundamento. Su

ilusión ha sido querer cambiar las condiciones existentes, gracias a la buena voluntad de los hombres,

así como creer que las condiciones existentes son ideas. Cambiando la manera de pensar de los

hombres, razonan los filósofos, cambiará el mundo; para transformarlo, basta que se modifique el

pensamiento. Los filósofos afirman el primado del pensamiento sobre la realidad; mas esta “elevación

ideal por encima del mundo es la expresión ideológica de la impotencia de los filósofos ante el

mundo”.

La filosofía alemana, entendida como ideología, indica que los filósofos no pueden modificar las

circunstancias; es ella proyección de su impotencia, en vez de expresión de las condiciones reales que

privan en el mundo. Esas proyecciones ideológicas, señala Marx, no se eliminan exclusivamente por

medio de la crítica, sino gracias a la destrucción de su base material. Los obreros de Manchester y Lyon

no creen que pueden eliminar a sus explotadores mediante el pensamiento; la relación de explotación

sólo puede ser destruida de un modo práctico, material.

Los filósofos, al no poder transformar real y efectivamente el mundo, sueñan que ese cambio se

da a nivel de ideas, de pensamiento. Así, para “el ideólogo todo el desarrollo histórico se reduce a las

abstracciones teóricas del desarrollo histórico, tal como se han plasmado en las 'cabezas' de todos los

'filósofos y teólogos de la época'...”.

Para Marx, el hombre debe rebasar el estadio de compensación de sus frustraciones por la

invención de religiones y filosofías con las cuales sustituye aquello que busca. El hombre ha de darse

cuenta de que crea la imagen de Dios, especula y sueña porque se encuentra desposeído. Mediante la

religión y las filosofías meramente especulativas, el hombre ha procurado vencer su infelicidad y

buscar algún alivio a los males que le agobian. Mas la cancelación de la infelicidad real no puede

lograrse en la fantasía, sino transformando las condiciones que hacen posible la explotación, la miseria.

Para la consecución de esa meta, empero, es indispensable una filosofía de signo distinto a la que han

recurrido las clases opresoras para justificar su dominio. La exigencia de esa nueva filosofía se hace

expresa en las Tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de

diversos modos, pero de lo que se trata es de transformarlo”.

Marx, al enunciar su Tesis XI, no afirma sin más que todos los filósofos que le precedieron hayan

adoptado una actitud pasiva ante el mundo, sino que los cambios que propugnaban en la sociedad se

fundaban en la transformación de la concepción del mundo y del hombre, sin llevar a cabo una acción

directa sobre la sociedad.

La filosofía que se ve cumplida en las transformaciones a nivel de conceptos, ha de ser

rechazada; ella no es sino una quimera. Toda teoría que no sea al mismo tiempo praxis (práctica), ha de

ser recusada. Ello no significa, por ende, que Marx haya negado la filosofía en general en su Tesis XI; si

hubiera querido decir esto, no sería comprensible su dedicación, buena parte de su vida, a explicar

intelectualmente los acontecimientos sociales.

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Marx impugna la filosofía meramente especulativa, que intenta comprender al mundo y al

hombre con un mínimo de referencia a los hechos. Rechaza la filosofía que tiende a justificar el estado

de cosas existente, aquélla que no transforma el mundo y sólo lo interpreta. Pero Marx no invalida toda

filosofía; por el contrario, destaca el valor de aquélla que sirve a las fuerzas avanzadas de la sociedad.

Una filosofía radical, de cara al mundo y a las necesidades y problemas del hombre, es inseparable de

la labor revolucionaria que tiende a transformar el mundo.

El Manifiesto del Partido Comunista expresa cabalmente la importancia que atribuye Marx a la

filosofía revolucionaria, misma que será asumida por Lenin al afirmar que sin “teoría revolucionaria,

no puede haber tampoco movimiento revolucionario”.

En efecto, Marx considera que el movimiento obrero requiere la intervención de una teoría

revolucionaria; éste, librado a su propia suerte produce concepciones anarquistas, anarcosindicalistas y

reformistas en su lucha económica y política. La orientación general del movimiento obrero queda

determinada por la representación que se hace de la naturaleza de la sociedad y de su evolución, de la

naturaleza de los fines y de los medios a emplear para llevar a cabo correctamente la lucha. De aquí la

importancia de guiar ese movimiento emancipador de acuerdo con una teoría radical, revolucionaria.

Una filosofía que deviene teoría del proletariado, su arma espiritual deja de ser mera interpretación del

mundo para convertirse en instrumento de su transformación.

Así pues, Marx no desechó la filosofía, sino en la medida en que ésta constituye una mera

interpretación del mundo, en cuanto que, como la hegeliana, sólo aspira a dar razón de lo que es. Si se

trata de transformar el mundo, es preciso impugnar las teorías que lo justifican, que se limitan a dar

razón de él. De tal suerte, y para decirlo con palabras de un marxista de habla hispana:

La Tesis XI no entraña ninguna disminución del papel de la teoría y menos aún su rechazo o exclusión. Se

rechaza la teoría que, aislada de la praxis, como mera interpretación, está al servicio de la aceptación del mundo.

Reconoce y eleva hasta el más alto nivel la que, vinculada a la praxis, está al servicio de su transformación. La

teoría así concebida se hace necesaria, como crítica teórica de las teorías que justifican la no transformación del

mundo, y como teoría de las condiciones y posibilidades de la acción. Así pues, ni mera teoría ni mera praxis:

unidad indisoluble de una y otra. Tal es el sentido último de la Tesis XI.

8.2. El concepto de filosofía de Friedrich Engels

La obra de Engels constituye otro de los grandes veneros de los marxistas de nuestro siglo. Parte,

al igual que Marx, de una crítica de la filosofía de su tiempo, para proponer, como contrapartida, la

filosofía genuina o dialéctica.

Engels destaca el valor de la filosofía hegeliana y posthegeliana, a la vez que ve en ellas el fin de

la filosofía tradicional. Con Hegel llega a su término la filosofía tradicional, especulativa; con él:

se acaba toda filosofía, en el sentido tradicional de esta palabra. La “verdad absoluta”, imposible de

alcanzar por este camino e inasequible para un solo individuo, ya no interesa, y lo que se persigue son las

verdades relativas asequibles por el camino de las ciencias positivas y de la generalización de sus resultados

mediante el pensamiento dialéctico. En general, con Hegel termina toda la filosofía; de un lado, porque en su

sistema se resume del modo más grandioso toda la trayectoria filosófica; y, de otra parte, porque este filósofo

nos traza, aunque sea inconscientemente, el camino para salir de este laberinto de los sistemas hacia el

conocimiento positivo y real del mundo.

Hegel viene a significar el fin de la filosofía entendida como un sistema acabado, definitivo,

enciclopédico. Con su obra, mostró indirectamente que la filosofía no podía ser más un sistema

especulativo, por grandioso que éste fuese; es decir, la filosofía no debía ser concebida más como una

construcción perfecta, armoniosa, coherente, pero desvinculada del conocimiento empírico del mundo

natural y de la historia. Las ciencias, natural y de la historia, debían ocupar el sitio de esas

construcciones especulativas, a la manera de la hegeliana.

Engels afirma la necesidad de que desaparezca la filosofía de la naturaleza, entendida como la

visión de conjunto de la concatenación del universo; ante el desarrollo de las ciencias naturales, aquélla

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aparece tan innecesaria como imposible. Mientras que la filosofía de la naturaleza suplanta las

concatenaciones reales por otras imaginarias, las ciencias naturales explicitan las relaciones efectivas

entre los fenómenos. Asimismo, la filosofía de la historia, del derecho y de la religión, en tanto que

sustituyen la ligazón real que se da entre los fenómenos, por otra, producto de la invención del filósofo,

han de desaparecer. De tal suerte:

A la filosofía desahuciada de la naturaleza y de la historia no le queda más refugio que el reino del

pensamiento puro, en lo que aun queda en pie de él: la teoría de las leyes del mismo proceso de pensar, la lógica

y la dialéctica.

Ante el desarrollo de las ciencias, la filosofía no puede seguir conservando los problemas y

soluciones que le fueron propios en el pasado. Ya no es posible imaginar las relaciones entre los

fenómenos a la manera hegeliana; ahora tenemos conocimientos cada vez más precisos al respecto

gracias a la investigación de los hechos mismos. De la filosofía tradicional no resta sino un método de

investigación; todo lo demás se resuelve en la ciencia positiva de la naturaleza o de la historia.

En efecto, para Engels, los tiempos de la filosofía, concebida en sentido tradicional, pasaron ya;

ella cumplió su misión, ahora debe ceder su puesto a las ciencias, ha de retroceder ante el embate de las

ciencias de la naturaleza y de la historia.

Empero, una nueva filosofía reducida a su problemática epistemológica puede prestar

inapreciables servicios a las ciencias en la medida en que la:

lógica formal es, ante todo, un método para descubrir nuevos resultados, para progresar de lo conocido a

lo desconocido, y esto mismo, sólo que en un sentido más elevado, es la dialéctica que, por lo mismo que sale

del estrecho horizonte de la lógica formal, contiene, además, el germen de una concepción mas amplia del

mundo.

El método dialéctico constituye un instrumento decisivo en la investigación científica ya que, al

considerar los fenómenos dialécticamente, nos percatamos que: los dos polos de la contradicción -lo

positivo y lo negativo-, son tan inseparables como opuestos y se penetran recíprocamente a pesar de la

contradicción que entre ellos existe; así hallamos que causa y efecto son ideas que no valen como tales sino

aplicadas al caso particular; mas desde el momento que consideramos ese caso particular en sus relaciones con el

todo universal, causa y efecto se identifican, se resuelven en la consideración de la acción y la reacción

universales, en que causa y efecto cambian constantemente de lugar, de tal suerte que lo que aquí, y en este

momento es efecto, deviene por otra parte causa, y recíprocamente.

Por otra parte, en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Engels apunta una

clasificación de las filosofías que tendrá gran relevancia dentro del marxismo: filosofía Idealista o

filosofía materialista. El criterio de clasificación lo sitúa Engels en la respuesta que se da al gran

problema cardinal de la filosofía, que es la cuestión de la relación entre el pensar y el ser. Los filósofos

serán idealistas o materialistas según qué consideren primario, el espíritu o la naturaleza. Los que

afirman el primado del espíritu frente a la naturaleza y que por tanto admiten, en última instancia, la

creación del mundo, son filósofos idealistas. Por el contrario, aquéllos que reputan a la naturaleza como

lo primario, son filósofos materialistas.

Para la filosofía idealista, lo espiritual se hizo principio activo, creador. Por ejemplo, Fichte

afirmaba que el creador del mundo era el “yo” cósmico. En cambio, para los filósofos materialistas, el

hombre no es más que un producto del mundo exterior, y éste mundo exterior no es más que un objeto,

materia de percepción, que se refleja en las impresiones sensoriales.

Lenin asume la división que de la historia de la filosofía hace Engels. En Materialismo y

empiriocriticismo escribe Lenin: hemos encontrado dos líneas fundamentales, dos direcciones fundamentales

en la manera de resolver las cuestiones filosóficas: ¿Tomar o no por lo primario la naturaleza, la materia, lo

físico, el mundo exterior, y conceptuar la conciencia, el espíritu, la sensación (la experiencia, según la

terminología en boga de nuestros días), lo psíquico, etc., como lo secundario? Tal es la cuestión capital que, de

hecho, continúa dividiendo a los filósofos en dos grandes campos.

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Lenin replantea, pues, la tesis de Engels en el sentido de clasificar las filosofías en materialistas o

idealistas. Asimismo echa por la borda todos los matices, distinciones, delicadezas, sutilezas teóricas,

para afirmar que ellas ocultan, en última instancia, la lucha de clases. En filosofía se manifiesta, a nivel

de la teoría, la lucha de clases, de partidos, “lucha que expresa, en última instancia, las tendencias y la

ideología de las clases enemigas dentro de la sociedad moderna. La filosofía contemporánea es tan

partidista como la filosofía de hace dos mil años”.

Lenin declara, con toda precisión, que en filosofía hay una toma de partido; ella representa la

lucha de clases, la política, en el campo de la teoría. Empero, la inmensa mayoría de las filosofías

afirman que no toman partido, que son apolíticas.

A grandes rasgos, hemos abordado los puntos nodales del concepto de filosofía que afirman Marx

y Engels. De ellos se darán en nuestro siglo las más variadas interpretaciones, según se quiera destacar

éste o aquél aspecto en el pensamiento de los fundadores del marxismo, según la lectura que se haga de

sus obras.9

9. FENOMENOLOGÍA

Edmund Husserl, fundador de la escuela fenomenológica, se propone llevar a cabo una reforma

en la filosofía a fin de elevarla a la categoría de la ciencia rigurosa o estricta. Bajo la influencia de

Franz Brentano aspira a constituir una filosofía científica, depurada de las afirmaciones de la filosofía

especulativa, pero también de la confusión que identifica ciencia con ciencia natural y, a la vez,

liberarla de cualquier reducción a la psicología.

Husserl entiende que la cientificidad de la filosofía no estriba, como considera el positivismo, en

aplicar a este dominio los métodos de las ciencias experimentales. La posibilidad de una filosofía

científica tampoco reside, como sostiene el psicologismo, en hacer de la psicología el fundamento de la

filosofía. La empresa de Husserl de sentar las bases de una filosofía científica se enfrenta, en primer

término, con la tarea de invalidar el concepto de ciencia según el cual, ésta se identifica con las ciencias

positivas o bien con la psicología. El programa de Husserl tiene presente, en un intento por superarlos,

tanto al positivismo como al psicologismo.

9.1. La crítica al positivismo

La fenomenología intenta superar una crisis en la filosofía y en las ciencias. Los diez últimos

años del siglo XIX, período en que aparecen los primeros trabajos de Husserl, se caracterizan por el

desmoronamiento en Europa de los grandes sistemas filosóficos tradicionales. La ciencia aparece como

la realización más importante del momento y ella ocupa el vacío que ha dejado la filosofía

especulativa. En el ámbito de la ciencia destacan especialmente las matemáticas y la psicología. Esta

última intenta construirse como ciencia exacta, según el modelo de las ciencias de la naturaleza.

En este horizonte de preocupaciones eminentemente científicas se inscribe la filosofía positivista

que exige rechazar la etapa de la filosofía especulativa para, en su lugar, construir una filosofía que

encuentre su fundamento en la ciencia. Esta filosofía conlleva una teoría de la ciencia, así como un

profundo rechazo a la metafísica y a cualquier pretensión de una intuición directa de realidades

trascendentes. El positivismo exige, pues, atenerse a lo dado en la experiencia y jamás rebasar ese

límite.

Para el positivismo, la ciencia se limita a comprobar con rigor los hechos, es decir, se

circunscribe a la experiencia; fuera de ella dice nada puede aspirar a la categoría de un saber auténtico.

A esta concepción se opone Husserl. La ciencia positiva no agota el ámbito del conocimiento auténtico.

La experiencia constituye tan sólo un momento en el trabajo del científico, pero de hecho, éste, en el

curso de su investigación continuamente rebasa ese marco. Los fenomenólogos, escribe Husserl

“sustituimos el concepto de experiencia por el más general de intuición, y por ende rechazamos la

identificación entre ciencia en general y ciencia empírica”.

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Al igual que los positivistas, Husserl quiere atenerse a las cosas mismas; de hecho, la divisa de su

filosofía es la vuelta a ellas. Más se opone a la posición positivista por cuanto que ésta considera que

las cosas se ofrecen en la experiencia, es decir, a la percepción sensible. Volver a las cosas mismas no

significa fundar todo conocimiento en la experiencia. La experiencia no es el único acto en que se dan

los objetos; en ella sólo se muestra la realidad natural. Hay objetos que se escapan a una intuición

sensible, pero que se revelan gracias a un esfuerzo intelectual.

La experiencia sensible proporciona un conocimiento limitado; no todo objeto puede conocerse

cabalmente por esta vía, de suerte que los datos sensibles que se obtienen en la intuición empírica no

pueden constituir el fundamento de la filosofía pues ésta no se reduce a la aprehensión de objetos

materiales. La ciencia positiva que afirma a la experiencia como el tribunal supremo de todo

conocimiento objetivo, no puede operar como el modelo de un conocimiento de objetos que no se dan a

la intuición sensible. La ciencia positiva no agota el dominio de la ciencia, del conocimiento

fundamentado, universal, objetivo. Cabe hablar de un conocimiento científico de objetos no sensibles,

sin que éste tenga que ajustarse a los lineamientos de las ciencias experimentales.

Husserl afirma la posibilidad de una filosofía científica, es decir, de un conocimiento riguroso,

objetivo, de objetos no sensibles, sin que esto signifique que esa filosofía sintetice o reúna los

resultados de las ciencias particulares o bien, que aplique los métodos de esas ciencias.

Husserl propone una filosofía científica en cuanto que aspira a realizar en la filosofía la idea de

ciencia, de conocimiento riguroso, metódico, y no porque encuentre en las ciencias experimentales su

fundamento. Se ha desarrollado advierte Husserl la tendencia a no considerar como estricta más que a

una ciencia positiva, y como científica, a una filosofía fundada en semejante ciencia. Esto dice no es

más que un prejuicio.

9.2. La crítica al psicologismo

En el ambiente intelectual que vive Husserl, la psicología experimental es considerada la filosofía

exacta aunque poco desarrollada. Se ve en ella el fundamento científico de la lógica, teoría del

conocimiento, estética y ética, así como de la metafísica y en general de todas las ciencias del espíritu.

El psicologismo argumenta así: la lógica se ocupa del pensamiento correcto, la psicología del

pensamiento en su totalidad. Para determinar aquél, es preciso conocer antes éste. Lo mismo puede

decirse con respecto a la ética y la estética; la primera deriva de la psicología de la voluntad y la

segunda de la psicología del gusto.

Contra la posición psicologista se eleva la crítica de Husserl: los principios lógicos que son

rigurosos, formales, no tienen nada que ver con las fórmulas vagas e imprecisas de la psicología. Esta

nada puede decimos acerca de la verdad o falsedad de los objetos juzgados. Las leyes de la lógica

poseen una exactitud absoluta; son a priori, irreductibles a las ciencias empíricas cuyas leyes son

imprecisas y jamás pueden quedar definitivamente aseguradas pues dependen de una experiencia

siempre imperfecta. La lógica, la epistemología, en suma, la filosofía, no puede descansar en la

psicología: “la psicología en general, como ciencia de hechos, es inadecuada para fundar esas

disciplinas filosóficas...” ya que se basa en la experiencia.

La constitución de la filosofía científica que propugna Husserl entraña el rechazo del

psicologismo. La psicología es una ciencia experimental y por tanto conlleva las limitaciones de toda

ciencia así fundamentada. La lógica, por ejemplo, no participa de la falta de rigor, de precisión, que es

imputable a una ciencia que hace de la experiencia su tribunal supremo.

Ni la psicología ni las ciencias naturales cuestionan la validez de la experiencia. Más si queremos

una ciencia estricta es indispensable una crítica de esta vía de conocimiento que la ponga en duda como

tal, así como el conocimiento obtenido por ese medio. Esta tarea es imposible tanto para las ciencias

naturales como para la psicología, pues en la medida en que manejan la experiencia, no pueden

preguntarse por la validez de ella. En relación a este problema, ni pueden resolverlo ni aportar premisas

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para solucionarlo. La psicología y las ciencias naturales no pueden ser consideradas ciencias radicales,

pues su piedra de toque, la experiencia, no es cuestionada.

9.3. La filosofía como ciencia

La filosofía, en tanto que pretende construirse como ciencia radical, no puede tomar de modelo a

ninguna ciencia particular, pues es propio de éstas la limitación y la falta de radicalismo en su

fundamentación, rasgos que no cumplen con la idea de ciencia.

Husserl se opuso a la identificación de la ciencia con las ciencias experimentales a partir de su

concepto de ciencia. La idea de ciencia entraña las notas de universalidad y fundamentación absoluta,

es decir, conocimiento intemporal y sin supuestos. Las ciencias particulares no dan cumplimiento a esa

idea.

Toda ciencia particular es ingenua en la medida en que no fundamenta su punto de partida. Al

saber científico particular le bastan fundamentaciones relativas y limitadas; su crítica no es radical, no

lleva a cabo fundamentaciones absolutas. Este tipo de ciencias no puede erigirse, por ende, en

paradigma.

La filosofía científica ha de buscar ajustarse a la idea de ciencia y no a las ciencias particulares

pues no cumplen las exigencias contenidas en ella.

En primer término, una filosofía, en tanto que ciencia rigurosa, se opone a la concepción del

mundo en virtud de la nota de temporalidad que conlleva. La idea de cosmovisión es distinta para cada

época; la idea de ciencia “es, por lo contrario, supratemporal, lo que aquí quiere decir que no está

limitada por ninguna relación con el espíritu de una época”. La idea de ciencia se refiere a valores

absolutos, intemporales, los cuales, una vez descubiertos, se incorporan al acervo del saber de toda la

humanidad. El hombre de ciencia aspira a un saber objetivo al alcance de todos. La filosofía, como

ciencia rigurosa, participa de la exigencia de objetividad propia de la idea de ciencia así como del ideal

de una investigación impersonal en la cual puedan trabajar todos los hombres.

En segundo término, la filosofía ha de realizar la exigencia de fundamentación radical contenida

en la idea de ciencia. La filosofía, en la medida en que aspira a dar cumplimiento a la idea de ciencia,

ha de remontarse a las primeras evidencias, al punto de partida de todo saber ulterior. Ella no puede

tomar nada por garantizado, nada por supuesto.

Mas este modelo de filosofía científica, es decir, objetiva y radicalmente fundamentada, aún no se

ha realizado. Más que con una filosofía que cumpla la idea de ciencia, nos encontramos con una

“sabiduría” o cosmovisión; es decir, la filosofía ha sido concebida como guía para la acción humana.

Se le ha asignado la función de resolver el problema del destino y misión del hombre.

Para Husserl, la cosmovisión depende de la comunidad cultural en la cual surge y de la época en

que se produce. Asimismo, la “sabiduría” carece de claridad teórica, es imprecisa y vaga; a menudo

contiene contradicciones y se organiza en función de las exigencias de la vida, variables según el

momento y de acuerdo con las necesidades de cada grupo humano. Estas características indican que la

“sabiduría” o cosmovisión no reúne los requisitos de la idea de ciencia a la cual aspira la filosofía. Una

filosofía científica no puede identificarse, por ende, con la cosmovisión.

La cosmovisión lleva aparejada la nota de “oscuridad” o “profundidad”. Mas la: profundidad es un

síntoma del caos que la verdadera ciencia debe ordenar en cosmos, en un orden simple, completamente claro y

resuelto. La verdadera ciencia, en todo el alcance de su doctrina real, ignora la profundidad. Todo fragmento de

ciencia acabada es un todo compuesto de elementos del pensamiento, cada uno de los cuales es comprendido de

inmediato, o sea, no es profundo. La profundidad pertenece a la sabiduría; la distinción conceptual y la claridad

pertenecen a la teoría estricta.

La filosofía como ciencia estricta no se reduce a la cosmovisión; ella ha de buscar la completa

claridad, la certeza apodíctica, por lo menos para los puntos iniciales de su investigación. La filosofía

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científica no es oscura o profunda, este rasgo es propio de la cosmovisión y de la confusa amalgama

que con frecuencia se ha hecho de “sabiduría” y conocimiento científico.

Por otro lado, la idea de una filosofía científica excluye las direcciones o escuelas en el seno de la

filosofía. Se ha considerado que es un constitutivo de la filosofía la imposibilidad de hablar de una

filosofía sino más bien de filosofías. A juicio de Husserl, esto es un error y si hasta ahora, al revisar la

historia de la filosofía, nos encontramos con una pluralidad de filosofías, muchas de ellas

contradictorias, ello se debe no a que en este terreno necesariamente haya de darse la diversidad. Si en

filosofía hay pluralidad de puntos de vista, es resultado de un defecto y no se trata de una nota

inherente a la esencia de la filosofía. En filosofía tienen cabida los sistemas más disímbolos porque

hasta ahora sus bases han sido endebles, porque carecen de solidez, de objetividad.

Una filosofía con bases problemáticas, con paradojas que descansen en la falta de claridad de los

conceptos fundamentales, no es una filosofía, se contradice con su propio sentido como filosofía. Sólo en

radicales reflexiones sobre el sentido y la posibilidad de su propósito puede echar raíces una filosofía. Mediante

ellas tiene que apropiarse por primera vez y espontáneamente el sentido absoluto y peculiar a ella de la

experiencia pura; luego, crearse espontáneamente conceptos originales que se ajusten exactamente a este terreno,

y seguir avanzando así con un método absolutamente transparente. Entonces no puede haber conceptos oscuros,

ni problemáticos, ni paradójicos. La falta absoluta de semejantes reflexiones, realmente radicales; el no haber

visto o el haberse ocultado rápidamente las enormes dificultades de un acertado comienzo, tuvo por

consecuencia el que hayamos tenido y tengamos muchos y siempre nuevos “sistemas” o “direcciones”, pero no

la filosofía una que tiene por base como idea todas las pretendidas filosofías.

La pluralidad de sistemas contradice, a juicio de Husserl, la idea de una filosofía científica. Tal

diversidad obedece justamente a la falta de realización de esa idea. El ideal de filosofía como ciencia

estricta no se ha cumplido por la ausencia de rigor en el establecimiento de los fundamentos, por no

haber procedido radicalmente. La filosofía no ha llegado a constituirse en ciencia rigurosa, no ha

logrado realizar la idea de ciencia, porque todavía se carece de problemas, métodos y teorías

nítidamente deslindados y cuyo sentido haya sido cabalmente aclarado. La filosofía no ha comenzado a

ser ciencia, pues en ella todo es discutible, cada actitud es cuestión de convicción personal, de

interpretación de escuela, de punto de vista; rasgos incompatibles, todos ellos, con la idea de ciencia.

El que hasta ahora no se haya realizado el ideal de una filosofía científica, no ha de llevarnos a

concluir la imposibilidad de fundar tal filosofía. Cualquiera “que sea la dirección que tome la nueva

marcha de la filosofía, está fuera de duda que no debe renunciar al deseo de ser ciencia estricta...”. No

importa, expresa Husserl, que hasta el momento no hayamos encontrado una filosofía científica; la

historia no puede invalidar su posibilidad. Nada decisivo puede aportar la historia contra la posibilidad de

valideces absolutas en general, ni en particular contra la posibilidad de una metafísica absoluta, es decir,

científica, ni ninguna otra clase de filosofía. Ni siquiera puede demostrar la historia la afirmación de que hasta el

presente no ha existido ninguna filosofía científica; sólo puede demostrarlo en base a otras fuentes de

conocimiento, y éstas ya son filosóficas.

9.4. La elaboración de una filosofía científica

¿Cómo fundar una filosofía rigurosa que se ajuste a la idea de ciencia? ¿Cómo proceder para que

en la actividad filosófica no tenga cabida el punto de vista, por ser subjetivo y circunstancial? La

filosofía como ciencia rigurosa requiere elaborar un método que permita a los hombres alcanzar

verdades válidas intemporalmente y que, asimismo, se constituyan en fundamento de cualquier

conocimiento. La filosofía como ciencia rigurosa sólo es posible “mediante la elaboración sistemática

del método que pregunta retroactivamente por los últimos supuestos concebibles del conocimiento”.

Si la idea de ciencia conlleva la exigencia de fundamentación rigurosa, la posibilidad de una

filosofía como ciencia reside en poner en marcha un procedimiento gracias al cual se cumpla esa

condición. El método que cuestione los datos, los conocimientos que proporcionan las ciencias, la

religión, la cosmovisión, etc., garantiza la existencia de una filosofía científica.

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Ese método, condición de posibilidad de la filosofía científica, no ha de dar nada por supuesto, ya

que justamente busca la fundamentación absoluta. La filosofía como ciencia rigurosa exige la

eliminación de todo supuesto, de todo saber no fundamentado; no admitir nada sin examen es la

condición sin la cual no es posible cumplir el ideal de filosofía científica.

Husserl espera del ejercicio del método que propone o método fenomenológico:

a) rechazar todo conocimiento no fundamentado y,

b) conocer los objetos cara a cara, “en persona”, de modo que se alcance la verdad, el saber

objetivo.

De tal suerte, la filosofía científica sólo será asequible: no aceptando, con el radicalismo que es

propio de la esencia de la auténtica ciencia filosófica, nada preconcebido, no admitiendo como comienzo nada

tradicional, no dejándonos cegar por ningún hombre, por grande que sea y más aún, buscando los principios y

entregándonos voluntariamente a los problemas mismos y a las exigencias provenientes de ellos.

Cumplir esa exigencia significa que la filosofía-científica no puede partir de una actitud ingenua,

cotidiana, pero tampoco de los datos que ofrecen las ciencias. Estas poseen supuestos, no cumplen

cabalmente la idea de la ciencia. La “filosofía no puede empezar en forma literalmente ingenua o como

las ciencias positivas que se instalan en la experiencia del mundo previamente dado y presupuesto

como existiendo en forma comprensible de suyo”. La filosofía científica requiere cuestionar tanto

aquello que se nos ofrece en la actitud natural como en las ciencias: sólo así será realmente radical, es

decir, científica.

Se trata de fundar, por primera vez en la historia, una filosofía verdaderamente libre de supuestos,

que brote del radicalismo. Esta es la empresa que acomete Husserl en sus Ideas: frente al pensar rico en

supuestos que tiene por premisas el mundo y la ciencia y variados hábitos metódicos procedentes de la tradición

entera de la ciencia, se pone aquí por obra un radicalismo de la autonomía del conocimiento en que se deja sin

validez todo cuanto se da como existente en forma comprensible de suyo...

El método fenomenológico exige pues, en primer término, emanciparse de interpretaciones

previas, procedan éstas del hombre común y corriente o del científico. Es preciso no tener en cuenta

ninguna opinión por muy autorizada que parezca para, mediante una intuición intelectual, por

conocimiento directo -aprehensión inmediata o visión no enturbiada por prejuicios-, alcanzar las cosas

mismas. Este momento del método es el de la epojé.

Epojé significa abstención o suspensión del juicio para que se nos revelen los objetos. El método

fenomenológico exige poner en juego la epojé en diversos niveles. En primer término se da la epojé

filosófica, la cual consiste en abstenernos por completo de juzgar acerca de las doctrinas de toda

filosofía anterior y en llevar a cabo todas nuestras descripciones dentro del marco de esta abstención.

Al poner en práctica este tipo de epojé, se prescinde de todas las doctrinas filosóficas. Al fenomenólogo

no le interesan las opiniones de los otros; en tanto que su meta es fundar una filosofía científica, no

puede dar por supuestos los conocimientos que se expresan en la historia de la filosofía.

Después de haber puesto entre paréntesis las opiniones de los filósofos con el fin de acceder a un

saber sin supuestos, aún queda en nosotros una convicción, quizá la más arraigada: la creencia en la

existencia del mundo. La actitud natural asume la existencia de un mundo entorno; en ella, tengo

conciencia del mundo, es decir, lo encuentro ante mí. En la actitud natural “encuentro constantemente

ahí delante, como algo que me hace frente, la realidad espacial y temporal una, a que pertenezco yo

mismo, con todos los demás hombres con que cabe encontrarse en ella y a ella están referidos de igual

modo”. Mientras permanecemos en la actitud natural, el mundo nos aparece como una realidad que

existe por sí misma, en la cual todas las cosas se hallan incluidas; concebimos a cada objeto ahí delante,

al lado de otras cosas, entre las cuales tiene su sitio determinado. Cada cosa está contenida en el mundo

espacio-temporal uno del cual yo mismo formo parte, estoy inserto en él. Soy una cosa entre cosas, un

hombre al lado de otros hombres, de objetos naturales y culturales, pues en la actitud natural el mundo

no sólo se me revela como un mero mundo de cosas, sino también como un mundo de valores y bienes.

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El hombre en actitud natural afirma la existencia de los objetos, y es esta tesis de realidad la que ha de

ser puesta entre paréntesis.

Si queremos llegar a constituir una filosofía científica, sin supuestos, es preciso abandonar la

actitud ingenua y sustituirla por una crítica que se ejerza sobre esa arraigada convicción en la existencia

del mundo. Este es el segundo momento del método fenomenológico o epojé fenomenológica, que

consiste en sustituir la actitud natural ante los objetos, por una peculiar disposición de abstención.

Al poner entre paréntesis la tesis de realidad, no se pone en duda ni niega la realidad del mundo,

tal como lo hacen los escépticos. Suspender la creencia en la existencia de los objetos no es dudar de

ella. Quien duda, dice Husserl, lo hace de algún ser de ésta o aquella manera. La epojé fenomenológica

no entraña la negación del mundo o poner en duda su existencia. No se trata de negar ni de destruir,

sino simplemente de poner entre paréntesis, de suspender el juicio acerca de la existencia espacio-

temporal del mundo.

El poner entre paréntesis la tesis de realidad, no significa abandonarla ni cambiar en nada nuestra

convicción en la existencia del mundo; simplemente la ponemos “fuera de juego”, la “desconectamos”.

La creencia en la existencia del mundo sigue en nosotros, como lo colocado entre paréntesis, como lo

desconectado sigue existiendo en el paréntesis y fuera de la conexión. Podemos seguir aceptando para

los usos de nuestra vida cotidiana esa tesis de realidad, pero no en la reflexión filosófica; la tesis

subsiste pero neutralizada, fuera de acción.

En la epojé fenomenológica no sólo queda desconectada la tesis de realidad, la creencia del

hombre ingenuo, sino también todas las ciencias relativas al mundo de la actitud natural. En la epojé

fenomenológica se ponen entre paréntesis también las creencias del científico que tienen como

fundamento la tesis de realidad.

Las ciencias positivas tratan de conocer el mundo que se nos ofrece en la actitud natural de

manera más completa y segura de lo que puede hacerlo la experiencia ingenua, pero al fin, también

como ésta, parte de la creencia en la existencia del mundo. La epojé fenomenológica exige desconectar

el saber que proporcionan las ciencias; ella me cierra completamente todo juicio sobre existencias en el

espacio y en el tiempo. Así pues, desconecto todas las ciencias referentes a este mundo natural, por sólidas que

me parezcan, por mucho que las admire, por poco que piense en objetar lo más mínimo contra ellas; yo no hago

absolutamente ningún uso de sus afirmaciones válidas.

Al desconectar la tesis de realidad, se ponen fuera de juego todas las afirmaciones que tienen por

fundamento esa tesis. Sucumben todas las ciencias de la naturaleza y del espíritu, pues requieren de la

actitud natural. Asimismo, todos nuestros ideales y esperanzas, todo lo que nos es habitual en el mundo

natural y cultural es puesto entre paréntesis, a fin de realizar en la filosofía el ideal de ciencia.

La epojé filosófica y fenomenológica nos colocan en vías de elaborar la filosofía científica, pues

para efectos de la reflexión filosófica han quedado fuera de juego nuestra creencia en la existencia del

mundo, así como las opiniones de los filósofos y de los científicos. Al poner en práctica la epojé,

estamos en trance de construir una filosofía sin supuestos. No consideramos nuestra arraigada

convicción en la existencia del mundo ni ningún saber que en ella halla su fundamento.

Hasta este momento, el método fenomenológico ha cumplido su fase negativa. Gracias a la epojé,

filosófica y fenomenológica, hemos despejado el camino para obtener un conocimiento verdadero,

objetivo. Ya no enturbian nuestra mirada los prejuicios, pues han quedado encerrados en un paréntesis.

Ahora, es preciso enfrentarnos a los objetos cara a cara.

Las reducciones filosófica y fenomenológica desempeñan un papel negativo. No sirven para

aprehender las cosas “en persona”, sino que ambas preparan el camino indispensable para llegar a ellas.

Es preciso dar un paso más, a fin de encontrar el fundamento último de todo conocimiento.

Después de poner entre paréntesis las opiniones de filósofos y científicos, todo el saber que

aporta la tradición, ya que se ha dejado fuera de juego la tesis de realidad, estamos en condiciones de

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acceder al fundamento de toda verdad: la visión directa de las cosas mismas. Cuando se ofrecen los

objetos a la intuición intelectual y nos atenemos a lo que así nos es dado, no hay posibilidad de error,

de edificar un sistema sobre bases falsas o endebles; lo que se ofrece en esta intuición es el principio o

fundamento de todo conocimiento. De suerte que no hay teoría concebible capaz de hacemos errar en punto

al principio de todos los principios: que toda intuición en que se da algo originariamente es un fundamento de

derecho del conocimiento; que todo lo que se nos brinda originariamente (por decirlo así, en su realidad

corpórea) en la intuición, hay que tomarlo simplemente como sé da, pero también sólo dentro de los límites en

que se da.

La intuición intelectual que propone Husserl como vía para aprehender los objetos, exige reducir,

poner entre paréntesis la existencia individual de los objetos, de modo que en ellos se revelen las

esencias. Este es el momento de la reducción eidética (eidos-esencia). Ponemos entre paréntesis todo

cuanto hay de puramente individual en los objetos, a fin de que se nos revele su esencia.

La esencia de un individuo es lo que él es, de aquí que todo hecho posea una esencia. Mas las

esencias tal como las concibe Husserl no existen por sí ni se bastan a sí mismas; sólo se dan en los

objetos, entendiendo por objeto un algo cualquiera (la nota do, el número dos, el círculo, un árbol, un

Pegaso, etc.). De tal modo, todo objeto individual alberga una esencia, y a toda esencia corresponden

hechos individuales. La esencia sólo se revela en el hecho; pero mientras que los hechos coexisten en el

espacio y se modifican en el tiempo, es decir, son contingentes; lo contrario ocurre con las esencias.

Estas son objetivas, no son creaciones arbitrarias del sujeto cognoscente. Constituyen la estructura

fundamental del hecho; se caracterizan por su idealidad, nota que involucro los rasgos de

intemporalidad, identidad, inalterabilidad, universalidad y necesidad absolutas. La esencia excluye lo

accidental, es decir, los predicados que no pertenecen forzosamente al hecho.

Si el conocimiento científico es universal, objetivo, intemporal, sólo puede darse en tanto que los

objetos a que se refiere no sean mudables, cambiantes; en otras palabras, en tanto que sea conocimiento

de esencias. La filosofía que realice la idea de ciencia, ha de proponerse como objetos de conocimiento

no a los hechos individuales y contingentes, sino a las esencias. Sólo en la medida en que la filosofía

aprehenda esencias, podremos considerarla una filosofía que da cumplimiento a la idea de ciencia.

De tal modo, la reducción eidética o descubrimiento de esencias en los hechos individuales

constituye, a juicio de Husserl, una condición indispensable para fundar la filosofía científica. En el

acto de captar esencias descansa la posibilidad de una filosofía como ciencia rigurosa, pues la esencia

es aquello que da objetividad y universalidad al conocimiento, notas estas constitutivas de la idea de

ciencia.

La reducción eidética nos pone frente a las esencias, nos sitúa frente a las cosas mismas, por esto

constituye un elemento capital para construir una filosofía rigurosa. Sólo la intuición de esencias, la

aprehensión de lo que está ahí, de manera evidente, sin intermediarios, de lo que es inmutable y

objetivo, puede suministrar un conocimiento necesario, es decir, científico.

El procedimiento para conocer las esencias, fundamento de la filosofía científica, a juicio de

Husserl, no tiene nada de extraordinario o extraño. Para llegar a la esencia a partir de los hechos no hay

que comparar y concluir, inducir o deducir, sino reducir, es decir purificar el hecho de todo aquello que

sea inesencial. Descubro la esencia ejercitando una reducción eidética, por un esfuerzo de pensamiento

aplicado a lo individual y contingente.

Husserl da un ejemplo de la inteligibilidad de las esencias en la esfera de los objetos

matemáticos, campo con el cual estuvo estrechamente vinculado. Demuestro las propiedades del

triángulo sobre un triángulo particular cualquiera, ya sea isósceles, escaleno o rectángulo, que dibujo en

el pizarrón. Este triángulo así trazado, sirve de base para pensar el triángulo en general, exacto,

perfecto, como no pueden serlo los triángulos particulares dibujados, pintados. El triángulo particular lo

veo con los ojos, en una intuición empírica; el triángulo en general lo aprehendo con la razón, en un

acto de intuición eidética. Este es un triángulo que está fuera del tiempo y del espacio físico, que existe

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como objeto permanente, siempre igual a sí mismo, independiente de factores subjetivos, y por lo

mismo, fundamento de un conocimiento intemporal, objetivo, universal, es decir, científico.

La intuición eidética se vale de un procedimiento para acceder a las esencias: el de las

variaciones. Para llegar a la determinación de la esencia, es preciso partir de un objeto particular; en

presencia de él y haciendo abstracción de su existencia, lo someto a una serie de manipulaciones

mentales. Puedo modificar sus atributos, aumentarlos, disminuirlos, formarlos, deformarlos.

Cuando pongo en práctica el procedimiento de las variaciones, sobre la base de la descripción de

un objeto, transformo esa descripción agregando o borrando uno a uno los predicados contenidos en

ella. En cada adición u omisión me pregunto si el objeto descrito sigue formando parte de su clase. Por

ejemplo, si partimos de un triángulo rectángulo que se ofrece a una intuición empírica, que ha sido

dibujado con tinta negra sobre papel blanco, en el procedimiento de las variaciones voy eliminando

notas y me pregunto si aún puedo considerar que se trata de un triángulo; me pregunto si el trazado con

tinta negra es una nota que ha de tener todo triángulo, si el ser rectángulo es condición para que el

objeto sea triángulo, etc. Así desecho aquellos rasgos accidentales e irrelevantes para quedarme con la

esencia del triángulo: aquello que hace que sea triángulo. La esencia es aquello que permanece idéntico

a través de las variaciones; los predicados que no pueden sufrir modificación sin que se destruya el

objeto. Si elimino la nota de tres lados y tres ángulos en el ejemplo considerado, el objeto deja de ser

triángulo, no así si la característica rectángulo la sustituyo por la isósceles.

El hecho de que el procedimiento de las variaciones se detenga en un momento dado, supone que

conozco la esencia pues si no, seguiría variando las notas del triángulo al infinito. El reconocimiento de

un objeto como perteneciente a una clase después de haber llevado a cabo las variaciones, presupone

un trato previo con las esencias, pues no podría reconocer a un triángulo si lo veo por primera vez. Pero

si puedo registrar los rasgos esenciales de un triángulo o de un objeto cualquiera y destacarlos de

aquellos que son accesorios o accidentales, entonces ya conocía de algún modo la esencia de ese

objeto. Parecería inútil poner entre paréntesis la tesis de realidad el saber que aportan la filosofía y la

ciencia, así como efectuar las variaciones, pues ya conocía la esencia del objeto. Mas ese conocimiento

previo, no es de la misma calidad que aquél que se obtiene después de poner en obra el método

fenomenológico. Ahora ha salido a la luz aquello que era oscuro en nuestras representaciones; se da

con perfecta claridad lo que flotaba en una oscuridad fugitiva.

A nivel de la reducción eidética, no estamos aún en disposición adecuada para elaborar una

filosofía como ciencia estricta, aunque muchos factores que impedían su constitución han sido

eliminados ya. Husserl dará al efecto un paso más, en el cual no lo acompañan otros integrantes de la

escuela fenomenológica, acusándola de haber traicionado su propia posición, de haber olvidado la

promesa de una filosofía objetiva. La última condición para fundar la filosofía científica, a juicio de

Husserl, es la reducción trascendental.

Esta reducción fija su atención en el yo trascendental o conciencia pura, en el yo en cuanto

absolutamente existente en sí y para sí. Para esta conciencia pura, ningún ser real es necesario; su

propia existencia quedaría intacta así se aniquilase el mundo de las cosas. Tiene el sentido de ser

absoluto; es irrelativa.

La corriente de vivencias lleva en sí misma la garantía de estar ahí. Lo flotante en la conciencia

podrá ser algo meramente fingido, pero la conciencia fingidora no es ella misma una ficción. Así, para

encontrar el conocimiento absolutamente cierto. Husserl sigue la vía cartesiana: el objeto puede no

existir, pero la conciencia es dada a sí misma en la evidencia más absoluta. La vivencia mientras se

realiza, es un dato absoluto. Toda cosa dada en persona puede no existir, ninguna vivencia dada en

persona puede no existir...

Husserl, a la búsqueda de una filosofía científica, tras la fuente originaria de la inteligibilidad de

donde brota la certidumbre del saber, se remonta a la conciencia pura. Puedo suponer que todas las

percepciones del mundo sean una ilusión, pero es verdad que yo tengo percepciones, que mi conciencia

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recuerda, percibe, juzga, imagina, etc. Volviéndose reflexivamente hacia esta conciencia, el

fenomenólogo describe lo que hay en ella, lo que queda después de haber practicado las reducciones

precedentes, después de haber desconectado el mundo tal como se ofrece en la actitud natural.

Mas la reducción trascendental no entraña una pérdida del mundo. La totalidad del mundo se

halla sumergida en el flujo de lo vivido, pues la conciencia se define en términos de intencionalidad, de

su referencia a un objeto. La conciencia no tiene realidad alguna fuera de la relación que establece con

un objeto. Todo su ser se agota en el hecho de ponerse en relación con algo que no es ella misma; su

existencia consiste en la intencionalidad, en dirigirse, en tender hacia un objeto.

Es ahora, con la reducción trascendental que hemos accedido al conocimiento sin supuestos,

críticamente fundamentado; ningún perjuicio enturbia la visión de las esencias. Nos encontramos cara a

cara con las esencias tal como se ofrecen a nuestra conciencia; están ahí, no resta sino describirlas.

De tal suerte, las sucesivas reducciones que entraña el método fenomenológico nos han llevado a

no suponer nada, a deshacemos de cualquier saber no justificado o infundamentado. Nos ha colocado

también frente a las esencias, en las cuales reposa la posibilidad de un conocimiento objetivo, es decir,

científico. El método fenomenológico aparece como el intento decidido por alcanzar el ideal de

filosofía como ciencia rigurosa. Así pues, la “filosofía sólo puede empezar y sólo puede desarrollarse

en toda ulterior actividad filosófica como ciencia, en la actitud fenomenológico-trascendental”.

El conocimiento, fruto del método fenomenológico, es verdaderamente científico, da

cumplimiento pleno a la idea de ciencia: es objetivo, universal y sin supuestos. Su rango se convierte

en conocimiento fundante de cualquier otro.

La fenomenología o conocimiento de esencias constituye la base indispensable al trabajo de las

ciencias empíricas. Estas requieren de un conocimiento de esencias, pues antes de estudiar los hechos

es preciso definir la esencia que constituye su ser. Sólo mediante el conocimiento de esencias es

posible saber qué y cómo son los objetos. Por ejemplo, la física no es posible si antes no se sabe qué es

un hecho físico; tampoco puede darse la psicología empírica si no se ha captado la esencia de lo

psíquico.

Cualquier ciencia requiere una determinación de esencias, de suerte que hace referencia a la

fenomenología, en tanto que conocimiento de esencias. Mientras que toda ciencia descansa en último

término en la fenomenología, ella “es una ciencia absolutamente independiente, más aún, la única

absolutamente independiente”.

De tal suerte, la fenomenología es para Husserl la ciencia suprema, la ciencia fundamental y

fundamentante de cualquier otra. No es ella una ciencia junto a otras; representa la cúspide de las

ciencias, su coronamiento. Por ello puede llamarse una filosofía primera.

9.5. Transformaciones en el concepto de filosofía de Husserl

Si bien Husserl persiguió siempre el ideal de una filosofía científica, definido en 1911 en La

filosofía como ciencia estricta, es posible encontrar en su obra modificaciones posteriores.

En su curso de invierno de 1923 que dictó Husserl bajo el título “La filosofía primera”, supera el

dilema planteado en 1911 entre ciencia y “sabiduría”. La dedicación al cultivo de un saber radical no es

sólo una postura teórica, sino que entraña la elección con responsabilidad plena, de una forma de vida.

El filósofo orienta su existencia a la consecución de la verdad última. La decisión de convertir a la

filosofía no en especulación vacía sino en ciencia radical, conlleva, ella misma, la consagración

personal a un valor absoluto y, asimismo, la realización de la más alta forma de vida.

Una nueva transformación en el concepto de filosofía como ciencia rigurosa se hace expresa en

unas conferencias que impartió Husserl en Viena, en mayo de 1935, bajo el título “La filosofía en la

crisis de la humanidad europea”.

Las ciencias de la naturaleza, advierte Husserl, no han develado el misterio de la realidad actual,

ésta, en la que somos, vivimos y actuamos. Su prosperidad se ha traducido en un abandono de los

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problemas de capital importancia para la humanidad. Por principio, las ciencias excluyen de su dominio

los problemas más candentes del hombre, las cuestiones del sentido o sinsentido de su existencia. Estas

nada pueden decir acerca de la angustia vital, ya que en virtud de sus métodos, se excluye la

subjetividad.

En el mundo de la ciencia ha triunfado la razón, más esto no lleva aparejado el triunfo de la razón

en el mundo. La objetividad de las ciencias ha degenerado en objetivismo, es decir, en la ilusión de que

la ciencia puede descubrir el misterio de la realidad, ya que ella puede decir lo que es. El discurso

objetivo del físico acerca del mundo, adquiere preeminencia absoluta; frente a él, cualquier otro modo

de aprehenderlo debe ser relativizado, devaluado. Por ser objetivo ese discurso, se encubre en el

anonimato; no es pronunciado por nadie, aparece como el discurso del ser sobre sí mismo y, por tanto,

como la verdad absoluta.

Husserl denuncia cómo en nombre de la objetividad, las ciencias naturales han postergado al

sujeto humano junto con cualquier modo subjetivo de aprehensión de la realidad. El objetivismo, en

virtud de la identificación del ser con el lenguaje del científico sobre el ser, olvida que la ciencia es una

actividad del hombre, que no se encuentra perfectamente acabada, hecha desde la eternidad como un

bloque inmutable. La ciencia, expresa Husserl en sus conferencias de Viena, es una construcción del

hombre en función de una tradición y proyecto también humanos.

En nombre de la objetividad, signo de la ciencia, las formas puras, cuerpos, rectas, etc., aparecen

como realidades autónomas y más objetivas y reales que el mundo sensible: la realidad queda reducida

a magnitudes mensurables. La medida se erige reina en el mundo del ser. Mas la deshumanización que

el objetivismo entraña no puede, empero, atribuirse a la ciencia.

Culpable de la existencia de una concepción del mundo según la cual éste se encuentra dominado

por el pensamiento matemático, deductivo, axiomático, no es tanto la ciencia, expresa Husserl, cuanto

la filosofía subyacente.

Desde Platón, la filosofía se ha dejado arrastrar por una tendencia general a buscar, bajo las

apariencias, la verdadera realidad, accesible sólo al pensamiento. De ahí, el paso siguiente fue

considerar a la ciencia, especialmente físico-matemática, el único modo de aprehensión objetiva, el

acceso legítimo al mundo frente al cual otros modos de aprehensión son reputados ilegítimos, espurios,

ilusorios. Así, señala Husserl, a partir de esa tradición filosófica se consuma el divorcio entre el mundo

de la ciencia y el de la vida. Aquél es un mundo sin vida pues la ciencia excluye las necesidades

prácticas del hombre, sus valoraciones, es decir, todo aquello que tiene interés para nosotros.

Una nueva filosofía ha de reintegrar el mundo de la ciencia al de la vida. Aquél no es otro que el

mundo en que vivimos. Las expresiones más teóricas y abstractas tienen por base una experiencia

antepredicativa, es decir, anterior a toda formulación en conceptos y en juicios. Esta experiencia es la

de la percepción sensible, percepción del mundo en que vivimos. Las fórmulas más abstractas de la

ciencia arrastran la impronta de su origen. La ciencia, concluye Husserl, no habla de otro mundo,

invisible, más real y por detrás o por debajo del mundo cotidiano; si pretende decir algo, será acerca de

nuestra experiencia viva.

Las reflexiones filosóficas liberarán al hombre del fetichismo de la ciencia y de la técnica, pues el

filósofo insta al científico a descubrir que su ciencia descansa sobre el mundo de la vida.

Así, en 1935, Husserl atribuye a la filosofía una misión distinta de aquélla que le había asignado

años atrás. Si bien el fundador de la fenomenología nunca modificó su convicción de que sólo un

cuerpo de verdades objetivas e indubitables puede ser llamado ciencia, y que la filosofía se opone a

construcciones especulativas, en el curso de las conferencias de Viena, la filosofía aparece dotada de

una función rectora, la cual había sido impugnada en 1911:

En esta sociedad total, dirigida por el ideal, la propia filosofía conserva su función conductora y su

peculiar tarea infinita; la función de reflexión teórica, libre y universal, que abarca también todos los ideales y el

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ideal total: por tanto, el sistema de todas las normas. La filosofía tiene que ejercer constantemente, en el seno de

la humanidad europea, su función como rectora sobre toda la humanidad.

9.6. El concepto de filosofía de Max Scheler

Max Scheler, uno de los integrantes más destacados de la escuela fenomenológica, se ocupa

también, al igual que Husserl, de definir el ámbito y función de la filosofía, en buena parte siguiendo al

propio Husserl.

En su obra, La esencia de la filosofía y la condición moral del conocer filosófico, Scheler aborda

el tema de la definición de la filosofía. Descubrir la esencia del quehacer filosófico es difícil, apunta

Scheler, no por incapacidad humana sino en virtud de la índole del asunto.

Buscar la esencia de la filosofía a partir de los ejemplos de filosofar que se han dado en la historia

es imposible, ya que, destacar de entre los tipos de conocimiento que aparecen en el tiempo, el

filosófico, supone poseer de antemano una idea de la filosofía. Es decir, Scheler, al igual que Husserl,

invalida la pretensión de la historia de determinar qué es la filosofía.

La vía adecuada para descubrir la esencia de la filosofía es, a juicio de Scheler, partir del tipo de

persona que hace filosofía. Para encontrar la esencia de la filosofía es necesario aprehender la actitud

espiritual básica que nos hace llamar filósofos a determinadas personas.

De tal suerte, preguntar qué es el filósofo para determinar la esencia de la filosofía, es el único

acceso legítimo que se opone al histórico. Para descubrir el objeto propio de la filosofía no podemos

recurrir al análisis de los ejemplos de filosofar que se han sucedido en el tiempo; éste se nos revela en

la actitud que adopta el filósofo.

El acto que se halla a la base de todo filosofar, expresa Scheler, es un acto determinado por el

amor de participación del núcleo de una persona humana finita en lo esencial de todas las cosas

posibles. El filósofo adopta ante el mundo una actitud de búsqueda de lo esencial, y sólo lo es en la

medida en que va al encuentro de las esencias. Su meta es el conocimiento de la esencia de los objetos.

Cabe distinguir en la actividad del filósofo su trato con las esencias, pero también que se trata de

una relación cognoscitiva. De tal suerte, los objetos de la filosofía son las esencias; la filosofía es

conocimiento de esencias, ya que el filósofo es un ser cognoscente que va en pos de ellas.

Mas para que se de el conocimiento filosófico, Scheler juzga necesaria una actitud moral

determinada. Una cierta fuerza moral es responsable del impulso, de la magnitud y pureza de la energía

que nos sitúa en relación de conocimiento con los objetos de que se ocupa la filosofía. El conocimiento

filosófico requiere un impulso especial, pues éste más bien apunta a una esfera del ser, distinta de la

cotidiana.

Los actos morales básicos que hacen posible el conocimiento filosófico, es decir, que nos

permiten acceder a las esencias son:

a) El amor de toda la persona espiritual al valor y al ser absolutos.

b) La humillación del yo y del ego natural.

c) El autodominio y, por su medio, la objetivación de los impulsos instintivos que condicionan

siempre, necesariamente, la percepción sensorial natural de la vida dada “somáticamente” y vivida

sobre base somática.

Para filosofar, Scheler afirma la necesidad de abandonar la esfera de lo simplemente vital. A fin

de filosofar, de captar las esencias, es preciso aflojar en el espíritu cognoscente los lazos que unen esos

objetos con el mundo circundante. Los tres actos morales mencionados cumplen esa función. El amor

al valor y al ser absolutos rompe la fuente de la relatividad de todo aquello que es mundo circundante.

La humillación quiebra el orgullo natural y constituye el supuesto moral del desposeimiento simultáneo

y necesario para el conocimiento filosófico. El autodominio destruye la concupiscencia general, el

apego a lo biológico. Estos actos poseen una cara negativa, de depuración, y otra positiva. En este

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segundo sentido, el amor nos conduce hacia el ser absoluto, nos lleva por tanto allende y por encima de

los objetos que existen relativamente respecto de nuestro ser; la humildad nos conduce del existir

contingente de algo, hacia la esencia; el autodominio nos lleva de lo inadecuado hacia la plena

adecuación del conocimiento intuitivo.

De tal suerte, según Scheler, para acceder al dominio de las esencias es preciso, por decirlo así,

poner entre paréntesis la relación del sujeto cognoscente con su mundo vital, llevar a cabo una práctica

ascética, de desprendimiento.

Las tres actitudes morales básicas de amor a lo absoluto, humillación del yo y autodominio, a la

vez que definen al filósofo, permiten contrastarlo con el científico.

Tanto el científico como el filósofo requieren autodominio de los impulsos instintivos mediante

la voluntad racional. Aquél se encuentra animado primariamente por una voluntad de dominio y de

orden frente a la naturaleza. La meta suprema del científico es el descubrimiento de leyes para dominar

la naturaleza; su autodominio está en función de un posible dominio del mundo. Más no se dan en el

científico la humildad y el amor a lo absoluto. Su amor al conocimiento sólo es amor al conocimiento

de las cosas en general; al filósofo le guía el amor al ser de los objetos, el amor a su esencia. El

autodominio orienta al filósofo para despojar al ser del objeto del existir contingente, mediante una

plena humillación de su ser volitivo y para alcanzar exclusivamente la esencia.

Así, si Scheler define a la filosofía por el filósofo, es decir, por su auténtico representante, ésta

aparece como conocimiento de esencias, mientras que la ciencia se ocupa de hechos.

La filosofía pretende tener una amplia e ilimitada visión de las esencias; es por su esencia

convicción rigurosamente evidente, no multiplicable ni revocable por inducción, válida “a priori” para todo lo

contingentemente existente, convicción de todas las esencias y complejos de esencias de lo existente accesible

para nosotros en forma de ejemplos...

Una nota más que permite distinguir la filosofía de la ciencia, la descubre Scheler analizando las

facultades del sujeto que interviene en una y otra tarea. Pertenece a la esencia de la filosofía el hecho de

que en ella el hombre entero se encuentra en plena actividad, haciendo uso de la totalidad de sus

facultades espirituales superiores. Por su parte, las ciencias exigen en cada caso la aplicación y

ejercicio de funciones parciales, especiales del espíritu humano; por ejemplo, mayor reflexión o arte de

observación, mayor pensar discursivo o intuitivo-inventivo. Las ciencias requieren formas especiales,

unilaterales, de conocimiento correspondientes a los tipos de existencia de sus objetos.

La diferencia de funciones espirituales que exige la tarea filosófica frente a las que requiere la

ciencia, impide identificar filosofía y ciencia. Es imposible, expresa Scheler, reducir una a la otra. La

filosofía no es una ciencia, por más que sea la reina de las ciencias en virtud de constituir una disciplina

básica, un conocimiento evidente de esencias. Empero, la filosofía como reina de las ciencias, no está

incluida entre éstas.

Scheler precisa sus discrepancias con la concepción de Husserl, según la cual la filosofía es una

ciencia, la ciencia suprema. Se trata, expresa Scheler, de diferencias terminológicas. Como Husserl, no

sólo exige rigor para la filosofía (con lo que estoy plenamente de acuerdo), sino además le asigna el título de

“ciencia”; en primer lugar, está obligado a emplear la palabra ciencia con un significado fundamentalmente

distinto: en un caso para la filosofía, como conocimiento evidente de esencias; luego, para las ciencias formales

positivas de los objetos ideales y, finalmente, para toda ciencia inductiva de la experiencia. Puesto que ya

poseemos el digno y antiguo nombre de filosofía para lo primero, no vemos por que hemos de emplear

innecesariamente un nombre en dos sentidos.

La discrepancia pues, a este respecto, entre Scheler y Husserl reside sólo en el uso de las palabras

“ciencia” y “filosofía”, ya que ambos autores entienden que la filosofía ha de elaborar un conocimiento

sin supuestos. La filosofía, expresa Scheler, es “el conocimiento más exento de supuestos...”. 23 Esas

pretendidas filosofías que asumen sin crítica ciertos elementos, son contrarias a la esencia misma de la

filosofía, son pseudofilosofías.

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En cambio, a una filosofía que se constituye a sí misma auténticamente, sin supuestos, y que evita tales

faltas, la llamaré en adelante filosofía autónoma, es decir, filosofía que busca y encuentra su esencia y su

legitimidad exclusivamente por sí misma, en sí misma y en sus elementos.

De tal suerte, la filosofía auténtica, llamémosla científica o no, ha de cumplir para los

fenomenólogos, las notas de un conocimiento fundamental, es decir sin supuestos. La filosofía cabal,

asimismo, para ser objetiva ha de dirigirse al conocimiento no de los hechos mudables, variables, sino

de las esencias, al qué de esos hechos contingentes. A fin de fundar tal filosofía, tanto Scheler como

Husserl coinciden en la necesidad de ejercitar el método fenomenológico, es decir, un procedimiento

gracias al cual ponemos entre paréntesis o nos desembarazamos, mientras se realiza la reflexión

filosófica, de todas las creencias no criticadas vengan éstas del hombre común y corriente o del

científico. En virtud de este método, estaremos en condiciones de constituir una filosofía que no asuma

nada acríticamente y nos colocaremos, asimismo, frente a las cosas mismas, en este caso, cara a cara de

las esencias.

Esta manera de entender la filosofía abrió horizontes prometedores. Algunas de las concepciones

de Husserl no fueron aceptadas por todos los fenomenólogos. Empero, su método se aplicó a las

regiones más diversas del quehacer humano: psicología, religión, arte, derecho, ética, epistemología,

etc. Max Scheler pone en juego el método fenomenológico en el terreno de la psicología y de la

metafísica. Mas su empleo culminante en esta última región lo lleva a cabo Heidegger. En ¿Qué es

metafísica? este autor da un ejemplo de investigación fenomenológica del problema de la nada.

Mas a pesar de la vasta influencia que ejerció Husserl en la filosofía de nuestro siglo, no se puede

afirmar que exista un sistema fenomenológico ni incontestables verdades fruto del método

fenomenológico. El mérito que Husserl reclama para sí, es el haberse propuesto el problema de la

constitución de una filosofía críticamente fundamentada, el haber por primera vez abierto y recorrido en su

parte inicial el camino por el que tienen que llegar gradualmente a formularse y resolverse con genuina

originalidad todos los problemas concebibles de la filosofía, en un trabajo que se ha de llevar a cabo con un

espíritu científico de la más radical seriedad.

9.7. Crítica al método fenomenológico como procedimiento para fundamentar una filosofía

científica

Al tiempo que los fenomenólogos afirmaban la necesidad de que la filosofía científica se fundara

en un conocimiento de esencias, otros filósofos, continuadores de la tradición positivista, si bien

exigían también una filosofía de cuño científico, negaban que la aplicación del método fenomenológico

hubiera dado el fruto apetecido. Desde la perspectiva de los nuevos positivistas, por ejemplo el trabajo,

de Heidegger, Qué es metafísica, no puede verse como expresión de una filosofía científica.

El neopositivista Rudolf Carnap analiza las tesis de Heidegger, acerca de la nada, las cuales

tuvieron, en su momento, importantes resonancias en el campo de la filosofía. Heidegger, concluye

Carnap, después de ese examen, no sólo no elaboró una filosofía científica, sino ni siquiera una

lógicamente correcta. Tras la pretendida profundidad de la pregunta “¿cuál es la situación en torno a la

nada?” se halla un burdo error lógico: el empleo del término “nada” como sustantivo.

El propio Heidegger, en Qué es metafísica, consideró la incompatibilidad que existía entre la

lógica y su filosofía. En efecto, señala Carnap: El autor del tratado está claramente al tanto de la oposición

que surge entre sus interrogantes y respuestas por una parte, y la lógica por la otra. 'Tanto la pregunta como la

respuesta con respecto a la Nada en sí mismas son igualmente un contrasentido... La norma fundamental del

pensamiento a la cual se apela comúnmente, el principio de no-contradicción, la 'lógica' general, rechaza esa

pregunta.’ ¡Tanto peor para la lógica! (comenta Carnap). Debemos abolir su soberanía.

De tal suerte, Heidegger rehúsa someter su filosofar a las exigencias de la lógica; la idea de la

lógica se disuelve en ese preguntar originario por la nada. Pero, pregunta Carnap “¿estará de acuerdo la

sobria ciencia con el torbellino de un preguntar antilógico?” 27 Definitivamente, no. Las afirmaciones

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de Heidegger, en tanto que metafísico, “sus interrogantes y respuestas son irreconciliables con la lógica

y con las formas del pensamiento de la ciencia.”

Así pues, a juicio de Carnap, el método fenomenológico no desembocó en una filosofía

científica; su posibilidad reposa en el ejercicio no de un método que permita ponernos cara a cara con

las esencias, sino en un procedimiento que, antes de intentar la solución de cualquier problema

filosófico, determine inicialmente que nos encontramos, en efecto, ante un problema. La posibilidad de

constituir una filosofía científica tiene como condición el análisis lógico del lenguaje. Tal es la tesis de

Rudolf Carnap y con él, de un vasto movimiento filosófico conocido con el nombre de positivismo

lógico.10

10. Existencialismo

Conjunto de tendencias filosóficas modernas, que, pese a sus divergencias, coinciden en entender

por existencia, no la mera actualidad de unas cosas o el simple hecho de existir, sino aquello que

constituye la esencia misma del hombre. El hombre, en esta perspectiva, no es la especie humana o una

noción general, sino el individuo humano considerado en su absoluta singularidad.

Los comienzos del existencialismo moderno -prescindiendo de referencias a la singularidad del

individuo o de la existencia humana individual en autores como, por ejemplo, Agustín de Hipona,

Pascal, Kierkegaard, quizás el único antecedente propiamente existencialista, Dostoievski, Nietzsche,

Miguel de Unamuno- se sitúan, a comienzos del s. XX, en el período entre las dos guerras mundiales,

pero su momento de mayor influencia se sitúa hacia los años cincuenta. Sus autores fundamentales son:

Gabriel Marcel, Karl Jaspers, Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre; a éstos acompañan sus discípulos:

Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty, Karl Löwith, Hans G. Gadamer, Hannah Arendt, y otros,

y aquellos además que, aunque pertenecientes a otros campos de investigación, han sentido la

influencia de las ideas existencialistas, como Albert Camus, en literatura, L. Binswanger, en psicología,

O. Bollnow, en pedagogía, R. Bultmann, P. Tillich, R. Guardini y K. Rahner, en teología, y E. Mounier

en una filosofía cristiana, llamada personalismo.

La mayoría de autores se remiten a Søren Kierkegaard (1813-1855), como punto de referencia

inicial. Señala éste el momento de la rebelión contra el idealismo de Hegel y su espíritu de sistema,

frente al cual esgrime el valor del pensamiento subjetivo y del «singular». No son puntos de referencia

existencialista menores su sentido de la angustia y de la soledad humanas. Al hombre singular, al modo

de existir el individuo, llama el existencialismo sin más «existencia». Analizar esta existencia es labor

de la filosofía existencialista o de la existencia. El hombre -Dasein, «ser ahí», Existenz, «ser para sí»-

es el único que propiamente existe, o el único cuya esencia consiste en preguntarse por su existencia.

No es ésta algo dado y acabado, sino sólo proyecto, o posibilidad que se cumple a lo largo del tiempo,

no sin la angustia que proviene del desamparo en el que se siente el hombre para lograr hacerlo; la

temporalidad y la historicidad son esa misma existencia.

La concepción de la esencia del hombre como existencia individual se complementa bien con la

idea de subjetividad: el hombre, conciencia que se hace a sí misma en total libertad. Y esto explica

también el enlace y la referencia con la fenomenología de Husserl. El existencialismo, el de Heidegger

y el de Sartre por lo menos, deja claro que no hay más ontología que la fenomenología. Significa esto

que a la filosofía de la existencia le interesa el fenómeno, no el ser o las cosas en sí, puesto que aquel

que se pregunta por el ser -en palabras de Heidegger, aquel a quien «en su ser le va este su ser»- se

sitúa en el terreno, no de lo real, sino de lo posible, del descubrimiento continuado, de la interpretación.

En esto es tributario el existencialismo de la fenomenología: toma de ella sus métodos de análisis

aplicados a la existencia humana.

Existen, por otra parte, diferencias fundamentales entre las distintas corrientes de existencialismo.

Unas se refieren ya a la manera misma de entender la existencia, distinta para cada uno de los autores;

otras permiten hablar, quizás superficialmente, de un existencialismo ateo y un existencialismo

cristiano: Marcel es teísta, como lo es Kierkegaard; Jaspers, sin serlo, habla de una trascendencia;

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Sartre sostiene que el existencialismo representa un ateísmo consecuente; Heidegger, aparentemente

ateo, no excluye en su sistema, sobre todo en sus últimas obras, oscuras y enigmáticas alusiones a Dios.

Las obras fundamentales del existencialismo son El ser y el tiempo (1927), de Heidegger, y El ser y la

nada (1943), de Sartre. Sartre escribe esta obra durante el paréntesis en que se halla la filosofía alemana

por causa de la guerra, y este existencialismo francés, con la rama cristiana representada por G. Marcel

y M. Mounier, muy influido por lo demás por Heidegger y Jaspers, es el que logra ser predominante y

extenderse a otros ámbitos culturales, ya no expresamente filosóficos, como son la literatura y el cine.

A ello han contribuido determinados elementos conceptuales del existencialismo, particularmente

chocantes, procedentes de la situación histórica en que se desarrolla, el período de entre guerras, y el

periodo en que se propaga, la posguerra: la angustia, el fracaso, el absurdo, la muerte o la culpa.

10.1. Nietzsche, Friedrich.

Filósofo alemán, nació el 15 de octubre de 1844 en Röcken, en la Turingia, en el seno de una

familia profundamente protestante (tanto sus abuelos como su padre fueron pastores protestantes). Él

era el primogénito, pero tuvo una hermana, Elizabeth, que jugó un destacado papel en su vida. En 1849

murió su padre, y la familia se trasladó a Naumburgo, donde realizó sus primeros estudios. A partir de

1859 estudió en la prestigiosa escuela de Pforta (la misma en la que habían estudiado Fichte,

Klopstock, Schlegel y Novalis), donde recibió una esmerada educación y comenzó a experimentar la

influencia de Schopenhauer. Posteriormente estudió filología clásica y teología en Bonn durante el

curso académico de 1864-1865, aunque abandonó la teología para dedicarse solamente a la filología

clásica, cuyos estudios prosiguió en Leipzig, donde fue el protegido del eminente y prestigioso filólogo

Ritschl, y donde trabó amistad con Erwin Rhode, que llegaría a ser otro eminente filólogo. Durante esta

época se acentuó la influencia de Schopenhauer, y en 1868 conoció a Richard Wagner, con quien

durante unos años estuvo unido por una estrecha amistad. También parece que fue durante este período

que contrajo la sífilis, posible causa de su posterior enfermedad cerebral, aunque al parecer ya antes

había experimentado problemas de salud. En 1869 fue nombrado profesor extraordinario en la

Universidad de Basilea. Debido a sus méritos y a las alabanzas que Ritschl había hecho de su discípulo,

la Universidad de Leipzig le concedió el grado de doctor sin necesidad de examinarse, basándose en

sus publicaciones filológicas. En 1870 fue nombrado catedrático en la Universidad de Basilea de la que

ya era profesor. Participó brevemente en la guerra franco-prusiana, aunque llevado por su

antigermanismo, renunció a la ciudadanía alemana para nacionalizarse suizo. Durante estos años trabó

amistad con el famoso historiador Burkhardt y con Overbeck. En 1872 publicó El nacimiento de la

tragedia en el espíritu de la música, libro que fue recibido con entusiasmo por Wagner y Rhode, pero

que fue duramente criticado por los filólogos más académicos. A partir de este momento, por presiones

académicas, las clases de Nietzsche se fueron quedando sin alumnos. Entre 1873 y 1876 publicó sus

Consideraciones intempestivas, que constan de cuatro textos críticos con la cultura europea

contemporánea. También en 1873 escribió Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, escrito

que solamente fue publicado póstumamente, y en el que ataca el cientifismo y el positivismo. Entre

tanto, en 1875, trabó amistad con el compositor Köselitz, a quien Nietzsche llamaba Peter Gast.

Aunque Nietzsche había demostrado una gran admiración por Wagner -de quien esperaba el

renacimiento del espíritu trágico griego-, y durante los años de Basilea pasaba muchas temporadas con

este compositor y su familia en Tribschen (en la ribera del lago de Lucerna), a partir de 1876 empezó

su distanciamiento. El enfriamiento de su relación se empezó a hacer patente en 1878 con la

publicación de Humano, demasiado humano (que en 1880 se completó con El viajero y su sombra),

texto en el que Nietzsche marca también sus diferencias con Schopenhauer. En 1876 obtiene una

licencia por enfermedad, pues su salud se fue haciendo cada vez más precaria, y pasó el año en

Sorrento. Aunque reanudó sus clases en 1877 tuvo que abandonar la docencia debido a sus problemas

de salud y acogerse a una jubilación voluntaria. Por esta época, en la que ya estaba casi ciego, la ayuda

de Peter Gast fue decisiva, puesto que le ayudaba a escribir, e incluso escribía directamente al dictado

del filósofo. Probablemente el estilo aforístico de Nietzsche no es ajeno a esta enfermedad, ya que le

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era materialmente imposible escribir durante largos lapsos de tiempo. A partir de este momento su vida

fue un constante viajar por diversas ciudades: Génova, Sicilia, Rapallo, Riva, Sils María, Roma,

Marienbad, Niza, Naumburgo, Turín, etc. (En general, pasaba los inviernos en Italia y el sur de Francia,

y los veranos en las zonas alpinas). En 1881 publicó Aurora, pensamientos sobre los prejuicios

morales, y en 1882 publicó La gaya ciencia, obras en las que efectúa una crítica de la religión, la

metafísica y la moral. Por esta época conoció en Roma a Lou Andreas von Salomé, de la que se

enamoró y, aunque no fue correspondido, siguió manteniendo con ella una larga relación de amistad.

Entre 1883 y 1885 publicó su monumental obra: Así habló Zaratustra; en 1886, Más allá del bien y del

mal y al año siguiente, La genealogía de la moral. Entre tanto su hermana Elisabeth se casó con un

notorio antisemita y racista llamado Förster. En 1888 Nietzsche publicó El caso Wagner, Nietzsche

contra Wagner y Ditirambos de Dionisos, y en 1889, El crepúsculo de los ídolos. En este año sufrió un

ataque en Turín, del que ya no se repondría. Trasladado a un hospital se le diagnosticó

«reblandecimiento cerebral». Permaneció un tiempo ingresado en Basilea, después le trasladaron,

primero a Jena junto con su madre y después de la muerte de ésta en 1897, a Naumburgo y Weimar

donde estuvo cuidado por su hermana y por Peter Gast. Hasta su muerte, acaecida el veinticinco de

agosto de 1900, permaneció completamente mudo y prácticamente inactivo, limitándose a la redacción

de unas pocas cartas, escritas en los primeros días después de su ataque, que mostraban signos de una

grave enfermedad mental. Nietzsche había dejado algunas obras listas para publicar: El Anticristo:

maldición al cristianismo; Ecce Homo -texto autobiográfico- y un conjunto de apuntes manuscritos,

todavía sin preparar ni revisar para ser publicados, cuyo título genérico era La Voluntad de poder. La

publicación de estos escritos estuvo mediatizada por su hermana, quien los falsificó suprimiendo partes

enteras que desvirtuaban su significado, destacando aquellos aspectos que luego serían reivindicados

por la barbarie nazi. De hecho, en 1934 se celebró un solemne acto de conmemoración del noventa

aniversario del nacimiento de Nietzsche en el que estuvo presente el mismo Hitler, lo que muestra hasta

qué punto varias de las tesis nietzscheanas -falsificadas por su hermana- estuvieron apoyadas por el

nazismo. Después de la Segunda Guerra Mundial y de la división de Alemania en dos, el archivo

Nietzsche (ubicado en Weimar) pasó a depender de la República Democrática Alemana, y solamente

pudo empezar a ser consultado a partir de 1954. En base a estos archivos, Karl Schlecta, que examinó

la obra completa de Nietzsche, demostró en 1956 las falsificaciones y manipulaciones del pensamiento

nietzscheano. A partir de 1964 empezó la edición crítica de sus obras a cargo de los filósofos G. Colli y

M. Montinari, que solamente han empezado a ser conocidas íntegramente a partir de 1967.

10.2. La filosofía de Nietzsche

El conjunto de la filosofía de Nietzsche es, por una parte, una crítica radical a los fundamentos de

la cultura occidental basada en una metafísica, una religión y una moral que han suplantado e invertido

los valores vitales; por otra parte, es un intento de superación de esta cultura a la que califica como

producto del resentimiento contra la vida. Por ello debe verse en Nietzsche, no sólo un perspicaz crítico

y «psicólogo» (a menudo se refería Nietzsche a sí mismo con este calificativo), sino que su

pensamiento también intenta una superación de la decadencia y del resentimiento de la cultura que

critica. En este empeño suelen distinguirse tres períodos que caracterizan el desarrollo de su

pensamiento: a) El primer período va hasta 1883, pero dentro de él pueden todavía señalarse dos

etapas, la primera de las cuales (hasta 1876) se caracteriza por una labor de interpretación crítica de la

cultura muy influida por Schopenhauer y por Wagner. De Schopenhauer tomó la noción de fenómeno

como representación cuya raíz estaría en la voluntad; de Wagner, al que durante esta primera etapa

consideró como un regenerador del pathos trágico clásico, tomó el entusiasmo creador y el proyecto del

arte total. La obra más representativa de esta primera etapa es El nacimiento de la tragedia en el espíritu

de la música (1872). En dicha obra examina no sólo el origen de la tragedia (lo que sería tema para un

filólogo), sino los aspectos generales que han dado lugar al nacimiento de la cultura occidental, que

analiza a partir de dos categorías complementarias de análisis estético: lo apolíneo y lo dionisíaco. Lo

apolíneo es lo que da lugar a la figura, al orden, a la medida y la razón (y se expresa fundamentalmente

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en la epopeya y en la escultura); lo dionisíaco expresa la embriaguez, la desmesura, la renovación, la

fuerza, la vitalidad, el ímpetu (y se expresa fundamentalmente en la música y en la poesía lírica). Pero

la fuerza, la profundidad y la grandeza del arte griego antiguo procede de la íntima unión de estos dos

aspectos. Tal es el caso de la tragedia, que posee un elemento apolíneo (lo escénico, lo figurativo) y un

elemento dionisíaco (el coro, la música). No obstante, esta unidad se romperá a partir de Sócrates, cuya

filosofía es la artífice del sometimiento de la vida a la razón; de lo dionisíaco a lo apolíneo y, por tanto,

de la disolución de los dos aspectos, ya que en la cultura antigua ambos eran correlativos. De ahí surge

la base degradada de la cultura occidental y de la metafísica, que pone el mundo real del devenir en

función de un falso mundo estático y suprasensible; que pone la vida en función de la razón, en lugar

de poner la razón al servicio de la vida y convierte lo real en aquella copia de una pretendida realidad

«más verdadera» que, según Nietzsche, ya había denunciado Heraclito. La segunda etapa dentro de este

período está más marcada por los intereses científicos de Nietzsche, que se interesa por las ciencias

positivas (física, biología, antropología, astronomía y paleontología), y en la que desarrolla finos

análisis psicológicos y defiende a los que él llama los espíritus libres, en la tradición de los pensadores

ilustrados (como Voltaire, por ejemplo), que se rebelan contra un mundo atenazado por los prejuicios.

A pesar de su interés por las ciencias, Nietzsche combate especialmente el cientifismo, aliado de la

metafísica y de la inversión de los valores, al sustentar como verdad objetiva un hipotético orden eterno

que la ciencia puede descubrir. Este orden eterno es el que se fija en el lenguaje conceptual que se

pretende inequívoco y que aprisiona el pensamiento en conceptos acabados, fijos o estáticos, creadores

de trasmundos eternos. (Esta será una tesis generalmente compartida por los autores vinculados a la

corriente llamada vitalismo, en la que generalmente se encuadra a Nietzsche. También Bergson

proclamaba esta misma crítica al cientifismo y al positivismo). En esta etapa Nietzsche se distancia de

su primera actitud excesivamente esteticista y comienza a desmarcarse de Schopenhauer y de Wagner,

cuyo Parsifal le desagradó profundamente y lo consideró como una recaída en el cristianismo. Las

obras de Nietzsche más características de esta época son: Humano, demasiado humano (1878) -en que

comienzan a aparecer los temas que desarrollará posteriormente-, Aurora (1881) y La gaya ciencia

(1882). En conjunto, este período está marcado por la crítica a la racionalidad socrática, desarrollada

por el platonismo y por la tradición judeo-cristiana. La tarea que se propone Nietzsche es la de destruir

el edificio de la metafísica, la religión y la moral basadas en la inversión de los valores. Por ello, dice

de sí mismo que es dinamita, o que hace filosofía con el martillo, pues ataca los cimientos mismos que

surgen del socratismo y el platonismo, corrientes a partir de las cuales la virtud se coloca del lado de la

representación, y se declara que la idea es lo auténticamente real, contra el instinto, contra el

sentimiento y contra la vida. Es decir, aparece el nihilismo (en un sentido negativo, como negación de

lo verdadero que caracteriza a la metafísica y la cultura occidental), que se desarrolla y se amplifica con

el cristianismo: la negación de la vida, el desprecio hacia el cuerpo y el concepto de pecado. b) El

segundo período está marcado por la aparición de Así habló Zaratustra, la obra más importante, en la

que reemprende la crítica de la metafísica, la moral y la cultura de occidente, y formula sus grandes

tesis: el nihilismo, la transmutación de los valores, la doctrina de la voluntad de poder, del eterno

retorno y la del superhombre, y en el que elabora una visión que pueda conducir a la superación del

espíritu de venganza o del resentimiento contra la vida que ha engendrado la metafísica occidental y su

gran aliada: la religión (especialmente el cristianismo, al que califica de platonismo popular, moral de

esclavos y metafísica de verdugos). El Zaratustra toma este nombre del mítico moralista persa, que en

esta obra aparece como el alter ego del mismo Nietzsche que predica el inmoralismo, entendido como

la patentización de la inversión de los valores y manifestación de la necesidad de su transmutación. A

su vez, todo el libro está escrito como una parodia de los escritos religiosos, especialmente de los

evangelios, apareciendo Zaratustra como la figura opuesta a Cristo.

10.3. La muerte de Dios

Ya en La gaya ciencia aparece el tema de la muerte de Dios, que representa el fin de toda

concepción idealista y el fin de la metafísica occidental, y que Nietzsche retoma en el Zaratustra. La

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frase «Dios ha muerto» (que fue Hegel el primero en utilizar), representa para Nietzsche la negación de

todos los trasmundos inventados por la religión, gran mentira que convierte la vida en una mera

sombra. La idea de Dios, entendida como el fundamento del mundo verdadero, es la gran enemiga. El

espíritu libre es aquél que es capaz de perderle el respeto, capaz de asumir que «Dios ha muerto», es

decir, capaz de asumir que se debe acabar con el «mundo verdadero» (lo que también significa acabar

con la dicotomía entre mundo verdadero y mundo de las apariencias), acabar con la metafísica y

aceptar que nada debe ponerse en su lugar (de nada serviría sustituir la idea de Dios por las de

humanidad, ciencia, racionalidad, técnica u otros sustitutos. Como más tarde diría Ortega: de nada vale

matar al príncipe para entronizar en su lugar al principio).

10.4. El último hombre, el superhombre y el nihilismo

Pero la muerte de Dios, que es un hecho histórico consumado fruto de un largo proceso de

laicización, puede engendrar un movimiento ambiguo: por una parte, es la condición del nacimiento del

superhombre pero, por otra parte, es también la condición de la aparición del último hombre. Este

último, es ese «pulgón inextinguible» que es el más duradero y el más despreciable, aquél que se

contenta con un mero pragmatismo, cientifismo o tecnocracia; el que ha sustituido a Dios por su

comodidad, el que ya no es capaz de despreciarse a sí mismo y cree que ha inventado la dicha; un

hombre cuya vida, sin Dios, carece de sentido, y que representa la ruina de la civilización y es la

culminación de la decadencia. Asumir la muerte de Dios implica saber que se está sin brújula, sin

valores. Esto es el nihilismo que, en su aspecto negativo, es el movimiento histórico propio de la

cultura occidental en cuanto cumplimiento de la esencia de la metafísica, que había puesto lo

verdaderamente ente como un más allá y, por tanto, conduce a una aniquilación de los valores vitales.

Pero, por otra parte, en la medida en que se muestra que no hay realmente valores fundados fuera de la

vida, el nihilismo es positivo, pues sólo en ausencia de todo valor se hace patente la necesidad de

distanciarse de los antiguos valores y acometer su transvaloración. El reconocimiento pleno de la

ausencia de sentido es la condición para que pueda surgir un sentido, para que pueda surgir la presencia

del devenir que no ha de justificarse fuera de sí. Esta es la base que permite la aparición del

superhombre: un dios terrenal capaz de recuperar los predicados divinos para el hombre. El

superhombre es el que asume con todas sus consecuencias la muerte de Dios y no lo sustituye por otros

valores (la ciencia, el Estado, la comunidad, la técnica, etc.), sino que asume plenamente la vida. En

este sentido, es propiamente el más fuerte, el más noble, el señor, el legislador, el auténtico filósofo, en

cuanto que no precisa de unos falsos valores; es el que supera la prueba del eterno retorno. Es el

creador de «otro sentido», no meramente el inversor del sentido de lo decadente, sino creador de

nuevos valores, razón por la que aparece como un demente para los últimos hombres. El superhombre

es el capaz de superar y transvalorar los valores reactivos y contrarios a la vida que han caracterizado la

historia de la cultura de occidente. No se trata, pues, de un hombre biológica o racialmente superior,

sino que el superhombre, que es «el sentido de la tierra», es el más real de los hombres, el que se opone

al «último hombre», es decir, el que se opone al hombre caracterizado por el resentimiento contra la

vida. En la medida en que «el hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre», este

último es solamente anunciado, ya que actualmente vivimos la etapa del último hombre. El proceso de

generación del superhombre es el que expone Nietzsche en la metáfora de las tres transformaciones: el

camello, que toma sobre sí la pesada carga de la moral invertida, se transforma en león, que critica la

moral del deber-ser, para transformarse a su vez en un niño, creador espontáneo de su propio juego.

Los nuevos valores no son conmensurables con los establecidos ni con ningún criterio externo a ellos

mismos, pues ellos son precisamente la nueva norma.

10.5. La voluntad de poder (der Wille sir Macht)

La muerte de Dios como reconocimiento de ausencia de sentido es la condición para que pueda

surgir la presencia del devenir que no ha de justificarse fuera de sí por ningún sentido trascendente.

Esta nueva perspectiva, que es la del superhombre, es la que se expresa como voluntad de poder o

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esencia de la vida, y como pluralidad de perspectivas. De ahí que, metafóricamente, Nietzsche defienda

al politeísmo, ya que es expresión de pluralidad contrapuesta al ideal de unidad del monoteísmo. Pero

la voluntad de poder de Nietzsche se opone a la mera voluntad de vivir de Schopenhauer. Para este

último autor la voluntad (de vivir) es un ciego impulso cósmico irracional que domina toda la

naturaleza y se manifiesta en todos sus dominios, persiguiendo solamente su perpetuación. Por ello,

Schopenhauer considera la necesidad de apartarse de este impulso y renunciar a él a la manera del

ascetismo budista. Para Nietzsche la posición pesimista de Schopenhauer es todavía expresión de una

actitud reactiva y resentida contra la vida. El impulso vital es expresión de la voluntad de poder, que

siempre aspira a más. La vida, entonces, es un caso particular de este vasto impulso que es la voluntad

de poder, concebido por Nietzsche, a la vez, como biológico, orgánico y -en la medida en que la cultura

no sea ya reacción contra la vida- expresión de la consumación y superación del nihilismo. Toda fuerza

impulsora es voluntad de poder que, en este sentido, es la esencia misma del ser, y que, como principio

afirmador, está situado más allá del bien y del mal. Esta noción, pues, carece de cualquier clase de

connotación política. No se trata de un deseo de poder político, o de un afán de dominio social, sino

que expresa solamente el dinamismo del cual la vida es su manifestación, no sometido a ningún

poderío exterior, a ningún dios, ni a ningún valor superior al de la propia vida. La voluntad de poder no

consiste en ningún anhelo ni en ningún afán de apoderarse de nada ni de dominar a nadie, sino que es

creación; es el impulso que conduce a hallar la forma superior de todo lo que existe y afirmar el eterno

retorno, que separa las formas superiores, afirmativas, de las formas inferiores o reactivas.

10.6. La verdad y el devenir

La realidad aparece como devenir y perspectiva. Contra la ontología estática que veía el devenir

como apariencia, y contra la concepción de la verdad de la metafísica, aparece la voluntad de poder: el

mundo como cambio, como proceso; la verdad como lo que favorece la vida. La verdad, tal como es

entendida por las ideologías y la metafísica, no existe. Toda verdad es interpretación, y la propensión a

considerar alguna proposición como verdadera es más bien fruto de una mejor correspondencia, no con

el ser de las cosas, sino con las condiciones sociales y psicológicas que nos dominan, pues la misma

conciencia a la que se impone esta verdad, ya es fruto de influencias sociales y culturales. Por ello, en

contra de la visión religiosa y metafísica del mundo, la verdad es solamente lo que favorece la vida

(tesis que, en cierta forma, se asemeja a la sustentada por algunas formas de pragmatismo, corriente no

alejada de las tesis vitalistas). El devenir no se puede apresar con los conceptos del entendimiento, sólo

se deja entender mediante alusiones, con aforismos y metáforas, ya que los conceptos pretenden

explicar una multiplicidad que nunca es igual: son la manifestación de la parálisis del entendimiento

que no puede captar el devenir. La capacidad de asumir plenamente el nihilismo es lo que caracteriza al

superhombre, y la prueba que éste debe pasar es la del eterno retorno de lo mismo.

10.7. El eterno retorno (die ewige Wiederkehr)

El tema del eterno retorno lo desarrolla Nietzsche en el capítulo del Zaratustra titulado De la

visión y el enigma. Según él mismo, se trata de su pensamiento «más profundo», y también del más

difícil de captar, ya que el tratamiento que da Nietzsche de este tema es bastante ambiguo. El «eterno

retorno de lo mismo» no significa, al modo de las antiguas cosmologías que predicaban la doctrina del

gran año, la repetición de las cosas individuales, aunque en los textos conocidos como La voluntad de

poder formula su tesis como si se tratase de una doctrina cosmológica (al suponer que el número de

átomos y la cantidad de energía que forman el mundo son finitos y, al ser el tiempo infinito, sólo son

posibles un número determinado de combinaciones, por lo que el estado actual debe repetirse infinitas

veces. Pero más bien debe entenderse (especialmente, en El gay saber y en el Zaratustra) como doctrina

moral: es el sí trágico y dionisíaco a la vida pronunciado por el propio mundo, unido a la noción del

amor fati. Esta doctrina moral o, mejor, prueba selectiva moral, supone una importante reflexión sobre

el tiempo que Nietzsche expone de forma metafórica. Contra el sentimiento de un tiempo destructor y

aniquilador (representado en el Zaratustra por un enano o «espíritu de la pesadez») de las

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potencialidades de la voluntad de poder, Nietzsche reivindica la destrucción del sentido trascendente

del tiempo lineal judeo-cristiano (un tiempo orientado hacia un fin que trasciende cada uno de sus

momentos). Esto supone una crítica profunda de la oposición habitual entre pasado y futuro: el instante

no es un simple tránsito desde un pasado hacia el futuro, sino que en él mismo se muestra el tiempo

eterno. Pero esto tampoco supone afirmar la circularidad del tiempo, como acaba confesando el enano

del Zaratustra: «todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es

curva, el tiempo mismo es un círculo», ya que dicha circularidad, sin más, implica el hastío y la

parálisis, en la medida en que tiende a la plena determinación (ya que todo cuanto sucede debe volver a

suceder). Por ello, Zaratustra tampoco acepta la mera concepción cíclica del tiempo, que todavía se

basa en categorías de análisis tomadas del transcurso temporal fragmentador. El eterno retorno es el fin

de toda finalidad trascendente: tanto de un fin en sentido escatológico -como el predicado por las

religiones que hablan de un juicio final-, como del fin de una conflagración universal al final del ciclo

del gran año. Este pensamiento Nietzsche lo expone, nuevamente, de manera metafórica, en el capítulo

titulado De la visión y el enigma, en el que Zaratustra tiene una visión en la que aparece la figura de un

pastor atenazado por una serpiente, y ante cuya situación el mismo Zaratustra le conmina a morder la

cabeza de la serpiente. El pastor está aterrorizado y paralizado por el asco, pero cuando finalmente

corta la cabeza de la serpiente con sus propios dientes se libra de la opresión. Esta imagen representa la

liberación tanto de lo opresivo de un tiempo que está en función de un eschaton, como la de la opresión

del tiempo circular que produce hastío; y la decisión de morder la serpiente es la representación de

afrontar valientemente lo vital. La repetición de lo mismo, si es realmente de lo mismo es lo

equivalente a afirmar que no se repite, pues en la repetición lo mismo no sería lo mismo. Por ello

significa que cada instante es único, pero eterno, ya que en él se encuentra todo el sentido de la

existencia. Es por esto que la doctrina del eterno retorno no es descriptiva, sino prescriptiva: el eterno

retorno debe instituirse por medio de una decisión humana para que realmente cada momento posea

todo su sentido. El resentimiento contra la vida nace de la incapacidad de asumirla plenamente, y

asumirla plenamente es aceptar que todo lo que fue, fue porque así lo hemos querido, es decir, querer el

eterno retorno. Desde esta perspectiva, la concepción nietzscheana del eterno retorno ha sido

considerada por Gilles Deleuze como la base para la plena inversión del platonismo.

c) El tercer período de la filosofía nietzscheana es el que corresponde a la etapa posterior al

Zaratustra, en el que prosigue las mismas líneas, pero con carácter más amargo, más centrado en la

crítica de la moral y la necesidad de la transvaloración de todos los valores. Las obras más

representativas de este período son: Más allá del bien y del mal (1886), La genealogía de la moral

(1887) y El crepúsculo de los ídolos (1889). En estas obras Nietzsche prosigue la crítica a la tradición

emprendida por Sócrates que considera que debe explicar lo verdaderamente ente a partir de «lo

verdadero», «lo bello», «lo bueno», es decir, a partir de un hipotético verdadero ser contrapuesto al

falso mundo de las apariencias; que pone lo suprasensible como condición de lo sensible, que pone el

ser más allá del ser; que pone a lo Uno como condición de lo Múltiple, es decir, que sitúa a Dios como

fundamento. Esta metafísica se caracteriza, según Nietzsche, por la venganza o el resentimiento contra

la vida, que se manifiesta tanto en el pesimismo, como en la moral, en la ontología o en la

epistemología. En la moral, porque ha engendrado unos falsos valores que proceden de la negación

radical del valor de lo sensible, y los ha puesto en función de lo suprasensible más allá de la vida, es

decir, en función de la muerte; en la ontología, porque sitúa la verdadera realidad más allá de la

realidad verdadera del devenir; en la epistemología, porque pretende conocer mediante conceptos del

entendimiento que sólo pueden conocer lo inerte, lo inmóvil, lo fragmentario, porque son presas de

unas estructuras gramaticales que tienden a convertir en estático todo lo que es dinámico.

Especialmente importante es su crítica de la moral, a la que considera profundamente antinatural al

alzarse contra los instintos primarios de la vida y promulgar falsos valores (la modestia, la pobreza de

espíritu, etc.) que tienen en el cristiano sermón de la montaña su mejor ejemplificación. La base

filosófica de este resentimiento contra la vida, aunque fue instaurada por Sócrates, encuentra en el

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platonismo su mejor formulación, y en el cristianismo (religión de débiles y esclavos que ponen su vida

en función de otra vida futura que es negación de la vida auténtica, una religión que es una metafísica

de verdugos) a su mejor difusora. En La genealogía de la moral, además de inaugurar el método

genealógico en filosofía, Nietzsche rastrea los orígenes de los prejuicios morales fundamentales de

nuestra cultura, examinando nociones como las de «bueno», «malo», «mala conciencia», «culpa», etc.

Así, por ejemplo, lo «bueno», en su origen significaba lo noble, lo fuerte y espontáneo, se fue

transformando, por mediación de la casta sacerdotal -los peores enemigos - llena de resentimiento, en

todo lo contrario. De noble y fuerte, «bueno» pasa a significar resignación, debilidad, pobreza de

espíritu. Es la base de una moral de esclavos, débiles, enfermos y resentidos contra la vida,

culpabilizadores y culpabilizados que ensalzan la autonegación.

10.8. Nietzsche: uno de los «maestros de la sospecha»

A pesar de las grandes diferencias que los separan, se ha señalado una afinidad entre los

pensamientos de Marx, Nietzsche y Freud, ya que los tres, desde tres perspectivas distintas, muestran la

insuficiencia de la noción fundante de sujeto, que había sido el punto de partida sobre el cual (en base

al modelo del cogito cartesiano), se había elaborado la filosofía moderna. Tanto Marx (que opone a la

noción clásica de conciencia como ser del hombre, la noción de hombre concreto que trabaja y produce

su propia realidad en un determinado modo de producción), como Freud (que recusa la idea de

conciencia como determinante de la conducta humana, que está más bien regida por el inconsciente),

como Nietzsche, que denuncia la falsedad de los valores que fundan la noción misma de sujeto,

coinciden en señalar que, más allá de dicha noción clásica de sujeto se esconden unos elementos

condicionantes, lo que permite sospechar la falacia que representa modelar una filosofía o una

interpretación, y sobre la también sospechosa noción de conciencia. Por ello, estos tres pensadores han

sido denominados por Paul Ricoeur, los «maestros de la sospecha».

11. LA ESCUELA DE FRANCFORT11

11.1. GÉNESIS, EVOLUCIÓN Y PROGRAMA DE LA ESCUELA DE FRANCFORT

La escuela de Francfort tuvo su origen en el Instituto para la investigación social fundado en

Francfort a principios de la década de 1920, gracias a un legado de Felix Klein, hombre adinerado y

progresista. Karl Grünberg, marxista austriaco e historiador de la clase obrera, fue nombrado director

del Instituto. Más tarde le sucedió Friedrich Pollock, y luego en 1931 Max Horkheimer. Justamente

gracias al nombramiento de Horkheimer como director, el Instituto fue adquiriendo cada vez más

importancia y asumió los rasgos de una escuela dedicada a elaborar aquel programa que ha pasado a la

historia de las ideas con el nombre de «teoría crítica de la sociedad». La revista del Instituto era el

«Archivo para la historia del socialismo y del movimiento obrero». En él no sólo aparecieron estudios

sobre el movimiento obrero, sino también escritos de Karl Korsch (entre ellos su trabajo sobre

Marxismo y filosofía), György Lukács y David Riazanov, director del Instituto Marx-Engels de Moscú.

En 1932 Horkheimer comienza a publicar la «Revista para la investigación social», que se propone

recuperar y desarrollar los temas propios del «Archivo», pero asumiendo un planteamiento socialista y

materialista, sin duda, cuyo acento se coloca no obstante sobre la «totalidad» y la «dialéctica». La

investigación social es «la teoría de la sociedad como un todo»; no se limita a efectuar indagaciones

especializadas y sectoriales, sino que tiende a examinar las relaciones que vinculan recíprocamente los

ámbitos económicos con los históricos, los psicológicos y los culturales, partiendo de una visión global

y crítica de la sociedad contemporánea. Es así como se instaura el nexo entre hegelianismo, marxismo

y teoría freudiana que será un rasgo típico de la escuela de Francfort y que, dentro de las variantes

aportadas por los diversos pensadores de la escuela, se convertirá en constante punto de referencia para

la teoría crítica de la sociedad.

La teoría crítica de la sociedad surge -en la intención de Horkheimer- para «promover una teoría

de la sociedad existente, considerada como un todo»; pero se trata de una teoría crítica, capaz de sacar a

la luz la contradicción fundamental de la sociedad capitalista. Horkheimer escribía: «Existe una actitud

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humana que tiene por objeto la sociedad misma. No se halla dirigida a “algún inconveniente

secundario”, sino que se presenta en necesaria conexión con la organización total de la estructura

social.» Los objetivos de esta actitud «van más allá de la praxis social predominante». El teórico crítico

es «aquel teórico cuya única preocupación consiste en un desarrollo que lleve a una sociedad sin

explotación». La teoría crítica de la sociedad «persigue de modo plenamente consciente un interés por

la organización racional de la actividad humana». La teoría crítica quiere ser comprensión totalizante y

dialéctica de la sociedad humana en su conjunto, y para ser más exactos, de los mecanicismos de la

sociedad industrial avanzada, con el fin de estimular una transformación racional que tenga en cuenta al

hombre, su libertad, su creatividad y su armonioso desarrollo en una colaboración abierta y fecunda

con los demás, en vez de que exista un sistema opresor que se vaya perpetuando.

Para entenderlas correctamente, hay que enmarcar de forma adecuada las teorías de la escuela de

Francfort en el período histórico en el que fueron elaboradas. Fue la época de posguerra de la primera

conflagración bélica mundial, el período que pasó por la experiencia del fascismo y del nazismo en

Occidente, y del estalinismo en la Unión Soviética; más tarde conoció el vendaval de la segunda guerra

mundial y asistió al desarrollo generalizado e irrefrenable de la sociedad tecnológica avanzada. Por eso,

en el centro de las reflexiones de los miembros de la escuela de Francfort hallamos tanto las cuestiones

políticas más importantes como también aquellos problemas teóricos sobre los cuales había

reflexionado el marxismo occidental (Lukács, Korsch), en contraste con pensadores como Dilthey,

Weber, Simmel, Husserl o los neokantianos, contraste que los miembros de la escuela ampliarán hasta

el existencialismo y el neopositivismo. El fascismo, el nazismo, el estalinismo, la guerra fría, la

sociedad opulenta y la revolución pendiente, por una parte; y por la otra, la relación entre Hegel y el

marxismo, y entre éste y las corrientes filosóficas contemporáneas, así como también el arte de

vanguardia, la tecnología, la industria cultural, psicoanálisis y el problema del individuo en la sociedad

de hoy, son los diversos temas que se entrecruzan en el seno de la reflexión de la escuela de Francfort.

¿Quiénes son estos representantes de la escuela de Francfort? Los primeros miembros del grupo

fueron los economistas Friedrich Pollock (autor de la Teoría marxiana del dinero, 1928, y de Situación

actual del capitalismo y perspectivas de un reordenamiento planificado de la economía, 1932) y

Henryk Grossmann (autor de Ley de la acumulación y de la quiebra en el sistema capitalista, 1929), el

sociólogo Karl-August Wittfogel (famoso autor de Economía y sociedad en China, 1931, y del escrito

sobre El despotismo oriental, 1957), el historiador Franz Borkenau y el filósofo Max Horkheimer, al

que poco después se unirá el filósofo, musicólogo y sociólogo Theodor W. Adorno. A continuación

entrarán el filósofo Herbert Marcuse, el sociólogo y psicoanalista Erich Fromm, el filósofo y crítico

literario Walter Benjamin (autor de El origen del drama barroco alemán, 1928, y de La obra de arte en

la época de su reproductibilidad técnica, 1936), el sociólogo de la literatura Leo Löwenthal (autor de

Sobre la situación social de la literatura, 1932) y el politicólogo Franz Neumann.

Cuando Hitler tomó el poder, el grupo de Francfort se vio obligado a exiliarse, primero en

Ginebra, luego en París y finalmente en Nueva York. A pesar de los desplazamientos y las dificultades,

fue en aquellos años cuando aparecieron algunos de los trabajos más relevantes de la escuela de

Francfort: por ejemplo, los Estudios sobre la autoridad y la familia (París 1936) y La personalidad

autoritaria (obra que fue acabada en 1950). Este último trabajo colectivo -de Adorno y colaboradores-

es un desarrollo muy agudo de los Estudios sobre la autoridad y la familia. Sin embargo, dado que la

muestra de campo elegida sólo se componía de estudiantes norteamericanos, resulta un trabajo bastante

menos estimulante que el anterior, donde la gama de temas característicos de la escuela de Francfort

halla un tratamiento muy preciso. Allí se debaten la centralidad y la ambigüedad del concepto de

autoridad; la familia como lugar privilegiado para la reproducción social de consenso; la aceptación por

los seres humanos de condiciones insoportables, que son consideradas como algo natural e

inmodificable; la crítica de la racionalidad tecnológica; la necesidad de un planteamiento metodológico

que logre neutralizar los defectos de las investigaciones sectoriales positivistas, etcétera.

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Después de la segunda guerra mundial, Marcuse, Fromm, Löwenthal y Wittfogel permanecieron

en Estados Unidos, mientras que Adorno, Horkheimer y Pollock regresaron a Francfort. En 1950

renació el Instituto para la investigación social, donde han surgido sociólogos y filósofos como Alfred

Schmidt, Oskar Negt, y el más conocido de todos, Jürgen Habermas (entre cuyas obras hay que

recordar por lo menos La lógica de las ciencias sociales, 1967, y Conocimiento e interés, 1968).

11.2. ADORNO Y LA «DIALÉCTICA NEGATIVA»

En Dialéctica negativa (1966) Adorno (1901-1969) opta con claridad por el Hegel «dialéctico»,

contrapuesto al Hegel «sistemático»; elige el potencial crítico (o negativo) de la dialéctica expuesta en

la Fenomenología del espíritu y rechaza la dialéctica en cuanto sistema, tal como se bosqueja en la

Lógica y en la Filosofía del derecho. Contra la dialéctica de la síntesis y la conciliación, Adorno centra

su interés en la dialéctica de la negación, en la «dialéctica negativa», en la dialéctica que niega la

identidad entre realidad y pensamiento, y que de este modo descarta las pretensiones de la filosofía con

respecto a aferrar la totalidad de lo real, revelando su sentido oculto y profundo. Ya en su lección

inaugural de 1931 (La actualidad de la filosofía) Adorno había afirmado que «quien elige hoy el

trabajo filosófico como profesión, debe renunciar a la ilusión con la que antes se iniciaban los

proyectos filosóficos: que sea posible aferrar, con la fuerza del pensamiento, la totalidad de lo real.

Ninguna razón justificadora podría hallarse a sí misma dentro de una realidad cuyo orden y cuya forma

rechaza y reprime cualquier pretensión de la razón». El hecho de que los sistemas filosóficos se jacten

de «escrutar las intenciones ocultas y evidentes de la realidad» es una ilusión fundada en el supuesto

indemostrado según el cual «el ser se corresponde estrictamente con el pensamiento y se muestra

accesible a él». Esto constituye una ilusión, como lo atestigua el fracaso de las metafísicas

tradicionales, la fenomenología, el idealismo, el positivismo, el marxismo oficial o la ilustración.

Aunque tales teorías se presentan como teorías positivas, se transforman en ideologías: «la filosofía, en

la forma en que hoy se practica, sólo sirve para disfrazar la realidad y para eternizar su estado actual»,

escribe Adorno. Sólo si se defiende la no identidad entre ser y pensamiento puede garantizarse que la

realidad, que no se nos ofrece como algo armónico o dotado de sentido, no quede camuflada: vivimos

después de Auschwitz y «el texto que la filosofía debe leer está incompleto, lleno de contradicciones y

de lagunas, y buena parte de él puede ser atribuido al hado ciego». Sólo afirmando la no identidad de

ser y pensamiento podemos aspirar a desenmascarar los sistemas filosóficos que pretenden eternizar el

estado presente de la realidad y bloquear toda acción transformadora y revolucionaria. La dialéctica es

una lucha contra el dominio de lo idéntico, es la rebelión de los particulares ante lo malo universal. En

realidad, escribe Adorno en Tres estudios sobre Hegel (1963), «la razón se vuelve impotente para

aferrar lo real no por su propia impotencia, sino porque lo real no es razón». Debido a ello, la tarea de

la «dialéctica negativa» consiste en sacudir las falsas seguridades de los sistemas filosóficos, poniendo

de manifiesto lo no-idéntico que reprimen, y prestando atención a lo individual y a lo diferente que

dejan a un lado. En Dialéctica negativa se puede leer lo siguiente: «lo singular es algo más que su

determinación universal»; lo singular no se deja apresar dentro de las redes de un sistema: «lo que es,

es siempre más que él mismo». Para Adorno, en definitiva, «la filosofía tradicional se engaña al

conocer lo desemejante convirtiéndolo en semejante». Pero lo real no es la razón y esto demuestra que

«la crítica formulada a la identidad va en dirección al objeto». La dialéctica negativa, en otros términos,

no es una dialéctica idealista que disfraza la realidad con armónicos esquemas conceptuales, sino más

bien una dialéctica materialista para la cual la realidad no es en absoluto racional y según la cual una

realidad desgarrada, no apaciguada e irreductible quiebra y desmitifica todos los intentos filosóficos,

cualquier «totalidad» tanto teórica como práctica, y por lo tanto, política: «La primacía del objeto se ve

demostrada por la impotencia del espíritu en todos sus juicios, así como en la organización de la

realidad. El elemento negativo, que el espíritu no logre la conciliación junto con la identificación, se

convierte en motor de la propia desmitificación.» Adorno continúa: «Con el primado del objeto la

dialéctica se convierte en materialista.» Los idealistas -y no sólo ellos- buscan acallar la realidad

mediante la prepotencia de las ideas. Adorno, en cambio, trata de que hable la realidad contra la

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prepotencia de los sistemas filosóficos, contra su cerrazón y su abstracción. Intenta modificar las

categorías cognoscitivas e invertir aquellas esquematizaciones que ya han decidido qué es lo

importante y qué no lo es, qué es actual y qué no lo es. En Minima Moralia (1951) Adorno escribe: «La

noción de lo importante se inspira en criterios organizativos y la idea de lo actual se corresponde con la

tendencia objetiva que es cada vez más poderosa. La esquematización en importante y secundario

repite formalmente la jerarquía de valores de la praxis dominante [...]. La división del mundo en cosas

principales y accesorias [...] siempre ha contribuido a neutralizar -en cuanto meras excepciones- los

fenómenos en clave de la extremada injusticia social.» En pocas palabras, la «dialéctica negativa» de

Adorno trata de resquebrajar las «totalidades» en filosofía y política. Constituye una salvaguardia de

las diferencias, de lo individual y lo cualitativo. Aspira a ser una defensa contra la cultura «culpable y

miserable» puesto que nadie puede ocultar el hecho de que –afirma Adorno en Dialéctica negativa-

«toda la cultura después de Auschwitz, incluida la crítica urgente que se realiza contra ella, no es más

que escoria».

11.3. ADORNO Y HORKHEIMER: LA DIALÉCTICA DE LA ILUSTRACIÓN

Una vez que se haya comprendido el propósito fundamental de la dialéctica negativa, ya no es

difícil de entender el modo en que Adorno se enfrenta con las distintas tendencias de la filosofía

moderna y contemporánea, y con las concepciones políticas, los movimientos artísticos y los cambios

sociales de nuestra época. La dialéctica negativa se transforma en las manos de Adorno en una crítica

de la cultura, o mejor dicho, en una «teoría crítica de la sociedad». En lo que respecta al idealismo, su

«aspiración filosófica a la totalidad [...] se ha desvanecido»; el neokantismo se ha visto reducido a

formalismos vacíos; en lo que concierne al neopositivismo, «hay que decir que la tesis de la

asimilabilidad de principio de todos los interrogantes filosóficos por las ciencias particulares hoy no es

algo incontrovertible, a salvo de dudas, y tampoco se halla tan carente de bases filosóficas como se

suele afirmar». La fenomenología de Husserl, aunque ambiciosa y refinada, sigue siendo un programa

irrealizable; el existencialismo de Heidegger no es más que primitivismo irracionalismo. El positivismo

se reduce a una aceptación acrítica de los hechos, de lo existente, y no se da cuenta de que los hechos

no son datos inamovibles sino problemas. Adorno le debe mucho a Hegel, pero en opinión de aquél,

Hegel también propuso un sistema que falseaba la realidad, y por otra parte mostró una clara tendencia

positivista a ceder ante los hechos. En una clara postura de proximidad al marxismo, Adorno rechaza

sin embargo todas aquellas formas dogmáticas de éste, que saben a priori en qué lugar hay que

clasificar a un fenómeno, pero sin conocer nada acerca de él. Contrario a la sociología de tipo

humanista («La sociología no es una ciencia del espíritu», porque sus problemas no son problemas de

lo consciente o inconsciente, sino problemas referentes a «la relación activa entre el hombre y la

naturaleza, y las formas objetivas de las asociaciones entre seres humanos, que no se identifican con el

espíritu como estructura interior del hombre»), Adorno criticó con dureza la sociología de cuño

empirista (o positivista), que no logra descubrir la peculiaridad típica de los hechos humanos y sociales,

en comparación con los naturales. Este ataque frontal -a veces violento e injusto, pero por lo general

poco interesante- contra la cultura contemporánea constituye un ataque contra lo que Adorno considera

imágenes desviadas de la realidad, donde vuelven a encontrarse todas las cosas; imágenes que sólo

desempeñan la función de servir al poder, en lugar de actuar como portavoz de una realidad

desquiciada, como es el caso de la sociedad capitalista. En la conocida obra Dialéctica de la ilustración

(1949) Adorno y Horkheimer nos ofrecen su juicio sobre la sociedad capitalista o, mejor dicho, sobre la

sociedad moderna, ya sea capitalista o comunista, dado que dicha obra se presenta como un análisis de

la sociedad tecnológica contemporánea.

Por «ilustración» ambos autores no entienden sólo aquel movimiento de pensamiento que

caracterizó la llamada época de las luces, sino que piensan en el trayecto recorrido por la razón que,

partiendo de Jenófanes, ha tratado de racionalizar el mundo, convirtiéndolo en algo manipulable y

sometido a la dominación del hombre. «En este sentido más amplio de pensamiento en continuo

progreso, la ilustración ha perseguido desde siempre el objetivo de quitar temor a los hombres y

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convertirlos en amos. Sin embargo, la tierra completamente iluminada resplandece como símbolo de

triunfal desventura.» En efecto, la ilustración se opone a la autodestrucción y esto ocurre porque ha

quedado «paralizada por el miedo a la verdad». En, ella ha prevalecido la idea de que el saber es más

técnica que crítica. Y el temor a alejarse de los hechos «se hace uno con el temor a la desviación

social». De esta manera se ha perdido la confianza en la razón objetiva, lo que importa no es la verdad

de las teorías sino su funcionalidad, en vista de los fines sobre los cuales la razón ha perdido todo

derecho. En otras palabras, la razón es pura razón instrumental. Es totalmente incapaz de fundamentar

o de poner en discusión los objetivos o finalidades que sirven para orientar la vida de los hombres. La

razón es razón instrumental porque únicamente puede individualizar, construir o perfeccionar los

instrumentos o medios adecuados al logro de fines establecidos y controlados por el sistema. Vivimos

en una sociedad totalmente administrada, y en ésta «la condena natural de los hombres se muestra hoy

inseparable del progreso social». «El aumento de la productividad económica, por una parte, genera las

condiciones de un mundo más justo, pero por otro lado otorga al aparato técnico y a los grupos sociales

que disponen de él una superioridad inmensa sobre el resto de la población. Ante las potencias

económicas, el individuo se ve reducido a cero. Al mismo tiempo, dichos poderes llevan a un nivel

jamás alcanzado antes el dominio de la sociedad sobre la naturaleza. El individuo desaparece ante el

aparato al cual sirve, y éste le reabastece mejor que en ningún momento anterior. En el estado injusto,

la impotencia y la dirigibilidad de las masas crece al mismo tiempo que la cantidad de bienes que se le

asignan.»

11.4. LA INDUSTRIA CULTURAL

Para llegar a ser funcional, el sistema constituido por la sociedad tecnológica contemporánea ha

puesto en funcionamiento -entre sus principales instrumentos- un poderoso aparato: la industria

cultural. Ésta se halla formada esencialmente por medios de comunicación de masas (cine, televisión,

radio, discos, publicidad, revistas, etc.). A través de estos medios de comunicación de masas el poder

impone valores y modelos de conducta, crea necesidades y establece el lenguaje. Estos valores,

necesidades, conductas y lenguaje resultan uniformes porque deben estar vigentes para todos; son

amorfos, asépticos; no emancipan, no estimulan la creatividad; al contrario, la obstaculizan porque

acostumbran a que los mensajes se reciban de manera pasiva. «La industria cultural ha realizado

pérfidamente al hombre como ser genérico. Cada uno es, cada vez más, sólo aquello por lo cual puede

sustituir a otro: algo perecedero, un mero ejemplar. Él mismo, en cuanto individuo, es lo absolutamente

sustituible, una pura nada.» Esto también ocurre con la diversión, ya no constituye el lugar de recreo,

de la libertad, la genialidad, la alegría auténtica. La industria cultural es la que fija las diversiones y sus

horarios. El individuo continúa padeciendo. Al igual que padece las reglas del «tiempo libre», que es

tiempo programado por la industria cultural. «La apoteosis del individuo medio pertenece al culto de

aquello que se halla a buen precio.» De este modo, la industria cultural no se limita a servir de vehículo

a una ideología, sino que ella misma se convierte en ideología: la ideología de la aceptación de los fines

establecidos por «otros», es decir, por el sistema. De este modo, la ilustración se ha llegado a convertir

en su opuesto. Quería eliminar los mitos, pero, por el contrario, ha creado una cantidad innumerable.

En la definición de Kant, «la ilustración constituye el abandono por parte del hombre de un estado de

minoría de edad del cual él mismo es culpable. La minoría consiste en la incapacidad de valerse del

propio intelecto sin ser guiado por otro». Hoy en día, el individuo está reducido a la nada y es guiado

por «otros». En determinado momento se llegó a decir que el destino del individuo estaba escrito en el

cielo; hoy podemos decir que está fijado y establecido en el sistema. Así son las cosas en opinión de

Adorno y de Horkheimer, que no desesperan pero sí advierten que «si la ilustración no acoge en su

seno la conciencia de este momento regresivo, firma su propia condena». Esto no debe suceder, puesto

que hay que «conservar, extender, desplegar la libertad, en vez de acelerar [...] la carrera hacia el

mundo de la organización».

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11.5. MAX HORKHEIMER: EL ECLIPSE DE LA RAZÓN

5.1. El lucro y la planificación como generadores de represión

Horkheimer (1895-1973) afirmó en 1939 que «el fascismo es la verdad de la sociedad moderna».

Añade enseguida, sin embargo, que «quien no quiera hablar del capitalismo debe callarse también

acerca del fascismo». La razón es que el fascismo, en su opinión, está dentro de las leyes del

capitalismo: detrás de la pura ley económica, que es la ley del mercado y del beneficio, está la pura ley

del poder. «La ideología fascista enmascara, al igual que la vieja ideología de la armonía, una misma

realidad: el poder de una minoría que se basa en la posesión de los instrumentos materiales de

producción. La tendencia al lucro acaba en lo que ha sido desde siempre: la tendencia al poder social.»

Horkheimer sigue las etapas del desarrollo del capitalismo desde el librecambismo clásico (basado en

la competencia de mercado) hasta el capitalismo monopolista (que destruye la economía de mercado y

avanza, crece y vive de manera totalitaria). Al mismo tiempo que este desarrollo del capitalismo, se

produce una terrorífica expansión del aparato burocrático en todos los sectores de la vida, dado qué, «el

orden que inició su camino como algo progresista en 1789 llevaba en sí mismo desde un principio las

tendencias hacia el fascismo». El intercambio «igual y equitativo se ha internado en el absurdo: tal

absurdo es el orden totalitario». El comunismo, que es un capitalismo de Estado, no es más que una

variante del Estado autoritario. Incluso las organizaciones proletarias de masas se han dado una

estructura burocrática y en opinión de Horkheimer nunca han ido más allá de la perspectiva del

capitalismo de Estado, en este capitalismo el principio de la planificación ha sustituido al del beneficio,

pero los hombres continúan siendo objetos de administración, de una administración centralizada y

burocratizada. El lucro, por un lado, y el control efectuado por la planificación por el otro, generan una

represión cada vez mayor. Por lo tanto, la sociedad industrial se haya estructurado por una lógica cruel.

La obra de Horkheimer titulada Eclipse de la razón instrumental (1947) se propone «examinar el

concepto de racionalidad que se halla en la base de la cultura industrial moderna, y tratar de establecer

si dicho concepto contiene defectos que implican una tara esencial». (Como ya hemos visto, este

análisis continuará en la Dialéctica de la ilustración, donde se investiga la lógica con la que se ha

pensado el proceso histórico de la civilización occidental, y donde se ve que el sueño de una

humanidad emancipada e ilustrada ha llegado a invertirse dentro de la nueva barbarie.)

11.5.2. La razón instrumental

Según Horkheimer, el concepto de razón que se halla en la base de la civilización occidental está

enfermo desde su propia raíz: «Si quisiéramos hablar de una enfermedad de la razón, habrá que

entender tal enfermedad no como un mal que haya afectado a la razón en un momento histórico

determinado, sino como algo inseparable de la naturaleza de la razón dentro de la civilización, tal como

la hemos conocido hasta ahora. La enfermedad de la razón reside en el hecho de que ésta nació de la

necesidad humana de dominar la naturaleza». Esta voluntad de dominar la naturaleza, de comprender

sus leyes para someterla, ha requerido la implantación de una organización burocrática e impersonal

que, en nombre del triunfo de la razón sobre la naturaleza, ha llegado a reducir al hombre a mero

instrumento. Sin duda alguna, las posibilidades de hoy resultaban inimaginables en épocas pasadas;

hoy en día el progreso tecnológico pone al alcance de todos aquellos objetos y bienes que antes sólo se

encontraban en los sueños de los utópicos. Sin embargo, Horkheimer afirma que «pesa sobre todos un

sentido de temor y de desencanto, y hoy en día las esperanzas de la humanidad parecen más lejanas de

su puesta en práctica de lo que estaban en aquellas épocas bastante más sombrías, en que fueron

formuladas por vez primera». Este sentido de temor y de desencanto surge del hecho de que «en el

preciso momento en que los conocimientos técnicos ensanchan el horizonte del pensamiento y de la

acción de los hombres, disminuyen en cambio la autonomía del hombre como individuo, la fuerza de su

imaginación y su independencia de juicio. El progreso de los recursos técnicos que podrían servir para

iluminar la mente del hombre se ve acompañado por un proceso de deshumanización, con lo que el

progreso amenaza con destruir precisamente aquello que debería llevar a cabo: la noción de hombre».

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Y la noción de hombre, su humanidad, su emancipación, su poder de crítica y de creatividad, se ven

amenazados porque el desarrollo del sistema de la sociedad industrial ha sustituido los fines por los

medios, ha convertido la razón en un instrumento para alcanzar fines de los cuales la razón ya no sabe

nada. Desde el momento en que nace -constata Horkheimer con amargura- «el individuo oye que se le

repite continuamente la misma lección: sólo hay un modo de abrirse camino en el mundo y consiste en

renunciar a sí mismo. El éxito sólo se consigue a través de las limitaciones [...]. Por lo tanto, el

individuo debe la salvación al más antiguo artificio biológico de supervivencia, al mimetismo». La

filosofía de la civilización industrial no es la filosofía de la razón objetiva, según la cual «la razón es un

principio inmanente a la realidad», se trata más bien de una filosofía de la razón subjetiva. Tal filosofía

sostiene que la razón es únicamente «la capacidad de calcular las probabilidades y de coordinar los

medios adecuados para determinado fin», y afirma también que «ningún fin es razonable en si mismo y

que no tendría sentido intentar establecer entre dos fines cuál será el más razonable». Según dicha

filosofía «el pensamiento puede servir para cualquier propósito, bueno o malo. Es un instrumento para

todas las acciones de la sociedad; sin embargo, no debe tratar de establecer las normas de la vida social

o individual, que se suponen establecidas por otras fuerzas». La razón no nos ofrece verdades objetivas

y universales a las que poder aferrarse, sino únicamente instrumentos para lograr objetivos ya

establecidos. No es ella lo que fundamenta y establece qué son el bien y el mal que sirven para orientar

nuestra vida; hoy en día es el sistema, es decir, el poder, quien decide qué es lo bueno y lo malo. La

razón se ha convertido en ancilla administrationis y, «al renunciar a su autonomía, la razón se

convierte en instrumento. En el aspecto formalista de la razón subjetiva, subrayado por el positivismo,

se puso de relieve su independencia con respecto al contenido objetivo; en el aspecto instrumental

subrayado por el pragmatismo, se ha puesto de relieve su obediencia a contenidos heterónomos. La

razón se encuentra completamente sometida al proceso social; su valor instrumental, su función de

medio para dominar a los hombres y la naturaleza se ha transformado en único criterio». De este modo,

el sistema, la administración, la civilización industrial coloca al hombre en una casilla y allí

circunscribe su destino. Transforma las ideas en cosas, a partir del momento en que «la verdad ya no es

un fin que se baste a sí mismo». Degradada la naturaleza a pura materia, que «hay que dominar sin otro

propósito que no sea precisamente el de dominarla».

11.5.3. La filosofía como denuncia de la razón instrumental

Ante este vacío espantoso, se trata de buscar remedio apelando a sistemas como la astrología, el

yoga o el budismo; también se ofrecen adaptaciones populares de filosofías objetivistas clásicas o

incluso «se recomiendan las antologías medievales [...] para su uso moderno». Sin embargo, comenta

Horkheimer, «el paso desde la razón objetiva hasta la subjetiva no se produce por azar», y si aquellas

filosofías se han derrumbado, ha sido porque sus cimientos eran demasiado débiles. No obstante, el

resurgir de estas filosofías -que hoy no son más que filosofías auxiliares- no nos salva y tampoco el arte

logra captar el significado de la realidad u otorgarle uno específico. Horkheimer escribe: «En una

época, el arte, la literatura, la filosofía se esforzaban por expresar el significado de las cosas y de la

vida, por dar una voz a todo lo que está mudo, por dotar a la naturaleza de un órgano gracias al cual

pudiese dar a conocer sus sufrimientos o, cabría decir, llamar a la realidad por su propio nombre. En la

actualidad a la naturaleza se le ha quitado la facultad de hablar. En una época se creyó que cada frase,

palabra, grito o gesto poseían un significado intrínseco; hoy sólo se trata de un accidente.» Ni el arte ni

las filosofías como el neotomismo logran su objetivo, pero tampoco lo hace el neopositivismo, puesto

que la ciencia, que avanza victoriosa sobre las ruinas de la filosofía, permanece en silencio acerca de

los fines, y por lo tanto, acerca de los temas que son más importantes para el hombre. Además, «al

igual que los demás credos, la ciencia puede ponerse al servicio de las fuerzas sociales más diabólicas,

y el cientificismo muestra perspectivas tan restringidas como las de la religión militante». Las panaceas

no son más que panaceas. La realidad, en cambio, es que:

1) «la naturaleza es concebida, hoy más que nunca, como mero instrumento del hombre; es objeto

de una explotación total, a la que la razón no asigna ningún objetivo y por lo tanto no conoce límites»;

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2) «se considera como algo inútil y superfluo aquel pensamiento que no sirve a los intereses de

un grupo constituido a los objetivos de la producción industrial»;

3) tal decadencia del pensamiento «fomenta la obediencia a los poderes establecidos,

representados por los grupos que controlan el capital o los que controlan el trabajo»;

4) la cultura de masas «trata de vender a los hombres el género de vida que ya llevan y que odian

inconscientemente, aunque lo alaban de palabra»;

5) «no sólo la fábrica adquiere la capacidad productiva del obrero y la subordina a las exigencias

de la técnica, sino que los dirigentes sindicales establecen sus dimensiones y la administran»;

6) «la deificación de la actividad industrial no conoce fronteras. El ocio es considerado como una

especie de vicio, cuando va más allá de la medida en que es necesario para restaurar las fuerzas y

permitirnos reemprender el trabajo con más eficacia»;

7) el significado de la productividad se mide «a través de su utilidad con respecto a la estructura

del poder, y no con respecto a las necesidades de todos».

En esta situación desesperada, «el favor más grande que la razón podía hacerle a la humanidad»

consiste en «la denuncia de lo que habitualmente recibe el nombre de razón». Horkheimer continúa:

«Los verdaderos individuos de nuestro tiempo son los mártires que han pasado a través de infiernos de

sufrimiento y de degradación en su lucha contra la conquista y la opresión; no se trata de los personajes

de la cultura popular, hinchados gracias a la publicidad. Aquellos héroes, a los que nadie ha cantado,

arriesgaron conscientemente su existencia individual a la destrucción que otros padecen sin ser

conscientes de ellos, víctimas de los procesos sociales. Los mártires anónimos de los campos de

concentración son los símbolos de una humanidad que lucha por llegar a la luz. La tarea de la filosofía

consiste en traducir lo que aquéllos han realizado a palabras que los hombres puedan oír, aunque sus

voces mortales hayan sido reducidas al silencio por la tiranía.»

11.5.4. La nostalgia de lo «completamente otro»

Marxista y revolucionario en su juventud, Horkheimer se fue apartando paulatinamente de sus

posturas juveniles. No podemos absolutizar nada (recordemos que Horkheimer es de origen judío), y

por lo tanto no podemos absolutizar ni siquiera al marxismo. «Cualquier ser finito -y la humanidad es

finita- que se jacte de ser el valor último, supremo y único, se transforma en un ídolo, que tiene sed de

sacrificios de sangre.» Horkheimer escribió estas palabras en 1961. Pocos años más tarde, en 1970, en

una entrevista sobre la religión y la teología (publicada con el título de La nostalgia de lo

«completamente otro»), Horkheimer confiesa haber sido marxista y revolucionario «porque el peligro

del nacionalsocialismo era algo obvio. Creía que sólo a través de una revolución, y una revolución de

tipo marxista, podría eliminarse el nacionalsocialismo. Mi marxismo y mi ser revolucionario eran una

respuesta a la tiranía del totalitarismo de derecha». Sin embargo, Horkheimer ya en aquella época

experimentaba ciertas dudas sobre el hecho de que «la solidaridad del proletariado querida por Marx

fuese de veras el camino para llegar a una sociedad justa». En realidad, las ilusiones de Marx pronto

quedaron en evidencia: «la situación social del proletariado mejoró sin revolución, y el interés común

ya no es el cambio radical de la sociedad, sino una mejor estructura material de la vida». En opinión de

Horkheimer, existe una solidaridad que va más allá de la solidaridad de una clase determinada: es la

solidaridad entre todos los hombres, «la solidaridad que surge del hecho de que todos los hombres

deben sufrir, deben morir y son finitos». En tales circunstancias, «todos tenemos en común un interés

originariamente humano, el de crear un mundo en el cual la vida de todos los hombres sea más

hermosa, más prolongada, más libre del dolor y, me atrevería a añadir aunque no lo puedo creer

demasiado, un mundo que sea más favorable al desarrollo del espíritu». Ante el dolor del mundo, ante

la injusticia no se puede permanecer neutral. Sin embargo, los hombres somos finitos, y por lo tanto,

aunque no podamos resignarnos no podemos pensar tampoco que algo histórico -una política, una

teoría, un Estado- sea algo absoluto. Nuestra finitud, nuestra precariedad no demuestra la existencia de

Dios. Sin embargo, existe la necesidad de una teología, entendido no como ciencia de lo divino o de

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Dios, sino como «la conciencia de que el mundo es algo fenoménico, no es la verdad absoluta, que es la

única que constituye la realidad última. La teología es -debo expresarme con mucha precaución- la

esperanza de que, a pesar de la injusticia que caracteriza al mundo, no puede ser que la injusticia se

convierta en la última palabra». Para Horkheimer la teología es «expresión de una nostalgia, según la

cual el asesino no puede triunfar sobre su víctima inocente». Por lo tanto, «nostalgia de una justicia

perfecta y consumada». Según Horkheimer, ésta jamás podrá realizarse en la historia. En efecto,

«cuando la mejor sociedad logre sustituir el actual desorden social, no se reparará la pasada injusticia y

no se eliminará la miseria de la naturaleza circundante». Sin embargo, esto no significa que debamos

rendirnos ante los hechos, como por ejemplo ante el hecho de que nuestra sociedad se vuelve más

opresiva cada día. Horkheimer afirma: «Todavía no vivimos en una sociedad automatizada [...].

Todavía podemos hacer muchas cosas, aunque más adelante se nos quitará esta posibilidad.» El

filósofo debe criticar «el orden constituido», para «impedir que los hombres se pierdan en aquellas

ideas y en aquellos modos de comportamiento que la sociedad les impone mediante su organización».

11.6. HERBERT MARCUSE Y EL «GRAN RECHAZO»

6.1 ¿Es imposible una civilización no represiva?

Eros y civilización (1955) desarrolla uno de los temas más importantes del pensamiento de Freud:

la teoría según la cual la civilización se basa en la permanente represión de los instintos humanos.

Freud escribió: «La felicidad no es un valor cultura.» Marcuse (1898-1979) comenta que esto es así en

el sentido de que «la felicidad se halla subordinada a un trabajo que ocupa toda la jornada, a la

disciplina de la reproducción monogámica, al sistema establecido de las leyes y del orden. El metódico

sacrificio de la libido, su desviación inexorablemente impuesta, hacia actividades y expresiones útiles

desde el punto de vista social, son la cultura». La historia del hombre, en opinión de Freud, es la

historia de su represión. La cultura o civilización impone al individuo condicionantes sociales y

biológicos, pero tales condiciones son el requisito previo del progreso. Libres para perseguir sus

objetivos naturales, los instintos fundamentales del hombre serían incompatibles con cualquier forma

duradera de asociación: «Los instintos, por lo tanto, deben ser desviados de su meta y ser apartados de

su objetivo. La civilización comienza cuando se ha renunciado con eficacia al objetivo primario, a la

satisfacción integral de las necesidades.» Tal renuncia tiene lugar en la dirección de un desplazamiento

De a

Satisfacción inmediata satisfacción diferida

Placer limitación del placer

Alegría (juego) fatiga (trabajo)

Receptividad productividad

Ausencia de represión seguridad

«Freud -dice Marcuse- describió este cambio como la transformación del “principio de placer” en

“principio de realidad”», y las vicisitudes de los instintos son las vicisitudes del aparato psíquico dentro

de la civilización. «Al instituirse el principio de la realidad, el ser humano que bajo el principio de

placer era poco más que una maraña de tendencias animales, se convirtió en un “yo” organizado». Para

Freud, la modificación represiva de los instintos es una consecuencia «de la eterna lucha primordial por

la existencia [...] que continúa hasta nuestros días». Sin modificar -o mejor dicho, sin desviar los

instintos- no se vence en la lucha por la existencia, y no será posible ninguna sociedad humana

duradera. Según Marcuse, Freud «considera “eterna” la lucha primordial por la existencias y cree en un

antagonismo perpetuo «entre el principio de placer y el principio de realidad [...]. La convicción de que

resulta imposible una civilización no represiva es una piedra angular de la construcción teórica

freudiana». Precisamente contra esta eternización y absolutización de la oposición entre el principio de

placer y el principio de realidad van dirigidos los ataques de Marcuse. En opinión de éste, no se trata de

una oposición metafísica o eterna, debida a una misteriosa naturaleza humana, considerada de un modo

esencialista. Por el contrario, tal oposición es producto de una determinada organización histórico-

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social. Freud demostró que la ausencia de libertad y la coacción fueron el precio que hubo que pagar

por lo que se ha realizado, por la civilización que se ha construido. Sin embargo, de ello no se deduce

que este precio que hay que pagar sea algo eterno. En la teoría del propio Freud -señala Marcuse-

existen grietas que resquebrajan la consistencia y la fuerza del carácter metafísico que otorga a la

oposición entre el principio de placer y el de realidad. En efecto, al desvelar la amplitud y la

profundidad de la coacción, Freud «defiende las aspiraciones reprimidas de la humanidad» y las

defiende a través de su teoría de lo inconsciente. Lo inconsciente es la memoria donde se conserva «el

impulso hacia una satisfacción integral que es ausencia de necesidad y de represión». En lo

inconsciente «el pasado continúa haciendo valer sus propias exigencias de futuro y hace nacer el deseo

de un paraíso recreado con base en las conquistas de la civilización». En la teoría psicoanalítica la

memoria ocupa una posición central, y «la función terapéutica de la memoria procede del valor de

verdad que posee. Éste reside en su función específica de conservar promesas y potencialidades que

han sido traicionadas o incluso declaradas fuera de la ley por el individuo maduro y civilizado, pero

que en un momento de su pasado nebuloso fueron llevadas a la práctica y jamás han sido olvidadas del

todo». Por lo tanto, retroceder en la memoria, explorar lo inconsciente y sus productos, mirar a la cara a

los ensueños y a los frutos de la imaginación, significa descubrir verdades rigurosas, cuyo peso «deberá

acabar por romper los límites dentro de los cuales fueron elaboradas y confinadas».

11.6.2. El Eros, liberado

En esencia, Marcuse viene a decirnos que la liberación del pasado no acaba en su reconciliación

con el presente y «la recherche du temps perdu se convierte en vehículo de una liberación futura». Por

otro lado, «todo el progreso técnico, la conquista de la naturaleza, la racionalización del hombre y de la

sociedad, no han eliminado ni pueden eliminar la necesidad del trabajo alienado, del trabajo mecánico,

desagradable, que no representa una autorrealización individual». Sin embargo «la misma progresiva

alienación aumenta el potencial de libertad: cuanto más externo permanece el individuo al trabajo

necesario, menos implicado se halla en el reino de la necesidad». Esto quiere decir que el progreso

tecnológico ha engendrado las premisas para una liberación de la sociedad con respecto a la obligación

del trabajo, para una ampliación del tiempo libre, para una inversión de la relación entre tiempo libre y

tiempo ocupado por el trabajo socialmente necesario (de modo que éste se convierta únicamente en un

medio para la liberación de potencialidades actualmente reprimidas): «El reino de la libertad,

expandiéndose cada vez más, se transforma realmente en el reino del juego, del libre juego de las

facultades individuales. Así liberadas, éstas crearán nuevas formas de realización y de descubrimiento

del mundo, y a su vez estas últimas otorgarán una nueva forma al reino de la necesidad, a la lucha por

la existencia». El reino de la necesidad (centrado en el principio de prestación y de eficiencia que

consume todas las energías humanas) se ve sustituido por una sociedad no represiva que reconcilia la

naturaleza con la civilización y donde se afirma la felicidad del Eros libertado. El Eros será una alegría

de la praxis, que ya no se perderá en el trabajo mercantilizado. El Eros se hallará a sí mismo como

poder creativo; absorberá en su seno el sexo, considerándolo como juego y como fantasía. La actividad

práctico-sensible del hombre manifestará una tendencia a gozar libremente de sí misma. Y la

imaginación y la fantasía devolverán al hombre aquella dimensión estética, haciendo que redescubra el

gozo desinteresado que el principio de prestación había rechazado y ocultado. En definitiva, el Eros

significa la lógica de la satisfacción contra la lógica de la represión.

Por lo tanto, en el progreso tecnológico se dan las condiciones objetivas para una radical

transformación de la sociedad. Sin embargo, el progreso tecnológico no queda abandonado a sí mismo;

es controlado y guiado. El poder, consciente de las posibilidades que existen de hundimiento del

sistema, ahoga las potencialidades liberadoras y perpetúa un estado de necesidad que ya no es

necesario. De este modo, la utopía, que resulta técnicamente posible, permanece inalcanzable. Esto

justifica la importancia de la filosofía que, aunque no dice cómo será el reino de utopía, lo anuncia, al

mismo tiempo que denuncia los obstáculos que aparecen en su camino: los obstáculos que le plantea el

poder, pero también los obstáculos que le ponen los revisionistas freudianos que, en vez de contemplar

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los hechos sociales en clave psicológica, interpretan los hechos psicológicos en términos sociológicos.

No obstante, la ciencia -es decir, el psicoanálisis- no ha logrado sofocar al Eros, y el sistema de la

civilización ha creado brechas a través de las cuales puede abrirse camino una civilización no represiva,

donde «la lucha por la existencia se convierte en cooperación para un libre desarrollo y realización de

las necesidades individuales, la razón represiva cede el paso a una nueva racionalidad de la

satisfacción, en la que convergen razón y felicidad». A pesar de todo, escribe Marcuse, «ni siquiera el

advenimiento definitivo de la libertad puede redimir a aquellos que han muerto sufriendo. El recuerdo

de éstos, el cúmulo de culpas de la humanidad contra sus víctimas, obscurece la perspectiva de una

civilización sin represiones».

11.6.3. El hombre unidimensional

El escrito más conocido de Marcuse es El hombre unidimensional, de 1964. En 1958, sin

embargo, Marcuse había publicado el escrito Soviet Marxism, donde se reconstruye la involución

burocrática del partido y del Estado soviéticos. Se pone allí en evidencia el carácter mágico de la

ideología, que en este caso no es tanto una falsa conciencia como una conciencia de falsedad objetiva.

El Diamat no es más que una fría escolástica y una cruel «teología». El Estado soviético, Estado

totalitario, se halla en manos de una casta burocrática que ejerce un poder incontrolado sobre la

población. El hombre unidimensional se publicó, como ya hemos dicho, en 1964. El hombre

unidimensional es el que vive en una sociedad unidimensional, sociedad justificada y estructurada

según una filosofía con una sola dimensión. La sociedad unidimensional es una sociedad sin oposición,

esto es, una sociedad que ha congelado la crítica mediante el establecimiento de un control total. La

filosofía con una sola dimensión es la filosofía de la racionalidad tecnológica y de la lógica del

dominio; es la negación del pensamiento crítico, de la «lógica de la protesta», es la filosofía positivista

que justifica la racionalidad tecnológica.

En la sociedad tecnológica avanzada «el aparato productivo tiende a convertirse en totalitario en

la medida en que no sólo determina las ocupaciones, las habilidades y las actitudes socialmente

requeridas, sino también las necesidades y las aspiraciones individuales». En cuanto universo

tecnológico, la sociedad industrial avanzada «es un universo político, el último estadio de la realización

de un proyecto histórico específico, esto es, la experiencia, la transformación, la organización de la

naturaleza como mero objeto de dominio». Tal proyecto tuvo su inicio con la libertad de pensamiento,

de palabra, de conciencia y de libre iniciativa. Sin embargo, «una vez institucionalizados, estos

derechos y libertades compartieron el sino de aquella sociedad de la cual formaban parte. La

realización elimina las premisas». Resulta una realidad indiscutible el que la sociedad industrial con sus

rasgos «de estado del bienestar y de estado beligerante»- es una sociedad que «está organizada para

conseguir un dominio cada vez más eficaz sobre el hombre y sobre la naturaleza, para utilizar de un

modo cada vez más eficaz sus propios recursos». Alcanza la más elevada productividad y la utiliza para

perpetuar el trabajo y la fatiga, y en ella la industrialización más eficiente puede servir para limitar y

manipular las necesidades. Marcuse escribe: «Al llegar a este punto, la dominación, bajo el aspecto de

opulencia y de libertad, se extiende a todas las esferas de la existencia privada y pública, integra en sí

toda auténtica oposición y absorbe en su seno cualquier alternativa.» En resumen: la sociedad

tecnológica avanzada crea un verdadero universo totalitario; «en una sociedad madura la mente y el

cuerpo se mantienen en un estado de movilización permanente para la defensa de este universo

mismo». Esta sociedad, afirma Marcuse, es capaz de reprimir cualquier cambio cualitativo durante el

tiempo que lo desee, y sus refinadas técnicas de control le dan al hombre una ilusión de libertad: «En la

civilización industrial avanzada prevalece una confortable, tersa, razonable, democrática no libertad.»

Por eso, la sociedad industrial no crea en su interior las fuerzas que deberían superarla; anula la

posibilidad del pensamiento negativo, esto es, del pensamiento crítico, y con ello deja en nada la

posibilidad de cambio. Sin duda, en el mundo capitalista continúan existiendo las clases sociales

fundamentales. Sin embargo, el desarrollo del capitalismo ha alterado la estructura y las funciones de

las clases, la clase trabajadora se halla integrada en el sistema y ya no es un factor de la transformación

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histórica. Por todo ello, la lucha en favor del cambio debe seguir otras sendas y ya no la indicada por

Marx: «Las tendencias totalitarias de la sociedad unidimensional convierten en ineficaces los caminos

y los medios tradicionales de protesta.» En todo caso, sin embargo, la cuestión no se presenta como

algo desesperado, dado que «por debajo de la base popular conservadora se encuentra el substrato de

los marginados y los extranjeros, los explotados y los perseguidos de otras razas y de otros colores, de

los sin empleo y los incapacitados. Permanecen fuera del proceso democrático; su presencia demuestra,

mejor que nada, la necesidad inmediata y real de poner fin a condiciones e instituciones intolerables.

Por eso, su oposición es revolucionaria, aunque su conciencia no lo sea. Su oposición ataca al sistema

desde fuera, y por lo tanto el sistema no la desvía; se trata de una fuerza elemental que viola las reglas

del juego, y al hacerlo muestra que es un juego trucado. Cuando se reúnen y avanzan por las calles, sin

armas, sin protección, para exigir los derechos civiles más elementales, saben que se están enfrentando

con perros, piedras y bombas, cárcel, campos de concentración, e incluso la muerte [...]. El hecho de

que comiencen a negarse a tomar parte en el juego puede ser el hecho que señale el inicio del fin de un

período». Esto no quiere decir, en absoluto, que las cosas vayan a producirse así. Lo que se quiere

afirmar es que «el espectro se halla presente una vez más, dentro y fuera de las fronteras de las

sociedades avanzadas». Esto es todo lo que puede hacer la teoría crítica de la sociedad: «no posee

nociones que puedan llenar la laguna que existe entre el presente y su futuro; al no tener promesas que

hacer ni éxitos que mostrar, permanece negativa. De este modo, quiere mantenerse fiel a aquellos que,

sin esperanza, dieron y dan la vida por el Gran Rechazo».

11.7. Erich Fromm y la «Ciudad del Ser»

11.7.1. ¿La desobediencia es realmente un vicio?

En opinión de Fromm (1900-1980), el hombre nace cuando «es arrancado de la unión originaria

con la naturaleza, característica de la existencia animal». Cuando se produce este acontecimiento,

empero, el hombre permanece fundamentalmente solo. Para huir de este aislamiento el hombre ensaya

diversos caminos: 1) se somete a una autoridad (ya sea una persona, un gobierno, una institución o una

divinidad); 2) o bien intenta la solución opuesta y trata de dominar a los demás. Sin embargo, tanto el

masoquismo (intento de sumisión) como el sadismo (intento de dominio) constituyen formas

patológicas de relación humana, escribe Fromm en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea

(1955). El fracaso de estos modos de relacionarse con los demás nos indica que la forma de relación

sana es la relación productiva, el amor. Éste «permite al hombre que conserve su libertad y su

integridad, aunque al mismo tiempo se halle unido a sus semejantes. Sin embargo, no es cosa fácil que

el hombre se aparte de la naturaleza, ya sea física o social (por ejemplo, el propio clan). Se trata de un

apartamiento doloroso y por eso se suelen constatar intentos de negarlo a través de un apego incestuoso

al propio suelo, al propio grupo o a la autoridad constituida, que actúa como guía y protege al hombre

de los riesgos de la libertad y del peso de la responsabilidad». Lo cierto es que -como Fromm puso en

evidencia en El miedo a la libertad (1941)- el hombre que se separa del mundo físico y social, el

hombre que se vuelve libre y responsable de sus propios actos, de su propia elección y de sus propios

pensamientos, no siempre logra aceptar la carga de la libertad, cediendo entonces al conformismo

gregario: obedece ciegamente las normas establecidas y se suma a un grupo (considerando como

enemigos a los demás y a los demás grupos). De este modo, el hombre que va a la búsqueda de su

propia identidad sólo encuentra sucedáneos, se pierde y pierde la salud mental. En efecto, ésta «se

caracteriza por la capacidad de amar y de crear, por la liberación de los vínculos incestuosos con el clan

y con la propia tierra, por un sentido de identidad basado en la experiencia que el individuo tiene de sí

mismo en cuanto sujeto y agente de sus potencias, por la capacidad de asir la realidad tanto dentro

como fuera de nosotros mismos, es decir, por el desarrollo de la objetividad y de la razón».

Durante siglos los reyes, los sacerdotes, los señores feudales, los magnates industriales y los

progenitores han proclamado que la obediencia es una virtud y que la desobediencia es un vicio, afirma

Fromm en La desobediencia como problema psicológico y moral (1963). Sin embargo, a esta actitud

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Fromm contrapone la perspectiva según la cual «la historia del hombre comenzó con un acto de

desobediencia y no es nada improbable que concluya con un acto de obediencia». Adán y Eva «se

hallaban dentro de la naturaleza igual que el feto se encuentra en el seno de su madre». No obstante, su

acto de desobediencia cortó el vínculo originario con la naturaleza, convirtiéndolos en individuos: «El

pecado original, lejos de corromper al hombre, lo hizo libre; fue el comienzo de su historia. El hombre

tuvo que abandonar el paraíso terrenal y aprender a depender de sus propias fuerzas, convirtiéndose en

plenamente humano.» Como nos enseña el mesianismo de los profetas, el delito de Prometeo (que roba

el fuego a los dioses y echa las bases de la evolución humana) o la senda histórica seguida por el

hombre, «el ser humano ha continuado evolucionando mediante actos de desobediencia. No se trata

sólo de que su desarrollo espiritual haya sido posible por el hecho de que nuestros semejantes osaron

decir “no” a los poderes vigentes en nombre de su propia conciencia o de su propia fe, sino que incluso

su desarrollo intelectual ha dependido de la capacidad de desobedecer: desobedecer a las autoridades

que trataban de reprimir las ideas nuevas y a las autoridades de creencias subsistentes desde mucho

tiempo atrás y según las cuales todo cambio carecía de sentido». Una persona se vuelve libre y crece

mediante actos de desobediencia. En consecuencia, la capacidad de desobedecer es la condición de la

libertad. Por otro lado, no obstante, la libertad representa la capacidad de desobedecer: «Si tengo miedo

a la libertad no me atreveré a decir “no”, no tendré valor para ser desobediente. En efecto, la libertad y

la capacidad de desobedecer son inseparables.» Están en la base del nacimiento y del crecimiento del

hombre en cuanto tal. Por otra parte «si la humanidad se suicida, será por obedecer a quienes ordenen

apretar los botones fatales; por obedecer a las arcaicas pasiones del miedo, el odio y el ansia de

posesión; por obedecer a los obsoletos criterios de soberanía estatal o de honor nacional». Resulta

aterrador que el mundo contemporáneo comparta el proyecto de oponerse a la capacidad de

desobedecer: «Los dirigentes soviéticos hablan mucho de revolución, y nosotros, en el “mundo libre”,

de libertad. Pero tanto ellos como nosotros desalentamos la desobediencia: en la Unión Soviética, de

manera explícita y con el recurso de la fuerza; en el “mundo libre”, de forma implícita y mediante los

sutiles métodos de la persuasión.» La consecuencia es que «en la fase histórica actual, la capacidad de

dudar, de criticar y de desobedecer puede ser lo único que se interpone entre un futuro para la

humanidad y el final de la civilización».

11.7.2. ¿Tener o ser?

Fromm dedicó uno de sus libros más conocidos, ¿Tener o ser? (1976) -donde examina las «dos

modalidades básicas de existencia: la modalidad del tener y la modalidad del ser»- al análisis de la

crisis de la sociedad contemporánea y la posibilidad de solucionarla. De acuerdo con la primera

modalidad, se afirma que la verdadera esencia del ser es el tener, y «si uno no tiene nada, no es nada».

Basándose en esta idea los consumidores modernos se etiquetan a sí mismos mediante la expresión

siguiente: yo soy = lo que tengo y lo que consumo. Frente a esta modalidad de existencia individual y

social, Fromm recuerda a Buda, quien enseñó que no debemos aspirar a las posesiones; a Jesucristo,

que afirma que al hombre no le aprovecha ganar todo el mundo y luego perderse a sí mismo; al maestro

Eckhart, que enseñaba a no tener nada; a Marx, cuando afirma que «el lujo es un vicio, exactamente

igual que la pobreza, y hemos de ponernos como objetivo el ser mucho y no el tener mucho. Hago

referencia aquí -advierte Fromm al auténtico Marx, al humanista radical, no a la vulgar caricatura

representada por el “comunismo” soviéticos. Para la modalidad de tener, un hombre es lo que tiene y lo

que consume, mientras que los requisitos previos de la modalidad del ser son «la independencia, la

libertad y la presencia de la razón crítica». La característica fundamental de la modalidad del ser

consiste «en ser activo», que no hay que entender en el sentido de una actividad externa, en afanarse

mucho, sino en el sentido de una actividad interna, que utilice de modo productivo nuestras potencias

humanas. Ser activos significa dar un cauce de expresión a las propias facultades y talentos, a la

multiplicidad de dones que posee cada ser humano, en grados diversos. Significa renovarse, crecer,

expandirse, amar, trascender la cárcel del propio «yo» aislado, estar interesado, prestar atención, dar.

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Después de bosquejar estas dos modalidades del tener y del ser, Fromm afirma: «La cultura

antigua y medieval tenía Como centro motor la visión de la Ciudad de Dios; la sociedad moderna se

constituyó porque los hombres se hallaban impulsados por la visión del desarrollo de la Ciudad Terrena

del Progreso. En nuestro siglo, sin embargo, esta visión ha ido deteriorándose, hasta reducirse a la

Torre de Babel, que ahora empieza a derrumbarse y puede que hunda a todos entre sus ruinas. Si la

Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena constituyen la tesis y la antítesis, la única alternativa al caos está

representada por una nueva síntesis: la síntesis entre el núcleo espiritual del mundo tardomedieval y el

desarrollo del pensamiento racional y de la ciencia, que tuvo lugar a partir del renacimiento. Tal

síntesis constituye la Ciudad del Ser.» Esta Ciudad del Ser será la ciudad del hombre nuevo, cuya

estructura caracterológica poseerá, entre otras, las cualidades siguientes: «Disponibilidad a renunciar a

todas las formas de tener, para ser sin fisuras. Seguridad, sentimiento de identidad y de confianza,

fundadas en la fe en aquello que se es, en la necesidad de relaciones, intereses, amor, solidaridad con el

mundo circundante, y no en el deseo de tener, de poseer, de controlar el mundo, haciéndose así esclavo

de nuestros propios intereses. Aceptación del hecho de que nadie, y nada, fuera de nosotros mismos

puede conceder un significado a nuestra vida [...]. Estar de veras presente en el lugar en que uno se

encuentra. La alegría que procede del dar y del compartir y no del acumular y del explotar. Amor y

respeto por la vida en todas sus manifestaciones, siendo conscientes de que las cosas, el poder y todo lo

que es muerte no posee un carácter sagrado, sino que lo posee la vida y todo lo que pertenece a su

crecimiento [...]. Vivir sin adorar ídolos y sin falsas ilusiones [...]. Desarrollo de la propia identidad de

amar, además de la capacidad de pensar de manera crítica, sin abandonarse a sentimentalismos [...].

Convertir en supremo objetivo de la existencia el pleno crecimiento de uno mismo y de sus semejantes

[...]. Desarrollar la propia fantasía, no como huida de circunstancias insoportables, sino como una

anticipación de posibilidades concretas, como medio para superar circunstancias insoportables [...].

Darse cuenta de que el mal y la destrucción son consecuencias necesarias del fracaso en el propósito de

crecer. » La Ciudad del Ser es aquella sociedad que está «organizada de manera que la naturaleza social

y amante del hombre no queda separada de su existencia social, sino que se convierte en una sola cosa,

junto con ella», escribe Fromm en El arte de amar (1956).

11.8. LA LÓGICA DE LAS CIENCIAS SOCIALES: ADORNO CONTRA POPPER

La Sociedad Alemana de Sociología dedicó al tema de la lógica de las ciencias sociales el

congreso que tuvo lugar en Tubinga en octubre de 1961. Dicho congreso fue inaugurado con las

intervenciones de Popper y de Adorno, y allí fue donde tuvo lugar el choque, que prosiguió después del

congreso, entre la escuela epistemológica del racionalismo crítico y la escuela dialéctica de Francfort.

En su comunicación sobre Lógica de las ciencias sociales, Popper se propuso reiterar la tesis de

la unidad del método científico: «El método de la ciencia social, igual que el de las ciencias naturales,

consiste en la experimentación de intentos de solución de sus problemas, aquellos problemas de los que

toma pie. Se proponen soluciones y se las critica. » En esencia, se lleva a cabo la investigación con el

propósito de solucionar problemas, y éstos se solucionan dando a luz conjeturas y comprobándolas más

tarde de acuerdo con sus consecuencias observables. La prueba puede conducir a la confirmación

(siempre provisional) de la teoría que se está comprobando. Tanto en las ciencias naturales como en las

sociales, aprendemos gracias a nuestros errores, y toda teoría, además de resultar falible por principio,

es siempre parcial. Se trata de una perspectiva acerca de un acontecimiento, perspectiva (sociológica,

biológica, psicológica, económica, etc.) que capta la totalidad del acontecimiento desde ese punto de

vista, pero nunca todo el acontecimiento. La objetividad de las teorías -insistió más adelante Popper-

equivale a su controlabilidad o falsabilidad. La objetividad es un atributo que se predica de las

personas, pero también constituye un rasgo de las teorías. En las personas, es un hecho privado, y en las

teorías, un hecho público, bajo el control público.

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Respondiendo a Popper, Adorno ha manifestado de inmediato que concebía la lógica en un

sentido más amplio que Popper: como «modo concreto de proceder la sociología y no como conjunto

de reglas generales del pensamiento y de la disciplina deductiva».

1) Ante todo, Adorno señala tres cosas: a) en todos los casos, la sociología debe recordar que

«hasta ahora no ha construido un sistema de leyes reconocidas, que puedan compararse a las de las

ciencias naturales»; b) «si se considera que la sociología comienza con Saint-Simon y no con su

padrino Comte, tiene ya más de 160 años. Por lo tanto, no es cuestión de que siga actuando como una

tímida jovencitas; c) sería vano pensar en remediar esta separación entre ciencias sociales y ciencias

físicas a través de un avance de tipo metodológico.

2) Sería vano por un motivo muy sencillo: «el ideal cognoscitivo de la explicación coherente, lo

más simple posible, elegante desde un punto de vista matemático, se manifiesta como algo inadecuado

porque la cosa misma, la sociedad, no es coherente, no es simple y tampoco es neutral, no susceptible

de cualquier estructuración categorial, sino que es distinta de lo que el sistema de categorías de la

lógica discursiva considera a prior como sus objetos. La sociedad es contradictoria, y sin embargo

determinable; al mismo tiempo, es racional e irracional, sistemática e irregular, es naturaleza ciega pero

está vinculada a la conciencia. El método de la sociología debe tener en cuenta esto. Si no es así, en

virtud de un celo purista contra la contradicción, acaba en la más fatal de las contradicciones: la que

existe entre su estructura y la estructura de su objeto». En substancia, según Adorno el método no es

indiferente al objeto. «Los métodos no dependen del ideal metodológico, sino de la cosa.»

3) «El momento especulativo no es una enfermedad de la conciencia social.» Y «sin la

anticipación del momento del todo, que casi nunca se deja traducir mediante adecuadas observaciones

particulares, ninguna observación singular podría hallar su posición y su valor adecuados».

4) Adorno, al igual que Popper, es partidario de la crítica. Sin embargo, Adorno terne confiar la

crítica a los hechos. Según él, en cambio, lo que hay que criticar son los hechos, es decir, las

contradicciones y la sociedad. «En la sociedad, los hechos no son la realidad última, en la que el

conocimiento hallaría su propio fundamento y criterio, porque dichos hechos no llegan a través de la

sociedad. No todos los teoremas son hipótesis; la teoría es el objetivo, no el vehículo de la sociologías

En definitiva, Adorno considera que «el camino crítico no sólo es formal, sino también material; la

sociología crítica -según su propia idea y en el caso de que sus conceptos se ajusten a la verdades

siempre y necesariamente una crítica de la sociedad, como ha explicado Horkheimer en su trabajo

sobre la teoría tradicional y la crítica».

5) «La sociología del saber que elimina la distinción entre conciencia verdadera y conciencia

falsa se jacta de representar un avance en él sentido de la verdadera objetividad; en realidad, es un

retroceso con respecto al concepto totalmente objetivo de ciencia que propuso Marx. No se trata de

determinaciones objetivas, sino de simples charlatanería y neologismos (por ejemplo, perspectivismo),

que permiten al concepto total de ideología distanciarse del relativismo vulgar, de sus frases hechas que

se convierten en concepciones del mundo. Esto explica el subjetivismo explícito o implícito de la

sociología del saber, que Popper denuncia y en cuya crítica coinciden la gran filosofía y el trabajo

científico concreto.»

6) El verdadero conocimiento versa sobre la totalidad. «La experiencia del carácter contradictorio

de la realidad social no es un punto de partida igual que los demás, sino que constituye la única

probabilidad de la sociología en general. La sociedad se convierte en problema (según la expresión de

Popper) sólo para aquel que pueda pensar una sociedad distinta de la existente; sólo a través de lo que

no es, se revelará tal como es, que sería lo único que habría de interesar a una sociología cuyas

finalidades no se limiten a la administración pública y privada (como ocurre de hecho en la mayoría de

sus problemas).» En realidad, «la renuncia de la sociología a una teoría de la sociedad tiene carácter de

resignación; ya no se atreve a pensar el todo porque desespera de transformarlos.

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7) La sociología, según Adorno, no puede reducirse a una administrative research, porque «toda

visión de la sociedad en su totalidad trasciende necesariamente a sus hechos dispersos». Por otro lado,

Adorno está convencido de que «con respecto al postulado de la comprensión de la esencia de la

sociedad moderna, las aportaciones empíricas no son más que gotas de agua sobre un hierro candente».

Las aportaciones de la sociología empírica son investigaciones objetivas sobre opiniones subjetivas: se

interesan, porque el mercado así lo exige, por lo que piensa la gente, pero no se preguntan por qué las

personas piensan de un modo determinado. De esta forma, mediante una arbitraria elección de sus

objetos, se dejan a un lado los problemas objetivos que presionan desde fuera.

8) «El núcleo de la crítica al positivismo, escribe Adorno, es la consideración según la cual éste

veda la experiencia de la totalidad ciegamente dominante, así corno también el impulso y la aspiración

a que las cosas puedan acabar cambiando, y se contenta con futilidades carentes de sentido, que

continúan existiendo después de la desaparición del idealismo, sin buscar una interpretación de tal

desaparición y de lo que ha desaparecido, llevándolos a su verdad.»

9) Como se puede apreciar, el pensamiento de Adorno versa sobre los conceptos de totalidad y de

dialéctica. La totalidad es una dialéctica. Y la dialéctica es una teoría descriptiva de las contradicciones

objetivas, es decir, reales, de la sociedad. La totalidad es una conciencia de la ciencia, para que ésta no

se reduzca a razón instrumental. La totalidad es conciencia de los infinitos aspectos de la sociedad y,

por lo tanto, una noción reguladora. La totalidad es también una categoría crítica, un ataque a las

prohibiciones que una metodología crasamente positivista le impone a la fantasía. La totalidad, por

último, es una teoría de las estructuras económicas de la sociedad, estructuras objetivas que olvida

intencionadamente la mentalidad sociológica de investigación, debido a los intereses creados.

11.9. EL «DIALÉCTICO» JÜRGEN HABERMAS CONTRA EL «DECISIONISTA» HANS

ALBERT

Más adelante, la controversia entre Adorno y Popper prosiguió a través de la disputa entre el

dialéctico J. Habermas (alumno de Adorno) y el racionalista crítico H. Albert (discípulo de Popper).

Ahora bien, Habermas está convencido de que el desarrollo de las ciencias sociales las aproxima al

ideal positivista de la ciencia, de modo que llegan a asemejarse a las ciencias naturales, sobre todo en el

sentido de que en ellas predomina un interés cognoscitivo de carácter puramente técnico. No obstante,

afirma Habermas, si las ciencias sociales se enfocan así, ya no podrán brindarnos puntos de vista

normativos e ideas que sirvan como orientación práctica. La ciencia se reduce a ciencia de los medios.

Nos indica cuáles son los medios para alcanzar los fines, pero los fines siguen siéndole extraños. La

razón es impotente ante los fines: no puede fundamentarlos. «Una razón desinfectada se ha visto

purificada de todo momento de voluntad ilustrada; extraña a sí misma, ha alienado su propia vida. Y la

vida privada del espíritu lleva una existencia fantasmal, basada en el capricho, bajo el nombre de

“decisión”.»

Los juicios científicos constituyen el conocimiento y los valorativos se fundamentan en la

decisión. «Al dualismo de hechos y decisiones le corresponde la separación epistemológica entre el

conocer y el valorar, y la exigencia metodológica de limitar los análisis de las ciencias experimentales a

las uniformidades empíricas que se encuentran en los procesos naturales e históricos. La ciencia no

puede solucionar los problemas prácticos que se refieren al sentido de las normas; los juicios

valorativos jamás pueden asumir legítimamente la forma de aserciones teóricas o unirse a éstas

mediante una conexión válida desde el punto de vista lógico.» De este modo, afirma Habermas, «el

dualismo de hechos y decisiones obliga a reducir el conocimiento legítimo a las ciencias

experimentales en sentido estricto, y por lo tanto, a eliminar los problemas de la vida privada del

horizonte de las ciencias en general». Habermas concluye: «No obstante, si hay que eliminar los

problemas prácticos del conocimiento sometido a un reduccionismo empirista, substrayéndolos del

debate racional; si las decisiones referentes a los problemas de la vida práctica deben quedar

dispensados de cualquier instancia que posea carácter racionalista, no sorprenderá tampoco el último y

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desesperado intento: el intento de garantizar institucionalmente una solución previa y socialmente

vinculante de los problemas prácticos, retornando al mundo cerrado de las imágenes y las potencias

míticas.» De este modo, al positivismo del conocimiento le corresponde el decisionismo de las

elecciones en el campo de la praxis. «El precio de la economía en la elección de los medios es un

decisionismo absolutamente libre en la elección de los fines más elevados.» Se trata, por tanto, de una

racionalización de la técnica y de una «remitificación» del reino de los fines.

Ante una situación de este tipo, el objetivo declarado de las indagaciones de Habermas consiste

en superar las limitaciones de las ciencias sociales, en la dirección de una orientación normativa, con la

ayuda de un análisis histórico global, cuyas intenciones prácticas puedan «liberarse del puro arbitrio y

legitimarse a su vez dialécticamente con base en el contexto objetivo». En otros términos «busca una

justificación objetiva del actuar práctico, en nombre del sentido de la historia, Una justificación que la

sociología, que posee el carácter de ciencia real, no le puede suministrar, por supuesto». En realidad, la

finalidad explícita de los trabajos de Habermas consiste precisamente en una «filosofía de la historia

orientada prácticamente». Es muy cierto que Habermas se halla persuadido de que «la crítica del

derecho natural ha demostrado sin duda que las normas sociales no están fundadas, ni pueden fundarse,

en la naturaleza, en aquello que es. Sin embargo, se pregunta ¿es ésta una razón suficiente para

substraer el sentido normativo a un debate racional acerca del contexto de vida concreto del que surgió

aquél y sobre el cual se refleja ideológicamente o reacciona críticamente?» El positivismo cae en la

trampa de la «mitología», de la cual sólo lo podrá liberar la «dialéctica», poniendo de manifiesto su

profunda ironía. La concepción dialéctica pretende eliminar la dicotomía entre hechos y elecciones.

Habermas escribe:

Las condiciones que definen las situaciones del actuar práctico se comportan como momentos de

una totalidad, que no pueden subdividirse dicotómicamente en vivos y muertos, en hechos y valores, en

medios desprovistos de valor y fines dotados de valor, sin que desaparezca esta totalidad en cuanto tal.

Aquí hace valer sus propios derechos la dialéctica hegeliana de medios y fines: dado que el contexto

social es literariamente un conjunto vital, en el que la partícula más insignificante es tan viviente e

igualmente vulnerable como el todo, los medios poseen una finalidad para determinados objetivos, así

como en los objetivos mismos se incluye una correspondencia con determinados medios. Por lo tanto,

no es suficiente para resolver los problemas prácticos una elección racional de medios axiológicamente

neutros para llegar al objetivo. Los problemas prácticos exigen una guía teórica, que indique cómo una

situación puede convertirse en otra; exigen -tal como reza la propuesta de Paul Streeten- no sólo un

pronóstico sino también programas. Los programas aconsejan estrategias que dan lugar a situaciones no

problemáticas, y por lo tanto, de manera paulatina, a la conexión -que sin duda puede dividirse con

propósitos analíticos, pero que es indisoluble en la práctica- inherente a una determinada constelación

de medios, objetivos, y consecuencias secundarias.

Ahora bien, Habermas cree haber devuelto las normas al ámbito de la razón, cuando afirma que

los medios poseen una finalidad para determinados objetivos y que en los objetivos se incluye una

correspondencia con determinados fines. Habermas nos advierte que fines y medios no se encuentran

unos más acá y otros más allá de la razón. Son inseparables. Esta inseparabilidad, incomprensible para

los pensadores analíticos, aparece con toda limpidez al dialéctico que toma en consideración la

totalidad de la vida social. Sin embargo, el analista (epistemólogo) continúa insistiendo: es verdad, los

fines y los medios no están separados, pero se trata de una cuestión diferente: la cuestión de la

inderivabilidad lógica de las prescripciones desde las descripciones. Además, ¿qué querrá decir

Habermas cuando afirma que su tarea consiste en «una filosofía de la historia orientada

prácticamente»? Habermas parece no superar el siguiente dilema: hacer de profeta que prescribe el

camino de la historia o hacer de teólogo que interpreta la voluntad de Dios. Al parecer, aquí tertium

non datur. Finalmente, señala Albert, mediante los conceptos de «totalidad» y «dialéctica» se cree

informar (y se busca dar a entender que informan), pero en el fondo sólo poseen una fuerza pragmática.

Por lo tanto, sigue diciendo Albert, «me parece que existe una estrecha conexión entre el hecho de que

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los intentos de interpretación de la realidad en contraste con el positivismo criticado por Habermas a

menudo resultan populares dentro de las sociedades totalitarias, y el carácter peculiar del pensamiento

dialéctico. Una de las funciones fundamentales de estas formas de pensamiento consiste en que se

prestan a disfrazar de conocimiento -y por lo tanto, a legitimar- todas las decisiones posibles,

substrayéndolas así al debate en la medida de lo posible. Sin embargo, una decisión que se enmascara

de este modo no debe parecer mejor que aquella decisión pura que se cree superar así, ni siquiera a la

luz de una razón que sea lo más comprensiva y universal que se establezca. En consecuencia,

difícilmente se podrá criticar en nombre de la razón el enmascaramiento mediante el análisis crítico».

12. La corriente modernizante (Conductista o de la tecnología educativa)

En la década de los 30's surge la corriente modernizante, o de la tecnología educativa; en la

búsqueda de la eficacia y mejor funcionamiento del sistema social y como una contrapartida a la

corriente tradicionalista. Esta corriente, le asigna a la institución escolar la función de conformar en los

sujetos destrezas, habilidades y conocimientos que le permitan contribuir al “progreso industrial” de

las sociedades avanzadas. La enseñanza es un proceso sistemático, de aplicación de modelos para la

exposición de modelos de procedimientos y patrones de conducta. El aprendizaje y la evaluación se

confunden. Para esta corriente pedagógica, el aprendizaje se entiende como la modificación de la

conducta observable a partir de determinados estímulos en situaciones específicas. El profesor

imprime conductas, y maneja estímulos en sus técnicas para asegurar el cambio esperado en los

alumnos. El papel del alumno es el de responder a los estímulos con las conductas preestablecidas.

La teoría epistemológica del conductismo se sustenta en el asociacionismo, esto es, un estímulo

E exterior al organismo produce una respuesta observable R del organismo, y por repetición se

imprime en el organismo una asociación E-R tal que un estímulo E determinado lleva casi

inevitablemente asociada una determinada respuesta observable R. Esta teoría con base experimental

tiene mucho paralelismo con la Teoría de los reflejos condicionados desarrollada para animales por el

científico ruso Pavlov.

La base experimental y las respuestas observables del asociacionismo o conductismo, le valió a

este el apoyo de un grupo de los filósofos empiristas y positivistas del “Círculo de Viena”. Los

epistemólogos de los años treinta y cuarenta, trabajaron arduamente para establecer la hegemonía del

positivismo en las concepciones del conocimiento y la investigación.

La corriente conductista, o de la tecnología educativa, tubo una efímera existencia de relativa

fuerza de solo unos 20 años. Surgida en los Estados Unidos de Norte América contó con B. F. Skinner

(Skinner: 1938, 1958) un notable pensador para sus fines industriales y bélicos. En su momento -los

años treinta-, en que el mundo entero se preparaba para la guerra, el modelo conductista encontró una

tierra fértil para propagarse con gran rapidez en muchas naciones además de EE.UU. El modelo

conductista o de la tecnología educativa respondía a las necesidades del momento, gran producción en

el mínimo tiempo; el costo social se incrementaba con riesgo, pero era mayor el riesgo de perder la

guerra.

En la práctica, la directriz de la actividad educativa reside en el aparato productivo. “La escuela

es vivida como una agencia que debe producir insumos y tecnología para enriquecer el desarrollo del

sistema. Por ello el docente es un agente socializador y fundamentalmente un ingeniero, un técnico

que planifica sistemáticamente el tipo de conductas adecuadas y funcionales para lograr los objetivos

conductuales preestablecidos”. Las conductas producto deben ser observables y medibles

objetivamente.

Aunque en el discurso la tecnología educativa se propuso superar los defectos de la corriente

tradicionalista, lo cierto es que en general recrudeció las condiciones del proceso educativo.

Terminada la Segunda Guerra Mundial, el conductismo pierde fuerza; este, aunque disminuido

no ha interrumpido su vigencia; en la actualidad de los 90's, con la propuesta de "educación basada en

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competencias" recobra nuevo impulso con relativa intensidad en el NMS, es notable su presencia en

los sistemas sociales altamente industralizados por su efectividad en la producción industrial.

En general carece de una credibilidad que la sustente. El fracaso de las ideas asociacionistas para

describir, explicar y predecir cómo producen conocimiento los escolares ha dado paso a las nuevas

ideas sobre el conocimiento: las llamadas corrientes cognoscitivas.

12.1. La corriente crítica

La corriente crítica parte del supuesto teórico de que tanto docentes como alumnos son sujetos

sociales que interaccionan con su respectiva historia afectiva, con una serie de expectativas y temores,

y con una carga cultural e ideológica. La escuela es reconocida como una institución social regida por

normas referentes a la obligación escolar, normas que se derivan de una determinada comprensión de

la realidad del entorno social y del mundo, de una intención definida de influir en la formación de las

generaciones futuras y de una concepción acerca de la actividad educativa, esto es, de como influir en

la formación de las personas; por consiguiente, la intervención pedagógica del docente sobre los

educandos, se sitúa siempre dentro de un marco institucional, ... “se requiere que el maestro

reconozca el conflicto y la contradicción como factores de cambio para buscar a partir de ello caminos

de superación y tranformación de la escuela”. En la enseñanza se promocionan diversas opciones de

trabajo y técnicas que propicien en los alumnos la reflexión y el análisis crítico de las experiencias

sociales y conocimientos organizados. El aprendizaje se convierte en un proceso individual, inmerso

en lo social (grupal), a través del diálogo, del planteamiento y esclarecimiento de ideas acerca de los

contenidos de aprendizaje. La evaluación es una tarea compleja, con serias implicaciones sociales,

inherente a todo proceso educativo, condicionada por las características, tanto históricas del grupo

(alumnos-maestro), como las propias del aquí y ahora en que está inmerso dicho proceso.

Esta corriente es en cierto modo un rescate de la praxis, de la experiencia acumulada durante la

búsqueda de mejores condiciones para la actividad educativa y de un mejor entendimiento de ésta. La

corriente crítica, con raíces tan antiguas como la praxis educativa, bien podríamos conceptualizarla

como una corriente pedagógica con bases empíricas, que en general supera las deficiencias de las

corrientes pedagógicas tradicionalista y conductista, que es resultado del ensayo y el error en la

actividad educativa, pero carente de un marco teórico.

La corriente crítica como corriente pedagógica, tiene la fortuna de surgir paralela a los estudios

psicopedagógicos de varios grupos importantes. La paulatina fusión de estas contribuciones se han

venido manifestando en las escuelas llamadas activas, modernas etc. El súmmun de estos encuentros

es el constructivismo, que aunque no es una propuesta pedagógica, sino una propuesta epistemológica

científicamente fundamentada, da pie al surgimiento de nuevas corrientes pedagógicas ahora con un

enfoque constructivista, con un marco teórico confiable, al menos en la dimensión epistemológica de

la actividad educativa global, que ofrecen mejores niveles en el proceso educativo que el hasta hoy

logrado por las corrientes pedagógicas dominantes.

Por la reelevancia que tiene el constructivismo en las nuevas corrientes educativas, y en el

corpus del presente trabajo, le dedicaremos a su desarrollo y comentario el siguiente capítulo.

12.2. El Constructivismo12

El constructivismo, de alguna manera nos remite “a la idea de que tanto los individuos como los

grupos de individuos construyen ideas de como funciona el mundo. Se admite también que los

individuos varían ampliamente en el modo en que extraen significado del mundo y que tanto las

concepciones individuales como las colectivas sobre el mundo cambian con el tiempo”. Entenderemos

el constructivismo como “una perspectiva epistemológica desde la cuál se intenta explicar el desarrollo

humano y que nos sirve para comprender los procesos de aprendizaje, así como las prácticas sociales

formales e informales facilitadoras de los aprendizajes”.

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Para el constructivismo los conocimientos de los individuos, como los de los grupos de

individuos, evolucionan, cambian con el tiempo como producto de la actividad de estos, a la ves que la

actividad se ve modificada por los conocimientos. Este resultado completamente contrastable está en

franca divergencia con el positivismo, el que por su parte sostiene que el conocimiento verdadero es

universal y permanente.

Hay evidentes diferencias conceptuales entre el constructivismo y el positivismo su principal

oponente. Ya en 1962 con el trabajo de Kuhn sobre la construcción de paradigmas (Kuhn, 1962) y el

de las poblaciones evolutivas de Toulmin (Toulmin, 1972), el positivismo como teoría del

conocimiento quedó seriamente fracturado. Los trabajos de Joseph Novak contra el asociacionismo

(Novak, 1961) y de David Ausubel sobre el aprendizaje significativo (Ausubel, 1963) culminan en

1978 con la obra conjunta Ausubel-Novak-Hanesian “Psicología educativa: un punto de vista

cognoscitivo” (Ausubel-Novak-Hanesian, 1983). En la construcción de este trabajo conjunto, jugó un

papel determinante la adaptación de las técnicas de entrevista del método clínico de Jean Piaget; dando

entrada al constructivismo como corriente epistemológica y para dar respuesta a una necesidad social

más general, la educación.

Jean Piaget y el Centro de Epistemología Genética de Ginebra, con su creación, la psicología

genética, con método propio (método clínico) y resultados contrastados por el experimento científico

(Piaget e Inhelder, 1966), Coll, 1997), proporcionan a las corrientes didácticas constructivistas una

propuesta de marco epistémico muy rico, fructífero, abierto en todo momento y circunstancia a la

contrastación empírica.

Aunque hay ciertas discrepancias entre los constructivistas del grupo norteamericano

encabezado por Novak y los constructivistas del Centro de Epistemología Genética de Ginebra,

creemos que no hay un verdadera contradicción en las ideas generales. Desde los trabajos primarios de

Piaget quedó expresada la no necesaria universalidad de algunos resultados, y también la necesidad de

abundar en la investigación psicogenética en diversos entornos sociales. No es de extrañar que los

trabajos del grupo norteamericano difieran de cualquiera otro del mundo, sin menoscabo de los

fundamentos del constructivismo.

Los investigadores educativos han recogido los avances de la epistemología Piagetiana e

insertándolos en un esquema pedagógico constructivista general. A continuación y a manera de

resumen, se listan las premisas teóricas del modelo constructivista más apegadas al grupo de Ginebra

(Coll, 1997),

“1. Los posibles efectos de las experiencias escolares sobre el desarrollo personal de el alumno

están fuertemente condicionados, entre otros factores, por su competencia cognitiva general, es decir,

por su nivel de desarrollo observatorio, La psicología genética ha estudiado este desarrollo (cf. Piaget

e Inhelder, 1969; Delval, 1983; Coll y Gilliéron, 1985) y ha puesto de relieve la existencia de unos

estadios que, con algunas fluctuaciones de los márgenes de edad, son relativamente universales en su

orden de aparición.

Sensoriomotor: 0-2 años aproximadamente;

Intuitivo preoperatorio: 2- 6/7 años aproximadamente;

Operatorio concreto: 7- 10/11 años aproximadamente;

Operatorio formal: 11 - 14/15 años aproximadamente)

A cada uno de los grandes estadios de desarrollo corresponde una forma de organización mental,

una estructura intelectual, que se traduce en unas determinadas posibilidades de razonamiento y de

aprendizaje a partir de la experiencia.

2. Los posibles efectos de las experiencias escolares sobre el desarrollo personal de el alumno

están igualmente condicionados en gran medida por los conocimientos previos pertinentes con los que

inicia su participación en las mismas (Ausubel, 1977). El alumno que inicia un nuevo aprendizaje

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Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 147

escolar lo hace siempre a partir de los conceptos, concepciones, representaciones y conocimientos que

ha construido en el curso de sus experiencias previas (conocimientos de origen no perceptivo),

utilizándolos como instrumentos de lectura y de interpretación que condicionan en un alto grado el

resultado del nuevo aprendizaje.

3. La conformación del curriculum exige tener en cuenta simultáneamente los dos aspectos

mencionados.

4. La actividad escolar debe tener en cuenta lo que el alumno es capaz de aprender por si solo y

lo que es capaz de aprender con el concurso de otras personas (Vygotsky, 1977)

5. “si el nuevo material de aprendizaje se relaciona de forma sustantiva y no arbitraria con lo que

el alumno ya sabe, es decir, si es asimilado a su estructura cognoscitiva, estamos en la presencia de un

aprendizaje significativo”, “Mediante la realización de aprendizajes significativos, el alumno

construye la realidad atribuyéndole significados”

6. “Para que el aprendizaje sea significativo, deben cumplirse dos condiciones. En primer lugar,

el contenido debe ser potencialmente significativo, tanto desde el punto de vista de su posible

asimilación, como desde el punto de vista de su estructura interna. En segundo lugar se ha de tener una

actitud favorable para aprender significativamente, es decir, el alumno debe estar motivado para

relacionar lo que aprende con lo que ya sabe.” “..si el alumno tiene una predisposición a memorizarlo

repetitivamente (el contenido) (¡ a menudo requiere menos esfuerzo y es más sencillo hacerlo de este

modo!), los resultados carecerán de significado y tendrán un escaso valor educativo.”

7. La significatividad de los aprendizajes (hechos, conceptos, destrezas o habilidades, valores,

actitudes, normas, etc.) esta fuertemente vinculada con su funcionalidad, esto es, que puedan ser

efectivamente utilizados cuando las circunstancias en las que se encuentra el alumno así lo exijan.

Cuanto mayor sea el grado de significatividad del aprendizaje realizado, tanto mayor también será su

funcionalidad.

8. El proceso mediante el cual se produce el aprendizaje significativo requiere una intensa

actividad por parte del alumno, que debe establecer relaciones entre el nuevo contenido y los

elementos ya disponibles en su estructura cognoscitiva; juzgar y decidir la mayor o menor pertinencia

de éstos; matizarlos, reformularlos, ampliarlos o diferenciarlos en función de lo aprendido; etc. Esta

actividad es de naturaleza fundamentalmente interna.

9. Considerando que “la memoria no es solo el recuerdo de lo aprendido, sino el punto de partida

para realizar nuevos aprendizajes” es de más interés la "memorización comprensiva" que la

"memorización mecánica y repetitiva". La memorización comprensiva, componente fundamental del

aprendizaje significativo, integra el contenido potencialmente significativo con estrechas conexiones a

la estructura cognoscitiva del alumno, y al evocarlo vía memoria, se tornan funcionales cuando las

circunstancias lo exigen y operativos para el aprendizaje de nuevos contenidos. La memorización

mecánica no integra los contenidos de aprendizaje a la estructura cognoscitiva, sus conexiones, si las

hay, son tan endebles que podemos considerarlos aislados. En el mejor de los casos, quedan en línea

esperando la actividad interno-estructurante del alumno (punto 8). Un contenido aprendido por

memorización mecánica y que finalmente no es integrado a la estructura cognoscitiva, temporalmente

termina por diluirse y perderse. La memoria, la evocación de un aprendizaje hecho vía una

memorización mecánica, por su inherente falta de significado, no favorece el proceso de nuevos

aprendizajes, es de baja funcionalidad, no es creativo, a lo más duplica, reproduce. La memorización

mecánica es de bajo interés para el aprendizaje significativo.

10. Aprender a aprender, sin lugar a duda el objetivo más ambicioso pero irrenunciable de la

educación escolar, equivale a ser capaz de realizar aprendizajes significativos por si solo en una

amplia gama de situaciones y circunstancias. Como estrategia cognoscitiva buena es la exploración y

el descubrimiento.

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Lic. Eduardo Elías Pozas: Compilador 148

11. La estructura cognoscitiva del alumno, puede concebirse en términos de esquemas de

conocimiento. Los esquemas son estructuras de datos para representar conceptos genéricos

almacenados en la memoria. La nueva información aprendida se almacena en la memoria mediante su

incorporación y asimilación a uno o más esquemas.

12. la modificación de los esquemas de conocimiento del alumno -revisión, enriquecimiento,

diferenciación, construcción y coordinación progresiva-, es el objetivo de la educación escolar.

Inspirándonos en el modelo de equilibración de las estructuras cognoscitivas de Piaget (1975),

podemos caracterizar la modificación de los esquemas de conocimiento en el contexto de la educación

escolar como un proceso de equilibrio inicial-desequilibrio-reequilibrio posterior (Coll, 1983b).

No basta, sin embargo, con conseguir que el alumno se desequilibre, tome conciencia de ello y

esté motivado para superar el estado de desequilibrio. Este es únicamente el primer paso hacia el

aprendizaje significativo. Para que llegue a término, es preciso además que pueda reequilibrarse

modificando adecuadamente sus esquemas o construyendo unos nuevos.

13. Una interpretación constructivista del aprendizaje escolar, exige una interpretación

igualmente constructiva de la intervención pedagógica, cuya idea directriz consiste en crear las

condiciones adecuadas para que los esquemas de conocimiento que inevitablemente construye el

alumno en el transcurso de sus experiencias sean lo más correctos y ricos posibles. Bajo esta posición

no se renuncia a planificar cuidadosamente las actividades de enseñanza aprendizaje, a plantearse las

cuestiones del Diseño Curricular: objetivos, contenidos, secuencias de aprendizaje, métodos de

enseñanza, evaluación, etc. La actividad cognitiva del alumno que está en la base del proceso de

construcción y modificación de esquemas se inscribe de hecho en el marco de una interacción-acción

o interactividad, en primera instancia profesor-alumno, pero también alumno-alumno. Las pautas

interactivas profesor-alumno con mayor valor educativo e instruccional son las que respetan la llamada

“regla de la contingencia” (ver punto 4); y las pautas interactivas alumno-alumno las más favorables

son las de tipo tutorial y las de tipo cooperativo.

El Curriculum escolar debe tener en cuenta estas posibilidades no solo en lo que concierne a la

selección de los objetivos y los contenidos, sino también el la manera de planificar las actividades de

aprendizaje de forma que se ajusten al funcionamiento propio de la organización mental del alumno.

Índice PRESENTACIÓN.……………………………………………………………………………………………………………2

Introducción……………………………………………………………………………………………………..…….2

OBJETIVO GENERAL………………………………………………………………………………………………............2

OBJETIVOS ESPECÍFICOS………………………………………………………………………………….…………..….2

CONTENIDOS PROGRAMÁTICOS……………………………………………………………………………………......3

1. Síntesis del Renacimiento……………………………………………………………………………………….….4

1.1. La filosofía del Renacimiento se compone de diversos elementos…….................................................................5

Francis Bacon………………………………………………..........................................................................................7

2. El filósofo de la era industrial………………………………………………………………………………….……7

2.1. Su vida y su proyecto cultural……………………………………………………………………………….…….7

2.2. Los Escritos de Bacon y su significado……………………………………………………………….……...8

2.3. Anticipaciones e interpretaciones de la naturaleza………………………………………………………………10

2.4. La teoría de los ídolos………………………………………………………………………………………...10

2.4.1. Los ídolos de la tribu…………………………………………………………………………………………10

2.4.2. Los ídolos de la cueva………………………………………………………………………………………...11

2.4.3. Los ídolos del foro o del mercado…………………………………………………………………………….11

2.4.4. Los ídolos del teatro…………………………………………………………………………………………..12

2.5. Sociología del conocimiento, hermenéutica y epistemología, y su relación con la teoría de los

ídolos………………………………………………………………………………………………………............12

2.6. El objetivo de la ciencia: el descubrimiento de las formas………………………………………………………….12

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2.7. La inducción por eliminación………………………………………………………………………………….……13

DESCARTES:………………………………………………………………………………………………………….15

3. «El fundador de la filosofía moderna»……………………………………………………………………………....15

3.1. La unidad del pensamiento de Descartes…………………………………………………………………..……15

3.2. Su vida y sus obras……………………………………………………………………………………………….17

3.3. La experiencia del hundimiento cultural de una época…………………………………………………………..19

3.4. Las reglas del método…………………………………………………………………………………………….21

3.5. La duda metódica…………………………………………………………………………………………………23

3.6. La certeza fundamental: «cogito ergo sum»……………………………………………………………...………24

3.7. La existencia y el papel de Dios……………………………………………………………………………...…..26

3.8. El mundo es una máquina……………………………………………………………………………………..…29

3.9. Las revolucionarias consecuencias del mecanicismo……………………………………………………..……..32

3.10. La creación de la geometría analítica………………………………………………………………….……….33

3.11. El alma y el cuerpo…………………………………………………………………………………….……….34

3.12. Las reglas de la moral provisional…………………………………………………………………….……......36

4. EMPIRISMO INGLÉS……………………………………………………………………………………….……….38

4.1. Locke…………………………………………………………………………………………………….……..…38

4.2. Berkeley…………………………………………………………………………………………………..…….…40

4.3. Hume……………………………………………………………………………………………………..…….….42

4.4. CRÍTICA DEL EMPIRISMO INGLÉS………………………………………………………………..…………45

4.5. Leibniz………………………………………………………………………………………………………….…49

4.6. LA METAFÍSICA DEL RACIONALISMO………………………………………………………………….….52

5. La Ilustración……………………………………………………………………..………………………………..…61

5.1 La razón en la cultura de la ilustración…………………………………………………………………………61

5.2. El lema de la ilustración: « ¡ten la valentía de utilizar tu propia inteligencia!»……………………………….61

5.3. La razón de los ilustrados………………………………………………………………………………………62

5.4. La razón ilustrada contra los sistemas metafísicos………………………………………………………..…...63

5.5. El ataque contra las supersticiones de las religiones positivas……………………………………………...…64

5.6. Razón y derecho natural………………………………………………………………………………….…....66

5.7. Ilustración y burguesía…………………………………………………………………………………………68

5.8. Cómo difundieron las «luces» los ilustrados………………………………………………………………......69

6. KANT………………………………………………………………………………………………………………....71

6.1. LA ESTÉTICA TRASCENDENTAL…………………………………………………………………………79

6.2. LA ESTÉTICA TRASCENDENTAL…………………………………………………………………………86

7. EL IDEALISMO DESPUÉS DE KANT.…………………………………………................................................…93

7.1. Fichte……………………………………………………………………….…………………………………..97

7.2. Schelling………………………………………………………………………………………………………..97

7.3. Hegel……………………………………………………………………………………………………..…….98

8. EL MARXISMO…………………………………………………………………………………………..………..101

8.1. El concepto de filosofía de Marx…………………………………………………………………….………102

8.2. El concepto de filosofía de Friedrich Engels…………………………………………………………….…..105

9. FENOMENOLOGÍA…………………………………………………………………………………………….....107

9.1. La crítica al positivismo………………………………………………………………………………….…..107

9.2. La crítica al psicologismo………………………………………………………………………………..…...108

9.3. La filosofía como ciencia…………………………………………………………………………………..…109

9.4. La elaboración de una filosofía científica………………………………………………………………..…...110

9.5. Transformaciones en el concepto de filosofía de Husserl………………………………………………..…..115

9.6. El concepto de filosofía de Max Scheler…………………………………………………………………..…117

9.7. Crítica al método fenomenológico como procedimiento para fundamentar una filosofía

científica……………………………………………………..................................................................................119

10. Existencialismo…………………………………………………………………………………………………….120

10.1. Nietzsche, Friedrich.………………………………………………………………………………………...121

10.2. La filosofía de Nietzsche…………………………………………………………………………………....122

10.3. La muerte de Dios………………………………………………………………………………………...…123

10.4. El último hombre, el superhombre y el nihilismo………………………………………………………..…124

10.5. La voluntad de poder……………………………………………………………………………………..…124

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10.6. La verdad y el devenir…………………………………………………………………………………..…..125

10.7. El eterno retorno......................................................................................... ....................................................125

10.8. Nietzsche: uno de los «maestros de la sospecha»………………………………………………………..…127

11. LA ESCUELA DE FRANCFORT……………………………………………………………………………..…127

11.1. Génesis, evolución y programa de la Escuela de

Francfort…………………………………………………………………………………………………………..127

11.2. Adorno y la «dialéctica negativa»……………………………………………………………………….….129

11.3. Adorno y Horkheimer: la dialéctica de la ilustración………………………………………………….…...130

11.4. La industria cultural…………………………………………………………………………………….…..131

11.5. Max Horkheimer: el eclipse de la razón……………………………………………………………………132

11.5.1. El lucro y la planificación como generadores de represión………………………………………..132

11.5.2. La razón instrumental………………………………………………………………………………132

11.5.3. La filosofía como denuncia de la razón instrumental……………………………………………...133

11.5.4. La nostalgia de lo «completamente otro»………………………………………………………….134

11.6. Herbert Marcuse y el «gran rechazo»……………………………………………………………………….135

11.6.1 ¿Es imposible una civilización no represiva?....................................................................................135

11.6.2. El Eros, liberado……………………………………………………………………………………136

11.6.3. El hombre unidimensional……………………………………………………………………...….137

11.7. Erich Fromm y la «Ciudad del Ser»…………………………………………………………………………138

11.7.1. ¿La desobediencia es realmente un vicio?........................................................................................138

11.7.2. ¿Tener o ser?.................................................................................. ...................................................139

11.8. La lógica de las ciencias sociales: Adorno contra Popper……………………………………….…..140

11.9. El «dialéctico» Jürgen Habermas contra el «decisionista» Hans Albert…………………………….142

12. La corriente modernizante (Conductista o de la tecnología educativa)……………………………………….144

12.1. La corriente crítica…………………………………………………………………………………...145

12.2. El Constructivismo…………………………………………………………………………………...145

Lic. Ángel Martínez Rocha

Enero de 2006

1 Tanto esta presentación como los Contenidos Programáticos se han tomado literalmente de los Programas de estudios de la

Escuela de Bachilleres “Dr. Salvador Allende” de la Universidad Autónoma de Querétaro, en sus páginas 27 a 29.

Por otra parte, es de hacer la aclaración de que, un servidor, sólo ha trascrito el material bibliográfico que se cita, sin hacer

aportación alguna al texto que se presenta para esta asignatura, por supuesto que los errores que aparezcan serán míos y no

de los textos consultados. De igual manera, el presente material es una compilación para efectos didácticos y pedagógicos

no comerciales.

2 Diccionario de filosofía en CD-ROM. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona. Todos los derechos

reservados. ISBN 84-254-1991-3. Autores: Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu.

3 GIOVANNI REALE y DARIO ANTISERI: Historia del pensamiento filosófico y científico; Tomo segundo: Del

Humanismo a Kant; Editorial Herder, Segunda Edición, Barcelona 1992, páginas 283-304. 4 Ibídem, páginas 305-338.

5 GARCÍA MORENTE, MANUEL: Lecciones preliminares de filosofía; Editorial Porrúa, 18ª edición, México 2005,

páginas 136-170. 6 GIOVANNI REALE y DARIO ANTISERI: Opus cit., páginas 563-576.

7 GARCÍA MORENTE, MANUEL: Opus cit., páginas 171-205.

8 Ibídem: páginas 239-251.

9 VERA, MARGARITA: Qué es filosofía; ANUIES, Editorial Edicol, S. A. Primera edición, México 1977; páginas 70-83.

10 VERA, MARGARITA: Opus cit., páginas 11-40

11 GIOVANNI REALE y DARIO ANTISERI: Opus cit., Tomo tercero: Del romanticismo hasta hoy; Segunda Edición

1992, páginas 737-759.

12 MAURO RICARDO PINTLE MONROY: Secuenciación en la enseñanza de la física (un enfoque constructivista)

hemeroteca virtual ANUIES http://www.hemerodigital.unam.mx/ANUIES: