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Page 1: UN HERMOSO PAISAJE - Plaza Pública
Page 2: UN HERMOSO PAISAJE - Plaza Pública

UN HERMOSO PAISAJE

CAPÍTULO 1

Texto: Carlos MartínezFotos: Bernat Camps Parera

Policías custodian una milpa en la que se descubrió un cementerio clandestino.

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Junio de 2010. Las llantas de la todoterreno hacen fiesta en un charco y brincan en un camino que evidentemente no fue pen-sado para carros; o más bien, que no fue pensado. Buscamos un sendero que nos lleve al corazón de esta inmensa finca. La comi-tiva está compuesta por un pick up lleno de policías, una todote-rreno negra y un último vehícu-lo en el que viajan dos periodis-

tas convencidos de que se están metiendo en un terreno-trampa. Este resulta ser un camino sin sa-lida, que acaba en un yacimiento de piedras, intransitable para el más fiero de los carros. Uno de los policías baja a examinar el lu-gar y lo recorre haciendo gestos de desaprobación. La solución, dice el policía, sería estacionar aquí y caminar los dos kilóme-tros que faltan para llegar. Los

dos agentes que deberán quedar-se al lado de los vehículos hacien-do guardia se miran asustados. El sitio es ideal para una emboscada perfecta. Un oficial decide que será mejor probar suerte por otro flanco y los dos policías respiran aliviados.

Después de desandar el primer camino, la comitiva se detiene frente a una casa campesina, con su cerco de alambre y palos; con

William está muerto y ahora se me desha-ce entre las manos

cuando intento sacarlo del lodo. Está blanco y mínimo y desde su tumba me da la mano. Israel, a mi lado, sigue palmeando la tierra, metiéndole guante en el útero -cada vez más fétido-, haciéndola parir el cadáver de William y adi-vinando qué fue lo que pasó...

* * *

Mediados de 2009. Un grupo de hombres jóvenes camina en lo oscuro, por la angosta vereda que atraviesa una finca cafetalera en Santa Ana. Conocen bien el te-rreno y adivinan cada vez que el sendero se retuerce entre piedras o se lanza ladera abajo en medio de los arbustos. Esta noche uno de ellos va a morir, pero él no lo sabe.

* * *

El criminalista proyecta la sombra de sus manos sobre el terreno que planea excavar.

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su pozo surtidor de agua; con un inmenso árbol de mango que le da sombra a la casa de bahare-que. Un policía baja del pick up y abre el falso como si aquello fuera suyo. “Pasen, aquí pueden dejar los carros”. Una mujer se asoma por la puerta y vuelve a esconder-se. Nadie nos da la bienvenida.

De la todoterreno negra bajan la fiscal a cargo de la expedición e Israel Ticas, el tipo que nos ha traído hasta aquí y cuyos talen-tos hemos venido a apreciar en persona. Dicen que habla con la tierra. Él se cambia las zapatillas deportivas por unas botas milita-

res gastadas y lodosas y comienza a seleccionar el equipo que usará en esta expedición: dos palas re-gulares, una palita angosta y filo-sa, un azadón, algunos picos, una bolsa de guantes de látex, masca-rillas y una caja blanca repleta de escobillas, pinceles, rastrillos y un sinfín de instrumentos que en otras manos definirían a un jardi-nero cuidadoso.

* * *

Mediados de 2009. Poco a poco William va entendiendo el paseo. Mientras se adentran en el cafe-

tal las cosas van cambiando. De pronto ya no es parte de un gru-po, sino que está solo y rodeado. A veces la diferencia entre una cosa y otra es tenue, muy tenue. William cae en cuenta de que es prisionero y que tiene los cami-nos cercados; que ha caído en una trampa, en medio del lomo perdi-do de un cerro sembrado de café. Los homeboys no son sus amigos y, sin saberlo, él les debe su vida.

Antes de esta noche, William vivía en la comunidad de colonos dentro de esta finca santaneca y se buscaba la vida en los alrede-dores del mercado Colón. Según

Fiscales, policías, criminalista y perio-distas forman la caravana que buscará un cadáver en una finca santaneca.

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se dice, no hacía nada en particu-lar, malvivía de lo que se puede malvivir por aquí: ora cargo esto, ora arrastro este bulto, ora ayudo a vender o a parquear o a limpiar, ora grito... lo que sea. Alguna vez intentó irse a Estados Unidos para escapar de la miseria, pero el camino de los sin papeles pudo con él y volvió a dar con sus hue-sos en la finca, saliendo a diario a procurarse el pan en los alre-dedores del mercado Colón. Hay otra cosa que decir acerca de los lugares vitales de William: están peleados a muerte. No hay un porqué claro. Posiblemente no haya uno, racional al menos, pero lo cierto es que están peleados a muerte: dentro de la finca, los homeboys llevan tatuada en la lo-cura la garra de la Mara Salvatru-cha; y el Barrio 18 considera que el mercado Colón y sus alrede-dores le pertenecen. Deambular entre ambos lugares es apostarle demasiado a la suerte, que suele ser un bien escaso en esta pugna. A alguno le ha parecido que Wi-lliam coquetea demasiado con el enemigo y eso se paga con el pro-pio pellejo. Es cosa de invitarlo a dar un paseo entre los cafetos... total, se conocen desde niños, han crecido juntos, y quizás por eso William dijo que sí.

* * *

Junio de 2010. El cielo amenaza chubasco, las nubes se han pues-to ceñudas y una luz mortecina alumbra sin ganas el camino. So-mos una caravana de andantes, palas en mano, cargando una caja

blanca llena de instrumentos de jardinería.

La fiscal es una chica sonrien-te, con el ánimo impoluto, a prue-ba de mierda. Sube sudorosa por el sendero, con su gorra y sus tenis blancos, como lo haría una turista. Al terminar una cuesta se detiene a tomar aire y abanica con las manos su cara enrojecida. “¡Ufff, ufff!”, sonríe, y mira a su alrededor. “Es tan bonito el pai-saje... si no fuera por lo que veni-mos”. Y se ríe.

Dos ancianos curtidos por el sol cuidan su milpa en las faldas de una ladera empinadísima, en la que ya crecen pequeñas plan-titas verdes. Han conseguido que las semillas germinen en las paredes de este cerro duro y que las matas engañen a las piedras. Todo parece una labor imposi-ble, como preñar a una cuchara-da de sal; pero ahí están, peque-ñas y verdes, asomando por este cerro rocoso. “Por aquí deben de haber pasado”, dice la fiscal, asumiendo su papel de guía. Más adelante nos adentramos en el cafetal y seguimos cuesta arriba, entre las sombras cerradas de los cafetos, hasta llegar a un sende-ro estrecho que bordea un risco. Es obvio que ha llovido mucho recientemente y el terreno se ha lavado, reduciendo más el sende-ro. La expedición se detiene. Este es el lugar que buscamos.

* * *

Mediados de 2009. No sabe-mos qué conversación tuvieron, o si tuvieron una. Si William

trató de escapar o suplicó. Si al-guien le explicó por qué, por qué, por qué se iba a morir en mitad de un cafetal, por qué desapare-cería ese día. No sabemos si al-guno de ellos realmente entendía por qué... No sabemos qué ocu-rrió antes de que cayera sobre su cuerpo el primer machetazo. Corte profundo. Sigue vivo. Otro machetazo. Vivo. Otro macheta-zo, otro machetazo, otro mache-tazo... Es de noche, y un grupo de hombres jóvenes despedaza con afiladas hojas de machete a otro, que caminaba con ellos. Los ase-sinos creen que es su deber, que él les debía la vida, que lo que hizo –cualquier cosa que haya hecho– era un agravio insoporta-ble y no se detienen aun después de que el cuerpo dejó de mover-se, cuando aún se retuercen solo algunos músculos, con espasmos involuntarios. Más machetazos, más machetazos, más macheta-zos. Han convertido al cuerpo en varios trozos: a la mano le fal-tan dedos, a las piernas les faltan pies... se llamaba William y vivía en una inmensa finca cafetalera en Santa Ana.

En el fondo de un risco bor-deado por un estrecho sendero, los homeboys cavan una tumba profunda, y en ella dejan caer a William. Desde ese día su madre está molesta... el muchacho -cree ella- se fue para el norte sin des-pedirse, dejándola afligida... ya lo había hecho antes, y tal vez esta vez sí llegó y se estará buscando la vida, tal vez estará bien y de pronto llamará.

Tiempo después, la Mara Sal-

vatrucha se volverá a mover, y la desconfianza apuntará a uno de los asesinos de William, po-siblemente por razones igual de nimias que las que pesaron sobre este. Le decretarán luz verde, la pena de muerte pandilleril, y él buscará a la policía para salvar el pellejo. A cambio de protec-ción tirará rata, denunciando a sus perritos, a sus ex hermanos de furia, que entonces ya lo bus-carán para matarlo. La policía le asignará un código como testigo protegido y será prohibido men-cionar su nombre. El pandillero convertido en soplón mostrará a los policías el lugar exacto don-de enterraron a William y el caso llegará a la Fiscalía. Tarde o tem-prano –tarde, más bien- el caso terminará en el despacho de un tipo pequeño y nervioso, que se llama Israel Ticas.

* * *

Junio de 2010. “Mire esas fin-cas”, me dice la fiscal, que no ha dejado de abanicarse con lo que encuentra, “todas están llenas de muertos”. En el fondo de este ris-co los zancudos son inmensos y azules, y devoran a la pobre fis-cal en nubarrones iracundos. Ella sigue enrojecida y sonriente, res-pondiendo preguntas.

–¿Habrán enterradas ahí unas 5 personas?

–¡Noooo, más!... Cuando metan máquina ahí para construir, van a tener que ir parando cada metro, para sacar los cuerpos.

–¿Serán unos 10 cuerpos?La mujer vuelve la cara para

ver al investigador policial y am-bos ríen.

–¡Mááás, mááás!–¿15? –Más.–¿Cuántos? –Muchos, muchos. Todas esas

fincas están llenas de muertos. Ja, ja, ja...

Ayudados por raíces y desli-zándonos en el lodo, hemos ba-jado el risco, hasta el lugar se-ñalado por el testigo protegido, “clave Luisiana”. El cielo sigue augurando tempestades aunque no se anima a desatar y todos pa-decemos un aura de mosquitos que, por su tamaño, bien podrían estar dentados. Israel y dos ayu-dantes limpian la zona con ras-trillos hasta dejar el terreno libre de hojarasca.

El investigador policial se ale-ja para tener perspectiva de la escena porque algo no le cuadra; el lugar no es el mismo desde cuando vino aquí con “clave Lui-siana”, pero no sabe exactamen-te por qué... algo se ha movido... quizá ese árbol... quizá solo sea el deslave.

Israel ve el terreno limpio y comienza a hacer su truco: don-de todos vemos tierra húmeda, él distingue colores y formas. Texturas. Buscamos una tum-ba hecha hace un año de la que solo conocemos una ubicación aproximada y un dato que resca-tó la memoria del testigo: sobre el cadáver mutilado arrojaron una gran roca y luego lo sepul-taron con tierra. Israel mira el lugar y mueve la mandíbula de forma compulsiva. Hay algo raro.

“MIRE ESAS FINCAS -ME DICE LA FISCAL-: TODAS ESTÁN LLENAS DE MUERTOS”

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Pica el suelo y sus instrumentos develan tierra compacta y tierra suelta; sigue la pigmentación y se concentra en un semicírculo que apenas se distingue. Cavamos unos centímetros y él ausculta minuciosamente el agujero antes de dejarnos seguir. Otros centí-metros y vuelve a palpar la tierra, a hacerle acupuntura con unos palillos, a verle el color... así, hasta

que conseguimos bajar un metro y la tierra se convierte en un lodo muy pastoso. Nada. Ni una se-ñal de nada. Los policías insisten en que el testigo los ha engaña-do, que la tumba está vacía, pero algo en la tierra le hace guiños a Israel. Luego de unos centíme-tros más encontramos un promi-sorio montículo de rocas y bajo ellas... nada. Primera conclusión:

la pandilla desenterró el cadáver y lo sepultó lejos. Suele pasar: se enteraron de que la policía hus-meaba la zona y decidieron bo-rrar las evidencias antes de que el desenterrador apareciera. Todos insisten en que ha sido trabajo perdido, pero a Israel la tierra la sigue diciendo cosas.

Suenan dos disparos y los agentes, nerviosos, desenfun-

dan. Suben el risco y toman po-siciones... silencio... y entonces... nada. Unos jornaleros que pasa-ban por el lugar se ven de pronto rodeados por policías con armas en mano; muestran sus mochilas a los agentes y siguen su camino refunfuñando. La pandilla solo quería decirnos que está aquí y que sabe que estamos deshacien-do su obra.

El cielo sigue amenazando con su berrinche, los pequeños tero-dáctilos nos devoran, el terreno ahora se ha convertido en un mi-cropantano, los policías insisten en que nos larguemos de este infiernillo y este suelo sigue di-ciendo cosas que solo Israel escu-cha... hasta que aparece el primer premio: pelo. Pelo humano. Un mechón mínimo y ligeramente

encarnado, valiosísima fuente de ADN. Suficiente. Pero Israel olisquea el lodo, palpa el aguje-ro y escucha ecos secretos... ¡hay más! Escarba con sus manos y le registra la entraña a esta zanja. “¡Pónganse guantes, yo solo no puedo registrar toda esta tierra”. En seguida el fotoperiodista y yo nos sentamos en el lodo, revisan-do con las manos cada puñado de

Escenas de la excavación en busca del cadáver de William. Pese a que los asesinos retiraron el cuerpo, se olvidaron de un pie y de un mechón de pelo.

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este amasijo y así fue como, en la palma de mi mano, en medio de aquel desperdicio, vi por primera vez a William, cuando apreté con los dedos un trocito irreductible, blanco y mínimo. Después voy a saber que se trataba de un meta-carpo, uno de los 27 huesos de la mano humana. Después aparece-ría otro, y luego un metatarso, los

huesitos de los pies... en total 21 pedacitos de pies y manos. Lue-go aparecerían dos dientes y dos costillas que alguien olvidó al re-tirar el cuerpo de su tumba ori-ginal. Para entonces ya la tierra había cambiado su olor, porque estaba pariendo un hijo muerto.

El foso topa con otro yaci-miento de piedras cuando la

tarde amenaza con racionarnos la luz. Pero Israel ya no puede parar. Ha aparecido una bota. Un zapato tosco y desgastado, pero que atesora dentro el último rastro de piel. En ella hay un pie aún en descomposición. Los ase-sinos olvidaron sacarlo todo, de-jaron partes ínfimas del hombre que asesinaron, lo cubrieron con

piedras, lo enterraron de nuevo, alteraron el sitio... pero William terminó naciendo otra vez, desde un útero de lodo.

Ahora que salimos de este lu-gar, la tarde pone ya sus colores más tiernos sobre la finca. Ha-brá sido la cuesta inclemente, o la duda con la que caminaba al venir, pero no había reparado en

el lugar en el que estoy. Ahora se abre ante mí una anchura infini-ta, inmensa... El Salvador es un paisaje hermoso, hermosísimo, que se baña de una luz naranja, donde duermen unos cerros ti-bios y apacibles. El fin de esta tarde es bello y sobre una loma sembrada de maíz baja una ca-ravana de andantes llenos de pa-

las e instrumentos de jardinería. Ahí va William, que ahora es “21 hueso pequeño, 2 costillas, dos piezas dentales y una bota con pie”. Cabe entero en un puñado de bolsas de papel

Evidencias de que el cuerpo de Wi-lliam estuvo enterrado en este foso: dos botas (una con pie dentro), dos costillas y varios huesos de extremi-dades.

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EL CRIMINALISTA

CAPÍTULO 2

Texto: Carlos MartínezFotos: Bernat Camps Parera

Israel Ticas en el proceso de pulir un cadáver, utilizando un instrumento que le sirve para desmoronar la tierra de los cuerpos

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despacho del único criminalista con el que cuenta la institución. O sea, el único para todo el país justo en esa función.

Se puede explicar la relevancia de la criminalística diciendo que es a lo que se dedican los protago-

nistas de la serie televisiva CSI... o aclarando que la criminalística es una ciencia de la que se vale el derecho penal para descubrir, explicar y probar los delitos, a fin de presentar pruebas incontro-vertibles en los juicios. Los cri-

minalistas son las personas que recaban esas pruebas: diseccio-nan escenas de crímenes, hacen retratos hablados, reconstruyen cadáveres, determinan la fecha del cometimiento de un crimen... De nuevo: la Fiscalía salvadore-

La anterior sede de la Fisca-lía era un lujoso complejo de edificios con paredes

de cristal azulado, cuyo alquiler mensual costaba 220 mil dóla-res. En la primera planta podía leerse un cartel que indicaba con

flechas blancas el camino hacia las oficinas de ese nivel: “Reso-lución alternativa de conflictos”; “Unidad de seguridad”; “Sección de almacén” y... “Criminalista”. Así, en singular. Un singular muy bien usado, por cierto.

Si de algo no se puede acusar a la Fiscalía es de ostentosa, al menos en lo que se refiere a su personal. El rótulo de la entrada tranquilamente hubiera podido decir “Israel Ticas” y apuntar con la flecha blanca la ruta hacia el

Parte de la oficina del criminalista: bajo un mural con fotos de cadáveres mutila-dos se encuentra un sofá-cama en el que suele dormir. Sobre el mueble descansa su colección de peluches y almohaditas.

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ña, que debe procesar 4 mil ho-micidios al año, sólo tiene a una de esas personas.

De todas formas, al entrar a la oficina de Israel se despejaba cualquier duda sobre la natura-leza de su oficio. Si los primeros hombres decoraban sus cavernas con dibujos de su cotidianidad -o sea, un conjunto de animales, una caza de ciervos- Israel hizo algo parecido en su despacho, lo decoró con fotografías de su vida diaria: de un enorme terrón sa-len dos pies semipodridos... “Un ingeniero, que habían secuestra-do”, explica Israel, a modo de pie de foto. En otra imagen, él mismo sostiene del pelo la cabeza de una mujer, de la que aún pende un pe-queño tramo de la columna ver-

tebral. En una más, el esqueleto de una mujer ha sido desenterra-do y yace sobre su tumba con sus piernas abiertas de par en par. La cabeza de un tipo está hinchada y amoratada; antes de matarlo, sus captores le mutilaron el pene, hi-cieron tragárselo hasta asfixiarle, y luego le cosieron la boca...

Toda una pared estaba deco-rada con un catálogo insufrible de torturas, de cuerpos macera-dos, estrujados, mutilados... 37 imágenes que no dejaban nada a la imaginación. Era difícil mi-rar aquel mural mucho tiempo. Israel perseguía con su mirada los rostros de los visitantes, para cerciorarse de que el decorado había conseguido su efecto re-pelente. “Esa es la verdad de las

cosas, así son las cosas en este país y yo no quiero que se oculte nada”, explicaba, con una sonrisa triunfal. Colocados sobre un es-tante había una serie de huesos humanos cuidadosamente or-denados: un cráneo, un fémur y otros varios dispuestos según su tamaño. También estaba una ma-queta del rancho donde fue vio-lada y asesinada Katya Miranda. La niña estaba representada por una muñequita de plastilina tira-da sobre la arena.

Israel Ticas no es criminalista de profesión. Se formó como in-geniero en sistemas para nunca ejercer como tal. Trabajó en la sección de investigaciones de la temible y extinta Policía Nacio-nal y desde entonces le ha ido

robando mañas a la empiria para entender de técnicas y de huesos; de estados de descomposición, de pigmentación de la tierra, de retratos hablados... detrás de su escritorio había 14 diplomas que acreditaban su participación en seminarios de investigación fo-rense desde Israel hasta Argen-tina.

“Hace poco vinieron unos es-tudiantes para que les hablara de asesinos en serie, por un caso de un tipo que mataba indigentes... eso no es nada, era un loco. Aho-ra cada marero ha matado a un montón de personas, todos son asesinos en serie”, aventuraba Is-rael, haciendo ademanes, con sus gestos compactos, con la mandí-bula siempre apretada. Aquella

vez vestía como un oficinista, con zapatitos negros bien lustrados, con una corbata azul, con la ca-misa por dentro del pantalón y se colocaba unos atormentados an-teojos para consultar su compu-tadora. Le daba vergüenza lucir de aquel modo e insistía en mos-trarnos fotografías donde aparece con su look más personal: él em-butido en una especie de traje es-pacial –que en realidad es un tra-je sanitario- desenterrando unos cadáveres en descomposición; él en mangas de camisa comien-do su pastel de cumpleaños a la par de un cadáver momificado de mujer; él a punto de ser descol-gado al interior de un pozo -de nuevo con el traje espacial- para sacar... sí, para sacar cadáveres.

Refunfuñaba sobre la labor policial, maldecía y vociferaba contra los investigadores de la policía que desentierran cuerpos como quien desentierra llantas y tiran a la basura ropa, carteras, navajas, botellas de vidrio que se encuentran en la escena del cri-men. “¡Las tiran a la basura! Yo les digo: ¡puta viejo, pero aquí hay evidencia!”, recordaba. Contó un par de anécdotas, que incluían el cuento de cuando un inexperto desenterrador le partió la cara a un cadáver con la pala, alterando de forma grave la escena del cri-men; o cuando se las ingenió para sacar 10 cuerpos de un pozo de 33 metros de profundidad, gracias a un cálculo trigonométrico que le permitió llegar al fondo del agu-

Las colecciones de Israel: huesos humanos, rostros reconstruidos con plastilina, tubos con la tierra de sus excavaciones y una navaja encon-trada dentro del cuerpo de una mujer. Óleo pintado por Israel Ticas.

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jero... o las palabras con las que aconseja a las estudiantes: “Que no se vaya a fijar en ustedes un marero, no se vistan depravan-tes, no se pongan hilos dentales, ¡las van a matar!”. En el mundo de Israel, el sonido que hace la vida es así, un ritmo de gente que va a matar y de otra que se va a mo-rir.

También es un artista, aunque su fuente de inspiración sea siem-pre una tonadilla con ese mismo sonido: de los que matan y de los que mueren. Es un retratista mi-nucioso. Escucha a las víctimas y va sacándoles de la memoria el rostro del agresor y haciéndolo aparecer sobre un papel, a fuer-za de trazos en lápiz. En su ofi-cina también colgaban algunos rostros dibujados, que por obra y gracia de la vanidad están com-parados con la imagen auténtica de los personajes a los que retra-tan. Cuesta creer que el retrato fue hecho antes de ver la imagen de los tipos reales. También es pintor. En su caverna había uno de sus lienzos: sobre una sesta de mimbre hay un tronco de mujer, con el pubis desnudo y un sinfín de pechos apilados.

Le sonó el teléfono y antes de contestar cambió el rostro y se le perdió en las mandíbulas su gesto fanfarrón. Meneó la cabe-za con pesar. “Esta es una señora que me llama todos los días”... y puso el altavoz. Del otro lado de la línea llamaba alguien desde el infierno, con la voz que tienen las personas que viven desolladas.

–Hola, ingeniero, disculpe que lo moleste...

Israel Ticas en su despacho.

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–Hola, madrecita.–¡Ya no aguanto, ingeniero! -y

se le desparramó la voz, y se le hizo llanto.

–Sí, madrecita.–Ya no puedo, ingeniero... to-

dos los días... todos los días...–Sí, madrecita.–Ponga esmero, ingeniero.–Aunque sea la medallita le voy

a llevar, madrecita. Cálmese, pri-mero Dios lo vamos a encontrar.

–Me cuesta tanto, ya no aguan-to...

–Sí, madrecita.La conversación siguió así va-

rios minutos. Con cada frase la mujer arrastraba más la voz, se quejaba de un dolor insoportable e Israel resoplaba entre dientes el impotente analgésico “sí, madre-cita”, y algo vidrioso en los ojos le traicionaba el semblante de tipo rudo y cada vez que ella gemía su

tormento, él endurecía la cara y volvía a resoplar lo inútil.

La que se desgarraba en el telé-fono era una mujer cuyo hijo ha-bía desaparecido hacía más de un año; así, sin dejar rastros. Un día no volvió más, y pasado un tiem-po ella tuvo la certeza de que el fruto de su vientre estaba muer-to y sepultado en algún lugar de este cementerio que es un país y desde entonces se le aparece a Is-rael en cada excavación de la que se entera y llega con agua y con comida y la reparte para que la dejen estar y espera como un pe-rro a ver si a los huesos de su úni-co hijo los vomita la tierra... pero nunca los vomita. Y a ella se le va la vida y llama, todos los días, al único criminalista de la Fiscalía y todos los días él no ha tenido otra cosa que decirle que “sí, ma-drecita; sí, madrecita” y resoplar

frustrado. Israel sabe quién es el asesino

del muchacho. El homicida es un pandillero convertido en testi-go protegido. El homicida fue la pieza clave en el hallazgo de un cementerio clandestino en el que apareció ella, y el asesino comió su comida y bebió su agua... des-pués, compadecido, le pidió a Is-rael que le preguntara a la mujer si su hijo cuando desapareció no andaba, de casualidad, una me-dallita en forma de delfín, y sí, sí la andaba. Desde ese día Israel Ticas espera que el laberinto le-gal, que el papeleo formal, que la orden de un juzgado, que una investigación policial, le permi-tan volver a hablar con el asesino para que él le cuente dónde mató al muchacho y dónde lo sepultó.

Colgó el teléfono con la cara terremoteada y resopló varias ve-

ces antes de poder hablar: “¡Puta, puta!...” y nos esquivaba la mi-rada, apretando la mandíbula... “¡Me va a valer verga y se lo voy a ir a sacar por mi cuenta!” Poco a poco, los músculos de la cara se le fueron relajando, y en los ojos se le iba apagando aquella antor-cha insensata, y tal vez iba recor-dando que así es el ritmo de su vida: unos que matan y otros que se mueren.

Hubo un silencio que había que romper y a Israel se le ocu-rrió que le echáramos un vistazo a uno de sus tesoros: una agenda organizadora gordísima, que más parecía un acordeón, imposible de cerrar, donde las pastas casi quedan en juntura perpendicu-lar. Dentro había un sinfín de ga-rabatos, bocetos de excavaciones y otro aterrador compendio de imágenes. Israel tiene una obse-

sión con poseerlo todo, con re-tratarlo todo. Cada día de su vida está fotografiado. Si un día lo visitan en su despacho unos es-tudiantes, él les toma una foto, la imprime y la pega en su agenda; si va de paseo con amigos, tam-bién; si lo entrevistan unos perio-distas, también... si desentierra un cadáver, también.

Ojear la agenda de Israel es casi un ejercicio siniestro: rostros irreconocibles, cadáveres momi-ficados, cuerpos “saponificados” –inflamados, putrefactos, enne-grecidos–, cabezas sin cuerpo, miembros amputados... Señaló un estante y en él dormía una pila de agendas igual de gordas, con el mismo contenido de años an-teriores, que preferimos no abrir.

Nos despedimos chocando pal-mas y puños, pero antes de salir nos detuvo: “No´mbre, no se van

a ir así no más”, dijo. “Pónganse contra la pared”, nos instruyó, mientras desenfundaba el apa-rato con que iba a dispararnos: una cámara fotográfica. Posamos para él y disparó un par de flas-hes. Días después nos mostró su agenda y ahí, junto a un sinfín de cadáveres anónimos, el fotope-riodista y yo engrosábamos su acordeón de papel

Imágenes dentro de la agenda de Israel: huesos, escena de una ma-sacre… y el mismo Israel posando con los reporteros de El Faro.

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EL SEÑOR ÁRBOL CAPÍTULO 3

Texto: Carlos MartínezFotos: Bernat Camps Parera

El cráneo de una chica asoma de la tierra. Aún lleva el lazo con el que fue asfixiada.

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buscando una señal que lo ayude a ubicarse. Los otros dos agentes –que sí son policías de verdad- lo siguen de cerca; no vaya a ser que el testigo protegido eche a correr por esos breñales y, junto a él, la corporación pierda un uniforme completo con todo y gorro y pis-tola; que buena falta les hacen.

Reconoce un inmenso árbol de aguacate y se apresura a mostrar-lo al desenterrador:

–Aquí -dice, y dibuja con las manos un rectángulo imaginario.

–¿De qué lado está la cabeza? -pregunta Israel, y el falso policía duda un poco, vacila...

–De aquel -señala, indicando que los pies están cerca de la raíz del árbol.

–¿Qué voy a encontrar?–Andaba unos tenis y un

jeans.–¿Cómo lo mataron? Esa última pregunta es cla-

ve para determinar si el testigo no miente. Cada “clica” tiene su propia forma de matar y los pandilleros agrupados en ella la consideran una especie de firma. Los agentes investigadores y los fiscales, curtidos en estas lides, saben identificar este rito distin-tivo, y por medio de él establecer si los testigos dicen la verdad cuando aseguran que participa-ron de un homicidio. Esta clica, la Lourdes Locos Salvatrucha, utiliza un lazo.

El ritual es simple: mientras unos inmovilizan a la víctima, otros toman un lazo y le dan una vuelta en el cuello, de forma que quede atrapado en el centro del lazo. Luego, dos tipos toman las

puntas del lazo y tiran en direc-ciones opuestas con todas sus fuerzas. Si hace falta, un tercero golpea con los puños la boca del estómago para sacar el aire y que sea más fácil asfixiar. La muerte tarda varios minutos en llegar y los asesinos escuchan a la víctima gorgojear un rato antes de que la vida se le escape.

Cada clica fuerte tiene su pro-pio modus operandi. En Apo-pa –relata un fiscal- cortan un pedacito de alambre de púas y lo doblan alrededor del cuello de alguien; luego enganchan las puntas a un pequeño madero y lo retuercen hasta que el alambre haya triturado la nuca de ese al-guien. Muy parecido al tormento conocido como garrote vil usado por la Santa Inquisición en Espa-ña. Pero ahora no estamos ni en Apopa ni en España, sino bajo un frondoso aguacatero en Lourdes que le da sombra a la tumba se-creta de Ramiro, que fue miem-bro del Barrio 18, capturado y torturado hasta morir por el tipo delgado que ahora está disfraza-do de policía y por sus ex compa-ñeros de la Lourdes Locos Salva-trucha.

Ahora hay que identificar la tumba de Sintia, pero el maizal ha crecido y los lugares se con-funden. Hace un año era de no-che, y Sintia vino a este lugar por su propia voluntad. Ella tenía 14 años y estaba enamorada. Ha-bía escapado de su casa luego de hurtarle cerca de 2 mil dóla-res a su madre para fugarse con su novio. Esa noche los dos mu-chachos buscaron un escondrijo

oscuro para hacer el amor. Él la llevó hasta aquel lugar aparta-do, cerca de la quebrada y ahí los estaban esperando. La pandilla se había enterado de la pequeña fortuna de Sintia y decidieron apropiársela. El novio de la chi-ca estaba en complicidad con los demás. También era miembro de la Mara.

El testigo encapuchado busca un altillo para poder tener pers-pectiva del sitio, pero el maizal está demasiado crecido y no hay modo de apreciar el terreno. Un árbol le trae recuerdos y comien-za a verlo claro:

–Ya, ya... por aquí le quita-mos una esclava que andaba en las manos... por aquí se paró... la matamos en una inclinación así... yo me senté en una piedra, podría ser esta– explica, mien-tras se sienta en la piedra, como tratando de encontrar certeza en sus recuerdos-. La acostamos por aquí... no, no la violamos...

Cuando cree que ha dado con el punto exacto, se tira al suelo, fingiendo ser ella, fingiendo ser Sintia, para que los investigado-res tengan una idea de la posición en la que quedó el cuerpo. Otro grupo de policías delimitan el área con cinta amarilla. El testigo se levanta del suelo, se sacude la tierra y vuelve al pick up con los otros dos encapuchados. Se ha ganado su libertad.

Una vez que el testigo ha de-jado claro en qué parte bajo el suelo están Ramiro y Sintia, en el equipo de investigadores poli-ciales uno se descamisa de inme-diato y en la actitud más alegre

De un pick up policial ba-jan tres agentes con el uniforme azul completo.

Llevan las mangas hasta las mu-ñecas, armas al cinto y se cubren el rostro con gorros negros de asalto. Tampoco llevan número que les identifique. Están en una misión de reconocimiento que, por lo delicado, exige que ellos oculten su identidad.

Estamos en medio de un mai-zal en Lourdes, Colón, bajo un sol que quema, aunque algunos investigadores insisten en que más tarde habrá aguacero. Bus-camos dos cadáveres que estarán ahora sepultados bajo las matas de maíz. A las personas que mu-rieron hace un año y cuyos restos esperamos desenterrar las llama-remos Sintia y Ramiro.

De los tres policías que baja-ron del pick up, uno se adelanta, mientras los otros dos lo persi-guen con la vista. Comienza a ca-minar entre las matas, como olis-queando el lugar, presintiendo el sitio exacto donde el año pasado fueron asesinadas dos personas. Aunque va disfrazado de policía, sus maneras lo delatan. Hay algo en su forma de andar, en el des-parpajo de sus ademanes, en la manera en la que rebusca aquella milpa... que hace innecesario que alguien explique que el azul poli-cial es solo camuflaje. Es un mu-chacho delgadísimo y el uniforme le queda como si fuera piyama. El arma que lleva en el cinturón está descargada. Por la rendija del gorro navarone asoman unas cejas negras y espesas y unos ojos aniñados que rastrean el lugar

Un policía custodia el esqueleto recién desenterrado de una joven en Lourdes, Colón.

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echa manos al asunto. Toma un instrumento de excavación y es-pera instrucciones de Israel. Su nombre es Lucas. Lucas es la he-rramienta de más alta tecnología con la que cuenta el criminalista en este procedimiento.

Como no hay rastreadores de metal, ni juguetes lujosos como sondas ópticas para introducir-las en la tierra en busca de hue-sos, u opulentos sonómetros para rastrear huecos subterráneos, “lo que está más factible es Lucas”, dice Israel, señalando al policía que ya se ha abalanzado sobre aquella milpa, abriéndole agu-jeros redondos de un metro de profundidad.

Al criminalista no le queda más que confiar en la memoria de los testigos protegidos, que por lo general tienen que recordar el sitio exacto en el que sepultaron a sus víctimas hace al menos un año, que es el promedio de tiem-po que demora la investigación de un homicidio. En casos como el de este maizal, o de vastos ca-ñales, suele pasar que cuando se cometió el crimen el sembradío no estaba ahí y luego cuando las plantas crecen es casi imposible ubicarse. Normalmente hay que destrozar el terreno entero antes de dar con un cadáver. Por fortu-na, aquí está Lucas con todo y su talento para dar con los cuerpos. Tiene esa fama: “Donde Lucas escarba, Lucas halla”. Claro que su prestigio no tiene que ver con otra cosa que no sea suerte y con un afán infatigable para abrir ho-yos en el suelo. Ahora, además, hay tres ayudantes ancianos, pro-

porcionados amablemente por la alcaldía municipal. Ese es el equi-po de apoyo de Israel Ticas.

Como el lugar más incierto es la tumba de Sintia, comenzamos por ahí. Llega otro miembro de la clica disfrazado de policía para confirmar la versión del anterior. Este es un hombrón alto y corpu-lento, al que vigilan tres agentes. Al llegar al sitio comienza a hacer memoria:

-La Sintia andaba con una blu-sa roja o rosada... la otra andaba un chorcito gris, pero a esa yo la vine a ver cuando ya la tenían muerta...

¿Otra?, ¿Cuál otra? Ahora re-sulta que hay otra chica sepulta-da aquí...

-¡No´mbre!, si usted escarba, de ahí para abajo hay como 15 -dice el segundo testigo, señalando la quebrada y la maleza inescruta-ble que hay alrededor de la mil-pa.

Lo escucharon Israel, el fiscal antihomicidios y al menos dos investigadores policiales. A este tipo la pandilla lo busca por re-bote, me explica uno de los po-licías. Su perrito, o sea su amigo (el primer testigo) cometió una infracción, una marca, y la pan-dilla decidió matarlo. Este tipo se solidarizó con aquel y decidie-ron cantar juntos para la policía. Ahora hasta usan el uniforme para salir a reconocer maizales.

A Lucas le da igual, él sigue abriendo hoyos redondos de un metro y fumando bajo el sol. De pronto su pala topa con algo y da la voz de alerta. Israel se tumba en el suelo, mete la mano en el

Proceso de excavación de una tumba.

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agujero y siente algo que no es tie-rra. Introduce una sonda con luz para fotografiar el objeto que está ahí enterrado... bueno, bueno, en realidad no es una sonda con luz, sino mi teléfono celular, que tiene un tímido flash que no consigue vencer la oscuridad subterránea. Hay que ampliar el agujero para introducir una cámara fotográfi-ca con un flash de verdad. Es una suela de zapato. Lo que había ahí abajo era una suela de zapato de hombre. Sentado en una pie-dra está un investigador policial vestido de civil. Y aunque encon-traron algo, está mal humorado porque él está aquí solo por dos cuerpos, dos cadáveres cuyos ca-sos viene trabajando desde hace un año ¡Y ahora resulta que quizá haya una veintena metidos deba-jo de la tierra!

–Ese ha de ser un 18, dejá que se pudra ahí ese hijueputa, volvelo a enterrar -gruñe, mientras sigue llenando una aburridísima acta con desgano. Si aparecen más ca-dáveres, eso significa más casos abiertos y en su escritorio ya se acumulan unos 30. Eso es mucho más de lo que puede hacer.

–Ya estás como este chapa-rro -le regaña Israel, viendo a un pequeñuelo investigador que ya presentía que la cosa terminaría en él-. Ese la otra vez encontró cinco cadáveres y los volvió a ta-par...

El chaparro sonríe apenado y da explicaciones que casi nadie alcanza a oír:

–Pues sí, si yo solo uno busca-ba, si no a mí me iban a tocar.

Israel lo mira con autoridad:

–¡Pero yo le puse el dedo!... Es que no son chuchos, hom´, son gente -enfatiza, mientras sigue palmeando el interior del aguje-ro.

Según el subdirector de inves-tigaciones de la PNC, Howard Cotto, a la unidad antihomicidios le hacen falta unos cuantos agen-tes investigadores... 600, para ser precisos. Los que hay están tan sobrecargados que a veces vuel-ven a echarle tierra a los cuerpos no previstos.

Israel cerca el perímetro y es-tablece un cuadrado de unos tres metros de ancho por otros tres de largo. El asunto es dejar la tumba en medio, de forma que alrededor de un rectángulo de tierra central haya pasillos, como un cuarto con una mesa en medio.

Hacen falta manos para hacer esa excavación y el criminalista saber dónde hallarlas:

–Vaya, periodistas, no los tra-je a ver– dice, y nos señala unas palas y unos picos-. Primero hay que hacer que este cuadrado ten-ga un metro de hondo, después yo les voy a decir...

El agujero comienza a tomar forma poco a poco mientras lu-chamos con la tierra dos repor-teros con las manos peladas y tres ancianos con un poco más de práctica. Lucas vuelve a gritar. Ha encontrado otro cadáver.

* * *

Entre los tres ayudantes de excavación proporcionados por la alcaldía, hay uno que siempre

Cadáver no identificado de mu-jer joven. Junto con el cuerpo fue sepultada una tira de paletitas de dulce.

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está en silencio. Es el más joven de los tres… por decir algo. Le mete la pala a la tierra callado, y suda la gota gorda sin protestar. Apenas y sonríe cuando sus com-pañeros logran un buen chiste y pareciera que es incapaz de can-sarse. Es un hombre compacto, flaco y nudoso, con un escaso bi-gotillo que está siempre lleno de sudor. Cada cierto tiempo, este tipo le echa una mirada descon-fiada al lugar y vuelve a la pala.

El mayor del equipo, en cam-bio, es un anciano desdentado a quien es imposible hacer callar. No es muy dado a abrirle aguje-ros a la tierra. Lo suyo es hablar y reírse con su risa cholca. De lo que más le gusta reírse, por cierto, es del fotoperiodista. Cree que ha engañado al catalán para poner-lo a hacer su trabajo: “No´mbre, este español sí es bueno para el trabajo”, dice, y le cierra el ojo a los demás, haciéndolos cómpli-ces de su picardía. Pero lo que se dice excavar... muy, muy poco. La verdad, su dinámica es compren-sible: a su edad nadie debería es-tarse asoleando para sacarle los muertos a una milpa. Este es un viejillo curtido por el sol, con sus piernas arqueadas y su espalda agachada.

El tercero es un señor bona-chón, peliblanco, muy parecido a Trucutú, con unas espaldas anchas capaces aún de palear a buen ritmo y de asestar golpes temibles con el pico. Celebra to-das las ocurrencias de su colega mientras trabaja con la camisa desabrochada y su enorme vien-tre expuesto.

De pronto se han quedado to-dos en silencio. Estaban dentro de uno de los fosos, peleándose con esta tierra llena de piedras, cuando de pronto todo fue silen-cio. Los tres miran al piso y hacen lo posible por esconder la cara. Noto que pasa algo grave, pero no consigo que me hagan partíci-pe del secreto.

El mayor se anima a susurrar sin voltear a verme: “Ahí están”. Tiene el rostro endurecido y mira directamente al suelo. Los tres miran la tierra sin despegarle los ojos, como si eso conjurara los terribles peligros que al parecer acechan aquí. Señalan un muro. Cuando pregunto más me hacen callar, me piden que no mire, que no señale, que me agache. Los tres se han encorvado y más que tra-bajar juguetean con las piedras.

Lo único que he sacado en lim-pio es que en uno de sus vistazos generales al lugar, el vigía descu-brió unas cabezas asomando tras un muro y eso bastó para desatar auténtico pánico. Están conven-cidos de que es la mara la que es-cudriña, buscando a alguien que pague los platos rotos por haber-le estropeado el secreto que ha-bía bajo la milpa.

“Dígales usted”, me pide el anciano, sin voltear a verme, ha-ciendo como que trabaja, y yo obedezco. El investigador poli-cial escucha la historia e invo-luntariamente se soba el arma. El ambiente ya está malo. Suenan los radios y aparecen los refuer-zos en tiempo récord. Se trata de un pequeño escuadrón policial, de unos cuatro tipos armados

con armas largas: fusiles y suba-metralladoras. Quien lo comanda es un policía enorme, con el cha-leco antibalas de fuera y algunos cargadores al cinto.

Vuelvo al foso, pero estos tres tipos no se han tranquilizado. A como dé lugar, la misión es es-conder el rostro, ser irreconoci-bles. El mismo código: susurros disimulados. De nuevo es el viejo el que me hace ver que el ene-migo está más cerca de lo que pensábamos: me señala un árbol. Asomando desde atrás del tronco consigo verlo por primera vez.

Es obvio que nos está vigilan-do. Aprovecha que el árbol que le sirve de escondite está en la parte del maizal que todavía es maizal y se camufla con las matas. Su actitud descarada ha conseguido asustarme. Afortunadamente no somos los únicos que lo pillamos. El Rambo del chaleco antibalas ha organizado a su escuadrón y van a darle caza.

Se distribuyen en una manio-bra envolvente, con sus fusiles en las manos. Como en las películas, caminan acechando, sin hacer ruido. Se cuelan en el maizal sigi-losos y bien distribuidos. Cuan-do el enemigo se da cuenta, ya es demasiado tarde. No hay cómo escapar del cerco. Está atrapado.

–Salí -le dice el policía, con el tono bravo. Y él sale-. ¿Qué estás haciendo ahí?

–Cuidando la milpa -responde, con semblante serio, y sin asomo de dudas.

–¿Cuidándola de qué?–De que no se la coman las ca-

bras.

–¿Qué cabras? Aquí no hay ca-bras, vos ispiando estás.

–No, de verdad que no.El enemigo se va poniendo más

nervioso a medida que el policía le hace más preguntas. Este le arranca de la cabeza una gorra.

–¿Qué dice en esta cachucha?–No sé. –¡”No sé”, “no sé”! ¡El loco te

hacés! Aquí dice MS.El frente de la gorra, efectiva-

mente, tiene un decorado manual en el que se leen las iniciales de la Mara y las de la clica.

–¿Vos sos de la mara?–No, yo no.–¿Entonces por qué andas esto,

pues? -El interrogatorio improvi-sado hace mella en ese individuo que infunde terror en los excava-dores y comienza a llorar.

–Por favor, no me lleve -le pide al policía, mientras comienza a derramar lágrimas.

–¿Quién te dio esta gorra? -in-siste el agente, duro.

–Por favor, por favor no me lle-ve -dice el enemigo, y llora y llora como lloran los niños de su edad cuando están asustados. Quizás tenga unos 10 años de edad.

El llanto del niño saca al poli-cía rudo de su personaje e incluso le cambia el tono:

–No´mbre, hijo, si no te vamos a llevar.

Pero el chico ya es un mar de lágrimas, porque tiene miedo de que estos policías lo arresten. Al final lo consuelan y se pierden con él por las callejuelas de Lo-urdes. No van a arrestarlo. Van a devolverlo a su madre.

–Era solo un niño -le digo al

grupo de trabajadores, que, eli-minada la amenaza, ya se han animado a levantar el rostro. El viejo gruñe:

–¡Pero por esos bichos cabro-nes lo pueden matar a uno!

* * *

A medida que pasan los días, lo que antes fue una milpa, se va pa-reciendo más a un nido de trin-cheras. El que sembró el maizal en este solar fertilizado con gente ha perdido al menos la mitad del sembradío; y es apenas el tercer día de excavación.

Cada cadáver tarda tres días en promedio en ser desenterrado, tomando en cuenta las técnicas usadas y el personal, que cuan-do no cojea por inexperto en las artes de la pala y el pico, lo hace por los años que le pesan sobre la espalda.

Una vez que los excavadores de pala gorda hemos conseguido hacer un cuarto subterráneo de casi dos metros de profundidad, Israel comienza a desmoronar con palitas finas el gran terrón que hace las veces de mesa cen-tral. Ahí está el cuerpo atrapado. El truco consiste en esto: conse-guir que el cadáver no se mueva ni un milímetro de la posición en la que quedó el día en que lo sepul-taron. Con unos palillos se le va haciendo acupuntura a la tierra. Cuando el palillo toca un cuer-po muy sólido, es probable que este sea un hueso. Si esto ocurre, el palillo quedará clavado en ese punto, a modo de banderilla. Con los palillos, el criminalista puede

MIRAN LA TIERRA SIN DESPEGARLE LOS OJOS, COMO SI ESO CONJURARA LOS TERRIBLES PELIGROS QUE AL PARECER NOS ACECHAN AQUí.

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determinar qué es tierra y qué es cuerpo. Al final de la primera fase, el terrón parece un puercoespín. Luego se comienza a raspar el al-tar de tierra, para que vayan apa-reciendo huesos. Los ayudantes estamos en los pasillos, haciendo lo mejor que podemos el resto de tareas: evacuar la tierra que ge-nera el procedimiento del crimi-nalista, hacer un desagüe por si llueve y mantenerlo destapado y, sobre todo, intentar no estorbar.

Este es el tercer día de traba-jo y, si todo sigue igual, faltan al menos otros seis: tres para el ca-dáver desconocido que descubrió Lucas el primer día y otro para el chico que espera bajo el aguaca-tero. No somos suficientes como para trabajar los tres fosos y de todas formas solo hay un crimi-nalista. A veces los fiscales y los policías se aburren de estar lle-nando actas y se deciden a hacer un poco de ejercicio. Los fiscales dejan las corbatas colgadas en los árboles; con los policías no hay nada que hacer para que se sepa-ren de sus pistolas.

El dueño de la milpa llega a ver la catástrofe que le ha ocurrido a su maizal. Es un hombre tími-do y muy urgido por largarse de aquí cuanto antes. Dice que no sabía que sus mazorcas crecían sobre un camposanto y rechaza la remuneración que le ofrece el fiscal. Dice que no es nada, que solo son unas matas y se niega de forma rotunda a aceptar ni una monedita de las autoridades. La pandilla tiene ojos en todos la-dos y ahora él teme que los tenga puestos ahí, viendo cómo hace

migas con la ley, aceptando su di-nero y conviviendo amablemente con ellos. No hay modo de hacer-lo cambiar de opinión. En cuan-to puede, desaparece y se pierde. Ha aprendido a caminar mirando al suelo, viendo sus propios pa-sos rápidos. Según los datos de Medicina Legal, el cantón Lour-des es en el que más asesinatos se reportan en la primera mitad del año. 38 personas fueron asesina-das entre enero y julio. 38 que al menos tuvieron la suerte de yacer en una cuneta, de pintar de san-gre las calles de este lugar. 38 que obtuvieron la gran fortuna de morir a ras de piso y no desapa-recer bajo un maizal.

El primer cadáver ha asomado ya. No era un hombre, pese a los zapatos que aún lleva en los hue-sos, o al pantalón, que debió que-darle grande incluso cuando aún había músculos y piel.

Sabemos que es una chica, por-que sobre las costillas ha queda-do enredado un sostén, porque en el cráneo todavía hay largos mechones de pelo teñido de ama-rillo, pero sobre todo porque es tan chiquita; porque sus hom-bros son tan angostos, porque parece una niña dormida, hacien-do un ovillo sobre una cama que no fuera este lecho de tierra. Por-que se tapa el rostro con el bra-zo, como si ahora mismo fuera a bostezar, a desperezarse, porque junto a ella hay una tira con ocho paletitas de dulce, de colores tan vivos, tan distintos... y el hecho de que parezca una niña nos hace recordar que no, que es una mo-mia con las cuencas vacías que ya

no pueden ver la cuerda que les quitó la vida; que es una soga ce-leste apretando vértebras donde antes había cuello.

La tierra se encargó de comer-se a esta chica hasta los huesos. Aunque ahora solo es tibia y peroné limpios, puros; clavícu-las infantiles y exactas; cráneo atroz, con las mandíbulas apre-tadas, con expresión inflexible... aunque sólo es un esqueleto con ropa, no consigo que deje de ser una niña con una cuerda en el cuello. Quizá era Sintia, que le robó dinero a su madre y que buscando algo parecido al amor halló la muerte. Quizá solo sean huesos con el pelo teñido y nun-ca nadie –nadie, nunca- va a sa-ber quién carajos era y por qué demonios la estrangularon con una cuerda celeste.

O quizá sí. Donde va el crimi-nalista Israel Ticas, va también un permanente goteo de pre-guntas que a veces se manifiesta como una mujer llorando por te-léfono y otras, como hoy, adquie-re la forma de gente que otea por encima de la cinta policial y que hacen preguntas como si hacerlo fuera malo, como si ellos estuvie-ran cometiendo un delito. En voz baja, viendo al piso, temiendo ser escuchados, cagados de miedo y de tristeza...

Mujer de 55 años. Lleva delan-tal blanco. Es diminuta y parece ya una anciana: “¿Y aquí están escarbando gente?”... “Es que fí-jese que m’ijo era catequista de la Iglesia Nuestra Señora de Lo-urdes, tenía 30 años, andaba pan-talón negro de vestir, camisa ver-

Agentes de la Fiscalía General (arriba) y trabajadores de la alcaldía de Colón toman un descanso durante excavaciones en Tonacatepeque y Lourdes, respectivamente.

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de claro y zapatos negros...” “Él andaba buscando a su hermana, que también había desaparecido y por eso lo mataron según mi’an dicho”... “Tenía dos coronitas de oro aquí enfrente”... “¿Cómo pue-do hacer para que me avisen si sale?”

Mujer joven. Delgada. Apenas se escucha lo que pregunta, habla en susurros: “Él desapareció hace dos años...” “Salió a trabajar y ya no regresó...” “No, él no andaba en nada, no era de las maras”... “Te-nemos dos hijos”. “Ya no... ya vivo yo sé que ya no está, ya lo habría sentido yo”... “¿Dónde me apun-to?”.... “¿Y va a salir mi cara?”

Un hombre macizo, con el pelo blanco, se acerca al lugar y se queda callado al borde de la cinta policial. Solo está mirando y su expresión es la que tendría un árbol. No deja que el senti-miento que lleva dentro le cami-ne un milímetro fuera del pecho. No deja que la sonaja que le vi-bra en algún lugar oculto le des-ordene la cara. Es que su mujer no agarra paz y no halla sosiego nunca. Cuando ella mira en la tele que los policías andan escar-bando cementerios clandestinos, se convierte en un silbido lloroso y no le da tregua a él y le supli-ca que vaya a preguntar: tal vez ese día le sale de la tierra la hija aquella que desapareció hace dos años... y él sale a andar sin espe-ranza a otro cementerio en el que

su chica no está. Se acurruca al lado de un árbol e inicia la misma ceremonia que el resto de busca-dores: “Tenía 22 años y era novia de un pandillero que ahora está preso por homicidio”... “Mire, ¿y usted cree que todavía se le en-cuentra el pellejito de encima?”... “Es que si la viera yo, bien la reco-nocería”... “No, viva ya no, según algunas estadísticas que me han dado ya no”... “Cuando pregunto en la Fiscalía solo me dicen algo de los criteriados y yo no entien-do nada”... “Cuando salí a traba-jar, ella quedó dormida”.

A veces así se esfuman: sin es-tertores, sin dramatismos. Si uno revisa el archivo de circunstan-cias de muerte que la policía re-gistró el año pasado, ocurre igual: la muerte se los pasa llevando cuando estaba transcurriendo lo cotidiano: “Comía torta mexica-na cuando le dispararon por la espalda”; “Iba a cobrar salario”; “Ocurrió en milpa”; “Dentro de casa tomaba licor con 3 sujetos más”; “Estaba de turno en ca-seta”; “Iba de La Ventana (bar) hacia La Luna”; “Permanecía en predio cortando mangos”; “Dos sujetos le dispararon en venta de licuados”; “Departía con amigos”; “Iba a jugar fútbol cuando fue atacado”; “Llegando a casa con tercio de leña fue atacado con arma de fuego”; “Se bañaba en río y lo atacaron los mareros”; “An-daba trabajando recolectando

basura”; “Encumbraba piscucha. Fue atacado por maras”; “Niño que sacaron del kínder”...

* * *

Siempre que se localiza un ce-menterio clandestino aparecen los buscadores con su pregun-ta: ¿has visto a mi muerto? Así, acurrucados, susurrando. Y la respuesta suele ser “no”. Se lo preguntan al Estado, convertido para ellos en un policía aburri-do de estas historias, en un fiscal sobrecargado, en un criminalista lleno de lodo, solo, y que nunca va a acabar de hacerle cesárea a la tierra para sacarle los huesos de sus hijos.

Mientras esto pasa en una mil-pa en Lourdes, la Asamblea apro-bó una medida extraordinaria. Una ley para combatir la violen-cia: será obligatorio que en todas las escuelas se lea la Biblia du-rante siete minutos diarios. Así se fomentarán los valores. Bien vista, la respuesta que los dipu-tados le dan a aquella mujer que busca a su hijo, o a la otra delga-da que no encuentra a su esposo, o al señor con cara de árbol que pregunta por su chica, es: ¡recen, recen, desdichados, recen, que es lo único que queda para ustedes! En unos días el presidente vetará la medida

Israel pone su rostro contra el suelo buscando con su mano un cadáver que la tierra le esconde.

Familiares de desaparecidos llegan a la excavación en Tona-catepeque con la esperanza de hallar los restos de sus parientes.

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TÁCTICAS DE DETECTIVES

CAPÍTULO 4

Texto: Carlos MartínezFotos: Bernat Camps Parera

Un investigador de la Policía cubre su rostro con un navarone para ocultar su identidad en una excava-ción en Tonacatepeque.

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Tanta cerveza le ha movido ya el humor al más joven de los policías. Estamos

en uno de los changarros que bordean las canchas de fútbol de El Cafetalón y a este muchacho le baila en la sangre más de una Pílsener. Sale a recibirme y me saluda efusivo:

–¡Qué ondas, chelito! -dice, mientras me palmea el hombro.

Julián tiene ya ese acento espu-moso que te dejan un par de ho-ras de empinar el codo.

–Te voy a presentar a unos amigos.

Este día hubo suerte: consi-guieron salir temprano y deci-dieron festejarlo entre colegas. El lugar no se merece el cosmopoli-ta “bar”; más bien es un pequeño tenderete, saturado de beodos capaces de engullir una botella de cerveza de un trago. Las pare-des están forradas de afiches con chicas espectaculares, brillando en sus bikinis, sudando a mares, como las cervezas que anuncian, y prometiendo besos chispean-tes. Esas son las únicas hembras sonrientes en este sitio. Las de verdad cargan unas enormes

bandejas llenas de cerveza, llevan delantales y unas incomodísimas minifaldas que no dan abasto de tanta carne y tanta mirada. En-tre los hombres parece reinar el acuerdo de que el que no gri-ta que mejor no hable, y el trato divide a esta población en dos: los que argumentan a gritos, con sus corbatas flojas y su ropita de trabajo marchita, y aquellos a los que apenas les queda fuerza para sostener erguido el cuello, vien-do con amor celoso su botellita a medio andar. Los investigadores antihomicidios que nos esperan

en la mesa del fondo forman par-te del primer grupo.

Mi anfitrión me los va pre-sentando, al mismo tiempo que le hace señas a una mujer para que me alcance una cerveza y me ponga a tono. El resto de detec-tives me saluda con menos entu-siasmo.

–Vaya, ¿qué es lo que querías saber? -se lanza Julián, ansioso.

–Pues la verdad, nada en con-creto... ¿cómo es su trabajo?

–Va´, mirá, la onda es así: lo que uno busca es desarticular clicas. Entonces cuando hay un homici-dio uno busca un testigo...

Julián es el más joven, tiene menos de 30 años y apenas unos cuantos de ser miembro de la éli-te Diho. Habla a gritos sobre su trabajo y así me va explicando sus procedimientos investigati-vos. En síntesis, el truco consiste en convencer a algún miembro marginado de una clica para que queme a sus compañeros y ayude a ubicar algunos cadáveres. Lue-go hay que protegerlo para que llegue vivo hasta el juicio y así conseguir poner a algunos ase-sinos tras las rejas. Interrumpe un hombre grueso, de semblante parco:

–Cuando vos detenés a un gru-po, los vas interrogando, y vas anotando... ahí vas viendo quién te puede hablar y quién no. Hay algunos que no te dicen nada, que si te descuidás te intimidan con la mirada. Incluso te amena-zan.

–¿Y con esos qué se hace?Cruzan miradas con Julián y el

tipo serio se acomoda en su silla

y es Julián quien retoma la expli-cación:

–Va´, mirá, la onda es que estas ondas no son legales, por lo de los derechos humanos, ¿va? Ya sabés vos esas ondas.

–¿Les pegan?–A algunos, vos. Hay que dar-

les una calentada... es que mirá (pone cara de asco), algunos de estos pendejos ya no son perso-nas, han matado a un vergo de gente, ya les vale verga.

–¿Qué les hacen para que ha-blen?

La pregunta es retórica. En realidad, durante todo el tiempo que hemos acompañado a Israel Ticas hemos escuchado estas historias, que viéndolo en frío no tienen nada de originales en el país: cachetadas, capuchas con talco, pistolas desenfundadas, apretadas de testículos, amena-zas de muerte, amenazas con de-jarlos en medio de territorio de la pandilla contraria...

–¿Y cómo hacen para que no los denuncien? -pregunto, y se anima a hablar de nuevo el tipo serio:

–Es que no les das en la cara, sino en partes donde no queda seña.

Se abalanza Julián sobre la conversación:

–¡Y para cuando llega el juicio además ya se les han quitado!

Los entiendo. Los entiendo porque me pregunto qué haría yo si fuera un policía mal pagado (ganan menos de 300 dólares), con el escritorio lleno de casos que cada uno tarda en resolver-se hasta casi dos años (Julián ha

llegado a acumular 25 al mismo tiempo), teniendo que pensar en los derechos humanos de un tipo del que sé de cierto que es un asesino... lo que no entiendo es por qué me lo cuentan. Si yo me siento culpable por sentir empa-tía con ellos, ¿por qué estos in-vestigadores élite le cuentan tan panchos a un periodista que ellos torturan a sus potenciales testi-gos para que canten? Será por-que están convencidos de que la razón les asiste. Y al menos este reportero no será el que tire la primera piedra.

–Pero si los testigos criteriados son asesinos, ¿cómo es que los dejan sueltos después, Julián?

–Para agarrar a toda la clica... pero al final siempre los termi-nan matando, vos.

El mecanismo más expedito para investigar un caso, y el más usado, son los testigos criteria-dos. Sirven para todo: para ubi-car los cuerpos, para identificar a toda la estructura, para testi-ficar ante un juez... Desde que comienzan a colaborar con la po-licía viven en casas de seguridad y generalmente son los mismos investigadores los que tienen que costear su alimentación durante todo el proceso.

Parece que ya no tienen ganas de hablar de trabajo, sino de en-friarse el ánimo a fuerza de cer-veza. Cierro la libreta y levanto la mano para llamar a la mesera por otra ronda

Un agente de la Policía custodia un cementerio clandestino encontrado en Lourdes, Colón.

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CRISTO A LA PUERTA CAPÍTULO 5

Texto: Carlos MartínezFotos: Bernat Camps Parera

Templo evangélico a medio cons-truir. En el patio trasero de esta iglesia fueron asesinadas y sepulta-das al menos cuatro personas.

Page 23: UN HERMOSO PAISAJE - Plaza Pública

Pese a los pronósticos, no llovió nunca en este ce-menterio clandestino que

antes fue una milpa. Si cayó un aguacero fue de noche y más que un llanto debió ser un lagrimeo que apenas mojó las tumbas.

Los policías que han hecho guardia nocturna durante los 15 días de excavación pasan las no-ches resguardados bajo un toldo, en silencio absoluto y se calientan las manos con pequeñas hogue-ras que alimentaban con ramitas.

Se desvelan con la pistolera des-abrochada y con el arma sin se-guro. No les queda tiempo para pensar en los muertos, porque el cuerpo entero les pide pensar en los vivos y mantener los nervios afilados y la pistola cerquita, cer-

quita de la mano... hasta que co-mienza a clarear y le dan gracias a Dios por la luz que les alumbra este espantoso lugar.

Desde que comenzamos la búsqueda de los cuerpos de Sin-tia y Ramiro, han aparecido ya

dos cadáveres inesperados de chicas desconocidas: la vendedo-ra de dulces, con sus paletitas de colores y su pose de adolescente dormilona; y otra chiquilla de es-queleto aniñado. Esta última sa-lió de la tierra con un grito en la

mandíbula y su propia soga alre-dedor de las vértebras cervicales. Cuando el cadáver de esta desco-nocida cayó a su foso, quedó acu-rrucado, como tomando un baño en una tina de tierra. Al ser lan-zada llevaba el jeans y las bragas

Cuando los asesinos sepultaron el cuerpo de esta chica, ella llevaba los pantalones y su ropa interior bajados.

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bajadas hasta las rodillas.En la tumba de Sintia –que al

final fue hallada por Lucas– el cadáver dejó un rastro blanco y pastoso de adipocira, que es un jabón de calcio, potasio y sales en el que se convierte la grasa hu-mana bajo ciertas condiciones de la tierra. Eso quedó de Sintia. Se llama adipocira.

El último en aparecer fue Ra-miro y lo primero que asomó de su tumba fue una rótula. La ró-tula es quizá el hueso que menos hueso parece: es una pequeña pieza con forma de nuez, que si no hubiera visto la luz en medio de fémur y tibia, sería una sim-ple piedra. La rótula es un hueso simple.

Israel fue labrando el nicho de aquel cadáver con nombre, escul-piendo el terrón que lo apresaba y así fue saliendo Ramiro. Tenía las manos atadas sobre el ombli-go y su cuerda ritual en el cuello. Israel fue limpiando cada trocito de las manos, haciéndole mani-cura en los huesos. Fue casi un placer verlo aparecer, ir viendo cómo el criminalista dibujaba su cama en la tierra: parecía cobrar orden de pronto. Ese proceso es algo que tiene que ver con la be-lleza, aunque a mí me avergüence pensarlo.

Es el último día de excavación y estoy parado a la orilla del pozo donde Israel le da los retoques fi-nales al cadáver de Ramiro. Nos ha sacado a todos los ayudantes-periodistas (los ancianos de la alcaldía se esfumaron después del incidente con el niño) y hace el trabajo fino. Este cuerpo tiene

un gesto amable, como el de un anciano que escucha a niños. A él también le bajaron los pantalones antes de sepultarlo al pie de este inmenso árbol de aguacate. Le ha tardado tres días al criminalista dejar estos huesos perfectos; sin alterar un solo milímetro la esce-na: las costillas suspendidas en el aire gracias a un sistema de pila-res de tierra, las piernas flexiona-das, cada cuerda en su lugar... Ba-rre su escena del crimen y recorta los bordes del terrón para dejar-los en un perfecto ángulo recto. Esto ya no es necesario, es pura vanidad profesional.

Cuando Israel limpiaba los in-tersticios de los dientes, apareció –de un blanco impoluto- el médi-co forense de Medicina Legal con todo y su humor:

–Hola, ingeniero, ¿le está dan-do flúor? Ja, ja, ja, ja...

A estas alturas ya estoy bastan-te harto de los chistes de huesos: de policías que se preguntan si no apetece una sopa; o de fisca-les que alaban las virtudes de una tanga enredada en el hueso sacro. En 15 días estoy bastante harto y en mi libreta de apuntes le dedi-qué un secreto “imbécil” a aquel doctor humorista. El trabajo su-cio ya está hecho.

Tomó casi 21 minutos meter a Ramiro en siete bolsas de papel, muy parecidas a las que envuel-ven a los bollos de pan.

* * *

A la entrada de esta milpa hay una iglesia evangélica a medio construir. Se llama: “Iglesia Cris-

to a la Puerta” y al parecer siem-pre ha estado a medio construir, según me cuenta un feligrés que subraya versículos de la Biblia. El templo tiene varios años aquí. Ya estaba cuando fueron asesinados los cuatro muchachos que desen-terramos durante estos 15 días. El tipo saca las manos de su libro sagrado y señala el predio que está atrás de su iglesia, hablan-do en susurro: “Yo ya no voy allá atrás. Una vez fui a traer aguaca-tes, pero ahora ya no voy”.

El terreno que estuvo planta-do de maíz ahora es un sistema de trincheras con rastros de adi-pocira. Va a ser bien difícil que alguien consiga sembrar algo, o alguien aquí... pero quién sabe

Israel en el proceso de limpieza de una osamenta. Se trata del cuerpo de un pandillero del Barrio 18 sepultado en Lourdes, Colón.

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“MIS MUERTITOS VAN A TENER QUE

ESPERAR”

CAPÍTULO 6

Texto: Carlos MartínezFotos: Bernat Camps PareraIsrael Ticas posa con un cráneo

humano. El criminalista prefiere ocultar su rostro, porque teme ser identificado por pandilleros

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Han pasado varios meses desde la última vez que nos vimos. En ese tiem-

po han cambiado algunas cosas: la Fiscalía se mudó de edificio y a Israel le tocó una oficina un poco más grande. Se tomó tiempo para decorarla, para dajarla acogedo-ra –según su particular manera de sentirse cómodo-. Instaló sus diplomas, sus retratos hablados, colgó sus pinturas y desplegó su insoportable galería de cabezas mutiladas, de cuerpos desmem-brados, de momias que no paran de gritar. Incluso creo que la am-plió, porque no recordaba la foto

de este rostro al que parecen ha-ber destrozado con una motosie-rra.

Bajo este decorado descansa el viejo sofá-cama donde Israel sigue pasando muchas de sus noches, con los sueños custodiados por sus muertos llenos de torturas. Visto en conjunto -sofá y galería de fotos- crean la sensación de ser un altar a la locura: combina cabezas decapitadas y un gatito de peluche, una guara de madera, una almohadita fucsia, un teco-mate... Todos estos meses he ido evolucionando una idea: primero creía que este señor era un loco

clínico. Ahora estoy confundido. La mayor parte del tiempo más bien creo que no está tan loco como debería, o al menos como lo estaría yo con su trabajo.

Algo no ha cambiado: a la en-trada de su despacho sigue colga-do el mismo cartel que lo anuncia en singular. “Criminalista”. Israel sigue siendo el único artesano de su especie en un país donde asesinan a 11 personas cada día y donde la tasa de efectividad de la justicia es de un dígito.

Otras cosas han pasado desde la última vez que estuvimos jun-tos buscando cadáveres: desente-

rró 14 cuerpos en un cementerio clandestino en Suchinango, dos en Apopa, otro en Soyapango, cinco en Ateos...

También ocurrió que unos pandilleros secuestraron a un aprendiz de policía, lo torturaron y lo decapitaron. Su cabeza apa-reció en medio de una carretera, pero nada se supo del cuerpo, hasta que el criminalista lo halló, enterrado en una colonia de So-yapango. En San Juan Opico (de-partamento de La Libertad) un tipo decidió vengarse de la mu-jer que lo desairó, golpeándola donde más le doliera, o sea en el cuerpo de su hija de seis años: se escondió en un cafetal, acechan-do a la niña. La raptó, la metió al cafetal y la apoyó en un bor-do. Ahí la mató con un machete pequeño y sin punta, al que los campesinos llaman “cuto”. Los policías encontraron el cadáver de la niña decapitado. Luego el homicida confesaría que arrojó la cabeza dentro de un pozo. Poco después, un hombre con traje es-pacial bajaría descolgado por la negrura cilíndrica del pozo, has-ta dar con una bolsa.

Este hombre habla con los cuerpos. “A veces me preguntan por qué le hablo a los muertos y es porque yo siento que hay una conexión entre el cadáver y yo”, explica él. Recuerda que cuando se metió al pozo a sacar la cabeza de la niña, apenas se miraba una lucecita arriba. “Estaba yo con mi tanque de oxígeno y vi la cabeza de la niña dentro de la bolsa y le vi sus ojos negros viéndome y la tomé y le aparté el pelo y sus ojos

negros me miraban... te puedo decir que hablé con ella, le decía: Princesa, ¿por qué te hicieron esto? Ya vamos a salir, te voy a sacar con cuidado para que no te golpeés. He aprendido a querer a los muertos, a hablar con ellos.”

¿Por eso tenés tu despacho de-corado con esas fotos horri-bles?No solamente tengo fotografías, sino que tengo huesos, cráneos... cualquiera puede decir que sería el cuarto del terror, pero yo no lo veo así. No me asusta en ningún momento ni me hace sentir triste verle los ojos a una cabeza deca-pitada. Veo que por el remache de sus dientes fue decapitado en vida. Me dicen cosas. Veo el cadá-ver de la madre con sus dos hijos encima y me dice: “Yo he muerto con honor, porque defendí a mis hijos hasta la muerte”.

¿Hay belleza en la Muerte, Is-rael?Hay belleza, la mujer sigue siendo hermosa, aún momificada sigue siendo hermosa y la hermosura está incluso en un esqueleto, en su posición, por eso los dejo como que son para museo, porque para mí es un arte. En Lourdes saqué a tres niñas: una tenía el cabello ondulado, esponjoso, hermoso… solo que ella estaba solo el esque-leto con cabello y le digo: “Has de haber sido linda”.

Estás loco.Sí, estoy loco, pero me siento fe-liz loco, porque creo que soy un loco positivo.

¿Cómo positivo? ¡Si tu locura tiene que ver con llenar la ofici-na de imágenes de cadáveres!No solo la oficina, mi cincho, mi camisa, mis boxers, mis calceti-nes y mi corbata son de calaveras, yo soy así. Estoy tan obsesionado con la muerte... mi madre me dice que soy el ayudante del demonio. Pero yo no creo en el diablo. ¿Sa-bés? Soñé que se me apareció el diablo y me dijo que me iba a lle-var y le dije que yo no creía en él y que él no existía y se transformó en Jesús en túnica, ¿y sabés qué hice? Le metí el dedo en el trasero y le dije: “Vos sos el diablo; anda-te, diablo, no creo en vos”.

¿Cómo es la muerte en este país?¡Ni en películas he visto la forma como mata un salvadoreño, ni en películas! Por Joya de Cerén los mataban con torniquete de alambre de púas y cada una de las personas tenía que darle una vuelta hasta asfixiarlo. Partici-paban todos. Otra: por el lado de San Martín saqué a la mamá, al hijo y al hermano de la señora. Los habían matado ahorcados, y me extrañó porque no había ár-boles, pero sí troncones. Habían amarrado un extremo al tronco del palo y el otro al cuello y y les daban jalones de los pies. Por chalatenango los hacen 14 peda-citos, abren un hoyo circular y los colocan ordenadamente, bra-zos, piernas, tórax, abdomen, ca-beza y los entierran; cuando los desentierro parecen una copa, o más bien como un barrilito. Otro: que les quitan la cabeza y se las

Detalle de una camiseta del criminalista. Israel tiene obsesión por los cráneos humanos.

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ponen a los pies viendo hacia el cuerpo, eso es por el lado de Opi-co. Por el lado de Lourdes, a las hembras las acuestan, las violan y las dejan con el blúmer en la mano. No las desmembran, pero las dejan en posición de que han sido violadas.

¿Las mujeres reciben una muer-te diferente?De los 395 que llevo, el 80% son mujeres. Los hombres mueren de una forma digna, tal vez decapi-tados o desmembrados. La mayo-ría de mujeres que he cncontrado han estado decapitadas y viola-das; tienen cosas en la vagina, he encontrado navajas, botellas, palos, piedras, estacas, cuchillos dentro de sus vaginas y el grado de tortura que tienen ellas, ¡uauu! Por el lado de Cojute las guindan como piñatas y les dan con cor-vos. Las he encontrado hasta con 200 puñaladas. La mente de es-tas personas ya está atrofiada y como los salvadoreños queremos sobresalir, si alguien mata de al-guna forma otro mata mejor, por eso hemos llegado a estos grados de barbarie.

¿No es frustrante tu trabajo?Sí, porque no doy abasto, porque quisiera ser siete u ocho. Ahorita tengo un pozo donde hay cinco personas, un cementerio clandes-tino donde hay tres, otro donde hay cinco personas, que me están

llamando que llegue. Yo no pue-do hacerme varios, siento dolor porque mis muertitos van a tener que esperar.

¿Conocés la historia de Sísifo? No.

Es un personaje que creo que se parece a vos: es condenado a una tarea inútil, interminable, donde por más que se esfuerce siempre se verá obligado a co-menzar de nuevo.Sí. Me parezco. Siento que es lo que hago constantemente. Hago obras de arte para que las des-hagan, me tardo 17 días para que Medicina Legal lo deshaga en minutos. Es parte del proceso y el siguiente día voy a hacerlo de nuevo. Mientras desentierro uno, están desenterrando tres.

¿Creés que este país tiene re-medio, Israel?No. Cada día vamos a peor. El lenguaje corporal que vi en 2004 no es ni la sombra de lo que veo ahora. El grado de violencia au-menta todos los días. Desearía que hubiera otros. No puedo ha-cer nada, estoy solo, soy el único. Pero no voy a tirar la toalla jamás, a nadie le digo que no.

¿Y cuando estés viejo y la espal-da y los brazos ya no te dejen cavarle agujeros a la tierra?Le pido a Dios que me dé salud,

no contaminarme de los muerti-tos con los que trabajo y cuan-do yo no pueda, poder capacitar gente... voy a estar supervisando. No creo que me quede tiempo de escribir libros.

¿Existe Dios, Israel?Existe... a la hora de levantarme, de hacer algo, sí existe y le pido que me ayude, pero cuando estoy en las excavaciones me pregunto que si existe ¿por qué esto? ¿Por qué a esta niña de 6 años tuvieron que mutilarla? ¿Por qué tuvo que sufrir, llorar, y apenas comenza-ba a vivir?... Dios será un padre que quizá nos tiene olvidados.

¿Y después de la muerte hay vida?Para mí, no... el que se muere, se muere. Yo tengo un dicho: el que se muere, lo entierran, se putre-facta y llega el ingeniero Ticas a sacarlo. Ese es mi lema

“SIENTO DOLOR PORQUE MIS MUERTITOS VAN A TENER QUE ESPERAR”.

Israel Ticas, enfundado en un traje sanitario, observa los cuerpos de una familia sepultada en un predio de Tonacatepeque.

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