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Una vida rotunda Memorias de RAFAEL ARÉVALO GONZÁLEZ

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Una vida rotunda

Memorias de

RAFAEL ARÉVALO GONZÁLEZ

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Edición: Producciones A 4 MANOS

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ÍNDICE

Presentación

Preámbulo

I. LAS RAÍCES

II. PRISIÓN PRECOZ

III. DEL CÓDIGO MORSE AL MASÓNICO

IV. REGRESO DE GUZMÁN BLANCO

V. TELEGRAFISTA ITINERANTE

VI. UN FUNCIONARIO DE LIBRE CONCIENCIA

VII. DELITOS DE OPINIÓN

VIII. RESEÑAS DE GUERRA

IX. EL SEGUNDO CRESPO

X. LA PAUSA DEL AMOR

XI. TELÉGRAFO Y POLÍTICA

XII. EL HOTELERO DE ANDRADE

XIII. EL PERIODISTA Y EL CABITO

XIV. JEFE DE REDACCIÓN

XV. NUEVAS PRISIONES

XVI. UNA PROCLAMA INSOLENTE

XVII. LA HISTORIA DE SIEMPRE

XVIII. NOVELISTA, LAVANDERO Y EDITOR

XIX. EL PROVEEDOR DE CARNE GORDA

XX. RENACE EL PREGONERO

XXI. UN MOCHO Y UN DUELO SIN LUGAR

XXII. EL PREGÓN Y EL PUEBLO

XXIII. LOS INTERESES Y EL PODER

XXIV. REPORTES Y NEGOCIADOS

XXV. EL ELOGIO DEBIDO

XXVI. RESTOS DE PAREDES

XXVII. LA PROTECCIÓN DEL CARMEN

XXVIII. CONSEJO DESATENDIDO

XXIX. UN LEÓN PARA SANTIAGO DE LEÓN

XXX. SORPRESA EN TRIBUNALES

XXXI. ESTANCIA EN PUERTO CABELLO

XXXII. LOS COMIENZOS DE GÓMEZ

XXXIII. EL CANDIDATO

Apéndice

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Presentación

llá por los años 1600, en los comienzos de la historia de esta tierra que se llamó Venezuela y cinco años antes de que Cervantes escribiera El Quijote, Alonzo Andrea de Ledezma, vecino de Caracas, que por viejo no había

bajado a La Guaira, enfrentaba solo y en su igualmente viejo rocín al bien armado ejército del pirata inglés Amias Preston que invadía Caracas, por desconocidos senderos al Este de la población, cuando todos los hombres en condición de combatir habían bajado a la Guaira por el Camino de los Españoles.

Admirado del valor de este personaje, Preston ordenó a sus tropas respetar su vida, lo que no resultó posible dado el arrojo y denuedo con que Alonzo Andrea, lanza en ristre, atacó al ejército pirata.

Después de saquear Caracas, Preston hizo enterrar con honores a este Quijote venezolano, cuya aventura, me atrevo a pensar, sirvió de inspiración a Cervantes, quien escribió el Quijote en 1605, es decir, cinco años después. Desgraciadamente, nuestro héroe no peleaba contra molinos de viento sino contra reales y mortíferos enemigos a costa de su vida.

En la Venezuela más reciente, en Río Chico a fines del siglo XIX, nació Rafael Arévalo González, telegrafista, periodista y polemista, quien nos dejó en sus memorias, escritas en la cárcel, un hermoso legado de integridad, patriotismo y dignidad, que con la autorización y apoyo de sus distinguidos descendientes hemos acordado volver a publicar. El caluroso aporte de éstos, liderados por Doña Lucía Sigala de Riera, nieta de Arévalo, y su esposo, Don Abelardo Riera, junto con la cooperación de Eduardo Gómez Sigala, bisnieto del prócer, se unió a los esfuerzos de la Fundación Ricardo Zuloaga para la realización de la presente edición.

Con esmero, trabajo, dedicación y cariño por la noble figura del personaje, Nacha Sucre de Alcalá y Luis Enrique su marido han llevado a cabo la tarea de organizar estas memorias por capítulos y agregar numerosas notas que permiten la identificación de personajes y circunstancias respetando la absoluta integridad de las memorias.

Ante la subversión de valores que sufre el país, el valor cívico, el sacrificio y la vida sin manchas de este héroe civil son un ejemplo digno de ser conocido por nuestros conciudadanos y, particularmente, por nuestra juventud, que también nos ha dado hermoso ejemplo de preocupación social, responsabilidad individual, dignidad, valor y patriotismo.

Vaya esta publicación como homenaje a la verdadera juventud revolucionaria de Venezuela que ha sabido, con generosidad, valentía y sacrificio, defender principios, valores, libertades, responsabilidad individual y respeto a la persona humana.

Ellos, los jóvenes, son la cantera de los héroes civiles como Rafael Arévalo González y material indispensable para la reconciliación y reconstrucción del país.

A

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Debo agradecer, en nombre de la Fundación Ricardo Zuloaga, la hospitalaria acogida de los Libros de El Nacional, que ha visto la importancia de la obra y ha consentido en publicarla dentro de la Colección Huellas de su serie Memorias.

Ricardo Zuloaga

 

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Preámbulo

De las Memorias de Rafael Arévalo González pudiera decirse lo mismo que de la Octava Sinfonía de Franz Schubert: que son una obra inconclusa. Así las llama, por cierto, Luis Villalba Villalba, redactor de una introducción de casi ochenta páginas—un verdadero estudio—a la primera edición de la Editorial Mediterráneo (1977).1

Parece que las comienza en 1933; por referencia directa de él mismo, las escribía en 1934, un año antes de morir. Sólo él hubiera podido completarlas. No sólo es que son incompletas en el recuento de su vida y que dejó de contar en el texto que logró escribir muchos episodios, sino que su artesanía está inacabada, especialmente en lo tocante a claridad cronológica. Pero la pluma de Arévalo era elegante, incisiva y amena; las muchas cosas que refiere tocan al lector de manera vívida, y logran transportarle a la circunstancia y la angustia que él vivió con la fortaleza del titanio.

Las Memorias de Arévalo son, por sobre todo, una historia política de Venezuela. En ellas hay poca o ninguna referencia al paisaje, a la geografía; son, a la manière de Theodore Zeldin, historia emocional. También son un solo recuento: el de la lucha de una conciencia recta contra los poderes más retorcidos e implacables. Es la historia de la valentía de un hombre.

Esta nueva edición de las Memorias de Arévalo fue suscitada por el Dr. Ricardo Zuloaga. Habiendo conocido la versión de 1977, encontró en ellas una lección permanente de indoblegable rectitud, capaz de arriesgar la existencia misma por la verdad y por lo que es justo. Entonces hizo que la Fundación Ricardo Zuloaga encargara una nueva edición que las hiciera más legibles—la primera consiste de un solo texto continuo, sin capítulos—y que proporcionara contexto con notas apropiadas.

Éste es el resultado: las 207 páginas seguidas de la primera edición han sido reorganizadas en 33 capítulos de más fácil digestión y, a las dos notas a pie de página proporcionadas por el propio Arévalo, se ha añadido 115 notas que ofrecen la referencia necesaria para desenmarañar y entender el complejo tejido de personajes y ambiciones ante el que la honestidad del heroico periodista se manifestó con tenacidad indómita.

.........

Joaquín Crespo, Antonio Guzmán Blanco, Raimundo Andueza Palacio, Juan Pablo Rojas Paúl, Ignacio Andrade, Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez son

                                                                                                               1 La primera edición de las Memorias de Arévalo González vio la luz por iniciativa de sus hijas. Contenía el estudio prologal de Villalba-Villalba, amigo de Arévalo y Presidente de la Sociedad Bolivariana de Venezuela. La edición motivó un Acuerdo de la Cámara de Diputados del Congreso de la República (Gaceta Oficial N˚ 31.361, del 15 de noviembre de 1977), "por el cual se ordena la recopilación y edición por cuenta de la Cámara de todos los trabajos de índole literaria y política del ilustre ciudadano Don Rafael Arévalo González". Es compromiso todavía por cumplir. (Texto completo del Acuerdo al final del Apéndice).

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los presidentes venezolanos que definen el acontecer político nacional en el tiempo de Rafael Arévalo González. Forman una secuencia trágica, con honrosísimas y muy escasas excepciones a una historia de apetencia por el poder que es dirimida con primitiva violencia armada, no por los caminos avanzados de la competencia cívica. Aquellos personajes se rodean de corruptas y muchas veces incapaces camarillas, y poco hay de encomiable en la sucesión de períodos de gobierno en su época, poco que pueda ser causa de orgullo para los venezolanos de hoy, aunque sí de preocupación al encontrar en aquella Venezuela del cambio de siglo—fin de siècle y Belle Époque que el delirio de Guzmán Blanco pretendió emular en medio de su peculado—conductas y procesos que no han sido erradicados a estas alturas del siglo XXI.

Es ante ese cuadro que se desarrolla la existencia de Rafael Arévalo González, es por ese contexto que el contraste de su digno proceder se hace más agudo, como los blancos dientes de un perro que está muerto en el camino.

Arévalo fue, primordialmente, un político, en el viejo sentido de la raíz griega que nos da los vocablos de polémica y polemólogo. Ejerció ese noble arte desde la tribuna del periodismo que, por propia admisión, no le interesaba tanto cuando fue posible respirar, durante el segundo gobierno de Crespo, una relativa libertad de expresión. Eran las dificultades lo que estimulaba a Arévalo; mientras más arriesgada era la protesta más dispuesto estaba a proferirla.

Era un tiempo de formas todavía románticas, y Arévalo descuella con el modernismo de su prosa, argumentalmente hábil, sólidamente dirigida a lo substancial de los entuertos que combatía. Su atrevimiento estuvo siempre acompañado de una astucia expositiva que dificultaba hacerle prisionero sin desfachatez. Era buen psicólogo; en más de una anécdota muestra el rápido cálculo de las emociones que varias veces le permitió salirse con las suyas. En el tiempo del telégrafo, tan importante como la Internet de hoy para las comunicaciones, Arévalo dominaba la tecnología y la gerencia del invento. Era de inteligencia poco común.

Arévalo ha sido llamado ingenuo por algunos; aseguran que lo fue al proponer en 1913 la candidatura presidencial de Félix Montes, enfrentándola al apetito continuista de Juan Vicente Gómez. La lectura de su artículo en El Pregonero no encuentra en él ingenuidad alguna; es la brutalidad implacable de Gómez el origen de una reclusión de ocho años para el franco periodista y ciudadano que sufriría otras trece prisiones, para un total de veintisiete años de encierro, el cuarenta por ciento de su vida. Una maleta siempre dispuesta en su casa tenía el siguiente membrete: Rafael Arévalo - La Rotunda.

Otros consiguen en sus memorias arrogancia. Rafael Arévalo González (1866-1935) sufrió, como todo hombre excepcional, el peso de su extraordinaria inteligencia; a ella va indisolublemente unida, ineludible, la conciencia clara de sus propias capacidades, y no podía escapar a su entendimiento que la mayoría de los hombres no se conducía con su valor y su diligencia. Arévalo, en consecuencia, escribió más bien con modestia lo que pudo acerca de su vida

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ejemplar, no para la promoción de su propia figura, sino como testimonio doloroso de la constante bajeza política de su país.

Fue la suya una vida valiente, pues no entraba inconsciente en el peligro. Tenía los pies firmemente plantados sobre una tierra peligrosa, y siempre supo a qué represalias se exponía con su comportamiento. Es la humanidad entera, no sólo la sociedad venezolana, la que debe agradecer y atesorar la trayectoria ejemplar de Rafael Arévalo González.

Pues él arriesgó todo—familia, posesiones (modestas), salud y vida—por la justicia enfrentándose una y otra vez al despotismo. La Enciclopedia Británica publicó en 1963 la colección Gateway to the Great Books, en cuyo Tomo 4 reproduce la obra Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. Acerca de ella dice: "Un hombre solo de pie, con la justicia de su lado contra el tirano, es una figura dramática familiar y poderosa. Pero también existe en la vida real. A menudo sufre la derrota personal, incluso la muerte. Pero su acción heroica no perece con él. Ella perdura, y hace a la vida más justa y habitable para el resto de nosotros. El idealismo, pues, en lugar de ser tonto e impráctico, puede resultar al final el único camino práctico". Es ése el veredicto exacto sobre la vida del inolvidable héroe de Río Chico.

Luis Enrique Alcalá

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I. LAS RAÍCES

Por raciocinio y por instinto soy y he sido siempre un tenaz enemigo de la guerra civil, que en alguna ocasión he llamado “satánico semillero de nuestros grandes infortunios nacionales”. Sin embargo—ironías del destino—a una guerra civil debo la existencia. ¡Y a qué guerra! Es la peor de todas, a la que el federal Level de Goda apellidó “la más larga, la más horrenda y la de más funestas consecuencias”: la Guerra Federal2. Veamos cómo.

Era mi padre don Demetrio Arévalo, estudiante en Caracas de quinto año de Medicina cuando en los comienzos de aquella revolución fue incorporado, como practicante, a uno de los ejércitos que el Gobierno envió a los Valles de Barlovento. Llegado a Río Chico, allí dos circunstancias le hicieron separarse del ejército y abandonar los estudios: sea la primera el haber conocido a la que habría de ser mi madre, a la señorita Águeda González, cuya belleza y gracia natural sólo eran superadas por la pureza de su alma y por el incomparable caudal de sus virtudes. Conocerla y prendarse de ella todo fue uno. Y no para su tormento, porque como él tenía dotes de caballerosidad, de elegancia y de natural ingenio, no fue por milagro sino por lógica consecuencia por lo que su amada se sintió a su vez presa de amor.

Y a todas éstas ocurrió la segunda circunstancia, y ésta fue que mi padre se encontró en aquel pueblo con un grande y bondadoso amigo, el anciano y acaudalado don Leonardo Hernández, dueño de varias haciendas de cacao en tiempos en que podía decirse, con la dosis de exageración que es permitida en tales casos, que el cacao valía lo que pesaba en oro. Y sucedió que don Leonardo, sintiéndose enfermo y viejo y agotado, resolvió retirarse del trabajo y venirse a Caracas para procurar que se alargasen, en lo posible, los pocos días de vida que le quedaban. La llegada de mi padre la tuvo por providencial, y bajo condiciones muy generosas le propuso que se encargase de la administración general de sus fincas. Mi padre aceptó.

Ya sabía él que se había adueñado del corazón de la que amaba y que podía contar con su mano de esposa y con los medios holgados de ganarse honradamente el pan del hogar que anhelaba fundar. En ese honorable hogar, nací yo el 13 de septiembre de 1866. Fui, pues, engendrado y concebido en días calamitosos, cuando nuestra desventurada Venezuela estaba dando traspiés, aniquilada, desangrada, empobrecida, recién salida de una guerra de cinco años, que tronchó un sinnúmero de vidas, que, vorágine tremenda, devoró riquezas y riquezas; todas las riquezas acumuladas por la laboriosidad de los hijos de esta tierra, tantas veces empapada en sangre de hermanos. Acaso el recuerdo de los horrores que mi madre había presenciado u oído referir meses atrás, tuviese alguna influencia misteriosa—cuando me hallaba en la antesala de la vida, o cuando poco después mamaba el albo néctar del seno maternal—para determinar mis sentimientos, infundándome el

                                                                                                               2 Guerra civil venezolana, también conocida con el nombre de Guerra Larga, Revolución Federal o Guerra de los Cinco Años, utilizada esta última denominación por aquellos historiadores que sitúan el comienzo de la guerra con los primeros alzamientos ocurridos contra el recién instaurado gobierno de Julián Castro (mayo-julio 1858). Fue, después de la Guerra de Independencia, la más larga contienda civil que haya asolado el territorio nacional y fue, para Venezuela, una prolongación de la Guerra de Independencia en cuanto a los problemas de carácter social y político, dejados sin resolver una vez lograda definitivamente la emancipación de España con las victorias de 1821 y 1823 y la separación de la Gran Colombia bolivariana en 1830. (Diccionario de Historia de Venezuela, Fundación Polar, segunda Edición, 1997).

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germen de ese santo horror a las luchas fratricidas que, por correlación necesaria, ha tenido su contrapeso en esa devoción por el civismo que ha sido y es como mano impulsadora para mi espíritu en las peligrosas actividades de combatiente político.

………

Nueve años tenía yo cuando mi santa madre regresó al Cielo. Recuerdo patéticamente el instante en que me dio su última bendición. Sin duda, esa bendición ha sido el milagroso talismán que me ha salvado en los terribles trances de mi vida.

Poco después, mi padre nos trajo a Caracas. Éramos cinco huérfanos: a mis tres hermanas las dejó internas en el Colegio de las Monserratinas; a mi hermanito, el último, lo confió a una tía, y a mí me colocó, también interno, en el Colegio de la Paz, que dirigía el doctor Guillermo Tell Villegas. Los internos de este colegio estábamos obligados a salir uniformados en los días feriados, y como parte del uniforme era un kepis que tenía, en letras doradas, el nombre del instituto, los granujas de la calle nos perseguían y provocaban a pleitos gritando: “Colegio de lapas”; “Ahí van los lapas”.

Esto obligó a su director a cambiarle el título por el de Colegio Villegas, lo cual hizo después de haber salido de una prisión que le había impuesto el general Guzmán Blanco3 por motivos o pretextos políticos. Durante esa ausencia se encargó de la dirección el doctor Antonio María Soteldo, cuyo carácter no era adecuado para imponerles el orden a más de doscientos muchachos que no estaban dispuestos a respetar a sus nuevos maestros. En uno de los frecuentes avances de piedra4 que después de las clases librábamos en el corral, me rompieron la cabeza. La consecuencia de esto fue que mi padre me pasó al Colegio de la Ascensión, del doctor Ramón Montilla Troanes, colegio que algún tiempo después pasó a ser propiedad del doctor Jesús Muñoz Tébar. Más tarde volví a ser alumno interno del Colegio Villegas. Después de haberme graduado de bachiller, me llevó mi padre a Río Chico para que allí pasase el mes de las vacaciones y volviese luego a Caracas para seguir una carrera científica.

Pero... la historia se repite, pues me aconteció lo que a mi padre: me enamoré desaforadamente de una preciosa paisanita, y haciéndole creer a mi padre que yo le había tomado gran afición a la agricultura, en cuyas faenas había tratado de ayudarlo lo más eficazmente posible, logré que me dejara allá.

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                                                                                                               3 Antonio Guzmán Blanco presidió la República en varias oportunidades entre 1870 y 1888. Heredó de su padre, Antonio Leocadio Guzmán, el liderazgo del Partido Liberal. Abogado y militar, hizo la Guerra Federal del lado de Juan Crisóstomo Falcón y Ezequiel Zamora, a quien ve morir en el sitio de San Carlos. Firma el Tratado de Coche, que pone fin a la guerra, en 1863. La Asamblea estipulada en el tratado nombra a Falcón y a Guzmán como Presidente y Vicepresidente. Poco después obtiene la primera comisión de su vida a favor de su fortuna personal, en la negociación de un empréstito en Londres. En 1887 deja definitivamente la Presidencia y a Venezuela, para fijar residencia en París, donde muere en 1899. Algunas de sus distinguidas ejecutorias han sido opacadas por su personalismo y por haber sido el primer gran culpable de peculado en Venezuela. Poco antes de morir, su fortuna personal se calculaba en 100 millones de francos. 4 Trifulcas con pedradas. A mediados del siglo XX la expresión "avance de piedra" había sido sustituida por "derrota de piedra".

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Voy a referir algo que siempre recuerdo con gran deleite espiritual, porque revela la nobleza de alma de aquel dechado de probidad a quien debo el ser y el nombre que he tratado de conservar tan puro como él me lo legó.

Recién llegado a Río Chico, estaba yo cuando cierta mañana me llamó mi padre a su escritorio y me dijo: “Ven para presentarte a un buen amigo mío”. Era don Pedro Luis Medina, persona muy respetable y estimable, de avanzada edad, que trataba a mi padre con gran intimidad. El señor Medina, después de estrecharme la mano con cariño, me preguntó en son de broma: “Y dígame una cosa: ¿será usted tan… zoquete como su padre?” Éste hizo un violento gesto de desagrado, quizá de ira y repuso: “No le digas eso, Pedro Luis, no quiero que Rafael me tenga en mal concepto, y ya que te has expresado así de mí, refiérele el asunto a que has hecho alusión”.

En diciendo esto, se fue al interior de la casa dejándonos solos. El señor Medina me refirió entonces el siguiente episodio: era el general Emilio Lovera jefe del pueblo y dueño de un gran caudal, representado en casa, haciendas y retroventas. Vivía solo. Cierta noche en que, a causa del calor se había acostado desnudo en un chinchorro colgado en un amplio corredor, oyó ruidos sospechosos. Comprendió que gente armada y enemiga había entrado en la casa. Se escurrió por entre las sombras y llegó al corral, por el fondo del cual pasaba el río. Echose al agua y se fue río abajo hasta llegar al fondo de nuestra casa solariega, donde vivía solo mi padre, pues, como ya he dicho, mi madre había muerto y nosotros estábamos en los mencionados colegios. La gente que había asaltado la casa de Lovera pertenecía la revolución de los generales Pulido y Ayala; era muy conocedora del lugar, y si se hubiera puesto en aquél lo habrían sacrificado para cobrarle cuentas viejas. Al salir del río, tocó a la puerta de mi padre por la parte del corral con los toques masónicos5. Mi padre abrió en seguida, sin averiguar quién era. Sabía que era un hermano y eso bastaba. Al abrir, se encontró frente a frente a aquel Adán chorreando agua y tembloroso, mitad por frío, mitad por miedo. Al punto, mi padre le cedió su cama, le dio abrigo y lo tuvo allí alojado durante los días en que los revolucionarios fueron dueños del pueblo. A mi padre le llevaban tres veces al día una viandera de la calle, él se la cedía íntegra a su huésped y se alimentaba con frutas y alguna que otra golosina que compraba a los vendedores callejeros, pues no quería pedir aumento de viandas por juzgarlo de posible sospecha y, de consiguiente, peligroso. A Lovera lo buscaban “como palito de romero”, según el dicho popular, y sus más encarnizados enemigos, ebrios de licor y sedientos de sangre, proferían terribles amenazas contra los que resultaren haberlo escondido; pero la casa de mi padre fue siempre respetada.

Vencida aquella revolución, algún tiempo después pasó el general Lovera por el escritorio de mi padre y le exigió a éste que le acompañase al Registro, porque iban a entregarle la hacienda Oletta y quería que él presenciara el acto. Mi padre lo acompañó; ya en el Registro, aquél le dijo que deseaba que se hiciera cargo de esa finca y que se la pagaría

                                                                                                               5 Además de los toques a las puertas, los masones practican "toques" al estrecharse las manos, y pueden transmitirse señales de reconocimiento, de angustia, etc. Lo usual son tres toques a la puerta del templo, cuyo significado es, respectivamente, “llamad y se os abrirá” , “buscad y encontraréis”, “pedid y se os dará”. Los signos, apretones y contraseñas pueden variar según la jurisdicción.

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cuando pudiera y cuando quisiera. Mi padre se negó a ello, alegando que no quería contraer compromisos de ningún género. Lovera insistió tenazmente y, tras una larga porfía, convinieron en que mi padre tomaría la hacienda por los dieciocho mil pesos que le costaba a Lovera y que, mediante un pequeño interés mensual, se la iría pagando con sacos de cacao al precio corriente. Observó mi padre que la escritura que Lovera le entregaba era de una venta en firme y como si el comprador hubiera entregado en dinero efectivo el precio de la compra, y habiéndole advertido a aquél, le propuso que hiciera extender y registrar un documento, que él firmaría, en que constase su deuda y el modo como debía saldarla. Pero el general Lovera le replicó que entre ellos eran innecesarias esas formalidades y, agarrándole por un brazo y no obstante sus protestas y resistencias, lo sacó de la sala del Registro y se lo llevó. Pocos años después murió Lovera aquí en Caracas, legando todos sus millones a un hijo natural, menor de edad, a quien reconoció, y nombrando tutor y albacea al señor Víctor Crassus, acaudalado comerciante de Río Chico e íntimo amigo suyo.

Regresó Crassus y procedió a organizar y arreglar las cuentas de la sucesión. Diariamente, se comentaba los arreglos, nombrándose los deudores, el montante de las deudas, etc., y mi padre esperaba que le llegase su turno. Pero terminaron los llamamientos sin que se le hubiese llamado. Sorprendido de ello, presentose en la oficina de Crassus, a quien manifestó su extrañeza. Crassus le advirtió que él no figuraba entre los deudores de la sucesión; pero mi padre le aseguró que sí lo era, por lo cual aquél ordenó a los empleados que se ocupaban en arreglar las cuentas—que eran el mencionado señor Pedro Luis Medina y don Miguel Portocarrero—que registrasen otra vez por si hubiera algún otro libro o cuaderno que no hubiese sido descubierto y en el cual figurase don Demetrio Arévalo. El resultado fue negativo; a mi padre le advirtieron que su nombre no figuraba sino como comprador, por cuotas, de la hacienda La Providencia, pero que esa cuenta aparecía cancelada desde años atrás. Convino en ello mi padre, pero añadió que no era a ésa a lo que él se refería, sino a la compra de la hacienda Oletta por dieciocho mil pesos, de los cuales sólo había pagado cinco mil y pico, según recibos que presentó, y que, de consiguiente quedaba debiendo algo más de doce mil. El señor Crassus y sus citados empleados le manifestaron que no habría modo de darle entrada a esa suma por la naturaleza del asunto, y que bien claro se veía que Emilio Lovera había querido hacerle un obsequio en aquella forma porque sabía que de otro modo no hubiera sido aceptado. Repuso mi padre que no podía disponer de ese dinero porque su conciencia le advertía que no era suyo, y que debía restituirlo al legítimo heredero del general Lovera. Inútiles fueron muchas otras observaciones, entre las cuales figuraba la de que él era padre de una numerosa familia, anciano y relativamente pobre, en tanto que aquel heredero era un muchacho que había heredado cerca de tres millones de pesos, que probablemente disiparía en francachelas en cuanto, siendo mayor de edad, entrara en plena posesión de su cuantiosa herencia. La conclusión del asunto fue que el honrado viejo entregó la hacienda La Providencia evaluada en ocho mil pesos y el resto lo siguió pagando por cuotas.

Cuando don Pedro Luis Medina hubo terminado su interesante narración volvió mi padre y me dijo: “Ya sabes por qué Pedro Luis me ha llamado como lo has oído. Ahora te digo: si yo me hubiera quedado con aquel dinero, no obstante las protestas de mi conciencia, tú y tus hermanos seriáis doblemente huérfanos; ya yo no existiría, el remordimiento habría acabado conmigo. Emilio Lovera no tenía nada que pagarme, porque yo no había hecho sino cumplir con un triple deber de cristiano, de amigo y de hermano masón. Si yo hubiera

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adivinado su intención no me habría encargado de la hacienda. Nada hubiera sido para mí más mortificante que darles a mis hijos un pan que no hubiese sido ganado con el sudor de mi frente. No hay un goce terrenal que supere al de estar uno satisfecho de sí mismo. Yo lo estoy de mi conducta en aquellos días. Que otros digan de mí lo que quieran; que me llamen tonto, necio, y otros modos peores. Estoy en paz con Dios y con mi conciencia y eso me basta.

En diciendo él esto, sentí como si una poderosa mano me empujara y me abalancé al cuello del venerable anciano. Acaso fuera la invisible mano de mi madre que deseaba que lo abrazase también en nombre de ella. No pude decirle sino frases entrecortadas, incoherentes; pero recuerdo que sí le hablé de lo orgulloso que me sentía de ser su hijo y que esto le hizo verter una lágrima que cayó sobre mi frente, como para imponerle el deber de estar siempre erguida, orgullosa y altiva, como debe estarlo la frente del hijo de un padre semejante.

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II. PRISIÓN PRECOZ

Uno o dos años después inauguraron en mi pueblo la Oficina Telegráfica. Me hice amigo de los telegrafistas y me dediqué a aprender aquel arte; primero por curiosidad y luego con el propósito de que me sirviera de medio para viajar por otras regiones de la República que anhelaba conocer. Cuando estaba algo adelantado en el transmitir y recibir, vine a Caracas para estudiar la parte teórica y graduarme.

Eran los días del “Delpinismo”: el 14 de marzo de 1885 se había celebrado en el Teatro Caracas la apoteosis de don Francisco Antonio Delpino y Lamas.

Veamos cómo comenzó este acontecimiento, burla burlando, que luego tuvo inesperada y sorprendente trascendencia. Había en Caracas, por aquel tiempo, un barbero poeta llamado José Trinidad Blanco. Como ciudadano era muy apreciable, como barbero muy bueno y como poeta muy mediocre. Pero tenía entusiastas amigos, de esos que, ebrios de amistad, ignoran u olvidan que “el peor vituperio es el elogio inmerecido”, y se propusieron rendirle un homenaje excesivo, punto menos que una glorificación. Y sucedió lo que tenía que suceder: sentado en la berlina el buen señor Blanco, comenzaron a examinar y analizar sus méritos y facultades, ya con seguridad, ya con saña e injusticia. Pero en lo que sí estaban todos en lo cierto era en opinar que Venezuela tenía otros poetas más dignos de la coronación. Y entonces ocurriósele a un grupo de jóvenes una trascendental y sonada travesura: ridiculizar la apoteosis de Blanco, haciendo objeto de otra a un pobre diablo, literariamente hablando.

Entre esos jóvenes descollaban, que recuerde yo ahora, Lucio Villegas Pulido, Luis Correa Flinter, Telésforo Silva Miranda, José Mercedes López, Tomás Ignacio Potentini, Manuel Vicente Romerogarcía, Carlos Fernández, Leopoldo Torres Abandero, J. M. Seijas García, Miguel Eduardo Pardo, Abelardo Gorrochotegui, Alejandro Romanace. Diéronse a buscar al candidato para protagonista de la monumental sátira que habían ideado y tuvieron la suerte de descubrir, por la calle de San Juan, a un señor entrado en años que era una especie de Quijote de las letras, pues siendo apenas un buen sombrerero, creía ser un gran poeta. Era valeroso; figuró entre los que se batieron con denuedo defendiendo a Caracas cuando el 70 la atacó y tomó Guzmán Blanco. Era también modelo de laboriosidad y, fuera del tema de la poesía, engañaba a cualquiera, pues hablaba con mucha sensatez. Mas—¡ay!—que no se le tocara la tecla de los versos porque entonces, como el Ingenioso Hidalgo, se desbocaba en el desbarrar y no había talanquera que lo detuviese.

Aquellos jóvenes le metieron en el meollo más sabandijas de las que tenía, las cuales le sorbieron el resto de sesos que le quedaba, si algunos le quedaban. Le hicieron creer que él era el bardo representativo de la poesía criolla, vernácula y realmente venezolana, y le propusieron la coronación, que él aceptó creyéndose sinceramente muy digno de ella. Esa apoteosis se verificó en la fecha indicada. El Teatro Caracas se llenó de personas distinguidas de todos los gremios sociales. Al pobre señor Delpino lo trajeron de frac, guantes y corbata blanca, y lo indujeron a que recitase algunas de sus poesías, que si eran susceptibles de ser recitadas, era imposible que fuesen explicadas.6

                                                                                                               6 Una de las rimas más citadas de Delpino y Lamas es la siguiente: Pájaro que vas volando/Sentado en la verde rama/Llegó un cazador. Matote/Más te valiera estar duerme.

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Varios talentosos jóvenes pronunciaron discursos y recitaron versos intencionalmente disparatados que a cada rato provocaban la hilaridad de la concurrencia, todo lo cual fue luego publicado en un libro titulado La Delpinada. Alguien asomó la idea de publicar un periódico con propósitos de crítica netamente literaria y, en efecto, apareció a poco El Delpinismo, que se vendía “como pan caliente”. Pero no tardó el periodiquito aquel, travieso e ingenioso, en tomar un cariz político. Don Francisco Antonio había inconscientemente servido de mingo para hacer carambolas de sátiras hacia el llamado Ilustre Americano7, que estaba en París pero que desde allá ejercía sus funciones de amo de Venezuela, no siendo el general Joaquín Crespo8 sino su muy obediente y sumiso mayordomo. Delpino, en efecto, fue presentado como el hombre capaz de continuar la gloriosa obra de la Regeneración, Pacificación y Reivindicación de la Patria, y entró El Delpinismo en una fogosa lucha cívica que fue causa de que La Rotunda9 y el Cuartel de Policía se repletasen de jóvenes prisioneros.

Mi labor de entonces fue de escasa importancia porque, en verdad, no figuré en lo que pudiera llamarse La Comparsa. La imprenta de El Delpinismo estaba en unas piezas de lo que antes se llamaba Pasaje del Centenario, al sur de la iglesia de Altagracia, pero cierta mañana hizo irrupción en el local un piquete de agentes de la Policía y, echando a la calle tipos, chibaletes y muebles, llevose presos a cuantos allí encontraron. La salida del periódico se interrumpió por unos días, pero poco a poco se fue improvisando otra pequeña imprenta con tipos que vendían o regalaban los cajistas de otras imprentas, principalmente de la del Gobierno. Yo era de los que se ocupaban más eficazmente en esto, pues tuve la suerte de contar con dos amigos que eran empleados de la Imprenta Nacional y que por varios días, todas las tardes, me regalaron puñados de tipos. Esta imprentica se instaló así en un rancho que estaba por las cercanías de la esquina de Torrero, siendo de advertir que estos lugares eran unos barrancos, por donde nosotros traficábamos como si fuéramos a bañarnos en pozos que quedaban más arriba. Pero cierto día se repitió la escena del Pasaje del Centenario. Hacía pocos minutos que yo había salido de allí. Otra de mis ocupaciones era la venta clandestina del periódico, lo que hacía con absoluto desinterés.

Careciendo de tipos, se apeló al recurso del manígrafo. Éste era una mezcla de gelatina y glicerina que, caliente, se vertía en apropiados latones de hojalata; al enfriarse se tenía una pasta de alguna consistencia. En una hoja de papel, se escribía la página del periódico que se quería reproducir con una tinta especial hecha con anilina y ácido acético. Luego se adhería la hoja escrita a la pasta y en ésta quedaba el negativo. Lo demás se reducía a aplicar hojas en blanco, en las que quedaban reproducidos los escritos. En esa labor se empleó muchas veces.

                                                                                                               7 Antonio Guzmán Blanco. 8 Joaquín Crespo, natural del estado Aragua (San Francisco de Cara), fue dos veces Presidente de la República: entre 1884 y 1886 y, luego, entre 1892 y 1898. Originalmente guzmancista, se distanció de su protector en su segunda presidencia. Encontró la muerte de un disparo en combate contra las fuerzas rebeldes del general Juan Manuel Hernández, el Mocho, en el sitio de la Mata Carmelera. 9 La cárcel de La Rotunda ocupaba el sitio donde se encuentra la Plaza La Concordia y fue erigida en 1844 bajo la presidencia de Carlos Soublette. El gobierno de Eleazar López Contreras ordenó su demolición en 1936.

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Era poco lo que así podía publicarse, pero cada periodiquito de aquéllos era como una metralla. Formáronse varias ternas de jóvenes, todos comprometidos a sacar el periódico, cuando les llegase el turno, a poner sus nombres como redactores y a no esconderse. Presos unos, reaparecía el periódico con la noticia de esas prisiones y con los nuevos redactores. Así se fueron llenando las cárceles. ¡Ah, si hubiéramos contado entonces con la máquina de escribir, esa prensa doméstica, o con el multígrafo, más ventajoso aún!

Aquello fue una lucha cívica enérgica, tenaz, formidable, de toda una nueva generación contra un gabinete impopular que representaba los intereses y estaba bajo la tutela de un autócrata odioso.

Cierta noche, estaba un numeroso grupo de jóvenes, yo entre ellos, en la Plaza Bolívar, donde uno de los principales delpinistas, Carlos Fernández, nos dictaba una conferencia sobre los deberes y derechos del ciudadano. Estábamos todos los oyentes en profundo silencio, con la mayor circunspección y, no obstante esto, a poco llegaron unos agentes de policía diciéndonos que de orden superior debíamos retirarnos. No les hicimos caso y continuó la conferencia. No tardaron en llegar otros policías y varios oficiales repitiendo la misma orden, pero el orador continuó discurriendo y nadie se retiró.

Entonces, se presentó el mismísimo Gobernador del Distrito Federal con más oficiales y más policías. Llegó hecho un energúmeno, gritando, pateando, amenazando. Que su autoridad se respetaba, que él no era ningún muñeco, que ya íbamos a saber quién era él y otras muchas cosas más por el estilo.

Era el general Bernardino Mirabal, que así se llamaba el gobernador, uno de los más resaltantes caudillejos de la Federación, creo que apureño, y tenía fama de ser, algo más que enérgico, terrible, y muy capaz de todas las tropelías, siempre que creyese que así lo requería lo que él llamaba su deber. Decíase que Crespo lo había designado para ese alto puesto con el propósito de amedrentar a los delpinistas y acabar con el Delpinismo.

Pero, en la ocasión a que me refiero, cruzose de brazos Carlos Fernández, lo deja hablar y, cuando creyó que ya había descargado la ametralladora de su ira, sacando un cuadernito del bolsillo le dijo con una calma asombrosa: “Señor gobernador: supongo que usted, antes de aceptar el cargo que está ejerciendo, le habría echado un vistazo siquiera a este librito que se titula Constitución de los Estados Unidos de Venezuela, la que dice en su artículo 140, garantía 70, que la Nación garantiza a los venezolanos el derecho de reunión pacífica y sin armas. Pues bien: esta reunión no puede ser más pacífica y, en cuanto a armas, voluntariamente nos sometemos al registre y que sea conducido a La Rotunda el que tenga siquiera un cortaplumas”.

En efecto: nadie estaba armado, porque no pudiendo disponer de un Rémington, que era el fusil más poderoso de la época y del cual disponía el Gobierno, preferíamos mantenernos dentro de la órbita del derecho y todos teníamos esa consigna. A estas palabras del conferenciante contestó Mirabal con exabruptos y amenazas, alzando mucho la voz. Fernández le replicó en tono aún más alto y así, cada cual fue gritando más y más hasta que, furioso y perdiendo los estribos, el gobernador blandió el paraguas para golpear a su contrincante, pero éste se le adelantó y le descargó un chaparrazo.

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Aquello se volvió una barahúnda terrible: los del Gobierno aprestaron sus armas y sonaron los pitos. Vinieron más policías, cercaron la plaza, ninguno de nosotros corrió y en seguida fuimos conducidos, los noventa y cuatro que allí estábamos, al cercano Cuartel de Policía, en el cual entramos cantando el Gloria al Bravo Pueblo y la Marsellesa, y cantándolos pasamos el resto de la noche. Al día siguiente, el general Hipólito Acosta pasó por delante de los cuartos en que estábamos alojados y le arrojamos zapatos y pedazos de ladrillo, por lo cual no se atrevió a pasar otra vez por allí. Comprendió que la juventud, cuando se halla enardecida por la injusticia, es capaz de todo y a nada teme, y no era él, por su índole bondadosa y por su característica prudencia, el que pudiera provocar un conflicto del cual resultasen sus manos manchadas de sangre juvenil, de esa sangre cuyas manchas no se borran nunca, porque es una sangre generosa, sangre de inocentes, sangre de los ingenuos reservistas de la libertad, de los que llevan en el corazón santos anhelos de Patria libre y en el cerebro los futuros destinos de la República.

Contáronme que al cabo de unos días de ser nosotros huéspedes del buen Hipólito, éste le dijo al gobernador: “General: por Dios; suelte a esos muchachos o mándelos a La Rotunda, porque yo no puedo con ellos; me tienen loco”. A lo cual respondió Mirabal: “Acaba de irse de aquí Cocho (el alcaide de La Rotunda), quien me dijo que ya no puede con los que tiene allá abajo”.

Había entonces en aquella cárcel más de cuatrocientos muchachos y ese día, precisamente, algunos de ellos pusiéronse a arrojarle miguitas de pan a un famoso gallo fino que Cocho tenía suelto en el patio. Así lo fueron atrayendo, y cuando lo tuvieron al alcance le echaron mano, le torcieron el pescuezo y lo arrojaron al patio. Bartolo Ochoa tenía fama de malo y por algo sería; sin embargo, se abstuvo de provocar un conflicto. Sabía que hubiera tenido que matar a unos cuantos; no se atrevió a tanto y se conformó con echarle el cuento al gobernador.

Es preciso haber visto a la juventud de aquella época, el coraje que la impulsaba, lo dispuesta que estaba a arrostrar y sufrir todas las consecuencias de su indómita actitud, por tremendas que fueran, para comprender por qué el terrible alcaide, a quien “no se le aguaba el ojo”, se resignó a comerse en paz su sancocho de gallo de cincuenta pesos.

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III. DEL CÓDIGO MORSE AL MASÓNICO

Después de aquella mi primera prisión —¡cómo pensar entonces que habría de ser tan larga la serie!— mi padre me llamó a su lado para evitarme nuevos tropiezos, pero le prometí que me consagraría al estudio para graduarme de telegrafista, lo que hice pocos meses después. En graduándome, fui destinado a la oficina de Higuerote; luego pasé a la de Río Chico como segundo operario, siendo jefe de la estación Vicente R. Guevara. Hubo un cambio de director; el bondadoso Carlos María Velázquez fue sustituido por Juan Martínez Lyon; se nos envió los reemplazos: me destinaron a una oficina de los Andes. Mi padre no quiso que me fuera tan lejos de su lado y heme otra vez de agricultor.

Por aquel entonces, leí por primera vez lo que alguien dijo: “que para ser un hombre completo era preciso haber sembrado un árbol, haber escrito un libro y tener un hijo”.10 Quise sembrar varios árboles, porque el cerebro me prometía varios libros (van cinco con éste) y el corazón me aseguraba que tendría varios hijos (diez, con los dos que volaron al Cielo). Pedí, pues, permiso a mi padre para tumbar un pedazo de montaña y fundar un ahilado de cacao, al cual él le puso el nombre de San Rafael. Llaman por allá ahilado lo que también se llama tablón: cien varas en cuadro. Cierto que solo no hice ese trabajo; me acompañaron tres o cuatro peones, pero quise darme el gusto de derribar varios árboles sin ayuda alguna. También sembré personalmente muchos almácigos de cacao y, en su oportunidad, yo mismo trasplanté las tiernas planticas después de haber sembrado con la anticipación requerida las matas de topocho y de bucare que habían de darles la requerida sombra. Pocos años después, ausente yo, mi padre se refería a aquel ahilado, en sus cartas para mí, como pudiera referirse a un nieto que llevase su apellido con honor. Y yo leía esas cosas casi con el orgullo de un padre que oye elogios para su hijo, pues aquel pedazo de tierra cultivado, que yo había regado con el sudor de mi frente, era como mi primogénito.

.........

Preciso es echar una mirada retrospectiva a la situación política de entonces, para más claridad en el episodio que voy a narrar. Era, como ya he dicho, Presidente de la República el general Joaquín Crespo, a quien Guzmán Blanco había dejado en su cargo como un menor de edad; quiero decir: bajo su inexorable tutela, que ejercía desde París. De este modo quiso el amo de entonces premiar la fidelidad del Héroe del Deber Cumplido, remoquete que le adjudicó cuando Crespo publicó un manifiesto en que protestaba contra la deslealtad de Alcántara11.

Cercano ya el fin del bienio presidencial, a Crespo le entraron ganas de continuar en el poder pero, habiendo tomado por lo serio lo del Deber Cumplido, no quería aparecer como imitando al llamado Gran Demócrata, contra cuya conducta había protestado no sólo con la pluma, sino con la espada. Era entonces Crespo como una aguja entre dos equidistantes imanes de igual potencia. Sus favoritos (Amengual, Barret de Nazaris, Velutini) le

                                                                                                               10 Fue José Martí quien dijera: “Hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro”.

11 Francisco Linares Alcántara, nombrado por Guzmán Blanco primer designado de la República, se encargó de su Presidencia en 1873 y 1874. En 1876 fue electo Presidente y alentó la reacción contra Guzmán.

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aconsejaban el franco continuismo, pero él vacilaba. Entonces ocurriósele a uno de esos “hábiles” políticos un plan que, aceptado por Crespo, procedieron a poner en práctica.

Ese plan consistía en no oponerse a que los guzmancistas, en colaboración con los crespistas, representasen la comedia de “la Aclamación”12; en entregar la Presidencia, en su oportunidad, al doctor Manuel Antonio Diez13, un médico poeta de quien se decía que no era fácil averiguar cuáles eran peores, si sus recetas o sus versos, y en provocar algunos alzamientos de guzmancistas para, con tal pretexto, poner un numeroso ejército de elementos netamente crespistas sobre las armas para atemorizar a Guzmán Blanco, quitarle las ganas de venir a encargarse de la presidencia y, mientras tanto, seguir gobernando con Diez como mampara. Para la tercera parte de este plan se envió a determinados lugares de la República unos procónsules con la consigna de hostilizar a los guzmancistas, hasta obligarlos a echarse al monte en son de rebelión.

Río Chico tenía por caudillo al viejo general Lorenzo Guevara, que se destacó en la región de Barlovento durante la Guerra Federal y era uno de los más adictos tenientes de Guzmán Blanco. Pues allá enviaron al general Juan Macías Inchauspe, para que hiciera todo aquello de lo que sus perversos instintos eran capaces, a fin de provocar un levantamiento de los guevaristas. Era Macías Inchauspe de Portuguesa; un joven como de treinta años, bien parecido, apuesto, inteligente y de alguna mediana cultura intelectual. Cierto día, del modo más inesperado, se presentó en aquel pueblo seguido de un grupo de servidores, con un oficio para el Presidente del Concejo Municipal, en el cual se le ordenaba que procediera a nombrar al portador Jefe Civil del distrito. Aunque inesperado, como dije, aquello no causó sorpresa a nadie, pues bien sabido nos teníamos lo que valía, bajo la flamante Federación, la peregrina especie de la autonomía municipal.

Fue elegido, pues, sin objeción alguna y, en tomando posesión del cargo, comenzó a perseguir y reducir a prisión a los principales oficiales de Guevara, so pretexto de que tenían armas ocultas. Para que declarasen donde las tenían los colgaban por los pies, les ponían tortoles14, los azotaban y los sometían a otros tormentos. Varios perecieron en el suplicio; entre otros que recuerde, el general Dámaso Baute, un negro muy valiente y acaso el más querido oficial de Guevara.

No se detuvo en esto: quiso herir al general Guevara en sus afectos de familia y ordenó que colgaran por los pies al menor de los Bustillos, su hermano Domingo, pues el general Lorenzo Guevara era hijo natural de aquel coronel Lorenzo Bustillos que figuró en la Guerra de Independencia y era padre de la numerosa familia Bustillos: una de las más honorables de Río Chico y acaso la más influyente, tanto social como políticamente, por su opulenta posición económica, por el número de hogares que la componían y por su parentesco con el caudillo de aquella región.

                                                                                                               12 Así se llamó el movimiento para asegurar el retorno de Guzmán Blanco, elegido para el período 1886-1888 (Bienio), a quien se le añadía entonces el título de Aclamado de los Pueblos. 13 Al culminar el bienio de Joaquín Crespo en febrero de 1886, el vicepresidente Diez asume interinamente la Presidencia hasta octubre de ese año, cuando Antonio Guzmán Blanco retorna al poder. 14 Instrumentos de tortura. Consistían en la aplicación de un torniquete a la cabeza de las víctimas, con una cuerda gruesa que podía llegar a fracturarla.

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El general Guevara podía reunir en brevísimo tiempo dos o tres mil hombres, pues eran muchas las haciendas que rodeaban a Río Chico y cada una tenía gran número de peones, todos adscritos a ese jefe. Pero el general Juan Quevedo, quien a la sazón era gobernador de Caracas, y muy fiel a Guzmán Blanco, había adivinado o descubierto el plan de Crespo y su camarilla—pues lo mismo estaban haciendo en Guarenas con el general Ramón Doroteo González y en otros lugares con sus respectivos caudillos guzmancistas—, y para que no lograran sus propósitos, a todos les aconsejaba frecuentemente que no hicieran la menor demostración de protesta ni rebeldía. Guevara recibió diversas cartas y varios comisionados de Quevedo para recomendarle que él y sus partidarios aguantaran hasta “agua caliente y algo peor”, pero que por ningún motivo debía sonar un tiro; que éste era el modo de frustrar los planes crespistas, conseguido lo cual el “Aclamado de los Pueblos” regresaría a la Patria, se haría otra vez cargo del poder y les ajustaría a todos las cuentas pendientes.

Por esto fue, pues, por lo cual el general Lorenzo Guevara desplegó aquel sorprendente estoicismo que a todos maravilla y que nadie podía explicarse, puesto que a él le hubiera bastado dar una orden a cualquiera de sus oficiales para caer con trescientos o cuatrocientos hombres sobre el sátrapa Macías Inchauspe y los treinta o cuarenta mercenarios que constituían su único apoyo. Para mí, Guzmán o Crespo, me eran igual; mas, sin embargo, de día en día aumentábase mi indignación al presenciar las atrocidades de aquel bárbaro y el aguante de sus víctimas. Y llegó el momento en que esa cólera, que ya me rebosaba en el pecho, hizo explosión, y esto fue por el suceso que voy a referir.

Vivía por aquel tiempo en Río Chico un anciano carpintero, de condición humilde, pero muy considerado y respetado por su hombría de bien. Era viudo y tenía una hija única, a quien todos llamaban Candelarita. Era una morenita muy agraciada, como de diecisiete a dieciocho años, y muy modesta y virtuosa. Tuvo la desgracia de que su belleza provocara los salaces apetitos de la fiera aquella y cierto día por la mañana, entre diez y once, aprovechando el momento en que el padre, cuyo nombre no recuerdo, estaba fuera de su hogar, Macías Inchauspe penetró en él y sin más ni más procedió a forzar a aquella niña. Ésta se defendía con las uñas, con los dientes y gritaba rabiosa y desesperadamente. Entra el padre y el sátiro, en viéndole, sacó el revólver, disparó y le partió el corazón.

Ya aquello era el colmo. Río Chico ardió de indignación, pero allí estaba el jefe, el estoico viejo Guevara para echar aceite sobre las olas, agua al fuego. Mas yo no pude contenerme: mi quijotismo estalló, monté en Rocinante, apresté la adarga, empuñé el lanzón y arremetí.

Al jefe de la oficina telegráfica, un italiano llamado José Bárbara, le entregué un telegrama para Miguel Eduardo Pardo, redactor de La Guillotina, diario independiente de Caracas. Allí le refería lo que estaba pasando en Río Chico, las atrocidades, las torturas, los asesinatos y, por último, la irrupción lujuriosa en un respetable y virtuoso hogar para violentar a una doncella y asesinar a un padre anciano, indefenso, débil, incapaz de poder medírselas mano a mano con un joven vigoroso y ágil.

Bien sabía yo que aquel telegrama no llegaría a la oficina de redacción del periódico citado, aunque en él decía que por otra vía iría copia certificada; pero pensé que, al menos, llegaría a manos de Crespo y que tal vez le sacudiría la conciencia para que tuviese piedad de aquel desventurado pueblo.

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Mas he aquí adonde fue a parar. Hallábase Macías Inchauspe en el amplio corredor del establecimiento mercantil de los señores Víctor Crassus & Co., leyendo su correspondencia, cuando se le acercó el telegrafista Bárbara y le entregó un papel. En leyéndolo, el sátrapa se desató en improperios, ternos,15 amenazas, juramentos, golpeando el suelo con sus pezuñas de sátiro no satisfecho y dando puñetazos en la mesa con la mano que acababa de verter la sangre de aquel humilde carpintero que no tuvo más delito que el de ser padre de una niña joven, virtuosa y bella.

Aquellas amenazas de muerte eran contra alguien, a quien no nombraba. ¿Contra quién? Esto se preguntaba a sí mismo don Juan Norberto Franchi, tenedor de libros de aquel establecimiento, quien no estaba lejos y quien oía con estupor aquella tempestad de cólera que se cernía sobre la cabeza de la próxima víctima. ¿Quién sería?

Para averiguarlo, en cuanto el telegrafista se marchó, don Juan Norberto se acercó al procónsul en son de apaciguarlo, compadeciéndolo por las mortificaciones que le proporcionaban y manifestando el deseo de saber quién era el que había osado incurrir en su enojo, pero sus diplomáticas expresiones y su calculada conmiseración sólo eran correspondidas por el bárbaro con nuevos juramentos, más amenazas, más patadas y otros puñetazos. Por fin logró saber que la cosa era conmigo; que era yo quien estaba en capilla.

Entonces fue la gran faena. Don Juan Norberto empeñose en convencerle de que yo no era digno del honor de su ira. “¿Cómo, un jefe como usted, habría de tomar en cuenta lo que pudiera decir un muchacho como Rafael Arévalo? Desprecio y nada más es lo que merece el imprudente e irrespetuoso. Desprécielo, general; no le haga caso a ese mocoso”. Cuanto más el buen señor Franchi aguzaba su ingenio para salvarme, más aumentaba la cólera del sátrapa. Luego invocó cuanto de reverenciable había para obtener mi perdón. Lo pidió en nombre de Dios; de mi padre, venerable anciano, tan digno de compasión; de los padres de él, de mi familia, una de las más respetables de aquel pueblo; de la sociedad riochiqueña, a la que yo pertenecía... En fin: pidió mi perdón hasta con lágrimas en los ojos, pero aquel corazón de tigre era incapaz de un sentimiento de piedad y para cada súplica sólo tenía esta respuesta: No, no, no... repetida, diez, veinte, cuarenta veces.

Entonces cruzó por la mente de mi defensor, como el chispazo divino, la idea salvadora.

—General —dijo solemnemente don Juan Norberto Franchi—, ya le he pedido el perdón de este joven en nombre de Dios, de su padre, de los de usted, de su familia, de esta respetable sociedad, y ahora se lo pido en nombre de la masonería. Usted es masón, yo también lo soy y ese joven es nuestro hermano.

Macías Inchauspe mugió cual toro acorralado. Que me perdonen los toros este despropósito. Rectifico: rugió como tigre enjaulado. Diríase que un certero dardo le había penetrado en la carne; en aquella carne que era madriguera de todos los vicios, guarida de todos los crímenes. Tras un breve silencio preguntó: —Y él, ¿es masón? —Sí, general, puedo probárselo—contestó Franchi animosamente, ya entreviendo el triunfo. La fiera volvió a rugir. Franchi repitió: “Él es masón”.

                                                                                                               15 DRAE: terno. 6. m. Voto, juramento o amenaza. Echar ternos.

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—Desde hoy puede usted considerarse como el verdadero padre de ese mozo, porque el tiempo de vida que le queda a usted lo deberá. Esto dijo Macías Inchauspe temblándole las mandíbulas y, dándole la espalda a su interlocutor, se alejó presuroso volviendo a rugir.

Más tarde se supo que aquel forajido tenía esa fibra sensible porque en cierta ocasión, en Portuguesa, hallándose atado a un árbol para ser fusilado, salvó la vida por haber hecho una seña masónica y desde entonces juró cumplir con todo hermano masón los deberes que la francmasonería le había impuesto. Don Juan Norberto, sin embargo, no fiándose en la palabra de aquel hombre, capaz de todo, fuese incontinenti al establecimiento mercantil de don Higinio Martínez, venerable maestro de la Logia Estrella de Barlovento, le refirió lo ocurrido y entrambos resolvieron convocar a los masones para una tenida extraordinaria que se efectuaría esa noche e invitar a Macías Inchauspe para que también concurriera.

Allí se celebraron las ceremonias acostumbradas en tales casos; el orador de orden nos endilgó una plática adecuada a aquellas circunstancias y como a las once y media nos retiramos.

En llegando a nuestra casa, mi padre se dirigió directamente a la caballeriza y ensilló su mula. Abrió el escritorio, cogió el dinero que allí había, me lo metió en el bolsillo, me abrazó, me echó su bendición y me dijo: “Vete ahora mismo a Higuerote; allí siempre hay barcos próximos a salir para La Guaira. Embárcate en el primero que zarpe y que Dios te acompañe”.

Por el camino iba yo admirando la sabiduría de la previsión paternal, pues recordaba que cierto día, cuando me estaba preparando para dedicarme a la profesión de telegrafista, mi padre me dijo: “Como padre tuyo no puedo querer sino tu bien. Vas a viajar, y como pienso que el ser masón puede serte útil, anoche te propuse en la logia para que te reciban antes de partir”. Le di las gracias y acepté con regocijo la propuesta. Desde que se instaló aquella logia poco tiempo hacía, abrigaba yo el deseo de saber lo que aquella institución significaba. Ya podrá pues, suponerse, cuán grata impresión me causaron las palabras de mi padre. ¿Quién habría de decimos que, no muy tarde, a esa inspiración del amor paternal debería la salvación de mi vida?

A Higuerote llegué al amanecer, y a poco el jefe civil de ese pueblo, general Demetrio Calimán—no recuerdo con qué pretexto—embargó la mula de mi padre, una famosa bestia que le había costado quinientos pesos y que él apreciaba mucho.

Inútiles fueron los alegatos y la observación de que el dueño de esa mula no residía en la jurisdicción de aquel municipio. Calimán era un déspota, casi siempre excedido de tragos; me trató rudamente y tuve que embarcarme precipitadamente para evitar que me redujera a prisión. Menciono este incidente porque le pagué al general Calimán, años más tarde, exponiendo mi vida para prolongar unos días la de un hijo suyo, preso por homicidio en La Rotunda.

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IV. REGRESO DE GUZMÁN BLANCO

La paciencia de mártires y la estricta observancia, por parte de los caudillejos guzmancistas, de las instrucciones y los consejos de Juan Quevedo frustraron los planes de Crespo y de sus íntimos. No sonó un tiro, nadie se alzó, no hubo pretexto para que, desplegando el gobierno una aparatosa preparación militar, atemorizase a Guzmán Blanco e impidiese su regreso. La comedia de la “Aclamación” se efectuó. Y se efectuó con toda la ostentación y pompa que aquel brillante histrión político imprimía a todos sus actos, si bien, en honor de la verdad, hay que reconocer que casi la mayoría de los venezolanos anhelaba su regreso, mas no porque recordasen con satisfacción sus períodos presidenciales, del septenio y del quinquenio16, sino porque estaban renegando del de Crespo.

Este general, aunque de inteligencia despierta y de vivaz criterio que con el tiempo y el trato con hombres superiores habría de aguzarse aún más, era un magistrado intonso,17 incapaz de orientarse acertadamente en el proceloso mar de la cosa pública. No pecando de presuntuoso, así lo reconocía él mismo pero, comprendiendo que tenía necesidad de tutores, no tuvo acierto en la elección y mostró siempre una acentuada preferencia por los extranjeros, a muchos de los cuales hizo sus favoritos y colmó de riquezas. Así como muchos enfermos suponen que todo medicamento que tenga un rótulo del exterior es eficaz, Joaquín Crespo creía que bastaba tener un apellido extranjero para ser un buen consejero.

Regresó Guzmán, se aseguró en la silla y comenzó a poner al revés todo lo que Crespo había hecho. Como ejemplo citaré dos breves anécdotas. Al saber que el general Velutini estaba de presidente en el entonces Gran Estado Bermúdez dijo: “No, no, a José Antonio lo necesito a mi lado”. Y habiendo pedido la lista de los consejeros de gobierno, uno de los cuales debía ser el sucesor, fijose en el que llevaba el apellido Canache e imaginando por ello que debía ser un indio de fácil manejo y mucha docilidad, dijo; “Que nombren a éste: a Calanche, a Calanche”. Esta adulteración del nombre la explotaron los enemigos de quien, por tener un apellido indígena, había llegado a la primera magistratura del Estado y en lo sucesivo no lo llamaron sino Calanche.

El otro caso fue cuando le dijeron que el gobernador del distrito federal era el general Gustavo Sequera. “Se queda?—preguntó Guzmán—Aquí no se queda nadie”. E incontinenti lo destituyó. Al regresar, Guzmán se encontró con que tenía de frente a los legionarios cívicos de El Yunque, cuya campaña sucedió a la del delpinismo.

De la nueva brega, en verdad, pocos pormenores conozco por haber ido, en mi deseo de viajar y conocer otras regiones de mi Patria, a servir una oficina telegráfica. Pero sí puedo referir otra anécdota que parece ser lo que determina la inesperada resolución de Guzmán Blanco de volverse a Europa.

                                                                                                               16 Se conoce come el Septenio el primer gobierno de Antonio Guzmán Blanco, entre la Revolución de Abril de 1870 hasta 1877. Después de la presidencia de Linares Alcántara asume de nuevo para el Quinquenio (1879-1884). Al término del período de Crespo asumirá una última vez el ejercicio de la Presidencia (Bienio de 1886-1888), que no completa al dejar el cargo el 11 de agosto de 1887. 17 DRAE: intonso. 2. adj. Ignorante, inculto, rústico. U. t. c. s.

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Era El Yunque un periodiquito batallador y audaz que tenía por lema esta frase de Víctor Hugo: “El presente es el yunque del porvenir”, frase, como se ve, de doble sentido muy bien aprovechado. Lo dirigía y redactaba Luis Correa Flinter, con el concurso de varios jóvenes talentosos e independientes entre los que descollaban José Mercedes López, Telésforo Silva Miranda, Tomás Ignacio Potentini y otros.

Habiendo observado Guzmán Banco el fracaso de Crespo en el sistema de represión empleado contra los delpinistas, y comprendiendo que la inmensa impopularidad de su antecesor provenía principalmente de esa persecución a la juventud, resolvió proceder de un modo opuesto y, al efecto, echando mano de unos recursos diplomáticos que pocas veces le gustaba emplear, propúsose halagar a los jóvenes escritores y atraérselos con ofrecimientos de consulados y otros puestos públicos.

Pero le fallaron sus planes. Aquellos jóvenes mostraron una esquivez desconcertante, y aunque en toda ocasión el “Aclamado” hablaba de su cariño a la juventud, de su deseo de proteger a los que estaban llamados a empuñar más tarde las riendas del gobierno y conducir a la Patria a sus altos destinos, esto no les hacía gracia alguna a aquellos rebeldes, acaso porque sabían a qué atenerse con respecto a los halagos y promesas del “Ilustre Americano”.

Y sucedió que un día, por la tarde, paseando Luis Correa Flinter en un fogoso caballo, al cruzar la esquina de la Casa Amarilla con dirección a la de la Gobernación, tropezó con un azafate de dulces que llevaba una vieja en la cabeza. Los dulces rodaron por el medio de la calle y la mujer se salvó milagrosamente.

Esto aconteció precisamente en el instante en que Guzmán Blanco, saliendo de la Casa Amarilla, donde había celebrado sesión de gabinete con los ministros del despacho, se detuvo en el umbral. Vio lo ocurrido, reconoció al periodista de El Yunque y, al tiempo que éste le pasaba por delante, tratando de sofrenar el caballo, gritole a uno de sus edecanes, con aquel tono campanudo que le era peculiar y como para que el jinete le oyera: “A ver: págale a esa pobre mujer los dulces que le ha hecho caer ese joven sin culpa ninguna; pues él no ha tenido culpa. Es que ese caballo tiene la boca muy dura”.

En oyendo esto, Correa Flinter, que ya había logrado detener el caballo, díjole al edecán: “Un momento; aquí hay dinero”. Y sacando una cartera extrajo de ella tres billetes de a veinte bolívares, los echó en el azafate, que todavía estaba en el suelo, y dijo con voz muy alta: “Señora: ahí tiene el valor de los dulces”—estos valían tres o cuatro bolívares, pues eran dulces de a centavo—. Lo demás tómelo por el susto. Gaste ese dinero sin escrúpulo, porque ha sido ganado honradamente; no ha sido extraído ilícitamente de las arcas públicas”. Y en diciendo esto, aplicole las espuelas al caballo y partió dejando a todos los presentes en un intenso estupor.

Lo concurrido del sitio, la curiosidad que congregaba siempre a muchos ociosos para ver al Presidente de la República y el suceso que acababa de acontecer fueron partes para que allí se congregara un gentío que oyó las palabras de Correa Flinter y que, tras unos segundos

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de profundo silencio, prorrumpió en un cigarroneo,18 mientras Guzmán Blanco mudaba de colores. Su rostro, en ese instante, era comparable al espectro solar.

Por delante de esa hostil muchedumbre desfilaron él, sus edecanes y los ministros, pues viviendo a cuadra y media de distancia (entre el Conde y las Carmelitas) iba a la Casa Amarilla y regresaba a pie, y por eso no tuvo en aquella ocasión el recurso de un carruaje en que meterse. Díjose a poco que, en llegando a su casa, él y su esposa cruzaron estas frases: “Ana Teresa, prepara el equipaje porque nos volvemos para Europa”. “Y ¿qué ocurre, Antonio?” “Que las gallinas están cantando como gallos”. Lo cierto era que ya la juventud de aquella época no tenía la pusilanimidad de las gallinas, sino el coraje de los gallos.

Días después, en efecto, llamó al general Hermógenes López, su sustituto, y aunque aún faltaban ocho o nueve meses para vencerse el período presidencial, entregole la presidencia y se embarcó19.

Guzmán Blanco dio entonces una manifestación de altísimo talento. Y de algo más: también una prueba de prudente patriotismo. Sabía que estaba sobre un volcán, que tenía de frente a toda una fogosa y nueva generación que había elegido, para combatir contra él, no los cruentos campos de batalla donde podría, por inerme, ser fácilmente vencida, sino la incruenta arena del civismo donde con el escudo del derecho y la espada de la ley podría vencer. Cada negativa de aquellos jóvenes cuando recibían la oferta de un puesto público era como un guante que arrojaban. ¿Y qué pensar de la inconcebible audacia con que Correa Flinter le escupió en las propias barbas del autócrata aquella candente sátira que como una espada de dos filos le traspasó el corazón?

Guzmán Blanco había luchado contra la vieja generación y la había vencido; había combatido contra su propia generación y la había sojuzgado; pero ahora se le enfrentaba una nueva generación, gente de refuerzo. Conocía ya el temple de acero de su denuedo. Sabía que tendría que llenar las cárceles con jóvenes que no llevarían más armas que un ejemplar de la Constitución en el bolsillo, y pavimentar las calles de Caracas con cadáveres de adolescentes que no habrían cometido más delito que el sublime de aborrecer su tiranía. Suponía también que, si tanto le quemaba la conciencia la sangre de Matías Salazar20, no obstante ser la de un guerrero cogido con el arma empuñada, cómo se la quemaría la generosa sangre de aquella bizarra y desarmada juventud, y no quiso manchar indeleblemente con esa sangre la mano con que acariciaba su esposa y bendecía a sus hijos.

                                                                                                               18 Con este nombre se designaba al rumor persistente de una turba, que semeja el ruido de las cigarras. 19 Este dato fija el incidente con Correa Flinter para comienzos de agosto de 1887. 20 A veces Arévalo defendió gente indefendible. Matías Salazar, guerrero de larga trayectoria fue fusilado en 1872, en ejecución ordenada por un Consejo de Guerra, ciertamente ratificada por Guzmán Blanco. Pero el carácter de Salazar incluía la doblez, y habiendo llegado a ser segundo designado (suplente) a la Presidencia de la República, conspiró contra Guzmán y entró en un complot para asesinarlo. Antes incurrió en asaltos y robos que a veces ejecutó disfrazado, delitos que le perdonara Juan Crisóstomo Falcón.

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V. TELEGRAFISTA ITINERANTE

Por algún tiempo estuve ausente de Caracas, sirviendo en varias oficinas telegráficas. Aquello fue como el quinto año de mi aprendizaje en la política venezolana, pues así como el sacerdote puede contemplar en el confesionario, en toda su execrable desnudez, la miseria humana, el telegrafista que no sea un simple autómata para trasmitir y recibir telegramas, el que se considere como en un confesionario, puede también contemplar en toda su vileza, en su admirable ruindad, el alma vil y ruin de esos políticos que no entienden la política como “el arte de hacer reinar la justicia”, sino como un forcejeo de interés y aspiraciones egoístas, en el cual están permitidas todas las arterías, todas las intrigas, pues, según ellos, el más intrigante, el más artero, el más inicuo resulta ser el más hábil en política. En su oportunidad, cuando me refiera a la época del doctor Andueza Palacio21, citaré uno de los ejemplos de lo que dejo dicho.

Como telegrafista estuve en Barcelona, oficina servida por cuatro operarios. En mi juventud, me agradaba frecuentar la buena sociedad y, por esto, cuando llegaba a una población extraña, no preguntaba dónde estaba el botiquín, ni el club, ni el billar, ni la gallera, sino cuáles eran las principales familias, dónde vivían las muchachas más distinguidas y quiénes podrían introducirme en la alta sociedad. Mi repugnancia por el licor es instintiva y siempre he aborrecido el juego, pues ni siquiera sé cómo se coge un taco de billar. Sin embargo, en Aragua de Barcelona aposté a un gallo y en Caracas me embriagué en cierta ocasión.

A mis compañeros de oficina les exigí que me presentaran a las familias con quienes tuvieran relaciones. Me contestaron que no conocían a ninguna, que aquella sociedad era muy mantuana y que para visitar los más distinguidos hogares era preciso traer una carta de recomendación del Padre Eterno, o siquiera de Nuestro Señor Jesucristo o de su Santa Madre. Pasé, pues, varias noches aburrido, hasta que se me ocurrió visitar la Logia. Era ésta la más antigua de Venezuela, la número 1, y tenía fama de ser lo que debía ser. Averigüé cuáles eran los días de tenida y el próximo miércoles me presenté ante el hermano portero, quien me hizo pasar adelante con el debido examen de mis papeles y demás circunstancias. Fui recibido en seguida con el ceremonial de estilo y con cordialidad realmente fraternal. Terminada la tenida fui muy agasajado, y el Venerable Maestro, que lo era el doctor José Vallenilla Cova, después de charlar un rato conmigo, averiguando quién era mi familia, cuál mi modo de pensar y de sentir, me invitó a ir el próximo domingo a su casa para presentarme a su familia.

Así lo hice, y fui gratamente sorprendido porque en mi obsequio habíase preparado una hermosa velada. Hubo canto, música de piano, violín y flauta y baile, varias honorables matronas, respetables señores, un precioso ramillete de preciosas niñas y un grupo de cultos caballeros. Tener abierta la puerta del honorable hogar de la familia Vallenilla era tener de par en par la puerta de todos los honorables hogares de la sociedad barcelonesa. Esa misma noche, varios señores y señoras me manifestaron que yo sería muy bien

                                                                                                               21 Raimundo Andueza Palacio, abogado nacido en Guanare, sucedió a Juan Pablo Rojas Paúl en la Presidencia de la República, la que ejerció entre 1890 y 1892. Como otros presidentes antes y después de él, intentó prolongar su mandato más allá de los límites de su período. La oposición a su continuismo, primero de Rojas Paúl y luego, militarmente, de Joaquín Crespo, le forzaron a abandonar el gobierno en manos de Guillermo Tell Villegas.

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recibido cada vez que quisiera visitarlos, lo que hacía en todas las noches que tenía libres. Entre las personas apreciables que tuve el gusto de tratar estaba un señor de Carúpano, cuyo nombre, al recordarlo, me recuerda también una jocosa anécdota de Guzmán Blanco que voy a referir, siquiera sea para darle un poco de amenidad a estas páginas.

Llamábase el aludido señor don Pablo Páez Mujica. Era entrado en años y por mucho tiempo sirvió en la Aduana de Carúpano en un puesto de poca importancia. Por servirlo con la debida competencia, y por sus cualidades personales, aunque hubiese cambios nunca se metían con él. Pero, durante la “Reivindicación”, ocurrió una crisis ministerial y el nuevo Ministro de Hacienda barrió la Aduana de Carúpano y cayó todo el mundo. El buen don Pancho no sabía hacer otra cosa y estaba ya muy viejo para aprender, por lo que resolvió venirse a Caracas para ver si lograba que Guzmán, quien mucho lo conocía, lo repusiera en el puesto que por tantos años sirviera con cabal honradez, gozando sólo de un exiguo sueldo que no le había permitido salir de una honrosa pobreza.

Se vino, en efecto. Eran aquellos días las vísperas del Centenario del Natalicio del Libertador22, que el Gobierno se proponía celebrar con la pompa y solemnidad que el caso requería. Guzmán Blanco estaba atareadísimo, y casi diariamente tenía que recibir a uno o más representantes de gobiernos extranjeros, corporaciones, sociedades científicas, artísticas y literarias, academias, la prensa, que ya estaban llegando a Caracas.

Guzmán estaba muy contento porque le habían dicho que era muy probable que, como representante de la prensa española, viniera don Francisco Pérez de Mujica, el más ilustre, más prestigioso y más honorable de los periodistas españoles de la época. Guzmán Blanco consideraba como una eminentísima distinción para Venezuela y como una radiante gloria para su gobierno que un personaje de tan alto coturno viniese a presenciar las fiestas del Centenario en representación de la egregia Prensa española.

En su escritorio de la Casa Amarilla estaba, pluma en mano, cuando un edecán le anunció la visita del señor Francisco Pérez Mujica. Guzmán, en oyendo este nombre, saltó del asiento. Pensó que el gran periodista había llegado de incógnito, esquivando ovaciones y agasajos, y exclamó: “¡Cómo, don Francisco Pérez de Mujica!” E inmediatamente ordenó que lo pasaran al Salón Amarillo, el de las grandes recepciones, y que le suplicaran que se dignase esperar un instante. Y procedió a cambiar de traje, a engomarse el bigote y retorcérselo con esmero y a ponerse en la solapa las condecoraciones españolas que tenía: la Cruz de Carlos II, la de San Femando, la de Isabel la Católica y no sé qué otra. Hecho lo cual, se encaminó al mencionado salón y ordenó al edecán que lo anunciara como era de estilo en tan solemnes casos. El edecán abrió la puerta, levantó la pesada cortina de damasco y con voz apropiada dijo: “El Ilustre Americano, general Antonio Guzmán Blanco, Presidente de la República, Regenerador, Pacificador, Civilizador y Reivindicador de Venezuela”. Al oír esto, un viejecillo que estaba hundido en un enorme sillón amarillo se puso en pie como impelido por un resorte. Guzmán entró marcando solemnemente el paso y sacando bien el pecho como para que lucieran bastante las condecoraciones, y al ver al tembloroso hombrecillo exclamó dándose una palmada en la ancha frente: “¡Ah, caramba! ¡Si es Pancho Pérez de Carúpano !”

                                                                                                               22 La anécdota regresa en el tiempo. Arévalo decidió hacerse telegrafista en 1883, justamente el año del Centenario del Nacimiento de Bolívar. El protagonista viajó a Barcelona hacia 1887.

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………

Luego estuve en Zaraza, pueblo hospitalario, de gente amable y laboriosa, de sociedad distinguida. Era entonces, cuarenta y seis años atrás23, de muy humilde aspecto; estaba muy atrasada. Tanto que, habiéndoseme dicho que la oficina telegráfica estaba en la calle del Sol, la principal de la ciudad, en lo que desemboqué en esa calle y miré a uno y otro lado, sentí un descorazonamiento terrible y ganas me dieron de regresarme, pues si tal aspecto tenía la calle principal, pomposamente llamada “del Sol”, ¿cómo serían las otras? Pero, por mucho que fuera mi desencanto, tampoco tenía voluntad de desandar el camino que con tantas penalidades, tantas angustias y tanto miedo había andado, caballero en una escuálida burrita, durante tres largos días; pues en ese camino había yo pasado el susto más pasmoso de cuantos he tenido en mi vida.

Narraré. Cuando desembarqué en Puerto Píritu solicité una bestia para seguir a Zaraza, pero no pude conseguir ni mula, ni caballo, aunque ofrecía pagar bien el alquiler. Solicité entonces la ayuda del Jefe Civil, manifestándole la necesidad que tenía de ocupar cuanto antes el puesto a que estaba destinado, y aunque le repetí que no me pararía en el precio, sólo pudo conseguirme la aludida burrita, pagando yo un alquiler que casi representaba el valor del animal.

Tuve la suerte de conseguir un buen compañero que iba a hacer el mismo viaje, también en igual cabalgadura, pues parecía que allí, en la puerta del Llano, no había bestias caballares ni mulares.

Nos pusimos en camino; pasamos por el pueblo de Píritu, desde donde contemplé los cerros que en días no muy lejanos, bajo el gobierno autoritario de Guzmán Blanco, fueron como el Monte Aventino de aquel pueblo. Pues, sucedió que al “Ilustre” se le antojó enviar a dicho pueblo, como primera autoridad civil, a un individuo extraño a la localidad. Los piriteños reclamaron, primero respetuosa y humildemente y luego con energía, que querían ser gobernados por uno del lugar. Pero Guzmán no les hizo caso y conservó en su puesto al nuevo Jefe Civil hasta que un día, estando éste parado en el umbral de la jefatura, cayó repentinamente, como herido de un rayo. Al punto creyose que había muerto de una lesión cardíaca, pero en seguida observose que del pecho le manaba un hilo de sangre. Era que una bala le había partido el corazón.

¿De dónde había salido, silenciosa, esa bala? Del cerro que estaba enfrente. Guzmán no aprendió la lección y mandó otro procónsul. Éste cayó del mismo modo estando en la plaza rodeado de espalderos. Así, con ligeras variantes, cayeron dos más. El quinto, que casi no salía a la calle, recibió en la sien derecha una bala de Winchester en el momento cuando atravesaba el patio de su propia casa. ¡Buen tirador tenían los piriteños! Por supuesto, muerto el Jefe Civil, nadie pensaba en averiguar de dónde había partido el tiro, ni en explorar los cerros entre los cuales se halla encajonado el pueblo. El jefe de la Policía y sus agentes sabían que antes de llegar a la falda del cerro serían muchos lo que por ella rodarían.

                                                                                                               23 El dato revela que Arévalo González escribía estas líneas en 1933, a sus sesenta y siete años, dos antes de morir.

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Guzmán Blanco aprendió—¡por fin!—la lección; o quizá fuera que no encontrase quien quisiera ir a mandar en un pueblo donde de tal modo se defendía el democrático principio de la autonomía municipal, diz que conquistada por los venezolanos en una desastrosa guerra de cinco años. Lo cierto es que el “Regenerador” exclamó : “Bueno, pues, que nombren a quien les dé la gana”.

………

Sigo ahora con la narración de mi viaje. Cuando ya habíamos andado algunas leguas, comenzamos a oír narraciones de las fechorías de Cabezón Yaguaracuto. Era éste José Gregorio, hermano del general Braulio Yaguaracuto. Amparado con la influencia que éste pudiera tener como primer teniente del general Domingo Monagas, se dio a cometer toda clase de atropellos a gente pacífica de aquella comarca. En cada rancho donde nos deteníamos para comer, tomar agua o dormir no oíamos otra cosa que el relato de las iniquidades de aquel forajido y de los que lo acompañaban.

Mientras almorzábamos en una posadita que estaba a la orilla del camino, llegó una vendedora de cochino adobado y refirió lo que había hecho la noche anterior el Cabezón. Tratábase de la violación de una doncella, a la vista de sus ancianos padres, a quienes previamente había atado a unos horcones. Entre los compañeros del bandido, recuerdo que nombraban a un tal Rafael Torrealba.

Recuerdo este nombre por lo siguiente: en una de aquellas tardes llegamos a una casa aislada, de regular aspecto, y pensamos pasar allí la noche, para lo cual hablamos con la mujer que nos recibió y nos preparó unos vasos de guarapo de papelón. Tomándolos estábamos, cuando entró precipitadamente un hombre alto, fornido, de abominable aspecto. Iba a buscar más dinero, pues no muy lejos, en otro rancho, había un garito; estaban jugando y él perdiendo. La mujer le dijo que pasaríamos allí la noche, de lo que se mostró muy complacido, probablemente porque entrevió el modo de desquitarse de sus pérdidas en el juego. Al presentarnos sus cumplimientos nos dijo su nombre: Rafael Torrealba.

Al oírlo, Pablo y yo cruzamos disimuladamente una mirada de inteligencia y, en alejándose el individuo después de habernos ofrecido volver pronto, mi compañero y yo le echamos otra vez las piernas a las fatigadas burritas y, poniendo oídos sordos a las protestas de aquella mujer, continuamos la marcha.

Al día siguiente, estando nosotros en una pulpería del camino, llegó un amigo de Pablo en compañía de un mocetón y, después de decimos que iba en busca de una yegua que le habían robado, nos invitó a pasar la noche en su casa, para lo cual nos indicó la dirección. Aceptamos, y ya entrada la noche llegamos a lo que no era sino un rancho, con una sola pieza y sobre ésta una troje.24

Nos recibió una mujer y nos autorizó para colgar los chinchorros en el corredorcito. Uno de los hocos25 de mi chinchorro y uno del de Pablo quedaron en un mismo horcón y los otros                                                                                                                24 DRAE: troje o troj. 1. f. Espacio limitado por tabiques, para guardar frutos y especialmente cereales. 25 El hoco es una especie de faisán con una cresta de plumas, que semeja el haz de cabuya que remata los extremos de un chinchorro.

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separados en alcayatas fijas en la pared, de manera que nuestras cabezas, puestas hacia el lado del horcón, quedaron muy cercanas. Menciono este detalle por lo que más adelante diré.

Después de haber soltado los burros en un pajonal cercano, nos tendimos en los chinchorros, fatigadísimos de tanto darles a aquellos pobres animales talón en los ijares y chaparro en las ancas. Ya estábamos cogiendo el sueño, cuando llegaron el dueño del rancho y su compañero. “¿Encontraron la yegua?”, les preguntó desde adentro la mujer. “Sí. La tenían escondida en una cañada. Ahora, cuando veníamos, encontramos al Cabezón y a Rafael Torrealba sentado en un tranquero y al vernos nos dijeron: ‘Anjá, ¿la encontraron? Por allá volveremos’”. Y en diciendo esto, entró en el rancho, sacó un Rémington recortado, lo traqueteó, disparó un tiro al aire y añadió: “Sí, que vengan, que aquí los esperamos”. El mocetón, por su parte, examinó un trabuco y lo cargó hasta la boca. Hecho esto se fueron a acostar, el hombre con su mujer en la pieza baja y el muchacho en la troje.

Pablo y yo, que habíamos oído muy atentamente aquello, comentamos nuestra situación: “Estamos aquí de carnadas—me dijo él—; al llegar esos hombres se tropiezan con nosotros y confundiéndonos con los otros nos coserán a puñaladas”.

Pensamos en proseguir la marcha, pero conocimos que esto sería imposible, dado el estado de cansancio de las burras; además, las habíamos soltado en el pajonal, probablemente se habían alejado y meternos por allí en noche tan oscura era exponernos a ser picados por una serpiente, que mucho abundaban por allí.

Resolvimos que uno montaría guardia mientras el otro dormiría, y que así alternaríamos de hora en hora durante la noche. Mi compañero se ofreció espontáneamente para velar la primera hora y yo acepté porque los párpados se me cerraban, sin poder evitarlo.

Más de una hora habría dormido cuando me despertó un horrible grito de Pablo, dado cerca de mi oído, porque, como ya dije, nuestras cabezas estaban muy cercanas.

Salté del chinchorro, revólver en mano, y observé tratando de descubrir algún bulto sospechoso en la oscuridad. Pensé que a mi compañero le habían asestado una puñalada, me acerqué a él, le palpé el pecho para saber si le manaba sangre, y no bien lo había tocado cuando a su vez saltó empuñando su puñal que, por fortuna, era su única arma, pues de haber tenido un revólver, según dijo después, habría disparado contra mí, creyendo que era yo quien le había dado la puñalada.

En tanto que esto sucedía, abriose la puerta del rancho y aparecieron el hombre con su Rémington recortado y el mozo con su trabuco cargado hasta la boca, entrambos en actitud agresiva, y hubieran disparado contra nosotros si muy a tiempo no les hubiera gritado: “No tiren, es una pesadilla”.

………

En Zaraza pasé varios meses, inolvidables por gratos. A los dos días de haber llegado me invitaron a un almuerzo en un hato de la familia Aguirre. Ternera y baile. Y algo que está por sobre eso: la incomparable amabilidad de la gente zaraceña. A aquel pic-nic concurrieron casi todas las familias de la localidad, lo que aproveché para relacionarme

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desde entonces. Allí, el baile era la distracción predilecta y se bailaba hasta dos veces todas las semanas. Fue en Zaraza donde sentí por primera vez el verdadero amor.

Era ella linda, angelical, toda candor. Yo la llamaba “Capricho de la Naturaleza”, porque hacían seductor contraste sus ojos color de cielo y sus cabellos negros como el azabache. Antes, había yo tenido transitorios amoríos, convenidos la amada y yo en que aquello no pasaría de ser un pasatiempo. Así, a nadie le di palabra de matrimonio y a nadie engañé.

Pero en esta ocasión comprendí que me estaba enamorando de veras, y que tal vez sería correspondido si me empeñaba en conseguirlo. Mas, ¿para qué? Yo era un muchacho, sin medios para sostener un hogar, con una profesión que me imponía una vida nómada por todo capital y más pobre aún de experiencia. ¿Qué si aquella angelical criatura se enamoraba de mí? El día menos pensado me aventarían de allí mandándome quizá al otro extremo de la República y así sería yo causa de la infelicidad de aquella niña, tan pura y tan digna de ser feliz.

Resolví alejarme y, sabiendo que había un puesto vacante en Aragua de Barcelona, lo pedí y lo obtuve. En tratándose de hospitalidad, de cultura y de afabilidad, Aragua era una digna rival de Zaraza. No, corrijo; la palabra rival no suena bien: era su hermana gemela.

Llegué ya entrada la noche, y en la mañana del siguiente día me visitaron tres jóvenes para decirme que ellos habían sido discípulos de mi tío Rafael González Miranda cuando éste tenía un colegio en Aragua, que mucho lo veneraban y que, como una muestra de cariño y de respeto hacia él, al saber que yo era su sobrino habían querido, en unión de otros condiscípulos, celebrar mi llegada con un baile y que esperaban que yo aceptara el obsequio. A las ocho de la noche fueron por mí.

Al entrar en el amplio salón del baile quedé maravillado ante el radiante cuadro que tenía a la vista. ¡Qué de muchachas preciosas! ¡Qué profusión de luces y de flores!

Me entregaron mi programa, ya lleno, y procedieron a presentarme a las parejas que me habían destinado. Llegué a pensar que para el vals de introducción me habían adjudicado la más bella de aquellas señoritas, mas no fue así, y algo raro sentí en mi vanidad de muchacho presuntuoso. Mi primera pareja estaba distante de la belleza, o la belleza distante de ella. Era casi fea; pero cuando, habiéndole ofrecido el brazo, ella lo tomó y se puso en pie, pareciome que se había transfigurado: tenía entonces la majestad de una reina.

Luego, desde los primeros compases del vals austríaco Dolores, me imaginaba estar bailando sobre nubes con una hada, con una diosa. En cierta ocasión me hablaba en Cumaná el general José Victorio Guevara de la asombrosa elocuencia de Fermín Toro y me dijo: “Era feo, muy feo; pero en la tribuna se hermoseaba: era bello, muy bello”. Eso podría decirse de mi primera pareja. Yo tenía fama de ser una buena pareja—¿ y cómo no serlo, si era ese mi único vicio?—y bailando con aquella Terpsícore26 aragüeña diríase que se me había aumentado la destreza. Las demás parejas fueron poco a poco deteniéndose para dejamos solos y vemos bailar; lo cual hicimos muy lucidamente a juzgar por los nutridos aplausos con que al detenernos galardonaron tanto la barra como los de adentro. Entonces

                                                                                                               26 La musa de la danza.

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comprendí el acierto con que se me había destinado aquella pareja para mi debut. Esa misma noche concertamos el compromiso de bailar en todo baile en que nos encontráramos el vals de introducción y la pieza final.

Bien sé que estos episodios poco o nada interesarán a quien éstas páginas leyere, si por acaso llegaren a leerse, pero me he dejado llevar del natural anhelo de rendir a aquellos hospitalarios pueblos un homenaje de cariño y gratitud, por la amenidad que dieron al tiempo que en ellos viví.

.........

De Aragua de Barcelona vine a Caracas. Eran los días en que Rojas Paúl estaba como las olas de que nos habló el Libertador27. Por un lado lo empujaban sus deberes de amistad, de partidarismo y de agradecimiento para con quien lo había colmado de favores y colocado en la Presidencia de la República, pero por el otro lo atraían las poderosas fuerzas que lo obligaban a no seguir sino las inspiraciones de su patriotismo, recordándole que los excelsos intereses de la Patria estaban muy por encima de los particulares intereses de su protector.

Por otra parte, aquel conflicto era cuestión de sentido común. Guzmán Blanco habíase retirado antes de cumplir su período constitucional porque vio muy claramente que entre su estrella y él se interponía, amenazadora, una nube muy densa y muy negra. Sagaz y prudentemente comprendió que debía retirarse y se retiró. Aquella nube estaba preñada de impulsos reaccionarios, no sólo contra él, sino contra su sistema. Se fue, alejó su persona, pero quiso seguir imponiendo desde París su autocrático sistema, accionando por mano ajena. Pretendía un absurdo, que la Casa Amarilla no fuera sino una sucursal de su palacio de la Rue La Perouse, tanto más cuanto que ese palacio se convirtió en una factoría de contratos onerosísimos para este pobre país, contratos que, según la creencia popular, estaban destinados a lustrar de nuevo los desvaídos blasones de sus yernos, nobles arruinados.

Rojas Paúl se resistió a echarse a cuestas la responsabilidad de aquellos proyectos, y como esto lo vislumbró el Congreso, a su vez le sacó el hombro a la imponderable carga, lo cual les valió a sus miembros el honor de que el “Ilustre” los apellidase economistas de pulpería28 y, no contento con esto, a todos nos parangonó con los indios del Caroní y la Guajira.

Rojas Paúl tascaba el freno. La opinión pública se agitaba en torno suyo como mar embravecido. Menudeaban las manifestaciones cívicas, principalmente de la juventud. En

                                                                                                               27 Juan Pablo Rojas Paúl ejerció la Presidencia de la República entre 1888 y 1890, al término del interinato de Hermógenes López, quien completó el bienio final de Guzmán Blanco. A él se debe la creación de la Academia Nacional de la Historia, que instala el 8 de noviembre de 1889. Muy católico, construyó y refaccionó templos y trajo a las monjas del Patronato de San José de Tarbes. 28 El Congreso de 1888 improbó un contrato de construcción de cloacas en Caracas que había sido firmado el año anterior, lo que valió los calificativos de Guzmán Blanco.

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una de ellas me encontré;29 fue entre las esquinas de San Jacinto y del Doctor Paúl, frente a la estatua de Antonio Leocadio Guzmán.

Llegó el general Isidoro Wiedemann, Comandante de Armas de Caracas, a la cabeza de un batallón de línea. Era este general un teutón brutal, perro de presa de Guzmán, que bien definido queda en la siguiente instantánea de la época guzmancista: un Viernes Santo, hallándose plena de fieles la catedral, un soldado de la guardia del Santo Sepulcro se durmió recostado a un pilar. Llegó Wiedemann y lo despertó; no con un planazo, sino con un machetazo, de filo. El infeliz soldado atravesó por entre aquella horrorizada concurrencia brotando sangre de una ancha herida en el rostro, en tanto que el alemán se mostraba muy complacido de su hazaña. Pues bien, éste fue el hombre que vimos llegar al frente de un batallón para disolver aquella pacífica manifestación de imberbes.

Llegó blandiendo ferozmente el sable como diciéndonos: “Éste es el mismo de la catedral”. Pero nosotros no nos acobardamos, nadie huyó, y enfrentándonos a los soldados los arengamos. Les mostramos las maños vacías, les dijimos que estábamos desarmados, que no debían atacarnos porque lo que hacíamos era defender la causa de la Libertad, la causa del pueblo, que era la misma causa de ellos, que todos éramos hermanos; que los déspotas eran nuestros enemigos, los de ellos y los de la Patria... En fin, de tal modo les hablamos, alzando los brazos para que vieran que no teníamos armas, que cuando Wiedemann mandó a calar bayonetas y avanzar, ninguno de aquellos soldados movió siquiera una mano para obedecer.

El feroz alemán comprendió que aquellos hijos del Pueblo habían aprendido la lección que les habíamos dado, que era cuestión de segundos para que hicieran causa común con nosotros, y que entonces estaba irremisiblemente perdido, pues bien sabía cómo le aborrecían el Pueblo y la tropa, por lo que se apresuró a ordenar un frente a retaguardia y contramarchar.

Era que el espíritu público, agitado por aquella briosa juventud y por algunos patriarcas del civismo que se habían conservado puros y dignos, incontaminados de la abyección que impuso la autocracia como ineludible condición para vivir fuera de las cárceles, había penetrado en todas las capas sociales e invadido todos los gremios.

Rojas Paúl vio venir la ola, inmensa, avasalladora, y antes que lo atropellara, resolvió montarse sobre la ola. Esa fue la reacción. No pudo hacer otra cosa. Nadie hubiera podido hacer otra cosa. Hombre hábil y sagaz, buscó el medio de salir airoso de aquella situación y lo encontró. No quería ser el testaferro de Guzmán Blanco para asumir ante la Patria y ante la Historia la responsabilidad de aquel aguacero de contratos onerosos que venía de París, pero tampoco deseaba que su protector, ni los incondicionales de éste, interpretando mal su actitud, lo trataran de inconsecuente y resolvió enviar al Congreso su renuncia. Bien sabía, claro está, lo que sucedería.

                                                                                                               29 El 18 de mayo de 1889, cuando Rojas Paúl renunciara a la Presidencia calculando lo que en efecto sucedió: que su autoridad quedaría expresamente ratificada a partir del apoyo popular. El 19 de mayo retiró la renuncia, en distanciamiento definitivo de Guzmán Blanco. Al día siguiente, Caracas es recorrida por una manifestación popular de rechazo a Guzmán y apoyo a Rojas Paúl.

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El Congreso vaciló y el pueblo de Caracas, en solemne manifestación, se congregó en la Plaza de la Misericordia y sus alrededores, donde mi honorable coterráneo don Pedro Manrique, más tarde director del Colegio de La Verdad, lo arengó elocuentemente. De allí se dirigió aquella muchedumbre a la Plaza Bolívar, llevando a su frente a don Marco Antonio Saluzzo30, aquel integérrimo ciudadano, auténtico liberal, a quien siempre tuvo el autócrata de frente sin lograr humillarle la cerviz.

Frente a la Casa Amarilla, Saluzzo discurrió con aquella hermosa elocuencia que tanto se le admiraba. Díjole a Rojas Paúl que ya que había renunciado la Presidencia que debía a Guzmán Blanco, tenía que aceptar la que el Pueblo de Caracas, interpretando el querer de Venezuela entera y asumiendo su legítima representación, le ofrecía en aquel acto. Que de esta manera quería ponerlo en situación de continuar su obra de justicia, de patriotismo y de concordia nacional.

No doy más detalles de aquella trascendental manifestación porque no tuve la dicha de presenciarla, pues estaba ausente de Caracas. Tampoco pude darme el gusto incomparable de ver caer aquella estatua31 que Guzmán Blanco creía que representaba su gloria, y que realmente representaba la vanidad del más vanidoso de los hombres y la ignominia del más desventurado de los pueblos.

.........

Por aquel tiempo estaba yo en Cumaná, ciudad que había anhelado conocer por ser la cuna del Abel de Colombia32 y por lo que de ella había oído referir. El carácter del cumanés es de lo más simpático; siempre expansivo, siempre comunicativo, jovial siempre. Conservo muy gratos recuerdos de aquella amable gente. Donde esté un cumanés hay alegría.

No diré que el talento se da allí silvestre, como muchos de ellos lo pretenden, ni que esté al alcance de todos como está al alcance de todos los bolsillos el pescado frito que se vende por las calles, pero sí es innegable que allí abundan los oradores y los poetas; más, tenidas en cuenta las debidas proporciones, que en ninguna otra región de la República.

Cierto día, el Comandante de Armas, general Jesús María Márquez Romero, invita a almorzar a un grupo de amigos, yo entre ellos, y para que viéramos los puntos de orador que calzaba Aniceto González, nos excitó a proponerle temas diversos que éste trataba con una pasmosa facilidad, con una elegancia admirable y con gran profundidad y novedad en las ideas. Aquello era una máquina de pronunciar discursos. Habló de todo, sin titubear, con elocuencia, fácilmente, como si hubiera llevado los discursos aprendidos de memoria.

Otro día, una señorita anciana, tan venerable como bondadosa, me habló de la facilidad con que improvisaba magníficos versos un joven poeta, casi un muchacho, llamado Carlos María Lares, y para que yo lo oyera improvisar me ofreció invitarlo a que fuera a su casa cualquiera de las próximas noches.

                                                                                                               30 Saluzzo (1834-1912) fue un político cumanés, abogado y escritor de trayectoria limpia y valiente, opuesto consistentemente a Guzmán Blanco. Fue dos veces Canciller de Venezuela. 31 Las estatuas de Guzmán fueron derribadas el 26 de octubre de 1889. 32 Apodo que se asigna a Antonio José de Sucre.

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Llegó la Navidad y nos invitó a comer unas hallacas en familia porque estaba ella de duelo. La cena se sirvió en la sala, a causa de la pequeñez de la casa. Los comensales sólo éramos, además de la venerable anfitriona, un hermano, una sobrina, un sobrino, Lares y yo.

Ya sentados a la mesa aquélla gritó: “¡Lola!”, y apareció la sirvienta más preciosa que han visto mis ojos. Era una morenita rolliza, cachetoncita, como de diecisiete años, de facciones distinguidas y formas provocativas; realmente tentadora. “Trae las hallacas”, le ordenó la dueña de la casa. En cuanto desapareció la muchacha, Carlos María, quien por lo visto tenía gran confianza con la anciana, le preguntó: “ ¿Y dónde se puso usted en esa joya?” La interpelada, por toda contestación, le dio un regaño, más con cariño que con rigor, y le hizo advertencias que juzgó oportunas.

Llegadas las hallacas, la anciana le advirtió al poeta que no se le permitía hablar sino en verso. El protestó, pero lo hizo en verso. Le hice muchas preguntas presentándole diversos temas que él abordaba con gran facilidad, inspiración y elegancia, no sólo en el socorrido octosílabo, sino en todos los metros.

Nada tengo de poeta; cuando hice versos, allá, en mi lejana juventud, fue, como se dice, a macha martillo, pero sí tengo buen oído para saber si los versos están bien o mal medidos y por ello pude darme cuenta de que por ese respecto los de Lares eran irreprochables. En cuanto a las ideas, tropos, metáforas y demás figuras de retórica me parecieron muy airosos, de muy buen gusto y hasta profundos.

Lo cierto es que yo estaba asombrado, pues nunca había pensado que de tal manera se pudiera improvisar. Mientras tanto, Lola habíase acostado en uno de los bancos que había en el corredor, pertenecientes a una escuela que regentaba aquella familia. La muchachita se durmió, y en momento en que Lares tenía la palabra, oyose en el corredor una detonación: un ruido malsonante y, seguramente, maloliente.

Todos los circunstantes nos miramos de reojo, como inquiriendo cada cual si los demás habían oído, al mismo tiempo que nos esforzábamos por contener el borbollón de risa que no nos cabía en el cuerpo. Pensando estábamos en que el poeta, concretado a su improvisación, no se había dado cuenta de lo ocurrido, cuando de pronto, en terminando la estrofa que ya había comenzado, nos disparó este dístico: Ya le he perdido la ilusión a Lola/Largó una pluma de su sucia cola.

.........

Yo también adquirí en Cumaná fama de fácil improvisador pero, ya es tiempo de confesarlo, en la principal ocasión, aquello fue un carro, como vulgarmente decimos, que les tiré33 a los cumaneses. Referiré el episodio porque, aunque nada tiene que ver con mis andanzas cívicas, me agrada revivir los amables recuerdos de aquella inolvidable tierra.

                                                                                                               33 En realidad, el DRAE tiene que tirar del carro es 1. loc. verb. coloq. Pesar sobre una o más personas exclusivamente el trabajo en que otras debieran o pudieran tomar parte; en cambio, cogerle a alguien el carro es 1. loc. verb. coloq. Ocurrirle algo que le moleste o perjudique. En Venezuela se decía hasta no hace mucho “echar un carro” para significar la molestia o inconveniencia que se carga a un tercero.

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A los dos días de haber llegado a Cumaná hallábame, por la tarde, parado en la Plaza de Ayacucho en compañía de unos jóvenes cumaneses, cuando pasaron por delante de nosotros tres bellas señoritas que iban de bracero.34 La del centro llevaba la cabellera suelta, que era rubia, y tenía la particularidad de que de la coronilla le salía un mechón más rubio aún, amarillo, del color del oro de nuestro Callao. Al ver aquella rareza dije: “Es un manojo de espigas de trigo atravesado por un rayo de sol”.

Mis compañeros aplaudieron la comparación, luego la repitieron y la frase hizo carrera, de tal modo que a aquella señorita le aplicaron el alias cariñoso de El Rayo de Sol. Más adelante tuve el honor de cultivar relaciones puramente amistosas con ella pues, en realidad, no pasaron de ser las que naturalmente debían existir entre un joven galante, admirador de las gracias y virtudes femeninas y una señorita muy distinguida por su belleza, su cultura y su modestia.

Cierto día, cuando regresaba de la oficina después de haber almorzado en una posada cercana, pasé por frente de la casa de una prima de ella; entrambas estaban en la ventana, me detuve a conversar un rato; no tardó la señora en invitarme a entrar. Así lo hice y, cuando me despedía, me dijo que había resuelto celebrar con una comida entre amigos la visita de su prima, que yo quedaba invitado y haría lo mismo con algunos íntimos de la casa.

Cuando me estaba afeitando y cambiando de traje para asistir, se me ocurrió que lo más probable, mejor dicho, que lo que podría tener por cierto era que con cualquier pretexto me harían improvisar, porque los cumaneses no admiten que haya reunión sin versos ni discursos; que los versos deberían ser dedicados a la señorita aludida, cuyo nombre era Luisa; que el tema que me impondrían sería “El Rayo de Sol” y que no faltaría alguno que, para verme en aprietos, exigiría que fuese un soneto. De todo lo cual sacaba yo en conclusión que debía llevar un soneto preparado con aquellos requisitos.

Y enrollé mi trompo35. Mientras me pasaba la brocha con jabón por la cara enhebré los dos primeros versos, y los escribí para que no se me fueran; luego, pasándome la navaja, completé el primer cuarteto, y así hasta que, bien que mal, aquello casi pudiera parecer soneto.

Como lo había previsto, se me destinó un puesto en la mesa al lado de Luisa. Todos, al sentarnos, notamos una hoja de papel que en forma de cartucho había en un florero en el centro de la mesa, y esto fue objeto de conjeturas y comentarios. Transcurrió la comida en un ambiente de cordialidad y regocijo, como diría un comido36 cursi y, cosa rara en Cumaná, sin que nadie hablase de brindis, versos ni discursos.

Terminados los trabajos de masticación—locución masónica—, Luisa me dijo: “Razón tienen al decir que las mujeres somos curiosas; durante la comida me ha importunado la curiosidad de saber qué ha escrito Francisco [el dueño de la casa] en ese papel”.

                                                                                                               34 1. loc. adv. Con el brazo asido al de otra persona. 35 "Éste tiene un trompo enrollado" es expresión que en Venezuela significa haber preparado algo sigilosamente. 36 DRAE: comido. 1. adj. Que ha comido.

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Yo le contesté con una de esas frases de clisé con pretensiones de galantería: “Señorita: sus caprichos son órdenes para mi”. Y, en diciendo esto, tomé el papel y lo puse delante de sus bellos ojos: ¡Se prohíben los discursos! Era lo que decía. “!Sí!—exclamó el anfitrión—, pero eso era durante la comida, porque conozco a mis coterráneos y no quería que se me enfriaran las viandas; mas, como ya terminamos, se le impone al señor Arévalo el castigo, por haber tenido la osadía de quitar ese papel del florero, de improvisarle unos versos a la señorita que lo indujo al delito”.

Comencé a bendecir el instante en que se me ocurrió enrollar mi trompo. Sin embargo, hice muy bien mi papel de diablo: protesté, alegué que no era poeta, que toda mi audacia se reducía a borronear cuartillas en prosa. Pero no hubo perdón: antes, por el contrario, la señora de la casa añadió: “Sí, unos versos al Rayo de Sol”. Y, finalmente, un joven que dragoneaba de poeta, con el caritativo propósito de aumentar mis aprietos, acabó de remachar el clavo: “Un soneto al Rayo de Sol”. ¡Qué olfato el mío!, pensé, satisfecho de mi previsión.

Casi, casi me creía un genio en ese instante, pero seguí haciendo mi papel de diablo: nuevas protestas, más disculpas y, por último, la propuesta de una transacción: que se me concediera media hora para enhebrar algunas rimas. Nada, nada; debía ser una improvisación, sin más pérdida de tiempo. Empecé a regatear, porque temí que si yo les echaba a bailar el trompo inmediatamente, caerían en la cuenta de que lo había enrollado con mucha anticipación. Propuse veinte minutos, luego quince, después diez y, finalmente, me concedieron siete; medio minuto para cada verso.

Pasé a la sala, y como entonces tenía el tonto vicio de fumar, encendí un cigarrillo y procedí a repasar en la memoria el salvador soneto. Ni un segundo más. El dueño de la casa, que tenía el reloj sobre la mesa, en transcurriendo los siete minutos, con un cuchillo y una copa produjo un repique de campanilla. Volví al comedor fingiéndome muy abatido, como anonadado por una ciclópea tarea mental. Debí darles lástima ¡Qué gran cómico resulté en ese instante! Yo mismo me admiré. Vico,37 ante mí, me pareció un niño de pecho.

Pero, en medio de todo, el regocijo no me cabía en el cuerpo, cuando pensaba en el chasco que se iban a llevar los que se preparaban para pasar un buen rato de hilaridad a expensas mías, porque, al fin y al cabo, por malo que fuera el soneto, siempre les resultaría infinitamente superior a lo que ellos esperaban de quien no era poeta y... ni siquiera cumanés. (Baso esto en comentarios posteriores de los mismos circunstantes).

Pues bien: llego pidiéndole perdón a la señorita por el soneticidio de que iba a ser víctima, y diciéndole que les echara la culpa a los dueños de la casa que me ponían en tan tremendo trance. Y en seguida eché afuera el soneto. Sé que es malo, muy malo, pero como me sacó airosamente de aquel monumental conflicto, le guardo gratitud y lo he dejado tal como entonces lo improvisé, pues me ha parecido que cualquier corrección que le hiciera resultaría un agravio.

                                                                                                               37 Antonio Vico, nacido en España en 1840 y muerto en Cuba en 1902. Fue la cabeza de una línea familiar de actores de teatro. La referencia de Arévalo González es muy apropiada, puesto que Vico era decidido partidario de la improvisación.

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EL RAYO DE SOL

Deseoso el sol cuando naciste, Luisa, de saber si era cierta tu hermosura, que pregonaban por la excelsa altura los querubines con feliz sonrisa;

A un rayo de su luz a toda prisa llegar ordena hasta tu alcoba oscura, y el mensajero en viendo una hendedura sigiloso por ella se desliza.

Mas al mirarte es tanto su embeleso, que a salir de la alcoba ya no vuelve, pues quiere ser tu compañero tierno. En tu cabeza deposita un beso, y tan dulce le sabe, que resuelve hacerlo, Luisa, por su bien, eterno.

La otra ocasión en que quedó confirmada mi fama de improvisador sí fue, en verdad, una verdadera improvisación, sólo que entonces no se trataba de un soneto, sino de una insignificante cuarteta. Fue en un baile.

Como es bien sabido, en algunas poblaciones de la República se acostumbra, o se acostumbraba, mandar a parar la música y al punto se ordenaba que tal o cual joven le dedicara una bomba a su pareja. Esta bomba debían ser unos versos, que casi siempre resultaban un desastre.

Pues bien; a poco de haber llegado a aquella ciudad de la hidalga hospitalidad, del trato campechano, de las lindas mujeres y de las piñas dulcísimas, fui invitado a un baile. Bailando estaba el vals de introducción con una bella señorita que embellecía el nombre de Cruz, cuando de pronto el dueño de la casa exclama: “¡Pare la música!” Creía que ocurría algo grave, y antes de que pensara averiguarlo fui sorprendido por este disparo a bocajarro: “Bomba del galán para la dama; el señor Arévalo González tiene la palabra”.

Al punto comprendí de que se trataba, pero deseando ganar tiempo para prepararme, pregunté qué significaba aquello, y mientras me lo explicaban pensaba en cómo saldría de aquel apuro. A Dios gracias, me vinieron a la mente los versitos salvadores y, cuadrándome delante de mi pareja, solté esta cuartetica:

Yo quisiera ser Jesús aunque me hicieran pedazos, para morir en los brazos de cierta adorable Cruz.

………

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Cierta noche, andaba yo de picos pardos,38 porque al fin y al cabo era joven y soltero y nada tenía de santo cuando, como a las once, oí entre detonaciones de cohetes algunas que me parecieron disparos de revólver. “¡Tiros!”, exclamé. Y una voz femenil repuso cerca de mi oído: “Son los moralistas y los herreristas que están en manifestaciones electorales”. “Me voy”, añadí.

Alguien se opuso, guardando mi paletó y mi chaleco en un escaparate, al cual le echó la llave. El deber me decía que en aquellos momentos mi puesto estaba en la oficina de Telégrafos, y en mangas de camisa me fui.

La oficina estaba en el alto de una casa situada en el lado norte de una plazoleta, frente al establecimiento de los Hermanos Berrizbeitia. Cuando, viniendo de la calle del Comercio, desemboqué en dicha plaza, un numeroso grupo de herreristas salía del puente y, confundiéndome con algún moralista, gritaron: “¡Allá va uno!”, y me hicieron varios disparos mientras cruzaba la plazoleta.

Cuando llegué a la puerta de la oficina llegaba también, acompañado de una muchedumbre de partidarios suyos, el general Carlos Herrera, jefe de uno de los dos bandos políticos en que estaba dividida Cumaná, siendo el del otro el del general Manuel Morales. Los herreristas eran, indudablemente, mucho más numerosos, pero entre sus contrarios había más personas de distinción. No faltaban en el bando de Herrera algunos señores de alta posición social, pero la gran mayoría de ellos estaba con Morales. Lo inverso acontecía con la gente del pueblo, siendo de notar que entre los que seguían a Herrera había algunos de execrable fama, principalmente los de un barrio denominado la Boca de Monte.

El general Herrera iba a la oficina porque, como los otros dos operarios que estaban de guardia le habían telegrafiado al general García Gómez, delegado nacional residente en Barcelona, para imponerlo de lo que ocurría, éste llamó a Herrera a la oficina para conferenciar telegráficamente. El general Morales se hallaba en dicha ciudad.

Querían los de la turba que iba con Herrera entrar con él, porque sabían que allí se habían refugiado algunos moralistas, pues uno de ellos, Miguel Otero Vigas, había cometido la imprudencia de asomarse a uno de los balcones. Comprendí que si aquellos individuos, la mayor parte pasada de tragos, invadían la oficina habría allí una mortandad, y le advertí al general Herrera que no debían entrar sino muy pocos, elegidos entre los más circunspectos y disciplinados, y mientras tanto advertí a mis colegas que no abrieran el portón. Entre los más empeñados en entrar estaban un tal Manruf y uno apodado Pajarito, entrambos de horrenda reputación.

“Nosotros no desamparamos a Carlitos; iremos a donde vaya Carlitos”, me decían, y este tratamiento de Carlitos, teniendo en cuenta que ellos eran unos bellacos del hampa cumanesa y él un anciano general, jefe de un circulo político, daba la medida de cómo andaba por allí la disciplina. Por esto, a cada súplica que el general Herrera les dirigía para

                                                                                                               38 El Diccionario de la Academia, en su 3ª. Edición de 1791, decía que “Andarse, o irse, a picos pardos” es “frase con que se da a entender que alguno, pudiendo aplicarse a cosas útiles y provechosas, se entrega a las inútiles e insustanciales, por no trabajar y por andarse a la briba" (holgazanería picaresca). En su origen, la frase “irse a picos pardos” o “de picos pardos” significó irse con una mujer de la vida alegre, porque la ley la obligaba a usar “jubón de picos pardos”, para distinguirla de la mujer decente.

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que se retiraran a la otra acera, ellos le contestaban: “No, no, Carlitos, no te dejamos”. Entonces les dije a los otros operarios que impusieran al general García Gómez de lo que estaba pasando y que el general Herrera no tenía autoridad ninguna entre los que le seguían, y que era incapaz de hacerse obedecer.

Picado con esto el amor propio de Herrera, pidió que nada se dijera y, haciendo un supremo esfuerzo, logró arreglar las cosas de modo que media docena de los más cultos y moderados de sus amigos lo acompañaran y los otros esperaran afuera.

En cuanto entramos, me dirigí al cuarto donde estaban los moralistas, les exigí su palabra de que no saldrían y no contento con esto le eché la llave a la puerta. Entre otros estaban allí el ya nombrado Miguel Otero Vigas, su hermano Emilio, Meaño Rojas, Víctor Manuel Mago, Eduardo Díaz Lecuna, Pedro Pereda, y Cecilio Mendoza. García Gómez hizo responsable a Herrera de las desgracias que pudieran ocurrir, y le advirtió que al día siguiente saldría para Cumaná con un batallón.

En la mañana del otro día, salieron los herreristas en una manifestación por las calles con música, banderas, cohetes, vítores y mueras, y cuando iban llegando a la casa del general Morales, un hijo de éste, desde el umbral, les disparó los cinco tiros de su revólver, cerró el portón, corrió hacia el interior y, con otros moralistas que allí estaban, saltó la pared del fondo del corral y sabe Dios a dónde fue a ocultarse.

Aquella turba, que ya no necesitaba de mucho para encolerizarse, se volvió una legión de demonios que procedieron a darle machetazos al portón. Dentro no quedaron sino la señora Morales, venerable matrona, y cuatro o cinco señoritas, muy distinguidas y hermosas, que irremisiblemente hubieran sido víctimas de las brutalidades de aquellas fieras, anhelantes de vengarse del incalificable ataque del loco de su hermano. Mas, seguramente invocaron la ayuda de la Providencia y el socorro providencial les llegó en la persona del general Pedro Zavala.

Era éste una de las pocas personas distinguidas que figuraban en el círculo de Herrera, y al oír que estaban tratando de asaltar la casa del general Morales, en la mula en que andaba voló allá, espoleando la bestia y, dando riendazos a uno y otro lado, se abrió paso hasta interponerse entre el portón y los machetes que quedaron suspendidos en amenazadora actitud. “Apártese, porque a usted también le damos”, le dijo Pajarito. “¡Miserable! —exclamó el general Zavala—, si no bajas ese machete te meto una bala por un ojo”.

Y como esto lo dijo revólver en mano y con esa energía de los corazones valientes, caballerescos y resueltos, no sólo aquél que era el terror de la Boca del Monte, sino cuantos le seguían sintieron el misterioso dominio de un carácter que se impone. Por estos breves apuntes podrá deducirse cómo eran las luchas del politiqueo por aquellos días y en los Estados.

Al día siguiente, llegó el general García Gómez con un batallón y con el carácter de delegado nacional, un cargo de que no hablaba la Constitución, pero que estaba de acuerdo con el modo de entenderse en éste país una Federación que costó cinco años de horrorosa guerra.

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A consecuencia de aquellos “retozos democráticos”39, como donosamente se les ha llamado, fue traído a Caracas un cargamento de presos de ambos bandos.

Después que se vino el general García Gómez, quedó allá como Comandante de Armas el general Jesús María Márquez Romero, quien a poco resolvió recibirse en la Logia “Bella Altagracia”. Asistí a esa recepción, y en el banquete de rúbrica hablé de cómo, por ser yo masón, había salvado la vida en el conflicto con Macías Inchauspe que ya he referido, y terminé recordando que todo buen masón debía aprovechar cuanta ocasión propicia se le presentase para favorecer a sus hermanos, y que por esto yo agarraba aquélla por los cabellos para rogarle al nuevo hermano que interpusiese su alto valimiento ante el doctor Rojas Paúl para obtener la libertad, no sólo de los hermanos, sino de todos los cumaneses que estaban presos en Caracas.

El general Márquez Romero se levantó, me abrazó y dijo: “Pues venga papel, pluma y tinta, y escriba usted mismo el telegrama”. Y no sólo lo escribí, sino que me di el gusto de transmitirlo. Por el próximo vapor regresaron los cumaneses que estaban en prisión y Cumaná se dio un baño de alegría.

                                                                                                               39 Se llamaba “retozos democráticos”, inclusive en Colombia, a desórdenes protagonizados por jóvenes de estratos medios, radicalizados y fanatizados, capaces de recurrir a la violencia.

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VI. UN FUNCIONARIO DE LIBRE CONCIENCIA

De Cumaná pasé a Caracas, a desempeñar un puesto en la Estación Central. Ejercía la Dirección del Telégrafo el general Emilio Vicente Valarino. Al principio, él me tenía algún cariño; luego me lo fue retirando porque él era un fanático amarillo y yo, según él, no era sino un godo40. Todo mi godismo consistía en que, cuando me ofrecía un trago de ron, le daba las gracias y no lo aceptaba.

Otra manifestación de godismo fue cuando, habiéndoseme ordenado que pasara al salón de la Dirección , encontré allí a un grupo de operarios y demás empleados de la oficina firmando una carta de felicitación para el doctor Andueza Palacios, Presidente de la República, por la expulsión del doctor Rojas Paúl. Me negué a firmar; me preguntó Valarino la causa y si yo era o no amigo del Gobierno. Le contesté que yo no era sino un simple transmisor y receptor de telegramas, que el puesto que desempeñaba no se relacionaba en nada con la política, sino meramente con la administración, que para firmar aquella felicitación con plena conciencia de que debía hacerlo era preciso que estuviese convencido de que la expulsión era justa y, de consiguiente, conocer plena y minuciosamente los motivos que la originaron. Y en seguida, encarándome con Valarino, le pregunté: “¿Conoce usted esos motivos? ¿Podría decírmelos? ¿Los conocen estos señores? Todos ustedes los ignoran. Pues yo declaro terminantemente, y una vez por todas, que no soy a propósito para figurar en rebaños y que si he aceptado el puesto que estoy desempeñando es por creer que en nada se relaciona con la política, pero si estoy equivocado ya sabe el señor Director lo que debe hacer”.

En diciendo esto, abandoné el salón creyendo que se me reemplazaría en el acto, y así lo creyeron todos. Pero, según se me dijo días después, cuando al general Francisco Batalla, Ministro de Fomento, le echaron el cuento, opinó que por lo visto yo era un rebelde y que resultaba preferible tenerme en el Telégrafo y no en la prensa de oposición.

Algún tiempo después, estando yo trabajando en mi máquina, observé que iban llamando a la sala de la dirección a los otros operarios uno a uno. Cuando mi vecino regresó le pregunté que ocurría y me dijo que había otra carta de felicitación por la expulsión de Vargas Vila.41 No me llamaron, y luego supe que cuando Valarino preguntó si faltaba alguno, el Jefe de Estación le contestó: “Sí, Arévalo”. A lo cual repuso Valarino: “No nos metamos con ese godo”.

………

Prometí en páginas anteriores referir una de las mil iniquidades que pasaron por mi vida, en aquel como confesionario, por donde a diario desfilan tantas miserias, ruindades y atentados so capa de altas y sabias combinaciones de la política.

                                                                                                               40 En Venezuela, se dice godo a quien es partidario de posturas políticas conservadoras. 41 José María Vargas Vila, escritor colombiano nacido en 1860 y fallecido en Barcelona, España, en 1933. Exiliado en Venezuela, en 1891 Andueza Palacio le exige abandonar el país. Vargas Vila era incómodo por sus ideas radicales, críticas de los Estados Unidos, el clero y los conservadores en general.

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Por un decreto de la Legislatura Nacional se le reconoció al Territorio Yuruary42 el derecho de elegir un diputado al Congreso, y por ello se abrió allá el proceso electoral. El doctor Sebastián Casañas43, como es bien sabido, era quien llevaba la batuta de la política gubernamental. Era el Canciller de Hierro y el que en realidad gobernaba, pues Andueza Palacio no hacía sino continuar en la Casa Amarilla interminables peas que cogía en el botiquín de Pomaska, de donde lo sacó Rojas Paúl para sentarlo en el sillón presidencial, cuando lo que le convenía era un lecho para dormir.

Yo trabajaba en la máquina de la línea sureste y, cierta mañana, recibí para el doctor Casañas un telegrama de su hermano Francisco, Comandante de Armas del Estado Bolívar, en que le decía que era imposible lograr que el doctor José Martínez Mayz fuese elegido diputado por el Yuruary, que la candidatura del Mocho Hernández era incontrolable, que era el candidato único en todo el Territorio del Yuruary.

A poco entregué la guardia, y como vivamente deseaba conocer la contestación del doctor Casañas, en lo que volví a la noche lo primero que hice fue buscar en el gancho de los telegramas transmitidos el de dicho doctor. ¡Cuánta imprudencia, cuánta arbitrariedad, cuánto descaro! Allí decía el factótum a su hermano que Martínez Mayz debía ser elegido por sobre todo y a pesar de todo; que no quería recibir nuevas disculpas, ni más pretextos; que si él y sus agentes no sabían lo que hay que hacer en tales casos, que se lo dijeran para enviar otros que sí sabrían cumplir sus órdenes.

Poco tiempo después se reunió el Congreso, no en los locales en que anteriormente se reunía y ahora se reúnen porque los estaban reparando, sino en el Salón Elíptico del Palacio Federal la Cámara de Diputados, y en el salón del ángulo noreste la del Senado. En las dos puertas de aquel salón había sendas barandillas de madera para la barra.

Cierta tarde, estaba yo presenciando una interesante sesión de la Cámara de Diputados, discurso tras discurso de los mejores oradores. Se consideraba allí una representación del general José Manuel Hernández, por la cual pedía la invalidación de las elecciones del Territorio Yuruary y que, en consecuencia, el doctor José Martínez Mayz fuese expulsado de la Cámara. A nadie más que a mí le constaba la justicia de aquella petición, y por esto seguía el debate con sumo interés.

Observé que entre los de barra había un señor de bigote, chiva, sombrero de Panamá y flux gris, muy nervioso, que nos excitaba a aplaudir cuando algún diputado discurría en apoyo de la representación y nos exigía que guardásemos silencio cuando el que hablaba era sostenedor de Martínez Mayz. Entre los primeros estaban Saluzzo, Diógenes Arrieta, Montenegro, Ezequiel M. González, León Ponte, Francisco de P. Reyes y otros. Entre los segundos, Pedro Vicente Mijares y Pimentel Coronel.

El individuo del sombrero panameño hacia frecuentes viajes de una barra a otra y viceversa. En una de las veces que se alejó de donde yo estaba le pregunté a alguien quién

                                                                                                               42 Creado el 3 de septiembre de 1881, fue integrado al Gran Estado Bolívar el 31 de julio de 1891. Su capital era Guasipati, e incluía lo que hoy en día corresponde a la zona en reclamación del río Esequibo. 43 Casañas fue el Ministro de Relaciones Interiores de Andueza y, como Presidente de la Cámara de Diputados, buscó extender el gobierno de éste. Se le encargó el mando de las tropas que debían reducir la rebelión de Joaquín Crespo contra el continuismo de Andueza, empresa en la que fracasó.

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era aquel señor y para gran sorpresa mía me contestó: “¡El Mocho Hernández!” Cuando regresó me fijé en la mano mutilada a la cual debió su célebre apodo.

Recordando yo aquel telegrama de Sebastián Casañas, y sabiendo de lo que era capaz como enemigo,44 sentí viva simpatía por quien, viniendo a meterse en la cueva del león, para protestar contra el atentado electoral del Yuruary y denunciar la escandalosa coacción del Gobierno, daba así una alta y enérgica prueba de valor cívico, virtud desgraciadamente tan rara en este país.

Hernández triunfó: Martínez Mayz tuvo que abandonar la poltrona en que ya estaba sentado.

………

Sebastián Casañas escribía los editoriales de un periódico titulado El Pueblo, órgano suyo, con los cuales estaba abriéndole camino al proyecto del Continuismo. Valarino, por halagarle, hacía transmitir todas las noches esos editoriales a todos los presidentes de Estado, comandantes de Armas y administradores de Aduanas.

Dicho periódico llegaba a la oficina poco antes de las diez o, con frecuencia, poco después. A esa hora, los operarios de guardia tenían que comenzar la transmisión, la cual debía hacerse con lentitud para evitar errores y para que, por el sistema de traslación, pudieran recibirlos hasta las más distantes estaciones. Esto, naturalmente, nos determinaba una trasnochada hasta la una o las dos de la madrugada. El Reglamento decía que las horas de trabajo eran las comprendidas entre las 7 a. m. y las 10 p. m. En las restantes regía una tarifa especial que beneficiaba a los operarios que hubiesen hecho el trabajo extra. Cuando se transmitieron los primeros editoriales creíamos que eso sería cuestión de pocas noches, pero cuando vimos que aquello se hacía una costumbre, una perenne obligación sin la debida remuneración, comenzamos a chillar.

En cierta ocasión, tuvimos una deliberación los operarios y convinimos en dirigirle una representación al Director, haciéndole saber que estábamos haciendo un largo y penoso trabajo fuera de las horas reglamentarias que, en justicia, debía ser remunerado de acuerdo con el Reglamento, y que por ello pedíamos que así se hiciera o, si no, que se encargaran de esa trasmisión operarios supernumerarios. Concluíamos declarando que, si no se tomaba alguna de estas determinaciones, suplicábamos que sin pérdida de tiempo se procediese a proveer nuestros reemplazos, porque estábamos irrevocablemente resueltos a no continuar sirviendo de esa manera.

Se me designó para redactar la exposición y así lo hice de acuerdo con lo convenido, pero cuando llegó el momento de firmar sólo lo hicieron Pedro Pablo Miranda Carreño, Rafael Alvarado y yo. Lo de siempre. Sin embargo, la enviamos con sólo tres firmas. Valarino adivinó que yo había sido el de la iniciativa y el redactor, y dijo que “había tomado la literatura por muy mal camino”, y se propuso aislarme para sólo tener que reemplazar a

                                                                                                               44 Días antes, un desconocido hombre del pueblo intentó en el Puente San Pablo matar con un puñal al periodista Manuel Marquíz, pero éste fue un segundo más rápido, disparó su revolver y el agresor cayó. Conducido al Hospital Vargas, allí confesó antes de morir que Casañas le había pagado para que matara a Marquíz, a quien mandó pedir perdón. Esto me lo refirió Ramón Marquíz, hermano de aquél. (Nota de Arévalo González).

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uno. A este efecto, llamó primero a Miranda y luego a Alvarado para decirles que no tenían necesidad de apandillarse con nadie para obtener de él lo que quisieran; que retirasen sus firmas de aquella carta y no se dejaran sugestionar por mí, porque yo no era más que un godo de uña en el rabo, y otras cosas por estilo. Pero ellos cumplieron estrictamente con su deber de solidaridad y compañerismo, pues le hicieron saber a Valarino que correrían mi misma suerte, y que lo que a ellos se les concediese debía concedérseles a todos.

Adoptó Valarino aquella maquiavélica táctica porque comprendió que no le sería fácil hallar tres operarios de primera categoría para reemplazamos, lo cual da la medida del apuro en que lo habríamos puesto si siquiera todos los operarios de la Estación Central hubieran firmado la mencionada exposición. Aislándome a mí ya no tendría que proveer sino un solo cargo, que los otros operarios “leales” hubieran podido desempeñar haciendo guardias dobles.

Transcurrían los días, y ni se accedía a nuestra demanda ni se nos reemplazaba, y no queríamos abandonar nuestros puestos para no exponernos a que se nos tratase como desertores, hasta que ocurrió un incidente que precipitó el desenlace.

La familia Valarino residía en El Valle, y en la noche de un domingo hubo allá un baile al cual fueron invitados los principales empleados de la oficina y los operarios preferidos. Yo estaba recibiendo telegramas cuando se me dijo que fuera a apaciguar a Miranda, que se hallaba algo emparrandado y quería reñir con el encargado interinamente de la jefatura de estación. Así lo hice, y no sin algún trabajo logré que volviera a subir al coche que lo estaba esperando. Miranda les echó en cara a los operarios presentes su cobardía porque no firmaron la consabida carta después de haberse comprometido a ello.

Al día siguiente me dijeron que pasara al salón de la Dirección. Allí me dijo Valarino, presentándome un escrito, que lo leyera y lo firmara. Hice lo primero, pero no lo segundo. Devolviéndoselo le dije que me negaba, en absoluto, a firmar aquello. Era una acusación contra Miranda Carreño, escrita por el que en la noche anterior estuvo dragoneando de jefe de estación. Allí le decía al director que Miranda se había presentado a la oficina, sin estar de guardia, en estado de embriaguez, que había insultado a todos, que desobedeció su orden de retirarse y que le había amenazado con un revólver; que todo esto les constaba a los que habían estado de guardia y que, en prueba de que lo que dejaba escrito era la pura verdad, los que tal presenciaron respaldaban su firma firmando a su vez.

Mi negativa indignó a Valarino, y al preguntarme por qué no firmaba le contesté que mi firma no estaba a merced de quien de ella se antojara; que me hallaba en el salón de la Dirección del telégrafo, no en ningún tribunal, que él era el director del ramo y no un juez, que yo bien sabía lo que me correspondía hacer y que no había nacido para figurar en rebaños. Medió entonces el Subdirector, Julio Bermúdez, y con aquel tono diplomático que le era peculiar me excitó a que pusiera al pie de la exposición “algo, lo que me constara, lo que se me antojara, cualquier cosa”.

Quise darles una buena lección y cogí la pluma. Valarino no pudo reprimir una sonrisa de triunfador. Escribí. Cuando Valarino leyó estalló en ira, pateó, dio un puñetazo en la mesa y soltó una obscena interjección contra la cual protesté enérgicamente diciéndole que estábamos en una oficina pública, que él debía ser el primero en respetarla, que allí él era el superior y yo el subalterno; pero que en la gaveta de su escritorio tenía desde hacía

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varios días mi renuncia, que la aceptara y eligiera luego sitio y hora para que me echara otro término cuartelero de aquellos para hacerle saber cómo correspondía yo a semejantes agravios.

Mal desenlace hubiera tenido probablemente aquel altercado a no intervenir el venerable anciano don Guadalupe Ruiz, quien se empeñó en apaciguar a Valarino y sacarme del salón. Lo que yo había escrito al pie de la carta era que suponía que el Director del Telégrafo, para darle crédito a lo que informara una persona en quien había depositado su confianza, designándolo para el ejercicio del importante cargo de Jefe de la Estación Central, no debía necesitar que la firma de éste estuviese respaldada por el testimonio de sus subalternos. Que por esta razón yo no incurría en la ridiculez de creer que mi firma pudiera darle valor alguno a la del Jefe de Estación si intrínsecamente no lo tenía ante el criterio del Director.

Tuvieron que rehacer la acusación y llamar nuevamente a los firmantes. Al salir de allí, me puse de acuerdo con Miranda y Alvarado para dirigirle una nota al Ministro de Correos y Telégrafos, que lo era el general Domingo Antonio Carvajal, trascribiéndole la representación que habíamos dirigido al director, quejándonos de la renuencia de éste para aceptar nuestra renuncia, lo cual había dado lugar a sucesos que hubieran podido tener desenlaces trágicos, y declarando que terminantemente habíamos resuelto no volver a la oficina, aunque esto se considerase y castigase como una deserción.

El general Carvajal, procediendo justicieramente, nos contestó trascribiéndonos el oficio en que ordenaba al director que procediera a proveer nuestros reemplazos. En seguida hablé con don Tomás Michelena, director de El Radical, el periódico más importante que ha tenido Venezuela, por su independencia, por su patriotismo y por sus luces, para que le diera hospitalidad en sus columnas a una serie de artículos45 que deseaba escribir sobre las muchas cosas censurables que había en el servicio del telégrafo y sobre las rectificaciones e innovaciones que la justicia y la conveniencia nacional reclamaban. Aquellos artículos causaron honda impresión en la opinión pública y fueron origen de muy malos ratos para Valarino.

                                                                                                               45 Estas piezas constituyen el inicio en una carrera de articulista valientemente apegado a la verdad.

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VII. DELITOS DE OPINIÓN

Agotado el tema de los entuertos telegráficos, resolví acometer contra el endriago46 del Continuismo que se nos venía encima. Tenía yo la convicción de que esa enorme calamidad caería sobre nuestra Patria porque, como ya lo dije en páginas anteriores, en el telégrafo había aprendido mucho y todo me convencía de que Andueza Palacio había resuelto que de la Casa Amarilla lo sacaran aventado. Esta frase es suya, dicha poco después, cuando se quitó la careta; cuando prohijó con insolencia inaudita aquella otra desvergonzada de su partidario Horacio Reyes, nos quedamos porque nos da la gana. En efecto, todos los manejos y preparativos que como telegrafista había yo observado indicaban que ya estaba en la fragua de Satán el puñal que en el corazón de la Patria iban a clavarle sus malos hijos.

Entre los medios empleados por Andueza para lograr sus planes estaba el de la compra de conciencias, y a este efecto estableció lo que se llamó la “cajita”. Era ésta una oficina a cargo de don Pepe León, a la cual iban a desembocar ilegalmente, y por la sola arbitraria voluntad del Presidente, varios afluentes de las rentas nacionales. Los ingresos del telégrafo eran de ésos. Por la Ley debían entregarse a la Tesorería Nacional pero, como queda dicho, otro era su destino.

La tal “cajita” fue considerada, salvo aquellos que de ella se beneficiaban, como de la estirpe de la mitológica Caja de Pandora. Con ella trataba Andueza de echárselas de liberal, siendo lo cierto que sólo trataba de encadenar con una inmerecida gratitud a los que deseaba contar como prosélitos en su criminal aventura. Como uno de tantos ejemplos del empleo que se daba al dinero de la “cajita” referiré un episodio presenciado por mí.

Vivía yo en el Hotel Central y, cierto día, mientras me estaba desayunando, entró un joven y le dijo a otro que en la misma mesa hacía lo mismo:

— ¡Gua! ¿Tú por aquí? ¿Cuándo llegaste? —Anoche—contestó el interpelado, que era de Coro. —¿Y a qué viniste? —A pasear y conocer a Caracas. —¿Tanto dinero así tienes? —Estoy limpio como pata de lavandera, pero vengo a ver si le quito algunos cobres al doctor Andueza. —¿Y tú lo conoces? —No, pero le diré que mi padre es gran amigo suyo, que me voy a casar y que necesito que me arrime la canoa.

Cinco o seis días después vi al mismo joven coriano que, a eso de las once de la mañana, se bajó de una victoria a la puerta del hotel. Al ajustar cuenta con el cochero, le pagó treinta y seis horas consecutivas de coche, invertidas en lo que entonces, y aún hoy, se llama un trueno.47 Andueza le había dado seiscientos pesos pero, cuando llegó el día de arreglar cuentas con el hotelero, éste tuvo que embargarle el equipaje.

Otro día me paró en la calle un personaje público, uno de los generales con que contaba Andueza Palacio para continuar ilegalmente en la Casa Amarilla, y me habló de un artículo que en esos días había publicado yo en El Ariete, valiente periodiquito que en Turmero redactaba mi amigo J. M. Martínez Montesdeoca. En ese artículo, alertaba yo al pueblo para que se preparase a oponerse con todas las energías de su amor patrio al continuismo, que descaradamente se estaba fraguando en los conciliábulos de la insana ambición.

                                                                                                               46 DRAE: endriago. 1. m. Monstruo fabuloso, con facciones humanas y miembros de varias fieras. 47 DRAE: trueno. 3. m. coloq. Joven atolondrado, alborotador y de mala conducta.

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El general aquel, asumiendo una prosopopeya de afectación paternal, me atiborró de consejos que yo no le estaba pidiendo. ¡Y qué consejos! Que no fuera tonto, que me dejara de estar como un sapo, dándole cabezazos a una pared; que gobierno es gobierno; que el que manda manda y cartucho al cañón; que el gobierno disponía de ejército, armada, parque y tesoro, y que con eso haría lo que le diese la gana; que él, por su parte, seguiría al doctor Andueza por donde se tirase, porque éste había sido para con él muy generoso, pues le había regalado una casa de 18.000 pesos y en varias ocasiones fuertes sumas de dinero; que acompañarlo era para él un deber de gratitud.

Todo esto me sugirió la idea de escribir un artículo titulado Los esclavos por gratitud, que se publicó en El Radical del 9 de febrero de 1892. Era mi desquite. Allí maldecía yo los consejos de mi pérfido consejero y trataba como traidores a la Patria a él y a cuantos, pensando como él, se preparaban para pisotear las leyes y sacrificar la libertad en retribución de los mendrugos que habían caído para ellos de la opulenta mesa del poderoso. Aquél artículo, por las verdades que contenía y por la absoluta carencia de miedo con que fueron escritas, causó una intensa sensación en la opinión pública. Hasta entonces nada se había escrito con tanto brío y altivez; nadie había dado contra el continuismo tan fuerte arremetida.

Al día siguiente encontré en la calle al general aludido y esquivó mi saludo, lo que me regocijó, porque ello significaba que había leído mi artículo y que le había hecho mella.

Tras de ése salieron otros artículos en El Radical, todos los relativos al gran crimen que se estaba fraguando en las altas regiones gubernamentales. Pero cierto día, cuando fui a corregir las pruebas del último que había entregado a don Tomás Michelena, éste, sacándolo de la gaveta del escritorio y devolviéndomelo me dijo: “Amigo mío, lo que es ése sí que no se lo publico”. —¿No le gustó, don Tomás?—le pregunté. —“No es que no me gustó; me ha gustado demasiado, pero si publico ese artículo, usted y yo iremos a la cárcel y El Radical se vendrá abajo y como es ésta la única lucecita que nos queda debemos conservarla”.

Hallábanse allí presentes varios congresantes, pues ya estaba próxima la fecha fijada por la constitución para la instalación del Congreso. Entre otros, recuerdo al doctor Francisco E. Bustamante y a los generales León Colina, Pedro Vallenilla, Luis Zagarzazu, todos legalistas. En oyendo aquello, le preguntaron al señor Michelena quién era yo. En seguida me colmaron de agasajos y me felicitaron con mucho cariño por mis escritos, que habían leído con suma complacencia. Luego averiguaron de qué trataba el que don Tomás me había devuelto. Éste les dijo que era una bomba, que no sabía cómo no habían volado la casa y todos juntos mientras tuvo ese artículo en la gaveta de su escritorio. Esto, naturalmente, movió la curiosidad de los mencionados congresantes y me exigieron que se los leyera.

Así lo hice. El artículo se titulaba A Balmaceda, y esto sólo indicaba lo peligroso que era, pues, como es bien sabido, José Manuel Balmaceda fue presidente chileno que pretendió hacer en Chile, pocos meses antes, lo que Andueza Palacio pensaba hacer en Venezuela, usurpar el poder. Pero el Congreso se le puso enérgicamente de frente, con el apoyo de la opinión pública, del ejército y de la armada y, vencido en una batalla decisiva, apenas tuvo tiempo para refugiarse en la legación argentina, donde se levantó la tapa de los sesos. Nombrar, pues, en aquellos días a Balmaceda era como poner el dedo en la llaga, y yo lo

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presentaba como un trágico ejemplo que debían tener muy presente los que intentaban hacer añicos las instituciones republicanas. En uno de los párrafos decía que “la charca de sangre, caliente aún, que enrojecía las alfombras de la legación argentina era un espejo donde debían verse los usurpadores del porvenir”.

Cuando terminé la lectura, los senadores y diputados presentes me abrazaron con evidente entusiasmo, y el general Pedro Vallenilla, quien, por lo visto, tenía gran intimidad con el señor Michelena, le dijo: —¡Publícalo Tomás! No seas cobarde, no tengas miedo; mira a este joven dándote ejemplo de valor, a ti, que eres el llamado para darlos a la juventud”.

Días después, el doctor Crispin Yépez, hijo, miembro de la Alta Corte Federal, pero fervoroso legalista, díjome: —Hace días que no nos obsequia usted con una de sus valientes y aplaudidas producciones. Le contesté que el Director de El Radical me había rechazado la última que le llevé. Me manifestó el deseo de leerla, y cuando me la devolvió exclamó: —¡Es una lástima! Pero luego me advirtió que muy pronto aparecería, bajo la dirección de un amigo suyo, un diario que sería órgano de los legalistas del Congreso y que entonces me presentaría a su Director, quien seguramente no se negaría a publicarlo.

En efecto, no tardó en aparecer El Parlamento, estando a su frente Carlos Enrique Mijares, pero detrás de él estaban las mejores plumas que había entre los congresantes: Laureano Villanueva, Marco Antonio Saluzzo, Diógenes Arrieta, Odoardo León Ponte, Francisco de P. Reyes, Francisco E. Bustamante, Ezequiel M. González. Cuando el doctor Yépez me presentó a Mijares, éste me expresó su complacencia por presentársele la ocasión para poner las columnas de su periódico a la orden de quien había publicado en El Radical artículos que él había leído con deleite y aplaudido con entusiasmo.

—Pues ahora te trae el mejor de todos —díjole Yépez—porque a don Tomás Michelena le dio miedo y no quiso publicarlo. Se lo entregué suplicándole que si resolvía no darle acogida me devolviera los originales, porque no había dejado copia. Mijares, hojeándolo, me preguntó: “¿Tiene su firma?”, y al contestarle afirmativamente añadió: —Pues entonces se lo publico, diga lo que dijere. Era lo que yo apetecía: un periódico que me publicase cuanto le llevase.

Salió a poco mi artículo. Fue un acontecimiento ruidosísimo. Nadie creía que se pudiera tener tanta audacia para escribir tan fulminantes cosas. La edición de aquel número se agotó. Miranda Carreño y Julio Villanueva dijéronme que, en presencia de ellos, bajo la ceiba de San Francisco y como a las cinco de la tarde, don Pancho Lafeé había dado cinco reales por un ejemplar de El Parlamento, cuyo valor normal era una locha48.

Después de ése publiqué otro titulado Napoleón III, en el cual les recordaba a los venezolanos que, por haber permitido el pueblo francés que el hijo adulterino de Hortensia consumara el golpe de estado del 2 de diciembre, desamparando a los congresantes que se le enfrentaron, sufrió más tarde, como merecido castigo, las derrotas de Wissemburgo y la tremenda humillación del tratado de París49. Aquel artículo tendía a reclamar el apoyo popular para el Congreso que tan patriótica actitud había asumido.

                                                                                                               48 Moneda fraccionaria equivalente a doce céntimos y medio de un bolívar. 49 La Francia de Napoleón III, sobrino de Napoleón Bonaparte, perdió la Guerra Franco-Prusiana, y con ella las provincias de Alsacia y Lorena.

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Desde que salió mi primer artículo en El Ariete, de Turmero, visitaba yo la casa del doctor Laureano Villanueva50, pues en una venida a Caracas de mi amigo Martínez Montesdeoca éste me dijo que aquél le había manifestado el deseo de conocerme, exigiéndole que me invitase a hacerle una visita. Para un joven de apenas un cuarto de siglo, que carecía de importancia en todo sentido, era muy enorgullecedor aquel deseo de un sujeto de tan conspicua personalidad social, política e intelectual.

Era el honorable hogar del doctor Villanueva, por aquellos días, como el cuartel general de los luchadores cívicos que estaban librando la gran batalla que habría de decidir los futuros destinos de la República. Su gran talento, su larga experiencia, sus buenas intenciones y su condición de civil le daban un alto relieve de actualidad, presentándolo como el candidato más a propósito para el próximo período presidencial y, por tal razón, los congresantes legalistas lo acataban como su líder más autorizado.

En efecto, si Andueza Palacio no hubiera coaccionado al Congreso, si éste hubiera podido elegir con libertad, el doctor Laureano Villanueva habría salido elegido Presidente de la República, quizás por unanimidad. Pero Andueza había resuelto prorrogarse ilegalmente en el poder, y con tal fin forjó un proyecto de reforma, uno de esos escandalosos embrollos a que apelan los que, después de haber dilapidado el tesoro público y cometido todo género de desafueros, reconocen que el único modo de evadir la sanción legal es imponer la usurpación a todo trance.

Prescribía la constitución que cualquier reforma que se intentase no podría entrar en vigencia sino en el año siguiente a aquél en que fuese decretada, pero Andueza creyó que, obligando a las legislaturas a que pidiesen la vigencia inmediata de la reforma, lograría darle apariencia de legalidad al más inicuo y escandaloso de los atentados.

Estaban los congresantes divididos en legalistas y continuistas, siendo aquéllos la gran mayoría pero, como para instalarse las cámaras se requería de la presencia de las dos terceras partes de sus miembros, Andueza había tenido el cuidado de comprar un número de diputados y senadores suficiente para impedir que se completase el quórum legal. Con un voto más que hubiesen tenido los legalistas habrían llevado a cabo la instalación y, una vez instaladas las cámaras, hubiesen podido celebrar sesión siempre que lo creyesen conveniente, porque para ello el quórum sólo sería de la mitad más uno. En este caso Andueza Palacio no hubiera podido evitar, a menos que cometiese un horrendo atentado, que se desenvolviese el proceso constitucional del cual surgiría el nuevo Presidente de la República.

Los legalistas creyeron contar con el número suficiente para completar el quórum, porque don Pascual Casanova era también legalista pero, por una debilidad de carácter o por excesiva condescendencia, le había dado su palabra a Andueza de no concurrir a la instalación de las cámaras. Éstas, pues, sólo pudieron reunirse en sesiones preparatorias. Los diputados y senadores secuaces de Andueza en la criminal aventura iban a las cámaras,

                                                                                                               50 Villanueva fue Rector de la Universidad Central de Venezuela. Estuvo encargado en dos ocasiones de la Presidencia de la República durante el período de Francisco Linares Alcántara.

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pero estaban alerta y cuando observaban que se iba a completar el quórum, apresurábanse a retirarse.

Esta táctica de Andueza Palacio se llamó el obstruccionismo. El espíritu público se enardecía más cada día. En una de esas sesiones preparatorias, el doctor Casañas, Presidente de la Cámara de Diputados, fue pitado por un numeroso grupo de universitarios que casi llenaban la tribuna del alto. Al día siguiente volvieron, encontraron esa tribuna ocupada por más de doscientos campesinos de cobija en el brazo y debajo de ésta una lanza o un machete. Los estudiantes se retiraron en el acto y, situándose en la puerta de la universidad, comenzaron a gritar: ¡Abajo el continuismo! ;¡Muera Andueza Palacio! ¡Muera Sebastián Casañas!

Los campesinos se bajaron precipitadamente y, encaminándose por el pretil de la derecha, allí se situaron en actitud amenazadora dejando ver los machetes y las lanzas. Acaso creyeron que aquellos jóvenes huirían al verlos, mas no fue así pues, antes bien resueltamente, los desafiaban a que se bajaran, no obstante que el Rector de la universidad había ordenado que les cerraran la puerta, cortándoles así la retirada.

Los estudiantes no serían más de treinta o cuarenta y, aunque veían la gran superioridad numérica de sus contrarios, no cesaban de insultarlos llamándolos “muertos de hambre” y echándoles en cara que por cuatro reales y una botella de aguardiente se prestasen a sacrificar a los defensores de los derechos del pueblo. Después de un rato de infructuosas amenazas, aquellos desgraciados volvieron ridículamente, entre las rechiflas y silbidos de los estudiantes, a encaramarse en la tribuna de donde se habían bajado para hacer tan triste papel.

Escenas por el estilo no eran raras por entonces en aquella juventud que no conocía el miedo, pero sí sus derechos, sus deberes y sus ideales. En las cámaras no escaseaban los gestos de energía cívica; en cierta ocasión llevamos en hombros hasta su casa al doctor Ezequiel María González, con motivo de un elocuentísimo discurso en el cual, con incomparable valor, increpó a Andueza Palacio y a sus cómplices por el horrendo crimen que deseaban consumar.

Mientras tanto, casi todas las noches celebraban los senadores y diputados legalistas en la casa del doctor Villanueva. En una de esas noches estaba yo conversando con él cuando llegó un grupo de aquéllos; quise retirarme, pero dicho doctor me lo impidió diciéndome que allí no se hablaría nada que no pudiese oír, puesto que bien merecía la más plena confianza de cuantos defendían la causa de la legalidad.

Había entre los recién llegados algunos que no me conocían y me presentó a ellos. Luego añadió, haciendo uso de una frase usual entre los masones: “Estamos completos”, dando con esto a entender que se podría hablar con entera libertad. Entonces, el general Rafael Linares, diputado trujillano, dio cuenta de una reunión que esa tarde se había celebrado en la Casa Amarilla, porque Andueza quiso quizá exponer la situación a sus principales prosélitos y pedirles su opinión acerca de lo que convenía hacer. Los legalistas, por lo visto, contaban con un buen espionaje, tal vez con algunos que estaban jugando con dos cartas, pues Linares estaba muy bien enterado de lo que allí se había tratado. Hizo una síntesis de lo que cada cual había opinado.

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Dijo que primero había hablado Andueza, luego Casañas, después Domingo Monagas, García Gómez, Sarría, Batalla... y que finalmente se había puesto de pie un hombrecito de barbita, que con voz chillona había exclamado: “Pues yo estoy porque se disuelva el Congreso a balazos”. —Otro 24 de enero—repuso Villanueva—¿Y quién es esa fiera?” —Cipriano Castro”—contestó Linares.

………

Los legalistas hicieron todo lo posible para evitar la guerra. Me consta la actitud abnegada del doctor Villanueva, pues, aunque la gran mayoría de los congresantes le había ofrecido sus votos para elegirlo Presidente de la República, él no pensaba en mantener esa candidatura y se había resignado a que lo fuese cualquiera, con tal de evitar el continuismo.

Cierto día me mandó a llamar con su hijo Julio. Era para decirme que estaba procurando celebrar una transacción con el fin de evitar la guerra, porque había que evitarla a todo trance, puesto que ella sería la cuchilla que degollaría a la República, pero que él y sus amigos trataban de obtener lo más que fuera posible y para ello deseaban que se alborotase la opinión pública a fin de que les sirviese de apoyo. A este propósito me exigían que escribiese un artículo bien fuerte en el cual protestase contra el proyecto de transacción de que había oído hablar en los corrillos callejeros, y recordar que el poder legislativo era soberano, que la facultad de elegir al Presidente de la República le pertenecía por entero, que para ello no tenía que entrar en componendas de ninguna naturaleza con el ejecutivo y que el deber de éste era dejarlo en plena libertad de acción y no intentar inmiscuirse en lo que no le concernía.

Al día siguiente, salió en el periódico El Parlamento mi artículo titulado La Transacción, que tuvo la suerte de merecer del doctor Villanueva expresivos elogios y causar en la opinión pública la intensa sensación que deseaba. Tres o cuatro noches después, hallándome en casa de Villanueva, llegaron varios congresantes; entre otros que recuerde: Bustamante, Aranguren, Leopoldo Baptista, Ignacio de la Plaza, José Manuel Montenegro.

El doctor Bustamante, en sentándose, exclamó: “¡Ya no queda más recurso que la guerra!” —¿No aceptan?”—preguntó Villanueva. Bustamante repuso: “Andueza no quiere sino la guerra o la humillación del Congreso, y esto último es imposible”.

Entonces supe que se trataba de la ultima proposición que a Andueza Palacio le habían hecho los congresantes legalistas y que fue la siguiente: que Andueza formara una lista de quince miembros del Congreso para de ella elegir ellos el nuevo Presidente de la República, o viceversa, que ellos le presentaran la lista, también de quince, para que él hiciera la elección. Además prometían aprobarle todas las cuentas.

Como se ve, no podía darse más condescendencia, más desinterés, más abnegación, mayor deseo de evitar la tremenda apelación de las armas. Villanueva, entonces, compara a Andueza Palacio con uno de esos borrachos que se meten en un zaguán y allí se echan a dormir; el amo de la casa le da un puntapié por un costado, el borracho se voltea y le presenta el otro lado; le dan el segundo puntapié y vuelve a voltearse y así sucesivamente hasta que el otro, agotada la paciencia, se ve obligado a coger un garrote y sacarlo de allí a

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garrotazos. “Eso es lo que anda buscando el borracho de la Casa Amarilla”, terminó diciendo Villanueva.

Otra noche, poco después, llegué a la casa de dicho doctor como a las siete. Él estaba comiendo; en el corredor estaban dos disfrazados, un hombre y una mujer; eran vísperas de carnaval. Me puse receloso. ¿Serían amigos? ¿Serían enemigos? Minutos después llegó el doctor Francisco de P. Reyes, los vio, entró en recelo y con un gesto me preguntó quiénes eran. También por una señal le contesté que lo ignoraba. En levantándose de la mesa el doctor Villanueva nos suplicó que lo excusáramos y lo esperáramos, y dirigiéndose a los desconocidos les hizo un ademán para que lo siguieran a su despacho. Largo rato estuvo allá con ellos. Cuando se incorporó a nosotros nos dijo: “Ya tengo la lista de la primera redada de presos que harán”. Y dirigiéndose a mí añadió: “Ponte en guardia, porque estás en la lista”.

Le contesté que suponía que no empezarían por mí, que sería de los últimos y que, cuando oyese decir que ya estaban prendiendo a los de primera fila, me iría a la cueva que tenía preparada. Él me aseguró que yo era de los primeros, y luego nos dijo que aquellos disfrazados eran agentes suyos, muy listos y muy decididos por nuestra causa, que el hombre se llamaba Atahualpa Heredia y su compañera Rosalina González, poetisa portorriqueña, ex amiga del gran escritor colombiano Juancho Uribe.

Al día siguiente me detuvo en la calle, con gran disimulo, Máximo, un muchacho de mi pueblo que era oficial de Policía, y me dijo que tuviera mucho cuidado, pues estaba “visteado”; que Hipólito Acosta y un tal Macabeo, jefes de la Policía, habían hecho que él y otros oficiales me conocieran, diciéndoles cuando yo estaba en la tribuna del Congreso destinada a los periodistas: “Aquél es Arévalo González, conózcanlo, fíjense bien”. Le recomendé que procurase estar al corriente de las órdenes de prisión y que, cuando tuviese noticia de la mía, me enviara un recado cualquiera en su nombre.

A pesar de la recomendación de Villanueva y del preventivo de mi coterráneo no me ocultaba, porque no quería perder ni un solo detalle de aquella brega entre la pretensión usurpadora y la resistencia legalista, así diariamente asistía a la barra del Congreso, a la oficina de El Parlamento y no faltaba en las frecuentes manifestaciones populares.

Dos o tres días después del alerta de Máximo, al llegar al Hotel Central como a las 11 a. m., el botiquinero le dijo a un muchachito, señalándome: “Ése es el señor Arévalo”. Se me acercó el chico, díjome que Máximo había recibido carta de la familia y, en oyendo esto, saqué una moneda de cinco bolívares (mil le hubiera dado de haberlos tenido), lo despedí y acercándome al general Santiago Sánchez, de Cojedes, le revelé que ya había orden de prisión contra mí y le rogué que le dijese a mi hermano Jesús María, a quien familiarmente llamábamos Chucho, cuando fuese a almorzar, que se fuese inmediatamente porque si no me encontraban lo prenderían a él, y le di la dirección de la casa a donde iba a esconderme. Mi hermano, un muchacho, mucho menor que yo, estaba empleado en la quincalla de Muñoz y Co.

Fui a ocultarme en casa de unos primos, entre Curamichate y el Viento. Desde la esquina de la Gorda hasta allá iba como andando por el aire, a pie, evitando la mirada de los policías que encontraba al paso, creyendo que todos tenían la orden de prenderme, azorado, nervioso, pareciéndome oír por momentos las terribles palabras: “¡Está usted

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preso!” En la noche, como a las nueve, tocaron a la puerta de la casa en que me hallaba. Al ¿quién es? Contestó una voz ronca de hombre. Creí que ya estaban allí los sabuesos del gobernador Carvajal; pero en seguida la misma voz repuso: “Dígale a Rafael que es el general Santiago Sánchez”. Me llevaba la deplorable noticia de que mi hermano estaba preso. —¿No tuvo usted tiempo de darle mi recado? —le pregunté. —Sí—me contestó—, pero no hizo caso. Dijo que con él no se meterían, que no era político, sino un quincallero; almorzó muy tranquilamente y luego se acostó en una hamaca; llegó Macabeo (un hijo natural de Andueza), preguntó por usted, le dijeron que no estaba en el hotel, exigió que le indicaran su cuarto, allí encontró a Chucho, lo despertó y se lo llevó”.

Esto me mortificó sobremanera y le manifesté al general Sánchez el deseo de presentarme para que soltaran a mi hermano, quien podría perder su empleo, pero dicho amigo me dijo que a Chucho era fácil sacarlo pronto, en tanto que a mi me dejarían por mucho tiempo. Afortunadamente, mi hermano tenía amores con la hija de uno de los favoritos de Andueza y ella gestionó y obtuvo en pocos días la libertad del amado.

El general Santiago Sánchez era uno de los más valerosos y más leales tenientes del general Ovidio María Abreu, cacique de Portuguesa. Días atrás, cuando yo estaba publicando mis artículos me dijo: “Anoche me regañó don Ovidio, porque supo que usted y yo éramos amigos y no lo había invitado a hacerle una visita para tener el gusto de conocerlo; ofrecí llevarlo pronto y espero que usted no me exponga a otro regaño”.

Era para mí muy honroso el deseo de aquel viejo veterano, y a la siguiente noche fuimos. Me recibió con muchos agasajos y entre las buenas cosas que me dijo, recuerdo la siguiente anécdota: “El mismo día que llegué a Caracas para ocupar mi puesto de senador me mandó llamar el doctor Andueza, y con la facilidad de palabra que lo caracteriza me hizo una larga y minuciosa exposición de sus planes para no soltar el poder. Yo lo dejé hablar clavándole una penetrante mirada. Se detuvo para ver que le decía yo; pero no despegué los labios ni dejé de mirarle; el entonces volvió a hablar otro rato; lo escuché en silencio. Otra pausa, pero seguí mirándole sin decir palabra; hizo nuevas variaciones sobre el mismo tema. luego puso otro punto final como invitándome a decir algo; por toda contestación seguí mirándolo fijamente. Por último estalló: ‘¿Y bien, don Ovidio, ¿qué me dice usted de todo esto? Quiero oír su opinión’. Seguí mirándolo silenciosamente unos segundos más y por último, con mucha calma, le dije: ‘Tú sabes, Raimundo, que yo conocí a tu abuelo… conocí a tu padre... que conocí a tus tíos... que te conozco a ti... que conozco a tus hermanos...’ Y me detuve, siempre mirándole fijamente. Él, impaciente, me preguntó: ¿Y qué quiere usted decirme con eso?’ Mirándole con más fijeza le contesté: ‘Pues que ninguno de ustedes ha tenido riñones y que no sé de donde te salen a ti esas cosas’”.

El doctor Laureano Villanueva estaba bien informado; el mismo día y a la misma hora en que se intentó prenderme, lo fueron varios diputados y senadores de los más renombrados. La redada hubiera sido mayor, pero muchos lograron esconderse o salir de Caracas. Era que los congresantes legalistas, cansados de esperar que Andueza Palacio diese siquiera un paso atrás en el camino de la usurpación, resolvieron dar a la nación el grandioso Manifiesto del 12 de marzo51, en el cual explicaban su conducta, ajustada a las                                                                                                                51 Esa manifestación opositora quiso ser contrarrestada, dos días más tarde, por el Manifiesto a la Nación del propio presidente Andueza, documento que era un verdadero golpe de Estado contra el

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prescripciones del patriotismo, presentaban las pruebas de cuanto habían intentado, compatible con la altísima dignidad del soberano Poder Legislativo, para evitar la guerra y excitaban, finalmente, al Pueblo a apelar al supremo y doloroso recurso de la guerra bajo la jefatura del general Joaquín Crespo, para vengar las instituciones republicanas, criminalmente holladas por el más criminal de los usurpadores.

Aquel notable documento fue redactado por el senador Febres Cordero. El doctor Francisco de P. Reyes se encargó de recoger las firmas, y años después le oí referir que, cuando fue a tomar la del general León Colina, hospedado en la pensión de la señora Zoila Núñez, situada entre las Madrices y las Ibarras, noté que a aquel bravo guerrero le tembló la diestra cuando tomó la pluma. —¿Le tiembla el pulso, general?—le preguntó el doctor Reyes. —Sí—contestó aquel león de los combates, Lo que quiere decir que “no es lo mismo luchar con la pluma que batirse con la espada”.

Esta observación de uno de los héroes que más han asombrado a la historia contemporánea con las proezas de su épico coraje, es como un prisma al través del cual puede observarse en Venezuela la lastimosa diferencia que existe entre la exuberancia del valor guerrero y la triste mengua del valor cívico. De ahí que hayan sido tantas y tantas las jornadas fratricidas que se han librado en los sangrientos campos de batalla y tan raros los incruentos gestos cumplidos en el palenque luminoso del civismo.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 Congreso, al oponerle las asambleas legislativas de los estados para proclamar la vigencia de la reforma constitucional que extendía la duración de su gobierno. La posición de los legalistas fue de inmediato asumida por Joaquín Crespo, quien se decide a encabezar la Revolución Legalista que lo llevará una vez más a la Presidencia de la República.

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VIII. RESEÑAS DE GUERRA

¡Ah! ¡Si lo contrario hubiese sido lo cierto! ¡Si Venezuela hubiese tenidos tantos ciudadanos como soldados! ¡Si nuestros grandes problemas políticos y nuestros conflictos nacionales se hubieran siempre resuelto a la luz del verdadero patriotismo en la plaza pública y en los Congresos, y no agravados y multiplicados entre las llamaradas de los campos de matanza! Mas, dolorosamente, todo ha resultado a la inversa. Aquí no se ha contado sino con el poder del machete; no se ha tenido fe sino en las soluciones de la fuerza.

Lo que estaba ocurriendo con Andueza Palacio era un ejemplo en favor, antes que en contra de lo que aquí insinúo. La presidencia de Andueza fue un producto de la carencia de valor cívico en el Congreso que lo eligió en 1890. Nadie pensaba en él para ese cargo; el candidato popular, el que contaba con casi la totalidad de los sufragios de los venezolanos, era el doctor Jesús Tébar, y este eminente patricio poseía todas las virtudes que le faltaban a Andueza y carecía de todos los vicios que a éste le sobraban. ¿Y por qué, entonces, fue postergado el virtuoso y escogido el vicioso? Por una de esas tremendas ironías de la historia. No fue ni siquiera por lo que se crucificó a Jesús y se absolvió a Barrabás, pues esto ocurrió por la voluntad de todo un Pueblo y aquella desgracia nuestra por el querer de un solo hombre.

He ahí el gran pecado de Rojas Paúl y la indeleble ignominia de aquel Congreso. Hasta última hora estuvieron los congresantes pendientes de los labios del doctor Rojas Paúl, hasta que éste les mandó decir que eligieran a Andueza Palacio. La sorpresa fue grande, pero ni un solo diputado, ni un solo senador se puso en pie para decir que el capricho del Presidente estaba en contradicción con la voluntad del Pueblo y que si no querían aparecer en los anales de la República a la par de los rebaños que tan ridículo o criminal papel desempeñaron bajo la oropelesca autocracia de Guzmán Blanco, debían desobedecer semejante orden y acatar los deseos del Pueblo.

¿Qué temieron? ¿Por qué no ejercieron la soberanía que les otorgaban las Instituciones republicanas? Era que aún les parecía oír muy cerca de sus oídos los chasquidos del látigo del apodado “Ilustre Americano”. Si el Congreso se hubiera mostrado resuelto a ejercer, con plena libertad, sus atribuciones légales, Rojas Paúl seguramente no habría intentado coacción contra él porque su temperamento no era despótico, porque no se hubiera atrevido a terminar con una tragedia un gobierno que le había procurado tanta honra y porque no hubiera podido disponer de la fuerza suficiente para llevar a cabo una empresa que le habrían estorbado los genuinos republicanos—que no querían desperdiciar la ocasión de colocar sobre la base sólida los fundamentos de la verdadera república democrática—y los despechados guzmancistas que atisbaban cualquier emergencia para aliarse a los que por cualquier motivo se enfrentasen a quien les había derribado el ídolo del altar del Incondicionalismo.

Había llegado el momento propicio para que resucitase la independencia de la Soberanía Nacional, fenecida el 24 de enero de 1848, pero se dejó pasar por alto, porque allí había todo menos valor cívico, que es el nervio del organismo democrático. Luego vino el luchar contra las pretensiones usurpadoras de los que aspiraban a quedarse porque les daba la gana, y si bien es cierto que la mayoría del Congreso del 92 se condujo con valor, energía y patriotismo, desdichadamente verdad es también que el Usurpador encontró en su seno

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en número suficiente de abyectos para poner en acción la táctica del obstruccionismo e impedir la instalación constitucional de las Cámaras.

El Pueblo, por su parte, sólo dio débiles manifestaciones de civismo, por lo menos no tan enérgicas e imponentes como eran de desearse para alcanzar como ciudadanos lo que más tarde fue preciso como soldados en los campos de batalla, empapando en sangre de hermanos esta tierra que tantos ríos de esa misma sangre se ha bebido.

Y luego, en definitiva, ¿para qué? Para que surgiese Crespo y tras de Crespo, Andrade, y tras de Andrade, Castro, y tras de Castro, Gómez. Para que pululase una nueva cepa de generales, que desgraciadamente no sería la última. Para la prolongación de un sistema de peculados, de desfalcos del Tesoro Público, de escarnio de las Leyes, de atentados contra la justicia y el Derecho.

Cuando los legalistas del Congreso buscaron un jefe para la revolución armada, muchos pensaron en el general Juan Bautista Araujo, de altas prendas guerreras, de sólida reputación de probidad, de amplia fama de magistrado reverente a la ley y de un incontrastable prestigio social, político y militar en todo el gran Estado de Los Andes, compuesto por los Estados Trujillo, Mérida y Táchira. Era el general Araujo infinitamente superior al general Crespo por todo respecto, pero se le echó la bola negra por... ¡¡godo!! El general Crespo, en su primera administración, dilapidó los caudales públicos, estranguló la libertad de la prensa, atestó las cárceles de jóvenes pacíficos y cometió más de un atentado contra la propiedad particular. Sin embargo, se le confió la Jefatura del Ejército Legalista porque era... ¡liberal!

Sostenían los que intervinieron en el asunto que, si elegían a Araujo, los amarillos todos se irían con Andueza, convirtiéndose el conflicto en lucha de partidos, en tanto que eligiendo a un amarillo podría contarse con el apoyo de los llamados godos. Pensando así rendían un tributo de justicia a éstos, reconociéndoles una abnegación, un patriotismo y un desinterés que con razón les negaban a los que querían pasar por liberales. En efecto, las principales espadas del partido godo o conservador se apresuraron a reconocer al general Joaquín Crespo, y bien puede decirse que a ellos debiose en su mayor parte el triunfo.

He aquí algunos nombres que se me vienen sin esfuerzo a la punta de la pluma: Ramón Guerra, Juan Bautista Araujo y sus hijos, José Manuel Baptista y sus hijos, Leoncio Quintana, José Manuel Hernández, Martín Vegas, Pablo Manzano, el padre Zuleta, Rafael Parra, Díaz Bravo, Horacio y Alejandro Ducharne, Parra Pacheco, Pedro Oderis, Pirela Sutil, Antonio Fernández, Díaz Rana, Wenceslao Casado...

Cuando Sebastián Casañas salió con un numeroso ejército a batir a Crespo, se encontró con que éste sólo tenía unas escasas caballerías que huyeron a su presencia, pero en cambio supo que Ramón Guerra tenía un ejército de más de cinco mil nombres, y entonces le dirigió a Andueza Palacio aquel célebre telegrama en que le decía: La revolución es Guerra. Con lo cual le daba a entender que Crespo no valía nada y que Ramón Guerra era el que debía preocuparlos. Y tanto lo preocupó que a poco se retiró, vino a Caracas, peleó con Andueza y se marchó al exterior.

Bien puede decirse que los principales inspiradores del Continuismo fueron Sebastián Casañas y el brandy Hennessy. Falló uno; del otro no había temor de que fallase;

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diariamente se veía salir de “La Mejor”, de Carlos Zuloaga, caja tras caja del “tres estrellas” y entrar en la vecina Casa Amarilla, donde había siempre una agrupación de sacerdotes de Baco presididos por el Gran Pontífice. ¡En manos de quién estaba la suerte de la República!

………

Los partidarios del machete a todo trance dicen llegado el caso: papeles no tumban gobierno. Pero conozco un ejemplo de que los papeles sí levantan ejércitos para que los tumben. He aquí a lo que aludo. Después del triunfo de la Revolución Legalista, me refirió mi primo hermano Pedro Oderiz, que cuando llegaban a Río Chico los periódicos con mis artículos causaban un indecible alborozo (cosa muy natural por el cariño que me tenían mis paisanos) y que oyendo los aplausos y encomios que todos me prodigaban sintió una patriótica e irresistible emulación. Él también deseaba escribir, pero su pluma sólo estaba avezada a escribir cartas comerciales, facturas, libranzas, etcétera, puesto que no era sino factótum y socio comanditario del establecimiento mercantil del señor Víctor Crassus, de quien era además ahijado. “Pero ya que no puedo manejar una pluma, si podré empuñar un martindale”52. (Así llaman por ahí cierta clase de machetes). Y en diciendo esto, se puso al habla con varios mayordomos que habían militado y tenían ascendiente sobre el peonaje y les leyó mis artículos. Convinieron en que el próximo domingo se pronunciarían por la Revolución.

Contaba Pedro con que a lo sumo se reunían 150 o 200 hombres armados de machetes y escopetas ,y que con ellos podría ir asaltando pequeñas guarniciones y haciéndose de armas y de gente veterana. Mas, he ahí que en la plaza del Pueblo se reúnen más de mil quinientos, algunos muy bien armados. ¿Qué hacer con tanta gente, él, que no sabía ni cómo se colocaba un centinela? Despedir a más de mil era incurrir en una ridiculez, era desairar a quienes tan voluntariamente se habían congregado ardiendo en bélico entusiasmo. Entonces recordó que a pocas leguas de allí estaba el general Francisco Parra Pacheco, encargado de un hato de don Manuel Hernáiz. Montó a caballo y fue a buscarlo. Echole el cuento y le aseguró que de él para abajo todos lo reconocerían por jefe. Dicho general se excusó al principio por tener a su cargo intereses ajenos, pero Oderiz le objetó que los de la Patria estaban por sobre todos y al fin lo convenció de que debía ponerse a la cabeza de los que ardían en deseos de castigar al Usurpador.

Parra Pacheco sí había guerreado, y tenía fama de valeroso y de hombre de orden. Oderiz, por su parte, le presentó una maleta llena de oro, lo que por mucho tiempo les permitió pagar todo de contado, y luego Pedro firmaba vales bajo su responsabilidad personal que eran aceptados como billetes de banco, pues todos reconocían la importancia de la firma. Su padrastro, el señor Víctor Crassus, sufrió las consecuencias del proceder de su hijastro, pues aunque le censuró a éste que abandonase sus negocios por irse a la guerra, Andueza Palacio lo hizo alojar en La Rotunda y por su libertad le pedía cincuenta mil pesos. Crassus se negó a entregárselos, pero al fin convino en dar 25.000. Después del triunfo sobrevino la ruptura entre padrastro e hijastro y éste, ya en posesión de sus haberes en la casa mercantil de Víctor Crassus y Co., hízole honor a su firma recogiendo todos los vales que había otorgado.

                                                                                                               52 Fabricados por la compañía Ralph Martindale Ltd., de Birmingham, Inglaterra, dedicada a proveer machetes, cuchillos para caña y herramientas de mano para la agricultura.

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Poco tiempo después, el general Martín Vegas, que estaba casi solo en Guatire pues no hacía mucho que se había salido de Caracas, fue sorprendido por Lorenzo Guevara, hijo del viejo general a quien me he referido en páginas anteriores. Vegas estuvo a punto de caer prisionero y, por gran suerte para él, no muy distante se encontró con el pequeño ejército que comandaban Parra Pacheco y Oderiz, quienes se apresuraron a reconocerle como primer jefe, pues en verdad que el general Martín Vegas aventajaba en mucho a Parra Pacheco en autoridad militar y capacidad guerrera.

Tras algunos pequeños combates dieron la reñida acción del “Amarillo” y la ganaron. Más tarde, cuando vino Crespo a la Cortada del Guayabo con mucha gente pero escaso parque, para jugarle al gobierno lo que en cierto juego de naipes se llama una cana, la gente que conducía Martín Vegas fue la que más peleó. Paréceme, pues, que poniendo la modestia a un lado, bien pudo mi pluma ufanarse de ser la madre de aquel pequeño pero esforzado ejército. Cierto es, de consiguiente, que la pluma puede levantar ejércitos para que tumben gobiernos.

En aquella ocasión estuve a punto de hacerme general53. El general Santiago Sánchez, de acuerdo con el general Ovidio M. Abreu, tenía un proyecto de alzamiento, y me había prometido avisarme oportunamente para irme con ellos. Pero Abreu tenía la ciudad por cárcel, estaba muy vigilado y no pudo hacer nada. Por otra parte, enfrente de la casa donde yo me había ocultado, hallábase en las mismas condiciones el doctor Domingo B. Castillo, miembro de una de las Cortes que protestaron contra la usurpación. Por papelitos nos comunicábamos noticias, pareceres y proyectos. Le comuniqué lo que pensábamos hacer el general Sánchez y yo, y él a su vez me participó que, por órgano de una querida del general Martín Vegas que vivía en la misma cuadra, estaba en comunicación con este general y había convenido en acompañarlo en un alzamiento que estaba preparando. Pensaba el general Vegas llevarse unos cuantos policías y un retén, pero fue delatado y sólo pudo escaparse saltando paredes y andando por los tejados como los gatos. Desde Quebrada Honda hasta Guatire fue cambiando tiros con sus perseguidores. Allí fue a poco sorprendido por Lorenzo Guevara, como he referido paginas atrás. Por estos trastornos, pues, se libró Venezuela de un general más que quizá habría sido causa de la muerte, viudez y orfandad de algunos infelices, con el sobornal54 de no pocas pulperías saqueadas y un buen número de reses degolladas.

…………

La Revolución cundió rápidamente por toda la República; fue muy prestigiosa. No pudiendo ir a guerrear, me puse a escribir y salió una especie de novela con pretensiones de ser un bosquejo de aquella época de embriaguez, de derroche, en la cual reinaban Mr. Hennessy con su brandy y la americana Modde con sus costosas caricias. Titulábase aquella novela Escombros. La escribí por distraerme en aquel encierro sin la pretensión de publicarla, pero como el doctor Domingo Castillo la conocía, hablole de ella, después del

                                                                                                               53 La afirmación de Arévalo permite entender cuán fácil era en Venezuela, tierra de constantes acciones armadas, alcanzar un rango que modernamente sólo se logra luego de una prolongada carrera profesional y serios estudios. De allí la frecuencia con la que se encuentra nombres precedidos del título de general. 54 DRAE: sobornal. 1. m. Peso que se añade a uno de los tercios de la carga de una caballería, con el fin de equilibrarlos.

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triunfo, a Ramón Márquez, dueño de un imprenta, quien me manifestó el deseo de leerla. Le di los originales, los leyó, le gustó la obra, lo dejé en libertad de hacer con ella lo que quisiera. Púsose de acuerdo con Planchart y Velutini, dueños de la Librería Francesa, quienes aportaron el dinero necesario y habiendo editado55 dos mil ejemplares me entregaron mil, que vendí fácilmente. El resto lo tomaron ellos para resarcirse de los gastos. Algo aproveché, pues, de aquel tiempo que consideré perdido en absoluto.

A Andueza Palacio íbansele poniendo feas las cosas. Por todas partes triunfaban los legalistas y, como era de esperarse, los continuistas comenzaban a desalentarse o a dejar ver las protervas intenciones con que le habían prometido acompañarlo en su criminal aventura. Esto último lo deja ver claramente lo que voy a referir.

En vísperas de dar Andueza el golpe de Estado, conversaba yo en el vestíbulo del Teatro Caracas con un diputado, prosélito incondicional de uno de nuestros caudillejos regionales. Le hice ver la gravedad del crimen que estaban preparando, las tremendas consecuencias que esto traería y la imponderable responsabilidad que echarían ellos sobre sus conciencias. Le dije muchas cosas capaces de hacer meditar a cualquiera, pero él las escuchó con sorna y por toda contestación dijo: “Río revuelto ganancia de pescadores; hay que revolver este río para ver que se pesca”. Horrorizado de tan ruin cinismo le di la espalda y me alejé. No tardarían ellos en dársela al insensato Usurpador que dio crédito a sus promesas.

Cierto día corrió por toda Caracas la gran noticia: Andueza Palacio se ha fugado. Había llegado para él la hora de la expiación. Domingo Monagas y Julio Sarría, de los que él creyó más fieles, le dijeron: “Por aquí se va a la Guaira, y allí lo espera un vapor que lo conducirá a Martinica”. Y es fama que quien exclamó en una de sus frecuentes borracheras que “de la Casa Amarilla lo sacaban aventado”, salió llorando. Menos mal si esas lágrimas hubieran sido de arrepentimiento por los raudales de sangre que hizo verter, por los millares de vidas sacrificadas, por el peso abrumador de las maldiciones que le echaron las madres que tantos hijos perdieron, por los alaridos de las viudas que le preguntaban por los esposos que ya no volverían a estrechar entre sus brazos, por el desamparo de innumerables huérfanos que acaso se habrían de morir de hambre, porque quienes les llevaban el pan de cada día habían sido sacrificados en aras de la criminal ambición del más ruin de los usurpadores. Pero no; no era pura la fuente de esas lágrimas. Brotaban del despecho; de la impotencia burlada; de la indignación de ver que como amos lo trataban los que él creyó que eran sus más humildes esclavos.

…………

El doctor Guillermo Tell Villegas se encargó de la Presidencia de la República, y fue por aquellos días cuando los lázaros se vinieron a pedir limosnas en la Plaza Bolívar porque se estaban muriendo de hambre. Entonces recordé con asombro que, cuando yo era alumno del Colegio “Villegas” se nos obligaba, so pena de arresto, a llevar todos los viernes aunque fuera un centavo que introducíamos en un cepillo destinado a los lázaros y, luego, el primer domingo de cada mes íbamos los internos, debidamente uniformados, y con el Director a la

                                                                                                               55 Publicada en 1892.

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cabeza, todos a pie, al Lazareto que estaba por aquel tiempo en el Estadio Sarriá.56 Allí veíamos al doctor Villegas distribuir las limosnas, abrazar a los leprosos, consolarlos, hablarles con la dulzura de un buen padre a unos hijos amados. Casi nos parecía en olor de santidad. ¿Quién habría de decirles que cuando aquel filántropo ocupase la Primera Magistratura ellos se sentirían impelidos por el hambre a abandonar su refugio e ir por las calles y plazas a pedir un pedazo de pan? ¡Dolorosas ironías de la historia!

Fue aquélla, sin embargo, la oportunidad de colocar otra vez a la República sobre los rieles. Para ello era menester que se reuniese el Congreso, que éste actuase con perfecta libertad y que el general Crespo se sometiese abnegada y patrióticamente a su suprema autoridad. Pero si antes estuvo dividido el Poder Legislativo en legalistas y continuistas, ahora los primeros estaban subdivididos en villanuevistas, rojistas y crespistas. ¡Una Babel!

Rojas Paúl, que ya había regresado al país, aspiraba a la Presidencia. Villanueva contaba con varios de los votos que desde los primeros días le habían ofrecido y, en el seno de la Representación Nacional, se habían esparcido los crespistas; esto es, los que daban al Congreso por muerto y sólo querían que continuase la guerra hasta que Crespo entrase victorioso en Caracas. Al frente de estos últimos estaba el doctor Francisco E. Bustamante, con su gran prestigio tribunicio, y, en mi humilde concepto, fue éste un grave error del eminente repúblico.

Fugado Andueza Palacio, deseoso el doctor Villanueva de soltar aquella brasa que tenía en la mano, bien pudo el Congreso declarar que era innecesaria la continuación de la guerra, invalidar los poderes que le había otorgado a Crespo y proceder a elegir el nuevo Presidente de la República.

Pero, como se ha visto, la anarquía habíase agravado, pues ahora eran cuatro los círculos. Además, Crespo, movido en parte por la propia ambición e instigado por desatinados consejeros, había resuelto no acatar las decisiones del Congreso ni reconocer más poder que el del ejército que comandaba. Así lo declaró el doctor Juan Pietri en un banquete celebrado en Puerto Cabello, y el doctor Pietri era el oráculo en turno del general Crespo. Para éste, todo extranjero, o todo el que tuviese un apellido extranjero, tenía sobre él influencia decisiva. Lo exótico era su debilidad.

Continuó la guerra. Lo que se llamó “Retirada de El Guayabo” no fue, en verdad, sino una derrota y, a no ser por la desunión de los del gobierno y por una salvadora estratagema de Ramón Guerra, la Revolución, si no hubiera sucumbido, habría tenido quizá que luchar por varios años. El general Guerra, en la derrota, llegó a El Consejo, se encaminó a la casa parroquial, díjole al cura que fuera inmediatamente a La Victoria y le hiciera saber al general Juan Báez que ya Crespo estaba en Caracas, que el general Guerra iba al frente de cinco mil hombres dispuestos a tomar La Victoria a sangre y fuego y que si él (Báez) quería evitar más derramamiento de sangre, se le concedería una honrosa y satisfactoria capitulación. Juan Báez capituló y entregó la plaza, 400 hombres muy bien armados y un cuantioso parque.

                                                                                                               56 El sector caraqueño que hoy llamamos Sarría debe su nombre a la familia terrateniente Sarría. En el barrio de Sarriá de la ciudad de Barcelona, España, hay un estadio cuyo nombre seguramente sirvió de modelo al mencionado por Arévalo González.

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Esto salvó a la Revolución. Mientras tanto, seguían los embrollos del Congreso. Una tarde, gente del Pueblo partidaria de la guerra, pero que no iba a incorporarse al ejército y quería que otros lo hicieran, gritaba en las barras, lo que impulsó a muchos representantes a sostener la misma posición (salvo el doctor Villanueva, porque éste sostenía que era necesario a todo trance evitar que se derramase más sangre). Villanueva puso a un lado la sangre fría que le era habitual, perdió el dominio de sí mismo y, blandiendo el paraguas, increpó al Pueblo con evidente imprudencia. Los de la barra se salieron y se situaron frente a la puerta por donde creyeron que saldría Villanueva, pero los amigos de éste nos apresuramos a sacarlo por la puerta del ángulo sureste y, rodeándole, logramos pasar por entre pequeños grupos hostiles, a quienes infundieron respeto los revólveres que llevábamos en la diestra, y refugiarnos en el hotel Saint Amand.

Recuerdo haber visto en ese trance, entre otros, a los diputados Ignacio de la Plaza, Francisco de P. Reyes, a Pedro Pablo Miranda y a Julio Villanueva, hijo del protegido de nosotros. La gran masa de los revoltosos, al caer en la cuenta de que la presa se les había escapado, se situó frente al hotel, vociferando y profiriendo amenazas. Estaban dispuestos a no retirarse hasta la salida de Villanueva pero, como enviado por Dios, cayó un aguacero torrencial. Al principio, los amotinados trataron de aguantarse, pero como el aguacero no cedía, ellos tuvieron que ceder.

Este episodio revela la exacerbación de los ánimos en aquellos días. Los militaristas hicieron todo lo posible porque el Congreso se diese por muerto y lo consiguieron. El doctor Guillermo Tell Villegas renunció y se embarcó, para luego decir en país extranjero lo que acaso sea una de las más dolorosas verdades que se han dicho: En Venezuela nada da ni quita honra. Pocos años después, podrá citarse como ejemplo el regreso de Andueza Palacio a la Patria que él sacrificó y donde fue recibido con agasajos y hasta encumbrado en el Ministerio de Relaciones Exteriores.

Sucedió al Doctor Villegas su sobrino Villegas Pulido, quizá con el único propósito de hacerse de algún dinero para no pasarlo tan mal en el exterior ni él ni su otro tío, el general José Ignacio Pulido, quien tomó a su cargo la jefatura del Ejército en que se apoyaba aquella bamboleante situación. Se dijo poco después que, al saber el señor Henrique Boulton que Pulido, su enemigo personal con faldas de por medio, podría adueñarse de la República y así peligrar los cuantiosos intereses de la casa Boulton, resolvió ayudar a la Revolución y se apresuró a comprar un gran parque que le introdujo al general Crespo por Puerto Cabello.

Parque era lo que le faltaba a la Revolución y ya lo tenía. Pulido intentó sorprender al ejército legalista en Los Colorados, pero la vanguardia la llevaba Ramón Guerra y fue éste, por más perspicaz y audaz, quien lo sorprendió. Como a las cinco de la tarde, vi desfilar por la calle de San Juan al ejército de los usurpadores con dirección a La Guaira, donde se embarcaron para países extranjeros. De allá habrían de regresar no muy tarde para volver a figurar, a lucrar y a vivir bien, porque “en Venezuela nada da ni quita honra”.

Caracas quedó sin gobierno por varias horas. Comenzaron los desórdenes, los saqueos, la destrucción. De los talleres tipográficos de La Opinión Nacional, en la esquina de Las Monjas, salía un arroyo de tinta y a la calle caían libros, trozos de máquinas, cajas de tipos, chibaletes, todo lo que había servido para endiosar a Guzmán Blanco y para alentar a Andueza Palacio en su criminal aventura. Como a las nueve de la noche entró el general

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Víctor Rodríguez con los primeros batallones. No pudieron, sin embargo, evitar el asalto a las casas de Andueza, de Pulido, y otras. De notarse es, no obstante, que no fueron aquellos actos de pillaje, porque los de la turba de nada se apropiaban; tantas magnificencias no les tentaban, todo lo destruían. Más eficazmente que la Policía y que la tropa, otro aguacero torrencial que duró más de veinticuatro horas intervino para terminar o disminuir los desórdenes. Durante esas horas, ni un instante cesó de llover. Fue aquello como para borrar tanta ignominia, como para lavar tantas conciencias.

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IX. EL SEGUNDO CRESPO

El general Joaquín Crespo ejercía entonces, ante la expectativa pública, como un enorme signo de interrogación. ¿Sería el mismo Crespo de su primera administración? ¿Vendría reformado? Lo cierto es que, aleccionado por sus luchas con los delpinistas y yunqueros, de las cuales él sacó la peor parte, la parte del desprestigio, había resuelto respetar la libertad de la prensa. Pero, para que los escritores independientes no lo hostigaran demasiado, adoptó la táctica de enviar a los más renombrados a los consulados o colocarlos en puestos de aduana o de los ministerios.

Cierto día me mandó a llamar el doctor Jesús Muñoz Tébar y me dijo que el general Crespo le había confiado el grato encargo de decirme que él estaba en cuenta de mi meritoria labor en la prensa contra el Continuismo, que en su hato había leído y aplaudido mis artículos como lo merecían; que estaba deseoso de ayudar a la juventud inteligente para que aumentase y perfeccionase su cultura intelectual y que para esto le parecía el medio más eficaz proporcionar a los jóvenes dignos de su apoyo el modo de visitar países extranjeros de más avanzada civilización; que siendo yo de los preferidos para su protección, le había ordenado que me ofreciese un buen consulado, y que siendo los mejores vacantes el de La Habana y el de Buenos Aires, me los presentaba para que escogiese. No pude disimular una sonrisa que el doctor Muñoz Tébar interpretó bien, y le supliqué que le presentase al general Crespo el testimonio de mi agradecimiento por las honrosas frases que me había dedicado y también por su deseo de protegerme del modo que había indicado, pero que al mismo tiempo llevase a su conocimiento que yo no deseaba salir del país. Trató el doctor Muñoz Tébar de hacerme cambiar de resolución, hablándome de lo conveniente que era para un joven como yo viajar por países más adelantados, pero inútilmente.

Cuatro o cinco días después, volvió a llamarme el doctor Muñoz Tébar y me dijo que, impuesto de mi negativa, el general Crespo le había preguntado qué consulados me había ofrecido y que, habiéndomelos nombrado con la advertencia de que eran los mejores de los que estaban vacantes, le había ordenado ofrecerme otro que fuera de los más importantes, porque yo era un joven muy meritorio; que, en consecuencia, se había hecho una “evolución” para poner a mi disposición el consulado de El Havre, que era de los más importantes. Con el propósito de animarme, el doctor me dijo que el cónsul de ese puerto pasaba casi todo el tiempo en París, pues su presencia era sólo necesaria cuando había que despachar vapores. Le aseguré que no era por la calidad de los consulados ofrecidos por lo que no había aceptado, sino porque no deseaba ausentarme de Caracas, y comprendiendo él que mi resolución era irrevocable, no insistió más. El Ministro de Relaciones Exteriores electo era don Pedro Ezequiel Rojas, pero como aún no se había encargado, por hallarse ausente, el doctor Juan Pietri asumió ese cargo interinamente, siendo además Ministro de Hacienda en propiedad. No sé porqué no confió el general Crespo al doctor Pietri el encargo de hablar conmigo, tal vez por su exceso de quehaceres.

Poco tiempo después me llamó mi buen amigo Carlos María Velázquez y me dijo que el señor Dionisio Guánchez, quien ejercía la dirección del Telégrafo, pasaría a la dirección del mismo como ramo del ministerio respectivo, que él sería nombrado en su lugar y que le habían asegurado que me propondrían la subdirección. Añadió que por esto estaba muy contento, pues le sería muy grato tener un colaborador como yo, y que me suplicaba encarecidamente que aceptara. Le dije que si me resolvía a aceptar sería con el fin de llevar

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a cabo importantes innovaciones en el servicio telegráfico y le bosquejé algunas de las más convenientes. Se mostró en todo de acuerdo conmigo.

En efecto, al día siguiente me mandó a llamar el doctor Leopoldo Baptista, Ministro de Correos y Telégrafos, para decirme que el Gobierno tenía muy buenas referencias de mí y que deseaba utilizar mis servicios en el ramo en que me había destacado como un buen servidor público, al mismo tiempo que recompensar mi laudable actuación en la prensa en pro de la Legalidad. Terminó preguntándome si aceptaría la subdirección del Telégrafo.

Acepté y fui nombrado. Me indujo a esto no sólo el deseo de complacer a Velázquez, sino el de procurar el bien de un gremio del cual era yo parte integrante, que consideraba mal recompensado y cuyas penalidades me afectaban, aunque no estuviese en ejercicio. Redacté una circular, especie de programa de gobierno, de acuerdo con las ideas que Velázquez y yo habíamos cruzado y entrambos la firmamos. Nuestros colegas la recibieron con alborozo. Poco tiempo después salió Velázquez a dirigir personalmente la reparación de las líneas telegráficas que a causa de la guerra habían quedado destrozadas, y quedé encargado de la dirección por cerca de siete meses.

Un día me llamó el nuevo ministro, general Gentil La Roche, y presentándome un papel me ordenó que le propusiera los nombramientos allí indicados. Era una lista de nuevos jefes de estación para el Estado Los Andes. Le manifesté que me consideraba con el derecho y aun con el deber de averiguar los motivos por los cuales se pensaba destituir a los que estaban sirviendo, en mi concepto, de un modo irreprochable. Me contestó que aquella lista se la había entregado el general Crespo y que, como yo bien lo sabía, donde manda capitán no manda marinero.

Entonces le recordé que en una circular, que él conocía, tanto el señor Velázquez como yo les habíamos prometido a nuestros subalternos no reemplazarlos “sino por su voluntad o por su culpa”, porque una de las mayores calamidades que habían afligido a los telegrafistas era le inseguridad de sus empleos puesto que, por correcta que fuera su conducta, siempre habían estado expuestos a ser reemplazados por las intrigas de cualquier político influyente o porque a uno de los tantos caudillejos regionales se le antojase colocar en sus dominios a alguien que no le cobrase ni los telegramas particulares y lo enterase de la correspondencia de sus contrarios.

Le supliqué que le hiciese saber al general Crespo que yo deseaba hacerle honor a mi firma, pero que si con esto eran irrevocablemente incompatibles sus propósitos, no quedaba más solución para el conflicto que mi inmediata renuncia y que a ello estaba pronto. El ministro me dijo que trataría de “darle carpeta” al asunto para ver si al general Crespo se le olvidaba, pero tres días después volvió a llamarme y me advirtió que éste le había preguntado si ya estaban hechos los nombramientos y que él no había querido repetirle mis palabras, para ver si entre los dos pudiéramos hallar el modo de conciliar los extremos; por ejemplo: destinar a los reemplazados a otras oficinas. Le hice observar que así se agravaría la injusticia, puesto que para ello habría que desalojar a otros. Repuso La Roche que había descubierto que el interesado en esos nombramientos era el general Espíritu Santos Morales, cacique de Los Andes y uno de los predilectos amigos de Crespo, por lo cual creía que éste persistiría en el deseo de complacerle, pero que él (el ministro) quería a todo trance evitar mi renuncia. Entonces le propuse que citase al general Morales y me llamase cuando él fuera para tratar el punto entre los tres.

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Así sucedió. Fueron con dicho general los generales Celestino Ortiz, también andino, y Diego Arcay, de Valencia. Le pregunté a Morales qué motivos tenía para pedir el reemplazo de aquellos telegrafistas y le advertí que si yo me oponía a complacerle era porque estaba de por medio aquella circular, que leí, y porque cuando yo era operario palpé los estragos que hacían en los pobres telegrafistas esos intempestivos e inmerecidos reemplazos, pues les ocasionaban gastos cuando aún no se habían repuesto de los causados por el viaje anterior. Arcay, que por lo visto fue llevado como abogado en el asunto, se apresuró a contestar que ésas eran cuestiones de alta política y que le parecía muy extraño que yo no vacilara en oponerles obstáculos a los propósitos del general Crespo.

“General,—dije dirigiéndome a Morales—fue usted a quien me permití dirigirme, y para darle algún valor a las palabras del señor Arcay, deseo saber si usted las prohíja”. Morales movió la cabeza en señal afirmativa y entonces repuse: “Pues bien: cuando acepté el cargo que estoy ejerciendo, sin haberlo solicitado, fue porque creí que en nada se relacionaba con la política, y mucho menos con la alta política, como ha dicho el general Arcay. En mi concepto, éste es un cargo de carácter meramente administrativo, y si el señor Ministro creé que estoy en un error, decírmelo valdría tanto como pedirme la renuncia, que me apresuraré a presentársela. Los telegrafistas hasta hoy, a causa de las frecuentes e injustificables remociones, no han ganado ni para los gastos de viaje, y por esto han vivido siempre entrampados, de tal modo que en todas las poblaciones de la República telegrafista y maula son vocablos sinónimos. Antes de ser director fui operario, y por esto sé lo que significa esa calamidad de que todo el que disponga de alguna influencia quiera utilizarla para darse telegrafistas a su gusto. En Mérida está de jefe de estación el señor José Mayer, uno de los telegrafistas completos que tiene el gremio por sus extensos conocimientos técnicos, por su larga práctica, por su insuperable destreza, por su correcta conducta, por su cultura y hasta por sus servicios a la Causa Legalista. Yo desearía que el general Morales nos dijera por qué quiere que sea destituido tan meritorio servidor público. Y aún desearía más: ya hice el inventario de las innegables excelentes cualidades del señor Mayer y mucho me placería que el general se dignara pasar revista a las ejecutorias del candidato que ha recomendado para el honor de reemplazar al actual jefe de estación de Mérida”.

Tanto Morales como Ortiz y Arcay estaban como pasmados, sin hallar qué decir, y aprovechando la ventaja adquirida y las muestras de aprobación que con la mirada dábame el general La Roche, dije a éste: “Pero voy a permitirme una proposición al señor Ministro, para que estos señores vean que no soy intransigente. He sabido que el señor Candales, recomendado del general Morales para Mérida, oficina de primer orden, es un aprendiz que nunca ha servido y que es incapaz para una oficina de tercer orden. Y he sabido más; sé que está en Caracas. pues bien, señor Ministro, si así lo dispusiere, podrán ir usted, estos señores y Candales esta noche a la oficina para ver si éste es capaz de recibir un telegrama de alrededor de cincuenta palabras a un paso regular. Si lo recibiese sin errores, ofrezco proponer todos los nombramientos que solicita el general Morales. De lo contrario, el señor Ministro tendrá que aceptarme la renuncia antes de proceder a reemplazar uno siquiera de los operarios de la Cordillera”.

La Roche, entusiasmado exclamó: “General, ésa es la solución. Esta noche, todos nosotros y Candales en la oficina del Telégrafo a las ocho y media. Quedamos en eso, señores, hasta la noche”. Y en diciendo esto dio por terminada la audiencia y se puso en pie.

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A la hora fijada fue el ministro y nadie más. No se habló más del asunto. Algún tiempo después, al llegar cierta mañana al ministerio, me dijo el escribiente Agustín García Polo que ya estaban escritos los nombramientos para Barcelona y Carúpano y que sólo les faltaba la firma del Ministro. Sorprendido, le pregunté qué nombramientos eran ésos y por qué se habían hecho a espaldas mías, Me contestó que don Gumersindo Marcano, el Director, le había dado la orden.

Hablé con éste, quien me dijo que no había hecho sino cumplir órdenes del Ministro. Éralo el doctor Antonio Ramella; lo esperé y le manifesté mi extrañeza por querer hacerse esos nombramiento sin las previas proposiciones del director del ramo, como tan claramente lo estatuía el Reglamento; añadí que la persistencia en hacerlos la tomaría yo como el deseo de que presentase mi renuncia o como un propósito de humillarme; que no siendo esto último posible, dispuesto estaba a renunciar en el acto.

El doctor Ramella me dijo que aquello había sido una exigencia del general Velutini, quien deseaba complacer a Rolando, y que yo bien sabía quién era Velutini. Le repliqué que en lo relativo a aquel asunto yo sólo sabía quién era yo, que como Director del Telégrafo tenía una atribución reglamentaria de la cual no quería ni debía prescindir, porque esto redundaría en perjuicio del servicio de un ramo que se hallaba a mi cargo; que los que estaban al frente de las oficinas de Barcelona y de Carúpano eran Torcuato Silva Aguirre y Vicente Irazábal, respectivamente, ambos telegrafistas de primer orden y de intachable conducta, y que los que el general Rolando quería llevar para allá, seguramente para manejarlos a su antojo, estaban muy distantes de tener las excelentes cualidades de aquéllos. En conclusión: díjome el doctor Ramella que repetiría al general Velutini lo que yo le había dicho y que él resolvería. Velutini era entonces el “Papa-Negro” de los otros ministros (él era de Hacienda); le temían más que a Crespo.

Dos días después, tuve que ir a arreglar un asunto de asignaciones para Velázquez en el Ministerio de Hacienda y, al verme, Velutini me preguntó qué era lo que ocurría con los nombramientos para Barcelona y Carúpano. Le contesté secamente que yo no los aprobaba y, de consiguiente, no estaba dispuesto a proponerlos; primero, porque los que estaban sirviendo aquellas estaciones ni querían ser reemplazados, ni habían dado motivo para ello y, segundo, porque los que el general Rolando quería llevarse no podían parangonarse con aquéllos ni en suficiencia, ni en responsabilidad, ni en conducta, ni en nada. El que pensaban colocar en Barcelona era un pariente de Velutini; éste terminó diciéndome que tenía particular interés en colocarle y que dejaba eso a mi cargo; que desde luego aprobaría lo que hiciese. Como ya se había pensado en restablecer la oficina de Antímano lo destiné para ella; él, al principio, no quería aceptar y me contestó altaneramente creyendo que todavía podía atenerse a los ofrecimientos de Rolando y Velutini, pero cuando le echó el cuento a su pariente, éste le advirtió que, si no iba a Antímano, no iría a ninguna parte.

En otra ocasión, me llamó el Ministro, me ordenó que le presentara un candidato para la jefatura de la estación de Barquisimeto, porque el general Crespo había recibido terribles acusaciones contra el señor Marcos Freites y, presentándome un legajo, añadió: “Lea eso”. Después de leerlo le dije que la justicia nos imponía el deber de oír al acusado antes de proceder contra él. Me dejó en libertad de hacer lo que quisiese.

Telegrafié en seguida a Freites imponiéndole de lo que pasaba, y terminaba diciéndole que se defendiera si podía y que en este caso podía contar con todo mi apoyo, con la seguridad

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de que, mientras yo ocupase aquel puesto, él no sería víctima de una injusticia. El telegrama me valió las más efusivas felicitaciones de cuantos tuvieron conocimiento de él, y todos a su vez se felicitaban por tener un director que así procedía para con sus subalternos.

Freites se defendió brillantemente: probó con el testimonio de los personajes más honorables de Barquisimeto que cuanto se decía contra él era una ruin infamia y me envió el expediente por correo. Cuando se lo presenté al Ministro éste quiso que fuéramos los dos a llevárselo al general Crespo, porque aquel triunfo era mío. Crespo aprobó mi conducta con estas palabras: “Ha hecho usted muy bien. Hay que proceder con precaución para evitar las injusticias. Son muchos los intrigantes, muchos, muchos; me tienen loco”.

He referido estos episodios para que se vea cómo un funcionario público que no tenga apego al puesto y que esté pronto a renunciarlo antes que proceder injustamente para con sus subalternos, puede, al mismo tiempo que granjearse el agradecimiento de éstos, merecer el aprecio y la aprobación de sus superiores. Si los míos, en aquella época, no hubieran cedido a la razón, yo me habría apresurado a caer con honor sobre el escudo de mi dignidad.

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X. LA PAUSA DEL AMOR

Por aquéllos días ocurrió un suceso al parecer insignificante, pero que habría de ser de gran trascendencia en mi existencia. Y fue que el doctor Francisco de P. Reyes, desde Barquisimeto, le dirigió un telegrama a Velázquez para participarle que su primogénito estaba gravemente enfermo y que recibía telegramas de su esposa con grandes retardos, por lo cual le rogaba que hiciera lo posible porque le llegasen con la prontitud posible. En efecto, a causa de la pasada guerra las líneas habían quedado en desastroso estado, y como se daba preferencia a la correspondencia oficial los telegramas particulares se retardaban mucho.

Me impuse de los deseos del doctor Reyes; le telegrafié que el señor Velázquez estaba ausente, pero que yo hacía mío su telegrama y que haría cuanto estuviere a mi alcance para complacerlo. En seguida me puse al habla telefónicamente con doña Emma Ponte de Reyes, la impuse de lo ocurrido y le supliqué que me diese noticias de su hijo cuantas veces quisiese en el día. Tres telegramas míos recibía diariamente el doctor Reyes con breves horas de diferencia.

Cuando él regresó a Caracas me invitó a un almuerzo. Allí conocí a la angelical criatura, prima de la señora Reyes, que dos años después había de ser mi esposa. Desde que la vi57, con el niño que había estado enfermo en los brazos, me causó una impresión inolvidable, y a poco de haberla tratado y de darme cuenta de la belleza de su alma, superior a la belleza de sus facciones no obstante ser éstas incomparablemente bellas, me dije que con un ángel así sí me casaría yo.

Pero tuve también ocasión de observar que me habían precedido en los galanteos cuatro pretendientes. Me cercioré de que los tres que estaban en Caracas no habían adelantado nada y que estábamos de quien a quien; pero había un ausente, el general Horacio

                                                                                                               57 Arévalo González admite haber sentido por Doña Elisa Bernal, su esposa, el amor a primera vista. Con ella tuvo diez hijos, al último de los cuales no conoció, pues fue apresado poco después de que fuera concebido, en 1913. Pocas damas habrán dido tan leales, pacientes y abnegadas como esposas. Las frecuentes prisiones de Arévalo sometieron a Doña Elisa y sus hijos a extremas privaciones. De hecho, no sobrevivió ella a la de 1913, que duró ocho años. Así cuenta Doña Gladys Arévalo de Sigala, hija de ambos:

En el año 1913, cuando lo hicieron prisionero, mi madre quedó esperando al décimo de sus hijos. Fue un niño que vivió dos años y murió sin que él lo conociera.

Al salir de la prisión después de más de ocho años… dice: “...no pude darle el beso de bienvenida ni la bendición de despedida… lo dejé en tu vientre y lo encuentro en el vientre de la tierra”.

En la época de la dictadura existía una total incomunicación entre los que estaban presos y sus familiares. Clandestinamente se cruzaban misivas, tan pequeñas, que sólo alcanzaban el doble del tamaño de una estampilla. Por este medio, mi padre, se enteró del delicado estado de salud de mi madre, sin que después pudiera informarse del proceso de su enfermedad.

Se empleaba entonces, como vía directa para ir al Cementerio del Sur, la calle donde estaba ubicada La Rotunda. Yo era pequeña, pero hay recuerdos imborrables, como el de sus ojos llenos de lágrimas al contarnos que una tarde, uno de los carceleros, con la mayor crueldad, abrió la reja de los presos y dijo en alta voz: "Señor Arévalo, ahí va pasando el entierro de su esposa".

Fue de esta manera cruel cómo se enteró de la muerte de su Elisa.

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Ducharne, persona estimabilísima, compadre muy querido de los dueños de la casa y de quien se decía que le había escrito a la madre, residente en Güiria, que por fin había encontrado una señorita con quien sí se casaría si lo aceptase.

Ignorando yo cómo pensaba ni sentía Elisa, que así se llamaba aquel ángel, opté por disimular mis aspiraciones hasta saber si aquel general había o no rendido la plaza. Cierta noche en que Elisa estaba ausente, una de las personas, muy curiosa (bendita curiosidad), que estaban de visita le preguntó a la señora Reyes si era cierto que su prima se casaba con Horacio Ducharme. La señora lo negó sin vacilar y añadió que lo único que ella sabía era que él estaba muy enamorado y lo que le había escrito a la madre, pero que ignoraba como pensaba Elisa, porque como ésta se estaba pasando una temporada en su casa, le había parecido muy delicado intervenir de algún modo que pareciera estar tratando de influir en su ánimo; que tanto ella como su esposo querían mucho a su compadre Ducharne y en sumo grado se regocijarían si ese matrimonio se efectuase, pero que podía asegurar que por parte de Elisa nada había hasta entonces de particular.

Era cuanto deseaba yo saber. Me quité la careta. Salí de mi fingida actitud y abrí operaciones. Ella me amaba ya. Me amó, como yo a ella, desde el día en que por primera vez nos vimos. Nuestras almas se buscaban y al encontrarse se fundieron en una. Desde entonces comprendí que se había operado en todo mi ser una transformación inexpresable. Mi vida tenía ya un objetivo, a través del cual veía mi espíritu la dicha de ser amado, y más allá una esposa, un hogar, unos hijos.

La declaración fue en un almuerzo con el cual se festejaba el día de una anciana hermana del extinto monseñor Ponte, tía de la señora Reyes, y al cual tuve el honor de ser invitado, junto con otros caballeros y varias damas. Estaba yo sentado al lado de mi amada y observé que mis tres rivales que se hallaban en Caracas se habían colocado cerca de la entrada de la sala, fingiendo que estaban viendo unos retratos colocados sobre un piano. En realidad, atisbaban la venida de la persona que debía anunciar que la mesa estaba servida, con el propósito de adelantarse el que primero la observase y ofrecerle el brazo a Elisa para conducirla al comedor.

Los tres se estaban engañando mutuamente. Cada cual creía que los otros no le habrían adivinado la intención y se preparaba disimuladamente para sorprender a sus contrarios y “acusarles las cuarenta”58. Pero los tres estaban muy distantes de pensar por donde podría venirles el verdadero peligro, ni que yo les hubiese penetrado las intenciones. Todos me creían enamorado de otra y por esto ellos no se preocupaban de mí.

Cuando vi que los tres, retirándose del piano, se encaminaban hacia el sitio en que estaba Elisa, me puse al punto en pie y ofreciéndole el brazo le dije: “Ya como que vienen...” No concluí la frase. Una mensajera dijo en la puerta: “El almuerzo está servido”. Mis tres rivales, como estatuas de sal, habíanse detenido en mitad de la sala. Les pasé por delante con un borbollón de risa dentro del pecho que pugnaba por hacer erupción.

En la mesa, la señora de la casa, al distribuir los puestos, tuvo la feliz ocurrencia de colocar al otro lado de Elisa a una vieja sorda. Mis primeras palabras de amor le retiñeron las

                                                                                                               58 Lo mismo que "cantar las cuarenta": decir a alguien unas cuantas verdades. En este caso, hablar mal del competidor.

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mejillas. Fue una gran sorpresa para ella; como todos, creía que otra era mi preferida. Desde ese instante, según me dijo después, no supo lo que comía.

Sus labios no me dijeron ese mismo día que me amaba; pero esos labios sonreían y esa sonrisa era la dulcísima sonrisa de la Esperanza. No he podido abstenerme de referir este episodio, a cuyo recuerdo llega mi espíritu como a un oasis en medio del aterrador desierto en que me dejó el regreso al cielo de la compañera más amorosa, de la más adorada de las esposas.

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XI. TELÉGRAFO Y POLÍTICA

Regresó Velázquez y se encargó de la Dirección. Luego, en un cambio de gabinete con la correspondiente modificación del presupuesto, por razones económicas fue eliminada la Subdirección y poco después me encargué de la Contaduría, lo que me trajo desazones por lo siguiente.

El general Crespo supo que se estaba fraguando una Revolución, y para acabar con ella sin derramamiento de sangre y sin prisiones, tuvo la feliz idea de construir un gabinete con los principales revolucionarios, cuyo jefe era el señor Manuel Antonio Matos, general por apodo.

Matos tomó a su cargo el Ministerio de Hacienda el primero de abril de 1895, y desde esta fecha comenzó a pagar el presupuesto del Telégrafo por pequeñas partidas. Como a los empleados de este ramo se les estaban debiendo desde enero, mi antecesor, señor Juan P. Borges Requena, como era natural, fue destinando esas partidas al pago de las quincenas de dicho mes, pero luego que las hubo pagado ocurriósele al señor Matos decir que lo que él había entregado era para las quincenas de abril (el mes en que él había actuado), y que lo que su antecesor había dejado pendiente se pagaría después. Por esto acontecía que, mientras en la Gaceta Oficial aparecía que la Tesorería Nacional había pagado, por ejemplo, hasta la segunda quincena de agosto inclusive, la Contaduría del Telégrafo no les había pagado a los empleados de éste sino hasta el mes de junio. Cuando me encargué de la Contaduría se me puso al corriente de lo que había ocurrido, y aunque el Ministro de Fomento, general Jacinto Lara, estaba en conocimiento de ello, lo hice constar en un informe que le pasé referente a la toma de posesión de mi cargo.

Así marcharon las cosas hasta que surgió el Gabinete cuyo Premier era el doctor Claudio Bruzual Serra. Se encargó de la cartera de Fomento el doctor Alberto Smith, a quien sorprendieron los intrigantes que venían aspirando a los primeros puestos del Telégrafo, haciéndole creer que en la Contaduría había un gran desfalco y como prueba le presentaban las cuentas de la Tesorería publicadas en la Gaceta Oficial, por las cuales aparecía que el pago iba con el día, en tanto que a los empleados del Telégrafo se les debían varias quincenas.

El doctor Smith se fue de las primeras y, cuando yo menos lo esperaba, se me presentó un señor Buroz, asesorado de un hijo, empleado del Ministerio de Hacienda, con el nombramiento de Contador y la orden para que yo procediera a la entrega de la Contaduría incontinenti. Así lo hice, y aquello fue cuestión de dos o tres horas. Fue entonces cuando el doctor Smith se impuso del origen de la disparidad de las cuentas de la Tesorería y de la Contaduría. Todo había provenido de una de las tantas poses del señor Matos: hacer creer que el Gobierno no debía nada, que todo lo que quedó debiendo su antecesor lo había saldado y que sus pagos estaban al día. Con el fin de que para lo porvenir no quedase expuesta mi reputación por las intrigas de mis enemigos, y por el sospechoso aspecto que había tenido mi destitución, me le presenté al doctor Smith con una carta en que le suplicaba que me dijese si esa destitución tenía por origen la peculiar inestabilidad de los puestos públicos o faltas en el cumplimiento de mis deberes.

Con mucha amabilidad me manifestó que la contestación de esa carta me la daría de un modo más expresivo; que ya había reconocido que era de justicia darme una satisfacción y

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que, al efecto, tenía para ello un proyecto del cual no había querido enterarme hasta no haber asegurado su buen éxito. Refiriome entonces que el general Valarino había sometido a la consideración del gobierno un plan por el cual se creaban los cargos de un Fiscal Principal del Telégrafo y tres fiscales subalternos con el propósito de que todo el ramo estuviese bajo la supervigilancia de la Fiscalía Principal, cargo al cual, naturalmente, él aspiraba, ya que no había logrado ponerse en la dirección. Añadió el doctor Smith que el proyecto había sido aprobado, pero que Valarino no sería nombrado porque el general Crespo no quería nada con él; que yo era su candidato (de Smith), pero que tendría que bregar muy duro porque teníamos dos competidores muy fuertes y muy bien apoyados; que uno era Dionisio Guánchez, quien tenía por madrina a Misia Jacinta,59 y el otro Julio Bermúdez, cuyo protector era el doctor José Ramón Núñez, Secretario General. El creía, sin embargo, lograr mi nombramiento, y para ello estaba dispuesto hasta a “volar la Santa Bárbara”.

Le di las gracias del modo más expresivo y cordial y le rogué que desistiera de su propósito, pues yo, no sólo no quería salir de Caracas, por estar recién casado, pero ni siquiera servir más puestos públicos, porque el pan de un hogar no debe depender de la voluntad de los intrigante.

Pero el doctor Smith, hábil diplomático, me excitó a considerar el berrinche de Valarino cuando supiese que “cachicamo había trabajado para lapa” y que en este caso la lapa era uno de sus más aborrecidos enemigos. Hízome observar, además, que la mejor vindicación a que yo podría aspirar era el recibir, sin tardanza, una prueba plena de la confianza del Gobierno, siendo destinado a un cargo muy superior al que había últimamente desempeñado. En fin, tantas amables cosas me dijo el doctor Smith que resolví complacerle, pero antes le manifesté que yo sabía cómo se convertiría el morrocoy que teníamos en un verdadero Telégrafo. Se apresuró a preguntarme cómo y le dije: “Introduciendo varias reformas y, entre ellas, la principal, acabar con los abusos que ocurren en la correspondencia oficial”.

Le hice notar que el Reglamento establecía que sólo se considerarían como telegramas oficiales aquellos referentes a asuntos relacionados con el servicio público, siempre que el uso de la vía postal resultase perjudicial y que, además, todo telegrama oficial tenía por límite cincuenta palabras, siendo obligatorio el pago del exceso por el remitente. Que nada de eso se cumplía y por ello las líneas estaban embargadas por la correspondencia oficial y los operarios abrumados de trabajo, todo lo cual redundaba en perjuicio muy grave de los que pagaban sus telegramas que, si llegaban a su destino, era con dos días de retardo. “¡Me gusta la idea! —exclamó el doctor Smith—¡Magnífico! Vamos a ponerla en práctica”. “Vamos —repuse—, pero para ello necesito su apoyo inflexible y perenne, así como usted también debe asegurarse el del general Crespo, porque todo el elemento oficial va a chillar y seremos blanco de las intrigas y arterías de cuántos se considerarán perjudicados”.

La línea oriental era de las peores; por ella empecé mi labor. Cuando llegué a Barcelona le dirigí una nota al general Nicolás Rolando, Presidente del Estado Bermúdez, por la cual le participaba con qué carácter había llegado y los propósitos que tenía en lo relativo a la correspondencia oficial, esperando que él sería el primero en aplaudir aquella                                                                                                                59 La esposa de Joaquín Crespo. Al Palacio de Miraflores se le nombra a veces como la casa de Misia Jacinta, y algunos aseguran que su fantasma lo ronda.

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determinación y prestarme su valioso concurso para que sus subalternos la acatasen, como seguramente él la acataría. Fue muy sensata y correcta la contestación del general Rolando. A todos los jefes de estación de esa línea les comuniqué rigurosas órdenes y los excelentes resultados se manifestaron sin demora.

Al día siguiente de mi llegada, me telegrafió el jefe de la oficina de Carúpano, el señor Vicente Irazábal, para que viera el telegrama que el general Armando Rolando le dirigía a su hermano Nicolás. Decíale que se abstenía de enviarle un telegrama importante porque Irazábal pretendía cobrarle exceso de palabras. Rolando le contestó como era de esperarse: que en Barcelona estaba un fiscal imponiendo la observancia de lo ordenado por el Reglamento, que abreviara el telegrama o que pagara, como lo estaba haciendo él. Armando optó por abreviar y en cincuenta palabras dijo entonces lo que antes había dicho en más de trescientas. Por cierto que, después que vi de qué asunto se trataba le hice decir por Irazábal que entregaría aquel telegrama porque ya estaba transmitido, pero que no merecía los honores de la transmisión eléctrica y que en lo sucesivo no se le aceptarían como oficiales sino los que estuviesen ajustados a la disposición reglamentaria.

En pocos días se transformó la comunicación por aquella línea. Antes, las máquinas no cesaban de funcionar desde las 7 a. m. hasta las 10 de la noche, siempre quedaba trabajo pendiente para el otro día y no llegaba a su destino ningún telegrama con menos de dos o tres días de retardo, siendo necesario aprovechar la ocasión de todo vapor para despachar voluminosos paquetes de telegramas. Esto se había hecho en otras épocas y se sigue haciendo en el presente, de tal manera que en la estación central hay empleados exclusivamente ocupados en copiar los telegramas que vienen por correo.

Lo que voy a referir es una prueba de cuánto se había ganado: Don Carlos Modesto Salazar, agente del Banco de Barcelona, dirigió un telegrama a la casa Blohm y Cía., de Caracas, y recibió la contestación antes de una hora. En seguida fue a la oficina para averiguar si el telegrama que acababa de recibir era contestación al suyo o si se había cruzado en el camino. El jefe de estación le contestó que era la contestación. “Pero si no hace una hora—observó el señor Salazar— que envié mi telegrama y yo estoy acostumbrado a recibirlos con días de retardo”.

El telegrafista le explicó lo que se estaba haciendo, a lo cual se debía aquella satisfactoria transformación. Don Carlos quiso conocerme y felicitarme, lo que me fue muy grato. Mostrándole las tres máquinas, le dije: “Vea usted: una sola está trabajando y no será por mucho tiempo; antes no cesaban un momento y siempre había congestión de telegramas”.

Los funcionarios públicos llevaban su correspondencia oficial y particular por telégrafo: no eran telegramas, eran cartas. Cuando venía una cosecha de felicitaciones para el Presidente, por cualquier insignificante motivo, eso era horroroso. El general Santos Mattei, administrador de las salinas, por ejemplo, era el terror de los operarios. Cada telegrama suyo se llevaba, por lo menos, tres o cuatro timbrados. Todos comenzaban así: “He recibido su telegrama (o su carta) en que se sirve decirme lo siguiente (y transcribía íntegro el telegrama o la carta) y en contestación digo a usted (y ahí soltaba lo demás)”. Ahora, en llegando un telegrama se transmite en el acto. De noche esas máquinas están mudas y los operarios que estén de guardia se limitan a preguntar: “¿Qué hay?” y la contestación es invariable: “¡Nada!”

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Desgraciadamente, cuando me preparaba a pasar a la línea sureste, la que comunica a Caracas con Guayana y el Yuruary, el doctor Smith renunció a su cartera ministerial a causa de un desagrado con Bruzual Serra, quien era como el Premier de aquel gabinete. Para reemplazarlo, fue elegido el general Ernesto García, prometido de una cuñada de Crespo y futuro Presidente del Estado Bolívar.

Comenzaron a demorarse las asignaciones para la reparación de la línea que estaba a cargo de uno de los fiscales subalternos, y como García no se ocupaba sino en lo relativo a su candidatura, resolví renunciar. A este efecto, solicité previamente permiso para venir a Caracas. El Ministro no me contestó. Le exigí a Velázquez que me lo solicitara y se me aplazó. Estando en la estación del ferrocarril, vi al general Rodríguez López, de Cantaura, que venía a ocupar su puesto en el Senado, y le supliqué que me consiguiera ese permiso. Díjome que apenas conocía a Ernesto García, pero que me iba a presentar al general Marco Tulio Saluzzo, quien sí era buen amigo de él. El general Saluzzo me prometió conseguirme lo que tanto deseaba y me lo cumplió.

Ya en Caracas, presenté mi renuncia en forma irrevocable. El general García trató de que la retirara, me aseguró que tendría de él el mismo apoyo que había tenido del doctor Smith y que daría orden al general Rolando para que sin demora me supliese las asignaciones cuando se demorasen. Pero me mantuve firme, robusteciendo mi negativa con las circunstancias de estar mi padre enfermo y de hallarse mi esposa en vísperas de tener el primer hijo.

Me he detenido en estas consideraciones acerca del Telégrafo, porque ellas evidencian la necesidad de dos importantes reformas en ese ramo: sostener a todo trance a los que se conducen bien, reemplazándolos únicamente por su voluntad o por su culpa, y acabando con el abuso de la correspondencia seudo oficial en la forma que yo lo hice.

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El talentoso escritor Ramón Márquez me invitó a fundar un diario político, pero la libertad de que entonces gozaba la prensa60 le quitaba, a mi vista, a la profesión del periodismo el aliciente y el atractivo que tuvo en días de peligrosas luchas y que habría de tener en épocas futuras.

Después de servir durante varios años puestos de donde otros habían de salir con grandes caudales, me encontraba dueño sólo de dos mil trescientos pesos. No gran cosa podría emprender con tan pequeño capital y le compré al general Lorenzo Carballo el Hotel Los Andes.

Las extensas relaciones que había adquirido en mis viajes y en subdirección del Telégrafo me fueron provechosas. Bien pronto, mi hotel logró una envidiable fama y me producía una utilidad mensual de alrededor de ochocientos pesos, suma que no llegué a ganar en ninguno de los puestos públicos que serví.

                                                                                                               60 En 1897, durante la segunda presidencia de Joaquín Crespo. La declaración de Arévalo es muy reveladora de su carácter, que parecía necesitar un obstáculo frente a sí para interesarse en las aventuras.

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Ya habían aparecido las candidaturas presidenciales del general Ignacio Andrade61 y del doctor Juan Francisco Castillo. A la primera estaban adscritos muchos de los que se llamaban liberales y no pocos de los llamados godos. La de Castillo alardeaba de ser netamente amarilla. La gran mayoría de la juventud intelectual siguió la de Andrade.

Después de una numerosa reunión de personas notables en el hogar del general Manuel Salvador Briceño, suegro del doctor Bernardino Mosquera, a la cual fui invitado, me incorporé a la propaganda andradista, figurando como colaborador de un periódico titulado La Juventud Liberal, redactado por un grupo de jóvenes escritores, de los cuales recuerdo a Torres Abandero, Pérez Calvo, Andrés Mata, Bracamonte, Key Ayala, Pedro M. Ruiz, Blunck Veloz, Pablo Antonio Ortega, Juan Vte. Camacho. Como director actuaba el doctor Alberto Smith, ese “joven de tres generaciones” como lo apellidó Pimentel Coronel, redactor de El Sufragio, órgano de la candidatura Castillo. Y en efecto: el doctor Smith había figurado en la juventud de las dos generaciones anteriores y ahora no deslucía entre la nuestra, no obstante que bien hubiera podido tener hijos de nuestra edad.

Andrade, para aquel entonces, tenía buen cartel; se había conducido bien en la presidencia del Gran Estado Miranda y, aunque se titulaba general, tenía más aspecto de civil. Muchos de los indiferentes en política le dieron buena acogida a su candidatura y se pensó que, por su extracción conservadora y, aunque se apellidaba “liberal”, procuraría desteñir siquiera un poco un régimen político que nada tenía de liberal y sí mucho de amarillo, entendiendo por esto esa censurable tolerancia para todas las transgresiones, para todas las apostasías, para todos los peculados, para todos los atentados, para cuanto de execrable puede cometerse en las altas y en las bajas esferas oficiales. Sin embargo, la candidatura de Andrade no satisfizo a la mayoría del elemento sano del país y de ahí que aparecieran la del doctor Rojas Paúl y las de los generales José Manuel Hernández y Pedro Arismendi Brito.

Estrenó el general Hernández entre nosotros el sistema de propaganda personal que en los EE.UU. acostumbran los candidatos y salió en recorrida cívica por toda la República. Esto agradó mucho a Crespo, porque pensó que la candidatura de Andrade, patrocinada por él, sería incontrastable, que el “Mocho” apenas lograría un pequeño número de adeptos y que esto serviría, sin peligro, para darles a aquellas elecciones aspecto de libertad. Pero él no contaba con la huéspeda.62

Hernández tenía fama de ser de los únicos hombres públicos inmaculados, porque fue siempre un rebelde y nunca se había emporcado en la sentina de los gobiernos anteriores. Tenía, además, gran poder sugestivo, y fue por esos pueblos sembrando esperanzas y cosechando simpatías. La actitud cívica sedujo a cuantos estaban hastiados de ver al machete convertido en un becerro de oro y a tantos idólatras prosternados ante él. Era Hernández general, pero en aquella ocasión se presentó aspirando a la primera magistratura no como guerrero, sino como ciudadano, no pidiéndoles a sus compatriotas su sangre, sino sus votos.

                                                                                                               61 Andrade fue electo Presidente de la República para el período de cuatro años que comenzó en 1898, en un proceso fraudulento auspiciado por Joaquín Crespo. En 1899, abandonó su cargo al conocerse el triunfo de la Revolución Liberal Restauradora cuyo jefe era Cipriano Castro y marchó al exilio. 62 “No contar con la huéspeda” es locución equivalente a “echar la cuenta sin la huéspeda”. DRAE: Encarecer las ventajas de un negocio sin pensar en sus inconvenientes.

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Como no era amarillo, sus contrarios lo motejaron de godo pero, para gran sorpresa de ellos, sucedió lo inesperado: el sambenito ése, de que tanto se ha abusado, no surtió efecto, y la candidatura hernandista no sólo fue acogida con entusiasmo por personas distinguidas en las ciencias, en el comercio, en la agricultura, en la cría, en la banca y hasta por el elemento femenil, sino que le salieron al encuentro cuantiosas masas de proletarios, el pecho henchido de júbilo, como para recibir a algo que por mucho tiempo se ha esperado con anhelo. Creían los amarillos que, por aquello de la redención de los esclavos y por el estribillo de José Gregorio Monagas, ningún hombre de color negro, zambo, mulato, dejaría de incorporarse a una candidatura amarilla para seguir a un caudillo motejado por ellos de godismo. Los obreros, los jornaleros, los peones, los caleteros, los pescadores, cuantos trabajan hoy para pagar lo que se comieron ayer, o anteayer, o la semana pasada, vieron en el candidato amarillo a un Mesías; diminuto, ínfimo, pero Mesías al fin.

El general Crespo, que había telegrafiado una circular a los presidentes de Estado y a los jefes civiles, por la cual les participaba que para allá iba el general José Manuel Hernández en trabajos electorales y que debían guardarle todo género de garantías, comenzó a preocuparse. Y para complicar la situación sucedió que el doctor Rojas Paúl, a causa de su enfermedad, renunció su candidatura, y el general Pedro Arismendi Brito, candidato de gran número de obreros, considerando que no tenía probabilidad alguna de triunfar, dirigió un manifiesto a sus partidarios en que les expresaba su gratitud y les aconsejaba que, para que sus votos no se perdieran se los diesen al general Hernández, quien tenía muchas más probabilidades de triunfar que él. Con estos dos caudalosos afluentes engruesó formidablemente la candidatura de Hernández. Yo lamenté, cuando ésta apareció, haberme afiliado ya a la de Andrade, pues desde que vi a aquel general en la barra del Congreso pidiendo la nulidad de las elecciones del Yuruary sentí por él muy viva simpatía, simpatía que siempre me han inspirado los adalides del civismo.

De esta manera nació un nuevo partido, el Partido Liberal Nacionalista, destinado, como más tarde se lo dije verbalmente a su jefe en una entrevista que referiré a su tiempo, a ser eminentemente cívico o no ser. Por desgracia, él no lo comprendió así y lo lanzó a la guerra, para ir de fracaso en fracaso hasta llegar al convencimiento de la propia impotencia e incurrir entonces en graves desaciertos políticos, acaso más desastrosos.

Llegó el día de las votaciones. Vivía yo en la parroquia de Altagracia; a la hora fijada, fui a casa del doctor Smith, quien llevaba la batuta parroquial y hallábase rodeado de un numeroso grupo de personas notables de la parroquia. Cuando nos dirigimos todos a la plazoleta de la iglesia, vimos llegar a todo correr un coche, del cual se apearon los poetas Leopoldo Torres Abandero y Víctor Bracamonte, y díjole el primero a Smith: “Que mande refuerzo a la Candelaria”. “Ya salieron para allá doscientos hombres”, contesta Smith. “Son pocos—añadió Torres Abandero—. Manden doscientos más”. En seguida dirigiose aquél al Pasaje del Centenario, ya desaparecido, donde había como quinientos o seiscientos hombres, campesinos a ojos vistas, traídos de los campos cercanos, y dio orden para que inmediatamente fueran doscientos, a todo correr, a la Plaza de la Candelaria.

Aquello me impresionó desagradablemente y, dirigiéndome al grupo en que yo estaba, pregunté si aquellos hombres eran de la parroquia, si en una parroquia podían votar los que no pertenecieran a ella y si aquello que se estaba haciendo no era una evidente

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infracción de la Ley Electoral. El doctor Adriano Riera Aguinalde me advirtió que yo era un inexperto en política, puesto que ignoraba “cómo se batía el cobre”.

Repuse que había ido allí creyendo que íbamos a luchar lealmente pero que, convencido de que no sería así, me desligaba de mis compromisos con aquella candidatura para recobrar mi libertad de acción. Y en diciendo esto saqué del bolsillo los dos papelitos amarillos que me habían dado, uno para votar por Andrade y el otro por los diputados al Congreso y, haciéndolos añicos, me incorporé al numeroso grupo de nacionalistas que, presidido por el doctor Bastardo, estaba en el otro extremo de la plazoleta. Ellos se habían dado cuenta de lo ocurrido y me recibieron con aplausos y abrazos. Así me libré de tener más tarde el remordimiento de haber votado por Ignacio Andrade, a quien presentaré de cuerpo entero en una anécdota que referiré más adelante.

La coacción electoral fue evidente, innegable, escandalosa y, a juzgar por lo que personas fidedignas de otras poblaciones me han referido, en el resto de la República ocurrió lo mismo. De manera, pues, que los primeros alardes de respeto a la Ley con que el general Crespo recibió la candidatura de Hernández se convirtieron en atropellos al derecho de sufragio, tan pronto como vio que la cosa no era de mentirillas sino que, en verdad, la gran mayoría de los ciudadanos, creyendo en la sinceridad del Presidente, se aprestaba para repetir la hazaña electoral de 1835 cuando, contra la voluntad de los gobernantes, sentó en la silla presidencial al egregio repúblico doctor Vargas. Pero los tiempos eran otros y muy otros los hombres.

En aquella alborada de la República, nada valían ante la soberanía popular ni el querer de Páez, ni el querer de los ministros. Mas, con la bandera amarilla en el Capitolio era de otra manera “como se batía el cobre”, según el decir del doctor Riera. Después de aquel escándalo en todas las plazas públicas, fue el general Hernández a “Santa Inés”, mansión presidencial de Crespo, y díjole a éste que protestaba ante él de aquellos atentados y que se preparaba para hacerlo también ante la Alta Corte Federal. El general Crespo, volviéndole despreciativamente la espalda, le dijo: “Haga usted lo que le dé la gana”.

Poco había andado Hernández con dirección a su casa, cuando fue reducido a prisión. En La Rotunda lo alojaron en el calabozo número 24, precisamente en el mismo en que estuvo Crespo por breves días después de caer prisionero en la “Ana Jacinta”. Esa coincidencia fue el germen de la bala del Carmelero63. En la pared de ese calabozo escribió Hernández: “Estoy donde estuviste. Estaré donde estás. Estarás donde estoy”.

Estas frases fueron copiadas por el carcelero y llevadas a Crespo. Éste, cercana ya la fecha en que debía entregar la Presidencia, resolvió poner en libertad al general Hernández, probablemente por temor de que, de no hacerlo así, pudiera más tarde hacerlo Andrade para congraciarse con el Partido Nacionalista y, apoyándose en él, emanciparse de su tutela. Pero antes, quiso someterlo a una burla que habría de costarle muy caro. Vínose a la Casa Amarilla y ordenó que le llevaran allí al prisionero. En llegando éste, Crespo, rodeado de un numeroso grupo de aúlicos, le dijo: “General: lo he hecho venir para que se cumpla la primera parte de su profecía. Escribió usted en la pared de su calabozo que estaba donde

                                                                                                               63 El combate de El Carmelero o de la Mata Carmelera tuvo lugar el 16 de abril de 1898, entre las tropas del gobierno comandadas personalmente por Joaquín Crespo y las rebeldes al mando de José Manuel Hernández, el Mocho. Crespo murió en la lucha de un disparo en el pecho.

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yo estuve, lo cual era cierto; que estaría donde yo estoy, profecía que se ha cumplido porque ambos estamos aquí; pero en cuanto a que yo esté donde usted estaba, en eso sí que no le daré gusto, general”.

Estas palabras del Presidente produjeron tanta hilaridad en los palaciegos como cólera en Hernández, quien tan pronto como Crespo le dijo que estaba en libertad se alejó presuroso, sediento de venganza. Al llegar a su casa, le salió al encuentro su venerable madre para abrazarlo, acariciarlo y bendecirlo, pero él, fuera de sí, no le correspondía sus agasajos y sólo decía entre dientes, como hablando consigo mismo: “Ese hombre me la paga; me vengaré de ese hombre”.

Días después, oculto en una caja de piano, llegó a Valencia. Poco más tarde, retumbó en toda la República el grito de Queipa y la justiciera bala del Carmelero no se hizo esperar. He ahí, pues, la trascendental consecuencia de aquellos inofensivos renglones escritos en la pared del calabozo número 24 de La Rotunda Nueva64.

¿No parece inconcebible que el Primer Magistrado de la República se despojase de la circunspección que reclamaba el ejercicio de tan alto cargo para hacer pasar a quien tan injustamente había privado de la libertad, antes de devolvérsela, por las horcas caudinas de sus burlas y de los palaciegos que lo rodeaban? ¡De cuán distinto modo fue tratado el propio general Crespo después de caer prisionero en la Ana Jacinta!65 Sólo por dos, o tres, o cuatro días estuvo en el mencionado calabozo; el tiempo indispensable para que le prepararan en la Comandancia de Armas un salón con alfombras, colgaduras y muebles de Damasco, de donde en breve salió para sus hatos. Y esto no obstante haber sido él cogido con las armas en la mano, en tanto que su prisionero sólo había luchado en la plaza pública, como un ciudadano consciente de sus derechos y de sus deberes.

Al general Joaquín Crespo se le menciona como ejemplo de magistrados que respetaron la libertad de la prensa y con justicia. Desgraciadamente, se le cita también, con no menos razones, como ejemplo de los que con más descaro han atentado contra el derecho de sufragio.

                                                                                                               64 En 1881 se amplió La Rotunda con una construcción al norte de la cárcel original, a la que se dio el nombre de La Rotunda Nueva o Norte. 65 El 2 de diciembre de 1888, la goleta rebelde Ana Jacinta, fletada por Joaquín Crespo, se enfrentó al vapor Libertador, enviado por el gobierno de Juan Pablo Rojas Paúl a reducirla. Crespo fue apresado y llevado a la cárcel de La Rotunda, donde acordó con Rojas Paúl su exilio y el fin de su rebeldía. Éste había sido escogido como Presidente por Guzmán Blanco, para disgusto de Crespo.

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XII. EL HOTELERO DE ANDRADE

La herencia que Crespo nos legó fue Ignacio Andrade. Prometí, páginas atrás, presentar a éste tal cuál era en una anécdota y voy a referirla. A causa de algunos desórdenes en el Estado Los Andes vinieron a Caracas, llamados por el Gobierno, varios prohombres de la política regional. Algunos se hospedaron en mi hotel, entre ellos el doctor Jesús Rojas Fernández y dos hermanos suyos.

Cierta noche, me dijo el doctor Diego Luis Troconis, tío materno del general Andrade y uno de los más honorables pensionistas de mi hotel, que su sobrino Ignacio me mandaba a decir que los señores Rojas Fernández se irían a la mañana siguiente, que podía permitirles el viaje y que la cuenta se la pasara a aquél para hacer que me la pagaran inmediatamente, y como era el doctor Troconis modelo de bondad, añadió que para que no me molestara podría entregarle a él la cuenta para presentársela, porque esto le sería muy fácil, puesto que diariamente lo visitaba.

Díjele al buen doctor que no era necesario que se molestase; que yo se la enviaría al general Andrade con un empleado. Pero él insistió en el bondadoso propósito de hacerme ese servicio y procedí a formular la cuenta, que sólo alcanzaba a 64 pesos y a la que hice que el doctor Rojas Fernández le pusiese el visto bueno.

Al día siguiente díjome el doctor que “no había podido hablar con Ignacio”; al otro día que “Ignacio estaba muy ocupado”; después que “Ignacio lo había aplazado para el día siguiente”, y de ésta manera fueron transcurriendo los días sin verificarse el pago y, por fin, como si nos hubiésemos puestos de acuerdo, él evitaba encontrarse conmigo y yo con él, porque su cerebro se ponía en tortura inventando excusas inadecuadas y yo me mortificaba viendo los apuros y las angustias de aquel honorable anciano, no avezado a tiznar sus labios con la mentira.

Para librarle de ese suplicio le rogué, del mejor modo que pude, que me devolviese la cuenta. Y necesitando dinero resolví hacer el cobro personalmente. Fui varias veces a la Casa Amarilla, donde eran las audiencias presidenciales, y no habiendo logrado hablar con Andrade, seguí el consejo de alguien y me propuse verle en su casa. Un día, después de algunas inútiles tentativas, me instalé allí desde por la mañana, resuelto a no irme hasta no lograr mi propósito. No fui a almorzar, y como a las cuatro de la tarde le avisaron al Presidente que el Batallón número 1 deseaba rendirle sus homenajes. Lo vi pasar por delante de mí para ir a asomarse a una ventana.

Cuando regresaba a sus habitaciones le salí al encuentro y con el respeto debido le presenté la cuenta. “Yo no pago esto”—me dijo. “¿Se puede saber el motivo, general?”—, dije yo. —“¿Cree usted que yo deba pagar la cuenta de unos señores que, después de venir a Caracas, hacerme todo género de protestas de adhesión y contraer conmigo solemnes compromisos, regresan al Táchira para conspirar contra mí?” —“Sí creo que debe pagarla, general”, —contesté con firmeza.

Esta respuesta lo desconcertó. No la esperaba; creyó seguramente que yo me desharía en súplicas con gemebundo acento y se quedó mirándome de hito en hito. Queriendo aprovechar el desconcierto que le había producido aquella inesperada contestación, oída por muchos testigos, añadí: “Creo que debe pagarla porque, cuando su venerable tío,

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doctor Diego Luis Troconis, me dijo en su nombre que podía permitir que los señores de Rojas Fernández se fueran y que le pasara la cuenta a usted para pagármela, no añadió que esa promesa de pago era condicional, que usted pagaría si ellos le cumplían los solemnes compromisos contraídos, y no me lo dijo seguramente porque usted no se lo advirtió así”. —“Pues yo no pago nada”. —“Está bien, general, no la pague”. Y diciendo esto, en su presencia hice añicos la cuenta.

Andrade me miró con estupor; no se imaginó tanta audacia; los que lo rodeaban abrieron desmesuradamente los ojos y se llevaron entrambas manos a la cabeza, y el jefe de sus edecanes, después de lazarme una fulminante mirada, se cuadró ante él como pidiéndole órdenes. Andrade hizo una mueca de fingido desprecio, con la cual descubrió la peineta de sus enormes dientes y se encaminó a sus habitaciones.

Don Guillermo Ramírez, a la sazón administrador de la Aduana de La Guaira, díjome: “Vea usted cuán magnánimo es el general Andrade, otro lo hubiera mandado inmediatamente a la cárcel”. Yo pensé de otro modo, y creo todavía que no fue por magnanimidad, sino porque al punto se dio cuenta del escándalo que se armaría si por mi prisión se propalaba lo ocurrido, en lo cual aparecería que el Presidente de la República se había negado a pagarle a un pobre hotelero una cuenta de 64 pesos que espontáneamente había tomado a su cargo. Temiendo por inminente mi prisión, resuelto estaba a ir por esas calles, camino de La Rotunda, refiriéndoles a todos los transeúntes el por qué se me privaba de la libertad.

Ése era Ignacio Andrade. El doctor Troconis supo lo ocurrido y se mostró apenadísimo; quiso pagarme los 64 pesos, pero yo no lo acepté. No podría decirse que para tal tío tal sobrino. Eran el Polo Ártico y el Polo Antártico.

………

Por varios meses me fue muy bien en mi hotel. Alrededor de ochocientos pesos montaban mis utilidades mensuales y la clientela se aumentaba notablemente por las buenas recomendaciones que hacían los pasajeros al regresar a sus pueblos. Pero algo grave sucedió que me hizo cambiar de rumbo. Escrito estaba que yo no debía ser hotelero por el resto de mis días.

Entre los andinos que habían llegado a Caracas y hospedádose en mi hotel, en la ocasión referida, estaba el general Blas Briceño, a quien apellidaban sus coterráneos el “Chato”. Me exigió que permitiera que uno de mis empleados, el agente de pasajeros, fuera a Valencia para hacerle el cobro de una suma de dinero. Convine y, a los tres o cuatro días de haber regresado el mensajero cayó en cama; era la viruela.

Por aquellos días había aparecido en aquella ciudad esa terrible epidemia, y el pánico que infundía era indecible. A mis huéspedes les participé lo que acontecía. Pensé que todos se mudarían; sólo un pensionista lo hizo y a poco volvió, por cierto avergonzado. Pero los pasajeros fueron regresando a sus pueblos, y como yo no enviaba a la estación a buscar otros y como los competidores explotaron a su antojo el suceso, quedé sólo con los pensionistas.

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No era posible sostenerme así. Fueron sumándose alquileres vencidos y terminé por venderle el hotel al dueño de la casa para salvar mi crédito. Vime obligado a recurrir a mi primitiva profesión de telegrafista y le ofrecí a mi buen amigo Carlos María Velázquez mis servicios. No tardó en proponerme la Fiscalía del Cable de La Guaira y acepté, con tanta más complacencia, cuanto que mi esposa necesitaba el temperamento66 de Macuto.

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Allí supe que Cipriano Castro había invadido y venía obteniendo fáciles triunfos, no tanto por sus dotes de guerrero como por la incompetencia y cobardía de sus contrarios y hasta por circunstancias aún más oprobiosas.

Recordé lo que había oído de labios del general Rafael Linares en casa del doctor Laureano Villanueva y rogué a Dios que tuviera piedad de mi patria. Presentí al punto para ésta un sinfín de calamidades. ¡Quién habría de decirme entonces que la tal Revolución Restauradora sería también la satánica incubación de doce prisiones mías, con su secuela de lágrimas y duelo de privaciones!

                                                                                                               66 temperar. 3. intr. Col., Nic., P. Rico y Ven. Dicho de una persona: Mudar temporalmente de clima por placer o por razones de salud.

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XIII. EL PERIODISTA Y EL CABITO

Entró el general Castro en Caracas el 22 de octubre de 1898, entre cuatro y cinco de la tarde. Había triunfado con el fuerte concurso de los nacionalistas, particularmente interesados en la libertad de su jefe el general José Manuel Hernández; pero, en lugar de dirigirse de la estación del ferrocarril a La Rotunda para devolverle personalmente la libertad al prestigioso prisionero, como todo lo esperaban, se fue a la Casa Amarilla y no fue sino cerca de las 12 m. del siguiente día cuando dio la orden para que Hernández saliese de la cárcel. De manera, pues, que por cerca de veinte horas el jefe de los que tan poderosamente habían contribuido al triunfo de aquella Revolución fue el prisionero de quien se había aprovechado del prestigio de éste para triunfar.

Díjose entonces, como explicación de este absurdo proceder, que el general Samuel Acosta le había manifestado a Castro el deseo de ser él quien fuese a sacar a Hernández de su calabozo y que no fue hasta el día siguiente cuando entró aquél en Caracas con sus fuerzas. ¿Pero por qué lo dejó Castro rezagado? ¿Por qué no dispuso las cosas de modo que Acosta figurase en su estado mayor para su llegada a la capital? Es que el restaurador no quiso venir en brazos de los que lo habían traído hasta Valencia, sino en hombros de los que lo habían combatido. No quiso tampoco que entraran las fuerzas nacionalistas, sino después de estar Caracas atiborrada de tropas amarillas.

Al llegar, dio Castro la célebre, breve y atinada proclama en que prometía “nuevos hombres, nuevos idéales, nuevos procedimientos”. Muy aplaudida fue pero, desgraciadamente, no pasaría de ser lo que el vulgo en son de mofa llama “música celestial”, por la sencilla razón de que esa proclama no le había salido a Castro del corazón, ni aun del cerebro. Fue concebida y redactada por Romerogarcía67. No habiéndola pensado ni sentido el que la firmó, lógico era que no se hiciese esperar la contradicción de los hechos.

Y así fue. La elección del Gabinete le arrancó al público la exclamación del conocido refrán: ¡Al primer tapón zurrapas!68 Porque no eran hombres nuevos los que formaron la mayoría de los ministros del despacho, y no era por cierto su antigüedad que los hacía merecedores del rechazo popular; era su desprestigio. Era que su pasada actuación en las esferas gubernamentales tenía la mácula indeleble que fue distintivo característico de los gobiernos anteriores; era que, como los llamé yo en uno de los artículos que publiqué en esos días, aquellos hombres se parecían a los sepulcros blanqueados de que nos habla el Evangelio.

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                                                                                                               67 Manuel Vicente Romerogarcía. Como Arévalo, escritor, político y telegrafista. Formó parte de la alta oficialidad de Cipriano Castro, con quien rompe en 1902 para ir al exilio. El oficio de telegrafista le hizo amigo de Arévalo. 68 ZURRAPAS. Las raspas que salen en el vino de los escobajos, las cuales poco a poco se van asentando en lo hondo de la cuba o de la tinaja; y porque tienen forma de pelos, los cuales en vocablo antiguo se llaman zurras se dijeron zurrapas. Proverbio: "Al primer tapón zurrapas"; dícese de los que en la primera ocasión que se ofrece descubren su poquedad y flaqueza. (Tesoro de la lengua castellana o española. Sebastián de Covarrubias Orozco, 1611. Edición de Felipe C. R. Maldonado revisada por Manuel Camarero).

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El doctor León Ponte69, director de El Pregonero, dijo en un editorial de este diario que tenían idéntico origen la “fuga de Andueza, la huida de Andrade y la bala del Carmelero”, y como ya se sabía que Andueza Palacio sería nombrado Ministro de Relaciones Exteriores, varios amigos de éste dieron al público una hoja suelta con una carta para dicho periodista, en que se le pedía que rectificase esos conceptos en lo relativo al doctor Andueza, porque éste no se había fugado sino que, para evitar más derramamiento de sangre, patriótica y abnegadamente le había entregado el mando al vicepresidente, doctor Guillermo Tell Villegas, y se había ausentado. En prueba de lo que ellos sostenían, invocaban el testimonio del doctor Villegas, de quien al pie de la hoja publicaban la contestación.

Pasaba yo por la esquina de Las Monjas, cuando vi un grupo de ciudadanos que escuchaban lo que alguien leía. Era el doctor Vicente Franco, que estaba leyendo la mencionada hoja. Cuando terminó, dijo: “Ésta es la pura verdad; es que ese León Ponte es un godo”. Yo había visto al punto el lado vulnerable de aquel escrito, y me fui a la oficina de El Pregonero para saber si León Ponte también se había dado cuenta de ello.

Lo encontré en su escritorio, con el “Manifiesto de la Martinica” por delante. Era éste un documento que Andueza Palacio había publicado en dicha isla cuando la ira de sus enemigos y el desprecio de sus servidores lo aventaron lejos de aquí. Pregunté a León Ponte si se había fijado en el punto en que debía apoyar la refutación de la hoja de los anduecistas. No se había fijado, y me manifestó que como entre los firmantes había varios amigos suyos, les contestaría con cierta diplomacia. Al día siguiente leí su contestación: me pareció demasiado diplomática y no explotaba el punto que yo le había hecho observar.

Escribí un artículo titulado La fuga de Andueza, y se lo llevé. Fue ésa la nota del día. Pocos artículos habrán causado la fulminante sensación que causó aquél. Y fue que respondió a la indignación popular que, contenida, pugnaba por hacer explosión. Aquel empeño de rehabilitar al usurpador del 92, cuya loca ambición había anegado en sangre el patrio suelo, desató la cólera popular, sólo que, estando la tempestad en todos los corazones, hasta que apareció mi artículo, no la había exteriorizado.

Cuando esa mañana salí a la calle, invertía muchos minutos en andar una cuadra, porque a cada instante me detenían hasta personas desconocidas, pero que por cualquier circunstancia caían en la cuenta de que era yo el autor del escrito que estaba metiendo tanto ruido. Al pasar por la esquina de San Francisco oí que el señor Natalio Moreno, que estaba en un grupo, le preguntó a don Manuel María Arévalo si era familia del autor del consabido artículo. La contestación fue, naturalmente, negativa; pero como siguieron comentando el asunto, me detuve dándoles la espalda y fingiendo que estaba mirando los objetos exhibidos en una vidriera de la sastrería del señor Enrique Chaumer.

Muy grato resulta el oír elogios de ese modo, porque nos parece que revisten mayor suma de sinceridad que los que se nos dirigen faz a faz. Estando todavía en esa actitud, llegó don Tomás Michelena, que iba a su matinal tertulia de “La Semana” y, al verme, tendiéndome

                                                                                                               69 Odoardo León Ponte fue, sin duda, una figura importantísima en la vida profesional y política de Arévalo González. Político él mismo, fue diputado por el estado Lara. En 1893 edita El Pregonero, el periódico desde el que Arévalo libraría sus mayores batallas. En 1899 adquiere una rotativa, la primera en imprimir un periódico en Venezuela. Combatió la dictadura de Cipriano Castro y los proyectos continuistas de Andueza Palacio.

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los brazos, me dijo: “Mi amigo: las puso usted de oro. Déjeme darle un abrazo. Eso se llama dar en la cabeza del clavo”.

Al oír esto, un señor Villalobos, agente de negocios, le preguntó quién era yo, a lo cual respondió don Tomás: “Éste es la fiera esa que apareció hoy en El Pregonero para ver si lo torean”. La ovación fue monumental. Abrazos, congratulaciones, aplausos, todo género de demostraciones de cariño. Recordé entonces aquellas célebres frases de Fermín Toro: Nada hay más grato que merecer la aprobación de sus semejantes. Nada más lisonjero que el aura popular.

Mas, por desgracia, cuán contados son los que prefieren esa aprobación y esa aura a los beneficios que bajan de las alturas del Poder. Mi único mérito consistió en aquella ocasión en haber interpretado fielmente el pensar y el sentir del Pueblo y no haber tenido miedo para decirles a Castro, el sol que se levantaba, ni a Andueza, su primer satélite, lo que se les debía decir, lo que la opinión pública quería que se les dijera, en vez de incorporarme a la larga, a la interminable cola de los que desfilan por delante de ellos mintiendo reverencia y suplicando mercedes.

Después del mencionado, publiqué otros artículos que fueron también muy aplaudidos, especialmente el titulado “El incensario”. León Ponte, dándome un folleto, me había dicho: “Vea qué saca de eso”. Era del general Tosta García, quien lo había publicado en Trinidad en vísperas de venirse, tan pronto como supo que la Revolución había triunfado.

El tal folleto estaba plagado de las lisonjas más soeces, de las más desaforadas adulaciones. En una de las páginas decía: “Esa mitológica campaña, breve y asombrosa como la de Napoleón en Italia”. Y como para muestra basta un botón, me abstengo de otras citas. En mi artículo le decía yo al general Castro que el incensario70 era el enemigo común de gobernantes y gobernados; que a los primeros los embriagaba de vanidad y soberbia y a los segundos los hacía sufrir las consecuencias de esa ruin embriaguez. Añadía que Tosta García era maestro en el oficio de manejar ese infernal braserillo, pues lo había agitado ante Guzmán Blanco, Alcántara, Crespo, Rojas Paúl, Andueza, Andrade y, por lo visto, estaba resuelto a envolverlo a él también en el humo de sus lisonjas. ¿Cómo comparar—decía yo— la campaña restauradora, por breve y asombrosa que fuera, con la de Italia, en la que Bonaparte, maniobrando con 30.000 tropas como sólo el genio podía hacerlo, logró dividir a sus contrarios, que pasaban de 70.000, y batiendo los dos cuerpos separada y alternativamente, en dieciséis días ganó nueve batallas campales?

Pero el Restaurador creyó que la comparación era acertada, y recompensó a Tosta García enviándolo al Zulia con el carácter de jefe civil y militar. Mas ni el uno ni el otro contaron con la altivez de los maracaiberos, que parecen ser los destinados a mantener viva la chispa del civismo en Venezuela para la santas explosiones de rebeldía en llegando la ocasión, y quienes recibieron al flamante jefe civil y militar con tiros, piedras y silbidos, obligándolo a reembarcarse e ir a refugiarse a Curazao.

                                                                                                               70 Se dice que Benito Mussolini discutía con su yerno, el conde Ciano, Ministro de Relaciones Exteriores de Italia, sobre el empleo de gases tóxicos en la guerra. Mussolini preguntó a Ciano: "¿Sabes cuál es el gas más peligroso?". A la negativa del subalterno, Il Duce dijo: "El incienso".

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Véase, pues, cómo interpretaba Cipriano Castro la proclama que le escribió Romerogarcía en lo relativo a los “nuevos hombres”.

………

Cierta mañana díjome Pedro Villanueva, platero, cuyo taller estaba situado frente al Palacio Federal, y en el cual solíamos reunirnos varios tertulianos, que Romerogarcía había ido a preguntarle dónde vivía yo. Supuse que sería para avisarme que me iban a prender, pero no pensé en esconderme. Horas después, subía yo de la esquina de la Torre a Veroes al tiempo que él bajaba en una Victoria por la misma cuadra; al verme detuvo el coche: “Te estaba buscando”, me dijo. Le pregunté si era para decirme que la orden de mi prisión estaba dada; me contestó que no, me invitó a subir al carruaje para ir a su casa y ordenó al cochero que regresara. Era el segundo jefe de la División Táchira, siendo el primero Juan Vicente Gómez, y esa División estaba alojada en el Cuartel San Carlos. Enfrente tenía una casita Romerogarcía.

Allí me dijo que había leído con mucho agrado mis artículos, que estaban muy buenos y que cuanto yo había dicho era muy razonable y muy verdadero. Después de algunas consideraciones acerca de esos escritos me invitó a ir a la Casa Amarilla, residencia de Castro. Me negué a complacerlo. Insistió asegurándome que sería muy bien recibido y, ante mi segunda negativa, repuso: “Voy a hablarte con franqueza. Es que Cipriano me manifestó el deseo de conocerte. Le dije que somos buenos amigos y me exigió que te llevase allá, lo cual le prometí, creyendo que no me harías quedar mal”.

Le advertí que había prometido lo que no iba a poder cumplir, a menos que sacase un piquete de soldados de los que estaban bajo su mando y me llevara entre dos filas de bayonetas; pero que voluntariamente, en un coche con él, no lo lograría. Extensamente habló para convencerme de que Castro me recibiría con gran cariño, porque ya me tenía en muy alto concepto y que a él le gustaban los hombres como yo.

“Ni que garantices que me va a recibir con besos y abrazos”, repliqué, y luego añadí: “De otra manera iría. Dile que yo he venido impugnando su primer grave error. Que lo rectifique, que nombre otro gabinete de acuerdo con lo prometido en su proclama y luego, contigo solo, iré a estrecharle la mano y a congratularme con él por ese hecho”.

“Tú lo que tienes es orgullo—me dijo—de que te vean entrar en la Casa Amarilla y crean que vas buscando un puesto. Te voy a llamar en una carta pública”. “La recibiré con mucho gusto y luego veré lo que deba contestarle”.

Pero, al segundo pensar, me hizo observar que como él era un militar en servicio activo, no estaba bien que de buenas a primeras tomase cartas en la política, que lo mejor era que le dirigiese yo una carta con cualquier pretexto para luego contestarme y decirme lo que deseaba hacer público.

Convine en ello, y al siguiente día salió mi carta en El Pregonero. Decíale allí que en otra ocasión me había él hablado del general Cipriano Castro como del hombre llamado a restablecer la verdadera república pero que, desgraciadamente, todos habíamos visto que, en llegando al Capitolio, sus dos primeros actos oficiales (la proclama y el gabinete) habían resultado la contradicción más flagrante y descabellada, puesto que en la una prometía

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nuevos hombres y en el otro figuraban los sepulcros blanqueados de que nos habló Jesucristo; que ya que él iba al lado del timonel que guiaba la nueva nave nos dijera que rumbo llevábamos.

Romerogarcía comenzaba su contestación advirtiendo que para contestarme había solicitado y obtenido la venia de su superior general Cipriano Castro, con lo que quedaba dicho que cuanto me escribiría sería aprobado, si no inspirado por dicho general. Luego se expresaba en términos acres, con aquella acritud que era peculiar a su cáustica pluma, flagelando a los hombres corrompidos y corruptores que habían figurado en los gobiernos anteriores para ignominia de ellos y desgracia de la Patria.

Me prodigaba—lo que era de atribuirse más a la amistad que nos unía que a mis exiguos merecimientos—desmedidas alabanzas. Afirmaba que Castro deseaba rodearse de hombres como yo, “de limpias ejecutorias y de excelsos ideales” y terminaba con éstas palabras: “Tu puesto está en nuestras filas, ven a ocuparlo”.

En mi segunda carta, le dije que en esas filas veía yo muchos tránsfugas, muchos hombres protervos, muchos de los principales causantes de las desgracias de Venezuela, y que por eso no creía que mi puesto estuviese allí.

En la noche del día en que tuve la entrevista con Romerogarcía, me encontré frente al Correo con el doctor Horacio Velutini, quien me preguntó si conocía al general Gallegos. Pensando que sería de los tantos generales andinos recién llegados, le respondí negativamente pero, habiéndome dicho que se trataba del general Manuel Modesto Gallegos, díjele que lo conocía de vista.

Entonces me propuso presentarme a él. Le pregunté el objeto y me manifestó que dicho general quería introducirme en la Casa Amarilla, porque le había oído decir al general Castro que deseaba conocerme y le había ofrecido que me llevaría allá. Le referí que eso mismo me había propuesto en la mañana Romerogarcía y, no obstante ser nosotros viejos y buenos amigos, me había negado a complacerle; que si hubiera sido posible mi visita a la Casa Amarilla, con Romerogarcía hubiera ido, porque nadie tenía para con Castro más valimiento que él.

La propuesta de Horacio Velutini era otra prueba del empeño que tenía Castro en catequizarme, comprarme o alquilarme, acaso para demostrar que no había hombre que le resistiera, así como después se empeñaría en probar que tampoco había mujer inexpugnable para él.

………

Y sucedió entonces lo que era lógico: mientras abrigó la esperanza de hacerme su cortesano, me soportó, pero cuando se convenció de que había una enorme diferencia entre los que se habían apresurado a hacerle la corte y yo, me envió a La Rotunda. Fue como a las once de la mañana. Iba a entrar en mi casa llevando en el bolsillo el diario de ese día, que acababa de conseguir, cuando un policía y un oficial me cerraron el paso. No me permitieron ni siquiera que le llevase a mi esposa desvalida aquel puñado de centavos.

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En el Cuartel de Policía me esperaba el general Hipólito Acosta. Subió a un coche conmigo, condújose atentamente y me recomendó al alcaide de la cárcel, coronel Rafael Lovera. Me alojaron en El Manzanillo71, donde estaban los andradistas recién presos.

Entre otros, recuerdo al doctor Bernardino Mosquera, ex Ministro de Intendencia Pública, al doctor Vicente Betancourt Aramburu, ex secretario general, y a su hermano Gustavo, a Anfiloquio Level, ex gobernador del Distrito Federal. A éste le oí decir que Guzmán Blanco opinaba que el gobernador de Caracas debía “haber jugado piedrita en la Matanza”, dando a entender con esto que convenía que conociera a esta ciudad desde muchacho, y que él (Level) creía que “debía también haber estado preso”.

Y así opinaba porque en la cárcel fue donde él vino a darse cuenta de todo lo que había que hacer allí, tanto en el edificio como en el régimen carcelario. Renegaba, sobre todo, de una cloaca que atravesaba El Manzanillo, con barrotes de hierro prudentemente separados como para que por allí no se escaparan los presos, pero con más de la suficiente distancia entre uno y otro para que saliesen a toda hora, y especialmente de noche, todas las fetidísimas emanaciones de la pavorosa red de cloacas de la ciudad. ¡Cómo se arrepentía Anfiloquio de no haber hecho tapar esa cloaca, cada vez que una insufrible ráfaga de miasmas, azotándole el rostro, le hacía a llevarse el pañuelo a la nariz y escupir repetidas veces, como muda protesta de sus sulfuradas glándulas salivales! ¡Si él hubiera sabido que no tardaría en ir como preso a donde debió haber ido como gobernador, qué de cosas hubiera mandado hacer! El Manzanillo lo habría puesto como una tacita de plata. La Rotunda como una cafetera también de plata. La Carcelita... En fin; todo aquello hubiera quedado como un juego de desayuno para regalo de novia.

Lo mismo habrá de pensar años después Tello Mendoza cuando, estando preso, le pidió permiso al alcaide Marcial Padrón para instalar en La Rotunda Nueva, por su cuenta, unos modernos excusados de agua, a lo cual accedió Padrón con una significativa sonrisita que bien hubiera podido traducirse por esta frase: Has venido a hacer como preso lo que no hiciste como gobernador.

Anfiloquio Level se empeñó en ser para conmigo muy atento y obsequioso. Recibía una gran viandera con varias exquisitas viandas, muy abundantes, como para cuatro o seis personas. Se empeñó en que comiera siempre con él. El primer día le acepté la invitación, pero luego le supliqué que no me molestase más porque yo quería comer lo mismo que comía mi mujer: unas caraotícas y un pedazo de carne de cuando en cuando; que mucho me mortificaba el comer aquellos deliciosos platos pensando en lo que se comía en mi hogar. A veces me obligaba, por sus persistentes instancias, a que le aceptase alguna fineza. Lo complacía porque no lo tomase a desprecio; pero me negué a ello en absoluto por lo siguiente: León Ponte estuvo preso en la época de Andrade y, a propósito de esa prisión, publicó en El Pregonero una serie de editoriales en los cuales censuraba ese sistema de

                                                                                                               71 El Manzanillo era una sección algo menos siniestra anexa a La Rotunda. De la misma época son las prisiones famosas de José Rafael Pocaterra, que describió vívidamente con ayuda de fotografías tomadas clandestinamente. Otro de los presos más famosos fue el humorista Francisco Pimentel (Job Pim). En uno de sus poemas pone: Otro tiempo en este "hotel" /me dejé la dentadura, /y no me dejé la piel /porque la tengo muy dura. Y aunque el compensar no abunda, /usted resarce; es sencillo: /lo que perdí en La Rotunda /lo encuentro en el Manzanillo.

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prisión, caracterizado por la crueldad inútil, y vapuleaba fuertemente a los que le habían recluido en La Rotunda.

.........

Cierta noche, llegué a la oficina de redacción de dicho diario en momentos en que León Ponte estaba escribiendo el cuarto o quinto editorial de la serie relativa al ex gobernador, y precisamente en ese mismo instante llegaron también unos señores extranjeros que iban a tratar sobre anuncios. Yo no era todavía empleado de ese periódico, pero como llegué a tiempo, León Ponte me exigió que le terminara aquel editorial, pues yo ya conocía la índole de ellos. Así lo hice y lo que escribí quedó a su gusto.

Pues bien, cierto día Level me habló de esos editoriales. Se quejaba de que Odoardo, su viejo amigo, le hubiese tratado tan duramente, e hizo especial mención de unos párrafos que se sabía de memoria. Aquellos párrafos eran de los escritos por mí.

Convine en que realmente eran demasiado fuertes, y en mi interior me imaginaba lo que él diría si hubiera sabido quién era el verdadero autor. No pude, sin embargo, dejar de decirle: “Usted extraña, y de ello se lamenta, que su viejo amigo Odoardo lo haya tratado tan rudamente, pero ¿no cree usted que él también extrañaría y se lamentaría de que su viejo amigo el gobernador lo tratara como lo trató? Están ustedes en el caso de la gallina que se quejaba de que la que estaba arriba en el gallinero la ensuciase, olvidando que en la noche anterior la cosa sucedió a la inversa”.

Ejemplos como ése he tenido ocasión de ver muchos en mis prisiones. Mas lo cierto es que, desde que supe que párrafos salidos de mi pluma le estaban acibarando tanto la existencia, no volví a probar nada de lo que él me obsequiaba. Cuando mucho se empeñaba para que lo aceptara, lo recibía y luego ocultamente se lo cedía a otro preso.

………

El general José Manuel Hernández se alzó al día siguiente de aquél en que apareció mi artículo La fuga de Andueza. En mi concepto fue ése un grave error, como verbalmente se lo dije en una entrevista que en su oportunidad referiré y a la cual ya hice alusión. La acción cívica hubiera bastado para transformar aquella situación, derribando al odiado gabinete y obligando a Castro a cumplir lo prometido en su proclama. Esto no es un decir por decir; tengo un punto sólido en que apoyar mi aserto.

En la noche del día en que salió aquel artículo, díjole a León Ponte el doctor Manuel Clemente Urbaneja, Ministro de Intendencia Pública, que Andueza Palacio le había consultado su renuncia, que tenía ya escrita, y que esa misma noche se la presentaría a Castro. Y se la presentó, en efecto, según se supo luego, y Castro le dijo que lo dejara consultar eso con la almohada y que al día siguiente trataría el asunto. Pero al otro día amaneció vacío el campamento de La Misericordia y Hernández en armas. En vista de esto, Castro opinó que no se hablara más de renuncia.

También nos aseguró don Carlos Hernáiz que, esa misma noche, doña Isabel de Andueza Palacio dijo a personas de su amistad: “Yo le he dicho a Raimundo que debemos volvernos a Europa, porque aquí no nos quieren”. ¿Si tal efecto surtía un solo artículo de un escritor casi ignorado, ¿qué hubiera acontecido si el jefe del nacionalismo se hubiese puesto al

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frente de una campana cívica, en vez de lanzarse a la guerra para sufrir derrotas y al cabo fracasar tan lastimosamente?

José Manuel Hernández, dirigiendo un periódico redactado por las brillantes plumas de que disponía el nacionalismo—Alejandro Urbaneja, Nicomedes Zuloaga, López Fontainés, David Lobo, Tomás Mármol, Castillo Chapellín—, hubiera sido una gran potencia. Bien estuvo que no aceptara la cartera que le ofrecieron, porque en aquel Gabinete no tenía sino enemigos, de Castro para abajo. Pero lanzarse a la guerra sin elementos, contra un gobierno que acababa de instalarse y a cuyo frente estaba un guerrero que tan visiblemente había sido favorecido por la suerte, y que para muchos parecía revestido con el prestigio de lo providencial, fue gravísimo error.

Los lógicos resultados no se hicieron esperar, y esto contribuyó no sólo a robustecer a Castro, sino a engreírlo, a envalentonarlo aún más de lo que estaba, hasta el punto de admitir, como la cosa más natural del mundo, que lo comparasen con Jesucristo y que otro le dijese que tenía el genio de Bolívar, la virtud de Sucre y el heroísmo de Páez. Es decir, que teniendo el don capital de cada uno de los Libertadores, valía más que cualquiera de ellos y tanto como los tres reunidos. Desgraciadamente, Hernández tenía más fe en su espada que en sus cualidades cívicas. Su mayor prestigio o, diciéndolo mejor, su prestigio íntegro le venía no de los campos de batalla, sino de la plaza pública. Pero él no lo creía así.

Si al día siguiente de haber sido nombrado Ministro de Fomento hubiera aparecido un órgano oficial del Partido Liberal Nacionalista dirigido por su jefe, y en el cual éste expusiera los motivos que le impedían no aceptar el nombramiento, pero al mismo tiempo declarando solemnemente que él y su partido eran elementos de paz y que sólo se proponía aleccionar a sus copartidarios en las incruentas actividades del civismo, dentro de la órbita de las garantías constitucionales, Castro y los amarillos hubieran recibido una desagradable sorpresa, viéndose obligados a afrontar el más tremendo problema para ellos.

Se lanzó a la guerra y les dio el mayor de los gustos. Castro quería estar rodeado sólo de amarillos, porque entre ellos se hallaba en su propio elemento, y los amarillos deseaban la exclusiva en los consejos y en los favores del jefe de turno del gran partido, porque creían que este país les pertenecía por derecho divino.

Contaban en aquellos días las crónicas palaciegas que, en encargándose el doctor Juan Francisco Castillo del Ministerio del Interior, le dijo al general Castro que le diera sus órdenes para los nombramientos de sus subalternos. Éste le contestó que se atuviera a la Ley de Ministerios y que eso le correspondía al Ministro. “No, general—replicó Castillo—, en Venezuela no se mueve una hoja de árbol sin la voluntad del Presidente”. A Castro le agradó el sistema, y en vez de obligar a su ministro a que se adaptase a sus ideas, él se adaptó a las ideas de su ministro.

Referíase también que, al día siguiente de su llegada, hablaba Castro en una tertulia de sus patrióticos proyectos, de cuánto había que hacer para lograr la efectividad de la República. Andueza Palacio, que era de los oyentes, sintiose hastiado, se levantó y se fue. En el corredor se encontró con un amigo a quien, aludiendo a Castro, dijo con el más despreciativo de los gestos: Un desertor de la República de Platón.

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He ahí dos especímenes de los colaboradores que había escogido quien vino hablándonos de nuevos hombres, de nuevos ideales y de nuevos procedimientos. Los procedimientos se los impuso fácilmente su Ministro de Relaciones Interiores, y de sus ideales ya hemos visto que se burlaba el de Relaciones Exteriores. Los áulicos no tardarán en descubrir otro modo de granjearse su privanza, y le dirán que baila divinamente cuando lo vean hacer sus contorsiones de chimpancé borracho, y los aventajados discípulos de la vieja Celestina se harán la competencia, a cual más y mejor, para proveer de doncellas menesterosas, pero bellas, a aquel sátiro que creyó que para merecer la absolución del Cielo y de la Historia bastaría reponer con hijos adulterinos las vidas extinguidas en esa serie de maldecidas jornadas que comienza en La Popa y Tononó y termina en Tocuyito.

Para uno formarse una idea, quizá pálida todavía, de lo que fue aquella bacanal a costa del Tesoro Público, basta conocer las dos anécdotas que voy a referir: una persona de mi familia se encontró en la calle con una señora de provincia, antigua amiga suya. La vio llorosa y le preguntó la causa de su pesadumbre. Su hija, su única hija, la que le hacía amar la vida, cayó enferma. “¿Y murió?”—preguntó consternada su interlocutora. “Peor aún”—repuso la infeliz madre, y en seguida contó que llamó al médico más cercano. La curó y fijose en que la muchacha, de dieciocho años, era linda y hermosa y que, además, vivía en un medio de evidente pobreza. Siguió visitándola no obstante estar buena ya, aduciendo el pretexto de que tenía que evitarle una recaída, cuando lo cierto era que lo que deseaba era la caída de la muchacha. A poco observó la madre que ésta recibía costosos regalos cuya procedencia no sabía explicarle, y el día menos pensado desapareció misteriosamente. Acudió al prefecto en solicitud de su apoyo para descubrir su paradero y, por toda contestación, éste se sonrió maliciosamente y le dijo que se fuera tranquila, que su hija estaba en lugar seguro. No tardó en saber que había aumentado el número de las numerosas odaliscas del sultán restaurador.

El otro episodio es éste: al general Pablo Giuseppi Monagas le oí referir en la cárcel que en cierta ocasión se hallaba Castro en Miraflores, en medio de un corrillo de cortesanos, él entre ellos, cuando llegó uno de los favoritos y de lejos le hizo una significativa seña. Se retiró aquél y se secreteó con el recién llegado. Cuando volvió al grupo estaba gozoso y sonriente, viendo lo cual le preguntaron la causa de tanto regocijo: “¿Ha sufrido la revolución otra derrota? ¿Se trata de algún triunfo diplomático? ¿Ha sido descubierta alguna conspiración?” Por toda contestación él repetía: “Esta es la semana magna, la semana magna, la semana magna”. Tratábase de que había completado las siete doncellas que tenía en capilla para sacrificarlas en la semana que comenzaba.

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XIV. JEFE DE REDACCIÓN

Algún tiempo después de haber recuperado la libertad, León Ponte me propuso que le redactara El Pregonero y acepté. Este diario había decaído muchísimo. La Linterna Mágica, periódico guasón y de celebradas caricaturas, le estaba haciendo una competencia irresistible.

Los contertulios de León Ponte, que eran numerosos, le aconsejaban frecuentemente que me confiara ese cargo, pero él no accedía porque (lo confesó algún tiempo después) recordaba que su padre le había aconsejado que no entrara en negocios con ningún pariente para que no le sucediera lo que a él, que habiéndose asociado con un primo, el desagrado que ocurrió entre ellos fue causa de un cisma en la familia, y como él y mi esposa eran parientes y la familia Ponte muy unida, él temía las consecuencias si desdeñaba el consejo paternal.

Por fortuna, siempre marchamos en la más perfecta armonía, y cuando amistosamente me separé, por causas que diré más adelante, fue cuando explicó la causa de su renuencia para emplearme.

Muy grato me fue el ver cómo reaccionaba El Pregonero por la labor de mi pluma. Cuando me encargué de la redacción, sólo se vendían en Caracas entre catorce y dieciséis pesos diarios, y a la vuelta de algunas semanas la venta fluctuaba entre sesenta y sesenta y cuatro pesos, según datos que me dio el administrador, señor Eduardo Porras Bello.

Uno de los editoriales que escribí, titulado La amistad en el Capitolio, dio origen a un ruidoso litigio. El editorial estaba inspirado en el muy bien fundado rumor público de que había ocurrido un desfalco de 60.000 pesos en la Administración de Rentas del Departamento Federal, y que los responsables eran el Gobernador y su secretario.

Escribí allí que, cuando Ignacio Andrade se encargó de la Presidencia, decíase generalmente que al fin tendríamos regularidad administrativa, porque la probidad del nuevo Jefe del Gobierno era incuestionable, y que todos estábamos deseosos de que se le presentase la ocasión de hacer un escarmiento y demostrar que podríamos contar con que los caudales públicos serían en lo sucesivo manejados con la más absoluta corrección.

Llegó esa ocasión cuando se presentó el asunto de la Deuda Española, con motivo del cual se habló de un Panamá, que así era costumbre llamar entonces los chanchullos de alta escala de los funcionarios públicos. Pero dije que el Pueblo sufrió un tremendo desengaño pues, cuando se esperaba ver procesados, sentenciados y encarcelados a los culpables, todo se arregló como se han venido arreglando esos asuntos entre nosotros: se le echó tierra y no se habló más de ello, pues los principales delincuentes eran de los íntimos del Presidente y éste creyó cumplir con un deber de amistad procediendo de esa manera.

Hacía en seguida oportunas consideraciones acerca de esa clase de amistad y de lo funesta que suele ser en el Capitolio, porque los malos servidores abusan de esas circunstancias y, cuando debieran ser los más celosos de la honra del gobierno, apartan todo género de escrúpulos y se lanzan a las más escandalosas especulaciones.

Añadía, además, que entonces comenzó el desprestigio de aquella administración, y que tras de ese gran paso en falso vinieron otros y otros hasta que ocurrió la irremisible caída.

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La cita de ese episodio, y las consideraciones que la acompañaban, revelaban claramente que la intención era darle una lección a Castro, puesto que la historia se había repetido y el Pueblo esperaba ver si él llevaría a cabo el escarmiento que la época reclamaba para establecer la moralidad administrativa y escarmentar a los falsos amigos, modernos mercaderes del templo que en el Capitolio trafican con la amistad.

El mismo día en que salió ese editorial, al llegar yo a la oficina, León Ponte me dijo entregándome una carta: “Lea eso”. Era del general Juan Calcaño Mathieu, ex Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Andrade. Se creía injuriado y calumniado y pedía una satisfacción. Observé que hallábase presente el mensajero de la carta, Carlos Pulgar, hijo del general Venancio Pulgar, una especie de Sparafucile72 que tenía amplia fama de pendenciero.

Supuse que de ese modo había querido Calcaño Mathieu amedrentar a León Ponte y, aunque me expusiera a que se me tomase por un fanfarrón, opté por asumir una actitud enérgica y resuelta y dije a León Ponte en alta voz, para que Pulgar me oyese: “Supongo que al mostrarme esta carta es porque desea conocer mi opinión. Pues bien, creo que usted debe contestarle al general Calcaño Mathieu que a ese editorial ni le falta ni le sobra una coma siquiera; que como a él le quedan dos caminos para elegir, el del duelo o lance personal y el de los tribunales de justicia, si elige el primero yo, Rafael Arévalo González, redactor de El Pregonero y autor de ese editorial, quiero advertirle que asumo la responsabilidad íntegra de ese escrito, que estoy a sus órdenes y no consentiré que nadie tome a su cargo un asunto que a mí exclusivamente me concierne. Ahora, si opta por un proceso judicial, es a usted, como Director y propietario del periódico, a quien corresponde hacerle frente y le aconsejo que no vacile en aceptar el reto, porque no dudo que de ese litigio El Pregonero saldrá con honra y provecho.”

Consultó León Ponte con varios abogados de los más renombrados de Caracas y hasta con un eminente jurisconsulto de Curazao, que a la sazón estaba en esta capital, y todos opinaron que debía ir a los tribunales sin temor de ningún género. Le sobraron defensores espontáneos y desinteresados, y el primero a quien nombró fue al doctor José Loreto Arismendi, ex Ministro de Fomento del gobierno de Andrade y, por ende, ex colega de Calcaño Mathieu.

Éste, naturalmente, contaba con que el gobernador y el secretario aludidos en el editorial le prestarían su apoyo y así sucedió. Comenzaron a nombrar jueces capaces de todo, pero León Ponte no tardaba en recusarlos, hasta que el nombramiento recayó en el doctor Rafael Irigoyen, joven casi ignorado hasta entonces, y a quien probablemente creyeron comprable, manejable o atemorizable, pero que resultó ser todo lo contrario.

Este proceso hizo a El Pregonero muy interesante y solicitado, porque diariamente aparecían en él cosas curiosísimas, tales como los manejos desplegados para la compra por precios irrisorios de las acreencias de ignorantes isleños, las cuales figuraban después por sumas crecidas.

(Hubo, entre tanto, un documento curioso cuyo origen era el siguiente: un personaje de la legación española recibió una carta en los días en que estaba tratando el asunto de la

                                                                                                               72 Nombre del espadachín a sueldo de la ópera Rigoletto.

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deuda, carta que al parecer le hizo muy mala impresión, porque al punto la hizo añicos. Alguien observó esto y oportunamente recogió los fragmentos que hablan sido echados al cesto, y luego los adhirió a una hoja de papel de modo que pudiera perfectamente leerse el contenido de la carta, que seguramente era muy importante, puesto que el poseedor la guardó cuidadosamente. A poco de haber comenzado el proceso se la presentaron al doctor León Ponte. Era una prueba de gran valor y la compró por un buen puñado de oro. En seguida hizo sacar un facsímil y lo publicó).

El doctor Rafael Irigoyen dicto sentencia absolutoria que fue generalmente aplaudida. Ese día, la sala del juzgado y los corredores adyacentes estaban llenos de ciudadanos, lo cual puso en evidencia el gran interés que en el público había despertado ese juicio. Eminentes jurisconsultos apreciaron la sentencia del doctor Irigoyen como una obra maestra de ilustración, de sensatez y de probidad profesional.

Llamaron también mucho la atención, por su gran fuerza dialéctica y por sus incontrastables argumentos, los alegatos del doctor León Ponte. Éste, aunque Doctor en Leyes, nunca había ejercido pero, habiendo caído enfermo, se fue a temperar a El Valle, para lo cual alquiló una casa amueblada que había pertenecido al doctor Diógenes Arrieta. Allí encontró una gran biblioteca con muchas obras modernas, leyendo las cuales resolvió defenderse también a sí mismo, en lo que hizo muy bien, porque, según me dijo en la cárcel el doctor Irigoyen algún tiempo después, fue la verdadera defensa digna de tomarse en cuenta.

El abogado de la parte contraria era el doctor López Fontainés, honrado e ilustrado, pero que, tal vez por una de esas aberraciones profesionales o por una imposición de la amistad, accedió a hacerse cargo de una mala causa. Comprendió seguramente desde el principio que no estaba pisando en terreno firme, y después de prodigarme muchos elogios y piropos en otro periódico, me invitó a sostener una polémica sobre la cuestión que iba a debatirse.

Al punto caí en la cuenta de que lo que él andaba buscando era que yo, imprudentemente, le soltase prendas, y para que no me creyese tan lerdo le contesté en forma de tomadera de pelo. Esto lo indignó, y entonces se descolgó por el extremo opuesto, cambiando los halagos por frases acres, para ver si de ese modo me sacaba de mis casillas, mas no lo consiguió.

Los contrarios apelaron ante la Corte Superior, pero esto fue por pura apariencia y no se volvió a tocar el asunto.

………

Cuando ocurrió el terremoto de Caracas en 1900 le di a León Ponte una prueba notable del interés que me inspiraba su empresa. Tuvo lugar ese movimiento sísmico cerca de las cinco de la mañana. Ya estaban en la calle todos los diarios matutinos, El Pregonero entre ellos, cuando llegué a la imprenta entre las 8 y las 9. León Ponte me manifestó que era conveniente publicar un boletín gratis con las principales noticias, a fin de mostrarnos celosos del cumplimiento del deber de tener a nuestros lectores bien informados de cuanto pudiera interesarles, al mismo tiempo que les restábamos interés a los otros periódicos de la tarde y de la noche.

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Le propuse sacar una segunda edición, aprovechando la primera y la cuarta páginas del número anterior y llenando las otras dos con las noticias que yo pudiera recoger en la mañana. Le dije que creía que esta segunda edición, gracias a la rotativa de que disponíamos, podría salir entre las 12 y la 1 p. m., y que El Noticiero no acostumbraba a salir hasta las 3.

Me dejó en libertad de hacer lo que yo quisiera y empecé por comisionar al señor Carlos Salomón, tenedor de libros, para que solicitara de Emilio Valarino73, de quien era muy amigo, todas las noticias referentes a otras poblaciones, punto importantísimo, porque los que tenían familias en los Estados estaban desesperados por saber que había sucedido en los lugares respectivos.

Yo procedí a visitar las Jefaturas de Parroquia, a pie, porque no se conseguía ningún coche desocupado. De los jefes civiles tomaba las informaciones del caso, y de acuerdo con ellos visitaba los lugares donde habían ocurrido estragos, escribía algunas cuartillas y las despachaba a la imprenta con uno de los muchachos que me seguían.

Así pude acopiar cuanto había acontecido digno de ser publicado, y antes de la 1 p. m. entró en prensa el periódico. Previamente, se había anunciado que saldría pronto una segunda edición, y durante horas estuvo la cuadra literalmente atestada de impacientes y atribuladas personas que lo esperaban. La rotativa botaba, doblados y contados, diez mil periódicos por hora que el público devoraba. Cuando los otros diarios salieron no traían nada nuevo, nada que no hubiera dicho ya El Pregonero.

                                                                                                               73 Director de Telégrafos.

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XV. NUEVAS PRISIONES

Estalló la llamada Revolución Libertadora74. No me adherí de corazón a ese movimiento. Su jefe, Manuel Antonio Matos, ni la mayor parte de los que con él venían inspiraban muy buenas esperanzas. Hombres desprestigiados y ya reconocidos como funestos en las funciones del gobierno, probable era que si lograban derribar a Castro sería para continuar el mismo régimen.

Con tal creencia, y por mi horror a la guerra civil, nada hubiera hecho yo para contribuir a la gestación ni al estallido de aquella Revolución, pero una vez que estalló, mi deseo era de que triunfase, porque me horrorizaba el pensar cómo sería Cipriano Castro después que lograse debelar aquel movimiento, quizá el más formidable de cuantos han azotado a esta desventurada tierra.

El “Restaurador”, engreído atrozmente con los fáciles triunfos que, de consuno con la traición, había alcanzado sobre las mal dirigidas tropas de Andrade y sobre las inermes montoneras de Hernández, se creía un titán, porque así lo llamó Gumersindo Rivas en un editorial de El Constitucional, y se tenía por un providencial, destinado no sólo a domeñar al altivo Pueblo venezolano, sino a imponerles su voluntad y sus caprichos a los otros países.

El desastre de Carazúa,75 el Bloqueo, los Protocolos de Washington y el conflicto con Holanda estaban en ciernes. Fui revolucionario no por inclinación, sino por reflexión, y cierta noche en que estaban de tertulia en El Pregonero tres miembros del Comité—don José Antonio Salas, el doctor Alberto Smith y Vicente Pimentel—hablose de la necesidad de imponerse de la correspondencia telegráfica del Gobierno. León Ponte, recordando que yo tenía extensas relaciones en el gremio, me preguntó si sería fácil catequizar a un telegrafista de la estación central. Gestioné el asunto y poco después estábamos informados de cuanto telegrama importante expedía o recibía Cipriano Castro.

Mediante esta información, pudieron tomarse importantes medidas. Por ejemplo, cerca de San Casimiro había una numerosa fuerza revolucionaria; Castro dictó órdenes para que tres jefes del gobierno la atacasen en combinación, pero impuesto de esto el Comité, despachó en el acto un comisionado para alertar al jefe revolucionario. Éste no sólo se libró de la combinación, sino que batió por separado a los que marchaban para cercarlo y batirlo a un tiempo mismo.

                                                                                                               74 Insurrección contra Cipriano Castro en la que algunos caudillos regionales se unieron bajo Manuel Antonio Matos, quien obtuvo financiamiento de empresas extranjeras con intereses en Venezuela. (1901-1903). Juan Vicente Gómez fue el artífice del triunfo oficialista contra fuerzas que en un momento llegaron a contar con 16.000 efectivos. 75 Combate de Carazúa, "...entre las tropas colombo-venezolanas del indígena Tomás Iguarán y los castristas bajo el mando del general José Antonio Dávila... Todo había comenzado cuando un colombiano que comandaba tropas venezolanas y un venezolano que comandaba soldados colombianos y quería derrotar a Castro, se enfrentaron en el Táchira en julio de 1901. En la difusa frontera quedaron diseminados, después de su derrota, los grupos anticastristas tratando de reagruparse. Ya para septiembre combatían ferozmente los dos bandos por el único ojo de agua que había en ochenta kilómetros a la redonda, Carazúa, en las yermas tierras de la península Guajira". (Nacha Sucre: Alicia Eduardo - Una parte de la vida, pág. 75).

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Otro ejemplo: el general Lorenzo Guevara estaba oculto en una de las haciendas de Barlovento, esperando que le llegase el aviso para ir a recibir un parque que debían desembarcarle por Machurucuto. El procurador Adolfo Casañas era el único que sabía donde debía encontrarlo, cuando recibiese en Curiepe el telegrama en clave que había de dirigirle el Comité. Estaba, pues, convenido que, al recibir Casañas ese telegrama, le enviaría a Guevara la orden para que se alzase.

Cierto día, antes de las 6 de la mañana, me despertó el telegrafista para decirme que la noche anterior Castro le había ordenado al general Pedro Oderiz, jefe civil de Río Chico, que procediera a prender a Guevara. A mi vez fui a despertar al doctor Smith, quien impuesto de lo que ocurría, exclamó: “Hay que ponerle telegrama a Casañas inmediatamente. Guevara se alzará, irá a Machurucuto, no encontrará ningún parque, pero seguirá a Oriente a incorporársele a Domingo Monagas y se salvará”.

Hasta ahí todo aconteció felizmente pero, por desgracia, este episodio tuvo un apéndice, doloroso primero, y trágico finalmente. Y fue que en seguida de haber obtenido las fuerzas del gobierno el triunfo del Guapo, Castro le ordenó a Gómez que se trajese preso a Oderiz. Creía que éste, en vez de prender a Guevara, le había dado aviso para que huyese. Pedro Oderiz, por esto, sufrió cinco años de prisión en el Castillo de San Carlos, donde fue tratado como traidor.

Esta terrible acusación para una conciencia honrada, para el cerebro de un inocente, para el espíritu de un militar pundonoroso que se siente agobiado por el peso imponderable del más horrendo anatema que puede gravitar sobre quien lleve espada al cinto, fue haciendo trabajo de zapa, durante un lustro de dolor y de amarguras, en el sistema nervioso de quien terminaría por poner fin a su existencia con el proyectil de un revólver.

Se me quejaba con frecuencia el telegrafista de que las noticias que él daba se divulgaban en el acto, de manera que podría llamar la atención de las autoridades el que tan pronto se tuviese conocimiento de ellas, y suplicaba por mi órgano a los señores del Comité que no las diesen al público tan pronto, dando tiempo a que pudiera creerse que habían llegado por otra vía. Pero en aquel Comité, como en todos, había algunos que no entendían de discreción ni prudencia. No comprendían que el conocimiento de las noticias favorables era lo secundario, pues lo principal era descubrir los planes del Gobierno y estar al tanto de los movimientos de sus tropas, etcétera.

Y sucedió que cierta tarde me dijo el telegrafista que acababa de llegar un telegrama del general Víctor Rodríguez, Presidente de Carabobo, en que participaba que el cuñado del Presidente de Cojedes se había pasado a la Revolución con un batallón, y añadió: “Esta noticia no la conoce aún Castro, porque llegó minutos antes de salir yo de la oficina, y acabo de verle en la esquina de Punceles paseando a caballo”.

Así se lo advertí a los del Comité. Sin embargo, entre las 7 y las 8 de la noche estaba en La India un hijo de los miembros de ese Comité mandando a servir champaña “a todo el mundo porque el Gobierno estaba en el suelo y se le estaban pasando los batallones”. El resultado fue que a ese mozo lo hicieron preso esa misma noche, y en La Rotunda declaró que la noticia la había sabido por mí.

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Prendiéronme inmediatamente, me pusieron un par de grillos y me vi en apuros para defenderme y salir lo mejor que pude. Fue ésa, de mis prisiones, la única cuya causa no fue cívica y, acaso por lo mismo, la que más me ardiera.

………

Grato me es consagrarles un recuerdo al general Obdulio Bello y al coronel Nicolás Urbina, primero y segundo alcaides de La Rotunda. Durante mi anterior prisión fueron nombrados para tales cargos.

Eran aquéllos tremendos días de alarmas, zozobras y tribulaciones, en que los andinos recién llegados con Castro fueron el terror de Caracas como muchos que, no siendo de los Andes, así se tildaban, aspirando de ese modo cometer impunemente todo género de tropelías. Eran los días en que hasta el caballo de la estatua del Libertador fue herido en el vientre por la irreverente bala de uno de los héroes de la nueva hornada, cuando circuló la noticia de que los alcaides de la cárcel, centrales, habían sido reemplazados por dos andinos.

Nuestros familiares pusieron el clamor en el cielo. Ya les parecía vernos flagelados, torturados y hasta degollados. Las lágrimas no se secaban en los ojos de las madres, esposas, hijas y hermanas de cuantos estábamos en prisión, pero fueron saliendo algunos y llevando a las familias el consuelo de saber que Bello y Urbina eran un par de caballeros, cultos y de corazón inmejorable.

A Obdulio Bello, que tenía altas dotes de cultura social, se le abrieron muchos de los principales salones caraqueños, donde fue agasajado como se lo merecía. Urbina hubiera podido obtener iguales homenajes, pero había en él cierta innata esquivez para el roce social.

Véase este rasgo de aquél. Había en El Manzanillo, departamento donde estaba yo, varias personas acaudaladas. Sus familias les enviaron todos los elementos suficientes para celebrar la Nochebuena de Navidad opíparamente, y se preparó un suntuoso banquete para el cual fueron invitados entrambos alcaides, quienes ocuparon los puestos preferentes en la gran mesa que se preparó en el corredor de El Manzanillo. Entre los presos hallábanse dos dueños de panaderías, señores Lucas Ramella y Eduardo Montauban, y sucedió que cuando Obdulio Bello quiso cortar con el cuchillo el enorme bollo de pan francés que tenía delante, encontró una rara resistencia. Hizo un esfuerzo, aplicó ambas maños y vio que aquello no era un bollo, sino una bolla, grávida de boletines revolucionarios. El buen Obdulio, muy amablemente, dijo: “El pan será para mí, pero esto es para ustedes”.

A propósito de esto improvisé un discursito en que entre otras cosas dije que “para ver la restauración era preciso ir a la cárcel”. Desgraciadamente Bello fue enviado a Oriente a la cabeza de unas fuerzas y quedó Urbina sólo. Éste era todo corazón, pero muy débil para con cierta cuerdita de compinches que lo obligaban a cada rato a tomar licor y que, como se verá más adelante, determinarían su perdición.

Para que se vea hasta donde llegaba la bondad de Urbina referiré el siguiente episodio: ideose el plan de una sublevación, contando el general Norberto Borges con un pariente

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que solía servir de jefe de día. Mediante la posesión del santo y seña, se sorprendería la guarnición de La Rotunda y algunos cuarteles, todo esto bajo la dirección del general Leoncio Quintana, que era muy capaz de llevar a cabo empresa de tal magnitud, tanto más cuanto que contaba con el concurso de muy valientes oficiales que se hallaban presos.

Para no tener que hacerle daño a Urbina, habían resuelto darle un narcótico en una copita de brandy y luego llevárselo y esconderlo en una casa de Caracas para evitar que Castro lo castigase si las cosas no salían como se deseaban. Si lograban apoderarse de algunos cuarteles asaltarían a Miraflores y se apoderarían de Castro; si esto no fuese posible tomarían la vía del Tuy, por donde pululaban muchas guerrillas revolucionarias, sin plan ni concierto, porque carecían de un jefe que unificase sus esfuerzos reteniéndolas bajo un solo mando supremo. El general Quintana era el hombre llamado para esto por sus dotes militares y personales y por el prestigio de que gozaba en toda esa región en donde tanto había guerreado en su larga vida de rebelde contra las autocracias amarillas.

Todo estaba listo, al parecer, cuando sucedió lo imprevisto. De El Manzanillo fueron a La Rotunda papelitos en que se imponía a algunos íntimos del proyecto, para que estuviesen preparados, y los preparativos se hicieron con tal imprudencia que un doctor, de muy mala reputación tanto en el foro como en lo social, se dio cuenta de lo que ocurría y, creyendo así obtener la libertad y hasta algún empleo público, impuso a Urbina de lo que había observado y de lo que sospechaba.

Puesto el alcaide sobre aviso, se cercioró de que tenía algún fundamento, pero no queriendo hacerles a los presos todo el mal que necesariamente les sobrevendría si le echaba el cuento a Castro, se limitó a decirle que era muy crecido el número de presos, que entre ellos había algunos muy peligrosos y que le parecía prudente que se trasladasen algunos al castillo. Fueron, en efecto, llevados varios al de San Carlos y así, del mal el menos, librose Urbina de un grave peligro con poco perjuicio para los presos.

Pero estaba escrito que sus compinches lo perderían. Éstos eran unos ocho o diez que iban a la alcaldía, tomaban allí licor con él, se embriagaban y luego iban a notificar a sus compañeros. Compraban mangos y naranjas, no para comerlos, sino para tirar a los otros mangazos y naranjazos.

En El Manzanillo había dos grandes salones y un zaguán; en cada uno de ellos dormían de veinte a veinticinco presos en catres y chinchorros, y durante toda la noche los demagogos estaban tirando zapatos, mangos y naranjas a los que deseaban dormir. Para eso dormían ellos en el día, a fin de no tener sueño en la noche y poder entregarse a su función. No respetaban la ancianidad; pues entre nosotros estaban el general Lorenzo González Bravo y el doctor Miguel Caballero, quienes les suplicaban que los dejasen dormir, porque su avanzada edad no les permitía trasnocharse sin perjuicio para su salud; pero todo en vano.

Cierta noche, exponiéndose a pescar una pulmonía, ambos ancianos resolvieron dormir en el corredor en unas sillas de extensión. Pues bien: al doctor Caballero le rompieron con un naranjazo los espejuelos, que no se había quitado para estar alerta y seguir los movimientos de los enemigos. A mí me guardaban alguna consideración por las circunstancias de tener grillos; sin embargo, leyendo estaba en cierta ocasión cuando me tumbaron el libro de un naranjazo.

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Estos desórdenes los conocía Urbina pero, si ordenaba que les pusieran coto, no le obedecían, y él era incapaz de hacerse obedecer con medidas severas por individuos con quienes estaba en tan estrecha intimidad. El doctor Rafael Castillo, coterráneo suyo, logró que lo pasara a La Rotunda Nueva, pero cuando éste envió por su catre, ropa y demás objetos de su uso, los demagogos se opusieron a que se los llevaran. Pusieron el catre en el corredor, con la ropa y almohadas hicieron un muñeco, lo acostaron, rodeándolo de velas encendidas, con unos hierros imitaron dobles de campanas y se dieron a fingir rezos y llantos. Así, y tomando licor, pasaron toda la noche.

Esto lo presenciaron los oficiales de la guardia y, como en aquellos días corría el rumor de que Castro lo habían muerto cerca de Ocumare del Tuy, lleváronle el chisme de que los presos habían confeccionado un muñeco fingiendo que era él. El resultado fue que inmediatamente se presentaron un general Capote y Manuel Felipe Torres, hijo natural de Castro, para tomar posesión de la alcaldía.

Urbina fue incorporado a una fuerza a que salió para Occidente y cerca de Churuguara, en un combate, cayó mortalmente herido. Con la vida pagó, pues, su excesiva lenidad para con aquellos bochincheros que de ello se prevalían para mortificar a sus compañeros.

Después de aquélla he sufrido varias prisiones, pero en ninguna he tenido tantas mortificaciones como en ésa en que estuve bajo la custodia de un hombre de buen corazón y de tan afable trato como era Urbina. Y es que en las otras prisiones los suplicios han venido de los carceleros y en la aludida de los compañeros, que a veces son peores, por lo cual dijo Víctor Hugo cuando estuvo preso: “No es la prisión, son los presos”.

Con la llegada de los nuevos alcaides todo cambió completamente. Parecía como si los demagogos hubieran sido puestos en libertad, y de suponer era que se hallasen abrumados por el arrepentimiento, al ver que su amigo Urbina había tenido tan grave recompensa por la tolerancia de que hizo objeto a quienes no la merecían.

Cierto día, se me presentó en todo el cuerpo una fuerte erupción con alta fiebre. Los doctores Tomás Aguerrevere Pacaníns y Gómez Guerra opinaron al punto que era escarlatina y hablaron con el alcaide, haciéndole ver el peligro del contagio.

Ese mismo día me pasaron al Hospital Vargas, donde me alojaron en la sala número 1, a cargo del doctor Pablo Acosta Ortiz. Estaba aquel salón destinado a los sifilíticos, y aunque mi enfermedad era de muy distinto carácter, allí tuve que estar presenciando los horrorosos y lastimeros espectáculos de aquellas víctimas de la sífilis. Aquellos rostros deformados, aquellas ulceras pavorosas, aquella carne podrida y fétida me impresionaron tan intensa e indeleblemente que algún tiempo después, en la siguiente prisión, me impulsaron a escribir una novela cuya moralizadora tendencia era presentar ante la juventud los estragos del libertinaje, las consecuencias aterradoras de la crápula. Esa novela fue ¡Maldita Juventud!

Bajo el experto cuidado del doctor Acosta Ortiz y las atenciones de los practicantes Juan Iturbe y Rafael Pino Pou, recuperé pronto la salud, pero habiéndole advertido a dicho doctor que en La Rotunda me esperaba un par de grillos, me prometió que no me daría de alta y que siguiera haciéndome el enfermo.

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XVI. UNA PROCLAMA INSOLENTE

Mientras esto sucedía, se estaba librando en La Victoria la batalla decisiva que decidiría la suerte de Castro. Poco después empezaron a llegar heridos; los practicantes y yo les pedíamos noticias, que nos daban con muchos detalles. Un capitán andino, herido en una pierna, nos dijo: “Nosotros estábamos perdidos; no teníamos parque; el general Castro llego con su Estado Mayor a la trinchera donde yo estaba y nos dijo: —Tiren bajito, muchachos; bien bajito. Le contestamos que se nos habían agotado las cápsulas y entonces, furioso y dirigiéndose al general Ferrer, echó un ajo y le dijo: —Usted tiene la culpa de esto, haberme hecho meter en esta ratonera. Sin embargo, general—le replicó Ferrer—éste es el único lugar donde hubiéramos podido resistir lo que hemos resistido.

De esto se desprende que el plan de la batalla de La Victoria no fue obra de Cipriano Castro sino de Diego Bautista Ferrer, y que aquél se salvó por la pericia militar de éste.

Después que entró Castro victorioso en Caracas comenzó a recibir cartas, que El Constitucional publicaba, de muchos presos de La Rotunda. Eran modelos de abyección, de servilismo e impudicia.

Aquéllos a quienes diariamente les había yo oído echar maldiciones y proferir denuestos contra Castro, aquellos que juraban beberle la sangre y desgarrarle las entrañas, eran los que decantaban sus altísimos servicios a la causa revolucionaria, presentándolos como factores determinantes de los triunfos obtenidos. Los que aseguraban que, a no ser por lo que habían hecho, la Revolución estaría vencida y que si no hubieran sido encarcelados el gobierno restaurador no existiría, los que desde por la mañana hasta la noche no se cansaban de decir majaderías por el estilo, ahora en cartas públicas le decían al jefe victorioso que siempre habían sido sus mejores amigos, sus más leales servidores; que ignoraban el motivo de su prisión y lo atribuían a chismes e intrigas de sus enemigos, que sus más ardientes anhelos habían sido siempre cubrirse de honor y gloria sirviendo bajo el luminoso mando del hombre providencial que el Cielo nos había enviado para salvar, restaurar y engrandecer a Venezuela.

Fue así como muchos recuperaron la libertad; esa libertad de la cual dijo el humorista Job Pim76 que es como el Ponche Crema, que se queda en la copa la mitad.

Cierta tarde, llegó un coche al hospital. Bajaron de él los doctores León Ponte, Trino Baptista, Carlos León e Isaías Garbiras. Vienen por mí, pensé. León Ponte me advirtió que había hecho por mi libertad muchas y muy buenas gestiones, pero que estaba convencido de que no saldrían sino los que escribieran cartas y que habían ido los cuatro amigos presentes para aconsejarme que escribiera la mía.

Les aseguré que por ningún respecto me incorporaría a aquella cáfila de serviles que tan vergonzoso espectáculo estaban dando diariamente en El Constitucional. Ellos se empeñaron en convencerme de que podría escribir una carta digna, que dejara bien puesta mi reputación y diera el resultado apetecido. Discutimos largamente sobre esto,                                                                                                                76 Francisco Pimentel fue el más famoso humorista de la primera mitad del siglo XX en Venezuela, y también uno de los más famosos presos políticos de la época. Es muy conocida la anécdota de uno de sus ingresos a La Rotunda, cuando contestara el cuestionario de entrada diciendo que su profesión era la de preso político.

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sosteniendo yo que en caso tal ninguna carta sería digna. Uno de ellos me escribió un borrador tratando de probarme que sí podría suceder lo que ellos afirmaban. Lo rechacé y luego ocurrióseme una treta para terminar jovialmente aquella amistosa pugna que yo mucho les agradecía, porque el empeño que ellos se tomaban por hacerme desistir de mi negativa era hijo del cariño que me tenían y del deseo de verme pronto en libertad y entre las delicias de mi hogar. Les propuse que por unos minutos me dejaran solo para escribir una carta.

Se retiraron y escribí lo siguiente: “Señor general Cipriano Castro: Es costumbre en el teatro representar un sainete después de las tragedias para apaciguar los alterados nervios de los espectadores; natural era, que en seguida de la doble tragedia de La Victoria y San Mateo viniese la cómica petipieza de las cartas. Yo también quiero escribir la mía, mas no para decirle que siempre he sido su amigo, sino para convenir en que desde que llegó usted al poder he sido su adversario político; no para lamentarme de haber sido víctima de chismes y de intrigas que determinaron mi prisión, sino para reconocer que hubo sobrados motivos para traerme a la cárcel, que hice lo que pude por procurar la caída de usted y que más hubiera hecho si más hubiera podido; tampoco para decirle que mi gran anhelo ha sido y es servir bajo sus órdenes, sino para confesarle que, reprobando, como repruebo, su modo de gobernar, he considerado y considero un deber patriótico el figurar en las filas de la oposición...”77

Leyó León Ponte la carta y arrojándola sobre la mesa, dijo a sus compañeros: “Vayámonos”. La leyó Trino Baptista y repuso: “Razón tuvo el general Castro en decir lo que dijo”. Luego, a exigencia mía, me refirió lo siguiente: León Ponte le telegrafió a Leopoldo Baptista, su íntimo amigo, que intercediera por mi libertad. Baptista, desde San Mateo, le telegrafió al general Manuel Salvador Araujo para que a nombre suyo hablase al general Castro con tal fin. Araujo se apresuró a cumplir el encargo; pero Castro le contestó: “Todavía no; dejémoslo un poco de tiempo más. Ese mozo es muy ponzoñoso”.

Al despedirse aquellos amigos, les reiteré mis protestas de agradecimiento y mi pesar por no poder complacerlos a causa de mi carácter, que no me era dable sojuzgar. Más tarde, los cuatro me dieron la razón. Cuando le eché el cuento al doctor Acosta Ortiz y le mostré el proyecto de carta que yo había escrito, lo celebró de tal manera que me animó a enviar esa carta, asegurándome que si Castro la recibía la haría publicar para humillar a los que de tal manera se habían arrastrado a sus pies y me pondría en libertad.

Tratando estábamos él y yo de conseguir un medio seguro para que esa carta llegase directamente a maños de Castro, cuando apareció la proclama del 9 de diciembre referente al bloqueo, aquella que comenzaba: “La planta insolente del extranjero”78, que se la

                                                                                                               77 El texto que escribió Arévalo no llegó a su destinatario, pero revela que en algunos casos, al menos, hubo cierta malacrianza innecesaria de parte de él y que quizás algunas de sus prisiones hubieran podido evitarse, si hubiera ejercido la prudencia sin necesidad de perder su rectitud. 78 Para el ejercicio fiscal 1900-1901 la deuda externa venezolana ascendía a 120 millones de bolívares de la época, y los países acreedores incluían a Alemania, Bélgica, España, Francia, Holanda, Inglaterra y México. El 9 de diciembre de 1902, barcos alemanes e ingleses toman el control del puerto de La Guaira para iniciar un bloqueo en reclamo del pago de sus acreencias. Tres días después, el resto de las naciones nombradas se une al reclamo. Las acciones incluyeron el bombardeo de Puerto Cabello y dos intentos infructuosos de forzar la barra de Maracaibo. El conflicto concluye con la firma de los Protocolos de Washington el 13 de febrero de 1903, tras

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hicieron aprender de memoria a todos los niños de las escuelas y cuya redacción fue atribuida a varios escritores, hasta que se puso en claro que fue Carmelo Arias Sandoval quien la redactó. Sí, los alumnos de las escuelas y colegios recitaban esa proclama con enfático orgullo, como si se tratase de alguna de las luminarias de nuestra radiante constelación de glorias, cuando sólo recordaba la más irritante ignominia que ha gravitado sobre nuestra infortunada Venezuela. Muy pocos conocen el verdadero origen de aquel conflicto; diré lo que me refirió un apreciable italiano que me aseguró estar bien informado por la Legación de su país.

Castro, según el informante, se apresuró al entrar en Caracas a restablecer las relaciones diplomáticas con Francia, que desde algún tiempo atrás estaban interrumpidas. Y como esto lo hizo por mera pose, por uno de esos espectaculares gestos de que era tan fecundo y pródigo, llevó a cabo ese delicado acto con imprudencia suma, hasta el punto de convenir en que las reclamaciones de los ciudadanos franceses contra Venezuela se arreglasen, no por medio de los tribunales nacionales, como era lo razonable y legal, sino por comisiones mixtas. Hecho esto, los gobiernos inglés, alemán e italiano pusiéronse de acuerdo para, atemorizando a los Estados Unidos, pedirle al gobierno venezolano que, de acuerdo con la cláusula de la nación más favorecida, les concediese a ellos lo que ya le había concedido a Francia.

Castro cayó entonces en la cuenta del gravísimo paso que había dado, pero no queriendo dar su brazo a torcer se engolfó en aquella serie de disparates que tan seriamente comprometieron la dignidad de la Patria, hasta el punto de confiar el arreglo del conflicto no a un venezolano, sino a un extranjero, al ministro americano Mr. Bowen. Éste llevó a Washington en el bolsillo la suerte de Venezuela y, aunque pudo proceder discrecionalmente en virtud de las amplias facultades de que fue investido, no se atrevió a asumir la responsabilidad de aquellos vergonzosos y humillantes protocolos y consultar con Castro. Éste le dirigió aquel incalificable cablegrama que decía: “Firme todo, con tal de que me suspendan el bloqueo”. Y a Castro sus aduladores lo presentaban como el heroico y genuino representante de la raza.

………

Tras de aquella proclama vino la libertad de los presos políticos, y así recobré la mía sin enviar carta alguna. Recobró también la suya el jefe del Nacionalismo que, dolorosa e intensamente impresionado por lo que antes de salir se le había dicho en el castillo acerca del peligro en que se hallaba la Patria, vino directamente a Caracas. En la estación de ferrocarril dijo que primero que todo iría a abrazar a su anciana madre; pero yo vi cuando, al llegar a la esquina de Muñoz, un cordón de oficiales de Policía que allí estaba atravesado ordenole al cochero que doblase hacia el Norte, y así Hernández, que no sabía por dónde lo llevaban, cuando menos pensó encontrose frente a Miraflores y a Castro en un balcón. El jefe Nacionalista no pudo enterarse del verdadero origen del conflicto internacional y, mal aconsejado por muchos de los que influían en su ánimo, ya por impaciencia de alcanzar el poder o sinceramente engañados por las promesas y halagos del “restaurador”, convino en

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 mediación de los Estados Unidos. La Doctrina Drago—por el nombre del canciller argentino del momento—se impone en Derecho Internacional para repudiar acciones agresivas en el cobro de deudas entre países, especialmente cuando países grandes ejercen violencia sobre países pequeños.

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una fusión que sólo beneficiaría a sus contrarios y que más tarde sería para él motivo de agobiante pesadumbre.

Cierto día conversaba yo con mi amigo don Nicolás Méndez León, intimo de Hernández, y le expuse mi modo de pensar acerca de cómo debía proceder el Nacionalismo. Preguntome Méndez León si yo tendría algún inconveniente para hablarle al general Hernández del modo que le había hablado a él, y le contesté que con gusto y franqueza igual le expondría mi criterio sobre el particular, y le advertí que yo no había ido a hablar con él porque su casa estaba siempre atestada de gente y que no era fácil verle, mucho menos hablarle detenidamente.

Al día siguiente me invitó, autorizado por Hernández, para ir con él y hacerle una visita. Cuando entrábamos, salía el general Juan Rodríguez, célebre guerrillero nacionalista de Carayaca; había ido a entregar las armas. El general Hernández me recibió solo, pues hizo que el doctor Celis se retirara y Méndez León quedó en el corredor para detener a todo el que llegaba.

Comencé advirtiéndole que mis simpatías hacia él databan desde que vino a pedir la nulidad de las elecciones del Yuruary, gesto cívico que me entusiasmó, así como también su campaña electoral por toda la República. Le hice observar que en esas circunstancias su prestigio era cívico y no guerrero, que el Partido Liberal Nacionalista había nacido no en el campo de batalla, sino en la plaza pública y que por esto debía ser eminentemente cívico o no ser. Añadí que su gran error había consistido en lanzar a ese partido a la guerra, para sólo obtener fracasos, los cuales hubieran acabado con el prestigio de su jefe si ese prestigio hubiera sido únicamente militar.

Después de decirle estas verdades entré a considerar lo que hubiera sido el Nacionalismo si en vez de lanzarse a la guerra contra Castro, él (Hernández) se hubiera puesto como director al frente de un periódico, órgano oficial de su partido, para desarrollar una campaña cívica que tuviese como principal objetivo aleccionar a los nacionalistas en el cumplimiento de sus deberes y en el ejercicio de sus derechos ciudadanos.

Le manifesté mi aprobación por no haber aceptado la cartera ministerial que Castro le ofreció, puesto que él solo, en un gabinete de enemigos, nada bueno hubiera podido lograr para la Patria. Esto, además de que en ese gabinete estaba Andueza Palacio con un Inri en la frente impreso por una asamblea constituyente a la cual perteneció el mismo Hernández.

Usted, le dije, al frente de un periódico redactado por las expertas plumas de que dispone el Nacionalismo hubiera sido una potencia, fundando sociedades, organizando conferencias, instalando escuelas, censurando con moderación los desaciertos del gobierno y aplaudiendo con dignidad sus buenos actos. Económicamente, eso habría sido un gran éxito, porque no sólo los nacionalistas hubieran sostenido ese diario, sino que los amarillos también se hubieran suscrito a él para observar su propaganda. Si ante esa actitud del Nacionalismo Castro se hubiera visto forzado a hacer un buen gobierno con los amarillos, mejor para la Patria, pues por ello saldría gananciosa; y si lo hubiera hecho malo, esto habría redundado en mayor prestigio de Hernández y sus partidarios.

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Siguiendo el lógico orden de consideraciones para demostrarle las ventajas del civismo, le añadí: que como no hubiera sido prudente disputarle a Castro la Presidencia de la República en el primer período constitucional, la política aconsejaba hacer de la necesidad virtud y pronunciarse por él y, para el segundo período, cuanto todos esperasen que el periódico nacionalista se presentaría con la candidatura del general Hernández, resultaría el gran asombro general, apareciendo como su candidato el doctor Muñoz Tébar, por ejemplo.

Éste era de los pocos, de los poquísimos liberales amarillos de primera fila que gozaban de buena reputación y, además, en otra ocasión la mayoría del Pueblo venezolano habíase pronunciado por él, y si no triunfó fue porque la voluntad arbitraria de Rojas Paúl estranguló su candidatura.

Procediendo así el Partido Liberal Nacionalista demostraría que no era un partido personalista; que buscaba el bien de la Patria, hágalo quien lo hiciere y que sabía rendirle el debido homenaje a los hombres honrados. Los amarillos tendrían forzosamente que apoyar esa candidatura, que entonces sería incontrastable y, una vez Muñoz Tébar en la presidencia de la República, ya Hernández tenía asegurada la libertad electoral para el próximo período constitucional. Castro no hubiera respetado esa libertad, pero Muñoz Tébar sí.

De suponerse, por otra parte, sería que los amarillos acogerían con sincera adhesión la candidatura del jefe Nacionalista, tanto por corresponderle a ese partido hidalgamente su noble gesto, como por la convicción de que su triunfó sería indiscutible.

Con esos razonamiento y conjeturas le hice ver al general Hernández que si él y su partido no hubieran abandonado la órbita del civismo, a la vuelta de pocos años hubieran alcanzado el poder, sin efusión de sangre, sin ruina para nadie, sin provocar el surgimiento de una nueva cepa de militares del uno y del otro bando y ofreciendo un laudable ejemplo de política sagaz, previsora y patriótica.

No lo hicieron así; se lanzaron a la guerra para proporcionarle a Castro glorias baratas y ensoberbecerlo más de lo que estaba para que todo disparate que se le ocurriese lo tomase como una inspiración de la Providencia. Todo esto se lo dije al general Hernández para luego hacerle ver que se le venía a las maños la ocasión de otro rasgo de civismo que podría ser decisivo para la suerte de la Patria y los destinos del Nacionalismo.

Le advertí que él estaba equivocado, que, desgraciadamente, en aquel conflicto internacional la razón no estaba de parte de nuestro país y que los agravios que los bloqueadores querían deshacer eran más contra Castro que contra Venezuela. Que de esto se deducía que la presencia de Castro en el poder era perjudicial, y que si él renunciaba y se organizaba un gobierno provisional eminentemente popular, se resolverían satisfactoriamente tanto el conflicto internacional como el interno; que él, Castro, le había dicho a Pueblo en un discurso pronunciado en la Plaza Bolívar que si sus conciudadanos creían que él debía renunciar que con franqueza y sin vacilación se lo dijeran y al punto tomaría el camino del destierro.

“A usted, pues, general—añadí—, como jefe del partido más numeroso que existe en Venezuela, le corresponde decirle a Cipriano Castro que sí debe retirarse para que

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podamos obtener de los adversarios extranjeros las más ventajosas condiciones para el arreglo del conflicto. No me forjo ilusiones—continué—y sé que irá usted a la cárcel si tal hiciera, pero esa prisión lo levantará aún más de lo que está y precipitará la caída de Castro, en tanto que la alianza con éste le es a usted altamente desdorosa. Castro no le perdonará a usted nunca el gran prestigio de que goza y si hoy se muestra halagador es porque espera extraerles a usted y a su partido el jugo que le puedan dar. Pero luego, cuando tanto el uno como el otro estén convertidos en bagazos, los echará a un lado y volverá a rodearse de amarillos, que son el elemento propicio para su sistema de gobierno. Usted llegará más fácilmente al poder pasando por sobre Matos que pasando por sobre Castro. Luego, a usted lo que le interesa es que triunfe aquél y no éste. Si la Revolución logra triunfar por el concurso del Nacionalismo, usted quedaría con títulos especiales para pedirle a Matos únicamente lo que de derecho le corresponde: la libertad electoral. ¿Y concedida ésta, que más necesita usted para llegar a la presidencia? Y si Matos no le respetase esa libertad ya usted tendría modo de tomársela, porque la razón estaba de su parte, porque tendría la fuerza de la opinión y porque quedarían bien armados muchos jefes nacionalistas para infundir respeto. Mientras que ahora, general, viene usted a hacer lo que Boulanger: a suicidarse sobre la tumba de una prostituta”.79

Cuando esta frase solté sin poderlo evitar, mi interlocutor dio un salto en la cama en que estaba sentado y clavó en mi faz una mirada investigadora; mas yo se la sostuve resuelto y añadí: “La frase es dura general, lo reconozco, pero no olvide usted que soy un periodista independiente, acostumbrado a hablarle con franqueza hasta a los poderosos; ¿qué extraño, pues, que a usted, que todavía no lo es, también le hable del mismo modo? Recordará usted que el general Boulanger, por su enorme prestigio, llegó a ser árbitro de los destinos de Francia y candidato popular para la presidencia de la República, pero luego, por un larga serie de desaciertos en que incurriera, terminó levantándose la tapa de los sesos sobre la tumba de su querida. La llamada Restauración Liberal es una prostituta; ¿se suicidaría usted moralmente ante su fosa?”.

Dada la impresión que estas frases le causaron a Hernández, reconozco que fue para conmigo excesivamente indulgente. Me ofreció meditar detenidamente sobre cuanto yo le había dicho, pero ya había yo caído en la cuenta de que él había avanzado demasiado en su política de evolución y fusión y no me forjé ilusiones, porque, como Juan Rodríguez, eran muchos los jefes nacionalistas que se estaban presentando. Hasta el momento de la despedida me trató con benevolencia y cordialidad.

A esta entrevista aludí, años más tarde, en una carta pública que le dirigí al mismo general Hernández desde las columnas editoriales de mi periódico, El Pregonero, cuando él regresó a Venezuela después de la caída de Cipriano Castro. A esa carta me referiré en su oportunidad.

Entonces, como antes y como después, era yo enemigo de la guerra; pero lo peor que podría sobrevenirle a Venezuela era que el general Castro saliese victorioso de aquella formidable lucha contra todo el país. Además, bajo otro gobierno el arreglo con los bloqueadores no hubiera sido tan ignominioso como lo fueron los Protocolos de

                                                                                                               79 Este relato del propio Arévalo refuerza la idea de que se comunicaba frecuentemente con imprudencia innecesaria, que tal vez derrotaba sus propósitos. En este caso, se comprende que los errores de Hernández, a quien admiraba mucho, lo perturbaban grandemente.

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Washington, firmados en nuestro nombre por un extranjero, el ministro de los Estados Unidos, a quien Castro, como expliqué, dijo en un cablegrama de eterna vergüenza: “Firme todo con tal de que me suspendan el bloqueo”.

Cuando en el Congreso se llevó a cabo el simulacro de discutir los ignominiosos protocolos de Washington, escribí para El Pregonero una crónica parlamentaria que me costó otra prisión. Ya que no hubo allí siquiera un congregante que de algún modo hiciese conocer la indignación que todo buen patriota debía sentir en presencia de aquella atroz ignominia, quise al menos que un revistero cumpliese por todos ese santo deber. Cipriano Castro debió haber desaparecido en aquella ocasión del escenario político para refugiarse en el antro en donde sólo lo descubriese el ojo vengador que perseguía a Caín.

Su histriónica manía de aparecer ante el mundo entero como el indomable representativo de la raza, expuso a Venezuela no sólo al más estupendo ridículo, sino a no menos calamidades de que plugo al Todopoderoso librarla. Ya he dicho cómo le confía a Mr. Bowen, ministro americano, el arreglo del conflicto y cómo éste, no habiéndose atrevido a resolver por su cuenta los puntos que le sometieron—¡tan abominables eran!—consultó con Castro, quien no vaciló en dirigirle el incalificable cablegrama que ya he copiado.

La verdad fue ésa. Luego vinieron las leyendas forjadas por los gumersindos de la prensa oficial y oficiosa. Nos hablarán, especialmente, de aquello del Panther y del “Héroe de San Carlos”; que Jorge Bello, jefe de aquel castillo, logró la enorme hazaña de poner en vergonzosa fuga a ese crucero acorazado. Pero yo supe, años después, a qué atenerme con respecto a esa radiante mentira, y fue cuando salí de mi prisión en aquella fortaleza el año 9, cuando alguien, mostrándome a un anciano de apellido Quevedo, me dijo: “Fue ése el verdadero héroe de San Carlos y no Jorge Bello, quien ya se había refugiado en los manglares de la costa firme y dado órdenes para que desocuparan totalmente el castillo. Quevedo, con cuatro o seis copas de más, antes de retirarse, resolvió por propia cuenta hacer un disparo que tuvo buena suerte. Eso fue todo”.

Negra coincidencia que merece anotarse es la de que las dos más grandes ignominias que han gravitado sobre Venezuela, las dos mayores calamidades que la han afligido, ocurrieron bajo los gobiernos de los dos Castros que asaltaron el poder supremo. Bajo el gobierno del general Julián Castro, se vio nuestra Patria bloqueada y sometida a tremendas humillaciones, a causa de un protocolo que, en connivencia con él, firmó el doctor Wenceslao Urrutia con los ministros extranjeros80. Por mucho tiempo estuvo nuestra República al borde de un abismo insondable, y para que nada faltase y tuviese funesta trascendencia para lo porvenir, aquella calamidad fue la incubadora de la Guerra

                                                                                                               80 José Tadeo Monagas renunció a la Presidencia y buscó asilo en el Consulado de Francia al triunfo de la revolución comandada por Julián Castro (1858). Turbas airadas sitiaron el consulado, y los representantes de otros países hicieron ondear sus respectivos pabellones nacionales en la sede francesa para destacar que Monagas estaba protegido por asilo diplomático que debía ser respetado. El canciller de los revolucionarios, Wenceslao Urrutia, firmó con los diplomáticos de Brasil, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra y los Países Bajos un protocolo (26 de marzo de 1858) que permitía la salida impune de Monagas. Discusiones en el gobierno de Castro retrasaron el cumplimiento del acuerdo y llevaron a una crisis que incluyó el bloqueo de La Guaira por una fuerza naval anglo-francesa. El 27 de agosto, luego de gestiones del general Carlos Soublette, se arribó a un nuevo protocolo que resolvió la crisis: tres días después, se levantaba el bloqueo y Monagas salía indemne al destierro.

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Federal, satánico semillero de infinitos e indecibles males. Y hallándose el general Cipriano Castro dueño de los destinos de Venezuela la lanzó en esa infernal aventura que nunca lamentaremos lo bastante.

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XVII. LA HISTORIA DE SIEMPRE

Cuando volví a encargarme de la redacción de El Pregonero, díjome algún tiempo después el doctor León Ponte que él haría un viaje a Nueva York, porque deseaba traer algunos elementos modernos para su empresa y que me dejaría, no sólo encargado de la redacción, sino también de la dirección. Le advertí que no debía extrañar que allá le llegase la noticia de mi prisión o que al regresar me encontrase en la cárcel, puesto que él me conocía muy bien y debía saber que si se presentase algún grave y peligroso asunto, pero que fuera mí deber tratarlo, no lo rehuiría, fueran cuales fueran las consecuencias. Él me dijo que sí me conocía muy bien y que, aunque contaba con que yo tuviese la dosis de prudencia compatible con mi carácter y con la dignidad del periódico, de antemano aprobaba sin reserva cuanto hiciese.

Cierta noche, se me presentó Juan Liscano, a la sazón estudiante de Derecho, y me dijo que en la mañana de ese día el doctor López Fontainés, Presidente de la Corte Superior, había hecho una visita a la cárcel, de acuerdo con lo prescrito en uno de los artículos del Código respectivo, deber éste que por primera vez se cumplía; que en seguida redactó un acta que era un portento de entereza profesional y de valor cívico, en la cual refería todo lo muy importante y sensacional que había averiguado en su visita. Añadió Liscano que él había sacado copia de esa acta, se la había llevado a don Carlos Pumar y que esa noche saldría en El Tiempo; que me alertaba para que tomara de allí algunos de los más importantes párrafos. Ordené a un empleado que fuese a comprarme el primer ejemplar de dicho periódico que saliera, sin decir para quién era. Pero El Tiempo no decía ni una palabra de tal visita. “¡Tuvo miedo don Carlos!—exclamó Liscano—. ¡Qué lástima!”. Convinimos entonces en que él haría esfuerzo de memoria para entre los dos hacer un extracto de lo más interesante de aquel documento.

Allí se hablaba de un gran número de presos a quienes no se les había seguido juicio y que ignoraban el motivo de su prisión, de varios periodistas que sólo habían hecho uso de un derecho constitucional y, sobre todo, se mencionaba a Marrero y a Anselmo López, medio muertos de hambre, a quienes se había torturado de diversos modos para que declarasen lo que no era sino la más inicua farsa de la perversidad, esto es: que don Francisco Marrero, honorable padre de familia, ciudadano laborioso y cristiano fervoroso, habíale pagado a Anselmo López para que matase a Cipriano Castro.81 Este asunto era como una lepra que ese tirano tenía en la conciencia. El juicio estaba paralizado, y la señora de Marrero, como una Dolorosa bañada en lágrimas, iba visitando las oficinas de periódicos y a las personas influyentes solicitando apoyo para lograr que se moviera el juicio de su esposo. Pero Castro había ordenado que no tocasen ese expediente, y cuando algún juez intentaba darle curso, era al punto destituido.

                                                                                                               81 El 27 de febrero de 1900, martes de Carnaval, y en la esquina caraqueña de Socarrás, Cipriano Castro y su esposa escaparon ilesos de un atentado. En contra de la convicción de Arévalo González, Luis Eduardo Zambrano Velasco escribe: "Anselmo López, oriundo de El Pao de Zárate, estado Aragua, fue el autor del frustrado homicidio. Era empleado, analfabeto, simple picador de leña, en la panadería del isleño Francisco Marrero, establecido en la esquina de Manduca. De las declaraciones rendidas ante el Juez de Primera Instancia en lo Criminal, se conoce que Marrero planificó el atentado e indujo a López, su empleado, a ejecutarlo". (Diario La Nación: http://www.lanacion.com.ve/noticias.php?IdArticulo=113745&XR=2).

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En fin, entre Liscano y yo preparamos un buen suelto editorial, que era una interesantísima síntesis del documento del doctor López Fontainés. Al día siguiente fue ésa la nota sensacional. En todas partes se comentaba y ya se aseguraba que yo estaba preso. Salí a la calle resuelto a que me prendieran y era de verse la cara de sorpresa que todos ponían al verme.

Cuando llegué a la imprenta, encontré allí mucha gente que había ido a informarse si estaba o no en la cárcel, y por el teléfono estaban llamando a cada rato. Fue pues, inconcebible que pasaran las horas y no me fuesen a buscar. Resuelto a publicar el acta íntegra le ordené a Porras Bello que fuese a la Corte Superior y sacase una copia. Regresó sin ella, no le permitieron que la sacara. Esto me dio mala espina, pues hasta había llegado casi a admitir la posibilidad de un rasgo de tolerancia de parte del gobierno, puesto que aún estaba yo en libertad.

Por la tarde volvió Liscano y me aseguró que esa noche si saldría el acta en El Tiempo, pues don Carlos Pumar, viendo que no se habían metido conmigo, habíase animado y resolvió publicarla. Repetí lo de la noche anterior, le ordené a un empleado que me comprase sigilosamente el primer ejemplar de dicho diario que saliese. Después de las once lo recibí; todo lo teníamos dispuesto para hacer la inserción. El documento era enorme; toda la segunda página de El Tiempo y casi íntegra la tercera; pero disponíamos de dos linotipos, los primeros que llegaron a Caracas, y una prensa rotativa que tiraba hasta diez mil ejemplares por hora, doblados y contados. El Tiempo, cuya prensa apenas tiraba de 600 a 700 ejemplares, no pudo ser repartido hasta la mañana del siguiente día, en tanto que El Pregonero, a las cinco de la madrugada, ya estaba entrando por debajo de los portones, como de costumbre.

Era el documento interesantísimo, y allí se mostraba el doctor López Fontainés como magistrado integérrimo, que tenía plena conciencia de su deber y el valor cívico suficiente para cumplirlo fueren cuales fueren las consecuencias

Como ya lo he dicho, ningún Presidente de la Corte Superior había tomado en cuenta el artículo del Código que contenía la disposición legal que ese digno funcionario público exhumó del olvido. Creí que ese día sí me llevarían a la cárcel, pero no fue así, para asombro mío y de cuantos me veían todavía en libertad. En todas partes se comentaba el acta y el público se imponía de las iniquidades que se cometían en La Rotunda, principalmente con don Francisco Marrero y Anselmo López.

Como a las seis de la tarde, día sábado, se me presentó en la oficina de redacción de El Pregonero el doctor López Fontainés. Me abrazó cordial y efusivamente. “¡Quién habría de decirme—exclamó—que sería El Pregonero el primero en conferirme justicia!” Esta extrañeza le provenía de la circunstancia de habernos nosotros distanciado un tanto, con motivo de la escaramuza de prensa que sostuvimos a propósito de la demanda de Calcaño Mathieu, de quien él era el defensor.

Le contesté que El Pregonero se complacería siempre en impartir justicia hasta a sus enemigos, y que yo estaba muy distante de considerarlo a él como tal. Cruzamos algunas frases más y nos dirigimos a nuestras respectivas moradas.

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En la madrugada del siguiente día, antes de las cinco me despertó mi esposa y me dijo que habían tocado en el portón, que su tía, sorprendida de que tan temprano llegase el lechero, abrió y al punto entraron dos oficiales de la Policía, que uno se encaminó al corral y el otro estaba en el corredor y decía que el gobernador deseaba hablar conmigo. El versito de siempre.

Díjele a mi consternada esposa que eso era para prenderme y que se sentase para darle algunas instrucciones. Dándoselas estaba cuando tocaron en la ventana de la galería. Fue mi sufrida Elisa a ver quién era y oí que dijo: —“General, él está un poco enfermo”. ¡La infeliz! Pensaba que con decir eso podría siquiera aplazar la amenazante calamidad por unas horas, por unos minutos, siquiera. Los nobles corazones creen que los de los demás están siempre abiertos a la compasión. ¡Y era tan puro, tan sensible, tan piadoso aquel incomparable corazón que tanto me amó! La interrumpí diciéndole que no dijera eso y que abriera la puerta de mi dormitorio.

Era el general Hipólito Acosta, Jefe de la Policía. Furioso yo, no por la prisión, que a ello estaba acostumbrado, sino por el modo de llevarla a cabo, le dije: “¿Y hasta cuando está usted allanando hogares honorables? Los allanó con Guzmán, con Alcántara, con Crespo, con Andueza, con Andrade, y ahora los está allanando con Castro. Recuerde que es usted también hombre de hogar. Ninguna necesidad tenía usted de violar mi hogar del modo que lo ha hecho, poniendo a mi familia en tan gran tribulación, principalmente a mi esposa que está encinta, y a quien este atentado puede serle de muy tremendas consecuencias. Hasta las once de la noche estuve en el Teatro Caracas y dentro de tres o cuatro horas hubieran podido prenderme en la calle, porque yo no estaba oculto”.

En fin, díjele cuanto en aquel momento me dictó la indignación y él, seguramente por comprender que de sobra me asistía la razón, o por estar acostumbrado a esas escenas, o acaso también por la ingénita bondad de su corazón, porque en realidad él no era malo, me escuchó resignado y paciente, hasta que mi esposa me anunció que me había improvisado un desayuno. Me permitió tomarlo, y luego convino en que fuese al fondo de la casa, de donde había retirado al oficial que para allá pasara.

En el corral observé que subiéndome a una mata de guayabas podría saltar una pared y refugiarme en la casa contigua, que era del señor Sturup, cónsul de Dinamarca; pero recordé al punto lo que le había acontecido a Jerges Esteves, que referiré brevemente.

Este joven escritor, con otros, redactaba un periódico de oposición en los primeros meses del gobierno de Castro; prendieron a todos sus compañeros, pero él logró ocultarse. Mucho lo buscaron, más no daban con él. Cierto día le dijeron que su anciano padre había sido llevado al Cuartel del Paraíso, donde se alojaba una división de tachirenses. En sabiéndolo corrió a la Gobernación para que lo prendieran y librar de más ultrajes al ser que más veneraba. Pensé yo entonces que si me refugiaba en aquel consulado mi familia quedaría expuesta a vejámenes de aquellos forajidos que no respetaban ni la santidad del hogar ni los fueros sagrados de la familia. Por esto, poco después, le dije a Hipólito Acosta: —“Estoy a su disposición”.

Salí dejando a mi santa esposa desesperada y desvalida, teniendo que sobrellevar, sola, el peso de un hogar con varios pequeñuelos. En la puerta del cuartel de Policía me esperaba

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Lorenzo Carvallo, prefecto; díjele parte de lo que le había dicho a Acosta, y no se lo dije todo porque él le dio orden al cochero para que siguiera.

Llegamos a La Rotunda. Cuando entré en El Manzanillo me salió al encuentro el doctor Pedro Vicente Mijares, quién dirigiéndose a los otros presos exclamó: “Aquí tienen ustedes cumplida la segunda parte de mi profecía. Cuando vino a visitamos el doctor López Fontainés dije a ustedes: para acá volverá para hacemos compañía. Cuando leímos su acta en El Pregonero añadí: para acá también vendrá Arévalo González. Anoche llegó el juez y ahora llega el periodista”. —“Ésas son glorias del Gran Partido Liberal”, exclamó.

Al llegar, tuve una impresión dolorosa: en el patio, en cuclillas y desnudos, estaban dos señores respetables lavando las únicas piezas de ropa que tenían. Eran los hermanos Santiago y Alberto Rigual, personas notables de Carúpano, de posición social y monetaria; pero no siéndoles fácil recibir ni ropa ni dinero, tenían que lavar ellos mismos la que tenían. Años después, en otras prisiones he recordado la escena de los Rigual y he sentido una envidia retrospectiva, porque yo me he encontrado en situaciones infinitamente más tremendas, sin poder disponer ni de una ponchera de agua, no digamos para lavar una franela, ni siquiera para lavarme la cara, como lo referiré más adelante con detalles.

El doctor López Fontainés, como lo había dicho Mijares, había llegado la noche anterior y lo habían encerrado en un “tigrito”82 del patio. Él se había escondido en El Valle pero, al ver que no me habían reducido a prisión, pensó que probablemente habrían resuelto no dar el gran escándalo y por esto salió para ir a visitarme. Pero todo había sido una estratagema del gobierno: lo que se proponía era engañarlo para que dejara el escondite, prenderlo y después allanarle el hogar.

Al día siguiente llegaron los otros dos miembros de la Corte Superior, doctores José Santiago Rodríguez y Rafael Irigoyen, quienes habían renunciado por falta de garantías para cumplir los deberes oficiales. El gobernador Tello Mendoza les mandó decir que si no retiraban la renuncia irían a la cárcel. Ellos contestaron lo que dos hombres dignos, lo que dos magistrados conscientes de sus deberes tenían que contestar: “que cuando firmaron las renuncias sabían a lo que se expondrían y que estaban a sus órdenes”.

El doctor Esteban Gil Borges, Presidente de la Corte Suprema, también renunció, pero se escondió. Buscáronlo en vano, y cuando a nosotros nos pusieron en libertad, él creyó que nada le pasaría y salió de su escondite y al punto lo prendieron y lo llevaron a La Rotunda, donde pasó varios meses.

He aquí como aquel tiránico gobierno trataba a los funcionarios públicos que cumplían con su deber y a los periodistas que aplaudían la conducta de los rectos magistrados. Después pretenderían esos mismos gobernantes que los extranjeros se sometieran voluntariamente a la jurisdicción de tribunales huérfanos de la dignidad profesional, porque sólo han quedado, como partes integrantes de ellos, jueces venales o cobardes dispuestos a ejecutar sumisamente, sin discusión ni análisis, la voluntad del poderoso.

………

                                                                                                               82 Llamaban "El Tigrito" a un calabozo abovedado y sin ventilación, que por eso alojaba aire de gran fetidez.

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Cuando el doctor León Ponte regresó de los Estados Unidos, solicitó y obtuvo un permiso para visitarme. Al verle, le dije que recordara lo que yo le había dicho cuando me confió la dirección del periódico: que no debía extrañar si a su regresó me encontraba en la cárcel.

Él me aseguró que sin reservas había aplaudido mi conducta, la cual había sido muy propia de mí y muy digna de un periódico que, como altivo, independiente y justiciero llevaba la vanguardia en la prensa nacional. Añadió que estaba convencido de que si El Pregonero no hubiese tomado la iniciativa en la publicación del acta del doctor López Fontainés, ningún otro periódico lo habría hecho y hubiera pasado inadvertido aquel hermoso y trascendental documento que pertenecía a la posteridad.

No esperaba yo otra cosa de la integridad y sensatez de aquel buen amigo, y le advertí que sus bondadosas expresiones era el mejor galardón que podría haber aspirado, si en verdad alguno merecía. Después me dijo que desde su llegada había estado haciendo gestiones por mi libertad, para lo cual había puesto en juego la influencia de muchos amigos personales, pero que Castro le había hecho saber por órgano del general Ramón Ayala, a la sazón Ministro de Fomento, que no me restituiría la libertad sino con la condición de que no volviese a El Pregonero. Díjele a León Ponte que aceptara sin vacilar, porque en la cárcel ¿qué podría hacer? En cambio, libre solicitaría cómo ganar el pan de mi hogar.

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XVIII. NOVELISTA, LAVANDERO Y EDITOR

La quinta y última prisión que sufrí bajo la autocracia de Cipriano Castro me causó un enorme dolor, porque fui a la cárcel sin haber llevado a cabo lo que me proponía.

Yo sabía que don Francisco Marrero, aquel mártir cuyo gran pecado fueron los 15.000 dólares que encontraron en su caja fuerte los que le saquearon el establecimiento, y de los cuales no querían desprenderse, por lo que hicieron todo lo posible para hundirlo, estaba moribundo. Sabía también que se había confesado con el padre Wallosten, capellán del Hospital Vargas, a quien recomendó no sólo que trasmitiese a la Historia la seguridad de su inocencia, sino que especialmente le rogó que hablase con el general Castro y le hiciese saber que un moribundo, ya a punto de comparecer ante el Tribunal de la Justicia Divina, y en los momentos en que no se miente nunca por perverso que uno sea, le repetía una vez más que era inocente, que jamás había intentado nada contra él y que, como buen cristiano, moría perdonándole todo el mal que le había hecho.

Tuvo el cuidado el señor Marrero de advertir que no deseaba que esto quedase bajo secreto de confesión, sino todo lo contrario, pues de su divulgación dependía la vindicación completa de su conducta. Estaba en cuenta yo también de que el pago que recibió el padre Wallosten por el fiel cumplimiento de su cometido fue la inmediata destitución de su empleo. Y todo eso lo pensaba yo decir en el cementerio, ante la abierta fosa de quien sucumbió ante el atroz martirio a que los sicarios de la restauración lo sometieron por el enorme pecado de ser virtuoso. Mas, desgraciadamente, le confié mi secreto a un íntimo amigo, de reconocida discreción, incapaz de una deslealtad, pero que a su vez tenía otro íntimo en quien creyó que podría confiar. Y así, de íntimo a íntimo fuese formando la gran cadena hasta que al fin llegó la especie a oídos de quien al punto se lo llevó a Cipriano Castro.

Hubiera yo cumplido mi propósito, y que del cementerio me hubieran llevado a La Rotunda con orgullo habría sobrellevado aquella prisión. ¿Qué digo con orgullo? Hasta con regocijo, porque no sólo le habría rendido un homenaje de veneración muy merecida a aquel santo varón, sino que en medio de la solemnidad de la muerte hubiera a la vez quemado la frente del tirano con el hierro candente de las últimas palabras del moribundo.

Alojáronme, como otras veces, en El Manzanillo. Como allí no había cabo de presos, con una puntica de lápiz que conseguí, resolví escribir una novela, tendiente a fomentar el horror al libertinaje, padre de la sífilis, cuyas tremendas consecuencias había visto tan de cerca en el salón de sifilíticos donde, sin serlo, fui alojado en el Hospital Vargas. Los horrores de aquellas carnes podridas, de aquellos seres fétidos me impresionaron hondamente y quise dejar en un libro las huellas de tales impresiones. Esa novela se tituló: ¡Maldita juventud! y vio luz pública algún tiempo después83, como lo diré más adelante, cuando me refiera a las polémicas que para defenderla tuve que sustentar.

Andaba yo a caza de los pedazos de papel de estraza en que llegaba envuelto el pan y en ellos escribía. Bien que mal, la novela iba saliendo, y esa distracción me acortaba y aligeraba las horas hasta el punto de no darme cuenta de que pasaban por sobre mí. Pero

                                                                                                               83 Impresa en 1904 por la Imprenta Colón con el título ¡Maldita juventud! (novela contemporánea). Ha sido digitalizada en 2007 por la Universidad de Harvard.

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resolvió el alcaide, general Julio Gutiérrez Méndez, establecer en El Manzanillo una escuela filarmónica, e hizo pasar los presos de este departamento a La Rotunda, que estaba llena, repleta, atestada. Con nosotros pasó de cuatrocientos el número de presos allí recluidos.

Habíase dado la batalla de El Guapo, y diariamente llegaban partidas de cuarenta, cincuenta, sesenta prisioneros de guerra y al día siguiente sacaban otro lote igual para enrolarlo en el ejército del gobierno. Eran en su mayor parte campesinos, incultos, gente vulgar, mis nuevos compañeros y, como tales, pasaban el día jugando y tomando licor.

Dábasele entonces a cada preso, en efectivo, un bolívar de ración. El juego no sólo estaba permitido, sino que constituía el principal negocio del alcaide. En el circular corredor había catorce mesas de juego, cada cual a cargo de un cabo de presos que de la muñeca derecha tenía pendiente un vergajo. Los pleitos menudeaban, por supuesto, y en presentándose uno, los cabos acudían y repartían cintarazos como palos de ciego.

La algarabía era infernal, aumentada por el crispante chirriar de los grillos que tenían, entre muchos otros, el general Oderiz y los doctores F. de P. Reyes, J. M. Ortega Martínez, Roberto Vargas y Vicente Betancourt Aramburu. El juego duraba hasta que la mayor parte de las cuatrocientas y pico de raciones se las hubiera engullido la “Casa”, o sea, el bolsillo del alcaide.

Se vendía aguardiente a discreción, y por ello siempre había un gran número de borrachos y, por consiguiente, de pleitos. Entre tantos que pudiera recordar con poco esfuerzo de memoria, citaré dos sucesos que evidencian la clase de vida que podría llevarse allí.

Un joven tenía una pimpina en que depositaba el agua para tomar pero, como no tenía vaso, la tomaba a pico de pimpina. Fijose en esto un perverso incógnito, de muy negro corazón: le botó el agua y orinó en ella. El infeliz no pudo librarse de deglutir un trago, lo cual le produjo náuseas, vómitos y la consiguiente enfermedad.

El otro suceso fue así: don Enrique Pérez Brito, ex Ministro de Hacienda en tiempo de Crespo, dormía en uno de los calabozos del alto. Acostumbraba dormir la siesta y para ello bajaba la cobija de la puerta. Cierto día, alguien entró en el calabozo, colocó debajo del tablón que le servía de lecho un piloncito de azufre de los que se usan para desinfectar habitaciones, le aplicó fuego, bajó la cobija y se alejó. Ya podrá imaginarse lo que sentiría aquel señor cuando, habiéndose despertado, encontrose en medio de una humareda de azufre. Precipitose fuera y con tal ímpetu y tanta desesperación, que habría saltado por sobre la baranda del alto si no hubiese tropezado con una persona que en ese instante acertó a pasar por allí.

Acontecimientos de esa naturaleza son frecuentísimos en las prisiones cuando hay aglomeración y promiscuidad de seres, perversos y vulgares. Entonces los hombres de orden y de buenos sentimientos se imaginan estar en un infierno, y en tales casos exclamamos con Víctor Hugo: No es la prisión, son los presos.

En aquel recinto me era imposible continuar escribiendo mi novela, porque además de los cabos había muchos espías, esto aparte de la imposibilidad de escribir con tantas angustias y zozobras. Pero en cierta ocasión, conversando por la reja con Gutiérrez Méndez, el

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alcaide de La Rotunda, descubrí que él dragoneaba de literato. Procuré extender y profundizar el tema y, cuando le vi bien entusiasmado, le dije que iba a ser franco con él: que estaba escribiendo una novela de costumbres, ajena a la política, y que como allí no podía seguir escribiéndola clandestinamente, deseaba que me autorizase para proseguirla; que yo le enviara, si así lo desease, los originales ya escritos y los que escribiere. Accedió de buena gana y me ofreció papel y lápiz, que en seguida me envió.

Era, no obstante, un muy serio problema el escribir en aquel medio una novela. Por ello me dijo en cierta ocasión el doctor Ortega Martínez: “Tengo curiosidad de saber qué es lo que puede partirle la cabeza en medio de esta barahúnda”. Pero, haciendo prodigiosos esfuerzos de voluntad iba poco a poco saliendo avante.

Cierta tarde, estaba escribiendo sentado en un banquito y recostado de un pilar, abstraído en el desarrollo de una emocionante escena, cuando observé que el tristemente célebre general Pedro Nolasco Muñoz me pasó por delante varias veces profiriendo frases provocativas para “estos godos del ajo”.

Sin poderme contener, y como impelido por un poderoso resorte, me puse en pie con el banquillo en alto y ya a punto de pegárselo por la cabeza, lo que evitó el general Simón Echenique sujetándome el brazo. Cundió la alarma y vinieron los cabos blandiendo sus vergajos, pero no nos pegaron: a Nolasco Muñoz por su generalato y por haber estado, hasta poco antes, al servicio del gobierno, del que fusiló varios oficiales andinos, lo que motivó su prisión, y a mí, seguramente por haberme visto departiendo amistosamente con el alcaide y por la excepcional distinción que me había hecho concediéndome permiso para escribir y enviándome papel y lápiz.

Avisado Gutiérrez Méndez, llegó en el acto. Reconoció que la razón estaba de mi parte y le prohibió a Pedro Nolasco que volviese a La Rotunda, pues su calabozo estaba en el patio. En la averiguación, se supo que el doctor Vicente Betancourt Aramburu le había dicho a Nolasco Muñoz (si bien en son de broma, según él) que en mi novela figuraba el Añoranzas del Guárico, como llamaban a aquel forajido.

Para que se tenga una idea precisa de lo que era este sujeto referiré lo que me contaron más adelante el doctor F. de P. Reyes y Maximiliano Lores, que yo no presencié por haber salido primero que ellos. Dijéronme que a Pedro Nolasco Muñoz le dio la viruela, lo cual pasó en su calabozo, y cuando estaba descascarando, que es cuando resulta más seguro el contagio, él se acercaba a los otros presos que estaban sentados o acostados y con las uñas se descaraba las costras de manera que les cayeran a los que él quería de ese modo contagiar.

Los últimos años de este hombre fueron como para que purgara tantos crímenes y tantas perversidades que cometiera en su vida, siempre al servicio de las tiranías que han afligido a este pobre país en los últimos años. El general Fernando Márquez, su compañero de calabozo en el castillo de San Carlos, me ha referido los detalles de esa larga y tremenda agonía, epílogo de la obra destructora de la tuberculosis, de los grillos, del hambre, de la mengua, de cuanto se padece en las prisiones de Gómez.

En los días aquellos de ésta mi última prisión en la época de Castro, estaba en todo su apogeo la evolución de éste con el Nacionalismo y, por un papelito que me llegó

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clandestinamente, supe que varios prohombres de este partido estaban trabajando tenazmente para sacarme de la cárcel. Algunos, seguramente, lo hacían por amistad y por el placer de hacer el bien—y quiero creer que eran los más—pero indudablemente entraba en los planes de otros el propósito de ver si lograban que yo me incorporase en la fusión y de este modo quedar libres de que algún día mi pluma los llamase a juicio por aquel enorme desacierto.

Llegó el 23 de mayo, día propicio para excarcelaciones, y casi todos amanecimos alimentando la esperanza de volver al hogar. Pero, pasaban las horas y... nada. Como a las cinco y media un cabo gritó en la reja: “¡Arévalo González con sus corotos!” Se alborotó el presidio. El enguayabamiento84 que se había apoderado de todos los presos se disipó, y empezaron a rehacerse los bojotes que ya se habían deshecho. Pero fui el único que salió ese día.

Supe a poco que el doctor Alejandro Urbaneja, Ministro de Relaciones Exteriores, en cuya mano estaba la batuta de la política en esos días, había sido el que logró mi libertad. No le conocía yo sino de vista e ignoraba si él en alguna ocasión me había visto, mas por esto mismo le agradecí sobremanera el bien que me había hecho y me apresuré a visitarlo para expresarle mi agradecimiento. Díjele que había sabido que a él le debía la libertad e iba a darle las gracias. —¡Ay!, amigo—me dijo—, usted supiera el trabajo que nos ha costado sacarte de allí. Junto con otros compañeros he venido trabajando desde hace tiempo, pero el general Castro estaba resistido, porque lo tiene a usted en muy mal concepto. Por fin, el 23, después del almuerzo y en momentos en que estábamos tomando champaña y él se mostraba muy regocijado, lo atraje hacia el hueco de una ventana y le dije: “General: en este momento de expansiones patrióticas concédanos, en homenaje a la fecha que celebramos, la libertad de Arévalo González. Él se me quedó mirando—continuó el doctor Urbaneja—y después de una pausa me dijo: ‘Están ustedes empeñados en la libertad de Arévalo González; se la voy a conceder; pero, óigalo bien, les va pesar’. No sé por qué diría eso”. “Yo si lo sé, doctor, pero no se preocupe, pues no les pasará; en mi casa no he encontrado ni una silla en que sentarme; todo ha ido al Monte de Piedad o ha sido vendido y como tengo una mujer y varios hijos a quienes mantener, voy a retirarme a la vida privada y buscar en ella el modo de ganar el pan de mi hogar”.

Empeñose entonces el doctor Urbaneja en convencerme de que lo patriótico y lo razonable era acompañar al general Castro, quien se mostraba muy deseoso de rodearse de los hombres de bien, pues decía que si ellos no lo acompañaban tendría que llamar a los vagabundos. Yo le objeté a mi interlocutor que el propósito de Castro no era otra cosa que convertir a los hombres de bien en bagazos, que y cuando les hubiera extraído el jugo en provecho de su vacilante gobierno, los botaría. El se esforzó por hacerme variar de modo de pensar, pues sin duda alguna hablaba con sinceridad y era un convencido de que a aquel tirano se le podía guiar por el camino de la justicia y de la ley.

Largo rato hablamos sobre esto y, cada vez que yo le repetía mi propósito de reducirme a la vida privada, me recordaba que él tenía influencia decisiva en la política y que gustosamente la emplearía en mi favor, no para darme un simple puesto, sino posición política, tal como yo la merecía. Con estas palabras que subrayo me daba a entender                                                                                                                84 Expresión que se ha generalizado en Venezuela, pues indica apocamiento. Equivalente de la morriña gallega: Tristeza, melancolía. (Nota de Arévalo González).

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seguramente que no tendría yo sino que alargar la mano para agarrar una cartera ministerial. Su amabilidad la llevó hasta el punto de acompañarme en la despedida hasta la acera, donde por última vez me dijo que “era posición política, tal como yo la merecía”, lo que me ofrecía.

Los acontecimientos futuros me dieron la razón: Castro procedió con sus aliados de entonces como era de esperarse, como yo lo vaticiné, y siguió siendo el mismo autócrata, de autocracia ingénita.

………

Al día siguiente de esta entrevista, me invitó el señor Rudolf Dolge a que lo visitara en su oficina para que hablásemos: era a la sazón cónsul de los Estados Unidos, representante de la Manoa85 y dueño de la Lavandería Americana. Fui al día siguiente.

Comenzó la conversación lamentando la mala situación y exponiéndome la lucha ruda y tenaz que tenía que sostener para no dejar perecer la Lavandería Americana, en la que deseaba colocarme. Reconoció que yo tenía aptitudes para ganar un buen sueldo y que lo necesitaba para el sostenimiento de mi numerosa familia, pero que el estado de los negocios no permitía hacer las cosas como debieran hacerse.

Le interrumpí para decirle que, por lo que había oído, infería yo que él necesitaba mis servicios, pero que por el mal estado de su empresa no podía ofrecerme sino un pequeño sueldo, lo cual le era penoso. “No hablemos de sueldo—añadí—dígame cuándo debo venir y lo que tengo que hacer y luego, al fin de la semana, de la quincena o del mes, usted me dará lo que pueda y yo lo recibiré con mucho agradecimiento y mucha complacencia”. Me manifestó entonces que sólo podía ofrecerme veinticinco bolívares semanales. “Aceptado”, le dije, y le pedí instrucciones.

Cuando llegué a casa y le participé a mi santa esposa lo que había conseguido, volvió sus hermosos ojos hacia el cielo y, modelo de resignación, exclamó: “Con veinticinco bolívares habrá necesidades en nuestro hogar, pero no hambre”.

Mr. Dolge me empleó en el servicio de propaganda: redactar anuncios, escribir cartas a las familias haciéndoles ver las ventajas de la empresa, o presentándoles excusas cuando se sabía que tenían motivos de queja. El sábado en que me pagaron los primeros veinticinco bolívares se los entregué a mi esposa. Ella sacó una carterita e hizo los apartados para los pagos que debía efectuar: al lechero, al panadero, al pulpero... y se fueron los 25 bolívares.

Dos o tres semanas después me dijo el cajero, señor Pedro Mandé: “El señor Dolge me ordenó decirle que no haga el recibo por 25 bolívares, sino por 50”. Cuando llevé esta suma a mi amada compañera, ella cayó de rodillas, y dio gracias al buen Dios que había oído sus ruegos.

Pasaron otras tres o cuatro semanas y me dijo otro sábado el compañero Mandé: “Haga el recibo por 75 bolívares, según orden del señor Dolge”. Y de esta manera se me fue aumentando el sueldo hasta que, ya como gerente, llegué a ganar 175 semanales, más el

                                                                                                               85 La Manoa Company Limited fue la primera empresa (1884) dedicada a la explotación del hierro venezolano, y en ella tuvo acciones Antonio Guzmán Blanco.

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lavado de toda la ropa de mi familia, todo lo cual pasaba de doscientos pesos mensuales, que en aquellos tiempos era un gran sueldo. Se ve, pues, claramente, que míster Dolge, americano sagaz, quiso primero observarme y cerciorarse de si yo tenía o no aptitudes para ocupar un puesto de responsabilidad. Esto porque los periodistas de aquella época tenían fama de no servir sino para eso y para “pegarse palos” en los botiquines de las Gradillas y de la Torre. Por mi parte, tuve la dicha de corresponderle plausiblemente.

Cuando me encargué de la Gerencia hízome observar que el ingreso bruto en la semana anterior había sido de sólo 1.032 bolívares, y añadió: “Ya ve usted que con eso nada se puede hacer. Si lográramos siquiera un entrada semanal de 1.500, como en la edad de oro de la Lavandería Americana, cuando era su gerente don Ricardo Castillo Chapellín...”

Pues bien, el señor Dolge, que tenía entre manos el importante asunto de la Manoa, iba muy a menudo a Nueva York, donde pasaba la mayor parte de su tiempo, y en una de sus venidas le presentamos en un cuadro, con los retratos de los principales empleados de la empresa, la relación de entrada en la última semana, que alcanzaba a dos mil cuatrocientos y pico de bolívares. Ya se comprenderá la satisfacción y la sorpresa de quien tenía la cifra de 1.500 como un sueño dorado, propio de la inolvidable edad de oro.

Allí estuve por algún tiempo ganando honrada y dignamente el sustento de mi hogar, y aún recuerdo y recordaré siempre con regocijo y orgullo las amables atenciones y el trato caballeresco y cultísimo que siempre tuvo para mí aquel americano que tanto ama a mi patria.

Allí me llegaron tentaciones para servir en el gobierno, que rechacé sin vacilar. Fue la primera así: el general Emilio Vicente Valarino, Director del Telégrafo, estaba disgustado con el Subdirector, señor Verdú Benítez, y aunque éramos enemigos, como quedó dicho páginas atrás, en el matrimonio de un hija comisionó al poeta Eduardo Díaz Lecuna para que me propusiera que lo acompañara “en el puesto que yo eligiera y con el sueldo que yo me asignara”. Díaz Lecuna no se atrevió a hacerme la proposición y comisionó para ello a León Ponte, a quien di una rotunda negativa. Bien sabía yo que al lado de Valarino, quien procedía en todo a discreción, hubiera podido hacerme millonario pero no era por esos tortuosos vericuetos por donde yo perseguía el dinero.

La otra tentación fue de mayor cuantía. Era el señor Efraín Rendiles uno de los favoritos del general Cipriano Castro; nos tratábamos cordialmente desde que entrambos éramos hoteleros y le dio por visitarme en la lavandería con gran frecuencia. A veces me hacía hasta dos visitas semanales, y a menudo se lamentaba de que yo, “con las aptitudes y méritos que tenía”, estuviese en aquel puesto, entre camisas, cuellos, puños, franelas y calzoncillos. A lo cual yo le advertía que no debía mortificarse por ello, pues yo me sentía muy a gusto en medio de aquel ambiente de honradez y dignidad.

Cierta mañana, entró más aparatosamente que de costumbre y, tomándome del brazo y llevándome a un rincón, me dijo: “Le traigo el puesto que usted se merece, donde podrá usted lucirse”. “Veamos cuál es ese puesto, Rendiles”. “La presidencia del Zulia: allí está de Presidente el general Guillermo Aranguren. El general Castro quiere que usted sea su sucesor, y si le parece bien y quiere desde ahora ir imponiéndose de los asuntos de aquel Estado y conociendo su gente, podría ir desde ahora como secretario general. En este caso,

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usted se entendería directamente con el general Castro, pues éste no está muy contento con Aranguren”.

Luego me pintó con merecidos colores la magnificencia de aquella tierra, la cultura, la riqueza, la hospitalidad, la benevolencia de sus habitantes y me aseguró que yo sería allí muy agasajado. Al terminar su larga perorata le dije: “Rendiles: la cartera más codiciada es la de Hacienda. Pues bien, para que usted no pierda más su tiempo le advierto que si me trae la cartera de Hacienda se la vuelve a llevar”.

Dio un paso atrás y se me quedó mirando con asombro. “Entonces usted lo que está es loco”, exclamó y se alejó presuroso. Enseguida me encaminé al escritorio del señor Dolge y le dije que como en este desventurado país cuando a uno le ofrecían un puesto de importancia y lo rechazaba, la consecuencia inmediata era un calabozo, yo le advertía que me hallaba en ese caso y que era prudente que fuera pensando en quién me sustituiría en la gerencia. Opinó el señor Dolge que yo debía haber consultado el punto con la almohada, pero le aseguré que al día siguiente hubiera sido mi contestación la misma. Por fortuna, fallaron mis temores y no hubo novedad.

No me ufano tanto de haber rechazado las propuestas de Valarino ni de Rendiles, porque, al fin y al cabo, yo estaba ganando, aunque pobremente, el sustento de mi hogar, como del hecho de haberle aceptado al señor Dolge un sueldo de 25 bolívares semanales después de no haberle aceptado al doctor Urbaneja la “posición política” que me ofrecía “tal como yo la merecía”. Otro hubiera mandado a míster Dolge quién sabe a dónde, pero lo que surgió de mi corazón fue el más vivo y sincero agradecimiento que le he conservado y le conservaré por el resto de días que me quedan. No me envaneció la circunstancia de haber ganado buenos sueldos y cuantiosos proventos, pues como director y fiscal principal del Telégrafo tuve un sueldo de trescientos pesos mensuales, que en aquella época eran un gran sueldo. En mi Hotel Los Andes mis ganancias mensuales fluctuaban entre 600 y 800 pesos, y como redactor de El Pregonero devengué 200 pesos, más el alquiler de la casa, que era de 40 pesos. Ya se comprenderá lo que significarían para mis 25 bolívares semanales: la leche para los muchachos y si algo quedaba, frijoles para los adultos. Pero a mí lo que me interesaba era encontrar dónde trabajar, pues lo demás corría de mi cuenta. Meter la cabeza, con la certeza de que por donde ésta entrase entraría el resto del cuerpo.

Cierto día me dijo míster Dolge que él me tenía en muy buen concepto como empleado desde que León Ponte le dijo que de todos los empleados que él había tenido yo era “el único que no había necesitado espuela sino freno”. Todo iba muy bien: el señor Dolge, satisfecho de mí y yo de él; pero habiendo descubierto que uno de los altos empleados estaba robando, se lo manifesté así a míster Dolge.

Éste al principio lo dudó, luego pensó que sería de poca monta, pero cuando se resolvió a echar la sonda cerciorose de que la cosa era profunda. Le destituyó y esto fue causa de un conflicto, pues aquel joven era el prometido de la hija de la manceba de Gumersindo Rivas86, quien, naturalmente no hizo esperar sus hostilidades. El Constitucional no aceptó más anuncios de la Lavandería Americana, por ningún precio, y como ese periódico era el único que tenía alguna circulación apreciable, porque la tiranía restauradora había

                                                                                                               86 Gumersindo Rivas, fundador del diario El Constitucional, fue el principal adulador de Cipriano Castro en la capital. Al derrocamiento de Castro va al exilio en Europa, donde muere.

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acabado con todos los independientes y populares, tal determinación resultaba en alto grado perjudicial para una empresa que requería la propaganda diaria.

Y no pararon las cosas en eso, pues el destituido empleado, con dinero de Gumersindo Rivas, o de su manceba, resolvió establecer la Lavandería Venezolana, aquella flamante empresa que duró lo que las rosas del poeta. En esa ocasión, míster Dolge resultó profeta, pues cuando estaban llegando las maquinarias, me dijo un día: “Dios es muy grande, señor Arévalo; esas maquinarias las verá usted aquí”. Y, en efecto, poco después del 13 de diciembre, que pasaba yo por frente a su establecimiento, me llamó , me hizo entrar y llevándome al interior me mostró varias máquinas de aquella lavandería, que el populacho había roto y echado a la calle, porque eran bienes mal habidos de Gumersindo Rivas, instalados allí no para competir lealmente, honradamente, sino para arruinar soezmente a otra empresa digna, prevaliéndose de la influencia gubernamental de que gozaba aquel portorriqueño que no vino a este país en busca de trabajo digno y honroso, sino para instalar una ruin cátedra de servilismo y abyección, como si no tuviésemos bastante con los abyectos y serviles que como plantas silvestres ha producido esta tierra.

Comenzaron por introducir de contrabando cuantiosos elementos y, ya instalados, diéronse a la tarea de seducir a los repartidores, no ofreciéndoles mejoras salariales que, al fin y al cabo, ello hubiera redundado en beneficio de sus empleados, sino amenazándolos con la Policía. Así lograron quitarnos algunos, y como seguramente estaban dispuestos a utilizar toda clase de armas, por ruines que fueran, para arruinar la Lavandería Americana, temí que durante alguna de las ausencias de su dueño me hicieran encarcelar arbitrariamente para que, hallándose acéfala la empresa, pudieran aprovecharse de la anormalidad que de ese acontecimiento resultaría.

Tras haberlo pensado detenidamente, le manifesté mis temores al señor Dolge. Ya él también había pensado en ello, pero esperaba, con delicado miramiento, que de mi partiera la iniciativa. Quiso él, pretextando, sin razón, su falta de dominio del castellano, que yo mismo redactase la carta en que me daría las gracias por mis servicios y elogiaría mi conducta y aptitudes; pero habiéndome negado a ello, aprovechó la llegada del doctor Heriberto Gordón, a quien dictó frases en sumo grado honrosas y halagüeñas para mí.

Resolvió en seguida poner al frente de la empresa, por medio de un contrato, al señor Carlos Márquez Torres, portorriqueño y, de consiguiente, ciudadano americano, a quien, como tal, debían respetar. Así, dejé de ganar en aquella importante empresa el pan de mi familia; así sufrí una vez más los rigores de aquella tiranía, con cuyo poderío podía contar, para su injusta venganza, el futuro yerno de la querida del Tigelino87 de la Restauración.

Teniendo que ganarme la vida de otra manera, hablé con los señores Pedro Valery Rísquez y Rafael Mata, dueños de la Tipografía Americana, para que me facilitaran el modo de fundar una revista literaria. Fueron ellos muy condescendientes y generosos y el 15 de octubre de 1908 apareció Atenas, de la que dije años después que era mi yegua de paseo, así como El Pregonero era mi caballo de batalla.

                                                                                                               87 Cayo Ofonio o Sofonio Tigelino, Prefecto de la Guardia Pretoriana al servicio de nadie menos que el emperador Nerón. Es éste el personaje al que Arévalo asemeja a Gumersindo Rivas.

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Tuvo, desde su aparición, muy buena acogida. Pude presentar un lúcido cuerpo de eminentes colaboradores, tanto de la vieja como de la nueva generación. Pagaba la colaboración mejor que las otras revistas y toda lo que publicaba era original. No obstante esto, desde sus comienzos me produjo una ganancia líquida de más de doscientos pesos mensuales.

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XIX. EL PROVEEDOR DE CARNE GORDA

Poco después se embarcó Cipriano Castro para Europa88. De aquí la candente frase de Romerogarcía: “Se fue Atila, pero nos dejó el caballo”. Vino luego el 13 de diciembre. Por la mañana, me visitó un amigo para decirme, por encargo del doctor Laureano Villanueva que al mediodía habría un meeting en la Plaza Bolívar, en el fondo reaccionarios89, aunque ostensiblemente para protestar contra el atentado cometido por acorazados holandeses al apresar nuestros débiles barcos.

Fue este conflicto una de las mil satánicas herencias que nos dejó Cipriano Castro. Tuvo éste justos motivos de queja contra el ministro holandés y para pedir su destitución, pero en vez de consultar para proceder de acuerdo con el Derecho Internacional, lo expulsó violentamente con el perentorio plazo de pocas horas. Dicho ministro había escrito para un periódico de su país un artículo en que flagelaba de lo lindo a Castro. Imprudentemente, hizo saber ese periódico quien era el autor del escrito. Castro, pues, tenía perfecto derecho para declarar persona non grata al representante de Guillermina, pero a nada más.

El gobierno holandés lo hubiera destituido al punto, dándose así cumplida satisfacción al primer magistrado venezolano. Mas, lejos éste de proceder así, expulsó violentamente al ministro como si se tratase de un particular, dándole el plazo perentorio de unas cuantas horas para marcharse. Este proceder, naturalmente, no podía consentirlo el gobierno holandés, porque mientras el representante diplomático conservase su carácter de tal, todo agravio inferido a él recaía sobre la dignidad del gobierno representado. Por esos días ocurrió otro caso igual en Rusia. Sabía el zar que el embajador francés le era hostil y denigraba de él. Reclamó por esto ante el gobierno francés pidiéndole la destitución de su representante, pero le exigían pruebas que Nicolás no podía presentar. Mas, al fin, cayó en sus manos una carta que era un buen testimonio del fundamento de sus quejas, la presentó y al punto fue reemplazado el embajador ofensor.

Holanda pidió satisfacción al gobierno venezolano, éste la negó y el ofendido se dispuso a otros procedimientos. El secreto de la política exterior de Castro había consistido en hacer de nuestra debilidad una fuerza. La misma táctica de esas mujeres de arrabal que les buscan pleitos a los hombres ateniéndose a que éstos se abstendrán de pegarles en atención a su debilidad y al sexo. Castro asumió esa pose de mujer de arrabal ante otras naciones, por lo cual los que le agitaban el incensario lo apellidaban el héroe representativo de la raza.

Pero con las tres potencias del bloqueo la cosa le salió como no lo esperaba, pues Inglaterra, Alemania e Italia, previendo que los EE. UU. podían presentárseles con la Doctrina de Monroe en una mano y sus acorazados en la otra, pusiéronse de acuerdo para

                                                                                                               88 …Gómez, por medio de Doña Zoila logró convencer a Castro, valiéndose de la inquietud de la pobre esposa ante la salud del marido, de la necesidad urgente de hacer el viaje para ponerse en manos de un especialista, el cirujano Israel de Berlín, garantizándole que durante su ausencia, él, Gómez, conservaría el poder y le daría frente a los conatos “revolucionarios”…Para esa fecha ya había celebrado pactos secretos con éstos, en Caracas y en el extranjero… solicitando apoyo en su reacción contra Castro… (José Rafael Pocaterra: Memorias de un venezolano de la decadencia). 89 El término reaccionario tiene aquí una connotación positiva, pues alude a la reacción contra la tiranía de Castro.

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enviar sus tres escuadras juntas, de manera que al Tío Sam se le quitasen las ganas de ejercer su tutela.

Luego, en el conflicto con Holanda, el caso tenía otro aspecto. No se trataba de una potencia de primer orden que pudiese amenazar la integridad de la nación venezolana, sino de un pequeño reino que deseaba humillarnos en desquite del agravio que nuestro restaurador le había inferido. El yanqui, pues, se cruzaría de brazos y dejaría hacer. Esto lo vio Cipriano Castro muy claramente, y como de ello dedujo que la Historia representaría a la reina Guillermina dándole unas nalgadas al “niño terrible” de la Restauración venezolana, no le agradó la perspectiva y resolvió marcharse, so pretexto del riñón enfermo, para que fuera Juan Vicente Gómez quien se las entendiera con Holanda. De este modo, si el arreglo resultaba desdoroso y humillante, él diría que si hubiese estado aquí otro gallo le hubiera cantado a Guillermina. Pero él no contaba con la huéspeda, y la huéspeda era la reacción, que tenía en Leopoldo Baptista90 un sagaz timonel. Gómez no era sino el mascarón de proa.

Como ya dije, el 13 de diciembre tenía yo fiebre, pero habiendo oído después del almuerzo algunas detonaciones de cohetes y de armas de fuego, me vestí apresuradamente, no obstante las protestas de mi atribulada esposa, y me fui a la Plaza Bolívar. Desde que llegué, oí hablar de un Marcano a quien habían herido—otros decían que muerto—, pero sólo nombraban el apellido. Más adelante encontré a Enrique Stolk y me dijo: “Han herido a José de Jesús”.91

Era nuestro coterráneo amigo de la infancia, José de Jesús Marcano Rojas, un perfecto caballero, de excelentes dotes personales. Le pregunté a Stolk en dónde estaba y me contestó que lo habían llevado al Hospital Vargas. No era posible conseguir un coche ni un puesto en los tranvías, todos estaban ocupados. Me fui a pie; el portero del hospital me indico una sala de operaciones.

Entré y... ¡qué horrendo cuadro! Mi amigo estaba sobre una mesa, desnudo, con todos los intestinos brotados, con una enorme herida en el vientre y con un pie destrozado por una bala que le entró por la planta y le salió por el empeine. Bien se veía que esta herida se la dieron después de haberlo tumbado con la otra. Al verme exclamó: “Rafael: me han matado; pero no importa: ¡Viva la reacción!” En seguida me dijo que solicitara una sortija que él había tenido en un dedo y se la llevase a la señora Dorotea Hernández, dueña de la pensión donde él vivía y de la sortija. Me la entregaron junto con los lentes que siempre usaba.

                                                                                                               90 Baptista fue uno de los cerebros principales del golpe de Juan Vicente Gómez, de quien era secretario privado, contra su jefe y compadre, Cipriano Castro. Antes de éste gobierna con Joaquín Crespo luego de la Revolución Legalista e inicialmente se opone a Castro, con quien logra acordarse. En 1913 protesta los designios continuistas de Gómez y sale del país para no regresar en vida. Muere en Nueva York en 1931. 91 El 12 de diciembre de 1908 llegó a La Guaira la amenaza de un crucero holandés, y una multitud de caraqueños quiso aprovechar la ocasión para impulsar la deposición de Cipriano Castro por Juan Vicente Gómez. A este fin, los estudiantes universitarios convocaron una reunión política al día siguiente, y un grupo se dirigió, dando mueras a Castro, hasta las oficinas del periódico El Constitucional, donde ocurrió una balacera. En ella resultó herido de varios disparos el joven José de Jesús Marcano.

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Yo tenía como un nudo en la garganta que me impedía hablar. Ver en tal estado a aquel amigo tan querido, joven todavía y representativo de una promesa cierta para la Patria, era un suplicio atroz. Al punto me di cuenta de que allí hacía falta un hábil y experto cirujano. Presentes estaban los doctores Martín Herrera y Domingo Calatrava; pero el primero era un gran clínico, de amplia reputación, pero no conocido en la órbita de la cirugía, y el doctor Calatrava se hallaba recién graduado y en los comienzos de una carrera que luego ha sido de merecimientos óptimos y de brillantes triunfos. Resolví llevar a un gran cirujano: Acosta Ortiz estaba ausente; pensé en el doctor Juan Pablo Tamayo que vivía entre los Cipreses y Velázquez.

Al pasar por la pensión de la señora Hernández, entre Camejo y Santa Teresa, entré y cumplí el encargo del moribundo. Ella y varios pensionistas hablaron de la chanza con que él, en el almuerzo, le había quitado la sortija a la señora y se la había puesto. Entre los pensionistas había uno que demostraba más afición y más interés por conocer pormenores de la desgracia. Le propuse que, mientras yo iba a casa del doctor Tamayo, fuera él a suplicarle al doctor David Lobo que fuera inmediatamente al hospital. El doctor Tamayo estaba comiendo; me recibió al punto, díjome que interrumpía su comida, tomaría sólo una tacita de café, y volaría al lado del moribundo.

La fiebre me aumentaba por momentos; me encaminé a mi casa, situada entre la Crucecita y San Miguel, para tranquilizar a mi esposa, a quien suponía desesperada, tanto por mi enfermedad como porque ya habría oído decir que había habido tiros y muertos y heridos. Me estaba esperando en la ventana, mirando atribulada e impaciente hacia uno y otro lado. Al verme corrió a recibirme en la calle. Desde que yo salí fueron rezos tras rezos que subieron al cielo, enviados por aquella alma purísima, tan digna de ser oída en la mansión de las infalibles recompensas. Quedó aterrada cuando le dije que tenía que volver al hospital. Me obligó a tomar una tacita de no sé qué, porque no supe lo que había tragado, y volví al lado de mi amigo moribundo.

Estaba aún bajo la acción del cloroformo; ya operado. El doctor Calatrava me apagó toda esperanza. En la madrugada expiró. El Pueblo se preparó para hacerle una solemne y grandiosa demostración de duelo y de cariño, creyendo que el entierro se haría en la tarde, como se anunció, pero el prefecto Lorenzo Carvallo se burló del Pueblo dictando medidas para sacar el cadáver clandestinamente en el carro en que se entierra a los pobres de solemnidad y llevarlo al cementerio a la hora en que todos estábamos almorzando. Supo la novia de José de Jesús que yo tenía en mi poder los lentes que constantemente usaba porque lo publiqué en Atenas, y me manifestó el deseo de conservarlos. Se los envié, aunque mi propósito había sido enviárselos a su anciana madre, residente en Río Chico, nuestro pueblo natal.

Hubo aquellos día otros heridos. ¿Por qué se vertió aquella sangre? Por un espíritu de servilismo que caracteriza a la mayoría de los empleados públicos. Servilismo, perversidad y miedo fueron los factores de aquella tragedia. En momentos en que la Plaza Bolívar estaba llena de ciudadanos que ansiaban oír lo que el Gobierno tuviese que decirles acerca de la agresión de los cruceros holandeses, circuló el rumor de que en la Imprenta Nacional se estaba editando una hoja suelta oficial. Un numeroso grupo se encaminó a la esquina del Conde sin otro propósito que el de ser de los primeros que leyesen el anunciado boletín, que en realidad no exista. Los empleados de dicha imprenta y de El Constitucional, por

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servilismo, por perversidad y por miedo, dispararon contra aquellos inermes y pacíficos ciudadanos.

¿Qué tenían que temer? Habían previamente cerrado el sólido portón y el anteportón del edificio colonial, que no hubieran podido ser derribados en breve tiempo sino con arietes, cañones y hachas, nada de lo cual tenía aquella desarmada gente. Además, ellos tenían el modo de fugarse por el Ministerio de Fomento, como lo hicieron. No estaban, pues, acorralados, y por cierto debieron tener presente que, en caso de intentarse echar abajo las puertas, tiempo de sobra hubieran tenido la Policía y aún la fuerza de línea para llegar y dispersar el motín. Luego han pretendido algunos de los factores de aquella tragedia aducir el atentado como una ejecutoria honrosa, como un lauro ganado en defensa de la propiedad, como el estricto cumplimiento de un deber. Nada de eso; aquello fue un inicuo e innecesario asesinato.

Al día siguiente ocurrieron los saqueos de las farmacias de Thielen y de los establecimientos industriales de Gumersindo Rivas. Más tarde, el gobierno de Holanda pretendería una indemnización por ser Thielen súbdito holandés, pero a éste no se le agredió por su nacionalidad, sino por ser yerno y socio de Tello Mendoza, a cuyo amparo introdujo contrabandos, muchos de los cuales fueron escandalosos. Con esto no pretendo justificar los saqueos, sino decir el carácter que revistieron. Lo preferible hubiera sido adoptar los procedimientos légales, evidenciar los contrabandos e imponer las sanciones conducentes.

Una semana después vinieron los acontecimientos del 19 de diciembre. La fantasía de la época pintó a Juan Vicente Gómez cual otro Daniel en la cueva de los leones. Se ponderó el heroísmo con que se metía en los cuarteles castristas y revólver en mano sometía a los que con las armas hubieran podido estorbar sus planes de reacción. Se habló también de una bofetada que el mismo Gómez le asestó a Pedro María Cárdenas, Gobernador de Caracas, y de un misterioso cablegrama que decía: La serpiente se mata por la cabeza. Pero todo eso eran meras escenas de una misma comedía.

Proclamada la reacción, vino el primer gabinete, el cual estaba compuesto de elementos de tres clases: de unos que podían agarrarse con toda la mano, de otros que no se podían agarrar sino con pinzas y del resto que ni con pinzas podían agarrarse. El doctor Jesús Muñoz Tébar era de los primeros mas, por desgracia para la Patria, falleció poco después. El día que lo nombraron Ministro de Hacienda fui a felicitarlo, pues siempre me distinguió con su cariño y yo con mi veneración. Me ofreció su protección y su influencia para que engranara en la nueva situación, pero le advertí que yo iba a ponerme al frente de El Pregonero, periódico que Castro había estrangulado y que yo resucitaría. Luego me dijo que suponía a Gómez con buenas intenciones, pues en la primera reunión de Gabinete les dijo a los ministros: “Bueno, pues ustedes son los que van a gobernar, porque ustedes son los que entienden de eso; yo lo único que les exijo es que no se metan con el asunto de la carne, porque de eso sí entiendo yo y lo que quiero es que Caracas coma carne gorda”.

Eran, pues, por aquel entonces muy moderadas las aspiraciones del nuevo Amo; se conformaba con el monopolio de la carne. Si los ministros hubieran procedido con acierto, si se hubieran acordado en el propósito de ser ellos los que gobernaran, dejándole a Gómez únicamente el hueso que quería roer, si hubieran marchado en perfecta armonía pensando, por sobre todo, en los intereses de la Patria, seguramente los fines de aquella evolución

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política habrían sido una realidad. Pero entre aquellos señores surgieron las bastardas miras, las mezquinas tendencias, las desatentadas ambiciones y, dejándose así conocer de Gómez éste, que antes seguramente los tenía en alto concepto, comprendió que en su mayor parte no eran sino unos despreciables intrigantes, unos ambiciosos desaforados que en todo pensaban, menos en rehabilitar la República, ni en fundar el imperio de las Leyes.

La política, rectamente entendida, es el arte de hacer reinar la Justicia; pero para los miembros de aquel Ministerio, salvo alguna que otra excepción, la política era un negocio como otro cualquiera. Con los rancios tópicos del godismo y del amarillismo comenzaron las intrigas, siendo de justicia advertir que fueron los llamados liberales los que tomaron la iniciativa. En efecto, Aquiles Iturbe no estaba satisfecho con la Gobernación y aspiraba a la Secretaría General, por lo cual hizo a Leopoldo Baptista blanco de todas sus arterías. Más adelante me extenderé sobre este tema; por ahora me limitaré a referir algo que dejo escrito:

Cierto día me refirió un telegrafista, de servicio en la Central, que en la mañana, muy temprano, había llegado Iturbe en actitud alarmante y le dijo al director del Telégrafo, Colmenares Pacheco:92 “Es necesario que usted vaya inmediatamente a Miraflores y le diga al general Gómez que si no se echa en brazos del Partido Liberal está perdido”. Colmenares, en el mismo coche de aquél se fue a Miraflores.

¿Qué había visto Iturbe? ¡Visiones! Creyó que alarmando primero a Colmenares con anunciarle un oculto peligro, y luego a Gómez por órgano de su cuñado, lograría eliminar los elementos llamados godos que participaban del gobierno, y como entre ellos estaba Baptista ocupando el puesto que tanto codiciaba, se prometía reemplazarle como premio de su celo y de su sagacidad política con los cuales habría salvado a su jefe.

Habiéndose dado cuenta los intrigantes de que Gómez era una perfecta nulidad que “sólo entendía del negocio de la carne”, lejos de aprovecharse de esta ceguedad para guiarlo por el buen camino, cada cual quiso conducirlo por donde cuadraba a sus particulares y egoístas intereses.

Él mismo, según la aseveración de Muñoz Tébar, les propuso ser una especie de rey constitucional: un Presidente que presidiera, pero no gobernara. Fueron, pues, aquellos señores los principales responsables de que no fuesen una realidad las promesas de aquella hermosa alocución ministerial del 20 de diciembre, que terminaba con esta expresiva síntesis: Ahora o nunca y que redactó la brillante pluma de Ángel Carnevali Monreal.

                                                                                                               92 Francisco Antonio Colmenares Pacheco era cuñado de Juan Vicente Gómez, y uno de los sesenta originales de la Revolución Restauradora. Además de su cargo como Director de Telégrafos y Teléfonos (1923), que le permite participar en la creación de la primera radioemisora venezolana (AYRE, 1926), fue Gobernador del Distrito Federal entre 1909 y 1911.

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XX. RENACE EL PREGONERO

Los periódicos de Caracas anunciaron la próxima aparición de El Pregonero, dirigido y redactado por mí. A poco supe que Gómez, Baptista y Ezequiel Garmendia habían hablado sobre esto y convenido en que se debía procurar hacer de ese periódico el órgano oficial del Gobierno pues, de lo contrario, “les daría muy malos ratos, porque ya me conocían muy bien”.

Leopoldo Baptista y yo nos habíamos tratado con alguna intimidad, pues siempre que venía a Caracas visitaba diariamente a León Ponte, de quien era como un hermano. Él previó seguramente que tendrían que enviarme muchas veces a la cárcel, y de ahí su gran deseo de que El Pregonero no fuese independiente, sino oficial u oficioso. A mi cuñado, el general Miguel Bernal, le dijo en Miraflores: “¿Y Arévalo, que no se ha dejado ver por aquí, tan amigos que somos, y sabiendo él lo mucho que lo aprecio?” Agregó mi cuñado que esto lo dijo en alta voz y en presencia de una muchedumbre de altos personajes que no cesaban de empinarse y estirar el pescuezo, buscando la limosna de una piadosa mirada del Secretario General del Presidente, del que llevaba la batuta de la política en aquellos días.

El general Ezequiel Garmendia, primo de León Ponte, también era buen amigo mío, y como Baptista lo sabía, le confiaron la comisión de proponerme lo que deseaban, pero el comisionado, que bien me conocía, no se atrevió a tocarme el punto directamente y quiso antes sondarme indirectamente. A este propósito exigió de unas amigas de mi esposa que la visitasen, le tratasen el punto de la reaparición de El Pregonero y le asegurasen que ya Gómez, Baptista y él habían hablado sobre la conveniencia de que un periódico tan popular fuese el órgano oficial del Gobierno y que estaban dispuestos a ayudarme en todo lo que yo quisiese. Ezequiel Garmendia también tenía vara alta ante Gómez, porque éste, Baptista y él eran socios en una empresa de embarque de ganado en Puerto Cabello, de la cual Garmendia era el gerente, y bien sabido es que los negocios son el vínculo más fuerte que une a Juan Vicente Gómez con sus predilectos.

Las mensajeras de Garmendia trataron el asunto como ocasionalmente, como tratando de hacer creer que no habían ido a eso, pero al despedirse, después de vaticinar que si yo no aceptaba me esperaría otra serie de prisiones y mil tribulaciones y angustias para ella, terminaron diciéndole que al día siguiente volverían “para saber que había dicho Arévalo”.

Cuando mi esposa me refirió lo ocurrido le encargué que les dijese que ella nunca me trataba asuntos políticos, porque así se lo había yo suplicado y por esto nada me había dicho; que le dijeran al general Garmendia que se dirigiera a mí directamente si en ello estaba interesado.

Garmendia se abstuvo de hablarme de tales deseos. Fue ésa, pues, otra oportunidad que se me presentó para hacerme millonario. Si los que han tenido que arrastrarse mucho para que el amo les permitiera el honor de lustrarle las botas con la lengua han conseguido millones en breve plazo, ¿qué no me hubieran dado a mí, a quien solicitaron y le tendieron la mano espontáneamente? Mas no me pesa y, sin que esto se considere un necio alarde, afirmo que si cien veces se me presentase la misma coyuntura, otras tantas las despreciaría. No desdeño el dinero; conozco su importancia, me gusta y lo necesito, pero no sé ganarlo sino honrada y dignamente. No quiero que mis hijos, ni los hijos de mis hijos se avergüencen del pan que comen. Quiero tener siempre alta la frente y recta la columna

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vertebral. Y si he mencionado ésta y otras desdeñadas oportunidades de haber conseguido un cuantioso caudal, no ha sido por vanagloria ni jactancia, sino como pruebas incontrovertibles de que, si he actuado por más de cuarenta años en política, no ha sido buscando el lucro, como tantos y tantos, sino persiguiendo, soldado de la santa causa del Civismo, grandiosos y gloriosos idéales en pro de la grandeza y gloria de la Patria. Mi pobreza me ha dado muy malos días y peores noches, pero siempre me he sentido orgulloso de mi pobreza. No ha sido ella hija de la incuria ni del abandono, pues siempre que he salido de una prisión ha sido para esforzarme en rehacer mi vida bregando, trabajando en lo que se me presentase, siempre que fuese trabajo honroso y digno.

.........

Para sacar El Pregonero tropecé con la gran dificultad de no conseguir imprenta que pudiese editármelo, porque Castro había acabado con muchas de ellas y las pocas que quedaban estaban ya comprometidas. Mas, por fortuna, díjome Ramón Albarracín, dueño de una pequeña tipografía: “Si usted me consigne cuatro cajas de tipos longprimer, aunque sean usados, podré editarle el periódico; yo los he solicitado en todas las tipografías, pero no los he conseguido. Sé que en el edificio del antiguo Hotel Colón están los restos del diario de Leopoldo Landaeta: El 23 de Mayo. Eso pertenece al Gobierno, vea si logra que le vendan las cuatro cajas que necesito, o que se las presten”.

Le pregunté con quién podría tratar el asunto y me dijo que con José E. Machado, director de la Imprenta Nacional. Díjome éste que él no podía resolver el punto y me invitó para que fuésemos a hablar con el general Francisco Alcántara93, quien me recibió con gran cordialidad, no obstante ser la primera vez que nos hablábamos. Al conocer lo que yo deseaba exclamé: “No, señor Arévalo: ¿cómo pretende usted que el Gobierno le venda cuatro cajas de tipos usados? Usted, víctima tantas veces del general Cipriano Castro y El Pregonero, periódico extinguido por él, merecen la ayuda y protección del gobierno de la Reacción y yo me apresuro a ofrecerle, contando de antemano con el apoyo de mis colegas de Gabinete, una imprenta tal como debe tenerla El Pregonero, con una prensa moderna. Así es que haga un presupuesto para una imprenta de veinte a veinticinco mil pesos y deje lo demás por mi cuenta”.

Le oí con una sonrisita en los labios que no pude ocultar y que él no supo interpretar, por cual se apresuró a añadir: “Esto sin que por ello usted se considere obligado a nada”. “Perdone, general—le contesté—mas no es eso lo que deseo. Mucho le agradezco su buena disposición para conmigo, pero como creo que El Pregonero tendrá muy buena acogida del público, ello bastará para asegurarle la existencia, y como el Gobierno tiene demasiados compromisos por cumplir, no es conveniente que haga ese gasto. Si en Caracas hubiera tipos de venta no le hubiera molestado, porque no me faltan los pocos bolívares que cuestan las cuatro cajas que necesito, pero no los hay y por esto lo he molestado”.

                                                                                                               93 Francisco Linares Alcántara, a quien se conocía como "Panchito" para distinguirlo de su padre, del mismo nombre, quien fuera Presidente de la República. Graduado de West Point, se une a Cipriano Castro, a quien apoya inicialmente durante La Conjura de 1907 (complot que busca eliminar a J. V. Gómez). Poco después, se suma a los trabajos de Leopoldo Baptista a favor de Juan Vicente Gómez, a quien se opondrá a partir de 1913. Participó en la fallida expedición del Falke (1929).

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Comprendió el general Alcántara que se había ido de bruces y por varias veces repitió la significativa advertencia: Esto sin que por ello, usted se considere obligado a nada... Tras un rato más de conversación sobre el asunto, me dijo: “Disponga de los tipos en la forma que más le agrade, menos vendidos”. Le manifesté entonces que los llevaría en calidad de préstamo, que dejaría en la Imprenta Nacional el correspondiente recibo y que los devolvería tan pronto como me llegaran los que había encargado a New York.

Este episodio, que pensé no tuviese repercusión ni trascendencia, las tuvo; lo cual me convenció una vez más de lo que me tengo muy bien sabido: que es siempre conveniente marchar sobre rieles. Y fue que, con motivo de un documento público del general Alcántara, publiqué un editorial de El Pregonero censurando fuertemente esa publicación, lo cual dio motivo para que El Grito del Pueblo, periodicucho de la época, escrito con las patas, publicara un suelto en el cual decía que había oído el rumor público de que el Gobierno me había regalado una imprenta, lo cual no había dudado porque el Gobierno era muy capaz de esos rasgos de generosidad, pero que ahora, después de haber leído el injusto editorial de El Pregonero sí lo dudaba, porque se resistía a creer que Arévalo González fuera tan ingrato como para emplear los mismos tipos en atacar a quien se los había regalado.

Celebré en alto grado la aparición de ese suelto porque sospechaba ya que realmente corriese aquel rumor público perversamente tergiversado. Referí mi entrevista con Alcántara, punto por punto, inclusive el ofrecimiento que rechacé y lo cité como testigo junto con Albarracín y Machado, y terminé publicando el recibo que me había dado Delfín A. Aguilera cuando devolví las cuatro cajas de tipos, pues Aguilera había sustituido a Machado en la dirección de la Imprenta Nacional.

Otro epílogo de aquel episodio fue lo que me refirió mi amigo Luis Montes Ramos. Díjome que en la noche anterior del día en que había salido el editorial aludido, había una fiesta social en casa de la señora Teresa Meserón de Durán y uno de los tertulianos le dijo a Alcántara: “General: ¡qué duro lo ataca hoy El Pregonero!”. A lo que contesta dicho general: “A mí no; a mis ideas. Lástima que Arévalo González no esté con nosotros; me consta que no es de los que se venden”. Los comentarios los hará el lector.

El 2 de enero de 1909 reapareció El Pregonero. Castro lo había estrangulado; Castro me había arrebatado de la mano la pluma con que patrióticamente lo estaba redactando. Ahora, pluma y periódico se apercibían para citarlo a juicio, para pedirle cuenta de sus fechorías, de sus iniquidades, y ya se comprenderá la ira con que leería los editoriales y vería las caricaturas del periódico que él no pudo soportar, no obstante su moderación y el haberse siempre mantenido dentro de la órbita legal.

No renació El Pregonero con aviesas intenciones con respecto al Gobierno y hombres de la Reacción, antes bien, tenía todo el anhelo de serles útil, de ayudarlos a llenar cumplidamente su programa, llevando hasta las alturas gubernamentales las tendencias y aspiraciones populares y haciéndoles conocer las ingratas impresiones que entre los ciudadanos produjeran los errores y desafueros de los malos funcionarios públicos.

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XXI. UN MOCHO Y UN DUELO SIN LUGAR

El primero de febrero de aquel año regresó a su patria el general José Manuel Hernández. La Guaira y Caracas le hicieron una grandiosa ovación. Al día siguiente apareció en El Pregonero una carta mía para él, en la cual le recordaba la entrevista aquella, cuando se alió con Castro, en que le dije oportunas verdades que él no quiso o no pudo acatar, y vaticinios que no fallaron y que seguramente recordaría a menudo en su destierro. Esa carta tenía por objeto inducirlo a conservar su libertad de acción a y no exponerse a cargar con parte de las responsabilidades de una situación que hasta ese momento sólo era un signo de interrogación con probabilidades, por los muchos réprobos que abundaban en su Estado Mayor, de abalanzarse por los vericuetos y despeñaderos de los anteriores sistemas.

En política, precipitarse es perderse. La Historia tiene un cementerio de fracasados por precipitación. Frases son éstas que dije al general Hernández en aquella entrevista. Se precipitó dos veces ante Castro y dos veces se perdió: primero haciéndole la guerra sin elementos y luego sirviéndole de puntal para sostener el edificio de aquella autocracia que se resquebrajaba. Ahora se le presentaba con Gómez otra ocasión propicia para aleccionar al Partido Nacionalista de que era jefe. Si en vez de aceptar un puesto de consejero, del cual a la postre habría de salir desairadamente, se hubiera puesto al frente de un periódico, con buenos redactores, para organizar su partido y educarlo en las actividades ciudadanas, seguramente él y su partido hubiéranse convertido en una potencia que, infundiendo respeto y aún temor al Gobierno, lo habrían inducido a mantenerse en la órbita legal. Los días eran propicios para ello. Gómez estaba en la luna de miel de su Gobierno y no contaba con raigambre en el seno de la opinión pública, cuya instintiva inclinación le era adversa. Aquella carta mía fue muy aplaudida por los amarillos porque no midieron su alcance, y censurada por los fanáticos hernandistas (o mochistas) porque no la entendieron; pero los sensatos nacionalistas, los no cegados por el personalismo, sí la recibieron como era debido y muchas felicitaciones me prodigaron.

El 15 de febrero del mismo año de 1909 publiqué mi ruidoso editorial, titulado “Alrededor de una Sentencia”. Desde pocos días antes, se venía diciendo que la Corte Superior había absuelto a Eustoquio Gómez y a Isaías Nieto, asesinos del doctor Luis Mata Illas,94 gobernador de Caracas. Esperé que saliese en la Gaceta Oficial la sentencia de los doctores Francisco Niño y Delgado García y el voto salvado del doctor Oscar García Uslar; pero como pasaron los días y esos escritos ni aparecían, resolví no esperar más y publique ese editorial.

Causó una intensa sensación. Nadie creyó que hubiera un periódico que se atreviese a lanzar su protesta, contra un hecho que todos suponían mandado a ejecutar por Gómez y que tan de cerca le tocaba, puesto que se trataba de borrarle de la frente a su primo el estigma de asesino. La edición de El Pregonero, no obstante ser de 20.000 ejemplares, fue casi duplicada.

                                                                                                               94 El Dr. Mata Illas, médico y político, fue abaleado el 27 de enero de 1907 dentro de un botiquín en Puente Hierro al que intentaba poner orden. En el sitio estaba un grupo de revoltosos en estado de ebriedad en el que destacaban los generales Isaías Nieto y Eustoquio Gómez, primo del Vicepresidente de la República, quienes acaban con su vida. En juicio fueron condenados por homicidio.

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Por supuesto, desde muy temprano corrió la voz de que yo estaba preso, mas no fue así. Prefirieron no dar el escándalo por el momento y cobrarme la deuda de otro modo más adelante. En efecto: algunos meses después me enviaron al Castillo de San Carlos, del cual eran primero y segundo jefes Eustoquio Gómez e Isaías Nieto. Más adelante diré cómo me trataron. Dos sorpresas tuvo el Pueblo: la ya mencionada de que hubiese un periódico que se atreviese a protestar y la de ver que no se me llevase a la cárcel.

Y ahora, volviendo sobre lo dicho en páginas anteriores, pregunto: ¿Si en vez de El Pregonero, redactado por una unidad, hubiera sido el de la protesta un periódico dirigido por el general Hernández, que tenía detrás de sí todo un partido, el más numeroso de aquellos tiempos, cuál habría sido la situación del Gobierno?

Tres o cuatro días después de haber publicado ese editorial fue Landaeta Rosales, de parte del doctor Francisco González Guinand, Ministro de Relaciones Exteriores, a invitarme para que le hiciese una visita en su despacho. Era para darme consejos; para hacerme creer que El Pregonero se estaba propasando y que debía moderarme. Entre las curiosas cosas que me dijo le oí: “Cuando yo era periodista creía, con Paúl de Casagnac, que para la prensa, prensa; pero ahora pienso de otro modo”. Le repliqué así: “Como soy periodista pienso como pensaba usted cuando lo era, y líbreme Dios de ser ministro si por el hecho de serlo he de pensar, como usted, que para los periodistas no debe haber sino cárceles y grillos y hasta azotes”.

Para ponerlo en un aprieto le pregunté cuál era el editorial, el párrafo, la frase que había publicado El Pregonero y que estuviese en pugna con la cultura o con la Ley. Me daba yo perfecta cuenta de que lo que a él, y a los demás miembros del Gobierno les había desagradado era el editorial “Alrededor de una Sentencia”, pero como estaba perfectamente ajustado a la prescripción legal y a las imposiciones del culto decir, no se atrevió a citármelo como ejemplo de lo que él pretendía, que no era, en último análisis, sino que yo renunciara al ejercicio de la libre expresión del pensamiento, incorporando El Pregonero, por supuesto, a esa prensa de la cuál algún tiempo después dijo el doctor Rómulo Naón, representante de la República Argentina, en las fiestas del Centenario, que en Venezuela no había prensa sino para el elogio. Por lo demás, las felicitaciones sin cuento que tanto de Caracas como del resto de la República me llegaron, me dieron a entender que tenía de mi parte la opinión pública y que de ese modo era cómo el Pueblo quería que le sirvieran sus intereses.

Poco después, los internos del Hospital Vargas tuvieron un altercado con el gobernador Aquiles Iturbe, porque ellos consideraban insuficientes las raciones que se daban para los enfermos, y pidieron al gobernador del Distrito Federal que las aumentase. Los practicantes fueron expulsados de dicho Instituto, pero como al fin lograron lo que se propusieron, cuando quisieron reencargarse de sus puestos, el gobernador se opuso, lo que dio motivo a nuevas disensiones. La energía cívica de aquellos jóvenes fue fortalecida por el entusiástico apoyo de la opinión pública y al fin se salieron con la suya, quedando muy maltrecha la reputación del doctor Iturbe, que él se empeña en que pase como la de un genuino liberal, no obstante la manifiesta contradicción de sus hechos.

Entre aquellos internos figuraban, que ahora recuerdo, los doctores Salvador Córdoba, José Izquierdo, Andrés Pietri, J. R. Rodríguez, Diego Carbonell, H. Toledo Trujillo, Medardo Medina, Otto Van Stenis, Domingo Luciani, J. B. Ascanio Rodríguez. En aquella

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ocasión me puse resueltamente al lado de ellos, para defenderlos y protestar contra los desafueros de que eran víctimas por parte del gobernador Iturbe. Con varios sueltos editoriales y unas caricaturas les expresé mis simpatías por su cívica y resuelta actitud.

El 3 de marzo publiqué un editorial en que censuraba con sobra de razón al Ministro de Instrucción Pública, doctor Samuel Darío Maldonado. Había él destituido de su cargo de Director al doctor Rafael Domínguez y pasaron varias quincenas sin que se nombrase su sustituto, con la circunstancia agravante de que se siguió cobrando el sueldo correspondiente a ese vacante empleo. Pero, por lo que pude averiguar de modo indudable, el ministro no se apropiaba de ese sueldo, pues lo daba a uno de sus favoritos, persona enteramente extraña al personal de aquel despacho. Yo podía probar los dos puntos primeros, esto es: que no se había nombrado el reemplazante de Domínguez y que las quincenas del correspondiente sueldo se habían seguido cobrando, pero no hubiera podido probar que ese dinero iba a parar a maños extrañas, en nada relacionadas con la Instrucción Pública.

Horas después de haber entrado en circulación El Pregonero, llegó a mi oficina el aludido favorito del ministro y me preguntó si era él a quien se refería aquel editorial. Me había yo abstenido de nombrarlo por lo que ya dije: que no podía probárselo y si me citaba ante un tribunal la llevaba perdida. Por esto le contesté que a ese editorial ni le sobraba ni le faltaba una coma siquiera y que, de consiguiente, nada tenía que añadir acerca de él.

Me preguntó si tenía revólver y le recordé que en otra ocasión había escrito yo que mi pluma era la bayoneta de un revólver. Entonces me invitó a que lo acompañara al Calvario para que cruzáramos unos tiros. “No—le contesté—en esa forma no lo complazco, porque, suponiendo lo mejor, o lo menos malo para mí, que yo lo matase a usted, ¿cómo podría probar que lo había hecho lealmente? Además—añadí—, ¿quién me garantiza que a usted no le dé miedo por el camino y me mate a traición? Usted bien sabe que esta clase de asuntos se arreglan mediante ciertos trámites socialmente establecidos y considerados como imprescindibles; de esa manera, estoy completamente a sus órdenes”. El objetó que los duelos preparados de ese modo siempre llegaban a conocimiento de la autoridad a tiempo para evitarlos. Le aseguré que por mi parte y la de mis padrinos no ocurriría ninguna indiscreción, que podía contar con ello.

Una hora después me envió sus padrinos, a quienes prometí que al día siguiente, a las 10 a. m. irían los míos al lugar de me indicaran. Llegó a poco mi amigo y colaborador, doctor Antonio S. Briceño, cronista de El Pregonero, persona estimabilísima a quien todos apreciaban y yo quería como un hermano. Le referí lo ocurrido y le rogué que fuera uno de mis padrinos. "¡Imposible! —me contestó—. Mis ideas teosóficas me impiden tomar parte en un duelo en ninguna forma; y aún más: me imponen el deber, que me apresuraré a cumplir, de prevenir a la Policía para que lo impida”.

Ya podrá imaginarse el efecto que me hicieron estas palabras. Me parecía que ya había ocurrido la denuncia, que ya había intervenido la autoridad y que ya mi adversario, creyendo que Briceño había procedido de acuerdo conmigo, me quemaba el rostro con este improperio: ¡Cobarde! No pude contenerme y ciego de ira le dije a mi amigo: “Yo lo he querido a usted mucho, pero si cumple su amenaza, lo tendré como el más odioso de mis enemigos, y para probarle a mi retador que usted me ha traicionado, que no ha procedido

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por exigencia mía, no tendré más remedio que darle a usted una bofetada en público, en la calle, en un teatro, en cualquier plaza, en donde lo encuentre”.

Él siguió alegando su deber de teosofista pero yo, cada vez más colérico, le replicaba que nada tenía que ver con la Teosofía, ni con sus escrúpulos teosóficos; que lo que me importaba era mi reputación que él quería mancillar. La escena fue larga y dolorosa. Me duele todavía en el alma lo que le dije, fuera de mí, porque mucho le quería y porque era un sujeto pacífico, modelo de mansedumbre, incapaz de contestar una agresión. En caso de que me denunciara, ¿cómo cumplir mi amenaza para con un ser tan digno de aprecio, a quien yo tanto estimaba? ¿Cómo abofetear, llegado el caso, aquel rostro de Mesías, que acaso me hubiera presentado la otra mejilla? Apelé al ruego y al fin logré la promesa, empeñándome su palabra de honor y de teosofista, de guardar el secreto.

Nombré otros padrinos, teniendo la precaución de cerciorarme de que no eran teosofistas. A ellos les dirigí una carta en que los imponía del reto de que había sido objeto y advirtiéndoles que, temiendo más el ridículo que la tumba, haciendo uso de mi derecho de elección de armas, elegía como condición sine qua non, el florete, porque todos los duelos al revólver ocurridos entre nosotros habían terminado ridículamente, con champaña o cerveza en vez de sangre.

Para que no me opusieran la dificultad de conseguir armas adecuadas visité al general José Gregorio Carrera, le manifesté lo que me ocurría y le pregunté si tendría un par de floretes que quisiera venderme. Me dijo que prestaría los dos que tenía, que si se perdían se los pagaría y si no, se los devolviera. Luego le dije que hacía tiempo que no cogía un florete y deseaba ejercitar el brazo, a lo cual accedió, advirtiéndome, no obstante, que como yo iba a batirme, el me indicaría modos de defenderme, pero no de atacar, natural y laudable escrúpulo de una conciencia recta que sinceramente le aprobé.

Como no se trataba de un asalto en forma, sino un ligero ejercicio, no nos pusimos ni petos ni caretas. Al poco de haberme tirado algunos golpes logré tocarlo en el pecho, lo cual le enfureció de tal manera que me acometió fuera de sí hasta intrincarnos en un “cuerpo a cuerpo”, del cual resultó que por poco me saca un ojo, pues el botón de su florete me rozó la sien izquierda. Mientras él me tiraba golpe tras golpe, montado en cólera, yo lo gritaba para que se moderase, lo cual no hizo sino después de llevarme la mano a la sien rasguñada. Era que tenía una irritabilidad profesional sumamente agresiva, que hacia explosión cada vez que alguien lo tocaba. Refiriéndole esto a César Urdaneta, me contó que a él le sucedió algo parecido un día en que, tirando el sable, logró tocarlo. Le dejé en depósito el valor de los floretes, me dio un ejemplar del “Reglamento del duelo” y me retiré.

Yo había recibido, como veinte años atrás, algunas lecciones de esgrima con el viejo Cristiani, primero, y luego con míster Joseph, pero el hecho de haber tocado al general Carrera no significaba que yo fuera más experto que él, sino que ya sus piernas no tenían la firmeza debida, ni su brazo la agilidad de antes. Mi adversario era un poco menor que yo, y como pertenecía a la alta clase social, con notable bienestar económico, presumible era que hubiese también manejado el florete. Sea como fuere, yo había resuelto tantearlo al cruzar los aceros y si observaba que no era un profano en el arte, defendería mi vida como pudiese, más si advertía que el manejo de esa arma le era en absoluto extraño, entonces me limitaría a darle un ligero pinchazo de fácil curación.

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Mis padrinos me participaron que habían tenido la primera entrevista con los de mi adversario y que uno de estos había dicho: “El duelo, por supuesto, será al revólver”. A lo cual contestaron los míos, mostrándole la carta que yo les había dirigido. Fue para ellos una sorpresa, y manifestaron que antes de decidirse sobre el particular tenían que consultar con su representado, en lo cual convinieron mis amigos. Yo les advertí que después que se nombran los testigos son éstos los que tienen que tratar el asunto con prescindencia absoluta de los que vayan a batirse. Les mostré el reglamento que me había regalado el general Carrera, para que, apoyándose en él, hicieran ver a los contrarios que mi derecho a la elección de armas era incuestionable y que mi adversario estaba obligado a aceptar la que yo había elegido, porque el florete era obligatorio, tanto para los militares como para los civiles.

Como habían convenido en celebrar otra entrevista en la tarde, así lo hicieron y en ella los padrinos de mi adversario terminaron por donde han debido empezar, por reconocer que no había motivo para un duelo, puesto que yo ni siquiera había nombrado al retador. En consecuencia, se redactó un acta, de la cual se hicieron dos ejemplares, y se convino en conservar en secreto lo ocurrido, al menos en lo relativo a la mención de los nombres de los que actuaron en el asunto.

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XXII. EL PREGÓN Y EL PUEBLO

El 5 de mayo publicó El Pregonero una caricatura relativa al monopolio de la carne. Era éste quizá el lado más sensible de Gómez, y a punto estuvo de naufragar mi periódico. Los pesadores estaban chillando y los criadores ladrando. Lo que voy a referir dará una idea del estado desesperante en que se encontraban aquellos laboriosos gremios.

Cierta noche me encontré en el vestíbulo del Teatro Municipal con un señor del Guárico, quien me dijo que había ido a aquella función buscando un rato de distracción, porque estaba desesperado. Había traído un gran lote de ganado que había comprado contrayendo grandes compromisos y, al llegar aquí, se encontró con que no había sino un solo comprador, el socio de Gómez, porque los demás no podían pesar libremente, pues estaban obligados a no expender más carne que la del monopolio. Por su ganado le ofrecían apenas la mitad de lo que le costaba, sin contar los gastos de la traída. No hallaba qué hacer, porque si se lo volvía a llevar, ¿qué haría con él en el Guárico? Aquello era la ruina para él, padre de una numerosa familia ¡Y era así como se protegía al trabajador! ¡Era así como se estimulaba nuestra industria pecuaria, tan necesitada de favorables impulsos!

No habían transcurrido muchos días, cuando leí en un periódico del interior que aquel señor se había suicidado. Hablose de locura; yo conocía la verdadera causa de aquella muerte, y sabía más: sabía que aquello no fue un suicidio, sino un asesinato y que el auténtico asesino estaba en Miraflores.

Los del gobierno estaban tascando el freno que la prensa independiente estaba empeñada en mantenerle puesto, y de los más empeñados en acabar con esa semilibertad era el gobernador Aquiles Iturbe, arbitrario por naturaleza, no obstante su decantado liberalismo, en el cual nadie cree, ni él tampoco; pero se empeña en que los demás no lo pongan en duda.

Con el propósito de amedrentarnos citó a los periodistas de Caracas a una entrevista en la Gobernación. No asistí por no haber recibido la invitación oportunamente, pero luego supe que el gobernador excitó a mis colegas a hacer buen uso de la libertad de la prensa para que no degenerase en licencia. Una perfecta necedad, puesto que la ley establece el procedimiento que debe seguirse para evitar o castigar los desmanes de la Prensa. Pero era que no había tales desmanes ni tal licencia y que lo que deseaba el gobernador era atemorizamos previamente para que nadie se atreviese a protestar contra el horrendo atentado que estaba preparando: la prisión de un juez.

Para que viera que no se me asustaba fácilmente, resolví ridiculizar el suceso y publiqué una caricatura en que iban los periodistas pensativos, con un dedo en la frente, preguntándose: ¿Para qué será? y entrando en la Gobernación, mientras los catres y las vianderas volaban por sobre sus cabezas. El día anterior fue reducido a prisión el periodista Leoncio Martínez, por lo cual protesté pidiendo su libertad o su enjuiciamiento, si había lugar para ello.

Vino en seguida el gran escándalo, el atroz atentado: la prisión del doctor Juan José Abreu, juez de Primera Instancia en lo Criminal. Sabíamos todos que había sido él quien justicieramente le había aplicado a Eustoquio Gómez, el primo del Presidente, la pena máxima de quince años de presidio por el asesinato del gobernador, doctor Luis Mata Illas,

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y esa circunstancia hacia aparecer el abominable desafuero, ante la opinión pública, como una vil venganza.

Los comentarios eran diversos, y algunos contradictorios; pero lo cierto era que un honorable juez estaba en la cárcel y que esto era un irreverente golpe asestado a la autonomía del Poder Judicial. Agravaba más el hecho la circunstancia de ser el doctor Abreu de una rectitud y una honorabilidad y una independencia de carácter, tales, que merecidamente lo hacían objeto del aprecio y respeto de sus conciudadanos. La sociedad, el Pueblo todo, recibió aquella afrenta como propia y todos vimos cómo se desmoronaba el castillo de ilusiones que nos habíamos forjado. ¿Si no se respetaba la libertad de un egregio representante de la majestad del tercer Poder, que sería lo que aquellos hombres podrían respetar? Se había dado un tranco muy largo en una pendiente muy resbaladiza a cuyo fin estaba un abismo muy hondo, insondable.

Me resolví, una vez más, a ir a La Rotunda y escribí un editorial con la más enérgica protesta. En la noche me visitó uno de los satélites de Iturbe, comprendí al punto a lo que iba y me puse en guardia para burlar sus intenciones. Me preguntó qué opinaba yo acerca del “plato del día”. Le exigí me explicara a que plato se refería, fingiendo que no le daba importancia al asunto. Advirtiome que aludía a la prisión de Abreu y entonces le manifesté que, como había oído tantas versiones distintas y hasta contradictorias, no había fijado mi criterio a ese respecto.

Demostrando gran contento se me ofreció para imponerme de la “estricta verdad” de lo ocurrido. Le dije que se lo agradecía, porque precisamente cuando él entró me estaba preparando para ir al Teatro Caracas a fin de solicitar datos para tratar el asunto. Rebosando de júbilo me dijo: “Pues puede usted tener por cierto lo que voy a decirle: por circunstancias de alta política, que no deben ser discutidas, el doctor Iturbe le pidió la renuncia al doctor Abreu, quien la escribió en el acto, pero en vez de entregársela cortésmente en propias manos, se la arrojó a la mesa de un modo insolente, por lo cual el gobernador lo envió a la cárcel por falta de respeto a la autoridad”.

“¿Es decir —le pregunté—, que el doctor Abreu dio la renuncia?” “Si, señor; y esta noche sale publicada en la Gaceta Municipal. Mande a buscarla y la verá”. Efectivamente, encabezando la primera columna de la primera página de dicha Gaceta estaba una renuncia con el nombre del doctor Abreu al pie. No creyendo yo que un tan alto funcionario público, como lo era el gobernador del Distrito Federal, fuese capaz de incurrir en una falsificación de ese género, pero resistiéndome también a creer que tan fácilmente hubiera dado su renuncia un juez de tanto carácter como el doctor Abreu, me encontré perplejo ante el conflicto de la disyuntiva de optar por lo uno o por lo otro. Y como ya tenía escrito y en galeras mi editorial con la protesta por haber sido encarcelado un juez, me limité a añadirle un post-scriptum en que advertía que, aunque en la Gaceta Municipal había salido publicada la renuncia, dejaba en pie todo lo dicho en el precedente editorial, porque mientras no le hubiese sido aceptada la renuncia, nombrado el sustituto y efectuada la entrega del Juzgado, el doctor Abreu conservaba el carácter oficial de que había sido investido.

Con esta atinada advertencia le desbaraté a Iturbe su patraña de la apócrifa renuncia, porque no era cierto que el juez hubiese renunciado. Ya podrá imaginarse la explosión de ira de Aquiles Iturbe, cuando, esperando que yo me hiciese eco de cuanto me dijo su

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satélite, se encontró con aquel enérgico editorial en que se le censuraba su atentado, aun en el caso de que Abreu hubiese incurrido en una falta de respeto. Pero no pudo haber tal desacato, por la sencilla razón de que tampoco hubo tal renuncia, al menos hasta ese momento.

Se dijo que días después, mediante el suplicio, el hambre y las amenazas de enviarlo al Castillo de San Carlos, donde lo esperaban Eustoquio Gómez e Isaías Nieto, al fin le arrancaron la renuncia, lo que no afirmo ni niego. Pero lo que sí me consta es que la publicada en la Gaceta Municipal era en absoluto apócrifa. Algún tiempo después me refirieron en La Rotunda que, cuando lo amenazaban con el Castillo, añadían en seguida: Y usted sabe quién lo espera allá. En tal situación de ánimo, agravada por el hambre, la sed, el insomnio, los vejámenes, los grillos, nada de sorprendente tiene que al fin aquellos esbirros hubieran logrado lo que deseaban.

Vivía yo, cuando publique el mencionado editorial, entre la Crucecita y San Miguel y tenía ya puesto el sombrero esperando que bajase el tranvía cuando llegó un sobrino de Porras Bello, enviado por éste para decirme que no saliera porque había orden de prenderme. En efecto: en su escritorio estaba dicho compañero cuando alguien lo tocó en la espalda y le dijo al oído: Hay orden de prisión para Arévalo González; que se esconda; soy empleado de la Gobernación. Cuando Porras Bello volvió el rostro, sólo vio el celaje de un joven que se alejaba. ¿Quién era? No he logrado averiguarlo; pero aquella noble acción era una prueba más de que las buenas causas tienen amigos en todas partes.

Pensé seguir redactando El Pregonero desde mi casa hasta que me la allanaran pero, al atardecer, convencido de que yo no saldría, prendieron a Porras Bello y cerraron la imprenta. Era así como el liberal Aquiles Iturbe entendía el liberalismo. Pensé presentarme para que soltaran a Porras, porque, al fin y al cabo, él no era sino el administrador del periódico y ninguna responsabilidad le incumbía por lo que yo escribiese; pero me aconsejaron que me abstuviese de hacerlo, porque a Porras Bello era fácil sacarlo, mientras que a mí me dejarían por largo tiempo.

En efecto, días después lo soltaron. Cuando él estaba en la Policía, antes de pasarlo para La Rotunda, me tendieron un lazo en el cual, sin embargo, no caí. Dos oficiales de Policía pusiéronse a hablar de modo que Porras los oyese, pero aparentando que no era ésa su intención, y decían que esa noche me allanaban la casa para prenderme. Porras me lo mandó decir con su sobrino, a quien dejaron entrar seguramente para que me llevase el recado. Lo que querían era prenderme en la calle y evitarme el escándalo de violar un hogar, pero yo no salí y no tuvieron el éxito que deseaban.

Como veinte días después, los generales Juan Pablo Peñaloza y Gregorio S. Riera me mandaron a decir con mi cuñado, el general Miguel F. Bernal, que estaban autorizados para hacerme saber que podía salir y seguir sacando El Pregonero con la condición de que no me mezclase en política. Contesté que no estaba pidiendo merced, que no convenía en que me impusieran condiciones y que El Pregonero saldría como debía salir o no saldría. Me sorprendió el recado de aquellos generales porque, en efecto, yo no había hecho ninguna gestión por mi libertad ni autorizado a nadie para hacerlas.

Pasaron pocos días y los mismos generales Peñaloza y Riera me transmitieron la autorización para salir y seguir publicando mi periódico como me pluguiese. Les hice

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advertir que iba a salir bajo la responsabilidad moral de ellos y confiado en su honorabilidad y en su perspicacia, pues no los creía capaces de prestarse inconscientemente para hacerme caer en un lazo. Me dieron toda clase de seguridades y, al día siguiente, después de un mes de eclipse, reapareció El Pregonero tan independiente como antes.

¿Qué había sucedido? ¿Por qué el gobierno resolvió ceder y comisionó a tan renombrados generales para hacérmelo saber? Era que los altos funcionarios públicos habían caído en la cuenta de que el silencio de diario tan popular y tan estimado le estaba haciendo más daño a aquella situación política que el que pudiera hacerle la actividad de mi pluma. ¿Y si esto acontecía con un periódico de un humilde escritor que sólo representaba una unidad, qué hubiera sucedido tratándose del vocero oficial del enorme Partido Liberal Nacionalista, dirigido por el general José Manuel Hernández y redactado por las brillantes plumas que en su seno contaba ese partido?

Aquella oportunidad fue la más propicia para que el Pueblo venezolano reasumiera su soberanía, que perdió en el funestísimo 24 de enero de 184895. El gran atentado, el horrendo delito de la prisión de un juez era bastante para que en masa se hubieran puesto de pie los ciudadanos todos para protestar contra aquella iniquidad.

Se me dirá que el Pueblo no está educado para ello y no tiene conciencia de sus deberes ni de sus derechos. Pero bien: ¿quién es el Pueblo? Son los infelices peones, obreros y jornaleros que no han pisado la Universidad, y ni un colegio, y ni siquiera una escuela de menguada categoría. Bien sé que cuando se quiere echar sobre extraños hombros la responsabilidad del lastimoso estado de nuestro país en punto de civismo y en lo tocante al ejercicio de sus deberes y a la defensa de sus derechos, se alega la incapacidad de la clase proletaria para mostrarse como dignos ciudadanos; pero lo cierto es que en todas las manifestaciones cívicas que he tenido ocasión de presenciar durante mi larga vida pública, desde las de los delpinistas en 1885 hasta las de los estudiantes en 1928, siempre han estado en gran mayoría los llamados “camisas de mochila” o “carne de cañón”, pues los hombres de pro, cuando han concurrido, ha sido como excepciones, en vergonzante minoría.

Los abogados, los médicos, los ingenieros, los escritores, los generales, la juventud, los comerciantes de alto coturno, los criadores, los rentistas, los hacendados, ésos que si están preparados para las jornadas cívicas con que se trata de reconquistar los derechos ciudadanos y establecer el reinado de la Ley, siempre han brillado por su ausencia cuando les ha tocado dar el ejemplo a los ignorantes, a los humildes, que sí se han mostrado siempre muy espontáneos, no sólo para seguir a sus conductores, sino para ser ellos los que den el ejemplo a los que debieran darlo.

Pero es innegable que, después de haber estado empeñados los de la clase alta en poner adelante a los de la clase baja para que fuesen a conquistar en los campos de batalla prerrogativas y ventajas de que sólo aquellos se aprovecharían, ahora también pretenden que en las jornadas del civismo sean los hijos del Pueblo los que vayan a la plaza pública a hacerles idénticas conquistas. Si, cuando el gobierno de la reacción cometió el primer gran

                                                                                                               95 En esa fecha, fuerzas del gobierno de José Tadeo Monagas asaltaron el Congreso de la República, provocando la muerte de Santos Michelena y otros diputados.

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atentado enviando a la cárcel a un juez, se hubieran parado en la Plaza Bolívar cien levitas, alrededor de éstas hubiéramos congregado diez, quince, veinte mil blusas para ir a Miraflores a pedir la libertad del juez Abreu y la destitución y el enjuiciamiento del gobernador Iturbe.

¿Qué hubiera sucedido entonces? Si Gómez cedía, ya la opinión pública, aleccionada para lo porvenir, sabría cómo podían obtenerse esa clase de triunfos y no permitirían que en lo sucesivo se cometiera otros desafueros impunemente. Y en cuanto al gobierno, claro vería que no le convenía exponerse a que el Pueblo le asentase las costuras y se esforzaría por marchar por el camino que la Justicia y la Ley le indicasen. Ahora bien: ¿por qué no sucedieron las cosas como debieron haber sucedido? ¿Por qué tanto miedo a Juan Vicente Gómez? ¿Quién era éste, qué valía, qué significaba, qué representaba? Era no más que una peña que Cipriano Castro había dejado interpuesta entre los rieles de la República; no había más que darle un puntapié y echarla a rodar antes que, por la yuxtaposición de circunstancias, se convirtiese en la montaña que es hoy y que no hay como removerla.

El Gómez de 1909 no era, como ya lo dije en páginas anteriores, sino el mascarón de proa de la nave del gobierno. Aún no disponía de grillos de setenta y cinco libras. Todavía no había salido de La Rotunda ni de los castillos esa interminable fila de muertos envueltos en una cobija, víctimas del hambre, de los azotes, de los tortoles, de la mengua. ¿Y con qué contaba para imponer su voluntad discrecional como suprema ley? No tenía un partido personalista, apoyo indispensable para que los mandatarios se conviertan en autócratas. Los mismos que lo rodeaban eran sus peores enemigos, porque eran enemigos encubiertos. Baptista, Alcántara, Olivares, Hernández, Peñaloza, Riera, Rolando, Guerra, Vargas, Ortega Martínez, Carabaño, Solaignes, todos estaban a su lado en fuerza de determinadas circunstancias, pero con un pie en la Casa de Gobierno y el otro en los campamentos, si no en La Rotunda.

El ejército no era de Gómez, y éste no podía contar con él sino mediante el visto bueno de quienes eran sus verdaderos jefes. Casi toda la oficialidad pertenecía a los respectivos prestigios lugareños de Baptista, de Peñaloza, de Olivares, de Alcántara y, en caso de un conflicto entre el Pueblo y el gobierno, esos oficiales no hubieran oído más voz que la de los llamados “caudillos”. Además, gran parte del castrismo estaba todavía con las armas en la mano, esperando una propicia oportunidad para cobrarle al “desleal” lo que le había hecho al Restaurador. De modo, pues, que resulta evidente y lógico que si el Pueblo de Caracas hubiera en aquella emergencia asumido la altiva actitud que dejo indicada, los “caudillos” hubiéranse negado a asumir la responsabilidad de verter la sangre de ciudadanos pacíficos, que sólo buscaban la efectividad de la célebre proclama del 20 de diciembre en que se decía con tanto énfasis: ¡Ahora o nunca! No se debió, pues, permitirle a Gómez que llevara impunemente a cabo desafuero semejante.

Pero los llamados a dar el ejemplo creyeron más cómodo y de mejores resultados personales el tolerarle al nuevo Amo cuanto le viniese en gana. Nadie dijo, de consiguiente, una palabra; fue mi voz la única que se alzó para protestar y, habiendo ya conocido a Juan Vicente Gómez la gente con quien tenía que entendérselas, se apercibió para seguir gobernando según su capricho y para ir separando, por insensatos, a los que eligió por consejeros y sólo encontró chismosos e intrigantes que le tenían atestados los oídos de enredos y lisonjas.

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No apruebo, pues, que se diga que el “Pueblo” no está preparado para los gestos cívicos, ni que haya que educarlo previamente para que Venezuela sea lo que todos queremos que sea: un modelo de República democrática en que se rinda culto al genuino liberalismo, se respete la Ley y se erijan altares a la Probidad y a la Justicia. Los que propalan que no cumplen con sus deberes ciudadanos porque los hijos del Pueblo carecen de preparación republicana no se dan cuenta de que caen en un circulo vicioso, puesto que el Pueblo no se educará mientras no tengamos buenos gobiernos, ni tendremos buenos gobiernos mientras el Pueblo no se eduque. De lo cual resulta la evidencia de que sean los nombres de pro (escritores, comerciantes, doctores, estudiantes, rentistas, hacendados, criadores) los que deben encabezar las grandes manifestaciones cívicas. Pero esas manifestaciones deben ser en grande, no de grupitos que el gobierno pueda perseguir y disolver fácilmente para afianzarse aún más en el poder, puesto que el civismo, en pequeñas dosis, es contraproducente, en tanto que a grandes dosis el beneficio es infalible.

Tengo por cierto que, si con motivo de la prisión de un juez se hubiese llevado a cabo siquiera la mitad de lo que se efectuó en los días del movimiento estudiantil, Juan Vicente Gómez hubiera desaparecido de las regiones gubernamentales. ¿En qué se apoyaba? ¿Quién lo apoyaba? Si se hubiera formado una ola de rebeldía, los “caudillos”, para evitar que los arrollase, se hubieran montado sobre la ola.

Cuando el año 30 sacaron a Carmelo Castro de un calabozo del Castillo de Puerto Cabello y lo llevaron a la Alcaidía para afeitarlo y retratarlo, a fin de prepararle el pasaporte, pues sería expulsado, a su regreso refirió que Paulino Camero, el primer jefe de dicha fortaleza, le había dicho: ¿Cómo te parece? Vicentico quería matar a su padre, pero fue descubierto a tiempo y ahora anda por París. Camero, seguramente, había bebido en buena fuente, y hasta de presumirse es que ésa era la versión oficial, abierta a todos los oídos y a todas las lenguas. Alterando el orden cronológico he intercalado esa cita para que se tome como ejemplo de lo que he venido sosteniendo a propósito del primer gran atentado cometido en los primeros días de lo que se llamó Rehabilitación. Porque, pregunto: ¿Si el heredero de Gómez hizo lo que hizo con el propósito de precipitar la llegada a sus manos de la herencia, que no hubieran hecho los pretendientes, con mejores títulos, a las riendas del poder y que a sí mismos se creían dignos de la sucesión?

Bien sabido es que la esposa de José Vicente se dio a “hacer política” con los estudiantes, a quienes les envió, cuando estaban en el castillo, unos vagones con dulces, conservas alimenticias, frutas, pastas, etcétera ¿Por generosidad? Tal vez; ¿pero cómo sofrenar la imaginación que se empeña en ir por otro camino?

Evidente me parece, pues, que si con motivo de la prisión del juez del crimen se hubiera efectuado una gran manifestación cívica de protesta, Juan Vicente Gómez hubiera desaparecido incruentamente de las altas regiones gubernamentales. Pero la gran dificultad consistía en que se reuniesen las cien levitas. Y, sin embargo, nadie vacila en repetir, cuando la ocasión se presenta, que el estado de atraso de Venezuela proviene de la ignorancia del “pueblo”, entendiendo por este vocablo los humildes, los desheredados de la suerte, los jornaleros, los que no han pisado una escuela, los que trabajan hoy, cuando trabajan, para pagar lo que se comieron el mes anterior.

Injusticia mayor resultaría inconcebible, pues tiene carácter de axioma la aseveración de que la corrupción, la incuria, el miedo y la codicia, factores principales del doloroso estado

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de nuestra Patria, han sido y son atributos de la clase alta. Lo que ésta pretende es que, así como hasta ahora ella ha empujado a la “carne de cañón” para que fuese a los campamentos y a los combates a buscarle honores y empleos y riquezas, ahora pretende que las alpargatas se pongan delante de los zapatos y vayan a los comicios y a la plaza pública a conquistarle unos derechos y unas libertades que los de la clase directiva no han sabido o no han querido ejercer ni defender.

Aquel año, el noveno de este siglo, fue el año sicológico para la redención de Venezuela, pero no lo aprovecharon los que han debido aprovecharlo y Gómez, que tan débil estaba entonces, fue poco a poco robusteciéndose y pisando el terreno en que se había plantado. En esto le ayudó muy eficazmente el viejo José Rosario García96, el mentor ideal para Juan Vicente Gómez. Éste ha desconfiado siempre de los consejeros que las circunstancias le impusieron, pero de ese viejo colombiano no debía temer nada, por ser extranjero y hasta por su misterioso parentesco de que tanto se hablara. Gómez podía contar con la lealtad de su tío mientras le permitiera convertir la gran influencia de que gozaba en filones de oro. Ese hombre le cuesta a Venezuela muy caro, tanto por los millones de que se apoderó, siempre haciendo el mal, como por la ayuda que le prestó a su sobrino para que saliera avante en el ejercicio autocrático del cargo que desempeñaba.

Juan Vicente Gómez no tenía ni una sola de las cualidades requeridas para subir a la silla presidencial y mantenerse allí por años y años. Como lo dejó dicho, él no contaba con un partido personalista, tampoco con talento político, ni con glorias militares, ni con experiencia gubernativa, ni con nada de lo que el alto puesto requería. De modo, pues, que no ha sido Juan Vicente Gómez el que nos ha gobernado durante tantos años, sino ese viejo colombiano a quien los mismos que rodean a Gómez llamaban el Papa negro, aludiendo así al general de los jesuitas, cuyo hábito no era blanco, como el del legitimo Papa, sino negro, y cuyo poder era superior al de quien aparentaba ser el depositario de la autoridad suprema. Con su fuerte influencia ha especulado hasta reunir millones que, según he oído decir en diversas ocasiones, ha enviado al exterior.

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El 5 de abril de 1909, después de casi un año de haber sido suspendido, reapareció El Pregonero. Muchos creyeron que yo habría transigido y que en lo sucesivo ese periódico no sería el mismo. No tardaron en cerciorarse de que estaban en un error. El 5 de mayo se me ocurrió una idea trascendental, y fue la publicación de un editorial en que decía que eran tantos y tan tremendos los desafueros que diario se cometían en todo el territorio de la República, que nos resultaría una muy buena transacción el resignarnos a soportarle al Presidente lo que se le antojara, con tal de que impidiera que los otros funcionarios públicos faltasen a lo que prescriben la Constitución y las leyes. Advertía yo también que la suma de los atentados e injusticias sufridos por nuestro Pueblo en todo el territorio de la República eran el más peligroso combustible para las hogueras de la guerra civil; pero que el primer magistrado no tenía conocimiento de la mayor parte de ellos—puesto que no poseía el don de la ubicuidad—a menos que, no sólo dejara a la prensa en la plenitud de su libertad, sino que la estimulase a fin de que, haciéndose eco de las, quejas y protestas de los

                                                                                                               96 Tío paterno de Juan Vicente Gómez nacido en Colombia. Graduado en ciencias políticas en Bogotá, sirvió de secretario y asesor político al sobrino. Sus intrigas hacen que en 1931 Gómez lo excluya definitivamente de su círculo de confianza.

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oprimidos, pusiera al poderoso en capacidad de impedir que la impunidad fuese el manto que cubriese a los delincuentes.

Con el propósito de secundar al general Gómez en tal propósito destinaba yo en mi periódico una sección titulada “Para servir a todos”97, en la cual acogería, sin retribución de ninguna especie, las denuncias contra los funcionarios públicos que fuesen merecidas. Advertía, además, que las firmas cuyos dueños no quisieran darlas al público quedarían en depósito, sólo exigible por los procedimientos legales.

Aquello fue como la ruptura de un dique. De todas partes me llegaron relatos de desafueros y aun crímenes cometidos por presidentes de Estado, por Jefes civiles, por administradores de Aduana y hasta por comisarios. Publiqué muchas de esas cartas, y entre ellas una con seudónimo del joven Domingo Navarro Méndez, de Carúpano, en la cual denunciaba, citando hechos, las injustas prisiones que habían tenido lugar y la mala conducta del gobernador de aquel puerto, general Elbano Mibelli, quien al recibir el periódico, me pidió por telegrama la firma que estaba en depósito. Le contesté que para estos casos la Ley establecía el procedimiento que debía seguirse. Entonces encargó a un abogado que hiciera la solicitud por medio del Tribunal respectivo.

Al punto aplaudí la conducta del general Mibelli, porque pensé que por medio de un proceso judicial se proponía reivindicar civilizadamente el lustre de su nombre y la respetabilidad del cargo que ejercía; pero por el correo recibí una carta del padre de Navarro—venerable anciano—en la cual me participaba que su hijo había sido reducido a prisión, que lo tenían en un calabozo húmedo, sufriendo por el hambre y por la sed, sin cama, sin colchón, durmiendo en el suelo, con una teja por almohada que ocultamente le dio un compasivo soldado. Así como había aplaudido esperando un proceder de justicia y de cultura, retiré mis aplausos y lancé repetidas veces mi enérgica protesta hasta que Navarro Méndez volvió a su hogar.

No he vacilado en referir este episodio, a pesar de la buena amistad que en el Castillo de Puerto Cabello cultivamos Mibelli y yo, porque me consta que él es el primero en reconocer sus pecados mostrándose arrepentido de haberlos cometido, si bien aspirando a que para juzgarle y sentenciarle se tenga en cuenta el medio, la época y los ejemplos que le venían de arriba.

                                                                                                               97 Iniciada el mismo 5 de mayo de 1909.

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XXIII. LOS INTERESES Y EL PODER

En 1923 fui reducido a prisión, so pretexto de la muerte de “Don Juancho”. Se me alojó en La Rotunda Vieja y Mibelli estaba en la Nueva. Algún tiempo después pasaron de la Nueva a la Vieja a Julio Delgado Chalbaud y a otro joven. Ambos me dijeron que el general Mibelli lamentaba que no me hubieran puesto en la otra Rotunda, pues tenía grandes deseos de conocerme y de estrechar la mano que había manejado la pluma que tan fuerte pero justicieramente lo había atacado; antes creía que yo había sido injusto con él, pero luego cambió radicalmente de modo de pensar y entonces reconocía que yo había procedido de laudable manera.

Estas expresiones, dichas a espaldas mías y sin pensar que a aquellos jóvenes los pasarían para donde yo estaba, revelan una completa transformación del hombre público que se contagió de tiranía cuando estuvo al servicio de tiranos y luego, cuando de ellos se alejó, se incorporó a las filas de la rectitud y la justicia. Más adelante volveré a referirme al general Mibelli, de quien fui compañero de prisión en el Castillo de Puerto Cabello.

No obstante que el Gobierno no se ocupaba en averiguar si estaban o no bien fundadas las quejas y protestas que aparecían en la sección “Para servir a todos”, ésta dio muy buenos resultados. Como prueba mencionaré una carta que me dirigieron varios notables señores de San Casimiro, en la cual me felicitaban por el buen éxito de mi determinación y me referían que entre el administrador de Rentas de aquel Pueblo y un comerciante había ocurrido un altercado, estando la razón de parte de éste, y que cuando el jefe civil tuvo conocimiento de lo que ocurría dijo: “No, no; que se arregle eso satisfactoriamente, porque yo no quiero salir en la sección “Para servir a todos” de El Pregonero.

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¿Qué tal si el gobierno hubiera tomado todas las necesarias y legales medidas para que se respetasen los fueros de la Justicia y se llevasen a cabo las debidas sanciones? Pero no, eso no era lo que buscaba Juan Vicente Gómez. Él quería gobernar con el viejo sistema: el de todas las vergonzosas tolerancias, el de las impunidades execrables, el de los desafueros arbitrarios. Él deseaba ser ilimitadamente complaciente para con los funcionarios regionales a fin de poder contar con su incondicional adhesión. Era la confabulación de la delincuencia en el poder. Esto, naturalmente, determinaría la propagación de esa horrenda plaga devastadora de todos los fueros, de todas las energías, de cuanto pudiera conducir al progreso individual y nacional; de esa plaga atroz que comienza en el presidente de Estado y termina en el comisario de caserío, pasando por el jefe civil.

¡El jefe civil! He ahí el azote con que la llamada Rehabilitación, como antes la pretendida Restauración, ha llagado las espaldas de la desventurada Venezuela. Son los jefes civiles los que más han contribuido a hacer odioso el nombre de andino, porque la mayoría de ellos han sido de la Cordillera. Habrá habido sus excepciones, que no las conozco, y notable injusticia es, sin duda, que se haga objeto de un ciego rencor a cuantos vinieron de allá, por el solo motivo de que jefes civiles andinos hayan martirizado a pueblos y ciudadanos de manera implacable. Porque esos opresores no han sido escogidos entre los buenos elementos en que abunda aquella región, como otras, puesto que las buenas cualidades no son patrimonio exclusivo de las demás, sino que florecen, como germinan las malas, en toda la extensión de la República.

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Lo que ha sucedido con los andinos es que, en su mayor parte, los que invadieron el centro a la sombra de la bandera restauradora y se aumentan luego como “rehabilitadores” fueron elementos de la peor calaña, de los que eran, por su espíritu aventurero y ánimo esforzado, inmejorables para la guerra, pero no aptos para las labores gubernamentales en la paz. Y tanto a Castro como a Gómez les ha parecido que el mejor modo de recompensar a sus oficiales, a fin de poder contar con ellos en todo tiempo, era adjudicarles como feudos las Jefaturas Civiles de los pueblos. Allí han sido soberanos, han hecho lo que se les ha antojado y nadie les ha pedido cuenta de ello.

Tres cosas, principalmente, se han propuesto llevar hasta los últimos extremos: el fomento del juego, la explotación del monopolio de la carne y el sacrificio de las vírgenes. El juego ha sido una de sus más copiosas fuentes de ingresos y por ello lo han propagado con particular empeño. En el monopolio de la carne han sido colaboradores eficaces del Jefe; y sembrando el deshonor en los hogares han resultado dignos discípulos de Cipriano Castro, a quien se le antojó que, ya que no los había tenido de su legítima esposa, su principal misión consistía en llenar a Caracas y a cuantas poblaciones visitara de hijos adulterinos. Horrores se han cometido en esos pueblos, donde ha resultado peligroso el tener hijas bellas. ¡Cuántas y cuántos de mis compañeros de prisión han, al fin, caído en la cuenta, después de horrendas cavilaciones, de que la causa de su prisión era la hermosura de su hija Fulanita!

Entre tantos recuerdo a un anciano, venerable, de cabeza honrosamente cana, de barba a lo San José, con una mirada apacible y tierna. Lo metieron en un calabozo de La Rotunda sin decirle por qué. En vano cavilaba, cavilaba y cavilaba noches y días enteros. No le había hecho daño a nadie; no se había mezclado en asuntos políticos; no tenía relaciones de ningún linaje con revolucionarios ni desafectos al gobierno. Nada; por más que se devanaba los sesos no acertaba ni a sospechar siquiera la causa o pretexto de su prisión.

Al cabo de algunos años logró comunicarse con su familia. ¡Qué alegría tan desbordante cuando Delgado Chalbaud le entregó el primer papelito que había recibido para él! Pero luego... ¡oh, Dios misericordioso! ¿Por qué en vez de aquel papelito no le enviaste un rayo? Un hermano le decía toda la verdad; toda la horrenda verdad. Su esposa había muerto de la peor de las muertes, de la vergüenza de ver a su hija, al único pimpollo de su amor, a quien era toda su gloria y toda su dicha, entre los brazos del jefe civil, del guardián del honor de los hogares, del encargado de mantener los fueros sacrosantos de la Virtud. No tardó el pobre viejo en seguir a su esposa; mas no fue de vergüenza de lo que murió, sino de la desesperación de no poder quitarse aquellos grillos de sesenta libras y salir de allí para coser a puñaladas el pecho del infame, digno servidor de Juan Vicente Gómez.

¡Qué de páginas podría yo llenar refiriendo episodios por el estilo! Pero ¿a qué amontonar lo que en definitiva resulta testimonio de nuestro oprobio, de nuestra irremisible culpa; de nosotros, los venezolanos todos, puesto que permitimos que tales cosas impunemente acontecieran?

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XXIV. REPORTES Y NEGOCIADOS

El 7 de mayo del mismo año de 1923 se dio la gran campanada de la anarquía entre los que debieran haberse acordado, en el propósito de formar un solo bloque que sirviese de dique para impedir las invasiones del Ejecutivo en el campo de las arbitrariedades. Gómez fue invitado a un almuerzo que se efectuaría en la hacienda “La Providencia”, del general Raimundo Fonseca, Acto al parecer inocente, pero que llevaba su intención aviesa. Así lo evidenció el general Francisco Tosta García en el discurso, en que, a nombre de sus correligionarios políticos, le ofreció a Gómez, como en épocas pasadas a Guzmán Blanco, a Alcántara, a Crespo, a Andueza, a Andrade y a Castro, la Jefatura en turno del Gran Partido Liberal Histórico.

¿Qué se proponían con esto? Sencillamente, lo que se propuso el doctor Wenceslao Urrutia cuando engatusó al insensato de Julián Castro, a fin de que lo autorizara para firmar con los ministros extranjeros aquel abominable Protocolo que aseguraba la impunidad de José Tadeo Monagas. Lo que se propuso Vicente Amengual cuando, a poco del triunfo de la Revolución Legalista, indujo a Joaquín Crespo, quien había luchado y vencido con el Pabellón Tricolor, a que hiciera bendecir en la catedral de Caracas por el arzobispo de Venezuela la bandera amarilla. En uno y en otro caso, los que se llamaban “liberales” habíanse propuesto echar de la Casa de Gobierno a los llamados godos.

A mí aquéllos me han incluido en el número de éstos porque he renegado de los procedimientos de los amarillos en el poder y porque, para que éstos no se atribuyan glorias de que en absoluto carecen, he puesto en evidencia, apoyándome en el testimonio de publicistas de ese mismo partido, que los gobiernos conservadores no fueron lo que sus enemigos han afirmado, sino gobiernos de orden, de probidad y de leyes. ¿Crímenes? Ninguno. ¿Errores? ¿Quién es aquel que puede vanagloriarse de no haberlos cometido? En la ocasión que vengo recordando censuré rudamente la tendencia anárquica que había despuntado en el almuerzo de “La Providencia”, porque comprendí que la división, que la lucha de bandos favorecería a Gómez, quien seguramente, o mejor, su maquiavélico mentor, el viejo José Rosario García, se aprovecharía de esa circunstancia para ir poco a poco anulando o sojuzgando aquéllos elementos que unidos y armonizados hubieran podido servirle de contrapeso y obligarlo a proceder siempre en favor de la Patria o precipitarse en la ruina de su poder.

No tuvo Gómez necesidad de poner en práctica el artero principio del consejero florentino98, dividir para reinar, porque los mismos palaciegos se dividieron, no obstante el haberle apuntado oportunamente Baptista a Gómez la frasecita de “Patria y Unión”. Yo no tenía interés en el predominio de ninguno de los dos bandos, porque a ninguno de ellos pertenezco y tanto del uno como del otro veía elementos, muy pocos, poquísimos, que podían agarrarse con toda la mano, pero muchos, muchísimos, que no podían cogerse sino con pinzas, en tanto que el resto, los más, ni aún con pinzas podríamos cogerlos. Los bien inspirados censuraron la tendencia amarilla y de esa controversia surgió la idea de formar un nuevo partido que entrara a laborar con acierto y abnegación por los legítimos intereses de la Patria. De ese nuevo partido trataré más adelante.

                                                                                                               98 "Divide et vinces", o "Divide et impera" son frases atribuidas a Julio César, antes de que la política de la ciudad-Estado de Florencia cobrara fama bajo el dominio de los Médicis y El Príncipe de Nicolás Maquiavelo, personaje aludido por Arévalo.

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Suscitose por aquellos días una discusión acerca de los Molinos de Maiquetía. Sin datos para tratar conscientemente el asunto, me había abstenido de hacerlo hasta que mi amigo don Porfirio Tamayo me visitó para preguntarme si quería enterarme de todos los pormenores de la cuestión. Le contesté afirmativamente y me propuso una entrevista con don Hilario Mora, gerente de los Molinos, y un señor Henríquez, quienes me ilustraron a ese respecto de tal manera que quedé convencido de que la razón estaba de parte de ellos. Sin embargo, debiendo y queriendo oír a la otra parte, puse un suelto en mi periódico manifestando el propósito de estudiar el asunto, para lo cual estaba allegando datos y referencias.

Esto bastó para que, sin pérdida de tiempo, se me presentara el señor Gustavo Terrero Atienza, de quien tenía yo informes de que era, en aquel intríngulis, agente de los señores Boulton y Cía. Éstos estaban interesados en la extinción de la empresa de los Molinos porque ello, naturalmente, favorecería al cuasi monopolio de la importación de la harina de que tanto se aprovechaban.

En cuanto vi llegar a Terrero comprendí en nombre de quién iba y lo celebré, porque sinceramente deseaba enterarme de todos los alegatos del pro y del contra. Comenzó sosteniendo que aquél era un monopolio de Cipriano Castro y que abogar por los Molinos equivalía a favorecer los intereses del tirano.

Creyó mi interlocutor que éste sería a mi juicio un argumento irresistible, dada la circunstancia del tesón con que yo hostilizaba a quien tanto había humillado a mi patria y tan sin piedad me había perseguido, pero gran sorpresa le sobrevino cuando le aseguré que yo podía probarle que Castro no tenía en esa empresa sino acciones por valor de cuarenta mil bolívares, que podrían muy fácilmente embargarse para resarcir perjuicios del sinnúmero causado por la arbitrariedad del autócrata, y que resultaba por demás injusto que se hundiera una empresa, perjudicando a los otros accionistas, porque Castro poseyese unas cuantas acciones.

Luego agregó algunos sofismas que fácilmente le contrarresté, causándole gran extrañeza el encontrarme tan bien armado en pro de la parte contraria. Y finalmente, no hallando que más oponer, declaró que defendiendo los Molinos estaba yo favoreciendo el capital judío, porque judíos eran sus principales accionistas: don David León, los Henríquez, los De Sola, etcétera. No pude contener la desbordante hilaridad que esto me produjo y, riéndome todavía, le dije que no sabía si el argumento ese pudiera tener valor alguno ante el ortodoxo criterio de los directores de La Religión, el padre Navarro y el señor Polanco; pero que con respecto al director de El Pregonero, podía tener por cierto que nunca entraba en averiguaciones para saber si el capital de una empresa industrial era circunciso o estaba por circuncidar.

Me hizo simpática la causa de los Molinos de Maiquetía la circunstancia de pensar que ellos podrían ser un poderoso factor para fomentar el cultivo del trigo entre nosotros, cosa que considero de grandísima importancia para nuestro bienestar económico. En los días en que estas páginas escribo, a mediados de 1934, nos aflige una fuerte crisis nacional que, en mi concepto, sería de fácil remedio combatiendo el contrasentido económico que existe en Venezuela. Aquí tenemos exceso de comerciantes y escasez de agricultores, que son los

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verdaderos y eficaces productores. Si por arte de magia se transformaran en agricultores la mitad, digamos, de los comerciantes, la otra mitad de éstos quedaría boyante, y los que se dedicaran a la agricultura mejorarían su situación y contribuirían a aumentar la riqueza del país.

Se me objetará que actualmente nuestros agricultores están ladrando porque el café está por el suelo, el cacao no vale nada y los frutos de la caña no producen sino pérdidas. Pero, en cambio, según datos estadísticos que he visto en La Esfera del 22 de febrero de 1933, anualmente importamos arroz por valor de cerca de cinco millones de bolívares, frutas en su jugo, frescas, pasadas y jugos de frutas por dos millones y medio, harina por la cual pagamos más de diez millones, madera que nos cuesta nueve millones, papas cuyo valor pasa de millón y medio, legumbres y hortalizas preparadas que alcanzan a más de medio millón, vinos blancos y tintos a cerca de tres millones y, aunque la manteca de cerdo no pertenece a la agricultura, como con ella tiene cierto contacto, es bueno anotar que de ese artículo importamos en 1929 cerca de siete millones y medio de bolívares. Todo lo cual forma un total de más de treinta y nueve millones de bolívares, que anualmente enviamos al exterior por ese respecto y que muy bien pudiéramos dejar aquí para alivio de nuestra situación económica. Y he de advertir que sólo he tomado nota de los principales productos y que hay otros más de los que pudiéramos producir, por los cuales erogamos varios millones más.

Cuando el año 26 me coloqué, en la oficina de representaciones del señor Bernardo Jurado Blanco, me causó extrañeza el ver un pedido, hecho por un comerciante de Caracas, de varios centenares de sacos de arroz dirigido a Eloff Hanson, de Suecia. Asombrado, le pregunté a uno de los viejos empleados de la oficina si se traía arroz de Suecia y me respondió que millones de quintales mensualmente. La impresión que esto me causaría podrá imaginarse después de haber oído en La Rotunda a varios compañeros de Guayana cómo se producía el arroz en el Caura, en el Palmar y en otros lugares de aquella región. Para ellos, el arroz que se produce en aquellos sitios es muy superior al que llaman de Carolina.

Por cierto que varios me hablaron de un magnífico tren que, para beneficiar ese cereal, había montado en el Caura un señor Batistini, con un éxito brillante, y de las extensas siembras que dicho señor y otros poseían. Pero, en los días de la Revolución Libertadora, Batistini fue delatado como revolucionario, con o sin razón, y Castro no sólo lo envió al Castillo de Puerto Cabello, sino que ordenó que toda la maquinaria de su tren de beneficiar arroz se la echaran al Río Caura, orden que fue escrupulosamente cumplida.

Otros me hablaron del magnífico arroz que se produce cerca de Santa María de Ipire, en terrenos anegadizos de Ocumare del Tuy y en otros puntos que no recuerdo ahora. Cuando en 1932 salí del Castillo de Puerto Cabello, mi amigo don Manuel Pérez Batista me envió de regalo un guacalito con unas hermosas papas. Cuando me visitó, lo felicité por las inmejorables papas que estaba produciendo y me contestó que las traía de Holanda. Y en mi prisión había oído también hablar de las enormes papas que se cosechan en los Andes.

¿Qué es lo que falta, entonces? El impulso de un gobierno inteligente, probo y progresista, la cooperación de una prensa que no se atribuya por única misión la del elogio a todo trance para los actos y cosas de los que mandan y el concurso de los ciudadanos a quienes preocupe el futuro de la patria y quieran laborar por su grandeza y bienestar. El gobierno

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debe comenzar por acabar con la plaga de los malos jefes civiles, dando la libertad legal para que los municipios y los distritos escojan sus mandatarios entre lo mejor que tengan y quedando alerta para garantizarles a los ciudadanos las garantías que las leyes les reconocen, porque hasta ahora esos procónsules que ha enviado el gobierno central no han hecho sino ahuyentar de los campos y de los pueblos a las personas pudientes, cansadas de pagar contribuciones y multas ilegales y de sufrir vejámenes, para obligarles a congraciarse con el que manda a fuerza de espontáneas dádivas.

A este respecto, recuerdo que un zaraceño me refirió hace pocos años que en Zaraza se pagaba, como en todo el Guárico, una fuerte multa por beneficiar una vaca, y que cuando alguien iba en busca de un permiso para matar un novillo, le obligaban a matar una vaca, en lugar del novillo, para que pagase la multa, que iba a parar a su bolsillo particular. Todas estas cosas, y mil más que podrían citarse, han hecho que todo el que haya podido disponer de algo se viniese a Caracas, la cual ha crecido a expensas de los campos y aldeas; mal síntoma que muy especialmente menciona la Economía Política como preludio de cercanos desastres y cuya comprobación estamos palpando.

En 1922, cuando salí de La Rotunda después de ocho años y medio de prisión, me llamó la atención el gran número de provincianos que me visitaban y me decían estar radicados en esta capital. Era que, como todos advertían, en los pueblos no se podía vivir por falta de garantías, lo que yo muy bien sabido me tenía por lo que había oído y visto en la cárcel.

La Prensa, el otro poderoso factor llamado a impulsar la económica transformación nacional, debe estimular la afluencia a sus columnas de las luces de aquellos cerebros que han acopiado conocimientos capaces de determinar un efectivo progreso. Y los ciudadanos todos, por su parte, deben espontáneamente colaborar en el patriótico propósito, agrupándose en asociaciones que tomen a su cargo las divulgaciones requeridas por medio de conferencias, concursos, exhibiciones, fundación de escuelas rurales, granjas modelos y demás factores de positivo progreso.

Dije que había considerado los Molinos de Maiquetía como propicios para fomentar el cultivo del trigo, y fundaba mi juicio en ciertos datos que me había suministrado don Hilario Mora. Recuerdo, además de varias cartas del Yaracuy y Lara, un telegrama de los señores García Hermanos, de Barquisimeto, que me mostró, y por el cual éstos le proponían, con las condiciones anteriores, la venta de cien quintales de trigo que habían recientemente cosechado. Y fue que dichos señores el año anterior habían hecho un ensayo, les fue muy bien, se animaron e hicieron una siembra en gran escala; pero el señor Mora, con visible dolor y desconsuelo me mostró la contestación que les había enviado. No podían comprar hasta no tener la seguridad de que la empresa subsistiría. Pero eran muy poderosos los empeñados en extinguirla y se tenía por cierto que eran los principales Gómez y Baptista.

Hubo también mucho dinero en juego, y alguien me refirió que los de los Molinos comisionaron a Frank Maduro, hermano del que entonces tenía la Lotería para que, como intimo amigo de Andrés Mata, le suplicara que cesasen sus ataques a los Molinos. Mata le contestó a Maduro, según éste refirió, así: “Me he comprometido, por tres mil pesos que he recibido, a publicar tres editoriales contra los molinos; ya publiqué el primero, y te prometo que después que publique los otros dos los dejaré tranquilos”.

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A la empresa de los Molinos se le dio el golpe de gracia, y cuando vi en El Universal un gran anuncio referente a la liquidación me llamó la atención no haberlo visto en El Pregonero y le pregunté a Porras Bello si lo había llevado. Me contestó negativamente, y entonces agarré la ocasión por los cabellos para decir algo que tenía ganas de echar para afuera.

Es el caso que, como abundan los que piensan que no se puede defender desinteresadamente una causa, por justa que sea, no pocos se preguntaban cuánto me habrían pagado los de los Molinos por defenderlos y hasta no faltaban algunos que se atrevían a citar cantidades, y por esto quise aprovechar la circunstancia de no haber recibido el anuncio, que sí estaba publicado en El Universal, para decirles a mis lectores que ni siquiera el valor de ese anuncio había recibido de los dueños de una empresa que tan tenaz como desinteresadamente había defendido. Añadía yo que respetaba los motivos que pudieran tener ellos para favorecer el periódico que los había hostilizado, poniendo a un lado al que había abogado en su favor, pero que era conducente hacer constar que ni la tarifa de El Pregonero era más alta que la de El Universal, ni la circulación de éste alcanzaba siquiera a la quinta parte de la de aquél.

No tardó mi amigo Porfirio Tamayo en presentarse en mi oficina, apenadísimo por lo ocurrido y por haber sido él quien me puso al había con aquellos señores que de aquel modo me correspondían, y agregó que acababa de tener un altercado con un señor De Sola, secretario del Banco de Venezuela, que fue quien incurrió en la falta.

Le aseguré que no se apenara por ello, porque yo había celebrado en alto grado el suceso, puesto que me dio pie para llevar a conocimiento del público que me habían soezmente calumniado los que afirmaban que me había vendido a la empresa de los Molinos de Maiquetía. Se empeñó Tamayo en que aceptara el anuncio y a ello me negué firmemente, haciéndole ver que a El Pregonero le sobraban anuncios, y probándole que uno que había contratado con Lucas Ramella por doce veces, sólo pudo salir dos, por lo cual se le presentó las debidas excusas y nada se le cobró.

.........

Tratose por aquel tiempo de arruinar la Navegación y el Ferrocarril de Carenero, cuyo propietario era el señor Víctor Crassus. Con tal motivo vino de Río Chico el señor Wenceslao Armas y solicitó hospitalidad en las columnas de mi diario para una serie de artículos que deseaba publicar. Se la concedí amplia y desinteresadamente. Y no fue esto todo, sino que convencido del atentado que se pretendía cometer, escribí el 22 de mayo un fuerte editorial sobre el asunto.

Cuando llegué a mi oficina ese día, díjome Porras Bello que el doctor Roberto Vargas, Ministro de Obras Públicas, me había mandado a decir que deseaba tener una entrevista conmigo en su despacho. Pensé, aunque extrañándolo mucho por el alto concepto que tenía del doctor Vargas, que sería para tratar de imponerme que no siguiera tratando aquel asunto. Fui a verle, pues, apercibido para contestarle lo que debía.

Me recibió muy amablemente, y me dijo que con gran complacencia había leído mi editorial; que lo que se estaba tramando eran vagabunderías del viejo José Rosario García, quien tenía de mampara a un señor Jagemberg y a Agustín García Poleo; que el propósito

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era quedarse con aquella empresa u obligar a Crassus a que les diese una gruesa suma de dinero, pero que él al ver mi editorial, se fue a ver al general Gómez, se lo leyó y logró asustarle, haciéndole ver que ya la prensa independiente se había apersonado del asunto y seguramente formaría un gran escándalo que le haría mucho daño al gobierno.

Me animó a seguir escribiendo sobre el mismo tema, a lo cual estaba yo muy dispuesto, y pocos días después apareció en la Gaceta Oficial una resolución del Ministerio de Obras Públicas que era la más completa manifestación de nuestro triunfo y de la habilidad y justicia con que había procedido el probo y ejemplar ministro doctor Roberto Vargas.

Ese adjetivo probo no está puesto allí por antojo ni para redondear la frase. Lo está por lo siguiente: el señor Wenceslao Armas me refirió que don Víctor Crassus, muy mortificado y poniéndose entrambas manos en la cabeza, le confió que había dado una estupenda metida de pata, pues cuando leyó la favorable resolución se fue al Ministerio y, después de darle las gracias al doctor Vargas, le ofreció un macito de billetes de Banco. El doctor, montado en cólera auténtica, le preguntó si era así, con un agravio, con un bofetón en pleno rostro, como le pagaba lo que en justicia había hecho por él. Don Víctor, tartamudeando y aterrado, le rogó que lo perdonara, pues había procedido así por estar en cuenta de que esas manifestaciones de gratitud eran corrientes y hasta imperiosas en los Ministerios y demás oficinas públicas de este país. El doctor Roberto Vargas no se atrevió a desmentir lo que seguramente aquel ciudadano francés, veinticinco veces millonario y con más de cincuenta años en Venezuela, hubiera podido verificar con incontrovertibles testimonios.

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XXV. EL ELOGIO DEBIDO

Así como mi pluma estaba pronta para censurar los malos actos de los gobernantes, aún no dudando que ello podría costarme la pérdida de la libertad, también lo estaba para aplaudir a aquellos pocos funcionarios públicos que por sus laudables procederes se habían hecho dignos de ello. De ahí que no les faltase mi efusivo aplauso, ni a don Juan Liscano cuando hizo incluir, con el diestro apoyo de Rivas Vázquez, en la nueva Constitución el principio de que ningún periodista fuese encarcelado por calumnia, injuria o perjurio de tercero, sino mediante sentencia ejecutoriada; sabia reforma que vino muy a propósito de un atentado cometido en el Guárico contra dos periodistas, los redactores de El Día, de Guardatinajas, señores Guillermo E. Salgado y A. Ramírez Franco.

Bastó una orden del juez para que las autoridades de Calabozo los encarcelaran. Esto, legalmente, era correcto, como lo sostuvo, rechazando mi protesta, el general Manuel Sarmiento, Presidente de aquel Estado, quien en verdad no había hecho sino cumplir una disposición judicial, pero a la luz de la razón resultaba un absurdo, porque ¿por qué prenderlos si aún no estaba averiguado si eran o no culpados?

Ni les escatimé mis alabanzas a los miembros del Concejo Municipal cuando en un altercado con el gobernador Iturbe se mantuvieron firmes hasta vencer, en una cuestión de Loterías, sosteniendo que era de la exclusiva atribución de dicho Cuerpo y mostrándose celosos de los fueros de su autonomía.

Ni fui parco en elogios para el general Celestino Peraza, ni para el general Ricardo Castillo Chapellín y don Ángel Corao, quienes lo apoyaron tenaz y briosamente, cuando abrió campaña formidable contra las rifas, loterías y juegos de envite y azar hasta lograr que en un artículo de la nueva Constitución fuesen expresamente prohibidos; ni cuando pidió y obtuvo la expresa prohibición de los castigos infamantes como grillos, cepos, azotes.

Ni me mostré menos justiciero para con el doctor Guillermo Tell Villegas Pulido, cuando alcanzó un resonante y trascendental triunfo parlamentario haciendo que en el mismo proyecto quedase estatuido que todo aquel que dictase o ejecutare órdenes violadoras de las garantías constitucionales quedaba obligado a indemnizar al agraviado por los perjuicios que esto le hubiere ocasionado.

Y tuve también la íntima complacencia de ensalzar la conducta del Presidente de Aragua, Ángel Carnevali Monreal, cuando descendió de su alto sitial para defenderse por la prensa de los cargos lanzados contra él por sus gobernados señores Gil R. Bello y Rafael Uztáriz, quienes se quejaban de que se abriese un camino por entre fincas de su propiedad, y cuando unos aragüeños anónimos lo acusaron de malversación de los fondos del Estado. En uno y otro caso, el Presidente de Aragua se mostró benévolo, tolerante, liberal, y bien puedo asegurar que ante el supremo tribunal de la conciencia pública fue justicieramente absuelto.

Tampoco escatimó mi pluma su esforzado apoyo para aquellos que de algún modo propendieron al progreso moral y material del país. Las columnas de mi diario estuvieron siempre prontas para darles hospitalidad, desinteresadamente, a todo proyecto útil, a todo propósito patriótico. Citaré, entre varios casos, el del doctor Manuel Ruiz, quien me mostró un proyecto de pozos artesianos que me pareció utilísimo. No sólo le publiqué

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gratuitamente cuanto me llevó, sino que en varias ocasiones recomendé ese asunto a la consideración del gobierno y de los particulares. Por cierto, esa tentativa de progreso tuvo muy triste epílogo, pero también muy venezolano. El doctor Ruiz terminó por decirme: “En este país nada se puede hacer. El viejo José Rosario se quiere llevar todo: una parte para él, otra para Gómez, otra para el ministro y qué se yo cuantas tajadas más. Total: nada para mí. Me doy por vencido”.

Para los jueces a quienes cupo la gloria de reparar la enorme injusticia de que había sido víctima la Compañía Anónima del Gas y de la Luz Eléctrica también tuve los merecidos encomios. Bien se recordará que Cipriano Castro, deseando apoderarse de esa empresa para darla en usufructo a varias de sus concubinas, dispuso que las Rentas Municipales no le pagasen lo correspondiente al alumbrado de Caracas durante años, y así la deuda por éste y otros respectos montó a Bs. 1.999.028,82, más de la mitad del capital social de la compañía. Con tales pérdidas, la empresa no podía, claro está, cumplir puntualmente sus compromisos.

Esto era lo que el “Restaurador” deseaba. Envió a Emilio Vicente Valarino al frente de un piquete de policías, echaron a la calle a los directores y al gerente y tomaron posesión de la empresa. A los dos meses de esto declararon la compañía en quiebra y apareció Castro rematándola. En seguida, Valarino, personero del rematador, remató por Bs. 60.000 créditos de la compañía contra la Municipalidad, que alcanzaban a Bs. 450.000, los cuales fueron inmediatamente pagados íntegros, lo que no pudo lograr la compañía en tanto tiempo, ni con tantas y tan insistentes diligencias.

Terminado el embrollo judicial, insólitamente escandaloso, el doctor Félix Montes,99 abogado de la compañía, le dijo a la Junta Directiva que ya no quedaba por hacer sino estampar la debida protesta al pie del expediente, a fin de que quedaran en su fuerza y vigor los derechos de la compañía y pudieran en su oportunidad ser reivindicados, y añadió que eso le correspondía al Presidente de la compañía. Éste era don Manuel Porras Echenagucia, quien manifestó que creía eso un sacrificio inútil y que él no estaba dispuesto a sacrificarse inútilmente. El doctor Montes lo excitó a renunciar para que asumiese la presidencia alguno de los otros directores que estuviese dispuesto a firmar la protesta. No hubo quien quisiese cumplir con su deber, y entonces dicho doctor dijo que ya que nadie quería hacer como Presidente lo que convenía a los intereses de la compañía, el procedería como abogado de ésta, puesto que estaba obligado a agotar todos los medios que fuesen conducentes a la reivindicación en su oportunidad de los derechos tan inicuamente violados.

Los de la Junta Directiva trataron de hacerlo desistir de su propósito, pero aquel enérgico y honrado carácter no era para tomar veredas extraviadas una vez que hubiese visto ante sí, recta y amplia, la senda del deber. Sordo a los requerimientos y consejos de los otros, se encaminó al Tribunal, escribió la protesta y la firmó. El gobernador Tello Mendoza al punto le mandó a decir que iría a la cárcel si no retiraba aquel escrito: “Dígale usted al señor gobernador—fue su respuesta—que he cumplido con mi deber consciente de lo que

                                                                                                               99 Arévalo González tenía gran admiración por el Dr. Montes, al punto de que lo propuso como candidato a la Presidencia de la República el 11 de julio de 1913 en las páginas de El Pregonero. La intención continuista de Juan Vicente Gómez se encargó de apresar a Arévalo, una vez más, en La Rotunda. Montes huyó a Curazao y regresó a Venezuela en 1936, ya muerto el tirano.

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ha de sobrevenirme; que estoy a sus órdenes”. Vargas ante Carujo. Eso es lo que se llama un carácter. No aquel que patea, echa ternos cuarteleros, manda a la cárcel, hace poner grillos, da órdenes de muerte. Todo esto es, simplemente, propio del mal carácter. No fue reducido a prisión el doctor Félix Montes, seguramente, porque Castro pensaría que ello sería aumentar inútilmente el escándalo, y que unos renglones más en aquel inicuo expediente nada significarían. Esos renglones, quintaesencia del genuino valor cívico, estaban destinados a ser más tarde, cuando amaneciera en la República, el punto de apoyo para que la palanca de la Ley volcase aquel artefacto de injusticia, de codicia y de ignominia.

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XXVI. RESTOS DE PAREDES

El 27 de mayo llegaron a Caracas los restos mortales del general Antonio Paredes100. Cipriano Castro lo había hecho fusilar en una selva guayanera. ¿Con qué derecho? Con el de vencedor. ¿Pero hubiera el jefe de la Revolución Restauradora reconocido y encontrado justo ese derecho si hubiese caído en maños de Andrade y éste hubiera dado la orden de los cuatro tiros?

He renegado y reniego de la guerra civil; pero encuentro muy chistoso, cuando no irritante, que tiranos abominables que han asaltado el poder por medio de una revolución armada se hayan creído autorizados para convertirse en apóstoles de la paz y no sólo predicar cosas muy bellas, que han debido tener en cuenta antes de alzarse, sino asumir la actitud de jueces inflexibles y mandar a fusilar—como Guzmán Blanco a Salazar y Cipriano Castro a Paredes—a quienes osaron hacer lo que ellos antes hicieron.

En mi editorial de aquel día decía yo: “Te echaron al Orinoco—¡oh Paredes!—para que sus ondas te arrastraran al mar, para que fueses pasto de tiburones—acaso menos voraces que quien ordenó tu muerte—, para que tus huesos no fueran calentados por la amada tierra que quisiste libertar. Pero ese Río, que quizá tenga el corazón que le falta a Cipriano Castro, no quiso ser cómplice de tamaña iniquidad y te balanceó en sus linfas hasta que mano amiga llegó para depositarte donde pudieran hallarte tus compatriotas, cuando amaneciera en la Patria que dejaste envuelta en densa oscuridad. Y amaneció por fin”.

La apoteosis con que lo recibió el Pueblo de Caracas, como antes Ciudad Bolívar y La Guaira, fue grandiosa. Todo revistió una solemnidad indescriptible. Las diversas clases sociales, los gremios todos se emularon, en incomparable emulación, para rendirle a las cenizas de aquella infortunada víctima un homenaje de cariño en resarcimiento del criminal rigor con que lo anonadó el tirano de la Patria. En momentos cuando medio Caracas estaba en el cementerio, después de haberlo acompañado en el templo y hasta la Alcabala casi la otra mitad, oí desde mi escritorio que en el salón de la administración alguien decía en muy alta voz que cómo era posible que en Caracas no hubiese un periódico independiente que quisiese publicar su artículo.

Llamé a Porras Bello, le pregunté lo que ocurría y me contestó que allí estaba el general Juan Mata Contreras, empeñado en que le publicáramos un articulo terrible contra Paredes, que los demás periódicos no le habían querido publicar. Le manifesté el deseo de leer ese escrito, me lo llevó y, en leyéndolo, le dije: “Vamos a publicarlo”. Porras se echó hacia atrás. “¡Cómo!—exclamó—¿Ha pensado usted en lo que eso podría significar? “Sí—repuse—, la muerte de El Pregonero, pero hay que publicarlo. Es mi deber, y si como periodista no puedo cumplirlo, cambiaré de oficio”.

                                                                                                               100 Esta figura tuvo una trayectoria de dignidad que prestó el hilo narrativo a La caída del liberalismo amarillo: tiempo y drama de Antonio Paredes, el libro del Dr. Ramón J. Velásquez. Apoya la Revolución Legalista de Crespo, pero luego lo enfrenta por desacuerdo con la imposición de José Félix Mora como Presidente del estado Carabobo. En el exilio europeo hace estudios civiles y militares. Muerto Crespo, ofrece sus servicios a Ignacio Andrade, a quien defiende militarmente y por escrito. Resiste a Cipriano Castro en oportunidades sucesivas, y éste ordena su ejecución luego de que Paredes invadiera a Venezuela por el Delta del Orinoco, a comienzos de 1907.

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Me preguntó cuánto se le cobraba y le dije: “Estrictamente el precio de tarifa; ni un centavo menos, ni un centavo más”. Mata Contreras dijo que sólo tenía treinta y cinco pesos y se empeñó en que le rebajáramos los otros cinco. Le mandé decir que si yo le rebajase siquiera un centavo, contribuiría con un centavo a la publicación de su artículo, a lo cual no estaba dispuesto, así como tampoco quise aprovecharme de la ocasión para subirle el precio de tarifa. Prometió llevar lo que le faltaba cuando fuera a corregir las pruebas y así lo hizo.

En saliendo de la imprenta comenzó Mata Contreras a regar por todo Caracas que su artículo saldría al día siguiente en El Pregonero y en seguida fueron llegando a mi oficina amigo tras amigo que iban a averiguar si eso era cierto. Todos se asombraban cuando oían mi contestación. Fue el primero que llegó mi inolvidable y noble amigo Juan Santana de León, aquel hombre todo corazón. “¿Cómo?—me dijo—¿Pero es que usted está loco? El Pregonero, ese periódico que se ha granjeado el cariño de todos los buenos venezolanos, no merece esa muerte”.

Siguió haciéndome observaciones por el estilo y tras de él llegaron tantos y tantos, cada cual con su anticipado responso al periódico que ya consideraban difunto. Yo opinaba como ellos, sabía que tenían perfectísima razón, porque los fanáticos de Paredes, que eran los más, casi todos, no me perdonarían que con tan lúgubre campanada alterase la solemnidad de aquella apoteosis. Pero ¿qué hacer? Una vez que yo haya oído la voz de mi deber señalándome la trayectoria que debo recorrer, soy como un proyectil lanzado por mano misteriosa, y o paso o me estrello.

El doctor Manuel Díaz Rodríguez habíame dicho en la mañana que pronunciaría un discurso en el cementerio y que deseaba que fuera El Pregonero el que lo publicase. Le di las gracias por la distinción y le exigí que al regresar me enviara los originales para ganar tiempo y poder corregir las pruebas con esmero. Así me lo prometió, pero a las cuatro, no habiéndolas recibido, lo llamé por teléfono. Me preguntó si era cierto lo que se decía y al oír mi contestación me manifestó que había resuelto otra cosa, porque no deseaba que su discurso saliera en el mismo periódico que acogería los ultrajes contra Antonio Paredes.

Por aquel entonces se atribuía Díaz Rodríguez el derecho de dar lecciones; andando el tiempo se vería que era él quien las había menester, y a mí se me presentó la ocasión, que aproveché, de darle una muy expresiva y candente. Fue cuando, estando yo recién salido de una de mis prisiones y él de uno de los ministerios que sirvió con Gómez, para ludibrio de su nombre, asistí al entierro de la señora viuda de don Eduardo Blanco. Estaba yo parado en un extremo del corredor cuando entró Díaz Rodríguez; saludó a los que estaban delante y al alcanzarme a ver se fue directamente hacia mí, pero cuando ya estaba cerca y poco le faltaba para tenderme la mano, le di la espalda. Esto lo vieron varias personas y me refirieron que se quedó como una estatua, sin saber qué hacer. Procedí así no por venganza ni en desquite de lo que me hizo con el discurso, pues aquello fue un accidente al cual no le di importancia y quedamos siendo buenos amigos. Tampoco por intolerancia mía, pues ésta no me ha faltado para con los que han sido serviles por naturaleza o por hambre; pero Díaz Rodríguez no estaba en esos casos. Siempre se había mostrado como un rebelde consciente, renegando de Gómez y de todos sus cómplices, y no hubiera podido alegar que había sacrificado sus convicciones para llevar a sus hijos el pan que le pedían y no podía

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darles. Era rico y sabía el mal que le estaba haciendo a la patria con su pernicioso ejemplo. Por esto fue para la buena causa uno de los más funestos renegados.

Pero volvamos con el asunto Mata Contreras. Por la noche fui al Teatro Municipal, y al punto noté el ambiente de hostilidad que me rodeaba. Y aplicando la famosa ley de la relatividad—aunque no la entiendo—diré que en esos momentos me sentía como Mirabeau cuando, desde la tribuna de la Convención, Barnave le arrojó este fulminante apóstrofe: ¡Monárquico! Por darse cuenta de esto, probablemente, sería por lo que mi amigo Juan Francisco Pérez Bermúdez, experto y ameno cronista de El Tiempo, me dijo en el primer entreacto: “Ve inmediatamente a la imprenta y retira ese malhadado articulo. No sólo la vida del periódico y tu total desprestigio puede costarte, sino también muy graves sinsabores”.

Le di las gracias por su buena intención, pero no lo complací. Salió el artículo. Fue aquello, realmente, una verdadera tormenta. A poco de haber llegado yo a mi oficina se me presentó el señor Manuel Paredes, hermano de Antonio. Pensé que ya se me iba a presentar el primer sinsabor e instintivamente le eché una rápida mirada a los papeles que ocultaban el revólver que siempre tenía a la mano. Pero no; muy amablemente me expresó la sorpresa y la pena, tanto de él como de toda su familia, por la aparición de aquellos insultos a la memoria de Antonio en El Pregonero, el periódico que siempre había sido recibido en su hogar con cariño y regocijo.

Le contesté que, como tenía que decir al público muchas cosas, le rogaba, así como también a su honorable familia, que tuvieran paciencia y esperaran el número del siguiente día. Escribí tres extensos editoriales sobre el asunto. Expuse mi modo de entender el deber del periódico; sostuve que los hombres Públicos, vivos o muertos, deben estar en todo tiempo tendidos en el anfiteatro de la pública discusión y a merced del escalpelo del más riguroso análisis; hice observar que la disyuntiva era forzosa: Mata Contreras tenía razón o no la tenía, en el primer caso, había que darle al César lo que del César era, y en el segundo, menester era defender a Paredes de los cargos que le hacia su acusador.

Advertí también que temer la publicación de esa acusación equivalía a reconocer, o suponer siquiera, que era incontrovertible y, de consiguiente, condenar de antemano a aquél de cuya fama se mostraban todos tan celosos. Dije, en fin, muchas cosas acertadas e incontestables y como la verdad es soberana y se abre siempre paso, El Pregonero, que no era sino un humilde pero fiel pajecito de esa majestad, también penetró triunfalmente por entre la opinión pública, que les rindió, a la soberana y al paje, los debidos homenajes.

Desde mi primer editorial empezó a cambiar el sentimiento público. Cuando hube agotado el tema le pregunté a mi amigo Santana de León, quizá el que más habría lamentado la temida muerte de mi periódico: “¿Y ahora que me dice usted?” “Que con el primer editorial era suficiente para darle mi absolución y mis congratulaciones”. Pedro Emilio Coll me hizo una visita expresamente para felicitarme. “Tiraste una parada muy oscura—me dijo—, pero has salido admirablemente, con más autoridad moral y habiendo probado que eres un verdadero periodista”. Luego añadió que le había dicho a Manuel (Díaz Rodríguez), que había incurrido en una tontería desistiendo del propósito de publicar su discurso en mi periódico.

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En adelante no oí sino congratulaciones y alabanzas, porque, según me decían, si me habían admirado cada vez que me le había enfrentado al Gobierno, exponiendo mi libertad, más encomiable les había parecido mi firme y resuelta actitud para arrostrar las iras populares y jugar en una sola carta la vida de mi periódico y la popularidad de mi pluma.

Y, poniendo la modestia a un lado, tenían razón, porque se requiere mayor suma de valor cívico, de abnegación y desprendimiento para esto que para aquello. Haber luchado tanto y tan tenazmente para llevar El Pregonero a la altura en que se hallaba; haber acrisolado una reputación de buen ciudadano, cumpliendo con mi deber, persiguiendo santos ideales de patria grande y libre, sacrificando no sólo mi libertad, sino también el bienestar de mi familia y desdeñando las diversas ocasiones que hubiera podido aprovechar para adquirir millones, y luego tener por cierto que el periódico hallaría al día siguiente todas las puertas cerradas y todos mis merecimientos se convertirían en punzantes espinas para mi frente, sólo por haber cumplido con un deber no comprendido por el vulgo, era una situación asaz tremenda que requería, para afrontarla, un enérgico espíritu de sacrificio y una gran suma de devoción a la verdad.

Pero tanto yo, como los que me aconsejaban que no publicara el artículo de Mata Contreras y cuantos tenían por cierto que El Pregonero no sobreviviría a lo que consideraban el reto audaz de un loco, o de un insensato, a la conciencia pública, estábamos equivocados. La conciencia pública, después de oírme, me absolvió.

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XXVII. LA PROTECCIÓN DEL CARMEN

El 29 de junio publiqué un editorial que estuvo a punto de costarme la vida. El día anterior, había sido introducido por varios diputados en la respectiva Cámara un proyecto de acuerdo para concederle una pensión mensual de doscientos bolívares a la viuda del doctor Vicente Mijares.

Opiné que si se trataba de una obra de caridad, el propósito tenía mi sincero aplauso, sólo que entonces debía dársele otra forma al proyecto y, por ejemplo, crear una escuela o un colegio y emplear a la señora Mijares, a fin de ganarse con su trabajo la suma con que se la quisiese socorrer, pero que dársela como pensión en recompensa de los servicios de su esposo como servidor público me parecía un absurdo, puesto que bien sabido era que el doctor Mijares en ningún tiempo se había hecho digno de semejante galardón pues, antes bien, sus servicios fueron siempre perjudiciales y de funesta trascendencia para la suerte de la patria.

Añadí que cuando la Representación Nacional concedía una pensión a la familia de un difunto era porque la vida de éste podía figurar en la historia como modelo para la presente y las venideras generaciones, y que si los señores diputados querían mostrarse justos, debían fijarse, para remediar tamaña injusticia, en que eran muchas, muchísimas, las descendientes de próceres que carecían de pensión o sólo recibían un miserable montepío de quince bolívares mensuales.

Luego escribí estos incontestables párrafos: “Éste no es asunto de amistad ni de conmiseración. Trátase de un precedente, de un testimonio de gratitud que algunos pretenden que dé la nación por servicios que en nada la aprovecharon, que en nada la honraron y que ella pagó pródigamente, con prodigalidad excesiva y sólo posible en épocas de corrupción administrativa. No es justo, pues, que la personalidad política del doctor Mijares sea consagrada por la Representación Nacional como modelo de buen patriota; porque, preciso es decirlo con absoluta ingenuidad, ninguna prueba fuera más concluyente de la irremisible inmoralidad en que hemos caído”.

No se habrá escrito un editorial más puesto en razón, ni más aplaudido por el pueblo. Pero el doctor Mijares había dejado aquí un sobrino que no pensó ni sintió como sintieron y pensaron todos y resolvió convencerme con el argumento del plomo, no de los tipos, sino de las balas, de que yo había incurrido en un error y en una injusticia.

Conversando me hallaba con el coronel Nepomuceno Pérez, inspector de Policía, pero más espaldero del gobernador Iturbe que inspector, y que había ido a informarse si en mi imprenta se editaba Frú-Frú, un periódico de Leoncio Martínez, cuando llegó el general Crisanto Garmendia, me llamó aparte y me advirtió que un sobrino de Pedro Vicente Mijares me andaba buscando para matarme. Le pregunté su nombre y no pudo decírmelo.

Cuando volví a reanudar la conversación con Pérez, le dije: “ ¿Sabe usted a lo que vino este amigo? Pues a decirme que un sobrino de Pedro Vicente Mijares me está buscando para matarme”. Me preguntó cómo se llamaba y como le advertí que no me habían dicho su nombre, repuso: “Pues entonces no podemos hacer nada”.

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Esta ridícula contestación en boca de un inspector de Policía, cuyo deber era averiguar, con la acucia con que estaba averiguando dónde se editaba un periódico de la oposición, quiénes eran los sobrinos de Mijares y tomar todas las medidas necesarias para impedir un crimen, me produjo una mezcla de indignación y de desprecio y le dije: “No se lo he dicho para que haga algo, sino por lo que pueda acontecer”.

Tenía yo que ir a afeitarme, y la barbería donde acostumbraba hacerlo era la de un español, Torres, situada precisamente entre el Museo Boliviano y La América, botiquín donde estaba mi presunto agresor “pegándose palos en compañía de unos camaradas que no cesaban de comentar mi editorial”, según me había informado Garmendia.

Mi imprenta estaba situada entre la Torre y Veroes, y al pisar el umbral de la puerta de la calle pensé que si me dirigía hacia el sur pasaría por delante del mencionado botiquín, exponiéndome a encontrarme con mi enemigo, en tanto que si me encaminaba hacia el norte, doblaría en Veroes, luego en la Santa Capilla y pasando por Principal, llegaría a mi destino con menos probabilidades de que efectuase el peligroso encuentro. Pero el demonio del orgullo, o del amor propio, o de la majadería, o de lo que fuere me preguntó en mi interior si aquello era prudencia o miedo. Mi respuesta fue echar a andar rápidamente hacia la Torre.

No hubo novedad, llegué a la barbería, me afeitaron y regresé por el mismo camino, sin tropiezo tampoco. Estaba invitado por el señor Betancourt Sucre, cónsul en Trinidad, para un almuerzo en el Gran Hotel, allá fui a la hora fijada y cuando, como a las tres salía del Hotel, me encontré con Porras Bello, quien me dijo que me había estado solicitando porque a la imprenta había ido Wenceslao Armas para decirme de parte de Alejandro Melo, dueño del botiquín “La América”, que el coronel Federico Cuervo Mijares, segundo jefe de la Artillería, había pasado toda la mañana en el botiquín, con otros camaradas, tomando licor y diciendo que me iba a cobrar muy caro el editorial contra su difunto tío.

Le advertí a Porras que ya conocía las intenciones de ese señor y que estaba armado. Llegué a mi oficina, escribí unos cuantos sueltos y luego me encaminé a la barra del Congreso, como solía hacerlo diariamente, pero como era día feriado, de San Pedro y San Pablo, no hubo quórum. Me retiré.

En la esquina de la Francia encontré al poeta Luis Yépez, seguimos juntos e íbamos a atravesar la Plaza Bolívar cuando divisé que, esperando el tranvía, estaba frente al Palacio Arzobispal una tía de mi esposa; hacia ella me dirigí para mandarle a decir a ésta que si quería ir esa noche al teatro se fuera preparando.

Seguimos, y al doblar el ángulo sureste de la plaza vi a un joven alto, delgado, que bajando las gradas me salió al encuentro y me dijo: “¿Es usted el señor Arévalo González?” Al oír mi respuesta añadió: “Pues ha escrito usted un editorial contra un ser querido y, desgraciadamente para usted, ese difunto tiene quien lo defienda”.

Desde la primera pregunta que me hizo comprendí que aquél era mi enemigo, y habiendo observado que en la diestra tenía lo que me pareció un chaparro (al día siguiente me dijo Arvelo Larriva en la Policía que era un manatí y que yo se lo había partido de un balazo), supuse que el prólogo de los balazos serían unos chaparrazos, y para estorbarle la libre acción me le acerqué lo más que pude a fin de que para poder alzar el brazo tuviese que

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retroceder un poco, lo que me daría tiempo para yo también dar un paso atrás y sacar el revólver; pero él, al pronunciar la última palabra me tiró un revés con la mano izquierda, que sólo me rozó el cuello de la camisa, porque a tiempo salté al medio de la calle.

El sacó al punto su revólver; el mío se me engarzó en el bolsillo del pantalón y por esto no pude sacarlo con la prontitud que deseaba. Me desesperaba viendo el reluciente revólver de mi contrario y el mío sin salir.

¿Quién disparó primero? No podría decirlo. Sólo sé que en desenganchando el revólver disparé. Cuervo, para disminuir el bulto y no fijarlo, se agachó y moviéndose de un lado al otro fue retrocediendo hasta ocultarse detrás de un árbol. Allí, apoyando el revólver en el tronco, y hallándome yo en el medio de la calle, me hizo el segundo y el tercer disparo. Cuando yo veía que con tanta comodidad y calma me apuntaba, dábame por muerto. Yo también lo apuntaba para asustarlo, pero como apenas le veía una parte de la cabeza, no era fácil que diera en el blanco y por esto y por considerar que podía ser atacado por sus compañeros, economicé mis cápsulas pues no tenía de repuesto, y ese día no pude comprar por estar las tiendas cerradas.

Para no ser atacado por la espalda me subí a la acera del Palacio Arzobispal. Comprendiendo mi agresor que estaba haciendo un incorrecto papel detrás de un árbol, en tanto que me hallaba, como se dice, a cuerpo limpio, o quizá porque observara que ya venían los policías, salió al frente, me hizo el cuarto disparó y se lo contesté con mi tercero.

Fuimos en seguida desarmados por los policías, que llegaron después de darnos el tiempo suficiente para habernos hecho tantos disparos espaciados, a pesar de estar muy cerca del cuartel y ser la esquina de Las Gradillas un punto donde siempre debiera estar un policía, por ser de gran tráfico y perenne concurrencia. Ni mi agresor ni yo dimos en blanco, y fue como un milagro que aquellas siete balas no hiriesen a algún transeúnte.

Cuando íbamos presos, Cuervo Mijares no se cansaba de repetir: “¡Caramba, cómo he errado yo a ese hombre!” Si yo fuera musulmán le hubiese contestado: No estaba escrito. Como soy un humilde cristiano, me dije a mi mismo: Dios no lo quiso.

En la Policía lo alojaron a él en el alto, con el poeta Arvelo Larriva, y a mí abajo en el salón de los oficiales. Al día siguiente se me presentó Arvelo. Quiso que le refiriera el lance, y cuando le dije que desde la mañana sabía yo que un sobrino de Pedro Vicente Mijares me andaba buscando para matarme, se mostró altamente sorprendido y me dijo: “Pero Cuervo Mijares me ha contado que le preguntó a usted su nombre y luego le dijo varias frases que usted oyó impasible, y no me explico cómo, en cuenta ya de que era ése su enemigo, no le contestó la primera pregunta con un balazo, como lo hubiera hecho yo hallándome en su caso”. “Usted hubiera procedido como dice—le repliqué—porque posee un temperamento nervioso y porque no tiene hijos, pero como tengo los nervios mejor equilibrados y varios hijos, a quienes probablemente no dejaré más herencia que mi nombre, quiero que éste se libre de toda mácula, y por esto esperé que mi agresor fuese el primero en atacar, a fin de que si yo hubiera tenido la desgracia de matarlo, fuera evidente que lo había hecho en defensa de mi vida”.

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Entre las muchas pruebas de amistad y simpatía que recibí fue de las más preciadas una esquela del doctor Juan José Abreu, por la cual me ofrecía desinteresadamente sus servicios profesionales, pero ya había yo solicitado los del doctor Carlos León.

Durante el proceso declararon a mi favor Crisanto Garmendia, Wenceslao Armas, Alejandro Melo, Porras Bello, el Inspector de Policía Nepomuceno Pérez, Luis Yépez y otros que presenciaron el lance. Todas esas declaraciones ponían en evidencia que desde por la mañana me buscaba Cuervo Mijares con intención de darme muerte, y entre ellas la muy valiosa de un inspector de Policía. Sin embargo, el juez, en vez de sobreseer a mi favor, no lo hizo, me siguió un juicio y me pasaron para La Rotunda.

Estando en el Tribunal, rindiendo la primera declaración, presentóseme mi hijo Jorge, niño de seis a siete años, que se había empeñado en que una tía lo acompañase, porque deseaba verme. Al abrazarle me enternecí intensamente y no pude evitar que una lágrima se me escapara y cayese en la inocente cabeza de aquel ser querido. Los que esto presenciaron, acaso atribuirían a debilidad de espíritu lo que en realidad era fortaleza de mi amor paternal, porque me di a pensar lo que hubiera sido de aquellas pequeñas criaturas si una de las balas de Cuervo Mijares hubiese puesto fin a mi existencia.

Mi mujer, cargada de hijos, en la mayor pobreza, sin un rancho donde meterlos con la certeza de no ser echados a la calle, habría quedado en la más desesperante situación, porque no había que contar mucho con la conmiseración ni con la protección de un público que, en su mayor parte, ha dejado de comprar mis periódicos cada vez que he ido a la cárcel “porque hacía falta mi pluma”. Por esto lloraron al ver a aquel hijo los ojos que vieron impasibles el relumbrante revólver del sobrino de Pedro Vicente Mijares.

Después de más de un mes, a entrambos nos absolvieron. Cuervo Mijares era, pues, para el criterio del juez, tan inocente como yo. A él lo habían pasado al Hospital Vargas por enfermedad, cierta o supuesta, y en cuanto supo que lo habían absuelto se fue a su casa. Yo, en tanto, estuve esperando que el gobernador firmase la boleta de excarcelación, requisito innecesario, según el Código, pues bastaba la firma del juez, pero así lo dispuso el doctor Iturbe, y para colmo de mortificación para mí, ni fue a su despacho ni en parte alguna lo encontraban los amigos míos por dondequiera lo buscaban. Afortunadamente, el ministro español lo llamó a la Gobernación y, no hallándole, exigió que le dijeran que tenía que tratar con él un asunto muy urgente. Esto lo hizo salir de su casa, en donde lo habían negado, y advertido Porras Bello por uno de los empleados de que Iturbe iría en seguida a su despacho, lo acechó, le presentó de improviso la boleta y se vio obligado a firmarla.

Esas horas, desde las diez de la mañana hasta las seis y media de la tarde fueron para mí eternas, pues además de la propia impaciencia me imaginaba la de mi mujer y mis hijos. En esta prisión pude observar muchas cosas que me sirvieron de tema para varios editoriales, pues como era preso de causa común y no político, se me permitió ir a otros departamentos y conversar con los procesados.

Inspirándome en enseñanzas de Herbert Spencer, propuse algunas modificaciones del sistema penitenciario que había observado, para que aquellos hombres no pasaran los días en una ociosidad atrofiadora de la voluntad o entregados al juego o a otros corruptores hábitos. Insinué que parte del producto de su trabajo se destinase a su manutención y que el resto se fuese entregando a una junta de señoras y señoritas elegidas entre las más

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honorables y distinguidas, de las que siempre están ansiosas de contribuir a toda obra de bien. De esta manera—decía yo—aquellos desventurados adquirirían el hábito del trabajo y, cuando recuperasen la libertad, no se verían desvalidos ni empujados, por la necesidad, otra vez hacia el delito o el crimen.

La impresión que estas ideas causaron a los hombres del gobierno acaso quede expresada con lo que dijo el prefecto Lorenzo Carvallo: “¡Qué ocurrencia la de Arévalo González! Si se hiciese lo que él propone todos los vagabundos se harían meter en la cárcel para darse buena vida y salir ricos de allí”. Sólo a Carvallo, cuyo criterio se maduró en varios años de Prefectura, podría ocurrírsele que pudiera haber quien con tales miras sacrificase el bien inestimable de la libertad.

Ahora referiré algo que hará sonreír a algunos, reír a otros, pero meditar a muchos. Al día siguiente de haber llegado yo a la Policía, pedí a mi casa un flux de dril y devolví el de los días feriados, que era el que tenía, y mi esposa, al coger el paletó, vio caer al suelo una medallita de la Virgen del Carmen que ella misma, ignorándolo yo, había introducido el día anterior en uno de los bolsillos, y al punto exclamó: “¡Ella fue quien me lo salvó! ¡Ella fue!”

¿Quién hubiera podido hacerle creer lo contrario a la atribulada esposa, cuya alma se inundó de una luz divina en presencia de aquella medallita, que para unos no sería sino una plaquita de aluminio, pero que para ella era la salvadora de su esposo? Desde ese momento sintió un gran alivio espiritual porque tuvo la convicción de que su marido tenía en el Cielo una todopoderosa protectora.

Y luego preguntarán los incrédulos: ¿para qué sirve la fe? Allá en mi lejana mocedad, entre los veinte y los veinticinco años, fui de los que se mofaron de esas cosas. Era yo entonces un empecinado materialista; no leía sino libros de ateos; casi de memoria me sabía las obras de Luis Buchner, principalmente la titulada “Fuerza y Materia”, y entre los honores que yo mismo me atribuía figuraba en primer término el ser colaborador de La razón, periódico que aquí redactaba Luis P. Herrera, a quien el padre Espinosa, con gran donaire, llamaba Luis Perrera. La razón floreció en los días del desbarajuste de Andueza Palacio, cuando florecieron los botiquines y los borrachos, los lupanares y las meretrices, los garitos y los tahúres, las orgías y los librepensadores.

En cierta ocasión me fajé muy bien, como se fajan los que van a levantar un gran peso, y en un artículo me declaré enemigo personal de Dios. Ruidosamente me aplaudieron y felicitaron los que eran más mentecatos que yo. ¿Cómo fue mi conversión? La fe no me tomó por asalto el corazón; pasó primero por el cerebro cuando éste analizó este sólido argumento de Descartes: “¡Qué mayor absurdo, atribuirle un efecto inteligente a una causa ciega!” Esto me hizo meditar. En verdad, ¿cómo admitir que todo lo creado, tan admirable y sabiamente dispuesto, sea la obra de una materia incapaz de pensar y de unas fuerzas ignorantes hasta de las leyes a que ciegamente obedecían? Y luego, ¿quién creó esa materia y quien desencadenó esas fuerzas ? Por esto, cuando mi amada Elisa me refirió lo ocurrido con la medallita y me dijo: “Hazte devoto de la Virgen”, este consejo no fue semilla que cayera entre rocas, donde pudieran comérsela los pájaros.

Mi salvación me resultaba milagrosa; veía en ella la intervención de una mano sobrenatural, tanto más cuando mi compañero de prisión, Maximiliano Freites, me dijo algún tiempo después en La Rotunda: “Cuando me dijeron en Valencia que había ocurrido

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un lance personal entre Arévalo González y Cuervo Mijares, dije al punto: Arévalo está muerto o herido; porque yo he tirado al revólver con Cuervo y me consta que es un gran tirador; le he visto, en muchas ocasiones, hacer desparecer un limón lanzado al aire”. Sin embargo, ese gran tirador me disparó la primera bala como a tres o cuatro metros y no me pegó; los dos tiros siguientes los hizo apoyando el revólver en el tronco de un árbol, estando yo en el medio de la calle como a cinco metros, y tampoco dio en el blanco.

Lo cierto es que desde entonces medité con más asiduidad y más detenimiento sobre aquel pensamiento de Descartes, y acaricié en la mente con más dulce fruición aquel consejo de mi esposa. Y fue así como tuvo Dios la doble suerte de librarse de este enemigo personal y reconquistar mi amistad.

Termino la narración de este ingrato episodio haciendo constar que el coronel Federico Cuervo Mijares manifestó algún tiempo después a varias personas su pesar por haber provocado aquel lance con un hombre a quien siempre había estimado mucho, aún sin conocerle, y de varios solicitó su mediación para proponerme una entrevista, en la cual me daría una satisfacción y me ofrecería su mano de amigo. Pero, aunque le hice saber que había olvidado lo ocurrido y que estaba dispuesto a recibirlo como uno de mis buenos amigos, él declaró en diversas ocasiones que no se sentía con valor para arrostrar la pena y la vergüenza que le causaría el hallarse en presencia del hombre a quien tan injustamente había intentado matar. Luego supe que había muerto y exclamé: “Que Dios lo haya perdonado como yo lo perdoné”.

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XXVIII. CONSEJO DESATENDIDO

A poco de haber recuperado la libertad, publiqué un editorial titulado “El Bólido”, que estuvo a punto de hacérmela otra vez perder. El asunto se trató en las regiones gubernamentales y no sé cómo me salvé. Ese escrito se refería a un proyecto de arancel que el Ministro de Hacienda, Herrera Toro, había presentado a la consideración del Congreso. Como el ataque a ese proyecto estaba muy justificado, el público, y especialmente el comercio, se alarmaron y de diversos modos pusieron en evidencia su enojo. Los que lo combatimos tuvimos la satisfacción de ver que las Cámaras lo reventaron. Todavía, pues, servía para algo la prensa.

También contra el monopolio de los fósforos abrí recia campaña, aunque no con igual fortuna, pero me quedó la satisfacción que proporciona el cumplimiento del deber. Hice además grandes esfuerzos porque se llevara a cabo un acto de sanción republicana, con motivo de haber el Congreso improbado parte de la Memoria de Hacienda del año anterior, pues no se sabía a dónde habían ido a parar quince millones de bolívares, cuya erogación no estaba debidamente comprobada.

Pero se vio entonces el sorprendente caso de que, descubierto un cuantioso robo en las regiones del gobierno, declarado así en documento oficial por la Representación Nacional y conocidos los responsables de semejante delito, a nadie se llevó ante los Tribunales de Justicia, como era de desearse para establecer, al fin, un trascendental precedente muy de acuerdo con aquella época que se quería recomendar como paradigma de rectificaciones saludables.

En La Rotunda conocí a Alí Gómez, hijo del Presidente, a quien éste hizo enviar a prisión porque le había robado unos pocos miles de bolívares. Como el robo fue a él lo castigó; como el de los quince millones fue a la Nación quedó impune. Ya se ve, pues, que cuidaba mucho de sus propios intereses, pero poco le importaban los desfalcos del tesoro público, el cual estaba destinado a sufrir dilapidaciones interminables bajo el nuevo régimen, como bajo los anteriores.

Cuando entró en vigencia la nueva Constitución, fueron elegidos los personajes que debían componer el Consejo de Gobierno, a saber: José Ignacio Pulido, José Manuel Hernández, Leopoldo Baptista, Juan Pablo Peñaloza, Nicolás Rolando, Gregorio S. Riera, Jacinto Lara, Ramón Guerra, Ramón Ayala y Carlos Rangel Garbiras. Como se ve, eran todos elementos de alta valía y de cuantioso prestigio, por lo que en el editorial del 17 de agosto aplaudí el acierto del general Gómez, a quien desde ese momento había que reconocerle, sin vacilar y sin asomo de duda, que se disponía a gobernar circunscribiéndose estrictamente a la órbita demarcada por la Constitución, puesto que para integrar el Alto Cuerpo que estaba destinado a vigilar la marcha del Ejecutivo y estorbarle las desviaciones ilegales había designado a los hombres que constituían el más poderoso sostén del gobierno y sin los cuales éste hubiera desaparecido al primer estornudo del castrismo, siempre acechante y pronto a aprovecharse de la primera ocasión propicia. Para estimular a los consejeros, generalmente llamados Caudillos, emití algunas consideraciones acerca de la altísima misión que se les había encomendado y de la radiante gloria que les reservaba lo porvenir si contribuían, como era de esperarse que contribuyeran, a fundar la verdadera República.

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Pero sucedió lo inconcebible, lo que no hubiera podido preverse, ni suponerse siquiera, tratándose de hombres de tan elevada posición política, sostenida por sólidos prestigios y temibles espadas. Cuando Baptista fue destituido de la Secretaría General en el cambio de Gabinete, se creyó generalmente que estaba “caído” pero, al ver que figuraba en el Consejo de Gobierno, todos pensaron que el propósito de Gómez no era darle la espalda a su mentor en la tortuosa senda que había seguido, y a quien tanto debía, sino hacerlo elegir Presidente de dicho Cuerpo para que fuese, de consiguiente, el vicepresidente de la República y asumiese la primera magistratura cuando él se separase durante el cercano período electoral.

Cuando se fue a instalar el Consejo de Gobierno, pues, todos sus miembros pensaron que la elección de Baptista era valor entendido y que, eligiéndolo, se interpretaba fielmente el querer de Gómez. Pero—¡oh sorpresa!—Baptista no aceptó. Fue aquel un momento de estupor. ¿Qué hacer en esta imprevista emergencia?

Lo indicado era muy sencillo: elegir otro presidente a renglón seguido, pero no opinaron así los señores consejeros y, creyendo que lo más sencillo era consultar con Gómez, cada cual, apresuradamente, se metió en su coche y le gritó al cochero: ¡A Miraflores! ¡A escape! Y en tropel llegaron ante Gómez, preguntándole a quién quería él que se eligiese. Y Juan Vicente Gómez —¡oh vergüenza!—, aquel gañán que no tenía conciencia de nada, que era incapaz de comprender ni su deber ni los deberes de los demás, le dio una tremenda lección a aquel grupo de prohombres que representaban la plana mayor de las fuerzas militares que constituían el sólido sostén de aquella Actualidad.101 “Señores: —les dijo Gómez—ése es un asunto que pertenece a ustedes, yo no tengo que meterme en eso”. Y salieron de allí, como falderillos regañados, con el rabo entre las piernas.

Cuando esto me contaron, se me cayeron las alas del corazón. Si así procedían los “Caudillos”, ¿qué dejar para los acaudillados? En mi editorial del día siguiente, terrible, pero merecido, entre otras cosas, dije: “Cuando se constituye un Cuerpo consultivo con un grupo de patriotas de la talla de los señores consejeros; cuando se reúnen de tal modo diez caracteres austeros y rebeldes; cuando se congrega así a una parte de lo que tiene la nación de más honorable e independiente; cuando se forma un haz de temperamentos indomables y de inteligencias amplias, no es, por cierto, para que pidan consejos, sino para que los den”.

La misión, altísima y solemne, de aquellos señores era la de servir de murallón para impedir que las siempre inquietantes olas de las arbitrariedades del Poder Ejecutivo invadieran, como en tantas ocasiones, terrenos vedados por la Constitución. Pero el murallón resultó de azúcar. Los señores consejeros quisieron ser demasiado dulces, excesivamente melosos en sus relaciones con el general Gómez y no era ésa la mejor

                                                                                                               101 El término "Actualidad", con inicial en mayúscula, se refiere a la administración naciente de Juan Vicente Gómez. El 20 de enero de 2009, un editorial de El Pregonero dice: "Carranza, en el hogar o por las calles, no puede representar un mal para el Gobierno: en la cárcel sí. Él es adicto a esta Actualidad". Manuel Caballero comenta: "Asegura que el preso es partidario de algo que, siguiendo el tic del propio Gómez no se atreve a llamar 'nuevo gobierno', mucho menos cambio y ni siquiera, en una fecha tan temprana, 'reacción'. Utiliza entonces la más asexuada de las denominaciones: 'esta Actualidad'." (Gómez, el tirano liberal. Alfadil, 2003).

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manera de servir los intereses nacionales. Desde ese momento el Consejo de Gobierno pudo considerarse como un pequeño rebaño y nada más.

No tratará de alardear de independiente hasta el año 13, cuatro años más tarde, cuando, creyendo ya agonizante el poder de Gómez, combatirá sin razón el Protocolo Franco-Venezolano, como en su oportunidad lo demostraré.

Ahora, el que hemos visto en tantos años como un patán se convirtió en amo de toda una nación. Sin contar con ninguna de las cualidades que destacan a los tiranos, tenemos que convenir, como lo afirmará el sociólogo cuando aplique su criterio al análisis de los orígenes de las infinitas e incomparables calamidades de esta época, que fueron sus inmediatos colaboradores los más responsables de esta interminable afrenta de la República. Se recordará lo que me dijo el doctor Jesús Muñoz Tébar: “que en la primera reunión de Gabinete, Gómez les había dicho que ellos serían los que gobernarían, pues sólo les exigía que no se metieran en el asunto de la carne, porque de esto si entendía él y lo que deseaba era que Caracas comiera carne gorda”.

Pero los señores ministros, como ya lo he dicho, en vez de conservar la armonía entre ellos y ponerse de acuerdo para impedir que Gómez se emancipase, se entregaron al politiqueo, se dieron a las mutuas intrigas y así le evitaron a Gómez el trabajo de “dividirlos para reinar”.

Y luego los señores consejeros remacharon el clavo. ¿Qué hubiera sido de Gómez, qué hubiera hecho, cómo hubiera procedido si en vez de ver las espadas de esos diez prestigiosos guerreros tendidas a sus pies, las hubiese visto con la punta amenazándole el corazón si se desviaba de la senda de la Ley? ¿Con qué fuerzas podría contrarrestar la fuerza formidable que representaba ese núcleo de los más expertos militares del país? Y luego, ¿cómo resistiría, solo, los embates del castrismo y la enemistad de los consejeros? ¿Con Tarazona? ¿Con los “laboriosos coroneles” José Vicente y Alí Gómez? ¿Con ese par de nulidades llamados Martínez Méndez y Colmenares Pacheco? A nadie más tenía. Su gran pesadilla era Castro, y no contaba ni con un partido personalista propio, ni con dotes de guerrero hábil para hacerle frente si, viéndolo aislado, se le viniese encima.

Se perdió, pues, esa oportunidad, propicia cual ninguna para que la República liberal democrática quedase fundada sobre sólidas bases. Después vino la eliminación gradual y parcial, de acuerdo con la fortaleza que bajo el maquiavélico entrenamiento del viejo García iba Gómez adquiriendo, y en relación con el desprestigio en que iban cayendo los “Caudillos”. Más tarde, los que no habían muerto ya, irían al exterior a atribuirse una ridícula pose de redentores, cuando tan fácilmente pudieron redimir a la Patria en el alto cuerpo que la Constitución había consagrado para evitar los desmanes, usurpaciones y atentados a que tanto se inclina el Poder Ejecutivo.

.........

El nuevo Gabinete quedó constituido el 14 de agosto así: Secretario General, Antonio Pimentel; Interior, F. L. Alcántara; Exterior, Juan Pietri; Hacienda, Abel Santos; Guerra y Marina, Régulo Olivares; Fomento, Rafael M. Carabaño; Obras Públicas, J. M. Ortega Martínez; Instrucción Pública, Samuel Darío Maldonado y, gobernador, Carlos León.

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Bajo este nuevo gabinete renació el monopolio de los fósforos, que había sido abolido, con la circunstancia agravante de que, como esa industria se había declarado libre, varios industriales establecieron fábricas que luego tuvieron que cerrar. Cayeron en un lazo. Recuerdo, entre otros que por ello quedaron arruinados, a los señores Benítez y Cía. y Luis A. Gramcko. Los nuevos ministros y los consejeros vieron esas cosas y nada dijeron. Ya Gómez los estaba conociendo.

Este otro incidente revela cómo estaba aquella gente dispuesta a proceder. Con fecha 23 de agosto, y con la firma del doctor Juan Pietri, hizo éste publicar el Protocolo de arreglo celebrado con la United States and Venezuela Co. Hice observar que, como ya estaba en vigencia la nueva Constitución, la cual había creado el Consejo de Gobierno, entre cuyas atribuciones estaba la de ser sometida a su voto consultivo esa clase de documentos, en el mencionado Protocolo debió haberse hecho constar que se había cumplido ese requisito.

Esto era clarísimo y no había lugar a discusión; pero el doctor Pietri, en vez de reconocer el descuido en que había incurrido, lo que hubiera sido honroso para él, espoleó su vanidad, que era muy fogosa, para que se empeñase en convencerme de que el sol sale por occidente. Solicitó la fácil ayuda de El Universal para alegar que dicho documento lo había concertado y redactado el anterior Ministro de Relaciones Exteriores, doctor González Guinán, y que para aquel entonces no existía el Consejo de Gobierno. Pero para refutarle esto me bastó preguntarle quién firmaba el Protocolo y qué fecha tenía, y como no fue González Guinán quien lo firmó, sino Pietri, y como no estaba fechado antes del 14 de agosto, día en que entró en vigencia la nueva Constitución, sino el 23, fecha para la cual ya el Consejo de Gobierno contaba varios días de existencia, claro estaba que debió habérsele consultado el punto, lo que no se hizo.

¡Qué dignificante hubiera sido para el Ministro de Relaciones Exteriores el rendirles un homenaje a la Verdad y a la Prensa, reconociendo su error y rectificándolo! Pero, como lo dije en un editorial, eran muy diferentes los procederes del doctor Pietri, ya ministro, de aquellos en que hacía gala de su verbosidad predicando a los jóvenes altivez ciudadana bajo la Ceiba de San Francisco.102

Fue el doctor Pietri de gran capacidad intelectual y, según aseguraban muchos, durante el corto tiempo en que ejerció la profesión de médico se destacó notablemente y hubiera llegado a ser una eminencia si no hubiera preferido la política y la guerra, para las cuales no servía en absoluto. Tenía una vanidad inconcebible, como lo revela el siguiente episodio.

A poco de haber triunfado la Revolución Legalista, siendo yo el subdirector del Telégrafo, por ausencia del doctor Leopoldo Baptista se encargó del Ministerio de Correos y Telégrafos el Ministro de Hacienda, doctor Juan Pietri, quien dictó una resolución relativa al Telégrafo que era un enorme disparate.

El joven Luis Landaeta Micolao, telegrafista, pero no en servicio, publicó en El Republicano, periódico de Luis Ramón Guzmán, un artículo demostrando en términos muy comedidos, pero con gran fuerza de lógica, la inconveniencia e impracticabilidad de

                                                                                                               102 Las grandes ceibas de las esquinas de San Francisco y La Bolsa daban sombra protectora a encuentros y negocios de los caraqueños de la época.

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aquella resolución. Cuando por la mañana llegué a la oficina del Telégrafo, me dijo el encargado del despacho: “Aquí estuvo el doctor Pietri, furioso, y les dejó dicho al señor Velázquez y a usted que el primero que llegara hiciera solicitar a Landaeta y que uno de ustedes fuera con él al Palacio Federal y, si ya estaban en Gabinete, le hiciera pasar una tarjeta con el portero”.

Así lo hice, y por la abertura de la puerta que éste dejo entreabierta vi que, en recibiendo la tarjeta, sin pedir la venia de Crespo, se puso en pie y luego nos dijo, visiblemente enfurecido: “Síganme”.

Nos condujo al Salón Elíptico y allí, en tono tribunicio, con aquel marcado acento francés que le era peculiar, nos habló de los fines y tendencias de la Revolución; de Astrea y de Niobe, de la técnica, de Telémaco, de Mentor y de Calipso, de los años que había pasado en París, de sus visitas a las principales capitales de Europa; de los personajes eminentes que eran íntimos amigos suyos, y todo esto para terminar diciéndole a Landaeta: “Pues es necesario que sepa usted que yo sé más de telégrafos que usted, que el señor—señalándome con el dedo—, que Velázquez y que todos los telegrafistas de Venezuela”. A pesar de todo lo cual, la malhadada resolución ministerial fue a poco derogada por perjudicial e impracticable, como lo había predicho Landaeta.

Por todo esto, cuando años después, bajo el gobierno de Castro, el doctor F. de P. Reyes, Jacinto López y otros que le hacían propaganda a Pietri, me invitaron para que me sumase, les contesté: “¡Desgraciada Venezuela si cayese en maños del doctor Juan Pietri!”. Mas... ¡qué iba a caer! Estaba yo poco después en El Manzanillo, cuando se presentó el compañero de prisión España Núñez con una proclama de Pietri, que clandestinamente le había entregado un amigo que lo visitó. Literariamente era admirable, como salida, al fin, de la pluma del doctor Eduardo Calcaño. Todos los presos se alborozaron. Yo no me afligí porque preví el fracaso.

Pasaron unos días y aconteció lo siguiente: un comisario con un grupito de campesinos capturó a los alzados. En la Plaza Bolívar, después de exhibirlos por largo rato, el gobernador le dijo al doctor Pietri que, por orden del general Castro, podía irse a su casa tranquilamente, y en seguida ordenó que los subalternos, entre quienes estaba el doctor Santos Dominici, fueran conducidos a La Rotunda. No podía darse bofetada más tremenda a la insólita vanidad de quien, no teniendo sino vitola, se creía un gran general.

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XXIX. UN LEÓN PARA SANTIAGO DE LEÓN

Al doctor Carlos León, como gobernador, hay que anotarle algunos aciertos en el haber y no pocos desaciertos en el debe. Al llamarlos “desaciertos” es porque no quiero aparecer como extremando el rigor. Fuimos compañeros de prisión en La Rotunda desde el año 13 al 22. Allí, dando él clases de Derecho Constitucional, demostraba, con perfecta razón, que todos nosotros no éramos, en realidad, presos políticos sino unos secuestrados, puesto que no se nos había seguido el juicio legal de que hablaba la garantía sexta de la Constitución Nacional. Añadía que, cuando cambiase el orden de cosas, cuando se pudiese aplicar las sanciones que la justicia reclamaba, los secuestradores serían sentados en el banco de los acusados y se les impondrían las penas merecidas.

Todo esto estaba muy bien dicho, pero el doctor León olvidaba, o se fingía el olvidadizo, que él perteneció al número de los que secuestraron cuando tuvo el poder para ello. Veamos, si no.

El gobierno había publicado un decreto de amnistía ya a punto de ser sustituido el primer gabinete de la Reacción. Fue Iturbe a La Rotunda para poner en libertad a los presos políticos. En un editorial aplaudí aquella medida; pero ese mismo día se me presentaron dos señores y me dijeron: “Ha escrito usted que fueron libertados todos los presos políticos de La Rotunda, pero está usted mal informado, porque allí quedaron siete”.

Les pregunté sus nombres y me los mencionaron: Horacio Maldonado, generales Femando Márquez, Enrique Arenas, Vicente Bolívar y tres más cuyos nombres no recuerdo. En editoriales del 14 y del 27 de agosto pedí la libertad de esos ciudadanos si eran presos políticos, o que se les abriese el sumario si eran delincuentes o criminales, y añadía que ese olvido, descuido o falta del gobernador saliente debía apresurarse a subsanarlo el gobernador entrante. En la noche se presentó en mi oficina el doctor León, acompañado de su secretario, doctor Calcaño Sánchez, y me dijo: “Leí tu artículo; no te preocupes por esos individuos; son unos vagabundos”. “ ¿Pero bien—le pregunté—están allí por delincuentes o por políticos? En el primer caso, sabes mejor que yo, puesto que eres abogado, lo que hay que hacer; y si son presos políticos, deben ponerse inmediatamente en libertad, acatando así el Decreto de amnistía”. Por toda contestación me volvió a decir que “no abogara por aquellos vagabundos”, me dio la espalda y se alejó.

¿Sabéis como se lavó las maños el doctor Carlos León? No, por cierto, con agua, como Pilatos, sino enviando a aquellos ciudadanos al Castillo de San Carlos, para que Eustoquio Gómez los tratara como él sabía hacerlo. ¿No era esto un secuestro? ¿No merece por esto el doctor León ser sentado en el banco de los secuestradores? Los que conocían éste y otros sucesos y oían las prédicas de Carlos León en La Rotunda, se quedaban estupefactos viéndole echar al aire salivadas que le caían en la cara.

Ahora veamos por qué estaban presos aquellos hombres.

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Horacio Maldonado estaba empleado en la Secretaría de Gómez, en los días de La Conjura103. A éste se le antojó que aquél era un espía que Castro le tenía allí; no se atrevió a destituirlo, pero en cuanto se hizo el amo del país se la cobró haciéndole prender.

El general Fernando Márquez fue compañero de Alcántara en aquellos mismos días; cuando ocurrió la Reacción se hallaba en Trinidad, pero al saber que Alcántara era Ministro del Interior, creyó poder contar con su protección, se vino y en llegando a Caracas lo alojaron en La Rotunda.

Vicente Bolívar aseguraba que la única causa de su prisión era el miedo que le tenía Iturbe, quien siempre estaba soñando que Bolivita lo mataría.

Y del general Enrique Arenas, colombiano, de los sesenta104 de Cipriano Castro, me contaron en La Rotunda sus íntimos, y él no lo negaba, lo siguiente: cuando Juan Vicente Gómez no era sino Vicepresidente de la República, el Guate Arenas, como lo llamaban, le presentó una maquinita que, según él, servía para falsificar monedas de plata de a cinco bolívares y, al efecto, hízole una demostración vaciando en ella un poco de estaño fundido, y luego unos líquidos y dándole vueltas a un manubrio. En seguida abrió una gavetica y allí apareció un deslumbrante fuerte cuya legitimidad nadie podría poner en duda. Y, en efecto, era legítimo. Arenas lo había metido allí previamente, después de limpiarlo muy bien y ponerlo como recién salido del cuño.

Gómez quedó maravillado; cogió el fuerte, lo olió, lo mordió, le tomó el peso y lo sonó sobre el suelo. El Guate le aseguró que con igual facilidad se podrían hacer millares, centenas de millares, millones; pero que para ello necesitaba unos ácidos que eran muy costosos. Gómez le preguntó que suma le hacía falta. “Diez mil pesos”, contestó el otro. Aquél se los entregó en el acto y convinieron en partir utilidades.

Y para que más le ardiera al Vicepresidente de la República el lazo en que había caído, esa suma le sirvió a Arenas para seducirle una querida con quien todas las tardes le pasaba en coche por delante de La Vaquera, haciéndolo rabiar.

A los quince días de haberse encargado Carlos León de la Gobernación fueron enviados a La Rotunda, entre otros, Tello Mendoza, Efraín Pulido, Santiago Hernández, Simón Bello, Trino Castro. ¿Quién ordenó esas prisiones? ¿Se les siguió el juicio legal? ¿No fueron éstos unos secuestros?

Poco después sufrieron iguales atentados Rufino Blanco Fombona, Leopoldo Maldonado, y otros. Y cuando Colmenares Pacheco me hizo prender, junto con otros periodistas, como más adelante referiré, encontré en La Rotunda más de treinta presos políticos, todos barbudos, con varias semanas y hasta con más de dos meses de prisión, lo que probaba que

                                                                                                               103 La Conjura es el nombre que se da a los intentos de la camarilla favorable a Cipriano Castro por eliminar a Juan Vicente Gómez, entre 1906 y 1907. La astucia de Gómez lo salva, y recupera la confianza de Castro. 104 Así se llamó una milicia de cincuenta y nueve hombres y él mismo con la que Cipriano Castro invadió a Venezuela desde Colombia, el 23 de mayo de 1899. Castro y Juan Vicente Gómez estuvieron siete años en el destierro, hasta que con la acción mencionada dieron comienzo a la Revolución Restauradora contra Ignacio Andrade, con la que llegan al poder. Antes habían fracasado contra Joaquín Crespo en apoyo de Raimundo Andueza Palacio y huido a Colombia.

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estaban allí por orden del gobernador anterior, puesto que el nuevo sólo contaba cuatro o cinco días de haberse encargado.

Y, cuando dos meses después estuve en el Castillo de Puerto Cabello, de tránsito para el de San Carlos mientras componían el vapor, encontré allí un grupo de presos enviado de Caracas durante la gobernación del doctor Carlos León. Recuerdo a Celestino Peraza, Castillo Chapellín, J. J. Churión, Lucas Manzano, Teófilo Angulo y a tres jóvenes que hablaron ante la tumba de Enrique Chaumer: Daniel Rodríguez, Pedro I. Coll Alcalá y J. M. Olivo Martínez.

¿Se les siguió el juicio correspondiente a los recluidos en La Rotunda y en el Castillo? ¿No eran, de consiguiente, unos secuestrados? ¿No merece por esto el arbitrario exgobernador que a su tiempo se le siente en el banco de los secuestradores? ¡Qué ocasión tan propicia para un brillante gesto cívico dejó de aprovechar el doctor León, por miedo de perder el empleo o por lo que fuera! Si las ideas y principios que él predicaba a sus discípulos de La Rotunda fuesen algo más que pretextos especulativos para alardear de un republicanismo que está muy distante de sentir o de vivir, cuando yo denuncié la injusticia cometida por el doctor Iturbe al dejar en La Rotunda siete presos no procesados hubiera escrito su renuncia, se la habría metido en el bolsillo y encaminándose en seguida a Miraflores le hubiese dicho a Gómez: “A estos hombres hay que soltarlos o seguirles un juicio”. Y si Gómez no convenía ni en lo uno, ni en lo otro, entonces añadirle: “Previendo su negativa traje escrita la renuncia; aquí está”.

¡Qué caída tan honrosa! ¡Qué ejemplo tan trascendental! Mas no; era él incapaz de semejantes arrojos cívicos, y creyó que para ponerse a salvo de responsabilidades y para tranquilidad de su conciencia bastaba enviar a aquellos ciudadanos al Castillo de San Carlos y así lo hizo. Luego, como el pecado engendra pecados, tras de esa imperdonable condescendencia vinieron otras y otras, como ya se ha visto y como más adelante se verá.

Pero estaba escrito que el complaciente gobernador tendría una caída que sería el reverso de la que lo hubiera levantado ante el concepto público, presentándolo como un auténtico apóstol del Liberalismo y de la Ley. Referiré como fue esa bochornosa caída, aunque tenga para ello que adelantar los sucesos.

Una señorita le escribió a Samuel Darío Maldonado, Ministro de Instrucción Pública, pidiéndole una escuela y encargó a Carlos León para que la apadrinara y gestionara el asunto. Al terminarse una sesión de Gabinete, presidida por el general Ramón Ayala, por hallarse Gómez en Maracay, León le recomendó el asunto a Maldonado, pero éste, con agresiva ironía, le dijo: “Es que lo que esa señorita quiere es imposible: pide una escuela para nobles”. “¿Para nobles?", preguntó León sorprendido”. “Sí—repuso Samuel Darío—, una escuela para barones, y tu sabes que aquí no tenemos títulos nobiliarios”. Tras de esta sátira se ofendieron de palabra y terminaron yéndose a las maños, sin respeto a que estaba presente el Encargado de la Presidencia de la República, quien al punto a entrambos les pidió la renuncia. Y así, ridículamente, por el cambio de una v de vaca por una b de burro, fue como cayó aquel gobernador que hubiera podido caer dando un insigne ejemplo de altivez republicana, como deben caer los auténticos apóstoles del genuino liberalismo.

Acaso sorprenda a algunos que me muestre yo tan severo para con quien suponen viejo amigo mío y compañero de causa. Más adelante diré desde cuándo y por qué no creo en su

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amistad, y en cuanto al compañerismo, no es cierto; hoy por hoy militamos en filas muy opuestas.

Carlos León, en los días en que esto escribo—mediados de 1934—y desde algunos años atrás, dragoneaba como líder de los comunistas venezolanos del exterior y yo, convencido de que el comunismo sería la mayor calamidad que pudiera sobrevenirle a Venezuela, estoy dispuesto a enfrentármeles a los que pretendan hacer aquí lo que hicieron aquellos falsos patriotas que, prevaliéndose de las ambiciones de unos y de la ignorancia de otros, arrastraron los rebaños humanos a una matanza fratricida de cinco años so pretexto de alcanzar una cosa que llamaban Federación y a la cual le atribuían un conjunto de todos los bienes terrenales, como hoy los comunistas a lo que ellos llaman Comunismo.

¿Con aquellos cinco años de guerra intestina hemos logrado siquiera cinco horas de Federación? Pues peor sucedería con la mayúscula quimera del Comunismo, acerca del cual dijo Anatole France con aquel profundo buen sentido que tanto lo distinguía: “Para que los idéales del Comunismo puedan convertirse en una realidad es indispensable que, así como del mono salió el hombre, salga del hombre actual un ser que sea respecto a nosotros lo que nosotros somos respecto al mono”.

Si los venezolanos no estamos preparados para el régimen federativo, y ni aún siquiera para la república centralista, y por esto hemos pagado tan caro y estamos pagando todavía, el malhadado ensayo, ¿cómo pretenden los ilusos de remate que podemos estarlo para una ideología tan absurda como lo es el Comunismo?

Presentando, pues, tal cual es al líder comunista venezolano, les digo a los jóvenes incautos que pudieran dejarse engañar: ved como procedió vuestro líder cuando tuvo el poder en su mano; imaginad como procedería si el Comunismo se le volviese a dar. No tenemos necesidad de otro Antonio Leocadio Guzmán. Para saber a lo que conduce el Comunismo no tenemos sino que ver el estado actual de Rusia. Allí hay más hambre y más opresión que en tiempo de los zares, y nada que se parezca al Comunismo. Éste no ha sido sino el pretexto, como aquí lo fue la Federación, para aumentar los infortunios de la Patria con provecho de unos pocos. Si Rusia hubiera logrado con el régimen soviético siquiera la décima parte de lo que buscaba, o de lo que decía que buscaba, toda Europa se hubiera convertido al Comunismo. Pero, antes bien, su doloroso estado ha sido lección que han aprendido aquellas naciones que se han sentido obligadas a buscar en la autocracia la estabilidad de su orden interno y la seguridad de sus intereses económicos.

.........

Volvamos a la labor del nuevo gobernador. Cierta mañana, recién encargado de su puesto, lo vi que, al pasar por la esquina de Los Angelitos, hizo parar el coche, se apeó, entró en una pulpería , pidió media botella de kerosene, se la vació a una rata muerta que estaba en el medio de la calle, encendió un fósforo y se lo aplicó. Esto sería todo lo espectacular que se quiera y no le faltaron aplausos de los mirones; pero me parece que más propio de tan alto funcionario público hubiera sido el haber encargado a los respectivos subalternos de hacer lo que él hizo y averiguar quién había tirado la rata a la calle.

No le escatimé mis aplausos cuando le vi abrir tenaz campaña contra las casas de juego en acatamiento a lo prescrito por la Constitución, pero no se me habían aun enfriado las

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manos, calentadas por el aplaudir, cuando supe que subrepticiamente se habían abierto tres grandes garitos, de los cuales se beneficiaba un pariente del gobernador. A ese pariente le conocí en la cárcel años después, y allí nos hablaba de sus cuantiosas ganancias.

Anduvo muy feliz el doctor León, logrando que Gómez conviniera en que se nombrase el Concejo Municipal que, con dos excepciones, podría presentarse como irreprochable, como un egregio modelo de lo que debe ser una Municipalidad. La componían los siguientes señores: Felipe Francia, José Antonio Mosquera, John Boulton, Elías Michelena, Enrique Chaumer, F. Tosta García, Federico Rivero Escudero, Agustín Aveledo, Carlos Zuloaga, Enrique Eraso, Luis A. Castillo, José Rafael Pérez, Raimundo Fonseca, Eduardo Montauban, Juan B. Bance, Jerónimo Martínez Mendoza, Félix Rivas, Lucas Ramella. Manuel Hernáiz y Pedro Palacios.

Como se ve, con excepción de dos generales que habían figurado en gobiernos anteriores, y por cierto de modo no recomendable, los dieciocho restantes eran honorables elementos que se habían destacado en la sociedad, en las ciencias, en el comercio, en la agricultura, y que nunca habían vivido de la cosa pública. La formación de ese Concejo le granjeó a Carlos León generales y muy merecidos aplausos y esa ejecutoria habría bastado para hacer olvidar, por lo menos, sus indignas complacencias ya anotadas, si luego no hubiera incurrido en una falta de suma gravedad y de una dolorosa y sangrienta trascendencia.

Comenzó ese Concejo ocupándose con laudable ahínco en poner todas las cosas en orden y sobre los rieles de la Ley. Dedicó varias sesiones al asunto vital del pan de trigo, porque era evidente que varios industriales del ramo estaban perjudicando al pueblo. En esta faena fue secundado por la prensa independiente, y yo tuve la satisfacción de que se tomaran en cuenta unas sensatas opiniones contenidas en uno de mis editoriales.

Luego quiso dicho Ilustre Cuerpo saber con qué recursos monetarios podían contar para su obra reformadora, y al mismo tiempo inquirir si las rentas municipales se les habían dado y se les estaba dando el estricto empleo prescrito por las leyes. Con tal objeto designó una comisión presidida por el señor Enrique Chaumer para que se trasladara a la Administración de Rentas y efectuase un detenido examen de todos los libros que debía llevarse. Era Administrador de Rentas Municipales Eleuterio García, sobrino del viejo José Rosario y, por ende, pariente de Juan Vicente Gómez.

El señor Chaumer, en nombre de la Comisión, manifestó luego que ésta no había podido llenar su cometido y declaró “que le fue presentado un libro que se le dijo era Jornal, con hojas arrancadas y que esas páginas fueron arrancadas por el administrador quien, en su presencia, se las metió en el bolsillo y se las llevó a su casa; que él (Chaumer) acostumbrado a las reglas mercantiles, pidió el libro de Balance; no lo había; pidió un Mayor, no lo había; no había nada de lo que debía haber; que el libro de Balance que allí se presenta está hecho de enero para acá con letra del actual tenedor”.

Estos sucesos fueron origen de un gran escándalo en el público caraqueño. Evidente era que en la Administración de Rentas había ocurrido un gran robo, y como el responsable principal era un sobrino del tío y mentor de Gómez, no faltó quien se diera a idear el modo de salvarlo.

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En efecto, pusieron a dos empleados de la Gobernación a trabajar día y noche en la improvisación de un libro, en que se presentaban las “cuentas del Gran Capitán” por el socorrido sistema de “cero mata cero”. Luego se presentó el doctor Eduardo Dagnino, Secretario de la Gobernación, diciendo en una publicación que en el alto de la Gobernación había aparecido ese libro, que enviaba al Concejo. La superchería era evidente.

Ya Eleuterio García había sido destituido y en su lugar nombraron a don Eduardo Marturet, quien, así como los otros empleados de las Rentas, ratificaron lo informado por la Comisión. Chaumer, obligado a sostener lo que ésta había dicho, vio en la presencia de ese improvisado libro una burla soez al alto Cuerpo de que era miembro y un mentís a la Comisión que presidió, y entonces, justamente indignado, dijo lo que debía decir: que desde hacía días era público el rumor de que clandestinamente se estaba improvisando un libro de cuentas y, refiriéndose a la ridícula especie de que éste había aparecido en el alto de la Gobernación, preguntaba por qué ese libro no estaba donde debía estar, sino en otra oficina y cómo se explicaba el hecho de que el Administrador de Rentas y sus subalternos ignorasen la existencia de ese libro.

Desbaratada la tramoya por la entereza de carácter de aquel íntegro concejal, Eleuterio García se consideró perdido y, antes de ser condenado como ladrón, prefirió serlo como asesino. Y procedió. Bajaba el señor Chaumer de Las Carmelitas al Conde, acompañado del señor Miguel Castillo Coronel, cuando al verlo se apeó Eleuterio García de un coche y con el revólver que llevaba oculto en un periódico le hizo varios disparos que casi instantáneamente apagaron tan honorable y útil existencia105.

El asesino corrió en seguida a refugiarse en el Cuartel de Policía, no por cierto por acatamiento a la justicia, sino temeroso de un linchamiento cuando al saberlo el Pueblo hiciese explosión su justa cólera. Lo ocurrido había sido un choque decisivo entre las viejas y las nuevas prácticas.

Cuando se instaló el Concejo Municipal dije en un editorial refiriéndome a tan honorables ediles: “El general Gómez los ha elegido como bloques de mármol para la reconstrucción del país, y no será suya la culpa si resultan ser deleznables adobes”. Demostraron tener carácter de consistencia marmórea; pero en sus propósitos de orden, justicia y sanción fueron coartados por otra de las inconcebibles condescendencias del gobernador.

¿Ignoraba el doctor León que en su despacho se estaba improvisando un libro de cuentas para engañar a los concejales? ¿Por qué permitió que su secretario publicara que había aparecido otro libro de la Administración de Rentas y que se enviase al Concejo? Era que había que salvar al sobrino del mentor y tío del Presidente y para ello no escatimaría su cooperación el señor gobernador, que acaso haya soñado con pasar ante la Historia como modelo de gobernadores.

El entierro de aquella víctima del cumplimiento del deber fue una grandiosa apoteosis tributada por el Pueblo de Caracas al valiente mantenedor de los fueros de la autonomía municipal. Hasta el cementerio fue llevado en hombros por representantes de todos los

                                                                                                               105 Enrique Chaumer se convirtió en emblema de la pulcritud en los funcionarios públicos. Antes de ejercer dignamente el cargo de concejal que le costó la vida, había sido Presidente de la Cámara de Diputados (1897-1898).

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gremios sociales. Allí discurrieron el doctor Juan B. Bance, Daniel Rodríguez, Pedro I. Coll Alcalá, J. M. Olivo Martínez, Arismendi Lairet, tres de los cuales fueron secuestrados, enviados a La Rotunda y luego al Castillo de Puerto Cabello por el secuestrador y profesor de Derecho Constitucional, doctor Carlos León.

Y no terminan ahí los aciertos en el debe del gobernador de Caracas. En La Guaira, por aquellos días, estaba el prefecto Julio Hidalgo haciendo lo que le daba la gana sin que, salvo El Pregonero y otros diarios independientes, nadie se lo tomase en cuenta ni lo llamase al orden.

A los periodistas Rafael Martínez (Raf) y Elías Landaeta los secuestró, y como Hidalgo era un subalterno de Carlos León, éste, con su delictuosa tolerancia, se hizo cómplice de aquellos secuestros, de los cuales, por supuesto, no hablaría en sus clases de La Rotunda cuando años después predicara sobre las garantías ciudadanas y demás majaderías constitucionales, que tales seguramente le parecían cuando no era secuestrado, sino secuestrador.

El 10 de septiembre se hizo público otro desfalco de Bs. 151.946 en la Tesorería Nacional, pero no aparecieron los ladrones y el asunto terminó como terminan esas cosas en Venezuela. Como en otra ocasión, pedí reiteradamente que se hiciese efectiva la responsabilidad de los que habían tenido a su cargo esos fondos nacionales, pero el gobierno iba poniéndose cada día más sordo.

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XXX. SORPRESA EN TRIBUNALES

Habiendo ocurrido una tremenda inundación del Orinoco que causó muchas víctimas en Ciudad Bolívar, tomé la iniciativa en mi periódico para constituir una Junta de Socorros. Muchos creyeron que aquello sería un fracaso, tanto por la mala situación económica, como porque los que se cuidan demasiado se abstendrían, temerosos de incurrir en el desagrado del gobierno, de contribuir a una obra iniciada por El Pregonero. Pero el buen éxito superó a lo que en mi optimismo me había prometido. Se recaudó Bs. 10.582,25.

Los amarillos me han considerado siempre como un recalcitrante adversario de todo lo que con su partido se relacione, y en prueba de mi ecuanimidad y de mi constante disposición a impartir justicia en todo caso, aún tratándose de personas que no figuren en el calendario de mi devoción, recordaré que, habiendo el señor Octavio Diez dicho en un discurso, que pronunció con motivo de una fiesta escolar el 16 de septiembre, que Guzmán Blanco no merecía las tantas glorias que se le atribuían como fundador de la instrucción pública en Venezuela, por razones que expuso, le combatí su aseveración y sostuve que ésa era quizá la única gloria legitima de que pudo justamente enorgullecerse quien tuvo la debilidad de hacerse llamar “Ilustre Americano”. Pero luego, cuando estudié a fondo nuestra historia contemporánea para escribir mi libro “Apuntaciones Históricas”,106 tuve que convenir en que dicho orador tuvo razón, porque, realmente Guzmán Blanco no fue el fundador de la instrucción popular gratuita, puesto que ésta existió bajo los gobiernos conservadores, si bien en limitada proporción a causa de la exigüidad de las rentas de que éstos disponían, por lo incipiente de las industrias y por tener que atender preferentemente al pago de la deuda de la Gran Colombia. El mérito de Guzmán consistió en imponer la Instrucción como obligatoria, pero no fue ésta una idea original de él, ya que en el Congreso de los Azules se aprobó en primera y en segunda discusión un proyecto de instrucción popular, gratuita y obligatoria, presentado por el licenciado Agustín Aveledo, los doctores Elías Michelena, Pérez Limardo y otros. Ese proyecto no llegó a ser ley de la República porque la Revolución del 70 impidió que se le diese la tercera discusión: Guzmán, triunfante, lo copió desmejorándolo y lo puso en vigencia el 27 de junio.

Doy, pues, al César lo que es del César. Primero pensé que era mi deber el mantener la integridad de la que yo creía gloria indiscutible del Caudillo de la Revolución de Abril, y ahora reconozco que debo decirle al señor Octavio Diez: Usted tenía razón.

A mediados de septiembre del mismo año de 1909 circuló amplia e insistentemente el rumor de que, en el arreglo del asunto de la Compañía del Gas y de la Luz Eléctrica, había ocurrido un mal manejo, por el cual no se sabía adonde habían ido a parar unos cuarenta mil bolívares, valor de un lote de carbón de antracita.

De esto se hablaba en todas partes; pero no me aventuraba a decir nada en mi periódico porque no tenía datos precisos que me hiciesen ver que el ingrato rumor tenía algún fundamento, hasta que cierta tarde se me presentó el doctor Manuel Díaz Rodríguez y me dijo que acababa de hablar con el doctor Abel Santos, Ministro de Hacienda, quien le dijo que días atrás en sesión de Gabinete él había advertido que en el expediente del arreglo con aquella compañía faltaba el comprobante de la salida de los Bs. 40.000, valor del mencionado carbón; y que el general Rafael Ma. Carabaño, Ministro de Fomento, había                                                                                                                106 Editado por Imprenta de Atenas en 1913.

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ofrecido presentarlo en la sesión siguiente, pero que aún no lo había hecho, no obstante haberlo reclamado por segunda vez.

No se me exigió, ni recomendó siquiera, reserva alguna; pero comprendí que por lo pronto no debía mencionar los nombres de los informantes, porque ello sería meterlos en un gran lío. Me bastaba saber que no se trataba de un antojadizo rumor callejero, sino de algo que tenía visos de una irregularidad administrativa que era indispensable esclarecer. Publiqué el 24 de septiembre mi editorial titulado “Rumores graves”, en el cual no afirmaba que el Ministro de Fomento se había apropiado aquella suma, sino que en todas partes se hablaba de ello como de cosa cierta, y que como esto perjudicaba no sólo la buena reputación de dicho ministro, sino la fama de probidad administrativa que el Gobierno Nacional tenía empeño en afianzar, yo me creía obligado, como periodista deseoso de que se aumentase el prestigio de aquella Administración, a elevar hasta las altas regiones oficiales la noticia de aquellos rumores para que, si eran infundados, se desvanecieran, y si tenían alguna razón de ser se hicieran efectivas las responsabilidades consiguientes y se aplicase la sanción legal.

Como se ve, el general Carabaño nada tenía que cobrarme, puesto que ningún hecho delictuoso le había imputado yo, y sólo me había limitado a poner en tipos de imprenta la denuncia de lo que, en perjuicio del Gobierno, andaba en lengua de todos.

Pero él creyó conveniente citarme ante los tribunales de justicia, y otorgó amplio poder al doctor Manuel Antonio Ponce para que intentase demanda contra mí por calumnia e injuria. En un suelto editorial le tributé al general Carabaño el homenaje de mi sincero aplauso, porque precisamente en los días en que Eleuterio García había dado en plena calle el bárbaro espectáculo de sacrificar a un ilustre concejal, que no había hecho sino cumplir con su deber como leal servidor del Pueblo, él—el Ministro de Fomento—creyéndose calumniado e injuriado por el redactor de El Pregonero, no pidió un par de grillos para mí, ni me salió al encuentro, revólver en mano, para convencerme con el argumento de las balas de que él era inocente, sino que, como hombre civilizado, apeló al recurso que las leyes ofrecen para ventilarse esas cuestiones y reivindicar los fueros de la lesionada reputación.

Fue aquella una oportuna lección de cultura y republicanismo que dio el general Carabaño, y así como ingenuamente se la aplaudí cuando vivía y era alto personaje del gobierno, le reiteraba mi aplauso ahora que, tras largo martirio, había pasado del Castillo de Puerto Cabello, donde sólo se oyen lamentos, ayes, imprecaciones, el horripilante chirrido de los grillos y el incesante golpear del martillo remachando chavetas, a la silenciosa mansión donde ya se cuentan por centenares las tumbas ocupadas por victimas de Juan Vicente Gómez.

Nombré defensores a los doctores F. A. Guzmán Alfaro y a Cristóbal L. Mendoza, quienes desinteresadamente se habían apresurado a ofrecerme sus servicios profesionales, y a poco encontré en la calle al doctor Cabrera Malo, quien residía en Ciudad Bolívar y estaba aquí temporalmente y me dijo: “Lamento no estar radicado en Caracas para defenderte. No temas nada; no podrán condenarte sino dando un gran escándalo, casi imposible en esta época. Escribiste ese editorial con suma habilidad, como presintiendo que te llevarían a los Tribunales”.

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Cuando regresé a mi oficina me estaba esperando Guzmán Alfaro, quien me dijo: “Se me ha ocurrido que sería muy conveniente que tu causa se ventilase ante un jurado. Esta institución está aceptada, desde hace mucho tiempo, en el Distrito Federal, pero hasta ahora nadie se ha acogido a ella. ¿Has hablado de tu asunto con algún otro abogado?”

Le contesté que con Cabrera Malo, y me aconsejó que le preguntase que le parecía la idea de que me acogiese al jurado. Me fui inmediatamente al Gran Hotel, donde estaba hospedado, y cuando le hice la consulta me contestó: “ ¡Magnífico! ¿De quién es esa idea?” Y habiéndole nombrado a Guzmán Alfaro, añadió: “Ese catire es un abogado de muchos recursos”. Luego calificó de obra maestra la defensa que había hecho de los señores Valentiner Cía. en el litigio de una quinina y continuó con elogios que me convencieron de que el dicho popular: ¿Quién es tu enemigo? El de tú oficio; no rezaba con Cabrera Malo, quien concluyo diciéndome: “Tienes derecho a nombrar tres defensores; nombra dos y resérvame el otro puesto, pues en su oportunidad, salvo que me sea de todo punto imposible, vendré a sustentar tu derecho de periodista independiente”.

Se lo reservé, en efecto, pues si algún tiempo después actuó también como defensor el muy ilustre y honorable doctor Juan José Mendoza, fue mientras Guzmán Alfaro viajaba por Europa.

La mañana en que fui al tribunal a oír la lectura del libelo de demanda, todo el salón estaba lleno de abogados; todos los de Caracas se hallaban allí. Terminada la lectura, ensayada por Guzmán Alfaro, dije estas solas palabras: “Señor juez: me acojo al jurado”.

Hubo un rumor en toda la sala; el defensor de Carabaño se echó hacia atrás como si le hubiesen tirado una estocada; el juez, doctor Leonidas Blanco, fuertemente sorprendido por lo imprevisto; quedó como alelado, vaciló, hojeó el Código, leyó, volvió a cerrarlo, sonó la campanilla y dijo: “Ha terminado el acto”.

En efecto, desde ese momento ya él no podía hacer sino esperar cuando fuese otorgado el nombramiento de los miembros del Jurado. Pasé por entre aquel apiñamiento de abogados recibiendo felicitaciones, y recuerdo estas palabras del venerable doctor Nicomedes Zuloaga: “Amigo mío: lo consideraba perdido sin remedio, teniendo en cuenta el país en que vivimos; pero ahora, me dijo: se ha salvado, porque no habrá Jurado que lo condene”. Y el doctor Jesús Antonio Páez, con visible alborozo, añadió: “Sacaste un ojo al entrar; dos al partir”.

Los miembros del Jurado, como es bien sabido, se sacan de una numerosa lista que forma el Concejo Municipal de todos los ciudadanos de su jurisdicción que sean de reconocida e indiscutible honorabilidad, y los litigantes proceden así: nombra el Secretario del Juzgado a uno de los miembros de esa lista y si alguna de las partes lo rechaza, queda anulado, y si entrambas lo aceptan, queda elegido como jurado. Difícil fue formar la lista de nueve principales y dos suplentes, porque el doctor Ponce recusó a hombres como don Pedro Arismendi Brito y el doctor Marco Antonio Saluzzo. Pensé que no había aceptado al primero por la majadería del godismo; ¿pero qué pensar de la recusación de Saluzzo?

Mas, al fin se completó el número, pero entonces comenzaron las excusas basadas en enfermedades fingidas y ausencias inciertas. El doctor Alberto Couturier y don Miguel Vicente Pérez y otros más me dijeron, como para que se los agradeciera como una prenda

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de amistad, que habían sido convocados, pero que se habían excusado porque ellos no se metían en eso y eran incapaces de intervenir en un proceso contra mí, pues eran mis amigos y admiraban mi labor en la prensa. Les advertí que no les agradecía la determinación que habían tomado con el propósito de favorecerme, pues si los hombres de bien se abstenían de juzgarme, terminaría por caer en maños de los vagabundos. Más adelante diré cuál fue el desenlace de este proceso.

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XXXI. ESTANCIA EN PUERTO CABELLO

En el Castillo de Puerto Cabello tuve ocasión de observar muy de cerca al general Carabaño.

Era un hombre culto, de amplia inteligencia, muy ilustrado y de asombrosa memoria. No nos tratamos, porque comprendí que, aunque unidos allí por el infortunio, todavía abrigaba contra mí un latente rencor. Tuve, no obstante, de él la impresión de que no era un vagabundo, sino antes bien, de un espíritu sano, de ideas progresistas y de tendencias patrióticas. Pero si lo que el rumor público le imputaba tenía algún fundamento, si realmente le dio mal empleo a aquellos cuarenta mil bolívares, ello no sería sino porque no pudo sustraerse a la perniciosa influencia del corruptor sistema que desde los primeros robos ocurridos bajo el gobierno de José Tadeo Monagas se ha venido llamando Liberalismo.

En efecto, por ese sistema el enriquecerse a todo trance con los caudales de la cosa pública no sólo no se ha tenido por pecado, ni venial siquiera, sino que se ha considerado como una manifestación de envidiable habilidad política. ¿Quién le ha cerrado aquí la puerta de su casa a alguno de esos ladrones de alto coturno que ocuparon un puesto público casi pordioseros y a la vuelta de pocos años, y aún de pocos meses, ya eran millonarios? ¿Quién se ha negado a estrechar la mano que se ha hundido hasta el codo en los caudales de las arcas públicas? ¿No estaba reciente el innegable hecho, reconocido y divulgado por el Congreso Nacional, de haberse desaparecido en el último año de la autocracia de Cipriano Castro quince millones de bolívares? ¿Y a quién se procesó por esto?

A los que se preparaban para imitar tales hazañas no les convenía que se sentase un severo precedente de sanción y de justicia. La política, para ellos, no es el arte de hacer reinar la justicia, sino la ciencia de robar impunemente. Por esto, mientras hay en las cárceles infelices rateros por haber robado una gallina, un pan, un haz de leña, otros que han robado millones viven en palacios, ruedan en autos, se hartan de manjares y de queridas.

Y eso para ellos es lo práctico; lo demás son lirismos ridículos. ¿Qué mucho, pues, que el general Carabaño, cuyo aprendizaje en la política comenzó siendo muy joven en la segunda administración del general Joaquín Crespo, modelo de desbarajuste administrativo, siguiera la norma que había visto como cosa corriente en el seno del llamado Partido Liberal, y le diera también un pequeño mordisco al Tesoro Nacional, lo que ni afirmo ni niego?

Todos los que han escrito sobre historia venezolana contemporánea, aún siendo amarillos, están acordes en afirmar que bajo los gobiernos conservadores se manejaron los caudales públicos con la más estricta probidad. ¡Cómo estaría de grande y próspera nuestra Venezuela si los gobiernos amarillos hubiesen imitado ejemplo tan laudable! Imaginémonos la montaña de oro que formaría el producto total de los robos de todos los altos funcionarios públicos del 48 para acá—presidentes de la República y de los Estados, gobernadores, ministros, administradores de Aduana, jefes civiles—y pensemos en cuánto se hubiera engrandecido nuestra Patria si ese dinero se hubiera invertido en escuelas, inmigración, colonización, carreteras, salubridad, bancos agrícolas y obreros, granjas modelos, en todo lo que necesitamos y no tenemos.

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A propósito viene lo que en la cárcel me refirió el padre Mendoza. Encontró éste en la calle a un amigo del interior que había venido para ver si conseguía un empleo. Estaba en situación lamentable; no se había desayunado ese día y era hora de cenar.

Pocos días después volvió a encontrarlo, radiante de alegría. “Amigo—le dijo el padre—: me complace el verle tan alegre”. “Sí, padre, lo estoy porque ya conseguí lo que deseaba”. “ ¿Y qué consiguió?” “La Jefatura Civil de Macarao”. ¿Y qué sueldo tiene?” “Sesenta pesos”. “ ¿Y por tan pequeño sueldo siente usted alegría tan grande?” “¡Ay! Padre: usted no sabe; el sueldo es lo de menos; eso es una mina”. Y tan era una mina, añadía el padre Mendoza, que antes del año ya poseía una hacienda, casas y ganado.

Gran regocijo me causó el oír en el Castillo al general Carabaño predicando contra la guerra civil como origen de todas nuestras desventuras públicas, y preconizando la necesidad de mantener la paz a todo trance como ambiente propicio para el ejercicio del Civismo, que es al que debemos confiar la solución de nuestros grandes problemas nacionales.

Con su fácil y elocuente palabra, y con las luminosas ideas que le prodigaban su ilustración y su talento, aquel militar, capturado con las armas en la mano, anatematizaba al militarismo y maldecía la obra nefasta de las armas. Era otro Saulo que había visto en su camino de Damasco las promesas bienhechoras del Civismo y los tremendos desengaños de la guerra.

Yo, que siempre he visto claramente esas promesas y esos desengaños, me complacía observando cómo aquellas juiciosas conferencias les iban quitando las telarañas de los ojos a aquéllos que me llamaban lírico porque he pretendido hacer con la pluma, honrosamente en todo caso, lo que otros han intentado llevar a cabo con la espada, para sólo caer en charcas de sangre, de ridiculez y desprestigio.

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XXXII. LOS COMIENZOS DE GÓMEZ

La actitud de la prensa independiente ante los acontecimientos que he venido narrando tenía a los hombres del Gobierno dando corcovos y tascando el freno. No se resolvían a damos el zarpazo final por un resto de pudor, quizá, o para que Castro no se aprovechase del desprestigio que esto pudiera producirles, y resolvieron que Gómez le dirigiese una carta pública al Ministro del Interior dándole pie así para que éste dijese en su contestación cosas que pudieran alarmarnos y hasta atemorizarnos.

Quise probarles que, en el cumplimiento de mi deber, a mí no se me amedrentaba, y escribí el editorial más audaz y más aplaudido de cuantos publiqué en aquellos días. Según referencias de algunos hombres del mismo Gobierno a todos les sorprendí, porque nadie me creyó capaz de tanta audacia.

Alcántara decía en su contestación que los causantes de los dolorosos acontecimientos que estábamos lamentando eran “los viejos factores de todos los males, desgracias y catástrofes que han convertido la historia de nuestra Patria en un prolongado calvario”.

Así puse, entonces: "No creíamos, en verdad, que el general Alcántara, aunque ardorosamente amarillo, tuviese también la manía de echarles a los godos la culpa de todas las desgracias, pero parece que andábamos equivocados, porque la intención del párrafo copiado no es otra. Indudablemente, los viejos factores a que se refiere el señor ministro son los llamados godos; es decir, los trompos servidores de todas las épocas; los que hay que inventar cuando no los haya”.

Y en otro párrafo añadía: “No parece sino que el general Alcántara haya tratado de dividir otra vez los antiguos partidos poniendo en medio el cadáver de Chaumer. Si esto es así, ¿a qué obedece esta táctica? Ya el Partido Histórico no es aquel fanático que tan dócilmente iba tras un trapo amarillo como tras una onza de oro”.

Y como opinase que el Partido Conservador había reaparecido con “los mismos odios, las mismas ambiciones...”, le contesté: “Lo que realmente ha aparecido, no sólo en el Concejo Municipal, sino por todas partes es un nuevo partido, compuesto de lo sano de todos los partidos, y que bien pudiéramos llamar el Antivagabundismo”. No porque en ese Concejo haya descendientes de antiguos conservadores, no porque sean todos hombres de trabajo, pueden ser llamados godos.

Y, por otra parte, preguntamos: ¿qué hubiera hecho un Concejo de amarillos en presencia de libros mal llevados, de hojas arrancadas, de incorrecciones patentes y de sospechas graves? ¿Cómo se hubiera conducido en caso tal? ¡Ah! sí; ya lo sabemos: le hubiera echado tierra al asunto y habría dejado que el desbarajuste siguiera. ¿No es eso lo que se entiende por liberalismo en este bello país?

Pero los 'Viejos Factores' no quisieron interpretarlo así, porque ingenuamente creían que habían sido llamados no precisamente para que hiciesen lo que los otros, sino para rectificar y renovar, de acuerdo con la circular de diciembre, en la que el mismo señor Ministro de Relaciones Interiores dijo: ¡Ahora o nunca! ¿Qué es, en definitiva lo que han hecho los señores Concejales? Cumplir con sus deberes. ¿Podrá probarse lo contrario? ¿Y si esto es así, a que atribuir lo sucedido a los 'viejos factores' de las desgracias de la Patria?

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Lo que en realidad ha pasado no es sino un choque entre los que desean que siga la tradición de no examinarse cuentas, ni nada, y los 'nuevos factores' que quieren implantar prácticas nuevas. Y siendo así, ¿cómo podría el Ejecutivo censurar a unos nombres por haber procedido como era natural que procedieran? Parécenos, ingenuamente hablando, que el general Alcántara ha hablado más como hombre de partido que como director de la política nacional, y es bueno tomar nota de ello, porque esto quiere decir que la agrupación a que él pertenece persiste en considerar como extrañas a su programa la sanción, la regularidad administrativa y otras cualidades que son las que deben caracterizar a esta época, porque, de lo contrario, Castro quedaría justificado y, en fin de fines, nos encontraríamos con que no hemos hecho otra cosa que cambiar un dictador que tenía un riñón enfermo por otro que tiene los dos buenos y sanos”.

Estaban, pues, como se ve, los señores amarillos, con el Ministro del Interior a la cabeza, empeñados en prevalerse de la ignorancia de Gómez para hacerle creer que no le convenía emplear godos en su gobierno, entendiéndose por esto aquellos elementos de orden y trabajo que aspiraban a que terminasen las injusticias, los robos, las transgresiones de la ley, las impunidades y cuantas iniquidades constituyeron la norma de gobierno de los que se llamaban liberales, como si el liberalismo fuese, no la doctrina del progreso en todas sus manifestaciones, ni de la depuración de las costumbres, ni del perfeccionamiento de los procederes gubernativos, sino el sistema encubridor de todas las vergüenzas e ignominias, amparador, so pretexto de una mentida magnanimidad, de cuanto debiera caer bajo la rigurosa sanción de la ley.

El godismo ha sido el Coco con que los amarillos han tratado siempre de asustar a aquellos gobiernos que, por circunstancias especiales, se han constituido a favor de los esfuerzos de una especie de fusión, tales como la Revolución de Marzo que presidió Julián Castro, como la Azul, como la Legalista, como la Restauración y como la Reacción de Diciembre. En todos esos casos, una vez logrado el éxito apetecido, cada amarillo ha tenido un godo a horcajadas sobre el caballete de la nariz, y no han quedado satisfechos hasta no haber logrado desalojarlos de los puestos públicos que por excepciones se les han concedido en recompensa de su cooperación revolucionaria.

El editorial del cual he insertado uno que otro párrafo ocupaba una columna doble de El Pregonero, y allí dije todo lo que había que decir, sin pizca de miedo, y por ello recibí muchas congratulaciones, entre ellas la muy honrosa del doctor Agustín Aveledo107, quien fue especialmente a mi oficina para darme un abrazo que todavía recuerdo con deleite espiritual y recordaré toda la vida con orgullo, porque no se dan silvestres los abrazos de hombres como el Licenciado, Patriarca de la Instrucción, educador egregio de varias generaciones, y paradigma del ciudadano venerable y útil.

También se me presentó en la mañana, espontáneamente, el general Emilio Fernández108, porque “desde hacía mucho tiempo deseaba conocerme y estrechar la mano que manejaba pluma tan valiente”. Pero, como Aveledo y Fernández eran anti-amarillos, no es sorprendente que, exagerando benévolamente mis escasos merecimientos, quisieran así

                                                                                                               107 Agustín Aveledo fue ingeniero de profesión, y en ese carácter ejerció tres veces la Presidencia del Colegio de Ingenieros que contribuyó a fundar. Pero además fue científico (meteorólogo), filántropo y, por sobre todo, insigne educador. 108 Fernández se unió al movimiento de Cipriano Castro en 1899, y se distanció de él en 1901.

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estimularme para que prosiguiera sin desaliento en tan peligrosa lucha; mas, lo que si resulta casi increíble es que también el general Julio Sarría Hurtado109, liberal amarillo de primera fila, se presentase en la noche en mi oficina y me dijese que después de haber estado por más de una hora esperando al joven Luzardo en la Plaza Bolívar, donde convinieron en encontrarse para que él (Luzardo) me lo presentase, viendo que no llegaba había resuelto ir sólo, porque no quería que pasara el día sin tener el gusto de estrechar la mano que había escrito aquel editorial que tanto había admirado.

Me dijo que él era y había sido siempre liberal amarillo; pero que era el primero en reconocer las verdades que con tanto denuedo escribía mi pluma y que, aunque militar, más que el valor guerrero admiraba el valor cívico, porque éste era más raro y más trascendental y civilizador en sus obras.

Esa noche tenía efecto en el Teatro Municipal el beneficio de la eminente actriz Antonia Arévalo, de la Compañía de Paco Fuentes. El teatro estaba lleno—y cuando, faltando segundos para alzar el telón, entré por la calle central para ocupar mi puesto, todos los circunstantes se pusieron de pie; y la galería prorrumpió en un nutrido aplauso. Era que casi generalmente se me creía en La Rotunda.

El mismo Fuentes, cuando entré en el camarín de la simpática tocaya para presentarle mis congratulaciones, me dijo: “¡Oh!, mi amigo; ¡cuánta dicha en verle, porque le suponía en otra parte!” Luego me habló de algunos periodistas independientes de su patria, España, pero reconociendo que mis luchas eran más laudables, por lo peligrosas, puesto que allá la libertad de la prensa no era precaria, como aquí, sino una arraigada conquista de la democracia.

La carta del general Alcántara fue generalmente censurada, como una artera tentativa para quedarse los del Gran Partido solos en el poder, como lo pretendieron después del triunfo de la Revolución de marzo, llegando hasta la vergüenza de aquel ignominioso protocolo de Urrutia que costó tantas humillaciones y sinsabores a la Patria; como lo intentaron después de la entrada en Caracas de la Revolución Azul; como lo lograron a poco de haber triunfado la Legalista, comenzando por hacer bendecir en la catedral la bandera amarilla, la misma que Andueza Palacio, con su intentona de Continuismo, había prostituido aún más de lo que estaba; y como en pocos días se dieron el gusto de ver que Cipriano Castro se rodeaba de los que lo habían combatido y les daba la espalda a los que habían contribuido a traerlo al Capitolio.

En los días que voy bosquejando, el plan no era otro. Nada halaga tanto a los poderosos como el mando despótico, porque el despotismo es la fórmula de gobernar más cómoda y más fácil y Gómez, por esto, se sentía halagado por los que lo excitaban a apartar a los que querían y pedían libertad, justicia, sanción y probidad, y le prometían su firme apoyo para

                                                                                                               109 El general Sarría luchó en la Guerra Federal del lado federalista y ejerció numerosos cargos públicos entre las presidencias de Antonio Guzmán Blanco y Juan Vicente Gómez: Presidente del estado Cumaná, gobernador del Táchira, Jefe civil y militar de Maracaibo, Presidente del estado Bolívar, Ministro de Guerra y Marina (varias veces), Diputado por el Gran Estado Los Andes y por Mérida, miembro del Consejo Federal y del Consejo de Gobierno. En muchas ocasiones hizo la guerra contra enemigos de los gobiernos en los que participó.

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que gobernase como se le antojase, como gobernaron sus antecesores, sostenidos por el funesto poderío del llamado Gran Partido Liberal.

Ya hemos visto como se aprovechó Gómez de esta criminal disposición, pues para los días en que esto escribo, ya se dio el gusto de celebrar las bodas de plata de su autocracia, después de haberles dado de puntapiés, no sólo a los que llamaron godos, sino a los principales corifeos del Amarillismo, para luego hacerse del partido personalista que le sirve de apoyo.

.........

Terminada la narración de este suceso leo en El Nuevo Diario una crónica relativa a la “generación de El Cojo”, tópico del día, y allí, refiriéndose al Concurso de 1904, dice el cronista que obtuvo el primer premio “La Bandera”, de Fernández García, y que Díaz Rodríguez, lastimado en su vanidad porque no le premiaron su “Música Bárbara”, no sólo agravió al señor Herrera Irigoyen llamándole ignorante, sino también al jurado, presidido nada menos que por su suegro, el doctor Eduardo Calcaño, pues dijo que en el veredicto había habido “cucambé”.110

Este dato referente a la inconcebible vanidad del autor de “Ídolos Rotos” me trae a la memoria el incidente que sigue: en la mañana del día en que aparecieron las cartas de Gómez y Alcántara a que me he referido, me visitó Díaz Rodríguez y, después que se fueron los otros contertulios y quedamos solos, me dijo: “Vea qué le parecen estas cuartillas”.

Era un artículo referente a las mencionadas cartas de Gómez y Alcántara. Mientras iba leyéndolo, pensaba en cuál sería la intención de Díaz Rodríguez, y al llegar al fin y ver que no tenía firma alguna, comprendí que su deseo era que yo lo adoptase como editorial, a lo que no estaba dispuesto, porque, aunque literariamente aquello era de una elegancia irreprochable, como salido al fin de la pluma de tan celebrado estilista, como pieza periodística era muy deficiente, y aún mucho más tratándose de un periódico de combate como lo era El Pregonero, siempre enérgico y claro en sus expresiones y que, en todo caso, abordaba los asuntos como éste sin vacilaciones de ningún género.

Le pregunté si quería publicarlo con su firma o con seudónimo y esto le hizo comprender que yo no lo prohijaría. Entonces, con evidente despecho, casi me lo arrebató de las maños diciendo que le haría algunas correcciones y se marchó visiblemente herido en su amor propio. Al día siguiente, se cercioraría de la razón de ser de mi determinación pues, en tanto que su artículo, que salió como editorial de “Sancho Panza”, pasó casi inadvertido, mi editorial obtuvo el brillante éxito de que he dado somera idea.

“Pluma disociadora” llamo a la mía el general Rafael Ma. Carabaño en una publicación, y con tal motivo publiqué el 2 de octubre111 un editorial en que, después de exponer las patrióticas intenciones en que fundé El Pregonero, por lo interesado que estaba yo, a la par de Venezuela entera, en que el Gobierno que había abatido la tiranía de Castro se consolidase con rectos y justicieros procederes, decía:

                                                                                                               110 Algo escondido. En los Andes se llama cucambé al juego del escondido. 111 De 1909.

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“Sin salvación posible para nosotros en caso de volver el tirano, y sin recursos para ir a llevar en el exterior la cómoda y hasta opulenta vida que se han dado allá otros políticos venezolanos, nuestro instinto de conservación se cifraba en la esperanza de que sobreviniera un gobierno de orden y de leyes, cuya principal fuerza fuese la fuerza de la opinión pública y cuyo gran prestigio dependiese de su inalterable justicia. Pensamos que después de tan larga tiranía y en vista de tan valiosas enseñanzas, no deberíamos ver ni nuevos atentados, ni otros peculados, ni más impunidades. Persiguiendo, pues, la posible perfección en las labores gubernativas y recomendando perennemente la más ingenua armonía, hemos venido sirviendo en este diario, al cual hemos tratado de imprimirle la franca fisonomía de nuestra autonomía individual. Sin reatos de ninguna especie, sin compromisos con nadie, sin temores vergonzosos, ni esperanzas embarazosas, hemos juzgado a los hombres, las cosas y los acontecimientos sin prevenciones ni instigaciones de la pasión. Bien sabemos que nuestra pluma ha lastimado epidermis, mas no por culpa nuestra, sino por estar enfermas esas epidermis y porque, al fin y al cabo, nuestra pluma no es ni la lengua del perro que lame los pies del amo, ni el rabo del felino que le acaricia las piernas. Hemos aplaudido todo lo bueno y no le ha faltado nuestra palabra de encomio a quien la ha merecido, llegando hasta a ofrendarla a personas a quienes no todos han creído dignos de ella. No hemos adulado, porque de eso no entendemos y, teniendo el valor de nuestras convicciones y la conciencia de nuestros deberes, hemos señalado cuanto hemos creído perjudicial para la salud de la Patria y para la estabilidad del Gobierno. No todos lo entenderán así, bien lo sabemos; pero confiamos en la justicia popular”.

Luego añadía que, en compensación del agravio del general Carabaño, me llegaba de Trinidad El Deber, órgano del Castrismo residente en aquella isla con la peregrina afirmación de que mi pluma estaba “asalariada por el gobierno del general Gómez”. En seguida exclamaba: “Para el general Carabaño somos disociadores y para el trinitario vocero de Castro estamos vendidos. ¡Pluma disociadora!, exclama aquí un miembro del Ejecutivo. ¡Pluma asalariada!, añade en Trinidad el vocero del castrismo, y ambas exclamaciones invitan a meditar. ¿Cómo la calificará el general Gómez? He ahí la incógnita, porque con respecto a la opinión pública estamos tranquilos. Por lo pronto pensamos que el señor Presidente habrá de atribuirle algún merito a la adhesión de una pluma que algunos de sus servidores califican de 'disociadora' y que el castrismo pretende desprestigiar con la falta imputación de estar 'asalariada'".

En mi editorial del 6 de octubre recordé que en los primeros días del gobierno de Gómez, a propósito de una consulta que le hicieron, él contestó: Lo que diga la ley, y que el general Mibelli, en un telegrama de felicitación que le puso a propósito del decreto de amnistía, había hecho mención de esta laudable frase que en Maracay le había oído: Si algún día gobernare yo a Venezuela será sin presos.

Y comentando estas frases decía yo entre otras cosas:

“Ambas frases son de oportuna recordación: la primera, porque parece que en estos momentos hay una pavorosa pugna en las regiones del Poder por disputarse la supremacía en los consejos gubernativos; y la segunda, porque, desgraciadamente, hay presos cuya prisión no puede ser indispensable, ni siquiera posiblemente

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necesaria para la seguridad del Gobierno... Hay personas a quienes no satisface un gobierno de justicia porque no pueden darse el gusto de cometer arbitrariedades; ni una administración honrada, porque no pueden medrar en el desorden. Son éstos los que sostienen que no se puede gobernar sino arbitrariamente y los que quieren consagrar la impunidad como virtud republicana, confundiéndola con la magnanimidad. '¡Gobernar sin presos!'. Hermoso número de un programa realmente liberal. Pero ¿por qué no se ha cumplido? ¿Por imposiciones del orden público? Sí; nos explicamos ciertas prisiones; pero, ¿no es sorprendente que la seguridad de un gobierno como éste dependa del reposo de la humorística pluma del Bachiller Munguía y del silencio de los labios ingenuos de Blanco Fombona, Daniel Rodríguez y Coll Alcalá? Y además: ¿no estaban seguros en La Rotunda? La prisión no tiene más objeto que reducir a la inactividad a aquellos ciudadanos que con sus procederes subversivos pueden interrumpir la paz nacional. Pero para esto bastaba La Rotunda, prisión segura, de donde no podría volar ni siquiera la pluma chispeante de Munguía. La moda de llevar presos al Castillo fue inventada por Andrade, lo que no obstó para que cayese estrepitosamente y aun sin honor. Ni Crespo, ni Andueza, ni Rojas Paúl enviaron presos al Castillo y todos cumplieron sus períodos constitucionales. Andrade inauguró la odiosa costumbre que continuó Castro con sumo regocijo, porque era muy propio de su alma implacable y feroz. Pero esa costumbre no bastó para impedir que el uno se fuera a La Guaira por el cerro en una madrugada de octubre, ni que el otro haya tenido que conformarse con la frescura de las Aguas Solares cuando prefiriera estar saltando al rumor de las armonías del Siempre Invicto y del Adiós a Ocumare. En Castro se explicaba la continuación de la moda inventada por Andrade, pero en Gómez, no. Es un rigor inútil, completamente innecesario, que nadie esperaba de quien dictó el Decreto de Amnistía del 19 de abril. El general Gómez no es cruel, dicho sea no obstante hallarse en la Presidencia; le atribuyen generalmente sentimientos magnánimos; pero, a pesar de ello, se han visto en estos días medidas de extremado rigor que nadie ha podido explicarse sino como preludios de una política de represión que sería el colmo del error; porque esta época no puede equipararse al Septenio, porque Gómez no es un conquistador; porque su gobierno no arranca de las contiendas guerreras, sino de una brillante evolución cívica; porque él no es el continuador, sino el reformador de la obra de Castro y porque no debe empeñarse en que lo teman, sino en que lo amen. Los gobiernos se sostienen por el amor o por el temor de los gobernados; pero los que viven entre el amor de los pueblos pueden descansar confiados como sobre lecho de flores, en tanto que los que se apoyan en el temor están como de pies sobre un volcán. Entre el cariño o el terror de sus conciudadanos ¿qué prefiere el general Gómez?”

En una contrarréplica a El Universal, el cual negaba que hubiese rumores de crisis ministerial, como lo había asegurado El Pregonero, después de mencionar algunos comentarios del público, escribí en mi editorial del 7 de octubre estos párrafos:

“Y coincidían estos comentarios públicos con la circunstancia de estar ventilándose cuestiones relacionadas con la regularidad administrativa y con la no menos grave de haberse tomado medidas de represión que los mismos señores de El Universal (los retamos a que lo hagan) no se atreverían a aplaudir públicamente. Sí; retamos a los que siempre tienen sofismas de justificación para todos los desaciertos gubernativos a que aplaudan la prisión del inofensivo y buen amigo de esta Actualidad Juan José

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Churión (el Bachiller Munguía). Los retamos a que aplaudan también la de los que discurrieron ante la fosa de Enrique Chaumer y la no menos sorprendente de Blanco Fombona, que es amigo de Gómez; y los desafiamos, por último, a que nos demuestren la conveniencia de llevarlos al Castillo, como si La Rotunda no fuese bastante segura y excesivamente torturadora. Pues bien: de tales manifestaciones, de tales rumores y de tales acontecimientos ha sacado en limpio la opinión pública que algunos pretenden que se restablezca el sistema de pasados tiempos en tanto que otros se oponen a tan funesta pretensión”.

Después de algunas consideraciones acerca de algunos ministros, añadía: “Pero no es de nosotros de quienes han partido esos rumores, ni son precisamente las cualidades de esos ministros el origen de los temores a que nos hemos referido, sino la atmósfera política que parce haberse levantado en estos días y las tendencias a recomendar el sistema de las arbitrariedades como el sólo posible en Venezuela. Porque hay todavía quien sostenga que es imposible gobernar con la Ley y, sin duda alguna, El Universal y es de éstos, puesto que no ha cumplido con el deber de expresar su reprobación a sucesos incuestionablemente ilegales, o cuya legalidad él no se atrevería a sostener”.

En el editorial del 8 de octubre, entre muchas cosas, decía:

“Existe, pues, la política, o el politiqueo, hablando con propiedad, que reprueba la actitud independiente, austera y digna del Concejo Municipal y que recomienda como eficaces la prisión de los Munguías, sin formula de juicio, y la traslación al Castillo de presos que bien seguros y asaz mortificados estarían en La Rotunda. No podríamos decir con absoluta propiedad quiénes son los campeones de esa atroz política; pero sí aseguramos que existe, que forcejea por imponerse, que cuenta ya con algunos triunfos y que suena con el de arrebatarnos la pluma y echarnos, con grillos, y, si posible fuese, apersogados en el calabozo de un Castillo... ¿Cómo han podido variar los sentimientos del general Gómez del 19 de abril a la fecha? He ahí la obra de la política que combatimos. Hay momentos psicológicos en que los caracteres más fuertes son susceptibles de ser impresionados, hasta el punto de doblegarse para incurrir en desaciertos. Esto lo saben muy bien los intrigantes, y por ello están en perenne acecho de la ocasión propicia para decir la palabra decisiva. Los gobernantes le dan poca importancia a la almohada como consejera, y si más le concedieran, libraríanse seguramente de cometer muchos y muy lamentables atentados”.

He transcrito esos párrafos y probablemente transcriba otros más adelante porque ellos evidencian como se engendró, se concibió, entró en gestación, nació y se desarrolló la tiranía soez y feroz que celebró sus bodas de plata112 y celebraría las de oro si el tirano tuviese quince años menos, pues está visto que esta ignominia nacional no terminará sino por dilatación de la fe de bautismo.

El 10 de octubre se reunieron en el Club Concordia unas cuantas docenas de amarillos, so pretexto de iniciar los trabajos para la candidatura del general Gómez, pero evidentemente con el propósito de fabricar la compactación113 número qué se yo cuántos; por lo cual,

                                                                                                               112 Arévalo González escribe este capítulo en 1933. 113 Se llamaba compactación a las agrupaciones de ciudadanos influyentes con ánimo de apoyar candidaturas.

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como lo dije en unos comentarios, “aquello resultó una Babel o, como diría Sales Pérez, una perrera revuelta con gatera”. Luego añadí: “Con decir que hubo un momento en que el general Velutini quiso despegarse, pero lo atajaron en la puerta. Y el general Matos, con una ingenuidad que le hace honor y que nos causa mucha gracia, exclamó: 'Estos liberales son muy trabajosos, pero hay que estar con ellos'. El desastre comenzó por una proposición para formar un Directorio con personajes del Consejo de Gobierno del Ministerio quienes, por otra parte, no estaban presentes y, por lo tanto, no se ha debido pretender hacer uso de ellos como si fueran cosas”.

Cuando propusieron al doctor Leopoldo Baptista, también ausente, se armó una algarabía, diciendo no, no; ése es godo. Terminaron por una estupenda ridiculez: por nombrar una Comisión que averiguase si Baptista era liberal o godo.

Y todos nos preguntamos: ¿si el objeto de la reunión era trabajar por la candidatura de Gómez, que importaba, para el caso, que Baptista fuese lo que fuese? ¿No bastaba que fuese amigo del candidato? Pero claramente se vio luego que lo que proponían era formar otra compactación, para que Gómez viera que con el apoyo del amarillismo podía hacer lo que le diese la gana.

En el siguiente editorial escribí: “El primer pecado de los promotores, pues, fue el no haber dicho francamente que de lo que se trataba era de una compactación amarilla para alcanzar empleos, para lograr diputaciones y para influir colectivamente en los concejos gubernativos de manera que se pudiera encaminar la política por los rumbos que convinieran a determinadas personalidades del amarillismo”.

Y más abajo añadía: “Si lo que querían era formar un grupo para influir en la política y obtener del jefe del país concesiones y preferencias, si a lo que aspiraban era a imponer su criterio y sus conveniencias particulares en las regiones gubernativas, han debido expresarlo, hacerlo constar así en la convocatoria y no decir que se trataba de trabajar por una candidatura que no necesita de tales trabajos para luego dejar ver los ocultos móviles de semejante proceder”.

En otro editorial añadí, replicándole a El Universal: “Los amarillos no han procedido como ciudadanos que iban a ejercer derechos y a cumplir deberes cívicos, sino como conjurados; cubriéndose con la careta de las elecciones, pretendieron compactar un núcleo que fuese capaz de atemorizar, o siquiera preocupar al Jefe de la Nación”.

En mi editorial del 20 de octubre vuelvo a pedir la libertad de Blanco Fombona, Churión, Hilarión Núñez, Daniel Rodríguez, Coll Alcalá, Lucas Manzano, Celestino Peraza, Castillo Chapellín y demás presos, y terminé así: “No mentimos al decir que esos ciudadanos le hacen más daño al Gobierno en La Rotunda y en el Castillo que el que pudieran hacerle, si fueran enemigos, en sus hogares o en las calles. El extranjero pensará que no es tan sólida la situación actual, puesto que hay presos y entre ellos nada menos que amigos reconocidos. Y la opinión pública, por su parte, piensa que no es tan sincero el deseo de cumplir el programa de diciembre, desde luego que ha parecido inevitable la prisión de amantes de la paz y amigos del Gobierno, tan decididos como aquellos a quienes hemos nombrado”.

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En el editorial del 21 de octubre, comentando el haberse descubierto una conspiración castrista en el Táchira, dije: “Véase, pues, la inconveniencia de haber convertido en lucha electoral lo que no ha debido ser sino una solemne manifestación plebiscitaria. ¿Para qué desplegar un aparato de opinión y para qué ese simulacro de campaña democrática, cuando sabido era que Castro no dormía? Mucho tememos que los señores compactadores hayan sido, además, unos incautos instrumentos de los agentes del Tirano. Ese despliegue de fuerzas cívicas innecesarias, no existiendo candidatura contraria que combatir, era altamente sospechoso. Valía tanto como si Inglaterra reconcentrase sus fuerzas navales para combatir la escuadra del Paraguay, que ni siquiera tiene costas”.

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XXXIII. EL CANDIDATO

Cuando El Pregonero tomó la iniciativa para que se constituyese una Junta de Socorro para auxiliar a los inundados de Ciudad Bolívar, todos creyeron que el fracaso sería un hecho, dada la mala situación que atravesábamos y la circunstancia de que probablemente el elemento oficial y todos aquellos a quienes me les había puesto de frente, nos harían el vacío, pero tuvimos la satisfacción de recaudar 10.582,25 bolívares.

En esos días publicó el liberal amarillo Ramón B. Luigi una carta abierta para Gómez, en que entre otras cosas le decía: “Yo propondría, pues, a los liberales históricos—mis correligionarios políticos—a los liberales nacionalistas—que hoy luchan gallardamente en los torneos del civismo—a todos los círculos en suma, ya que todos estamos de acuerdo en designarlo a usted para presidir la República en el próximo período constitucional, que pidamos sea usted quien dé a los pueblos la nómina de los nombres por quienes han de votar para que los representen en el Congreso Nacional”.

Como se ve, la propuesta era muy propia de un fervoroso miembro del Gran Partido, y en un largo editorial la impugné fuertemente. Copio los siguientes párrafos:

“Ante todo la franqueza. El director de este diario piensa pedir oportunamente sus sufragios a los ciudadanos del Distrito Federal para representarlos en el Congreso, porque cree que allí podrá servir a la Patria con la misma honradez y con tan buenas intenciones como en el periodismo; pero de ninguna manera aceptaría una Diputación por una lista formada en Miraflores. Pensamos, asimismo, que el general Juan Vicente Gómez, quien aspira a la gloria de implantar en Venezuela las prácticas de la genuina democracia, no se prestará a hacer descaradamente lo que hasta Cipriano Castro hizo guardando el decoro del disimulo. ¿Convenir todos en que Gómez elija el Congreso, quedando los ciudadanos reducidos exclusivamente a la triste condición de marionetas? No es eso, no, propio de una república; pero ni siquiera de una autocracia, porque bajo los regímenes absolutistas no se representan comedias. Lo que importa es ir formando el ciudadano y practicar los derechos”.

Y más abajo añadí: “Aspiramos, lo repetimos, a un puesto en el Parlamento Nacional; pero esto es si los comicios no van a ser una farsa, si realmente ese Cuerpo Soberano ha de ser el trasunto de la voluntad popular. A honra inapreciable tendríamos el pertenecer a un Congreso que el Pueblo y no el Presidente de la República pudiese llamar suyo; pero, lejos de seducirnos, nos causaría desprecio una poltrona alcanzada como merced del poderoso... ¿Gómez formando listas de diputados? ¡Torpe oficio para quien quiere ser un reformador! Eso sería desbaratar con los pies lo que ha hecho con las manos... Preciso es que algún día procedamos como deben proceder los hijos de una república; porque si no, ya no tendríamos nunca más ni siquiera el derecho de lamentarnos. Este Gobierno quiere respetar todas las garantías constitucionales, pues aprovechémonos de tan laudable disposición y vayámonos a los comicios no a representar una farsa, sino a cumplir una misión sagrada; no como carneros, sino como ciudadanos dignos de serlo”.

La carta de Luigi para Gómez es un modelo de politiqueo amarillo. Evidencia los recursos de que el amarillismo echaba manos para halagar la natural propensión al absolutismo de quien no tardaría en quitarse la careta, que las circunstancias le habían impuesto, para

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aparecer como el autócrata más cruel y de más larga duración que en estos últimos años ha tenido el continente americano.

Con tales procederes y con la maquiavélica dirección del viejo José Rosario García, fue la perfecta nulidad de aquel patán transformándose en el déspota que a su debido tiempo debía ponerles el pie en el cogote a güelfos y gibelinos. Me queda, no obstante, la satisfacción de haber combatido, tan tenazmente como me fue posible, la antipatriótica imprudencia de haberse dividido los que debieron conservarse como un solo bloque de energía, para que Juan Vicente Gómez se limitase a dirigir su monopolio de carne en Caracas, que era, según propia confesión, de lo único que él entendía y a lo único que, por lo pronto, aspiraba.

La malhadada compactación, lejos de compactar, fue un factor disolvente entre los mismos amarillos. Ayala, Rolando, Ibarra y otros que fueron elegidos para el Directorio, no aceptaron y fueron innumerables los que censuraron aquella intentona de fines egoístas.

Una noche me visitó el doctor José Ladislao Andara y me dijo: “Días pasados asomó usted la idea de la conveniencia de formar un nuevo partido con los elementos sanos y progresistas de los otros partidos. Esa idea fue muy bien acogida, y es sensible que no haya insistido sobre el particular. Soy liberal amarillo, pero reconozco que mi partido ha incurrido en graves faltas, cuya responsabilidad no queremos seguir aceptando los de las nuevas generaciones, porque no hemos contribuido a cometerlas. Sé de muchos liberales que piensan como yo y que están dispuestos a afiliarse en la nueva agrupación que, desde luego, debe perseguir fines de libertad, de democracia y de progreso”.

Prometí a Andara tocar otra vez el punto y así lo hice. Comprendí que en tales casos es muy conveniente la propaganda personal y verbal, pero queriendo evitar que se me atribuyesen aspiraciones a la jefatura del partido, le propuse al doctor Díaz Rodríguez que se encargase de hablar con aquellas personas prominentes que, como Andara, estaban inclinadas a cambiar de filas. Propuse a aquellos con quienes estaba entendido, y así fue aceptado, que para evitar que surgiese un personalismo más, el nuevo partido no tuviese jefe, sino un Directorio formado por un representante de cada uno de los Estados y uno por el Distrito Federal. Este Directorio, naturalmente, tendría su mesa directiva, la cual sería elegida anual o semestralmente.

También convinimos en que no se fundaría un periódico para órgano del partido, porque no sería fácil que se pudiese sostener, dada la circunstancia de haber otros diarios muy acreditados, a los cuales no sería posible desalojar. Por esto, para no correr el riesgo de gastar dinero en un periódico de problemática existencia, lo prudente sería reconocer como órganos del nuevo partido a los que se habían ofrecido como tales, a saber: El Tiempo, El Día, Sancho Panza y El Pregonero, que sumaban la totalidad de los lectores del país.

Pues bien, una tarde, al salir de un matiné del Teatro Municipal, me dijo César Zumeta que ya estaba redactado el programa del Partido Progresista, que así se llamaría, y que en esos días nos reuniríamos para someterlo a discusión y aprobarlo, o rechazarlo, y que oportunamente me convocarían para que asistiese a esa reunión. Pero esa misma noche, como a las ocho, se me presentó en la imprenta el mismo Zumeta, pasado de tragos, y misteriosamente me dijo que seguramente por algún espía que los de El Universal

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tendrían entre nosotros, Andrés Mata había tenido conocimiento de ciertos puntos del programa y, temerosos de que ellos se adelantasen a acogerlos en su periódico, habían resuelto “precipitar el parto” y publicar el programa en hoja suelta, sin firmas, las cuales se recogerían después.

Zumeta tiene una fácil palabra, pero en esa ocasión, ya fuese por las libaciones o porque la lengua se le resistía a decir mentiras, ésta se le enredó de tal modo que a duras penas pude entenderle lo que quería decirme. Desde que comenzamos a madurar nuestro proyecto resolvimos que el programa apareciera autorizado por un numeroso grupo de hombres sin mácula en la vida pública y en la social, ya fuesen políticos, literatos, hombres de ciencias, agricultores, criadores, industriales, militares o humildes obreros, que después, como era natural, se aceptasen los que quisiesen incorporarse, sin preguntarles de dónde venían, sino adónde iban. Queríamos de este modo darle prestigio, con firmas honorablemente prestigiosas, al acto inicial del nuevo gabinete cívico.

La aparición, pues, de aquel documento sin firma alguna era una flagrante violación de lo convenido y hacía sospechar un móvil artero. Y efectivamente, se quería de ese modo hacer que espontáneamente se excluyeran algunos elementos, quizá yo el primero, que podrán poner obstáculos en el rumbo que otros deseaban seguir.

Conteniendo con dificultad la indignación le contesté a Zumeta: “¿De modo que el programa del Partido Progresista, al cual queríamos darle una honorable paternidad, aparecerá como un miserable niño expósito? Quedo en cuenta, Zumeta, quedo en cuenta”.

Le di la espalda y me alejé. A poco se me presentó Díaz Rodríguez, a quien Zumeta, con más carácter y más ducho en las intrigas del politiqueo, había logrado avasallar. Enredándosele también la lengua y empleando los vocablos cuarteleros de que era tan pródigo en su conversación—lo cual resultaba un muy chocante contraste con la galanura de su estilo cuando escribía—, intentó repetirme lo que a medias pudo decirme Zumeta, mas yo lo interrumpí diciéndole: “De lo que estoy ya convencido es de que algo hiede en ese asunto; no sé que es; pero lo cierto es que ahí hay algo hediondo”.

Dos días después apareció El Progresista, órgano del nuevo partido. Como lo habíamos previsto, el primer mes se vendió algo, por la curiosidad de algunos de saber que traía, pero en los días subsiguientes la decadencia fue desastrosa, y como un trasunto fiel de lo que estaba pasando recordaré lo que con mucha gracia refería Mario Torres Rodríguez: que el primer sábado, ya al anochecer, él, con otros colaboradores del periódico, los cajistas, y demás empleados estaban esperando el “santo advenimiento”, esto es, el pago de los salarios de la semana; pero Zumeta no llegaba y Mario le veía muy mal cariz a su domingo, en el cual, por lo visto, no tendría ni con qué pegarse un “palito”. Sin embargo, una esperanza le despuntó súbitamente en el espíritu al ver los seis altísimos rimeros de periódicos fríos que habían quedado en los seis días, y se dispuso a aceptarlos, en último caso, en pago de lo que se le debía para venderlos al peso a las pulperías, como papel de envolver.

Se guardó su idea y se preparó para hacer la proposición antes que otro se le adelantase. Mas al fin se presentó Zumeta, radiante de alegría y saludando muy jovial y cariñosamente. Aquella alegría chocó a los que esperaban, pues contrastaba con la tristeza que les había

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invadido el pecho. Pero he ahí que, para estupefacción de todos, el recién llegado saca del bolsillo una cartera repleta de billetes de gran calibre y comienza a pagar completo.

¿De dónde había salido aquel dinero? A Zumeta no se le habría caído ni un palo de fósforo si lo hubieran parado de cabeza. Entonces se sospechó, y más adelante sobraba quien lo afirmase, que aquellos billetes habían salido del bolsillo de güelfos y gibelinos.

Eso fue, pues, lo que se propuso César Zumeta al sacar un periódico, contra lo que se había convenido, para disponer de él como instrumento de especulación en momentos en que existía tan honda división en las regiones gubernativas y tan ardiente rivalidad entre los que se disputaban el discrecional manejo de la nulidad de Juan Vicente Gómez. Aquel periódico había nacido herido de muerte y estaba destinado a tener una existencia casi tan breve como las rosas del poeta.

.........

A fines de octubre, se alarmó la opinión pública porque se decía que el general Manuel Corao había confeccionado un contrato relativo a las Salinas, y como él tenía fama de haber ideado y explotado otros contratos en tiempo de Castro que resultaron desastrosos para el Pueblo,114 creíase generalmente que el que estaba en gestación sería por el estilo.

El doctor Abel Santos, Ministro de Hacienda, tuvo el acierto de enviarnos a los periodistas, para que diésemos nuestro dictamen, sendas copias de los dos contratos que habían sido propuestos: uno por el general Román Delgado Chalbaud, de quien se decía que no era sino el testaferro de Corao, y el otro por el doctor Ascanio Negretti.

Como estoy muy distante de tener la presunción de saberlo todo y, antes bien, ando con suma cautela cuando estoy tratando asuntos importantes en un periódico, me di a solicitar una persona que pudiera y quisiera decirme, con plena convicción, lo que opinase de esos contratos, y tuve la mala suerte de dar con don Luis Felipe Guevara, honorable señor que había desempeñado con acierto, inteligencia y probidad la Administración de las Salinas.

Exigiéndome que, por entonces, no revelase su nombre, me indicó el punto alevoso y altamente perjudicial del primer contrato; o sea, del presentado por Delgado Chalbaud, atribuido a Corao y prohijado por éste.115 Son de mi primer editorial los párrafos siguientes:

“... diremos que el último proyecto—ese de arrendamiento de las Salinas—envuelve bajo un halagador aumento de la suma que ha de pagar anualmente al Gobierno Nacional, un grave perjuicio para el pueblo. Ofrece, en efecto, el contratista pagar más de medio millón de bolívares por año sobre lo que actualmente recibe el Gobierno; pero hay que advenir que esa suma, triplicada, quizá centuplicada, saldrá del consumidor, aunque aparentemente no aparezca aumentado el precio de la sal; pues como dicho señor tiene también una empresa de vapores, con éstos transportará el artículo a varios y lejanos depósitos, para poder recargarle el flete de manera

                                                                                                               114 En 1904 firmó el contrato para establecer una naviera con monopolio en el río Orinoco. Estuvo entre los comerciantes valencianos que apoyaron a Cipriano Castro a raíz de la batalla de Tocuyito. 115 Corao y Delgado Chalbaud negocian en 1911 con el Credit Français y el banco Dreyfus con la intención de establecer dos bancos afiliados en Venezuela.

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excesiva. En ese flete está la clave del secreto de tal operación que, al parecer ventajosa para los intereses del Fisco, es en realidad desastrosa para los de la comunidad, porque ya tendrá el contratista el cuidado de que el consumidor le resarza de la prima que le da al Gobierno y le haga rebosar las propias arcas... Vea el Ejecutivo ese proyecto por el aspecto apuntado para que incautamente no incurra en el error de aceptar unos miles de bolívares más en cambio del permiso para apretarle el lazo al consumidor de sal”.

Sensible fue que Carmelo Arias Sandoval publicase una hoja suelta en la cual, con mucha insistencia, ponderaba la generosidad de Corao y fustigaba rudamente a los ingratos que, habiendo recibido cuantiosas dádivas de éste, le habían correspondido con inmerecidos ataques. Al punto me pareció ver que en aquella hoja había algo escrito entre líneas y que iba directamente dirigido a mí; es decir: que Arias Sandoval, sin mencionarme, daba a entender que Corao me había hecho objeto de su generosidad y yo a él de mi ingratitud.

Queriendo cerciorarme de esto rogué a mi amigo que hablase con Arias acerca del contenido de la hoja y disimuladamente tratase de averiguar si se me había aludido en ella. No me había equivocado: todos aquellos cargos de ingratitud estaban destinados para mí.

Pudiendo ya ir sobre seguro, hice constar en un editorial que, mientras otros periódicos habían frecuentemente atacado al general Corao como factótum de funestos monopolios en la época castriana, El Pregonero no lo había mencionado para nada, porque yo no había olvidado que en cierta ocasión, sin que nos uniese ninguna clase de relaciones, había querido hacerme un bien; pero que luego, habiéndose presentado con un contrato manifiestamente perjudicial para los intereses de la Patria, mi deber era combatir ese proyecto y no había vacilado en cumplirlo. Que por esto, en una hoja suelta. Arias Sandoval, haciendo principalmente alusión a mí, había descargado rayos y centellas contra los ingratos de quienes era víctima el generoso Corao; que por esto había llegado el momento de decir que si bien era cierto que Corao, estando yo recién salido de una de las prisiones que me impuso Castro, me envió con un amigo una suma de dinero, innegable era también que ni siquiera toqué aquellos billetes y me limité a rogarle al amigo que al devolvérselos le presentara el testimonio de mi agradecimiento y le anunciase que pronto tendría el gusto de hacerle una visita para renovárselo personalmente.

Aquel dinero, pues, volvió a manos de Corao, porque don Nicolás Méndez León, que fue el intermediario, era persona honorable, incapaz de quedarse con él, y aunque hubiera sido un pícaro, habría cumplido lealmente su misión, puesto que creía que yo no tardaría en visitar a Corao, lo cual no se llegó a efectuar porque se me fue pasando el tiempo en la lucha por la vida.

A defender a Corao salió una nube de sablistas, usando insultos por argumentos. Flores Cabrera publicó en Sancho Panza un suelto en el cual advertía que no podía publicar un remitido que había recibido por contener agravios contra el director de El Pregonero. Yo, en otro suelto, le rogué que lo publicara, dijera lo que dijese. Era de un tal Renato Pérez y no decía sino necedades. Cuando uno está satisfecho de sí mismo, cuando tiene plena conciencia de que puede alzar la frente con orgullo y sin temor de que se la hagan sonrojar; cuando no tiene “rabo que le pisen”, bien puede retar a todos sus contrarios a que digan lo que les venga en gana.

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Lo más grave que contenía aquel remitido era el llamárseme godo, lo cual siempre me ha causado mucha gracia, sobre todo desde que aquel bohemio tronitoso116 a quien llamaban el “Negro Pellicer” gritó en pleno botiquín: “Si Arévalo González es godo, todos los venezolanos debiéramos ser godos como él”.

En aquellos días todo el que deseaba quitarle unos bolívares a Corao publicaba un remitido o una hoja suelta contra mí, y yo me habría felicitado de ello si ese dinero hubiera sido invertido en alimento, porque de ese modo muchos habrían comido gracias a mí pero, desgraciadamente, todo se iba en licor.

Algún tiempo después me refirió en Los Teques el general Pedro Pablo Montenegro que, en aquellos días de la mencionada polémica, se hallaban él, Corao y muchos otros en los corredores de la casa presidencial de Maracay cuando llegaron los periódicos. Corao se reía a carcajadas de aquellos artículos en que lo insultaban llamándole mono, negro, pero sin aducir pruebas de la inconveniencia del contrato; mas cuando llegó El Pregonero y él lo leyó, todos notaron la tremenda impresión que le había causado, pues, aunque carecía de esos agravios, contenía los poderosos argumentes que he mencionado en otra página. El general Corao, no obstante, no me guardó rencor, y de ello citaré dos ejemplos que así lo evidencian.

En los primeros meses de 1913 hallábame temperando en Los Teques con mi familia; venía a Caracas los sábados por la mañana, almorzaba en el restaurante “La Marcial” y regresaba por la tarde. Cierto día estaba yo almorzando allí cuando se presentaron Roberto Urbano Taylor y otro agente de negocios de apellido Verner y aquél me dijo: “Voy a referirle algo que lo va a dejar estupefacto: estábamos en la panadería de Montauban con otros más cuando pasó el general don Pedro Arismendi Brito y alguien dijo: Ahí va el hombre más honorable de Venezuela. El general Corao se acercó a la puerta para saber a quién se referían aquellas palabras y luego dijo: Pero será por la edad, porque ahí está Arévalo González. “Todos acogimos estas palabras con un nutrido aplauso”, añadió Urbano Taylor. Yo repuse: “Reconozco que es el general Corao quizá el único de mis adversarios que tiene un alma realmente generosa”.

Cuando, después de ocho años y medio de prisión en La Rotunda salía el 31 de diciembre de 1921, hallé en mi escritorio una libretica en la cual mi esposa, para entonces ya en el Cielo, había anotado todos aquellos rasgos de bondad con que ella había sido favorecida durante tan crueles años. Aquello representaba la herencia de gratitud que ella me legaba. De sus desengaños, de los actos del egoísmo que tanto la habían afligido, ni una palabra. Yo había de conocer algunos de esos hechos por otras referencias.

Pues bien, en una de las páginas de esa libreta narraba mi esposa que, habiendo el general Corao encontrado en la calle al repartidor de mi revista Atenas le dijo que le llevara diez suscripciones con recibo para él y diez con recibo para su señora esposa. Así procedía aquél a quien, por la fogosidad propia del diarista de combate, empeñado en que no retoñasen los monopolios de Castro, había yo atacado fuertemente. Y, en cambio, durante esa prisión—y esto lo supe no por la mencionada libreta, sino por otro informante—, hallándose el doctor Carlos F. Grisanti en el corredor de su casa llegó el repartidor de Atenas, revista que, como lo dije en otra ocasión, era un macuto que yo le había dejado a                                                                                                                116 DRAE: tronitoso. 1. adj. coloq. Que hace ruido de truenos u otro semejante.

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mi esposa para que recogiese limosnas decorosamente. Grisanti le dijo al muchacho que cargara las revistas envueltas en un ejemplar de El Universal, El Nuevo Diario; probablemente porque creyera que andar con la revista que le estaba llevando el pan a la casa de un secuestrado de Gómez valía tanto como andar con una bomba de dinamita.

Pero el repartidor no lo entendió así, seguramente por no ser doctor en Ciencias Políticas, y en la quincena siguiente volvió a presentarse con los ejemplares de la revista sin envolver, con la esperanza quizá de encontrarse en la calle con otro Corao que le encargase otras suscripciones. Grisanti le salió “como una rueda de cohetones”—según el decir del muchacho—y tras ese fulminante regaño le dijo que se largara y no le llevara más la suscripción.

El doctor Grisanti y yo habíamos, por varios años, cultivado una buena amistad y nuestras familias se trataban con gran cordialidad. Sabía él que el bolívar que por esa suscripción recibía mi esposa representaba varios bollos de pan para nuestros hijos, que en muchas ocasiones inútilmente lo pedían, en tanto que los de él lo tenían de sobra. Había, pues, varias circunstancias que debieran tenerse en cuenta, pero el miedo saltó sobre ellas.

He referido este episodio, no a manera de venganza, sino como una prueba más de que tuvo mucha razón Pío Gil cuando opinó que la gran enfermedad nacional es el miedo, y como una comprobación de lo que he dicho en diversas ocasiones: que no son los asalariados de la clase baja, sino los prohombres de la clase directiva los que tienen la culpa de que en Venezuela se hayan sucedido y arraigado, una tras otra, tantas tiranías. Cuando entre nosotros se habla del atraso de nuestra Patria, de la carencia absoluta de libertad y de virtudes republicanas, generalmente se añade que esto sucede porque nuestro Pueblo no está “preparado”. Y en este caso se quiere expresar con el vocablo Pueblo, no el conjunto de todos los habitantes, sino a los obreros, a los jornaleros, a los peones, a quienes despreciativamente se denomina con el mote de “camisas de mochila”.

Pero es el caso que en las muchas manifestaciones cívicas que en mi larga vida pública he presenciado no he visto hombre de pro, de los que usan frac, sino hijos del Pueblo, de los que usan blusa. Pensar un hombre como el doctor Carlos F. Grisanti que pudiera ser perseguido, privado del empleo que ya tenía en perspectiva por el hecho de que vieran entrar en su casa a un repartidor de Atenas, es el colmo del pavor. Atenas era, por aquellos días, una revista administrada por una mujer y formada con recortes netamente literarios: un macuto para recoger limosnas decorosamente.

Que nuestro Pueblo no tenga la requerida preparación ciudadana; que no conozca ni sus derechos, ni sus deberes y que por esto no podamos librarnos de los absolutismos; pero ¿no los conocen los Grisanti, los Arcayas, los Díaz Rodríguez, los Gil Fortoul, los Vallenilla Lanz, los Gil Borges, los Carlos Borges, los Andrés Mata, los Andrés Vegas, los Dominicis, los Pedro Emilio Coll, los Eloy González, los Fernández García, los Antonio Álamo y tantos y tantos (¡legión!), que con su prestigio científico, literario y social han dado el mejor apoyo al despotismo horrendo y, al parecer, eterno de Juan Vicente Gómez?

Cuando Chocano vino a Caracas dijo que, habiendo visto en torno de ese tirano a todos sus compañeros de El Cojo Ilustrado, que eran la flor y nata de la intelectualidad venezolana, pensó que el gobierno que tenía Venezuela era lo mejor que podría tener. ¿Cómo pensar de otro modo? ¿Cómo admitir la prostitución moral de toda una generación de intelectuales?

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¿Que no todos hemos nacido para mártires? ¿Qué el espíritu de sacrificio no se da silvestre? ¿Y quién pretende tanto? Basta con que les hagan el vacío a los malos gobiernos. No se les exige que luchen hasta estrellarse; pero que siquiera se abstengan de poner sus luces, sus célebres nombres y su prestigio social al servicio de gobiernos que deshonran cuando se los sirve. Se les pide que no incurran en la criminal y antipatriótica insensatez de convertir sus afamadas reputaciones en miserables satélites de la estulticia de un machete.

.........

Mi candidatura para la Diputación del Distrito Federal fue acogida con gran entusiasmo. Los gremios obreros, dándoles el ejemplo a los de la clase directiva, se pronunciaron al punto y de ellos fue el primero el de los cocheros. Por cierto que con este motivo salió en La República, periódico de los compactados, un artículo en que en forma despectiva se me llamaba el “candidato de los automedontes”,117 con otras ridículas gracejadas. Sin averiguarlo, persona que debía estar bien informada y que pertenecía al personal de ese periódico, me aseguró que el autor del artículo era Eloy G. González, por lo que, para que estuviese en cuenta de que lo había descubierto, publiqué un suelto en que le advertía que por el hecho de haber rodado sobre llantas de goma no debía considerarse autorizado para mostrarse despreciativo y burlón para los que se ganan la vida rodando sobre coches de alquiler. Cito el caso para que se vea como el amarillismo118 enfermaba hasta a los espíritus, al parecer, más ecuánimes.

Lo que más me complació fue el ver el sinnúmero de amarillos que me ofrecieron sus votos. Citaré algunos ejemplos: el general Ramón Luigi, a pesar de nuestra polémica por su carta a Gómez, publicó en uno de sus artículos que me daría su voto. Una mañana se me presentaron en mi oficina el coronel Miguel Arismendi Smith y el señor Pablo Guinán y, a nombre del general Celestino Quintana, cacique de la Vega, dijéronme “que era liberal amarillo y que siempre lo había sido, pero que, a pesar de ser yo tan enemigo de su partido, el día de los cómicos iría con más de doscientos amigos a votar por mí, porque él y los que lo acompañarían deseaban ver que el Pueblo estuviese representado en el Congreso Nacional por patriotas como yo”.

Otro día, al pasar por delante de la platería de Pedro Villanueva, frente al Palacio Federal, él me llamó y me dijo: “Venga acá para referirle lo que nos acaba de contar Mattei Coronado (el sempiterno jefe civil de la Parroquia de San José). Nos dijo que esta mañana se presentó ante el Directorio de la Compactación Amarilla y les advirtió lo siguiente "Pues bien, ustedes me dirán quiénes son los otros dos principales y los tres suplentes, pues Arévalo González debe figurar como primer principal". Matos saltó en su asiento como si lo hubiesen pinchado por debajo y gritó: ¡Imposible! Nuestro peor enemigo. Pues entonces—repuso Mattei—no cuenten ni con un solo voto de la Parroquia de San José, porque así me lo han hecho saber todos, advirtiéndome que si en la plancha electoral de ustedes no figura Arévalo González, todos han convenido en votar por la plancha en que figure. Cuanto pudieren ustedes decirme se lo he dicho, pero todo ha sido inútil; esa gente está dispuesta a no ceder, y creo que en las demás parroquias sucedía lo mismo”.

                                                                                                               117 DRAE: automedonte. (Por alus. a Automedonte, conductor del carro de Aquiles). 1. m. auriga (ǁ‖ de un carruaje). 118 El término se emplea acá para designar a los seguidores del liberalismo amarillo; no se refiere al estilo periodístico amarillista.

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Con Villanueva estaban el general Marcos Rodríguez, importante personaje del Estado Carabobo, y un general González, anciano, de barba y cabellos blancos, tachirense, cuyo nombre de pila he olvidado. Al terminar Villanueva, díjome el general Rodríguez: “Es completamente cierto cuanto le ha contado Pedro, y nosotros tres felicitamos a Mattei Coronado; pues ha de saber usted, señor Arévalo, que, aunque liberal amarillo, he resuelto darle a usted mi voto, pues hombres de sus virtudes ciudadanas son los que en las Cámaras Legislativas deben velar por los intereses del Pueblo”.

El general González me hizo igual manifestación de simpatía, después de advertirme que también era liberal amarillo. Todas estas manifestaciones iban, naturalmente, alarmando a los compactos, así como también a ciertos miembros del Gobierno en quienes aquéllos influían y con quienes estaban estrechamente ligados, habiéndoles servido de lazo de unión el viejo José Rosario García, a quien desde entonces pudo considerarse como el Papa Negro de la Rehabilitación, como lo han apodado los mismos allegados a Gómez, aludiendo al inmenso poderío de que en épocas remotas disponía el general de los jesuitas, cuyo hábito era negro y no blanco como el del sucesor de San Pedro.

Cierto día encontré en la calle a cuatro honorables padres de familia, de los que llaman godos, porque no transigen con los procedimientos amarillos, a saber: don Tomás Reina, don Silvestre Tovar Toro, don José Luis Gorrondona y don Elías Borges, quienes me dijeron que por primera vez en su vida iban a ejercer su derecho de sufragio para tener el gusto de votar por mi candidatura y, en diciéndome esto, los cuatro me mostraron sus respectivas boletas de inscripción. Era, en verdad, para mí altamente placentero que hombres de tan elevada talla moral se dispusieran, por primera vez, a cumplir el principal deber de los ciudadanos de una democracia.

El Día, importante diario, como redactado al fin y al cabo por el eminente periodista don Simón Soublette, dijo en un suelto el 8 de noviembre, entre otras cosas sobre las candidaturas, lo siguiente: “El Pueblo no puede entusiasmarse por fantasmas ni por candidaturas del Gobierno. Mucho menos por oligarquías amarillas. Hasta ahora, Caracas sólo tiene dos candidatos viables: el doctor Agustín Aveledo y R. Arévalo González. El primero por su reconocida e indiscutida honorabilidad. Es el único filántropo de Venezuela que no tiene enemigos. El segundo, como abogado de la prensa libre y de los derechos del Pueblo”.

En su edición del 14 dicho periódico recomendó esta plancha electoral para la Diputación del Distrito Federal: Principales: doctor Agustín Aveledo, general Pedro Arismendi Brito y R. Arévalo González. Suplentes: general Leoncio Quintana, doctor David Lobo y J. H. Pérez Bermúdez. Y añadió: “ ¿Quién quiere votar por esta lista azul? Ha bajado del mismo Cielo. Presentamos hombres de reconocida lealtad a los principios, de seriedad política y de rumbos conocidos. No es posible que se forme una lista mejor para el servicio del pueblo. Los amarillos los tacharán de colorados, pero no podrán negar las prendas que enriquecen a nuestros candidatos”.

En la edición del 8 de noviembre de El Pregonero publiqué el siguiente suelto editorial: “Ayer vinieron a nuestra oficina varios liberales amarillos, miembros de una sociedad electoral, para manifestarnos que, a pesar de su filiación política, la cual hicieron constar previamente, habían incluido el nombre del director de El Pregonero en la plancha por la cual votarían en los próximos comicios. Es la siguiente: Para diputados al Congreso

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Nacional. Principales: doctor Alberto Smith, don Marco Antonio Saluzzo y Rafael Arévalo González. Suplentes: señores Pedro Emilio Coll, J. F. Pérez Bermúdez y Manuel Flores Cabrera. Para concejales por su Parroquia: Principal: general Pablo A. Guinand. Suplente: señor Eduardo Mier y Terán".

"Plácenos—añadía yo en seguida—tener una prueba más de que no son escasos los liberales amarillos que nos hacen justicia hasta el punto de poner nuestro humilde nombre en la plancha por la cual habrán de votar. Siempre hemos contado con el justiciero aprecio de los hombres de bien, porque nuestra labor periodística no ha tendido sino a pedir el rigor de la sanción pública para los malos hijos de Venezuela y a rendir homenaje de aplauso para quienes hemos juzgado dignos de ello, sean quienes fueren y vengan de donde vinieren. Bien sabemos que abundan los liberales amarillos, que, votando por el director de este diario, quieren demostrar que no toman como para ellos los ataques que hemos dirigido a la Oligarquía Amarilla, y que al mismo tiempo desean dar una prueba de verdadero liberalismo. Los llamados godos han sostenido a Crespo, a Matos, a Castro y a otros amarillos en los campos de batalla y nada de extraño tendría que los verdaderos liberales sustenten en los comicios la candidatura de un periodista que, aunque no está cobijado bajo la bandera de ellos, es honrado, es ingenuo y no defiende, ni podrá defender nunca sino los santos principios y los hermosos idéales del genuino liberalismo”.

Hubo otra plancha electoral que también fue muy bien acogida en la que, como principales figuraban estos nombres: general Pedro Arismendi Brito, Marco Antonio Saluzzo y Rafael Arévalo González.

Como nota muy simpática apareció en El Pregonero del 12 de noviembre una carta del joven Rafael Liso. Este joven había firmado un pronunciamiento por mi candidatura, y su hermano mayor hizo constar públicamente que era menor de edad. Entonces mi amiguito, a quien yo ni siquiera conocía, me envió una carta que publiqué y en la que me decía: “Tengo el honor de dirigirme a usted con motivo de una protesta que autoriza un hermano mío, firmada por mí y publicada en La República, número 236. Está bien. No podré pronunciarme por el estimable señor Arévalo González, honra de esta época, porque soy menor de veintiún años; pero sí creo que debe ser muy satisfactorio para el luchador e independiente periodista que hasta los menores (para votar, pero no para empuñar un máuser) lo recomienden, con la sinceridad del hombre joven, al gran partido del Pueblo en La República. No podré votar, pero si puedo hacer propaganda”.

Logré, pues, que no sólo los llamados godos, ni los buenos liberales amarillos, sino hasta los niños se interesaran por mi candidatura. De La Guaira vino una comisión de varios jóvenes para invitarme a que fuera allá, pues querían obsequiarme con una manifestación de cariño. Al principio me excusé a causa de mis muchas ocupaciones, pero ellos insistieron y me aseguraron que los guaireños les habían advertido que si se presentaban con una negativa serían recibidos a tomatazos. Accedí.

Todo el Pueblo guaireño estaba en la mañana del 28 de octubre en la estación del ferrocarril, en el boulevard y en la Plaza de la Aduana. Desde que llegué advertí gran exaltación en los ánimos. Al pasar por en medio de un numeroso grupo de caleteros oí varias voces que dijeron: “Ya lo tenemos aquí, veremos si se meten con él”. El doctor Meano Rojas, intendente de la Aduana, me dijo; “Mucho cuidado, Arévalo: estamos sobre un volcán”. Y más adelante me hizo saber don Gerardo Gouverner que el prefecto, Julio

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Hidalgo, había anunciado “que a la primera frase descompuesta que yo dijese me haría bajar de la tribuna y me enviaría a la cárcel, sucediese lo que sucediera”.

De todo esto me había dado perfecta cuenta, pues de un hombre tan vengativo como Julio Hidalgo era de esperarse que aprovechara la primera coyuntura que se le presentase, para cobrarme cuanto le había dicho yo con motivo de las prisiones de Rafael Martínez y Elías Landaeta. Y como los guaireños, según se ha visto, estaban preparados para defenderme, el resultado seguramente sería una hecatombe, por la cual no estaba yo apresurado a romper lanzas.

Por eso preparé un discursito en el que, entre otras cosas, decía que no les hablaría “con el exaltado lenguaje del sectario, ni con el fogoso tono del periodista de lucha, sino con el cordial acento del amigo, y con la prudente imparcialidad del huésped”, En seguida les hablé de Vargas, “genio tutelar de La Guaira”; del sabio que representa en nuestra historia “la más radiante encarnación de la justicia”.

Luego preconicé el Civismo, que “será el gran factor de los gloriosos destinos de Venezuela, el poderoso reformador de nuestras costumbres públicas”. Les recordé también el intenso odio con que Cipriano Castro distinguía a La Guaira, el Pueblo a quien él más aborrecía, porque los guaireños nunca iban a recibirlo cuando pasaba por allí, en lo cual se ocupaban exclusivamente el prefecto Leicibabaza, su secretario y los empleados de la Aduana. Y esto sucedía porque, como bien lo sabía el tirano, “la columna vertebral del Pueblo guaireño no tiene bisagras”. Frase ésta que mucho les agradó y que muchos aún conservan en la memoria. Allí discurrieron también Meaño Rojas, Elías Landaeta y Luis F. Urbina.

Luego pasamos a los salones de la Aduana.119

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                                                                                                               119 Como dijera Arturo Toscanini de Giacomo Puccini, al finalizar la primera escena del último acto en el estreno de Turandot: "Hasta aquí compuso el maestro".

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APÉNDICE

Doña Gladys Arévalo de Sigala, hija de Rafael Arévalo González, recopiló una fracción de la documentación existente, en poder de la familia, sobre la trayectoria de su padre. Ella misma dice que hay suficiente material para hacerlo más extensamente, e indica que concluyó su labor, en sorprendente letra manuscrita, clarísima y precisa, el 15 de agosto de 2005: “Diez días después de haber cumplido mis 95 años”.

De este admirable trabajo de 76 páginas se hizo un número de ejemplares empastados para distribuirlos a los descendientes de Arévalo González, y es de una de esas copias que se extracta los fragmentos que componen este apéndice y contribuyen a enriquecer sus Memorias, al añadir precisiones cronológicas y referencias valiosas.

De su padre dice Doña Gladys, a manera de introducción:

Nació en Río Chico, capital del Distrito Páez del Estado Miranda, el 13 de setiembre de 1866. Murió en Caracas el 20 de abril de 1935.

Sus padres: Demetrio Arévalo Colomba y Águeda González Miranda.

Contrajo matrimonio el 13 de agosto de 1896 con Elisa Bernal Ponte, nacida en Cabudare, estado Lara.

Su abuelo paterno, José Francisco Arévalo, era Capitán de Infantería y sirvió en los Ejércitos de la República en la Guerra de Independencia. Este dato se obtiene por copia del documento en que su viuda, Soledad Colomba, solicita de la Comisión General, establecida en Bogotá en 1837, la pensión de viudez del Montepío Militar que le corresponde, pensión que le fue otorgada y a su muerte la solicita su hija, Dolores Arévalo quien, al hacer la solicitud, dice ser descendiente legítima del capitán José Francisco Arévalo, ella y su hermano Demetrio Arévalo. En 1929, Mercedes Arévalo de Espinoza, hija de Demetrio Arévalo, solicita la pensión y prueba su filiación con el capitán José Francisco Arévalo.

Arévalo González fue periodista, Director del diario El Pregonero en su segunda época (1909), Director Fundador de la revista literaria Atenas (1908); autor de Apuntaciones históricas (1er. tomo), de novelas: Escombros (1892), Maldita juventud (1904). Durante una de sus prisiones tradujo del inglés Aventuras de un ex presidiario, de E. Phillis Oppenheim.

La importancia de su personalidad no se basa solamente en sus funciones literarias; sobresale su civismo, su entereza al defender sus principios y alertar a los gobernantes acerca de sus errores, siendo considerado esto un delito.

De sus catorce prisiones, que sumaron un total de 27 años, sobresale una de las sufridas durante el gobierno de Juan Vicente Gómez, que duró 8 años y medio, por haber lanzado en su periódico El Pregonero en una convocatoria

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a elecciones como candidato al Dr. Félix Montes, un hombre cívico de aquilatadas condiciones para Presidente de la República. Después de la larga prisión en La Rotunda—julio 13 de 1913 hasta 31 de diciembre de 1921—aún sufre otras dos.

En 1923 asesinan en Miraflores al Gobernador de Caracas, Juan C. Gómez, hermano del Presidente, crimen que públicamente no fue esclarecido pero motivó que hicieran presos a todos los que sabían ajenos al gobierno. Arévalo González fue detenido en La Rotunda el 12 de julio de 1923 hasta el 21 de julio de 1925.

En 1928, en la celebración en Caracas de la semana del estudiante, hacen prisioneros a un numeroso grupo de ellos enviándolos al Castillo Libertador de Puerto Cabello, a La Rotunda y muchos de ellos a trabajos forzados en las carreteras. Arévalo González, en protesta contra estas injustas prisiones, le escribe un telegrama a Juan Vicente Gómez, pidiendo la libertad de los estudiantes. La respuesta inmediata fue su detención, enviándolo al Castillo Libertador de Puerto Cabello, desde el 25 de febrero hasta el 15 de octubre de 1932. Al lograr su libertad, se dedica a escribir sus memorias, que no pudo terminar.

.........

Más adelante reproduce Doña Gladys sus palabras en Guacara, en acto de 1999 por los 56 años de la fundación del Club Arévalo González. Allí, después de referir cómo se enteró su padre de la muerte de su esposa, su lejanía de prisionero cuando nace y cuando muere el décimo de sus hijos, a quien jamás conoce—“No pude darle el beso de bienvenida ni la bendición de despedida. Lo dejé en tu vientre y lo encuentro en el vientre de la tierra”—y su angustia por no poder llevar a su primera hija (Nelly) hasta el altar para su boda, dice Doña Gladys:

A pesar de estos dolorosos momentos, nada lo hacía quebrantar sus ideales ni dejar de cumplir su deber. Es por ello que, en el año 1928, cuando la prisión de los estudiantes, siendo él empleado de una oficina de importaciones—único medio de subsistencia, porque sus dos imprentas habían sido incautadas por el gobierno—, avisa a su jefe la necesidad de retirarse de su trabajo y personalmente consigna el telegrama a Gómez en el que solicitaba la libertad de los estudiantes.

Seguidamente, se dirigió a la casa, donde con gran calma comentó a mi hermano: “Envié este telegrama; sé que me costará una prisión, pero no puedo silenciarme ante tal injusticia”. Momentos después llegarían a prenderlo.

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Entre muchos reconocimientos reproducidos por Doña Gladys, está el de su hermana Amneris, contenido en su discurso de orden ante el Concejo Municipal de

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Páez del Estado Miranda, en ocasión de conmemorarse 129 años del nacimiento y 60 del fallecimiento de Rafael Arévalo González. De allí esta cita:

...la total entrega de mi padre por sus ideales políticos de libertad y amor a nuestra Patria, le valió injustamente su sacrificio de 27 años de prisión (de Crespo a Gómez).

Entrega total a su conciencia y a su país, que nos privó a los hijos de la presencia y cariño de un padre ejemplar, y que sentimos doblemente por el abnegado sufrimiento de nuestra madre. Yo le vine a conocer cuando tenía 8 años, y año y medio después cayó nuevamente preso. Hubiera querido estar con él toda la vida, pero su vida no nos pertenecía. Estaba siendo dedicada ex profeso para sacrificarla ante el altar de su Patria.

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Es perfectamente posible escribir tomos enjundiosos sobre la vida y significación de Rafael Arévalo González, pero no superarían la elocuencia del franco y sencillo testimonio de sus hijas.

Nacha Sucre

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1. Telegrama al Sr. General Juan Vicente Gómez, Maracay.

Nunca he pedido nada a usted ni a ningún gobernante. Ni siquiera la libertad en ninguna de las trece ocasiones que me la han arrebatado.

Hoy vengo a pedirle la de los estudiantes presos.

No se la pido de rodillas, ni como una gracia, porque esto envolvería una ofensa para ellos.

Se la pido con el respeto debido, pero de pie, como quien ejerciendo un derecho pide justicia.

¿Qué hicieron los primeros cuatro o cinco encarcelados? Entregarse, como los otros a juveniles, a esparcimientos ¿Hay pecado en esto?

Lamentar en ingenuos discursos que no hayamos sabido corresponder a los esfuerzos y sacrificios de nuestros padres libertadores.

¿Es esto un delito?

Cantar también a la libertad. ¿Por ventura merece castigo el ensalzar a esa deidad de los pueblos dignos y felices?

Luego, los otros, reclamaron un sitio en el calabozo de sus camaradas.

¿No es esto hermoso?

¿No se enorgullece usted de que el pueblo que preside tenga una juventud en quien resplandecen gestos tan radiantes?

¿Merecen ser tratados con rigor los que así se muestran como modelos de compañerismo, de solidaridad y de altivez?

General: los que rigen los destinos de los pueblos tienen el deber de alentar los nobles sentimientos de quienes más tarde serán los propulsores del progreso y grandeza de La Patria, y yo me prometo de antemano la dicha de aplaudir a Ud. viéndole, en esta ocasión, rectificar y cumplir deber tan grato.

Atento servidor y compatriota.

Rafael Arévalo González

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2. Versos dedicados a Rafael Arévalo González

Hierro Dulce

Amo los pesados grillos que me dieron por tormento. Son recios como mi aliento, como mis versos sencillos. Bendito el yugo que es castigo de un gesto bello. Antes que sufrirlo al cuello quiero llevarlo en los pies. Y bendita la crueldad que me da, a más del encierro, por cada libra de hierro un quintal de dignidad. Que hoy en nuestro patrio lar cadenas y grillos son el más preciado blasón que puede un libre ostentar. Por esos hierros mi historia cobra relieve imprevisto; son como la cruz de Cristo suplicio y ejecutoria. Y si su acción permanente callos formó en mis tobillos tengo, gracias a mis grillos, limpia de callos la frente. Mis grillos son mi tesoro, pues realizan a mi vista la ilusión del alquimista, del hierro trocado en oro. Y con amarlos me vengo del mal que se me procura. Me los dieron por tortura ¡y yo por gloria los tengo!

Francisco Pimentel (Job Pim) - La Rotunda, 1919.

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La estatua (Arévalo González o el aguante)

Profesor de Cárceles, Doctor en Grillos: en tu vertical precursora se resarcen veinte años de curvatura. Venezuela se salva en tu simple cristal de todos sus pantanos revueltos. Caudillo sin horda, pudiste arrastrar veinte mil hombres con sólo levantar la mano armada, pero tu vela no navega en sangre. Sólo tu pecho, sólo tu ancho pecho, das al fuego en las horas injustas. Indefectiblemente, como ofrenda fatal en el instante de cada nuevo ultraje, te presentas y no como podrías, al frente de las fuerzas, sino en limpio gesto de entrega a los verdugos. Nada más, sino un don: tu carne y tu latido puestos sobre las aguas; como un lirio fatal en las horas de fango. Te proclamo precursor, como signo de aguante que nos salva en el mundo. Te consagro el gesto pobre de mi protesta echada al cielo azul y el ínfimo dolor que me ha tocado va a tu recio vivir de sacrificio como un mezquino arroyo a un Orinoco hirviente. Brindo a tu paso el vino de la ofrenda paupérrima de mi dolor de espina a tu dolor de llama, de mi abeja a tu buitre de Prometeo, de mi escasa ración de amargura a tu opulento vaso de divinas retamas...

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Profesor en Cárceles, Doctor en Grillos: la mengua de las espadas sin honor se salva en ti; el signo justo de la escuadra, cuando nada tenía, la encontró Venezuela, oh Caudillo sin armas, en tu desnuda perpendicular que forma ángulo recto con los muertos más puros. Si se pudiera encabritar una oveja con engallamiento de caballo de estatua, así sería tu símbolo: alzado de coraje sobre el minuto muerto y el vellón de mármol, la Resistencia anclada. Pero ya tu estatua eres tú mismo, Profesor en Ergástulas, Profesor de Calvarios; con grillo y desnudez, ya estás a punto: pie de bronce y cuerpo de mármol. Andrés Eloy Blanco - Barco de piedra, Castillo de Puerto Cabello.

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3. Otros testimonios

Al ofrecer una próxima y segura liberación a los mártires políticos, que repletan las cárceles de Gómez, consagramos un especial recuerdo al estoico Apóstol del Civismo, Rafael Arévalo González, quien lleva más de veinte años de cárcel política.

Proclama de la Expedición Revolucionaria del Falke

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En una carta viril y hermosa exigieron del tirano la inmediata libertad de Rafael Arévalo González, roble erguido y señor de la vida contemporánea de América.

Rómulo Betancourt

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Nosotros mismos podemos escuchar el testimonio directo de los que, mientras éramos niños, sufrieron la barbarie de la tiranía, la crueldad de las cárceles… Yo no sé si habría qué llevar hasta los jóvenes de Venezuela, por doloroso que fuera, el relato de lo que han sido las cárceles de nuestro país, de lo que padecieron hombres que pasaron doce y catorce años metidos en un calabozo con grillos de setenta u ochenta libras en los pies, sin ver a un miembro de su familia, por haberse atrevido a desafiar políticamente al régimen imperante. Rafael Arévalo González (recuerdo su figura que vi de lejos cuando ya tenía la consciencia de los doce años), en un momento de movilización estudiantil, se atrevió a ponerle un telegrama al Presidente pidiéndole la libertad de los muchachos. “No se la pido de rodillas, se la pido de pie”, dijo quien ya había sufrido largos y dolorosos cautiverios en las más horribles prisiones, y volvió varios años a la cárcel por el delito de enviar este telegrama. Arévalo González es un símbolo...

...

La lección de Arévalo González está en pie. Él tuvo el acierto de mantener la voz cuyo acento no pudo silenciar la mordaza. Esa voz continúa y continuará vibrando en la conciencia de Venezuela. El recuerdo de su sacrificio ha de servir como una razón más para construir y defender, para no aflojar el ánimo, para no perder la visión del camino por el encuentro de dificultades.

Él fue la voz de la conciencia nacional. Fue la expresión de secular anhelo. Fue la vivencia de una rebeldía y al mismo tiempo—en la época de pesimismo máximo en la historia política del país—afirmación de fe en un ideal.

Rafael Caldera

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Rafael Arévalo González, periodista integérrimo, hombre, el más notable que produjera Venezuela en los últimos cincuenta años desde el punto de vista de la pulcritud.

Gonzalo Carnevali

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No se imagina el humilde sepulturero que cavó su fosa allá en nuestro caraqueño cementerio que con aquel cadáver no sólo enterraba a un hombre, sino una larga historia de civismo, todo un magnífico apostolado de justicia y libertad, el patriotismo de una época y la vergüenza de una generación.

Envuelto en blanco sudario que debía ser el tricolor nacional, yacía no el cuerpo de un hombre sino el símbolo perecedero de un ideal.

Jorge Luciani

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Quizás en la historia de América no se conozca otro caso igual de resistencia intelectual al absolutismo como el que, ante los tiranos Castro y Gómez, puso de firme Arévalo González.

Cecilio Zubillaga Perera

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Acuerdo de la Cámara de Diputados del 10 de noviembre de 1977

LA CÁMARA DE DIPUTADOS

DE LA REPÚBLICA DE VENEZUELA

Considerando

Que el meritorio e incorruptible compatriota Don Rafael Arévalo González, durante su vida fue un abanderado y mártir de la libertad y del civismo, paradigma de integridad venezolanista, en perenne lucha contra las tiranías gubernamentales;

Considerando

Que los hijos de tan eminente ciudadano, acaban de publicar sus valiosas Memorias, las que no incluyen otras obras de grande e indiscutible mérito histórico literario que merecen ser recogidas en volúmenes, entre ellas sus "Apuntaciones históricas", y numerosos artículos publicados en las Revista Atenas;

Considerando

Que la Cámara de Diputados debe un homenaje de reconocimiento y admiración a tan ilustre venezolano, perenne ejemplo de virtudes ciudadanas.

Acuerda

Primero: ordenar la recopilación y edición, por cuenta de la Cámara, de todos los trabajos de índole literaria y política de tan ilustre ciudadano.

Segundo: Que esa edición sea presentada en un acto solemne en la fecha aniversaria del natalicio de Don Rafael Arévalo González.

Dado, firmado y sellado en el Palacio Federal Legislativo, en Caracas, a los diez días del mes de noviembre de mil novecientos setenta y siete. — Años 168˚ de la Independencia y 119˚ de la Federación.

El Presidente,

(L.S.)

OSWALDO ÁLVAREZ PAZ

El Secretario

Leonor Mirabal M.