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DOCUMENTO DE TRABAJO

Una invitación a pensar el trabajo del supervisor

2011

MINISTERIO DE EDUCACIÓN SECRETARÍA DE EDUCACIÓN

Subsecretaría de Promoción de Igualdad y Calidad Educativa Instituto Superior de Formación en Conducción y Gestión Educativa

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DOCUMENTO DESTINADO A LOS SUPERVISORES

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EN EL MARCO DE LA PROPUESTA DE TRABAJO

“CICLO DE FORMACIÓN PARA SUPERVISORES”

Una invitación a pensar el trabajo del supervisor

Una introducción posible

“La historia de los hombres -escribió René Char -es la larga sucesión de sinónimos de un mismo vocablo y contrade-cirlos, es el deber del hombre… El mundo es un texto aún in-descrifrado, aún impensado en todo lo que puede pensarse so-bre él. Un texto cuyas palabras conservan oculto lo que guar-dan como promesa…”

(Hugo Mujica, La palabra inicial)

Es nuestra intención plantear algunas ideas que puedan acompañar la reflexión sobre el trabajo del supervisor; una re-flexión que vaya más allá de lo que dicen los papeles acerca de las funciones y roles tipificados que se espera cumpla. Una reflexión que posibilite mirarse, re-conocerse y encontrarse en lo que coti-dianamente se piensa, se decide y se gestiona. Proponemos retomar ideas y conceptos de diferentes pensadores y autores (quizá conocidos y ya propuestos), que nos parece que vale la pena recuperar y volver a pensar desde el lugar del su-pervisor y su práctica profesional. La invitación es pensar-se en el desem-peño de una función que implica tomar decisiones, trabajar con otros y para otros, mediar e intermediar, en medio de demandas, conflictos, situaciones con-tradictorias. Frente a esto, es importante darse un tiempo para leer. Para ello, pre-sentamos algunos temas estimamos pueden acompañar la reflexión sobre el trabajo del supervisor, y que hacen refe-rencia a su identidad, su subjetividad, su experiencia, sus lenguajes y su accionar cotidiano. La expectati

va es que, a través de esta lectura, cada uno se reencuentre con su tarea y sus convicciones, o al menos se las replan-tee. En tiempos en que tanto se habla de acompañar al otro, quisimos esta vez estar con ustedes a través de esta pro-puesta que anhela abrir una posibilidad de seguir pensando el hacer de todos los días.

Ser supervisor… ¿una identidad? ¿Existe un ser supervisor, esto es, la identidad de supervisor? Cuando alguien dice “soy supervisor”, ¿a qué se refiere? ¿Al cumplimiento de una función, a un rol, a la realización de de-terminadas tareas, o hay algo más…? Algunos sociólogos que estudian los pro-cesos de socialización plantean que la sociedad no se limita a aportar al indivi-duo un juego de papeles, sino también su identidad. De tal modo, que no sólo se espera del individuo que actúe como padre, madre, médico, maestro, sino que sea padre, madre, médico o maestro y que lo sea de acuerdo con los modos de pensar de la sociedad a la que pertene-ce.1

1 Mélich retoma la conceptualización de Peter

Berger de rol: una respuesta tipificada a una ex-pectativa tipificada; comportamiento que se espe-ra de un individuo que ocupa una determinada posición social.

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Entonces, no basta con “jugar” el papel de supervisor, sino ser supervisor. ¿Qué significa ser supervisor? ¿Hay una manera típica de ser supervi-sor? ¿“Se nace” o “se hace” un supervisor? La pregunta por el ser, por el soy, por quién soy, nos conduce a la idea de identidad. Se dice que no somos otra cosa que lo que hacemos. La cuestión de la identidad “interroga al sujeto que en cada caso soy, pregunta la pregunta de la autoconciencia, quién soy, es decir, qué hago, qué hice, qué haré” (Frigerio, 2002, p. 12). Podríamos completar esta idea con la sentencia popular que dice: el hombre se conoce por sus obras. Esta indagación sobre uno mismo remite a un planteo de orden antropológico y más que nada ético, porque en el análi-sis de autoconciencia no sólo pregunto por lo que soy y hago, sino además por lo que debería ser y hacer. Si bien la identidad es el resultado de los procesos de socialización, con sus normas, creencias, valores, tradiciones (históricamente creadas y recreadas) esto es, somos un “sujeto producido” “biográficamente determinado” (Mèlich, 2006, p. 42)- al mismo tiempo cada uno de nosotros es responsable por decidir el hombre que es, quiere o deber ser, por-que tenemos la libertad de elegir. Por lo tanto, más allá de los contextos, de los determinantes, de las condiciones, de la cultura, de los procesos de socialización,

“la identidad es el resultado inestable y contingente de la acción ética y polí-tica del sujeto moral…es necesario que conceptualmente no se entienda a la identidad meramente como el re-sultado presente de una tradición y mandato históricos y sociales, sino como una diaria elección normativa-mente orientada” (Frigerio, 2002, p. 38).

O, como afirma Mèlich (1994), “cada uno de nosotros no es pasivamente sociali-zado, sino que es actor de su propio

drama, de su misma construcción” (p. 86). La identidad permite poner nombre a lo que somos y hacemos, es lo que “devie-ne de un azar (contingencia), de una necesidad (deseo de ser reconocido) y un imposible (nunca se cristaliza del todo ni se logra definitivamente)” (Frigerio, 2002, p.39). Entonces, no hay identida-des dadas, ya fijas, hechas; lo que soy no es una definición acabada y definitiva. La identidad, por el contrario, se va cons-tituyendo a partir de un trabajo psíquico, moral, social. Tal construcción no se rea-liza en soledad; requiere la presencia, relación y enlace con los otros. Necesi-tamos de los otros para ser reconocidos, nombrados, para afirmar lo que somos, y en esta relación del reconocimiento y el lenguaje cada cual va encontrando el rastro de los otros en uno y de uno en los otros. En palabras de Greco y Nicastro (2009): “Todo ser requiere ser incluido en un orden simbólico, en un mundo huma-no que le otorgue un lugar humano de palabra y nombre” (p. 61) La identidad, entonces, requiere ser na-rrada, relatada; a través del relato uno cuenta quién es, su experiencia, su vi-da… un relato que no culmina, que se actualiza permanentemente. “La identi-dad en tanto vida narrada, inacabada, siempre está siendo, se va dando en el marco de situaciones, en relaciones con otros, con efectos de miradas, expectati-vas, proyectos…” (Greco y Nicastro, 2009, p. 62). La identidad, además, nos habla del tiempo: de un pasado, de un hoy y de un futuro como promesa (Greco y Nicastro, 2009). Lo que soy puede ser distinto de lo que he sido y quizá de lo que seré; hay una posibilidad de renovarse, de cambiar; hay una promesa de ser alguien de otra manera. Es decir, “nadie puede estar seguro de que la persona que uno escoge ser es la misma que querrá ser más tarde” (Greene, 2009, p.93). Y ahora retomemos la pregunta inicial: ¿existe una identidad de supervisor, un ser supervisor?

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En relación con los planteos expuestos podríamos decir que, como toda identi-dad, el ser supervisor se va configurando en el hacer, en la tarea cotidiana, en las elecciones que se realizan en el día a día, con otros, para otros, entre otros. Una identidad que tiene algo de determi-nación, de tipificación; que es en parte resultado de un proceso de “socialización profesional” en el que se transmiten normas, creencias, tradiciones, formas de hacer pautadas, construidas por los que se vienen desempeñando como su-pervisores y exigidas por la comunidad. Dicha identidad, al mismo tiempo, se va constituyendo a través de las decisiones que cada cual toma en libertad, porque tenemos la libertad de elegir quién ser, qué hacer. El ser supervisor, además, se hace en compañía de los otros que nos designan, nos nombran, nos dicen “su-pervisor”, nos incluyen en un mundo, en un colectivo, en una comunidad; “somos parte de”, nos identificamos con los otros que también son nombrados y designa-dos “supervisores”. Podría así decirse que nos vamos conformando, formando con, incorporando maneras de ser y hacer que los otros realizan. Entonces ante la pregunta de si existe una forma de ser supervisor única y pro-totípica, la respuesta es sí y es no. Hay saberes de oficio, normas de actuación probadas y útiles, pero también hay ma-neras de ser y hacer singulares, recrea-das y producidas por cada uno en fun-ción de una innumerable cantidad de variables: contexto social de las escue-las, condiciones organizativas, relacio-nes, momentos de la vida, experiencias, etc. ¿Existe el ideal de supervisor? Quizá pueden encontrarse “modelos de excelencia” (Mc Intyre, 2004), formas de ser y hacer que pueden ser valoradas como “buenas prácticas”.La cuestión es poder descubrir por qué son buenas y cuáles son sus ingredientes. Nos interesa enlazar lo que venimos di-ciendo sobre la identidad con algunas

ideas de Walter Kohan, un filósofo argen-tino quien en los últimos años se ha de-dicado a pensar la infancia y la educa-ción de los niños en el marco del proyec-to “Filosofía en la escuela”. Este pensa-dor nos acerca la idea de lo pendiente, sobre todo en relación con la educación. Lo pendiente es lo todavía por hacer y ser, supone una creación. Lo pendiente significa que hay algo de incompletitud que no termina, que hay nuevos inicios. El ser humano puede ser capaz de “con-tinuar naciendo sus nacimientos” (Kohan, 2009, p. 56). Lo pendiente es buscarse, es encontrarse. La vida es búsqueda, aunque no nos encontremos del todo. “Tal vez el sentido de la vida humana no está en la posesión del encuentro, sino en la fortaleza de la búsqueda”, nos dice Kohan (2009, p. 58). La búsqueda impli-ca pensar-se, producir un pensamiento sobre uno, un pensamiento que quizá permita transformar lo que somos, y “continuar naciendo”. En la tarea de buscarse aparece el valor del otro; la búsqueda de sí mismo no se puede hacer solo; más aún: para encon-trarnos tenemos que buscarnos a noso-tros en los otros o buscar a los otros en nosotros. Somos compañeros en la búsqueda. Pensemos en este ser supervisor que asume lo pendiente, que acepta el desaf-ío de buscarse. ¿Qué hace para buscar-se? Volver a pensar lo que se sabe, lo que se piensa, lo que se hace; animarse a perderse en lo que no se sabe, no se piensa, no se hace. Esto, como ya diji-mos, lo puede hacer en compañía de los otros; entonces, se trata de animarse a reconocerse como un uno y un otro que están juntos en esta búsqueda y que juntos pueden animarse a probar, ensa-yar y jugar otros juegos. La búsqueda provoca movimiento en el pensamiento, interrupción de las mane-ras habituales de pensar, normar, decir, hacer… así se da lugar a un cambio:

“El sólo hecho de pensar contra la co-rriente ya es la afirmación de otro mundo (…) del pensamiento nace otro

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mundo: no un mundo ideal, sino un mundo en el que por pensar de otro modo ya no somos los mismos…” (Kohan, 2009, p 65).

Lo contrario a la búsqueda es la resigna-ción: “soy así y no puedo ser de otro mo-do”; o el conformismo: “soy así y está bien que así sea”; o el anonimato: “soy uno más”; o el narcisismo: “soy un espe-jo de los otros”. Estas posiciones son maneras de huir de sí, son una fuga de uno mismo; ya no vivimos nuestra exis-tencia proyectando auténticamente nues-tras propias posibilidades de ser. Esta fuga de uno mismo, de nuestro interior que se va vaciando, nos hace actuar ya no por lo que somos sino apelando a nuestro poder, a nuestra investidura… “ante el espanto del vacío interior, el hombre se manifiesta hacia afuera por medio del despliegue de poder y dominio espacial…” (Mujica, 2003, p. 25).

Preguntas para la reflexión

¿De qué manera me voy constituyendo como supervisor? ¿Qué papel jugaron los otros en lo que soy y hago?

¿Se pueden reconocer modelos de exce-lencia en el desempeño de esta función? ¿Por qué se los puede considerar así?

¿Qué maneras de hacer se fueron cre-ando, probando en el ejercicio de la fun-ción?

¿Qué búsquedas vale la pena empren-der como supervisor?

El ser y hacer del supervisor en la vida coti-

diana. Otra vuelta más a la identidad

Joan Carles Mèlich, filósofo español contemporáneo que ya hemos citado, propone pensar la educación en el marco de las acciones de la vida cotidiana para llegar a una verdadera comprensión del mundo social y de la existencia humana. Ahora bien, ¿qué es para este autor la vida cotidiana o el mundo de la vida, como él también lo llama?

“Es el horizonte espacio-temporal en el que transcurren las vivencias, pen-samientos y acciones humanas de or-den espontáneo, es el mundo intuiti-vo, pre-racional, pre- predicativo en el que estamos inmersos, en el que vi-vimos siempre; es el mundo rutinario, en el que nuestros actos tienen lugar maquinalmente, dado que muy pocas veces actuamos racionalmente en la cotidianeidad (…) En este mundo nos limitamos a vivir y no a pensar que vivimos. Es el mundo de la subjetivi-dad y de la intersubjetividad inmedia-tas…es la realidad que toda persona encuentra en su actitud natural…es el substrato previo a toda experiencia, a toda planificación, es el horizonte ori-ginario” (Mèlich, 1994, p. 71).

Y este mundo se constituye a partir de las interrelaciones que los sujetos enta-blan entre sí; por eso lo propio de este mundo es la intersubjetividad, la coexis-tencia. No es un mundo privado, sino comunitario, compartido; cada uno de-pende del otro. La vida cotidiana es tiempo y espacio, un tiempo vivido y vi-venciado (no reducido a lo cronológico), un espacio vital (no reducido a lo físico). Nos interesa resaltar dos ideas del pen-samiento de este autor: - El mundo de la vida es el lugar social de los procesos significativos e interpre-tativos. El hombre nace y vive en un mundo ya establecido e interpretado, pero al mismo tiempo es creador de su entorno. No se limita a adaptarse al me-dio, ni simplemente a transformarlo, además le otorga un sentido. - El hombre no es sólo cuerpo; desde el punto de vista antropológico, el hombre se revela como un ser corpóreo. La corporeidad asume la dimensión física del cuerpo y se convierte en sujeto que a su vez trasciende lo orgánico. La corpo-reidad es la síntesis entre lo físico, lo social, lo existencial y lo vital. Lo corpó-reo significa ser sí mismo, pero también ser-tú, ser- con y ser-para-otro. La corpo-reidad entonces lleva implícita la alteri-dad. Cada uno es incomprensible sin la presencia del otro. Otro que es otra sub-jetividad.

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¿Cómo se ligan estas ideas - vida coti-diana, mundo interpretado, ser corpóreo- a la identidad? ¿Cómo se define, confi-gura, construye la identidad? Siguiendo esta línea de pensamiento, la identidad se configura en el interior de los procesos de socialización que tienen lugar en la vida cotidiana, en la com-prensión y reconocimiento de los otros, en la interpretación y búsqueda de senti-dos del entorno. En el reconocimiento de la existencia del otro, otro como sujeto, se produce la acción. Mèlich retoma la idea de acción social de Max Weber quien la define co-mo “aquella relación en la que el sujeto orienta su conducta significativamente en función de la interpretación de la conduc-ta de los otros” (en Mèlich, 1994, p. 85). Una acción es social cuando las perso-nas que intervienen en la situación orien-tan recíprocamente sus acciones. Es decir, en la interacción con el otro vamos descubriendo el sentido de lo que hace-mos: “la acción social es la acción signi-ficativa, es una llamada al sentido…” (Mèlich, 1994, p. 86). Un sentido que es subjetivo, no siempre compartido. Recuperemos los cuatro modos de ac-ciones sociales que distingue Max Weber (en Mèlich, 1994): -la acción racional con arreglo a fines: la que está sujeta a medios y fines sin estar sometida a valores; es la acción instru-mental o tecnológica; -la acción racional con arreglo a valores que pueden ser éticos, estéticos, religio-sos; -la acción emotiva con arreglo a valores singulares, particulares; -la acción tradicional, orientada en fun-ción de la costumbre o el hábito, fruto de la herencia cultural. Y la educación, ¿qué tipo de acción es? Es una acción social orientada a valo-res, a valores morales. Es una acción en la que está fuertemente implicado el futu-ro, un futuro para el cual no hay expe-riencia. Al mismo tiempo, es una acción que sobrevive gracias a la memoria, la

herencia de los predecesores traducida y transmitida por nuestros contemporáne-os, con los que compartimos un espacio físico y un tiempo cronológico (no siem-pre vital y vivencial), con los que pode-mos establecer una relación entre extra-ños (conozco su rol, su status, pero no su yo, su ser) o una “relación dual”, en la que cada uno se hace presente no en su “forma típica o tipificada” sino como al-guien, como persona, como un ser sen-sible. En esta relación dual, el otro no es un extraño que se escuda en su rol; es un “cómplice”, con el que construyo un entorno compartido, un espacio vital. La acción educativa es una relación dual en la que “las corporeidades están abier-tas y son accesibles la una a la otra di-rectamente” (Mèlich, 1994, p. 121). El otro se presenta no como un ser acaba-do, sino como devenir, como una posibi-lidad. La mirada del otro no debe trans-formarnos en objetos o instrumentos, sino en sujetos singulares y únicos. La acción educativa es una acción moral y lo moral es un modo de ser con los otros. Mèlich la distingue del adoctrina-miento en el que el uno deja de ser al-guien y se entrega a la voluntad de otro; no hay compromiso ante el otro porque es uno más. Lo moral se expresa, por ejemplo, en el respeto por el otro, un otro que no se deja conceptualizar, que no puede redu-cirse a “mi mismidad, a mi yoidad” (Mélich, 1994). En esta relación yo me hago “moralmente cómplice del otro” y “la complicidad exige respeto y respon-sabilidad” (Mèlich, 1994). El respeto mo-ral hacia el otro es la base de la interac-ción educativa; no respeto al personaje del otro, sino a la persona. La mirada ética es una mirada para el reconoci-miento, para la afirmación de cada uno. La educación contribuye a construir la corporeidad del otro, su subjetividad, su identidad. El respeto moral no es una relación entre iguales; es asimétrico: “yo soy responsable del otro sin esperar la recíproca” El otro en la acción educativa

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no está a merced de todas mis posibili-dades; sin embargo, está a mi alcance. ¿De qué modo entramar estas ideas con el

ser supervisor…?

Probablemente pensar el ser y el hacer a partir de estas categorías antropológicas nos puede ayudar a pensar el lugar del supervisor de otro modo, no tanto como alguien que ya está hecho y listo para lo que sea, sino como una persona que se va constituyendo en el hacer cotidiano, en un hacer con los otros y para los otros. Un alguien que despliega su ser y hacer en el transcurso de cada día, en lo cotidiano, en función de las interrelacio-nes que establece con otras personas; un hacer que tiene algo de rutinario, de repetición y al mismo tiempo puede dar lugar a una transformación. Podríamos traer aquí la idea de “trayec-toria”; toda trayectoria de vida -que in-cluye la profesional- se va configurando en el tiempo; implica pasar por diferentes experiencias, por espacios de trabajo compartidos, por idas y vueltas… nunca es lineal ni perfecta, ni está establecida de antemano. Entonces, como cualquier ser humano, como cualquier persona que desempeña un trabajo, el supervisor se va haciendo; no es así de hoy y para siempre, sino que va siendo supervisor en el devenir de su acción. No es supervisor porque lo diga el papel, porque ganó un concurso o fue designado como tal. Su ser supervi-sor se va desplegando en el hacer coti-diano (con sus rutinas y sus creaciones, en su hacer con los otros y para los otros, en los sentidos que va otorgando a su hacer y el hacer de los otros). Lo que nos interesa destacar en este planteo es que no basta jugar un “rol”, en este caso el rol de supervisor, lo que supone una “respuesta tipificada a una expectativa igualmente tipificada”, “una respuesta estereotipada”, “de manual”, podríamos llamarla. Nos parece que el mundo actual nos está exigiendo además otras cosas, probablemente otras maneras de hacer, un hacer más

humano y sensible. Maneras de hacer y de ser que se van creando cuando se buscan los sentidos y la comprensión de una realidad y se reconoce lo singular, lo inédito de cada situación. Algunas preguntas para acompañar la reflexión -Retomando la idea de mundo de la vida o vida cotidiana, uno podría pre-guntarse:

¿Qué intuiciones, vivencias, experien-cias, significados pone en juego el su-pervisor cuando trabaja?

¿Cuáles son las interpretaciones que hace del entorno; por ejemplo, de la situación político-social y educativa (ins-titucional, regional, provincial, nacional), de las problemáticas escolares que se presentan?

¿Qué sentido//s le otorga a su tarea, a lo que hacen los demás, a los programas, a los proyectos, a las normas, a las activi-dades?

¿Qué conflictos y dilemas se le presen-tan y de qué modo los enfrenta y con quién o quiénes?

¿Hasta qué punto reconoce que los otros (otros supervisores, otros autoridades, otros directores, otros estudiantes, etc.) co-existen, cooperan en la construcción de su identidad, de su ser supervisor, y forman parte de su vida cotidiana?

¿Hasta qué punto se deja revelar como un ser corpóreo, abierto al otro, a la alte-ridad, al estar con y para el otro?

- En relación con los tipos de acción expuestos, se podría analizar:

¿Cuáles son los modos de acción pre-ponderantes en el trabajo del supervisor: sólo lo instrumental o también una acción orientada por valores?

¿Cuáles son los valores que sostienen su acción?

¿Hay lugar para producir algo nuevo, para que se haga algo de manera distin-ta?

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¿Hay lugar para que una buena acción se mantenga, se repita más allá de quién o quiénes sean sus autores?

¿Hay “permiso” (a uno mismo y a los otros) para dejar de lado aquello que no tiene sentido, que no vale la pena seguir haciendo (por ejemplo, un proyecto, una actividad, una tarea)?

¿Se reconoce la singularidad y situacio-nalidad de las acciones que dependen de los contextos, de los momentos, de las personas que están allí; por ejemplo, que una misma línea de trabajo, un mis-mo proyecto puede expresarse, desarro-llarse de diferentes modos en las distin-tas instituciones?

- Respecto de la práctica educativa como práctica moral, las preguntas podrían ser:

¿Qué relación establezco, promuevo con los que trabajo, con los que asesoro, con los que superviso?

¿Qué modos de ser con los otros se rea-lizan en el trabajo cotidiano?

¿Hay lugar para una relación dual? ¿Veo al otro director, al otro profesor, al otro colega como un ser singular; soy sensi-ble a su ser, a su hacer, a lo que le pasa, a su situación particular o lo veo como un extraño, como alguien más o como un contrincante?

¿Estoy abierto a su mirada, a mostrarme, a dirigirme a él no sólo desde mi rol tipifi-cado, sino también como alguien que es corpóreo, que se hace ”moralmente cómplice”, que se asume responsable del otro?

¿Mi relación es de imposición, de pre-tender construir un otro como yo, reduci-do a mi mismidad? ¿Exijo, por ejemplo, al director que sea como yo pretendo, que actúe como yo lo haría (“Las cosas se hacen así y punto!!!”)?

¿Puedo soportar que el otro se asuma de otra manera y respetarlo más allá de la posición que ocupa, de la “institución” que representa?

El ser supervisor como sujeto de experiencia

El uso del término experiencia es habi-tual en el lenguaje cotidiano. Es común hablar de nuestras experiencias y las de otros. Experiencias de diferente tipo: amorosas, laborales, de vida. Sería interesante preguntarnos qué es la experiencia y por qué está tan presente en nuestros relatos y en nuestra vida. Responderemos a esta pregunta a partir de las ideas de Jorge Larrosa (2009 a). Para este autor, la experiencia es eso que me pasa, no lo que pasa. Para expli-car esta idea propone analizar cada uno de las palabras que componen la frase: - Eso que me pasa se refiere a un acon-tecimiento, a algo que no soy yo, algo que no depende de mí (ni de mi saber, ni de mi poder, ni de mi voluntad). Esto que no soy yo es lo que él llama principio de alteridad, de exterioridad, de aliena-ción. Entonces no hay experiencia si no hay algo por fuera de mí, eso que es exterior-extranjero-extraño a mí, algo que es otro; eso que me pasa tiene que ser otra cosa que yo, tiene que ser ajeno a mí, no es de mi propiedad. - La experiencia me pasa: la experiencia supone que algo me pasa a mí, no que pasa frente a mí, sino en mí (en mis pa-labras, en mis pensamientos, en mis sentimientos, en mi saber, en mi poder). El lugar de la experiencia soy yo y es lo que Larrosa llama principio de subjetivi-dad, de reflexividad, de transformación.

-Subjetividad porque la expe-riencia es siempre subjetiva; se trata de un sujeto que es capaz de dejar que algo le pase. La experiencia es de uno y se la padece de un modo único, particular y propio.

-Reflexividad porque la expe-riencia es un movimiento de ida y vuelta; de ida porque uno sale al encuentro, sale de sí mismo, y de vuelta porque el en-cuentro con eso que pasa tiene efectos sobre uno.

-Transformación porque la expe-riencia me forma y me transforma; da lugar a algo distinto en mí. La experiencia además es algo que me pasa; entonces es un paso, un pasaje…

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una salida de sí hacia otra cosa; al mis-mo tiempo, algo pasa desde el aconte-cimiento hacia mí. En ese pasaje, ese algo que pasa por mí y en mí deja una huella, una marca. La experiencia no se hace, sino que se padece y esto es lo que Larrosa llama principio de pasión. La experiencia, entonces, no es algo neutro, deja huella, se padece, nos trans-forma, abre la posibilidad a algo distinto, a aventurarnos. Intentemos pensar esta idea de expe-riencia en lo que le pasa al supervisor en su vida laboral cotidiana. Y se podría preguntar:

¿Cuáles de las situaciones en las que está inmerso el supervisor son experien-cia, dejan huella, marca, se padecen, posibilitan abrirse a lo otro, transforman pensamientos, sentimientos, ideas, pro-yectos, intenciones, representaciones…?

¿Cuáles de las situaciones (intercam-bios, palabras, intervenciones…) que genera un supervisor producen expe-riencia en los otros (directores, docentes, colegas); afectan sus pensamientos, visiones, sentimientos, proyectos, inten-ciones, representaciones…?

¿Nos damos cuenta de que hay situacio-nes que pueden provocarnos una expe-riencia? ¿Somos capaces de dejarnos tocar, de dejar que algo nos pase, nos mueva nuestros pensamientos, senti-mientos, ideas…?

¿Aceptamos que la experiencia, lo que le pasa a cada uno es subjetivo, personal, particular, singular; que no necesaria-mente lo que le pasa a otro me tiene que pasar a mí, y lo que me pasa a mí le tie-ne que afectar al otro?

La experiencia es una relación; lo impor-tante no es el acontecimiento en sí (eso que me pasa) sino la relación con el acontecimiento. La experiencia es una relación con algo que no soy yo en la que algo tiene lugar en mí, en la que algo pasa de mí a lo otro y de lo otro a mí; un pasaje en el que todos somos afectados.

La manera en que me relaciono con el acontecimiento (eso que me pasa) puede ayudarme a decir lo que aún no sé decir, lo que aún no pensé; puede ayudarme a pensar por mí mismo, con mis ideas. Pensemos por ejemplo en… Las recomendaciones que le puede ofre-cer un supervisor a un director, que pue-den estar escritas en un texto o expresa-das verbalmente. Siguiendo esta línea de pensamiento, podríamos decir que para que eso (recomendaciones) haga expe-riencia, tiene que tener algo de exteriori-dad, de alteridad. Algo que mueva los pensamientos, las representaciones, las intenciones… Tiene que ayudar a decir lo que no se dice, a pensar lo que no se piensa, a pensar por sí mismo. No basta con que eso sea comprendido sino que además tiene que producir ca-minos de reflexión: las recomendaciones tienen que hacer del que las lee y escu-cha alguien que se deja decir. Y esto podría pensarse también cuando los supervisores son destinatarios de las comunicaciones de otros (directores, colegas, autoridades)… ¿cuántas veces se leen estos textos, esas palabras sin dejarse decir nada, sin caminos de re-flexión…? ¿Cuántas veces leo, escucho no desde mi subjetividad, abierto a de-jarme que otro (pensamiento, idea, pro-yecto, intención) venga a mí, sino desde una actitud de indiferencia? La experiencia nos aporta un saber, que no significa tener información o estar informados de modo que nos sentimos con capacidad para opinar de todo, de cualquier cosa. El saber que provoca la experiencia es atención, escucha, aper-tura, disponibilidad, sensibilidad. El supervisor y sus lenguajes

Roland Barthes (en Skliar, 2006) una vez dijo que la escritura empieza allí donde las palabras se ponen imposibles. ¿Al-guna vez como personas, educadores, supervisores, sintieron que las palabras se volvieron imposibles?

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¿Esto tendrá que ver con lo que se dice o también con cómo se lo dice, con el lenguaje o los lenguajes que usamos? ¿Con el modo de decir, de expresar, de interrogar…? ¿Alguna vez percibieron que las palabras pierden peso, significado, que no son escuchadas, que están perdiendo el va-lor, el impacto, o como diría Larrosa, que no nos hacen “experiencia”? Y precisamente este autor nos dirá que la pérdida de significado, de valor, de impacto de las palabras tiene que ver con el que las pronuncia, con el lenguaje que usa el que las pronuncia. El lenguaje no es sólo lo que tenemos sino que es casi todo lo que somos; no pensamos desde nuestra genialidad sino desde nuestras palabras. El problema del lenguaje, nos dice Larro-sa (2006),

“no es sólo lo que decimos y qué es lo que podemos decir, sino también y, sobre todo, cómo lo decimos: el modo como distintas maneras de decir nos ponen en distintas relaciones con el mundo, con nosotros mismos y con los otros” (p. 26).

El cómo remite a pensar en la lengua que usamos y si la lengua que usamos es nuestra lengua. La lengua como el modo en que hablamos, escribimos, y por lo tanto nos relacionamos. Muchas veces sucede que usamos una lengua neutra, “una lengua de nadie” dirigida a cualquiera o nadie, una lengua sin nadie adentro, una lengua que no habla para nadie. Una lengua vacía, tota-litaria que sólo viene a confirmar, a decir lo dicho, no lo que yo tengo que decir y quiero decir. Una lengua que pretende decir las cosas aceptables, “políticamen-te correctas” y no decir lo que vale decir, y usar palabras que acompañen, sosten-gan y al mismo tiempo provoquen, inter-pelen, pongan límites. Larrosa (2006) propone una lengua “que nos permita compartir con otros la in-cómoda perplejidad que nos causa la pregunta ¿qué hacer? O las infinitas du-das y cautelas con las que hacemos lo que hacemos” (p. 33).

Y podemos preguntar:

¿Cuál es/son la/las lengua/s del supervi-sor; en qué lengua habla?

¿Es una lengua con voz, con marca sub-jetiva; es una lengua dirigida a otro, que invita a un encuentro, a un intercambio, a una conversación; que nos abre a decir lo que aún no sabemos decir y escuchar lo que quizá todavía no comprendemos?

¿Sólo se habla la lengua de lo técnico, lo instrumental, lo formal?

¿De qué habla esta lengua: sólo de lo que está mal, de la carencia, de lo que no es…o nombra otras cosas?

¿A quiénes van dirigidas nuestras pala-bras? ¿Quiénes son los destinatarios de mis palabras?

Y lo mismo se podría pensar en rela-ción con lo que escribimos y lee-mos…

¿Qué lenguaje usamos para escribir? ¿También un lenguaje neutro, sin un quien que se hace cargo, sólo para co-municar?

¿Por qué y para quién escribimos?

¿Lo que escribimos es una invitación a ser “leído”? ¿Somos concientes de las diferentes lecturas que cada uno de no-sotros y cada uno de los otros puede hacer de un mismo texto?

¿Interpretamos todos lo mismo? ¿Inter-pretamos siempre lo mismo? ¿Estamos seguros de que lo que escribimos es lo que queremos comunicar, expresar, de-cir?

Paul Ricoeur (2009) dirá que el proceso de composición de un texto no culmina en el propio texto, sino en el lector. Es-cribimos para alguien que lee, un otro que interactúa con nuestras palabras y pensamientos. Entonces, ¿en qué se piensa cuando se escribe, un informe, una comunicación? Se piensa en los que lo van a leer, se tiene en cuenta que el otro pone en juego su interpretación ¿Es un texto abierto a que se lea o sólo a que

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se transmita, a que se pase de uno a otro/s, a que se acate…? En una época en la que circulan tantos textos en las instituciones educativas, la sospecha es cuánto de lo que circula dice algo a alguien, provoca, interpela, acompaña, orienta. Hugo Mujica (2009) sostiene que las palabras conservan oculto lo que guar-dan como promesa, que vale la pena preservar el poder de las palabras más elementales a través de las cuales el ser humano se expresa. Entonces, habrá que analizar qué promesa traen las pa-labras que se usan, las que usamos …Una palabra que guarda una promesa, trae esperanza, abre una posibilidad. Hay palabras que dan luz, que engen-dran sentidos. Otras dicen y no cuentan. Hay palabras que cubren, ocultan, amor-dazan o no nombran… palabras que callan a otras palabras, o nos callan, o callan a los otros (Mujica, 2009). Callar y callarse, silenciarse…y no escu-char. Ivonne Bordelois (2005) en su en-sayo La palabra amenazada habla del lenguaje y de la escucha, y afirma que la pregunta no es cuántas lenguas habla-mos sino cuántas lenguas escuchamos. La autora plantea que lo que estamos perdiendo en estos días es el don de escuchar nuestra propia lengua y escu-char la de otros; que lo que ocurre es un escucharse a uno mismo a costa del silencio ajeno. Advierte que “los más dotados para la palabra son los menos dotados para la atención y la escucha” (p. 22). Así, hay quienes utilizan un len-guaje monotemático que busca afirmarse y escucharse a sí mismo y desatiende la escucha y la necesidad del otro. La no escucha lleva al silencio porque evidentemente uno habla para ser escu-chado. Y para escuchar hay que callarse; tiene que advenir el silencio, que trae calma y serenidad… que hace lugar a la intimidad, a la conexión con la vida inte-rior. Y que nos trae una palabra genuina, la que viene de lo necesario, esto es, de

una reflexión, que no es resorte de una respuesta mecánica.

En relación con el silencio vamos a to-mar prestadas las palabras de David Le Breton (2006) quien, a partir de un inte-resante análisis de la comunicación en la actualidad, advierte la necesidad de res-taurar la palabra a través del silencio así lo expresa:

“Surge entonces la gran tentación de oponer a la profusa "comunicación" de la modernidad, indiferente al mensaje, la "catarsis del silencio" (Kierkegaard), con la esperanza de poder restaurar así todo el valor de la palabra… Cuan-to más se extiende la comunicación más intensa se hace la aspiración a callarse, aunque sea por un instante, a fin de escuchar el pálpito de las co-sas o para reaccionar ante el dolor de un acontecimiento... La fuerza signifi-cante de la palabra se desacredita o se debilita ante el imperativo de decir, de decirlo todo... Esta palabra ince-sante no tiene réplica, no pertenece al fluir de ninguna conversación: se limi-ta a ocupar espacio sin importarle las respuestas…” (p.3).

Restaurar o reponer el silencio no signifi-ca anular la voz y la palabra; al contrario, el silencio da lugar a la palabra, como diría Bordelois (2005), a la palabra ge-nuina. Palabra y silencio no se oponen, no son contrarios, “ambos son activos y significantes, y sin su unión no existe el discurso” (Le Bretón, 2006, p.6). Una palabra que vale la pena ser escu-chada, dicha en una lengua que no apla-na, que dice, que transforma, que irrum-pe. Una lengua que se atreve a decir lo indecible, que visibiliza lo que tiene que verse. Quizá sea necesario cambiar nuestra lengua… “cambiar nuestra len-gua transformándonos a nosotros con ella” (Bordelois, 2005, p. 42). Hablar para otro que escucha, escribir para un alguien que lee. ¿Hay algo en

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esto de hospitalidad, de invitación2? ¿In-vitamos al otro a que nos escuche, lea lo que escribimos? ¿Nos sentimos invita-dos a leer, escuchar lo que el otro escri-be y cuenta? La invitación tiene que ver con el lengua-je, con las palabras que usamos, con la relación que se establece, de confianza, de intimidad…pero también con lo que se dice y escribe. Roland Barthes (2005) habla de los tex-tos legibles (los que se prestan a la lectu-ra) y los “escriptibles”, los que invitan a ser reescritos. Estos últimos son textos por venir, textos que no se cierran, no tienen final, que proponen diferentes lecturas, traducciones, escrituras, el ar-mado de otros textos…porque entablan una relación con cada uno desde su sub-jetividad. Invitamos nuevamente a reflexionar

¿Qué escribimos-decimos, qué escu-chamos-leemos? ¿Sólo el éxito, lo bue-no, lo que conforma, sólo lo negativo, los problemas?

¿Escribimos-decimos lo que pasa o lo que nos pasa, “eso que nos pasa”, un éxito o un problema que no es algo que está afuera, es algo que tiene que ver con nosotros, que nos atraviesa y nos preocupa? ¿Escuchamos lo que a otro le pasa? ¿Eso que al otro le pasa?

¿Nuestros textos sólo son para ser leí-dos? ¿Leídos por cualquiera, destinados a un público imaginario, abstracto, neu-tro…o son una invitación para que el otro los pueda reescribir y completar…? ¿Son textos cerrados, acabados o pueden se-guir escribiéndose?

¿Pienso en el destinatario de mis textos, de mis palabras? ¿Soy conciente de las diferentes traducciones e interpretacio-nes que se les pueden hacer? ¿Reco-nozco que hay una subjetividad leyendo,

2 Tomamos el concepto de hospitalidad de Jacques Derrida (en Derrida y Degorumantelle, 2008) que lo propone como la invitación, la acogida incondicional que se le hace al recién llegado, al extranjero, más allá de su identidad, antes de cualquier determinación.

otro al que le puede pasar algo con mi texto o al que pude no pasarle nada con él?

¿Qué le pasa, por ejemplo, a un supervi-sor cuando escucha el texto de un direc-tor?

¿Qué texto pone un supervisor a dispo-sición de un director? ¿Un texto cerrado o un texto reescriptible?

Lenguaje, identidad, narración

Iniciamos este apartado con la máxima de Sócrates que dice que una vida que no es examinada no es digna de ser vivi-da. Es Ricoeur (2009) quien la retoma para plantear la necesidad de que la vida sea interpretada para salir de lo pura-mente biológico, para ingresar a lo humano. La vida es un texto que requiere de nuestra interpretación; es una historia en busca de un relato. Solamente se com-prende a través de las historias que na-rramos sobre ella. Así vamos compren-diendo nuestra vida, nuestra acción, nuestra práctica. Para dar cuenta de es-to, Ricoeur (2009) habla de identidad narrativa, pues a través del relato nos vamos constituyendo, nos subjetivamos, alcanzamos una comprensión de noso-tros mismos. Somos narradores de nues-tra propia vida sin convertirnos en auto-res de nuestra vida. En lo que contamos aparecen otras voces, otros narradores; los otros también nos narran y participan de nuestra narración. Así construimos un relato “armado” con las voces de los otros, y leído, interpretado por otros quienes a su vez arman otro texto. El texto permite abrir un horizonte de experiencia posible; no es una entidad cerrada, sino la proyección de un mundo nuevo. Porque en el texto hay descubri-miento, redescubrimiento, búsqueda, encuentro. Si relacionamos esta idea del relato con la de búsqueda de uno mismo, podría-mos decir que la narración es un camino posible para buscarse… La narración nos ayuda a pensar-nos y para pensar

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es necesario apartarse, retirarse, hacer un cierto silencio, interrumpir las pala-bras demasiado conocidas, usadas, “los automatismos del decir” (Larrosa, 2009). No se trata tanto de decir lo que se pien-sa sino de pensar lo que se dice (Larro-sa, 2009). Y para esto hay que pararse a pensar. El relato es una manera de parar, interrumpir para pensar lo que vemos, escuchamos, hacemos, deci-mos…lo que somos. Manuel Cruz (2009), en la introducción al libro de Hanna Arendt La condición humana3, pone de relieve la relación que establece esta autora entre la narración o relato y la identidad. Se plantea enton-ces que, a través de las historias conta-das, el protagonista de las acciones se identifica, se reconoce y recibe - tal como ya lo reconocimos en Ricoeur (2009)- una “identidad narrativa”. El protagonista se enfrenta a un descubrimiento: el signi-ficado de lo realizado por él mismo. La narración cuenta la historia de una vida y responde a la pregunta ¿quién? Pero el protagonista no es el único pro-ductor de la historia de su propia vida; hay otros que relatan y nos relatan; el relato de nuestra vida es escrito por otros y por otros relatos. Arendt - como tantos otros- reconoce que la identidad es la mayor trampa en la vida y la historia (podría decirse: la histo-ria de una vida) es un relato que no cesa de comenzar, pero que no termina jamás. Así como el relato no termina jamás, la identidad nunca está del todo realizada. Otros textos podrán escribirse, relatarse sobre uno, sobre lo que somos, porque seguimos siendo siempre, porque nuestra historia está siendo escrita o quizá no ha sido leída. Y nos podemos preguntar

¿Qué puedo contar de mí, de mi vida como supervisor?

3 Este libro fue publicado por primera vez en el

año 1958 en lengua inglesa. La introducción a la que nos referimos aparece en la edición de Edito-rial Paidós del año 2009.

¿Qué relatos puedo armar y contar acer-ca de mi trabajo? Y cuando los cuento, ¿me encuentro ahí?

El supervisor y su práctica

Práctica-acción Empezaremos diciendo que no somos otra cosa que lo que hacemos. Somos seres de acción. ¿A qué nos referimos con acción? Recurrimos nuevamente a Hanna Arendt (2009), quien realiza una interesante distinción entre labor, trabajo y acción. Proponemos detenernos en los últimos dos conceptos. El trabajo apunta a la fabricación de ob-jetos y creación de bienes de uso y con-sumo; corresponde a lo no natural de la exigencia del hombre; proporciona un artificial mundo de cosas. La acción, en cambio, es la actividad a través de la cual el hombre revela su identidad y de-sarrolla la capacidad que le es más pro-pia: la capacidad de ser libre. La libertad es capacidad para trascender lo dado y empezar algo nuevo. El hombre sólo trasciende enteramente la naturaleza cuando actúa. La acción es la única actividad humana que no requiere de mediación de “cosas” o materia y su condición básica es la pluralidad. Pluralidad debido a que todos somos lo mismo (humanos) y al mismo tiempo, nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá. Ahora bien, la condición más general de la existencia humana es la natalidad. Respecto de la natalidad - concepto muy presente en el pensamiento de esta filó-sofa-, ella dice que representa la capaci-dad de los hombres de empezar algo nuevo, de añadir algo al propio mundo. “Los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comen-zar” (Arendt, 2009, p. 38). La idea de un proceso unilineal arruina la libertad de acción y, por tanto, la natalidad. Siempre hay lugar para algo nuevo, para un na-cimiento, algo nuevo que no siempre es lo esperado. Porque, según Arendt, nin-

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guna acción consigue la meta que se proponía. La acción va dirigida a otro, impacta en los otros, tiene efectos y consecuencias. Uno inicia y otros lo siguen. La auténtica acción trasciende a su autor (agente).Por eso se dice que la acción más que espa-cial es temporal porque perdura y produ-ce historia, deja rastros. La acción re-quiere narración, ser contada. Necesita-mos un relato para descubrir el sentido de lo hecho, para darnos cuenta de las promesas incumplidas. Bárcena y Mèlich (2000), en el libro La educación como acontecimiento ético, coinciden con la idea de acción de Han-na Arendt y la piensan en relación con la educación. Para estos autores, la edu-cación es acción cuando da lugar a lo nuevo, a la creación de un nuevo co-mienzo, de otra novedad; cuando acepta la sorpresa, lo improbable. La educación en tanto acción es una invitación, una iniciativa, un comenzar. La educación es acción si rompe lo previsto, si sorprende, si provoca el relato, la narración que es historia contada, y toda historia invita a identificarse, encontrarse, da lugar a la subjetividad. Por eso se dice que la edu-cación participa en la constitución de identidades y en la formación de subjeti-vidades. Por el contrario, la educación puede co-rrer el riesgo de asumirse como una fabricación. Según los autores mencio-nados, la educación como fabricación se caracterizaría por:

- ser un proceso que se acaba con el tiempo porque lo que se pretende es producir un objeto, fabricar un produc-to;

- funcionar según la lógica de la racio-nalidad instrumental;

- tener un comienzo y un fin determina-do desde el principio; es, por lo tanto, previsible;

- ser un proceso reversible y reproduci-ble.

La idea de fabricación nos recuerda el famoso libro escrito por Philippe Meirieu (1998) titulado Frankenstein educador.

Junto con este autor, podríamos indagar si la idea de fabricar a un estudiante, a un docente, a un director a la medida de nuestras imágenes y representaciones es una pretensión que aún persiste, lo cual no significa que abandonemos la intención de formar, de educar, de acompañar un proceso formativo. Lo que se quiere expresar es que en todo pro-ceso de formación hay sujetos, subjetivi-dades, singularidades, que toman lo viejo y que pueden traer algo nuevo; hay repe-tición pero al mismo tiempo hay nove-dad. La fabricación además exige un plazo, un tiempo de finalización, un término… En educación sabemos que esto es im-posible pues uno de los rasgos funda-mentales de todo proceso educativo es justamente el in-acabamiento; nunca se termina la formación pues somos seres inconclusos, nos hacemos en el devenir, en el transcurso de la vida. Si no fuera así, entonces seríamos sujetos termina-dos, productos. La fabricación también implica procesos reversibles y reproductibles; puedo des-hacer lo que hice, o rehacerlo; puedo sustituir el “objeto” por otro, pues son idénticos, y puedo reproducirlos. Hanna Arendt (2009) dirá que el proble-ma no es la fabricación, sino exportar la lógica de la fabricación a todas las face-tas de la vida humana, de la existencia. Una lógica que demanda una utilidad, un servir para algo, un resultado óptimo con el mínimo costo y esfuerzo. Frente a esta idea preguntamos: ¿Es posible educar sin costos y esfuerzos? ¿Es posible y deseable producir identi-dades iguales, fijas y terminadas? ¿Se puede educar desde una racionalidad absoluta, desde la aplicación de técnicas estandarizadas, desde una planificación que pretende anticipar y programar todo? Invitamos a pensar desde esta línea de pensamiento la tarea del supervi-sor.

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¿Cuánto de acción se despliega en su actividad y cuánto de trabajo-fabricación?

¿Los supervisores se permiten aceptar lo nuevo, provocar un nacimiento: de una idea, de una palabra, de un gesto, de la acción del otro que a su vez puede pro-vocar otra novedad?

¿Qué consecuencias, efectos produce lo que hace el supervisor; qué rastros deja?

¿La práctica del supervisor es una activi-dad abierta a lo plural, a lo distinto, a lo singular que es cada uno? ¿O hay una pretensión de anular lo plural, lo diferen-te; una ilusión de exigir que todos estén de acuerdo y hagan lo mismo e igual que los otros?

La práctica del supervisor: entre lo adminis-

trativo y lo pedagógico

Lo administrativo y lo pedagógico en la tarea del supervisor y en la de cualquier posición institucional ligada al gobierno y gestión generalmente se plantean en términos de tensión y casi siempre como opuestos, contrarios, como si uno nece-sariamente desplazara al otro, lo anulara; es decir, como dos polos opuestos e irreconciliables y hasta enemigos. ¿Es posible reconciliarlos? Nos parece oportuno analizar esta cues-tión ya que está muy presente en el dis-curso de las personas que ocupan car-gos de conducción en el sistema educa-tivo. Lo que se dice con mucha fuerza es que lo administrativo no deja tiempo para ocuparse de lo pedagógico, siendo esto último lo más importante, ¡lo cual es una gran verdad! Frente a esta afirmación no vendría mal aclarar al menos un poco a qué nos refe-rimos con lo administrativo, y de qué está hecha la relación entre lo pedagógico y lo administrativo. En general, a lo admi-nistrativo se lo relaciona con los papeles, con el llenado de planillas, con los trámi-tes. Desde esta visión, podríamos decir que a lo administrativo se lo reduce, valga la redundancia, a administrar lo dado, lo que ya es, lo que se tiene. Fren-

te a esto, probablemente uno se quede con la sensación de estar haciendo más de lo mismo, de repetir mecanismos, con el riesgo de ir perdiendo el sentido de la tarea. Podría decirse que esta concep-ción está bien cerca de la actividad como trabajo y fabricación: se trata de producir algo siempre igual y hacerlo siempre igual y pedir que los otros lo hagan siempre igual. Pensemos, por ejemplo, en la tarea en relación con la información. Cuántas ve-ces el relevamiento de información y el llenado de planillas lo realizamos como algo mecánico (y hacemos que otros lo hagan de la misma manera); lo hacemos porque hay que hacer, porque es así, porque hay que informar, porque lo exi-gen y hay que exigirlo. Ahora bien, ¿no habrá posibilidad de pensar esta tarea desde la acción? ¿Es posible que desde lo administrativo se produzca algo nuevo; que la información que se produce, que se informa, que se exige, abra la posibilidad de algo; que sea leída y transmitida para dar lugar a algo? ¿Es posible que la administración se empape de reflexión? ¿Podrían los papeles ser fuente de conocimiento, de pensamiento, de análisis, de generación de otra cosa? ¿Qué posibilita, habilita, encuadra la información, la norma, la gestión, un trámite? Como señala Gree-ne (2009), “La gente puede servirse de lo que ya está hecho en lugar de intentar construir su propio mundo…” (p.106). Creemos que una perspectiva que colo-que a lo administrativo en un lugar más potente, que le reconozca su razón de ser en cuanto a generador de ciertas condiciones para la tarea pedagógica, podría quizá aliviar la carga y la sensa-ción de que se pierde tiempo en estas cosas y no se atiende lo educativo. En realidad, atender lo educativo a veces requiere resolver cosas del orden de lo administrativo; mejor dicho, se puede atender lo educativo cuando hay ciertas condiciones que lo administrativo y lo organizativo posibilitan.

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Sin caer en la ingenuidad de creer que toda tarea administrativa es necesaria y habilitante de lo pedagógico, propone-mos analizar cuáles de las tareas de índole administrativa posibilitan y garan-tizan realmente los procesos educativos en las escuelas; y cuando hablamos de lo administrativo nos referimos a las normas, al llenado de planillas, a las ges-tiones de todo tipo que el supervisor tie-ne que realizar. Y si hay tareas a las que no se les encuentra la razón, su sentido, quizá habrá que replantear algo, dar lu-gar a otra cosa, generar una acción, en el sentido arendtiano. Por lo tanto, lo administrativo y lo pe-dagógico no son enemigos, no se opo-nen; se necesitan. Y es el supervisor quien tiene que entramarlos: lo adminis-trativo como condición, soporte, sostén de lo pedagógico. Nos parece que, en el marco de un sistema educativo, aunque se estén realizando tareas administrati-vas, no deberíamos relegar la preocupa-ción por lo pedagógico. Se trata de pen-sar la educación desde lo administrativo y con lo administrativo, de mirar nuestra tarea siempre en clave de educadores y garantes de la educación de otros. Y volvemos a la pregunta que más arriba se propuso…

¿Cuáles de las tareas de índole adminis-trativo posibilitan y garantizan realmente los procesos educativos en las escuelas, generan condiciones y soportes para la educación?

En todo caso, ¿qué hacer para que es-tas tareas realmente lo posibiliten?

¿Será necesario revisar las maneras de abordaje, de transmisión de las normas, de las comunicaciones-circulares-memos?

Asesorar y acompañar el gobierno de las

instituciones escolares

Desde hace tiempo se viene diciendo que los supervisores deben cumplir con tareas de asesoramiento, y realmente está muy bien que así sea. Pero, ¿qué

es asesorar? ¿De qué se trata el aseso-ramiento que tiene que brindar un su-pervisor a un director? Y acá nuevamente nos encontramos con la sensación de que lo administrativo se “come” otras tareas, como la de aseso-rar. Pero cuando un supervisor orienta a un director en cuestiones administrativas, ¿no lo está asesorando? ¿El asesora-miento sólo es del orden de lo pedagógi-co? O mejor, cuando se asesora a un director en cuestiones administrativas, ¿no juega también ahí lo pedagógico? Para pensar en todo esto, tomaremos algunos aportes de personas que hace tiempo vienen abordando esta cuestión en nuestro país; dos de ellas son Sandra Nicastro y Marcela Andreozzi. Para ellas, el asesoramiento es una práctica espe-cializada en situación que requiere de un recorte, el recorte de un aquí y ahora. Cuando se asesora se piensa en la si-tuación singular, particular que se des-pliega en ese momento, en un ahora, lo cual no significa abstraerse del pasado y del futuro, sino que implica la “inscripción en una temporalidad que desde el pre-sente abre la posibilidad de enlazar pa-sado y futuro” (Nicastro y Andreozzi, 2008, p. 30). El trabajo de asesoramiento se organiza en torno a la interacción con un otro (individual o colectivo) portador de tradi-ciones, saberes, representaciones, valo-res. En el encuentro con el otro, se mani-fiesta lo sabido y conocido junto con lo inédito y lo nuevo que se va construyen-do en la interacción. En esta relación se despliega ligazón, enlace, confianza, reconocimiento, dependencia-autonomía. Algunas de las situaciones que pueden ocurrir en una tarea de asesoramiento y la relación que se establece en ellas son: -El asesor se presenta como incondicio-nal y dirá entonces que lo va a acompa-ñar en todo (“contá conmigo para lo que sea”; “te voy a dar lo que necesites”; “voy a solucionar lo que te pasa y lo que pasa acá”). -El asesorado “promete” hacer todo lo que le dice su asesor.

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-El asesorado considera poco relevante lo que el asesor le dice. -El asesor y el asesorado se desconocen y hay una distancia que impide el diálogo o, al revés, se conocen demasiado y se establece una relación de indiscrimina-ción. Tal como se analizará en breve, este tipo de relaciones dificultan la tarea de ase-soramiento. Una de las cuestiones que se liga al ase-soramiento es la demanda, el pedido de ayuda que muchas veces da origen a esta tarea. Es sabido que la demanda a veces no es tal, sino que lo que se re-quiere atender es otra cosa; por ello, es necesario un trabajo de elaboración y de problematización que se puede realizar con el asesorado (sería parte del aseso-ramiento). Esto implica, entre otras co-sas, reconocer el pedido como emer-gente de un contexto de significación más amplio, que habrá que poner en análisis. Volviendo a la expectativa que se tiene en el asesoramiento y que a veces es alimentada por el asesor, no se puede dar lugar a todas las demandas y no se puede dar solución a todo. Esto es una gran ilusión. En todo caso, habrá que plantearse nue-vamente qué se entiende por asesorar, y más aún asesorar a otro que trabaja en la educación, que despliega su hacer en instituciones educativas. Asesorar no es responder a demanda, “satisfacer al otro brindándole en cada oportunidad lo que éste necesita” (Nicas-tro y Andreozzi, 2008, p. 34). Tampoco es decirle al otro lo que tiene que hacer. Asesorar implica, en todo caso, un en-cuentro, un reconocimiento (del otro, de la situación, de lo inédito del lugar), un diálogo que posibilita analizar situaciones que se presentan con toda su compleji-dad y también singularidad. Situaciones que vale la pena atender y analizar. Y desde la reflexión y el pensamiento junto con otro, aproximarnos a otra compren-sión, otra explicación; mover algo de nuestras hipótesis, ideas, presupuestos. Es probable que desde este análisis se pueda crear e idear una solución, una

manera de intervenir. Generalmente, la solución no está afuera, sino que el afue-ra nos ayuda a pensarla y darle forma. Hablando de afuera…el asesor es de algún modo alguien que está simbólica-mente afuera, quizá mejor decir, que se presenta como “extranjero”. El extranje-ro mira con perplejidad y de manera in-terrogativa el mundo en el que vive. “Percibe en su ambiente detalles y for-mas que nunca había visto antes (…) descubre que tiene que pasar de nuevo los rituales y las costumbres para enten-derlos…” (Greene, 2009, p.82). En la perspectiva del extranjero, el asesor de-bería tener una actitud interrogativa, hacer emerger visible lo invisible, captar los detalles que no se ven. El supervisor para asesorar tendría que apelar a su lugar de extranjero en rela-ción con las escuelas, extranjero pero no extraño; un extranjero implicado, que es sensible a lo que pasa. Y desde su exte-rioridad, ayudar a visibilizar cosas, voces que no se escuchan, acciones que no se ven, conflictos latentes, significados con-tradictorios…porque por su posición insti-tucional tiene otra perspectiva, otros ángulos. El asesoramiento no es sólo ayudar a encontrar una solución; mejor dicho, para encontrar una solución primero hay que mirar, analizar, interpretar, comprender. Y es el supervisor en su tarea de asesor quien puede acompañar este trabajo de mirar, pensar, analizar. Desde esta pers-pectiva, el supervisor se permite y posibi-lita al otro potenciar su trabajo, profesio-nalizarlo, incrementar y fortalecer su “sa-ber de oficio”, potenciar su capacidad para tomar decisiones de una manera más reflexiva y fundamentada. Dado que hay que actuar, hay que inter-venir, hay que tomar decisiones todo el tiempo, el asesor puede orientar, ayudar a pensar o aportar algún criterio que sos-tenga una decisión. Probablemente, la intervención tenga que armarse o recre-arse (cuando se propone algo que ha probado otro); es decir, no hay fabrica-ción, hay acción. Puede haber repetición pero al mismo tiempo, ajuste. Porque el

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trabajo es de por sí ajuste, adaptación, creación, resignificación, y esto cada uno lo hace solo o, mejor, acompañado. De lo expuesto hasta acá, podríamos anotar algunas condiciones para la tarea de asesoramiento y de acompañamiento: - Una relación de confianza y de reco-nocimiento de la capacidad y poder del asesor y del asesorado (una cuestión de base que nos interesa reforzar). -Un diálogo frontal y abierto entre el asesor y el asesorado. -Un encuentro (desde una relación dual, diría Mèlich); un intercambio cara a cara, un encuentro de subjetividades, de tra-yectorias, de visiones no siempre com-partidas pero que pueden pensarse jun-tas. -La escucha y el silencio; atender lo que dice y no dice el otro, callar antes de opinar y pensar en qué lengua hablo y me expreso, y qué valor tiene la palabra de uno y otro (como lo sugiere Larrosa). -Un recorte de un aquí y un ahora; el asesoramiento es para un quien situado, que trabaja en una institución con sus rasgos, sus condiciones organizativas, su gente, etc. “El componente inédito, singular, impredecible, nos enfrenta coti-dianamente a la dificultad de transferir conocimiento de una situación a otra con ligereza, de formular enunciados ne-motécnicos y de sentar principios de cier-to alcance en cuanto a validez y aplicabi-lidad” (Cols, 2008, p. 16). -El lugar de extranjero para iniciar nue-vas búsquedas o volver a emprenderlas, que ayude a entender, o a pensar otras maneras de ordenar la realidad y expli-carla. -Un saber experto, construido en la ex-periencia, “como conocimiento profundo y analítico de lo empírico en un interjue-go dinámico con la teoría” (Nicastro y Andreozzi, 2008, p. 24). En un momento donde se hace muy difícil operar resulta necesario recuperar la “capacidad de reflexión de los actores y de la posibili-dad de establecer un diálogo entre los saberes y herramientas de oficio y el conocimiento especializado” (Cols, 2008, p. 12).

Antes de pasar al otro punto, algunas referencias sobre la idea de innovación que tanto se ha planteado en los últimos años. En este documento, hemos habla-do bastante de lo nuevo; lo hicimos, por ejemplo, cuando tomamos la idea de natalidad de Hanna Arendt. Ahora bien, ¿lo nuevo es igual a innovación? En cierto sentido podría ser, siempre y cuando la innovación no destruya el mundo heredado. Y recurrimos otra vez a Paul Ricoeur (2009): “La innovación sigue siendo una conducta regida por reglas, no parte de la nada, está ligada de una u otra manera a los modelos re-cibidos por tradición, pero puede entrar en una relación variables con esos mo-delos…”(p.51). Conservar lo heredado no significa repe-tirlo sin cesar, significa reconocerlo. La innovación no siempre trae algo bueno, valioso, mas cuando nos despoja de nuestras referencias, de lo que nos ha constituido. Como hemos expresado más de una vez, siempre hay posibilidad de dar lugar a algo nuevo y lo nuevo viene de la mano de la experiencia, de lo que ha pasado y nos ha pasado, de la histo-ria de nuestras prácticas, de nuestra his-toria como educadores y como humani-dad. Para pensar…

¿Qué papel juego cuando asesoro?

¿Ocupo el lugar de extranjero, del que aporta una visión distinta?

¿Qué me demandan las instituciones, los directores, los docentes?

¿A qué demandas puedo atender? ¿Qué necesito para atender lo que me piden?

¿Cómo ayudo y acompaño en la gestión de las instituciones?

Sentidos de un hacer: la evaluación y los

datos de una realidad

Partimos de una idea de Mèlich (1996), quien dice que conocer el mundo es

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construir el mundo, es fabricar un mun-do. Por ejemplo, los procesos de orde-nación del tiempo, la organización de los espacios, las categorías que se usan para nombrar, clasificar, etc. son crea-ciones del hombre y cada uno de noso-tros las usa, las recrea y también hasta hacemos nuestras propias invenciones. Sería interesante tomar algunas de las expresiones que usamos en nuestra ta-rea cotidiana (buen estudiante, inclusión, calidad, logros, promoción, buen docen-te, buena práctica, entre tantas otras) y pensar qué mundo estamos construyen-do a partir de estas palabras, qué nom-bran, significan, dicen, clasifican. Pala-bras que ordenan y configuran nada más y nada menos que nuestro pensamiento. Pensamiento y lenguaje van juntos, se constituyen juntos. Entonces, toda refe-rencia al mundo (pensemos en el mundo escolar, por ejemplo), implica un acto de clasificación y de ordenación. No hay conocimiento sin categorías, ni, por en-de, carente de una cierta teoría. Los datos de la realidad son construc-ciones, son ordenaciones. El porcentaje de repitentes es un dato que podríamos decir objetivo; sin embargo, existe una ordenación previa, un a priori de lo que se entiende, nombra, significa “repetir”. Y el a priori es una fabricación humana, una construcción social y cultural. No se puede llegar a lo real sin una teoría, sin concepciones e ideas, sin lenguaje, sin formas simbólicas. Todo conocimiento está mediatizado por conceptos, imáge-nes, signos o símbolos. Mèlich (1996) dirá entonces: “los modos de conoci-miento no imitan la realidad, sino que son órganos mediante los cuales llega lo real a ser objeto de visión intelectual” (p. 27). Frente a estas ideas, uno podría pregun-tarse qué teorías, ideas, signos, símbo-los están presentes cuando intentamos conocer la realidad; hasta qué punto so-mos concientes de que somos partícipes en la construcción de la realidad. Una realidad que se construye con los datos que se seleccionan y destacan, con las

maneras de interpretarlos y valorarlos, con los modos de comunicar a los otros esa realidad… ¿y qué realidad transmi-timos? La evaluación es una manera de cono-cer, en tanto en los procesos de evalua-ción se construye información que da cuenta de una realidad. Lo que nos in-teresa aquí señalar es el carácter subje-tivo, humano, social, cultural de toda actividad vinculada al conocimiento, en-tre ellas la evaluación y la responsabili-dad que nos cabe en la fabricación de categorías, clasificaciones que organizan el discurso y el pensamiento. En relación con esta idea de responsabilidad en la configuración del mundo, aparece con fuerza la dimensión política y ética de todo proceso evaluativo, porque nos compromete, nos exige poner en cues-tión nuestros sistemas de clasificación, nuestras categorizaciones, los significa-dos que las sostienen; porque somos en parte responsables de los nombres que instalamos y los mundos simbólicos que creamos. Quizá sea necesario revisar las categorías del buen o mal estudiante, de la buena o mala escuela, del buen o mal director, de inclusión-exclusión, éxito-fracaso, etc. Lo político y lo ético nos invitan a poner en consideración estos sistemas clasificatorios, lo que nombran, lo que no dicen y lo que provocan.

Entonces

“es necesario volver a los datos, mirar lo que ya sabemos - o creemos que ya sabemos -, desnaturalizar-descongelar las categorías, nombres y explicaciones y animarnos a pregun-tar y preguntarse, a cuestionar algo de lo que decimos o registramos, a re-flexionar, a plantear otros o nuevos caminos de indagación, a producir otras hipótesis e interpretaciones, a generar otras relaciones” (Gobierno de Córdoba, Ministerio de Educación, 2009, p. 6).

Otras relaciones que nos permitan des-cubrir y crear otro mundo, para dar lugar a la producción de algo más u otra cosa.

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Y quizá preguntarse:

¿A qué categorías, clasificaciones, orde-naciones recurrimos para “leer” los da-tos, para interpretarlos?

¿Qué realidad se perfila, qué explicacio-nes se dan, qué interpretaciones surgen cuando se leen los datos?

¿Qué teorías, supuestos, hipótesis se ponen en juego en la construcción de la información, en las diferentes instancias de evaluación educativa?

¿Qué preguntas pueden hacerse? ¿Qué otros datos o relaciones buscar para comprender más la realidad?

Para descubrir otro mundo quizá haya que “…acercarse a las preguntas prime-ras antes que buscar las respuestas últimas…” y “crear las condiciones para un nuevo inicio” (Mujica, 2003, p.17). “No se trata sólo de entender y explicar, sino también de implicarse…” (Mujica, 2009, p. 23). Lo expresado en los párrafos anterio-res nos hace pensar y también pre-guntarnos:

¿Cuáles podrían ser las preguntas pri-meras? ¿Qué preguntas nos hacemos y no nos hacemos y vale la pena hacerse?

¿Qué condiciones tendrían que crearse para dar lugar a un nuevo inicio? ¿Tendrán que ver con las relaciones que tenemos con los datos, con nuestras categorías, con las maneras de mirar (lo otro, los otros y a nosotros)?

Y ahora, retomando la idea de experien-cia de Jorge Larrosa (2009) Los datos que se relevan y que uno ha contribuido a fabricar, ¿hacen experien-

cia en uno? ¿Nos dicen, nos marcan, nos conmueven? ¿Estamos dispuestos a “escucharlos”, a callar, a hacer silencio para que el dato nos hable? ¿Son datos que nos dicen algo?

Cuando Larrosa habla de experiencia, dice que un sujeto de experiencia es un sujeto pasional, que padece, que está abierto a que algo le pase…

¿Estamos dispuestos a padecer con el dato, a partir del dato, a mover nuestras palabras, a pensar otras, a mover nues-tro pensamiento, a pensar otra cosa?

Por ahora, terminamos así…

Resulta difícil escribir un cierre cuando a lo largo del documento se convoca a una apertura, a un abrir. Un abrir a mirar-se, a mirar-nos en el hablar, en el sentir, en el hacer y el pensar “en” la supervisión. Se trata, en todo caso, de permitirnos rever “ese hacer” que se materializa en el lenguaje, en el cuerpo, en las prácti-cas, en el pensamiento, en las emocio-nes. Quizás la tarea sea re-unir esos aspectos desde la prioridad del sentido que inevitablemente nos interpela: ¿cómo hacerse/hacernos cargo de ese lugar? Quizás sea una invitación a poner en clave de colectivo y en voz alta pa-labras y silencios de un pensamiento encarnado, contextualizado, que necesi-ta potenciarse en un registro y también en una memoria. Quizás el llamado sea a un encuentro o, más bien, a un re-encuentro con ese lugar de supervisión; un re-encuentro del que salgamos más enriquecidos, escla-recidos, expandidos. Ese encuentro con “uno “y con “nosotros” es el texto a in-terpretar y también a escribir.

BIBLIOGRAFÍA

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MINISTERIO DE EDUCACIÓN

SECRETARIA DE EDUCACIÓN

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SUBSECRETARIA DE PROMOCIÓN DE IGUALDAD Y CALIDAD EDUCATIVA

INSTITUTO SUPERIOR DE FORMACIÓN EN CONDUCCÍÓN Y GESTION EDUCATIVA

Documento elaborado por el Área de Evaluación de la Calidad Institucional

Castagno, Fabiana Salgueiro, María Alejandra Tucci, Susana Del Milagro

Lectura Crítica:

Ruth Harf, Claudia Mendez, Horacio Ferreyra y Marta Fontana