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Una celda de amor contigo llena

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La jueza Inés de Castro procede a la lectura de la sentencia del acusado, Apolinar Novoa. El veredicto: culpable del asesinato de dos personas. La sentencia: cadena perpetua.

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Una celda de amor

contigo llena

Enrique Díaz Vázquez

Un azote enérgico de maderas golpeándose estremece la sala. La distinguida

jueza, Inés de Castro, mantiene su mirada clavada en el acusado, Apolinar Novoa. Él

resiste con el mentón desplomado sobre el pecho. En tal postura ha sufrido cada día el

inclemente juicio, hasta hoy. El hombre, cercano a la cincuentena, muestra una barba de

dos meses que nunca había tolerado, mal arreglada y con abundantes e intermitentes

vellos canosos. Aquel catedrático de Arqueología de la Facultad de Geografía e Historia

de la Universidad de Santiago de Compostela, sentado en una silla, con la cabeza gacha

y los dedos de las manos entrelazados, es una lánguida sombra del hombre decidido,

buen profesor y, especialmente para familia y amigos, la excelente persona que siempre

había sido.

- Póngase en pie el acusado – dicta su señoría, doña Inés, con ademán serio.

Apolinar se levanta del banquillo, con la cabeza atisbando el suelo y aguardando

por una sentencia que no le será nada propicia. Ni siquiera le importa lo más mínimo.

- Se encuentra al acusado – doña Inés hace una breve pausa – y luego, volviendo

la vista hacia el hombre, remata: culpable de los delitos de homicidio en primer grado

de Marcos Fuentes Barral y María Teresa de la Hoz Casado.

Los murmullos de voces conformes y disconformes invaden la sala. Cabezas

inclinándose, una contra otra, y chismes susurrantes declarando su particular sentencia.

El mazo de madera vuelve a aporrear varios golpes sobre la mesa, a la vez que

doña Inés reclama:

- Silencio. Por favor, silencio en la sala. Voy a leer la sentencia.

La comprometida expresión “sentencia” calla todos los murmullos y un silencio

sepulcral inunda el aire viciado de los sudores de un mes de agosto.

- Se condena al acusado, don Apolinar Novoa Fidalgo… a cadena perpetua.

Condena que cumplirá, hasta su fallecimiento, en el Centro Penitenciario de Teixeiro.

La mitad del público asistente se pone en pie, aplaudiendo la sentencia. La otra

mitad, grita, aunque los sonidos se entremezclan y penosamente se distingue con nitidez

alguna palabra. Cuando el alboroto está en su estado más álgido, dos policías irrumpen

en el recinto y aferran por los brazos al acusado. Apolinar Novoa no se ha movido ni un

pelo. Asemeja un muerto que todavía obedece órdenes ajenas, sin voluntad propia.

- Se levanta la sesión –dicta doña Inés, golpeando dos veces con el mazo sobre

el tablero.

Durante el viaje al Centro Penitenciario de Teixeiro, Apolinar, recuerda los

cinco minutos que desencajaron toda su vida por completo. Los cinco minutos de

enajenación extrema. Los cinco minutos del error más terrible en el que un hombre

puede incurrir. Los rememora una y otra vez, doce veces en una hora, doscientas

cuarenta veces al día. Duerme pobremente cuatro horas, y hasta en sueños evoca en

ocasiones la enloquecedora escena.

Hacía meses que desconfiaba de su esposa, María Teresa. La mujer obraba

escapada cuando intentaba hablar con ella, casi nunca le respondía y, por si fuera poco,

apenas se dejaba tocar. Los celos son malos consejeros, y corroen las entrañas del

hombre más integro. Y, un día lluvioso de marzo, mientras él tendría que estar dando

una conferencia, abandonó el salón de actos y apareció de improviso en su piso. Evitó

hacer ruido al franquear la puerta de la entrada, y se quedó paralizado, como una estatua

petrificada, cuando escuchó los gemidos de María Teresa. Por un segundo se le vino a la

mente la mañana en que se conocieron, siendo ambos muy críos. Pero esa escena se

esfumó en un instante, al escuchar los gritos de placer del hombre que yacía con ella, en

su piso, en su habitación, en su cama, al lado del cuarto de su hija recién nacida,

Teresita. Apolinar irrumpió en la cocina y cogió un cuchillo cocinero, de hoja grande, y

se fue directo al aposento. A Marcos Fuentes no le dio tiempo a verlo, de inmediato

sintió una violenta punzada en la espalda. El cuchillo, sin piedad, atravesó su corazón.

Teresa gritaba, no decía nada, sólo gritaba. Apolinar se abalanzó sobre ella, sentándose

sobre su vientre. Apretó la garganta de su esposa con las dos manos, lleno de ira y de

sobrada rabia. Pasaron unos minutos, pocos, hasta que ella dejó de respirar. Los ojos

muertos de Teresa no reparaban en ningún lugar concreto y traslucían el literal reflejo

del miedo. La mirada aterrada, la boca abierta, los labios morados y las marcas de sus

dedos en el cuello, se le habían grabado a fuego en su atormentada mente como una

imagen perenne. Había estrangulado con sus propias manos a la persona que más

amaba, al amor de su vida. Al instante llamó a la policía. Ya no recuerda nada más.

Entonces, retorna al momento en el que abandonó el salón de actos. Lo mismo, una y

otra vez, día tras día. Este es su martirio, su matemático castigo. La condena a cadena

perpetua no es nada comparado con aquello.

En el penal le concedieron un cuarto individual, retirado de los demás reclusos

comunes. Incluso disponía de un televisor que nunca encendía y tampoco usaba el

escritorio. Se limitaba a sentarse en el borde la cama, con la vista hundida en el suelo y

los brazos apoyados sobre las piernas, ligeramente abiertas, entrelazando los dedos de

las manos.

Llaman a la puerta: tres golpes. Pero él no responde, está en otro mundo, como

siempre. Acceden a la habitación dos personas: Pascual Cid, el director del penal y

compañero de Apolinar en la Facultad en sus tiempos de estudiante; detrás del director

camina Nieves Nieto, una joven psicóloga que todavía no había cumplido los veintisiete

años. De rasgos suaves y plácidos, los ojos de color miel y una corta melena rubia

acariciando los hombros. Pequeña y delgada, aunque no demasiado pequeña, ni

demasiado delgada. Nieves es de esas mujeres con las que cualquier hombre puede

pasar la eternidad en el fin del mundo. Hacía menos de un mes que había obtenido la

plaza de psicóloga de apoyo en el Centro Penitenciario y llevaba unos días poniéndose

al tanto de los presos, viendo sus necesidades y pensando en cómo trabajar con ellos

para reincorporarlos a la sociedad. Apolinar es el único recluso en el penal condenado a

cadena perpetua. Una ley volvió a instaurarla tras el incremento de homicidios por

violencia de género.

- Buenos días, Polo –indica Pascual, llamándolo por el nombre que usaba con

sus amigos- ¿Cómo te encuentras hoy?

Apolinar permanece sentado sobre el borde la cama, inamovible y perdido en el

vacío de su mente.

- Vengo a presentarte a Nieves –continúa el director, acercándose al amigo e

inclinándose a su altura-. Es la nueva psicóloga del centro. Me gustaría que estuvierais

unos minutos a solas.

Luego, Pascual, se vuelve hacia la mujer, se detiene a su costado y la busca con

una mirada de soslayo, asintiendo con la cabeza:

- Os dejo –le dice a la psicóloga-. Lo que sea necesario, Nieves. Este hombre es

amigo mío. Lo que sea necesario. Por favor, sácalo del pozo dónde se ha caído.

La joven dibuja en los labios una liviana sonrisa y a continuación se dirige hacia

el escritorio, retira la silla y la emplaza enfrentada al recluso, escasamente a un metro de

distancia. Porta una libreta de espiral en una mano, con un bolígrafo trincado en el metal

rizado. Se sienta, y apoya el cuaderno sobre las piernas, vestidas con un tejano azul

envejecido, muy a la moda. Al cabo, alarga el brazo derecho hacia Apolinar, en actitud

de saludo:

- Hola, Apolinar. Mi nombre es Nieves. Estoy aquí para ayudarte.

El saludo no es correspondido, así que la joven retira la mano y vuelve a coger la

libreta. Deja pasar la tapa, retira el bolígrafo de la espiral y escribe en la primera página:

Apolinar Novoa y la fecha.

- Bueno –insiste la mujer-. Empezaremos por dónde tú quieras. ¿De qué te

apetece hablar? Tenemos aproximadamente,… –alza levemente el brazo izquierdo y

observa el reloj de pulsera- una media hora para que me cuentes lo que te apetezca.

La respuesta sigue siendo la misma: nada. Apolinar permanece inmóvil e

inalterable.

- No te preocupes. Vamos poco a poco. ¿Te importa si dibujo algo mientras tú te

decides a hablar?

Idéntica respuesta: nada.

- El que calla, otorga. Por tanto, voy a dibujarte. Se me da bien. He asistido a

clases de pintura desde que era una cría.

Nieves comienza a trazar las primeras líneas de un boceto. Levanta la mirada y

observa al hombre, luego la devuelve al cuaderno y prosigue con las rayas. Durante

media hora fue lo único que pudo arrancar de Apolinar: que se dejara dibujar.

La monótona escena se repitió durante toda la semana. El hombre no salía de su

mudez, ni siquiera cambiaba de posición, ni reparaba en nada ajeno al gres del

pavimento. Y la semana siguiente, tanto de lo mismo.

Pero el lunes de la tercera semana, Nieves cambió de estrategia. En cuanto entró

en la habitación, posó su libreta -contaba ya con varios retratos de Apolinar- sobre el

escritorio. No cogió la silla. Se sentó a su vera, en la cama, a su izquierda, y apoyó la

mano derecha sobre los dedos entrelazados de aquel hombre atormentado:

- Imagino el infierno por el que estás pasando. Yo puedo ayudarte, pero tienes

que dejarte ayudar. Y eso depende de ti.

Nieves lo contemplaba con una suave sonrisa, una combinación entre pena y

comprensión, mientras le rozaba con dulzura las manos. Apolinar levantó sutilmente la

cabeza y la volteó en dirección hacia la mujer. Esbozó, también, una tímida sonrisa y

pronunció la primera palabra que brotaba de su boca en varios meses:

- Gracias.

- ¡Vaya! –Exclamó la psicóloga-. Hoy sí que hemos avanzado.

El hombre buscó los ojos de Nieves. Y se los encontró de frente, mirándolo a él,

unos ojos de color miel tan transparentes que pudo vislumbrar su alma. La de una mujer

buena y honesta. La de una joven a la que todavía no le habían roto el corazón. La de un

ser humano en quien él podía confiar.

- ¿Qué deseas hacer? –cuestiona Nieves, prolongando su sonrisa en los labios,

orgullosa de aquella inaugural palabra.

Apolinar retira la vista de la mujer y la detiene en el escritorio. Durante unos

segundos reside en trance, y, al poco, consulta:

- ¿Puedes enseñarme a pintar?

- ¿Quieres pintar? Estupendo, es una terapia maravillosa. Y sí, puedo darte

lecciones, es más, me encantaría orientarte.

El hombre se levanta de la cama y se dirige hacia el escritorio, abre el cajón y

retira unas fotografías de su interior, extendiéndolas sobre la mesa, colocándolas en una

fila. Cuatro, son de María Teresa, sólo de ella. La quinta, es de los dos: él está tumbado

en la hierba, boca arriba, y su esposa encima de él, separados los rostros por apenas

veinte centímetros. El brillo en los ojos de ambos revela que en el instante retratado de

la fotografía estaban muy enamorados.

- Quiero pintar estas imágenes, y no sobre un lienzo, me gustaría recrearlas en

las paredes de esta celda. ¿Es mucho pedir?

- Por supuesto que no –responde Nieves-. Hablaré con el director, no creo que

ponga impedimento alguno. Además, le pediré el material. Seguro que él puede

conseguirlo.

- Gracias –repitió Apolinar, de nuevo, esa preciosa palabra, mientras tornaba al

borde la cama.

Durante meses trabajaron los dos en el cometido de pintar las paredes del cuarto.

Nieves le explicaba las técnicas, la mezcla de los colores, los trucos, y él aprendía

rápido, muy rápido. Algunas veces, el hombre incluso sonreía. Hablar, muy poco, por

no decir nada. Aunque a medida que pasaba el tiempo y viendo los resultados de las

pinturas se le veía pizca más animado. Hasta que un día, llegado el tercer mes,

emprendió a platicar con naturalidad.

Les llevó más de cuatro meses rematar la obra. La quinta pintura, la que dejaron

para el final, fue la de la pareja, tendidos sobre el césped. Estaba rematada, cuando

Nieves le comenta:

- ¿No te parece que falta una chispa en los ojos, algo que le de ese brillo especial

que tienen los enamorados en la mirada?

- En eso estaba pensando, pero no se me ocurre nada al respecto.

- Observa, Polo. Un pequeña pincelada de color blanco y fíjate en el efecto.

Nieves alcanza un pincel fino y marca un diminuto circulillo blanco en cada ojo.

El resultado es sorprendente. Los dos se retiran de la pared para reparar mejor en el

resultado.

- ¡Fantástico! –Resuelve Apolinar-. Muchas gracias por todo esto. Ahora puedo

tener a María Teresa conmigo. Esta será una celda de amor, con ella llena. Me

acompañará cada día en esta condena a cadena perpetua.

- Cuando quieras empezar a hablar de ello, te escucharé. Por cierto, mañana me

voy de vacaciones un mes entero. Te echaré de menos.

- ¿A dónde te vas?

- Todavía no lo sé. Me voy con mi pareja, y es muy indecisa. Al final iremos

adónde a él le apetezca, como siempre.

- Yo también te echaré de menos.

- Un mes pasa pronto. A ver cómo te encuentro a la vuelta, creo que será el

momento idóneo para empezar a hablar.

- Buen viaje, Nieves. Qué os divirtáis.

- Hasta la vuelta, Polo. Pórtate bien –risas.

Nieves golpea con furia la puerta de su auto, luego de dejarlo estacionado en el

parking del centro penitenciario. Viene de su apartamento, acaba de discutir con su

pareja, y la cosa no pintó nada bien. Se han pasado el mes entero tirándose los trastos a

la cabeza.

Se dirige hacia la entrada del penal. En la puerta se halla Modesto Pérez, el

guarda jurado: un tipo grandullón, tanto a lo alto como a lo ancho. Modesto sigue el

recorrido de Nieves hasta que llega a su lado.

- ¿Qué tal de vacaciones, Nieves? –Pregunta el guarda- Estás mucho más guapa.

- Hola, Modesto. Gracias –responde la psicóloga-. Será por el bronceado.

- A ver cuando podemos salir a tomar una copa juntos.

Nieves se detiene, se gira hacia el guarda y le espeta en los moros:

- Cuando traigas a tu mujer, Modesto.

- ¡Joder! Nieves. No hace falta ser tan borde.

- Es verdad. Disculpa. No pretendía ser borde. Hoy no tengo un buen día.

- Será por el estrés de incorporarse al trabajo.

- No, no es por eso.

- En fin, pasa y busca al director. Me ha dejado recado de que en cuanto llegues

vayas a su despacho.

Mientras Nieves avanza por el pasillo, camino de la oficina del director, recibe

un mensaje en el móvil. Abre el bolso y retira el teléfono. Es de Dani, su pareja. Pulsa

sobre la pantalla y lee: “He terminado de preparar las maletas. Dejo la cocina recogida

y me marcho. Ya hablaremos otro día. Cuídate”. Nieves deja escapar un largo suspiro,

después, hunde los labios entre los dientes y devuelve el móvil al bolso.

Golpea dos veces en el despacho del director.

- Adelante –se escucha la voz de Pascual Cid, desde el interior.

- Buenos días, Pascual. Me ha dicho Modesto que querías verme –explica la

psicóloga, avanzando desde la puerta hacia una mesa oval dónde el director está

inmerso entre montañas de informes.

- Buenos días, Nieves. ¡Caramba! ¡Qué guapa estás!

- ¡Vaya! Es el segundo que me lo dice hoy, me lo voy a terminar creyendo. La

pena es que quien debería decirlo,… no lo dice.

- ¿Problemas personales?

- Sí,… personales. No vienen a cuento ahora. Una chorrada que se me ocurrió.

Pascual levanta las manos, extendiendo las palmas en clara actitud de que da por

cerrado ese tema. Luego, prosigue:

- Te mandé venir porque quiero que veas a Polo. Ha perdido por completo la

razón.

- ¿Ha hecho algo malo? ¿Ha intentado lesionarse? ¿Ha lastimado a alguien?

- No. Nada de eso. Incluso ahora toma las comidas con normalidad. Pero

prefiero que lo veas tú con tus propios ojos. Vamos hacia allá.

Entretanto la pareja camina en dirección a la celda de Apolinar Novoa, Nieves,

extrae de nuevo el móvil del bolso, vuelve a leer el mensaje y sitúa el índice sobre la

pantalla. Está a punto de contestar, pero decide no hacerlo, y guarda otra vez el móvil en

su lugar. Pascual, el director, la observa, frunce el ceño y sigue su paso.

En cuanto alcanzan el cuarto de Apolinar, Pascual, le indica a Nieves, con un

gesto de la mano, que acceda ella primero. Detrás, entra el director.

La escena que observan es peculiar: el recluso está tumbado en el suelo, delante

del cuadro donde están pintados los dos, en la misma posición y mirando hacia los ojos

de la mujer dibujada, María Teresa. Permanece ajeno a las dos personas que acaban de

irrumpir en la celda.

- Hola, Polo –dice, dulcemente, Nieves- ¿Va todo bien?

El hombre gira la cabeza hacia el sitio de donde proviene la voz.

- Hola –responde- Sí, muy bien. Gracias.

Luego devuelve la vista hacia su María Teresa.

Nieves avanza hacia él y se tumba a su costado.

- María Teresa está muy guapa –indica la psicóloga, señalando la mujer del

cuadro.

- Sí, está preciosa –matiza él.

- ¿Sabes quién soy, me recuerdas?

- No. ¿Debería saberlo? –responde el hombre, negando con un movimiento claro

de la cabeza.

- No, Polo. No es necesario. Dime… ¿Qué es lo último que recuerdas?

- Pues… Que María Teresa está embarazada. Vamos a tener una niña. Ella

quiere ponerle de nombre Emilia, pero la he convencido para que se llame Teresa, como

ella y la abuela.

- ¡Joder! ¡Joder! –exclama el director- Se le ha ido la pinza por completo.

Nieves le dirige un gesto brusco con la mano a Pascual para que no hable.

- ¿No recuerdas nada más, algo chocante, algo que no encaje?

Apolinar niega con la cabeza y con una mueca en los labios, extrañándole

aquella pregunta.

- Entonces es que todo está bien, Polo –dice la psicóloga, con los ojos brillando,

a punto de soltar unas lágrimas- Por cierto, mi nombre es Nieves. Me gustaría venir a

visitaros, a ti y a María Teresa, de vez en cuando.

- Claro, cuando quieras. Podrías echarnos una mano con los preparativos para

cuando nazca la niña.

- Por supuesto, será un placer para mí.

Nieves apresa el rostro de aquel buen hombre con las manos. El tormento por fin

había cesado. Sus ojos, los ojos de Apolinar Novoa, son los ojos de un hombre

enamorado. El amor y la locura lo habían curado. Lo besa en la frente y luego hace lo

propio con María Teresa. Se incorpora haciéndole una seña al director para abandonar la

celda. Una vez fuera, el director, preocupado, le comenta:

- ¿Qué podemos hacer? Está completamente loco.

- Nada, Pascual. Está bien así. Hay que dejarlo tal como está.

- Pero no es la realidad.

- No la necesita. Necesitaba olvidar el asesinato y lo ha logrado. Ahora vivirá

una vida imaginaria justo antes de que todo se volviera del revés. ¿Qué no es real? Para

nosotros, no; pero para él, sí lo será. Una vida nueva, en una celda de amor con ella

llena.

- Tendré que hacerme a la idea. Espero que lo vigiles de vez en cuando. En fin,

debo irme. Tengo mucho trabajo hoy. Lo dejo en tus manos.

Nieves, todavía emocionada, le dirige un guiño de despedida al director, luego,

se vuelve hacia su despacho.

Una vez dentro, sitúa el bolso encima de una mesa de madera, asaz rayada y con

una esquina carcomida, seguramente por algún bichejo raro. Retira el móvil y lo

enciende, dejándolo apoyado sobre la tabla. Lee el mensaje, una, dos, tres,… diez veces.

Apaga el móvil. Se levanta y se dirige hacia la ventana. La abre y deja que entre el aire.

Respira, respira profundamente, una, dos, tres,… diez veces.

Vuelve hacia la mesa y enciende otra vez el móvil, sus dedos tiemblan, y le

obliga a repetir dos veces el código secreto. Al cabo, está encendido, abre la agenda y

busca a Dani. Pulsa. Ve su fotografía en la pantalla. Se lleva la mano a la boca y cierra

los ojos. Pasan algunos segundos, quizá quince o veinte. Entonces, marca.

- Hola, Nieves –dice una voz varonil, desde el otro lado del teléfono- ¿Pasa

algo?

- Sí. Quiero que te quedes. Por favor, deshaz las maletas y a mi vuelta hablamos.

¿Vale?

- ¡Uf! –suena la voz del otro lado, soltando un largo suspiro- De acuerdo, te

espero, cielo. Hablamos. Te quiero.

- Te quiero.