un polvo raro

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un polvo raro

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El primer libro del joven escritor de Cartagena, repasa todo un abanico de situaciones post-existenciales en forma de pequeños relatos. El lector descubre un interior deliberadamente sencillo salpicado por el dramatismo contextual del momento.

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FRANCISCO MATEOS CANO

un polvo raro

EDICIONES DEL PRIMOR MADRID 2009

Page 4: Un polvo raro

Primera edición: mayo 2009

Francisco Mateos Cano

Diseño colección: Jorge del Primor

Producción editorial: José L. Zúñiga Coordinación: Isabel Lázaro

Idea cubierta: Jorge del Primor

Ilustraciones: Manuel Álvarez Monteserín

Corrección de pruebas: Lidón Nebot

Depósito legal:

I.S.B.N.: 978-84-960006-33-1

Impreso en España. Todos los derechos reservados

Esta edición de

un polvo raro

al cuidado de Jorge del Primor, ha sido compuesta en tipos Bookman

Old Style e impresa sobre papel

verjurado de la casa Galgo.

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“Habría que añadir dos derechos a la lista de los

derechos del hombre: El derecho al desorden y el

derecho a marcharse.”

Charles Baudelaire

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PRÁCTICAMENTE NADA

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) 9 (

I. La habitación verde

Bajé las escaleras por primera vez. Aunque las había

visto de noche, todo había cambiado de lugar. La luz

resbalaba ahora diagonalmente. Yo seguía despeinado y

me sentía como algo entre todo lo demás: como un sus-

piro en la primera fila del cine. „Tienes talento Fran,

tienes talento‟. La noche poco a poco se iba deshacien-

do en mi cabeza para volver a construirse en forma de

recuerdo. „Tienes talento‟, me decía a mí mismo. Mi

aspecto era lamentable como nunca y las paredes de

hormigón descartaban posibilidades. Llevaba una cha-

queta de pana gastada sobre una camiseta azul de al-

godón. Aun así la escena renovadora y reconstruida se

podría calificar de interesante. Como si el amor hubiera

pasado de largo, todas mis opiniones del día vacilaron

hasta encontrarse huecas: la primera caricia, el primer

beso, las paredes huecas, todo hueco. Sin embargo,

respiré hondo. Sentí la bruma de un presente mejor.

Las ventanas miraban con recelo hacia un verde abso-

luto. Era paradisíaco, genial, grosero. Os hablaré de

ella. La conoceréis. Le hablaré al mundo. Contaré mi

noche, magnífica, memorable, absoluta. No me parecía

muy alta pero su piel estaba hecha de pequeñas y ági-

les gotas de luz.

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Ella era dorada en sí misma, emitía un tipo de ener-

gía casi positiva. Reservada, insolente, incierta e inclu-

so nostálgica. Se llamaba Ariadna. Era algo cada vez

más bello entre mis manos antiguas. ¡Oh Ariadna! Há-

blame de la vida que me planteas, de las mañanas frías

como el hielo, de la resignación al amanecer. Cuénta-

melo, Ariadna. Genera en mí esa especie de inconfor-

mismo. Permite que todo sea verde, Ariadna, haz que

las vistas no sean sino el boceto de nuestra historia. Ya

era jueves y no quise recibir mensajes. Porque todo

había estado y estará justificado. Incluso el olvido.

También lo estarán las palabras tangentes. Yo, Francis-

co Mateos Cano, a estas alturas no soy nadie pero al-

gún día ella recibirá mi libro. Lo colocará sobre su es-

tantería metálica mientras le resuelven otras voces. Y

empezará otra forma de amor: el recuerdo.

II. La actriz francesa

Sin apenas haberme lavado la cara, el día ya me pare-

cía una mierda. Todavía resbalaban entre las sábanas

pequeños fragmentos de película. Era una historia he-

cha de pequeñas historias, coreografiada por la mejor

actriz de todos los tiempos.

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) 11 (

Se llamaba Audrey y sus papeles eran tan pequeños

como un billete de metro. De pequeña no soñaba con

ser actriz, pero tampoco soñaba con Paul McCartney. A

veces le gustaba el color de la fruta en las calles de

Montmartre. Le gustaba bajar las escaleras del Sacré

Coeur y escuchar la música anónima de los tristísimos

artistas espontáneos. La vida era sencilla y le ofrecía

perspectivas aéreas de un París absolutamente suyo.

No le gustaba sentirse especial. Pensaba que sentirte

especial te excluye de toda capacidad de serlo. Era una

más entre una multitud ambigua y translúcida. Atendía

fijamente las conversaciones livianas entre el carnicero

y el ama de casa. Aquellas conversaciones le parecían

literatura y poesía y ciencia. Estaban hechas de restos

arrojados por sus vidas fugaces.

Se llamaba Audrey y sus zapatos eran verdes casi

todos los veranos: como flores arrancadas del invierno.

Le gustaba mirarse al espejo y sentirse guapa. Pero no

a los ojos de todo el mundo, seguramente habría sido

capaz de inventar la belleza. El nuevo canon para escri-

bir la historia. Una belleza íntima, sincera, gestual y

desconocida. ¡Oh Audrey! Su pelo era negro. Tan negro

como puedas imaginar. Como la noche barriendo una

calle sin salida.

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) 12 (

Cuando se sentía indecisa se proponía juegos men-

tales que casi nunca resultaban. Por ejemplo, si quería

saber cuándo iba a volver su padre a casa, contaba los

copos de nieve que quedaban en el alfeizar de la venta-

na. Nunca acertaba, pero disfrutaba delegando seme-

jantes responsabilidades al azar. En la primera escena

que he recordado tras el café aparecía desnuda reci-

biendo un masaje. Pero eran sus ojos, sus negros ojos,

sus violentos ojos, los que finalmente admitían su des-

nudez como algo inevitable.

III. Quiero ser escritor

Primero me dijiste que eras actriz y después todo lo

demás. Yo intenté justificar mi insignificancia alegando

que quería ser escritor. Tuve que reconocer que no te

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conocía de nada. Después comprobé que era la única

forma de que no me malinterpretaras. Porque te vi en-

cerrada en las paredes de una lágrima, separada de

todo el mundo por el vestíbulo creado por tu tristeza.

Pasados diez minutos te había invitado a un vodka

con lima (pensé que tenías mal gusto) con un dinero

que no tenía. Te expliqué el funcionamiento de la noche

con la ingenuidad de una x en una ecuación sencilla.

Tú ni siquiera querías entender la velocidad del mundo.

Por eso te reíste de la última broma que hice. Yo sé que

no estuve a la altura. Tras cincuenta y dos lágrimas te

convencí para dormir conmigo. No voy a contar otra

cosa, te lo prometí. Me llegaste a agradecer que quitara

un pantalón sucio de la cama y la radio sin pilas de

debajo de la almohada. Yo contrasté el tiempo de uso

del pijama y te dejé un chándal viejo. Fue entonces,

Verónica, sólo entonces, cuando te volví a decir que

quería ser escritor. Nunca antes lo había visto tan claro

como en el perfil de tus pestañas. Ahí me tenías, de

rodillas, dejándote dormir. Creyendo en la voluntad del

tiempo a lomos de un caballo metafórico. Me dio igual

tu contestación porque yo quería ser escritor. Biógrafo

de tu melancolía, reconciliador de tu sonrisa con el

mundo. Así, tocando tu espalda con unos dedos de fue-

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go, generando una melodía de sueños y problemas, te

dormiste en brazos del domingo.

En el punto ciego de tu nuca desaparecieron todos

los restos de la mañana. Tu forma de despertar fue

simplemente adecuada. Adecuada al tamaño escueto de

mi cama y a la fragilidad inexperta de mis manos. Te

pregunté si querías un café y me dijiste que no querías

volver a verme. Yo sólo tuve reflejos para hacer café

para dos y mirar por la ventana. La manera de entrar al

coche era el apellido de todos tus remordimientos. La

tapicería de tu asiento disfrutaba del esquema de tu

cuerpo de un modo parecido al mío.

Sé de sobra que no vas a volver a llamarme (no me

pediste el teléfono). Que no preguntarás por el colgante

que dejaste enrollado en el tirador de la ventana (‟para

que no se rompa‟). Pero lo mejor de todo es que sé que

no vas a poder evitar sonreír en el intermedio de una

escena desenfocada. Como celebrando un ritual íntimo

de memorias y cuerpos. Me dijiste que quitara el foco,

que no estábamos preparados para hacer ese juego de

sombras chinescas sobre la pared. Yo te dije que no

había ningún foco.

No podemos ser más culpables.

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IV. Probable chica de autobús

Y nunca sabremos si fue cierto. Lo que viene, después,

y araña los muebles. El polvo que quedó en aquel disco

mal grabado que descansaba en el suelo de la habita-

ción antigua. O cómo escuece el tiempo extrañísimo en

que decidimos obviar todo lo demás. Ni relatos de ac-

tualidad ni cuentos. Tal vez sí un televisor en llamas, o

un estuche para gafas de sol malísimas. Por si llegamos

al final, y ganamos bastante menos de lo que perdimos.

Y los verbos, que ahora difuminan un salón vacío como

Central Park en diciembre. Bienvenidos al principio de

la historia más absurda del mundo, yo, un papel en

blanco, un sándwich de pan integral, y música de ra-

dio.

¿Te acuerdas de las flores? Ahora sobreviven al frío y

me esperan, como todos, al principio de la primavera.

Para entonces ya habrá surgido la primera posibilidad

de salir de aquí, y yo querré que te quedes, pero tam-

bién que estés bien.

No pasa nada, hay dolor, pero no drama. Me subiré

al autobús y te veré sentada al fondo, y no por eso será

más fácil.

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V. 0-0

Será que el eco de tu nombre se disfraza en plazas y

paradas de autobús. Será que el mundo se suicidaba

contigo y tú no lo sabías. Será la culpa del invierno de

una palabra. Porque hoy tengo la sensación bidimen-

sional del olvido y tu pelo es el oscuro gesto de una

promesa. Hoy no soy en absoluto más importante que

cualquiera. Es la misma historia del hombre que duer-

me a lomos de un Dyc con cola en el bar „La Braña‟. Es

una historia que sabes de memoria y de la que huyes a

pie cambiado. Los ingleses distinguen entre history y

story. Yo distingo entre imágenes y humo, que quizá

sea parecido. Porque te has dado cuenta de los defectos

a los que me arroja esta lluvia musical de instrumentos

en forma de moraleja. Me dicen que haré canciones

todavía, que no sea impaciente. Será que hace frío y mi

único objetivo es encontrar el hueco cálido, el rincón

tranquilo de tu verbo. Será que, a estas alturas, soy un

observador incoherente del horario de tus prisas.

Te has quejado tanto de mi mundo marginal que

ahora vuelvo a él como si fuera un ovillo de tiempo en

las zarpas de un gato sin expectativas. Bécquer no sé si

tuvo que dar explicaciones. No me comparo. Pero en el

mismo viaje silencioso he hablado con el destino. Ahora

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viste de azul y lleva un talonario de olvidos al portador.

Introduce una variante de cenizas y humo. Le he pre-

guntado por Arturo y me ha dicho que no me preocupe

por un tiempo, que está bien. También por ti y los már-

genes naranjas.

Mientras todo esto se soluciona, voy a seguir yendo

los domingos a ver al Madrid al bar de abajo, ya sabes,

donde ponen una tapa con la caña. Lo peor de todo es

que en el descanso de un 0-0 siempre me acuerdo de ti.

VI. Tristeza de pájaros

Para A.

Me encontraba triste como un pájaro en el suelo. Le

hablaba de ti a la gente. Creo que todos los presentes

en aquel bar estábamos haciendo balance. Un año pé-

simo para unos, bueno para otros. Hay un caballero

que va a despedirlo así, bebiendo desde las cinco de la

tarde. Una copa de lluvia. No es peor que yo, pero lo

parece. Lleva un chaleco marrón y ha exigido el cubata

en copa grande. Curiosa reflexión. Su historia de hielo

parece deshacerse rápido entre violentas lágrimas de

ron. No es peor que yo. Lee el suplemento de „La Ver-

dad‟. Arturo habla sobre gente así, pero no se da por

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aludido. Pero fíjate un segundo en Carlos, él se mueve

con ritmo, sabe hacerlo. Primero pide fuego y después

dice que es músico. Yo lo hice en otro tiempo, pero aho-

ra es difícil. Ya no quiero la admiración mitomaníaca de

los que creen conocerte. Ahora peleo por poco dinero.

Me juego la boca y hablo. De tú a tú. Soy un rival fácil.

Carlos conoce buena gente. Le hablan de escaleras y

sitios raros. De las gaviotas como el alma de todas las

playas. Verás, el albatros es la única ave que se pasa el

noventa por ciento del tiempo migrando. Es una metá-

fora de lo que pensé al verla. El único nombre cierto en

todo esto. Eso puede tener que ver con el amor en gene-

ral. No con el tuyo en concreto.

Todo había empezado en aquel bar. A estas alturas

de la conversación la gente no es la misma. Ahora hay

que traducirlo todo. Porque hablan con palabras de

diciembre. Todos los espectadores de esta escena apu-

ran el 2006 con una indiferencia admirable. Se irán de

él tragando uvas y pasando una noche desigual. Yo no

la pasaré mejor que tú. También beberé y me creeré

cerca de lo que parece ser mi ciudad. Una ciudad hecha

a escala. Cifrada en horas y segundos. Me parece sor-

prendente que en el Bussines Class esté Dani. Hazme

caso, un poeta. Ha escrito dos buenos libros. Sabe lo

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que dice. No tiene prisa y regala objetos anónimos. Ha

escrito dos grandes libros. Mucho mejores que los que

escribiré yo. No es arrogante, cree que ha perdido. Si él

está así todos hemos perdido. Un gran hombre. Le pedi-

ré un poema prestado algún día. Pero lo haré a la cara.

Y brindaremos por la entrada del año. Un gran año pa-

ra ambos. Ha escrito dos buenos libros. Respecto a ti

no puedo decir mucho. ¿El año ha sido o ha parecido

ser? No transita hoy ninguno de esos verbos por tu es-

palda de ámbar. Has sido todo. No puedes decir lo

mismo de mí. Pero no quiero caer en el error, perdona,

de hablar de todo lo que ya hemos hablado. Sólo quería

despedirme. El año ha sido, ya sabes, como un edificio

lleno de escaleras y sitios raros.

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VII. Las jugadas imposibles

Ha llegado el momento. El momento en que no parece

ocurrir nada. Tengo la intención clandestina de contar-

te mi plan de huida. También he visto „El fugitivo‟, y me

lo creo. No hay más que salidas. No te lo tomes a mal:

salidas en todas las direcciones. Como si irse fuera un

experimento casi científico. Me conoces de sobra. Me

imaginas tomando el café de siempre en el lugar de

siempre. Pero mi alma se vuelve ancla los domingos por

la tarde. Ni siquiera me pide una tregua.

Llevo dos semanas sin saber nada de Dani, te lo dije,

ha escrito grandes libros. Me dijo mirándome a los ojos:

„las mujeres huelen a lluvia‟. Será porque allí llueve

poco. Pero creo que no. Es más bien la forma cálida de

nube resbalando por la piel. Tiene mucha más relación

con la intensidad sonora del aire saliendo de la ciudad

a toda hostia. Dani, sé que tenía que ver con eso, no me

lleves la contraria.

No, no quiero ser escritor. Pero a veces duele. Duele

explorar la vida a bordo de cafés y cenizas. Verás, futu-

ro, ya no te debo nada. Me habías hablado de vestidos

verdes bajando por escaleras infinitas y qué me das,

aparte de lluvia. Te prometí palabras que has encontra-

do vacías. No hay otra explicación. Sólo prosa sobre un

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camino de azufre. Júrame que al final seré como la

hierba que crece entre las baldosas, imparable. Como si

la imaginación dejara sin argumentos a la lógica. Puede

parecer que salté al ring y perdí. Probablemente fue así.

Sin ni siquiera abordar la épica del fracaso. Salí y me

fundí en el anonimato de las calles eternas, saboreando

la lona. Esto podría ser una carta a la chica que no

responde mis llamadas. Le daré la razón a partir de

mañana. Hoy todavía creo que hay expectativas, detrás

del tiempo. Le diré que siga sin llamarme porque ya no

me vuelvo loco por eso. Mordí la lona, ¿y qué? Ella lo

vio de cerca. Pero todo se convirtió en un circo de acró-

batas imaginarios.

Si volviera atrás cometería los mismos errores. Doy

fe de ello.

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VIII. Comunicado oficial

Hay quien se preguntará por qué rompí ese vaso. Con

la policía a escasos metros. Pero también hay quien

entiende que debí hacerlo. Aquella noche estuve triste

unas cuantas veces. Casi tantas como cubatas. Primero

pensé en ella y luego pensé en odiarla. Era lo fácil.

Después me metí en un bar que encontraba mi edad

insultante. Lo entiendo mejor que nadie. No deberían

dejarme entrar nunca a sitios así. La clientela se siente

culpable de no haber aprovechado el tiempo. Contarán

historias de su juventud intentando reproducir en ellas

la imagen del chico que se mueve indiferentemente por

el hilo de la barra. No los culpo por ello. Después salí a

la calle y la niebla mostraba el templo del pasado de un

modo irreverente, así que decidí no mirar. Seguí por la

calle Ferraz pero no me afilié a ningún ideal esa noche.

No todavía. Era una cerilla quemándose y sintiéndose

importante. Al entender que aquel silencio no me lleva-

ría a ningún sitio giré a la derecha hasta llegar a los

bares de Moncloa. No había mucha gente, pero daba lo

mismo. Mi dignidad era como La Maga cruzando un

puente anónimo. Paseé por las calles ordenadas a no-

venta grados. Las perspectivas infinitas presagiaban un

camino absurdo. No he contado que llevaba un vaso en

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la mano. Tampoco que en Madrid no se puede beber en

la calle. Tampoco he dicho que el vaso estaba vacío, que

no era un héroe. Llegado el momento vi un colchón en

el suelo. Me acerqué y lo pisé y lo declaré culpable.

Culpable, porque en uno parecido había disfrutado de

su cuerpo; porque ya no me procuraba el odio de lám-

paras y libros. Lo culpé de todo y seguí andando. Por

eso no puedo ser escritor. Porque debí romperlo, porque

Arturo lo hubiera hecho, es más, se lo habría comido. Y

yo solo rompí un vaso.

IX. Obviamente cinco creyentes

Me entiendes mejor que nadie. Es decir, tú has estado

del otro lado, varias veces la misma noche. Nunca caes

en el error de reprocharme nada. Es el mundo de la

noche lo que me preocupa. No sé quién coño hizo esa

reflexión, pero rompo un vaso en su favor. No existe el

mundo del día. Porque somos mucho más transparen-

tes. De noche, la opacidad irreverente de los gestos mí-

nimamente femeninos alcanza el nivel de teoría, de obra

magna de una cualquiera. No han leído a Fante, con

Aníbal hablé de eso. Tú, que me desprecias como si

fuera uno más, no sabes quién es Bukowski, ni Dos

Passos, ni Trumbo. ¿Qué? ¿Que soy un flipado? Luego

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no me pidas explicaciones si llego a casa y me parto la

cara contra el lavabo sucio. Tú, que eres la peor mierda

en el peor culo de la ciudad, andas por ahí, con un rit-

mo vertical y ascendente. Yo hago canciones estoy arri-

ba y escribo, pero claro, tengo que asumir mi inferiori-

dad con educación. Si esto fuera un partido, el público

estaría contigo. Yo sería el jugador recién llegado a un

vestuario galáctico que a todos los efectos me supera.

Al regresar a casa me paró un policía. Me dijo que a

dónde iba con un vaso. Le dije que quería completar la

colección estúpida que había iniciado. Era de cerveza.

Del bar „Libertad‟. Me miró pausadamente y después

miró al vaso. Por un momento pensé en tirarlo como

hice aquel día. No era un héroe. Tampoco era escritor.

Por eso le dije que tenía frío y quería irme a casa. El

policía entendía que no había sido una buena noche.

Entendía la agresividad que corría irregularmente por

mis arterias y volvía cansada y alcoholizada de la bata-

lla. Justo cuando cruzaba la calle de la Palma me dijo

casi gritando: „Joven, usted no tiene la culpa‟. Vi en su

silueta un pasado mejor y sonreí con un talante gris y

desabrochado. Supe que aquella valoración era digna

de Becket, Ginsburg o Capote.

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Después tiré el vaso, porque yo no me caso con na-

die. Sabes perfectamente de lo que hablo.

X. Clases de tango

Estoy tirado en un camino cambiante. Fumando un

polvo raro y contándole una historia. Caballero, yo sólo

quiero contar historias. Usted me despreciará y me lle-

vará a lugares oscuros y del perfil de un acantilado

anónimo. Por ello, señor, permítame que le cuente algo.

Déjeme hablar como hablan las paredes de las habita-

ciones cruelmente dotadas de su presencia. Déjeme

decirle que ella no va a ser importante en este camino

baldío. No, porque hablando con el habitante de la ter-

cera habitación de la Pensión 43, llegué a una conclu-

sión, ¿sabe? Una conclusión. No he bebido, míreme a

los ojos. Lo importante es que hay una mujer, solamen-

te una mujer importante. ¿Qué dice de una redundan-

cia?, que le den por el culo. Las demás pasan montando

su espectáculo de sombras, ¿verdad?, y ese espectáculo

es a veces tan triste que ni te ríes, ni te despides de

ellas, ni les pides tiempo. El tiempo es una bandera a

media asta en la ciudad a la que me dirijo. Por lo menos

el mío, caballero.

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¿Quién es ella? Bah,una. No era la adecuada. ¿Se

acuerda de cuando escribía en la esquina en un cua-

derno Moleskine? Todo era una auténtica mierda. Por-

que no puedo estar dejándome la vida en cada palabra,

ya sabe, narrando la biografía de alguien invisible, a

quien no importas más que un café por la mañana y

una llamada comestible. Es lo que le decía, un espec-

táculo de sombras. Y le reconozco que esta ciudad me

está empezando a servir de escenario, pero quiero irme.

XI. Algunos pájaros vivos

A lo que iba, cuando entré ya era tarde. Habitaciones

oscuras señor, muy oscuras. Había maderas viejísimas

depositadas diagonalmente a modo de sujeción de una

escenografía de telarañas y hormigas. Y un agujero en

el techo, y un caracol muy, muy cansado. Entiéndame,

días como gatos trepando por fachadas blancas y yo en

medio. Claro, sosteniendo el palo del que colgaban los

sentimientos eternamente húmedos secándose al sol de

septiembre.

Una llave y una puerta cerrada, anote esto. Para pa-

sar a una estancia posterior de recuerdos y distancias,

de cosas que nunca reconoceré haber dicho y besos,

bastantes besos como relámpagos o flores en las terra-

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zas. Le hablaré de las cuestas, y las pendientes, y las

distintas alturas en que jugaban los abrazos que nos

dimos, y la comida de gato.

Aviones, y ejecutivos esperando su maleta y despe-

gues. Sobre todo despegues de un suelo baldío que

nunca debimos pisar. Porque yo tenía muchos menos

años que ahora, que mañana. Ella tenía alguna picadu-

ra menos pero nadie quería hablar de eso. De lo que

más me acuerdo, sin embargo, y con esto acabo, es del

horizonte pensativo y marítimo, y sobre él un desfile de

pájaros, algunos de ellos vivos.

XII. Todavía una canción de amor

Mira, cada vez lo tengo más claro: no soy un teórico de

la lluvia que cifra su victoria en un segundo magistral.

Pero hay que reconocer que cada noche uno de esos

segundos se elige víctima de una generación. Estoy en

una encrucijada a bordo de un mensaje maldito. No

hay nadie alrededor más que un globo de espuma y

recuerdos. Te puedo plantear todos los problemas del

mundo y después vendrás llena de tierra y bolsillos

rotos. Me voy a fumar todas las nubes de cualquiera.

Ahora creo que eso ya está claro. Ten en cuenta que

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estoy volando en un suelo de tristeza parecida. No soy

nadie, repito, no soy nadie. Sólo aprovecho mis minu-

tos. Juego en el límite de un lugar inventado. ¿Quién

eres tú? Todas mis aspiraciones, y lo sabes de sobra.

Todas, flotando en un estómago diminuto. No eres na-

die doblando esquinas de resentimientos obsoletos.

Pero también eres nada jugando al Trivial de todos los

motivos. ¿Qué? Tranquila, doy por hecho que ya no te

acuerdas de los besos horizontales, de los masajes por

tu espalda de menta, ni de mis besos, discípulos de los

tuyos en un jardín de música primaria ¿Por qué? Me

has visto llorar mil veces y sigues haciéndote la sor-

prendida. Quizá te hayas vuelto el elemento esencial de

mis palabras. O tal vez seas el resultado de otra metá-

fora cansada.

Pero también puede que sea yo, yo, el único culpable

del frío que hace al salir del taxi.

Page 29: Un polvo raro

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XIII. Chicas importantes

Alrededor de tu abrazo y en las vísperas de tus ojos creí

reconocer el brillo de una promesa. Ahora sé que me

equivoqué. Eso no me convierte en culpable de haberte

llamado un día después, de haberte buscado. Ya sabes,

todo el rollo ese de las chicas importantes. Me hiciste

creer que no eras una de ellas. Que sólo gritabas por-

que te habían concedido un deseo apenas formulado.

Yo seguiré andando aún por encima de los veinte. Mi

caso no es preocupante. El tuyo sin embargo merecería

una tesis doctoral. Todo un debate sobre la controversia

que propone el recuerdo de tus párpados insultando a

las cenizas de mis expectativas.

Me conociste tan poco que me conoces de sobra.

Nunca había hablado tanto sobre la canción que quise

interpretar durante tu primer sueño. Nunca habría ju-

rado que para mí bastaba con esa noche, durmiendo en

la habitación vip de una chica importante, para darme

cuenta de que todos hemos firmado el mismo contrato.

Tú no querías dormir sola y yo estaba harto de no ser

nadie. ¿Te acuerdas de la dama y el vagabundo? No fue

tan distinto. Pero nuestro recorrido tuvo una vocación

mucho más instintiva. Ni cena ni banda sonora origi-

nal.

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) 30 (

Todas las conclusiones que saqué las apunté con ti-

za bajo el suelo de tu ventana. Reconozco tu habilidad

para publicitar tus besos de guardia, tu habitación en-

cendida. A mí me debes reconocer la velocidad con que

te saqué del túnel. Casi me creías un perdedor, y tus

amigas importantes no pensaban distinto. Sólo me hizo

falta sacar el pasaporte para hacerte caer, para demos-

trarte que no me iba a ningún lado.

XIV. Mi rifle, mi pony y yo

Lo importante es perder. Y saber moverse con el hilo de

la nostalgia presionando lo más profundo del alma.

Entiéndeme, no sabría salvarte la vida pero sí decirte de

dónde vienen las balas. La música queda como huellas

en la playa, y tú eres la última de las bañistas estivales.

Vámonos. A donde nos lleven los problemas. Lo mejor

es huir tan deprisa que no dé tiempo a llevar los ma-

pas.

Hace tres meses que vivo en una canción de Dylan.

Hay una ventana en la cuarta estrofa desde la que los

viernes se puede ver la costa. Los dinosaurios bailan

alegóricamente, a lo lejos, mientras aparca un Cadillac.

Dentro de la propia canción suena ‟my rifle, my pony

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) 31 (

and me‟. Me han hablado muchas veces de tí. Dicen

que tienes prisa. Yo tengo muy pocos problemas que a

la larga serán demasiados. Y los micrófonos alumbran

las calles del recorrido como tus bolsillos encendían mis

ganas (todavía trepan por la ventana los dragones de

color azufre que despreciamos por imposibles).

Cada día estoy más preocupado por los ascensores y

las series de televisión.

Los chicos están bebiendo y a estas alturas de la no-

che ninguno se ha preguntado por mí. Que les den por

el culo. Estoy tan harto de que no llueva como de que

no me llame la chica de la zapatería. Supongo que es

un punto de partida.

Me hace mucha gracia pensar que esto no lo lee na-

die. Y si lo estás leyendo que te jodan, pero ven y dame

un abrazo. Hazme temblar de frío hasta que sólo sepa

pedirte perdón. Porque lo cierto es que te quiero muchí-

simo. Y no.

XV. Blue Valentines #2

Espero que tu nombre acabe siempre en a

Digamos que es un día para las novias incrédulas, para

los novios irresponsables, para los gatos tristes y azules

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y los vendedores de flores arrancadas del invierno. Yo

paseo por las calles clandestinas y me confundo con el

anonimato y la agilidad de quien no tiene quien le quie-

ra. No me malinterpretes, ésta no es una carga que pe-

se hoy especialmente. Sólo cuando tengo en los brazos

la tensión de una cama ajena y en los oídos la virtud de

un nombre nuevo, sólo entonces me siento un luchador

preciso. Últimamente me gusta moverme en el hilo del

amor. Después de pedir un Brugal con cola. Después

de recordar todo lo que el tiempo me ha quitado de los

bolsillos. Después de mirar a todos los posters del local

y sentirme el más mediocre de todos los paseantes del

invierno.

Digamos que es un día que ha pasado con más pena

que gloria. Imagínate regalar un ticket sin regresos.

Imagínate que fue ayer cuando te quise tanto que me

faltaban fuerzas para darme cuenta que era martes 13,

y estaba durmiendo sobre cristales rotos. No me llames.

No saltes al vacío. Asumo que tu edad de lápiz no se va

a llevar bien con mi vergüenza de miércoles.

¿A quién has felicitado tú? ¿Te han regalado una ro-

sa? Mándame un pétalo. Yo te lo devolveré con la hosti-

lidad de una colonia robada. Porque ni siquiera mi olor

a madrugada me incita a volver a la calle donde no des-

Page 33: Un polvo raro

) 33 (

perté nunca y cuyos portales sólo me ofrecieron minu-

tos de segunda parte.

Digamos que estoy justificando que es 14 y ayer

también estuve enamorado.

XVI. Con cariño y sordidez

Para que no me olvides tengo varios planes.

Lo primero será vencer este desagradable dolor de

cabeza. Para ello saldré a la ventana y hablaré con el

pájaro que desayuna en ella. Cortaré aleatoriamente las

hojas pentagramadas del rosal. Pensaré en lo mejor que

tuvimos, y besaré la luz que resbala por los paneles de

la fachada. „No vivimos momentos compatibles‟, dijiste,

y después miraste al frente.

Y trazaré milimétricamente una línea en el suelo por

si alguna vez queremos buscarla. Será una excusa

tranquila para romper la armadura del tiempo. Será

sencillo, dices mientras argumentas sólidos esquemas

que, desaparecerán, luego. Y no podremos. O sí podre-

mos. La música será la de Summer Kitchen Ballad

mientras te alejas mirando atrás cada poco. Por si aca-

so te sigo. ¿Habría de hacerlo? ¿Se transformaría el

color de los platos en humo? ¿Seríamos invencibles?

Page 34: Un polvo raro

) 34 (

El segundo plan era hacerte muchas preguntas:

Tantas que no fuera necesaria la respuesta. Una nueva

lluvia caería sobre tus hombros para recordarte los

pueblos blancos y el ovillo de nuestros viajes. Y las pre-

guntas no serían preguntas sino velas gastadas.

No me encuentro entre los botones de la camisa, lle-

vo tres días quemándola. Hay un optimismo vacío sobre

la cama y muchos libros cubriendo la mitad que dejaste

(si es que alguna vez la hiciste tuya).

Todas estas señales me golpean con cansancio y una

extraordinaria mediocridad. Sigue Josh con sus can-

ciones sencillas que son el recuerdo de noches difíciles

porque tuvieron argumento. Y al final no seré más feliz

así. Pero ahora deberías estar en Tánger. Y yo, partici-

pando de este plano sin ejes ni gravedad.

Se escriben demasiadas frases estúpidas y la solu-

ción vuelve a ser el vaso roto en el suelo. Y las lágrimas

hechas cristales de despedida.

El último plan es confiar en todo lo que he hecho

bien y mirar con cariño a todos los aviones.

Con cariño y sordidez…

Page 35: Un polvo raro

) 35 (

XVII. Hollywood

Me despido sin dejarte caer. Hoy todos los límites pare-

cen haberse consolidado en la mueca de cualquier ca-

lle. Serían las tres de la mañana. O las cuatro. Quizá ha

ocurrido hace cinco minutos. Ha aparecido la última

palabra de mi amor por ti. Las asistencias no han podi-

do hacer nada, porque han llegado demasiado pronto.

Cuando llegué al lugar del crimen todavía se escucha-

ban gritos de la pelea. También rocé la multitud agol-

pada ante lo convencional de la escena. ¿Cuántas veces

al día se rompe un corazón? ¿Cuántas veces al día

rompías el mío? Había días en que simplemente dor-

míamos al amparo de abrazos grises que ponían en tu

boca la palabra inercia.

Ahora comprendo que no me querías cada vez que te

callabas. Que decías la verdad más silenciosa que pue-

de escuchar un espejo. Si eso te arrojó al mundo que

odio, lo siento. Lo siento por mí, que he vivido en él.

Aunque ya he logrado entenderlo. No fue hace mucho.

Fue al ver el baile de humo de las chicas importantes.

Porque entendí que no pueden compararse al peor es-

critor del mundo. Jamás. El tiempo las pondrá en su

sitio. A pesar de que una de ellas viva en la frontera

entre la barra y el techo. A pesar de tener un poema

Page 36: Un polvo raro

) 36 (

tatuado en el brazo. Quise preguntarle si se lo había

leído pero me fui envuelto en una duda de coches apar-

cados.

***

Me despido de este primer capítulo porque ya lo he

habitado demasiado. Y no salgo por ninguna puerta.

Pero sí entro en muchas otras. A partir de ahora pode-

mos quedar en los aeropuertos y hospitales de tu ape-

llido. Pero por favor, no me pidas explicaciones, ya que

no te puedo contar prácticamente nada.

Page 37: Un polvo raro

KARAOKE G I L STREET

Page 38: Un polvo raro
Page 39: Un polvo raro

) 39 (

I. Inicio

Entré en el karaoke. Desde el acceso se masticaba la

intensa nube de humo que recorría los rostros cansa-

dos. Acababa de cumplir catorce años y me habían re-

galado un equipo de música Sanyo con CD. Ya tenía

edad suficiente para no ser volumétricamente increpado

por una masa inerte de personas como velas.

Mi padre pidió un Havana Club cola y yo una coca-

cola a secas. El ambiente de los karaokes siempre me

ha golpeado con su belleza combativa y pulcra. Era una

derrota ejemplificada y musicalizada por un hombre

que se contorsionaba irregularmente. Una canción de

Bambino. Un video horrible en el que un chico que an-

daba por el andén de una carretera parecía huir de algo

o ir a algún lado. Bambino. El chico estaba tristísimo y

desconsolado: Bambino y el hombre contorsionista.

Mi padre manifestaba cierto respeto por el lúgubre

halo de esperanza del último empresario que acababa

de comprar el local y atendía la barra. Me hablaba de

los difíciles tiempos que corrían para los karaokes y

enseguida recordaba el estribillo de la canción siguien-

te. Ahora era Pimpinela. Yo pensaba que el nombre del

local era muy desafortunado y quería fundirme con la

Page 40: Un polvo raro

) 40 (

profunda e intensa revelación de la pareja cinematográ-

ficamente conformada para el clip. Después pensé en

Bambino y creí acordarme de una chica de clase.

Cuando acabó la segunda canción, mi padre tomó la

firme determinación de irse de allí y me cogió del brazo.

Volvió a mirar al visionario bussinesman y le dirigió lo

que años más tarde entendí que fue una despedida.

A veces me asomaba al balcón y disfrutaba del la-

mentable orgullo de tener catorce años. A los dos meses

pusieron una peluquería y vi al tipo de la barra dándole

la mano a un hombre de pelo muy largo. Me alegró sa-

ber que Bambino había querido despedirse.

II. Ciudades intermedias

¿Qué quieres ser de mayor? Notario, médico, me da

igual, papá, quiero ser importante. Como la gente que

sale en la tele y es importante. Me gusta dibujar tam-

bién, pero claro, también me gusta jugar al fútbol.

También quiero tener barba de tres días y el pelo un

poco más largo que ahora. Y no llevar chándal toda la

semana aunque sea mucho más cómodo. Papá, quiero

bajar la ventanilla de un coche rojo y mirar por el retro-

visor y que no haya nadie. Quiero estar en todas las

Page 41: Un polvo raro

) 41 (

ciudades con terrazas soleadas y mujeres de mediana

edad leyendo un libro, el que sea. Quiero pedir una

cerveza con indiferencia pero amabilidad y que el cama-

rero me sonría como dándome su aprobación por ocu-

par ese lugar concreto. Y que haya una chica muy

atractiva que me mire mucho pero no me dé cuenta.

Papá, puede que haga un edificio tan bonito que la

gente vaya a verlo y le guste mucho. Y os pregunten a ti

y a mamá si de verdad lo hice yo solo y digáis que sí

quitándole importancia. Y dormir en una cama muy

grande pero no demasiado, y que por la mañana huela

a tostadas del pan ese que compramos a veces cuando

vamos a Lorca, aunque ahora lo hagan tan blando. Y

que haya flores, y ropa tendida, muy blanca, como en

los anuncios en que la protagonista es feliz porque su

ropa es más blanca que antes. Y quiero tener mucho

espacio, no físico, sino espacio para pensar qué quiero

ser de mayor.

III. Llueve a perro

Explosiones muy fuertes y periodistas que se despiden.

Un saludo amable desde aquí, en la hora 25 de este

jueves, cuatro de octubre, San Francisco. Jóvenes ávi-

dos de nuevas oleadas indies y yo recordando el in-

Page 42: Un polvo raro

) 42 (

vierno en que me corté la mano derecha. Eran arañazos

en la pared o en la espalda, los días en que no todos

teníamos las cartas sobre la mesa. Yo escribía con la

mano izquierda y también llovía, a veces. Otras veces

ella se callaba o contaba la historia a su manera.

¿Te acuerdas de la primera canción? Detrás de ella

había una casa en ruinas y muy a lo lejos se veían las

luces naranjas de las casitas ilegales junto al mar. Y

tenía quince años y no tantas cosas que contar. Habla-

ba con mis amigos de su incipiente capacidad de querer

a alguna chica y yo me preocupaba porque no me gus-

taba ninguna. (En realidad yo tampoco le gustaba a

ninguna, así que supongo que era un pacto de no agre-

sión). La primera canción se titulaba „Nada‟, pero no

hablaba del nihilismo de los días de verano, ni de los

primeros cubatas, ni de las banderas creciendo como

palmeras gigantes en la playa de Levante.

„y dime si voy a ser yo quien pinte de azul

el cielo en lo oscuro de tus ojos negros‟

Era una canción necesaria. Pero después vino otra

menos necesaria y así sucesivamente. Dan ganas de

romper con todo, ¿no? Ahora ni le cuento a las cancio-

nes la exuberante épica de mis pasos convulsos y me-

cánicos. Reconozco la ambigüedad en lo que escribo

Page 43: Un polvo raro

) 43 (

pero no puedo pedir disculpas porque casi siempre son

palabras robadas al segundo cajón de la madrugada. A

estas horas no me dejan hacer canciones, aunque tam-

poco me encuentro con fuerzas para enfrentarme a

ellas. Pero mientras llueve y suenan violentamente las

cañerías del desagüe, todos los instrumentos de la tris-

teza me parecen afinados.

IV. Superpequeño

Escribía bien. En la imagen aparecían dos excursionis-

tas y uno de ellos alzaba la mano derecha intentando

explicar un paisaje desanimado. Mi amigo Dani era más

claro que yo con las redacciones y Ángel jugaba al fút-

bol en un equipo que vestía de azul. Treinta palabras.

Esos dos tipos caminando en treinta palabras.

Yo quería ser aceptado y por eso me gustaba la chica

más popular de cuarto. Así conseguía empatizar con la

ensoñación de los torpes y la condescendencia de los

más populares. Ella ordenaba la ropa en la tienda de su

madre por las tardes y yo iba a clase de inglés o fran-

cés. Días de lunes a viernes que eran para mí una ré-

plica de lo que no me pasa ahora. Horarios por todas

partes persiguiendo la luz al salir de las academias.

Page 44: Un polvo raro

) 44 (

Persiguiendo también puertas de tiendas abiertas, para

comprarme una empanada de camino a casa. Teníamos

muchos planes, muchos y sencillísimos planes que

después volvían hacia atrás con la espalda mojada.

Le escribí una carta a la chica de cuarto. Dani tam-

bién lo hizo, pero luego le faltó valor. Cuando la recibió

me consta que sintió frió en los pies y una cierta violen-

cia. Yo la miraba desde muy, muy lejos y me dolió ver

que se reía. Poco, al principio; mucho luego. Entonces

me enfadé y fui con la intención de quitarle la carta.

Poco a poco fui sintiendo la presión de demasiados ojos

arrojando sobre mí una valentía nueva y desconocida.

Paso a paso, me iba reafirmando en la posibilidad de

romperla delante suyo y después bailar torpísimamente

sobre los trozos de palabras calculadas al milímetro.

Cuando mi distancia era inversamente proporcional

a mi miedo, la chica se giró hacia mí y me preguntó:

„¿La has escrito tú?‟ Y mientras todas las chicas de

cuarto me consideraban peligroso y las de quinto se

miraban al espejo, recapacité sobre la posibilidad de

morir ahí mismo. Sin embargo tragué saliva y temblan-

do contesté que no.

¿Qué habrías hecho tú?

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) 45 (

V. La maldición de los días relámpago

Es lunes y tengo la cabeza debajo del agua de la bañe-

ra. Hay tipos algunos años más tristes que yo, pero

también más violentos.

¿Vamos a parar el penalti o no? Fin de semana ex-

traño que me prepara para la velocidad de los días su-

cesivos. También es lunes en tus pestañas. Un lunes

larguísimo en casa o sombrío en una tienda de barrio.

Un lunes de noviembre, que es un mes que te araña la

espalda mientras se ríe o se escapa de la ciudad. Y hay

personas que viajan desde o hacia Londres, con la difi-

cultad de existir en el aire, mientras perteneces a nin-

gún lugar o a nadie. Escribir es un ejercicio de supervi-

vencia, el todo contra la parte. La montaña rusa contra

un niño miedoso.

Van a cerrar una tienda de antigüedades. Era de un

señor mayor que ha muerto. En la puerta hay un cartel

que recuerda el cariño de espontáneos compradores.

Mientras, un chico joven recoge una vida escrita en

muebles y abalorios que parecen plantearse la nostalgia

como posible solución al frío de la tarde. Los muebles

descansan a la intemperie y después probablemente

adornen un trastero en el mejor de los casos. Algún día

Page 46: Un polvo raro

) 46 (

alguien los rescatará de allí y montará un nuevo nego-

cio, en las afueras. Y todo estará bien, ¿no?

Sí.

VI. Al norte del pez dorado

Debería comprar un barco. Y llegar lejos, detrás del

acantilado. Miraría desde abajo y vería mi vida como

era. Y cuando la viera saltar, tendría que apartar la

vista, o no hacer nada. Me tengo que disculpar porque

ya no quiero ser así. Quien haya intuido una suerte de

promesa en mis palabras, perdón. Ya he encontrado

mucho de lo que no sabía que quería. Nunca he sido

demasiado malo, creo.

Pero hay que buscar dentro de las cosas sencillas, y

sobre todo, no obtener bofetadas del pasado, queriendo

demostrar algo. Deberías darte cuenta que lo mejor es

despertarte pronto y comprar el periódico. Y estar ence-

rrado en la habitación y estar bien. No hay nadie fuera,

que sepa cómo funcionan tus cables, o quizá no son

cables y son aspiraciones, o sillas.

Recuerdo los días de aquel verano como si fueran un

tatuaje en la espalda. Un día, paseando por la playa de

Calarreona, me asomé entre las piedras buscando al-

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) 47 (

gún cangrejo. En vez de eso, encontré un pez alegre y

dorado remontando un charco para volver al mar. Lo

cogí con la mano y lo tiré lejos. Parecía ir al sur. Yo es-

taba pensando en el norte de todos mis mapas. Un nor-

te geográfico apuntando a lo más introspectivo de su

ombligo. Ahora estoy aquí, preparado para las peores

noches, rumiando que cuando más quieres a alguien,

de sa pa re ce1.

VII. Los Angeles

Me dirijo hacia allí. Con todas esas casas de diseño

quemándose al sol de California. Con grandes avenidas

y escritores ávidos y pretenciosos. Todos en L.A. han

hecho algo importante, como robar un coche en mar-

cha. Y nosotros estamos metidos en esa dinámica, con

nuestros proyectos brillantes y nuestras historias in-

creíbles. A los dos minutos nos olvidaremos de esto y

avanzaremos estratégicamente resueltos hacia el acan-

tilado. Y las rampas no estarán tranquilas porque al-

guno ha de salir victorioso de ellas.

1N.del E. Se advierte a los lectores que este libro tiende a des-

aparecer.

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) 48 (

Vamos a volar a Tánger. Vamos a decirle hola. Va-

mos a ser enormes y delicados como los tendidos eléc-

tricos.

Lo que quedará de la violencia de los rechazos será

una sonrisa hermana de otra sonrisa y una tristísima

aquiescencia. Ya nos lo dijeron: todos estáis demasiado

lejos de vosotros mismos. Pero recordaremos el camino

de regreso con la extraña medida de los escenarios in-

fantiles. Y crearemos un trágico movimiento de párpa-

dos en torno a eso, y seremos parte de todo lo que

odiábamos.

Pero no te preocupes, si tienes suerte, tú tampoco

podrás evitarlo.

VIII. El pájaro anciano

Tengo la dignidad de un pájaro anciano. ¿Y si tú y yo

recorremos el horizonte de nuevo? Tendremos que so-

brevivir a los cazadores que ahora se disfrazan de gris,

y disparan sus días-bala contra nosotros. Pero estamos

prevenidos, amigo, para tener aspiraciones que sobre-

vuelen cables y tejados. Podemos matarlos a todos de

un golpe amable, y seguir nuestro camino, con las

geometrías tristes y emocionantes del vuelo compartido.

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) 49 (

Y hacerse mayor es esto, ¿no? Mucha más seriedad,

es decir, no podemos negarla. Tenemos que tirar de

todos los carros y solo pienso en la escena del Acoraza-

do Potemkin. Nadie vuela en mi trazo, creo, y eso es

precioso. Como cuando subes al autobús y no ves nin-

gún asiento libre y te colocas cerca de la puerta de sali-

da. Joder, ¿cómo se hace? ¿Qué quieres decir? Alas

blancas secándose en diciembre y túnicas de humo

como telón de fondo para una lluvia de promesas que

podríamos intuir. Lo que no es fácil es encontrar el pez

dorado o asimilar que se acabó la temporada en el hi-

pódromo. Fuimos caballos de sangre pura, amigo, y

decidimos mezclarla sin medir los tiempos.

Entiende que son las seis y media de un día casi fes-

tivo y no puedo dejar de poner la misma canción una y

otra vez. Y miro por la ventana e intuyo la vida detrás

de la sombra de una celosía blanca. Se mueven dos

figuras que están despejando el frío de una ecuación

sencillísima. Y vuelvo a mi vida cada 3:16 minutos para

darle al play. Y todo está justificado mientras desconoz-

camos quién mueve los hilos de este espejismo de audio

y vídeo que es una noche cualquiera.

Pensaba en lo que dijiste, lo que siempre decimos.

¿Que quién soy? Pues nadie, imbécil.

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) 50 (

IX. La posmodernidad

No pasan autobuses o pasan demasiados. Y siempre

así: carteles anunciando el vestido adecuado para la

noche menos perfecta de todas. Pero vistes con colores

cogidos de un Mondrian cualquiera y estás en la cresta

de la ola. Eres una arquitectura para el pueblo, con

elementos que yo también distingo. Y me has invitado a

tomar un café en una isla lejana. Tendremos que sopor-

tar las miradas justicieras de los que van despacio. Yo

voy tan deprisa que no dejo de recibir mensajes de tris-

tezas y noches pasadas. Quizá nademos a favor ahora.

O seamos barcos cayendo lentamente hacia la derecha,

en el fondo, abajo.

Vamos a ir a sitios, a palacios, a páramos desiertos,

a casas de alquiler. Nos van a acuchillar espadas de

tiempo, con engranajes de pájaro antiguo por la mesa.

Veremos juegos olímpicos, conquistas, alondras. Escu-

charemos discos de hace tiempo y nos gustarán can-

ciones nuevas. Pelearemos por causas injustas, como

un cruce de piernas o un suplemento.

Y las camas serán inmensas como días en la recep-

ción. „¿Pensarás en mí?‟, y me procuras un gesto com-

pasivo fugando con líneas de imposta. Como relámpa-

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) 51 (

gos o nubes lejanas, o bares con nombres de barrios de

otras ciudades.

„¿Seguirás escribiendo?‟ He escrito mucho, bueno,

no tanto. Supongo que sí, aunque ahora solo quiero

pegarme contigo y después salir a celebrarlo. Habremos

de ver películas con guiones arcaicos y enormes. Hay

ojeadores por todo el campo viendo nuestro avance. Y

nuestro avance es tan extraño que a veces duerme en la

cuna de la lluvia. Y estoy cerca de la salida. Porque soy

una silla de aeropuerto, una maleta, un sándwich, un

altavoz: nadie.

X. Posible viaje al sur

Hace un año empezaba todo esto. La ruptura emocional

con el camino recorrido, el recelo de las sombras como

anuncios de televisión. Y el miedo a las fachadas y los

autobuses saliendo de la ciudad. Ha cambiado tanto

que no consigo ver la diferencia. Salvo que yo rompía

vasos y la luz tenía otro carácter. Hace un año el des-

tino era un billete de tren y ahora también. Al sur pro-

bablemente. Con casas encaladas y calles de piedra. Y

partidos del Real Madrid en bares inexistentes. No quie-

ro hacer balance del frío, pero sí almacenar las caras de

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) 52 (

los que habéis estado tan cerca del abismo que habita-

ba. Los que veníais a visitarme al lodo de la tristeza,

cuando no era fácil.

Y por eso me acuerdo de Javi, un amigo. Porque no

pidió nada a cambio. Porque se reía mucho y era un

tipo violento. Porque contó hasta tres. Y me dejó dormir

en su suelo, y yo a él en el mío. Tuvimos una relación

de vagabundos, de héroes de Loriga, de hermanos fren-

te al desastre. Se acercó a la camarera del Supersonic y

le dijo algo precioso. Luego me lo contó con una belleza

grotesca y una poética rápida y desaliñada. No sé dónde

está ahora. Y él tampoco sabe dónde estoy yo.

XI. La teoría de los cuerpos celestes

Vivo en un barrio que arde casi cada noche. Yo también

le pegaría fuego desde arriba. Muchos pantalones pe-

queños y peinados de moda que alimentarían un fuego

muy débil, de otoño. „Me voy‟; nadie dice nada. „Adiós‟; y

ya hay una esquina dando la razón a mi huida. Todos

te miran y alrededor mucho humo y sonidos ingrávidos

gestionando una suerte de movimientos sutiles y gene-

rosos. Yo no miro a ningún sitio y tampoco hay nadie

notándolo. Ya no estoy aquí desde hace un rato y el

mundo crece como una montaña de cielo raso sobre

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) 53 (

mis enigmas. Música parcial ilumina el contoneo de la

chica peinada a lo garçon que estoy dibujando. Sí, en el

dibujo hay sangre de Bic rojo derramada. Lo del penta-

grama es una alusión al mundo horrible: música y lati-

dos y gente vestida para la ocasión. Y sólo creo en los

que están jodidos. Nadie propone facturas para posibles

averías y dudosas redenciones. Deberíamos recordar

cómo hemos llegado hasta aquí. Muchísimo azufre de

ciudades caóticas y recuerdos vegetales adornaban un

jardín laberíntico del que no tienes ni puta idea. Algo

místico, como las calles regadas o el café. La chica de la

mochila Dunlop le ha dicho a su novio que le quiere

mucho. También que los fantasmas del pasado entur-

biaban muchas de las posibilidades. Ahora las chicas

miran a los chicos y ven obstáculos en su narcisista

carrera hacia el abismo. Y ni tú ni yo podemos esperar

agazapados entre el centeno para salvarlas a todas. Lo

mejor será irnos durante el invierno, cuando se congele

el agua del lago este de Central Park.

Tengo muchísimo miedo, de verdad, miedo. No creo

que nadie se dé cuenta de lo asustado que estoy. El

balón viene hacia mí muy rápido y lo más recomenda-

ble es tomar café mirando los tejados.

Estamos perdidos, compañeros.

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) 54 (

XII. La alegría del incendio

Me dijo: apártate y lo verás todo muy fácil.

Pensé en la vida y quise intuir un anticipo extraño

para una teoría no menos inverosímil. Sin embargo tiró

una cerilla a los escombros y todo empezó a arder muy,

muy violentamente. Luego pensé que era una mala per-

sona por quemar cosas pero mi actitud era la de un

gato viendo el cadáver de un pájaro. Él estaba nervioso

porque sabía que la policía no tardaría demasiado en

llegar, pero en lugar de mirar directamente a las llamas

me miraba a mí. El olor a objetos quemados me trajo

recuerdos de los días en que también quemaba cosas.

Sonó una sirena a lo lejos, y un vecino lo grababa

todo con el móvil. La reacción del ahora pirómano era

previsible, pero espectacular en cualquier caso. La sire-

na se incorporaba con más fuerza a la agonía de los

acontecimientos. Yo llevaba una barra de pan para ce-

nar y estaba muy tranquilo.

Era precioso el baile del jinete de fuego cabalgando

sobre todos sus motivos, una obra maestra. Llegó la

policía y los bomberos luego. El hombre me miraba fi-

jamente mientras se acordonaba la zona. Yo estaba

tranquilo. Antes de que el fuego le arrebatara el último

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) 55 (

hálito de vida me preguntó gritando: „¿Ha quedado

bien?‟ Y aparté la mirada por un momento y alcé el pul-

gar en señal de aprobación.

La policía pensó que era fácil ver a cualquiera ar-

diendo en su propio fuego.

XIII. Vamos a ganar algo

Reflejo de promesas sobre lagos helados y pequeños.

Un pequeño gesto de soledad adorna la parada de au-

tobús en que me encuentro. Leo la contraportada de „El

Público‟ y miro de nuevo a lo lejos. Tengo que volver al

sur, como quien vuelve a ningún lugar. En el sur hay

casas blancas y mujeres antiguas cocinando. Y hom-

bres que miran desde la puerta. Hoy no he regado las

plantas. Me gusta el rosal rosa. Porque cada vez está

más grande y yo lo veo amanecer con algún tipo de vi-

da.

Veo la alegría de los vasos limpios y me hago un ovi-

llo que luego desaparece en una cama de ochenta. No

es esto a lo que habíamos venido, quiero decir, vidas

demasiado difíciles o excesivamente matizadas. Prueba

a mirarme a los ojos y no pensar nada de lo que te he

dicho alguna vez, ni lo mejor o peor de mí, piensa que

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) 56 (

estoy delante tuyo como un cuadro recién hecho y ape-

nas comentado.

Limpieza y armonía en este tránsito hacia el bonito

abismo de unos brazos que sujetarán nuestras almas al

borde de una película desfilando frente al sofá.

Pensarás que estoy cambiando de discurso, pero

tengo la firme intuición de que este invierno vamos a

ganar algo.

XIV. Me voy a cagar en todo

Tengo amigos con muchísimo talento. Talento de ese

que vive solo y duerme poco. Pero tendremos que inven-

tarnos de nuevo, les digo, mientras escucho una can-

ción que dice lo mismo. Y es enorme la necesidad de

aplausos… y la búsqueda de gloria muy por debajo de

las sillas. Yo una vez fui así. Tuve problemas que sub-

rayaban la violencia de los tiempos. Y habitaciones ver-

des como la esperanza perdida. Fui épico como las ca-

misas de Dylan, e improbable como un gesto necesario.

Y ahora preparo una conferencia. La titularé: “Los

viajes interiores”. Pero en realidad hablará de lo muchí-

simo que me cago en todo. Me presentarán diciendo de

mí que soy tan joven que en mi obra no me encuentro

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) 57 (

ni yo. Tras una reducida pelea con mi introductor elo-

giaré la banalidad del personaje en que estoy trabajan-

do. Elaboraré una delicadísima teoría sobre la posmo-

dernidad de mis vómitos. Hablaré de lo estúpido de

enfrentarse al mundo ahora y de lo bello de los peque-

ños acontecimientos post-familiares. Contaré lo horrible

de la victoria y lo difícil de la derrota. Seré la nueva

versión de la última mierda que descansa en mi calle.

Joder, cómo tocas la guitarra, cabrón.

(Debo pedir disculpas por la publicidad que aparece

en la página. Es el precio que tengo que pagar por no

tener ni puta idea. Siempre que sale no puedo hacer

sino esperar que nadie se interese por su contenido.

Debo aceptar la levedad también de la basura que

arrastra mis pies por el camino de los tiempos).

Y así se acaba la semana, postrado de rodillas ante

vosotros, el público más exigente de todos, el público

que no existe.

XV. La calle de la Fe

–Esto es jodido y perfecto –decías mientras agotabas la

calle–. Tú y yo somos máquinas humanas y hermosas,

sin dinosaurios, sin pasado, sin argumentos para des-

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) 58 (

trozarnos todavía –yo te miraba desde el rincón que

eran mis manos dormidas en los bolsillos–. Y Madrid,

nos está tratando bien, joder, le debemos unos años

más, le debemos la tranquilidad de estar aquí y soñar

con estar aquí.

Ya era definitivo, firmo eso, mierda, lo firmo con mi

puta vida con aval. Que vuelva a cruzarse el demonio

conmigo, ahora sé lo que decir (la última vez estuve frío,

distante).

Y los ojos no eran tristes, sino claros, como la pri-

mavera en la calle de la Primavera. Y no querías que te

salvara de nada sino que nos pusiéramos a salvo. A

salvo de las fotos, del ciberespacio, a salvo de lágrimas

de gente que no está llorando.

A esas alturas (de calles con pendientes invertebra-

das) ya te imaginaba en los lugares azules, mirando

muy contenta por ventanas de madera y amables. Mi-

rando muy contenta. Pensando en abrazarme segundos

después de haberte abrazado. Y pensaba que llegába-

mos tarde al mejor concierto de Dylan. Que seríamos

los últimos en hablar de las luces de las calles, inten-

tando aferrarnos a esa espectacular elegía de ganas y

segundos. Pero…

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) 59 (

“¿Tú qué eres?”, pregunté, consciente del peligro de

una respuesta lamentable, de un posible no sé que me

sacara de allí y me hiciera volver al balcón de mis pro-

blemas. En cambio me miraste y dijiste: „Soy la peor

idea que he tenido‟.

Claro.

XVI. Hay canciones que conozco

Claro.

Lo normal era abrir la puerta, y escuchar la canción

que sonaba al fondo. Pero vengo de lejos, anticipando el

dolor que debe surgir ahora. Entonces está bien no te-

ner demasiado y que las noches huyan de uno mismo.

Y llegar a casa con arena en los bolsillos y la tristeza

fría en la espalda. En la mano derecha un puñado de

pena, en la izquierda la tristeza que dejó una chica en

la barra.

Y con todos estos ingredientes sólo puedo cocinar al-

go muy lento. Tendré para varios días. Y congelaré la

calle hasta que viajemos muy lejos de aquí.

Y pienso:

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) 60 (

Otra vez haciendo planes que no tienen nada que ver

con lo necesario. Porque lo necesario es aprender a es-

tar muy solo. Para cuando también se cansen de seguir

el tren los caballos salvajes.

Y soluciono:

Para las heridas lo mejor es mirar por la ventana,

mientras llueva. Porque esta lluvia está lavando el sá-

bado que tanto hicimos por ensuciar. Porque esta lluvia

y una manta es lo único que tengo ahora.

Y termino:

No dramaticemos si llego tarde.

Me siento delante del ordenador, y escribo:

N O E S T Á S S O L O.

XVII. The End

La bruma desaparece pronto en el discurso de los días.

La última vez que te vi, cruzabas todas las aduanas de

un pensamiento. Sostenías una maletita que descarta-

ba la huida eterna. Me colé entre los dedos de tus re-

cuerdos para alimentar la crisálida de la nostalgia.

Subíamos la montaña de todos los problemas mientras

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) 61 (

no éramos capaces de esbozar un gesto. Tu rostro de

carbón pasaba a la historia de las estaciones de trenes

Entonces era siempre, y siempre sería cuando no es-

tuviéramos juntos.

Dejé girado el manillar de los tiempos para saludarte

como si estuviera cosiendo un botón. El ángulo del vér-

tigo camina por un hilo de plata. Y el hilo de plata se

rompe siempre.

–Si vuelves, no preguntes por mí –dije, mientras re-

solvía la distancia.

Seguías sin decir nada pero ya habías abierto todas

las taquillas. Y en el fondo había ventanas con vistas al

barrio bajo de Lisboa (decías que te sentías frágil, como

un boxeador en una oficina).

No te preocupes por mí, ni por los taxis que han ve-

nido en procesión. Al fin y al cabo no queremos ser más

que la postal que deja este paisaje que abandonas para

siempre.

Pd: recuerda que las ciudades van a dejar de existir

dentro de poco.

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EL RITUAL DE LA ENERG ÍA A CIEGAS

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) 65 (

I. Origen

Si sales a la calle no saludes a la primera chica que te

encuentres. Guarda el móvil en el bolsillo y sigue an-

dando. Lo mejor es cuando te cruzas con alguien y

sabes que te ha mirado. Lo peor, una puerta cerrada.

Saluda al portero, y háblale durante dos minutos.

Otro día te será de ayuda. Recuerda que has olvidado

coger el abono de transportes y ve andando a cual-

quier sitio.

Entra en ese bar que viste el jueves pasado. Pide un

café con leche y di que no te gusta. No vuelvas allí.

Sigue recto y fíjate en cómo ha quedado el edificio que

llevaba dos años en construcción. No finjas que te

gusta y mantén la expresión. Saluda al albañil que

está atornillando un tubo de ventilación. Para cuando

se pregunte si te conocía de algo tú no estarás allí y

eso te convertirá en vencedor.

No fumes. No eres más interesante por hacerlo. Se-

rá bueno que preguntes a la señora que riega los ge-

ranios si alquila su piso. Te dirá que no pero no te lo

diría si llevaras un maletín cargado de billetes marca-

dos. Eres Robert de Niro y todos los demás son los

malos. Algún día el mundo oirá algo tuyo y para en-

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) 66 (

tonces tú ya estarás muerto. Hoy día sólo muere la

gente importante. Puede que todos seamos importan-

tes pero tú de momento debes seguir empeñado en lo

contrario.

Cada persona con que te cruces esta mañana va a

ir dramatizando su particular historia de un punto a

otro de la ciudad. Es como tu última chica. No te quiso

o sí. Te llevó de un punto a otro. Eres como un gato

que cogen del pescuezo y lo aparcan fuera. Ahí no ha-

ces daño por mucho que claves tus ojos fluorescentes

en la espalda de un martes. Por eso lo mejor será co-

rrer a otro tejado. No era tu punto de partida, pero

eso, amigo, es lo mejor de todo.

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) 67 (

II. Cenizas

Se encendió la luz del cuarto piso en la acera de la

izquierda. Seguí recto. Escuché una conversación ya

empezada: „tengo sólo un par de tangas‟. Entré a la

cafetería de siempre y pedí un cappuccino. Pensé en

los pisos de alquiler mientras leía la publicidad del

MediaMarkt.

El día anterior habría vivido en cualquier parte, pe-

ro en ese momento estaba enamorado de esa calle. Es

una calle absurda que desemboca en otra porque sí.

Casi siempre hay un tipo que contempla un Renault

21 como quien se encuentra una foto de su juventud.

Después saca las llaves, comprueba una cosa de la

que ni él mismo está seguro y se aleja nuevamente.

También hay una chica esperando que su hermana

pequeña salga del colegio. No es demasiado guapa

pero eso importa poco a las seis de la tarde.

La luz golpea serenamente el patio del Colegio Por-

tugal, y detrás un cambio de escala brutal amenaza

con su espada de ciudad a lo pequeño de las historias.

A partir de las 9 se apagarán las luces y todo tendrá

otra trascendencia ignífuga. Yo ahora leo por tercera

vez este mes „Héroes‟ de Ray Loriga. Curiosamente

estoy sentado en la misma mesa donde lo conocí. Pero

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) 68 (

el que escribe ahora soy yo, y el tipo del Renault 21

me ha mirado con cierto recelo. Sabe que me he dado

cuenta de sus maniobras teatrales y no tiene intención

alguna de terminar con ellas. Por eso, lo miro desa-

fiante, me pongo agresivo, y dejo un euro y medio so-

bre la mesa. Me sorprende salir del café y comprobar,

que nada de esto existe.

III. Un asesino

Eran las siete de la mañana de un domingo extraña-

mente electoral. Yo caminaba de regreso a casa por la

plaza de Santo Domingo. Llevaba las manos hundidas

en los bolsillos y la mirada fija en un punto del suelo.

Sólo buscaba un bar abierto, para tomar un café y leer

el Marca. Todo apuntaba a que el Madrid ganaría la

liga. Sin darme cuenta me sorprendió un pequeño

espectáculo cincuenta metros más abajo. Ante un co-

che de policía, un individuo con cierto parecido a Mr.

Bean simulaba que tenía una pistola con la mano de-

recha dispuesta a tal efecto. Arremetía con manifiesta

insubordinación a un coche patrulla que no vigilaba

nada especialmente. Después se tiró al suelo y se le-

vantó con una naturalidad envidiable (hay personas

que, de tanto soportar el dolor, nunca se hacen daño).

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) 69 (

Esa mañana yo no quería ser Robert de Niro, así que

seguí caminando.

Con la velocidad de un semáforo de autovía, el tipo

se detuvo ante mí. Me preguntó si tenía fuego y no le

contesté. Aún así insistió y me dijo que la policía no le

perseguía porque ese día él era importante: iba a ser

vocal en una mesa electoral. Le dije que, si eso era

cierto, se fuera a duchar. Me contestó con una serie-

dad que hasta ahora había quedado oculta por el circo

que arrastraba desde el sábado. Dijo: „un asesino

nunca se ducha, caballero, porque conoce sus man-

chas y las respeta‟. Después me contó que había ma-

tado a su mujer hacía unos años, „cuatro golpes‟ repe-

tía. Yo hundí mucho más mis manos en los bolsillos y

le miré por última vez. Me despedí sin darle la mano.

Pero he de reconocer que cuando cerré minutos más

tarde el periódico, llegué a creer que ese tipo era un

asesino.

IV. La felicidad ausente

¿Qué buscas? Por la calle, que es la antesala de cual-

quier tristeza dormida. ¿Qué eres? ¿No te das cuenta

de que el mundo se pone en funcionamiento cada no-

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) 70 (

che a pesar de todo? Será que no has pensado que tu

presencia es una mancha en la camisa de un presente

que se arrastra casi siempre. Mírate, llevas en el bolsi-

llo una llamada que no te importa, y en la mano una

conversación de un tipo al que no conocerás nunca.

Intentas trascender y lo único que se te ocurre es

cambiar de posición en cada flash del bar al que has

llegado. Ni siquiera está medio roto el cuaderno en el

que escribes. Tampoco existes en el intervalo que cru-

za con gabardina el hiato de dos palabras.

Vas a verlo cada vez más claro. Es muy difícil en-

contrar personas de día, en los pasillos de una vida

que no tienes. Vas a acabar huyendo de los problemas

de la noche, porque eres débil y las máscaras no sos-

tienen el velo de tristeza que has comprado. Antes eras

un chico importante, creías en la velocidad de los sen-

timientos. Pero has llegado a la altura de todos ellos y

te has quedado quieto. Porque no quieres nada y no

puedes quererlo. Porque no sabes a qué palabras te

enfrentas a diario. No eres capaz de fijar la atención en

un punto concreto. Ni siquiera puedes presumir de

querer ser algo porque eso ya no vale nada. A nadie le

importa. Vas a ser uno más, alguien a quien cualquie-

ra le dijo que llegaría lejos. Un tío de esos que fotogra-

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) 71 (

fía su falsa modestia por paisajes y arquitecturas efí-

meras.

No vas a ser escritor, nunca.

V. No leer

Los caminos hacia la felicidad cada vez son más ex-

traños. Ayer lo pensaba mientras veía el sorprendente

informativo nocturno de Sánchez-Dragó. En un inter-

medio oí ruidos que venían desde la calle. Había un

grupo formado por cuatro chicos y tres chicas. Entre

ellos despuntaba la violencia del desparejamiento, la

obscenidad de edades previas, la inconsciencia. Grita-

ban, corrían, meaban en mi portal. Era una actitud

sutilmente digna para ser jueves. Yo era un espectador

de lujo, quiero decir, había ocupado la posición de

cualquiera de ellos hace no tanto. Hacía ese frío tan

característico de finales de mayo. Cuando estás enci-

ma del ring no eres consciente de la violencia desata-

da. Yo era „cinderela man‟ y toda mi familia me espera-

ba en casa. Entonces decidí bajarme una película. La

noche era una escena comprimida bajándose, a ratos,

a 247 Kb/s. Firmaría ser siquiera un pensamiento

antes de dormir en una habitación distinta.

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) 72 (

Cuando apagué las luces de mi cuarto (también la

pequeña) y me puse el pijama y me acosté y me levan-

té y me acosté de nuevo, apareció el espectacular

cuerpo de Mónica Bellucci en pantalla. Fue un golpe

inesperado, una pelea al salir de una cafetería. Te ase-

guro que no lo entiendo, vestida de fisioterapeuta.

Quitemos todo lo demás: la película, la banda sonora,

la fotografía, los actores, mi habitación, los libros por

leer en el suelo, todo. Entonces sólo quedará ella. Solo

Mónica. Sólo una chica en una pantalla diciéndome

con sus ojos que tiene muy claro que no soy el único.

Que no soy el único en desmaterializar el mundo a

través de sus pensamientos para tenerla cerca. Móni-

ca, la única diferencia es que mañana yo te echaré de

menos o no.

VI. Luz de gálibo

Hay demasiada gente sentada en los bancos del Par-

que del Oeste. Algunos leen manuscritos y otros tocan

la guitarra. A estos últimos a veces les graban con el

móvil. Pero no tocan canciones en mi idioma y eso me

pone de mal humor. No me imagino, esta tarde, a Bob

Dylan tocando canciones de la vieja trova cubana.

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) 73 (

Sólo defiendo la posibilidad, remota, de que encon-

tremos un lenguaje universal. Para ello no hace falta

que te entienda. Lo importante es que lo entiendas tú.

Yo encontraré el camino de descifrarte, y cuando lle-

gue el momento, seguramente esté preparado para

hablar contigo. Si intentas explicármelo antes de

tiempo, lo vas a simplificar tanto, que no me va a in-

teresar nada.

Debe haber cincuenta y tres chicos intentando

cambiar el mundo a través de sus canciones en mi

barrio. Tú y yo le vamos a quitar importancia a esa

trascendencia. Porque al final siempre nos alimenta-

mos de lo mismo y, para que salga una canción bue-

na, tendremos que hacer doscientas horribles o lo que

es peor: normales. Me siento vacío cuando veo la velo-

cidad con que los músicos cercanos encuentran el

camino del Olimpo con cada nota. Porque sé que su

cielo es mucho más luminoso que el mío. Mi cielo tiene

una cafetería que hace esquina y una parada de auto-

bús debajo de una casa que no existe. Por la tarde le

entra un rayo de sol que podría ser perpendicular a la

tristeza de cualquiera, y una nube por si acaso. En mi

cielo el Madrid ha ganado la liga y mañana abren las

tiendas.

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) 74 (

Pero al cielo tampoco se llega a través de las can-

ciones, Bob, no todavía. Se llega a través de la metáfo-

ra que encontraste sin leer y la esperanza que quisiste

sin usar. Porque en ese cielo la vamos a encontrar a

ella dormida, entre cajas de embalaje y promesas y

paredes y nostalgias.

VII. La ciudad americana

Es el sueño de todos los escritores. Un momento má-

gico que todos y cada uno de los que creemos en ello

atravesamos. No hay tregua ni luz roja.

Estoy sentado en un café llamado „Ogamdo Bar‟ en

una perpendicular a Wilshire Bulevard cerca de Be-

verly Hills. Escribo tan lento como puedo. Cada cierto

tiempo pasan a rellenar la taza de café y la sonrisa de

las camareras empieza a conformar una escena espec-

tacularmente costumbrista.

Siempre te dicen que el tiempo lo cura todo. Yo es-

toy empezando a sentirlo ahora. Es decir, ves a la gen-

te en el tranvía ligero leyendo el Los Ángeles Times con

cara de preocupación y después compruebas que es-

tán analizando la programación de la televisión por

cable. Es el sueño de todos y cada uno de nosotros,

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) 75 (

estar aquí, donde nada existe y todo parece una esce-

na no demasiado elaborada de una película absurda.

El tiempo lo cura todo, hasta que te das cuenta de

que vuelves a recibir las mismas llamadas telefónicas.

Ten claro que cuando seas tú el que llames probable-

mente haya vuelto a aparecer el tiempo y nadie en-

cuentre sitio.

Me levanto y pago un dólar cincuenta y me gusta y

salgo por la puerta. Hace un sol color California y miro

a través de los jardines la vida de papel de la gente.

Soy un extranjero caminando con la solvencia de los

billetes de cincuenta. Prefiero la intimidad de la octava

hasta llegar al Hotel 2000. Me gusta pensar que ahora

podría estar en cualquier lugar del mundo, que no

demasiados me echan de menos, y después vuelvo a

mirar el móvil. Hay bastantes tipos que hablan mal de

esta ciudad que ahora me deja en el bulevar Santa

Mónica que lleva hasta la bahía. No hay tanto que

hacer y me siento en el césped que hay frente a la uni-

versidad de adultos. Todo son locales de sushi y meji-

canos y franceses e italianos. Nadie ha nacido en nin-

guna parte. En el restaurante chino te atiende un tipo

de Tulsa que se queja con ese particular acento, y en

el ribs house te trae la carta un filipino. Es lo mejor de

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) 76 (

estas calles, la no pertenencia gritada de forma retóri-

ca. El café me ha puesto en marcha y una vez agota-

dos los siete kilómetros hasta la costa me detengo a

contemplar el mar como nunca antes lo había hecho.

El tiempo lo cura todo, tanto que, al volver la vista

atrás tengo que asumir que no estoy aquí.

VIII. El hilo de plata

Cuando el párpado de lo que no existe se cierra y te

encuentra temblando lo mejor es cambiar de idea. Si

sigues la línea de todo lo previsto quizá alguien te al-

cance en el último giro, y eso no te apetece en absolu-

to.

Cuando desdobles el trébol de humo sobre el abrigo

del invierno, ten muy presente que quedan cuatrocien-

tos kilómetros para romper el hilo de plata.

Dicen que si mientras duermes sueñas que vas a

caerte, hay un hilo de plata que une tu alma a tu

cuerpo y evita el golpe despertándote. ¿Nunca te ha

pasado? ¿Nunca te has caído incluso de tus sueños?

Entonces la chica advirtió en mí una molesta inca-

pacidad para mantener la concentración y yo no supe

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) 77 (

salir de ahí. Le pedí disculpas y me fui corriendo pen-

sando que quizá el año que terminaba había sido un

páramo de biografías y enredos menores. Las páginas

de los problemas habían ido quedando atrapadas en

un mueble de pájaros en segundo plano. Y todos esos

pensamientos debían pillarme delante de un papel en

blanco, o recorriendo irremediables jardines de frío y

silencio.

Las escenas surgían como la posproducción de una

película antigua. Sentía el calor de las posibilidades

como si fuera un hecho solemne y dramático.

Supongo que la crisis de épicas y vértigos recondu-

cirá mi paso veloz y firme hacia la nada. Supongo que

estarás cerca para despertarme cuando el equilibrio

sea mucho menos que una probabilidad y mucho más

que un recuerdo.

Las chicas se desvanecen como un último capítulo.

Los chicos miran por la ventana del autobús y viajan

de nuevo. Hay un hombre que te debería sacar de aquí

pero no encuentra el modo. Y la canción de un libro

que podría ser hermoso sigue apenas esbozada en el

rojo de unos labios encendidos en la peor de las no-

ches.

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) 78 (

Y no me quejo, de veras. Incluso esto queda escrito

en un papel, como un posdata que no llegó a ningún

espejo. Porque atravesar un principio mediocre no te

deja más preparado para la derrota. ¿Qué dirás de mí

cuando se acabe? ¿Te gusté? ¿Te he molestado lo más

mínimo? ¿Te has caído alguna vez de un sueño?

IX. Dos entradas de cine

Estaba recogiendo los libros de las estanterías para

meterlos en una caja. Siempre que hago una mudanza

encuentro trozos de días representados en flyers y

publicidad de cursos de inglés. No me suele costar

tirarlo todo, asumo que pasar página es la única forma

de darle una patada al tiempo, que siempre nos abra-

za con una melancolía dolorosa y conmovedora. Hasta

el último metro cuadrado representa el escenario de

guerras pasadas, y conversaciones casi agazapadas.

Cuando bajé de la estantería la Trilogía de Nueva

York de Auster, planearon dos tickets hasta descansar

en el escritorio. La tarde quemaba como un cuchillo

rompiéndose de frío. Los puse debajo de la cámara de

fotos y junto a una taza de café vacía. En el escritorio

había un disco que compré a una chica impresentable,

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una carátula, un reloj carísimo y un rotulador gasta-

do. Al sur de la pantalla de ordenador, una grapadora,

una foto carné, la tapa de un helado y una caja de

aspirinas. También había un postit con el teléfono de

Tele-Taxi.

En medio de toda esta confusión sonó el teléfono.

Era la inmobiliaria que me llevaba el contrato del piso

al que me iba a trasladar. La certidumbre del recuerdo

caminó conmigo mientras encontraba cobertura. Nadie

me garantiza el regreso a estas últimas noches, en que

he descubierto al que será siempre uno de mis mejores

amigos. Este recorrido por el ritual de la energía gas-

tada ciegamente por las calles ortogonales junto a

Princesa al salir de casa, el desorden del cuarto de

baño, el horno roto y la vida llamando a la puerta.

La despedida es el momento menos crucial de to-

dos, lo importante es la búsqueda, la lluvia y la cena,

la ropa tendida y los programas de televisión.

Hay una botella de Ron en el armario y todavía

queda café querido amigo, todavía no está todo dicho.

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X. El adiós de los días

El slide fronterizo recorre la espalda de nuestras pers-

pectivas. Mientras, a lo lejos, se despide el teléfono de

su recorrido insomne. Me levanto y espero que la suer-

te llame a la puerta y cuando llama estoy demasiado

cansado para ceremonias y ritos. Y la garganta aduce

una introspectiva capacidad de resistir los golpes. So-

mos la generación de los problemas por los problemas:

no hay líderes demasiado buenos ni cantantes lo sufi-

cientemente guapos. Tenemos que valernos de un ta-

lento tan extendido que ni siquiera nos ayuda a coger

impulso.

La agonía viene de saberse en el exilio de tus pro-

pias limitaciones. Y la actitud correcta surge después

de lavarte la cara muy temprano o muy tarde. Es en

esos escenarios donde vigila la esperanza ciega de

creer en algo: el nihilismo más incoherente se abraza

al mejor peinado posible.

Sé que ahora te recuerdas trepando por unas esca-

leras infinitas, esperando al fin la luz que encajara

dentro del abanico de los días. Y la calle era un ejerci-

cio de probabilidades. Los escaparates se vestían de

espejo porque estar guapo te salvaba de ciertas som-

bras o dudas. Te limitabas a escapar de todas las

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) 81 (

puertas cerradas y te sorprendías rodeado de ninfas

que sólo hablaban de amor.

La juventud es un periodo engañoso en el que lo

importante es resultar creíble. Aunque lo normal es

que no te crea nadie, y te quedes encerrado en una

bola de cristal. La peor solución es pensar que puedes

volver, al cabo de demasiado tiempo, y encontrar la

nieve convertida en copos de esperanza.

XI. Maté al poeta

Tenía que hacerlo, sin más. Otra justificación habría

que buscarla en los planos reservados a la niebla y los

coches en dirección contraria. Ella me había hablado

de él, finísimo en sus metáforas y hábil como pocos

para construir un imaginario bucólico y trascendente.

También me dijo que había sido una noche nada más,

en uno de esos escenarios modernos, y que el día si-

guiente lo había desmenuzado para pedirme perdón.

No deberíamos pedirnos perdón nunca, debería bastar

con no volver a hacerlo.

El poeta pidió un bourbon con coca cola y pidió

otro para ella. Después se fue a otro lugar, para man-

tener el interés. En este tipo de rituales se suele en-

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contrar a gusto. En su onírico camino al baño, ella lo

encontró irremediablemente y él le habló de su transi-

torio trabajo actual. Le describió todo tipo de arquitec-

turas efímeras con la grandilocuente mediocridad de

quien ha ganado algún que otro concurso menor. Y

ella no era mejor que yo, y él llevaba corbata y chaleco,

y pantalones de una 38 con tirantes. “¿Otra copa?”, y

el whisky resbalaba entre el hielo como él querría mo-

verse entre sus labios. Mucho dinero, al que restó im-

portancia yéndose de nuevo. Ella se giró y sus amigas

ya se habían ido. No quiso saber a dónde y el poeta le

cogió la mano. Y le regaló algo al oído, rosas, al oído.

La música pasó de los Artic Monkeys a The Sounds y

luego a una canción que no habían escuchado nunca.

Música de fondo: el poeta escribiendo su última poe-

sía. Yo entré en el local. Y al presenciar la escena no

me inmuté y comencé a desplegar mi coreografía más

extraña. Me movía con una irreverencia mágica a los

golpes de bombo de la canción. Un gin en la mano

derecha y en la otra un anuario. Era el fantasma de la

ópera planeando un final imposible. Cuando ella se

dio cuenta de mi presencia, le dijo al oído sus últimas

deliciosas palabras. Porque me sentí impulsado a co-

rrer a la cabina del DJ y parar la música. Entonces,

con los ojos de gato de autopista de la gente apuntan-

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do hacia mi, miré al poeta, rompí un vaso y mirándolo

fijamente me clavé el vidrio roto en el estómago. Con la

inercia de quien se sabe acabado, abrí el anuario por

la página 24 y con la sangre desdibujando las pala-

bras que en otro tiempo había escrito el chico que

ahora la abrazaba, leí entrecortadamente su poema

asiéndome del micrófono ya inservible. Palabras, se-

guidas de sangre y palabras. Palabras mediocres que

desnudaban el escaparate de algunas imágenes la-

mentables que jugaban con mi último aliento. Cuando

ella consiguió observar directamente la escena, yo ya

no podía hablar y me cogía el estómago destrozado y

apoyaba la cabeza en el suelo. El local daba vueltas en

torno a mis ojos excepcionalmente abiertos, como en

esos libros del Dante. Entonces me caí y dejé de respi-

rar, sabiendo que había sido capaz de matar al único

poeta que había allí.

XII. Firma aquí

Me lo dijo de memoria. Con las lágrimas del whisky

más barato. Firma aquí. Pasarás una noche lejana y

solvente. Amanecerás entre sábanas limpias y borro-

sas. Serás el cabrón con más suerte de la ciudad.

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Tuve que irme con muchísima vehemencia. Aquella

chica proponía un trato reconocible. Y yo estaba muy

solo. Sin acentos, sin virtudes: solo. Sudando lentas

gotas de iridio. El mismo yo que había visto como se

acostaba el sur de los sentimientos, de los pájaros

vivos. Yo, que contaba historias sobre derrotas a gente

que lo había perdido todo. El mismo yo que no tenía ni

puta idea del sufrimiento más allá de los viernes.

No tenía mucho. Como casi siempre, el horizonte

temblaba como cucharas en un dedo. Y creía verlo con

una claridad asombrosa que más tarde me revelaría

mi posición distante y mediocre.

Hoy, todo lo que odio cena conmigo. Y la cena es

deliciosa: el postre trae un sorbo de la más remota

desesperanza.

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XIII. Fuera de mí (Fora de mim)

Bajé del globo y entré en la habitación. El último dino-

saurio agonizaba mientras me miraba a los ojos, advir-

tiéndome de algo grandioso y fatal. La lluvia no dejaba

de golpear el techo del edificio y yo estaba, paradóji-

camente, entre desubicado y colocado.

¿Por qué cojones estoy ahora escuchando a Josh

Rouse? Yo nunca escucho a Josh Rouse. Yo prefiero el

sonido de la primavera abriendo la lenta dignidad de

sus muslos. Claro, Josh Rouse tuvo que irse a España

y se condenó al mundo de las canciones subtituladas.

Yo soy algo mejor: no necesito subtítulos para mis

canciones. No necesito que nadie las explique. Pero

quizá le cambie la nacionalidad a mi corazón. Ha lle-

gado el momento de partirme en pedazos para poder

comprenderme, luego. El vacío que hay en mi nevera

desde hace semanas me ha debido llevar a esta jodida

indigestión de puzzles que no me deja hablar con cla-

ridad o exactitud.

–Tranquila. Yo tampoco comprendo las metáforas,

sólo las escribo con la ilusión de que un día nos alejen

de todo esto. Que vuelvan de la alcantarilla a la que

las lanzo silenciosamente y nos rescaten con una

chispa de misterio –dije, intentando poner algo de or-

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den–. Y que nos lleven a todos los lugares azules:

Nashville, Cartagena, Carabanchel, yo qué sé. Aún

dudo cuáles son los lugares azules. Ni siquiera sé si

tienen nombre –continué. Afortunadamente no me

respondiste y pudimos conservar en aceite el estado

místico del comentario.

Dejemos esa labor al disco. Escupirá la pista siete.

Será el número del pájaro antiguo, de la rapiña ro-

mántica: del no necesitar certezas para seguir vivo.

Todos sabemos que el pájaro sabe jugar a esto, que

robaremos un balón absurdo y lo clavaremos en la

escuadra. Yo ya sé que soy un tipo con suerte. Que de

alguna manera todo se recompondrá sólo.

–Lo sabrás cuando la noche se levante, me dije. Y al

parpadear parecía haber vuelto de ninguna parte. To-

do estaba en calma y el mar estaba delante de mí. Na-

die se preguntó por el tránsito entre la habitación y la

costa. Nadie utilizó el fundido a negro ni las transicio-

nes nostálgicas para hacer de la película una escena

costumbrista y comprensible.

Y, lo que es más importante: nadie se preguntó por

el dinosaurio. Las ubicaciones son sólo eso: nombres

de ciudades que han quedado desgastadas por el

tiempo, el mejor de los asesinos a sueldo.

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Nada es importante.

Aquí nadie necesita nada.

Un estado mental sin problemas diplomáticos.

Hace un rato, creía ser capaz de explicarlo todo sin

necesidad de introducciones. Es más, ni siquiera ne-

cesitaba las canciones para debates posteriores. Podía

hacerlo sólo tocándote. Pero he parpadeado otra vez.

Afuera llueven nueces sobre un campo de viento. Yo lo

veo desde la ventana y el mar sigue al fondo. Creo que

he terminado la canción. La tengo en los dedos y en la

garganta. Estoy en calma. Podría tocarla de corrido,

arpegiando-té.

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XIV. El nuevo azul eléctrico

Y el café supo a dinamita. Helado y sencillo como los

días posteriores. ¿Quién vive aquí? Seguramente los

restos de la tormenta, el lobo que aullaba en la estepa,

un tipo sólo que quiso estar solo. Y decía: “Lo único a

lo que aspiro en la vida es a que me dejéis en paz”. Yo

lo miraba desde un trabajadísimo segundo plano y

pensaba en la palabra „paz‟. ¿Con qué te quedarías?

Bebía mientras entrecortaba la mirada. ¿El dolor o la

nada? Y no podía dejar de pensar en el origen del do-

lor. Muchos pensaréis que me quedé sentado mirando

por la ventana. Pero me levanté y sentí el aliento fresco

e intenso de todas las promesas azules y eléctricas.

Y ahora hay que salir a la calle, escuchar las mejo-

res canciones, y hacer que todo tenga el sentido de las

escaleras: ascendente o descendente, qué más da. No

me comprometo ni conmigo mismo. Sólo firmo el pacto

que me ofrecen las calles, tristes y nuevas, al volver a

las seis de la mañana (muy cansado). „¿No quieres a

nadie?‟, pregunta una chica al fondo, abajo. ¿Cómo es

querer? ¿Cómo lo hago? Dame el peor manual de to-

dos los tiempos y disfrázate de ausencia.

(Larga pausa, la chica ya se ha ido, creo)

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Te querré si puedo, te querré si quiero.

XV. El escondite

Vienen los diamantes. Rápidos. Lucifer se ha vestido

de un gris plomo que vierte sus uñas sobre lo que

queda de historia. Y nadie me habla de ti todavía. Va-

mos a elegirnos nómadas de tierras difíciles. Y nos

sentiremos bien en torno a la lluvia indiferente de esta

temporada primavera-verano. Yo no contaba con esto:

los pasos resuenan fuertes en los ecos de todos los

problemas.

No tengo muchos recursos: miro la televisión

acompañado de un refresco de cola. Bajo a la calle y

busco entre los portales algo que me devuelva la ima-

gen de cuando creía en mí. Ahora tiro de la cuerda y

de la manta con la fuerza de los reveses de la noche:

ya no hay tendencias positivas.

He entrado en el Honky. Siento demasiadas mira-

das sobre el que dijeron que debía ser. La música sue-

na maravillosa. Me dice: ya estás fuera, en la carrete-

ra, llorando y mirando atrás cada poco. Miro al guita-

rrista. Siempre es Pablo. Me dice que sí. Me devuelve

el testigo de un peso previo.

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Yo le hablo de levedad. Pero el lenguaje se va antes

de que el último acorde pida una copa. Y no se despide

de nadie porque ya no hay nada que decir: susurra

Buñuel. Y bailo desde mi trono que es una ventana

sobre la ciudad y la noche.

XVI. ¿Quieres sentirlo en el pecho?

Solía subir por la misma calle de siempre: vacíos exis-

tenciales y perros salvajes. Al final opté por el camino

fácil, como heridas en trajes recientes. Nadie sabía de

dónde venía ni el lugar concreto de mis esperanzas.

Giré primero a la derecha, más tarde a la izquierda. El

camino era una entrevista sobre mis aptitudes. Las

ventanas estaban demasiado encendidas y las puertas

casi siempre cerradas. Escribir va más allá de uno

mismo y se confunde con el gris tranquilo del asfalto.

Podría haber viajado más, haber vivido más, haber

esperado más del lenguaje coherente de las piedras.

Sin embargo me he quedado reducido a un mero retra-

tista de enclaves vacíos y sillas aleatorias. Supongo

que era el trato que me ofrecía el ilustre domador de

imágenes, la rúbrica menos valiente en un conflicto de

verbos.

Page 91: Un polvo raro

) 91 (

Cuando todo esto acabe, como todos quisieron, me

sostendré firme, como trágica víctima del viento. Me

rendiré a la persecución y, en definitiva, escribiré le-

jos. Entonces todo habrá sido un sueño y el callejón

sin salida será un bolsillo roto en la ciudad sin nom-

bre.

Será un final hermoso: te cogeré de la mano y hui-

remos de los desenlaces previstos. Nos confundiremos

en la multitud distante y arrojarás como un paraguas

el desfile de almas y recuerdos.

¿Quieres salir de aquí? ¿De verdad lo pretendes?

¿Quieres sentirlo en el pecho?

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Í N D I C E

PRÁCTICAMENTE NADA

I. La habitación verde, 9

II. La actriz francesa, 10

III. Quiero ser escritor, 12

IV. Probable chica de autobús, 15

V. 0-0, 16

VI. Tristeza de pájaros, 17

VII. Las jugadas imposibles, 20

VIII. Comunicado oficial, 22

IX. Obviamente cinco creyentes, 23

X. Clases de tango, 25

XI. Algunos pájaros vivos, 26

XII. Todavía una canción de amor, 27

XIII. Chicas importantes, 29

XIV. Mi rifle, mi poni y yo, 30

XV. Ble Valentines # 2, 31

XVI. Con cariño y sordidez, 33

XVII. Hollywood, 35

KAORAOKE GIL STREET

I. Inicio, 39

II. Ciudades intermedias, 40

Page 94: Un polvo raro

III. Llueve a perro, 41

IV. Superpequeño, 43

V. La maldición de los días relámpago, 45

VI. Al norte del pez dorado, 46

VII. Los Angeles, 47

VIII. El pájaro anciano, 48

IX. La posmodernidad, 50

X. Posible viaje al sur, 51

XI. La teoría de los cuerpos celestes, 52

XII. La alegría del incendio, 54

XIII. Vamos a ganar algo, 55

XIV. Me voy a cagar en todo, 56

XV. La calle de la Fe, 57

XVI. Hay canciones que conozco, 59

XVII. The End, 60

EL RITUAL DE LA ENERGÍA A CIEGAS

I. Origen, 65

II. Cenizas, 67

III. Un asesino, 68

IV. La felicidad ausente, 69

V. No leer, 71

VI. Luz de gálibo, 72

VII. La ciudad americana, 74

VIII. El hilo de plata, 76

Page 95: Un polvo raro

IX. Don entradas de cine, 78

X. El adiós de los días, 80

XI. Maté al poeta, 81

XII. Firma aquí, 83

XIII. Fuera de mi (Fora de mim), 85

XIV. El nuevo azul eléctrico, 88

XV. Es escondite, 89

XVI. ¿Quieres sentirlo en el pecho?, 90

Page 96: Un polvo raro
Page 97: Un polvo raro

Se acabó de imprimir esta primera

edición de Un polvo raro el día

diecinueve de mayo de dos mil

nueve, festividad de Santa Claudia

y trigésimo aniversario de la legali-

zación de la masonería en España.

CARPE DIEM