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Una y mil noches de Sherezada Ana María Shua

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Mil y una, una y mil

Hace trescientos años, el mundo era muchísimo más gran de. Los barcos a vela cruzaban los mares empujados por el viento. Por tierra, nadie podía viajar más rápido que sus caballos. Y ésa era la velocidad a la que llegaban las noticias. Todo quedaba lejísimos. Para Europa, los países orientales estaban del otro lado de ese mundo inmenso.

Fue entonces cuando un arqueólogo francés, Antoine Galland, publicó por primera vez un libro llamado Las mil y una noches, que había traducido de un antiguo manus-crito árabe. Europa entera se enamoró de ese libro asom-broso, donde convivían sultanes y pescadores, sastres y califas, genios y mercaderes; un libro donde había magia y maravillas, pero también gente común que vivía su vi-da cotidiana en los países del misterioso Oriente.

Algunos cuentos no estaban en el manuscrito en ára-be que utilizó Galland, y durante un tiempo lo acusaron de haberlos inventado. Él aseguraba que se los había es-

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cuchado a un hombre que vivía de contar historias en Alepo, una ciudad de Siria. Con los años fueron apare-ciendo otras versiones y manuscritos originales de Las mil y una noches, hubo muchas otras traducciones direc-tamente del árabe a distintos idiomas, y se descubrió que Simbad el Marino, Alí Babá y Aladino no eran creación de Galland, sino historias tan orientales y tan antiguas como las demás.

Las mil y una noches es una colección de cuentos, que están enmarcados en una historia general. Condenada a muerte, la bella Sherezada consigue salvar su vida cada noche contando un cuento que interrumpe a la hora de la ejecución. Para saber cómo termina el cuento, el sul-tán le perdona la vida hasta la noche siguiente. En mu-chas de las historias hay personajes que empiezan a con-tar un cuento, y entonces aparece un cuento que es parte de otro cuento que a su vez forma parte de otro; un efec-to parecido al de esas muñecas rusas que se meten una dentro de otra.

Algunas de estas historias son muy antiguas, mucho más antiguas que la civilización árabe. Se supone que unas vinieron de Persia, otras de la India, de China o de Egip-to... Pero todas pasaron por narradores árabes que les die ron su toque especial. Por eso todos los reyes son sul-tanes, la principal religión es la musulmana, y las comi-das, la ropa y las costumbres son las del mundo árabe de la Edad Media.

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En esa época todavía parecía posible abarcar todo el conocimiento humano sobre un tema en un solo libro. Y de algún modo eso es lo que intenta Las mil y una no­ches: quiere ser el conjunto de todos los cuentos. Algu-nos son larguísimos y Sherezada tarda varias noches en terminarlos. Otros son tan cortitos que necesita muchos para poder entretener al sultán durante una sola noche. Hay novelas históricas, cuentos de pícaros, historias de la vida cotidiana y otras que están hechas de pura magia.

Para escribir este libro me basé en la traducción que hizo directamente del árabe el escritor español Rafael Cansinos Assens, cuya historia es tan interesante que podría formar parte de Las mil y una noches. Elegí los cuentos más tradicionales, como los de Alí Babá, Sim-bad y Aladino, y agregué unos pocos que son menos co-nocidos. La mayoría de los cuentos que suelen leerse en versiones para chicos están demasiado resumidos. Me propuse contarlos de una manera entretenida para los lectores de hoy, pero con todo detalle para que no se pier-dan nada interesante. Espero haberlo logrado. Los lecto-res tienen la palabra.

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La historia de Sherezada

Su propio hermano le contó al sultán Shariar que su es-posa lo engañaba. Y así comenzó una historia de amor, de locura y de muerte.

Durante veinte años el sultán Shariar había goberna-do a su pueblo con inteligencia y justicia, había juzgado con equidad a sus vasallos y la gente de su reino lo amaba.

Por eso, cuando su hermano sembró en su corazón la semilla de la duda, Shariar quiso primero asegurarse de que el terrible pecado era cierto.

Hizo que pregonasen por toda la ciudad que el rey saldría a cazar, llevándose a sus tropas y a sus capitanes que, en efecto, salieron de la ciudad.

—Nadie debe entrar en mi ausencia en la cámara real —ordenó a sus criados.

Pero el rey no participó en la partida de caza. Lo que hizo fue disfrazarse y volver secretamente al palacio. En la habitación de su hermano, se sentó junto a una celosía que daba al jardín y allí esperó.

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Y he aquí que, después de una hora, vio salir al jardín a su esposa, la sultana, la hija de reyes, la mujer a la que más amaba en este mundo. Un esclavo negro la acompaña-ba. Y allí, mal ocultos por los árboles del jardín, los vio con sus propios ojos abrazarse y besarse apasionadamente.

La oscuridad ennegreció su vista y la razón voló de su cabeza. El sultán enloqueció de celos. Tomó su espada, bajó al jardín y de un solo tajo cruel mató a la reina y a su amado. Y cuando Shariar vio la sangre roja manchando el verde césped del jardín, cuando vio caído en tierra el cadáver de la mujer que más había amado en este mundo, no lloró ni se arrepintió, ni sintió pena. Su corazón se había convertido en piedra. Ahora el buen sultán Shariar no era más que un monstruo sediento de sangre de mujer.

Desde entonces, casi cada día el sultán se casaba con una doncella diferente y a la madrugada, cuando empe-zaba a despuntar el día, la mandaba matar.

Shariar siguió matando mujeres durante tres años. El pueblo, que lo había amado y respetado, estaba ahora ho-rrorizado y clamaba contra él. Todos los que tenían hijas jóvenes huían de la ciudad.

—Hoy deseo casarme otra vez —le dijo un día el sul-tán a su visir—. Tráeme una jovencita que no haya cono-cido hombre, para la ceremonia de costumbre.

Y el visir tembló por su vida y por la de su familia. Porque ya no quedaban muchachitas en la ciudad, excepto sus dos hijas: Sherezada, una belleza de quince años, y

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Dunyasad, que tenía sólo trece. Las dos hermanas eran hermosas, gentiles y de cuerpos bien formados. Pero la mayor, además, era muy inteligente. Había leído muchos libros, historias de todo tipo, las vidas de reyes antiguos y noticias de pueblos que ya no existían.

—¿Por qué te veo de mal color, padre? ¿Por qué estás lleno de pena y pesadumbre? —le preguntó Sherezada a su padre.

—Hijas mías —contestó el visir—, debemos irnos cuanto antes de aquí. Preparen su equipaje tan rápido co mo puedan. En dos horas saldremos de la ciudad.

Sherezada no tuvo necesidad de más explicaciones para entender lo que estaba pasando.

—Padre mío, cásame con el rey. Yo conseguiré salvar a las otras mujeres del reino y las libraré de la muerte. O moriré en el intento.

Pero el visir no estaba de acuerdo. Había visto a dema-siadas jovencitas que acudían alegres al encuentro de su esposo, el sultán, convencidas de que sus encantos, su risa, su belleza, serían suficientes como para que Shariar les perdonara la vida. Y ni una sola de ellas había sobrevivi-do para ver la luz de la mañana. Por todos los medios in-tentó persuadir a su hija de que huyera, como lo habían hecho tantas otras.

Sherezada no se dejó convencer. Unas horas después, pálido y angustiado, con los ojos enrojecidos, el visir con-ducía a su hija, vestida con sus mejores prendas y alha-

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jas, a la presencia del sultán. Con un abrazo largo y triste se despidió de ella para siempre.

Cuando Sherezada se quedó sola con Shariar, se echó a llorar con gran pena. El sultán no se sorprendió. Si bien algunas jóvenes llegaban a él sonriendo, con la ilusión de que podrían enamorarlo, otras estaban seguras de su destino.

—¿Qué te pasa? —le preguntó, aunque lo sabía per-fectamente.

—Oh, sultán —dijo ella—, has de saber que tengo una hermana pequeña y quisiera despedirme de ella.

Al rey le pareció aceptable cumplir ese último deseo de su nueva esposa. Estaba dispuesto a satisfacer todos los deseos de las mujeres con las que se casaba, excepto el de perdonarles la vida. Mandó llamar a Dunyasad, que abra-zó a su hermana y se sentó a la puerta de la cámara real.

El sultán abrazó a Sherezada y la hizo suya. Pero la no che recién comenzaba. De acuerdo con el plan de su her-mana, Dunyasad entró a la cámara real y le dijo a She-rezada:

—Hermana, sabes tantos cuentos y tan interesan-tes… ¿Por qué no nos cuentas algo para que esta noche no sea tan larga y triste?

—Con alma y vida lo haré, hermana —dijo Shereza-da—, siempre que nuestro gentil sultán me lo permita.

Ésa era una novedad: Shariar no tenía sueño y los cuentos le gustaban muchísimo. Había comprado varias

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esclavas narradoras, pero entre todas no conocían más que un puñado de cuentos, siempre los mismos, que final-mente terminaban por repetirse. Sherezada tenía una voz muy agradable. ¿Por qué no? Si el cuento no le gusta-ba, o ya lo conocía, siempre podía mandarla a matar un poco antes de lo previsto. Dio su permiso y, muy intere-sado, se preparó para escuchar.

Sherezada comenzó su historia. El sultán y Dunyasad la escuchaban atentamente.

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Alí Babá y los cuarenta ladrones

Cuentan los que saben (pero Alá sabe más), que en una antigua ciudad de Irán vivían dos hermanos llamados Kássem y Alí Babá.

Su padre murió cuando los hermanos eran todavía muy jóvenes. No dejó mucha herencia, y los muchachos se la gastaron en forma tan irresponsable que pronto se encontraron en la miseria.

Kássem, el mayor, no era buena persona. Pero era as-tuto y, sobre todo, muy buen mozo. Una vieja casamente-ra, que lo estudió a fondo, le aseguró que conseguiría ca-sarlo con una mujer rica. Firmaron un contrato: después de la boda, el muchacho debía pagarle una importante suma de dinero.

La casamentera era buena en su oficio. En poco tiem-po, Kássem se encontró casado con una preciosa jovenci-ta que había traído como dote nada menos que una tienda bien provista de mercadería en el centro mismo del zoco, el mercado de la ciudad.

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Alí Babá, el menor, era muy diferente. Modesto y con pocas ambiciones, tenía una mirada cálida que no se pa-recía en nada a los ojos vacíos de su hermano. Decidió ser leñador y se hizo fuerte en una vida difícil, de trabajo y miseria. Había aprendido de la experiencia y, en lugar de despilfarrar el dinero, lo ahorró con gran esfuerzo. Así pudo comprarse un burro, después otro, y para el momento en que da comienzo a esta historia tenía ya tres borricos que traía del bosque cargados de leña.

Los otros leñadores, que sabían cómo había cargado la leña en su propia espalda, al verlo con tres asnos em-pezaron a tenerle respeto. Uno de ellos le ofreció a su hija por esposa. Alí Babá se casó con ella y tuvieron varios hijos, hermosos como lunas. Los hijos crecieron y la fa-milia vivía en la ciudad, en una casa modesta pero espa-ciosa. Tenían incluso un par de esclavos.

Un día entre los días, Alí Babá estaba cortando leña muy adentro del bosque mientras los burros pastaban, cuando sintió un ruido lejano. Poniendo la oreja en el suelo, escuchó que varios caballos se acercaban al galope.

Como era un hombre pacífico, al que no le interesa-ban las aventuras, se asustó bastante. Para protegerse, se trepó a un árbol que estaba en un montecillo cercano, desde donde se podía ver todo el bosque sin ser visto.

¡Lo bien que hizo en esconderse! Apenas se había aco-modado en la copa del árbol, cuando llegó una tropa de jinetes armados hasta los dientes.

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Por la expresión oscura de sus caras, por la forma en que relucían sus ojos de cobre, por sus barbas partidas en dos alas de cuervo, no había duda de que se trataba de bandidos y asesinos.

Desde su seguro escondite, Alí Babá vio cómo, obe-deciendo a una seña de su capitán, los ladrones desmon-taron y ataron sus caballos a los árboles. Cada uno cargó con una bolsa que parecía muy pesada. Con el capitán, eran exactamente cuarenta. Se pusieron en fila junto a una roca muy grande.

El capitán se encaró con la roca y con voz tonante gritó:

—¡Ábrete, sésamo!Como si fuera una enorme puerta, la roca giró y se

abrió dejando ver la entrada de una cueva subterránea adonde empezaron a entrar todos los bandoleros. El ca-pitán fue el último, y apenas pasó, la puerta mágica se cerró detrás de él.

Y la roca se cerró de manera tal que nadie hubiera po-dido adivinar que allí había una cueva. Alí Babá esperó un tiempo, sin atreverse a bajar del árbol, muy preocu-pado por sus burritos. Al poco rato se escuchó una especie de trueno subterráneo, la roca volvió a girar y los cuaren-ta ladrones salieron llevando sus bolsas vacías. Con un “¡Ciérrate, sésamo!”, el capitán hizo desaparecer la entra-da, volviendo la roca a su lugar. Los bandidos montaron y se fueron por donde habían venido.

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Alí Babá tenía mucho miedo y tardó en convencerse de que realmente no volverían. Sólo después de un largo tiempo, bajó del árbol, mirando hacia todos lados, para asegurarse de que nadie lo veía.

En puntas de pie, conteniendo el aliento, se acercó a la roca misteriosa. Tanta curiosidad tenía que ni se acor-dó de los tres burritos que eran el pan de sus hijos. Re-visó la roca por todas partes sin encontrar ni el menor resquicio por donde se pudiera pasar. Y por fin, juntando todo su coraje (que no era mucho), gritó, con voz temblo-rosa, la fórmula mágica:

—¡Ábrete, sésamo! Y la roca se abrió de golpe, dándole tal susto que el

pobre hombre estuvo a punto de escapar. Finalmente se atrevió a avanzar, convencido de que se encontraría con una caverna de horror y tinieblas. En lugar de eso, ca-minó por una ancha galería hasta llegar a una gran sala abovedada, tallada en la misma roca, bien iluminada por la luz del día que entraba a través de agujeros calados en los ángulos del techo. Apenas entró en la sala, la puerta se cerró sola, lo que no le gustó nada. ¿Volvería a abrirse cuando tuviera que salir?

El espectáculo era tan increíble que por un momen-to olvidó sus temores. Contra las paredes, del piso al techo, había montones de ricas mercancías, telas de bro-cado y de seda, grandes arcas llenas hasta el tope de monedas y otras repletas de lingotes de oro y plata.

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Todo el suelo de la sala estaba cubierto de joyas y piedras preciosas.

Alí Babá, que nunca en su vida había visto el color ni sentido el olor del oro, estaba asombradísimo. Pensó que esa cueva debía ser refugio de bandidos desde hacía si-glos, porque para reunir semejante cantidad de riquezas no alcanzaba con toda la vida de los cuarenta ladrones: ¡allí estaba el botín robado por sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos!

Cuando consiguió recuperarse de la impresión, se dijo:“Alí Babá, si el destino te trajo hasta aquí, por algo

será. Todo esto es fruto del crimen y del robo. No harás ningún daño si lo aprovechas”.

Y así, tranquilizada su conciencia, tomó una de las bolsas de provisiones que también guardaban allí los la-drones, la vació y volvió a llenarla de monedas de oro, sin tocar ninguna otra cosa. Llenó tantas bolsas como pensó que podían cargar sus borriquitos.

—¡Ábrete, sésamo! —gritó con voz tonante, porque ya se estaba acostumbrando a usar fórmulas mágicas sin sorprenderse.

Fue a buscar a sus tres burros, los cargó, cubrió la car ga con ramitas y hojas secas para que nadie sospecha-ra nada y... “¡Ciérrate, sésamo!”.

Con mucho cuidado, a paso lento, llegó Alí Babá a su casa con los burritos. A esa hora, la puerta estaba cerrada por dentro con una tranca. Pero Alí Babá gritó “¡Ábrete,

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sésamo!”. Y así como se había abierto la cueva de los la-drones, ¡se abrió también la puerta de su casa! El leñador comprendió que poseía un secreto extraordinario. Deci-dió ocultarlo y usarlo con mucho cuidado, solamente en situaciones muy especiales.

—¿Cómo entraste? —preguntó su mujer al verlo—. ¡Si yo misma cerré la puerta por dentro con la tranca! ¿Y qué traes en esas bolsas tan grandes y pesadas que nun-ca te vi llevar?

—En vez de hacerme tantas preguntas, ayúdame a descargar esto, mujer —le contestó Alí Babá.

Pero cuando el leñador volcó sobre una estera las bol sas de monedas, que cayeron como una cascada de oro refulgente, su esposa se echó a llorar a gritos. ¿Có-mo podía haber conseguido su marido tanto dinero, más que robando? ¡Ese oro mal obtenido no les trae-ría más que desgracia! Con gran esfuerzo consiguió Alí Babá calmarla lo suficiente como para que escuchara su historia.

Cuando se convenció de que los únicos robados eran esos malvados bandidos, la mujer se sintió simplemente feliz. ¡Eran ricos! Sentada en el suelo, se puso a contar las monedas una por una.

—Mujer, estás loca —la retó su marido, echándose a reír—. ¡No terminarás nunca de contar! Lo más urgente, ahora, es ocultar este tesoro. Vamos a cavar un pozo en el suelo de la cocina para ponerlo allí.

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—Yo necesito saber cuánto tenemos —insistió la mu-jer— para ordenar las cuentas de la casa y saber cómo gastar. Si no hay tiempo de contar las monedas, al menos quiero medirlas para tener una idea de la cantidad.

Muy decidida, mientras su esposo cavaba, ella salió a buscar una jarra especial que se usaba para medir cantida-des de cereal. Tal vez podría conseguirla en casa de Kássem, el hermano de Alí Babá. Su cuñada era rica, pero no era buena persona: nunca los invitaba y ni si quiera era capaz de mandarles un regalito para el cum pleaños de sus hijos. Los consideraba unos pobretones molestos.

La mujer de Kássem se sorprendió con el pedido. ¿Pa-ra qué querrían esos muertos de hambre una jarra de medir granos? Sólo los ricos, que guardaban en su casa trigo o cebada suficiente para varios meses, usaban esas jarras. En vez de decir que no le prestaba nada, lo que hubiera hecho en otra ocasión, decidió averiguar qué ha-bían conseguido Alí Babá y su mujer. Antes de darle la ja-rra, untó el fondo con grasa, para que se quedara pegado algo de lo que iban a medir.

Cuando la mujer de Alí Babá le fue a devolver la jarra a su cuñada, no se dio cuenta de que había quedado pe-gada en el fondo una moneda de oro.

La mujer de Kássem vio la moneda y la cara se le puso amarilla de envidia como el azafrán. Mandó bus car a su marido, que estaba en el mercado, y le gritó furiosa:

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—¡Te crees muy rico porque tienes una tienda en el mercado! ¡Y tu hermanito con sus tres burros tiene tan-tas monedas de oro que no las puede contar, y las tiene que medir como si fueran granos de trigo! ¡Ahora mismo vas a ver a ese mentiroso que se hace el pobre, y averi-guas cómo consiguió ese oro!

A Kássem se le ennegreció la vista y casi se le revien-ta la hiel de sólo pensar que su despreciable hermano, al que ni se molestaba en saludar por la calle, podía ser más rico que él. ¡Estaba indignado! Corrió a la casa de Alí Babá para increparlo.

—¡Así que nos engañas a todos haciéndote el pobre! ¡Y en este chiquero de chinches y piojos mides monedas de oro como si fueran garbanzos! ¿Dónde robaste esto? —le dijo, mostrándole la moneda, todavía untada de gra sa, que le había dado su mujer.

Cuando escuchó los insultos de su hermano, Alí Babá comprendió que no tenía sentido seguir ocultándole la verdad y le contó su aventura.

—No vayas a ese lugar, es demasiado peligro-so, hermano querido —le dijo a Kássem—. Te ofrezco compartir conmigo mitad por mitad todo lo que tengo.

Pero Kássem era malvado y codicioso. No le bas ta ba lo que su hermano le ofrecía y se dio cuenta de que había algo más, un secreto que todavía no conocía.

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—Si no me dices ahora mismo cómo entrar en esa cueva, te denuncio a la policía por ladrón. ¡Y tendrás que explicar de dónde sacaste todo ese oro!

Muy asustado, Alí Babá le enseñó las palabras mági-cas. Sin decirle ni gracias, su hermano se fue para prepa-rar su visita a la cueva del tesoro.

Al otro día, muy temprano, llegó Kássem al bosque con diez fuertes mulos cargados con grandes cofres. Su plan era volver más tarde con más mulos y, si fuera necesario, con toda una recua de camellos. Quería dejar la cueva vacía.

—¡Ábrete, sésamo! —gritó, cuando llegó a la roca que su hermano le había descrito.

Al entrar en la cueva, la puerta se cerró y Kássem se lanzó a la cámara del tesoro. Su sorpresa y admiración fue-ron enormes. Allí había mucho más de lo que hubiera podido imaginar. ¡Ni todos los camellos de Arabia le al-canzarían para llevarse tantas riquezas! Para empezar, fue llenando con monedas de oro las bolsas que había traído y las acumuló en la puerta de la cueva. Ahora tenía que cargar sus mulos.

—¡Ábrete, cebada! —gritó con energía.Pero la puerta no se abrió. Enloquecido al ver tantas

joyas y tanto oro, Kássem se había olvidado de la fórmu-la mágica. Pensó que sería fácil abrir la puerta si lo inten-taba con todos los granos que conocía.

—¡Ábrete, centeno! —ordenó—. ¡Ábrete, mijo! ¡Ábre te, trigo! ¡Ábrete, arroz!

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Pero la puerta de piedra no se abría. Aterrado, Kássem empezó a nombrar cereales, semillas, y después siguió con frutas y después con cualquier otra comida. Pero entre todas las cosas que existen en este mundo, se había olvi-dado el nombre de una, sólo una, y era justamente ese nombre y ningún otro el que podía hacer que se abriera la roca. Kássem no se podía acordar de la palabra “sésa-mo”. Desesperado, temblando de miedo, echando espuma por la boca como un camello cansado, revisó con los ojos y las manos todas las paredes de la cueva buscando un resquicio, un agujero, una grieta que pudiera darle un in-dicio de cómo salir de allí. Pero no encontró nada.

Al mediodía, como siempre, llegaron los bandidos a la entrada de la caverna y lo primero que vieron fue a los diez mulos con cofres vacíos atados a los árboles.

—¡Ábrete, sésamo! —gritó entonces el capitán, le-vantando su sable.

Pero en este punto, Sherezada hizo silencio. —¿Y qué pasó? —preguntó el sultán—. ¿Los bandidos

encontraron a Kássem en la cueva? ¿Pudo escaparse? ¿Qué le hicieron?

—Mi señor —contestó Sherezada—, el sol está disipan­do la oscuridad de la noche. Empieza el alba y es hora de cumplir con mi destino...

—No, no, de ninguna manera —dijo el sultán—. Yo ten­go que saber qué pasó. Te perdono la vida hasta mañana.

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Vamos todos a dormir y esta noche seguirás contándome la historia.

Sherezada y su hermana Dunyasad se miraron sin hablar, pero sus ojos lo decían todo. La noche siguiente, cuando Dun­yasad tuvo permiso para volver a entrar en el aposento real, Sherezada ya estaba lista para seguir con su cuento.

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