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Un jardin y silencio (Es un capitulo de una novela de próxima aparición) Por aquellos días continuamente se •h•blaba, durante los al- muerzos (yo siempre había llamado comida a la de mediodía y almuerzo al desayuno, pero allí me encontré con los términos cambiados) de la ópera ,que se avecinaba cada vez más cerca: cuáles eran los cantantes, cuántas las dificultades, qué pasaba con los coros, si llegaría la orquesta a tiempo para los ensa- yos... Celso era mandamás en la comisión organizadora y Ho- racio escribía multitud de cartas con ese motivo y menudea- ban las Ilamadas telefónicas. Por la biblioteca aparecían a dia- rio caballeros encorbatados y encharolados para resolver alg ŭn problema de organización y traían y llevaban noticias sobre Bilbao y Oviedo, donde se representaban las mismas óperas unos días antes, así que servían de precedente: —Pues creo que Manón sólo mediana, pero Butterfly, ex- traordinaria. Rigoletta? —La ponen mariana, y Javier quedó en Ilamar para darme noticias. Aquel ambiente preoperístico me hacía recordar la ilusión con que yo asistía, de niria, a los festivales de la ópera; a ve- ces, en la biblioteca, me ensimismaba evocando cómo resplan- decía en gran Teatro Principal en aquellas faustas jornadas inolvidables y- me preguntaba si se conservaría el antiguo es-

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Un jardin y silencio•

(Es un capitulo de una novela de próxima aparición)

Por aquellos días continuamente se •h•blaba, durante los al-muerzos (yo siempre había llamado comida a la de mediodíay almuerzo al desayuno, pero allí me encontré con los términoscambiados) de la ópera ,que se avecinaba cada vez más cerca:cuáles eran los cantantes, cuántas las dificultades, qué pasabacon los coros, si llegaría la orquesta a tiempo para los ensa-yos... Celso era mandamás en la comisión organizadora y Ho-racio escribía multitud de cartas con ese motivo y menudea-ban las Ilamadas telefónicas. Por la biblioteca aparecían a dia-rio caballeros encorbatados y encharolados para resolver alg ŭnproblema de organización y traían y llevaban noticias sobreBilbao y Oviedo, donde se representaban las mismas óperasunos días antes, así que servían de precedente:

—Pues creo que Manón sólo mediana, pero Butterfly, ex-traordinaria.

Rigoletta?

—La ponen mariana, y Javier quedó en Ilamar para darmenoticias.

Aquel ambiente preoperístico me hacía recordar la ilusióncon que yo asistía, de niria, a los festivales de la ópera; a ve-ces, en la biblioteca, me ensimismaba evocando cómo resplan-decía en gran Teatro Principal en aquellas faustas jornadasinolvidables y- me preguntaba si se conservaría el antiguo es-

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plendor: la lámpara enorme, desproporcionadamente grandepara el patio de butacas, centelleando de la cŭpula, las arariasfulgurantes de los palcos, los focos y las candilejas que ilumi-naban el escenario y su telón de terciopelo rojo con flecos do-rados y el escudo bordado de la ciudad invicta y heroica; ytantas diademas, collares, gargantillas, pendientes, sortijas, aba-lorios, lentejuelas, bordados en tisŭ de oro y plata, zapatosde raso y pedreria... Si: ain brilla todo ante mis ojos en untitilar rutilante, entre los rumores, susurros, saludos, batir deabanicos, crujidos de faldas —de moaré, de crep, de lamé, deorganza, de muselina—, suavidad de pieles, terciopelos y en-cajes que se deslizaban de los hombros tostados por el veranoque se marchaba; brillaban los cabellos de las damas con refle-jos multicolores, los párpados sombreados de purpurina ver-demar, los labios cubiertos de rojos nacarados ofreciéndose enfelices sonrisas de fiesta, porque se celebraba, una vez más,un ario más, el Gran Espectáculo, la Ansiada Representación,el máximo refinamiento de la ciudad culta, seriorial y -elegantepOr excelencia: Magna Temporada de Opera!

En la plazoleta del teatro nos agolpábamos, desde mediahora antes del comienzo de la gran función, un p ŭblico hetero-géneo, mayoritariamente femenino, hambriento de contemplar,no el espectáculo que iba a representarse dentro, sino el mul-ticolor, variopinto y deslumbrante que se desarrollaba fuera,con la llegada coches, en taxis, andando— de la alta so-ciedad fontanense aderezada con sus lujosas galas. Los guar-dias municipales a duras penas podian regular el tráfico y con-tener al pueblo sin que materialmente se echara • encima de losprivilegiados de la fortuna, que con dificultad lograban espaciopor donde desfilar dentro de sus automóviles o por dondeabrirse camino con impacientes ipor favor! ipor favor! si vi-vian tan cerca del teatro que llegar en coche hubiera sido in-necesario hasta ridiculo por lo ostentoso. Los caballerosabrian paso, seguidos por las damas y damiselas, que se reco-gian, altivas •o remilgosas, las faldas bordadas, drapeadas, li-sas, y se arrebujaban en sus pieles, mantillas o echarpes paradefenderse de los apretones de la multitud, que se apresuraba,no obstante, ha .hacerles sitio •entre los reverenciales iah...!

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oh...! imira...! ifíjate...! con que acogía, admirativa o bur-lona .(segŭn les dictara su innato buen gusto), las espectacula-res indumentarias. Se tomaba nota de cada vestido estrenado,de cada arreglo o repetición de pasados arios, de cada avancede la moda —iAnda, ésa, a la ŭltima de París!—, o de cadatrapito aprovechado dónde habrá sacado semejante fo-lio?— y se comentaban los nuevos peinados, y se sopesaba ca-da joya desconocida. Y así durante una media hora, hasta que,a las diez, entraban los ŭltimos remolones, y los espectadorescallejeros se dispersaban agradecidos, salvo aquellos que te-níamos entrada y, a las carreras, subíamos a nuestra localidadde gallinero para no perdernos el festival.

El siempre llamado selecto pŭblico iba entrando, poco a po-co, desde el hall, distribuyéndose despaciosamente por el patiode butacas y las plateas laterales, saludándose unos a otros,demorándose con estudiada desgana para dar tiempo a con-templar, pero, más aŭn, a sentirse contemplados, analizados,desmenuzados por los ojos inquisitivos y los voraces prismáti-cos. Cuchicheos, besuqueos comedidos por no ajar el maquilla-je o contagiar el pegajoso carmín, arrumacos, mohines, ojeadasde reojo a los pisos altos, desde donde los del patio de buta-cas se sabían criticados y despellejados, pero también addii-rados y envidiados.

Sonaban el primero y segundo timbrazo para obligar a losmorosos a dejar la copa en el ambigŭ , la charla en el hall,los saludos en los pasillos, y dirigirse de una vez a sus buta-cas. Se sentaban, al fin, todos, —itoda la crema de la cremade Fontán!—, con estudiado descuido, medio expectantes, me-dio relajados, y ellas acomodaban las complicadas faldas, y lascapelinas, y las trusas de abalorios, y los guantes de raso, yellos se estiraban las pecheras almidonadas, plisadas o rizadas,y los purios de la camisa para que lucieran los gemelos de oroy brillantes, o rubles, bajo las mangas de la chaqueta que elsastre había dejado siempre demasiado largas; y se bajabanlos tonos de los susurros, y se ahogaban los taconeos apresu-rados sobre las alfombras rojas, porque se acercaba, al fin, elmomento supremo de salir la orquesta y apagar las luces.

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Y entonces, pero sólo entonces, cuando la expectación habíallegado a su clímax, entraba lentamente, a lo largo del pasillocentral, ella, la condesina, Olalla Quintana, la ŭltima, comoreina y seriora, derramando saludos y sonrisas, seguida de sucorte de admiradores, aunque pareciera, en realidad, sola, siem-pre sola por lo inalcanzable, seriera y seriora, estudiadamentesencilla en su liso vestido de encaje negro, o de raso verde mus-go, o de moaré tabaco, pocas veces estampado, pocas veces conalgŭn volante, o adorno, o flor, o cualquier otro detalle —entodo caso, sobrio y discreto— sobre los anchos hombros des-nudos, resaltando la imponente escultura de su cuerpo erguidorematado po • e.1 abundantísimo pelo castario recogido en unacoleta arrollada en morio atado con una simple cinta de ter-ciopelo, o seda, o moaré, a juego con el vestido, sobre la cualse clava• a, en lo alto del lazo, aquel solitario alfiler de oro re-matado por una esmeralda: su ŭnica joya, fabulosa y famosa,simplicísima, una sola esmeralda poliédrica del tamario de unauria grande («justamente, qué casualidad, la uria de mi pul-gar», la oiría decir más tarde), colocada allí, como al descuido,donde nadie lo esperaría, fijando el lazo del pelo, simplemente,como cualquier prendedor o peineta, con una misión puramen-te utilitaria, no de adorno; porque ella convertía el lujo ennecesidad: lujo funcional, nunca gratuito. Como cuando, quin-ce o veinte arios más tarde, la veía yo colgarse al cuello, pen-diente de un sencillo cordón de seda negra, el reloj de su tata-rabuela (precisa, delicadísima saboneta del siglo XVIII, cua-jada de esmalte, pedrería y filigrana) simplemente porque leestorbaba el reloj de pulsera en el taller mientras se dedicabaa modelar mi rostro o a pintar sus cerámicas, que la obligabana lavarse las rnanos y brazos continuamente. Y se colgabala joya valiosísima, objeto inalcanzable de anticuarios, sobreel blusón de lienzo y los pantalones de pana raídos, como po-dría llevar cualquier medallón de quincalla comprado en unpuesto callejero. Los prendedores de brillantes de sus antepasa-dos tampoco lucían en los escotes de los vestidos, sino, de no-che, ante la televisión, en la cintura del kimono para sustituiral botón o al ojal. No se le veían sortijas, pulseras ni collaresni diademas, olvidados en los joyeros de la familia o quizásen las cajas fuertes de algŭn banco; no, ningŭn adorno que no

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pudiera ofrecer, transitoriamente al menos, una misión utilita-ria. Pero nadie en Fontán lucía en la ópera una joya tan her-mosa, simple y codiciada como aquel alfilerón de la esmeralda,ni siquiera la nuevá marquesita ,de Milaires, hija de ún multi-millonario madrilerio, que había desemperiado, tras casarse conel marqués, arruinado y tarambana, las renombradas joyas desu suegra; ni la seriora de Noriega, tía de Celso, nueva rica porsu matrimonio con un indiano llegado de Cuba hacía veintearios, repleto de dólares en el banco y de piedras en el ririón,que pronto la dejó viuda y dueña de fortuna incalculable; nidoria Pura, la señora del capitán Quirós, que ostentaba en supalco, tiesa y engreída, su famoso collar de triple vueltaperlas, adquirido en lcs arios cuarenta a un título arruinado;ni la condesa Eugenia Ferrer del Llano, tan exquisita, tan ru-bia, tan delicada; ni la alcaldesa, tan presumida y antipática,íntima amiga de la•esposa de Franco, Caudillo de España; riimucho menos la nueva burguesía, nacida al socaire de tantosnegocios fáciles y turbios, cuyas mujeres lucían, cada tempo-rada, una nueva joya que serialaba la petición de mano, el ma-trimonio, el aniver.sario de bodas, el nacimiento del primer hijo, y de otro, y de otro, y de otro más, porque sus funcionesfemeninas recibían la paga del marido en precio de joyas, elmismo precio .en que el esposo pagaba, con frecuencia, sus in-fidelidades, du •aderas o pasajeras, que se valoraban en tantosmiles de duros como se tasaran el silencio, la resignación con-yugal y la elegante ignorancia de la distinguida esposa.

Y Olalla, en aquella época, entraba despacio por la larga al-fombra central, inclinando levemente la cabeza, en un gestoamable de emperatriz, al pasar junto a las amistades, que seinflaban, orgullosas de verse saludadas por la que se recono-cía como la reina de la distinción, el máximo exponente delrefinamiento y la elegancia, la Condesina, así, caririosamente di-cho, en diminutivo, como correspondía a su juventud, su be-Ileza, su simpatía y encanto, su cultura y sensibilidad artística,su... <:qué más? Porque decían que lo reunía todo, absoluta-mente todo, en grado extremo, como si en ella no hubiera de-fectos, imperfecciones ni lunares, porque era el símbolo, la

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quintaesencia del mejor Fontán, que se miraba en ella comoen un espejo.

Mi tía Flora, desde nuestra empinada localidad de la ŭlti-ma fila de gallinero, bajaba, a empujones y pisotones, hasta labarandilla de anfiteatro, y allí se situaba, a fuerza de codos,sorda a las pro testas del pŭblico, para verla, a ella, su serio-rita, a su querida seriorita Olalla, entrar serenamente, despa-ciosamente, por el pasillo, y sentarse allá lejos, en su butacade la tercera fila, junto a su anciano padre el conde.

Y enseguida, como si la orquesta sólo hubiera estado espe-rando aquel.supremo momento, como si la representación ne-

. cesitara ineludiblemente, para poder comenzar, a que la con-desina estuviera acomodada, se levantaban los misicos, antesus atriles con sus instrumentos preparados, sus trajes negros,sus impecables camisas blancas, y el director subía al podium,batuta en mano, saludaba al respetable inclinándose ceremo-nioso para recibir, por unos segundos, los tópicos . cálidosaplausos, como diría «El eco de Fontán» en su crónica, y, fi-nalmente, se volvía de espaldas y marcaba el comienzo de laqbertura mientras se apagaban las luces.

Y en cuanto terminaba el lento, aburrido y pesadísimo pri-mer acto de la ópera que tocara (de la que sólo me atraíanlos voluminosos y llamativos ropajes de las divas y de los co-ros de cortesanos, de campesinos o de lo que fueran), nueva-mente mi tía, y yo tras ella, mientras aplaudía el pŭblico, nosabalanzábamos a la barandilla, desde nuestra sofocante y su-derosa localidad, para contemplar, en su salida, a la serioritaOlalla, si es que salía y no se quedaba acompariando al conde,inŭtil por su artrosis de cadera, y rodeada, en ese caso, por sucorte de admiradores y amigas. Y repetíamos la operación debajada y subida tantas veces como entreactos hubiera, y pa-sábamos revista, turnándonos en el uso de unos deterioradosprismáticos prestados por una vecina, a toda la alta sociedadque mi tía conocía al dedillo gracias a sus- muchos arios de sir-vienta en casa de los condes de Quintana, padres de la conde-sita. Pero sólo guardo un nebuloso recuerdo de aquellas com-placidas familias de apellidos en los que la curiada de los No-

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riega era hija de los Acebal y estaba casada con un Arecesque era primo de los Vega-Ordóriez y sobrino de la condesa deNarcea, y concuriado, o consuegro, o primo segundo, o parien-,te en cuarto grado, de los condes de Quintana, que, al fin, re-sultaban ser, para mi tia, el ombligo del mundo fontanense, elpunto de referencia de toda nobleza y alcurnia, la medida ŭni-ca de cuantos valores humanos pudieran existir, sabiamentej erarquizados.

Pero cuando Olalla salia, en los entreactos, nunca era porel pasillo central, sino rodeando por los laterales, para ir pa-rándose, deferente y gentil (adjetivcs que se le dedicaban siem-pre), ante las amistades que ocupaban las plateas. Se acodabaunos minutos en la barandilla de sus tios, los Fernández-Can-dás, y besaba caririosa a la anciana tia abuela, y conversabacon sus feisimas primas, « Cotorronas, envidiosas —murmura-ba tia Flora—, que si mi seriorita no fuera tan buena, ni lasmiraria a la cara!»; pasaba luego a dar un •furtivo beso a laseriora de Quirós, que se abanicaba lentamente, mientras sumarido, que, al parecer, se aburria en la ópera, apenas pisabael palco: «Por la amistad que mi seriorita tiene con Pilar, lahija de los Quirós, que, si no, qué iba a descender ella...?»,disculpaba mi tia, que velaba tan celosamente por la categoriaprivilegiada de su seriorita que necesitaba encontrar disculpasa todo supuesto descenso en el escalafón, del mismo modo quenecesitaba justificar, cuando leia cualquier revista frivola, aque-llas incomprensibles amistades y camaraderias de la duquesade Alba, y otras nobles, con folklóricas y toreros: «que son de-masiado sencillas, y eso es lo que las pierde, como a mi serio-rita con los Quirós, y los Noriega, y otros asi». Los Noriega, ala margen izquierda del patio de butacas, recibian la visita dela seriorita Olalla en el si guiente entreacto, cuando les tocabatambién el turno a los banqueros Vega-Ordóriez, a los Casta-rión, a los viejos condes del Narcea, abuelos de Olalla por partede madre, y a los ocupantes de alaunas plateas más que no al-canzáramos a divisar desde nuestra barandilla por mucho quenos abalanzáramos sobre ella; y a punto estuvo mi tia, en másde una ocasión, de bascular y convertir la ópera en tragedia.

Pronto adverti yo que la seriorita Olalla seguia un riguroso

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orden en sus salidas y saludos: en el primer entreacto tomabael pasillo de la izquierda, en el segundo se quedaba junto a supadre, en el tercero salía por la derecha. Arios después, cuan-do leí a Proust, me recordaría los alternativos caminos deSwan y de Cervantes. Al día siguiente, cambiaba el orden: pri-mero ala de •echa, luego a la izquierda, «para que no se ofendanadie, tonta —aclaraba mi tía Flora— que hay que cumplirpor igual con todo el mundo». A mí me admiraba aquel rígidoprotocolo, aunque pronto advertí que muchas otras personasseguían también estrictas normas en sus movimientos aparen-temente incontrolados. Pero había de tardar todavía en darmecuenta exacta del inflexible sistema que regía aquella gran col-mena del Teatro Principal, mejor dicho, del patio de butacasy los palcos de entresuelo —las localidades de lujo—, porque,de ahí para arriba, perdía todo aliciente: estaba ocupado porpŭblico de pequeria burguesía, de intelectuales sometidos asueldo y de heterogénea clase media, en mezcla confusa hastanuestra ŭltima fila de gallinero, donde alternaban estudiantescon empleados y melómanos de diversas categorías, «gentucade poco pelaje», segŭn el olímpico desprecio con que los cali-ficaba la tía Flora, que sólo se interesaba por los dos extremosde Fontán: la alta sociedad y la plebe de nuestro humilde ba-rrio obrero. Todo lo que quedara en medio carecía de valor.Las serioras y serioritas, evidentemente cultas y distinguidas,que nos rodeaban, en nuestra modesta localidad, eran, para mitía, «unas pobretonas de quiero y no puedo», aunque yo inten-tara hacerle ver que podían mucho mejor que nosotras (sin du-da las más humildes de todo el teatro, junto con algunos ciegosque asistían gratis a localidades laterales desde las que no seveía el escenario), porque ellas llevaban sus ropitas de cóctel,sus mantillas espariolas sobre los hombros, sus capelinas depieles, sus joyas decentitas: pequerios lujos que nosotras nopodíamos pretender; pero mi tía era mujer pendular, de todoo nada, y despreciaba aquellas semielegancias de la denominada«media gala».

Cuando, tras la agotadora función, al fin, a las dos o lastres de la mariana, después de haber descabezado mi tía y yovarios suerios interrumpidos por las trompetas y los platillos,

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en la incómoda y estrecha 'butaca (era eufemismo llamarla así)de dura madera de nuestro paríso —nunca menos merecedorde tal nombre—, había llegado el momento final de la ópera, yel tenor remataba su aria, y la gorda soprano -se incorporabatrabajosamente para lanzar sus postreros trinos antes de ex-piar recostada incómoda, en una inacabable agonía salpicadade inesperados gorgoritos pespunteados por los clamores al-ternantes de los coros y las desesperadas quejas del bajo; y elbarítono, por último, lanzaba un largo sostenido que se elevabasobre la trompetería de la orquesta y marcaba la entrada delos ial fin! últimos acordes, entonces, sólo entonces, todo elteatro, que, hasta ese momento, había dosificado sabiamentelos aplausos, sin entregarse del todo salvo en contadas oca-siones que pasaban a la historia de lá ópera local— rompia,electrizado, conmovido, en un cálido aplauso estruendoso, in-terminable, que sólo necesitaba para brotar incontenible, sen-tirse autorizado, respaldado, alentado, por los sonoros ibravo!ibravo! lanzados por las voces estentóreas de los sumos-pon-tífices-del-mi-menor, que se . levantaban en pie, arrebatados deentusiasmo, y arrastraban a los, dernás conspicuos capitostesque secundaban,con nuevos ibravo! ibravo! la iniciativa de losprecursores; y pronto el teatro era una _orgía de aplausos ygritos, un resplandor renovado por el rápido encendido de to-das las luces,,un oleaje de.cuerpos que se levantaban y de ma-nos que se agitaban aplaudiendo a la soprano, a la tiple, al te-nor, al barítono, al bajo, a los coros, a la orquesta, al director,que afluían al escenario y se adelantaban a las candilejas a sa-ludar, cogiditos de la mano, atrás y adelante, como en un «agá-chate y vuélv-ete a agachar», a compás del telón, que subía ybajaba; y lueao repetían el rito separadamente, uno a uno, re-partiendo besos conmovidos y recibiendo esplendorosos ramosde flores la soprano emócionada y la tiple emocionada, todassudorosas y sonrientes, recogiéndose, con la mano libre, el pe-sado, rico, complicado traje de Lucía, de Desdémona, de Tra-viata, de Carmen; y los gruesos tenores y barítonos, y los cor-pulentos bajos, se doblaban sobre las piernas flacas, la manoen el eSternón como hidrópicos caballeros del Greco; y los co-ros, secundatios, anónimos, se mantenían aarupados al fondo,inclinándose a saludar un poco, discretos, salvo que, a veces,

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se adelantaran hasta las candilejas repetidamente, como cuan-do habían bisado y trisado el misterioso, electrizante y suge-rente, aunque simplicísimo, coro de peregrinos de «Nabucco»,tan emotivo, tan soriador, que decía la tía Flora que arranca-ba lágrimas a la vieja condesa de Narcea, abuela de la serioritaOlalla, porque la recordaba el Teatro Real de Madrid, cuandoella era iay! una jovencita recién presentada en sociedad y .ha-bía acudido a su primera ópera, que justamente había sido«Nabucco», y en el teatro había conocido al que iba a ser suesposo... y ahora les repetiría la historia, por enésima vez, asus nietos, que ya ni la escucharían siquiera, iqué tiempos,qué tiempos...! y saldría del teatro melancólica y ariorante,moviendo el abanico al mismo tiempo que el mal de Parkinsonmovía su cabeza, a un lado y a otro, a un lado y a otro...

Había llegado el momento de escapar —ideprisa, depri-sa!— por las estrechas y empinadas escaleras que comunicabandirectamente el ŭltimo piso con la calle (en la sana intenciónde que no coincidieran las gentes de tan elevadas localidadescon los •habitantes de las regiones inferiores), y mi tía y yo,zigzagueando y- empujando, llegábamos de las primeras a laplazoleta del teatro, nunca, sin embargo, antes de que unaparte de los espectadores 'del patio de butacas atiborrara ya Jafachada, a pesar de que era pŭblico que desalojaba las locali-dades lentamente, con despaciosa recogida de pieles, chales,mantillas y algŭn espléndido mantón de Manila, recuerdo glo-rioso de la bisabuela cubana o filipina, mientras alzaban lostonos de las conversaciones y disimulaban algŭn bostezo, por-que •todavía quedaba rematar la fiesta con una cena fría o conunas copas y un baile en el Club de Tenis, o en el Automovi-lístico, o en el Hípico, que no era cosa de que las serioras sehubieran vestido, enjoyado, peinado, maquillado y perfumadosólo para estar sentadas tres horas, irremediablemente incómo-das, irremediablemente arrugadas, irremediablemente aburri-das, salvo en los sabrosos entreactos.

Salía el pŭblico por las tres grandes puertas de maderatallada que com_unicaban la plazoleta con el amplísimo hall delteatro. Nosotras forcejeábamos hasta situarnos en primera filade mirones, y devorábamos con los ojos el lujo y el esplendor.

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A veces nos llegaba también el perfume de alguna dama que seacercaba peligrosamente a la plebe curiosa y se exponía a quemanos indignas rozaran el raso o la seda de su vestido, el en-caje o la piel de su capa. Entre ellos se intercambiaban citas,se disparaban , elogios, se insinuaban preferencias: (yamos ennuestrci coche? el vuestro? los dos? nuestra casa?

qué tal a pie? isí, con tan buena noche! idelicioso! Y unos,ante la gran explanada, esperaban sus automóviles, cuyas puer-tas iban abriendo los ujieres uniformados, y otros, si los ve-jŭculos tardaban o sus duerios habían ido a buscarlos, forma-ban animados corrillos durante la espera y se sentían molesta-mente agradablemente? cercados, escuchados, observados,respirados, tocados a veces, —iqué frescura! ies que se ha per-dido el respeto!— por las gentes de poco pelo que formábamoscorro en torno al espectáculo gratuito: modistillas, empleadasde tres al cuarto, esposas de chupatintas, jovencitas ambiciorsas que soriaban —isí! aor qué no?— con llegar a salir alg ŭndía de la ópera por la puerta grande, merced al amor de alg ŭnprincipe azul que las llevara al altar, aunque, de momento, porsi acaso, siguieran cortejando con el modesto escribiente y ju-gando a la lotería, a ver si... Y se cuchicheaban altos nombres,de los más nobles, de los más ricos, de los más poderosos, y secomadreaba, juntando las cabezas, dándose codazos de avisoy serialando disimuladamente con el dedo, sobre sus ires y ve-nires, sus matrimonios, hijos y amantes, sus enfermedades ytrapicheos...

Ella salía la última también, porque tenía que ofrecer subrazo al cada vez más inválido conde y porque no se apresura-ba nunca, consciente de que .su coche, con el chófer dentro,esperaría aparcado frente al teatro cuanto tiempo fuera pre-ciso hasta que se terminaran las despedidas, los comentariosy los acuerdos para verse luego en el club o en la fiesta que,cada noche, (y siempre una vez al ario le correspondía al con-de de Ouintana) daba algŭn melómano en honor de la grandiva, del sublime tenor o del increíble barítono de aquellafunción, que siempre debiera haber resultado inolvidable, aun-que sólo lo fuera de pascuas a ramos y no siempre por la gran-deza de tal o cual cantante, sino por el capricho de esta o la

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otra impertinente diva o por alg ŭn fracaso estruendoso, menosfácil todavia de olvidar que el éxito.

Alli fuera, los dilettanti del bel canto discutian sobre el sos-tenido o el pizzicato, las impostaciones y las tesituras: «Muybien, muy bien, pero al tenor le falta la potencia de Corelli»,<q• Se han fijado ,que ha cantado el aria del segundo acto unsemitono más bajo del que marca la partitura?», «iAh, pero sele puede perdonar, porque la impostación es magnifica!». Loscaprichos y supersticiones de los divos, las intemperancias delas primas donnas se comentaban en corrillos también juntoa la puertecilla lateral por donde se salia del gallinero, de es-paldas a la gente de gran gala. Mi tia miraba con desprecioa aquellos morosos charlatanes y arremetia inconsideradamen-te a empujones para situarse en la esquina, justo en la esquinapor •donde saldria su adorada seriorita. Pero yo, despechadá aveces y avergonzada por el papanatismo de mi tia, me rezaga-ba y escuchaba aquellas incomprensibles chácharas sobre el(:qué te pareció ayer «Casta diva»?, Bastante bien, pero vere-mos mariana el «Addio alla vita» y la «Recondita armonia», enuna jerga manejada volublemente por aquellas •gentes, profe-sionles, empleados, universitarios, asiduos a todas las funcio-nes. Asi, poco .a poco, yo habia ido identificándome e intere-sándome por algunas óperas de las más sentimentales y pega-dizas y, en los folletos que mi tio traia para casa, me aprendialos argumentos y me preparaba, a mi modo, para entrar en elmundo de los aficionados.

Luego, cuando habia desfilado toda la grandeza, tambiénse marchaban las buenas gentes de clase media, ellos con susternos oscuros, ellas con sus vestiditos de cóctel del ario pasa-do, arreglados para este ario con un tóque de novedad, susguantes de encaje de nailon, sus finas bisuterias que pareciantalmente joyas, aunque relumbraran menos: broches de mar-casita, collares de menudas perlas cultivadas, pendientes decoral o de cristal de roca, que resultaban tan aparentes, y seiban despacio, a pie, bordeando el parque de San Lorenzo, sa-boreando todavia la diadema ies-plés-di-da!! de rubies de lavieja marquesa de Milaires, y el collar fabuloso de brillantesque lucia Mimi Castario, imonisima!, (;), el vestido de encaje

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de la condesa Eugenia Ferrer del Llano? iAh, ya lo había lucidoen arios anteriores! Tocas gracias, como que el encaje era- desu abuela! (;De su abuela...? Sí, hija, sí, de su abuela, del traje-de novia de su abuela, nada rnenos! Ah! Ah, es que, oiga us-ted, las cosas buenas es que son eternas! Pero estaba muy ma-lita Eugenia, de diabetes y algo de corazón, iQué pena! uer-dad? itan guapa! itan joven todavía! itan desgraciada en su ma-trimonio! isin hijos! itan sola...! <;Y su madre, con un cáncer?iQuién la ha visto y .quién la ve! Ya ni puede venir a la ópera...Y las sencillas gentes •de clase media —igual .que mi tía Flora-paladeaban con deleite sádico las desgracias de los grandes,-que demostraban que también los ricos sufren, que el dinerono lo es todo, qué va, quita allá!, que más vále un contigo pany cebolla, que la Muerte no perdona, que... y • se consolaban desus _ropitas arregladas con un volante postizo, con un boléro-de la tía difunta, con la joyita de plata a la que se había saca-dò brilló aquella tarde, con la trusa comprada en rebajas...

Yo las oía al pasar y calculaba que estaban muy mal ente-radas, porque, a juzgar por lo que contaba mi tía, las enferme-'dades de los• ricos eran llevaderas, con las habitaciones cal-deadas, las camas limpias y bienolientes, el timbre a la manopara llamar a la doncella, la monjita del Servicio Fraterno pa-ra "velar de noche y consolar los dolores con el rezo •del Santí-simo Rosario y el beso a la estampita que guardaba unaquia del hábito de la Santa Madre Fundadora, tan pobre poramor al prójimo -que la habían amortajado con lo ŭnico queposeía y sólo por un milagro podia entenderse que tantos tro-Citos de su .hábito proliferaran en estampitas, como si hubieraposeído un bien surtido armario ropera. Mi tía, por consejo dela seriora condesa de Quintana, también estaba suscrita a lasbenditas hermanas del Servicio Fraterno, para que acudierana velarnos en una hipotética enfermedad, aunque Dios quisieraque jamás llegáramos a necesitarlas, amén Jesŭs.

Nosotras esperábamos en la plazoleta hasta que se habíandeshecho de todos los corrillos y marchado casi todo el mun-do, incluído el guardia, que se retiraba arastrando los pies.

• Sólo pasaban grupos de juerguistas noctámbulos o familias queregresaban de/ circo, de los fue gos artificiales, de las barra-

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cas... Cuando se cerraba, al fin, el teatro; salían los empleadosy, entre ellos, mi tío, acomodador del patio de butacas.

— (1Qué? . Hay pases para mariana? —era la primera pre-gunta de la tía Flora, que, por su gusto, se apuntaría a todaslas funciones para llevar el recuento de los asistentes y el in-ventario de ropas• y joyas.

Y en el largo camino sorioliento hasta nuestro lejano entre-suelo de arrabal ciudadano, de calle sucia sin asfaltar y sinaceras, escuchaba la salmodia de mi tía:

—Mi sericrita, como siempre, la más guapa y la más elegan-te, y esO que el estido de hoy no era de estreno. Le toca es-trenar mariana, que es día principal, por eso me gustaría ir averla... No entiendo por qué no se pone alguna joya más, aun-que sólo fuera por fastidiar a otras, que se crerán iguales su-yas, pero iya,ya! Y su padre, el serior conde, ilo que habrá dis-frutado, con lo que le gusta la mŭsica!!

—La de gaita —interrumpia, despectivo, mi tío.

—iToda la mŭsica! Lo que pasa es que él es así de llanoy sencillo y os creéis que...

Y luego empezaba el recuento económico, en un forcejeoque yo me sabía de memoria:

— (1Cuánta propina te dio el de Fresno?

• —Dos pesetas, como siempre —mascullaba el tío.

— iNo, no se arruina, y eso que dicen que es tan espléndido!

—Serálo, pero yo no lo noto.

- la de López?

—Esa acomodóse sola mientras yo andaba por otro lado.

— Cómo te arreglas para perder siempre las mejores pro-pinas? el seriorito Doro?

— Ese no da ni la mierda que caga.

Y llegábamos a casa, rendidos por el trasnocheo y la largacaminata hasta el barrio, y nos acostábamos con retortijones

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de hambre en el estómago, mientras yo trataba de imaginara qué sabrían las ostras, el caviar, las tortillas de setas, el bis-cuit-glassé, ei solomillo a la Perigord, el lenguado Meniere yotras seguras delicias que se anunciaban para las distintas ce-nas-cotillón . qué querría decir cotillón? que se celebraban, aaquella misma hora, tras la salida de la ópera, en los distintosclubs donde concurrían los apellidos de la nobleza y las fi-nanzas.

Me desnudaba el vestido barato y mal confeccionado poruna costurera, y pasado de moda, que me quedaba siempre cor-to —«ihay que ver lo que crece esta rapacina!»— y la ropitainterior zurcida y descolorida a fuerza de lavaduras. Me acos-taba con un amargo sabor de fracaso matizado por una lejanaesperanza de que, quizás, quién sabe, ila vida da tantas vuel-tas...! Luego suspiraba: yo no era ni guapa, ni rica, ni noble,ni un talento --listilla, simplemente—, ni nada. Sólo una vulgarhija de soltera —icómo me quemaba esa condición!— acogidapor unos tíos, aunque «Tŭ , ,de que eres hija de soltera, chitón,eh? Tus padres, que murieron en un accidente; el que quiera

saber, a Roma», consejo de la tía que siempre tuve en cuenta.

Oía pronto los ronquidos del tío y el ahogado rumor de latía, que le levantaba a registrarle, a oscuras, los bolsillos de laropa. Después me dormía y soriaba que trataba de emprenderun largo camino solitario empinado hasta una alta cumbreresplandeciente; quería llegar allá arriba, pero mis piernas es-taban clavadas y no lograba ni arrastrarlas. El viento de carame hacía retroceder. Despertaba angustiada y trataba de volvera dormirme, porque no quería pensar que, a media mariana,

• me tocaría presenciar la correspondiente trifulca entre mistíos: Me quitaste doce pesetas, zorra; iYo...?, será que las con-taste mal; Sé muy bien lo que tenía, así que apoquínalas;<;Pues no me habías dicho que sacaste cincuenta y siete pese-tas? icuéntalas, a ver!; iMe cago en la madre que te parió, la-drona!; . Qué culpa tiene mi madre de que seas un embusteroy te quedes con dinero para la taberna? igolfo, que todo te lo

• gastas en vinazo!; iMira que te pego una hostia...!; Encima?encima que me tienes trabajando de sol a sol como una bu-

rra?; Pues sí, seriora, encima! que aquí el amo soy yo joder!

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y. tŭ te callas y te aguantas, víbora, derrochona, deslenguada!Y sonarían las tortas de mi tío, y los sollozos, insultos y ayesde mi tía, y yo me metería en un rincón, no fueran a tomarlasconmigo y tocarme algŭn •bofetón mal ,dirigido.

Y como contrapunto, como mŭsica de fondo a sus voces,gritos y trompazos, resonarían en mis oídos, no sabía por qué,aquellas dulcísimas, delicadas notas de una ópera varias vecesescuchada: «Spirto gentil, nei sogni miei brillasti un dí...»

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