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Un viaje por el sur Texto y fotografía: Patricio Dibujos: Cota

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Un viaje por el sur

Texto y fotografía: Patricio

Dibujos: Cota

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PREFACIO

El presente libro es el diario gráfico y escrito de un viaje, en compañía

de Cota, en el que me propuse visitar lugares que no son los habituales de

los circuitos turísticos al uso y, además, hacerlo evitando autovías y

carreteras de la red principal. Para provocarle un poco de suspense a Cota,

pues ella no tenía ni idea de a dónde íbamos e incluso yo hice parte de su

equipaje para evitar matar la sorpresa, ella debía abrir unos sobrecitos cada

mañana y cada tarde con el nombre del destino que había que escribir en el

navegador del coche.

El viaje discurrió por las provincias de Albacete, Murcia, Granada, Jaén,

Córdoba y Ciudad Real, y el momento escogido fue la semana de Pascua, que

ese año coincidió con la semana previa a las elecciones generales,

autonómicas y municipales de abril de 2019.

Itinerario

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Lunes 22 de abril

Tras una Semana Santa de nubes continuas y lluvia y, por tanto, con

muchas ganas de disfrutar del tan promocionado sol del sur de España,

salimos por fin de viaje. Poco a poco vamos dejando atrás la costa y las nubes

y, al llegar a nuestro primer destino, Minateda, el sol por fin se abre paso

entre las nubes, aunque tímidamente y por poco rato, pero igualmente nos

alegra el ánimo.

Minateda es un lugar estratégicamente situado que todas las

civilizaciones han escogido en algún momento. Desde allí el poder establecido

ha controlado durante siglos el tránsito de personas y mercancías entre

Cartagena y las ciudades de la meseta que en cada momento han sido

importantes. Hoy en día, su valor para el tránsito aún se mantiene, pues por

ahí pasan la autovía A-30 y el ferrocarril que unen Cartagena y Murcia con

Madrid.

En los cerros detrás de Minateda existen varios abrigos con pinturas

prehistóricas que representan escenas de caza y lucha de hace entre 8000 y

3000 años, pertenecientes al arte rupestre levantino. Entre ellos destaca el

Abrigo Grande y, dentro de él, sobresalen por su singularidad las figuras de

una madre y un niño cogidos de la mano y que pretendemos ver. En dirección

opuesta, a escaso kilómetro y medio en medio del valle, hay un promontorio

calizo, el Tolmo, en el que se han hallado restos arqueológicos de todas las

civilizaciones que han habitado la península ibérica. Esos restos son la base

del actual centro de interpretación que gestiona la Junta de Comunidades de

Castilla-La Mancha.

Conforme avanzamos con el coche por las calles de Minateda, no

vemos ni un alma ni tampoco carteles que anuncien el yacimiento de El Tolmo

o el Abrigo Grande, hasta que delante de la iglesia vemos a una anciana

hablando con alguien que está dentro de un coche. Aparcamos y me acerco

a ella con la intención de preguntarle cómo podemos llegar al Tolmo.

Momento que aprovecha el que está en el coche para despedirse de ella y

dejarnos solos. La señora se muestra más que dispuesta a explicarme cómo

llegar y, si no la paro, estoy convencido que me lleva andando hasta allí. Me

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coge del brazo y echa a andar mientras me va dando las indicaciones para

llegar al Tolmo y al Abrigo Grande. Me advierte que «a las pinturas rupestres

no pueden subir mujeres, porque es muy mal camino y las chicas no pueden

abrir tanto las piernas». De repente, se para y, señalando la punta más alta

del Tolmo, me dice bajando la voz, como si tuviera miedo que otros la

escucharan, que esta noche pasada, de madrugada, ha visto de nuevo una

luz allí. Luz que lleva viéndola desde hace un año, y que son hombres que

están robándolo todo. Un poco descolocado por la confesión, me

desembarazo como puedo de ella dándole las gracias por su amabilidad.

De nuevo en el coche, y ya encontrado el camino que conduce al centro

de interpretación, nos salen al paso multitud de conejos, los cuales han

minado todo el terreno que nos separa del Tolmo con sus madrigueras. El

centro de interpretación está poco concurrido a esa hora, once de la mañana,

y eso que hoy, lunes de Pascua, es festivo en Valencia, Murcia y Castilla-La

Mancha. La persona que nos atiende nos da la información que necesitamos

y nos invita a ver un video y a visitar el museo. Este último es modesto y se

ve en un plis plas. Entre los distintos paneles y vitrinas sólo encontramos

cuatro piezas históricas, de las que dos de ellas, además, son réplicas.

En el video nos explican que en el Tolmo se han hallado restos de

poblamiento de la edad del bronce, de los íberos, romanos, visigodos, árabes

y cristianos. La importancia estratégica del lugar queda subrayada por el

hecho de que el primer emperador romano, Augusto, viniera hasta aquí a

inaugurar un monumento. En aquella ocasión se trataba de un muro de

sillería con su nombre y que estaba situado a la entrada a la población. Parece

que no se puede descartar tampoco que en la decisión de venir el emperador

hasta aquí pudo influir también la familia. Augusto era tío de la mujer del

poderoso gobernador de la provincia, el cual, a su vez era apoyo necesario

para mantenerse Augusto en el poder. En fin, en palabras de la abuela de

Cota, «De Eva a Teodora la raza no mejora». Con el tiempo, además,

gobernador y señora, quien lo diría, serían abuelos de Nerón.

Tras la caída del imperio romano, la ciudad se convirtió en ciudad

visigoda con basílica cristiana incluida. En el año 713, Teodomiro, el caudillo

visigodo del momento, pactó con Abd al-Aziz ibn Musa cederle el control de

Minateda y las actuales ciudades de Orihuela, Mula, Lorca, Alicante, Elche y

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Villena a cambio de la salvaguarda de sus propiedades y de ejercer el

gobierno en el territorio. A partir de ese momento El Tolmo perdió importancia

estratégica y se trasladó a un lado del valle, pasando a llamarse Madīnat

Iyyuh, nombre del que procede Minateda, y que desde el siglo XIII ha

albergado casi sin interrupción una venta para acoger a los viajeros, de la

que hoy solo quedan ruinas.

Sin pena ni gloria fueron pasando los siglos hasta que la guerra de

secesión norteamericana le devolvió inesperadamente valor a la zona. La fibra

de esparto se convirtió de repente en materia prima para las fábricas

europeas de papel como sustituto del algodón que no podían recibir de las

plantaciones de los estados Confederados debido al bloqueo naval impuesto

por los estados de la Unión. Al calor de esta demanda, en el Tolmo se

instalaron varias familias de recolectores de esparto que construyeron sus

viviendas encajadas debajo del resalte rocoso, usando la propia roca como

una protección más de la vivienda e incluso, a veces, haciendo directamente

la función de techo. Las casas están hoy en ruinas, pero una de ellas me llama

la atención por el color azul de la cal con que pintaron la roca que hacía de

techo. Me acerco a tomar unas fotos cuando, de repente, sale volando un

enorme búho real de las rocas y se aleja rápidamente. Es asombroso que

haya podido verlo pero no oírlo, ni siquiera cuando pasa a escasos dos metros

por encima de mí. Ni el batir de las alas, ni un susurro, ni un grito de alarma,

nada. Imagino que debe tener el nido allí y doy media vuelta. Mientras me

alejo, imagino que su presencia aquí, en una zona con tanto tráfico de coches,

trenes y personas, se debe a la tremenda cantidad de conejos que hemos

visto y que suponen su principal fuente de alimentación.

Subimos por el recorrido señalizado hasta llegar a la parte más alta del

Tolmo. Nos llaman la atención no tanto las ruinas que vamos viendo, sino el

propio cerro donde se asientan. Aparecen en lo alto, desafiantes, unos

voladizos espectaculares formados por la diferencia de erosión entre la roca

arenisca muy blanca, que se ha perdido en gran parte y las rocas calizas más

ocres y cubiertas de líquenes negruzcos, más resistentes. Entre las rocas

vemos volar varias parejas de chovas mientras gritan su característico

«quíak», lo que le confieren un aire entre fiero y misterioso.

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Dejamos el Tolmo y nos encaminamos al Abrigo Grande. Cota sube sin

mucho problema, aunque sea sólo para contradecir a la anciana; pero es

cierto que tenemos que ir con cuidado los dos pues hay muchos pasos de

roca viva mojados por la lluvia. Mientras subimos, el sol ha desaparecido

detrás de las nubes y sopla un viento frío incómodo que nos hace compadecer

a los habitantes que vivieron allí entonces. El abrigo consta de un panel de

más de diez metros lineales de roca que está lleno de figuras de animales, de

guerreros y cazadores formando un impresionante fresco. Mientras buscamos

las figuras de la mujer y el niño cogidos de la mano, nos llama la atención la

figura de una persona literalmente asaetada con un montón de flechas. A

pesar de que las pinturas están restauradas hace poco y se ven mejor que

otras muchas que hemos visitado, no nos quitamos la sensación de que las

pinturas rupestres al natural nunca se ven como en los libros y las fotos. Es

lo que tiene tantos años de echarles agua para verlas mejor.

Volvemos al coche y tomamos una carretera local que pasa por la aldea

de La Horca, otra pedanía de Hellín, como Minateda. El nombre de la aldea

tiene que ver con que aquí se ajusticiaba a los reos condenados en Agramón,

población que está un poco más adelante en la misma carretera y que antaño

era independiente de Hellín y tenía justicia propia. Agramón es grande, casi

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setecientos habitantes y paramos en el único restaurante abierto. Escogemos

ensalada y chuletas que comemos sin pena ni gloria. Tras tomar el café,

damos un paseo por el parque que hay al lado de la Casa de la Cultura. Desde

lejos vemos que está lleno de lo que suponemos juegos infantiles. Al

acercarnos, vemos que no es así. A los juegos infantiles, sólo un tobogán y

un columpio, les ganan por goleada los ingenios dedicados a ejercicios para

los mayores. No hace falta ser un estudioso del despoblamiento rural para

entender quién va quedando en estos pueblos del interior. Indudablemente,

“The times, they are changing”.

Seguimos nuestra ruta en dirección a Las Minas, otra pedanía de Hellín.

La carretera transcurre por lomas cubiertas de espartales sin fin que están

cargados de espigas, igual que ocurre este año en Valencia y Alicante. En un

recodo de la carretera, de repente, el paisaje a nuestra derecha se desgarra

con un remedo de urbanización. Son decenas de chalets, unos son sólo un

esqueleto de columnas, otros están a medio construir y otros están acabados,

pero nadie los ha habitado nunca porque la crisis, que no el sentido común o

el cumplimiento de las normas, paralizó su construcción. Horrendo. Nos

preguntamos cómo puede haber gente con tan poca sensibilidad hacia el

paisaje, al tiempo que nos sentimos avergonzados de esta cultura del

pelotazo que nos hermana a valencianos y murcianos.

Un poco más adelante cogemos el desvío a la izquierda que baja a la

presa de Camarillas a buscar el estrecho de Almadenes, una angosta garganta

por el que el Río Mundo sale a unirse al Río Segura y del que he leído alguna

referencia en internet. Durante todo este tiempo no hemos visto a nadie en

la carretera y tampoco vemos a nadie en el embalse. El camino que baja a la

presa es malo y está todo lleno de carteles que advierten de peligro y

prohíben acceder a las instalaciones, pero ninguno que anuncie el estrecho

que buscamos. Dejamos el coche en un ensanche de la carretera al lado de

la presa y seguimos andando. Nos adentramos en un túnel y empezamos a

oír un ruido atronador. Es el agua que se precipita por el aliviadero del

embalse hacia un estrecho a nuestra derecha al que desde allí es del todo

imposible acceder y que suponemos que es el que estamos buscando. El

estrecho allí no tendrá más de quince metros de ancho y las paredes casi

verticales deben llegar hasta más de sesenta metros por encima de nosotros.

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Andamos un poco más adelante por si hay alguna otra entrada o algún cartel

indicador, y tras atravesar otro túnel nos damos cuenta de que por ahí no

podemos acceder de ninguna manera al estrecho y decidimos volver al coche.

De vuelta por los túneles reparamos en los nidos de golondrina que

apelotonados se adosan a las placas de plástico que encierran los tubos de

neón –apagados- del túnel. La mayoría de los nidos se apelotonan cerca de

las entradas del túnel, donde ya no cabe ni uno nido más, y conforme nos

adentramos en la oscuridad, los nidos se van haciendo cada vez más escasos.

Nos hacen pensar que los motivos que estructuran nuestros pueblos y

ciudades no se diferencian mucho de los que determinan el de las colonias de

golondrinas.

Volvemos a la carretera para intentar entrar al estrecho desde el lado

opuesto. Atravesamos los yesares de Hellín y dejamos a nuestra derecha Las

Minas, nombre que toma de las explotaciones de azufre a partir de esos yesos

y que datan desde el tiempo de los romanos. Seguimos carretera adelante

por la ribera del río Segura hasta que ésta acaba en una estación de tren

abandonada. Allí vemos el río Mundo venir desde la dirección en la que está

el pantano, pero tampoco hay ningún cartel que informe de la existencia del

estrecho, así que empiezo a sospechar que me he equivocado del todo.

Volvemos hacia las Minas cuando por fin vemos a alguien a quien preguntar.

«En diez minutos están Uds. allí, vuelvan hacia la estación y tomen la pista

que sale a la izquierda y síganla hacia adelante», nos dicen. Interpretamos

que los diez minutos a los que se refieren son andando, así que a los dos

minutos de conducir y viendo que la pista es puro barro, aparcamos el coche

y seguimos caminando.

Conforme avanzamos, a nuestra derecha aparecen campos de arroz

entre el río y nuestro camino. Aquí el arroz se planta en bancales como en

Asia y estamos rodeados de montañas apenas cubiertas por unos pocos

espartos y algún bosquete de pino carrasco. Choca mucho ver arrozales allí

a quien sólo los ha visto en las llanuras litorales. A nuestra izquierda, y a lo

largo de toda la pista, vamos siguiendo el terraplén que el río ha excavado

en la ladera de la montaña. El corte expone los sedimentos que se

acumularon en un gran lago interior hace más de 5 millones de años. Se

aprecian distintos estratos de arena blanca unos encima de otros y todos

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horizontales, excepto en un punto de unos quince metros de largo en el que

aparecen dislocados en forma de uve. En ese punto, un antiguo barranco que

desembocaba en el lago excavó los sedimentos que ya se habían acumulado

y posteriormente, el barranco se colmató con sedimentos del mismo color y

naturaleza pero formando un ángulo agudo.

Un poco más adelante nos toca vadear varios charcos y cruzamos las

instalaciones de una central hidroeléctrica. Seguimos el camino pegados a la

acequia que alimentaba la central y por fin llegamos a un cartel que indica

que sí, que estamos en el cañón de Almadenes ¡Por fin! El cartel explica que

el cañón es el cauce natural del río Mundo, pero que los niveles del agua se

regulan con el desagüe del embalse para producir electricidad. Seguimos la

acequia y dejamos a la izquierda varios túneles hasta que entramos en el

estrecho. Impresiona su estrechez y sus paredes tan verticales, como si

estuvieran esculpidas. Hay un caminito de cemento que se adentra por el

estrecho en dirección al embalse. Recuerda el Caminito del Rey, en Málaga,

antes de que lo arreglaran. Está en tan malas condiciones que lo seguimos

hasta donde la prudencia nos aconseja no seguir más, y nos hacemos unas

fotos. Ya de vuelta, nos cruzamos con otros visitantes que, esta vez nos

preguntan a nosotros por el Estrecho de Almadenes. Ya en el coche, el sol

empieza a lucir de nuevo con fuerza y el cielo se limpia de nubes.

Ponemos nuestro próximo destino en el navegador, Cehegín, y éste

nos adentra en la Región de Murcia por carreteras muy estrechas de montaña

entre más espartales. A nuestra derecha, y como telón de fondo aparece,

inmensa, la Sierra de los Donceles; un murallón rocoso sin casi vegetación

cuyo aspecto desértico es resaltado aún más por la luz del sol a esta hora de

la tarde. Descendemos por la carreterita hacia el valle, y nos sorprende ver

que éste está lleno de enormes campos de lechugas que son regadas por

goteo rodeados de monte. Nos sorprende aún más ver que entre campos y

monte no median muros o caminos, sino que se pasa directamente de las

lechugas a los espartos y romeros. Nos preguntamos por el agua necesaria

para estos campos, pues en todo el camino no hemos visto pozos. Quizá se

explique por la proximidad al embalse de El Cenajo, lugar en el que el agua

trasvasada desde el río Tajo llega al río Segura. La carreterita sube ahora por

nuevas lomas y al otro lado asoman campos de olivos también regados por

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goteo. Y así vamos alternando hasta cruzar un lugarejo llamado El Chopillo,

donde al fin desembocamos en una carretera ancha que nos lleva a

Calasparra.

Circunvalamos Calasparra y de allí continuamos hasta Cehegín. A

derecha e izquierda vamos pasando numerosas canteras en lo alto de las

montañas. Impresionan sus grandes paredes por su tamaño y lo lisas y

brillantes que quedan después de cortar el mármol, como si lo hubieran hecho

con un cuchillo gigantesco. En algún momento, la luz oblicua del sol sobre las

rocas cortadas nos hace pensar en maquetas enormes de ciudades futuristas.

Llegamos a Cehegín, donde vamos a pasar la noche. Es un pueblo que

conserva su trazado medieval casi intacto, aunque no las murallas de antaño,

y en el que los abundantes palacios en su parte alta nos hablan de un pasado

de mayor esplendor. Muchos de los palacios se han reconvertido con el tiempo

para otros menesteres, pero otros, como la Casa de La Piedad, hospital de

los más necesitados, siguen funcionando para el fin que se diseñaron.

Cehegín llegó a contar en el siglo XIX con varias factorías de alpargatería que

utilizaban el cáñamo que se cultivaba en las vegas y el esparto de sus montes,

y que impulsó su crecimiento demográfico.

Llamamos a un teléfono para pedir que nos atiendan en el hotel que

hemos reservado. Éste está ubicado en una casa-palacio del siglo XVIII,

abigarrada de muebles y cachivaches antiguos alternando con carteles del

MoMA y láminas de Miró y otros artistas modernos. La cama, acorde con la

decoración antigua, es de las que cuesta subir y que hay que bajar con

cuidado de no caerse. Más que un hotel al uso, se trata de una serie de

apartamentos que comparten estancias comunes, como el salón contiguo a

nuestra habitación y que aprovecharemos esa noche para escribir y pintar.

Dejamos el equipaje en la habitación sin abrirlo porque queremos dar

una vuelta por el pueblo antes de que se haga de noche. Subimos al punto

más alto, la plaza de la iglesia, y disfrutamos de la vista de Cehegín y los

alrededores a la luz del atardecer. En la puerta de la iglesia hay un cartel que

habla de un personaje del siglo XVI importante para Cehegín, Don Martín de

Ambel y Bernad, el cual es recordado porque escribió la primera historia

escrita de la ciudad. Pero lo que realmente lo hace interesante es que fue

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historiador por accidente. Resulta que el tal Martín mató en un duelo de honor

al Alférez Mayor de la villa estando los duelos prohibidos. Ante el desenlace

del duelo corrió a pedir asilo y refugio en suelo sagrado en lo que entonces

era una ermita, la ermita de la Concepción. Era algo así como cuando de

niños tocábamos “mare” en el juego de la tula. Martín ya nunca salió de allí

por miedo a ser juzgado y condenado. Así que, para matar también el tiempo,

se entretuvo documentándose y acabó escribiendo un libro titulado

“Antigüedades de la villa de Cehegín”.

Paseamos por calles secundarias casi desiertas entre casas viejas, unas

a punto de caerse, otras aún vividas con ropa colgando. En una de ellas, la

ropa cuelga alrededor de una imagen religiosa; en otra, asoman dos preciosos

tajines de porcelana en lo que parece la ventana de una despensa.

Recorremos El Coso, un original proyecto arquitectónico que ha ganado varios

premios. Combina un edificio moderno con islas de vegetación a modo de

jardines que suben escalando la ladera hasta la plaza del Castillo. Todo el

conjunto está atravesado por caminos, unos de escalera y otros adaptados,

entre pequeñas balsas en las que se reciclan aguas residuales que, hoy al

menos, no huelen. Ya en la plaza del Castillo, mientras admiramos la fachada

del palacio de los Fajardo coincidimos con la llegada de un coche de Unidas-

Podemos con altavoz voceando propaganda electoral. Un ceheginero ya en

sus setenta, con voz lo suficientemente alta como para reafirmar ante los

demás la autoridad de su postura, comenta a su paso «Estos se van a ir a la

porra. No van a sacar ningún voto». No acertó.

Encontramos el único bar abierto hoy lunes de Pascua en esta parte

del pueblo, y claro, a estas horas está lleno de parroquianos. Por doce euros

entre los dos, nos quedamos más que satisfechos con las tapas que nos

zampamos y las claras que nos bebemos. De vuelta al hotel, ya noche

cerrada, pasamos un buen rato intentando localizar el único edificio histórico

que nos queda por ver en Cehegín, la sinagoga o supuesta sinagoga. No

conseguimos orientarnos ni descifrar el plano que nos han dado y, al final, la

encontramos escondida en un rincón detrás de la Casa de La Piedad. Para

verla tenemos que usar la linterna del móvil pues no hay siquiera una farola

cercana. El aspecto que tiene nos hace pensar que, si nadie lo remedia,

pronto pasará a ser parte del pasado.

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Martes 23 de abril

Nos levantamos después de una noche sudando bajo el nórdico, y eso

que quitamos la calefacción. En los hoteles que ponen mantas y colcha en la

cama, nos resulta fácil encontrar la combinación que se adecua a nuestra

temperatura de dormir, pero cuando lo que hay es un nórdico, no hay

combinación posible, es todo o nada y la noche pasada habíamos decidido

todo, y así nos ha ido.

Ayer tuvimos que negociar con la encargada de recepción que nos

sirviera el desayuno a las ocho en vez de a las nueve y media, que es la hora

oficial del hotel. Y cuando bajamos esta mañana al comedor ya teníamos el

desayuno dispuesto. Nos lo sirve la misma chica de ayer que hizo el “check-

in”, pero esta vez vestida como las camareras de antaño, a excepción de la

cofia, menos mal, haciendo juego con los muebles de la sala y con la vajilla

y la tetera que tenemos dispuestas en la mesa. El desayuno está muy bien,

es abundante e incluye unos fresones bien ricos. En la sala donde

desayunamos hay portarretratos por todas partes con fotos de gente diversa

y una misma señora como denominador común. Mientras pagamos a la chica,

ahora mudada de nuevo en recepcionista, le preguntamos por la señora de

las fotografías. Nos dice que se trata de la dueña, como suponíamos, y que

actualmente es profesora de la Universidad de Murcia y candidata del PSOE

al gobierno regional en las elecciones de mayo. Nos cuenta también que la

señora vivió unos años en New York, de ahí las muestras de arte moderno, y

que a su vuelta a España se enamoró perdidamente de Cehegín y acabó

comprando la casa que alberga el hotel. Primero la usó como residencia

eventual y sede de fiestas y jolgorios varios, de ahí la mayoría de las fotos,

pero con los años la transformó en negocio que, a tenor del precio que cobra,

y vistos los gastos en decoración y empleados, debe reportarle pingües

beneficios.

Subimos al coche y Cota abre el siguiente sobre y escribe el próximo

destino en el navegador. Éste no lo reconoce, se ve que no consta en su base

de datos, así que probamos con el siguiente nombre que aparece en la lista.

Esta vez el navegador sí que lo reconoce. Circunvalamos Caravaca de la Cruz

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y pasamos La Almudema y Los Royos, dos pedanías de Caravaca, mientras

la carretera sube sin descanso al altiplano que comparten las provincias de

Murcia, Almería y Granada. Vamos ahora entre suaves lomas llenas de

espartos y algún cortijo abandonado rodeado de campos de secano. Cuando

el valle se ensancha vemos que los campos aquí también los están

transformando en regadío, como los que veíamos ayer. La diferencia hoy es

que ya eran campos de secano antes, con sus muretes y divisorias. Hay

cientos de miles de brócolis y lechugas plantados donde antes debía haber

cereal o viñas, y hay otros tantos campos ya preparados con sus goteros

esperando a ser plantados. Descontado el arado inicial con tractor, el resto

de las faenas las hacen a mano numerosas cuadrillas que vemos repartidas

por los campos, unas plantando y otras recolectando. Esa noche buscamos

en internet información sobre lo que estamos viendo y leemos en La Verdad

de Murcia de abril de 2018 que la Agrupación de Comunidades de Regantes

de Caravaca denunciaba la disminución de los caudales de agua disponibles

para el regadío tradicional y le echaban la culpa a la conversión en regadío

de miles de hectáreas de secano fuera del control de las autoridades. No

sabemos si se trata de los campos que hemos visto, pero si la Confederación

Hidrográfica del Segura a la que interpelaban los regantes de la noticia, no

toma cartas en el asunto, entre unos y otros acabarán matando su particular

gallina de los huevos de oro.

La carretera sube entre curvas y nos anuncia que entramos en la

comarca de los Vélez, provincia de Almería. Aquí arriba ya hace demasiado

frío para que las hortalizas sean rentables y los campos son de almendro, que

a su vez sustituyeron al cereal del que vemos aún algún campo disperso. Al

pie de la Sierra de la Zarza los campos están cubiertos por una alfombra de

piedras que hace increíble pensar que puedan ser arados. Estas piedras son

lo que resta tras el arrastre por la lluvia de la tierra fina que mezclada con

las piedras se había acumulado al pie de la sierra tras miles de años de

erosión. Pero esta alfombra tiene sus ventajas ahora, pues protegen el suelo

que hay debajo de la evaporación por la radiación solar y de la erosión

permitiendo que los almendros crezcan bien y produzcan.

Antes de llegar a Topares, Cota me señala dos grandes aves volando

en el cielo, casi en la cumbre de la sierra, que nos parecen águilas. Paramos

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en el arcén y salgo con los prismáticos para intentar identificarlas, pero antes

de poder hacerlo desaparecen del campo visual y nos quedamos con las ganas

de saberlo. Es una especie de maldición. Cuando salgo al campo con

prismáticos con el ánimo de observar animales, me salen pocos al paso, y los

que hay parece que “se escondan”; pero como salga sin prismáticos,

aparecen a montones. Hace un viento frío y se ha vuelto a nublar, así que

desistimos de esperar a verlas reaparecer y volvemos al coche. Seguimos

carretera adelante hasta Cañadas de Cañepla, nuestro siguiente destino.

Cerca de Cañadas de Cañepla situaron romanos y árabes el nacimiento

del río Guadalquivir, en vez de en la vecina Sierra de Cazorla como dicen

actualmente las fuentes oficiales. El cambio en su “partida de nacimiento”

hay que buscarlo en motivaciones políticas. En el siglo XIII, el rey Fernando

III el Santo estaba empeñado en lograr el control del valle del Guadalquivir,

lo que le daría estatura política suficiente para reforzar su papel de líder entre

los demás reinos cristianos. La Sierra de Cazorla era entonces tierra de

frontera entre musulmanes y cristianos, lo que se conocía como un

Adelantamiento. En 1243, el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada,

representante del rey en ese territorio y que recibía el título de Adelantado

de Cazorla, controlaba gran parte de la sierra que englobaba el lugar donde

actualmente situamos el nacimiento del río Guadalquivir. Sin embargo, éste

no tenía ningún control sobre la tierra situada más al sur, donde está Cañadas

de Cañepla, que estaba en manos del Sultán de Granada. Así que, para ganar

méritos ante el rey, el Adelantado le mandó una crónica, los medios de

comunicación de la época, en la que hacía constar que gracias a sus

conquistas los cristianos habían logrado tener completo control sobre el río

Guadalquivir, incluso de su nacimiento. Para ello, en la crónica se indicaba

convenientemente que el río Guadalquivir nacía en la Sierra de Cazorla.

Vamos un “fake-new”, que el rey, como buen político, utilizó en su provecho.

El altiplano aquí es extenso y hermoso. Hasta donde llega la vista,

verdes campos de cereal alternan con barbechos ocres y, ambos, alternan

con espartales y con monte de encinas entre las que pastan rebaños de oveja.

Rodeándolo todo, destacan sierras de color indefinido por la distancia. De vez

en cuando aparecen construcciones aisladas, muchas ya en ruinas y, de tarde

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en tarde, nos cruzamos con algún coche y con un camión que reparte pienso

por las granjas.

Paramos a contemplar un aljibe en medio de un gran prado verde en

el que pastan algunas ovejas y que nos recuerda a otros aljibes que hemos

visto en el Cabo de Gata y en el Atlas marroquí. Está pintado con cal y tiene

un gran bebedero para el ganado.

Nos detenemos a tomar un café en Cañadas de Cañepla, y al entrar en

la población, nos encontramos una cuadrilla muy peculiar arreglando las

aceras del pueblo. Todas las personas que componen la cuadrilla, menos una,

son mujeres, y él y ellas rebasan ya los cincuenta años. Una de las mujeres

de la cuadrilla está lanzando dentro de la hormigonera paladas de tierra que

coge de un montón a una velocidad y con una puntería que ya quisiéramos

muchos. Otras reparten ladrillos, echan el cemento y rejuntan las losas,

mientras el hombre de la cuadrilla hace las mismas tareas que ellas. Para

estar en un pueblo de la España rural en la que ni hay industria ni turismo,

nos parece muy moderno. Pero nuestra alegría por la modernidad pronto se

desvanece. En el primer bar que encontramos, y que está cerrado, hay un

águila real joven con una pata amarrada con un alambre al tronco de un árbol

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a la vista de todos. Luego me entero que la ley de caza en Andalucía no

permite tener águilas reales y otras rapaces en cautividad ni criarlas para

cetrería, así que lo que vemos es claramente ilegal, aunque parece que aquí

a nadie le parece mal.

Tras tomar café en otro bar, seguimos camino hacia al sur por una

carreterita estrecha que empieza a descender. La presencia de pinos y

romeros nos anuncian que el clima se va suavizando. Al fondo se adivina la

Sierra de María, al principio sólo un contorno bajo el cielo gris, pero conforme

avanzamos, el contorno se hace cada vez más evidente y va desvelando

laderas y cimas. Cuando llegamos a los pies de la sierra, ésta se nos antoja

un murallón infranqueable. Nos da la sensación de estar ante una naturaleza

salvaje, indomable. Sus cumbres blancas contrastan con el bosque oscuro de

sus larguísimas laderas. Parece como si estuviesen nevadas y que la nieve

nos marcase el límite natural del bosque. Pero no es así, la Sierra de María

apenas alcanza 2000 metros de altitud sobre el nivel del mar y en la vecina

Sierra Nevada hay bosques todavía a 2400 metros. Lo que nos parece nieve

es la roca caliza, que es muy blanca allí, y la falta de vegetación es la

consecuencia de la elevadísima pendiente de las laderas que impide que se

acumule el suelo suficiente para que pinos y carrascas puedan medrar. Sólo

más abajo, donde la acumulación de los sedimentos es posible, es donde

aparecen los bosques.

Pasamos lloviendo por Orce, sin tiempo para visitar el Centro de

Interpretación de los Primeros Pobladores de Europa Josep Gibert, un museo

sobre restos prehistóricos hallados en la zona, como era nuestra intención.

Otra vez será. El paleontólogo de quien toma el nombre ese centro desató

una tremenda polémica mediático-científica en los años 80 del pasado siglo

al proponer que un trozo de hueso de 1.5 millones de años de antigüedad e

incrustado en una roca encontrada aquí, correspondía a parte del cráneo de

un niño de cinco años. En vez de someter los datos a evaluación por parte de

la comunidad científica antes de hacer pública la noticia, como debería, la

anunció a los medios de comunicación sin haber sacado siquiera el fósil de la

roca. La prisa le venía porque en aquella década existía una pugna por ver

qué país situaba al “hombre europeo” más antiguo en suelo patrio y en aquel

momento iban ganando los ingleses. Así, El País tituló la noticia como “Los

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hijos de Adán eran andaluces” e inmediatamente se hicieron eco otros medios

de comunicación españoles y extranjeros. Meses después, unos científicos

franceses a los que el mismo Gibert había pedido que autentificaran su fósil,

consiguieron desprenderlo de la roca y, al limpiarlo, encontraron que la parte

cóncava albergaba un rasgo que negaba su naturaleza humana. Propusieron

que se trataba de un resto de cráneo de una hembra joven del género Equus,

que es el grupo de animales al que pertenecen los caballos, burros y cebras.

La prensa se alineó en dos bandos y para humillar más aún si cabe a Gibert,

el bando dedicado a desacreditarlo escogió decir que eran los restos de un

burro. Ya podría haber dicho caballo o cebra, pero no. Gibert falleció en

octubre de 2007 sin ver reconocido su descubrimiento, aunque

recientemente, en ese yacimiento y varios más de la zona se ha encontrado

un molar inequívocamente humano de la misma antiguedad que el “niño” o

“burro” junto a utensilios y restos de actividad humana.

Orce, como otros muchos pueblos de la Hoya de Guadix-Baza, se

caracteriza porque parte de sus viviendas, muchas de ellas aún en uso, están

excavadas en la tierra y suponen un atractivo turístico. Algunas de ellas

incluso se alquilan como casa rural.

Empieza a llover con más fuerza mientras nos dirigimos hacia Baza,

también un importante nudo de comunicaciones en la antigüedad. La vía

Heraclea, calzada romana que comunicaba Cartagena con Antequera pasa

por aquí, y coincide bastante con el trazado de la actual autovía A-92. Al ser

cabeza de partido judicial, Baza concentra los servicios comarcales y por ello

aún mantiene una población elevada, 20000 habitantes. Sin embargo, la

huella de la despoblación también empieza a notarse aquí. Sin ser tan aguda

como en el resto de la comarca, la pérdida de población desde el año 2001

es continua y lo podemos constatar en las innumerables casas del centro y

también de barrios periféricos que permanecen cerradas o están en venta.

Aparcamos y nos dirigimos bajo la lluvia a la oficina de turismo. Ésta

ocupa el mismo edificio que el museo arqueológico, cerca de la Plaza Mayor,

lo que aprovechamos para visitarlo y ver a la dama de Baza. No es más que

una réplica, pues el original está en el Museo Arqueológico Nacional de

Madrid, pero resulta igualmente impresionante. No es un busto como en el

caso de la dama de Elche, sino que es el cuerpo entero de una dama a tamaño

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natural sentada en una especie de silla de ceremonia alada cuyas patas son

garras de león. Las últimas interpretaciones apuntan a que se trata de un

relicario donde se guardaron las cenizas –era costumbre de los íberos la

incineración- de una dama importante, quizá una sacerdotisa. Dos cosas me

atrapan de la figura, la pintura que aún perdura, lo que ha sido posible gracias

a haber pasado los siglos enterrada, y el tremendo tamaño de los pendientes

que se gastaba la dama ¡pobres orejas!

Salimos del museo y callejeamos por las calles del centro que a esta

hora y a pesar de la lluvia están llenas de gente. Nos dirigimos a una casa de

comidas que nos han aconsejado y a donde llegamos atravesando un barrio

humilde. Las casas son todas de planta baja y piso y en una de ellas está el

comedor social Emaús, una asociación sin ánimo de lucro nacida en

Torremolinos en 1996. A esa hora ya hay gente esperando para entrar a

comer o recoger alimentos, en su mayoría mujeres con hiyab. La casa de

comidas que nos han aconsejado es realmente popular en su más amplio

sentido y comemos razonablemente bien por diez euros. Eso sí, atendidos

todos, incluidos los parroquianos de barra, por un solo camarero que se lo

toma todo con mucha calma.

Al acabar de comer ya ha dejado de llover y luce el sol. Nos perdemos

por el barrio de Santiago, antiguo arrabal musulmán con mezquita hoy

transformada en iglesia, y en donde existen unos baños árabes cuya

restauración ha sido merecedora de varios premios y queremos visitar. Para

nuestro pesar, no los podemos visitar pues abren de miércoles a domingo

solamente. Mantener abiertos los monumentos turísticos acaba resultando

muy caro, sobre todo para municipios con muchos monumentos y pocos

recursos, pero si no están abiertos cuando vienen los turistas pierde su

sentido. Al final se buscan arreglos como éstos, abrir los días que se espera

más afluencia, pero claro, hay que saberlo de antemano. Salimos del arrabal

y admiramos la plaza Mayor y la arquitectura mudéjar del edifico de las

antiguas carnicerías. Terminamos en la antigua plaza del mercado, donde

están los restos de uno de los conventos más importantes de Baza, Santo

Domingo, muy castigado por los franceses entre 1810-1812 durante la guerra

de independencia. Anejo a la fachada, que se mantiene más o menos en pie,

un cartel informa que en el año 1809 se encontraba allí Baldomero Espartero

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acogido por su hermano fraile, y desde donde partió para alistarse, llegando

a ser un célebre General por sus éxitos militares y su implacabilidad para con

sus enemigos y que fue regente de la reina Isabel II durante la minoría de

edad.

Subimos de nuevo al coche y el siguiente sobre nos dirige hacia

Hinojares, un pueblo pequeño en el extremo sur de la Sierra de Cazorla y que

queda al noroeste de Baza. Al poco de salir de la ciudad y tras rebasar un

collado, la carretera desciende por un paisaje de olivos primero y poco a poco

alcanza una gran depresión sin cultivos y sin casi vegetación. En el museo

nos han explicado que se trata de una hoya formada por la elevación de Sierra

Nevada y Sierra de Baza durante el Terciario y que llegó a formar un gran

lago que se rellenó de sedimentos. Después de la última glaciación, la lluvia

ha ido excavando la hoya y dejando al descubierto un paisaje de sedimentos

amarillos y granates llenos de surcos y barrancadas. En una curva aparece

de repente, al fondo, el embalse de Negratín. Su color azul turquesa produce

un precioso contraste con el paisaje semidesértico que le rodea. Intentamos

acercarnos a la orilla o encontrar algún mirador que nos permita contemplar

mejor el paisaje y probamos distintos desvíos que acaban en nada. Al final,

un cartel de camping resulta ser la señal del camino adecuado y llegamos

hasta la misma orilla del embalse, donde coincidimos con otros muchos

turistas que deben de haberse visto atraídos como nosotros. Nos quedamos

un rato admirando la vista y haciendo fotos que, como me pasa muchas

veces, acaban frustrándome. La cámara del móvil acaba mostrándose

superior para captar en su esplendor el paisaje como lo vemos a los 50 mm

de la lente de la cámara réflex.

Reanudamos el camino rodeando el embalse por la umbría de unas

lomas que gracias a la menor insolación aquí están llenas de vegetación, un

matorral de albaidas y espartos. Antes de llegar a Pozo Alcón tomamos a la

izquierda un atajo que nos lleva directamente a Hinojares entre huertas y

olivos de regadío. Cuando ya vemos el pueblo, la carretera desciende hasta

el fondo del río Turrillas, que se diferencia de las barrancadas que hemos

visto por el camino sólo por los colores, esta vez rojos y blancos por el yeso

que aflora por todas partes.

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Hinojares es el municipio con menor número de habitantes de la

provincia de Jaén, 400 en 2001 y tan sólo 335 en 2018. A pesar de ello,

cuenta con tres barrios, el Barrio Bajo, el Barrio Alto y Cuevas Nuevas, no

estuvieron muy originales con los nombres, y dos aldeas, Cuenca y Arroyo

Molinos. A las afueras del Barrio Bajo conseguimos encontrar una indicación

del hotel rural donde hemos reservado. Justo en ese momento me entra en

el móvil un mensaje de la encargada del hotel pidiéndonos que le avisemos

cuando estemos a punto de llegar para acudir a abrirnos, dado que en el hotel

no hay nadie y no hay cobertura de móvil. La encargada tarda en llegar el

tiempo que a Cota le dura el cigarro. El hotel es relativamente nuevo y tiene

las habitaciones todas en el primer piso, cada una con nombre de un lugar

típico de la Sierra de Cazorla: el puente de las Herrerías, el nacimiento del

río Guadalquivir (el oficial, ya sabemos), etc. Además, ofrece salones de

celebraciones y servicios de multiaventura y de guía por el Parque de Cazorla.

Nuestra habitación está bien, aunque la calefacción está a todo meter, para

variar, así que cierro el radiador y abro la ventana. Menos mal que la cama

tiene mantas y colcha. La encargada nos inscribe y cobra, puesto que ella se

tiene que ir a Andújar al día siguiente temprano y nos advierte que estamos

solos en el hotel, que ella vendrá un rato después para cerrar con unos

clientes un convite de comunión. Nos dice también que el desayuno tendrá

que ser forzosamente más tarde de las nueve y cuarto, puesto que la chica

que viene a limpiar y podría servírnoslo no tiene quien le lleve los niños al

cole justo mañana. Le preguntamos si no hay manera de desayunar más

pronto pues queremos seguir camino temprano. Al final decide que va a

dejarnos el desayuno preparado antes de irse esta tarde y que cuando nos

vayamos dejemos la llave en la misma mesa del desayuno. Nos pregunta por

nuestros planes y nos ofrece consejo. Nos recomienda que vayamos a dar un

paseo por Cuenca, la pedanía de Hinojares, en donde hay un recorrido por el

río Turrillas muy bonito y sencillo de hacer, incluso por niños.

Como son aún las cinco y media y queda un buen rato de luz todavía,

dejamos el equipaje en la habitación y cogemos el coche para visitar Tíscar,

su santuario y su Cueva del Agua. Tíscar es uno de los lugares mágicos de la

Sierra de Cazorla y su nombre significa lugar en el que mana agua. Está

rematado por un castillo en ruinas que data del siglo IX y es de esos que de

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verdad merece llamarse nido de águilas. Domina el paso entre Quesada y

Huéscar, al oeste de la sierra de Cazorla, y Baza y su hoya al sur, y eso le ha

dado la llave para el control del paso durante siglos. A pesar de su aparente

inaccesibilidad, el castillo cambió siete veces de manos entre 1100 y 1319,

fecha de la conquista definitiva por Don Pedro I de Castilla.

Atravesamos Hinojares, que se acaba pronto y empezamos a subir por

un zig-zag interminable que en siete kilómetros nos lleva desde los 600

metros de altitud del pueblo hasta los 1000 metros por una carretera de vía

estrecha y con un tráfico intenso, lo que incluye también el camión de la

basura. Maldigo a un conductor que nos adelanta a toda velocidad y que casi

nos saca de la carretera. Tras el último zig-zag, empieza el bosque de pinos

y, al poco una pista a la derecha anuncia el nacimiento del Guadalquivir, a

veintinueve kilómetros de aquí, a donde llega atravesando la Sierra de

Cazorla por su interior. Un poco más adelante el pinar ha sufrido algún

incendio recientemente, pues no hay árboles grandes, sólo arbustos entre los

que se yerguen tiznados de negro los troncos de los pinos supervivientes. Al

llegar al santuario de la Virgen de Tíscar empieza a llover de nuevo con

intensidad y hace bastante frío. No hay nada abierto excepto la iglesia, donde

entramos a refugiarnos. La capilla está decorada de manera alegre, con

figuras de corte muy moderno y es muy sencilla. Están celebrando misa para

dos feligreses, así que salimos afuera mientras esperamos a que pare de

llover. Justo enfrente en una roca hay un cartel con el poema que le dedicó

Antonio Machado a este lugar:

En la sierra de Quesada

hay un águila gigante,

verdosa, negra y dorada,

siempre las alas abiertas.

Es de piedra y no se cansa.

Pasado Puerto Lorente,

entre las nubes galopa

el caballo de los montes.

Nunca se cansa: es de roca.

En el hondón del barranco

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se ve al jinete caído,

que alza los brazos al cielo.

Los brazos son de granito.

Y allí donde nadie sube

hay una virgen risueña

con un río azul en brazos.

Es la Virgen de la Sierra.

Machado trabajaba entonces de profesor de Gramática Francesa en el

instituto de bachiller de Baeza, único instituto que tenía plaza libre cuando

quiso huir de Madrid tras la muerte de su amada Leonor.

Para hacer tiempo a que pare de llover y podamos visitar la Cueva del

Agua, subimos con el coche hasta arriba del puerto. Por la carretera nos

cruzamos repetidas veces con señales del sendero GR Bosques del Sur, un

sendero relativamente reciente, que recorre circularmente la Sierra de

Cazorla y que, como otros muchos senderos, me tienta hacerlo algún día,

quizá cuando me jubile. Nos cruzamos también con unos pastores y su rebaño

de ovejas que por medio de la carretera se dirigen a refugiarse bajo una gran

cueva natural poco profunda que vemos un poco más adelante. Cuando

pasamos debajo de la cueva, unas cabritillas de otro rebaño que ya está allí

nos deleitan con saltos y piruetas que nos parecen inverosímiles.

Al llegar arriba del puerto todo está mojado y, aunque ya cae sólo un

sirimiri, un cortante viento frío nos recibe sin piedad. La ropa de abrigo la

tenemos en la maleta en el hotel y la que llevamos puesta no nos protege lo

suficiente. Me atrae poderosamente una torre vigía muy esbelta que cuida el

paso encima de las rocas, unos centenares de metros más arriba de la

carretera, y desde donde seguro que se podrán ver Quesada, la torre del

castillo de Tíscar y los picos últimos de la sierra. Se trata de la Torre del

Infante D. Enrique, hermano de Alfonso X el Sabio, que data del siglo XIII.

Empiezo a subir, pero primero el barro y luego la roca mojada me apremian

a dejarlo ya que tampoco llevo el calzado adecuado.

Mientras volvemos hacia el santuario deja de llover, así que lo

rebasamos y nos acercamos a la Cueva del Agua. Aparcamos y atravesamos

un estrecho pasillo de casi cincuenta metros de largo excavado artificialmente

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en la roca y que desemboca en una cavidad de dimensiones brutales y por la

que el río Tíscar baja saltando en varias cascadas. No somos capaces de

calcular lo grande que es la cavidad, pero el techo aún está varios metros por

encima de nosotros y abajo vemos, pequeñitas, a varias personas que están

en la pasarela que recorre la parte inferior de la cueva. Recorremos la cueva

anonadados por el tamaño y acompañados por el rumor del agua que cae por

todas partes. En un hueco, ya casi en la boca exterior de la cueva, hay una

réplica de la virgen de Tíscar recordando el lugar donde se encontró la

imagen.

De vuelta a Hinojares, justo en una curva que mira hacia fuera de la

sierra nos paramos a contemplar cómo se abre paso el sol entre las nubes.

Es como si de repente alguien descorriese unas cortinas desvelando un

paisaje espectacular. A nuestros pies está el llano de Pozo Alcón con su

alfombra de olivos. Un poco más allá, vemos las barrancadas amarillentas de

la Hoya de Baza que hemos recorrido esta tarde y, al fondo, la Sierra de Baza

con las cumbres nevadas. Más al oeste, se levanta aún más imponente Sierra

Nevada, medio oculta entre nubes. Mañana por la mañana, al subir de nuevo

el puerto tendremos la oportunidad de verla entera, blanquísima por la nieve

recién caída.

Al bajar el puerto tomamos el desvío a Cuenca a buscar el sendero que

nos había aconsejado la encargada del hotel. Por la carretera que lleva a la

aldea, nos llaman la atención dos banquitos, de esos que se emplean en los

jardines, al lado del arcén y separados varios cientos de metros entre sí. Uno

de los bancos mira hacia una montaña de yeso cubierta con unos pocos

espartos y el otro parece mirar al llano de Pozo Alcón. No se nos ocurre quién

paseará hasta aquí para sentarse a contemplar el paisaje. Para llegar a

Cuenca quedan aún dos kilómetros e Hinojares queda a más de cuatro

kilómetros en la otra dirección. Mucha distancia nos parece para venir

paseando. Llegamos a la aldea y no encontramos a quien preguntar dónde se

coge el sendero que nos habían aconsejado, sólo vemos un perro al abrigo

del pequeño porche de una casa cerrada a cal y canto. Aparcamos al lado de

dos carteles que no aclaran como llegar o encontrar el sendero y paseamos

un rato entre las casas cerradas buscándolo. Como no lo encontramos,

decidimos volver a Hinojares.

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Son ya las ocho de la tarde y buscamos el bar para cenar que nos ha

aconsejado la mujer del hotel. No hay duda posible, sólo hay dos en todo el

pueblo y el otro está cerrado a estas horas. Enfrente del bar hay una casa

cerrada con un jardincito delante y tiene la fachada decorada con varias tejas

pintadas representando casitas de campo que harían las delicias de la

colección de Mónica. Entramos en el bar donde aún no hay mucha gente a

esta hora. Al fondo hay una mesa ocupada por un grupo de ingleses con

mucho jolgorio. Son cuatro al principio y más de quince cuando nos

marchamos después de cenar. El resto de parroquianos parecen autóctonos

y toman su consumición casi en silencio, como si no quisieran molestar. Para

que luego digan que los extranjeros son sosos. Los habrá sosos en todas

partes, digo yo. Los ingleses son de nuestra edad o algo más jóvenes y entre

risas y saludos a los que van llegando continuamente beben vino, cerveza,

infusiones y gin-tonics acompañados de cacaos y de dulces. Preguntamos al

hombre del bar si podemos cenar y nos responde que hasta las nueve que

llega la cocinera, su mujer, no se abre la cocina y lo más que puede sacarnos

es lo mismo que a los ingleses. Al principio nos rebelamos y salimos a la calle

con la intención de irnos, pero la realidad se impone ¿a dónde vamos a ir si

no hay otro sitio abierto donde tomar algo en veinte kilómetros a la redonda?

Así que entramos de nuevo y pedimos unas claras mientras hacemos tiempo

a que venga la cocinera. Nos las trae y nos sorprende sacándonos unas

cortaditas de queso. Todo un detalle.

Después de cenar paseamos brevemente por los alrededores y nos

volvemos al hotel. La falta de iluminación pública en esta zona del pueblo le

otorga al hotel un aire como de película o novela de misterio, pero a diferencia

de ellas, lucen las estrellas y no hay tormenta ni viento. En el salón del hotel

la encargada nos ha dejado preparado el desayuno para mañana: termos con

agua, café y leche, pan, fiambres, mantequilla y aceite. El salón tiene buena

luz, a diferencia que en otros hoteles en los que hemos estado y donde a

pesas hay luz suficiente para leer. Cota saca sus bártulos y se pone a pintar

el paisaje con el aljibe que hemos visto esta mañana mientras yo escribo las

vivencias del día en el diario del viaje. La verdad es que estoy contento, está

resultando interesante y cómodo a pesar del mal tiempo. A las once, como

cualquier otro día en casa, nos vamos a la cama. Nos dormimos con el

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reclamo de un autillo de fondo y ningún ruido más. Estamos completamente

solos en un hotel a las afueras de un pueblo medio vacío y de noche. Cota

me confiesa al día siguiente que durante la noche se sintió un poco como en

el hotel de la película “El resplandor”. Espero que no pensara en mí como

Jack Nicholson.

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Miércoles 24 de abril

La mañana amanece radiante y nos hace confiar que tendremos por fin

un día sin lluvia. Desayunamos y recogemos el equipaje y, ya en el coche,

abrimos el siguiente sobre, que indica Jódar. El navegador nos dirige a la

carretera A-315, la misma por la que vinimos ayer desde Baza. No hay casi

tráfico a esa hora y la carretera se adentra de nuevo por laderas abarrancadas

semidesérticas tapizadas de espartos. La luz de la mañana da de lleno en las

espigas de los espartos, arrancándoles destellos amarillos que contrastan con

el rojo de la tierra.

A los cinco o seis kilómetros de circular, nos topamos con un cartel

pegado a la derecha de nuestro carril que indica carretera cortada y al lado

otro indicando obras. Ambos están apoyados de manera muy precaria en dos

bidones y ni siquiera impiden el paso. No hay nadie y tampoco se sugieren

trayectos alternativos. Nos parece muy extraño lo que vemos y también no

haber encontrado antes alguna otra señal de aviso ni tampoco encontrarla

ayer, cuando por esta misma carretera vinimos desde Baza. Concluimos que

quizá se trate de alguna obra muy local que, como mucho, nos detendrán

más adelante para dar paso alternativamente a los vehículos. Hay también

un camión parado y una furgoneta de reparto se detiene detrás de nosotros.

De la furgoneta baja una chica que también se extraña de los carteles. Viene

de un pueblo más allá de Hinojares y tampoco ha visto ninguna señal

advirtiendo del corte de carretera. Decidimos saltárnosla y seguir circulando.

Menos de un kilómetro más adelante, una barrera atraviesa los dos carriles

cortándonos el paso ya sin remedio ni explicaciones. La conductora de la

furgoneta que nos ha seguido se enfada por la situación y nos dice que nos

esperemos, que va a hacer una consulta por teléfono. Cuando cuelga nos

pregunta a dónde vamos y nos invita a seguirla, que ella va en la misma

dirección y que por carreteras locales vamos a desembocar en esta misma

carretera más allá del fin de las obras. Le damos las gracias y la seguimos.

Volvemos a Hinojares y subimos de nuevo el puerto de Tíscar hasta un poco

antes de la Cueva del Agua, donde ella coge un desvío a la izquierda que

nosotros decidimos no tomarlo para cruzar el puerto y poder pasar por

Quesada. Más tarde, mientras tomamos un café en Jaén leemos en “El ideal”,

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un periódico local, que desde hoy hasta septiembre la carretera de Baza a

Torreperogil se cerraba por obras importantes en la calzada.

Atravesamos el puerto y al otro lado de la sierra de Cazorla el paisaje

se abre. Vemos Quesada al fondo del valle y desde allí, subiendo por las

laderas a nuestra derecha hasta mezclarse con la sierra, está todo lleno de

olivos. Más arriba, las cumbres están adornadas por la nieve que cayó ayer.

A partir de Quesada, los olivos nos acompañarán sin tregua los cien

kilómetros que nos separan de Jaén.

Jaén, “parada de caravanas” en árabe, aparece acurrucada a los pies

del castillo y ambos protegidos por el tremendo cerro Jabalcuz. Resulta una

ciudad de contrastes y sorpresas. La estructura ordenada de su gigantesca

catedral contrasta con el ovillo enredado de casas bajas del casco antiguo,

donde resulta difícil adivinar a dónde te va a llevar cualquier calle. Nos

asombran los baños árabes, hoy visitables tras siglos escondidos en el sótano

del palacio de los Condes de Villardompardo, y nos sorprende la inscripción

en el exterior del Convento de Santa Úrsula, en la que se explica que éste se

construyó en el siglo XVI a iniciativa de Pedro de Berrio para dedicarlo al

“recogimiento de las mujeres que andan ofendiendo a Dios nuestro Señor”.

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Cuando planifiqué el viaje era consciente de que, al circular por

circuitos menos turísticos, no sería difícil topar con costumbres que en el

pasado alimentaron los tópicos sobre los españoles y que divulgaron los

extranjeros que nos visitaban. Pero no pensé que ello me ocurriría en el punto

más turístico de todo el viaje, y hoy hemos chocado con dos de ellas. La

primera, no sería todavía la una, en una replaceta que hace la calle Martínez

Molina, un grupo de hombres en edad de trabajar estaban sentados tomando

el sol. Delante de nosotros iban dos mujeres cargadas con bolsas de compra,

y algo tenían que ver con ellos porque dos de los hombres del grupo se

acercaron a hablarles. Uno de ellos se volvió a sentar en seguida y el otro se

esperó a que una de las mujeres le preparara un bocadillo con lo que llevaba

en las bolsas y, comiéndoselo, se volvió a sentar con los demás, mientras

ellas seguían camino cargadas con las bolsas. La segunda, el camarero del

bar donde hemos comido, que no pasaría mucho de treinta años, tras pedirle

Cota la cuenta, me levanté para ir al baño y él se esperó a que yo volviera

para traerla y entregármela.

Después de comer, el destino que indica el sobre es Andújar. No son

ni cincuenta kilómetros de distancia, pero no se ve otra cosa que olivos y de

tanto en tanto, un pueblo sobre un cerro. Según hemos leído esta mañana

en la exposición que había en el centro cultural de los Baños Árabes, hay la

friolera de sesenta millones de olivos sólo en la provincia de Jaén. Los hay

por todas partes, da igual la pendiente del terreno, y los hay viejos y jóvenes,

con riego por goteo o sin él, pero raro es ver algún olivar que no esté

trabajado. Comento en voz alta que el paisaje parece ordenado y Cota

propone que a ella le parece más bien como un paisaje cuadriculado. Quizá

es cuestión de matices.

Lo malo de plantar los olivos en laderas con tanta pendiente es su coste

ambiental y de producción. Aquí y allá se aprecian surcos y barrancadas que

la lluvia ha originado al arrancar la tierra del suelo. Esta tierra acaba siendo

transportada hasta los embalses que hay más abajo, colmatándolos y

haciéndolos inservibles. Además, lo primero que se pierde es la capa más

fértil del suelo, lo que hace disminuir la producción del olivar. Es tanta la

erosión que se genera, que el río Guadalquivir, que al salir de la Sierra de

Cazorla a la altura de Villanueva del Arzobispo aún tiene el agua clara, pocos

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kilómetros más abajo ya no se ve el fondo, y cuando llega al puente romano

de Andújar más que agua parece que lleva chocolate. No en vano, la provincia

de Jaén es el territorio español con mayores tasas de erosión.

Llegamos a Andújar cuando comienza de nuevo a llover. Nuestro hotel

está en el centro de la población y es imposible aparcar allí pues justo hoy

empiezan las fiestas en honor a la Virgen de la Cabeza. Calles y plazas están

ocupadas por chiringuitos y por los preparativos de la ofrenda de flores.

Aparcamos cerca del río y bajo la lluvia nos dirigimos al hotel. Nos asignan

una habitación en la última planta, sin vistas, con dos camas que ocupan

prácticamente todo el sitio libre y un cuarto de baño en el que sólo cabemos

de uno en uno. Además, flota en el ambiente un olor a desagüe bastante

desagradable, la calefacción está apagada y hace frío. Confiamos en que la

pondrán más tarde. Al bajar por las escaleras, vemos que en el primer piso

hay una sala de estar espaciosa, con mesa y sofás, que pensamos podremos

aprovechar para escribir y pintar por las noches, pero justo en ese momento

están instalando una mesa de sonidos y unos altavoces en el balcón de la

sala que da a la calle, así que nos tememos lo peor.

Cuando para de llover nos acercamos a la oficina de información

turística. Ésta se ubica al pie de la Torre del Reloj, una esbelta construcción

de ladrillo rojo y piedra mandada construir en 1534 por Carlos V y que se

sitúa en el lugar que antes ocupaba el alminar de la mezquita árabe. Después

de las explicaciones de la chica que atiende la oficina, subimos a contemplar

la ciudad desde arriba y a orientarnos con el plano que ella nos ha dado.

Desde allá arriba vemos Sierra Morena, oscura como para hacer honor a su

nombre. Allí, en la sierra, era donde inicialmente habíamos pensado hacer

este viaje, alojados una semana en medio de las dehesas y el monte. Pero la

idea la tuvimos que cambiar por este otro viaje más nómada ante la

imposibilidad de encontrar alojamiento para estas fechas, pues casi todos

cerraron tras la Semana Santa, excepto uno que ya estaba ocupado cuando

fuimos a reservar.

Descendemos de la Torre del Reloj y paseamos por el centro histórico.

Es bastante extenso y nos resulta grato recorrer las calles empedradas del

casco antiguo flanqueadas por casas blancas de dos alturas. Hay indicaciones

y carteles por todas partes explicando los sitios de interés. Entre ellos nos

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llama la atención el recio puente romano sobre el río Guadalquivir, situado

fuera del recinto delimitado por las murallas árabes, y que sigue en

funcionamiento tras más de dos mil años. En el centro histórico destacan el

Ayuntamiento, antiguo corral de comedias de estilo renacentista, así como

varias casas solariegas de familias importantes de los siglos XVI a XVIII,

Cárdenas, Albarracín, Coello, Vargas, Gormaz, etc. varias de las cuales

albergan ahora hoteles, museos y dependencias públicas. En una de ellas

vemos la Escuela de Adultos que a esta hora bulle de actividad y de gente,

en su mayoría mujeres, que ocupan las dependencias alrededor de un patio

de naranjos muy coqueto. Pegado a ella está el conservatorio, y desde sus

ventanas nos llegan sonidos de distintos instrumentos de viento que entonan

una y otra vez las escalas.

Llegamos a la Plaza de España donde multitud de familias con niños

pasan la tarde entre sus jardines y las terrazas de los bares. Desde allí se

cruza por un arco a la plaza de la Constitución donde están preparando la

ofrenda de flores en honor de la Virgen de la Cabeza que se celebrará

mañana. Están cubriendo con ramos de flores y hojas las figuras de cuatro

mujeres vestidas de faralaes con los colores verde y blanco de Andalucía que

ocupan las cuatro esquinas de la plaza. Tomamos unas fotos y en un bar

cualquiera tomamos unas cervezas y tapas. Nos retiramos pronto al hotel a

escribir el diario y a pintar. Mañana anunciaban buen tiempo a partir de

mediodía y queremos salir pronto para aprovecharlo. Cuando nos vamos a

dormir, la habitación está fría como un témpano, pero al menos allí arriba no

llega ningún ruido y conseguimos dormimos bien.

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Jueves 25 de abril

El día amanece lloviendo y no nos seduce andar bajo la lluvia buscando

un bar abierto, así que decidimos desayunar en el bar del propio hotel. A esta

hora sólo hay un parroquiano, un hombre de edad parecida a la nuestra, con

traje de chaqueta, acodado a la barra y charlando con el camarero. Nos da la

impresión de que desayuna en el hotel frecuentemente, por la familiaridad

con la que charla con el camarero. Este último es un tipo moreno y enjuto

que apenas nos dirige la mirada cuando entramos. Al fondo, la tele repite las

noticias una y otra vez. Nos sentamos y el camarero se acerca a preguntar

qué queremos. Le pedimos zumo, tostadas y café, pero no sabemos si por

falta de profesionalidad o por desidia, nos lo sirve justo en sentido inverso.

Resignados, esperamos las tostadas y el zumo mientras el café con leche se

enfría sin remedio. La tele muestra en ese momento largas colas de jóvenes

en Madrid esperando para votar por correo en las elecciones del próximo

domingo. El parroquiano, en voz suficientemente alta como para concederse

una autoridad de la que a todas luces carece, critica la falta de previsión de

los jóvenes: «Es que todo lo hacen a última hora». Y justo lo dice al mismo

tiempo que la locutora informa que las colas son debidas a la falta de

papeletas producto del parón laboral de la Semana Santa. Así que no me

resisto y en voz igualmente alta comento: «La falta de previsión parece que

es más bien del Gobierno y no de los jóvenes». El camarero se alinea de

inmediato con el parroquiano y me mira como si yo hubiera dicho algo

ofensivo, como si fuera mi deber jalear lo que el otro había dicho. Su enfado

conmigo aún le dura cuando voy a pagar la consumición. Y yo, en vez de

rebajar la tensión, le doy un billete de cincuenta euros para pagar una

consumición de doce. Se me queda mirando desafiante y me pregunta si es

que no tengo un billete más grande. Yo, que tengo hoy el genio más corto de

lo habitual le contesto, con también muy mala uva que no, que no tengo un

billete más grande. Las consecuencias del encontronazo colearon en el

desayuno del día siguiente. Al fin y al cabo, en ese negociado él tenía

literalmente la sartén por el mango.

La lluvia nos fuerza a cambiar el orden de las visitas y excursiones

previstas. Yo pretendía recorrer primero el sendero “El Junquillo” en el Parque

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Natural de Andújar, a una hora en coche pasado el Santuario de la Virgen de

la Cabeza, y visitar después el centro de interpretación del Parque Natural de

Cardeña y Montoro, en Cardeña, ya en la vecina provincia de Córdoba.

Quedarnos a comer en Cardeña y por la tarde recorrer el cercano sendero de

la Aldea del Cerezo en dicho parque. Los dos parques naturales son contiguos

y los valores naturales son los mismos, por lo que no acabo de entender por

qué son dos parques distintos. Me respondo que seguramente, una vez más,

razones políticas mandan. La lógica del orden previsto es que el fin de semana

se celebra la romería de la Virgen de la Cabeza y la chica de la oficina de

turismo nos advirtió que a partir de hoy por la tarde la circulación por la

carretera al Santuario se complicaría mucho debido a su estrechez, sus

muchas curvas, y a que se llena de gente a caballo, en carreta y en coche

que van a acampar ya allí. El domingo, día cumbre de la romería, hacer los

treinta kilómetros que separan Andújar del Santuario puede demorarse más

de tres horas, nos dijo.

Vamos pues primero a Cardeña y visitar el centro de interpretación

mientras esperamos a que escampe. Salimos de Andújar en dirección

Marmolejo y allí nos desviamos por una carretera local que lleva a Cardeña

pasando por Venta del Charco en pleno parque natural. Circulamos con

precaución atendiendo a los numerosos carteles que nos advierten que es

frecuente que los linces la crucen, aunque nosotros nos quedamos con las

ganas de ver alguno. Dejamos atrás los olivares del valle del Guadalquivir y

atravesamos unas pinadas de pino piñonero y pino rodeno que se plantaron

para evitar la colmatación por sedimentos del embalse del Río Yeguas. Más

arriba comienzan las dehesas y el monte. A pesar de la lluvia y de la niebla,

o quizá gracias a ellas, el paisaje nos parece precioso. Tras una curva

vislumbramos la primera dehesa entre jirones de niebla. El suelo está cubierto

por un tapiz verde esmeralda de hierba, brillante por la lluvia recién caída,

punteado aquí y allá por pequeñas flores blancas y amarillas. Solemnes, las

encinas cubren fragmentos de ese tapiz con el verde oscuro de sus copas.

Por si faltara color, hay también pinceladas rojas de los troncos de

alcornoques recién descorchados y brochazos amarillos de las flores

masculinas de la encina colgando profusamente de algunas copas. Los

amarillos son de varios tonos, amarillo claro en aquellas copas en que las

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flores están a punto de abrirse y amarillo oscuro, casi dorado, en aquellas

que ya han liberado todo el polen.

Las dehesas están valladas y se accede a ellas desde la carretera por

entradas señoriales de verja y piedra que anuncian el nombre de la finca y

guardan ovejas, vacas y caballos, y también, aunque menos visibles, ciervos

y corzos. Estos últimos destinados a servir de mediadores en los negocios de

los dueños y sus amigos, y a adornar luego los salones con sus cornamentas.

Atravesamos Venta del Charco lloviendo y vemos con envidia salir

excursionistas justo del hotel que no pudimos reservar porque no quedaban

habitaciones libres. Venta del Charco es una aldea pequeña en medio de las

dehesas y montes, alejada de pueblos y carreteras transitadas. Unos

kilómetros más adelante, ya llegando a Cardeña, nos unimos a la carretera

nacional donde se supone que está el centro de visitantes, pero no somos

capaces de encontrarlo. Buscamos un sitio donde parar para consultar el

mapa cuando cinco autobuses vacíos de gente quieren entrar también donde

nosotros. Uno de ellos aparca y abre el maletero en el que vemos unos

macutos, como de militares. Salimos de prisa de allí para no quedar atrapados

entre los autobuses y damos algunas vueltas hasta encontrar por fin el centro

de visitantes. Estábamos justo al lado, pero el cartel indicador estaba

tumbado en el suelo y habíamos pasado de largo sin verlo.

Las guías y folletos que habíamos consultado indicaban que el centro

se abría a las nueve, pero son las nueve y media, está cerrado y no hay

ningún coche. Aparcamos igualmente y nos acercamos a la puerta principal.

En ella hay un papel pegado con celo que reza “he ido a tirar la basura y

vuelvo enseguida. En caso de necesitarlo, llamar al teléfono …”. Llamamos,

no sea que, como sigue lloviendo y es laborable, el encargado pensara que

no iba a tener clientes y decidiera irse a almorzar. Es un chico joven, un poco

más que nuestros hijos, y viene enseguida. Se disculpa con que había ido a

tirar la basura del centro. Cuando entramos, reparamos que el centro de

interpretación está diseñado especialmente para acoger colegiales, no

turistas. Así que la visita se acaba pronto, lo que aprovechamos para charlar

con el encargado. Éste nos da más información sobre las rutas posibles y nos

reafirma en nuestra elección inicial, el sendero entre la Aldea del Cerezo y

Azuel. Como el sendero tiene más de doce kilómetros sólo de ida, no podemos

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pensar en completarlo si queremos hacer también el recorrido de la tarde.

Además, no llevamos comida y ya pasan de las diez de la mañana. Así que

decidimos andar hasta donde nos dé tiempo y darnos la vuelta.

Nos indica cómo llegar hasta la Aldea por una pista de tierra.

Atravesamos Cardeña y nos metemos en una pista llena de charcos.

Enseguida adelantamos a una patrulla de unos diez soldados con sus macutos

y armas que van andando por la pista en nuestra misma dirección. Más allá

otra patrulla y otra más allá, y así todo el rato hasta recorrer los diez

kilómetros que nos separan de la Aldea del Cerezo. Ya sabemos quiénes

venían en los autobuses. Aunque no vamos muy deprisa, cada vez que

pillamos un charco y coincide con el paso de una patrulla, los salpicamos de

agua y barro. No resulta muy relajante conducir así, la verdad y me voy

estresando cada vez más, así que aminoro la velocidad aún más. Pero la

situación se hace insostenible. Por mucho que aminore, los salpicones no

cesan. Hasta ese momento los soldados no han hecho ningún gesto de

contrariedad, pero justo ahora pasamos un grupo de soldadas que rociamos

generosamente de barro. Estas se cortan menos que los chicos y nos dedican

una mirada no muy tranquilizante. Menos mal que llevamos las ventanillas

cerradas y no nos permiten oír lo que nos dicen, pero seguro que nos están

dedicando cualquier cosa menos un piropo. Adelantamos la última patrulla

cuando por fin vemos la Aldea del Cerezo al fondo y el sol empieza a abrirse

paso entre las nubes. Llegamos al mismo tiempo que los primeros soldados,

pero por suerte, las patrullas no entran a la aldea y se desvían por una senda

a la derecha en dirección a la Venta del Charco. Más relajado, me dirijo a

aparcar en la aldea sin temor a tener que bajar del coche en medio de tanto

soldado lleno de barro por mi culpa.

Mi tranquilidad acaba pronto, la pista por donde tenemos que pasar

para aparcar y el propio aparcamiento está ocupado por un rebaño de ovejas

a cargo de un mastín de tamaño considerable. No hay ninguna persona a la

vista. El perro no para de dirigirnos sus ladridos mientras mueve el rebaño

hasta parar justo en medio del camino por donde creo que luego tenemos

que pasar andando. Mi miedo a los perros viene de muy antiguo. Me acuerdo

de un día, yo tendría entonces poco más de cuatro años, que un perrito me

persiguió ladrando hasta que un soldado del cuartel en el que vivíamos

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entonces en Canarias, me cogió en brazos y me salvó. Desde entonces, cada

vez que veo un perro que me ladra, lo paso mal, por pequeño que sea. Cota

no les tiene miedo, al fin y al cabo, ella ha tenido tratos con mastines desde

bien pequeña. Pero en estas ocasiones, siempre me recuerda que cuando

íbamos a la finca de su abuela en Salamanca, al llegar a la puerta nos salían

los mastines ladrando y yo no era capaz de bajar del coche. Yo le decía que

saliera ella a abrir la puerta, que «a ti, al fin y al cabo, lo perros te conocen,

pues para ellos debes de oler como el resto de tu familia; mientras que si

salgo yo no me conoce y me van a morder». Y daba igual que los perros

fueran cambiando con los años y fueran nuevos incluso para ella, yo siempre

le soltaba la misma excusa.

La Aldea del Cerezo fue un punto de descanso en la trashumancia de

ganado entre La Mancha y Andalucía que, según algunos, ya aparece citado

en crónicas del siglo XIV. Sin embargo, hace mucho tiempo que se deshabitó

y, aunque en 1998 la Junta de Andalucía la rehabilitó para destinarla a centro

de visitantes del parque, albergue y zona para campamentos, no vemos a

nadie por aquí hoy. Atisbamos por las ventanas de uno de los edificios y

vemos un salón para proyecciones y algunos paneles sobre el parque

apoyados en la pared. La zona destinada a albergue es un edificio alargado

con unos diez apartamentos, cada uno con dos habitaciones, una pequeña

pila con su grifo y una salamandra a modo de calefacción. Aunque

descuidado, no parece abandonado y todo está bastante limpio.

Cogemos la mochila y nos ponemos en marcha en dirección a Azuel. El

camino discurre por una pista sin desniveles y atravesamos varias dehesas,

todas preciosas. En unas pastan las ovejas, en otras, vemos unas corralizas

con cerdos ibéricos, y en otra, justo cuando atravesamos la portera se

acercan varios caballos famélicos, imaginamos que buscando comida. El resto

de dehesas por las que cruzamos parecen vacías de ganado, aunque todas

mantienen sus porteras en uso. Algunas de ellas sospechamos que se

destinan a la caza, a tenor de la presencia en ellos de pequeñas parcelas

sembradas de cereal entre matorrales y encinas. Pasamos también por un

cortijillo cerrado que nos recuerda el Mas de la Lloma de Jordi. Las únicas

dificultades del camino, aparte de abrir y cerrar porteras fue, al principio,

salvar un arroyo saltando por las piedras y lo mismo al final. Este último es

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más grande y con más caudal, por lo que para cruzarlo necesitaríamos

descalzarnos. Vista la hora que es, decidimos dar la vuelta e ir a Cardeña a

comer.

El encargado del centro de visitantes nos había indicado que en la Plaza

de la Independencia encontraríamos varios restaurantes. De hecho, vemos

tres. Uno cerrado, otro en el que no vemos clientes y donde nos dicen que

tienen menú y un tercero, también con menú, que está a rebosar de

parroquianos tomando copas. Nos decantamos por este último y conseguimos

una mesa al lado de un trío, un poco más jóvenes que nosotros, aunque más

rollizos, zampándose sin remordimientos una ración de callos, dos raciones

de cueros de cerdo, “cuchifritos” los llama Cota, y otra de cochinillo ¡Y todo

ello antes de pedir la comida! Nosotros, tan melindrosos, pedimos salmorejo

de primero y de segundo pechuga asada, Cota, y unos callos de ternera, yo

¡Y no pedimos postre! Cuando estamos acabando de comer, el camarero trae

a todas las mesas que estamos comiendo en ese momento, una ración de

arroz con Boletus recién cogidos y una fuente de cuchifritos para que los

probemos ¡Adiós escrúpulos!

Tras los cafés y el cigarrillo de Cota, subimos al coche en busca del

inicio del sendero del Junquillo. Volvemos a Andújar entre cortos chaparrones

y destellos de sol y continuamos en dirección a La Virgen de la Cabeza. La

carreterita del Santuario, que no carretera, es infernal, como nos habían

advertido, pues es muy estrecha y sin arcén, todo son curvas y tiene mucho

tráfico. También aquí hay carteles advirtiendo del cruce de la calzada por

linces y de intenso tránsito de ciclistas. Seguimos sin suerte y no vemos

ningún lince. El sol luce ahora con fuerza mientras atravesamos montes de

pino piñonero y eucalipto, al principio, y de encinas, después. Entre las

encinas destacan las matas de jara pringosa con sus enormes flores blancas

abiertas mostrando su característica mancha granate de la base de los

pétalos. La lluvia ha vuelto del revés, como un calcetín, muchas de las flores,

aunque algunas aún resisten derechas. De vez en cuando, nos llegan los

destellos violáceos del cantueso entre las jaras. Sus pequeñas flores violetas

se amontonan en cilindros de hasta cuatro centímetros de largo y uno de

ancho terminados en largos pétalos morados que nos evocan los capirotes de

los nazarenos en Semana Santa.

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Llegando al Santuario, un tremendo edificio que aparece entre las

nubes en lo alto de un cerro, nos sorprenden un montón de tiendas de

campaña grandes, tipo familiar, cubiertas con enormes plásticos en algún

caso, desperdigadas por el monte a izquierda y derecha. En algunas de ellas

vislumbramos bebidas y viandas. Incluso vemos gente montando tiendas al

lado de sus coches en la misma cuneta, en los que se nos antoja el peor lugar

del mundo para acampar. Quienes las montan tendrán que quedarse o dejar

a alguien vigilando las próximas tres noches, pues la romería es el domingo.

Vemos aún más tiendas al pasar el desvío al Santuario, repartidas por las

explanadas y edificios que alojarán a las hermandades de cofrades que

vendrán desde lejos.

La carreterita sigue ahora su zigzag entre matorrales y berrocales.

Paramos un rato en el mirador Mingorramos a admirar las vistas panorámicas

y estirar las piernas. Este mirador tiene una certificación “starlight”, que

otorga una red internacional a aquellos lugares en que más del sesenta por

cien de las noches están despejadas y la oscuridad del cielo nocturno se

asemeja o supera a la de muchos observatorios astronómicos profesionales

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a nivel internacional. Hay un poste de madera con un cartel que indica

“polaris” y cuyo extremo apunta hacia el cielo, hacia donde debe estar la

estrella polar. En el mismo poste hay un planisferio para ayudar en la

localización del resto de estrellas que se pueden ver desde allí.

A partir de aquí, la carretera discurre entre grandes dehesas de encina,

casi todas valladas, y en algunas de ellas vemos manadas de ciervos.

Paramos en la cuneta con cuidado de no espantarlos, pero luego nos damos

cuenta que no tienen mucho miedo y tan sólo se alejan un poco de la

carretera. Es talmente como si fueran ganado. En alguna de las fincas

vislumbramos caserones modernos de muchas habitaciones y chimeneas.

Unos kilómetros más adelante encontramos a nuestra izquierda el inicio del

“Sendero el Junquillo” y aparcamos.

Cuando empezamos a andar empieza a llover, pero como el sol sigue

luciendo y no se ven muchas nubes, pienso que ni la lluvia va a durar ni va a

ser mucha el agua que caiga como para abrir la mochila, buscar el

chubasquero y ponérmelo. No vale la pena, me digo. Prefiero seguir

disfrutando del paisaje. El camino, una pista de servicio a los cortijos que van

a apareciendo a izquierda y derecha, discurre por la cuerda de la loma. A la

izquierda, el paisaje es casi llano y sólo destaca el cerro con el Santuario de

la Virgen de la Cabeza allá al fondo. A nuestra derecha, las laderas caen en

ondulaciones hacia un enorme valle verde con dehesas y prados inmensos

hasta donde alcanza la vista, cerrada por la muralla de Sierra Madrona al

fondo, a unos quince kilómetros de donde estamos, y que marca el límite de

Andalucía con Castilla La Mancha. No se ve ningún cultivo, solo dehesas,

prados y algún promontorio rocoso, y tampoco vemos muchas edificaciones.

En total, estirando mucho la vista consigo contar tan sólo cuatro cortijos.

Parece un paisaje propio de otros continentes.

Aún sigue lloviendo cuando el camino se aproxima a un cortijo que

queda a la derecha y tres mastines nos salen al paso, ladrándonos. Me pongo

un poco nervioso, pero para mí alivio, los perros cruzan delante de nosotros

y se meten en una finca a la izquierda de la pista. Al pasar por donde se han

metido, miramos para ver por dónde han cruzado la alambrada, pero para

nuestro asombro, no vemos ningún paso o rotura de la misma. Aún nos

asombramos más al descubrir que se trata de una mastina, sus dos

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cachorros, de casi un año, y un cordero al que aún le cuelga de la tripa el

cordón umbilical. Casi no se tiene en pie y topa con su cabecita las mamas

de la mastina mientras ésta defiende al cordero de sus propios hijos. Nunca

habíamos visto nada igual. A la vuelta, cuando pasamos de nuevo por aquí,

vemos a los cachorros, pero ni rastro de la mastina ni del cordero.

Para de llover y el sol se abre paso entre las nubes, alumbrando el

paisaje a nuestro alrededor hasta donde llega la vista. Las zonas iluminadas

por el sol y las sombras de las nubes forman un mosaico de luz que se

superpone al mosaico que forman dehesas, prados y monte. Contemplando

todo esto se dispara mi imaginación pensando en lo que disfrutaría si pudiera

pasar una temporada aquí. Y no sólo por los días sino también por las noches,

que imagino negras y llenas de estrellas o bañado por la luna. No obstante,

me digo, vivir aquí no tiene que ser fácil. El aislamiento y la soledad deben

acabar pesando mucho a pesar de esta tremenda naturaleza.

Decidimos dar la vuelta porque el sol se está ocultando, estamos lejos

del coche y empieza a llover de nuevo. Aunque no es mucha la que cae, esta

vez la lluvia me vence y acabo poniéndome el chubasquero. Mientras

caminamos, para la lluvia y el cielo se adorna con un gran arcoíris cruzando

de lado a lado la pista forestal enfrente nuestro. Es como una gran puerta

que tuviéramos que franquear para seguir el camino. Enseguida aparece otro

arcoíris, un poco más tenue, por encima del primero, mientras que, a éste,

como por arte de magia, le aparecen dos nuevas franjas. Así, contamos ahora

nueve franjas de color en vez de siete: rojo, naranja, amarillo, verde, azul,

añil, morado y otra vez añil y morado. Hablamos de que hoy tiene que ser la

oportunidad de buscar el caldero del tesoro al pie del arcoíris, como dice la

leyenda, pero nos decimos que el tesoro realmente ha sido el haber disfrutado

caminando esta tarde por este lugar.

En Andújar están todos de fiesta. A las ocho y media de la tarde

empieza la ofrenda a la Virgen de la Cabeza, ahora expuesta en la puerta del

Ayuntamiento, para a medianoche llevar la imagen a la ermita que hay en el

propio casco urbano en espera de trasladarla en romería el sábado al

Santuario. Peñas, familias o simplemente grupos de amigos se van acercando

a la Plaza de la Constitución, desde donde forman una fila más o menos

ordenada y colorida que se dirige a la Plaza de España. Todos portan flores

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con las que se va a elaborar un gran tapiz en honor a la Virgen. La cola de

gente está flanqueada por dos figuras a tamaño natural vestidas de faralaes

y hechas con flores, una con los colores verde y blanco de Andalucía, la otra

con los colores rojo y blanco de la ciudad.

El traje de faralaes, que llevan casi todas las mujeres que acuden a la

fiesta, es un traje generalmente de colores muy vivos, que se ciñe al cuerpo

desde el pecho hasta encima de las rodillas, resaltando todas las curvas. A

partir de ahí, se desprenden varias ondas de volantes hasta el suelo. Verlas

andar con esos trajes da cosita, pues quienes lo visten no pueden dar pasos

normales, sino que van dando pasos muy cortos, al tiempo que los volantes

se van moviendo ora a la derecha, ora a la izquierda, barriendo el suelo. Unas

llevan el pelo recogido mientras que otras van “despeinás”. Pero eso sí, todas

llevan una flor en la cabeza. Unas la llevan enganchada en el centro, otras en

un lado y otras atrás, donde cada una quiere. A las niñas les liberan de una

parte del suplicio y, por lo general, van con falda corta, lo que les permite

corretear.

En los hombres hay más diversidad, pero diría que lo más ortodoxo es

el pantalón gris con cinturilla ceñida, camisa y un chalequillo azul grisáceo.

El pantalón no llega al tobillo, y los camales tienen unas aperturas en las que

unos cordones los ajustan a las pantorrillas. En los pies, botos de piel y en la

cintura, a modo de cinturón, llevan un pañuelo de rayas azules plegado como

el cachirulo aragonés. Algunos de ellos rematan el vestido con un sombrero

cordobés. Eso sí, ellos, vayan con ese traje o vayan con chándal, portan una

gran medalla rectangular con la imagen de la Virgen de la Cabeza colgando

de una cinta o de un cordón doble o triple, con los colores de la bandera de

Andalucía o de España.

Los bares se refuerzan para la ocasión con barras en la calle que a esta

hora y durante mucho rato después están llenas de gente bebiendo,

comiendo, riendo y cantando. Algunas cofradías y grupos de amigos reservan

un bar entero para ellos, mientras que otros grupos, menos pudientes, traen

mesas y sillas de camping, que arriman a los banquitos de la calle o incluso

a la marquesina de la parada del autobús, de manera que todos se pueden

sentar y tomar allí lo que traen de casa. Andújar es una fiesta. Nosotros nos

sumamos a ella y callejeamos entre la muchedumbre. De vez en cuando nos

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acercamos a alguna barra a tomar cerveza y tapas y sentarnos un rato a ver

la gente.

Nos retiramos ya tarde al hotel y al llegar están todas las luces

encendidas, lleno de gente rematando la cena y con una música a juego que

atruena la calle desde el balcón de la salita que pretendíamos usar para

escribir y pintar. Así que hoy perdonamos los deberes y nos vamos a la cama

confiando que la música y la juerga no lleguen hasta allá arriba.

Milagrosamente, sólo nos llega un rumor que se aminora aún más cuando

cerramos la puerta del baño. A mitad sueño nos despierta el retumbar de

música de discoteca, pero dura poco. Más tarde, nos despiertan las entradas

y salidas de los vecinos de planta que vienen y van a la fiesta hasta que se

hace la hora de levantarnos.

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Viernes 26 de abril

El día amanece luminoso. Nos vestimos y bajamos a desayunar al bar

del hotel. Nos recibe de nuevo la televisión encendida y el camarero, esta vez

en exclusiva para nosotros, al que aún le dura el enfado de ayer. Le pedimos

de nuevo zumo, tostadas y café, y esta vez nos lo trae en ese orden.

Acabamos el desayuno, recogemos el equipaje y, tras pagar, nos vamos en

busca del coche.

El primer sobre de hoy indica Marmolejo y hacia allá nos vamos.

Marmolejo es la última población de Jaén a orillas del Río Guadalquivir antes

de entrar éste en Córdoba. Es un pueblo agrícola de poco más de siete mil

habitantes y una estructura urbanística que recuerda a las poblaciones de La

Mancha. Casas blancas con planta baja y un corral en la parte de atrás, y un

piso rematado por un tejado. Amplias calles, sobre todo en la periferia, por

donde a esta hora circulan tractores y furgonetas. Lo que vemos de

Marmolejo no hace sospechar que tuvo un esplendoroso pasado. A partir del

siglo XVIII sus manantiales de aguas medicinales se empiezan a explotar y a

finales del siglo XIX sus aguas alcanzan gran renombre internacional tras la

construcción de un balneario. El lema de aquella época dorada "Si quiere

llegar a viejo beba agua de Marmolejo", suplía lo que ahora se cura con

antibióticos y medicamentos modernos. El buen hacer de su propietario atrajo

a personajes ilustres de la historia mundial y española de esa época, como

Rodolfo Valentino, Charles Chaplin y el sultán de Marruecos, y como los

hermanos Álvarez Quintero, Armando Palacio Valdés, Torcuato Luca de Tena,

Ortega y Gasset, Ramón y Cajal. De este último se dice que se pasaba horas

sentado solo en el casino, donde los camareros se quejaban de que tenían

que limpiar la mesa llena de garabatos, que no eran otra cosa que dibujos de

sus ideas sobre la estructura de neuronas o el sistema nervioso por las que

consiguió el Premio Nobel de Medicina en 1909. Fue tal el impulso que el

balneario confirió a Marmolejo que, con sólo 4000 habitantes, en aquella

época contaba con 30 tabernas, 7 hoteles, 4 casinos, 3 cines, un teatro y 4

joyerías. A principio del siglo XX sus calles estaban asfaltadas y en 1916 se

construyó una línea de tranvía. Hoy, quizá como recuerdo de todo aquel

esplendor, a la puerta del hotel balneario vemos aparcado un deportivo

descapotable amarillo anticuado.

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La razón de venir a Marmolejo es para visitar el Museo de Arte

Contemporáneo Mayte Spínola. Atravesamos la población sin ver ningún

cartel que lo anuncie, así que aparcamos y preguntamos en un bar. En él sólo

hay una señora rolliza con mandil sentada en la barra y de espaldas a la tele

encendida, que está zampándose unas tostadas con mantequilla que doblan

en tamaño las que hemos desayunado esta mañana Cota y yo. Nos dice que

el museo está al otro lado del pueblo, cerca del Ayuntamiento; que lo que

hay allí, al lado del bar, es el Museo de Etnología, «pero no se crean ustedes,

en ese museo está el cuadro más grande de España». Nos extraña el dato

que nos da del cuadro, pero salimos y nos encaminamos hacia el

Ayuntamiento. Camino de allí las calles se llenan de gente que va y viene a

esta hora. A la puerta del ayuntamiento un plano nos envía de vuelta al lado

del bar, donde por fin, encontramos el Museo de Arte Contemporáneo. Nos

enteramos que antiguamente estaba al lado del ayuntamiento y quizá los del

propio Marmolejo sean los últimos en enterarse. Es un mal común y a mí me

pasa. Valoramos y visitamos lo que está lejos, fuera de nuestra ciudad, pero

desconocemos muchas cosas de donde vivimos. Sin ir más lejos, hasta hace

dos años yo nunca había entrado en el museo de cerámica de Valencia.

Son las diez de la mañana y el cartel de la puerta del museo anuncia

que esa es la hora de apertura de viernes a domingo, pero aquello está

cerrado a cal y canto. Hay también en el cartel un número de teléfono para

concertar visitas. Lo marcamos y nos contesta una voz masculina

indicándonos que hoy abrirán más tarde, sobre las diez y media. Para hacer

tiempo, paseamos calle abajo y al poco nos topamos con un local que está a

reventar de gente tomando churros y unas roscas de porras de tamaño

descomunal, acompañadas de chocolate. Nos miramos con cara de

complicidad y entramos. El local es moderno y está regentado por una familia,

desde los padres, un poco más jóvenes que nosotros, hasta los hijos, dos

chicos y una chica, que son los que sirven en la barra y las mesas. Pillamos

una mesa y nos preguntan que deseamos tomar. Para que el pecado sea

menor, pedimos media docena de churros para los dos, un cortado y un café.

Al cabo nos trae el camarero una rosca de porras, una rueda la llaman allí.

Con un poco de pena, indicamos que se han equivocado, que lo que habíamos

pedido era churros. Nos contesta el camarero que allí churros se llama a las

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ruedas como la que nos ha servido. Decidimos no ir contra el destino, y nos

la zampamos y, la verdad, resulta deliciosa. A nuestro lado se sucede gente

zampándose ruedas como ésta. Debe ser la hora del café de media mañana.

Ante nuestro asombro, un poco más allá, una pareja de nuestra edad se está

zampando no sólo una rueda sino también un plato de churros. Le

reclamamos al camarero señalando los churros y nos contesta «¡Ah! ¡Eso!

Eso son churros de patata, que no es lo mismo».

A las diez y media estamos puntuales en la puerta, y la chica que nos

atiende se disculpa porque hoy tenía visita en el médico y no podía llegar

antes. Si nos asombraba que hubiese un museo de arte contemporáneo en

este lugar, más nos asombra lo que vemos. Aunque están desmontando la

exposición temporal justo en estos días, la colección permanente es muy

interesante. No son obras de gente famosa, pero está muy bien estructurada

y dispuesta con acierto y gusto. La recepcionista insiste en hacernos de guía

en la visita y nos va explicando los cuadros, al tiempo que sacia nuestra

curiosidad sobre lo insólito de encontrar un museo como éste tan apartado

de los circuitos turísticos de primera línea. Nos cuenta que el museo alberga

y muestra la colección de arte de Mayte Spínola, pero que es el Ayuntamiento

quien la gestiona. Al rato llega el director artístico del museo que nos da la

bienvenida y al que damos nuestra felicitación y ánimos para que se

mantenga en pie este museo.

Mayte Spínola es todo un personaje. Pintora ella misma, mecenas y

coleccionista, su familia siempre ha estado ligada con el poder desde antiguo,

algunos antepasados suyos fueron ya retratados por Van Dyck en el siglo XVI.

La ligazón de Mayte Spínola con Marmolejo le viene de la finca “La

Centenera”, una finca de varios miles de hectáreas en la cercana Sierra

Morena que compró su padre tras la guerra civil. Allí, entre montería y

montería se han gestado relaciones y acuerdos entre la clase alta europea.

Como anécdota, una cacería en esa finca sirvió para producir el encuentro

privado entre Rainiero de Mónaco y Franco que el primero buscaba. Pura

“Escopeta Nacional”.

Volvemos al coche y abrimos el siguiente sobre. El papel nos envía a

Montoro, el siguiente pueblo siguiendo el curso del río Guadalquivir, ya en la

provincia de Córdoba. Al cabo de unos minutos y desde un alto de la carretera

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vislumbramos la población, un conjunto de casas blanquísimas apiñadas al

sol y abrazadas por un meandro del río. Sobre el cielo limpio de nubes,

sobresale de entre las casas la torre rojiza de la iglesia de San Bartolomé.

Para entrar en Montoro desde este lado hay que cruzar el puente de

las Donadas o Doncellas, que data de finales del siglo XV y está construido

con piedra arenisca roja. El nombre le viene de que las doncellas de la

población donaron sus joyas para costear su construcción. A la piedra de

arenisca roja, que nosotros conocemos como rodeno, aquí le llaman piedra

molinaza, seguramente por su uso desde antiguo para hacer ruedas de

molino. Con esa piedra están construidos muchos de los palacios, iglesias,

conventos y edificios nobles de la ciudad, a los que el color rojo de la piedra

les hace destacar del resto de casas, todas ellas de fachada blanca. En la

plaza de España se pueden ver edificios de ambos estilos, todos ellos con

balconada corrida, seguramente para asistir desde allí a los eventos que se

celebren en la plaza. Allí se encuentra la iglesia barroca de San Bartolomé,

toda ella de piedra molinaza excepto una de las puertas, que está labrada en

roca blanca y es de estilo gótico plateresco. También destaca en la plaza el

ayuntamiento o casas capitulares, con portada plateresca y artesonados

mudéjares, todos ellos de piedra roja.

Entramos a la iglesia de San Bartolomé al tiempo que entra también

una pareja con un bebé. Son muy jóvenes, no llegarán a los 20 años, y su

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atuendo, muy modesto e informal, chándal él y pantalón muy corto ella,

contrastan con su proceder. Se dirigen hacia un paso de semana santa que

hay al fondo y alzan su bebé hacia el nazareno que preside el paso entre

exclamaciones que no conseguimos entender, pero que imaginamos como de

ofrecimiento o de petición de amparo. Luego, sacan un teléfono móvil e

intentan hacerse un selfi los tres con el nazareno, pero no consiguen caber

en el encuadre. Así que nos ofrecemos a hacerles la foto para que salgan

todos juntos.

Salimos de la iglesia y callejeamos un rato por el casco antiguo. Aunque

las casas no son iguales, el conjunto es muy armonioso y resulta muy

agradable pasear. Muchas casas tienen los portones de madera y todos los

balcones se adornan con rejas de forja, cada una con un diseño distinto.

Entramos en una tienda de artesanía de esparto en la calle Corredera

regentada por un matrimonio mayor que tienen muy clara la división del

trabajo. Él fabrica las piezas y ella les pone el precio y despacha a los clientes.

Allí se encuentra cualquier cosa que uno pueda imaginar hecha con o

recubierta de esparto. Desde los típicos capazos, esteras y salvamanteles

hasta marcos de cuadros con vírgenes y cristos de casi un metro, cabezas de

ciervo y toro para colgar en una pared a modo de trofeos o lámparas de esas

circulares que había en los salones de nuestros padres y abuelos.

Aprovechamos para comprar unos recuerdos y seguimos paseando hacia la

parte alta, donde nos habían recomendado en la oficina de información un

par de patios típicos cordobeses que se pueden visitar. Normalmente son

patios de casas de vecinos llenos de macetas con plantas por el suelo y

colgadas de las paredes y con una fuente o alberca en el medio. En verano

son una delicia que ayuda a sobrellevar la canícula. Para visitar el primero de

ellos, una casa particular, nos indican que tenemos que ir por cerca de la calle

de la Higuera, pero por mucho que lo intentamos, allí nadie nos da razón y

no conseguimos encontrarlo. El otro, más fácil de localizar, está en la

residencia de ancianos de Jesús Nazareno. Es muy grande y lo rodea un

porche corrido con arcos y columnas de roca molinaza y tiene mesitas y

bancos estratégicamente situados para que los ancianos puedan escoger si

sol o sombra. Hay macetas por todos los lados, pero la floración aún no ha

empezado y no podemos ver el patio en todo su esplendor.

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Aunque es pronto, es la una, nos ponemos a buscar donde comer

porque, aunque Cota no sabe todavía por qué, tenemos que estar en el

siguiente destino pronto esta tarde y hay dos horas de coche hasta allí.

Entramos en uno que justo acaba de abrir y tiene menú del día. Comemos

solos en un gran patio cordobés de paredes de color anaranjado y techos

altísimos en el que hay platos de cerámica colgando. Lo rodean arcos muy

grandes con rejas negras de forja y grandes cortinas y, en un lado, hay un

pozo con brocal y polea también de forja. El piso superior son cuatro balcones

corridos, uno en cada lado, que se cierran con grandes ventanales de cristal.

Para proteger de la lluvia y el sol, un gran toldo cubre el cielo del patio.

El siguiente sobre indica Santa Cruz de Mudela, hacia donde nos

dirigimos por la N-420. Atravesamos el valle de la Alcudia, un prado inmenso

en el que pastan vacas, ovejas y caballos, y en el que vemos multitud de

cigüeñas comiendo en los numerosos arroyos serpenteantes que lo cruzan y

decenas de rapaces sobrevolando la hierba en busca de ratones y topillos.

Atravesamos Puertollano, donde el navegador del coche nos mete por

dirección prohibida. Tras salir del follón y reponernos del susto, tomamos la

carretera CM-413 hasta Aldea del Rey y luego, por Calzada de Calatrava,

llegamos a Santa Cruz de Mudela. Cota no lo sabe, pero tenemos reservada

una habitación en un balneario con circuito SPA de aguas termales y masaje

incluidos. Para no destapar la sorpresa, el día antes de salir había metido

ropa de baño en una bolsa que hemos llevado todo el tiempo en el coche sin

sacarla. Como no podía preguntarle, cogí un bañador y un biquini, que ella

escogiera. Y menos mal.

Tras dejar el equipaje en la habitación, abro la bolsa para sacar los

bañadores y ¡sorpresa! había olvidado meter mi bañador. Nos faltaban tres

minutos para presentarnos en el SPA y no había mucho margen de maniobra,

así que la braga de su bikini salvó la situación. Tampoco pasaba nada, así,

sin mirar mucho, pasaba por un bañador de competición. Nos enfundamos

los albornoces blancos que nos dejaba el hotel y las chanclas y nos dirigimos

al SPA. Allí caigo en la cuenta que también se me había olvidado el gorro de

baño, y sinb gorro no nos dejaban entrar, así que compramos uno para cada

uno. La verdad es que nos divertimos con todo este lío y con las pintas que

hacemos.

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El SPA es una sala espaciosa, en la que entra la luz por claraboyas del

techo de madera con una gran piscina azul celeste en medio en la que salen

chorros de agua caliente y burbujas por todas partes. Al principio éramos dos

parejas, a las que luego se sumó otra más, un señor mayor que nos confesó

que no sabía nadar e iba agarrándose del borde del vaso de la piscina, y una

familia con dos hijos. Después de tantos días lloviendo y embutidos en las

ropas, resulta liberador nadar en un lugar tan bonito y con una temperatura

tan agradable.

A la noche, tras picotear algo en el bar que hay en los jardines, damos

un paseo por los jardines y dependencias del balneario cuando oímos cantar

y barullo de gente en una de las edificaciones. Nos acercamos y resulta ser

un grupo de gente que han venido con un programa del IMSERSO que están

disfrutando de una sesión de karaoke. Volvemos al hotel y nos disponemos a

escribir el diario y pintar la acuarela del día, la última del viaje. De hecho,

también tenemos pendiente hacer la de ayer. Nos metemos en una de las

dos salas del hotel, que a esa hora estaban llenas de más personas que viajan

con el IMSERSO y que están jugando. Al ver a Cota pintando, varias señoras

se acercan y le preguntan si esa actividad estaba entre las que se podían

escoger.

Cansados nos retiramos pronto. Para rematar el viaje, esta vez,

nuestra habitación tiene un cuarto de baño que es casi un SPA de lo grande

que es y lo equipado que está, la calefacción está bajita y no tenemos que

toquetearla, las sábanas y mantas están a nuestro gusto y, a pesar de estar

en un hotel lleno de gente, no se oyen ruidos excesivos, pero …. tenemos dos

camas en vez de una de matrimonio. Dormimos plácidamente.

Fin