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transición del niño 14 Kathy y yo reconocimos que la respuesta fundamental al grave aprieto de la sociedad se halla en una relación personal con Dios y en vivir conforme a los principios rectores hallados en la Biblia. No obs- tante, también nos dimos cuenta de que el entablar una relación con Dios era el primer paso hacia una vida plena. Después de esto, el cora- zón, el carácter y la concepción del mundo de la persona deben seguir formándose, o mejor aún, transformándose. Tristemente, en nuestra sociedad actual gran parte de este trabajo se realiza después de los hechos consumados. En vez de invertir más o menos una docena de años prepa- rando, instruyendo y animando a nuestros jóvenes, pasamos vidas enteras intentando restaurar, reconciliar y sanar a adultos fracasados. En tanto mi esposa y yo lidiábamos con estos asuntos, llegamos a una sencilla conclusión: para invertir la espiral decadente de nuestra sociedad y obtener victoria en la próxima generación, teníamos que impartir un claro sentido de identidad a nuestros hijos cuando aún eran pequeños. Kathy y yo sentimos particular interés de ministrar a los jóvenes al notar que Christopher se acercaba a la adolescencia y la virilidad. Resultaba obvio que el corazón del hombre necesita recibir instruc- ción, amor, afirmación y tutoría en el tiempo debido para invertir la marea de crisis en este mundo. Estos son los mismos hombres que inicia- rán guerras o las detendrán, cometerán crímenes o los resolverán, edifi- carán familias o las destruirán. No debemos permitir que un muchacho más se adentre en un futuro incierto dudando de su hombría. Los riesgos son muy elevados, las pérdidas potenciales demasiado cuantiosas. He escrito este libro para ayudarnos a entender el deber sagrado de criar a nuestros hijos en el amor de Dios, de sus vecinos y de sí mismos para que nuestras familias y naciones sean sanadas. Aunque la acome- tida básica de este libro tiene que ver con los jóvenes varones, propor- ciona también estrategias para sanar a hombres adultos que carecieron de apoyo en sus años juveniles. Le proveerá una estrategia para hacer la parte que le corresponde y seguridad para que otros hagan la suya. El coronamiento de la estrategia es el rito de transición para el muchacho o joven a usted cercano. En 1997, cuando la celebración del rito de transición de mi hijo primogénito tocaba a su fin, creí equivoca- damente que había cumplido hasta que mi segundo hijo, Steven, llegara a la adolescencia. ¡Pero estaba equivocado! Antes de clausurar la reu- nión de aquella noche, muchos hombres solicitaron consejos por escrito TRANSICIÓN DEL NIÑO-Spanish.indd 14 9/4/11 7:10 PM

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Kathy y yo reconocimos que la respuesta fundamental al grave aprieto de la sociedad se halla en una relación personal con Dios y en vivir conforme a los principios rectores hallados en la Biblia. No obs-tante, también nos dimos cuenta de que el entablar una relación con Dios era el primer paso hacia una vida plena. Después de esto, el cora-zón, el carácter y la concepción del mundo de la persona deben seguir formándose, o mejor aún, transformándose. Tristemente, en nuestra sociedad actual gran parte de este trabajo se realiza después de los hechos consumados. En vez de invertir más o menos una docena de años prepa-rando, instruyendo y animando a nuestros jóvenes, pasamos vidas enteras intentando restaurar, reconciliar y sanar a adultos fracasados.

En tanto mi esposa y yo lidiábamos con estos asuntos, llegamos a una sencilla conclusión: para invertir la espiral decadente de nuestra sociedad y obtener victoria en la próxima generación, teníamos que impartir un claro sentido de identidad a nuestros hijos cuando aún eran pequeños. Kathy y yo sentimos particular interés de ministrar a los jóvenes al notar que Christopher se acercaba a la adolescencia y la virilidad.

Resultaba obvio que el corazón del hombre necesita recibir instruc-ción, amor, afirmación y tutoría en el tiempo debido para invertir la marea de crisis en este mundo. Estos son los mismos hombres que inicia-rán guerras o las detendrán, cometerán crímenes o los resolverán, edifi-carán familias o las destruirán. No debemos permitir que un muchacho más se adentre en un futuro incierto dudando de su hombría. Los riesgos son muy elevados, las pérdidas potenciales demasiado cuantiosas.

He escrito este libro para ayudarnos a entender el deber sagrado de criar a nuestros hijos en el amor de Dios, de sus vecinos y de sí mismos para que nuestras familias y naciones sean sanadas. Aunque la acome-tida básica de este libro tiene que ver con los jóvenes varones, propor-ciona también estrategias para sanar a hombres adultos que carecieron de apoyo en sus años juveniles. Le proveerá una estrategia para hacer la parte que le corresponde y seguridad para que otros hagan la suya.

El coronamiento de la estrategia es el rito de transición para el muchacho o joven a usted cercano. En 1997, cuando la celebración del rito de transición de mi hijo primogénito tocaba a su fin, creí equivoca-damente que había cumplido hasta que mi segundo hijo, Steven, llegara a la adolescencia. ¡Pero estaba equivocado! Antes de clausurar la reu-nión de aquella noche, muchos hombres solicitaron consejos por escrito

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para organizar ritos de transición para sus hijos. Era obvio que los cora-zones de los asistentes ardían con pasión acerca de la importancia de este tipo de ceremonia. Cuando estos pocos hombres divulgaron lo que había acontecido, ese esplendente fuego se extendió rápidamente, hasta el punto de que padres de lugares tan lejanos como Nigeria o el Reino Unido empezaron a auspiciar celebraciones para sus hijos.

Por la gracia de Dios y su impulso, mis primeros intentos de crear un manual de «instrucciones» para celebrar ritos de transición llega-ron a constituir realmente la base de este libro. Por fin me entró en la cabeza que Dios estaba restaurando estos ritos como parte integral de una estrategia para combatir todo el mal confabulado contra nuestros hijos. Pero eso no fue todo. También me deleité preparando un libro sobre la transición de la niña. No mucho después de la celebración de Chistopher y Steven, le tocó el turno a mi hija. Cuando Jenifer cumplió los trece años, su madre y yo organizamos para ella un rito de transición que nos confirmó dos cosas. La primera, este rito es exactamente igual de importante para las chicas como para los chicos. La segunda, aunque se basan en los mismos principios y ambos ayudan a unas y a otros a hacer su transición a la edad adulta, los dos presentan aspectos singulares que vale la pena resaltar.

Con el paso de los años he recibido más y más consultas sobre cele-braciones y planes de tutoría tanto para hijos como para hijas. Para res-ponder con más eficacia a esta demanda, en el 2002, algunos asocia-dos creamos la fundación Malachi Global Fundation. Este ministerio no lucrativo se dedica al cumplimiento de Malaquías 4:6, para que los corazones de los padres se vuelvan a los hijos y los corazones de los hijos se vuelvan a los padres.

Esta fundación organiza retiros por todo el mundo para que los cora-zones de los hombres sean sanados y se vuelquen en la próxima genera-ción. Cada hombre que asiste a nuestros retiros sale con un plan com-pleto para tutorar, bendecir y organizar ritos de transición para los niños a él cercanos.

Dada la respuesta de la gente, es evidente que Dios quiere usar esta estrategia para tocar y redimir a la próxima generación. A medida que se van divulgando los ritos de transición, más pastores y líderes de jóvenes buscan maneras de adecuar el concepto para los chicos y las chicas de sus iglesias, especialmente aquellos que no tienen padres en casa. El número

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de personas que visitan nuestra página web, www.malachiglobal.org, aumenta de mes en mes. Recibimos algunas visitas de familias nucleares; otras de abuelos que crían a sus nietos. Muchas son de madres solteras que quieren informarse para organizar celebraciones para sus hijos, espe-cialmente si no cuentan con el apoyo del padre. Si esto continúa, vere-mos un avivamiento en nuestros jóvenes y una restauración de familias. Asombrosa y maravillosamente, todo esto empieza con un giro sencillo del corazón del padre hacia la próxima generación.

Que Dios le bendiga, le fortalezca y le estimule para que con su cola-boración comencemos a recuperar lo que nunca debimos haber perdido: los corazones de nuestros hijos.

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a pocos acontecimientos en la vida brindan tanta mara-villa, emoción y esperanza como el nacimiento de un niño. Largos meses de expectación y ansiedad quedan rápidamente eclipsados ante el milagro del nacimiento. La hija o hijo recién nacido inunda el hogar de suave calor.

A partir de ese momento, la vida ya no será igual para ningún miem-bro de la familia. Por perfecto diseño de Dios, el niño espera recibir de usted todo lo que necesita para sobrevivir y crecer durante sus primeros años. Pero eso pronto cambia.

Los días se suceden y transcurren los años. La diminuta complexión de su hijo se va robusteciendo de músculos, y su mente de sueños. Las peligro-sas vueltas en bicicleta alrededor de la manzana se convierten en viajes de negocios por el mundo entero. Al cabo de poco tiempo el bebé ha crecido y comienza a dejar señal de su propio legado para que otros lo juzguen.

Mientras dura el proceso los padres hacen lo que pueden para equi-par a sus hijos con todo lo que necesitan para triunfar. Nutrición, aloja-miento, transporte, lecciones y amor son suplidos con liberalidad. Con seguridad esto es suficiente para que nuestro joven prospere.

¿O acaso no?

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Si esas cosas básicas fueran lo único que necesita un joven para triun-far, entonces ¿por qué hay tantos individuos en la sociedad tratando de hallar propósito, identidad y virilidad? ¿Por qué hay tantos hombres, jóvenes y viejos, deprimidos o angustiados frente a la vida? ¿Cuál puede ser la causa del interminable flujo de historias de horror relacionadas con la delincuencia, el crimen, el sexo juvenil, las drogas, el alcohol, las bandas, el asesinato y el suicidio?

Aunque hay «expertos» que estudian estas cuestiones, pocos pare-cen ofrecer respuestas duraderas o satisfactorias, y la calidad de la vida juvenil sigue desintegrándose a una velocidad alarmante. Puesto que la marea no ha cedido, hemos de llegar a una sencilla conclusión: debemos de echar en falta algo. ¿Qué es? ¿Necesitan nuestros hijos más programas estatales o que se les dedique más dinero? ¿Qué decir de mejores colegios y castigos más estrictos para ponerles a raya? ¿Tal vez ministerios juve-niles más animosos o sesiones de consejo más profundas cambiarían para siempre sus corazones y sus vidas? Tal vez.

Sin embargo, estoy convencido de que podemos encontrar respuestas más radicales y eficaces a este moderno dilema fijándonos en otras socie-dades, del pasado o del presente, para descubrir el vivificante secreto del éxito individual y nacional. Este secreto se descubre estudiando culturas que ayudan a sus hijos desde tiempos inmemoriales a alcanzar la madu-rez y la hombría por diseño antes que por defecto. Comencemos nuestro viaje cultural visitando una tribu del África oriental.

los maasai: camino hacia el destino

El joven Sidimo se acurrucó para protegerse de la fresca brisa noc-turna. Un modesto fuego le calentaba la piel y le confortaba el alma. El cansancio que sentía no le impedía discurrir acerca de lo que el alba le podría deparar. Mañana sería su día especial, el que había anhelado desde que comprendió su importancia. En unas pocas horas pisaría la senda que su padre y todos los padres de la tribu Maasai habían reco-rrido por generaciones incontables. Al día siguiente, en presencia de los ancianos, Sidimo se convertiría en hombre.

Los truenos resonaban a lo lejos, y los relámpagos se precipita-ban sobre la montaña sagrada, Oldoinyo le Engai, el Monte de Dios. El joven Sidimo se restregó los ojos para poder otear con nitidez los majestuosos picos que se levantaban contra un cielo de ébano. Desde

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lo más íntimo de su ser pidió a Engai —el Dios de su pueblo— que se agradara de él.

La estepa africana oriental transpiraba una profusión de olores y sonidos bien contrastados desde su primera infancia. Sidimo sintió gran emoción al oír el rugido de un potente león que no andaba muy lejos. Una extraña mezcla de temor y regocijo le embargó al recordar la pri-mera vez que oyera ese imponente sonido. De niño, él estaba durmiendo en la choza familiar cuando un gran león de cola negra saltó la valla de espinos para atrapar un valioso ternero. El padre de Sidimo asió intrépi-damente una jabalina y se lanzó en pos de la bestia. Cuando ésta le vio, soltó al ternero y se alejó en la oscuridad de la noche.

Sigue rugiendo, Simba —pensó Sidimo— un día me encontrarás empuñando mi lanza y huirás. Porque cuando mañana supere la prueba, ¡seré un hombre como mi padre!

El sueño eludió a Sidimo; sus pensamientos saltaban como gacelas nerviosas. Esta noche sería como su padre le había vaticinado. Misteriosa. Venturosa. Juiciosa. La más emocionante de su juventud. El momento en que su pasado, presente y futuro confluían.

Sidimo pensó en las cosas que había dejado atrás cuando se adentró en la selva para iniciar la ceremonia de transición. Su padre le había orde-nado deshacerse de todas las posesiones relacionadas con su niñez. Los adornos y arreos de muchacho tenían que ser abandonados si realmente quería ser hombre.

Su padre era muy sabio. Sidimo recordó las muchas horas que había permanecido sentado con él y con los ancianos para aprender cómo se comportaba un hombre. Por muchas generaciones, los ancianos de la tribu habían enseñado a los jóvenes que la honestidad, el coraje, la leal-tad y la responsabilidad personal eran virtudes asociadas con la verdadera hombría. Algunas de las enseñanzas de los ancianos eran profundamente espirituales, mientras que otras trataban de aspectos prácticos, como la sexualidad, el matrimonio y la supervivencia en el comúnmente áspero medio del África oriental.

Mientras Sidimo atizaba el fuego con un palo, meditaba en los muchos preparativos realizados en el último par de meses. La semana pasada había hecho una incursión en una colmena y llenado hasta arriba su vasija de cuero de preciosa miel. Las feas picaduras que tenía en las manos daban mudo testimonio de la ferocidad de las defensoras de la

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colmena. Su madre había usado la miel para preparar la tradicional cer-veza para convidar a los ancianos después de la ceremonia que se iba a celebrar el día siguiente. Sidimo sonrió al recordar que el líquido se pre-servaba fresco y seguro en una vasija de calabaza en la choza de su madre.

También pensó en la estratagema que se ingenió para burlar a un avestruz y conseguir plumaje para el atuendo que tendría que exhibir sobre la cabeza. A pesar de que una patada del pájaro gigante le podía haber desgarrado el vientre, Sidimo completó la faena y trajo las plumas a la aldea sin sufrir ningún percance.

Después de completar su inventario mental, el joven se solazó momen-táneamente reconociendo el hecho de que todo estaba por fin dispuesto para su transición a la madurez. Con gran gozo visualizó la nueva choza que le había sido construida para su retorno triunfante tras la ceremonia de circuncisión. Sidimo estaba más que dispuesto a sufrir unos momentos de penuria a cambio de una vida de honor.

A continuación sus pensamientos anticiparon lo que sucedería cuando rayara el alba sobre la colina del este. Caminaré hacia el centro de la aldea, en donde los ancianos me estarán esperando. Entonces me sentaré tan erguido como una lanza, pensó Sidimo. Todos los hombres de la aldea me rodea-rán. Mi tío preferido se pondrá detrás de mí para alentarme cuando el afilado cuchillo me haga un corte en la carne. No gritaré —ni siquiera parpadearé cuando vea mi sangre derramada en el suelo—, porque si «pataleara contra el cuchillo» y me mostrara cobarde, mi familia sería deshonrada. Nos escupirían y nadie comería la comida preparada para la celebración. ¡Eso sería terrible! ¿Qué pasaría si…?

—¡No!, gritó Sidimo.Se asombró al oír su voz interrumpir el sosiego de la noche. Nada

más de hacer irrupción sus dudas se disiparon como el humo y retornó la paz.

Me llamo «Él es capaz». No, no lloraré, y muy pronto el dolor pasará y mi familia se alegrará. Sólo entonces podrá mi madre traer la leche que ha recogido para limpiar el cuchillo y lavarme. Entonces mis parientes me dirán: «¡Leván-tate!, Sidimo, ¡levántate! ¡Ya eres un hombre! Pero no me moveré hasta que me presenten el ganado para poder fundar mi propio rebaño.

Después mi tío me guiará a la cómoda choza de mi madre. Allí me quedaré hasta que me cure. Cuando haya recuperado fuerzas, cruzaré orgulloso la aldea hasta mi choza, en la que un día vivirá mi propia familia. Allí enseñaré algún

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día las costumbres maasai a mis propios hijos. Les contaré cómo fue esta noche y cómo su padre pasó a ser hombre.

Durante algunas horas, Sidimo guardó silencio y contempló la pira bri-llante hasta que todo se hubo consumido y sólo quedaron brasas. Notó que el fuego se resistía a extinguirse pero finalmente se rindió a lo inevitable.

Aunque le había prestado un buen servicio, Sidimo no sintió nin-guna pérdida cuando el fuego se apagó. Como su infancia, el tiempo se había consumido. Unos instantes después la enorme bola roja de cristal irrumpió por el este, anunciando un nuevo día. Cuando la tibieza del sol le bañó el rostro, Sidimo se levantó y caminó hacia su destino.

los lakota: la búsqueda de visión viril

Mundos aparte, un muchacho llamado Zorro Blanco, estaba sentado en la oscuridad. Hacía una vigilia silenciosa y solitaria en la cumbre de un monte en el territorio que hoy se llama Dakota del Sur. Vientos gélidos agitaban su pelo negro contra un rostro curtido. Ataviado sólo con un taparrabos de ante, este joven, miembro de la tribu Lakota, guardaba silencio y esperaba. Su delgada complexión acentuaba su fragilidad tras las largas horas que había pasado purificando su cuerpo en la sauna y los días de ayuno antes de ascender al monte. Normalmente los retortijones del hambre habrían impulsado a Zorro Blanco en busca de comida. Pero en esta ocasión, el dolor en el estómago le servía de recordatorio de la solemnidad de esta noche. Él sabía que lo que sucediera en las próximas horas marcaría el curso del resto de sus días. Esta noche era especial. Era la noche de su búsqueda de visión. Por generaciones los jóvenes de su tribu habían ascendido a este lugar para buscar diligentemente la volun-tad del Gran Espíritu para sus vidas.

Zorro Blanco sentía la fuerza de los que le habían precedido para invocar a su Creador. «Oh, Gran Espíritu —oró Zorro Blanco mientras el aullido espeluznante de un lobo perforaba la noche— ven a mostrarme la visión de mi vida. ¿Por qué me has dado aliento? ¿Cuál es la razón de mi ser?» Por el momento no obtuvo respuesta, sino sonidos nocturnos.

Las sinceras preguntas del joven pronto dieron paso a una tranquila reflexión sobre su niñez. Trató de recordar con ahínco alguna imagen de su padre, pero fue en vano. Zorro Blanco sólo pudo recordar la historia que se remontaba a cuando él apenas tenía dos estaciones, en que una banda de renegados había saqueado la aldea. Todos los valerosos lucharon

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con arrojo contra los invasores, pero varios recibieron heridas mortales. Mientras su padre defendía a su familia, una lanza le atravesó el costado y murió. Zorro Blanco se sentía orgulloso de que la sangre de su padre, el gran jefe, que de buena gana sacrificó su vida para salvar otras, corriera por sus venas. Sin embargo, esta noche el corazón del muchacho anhelaba el toque firme de la mano de su padre sobre su hombro.

Con ojos humedecidos vueltos al cielo Zorro Blanco volvió a clamar. Pero esta vez no hubo grito, sólo un susurro callado y suplicante. «Gran Espíritu, ¿por qué fue él arrebatado? ¿Quién va a llenar este hondo vacío que siento en mi corazón? El dolor se le clavó en el pecho luchando por escapar. Ira, rabia y amargura andaban al asecho, esperando la oportuni-dad de desgarrar su alma tierna. Pero no lo consiguieron.

Los agitados pensamientos del muchacho hallaron refugio en un lugar agradable. Lágrimas agridulces le acudieron a los ojos cuando se acordó del amor de su madre. Ella había sido quien le había cuidado por más de una década. A pesar de las dificultades de tener que sacar adelante a la familia, ella se aseguró de que Zorro Blanco aprendiera a ser respe-tado por la tribu.

También otros le habían ayudado. Los amigos de su padre le habían tratado como a un hijo suyo. Estos amables tutores le habían enseñado a montar los ponis de color que parecían volar por las praderas. Recordó la ocasión en que uno de los ancianos le regaló su primer arco y una aljaba de flechas pintadas a mano.

Recordó con ternura los muchos atardeceres sentados en silencio cerca de los abrevaderos con los acallados guerreros, esperando que apa-recieran los ciervos. Mientras conversaban, estos hombres le enseñaban las maneras de los guerreros. Dedicaron tiempo a enseñarle acerca de los cambios que experimentaría en su jornada hacia la edad adulta. En esos tiempos de instrucción, Zorro Blanco conoció la importancia que tenía el honor de un hombre y la responsabilidad del gobierno de la comunidad.

De repente, la visión que Zorro Blanco había estado esperando se manifestó. Su cara esbozó una amplia sonrisa. Su visión llegó cabalgando en las palabras que le dijera su madre hacía unos cuantos años y que ahora le resplandecían en su imaginación como relámpagos.

—Algún día —ella le había dicho— tomarás el lugar de tu padre y conducirás a otros miembros de la tribu.

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—Gran Espíritu —gritó Zorro Blanco dando un salto—, ahora entiendo por qué me has dado aliento. He de andar en los caminos de mi padre y en las enseñanzas de mi madre. Ahora que él ya no está, ¡yo tomaré su lugar! Cuando amanezca volveré a mi cabaña y contaré a mi familia la visión. Mañana será un día muy especial para mí.

Con el propósito de su vida bien escondido en su corazón, Zorro Blanco se vio repentinamente libre para trascender aquel momento. Pon-deró las necesidades de su tribu y las muchas maneras en que él podría servir a otros. Había llegado la hora de andar como un hombre, tal como había hecho su padre.

la antigua roma: la honra debida a un nuevo ciudadano

Hace muchos siglos otro muchacho esperaba impaciente la ceremonia que le catapultaría a la masculinidad. El joven Marcos se asomó al balcón de su casa, que daba a las siete colinas sobre las que Roma se asentaba. Una brisa suave le acariciaba con el aroma del mar y le recordaba tiempos pasados en las arenosas playas de Italia.

Campos esmeradamente cultivados flanqueaban las serpentean-tes carreteras de ladrillo rojo que los cruzaban. Hacía años que Marcos observaba cómo cambiaban los campos con las estaciones. Los hombres que entendían tales cosas mantenían constante vigilancia sobre esas tie-rras fértiles. Plantaban meticulosamente en el otoño o primavera, luego arrancaban las malas hierbas y regaban los campos. Por fin, en el verano y el otoño, recogían las preciosas cosechas que se transformaban en el nutritivo pan que sustentaba al pueblo romano.

Desde este mirador privilegiado Marcos contemplaba la ciudad en todo su esplendor. Los ojos del muchacho se fijaban en los soldados de la Guardia Pretoriana cuando desfilaban por las estrechas calles. Estos eran hombres especiales de la guarnición del emperador que habían demos-trado ser capaces de proteger el mismo corazón del imperio, la mismí-sima Roma.

Hacia el norte, Marcos vio grupos de políticos desfilar hacia el gran foro para otra ronda de acalorados debates para discutir cuestiones de estado. Para él era un orgullo saber que su padre se encontraba entre ellos.

Marcos siguió escrutando la vasta ciudad y se maravilló de lo que los hombres habían podido construir. Se admiró de los anchos acueductos

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que acercaban agua a los muchos baños públicos romanos. En el mer-cado, vio a una multitud de ruidosos vendedores tratando de engatusar a ciudadanos y esclavos para que compraran sus mercaderías. Pescado fresco, ganado y objetos para el hogar, hechos de bronce, madera y arcilla se vendían durante el día. El aire estaba lleno de sonidos, colores y polvo levantado por los muchos visitantes que llegaban de las cuatro esquinas de la tierra para conocer la gran urbe.

Marcos rara vez se cansaba de contemplar el ajetreo de la ciudad. Hoy, no obstante, era diferente. Enseguida se retiró a la quietud de su habitación. Apenas podía creer lo que le depararían las próximas veinti-cuatro horas.

Corría el mes de marzo. Mañana comenzaría el festival de Baco. Esto significaba que iban a tener lugar las ceremonias especiales de mayoría de edad para todos los ciudadanos cuyos hijos hubieran cumplido catorce años el año anterior. Mañana Marcos iría con su familia al gran foro y se reuniría con muchos otros que eran conscientes de la importancia de este rito de transición.

Como parte de la ceremonia Marcos se desprendería de sus amuletos y atuendos infantiles. Iría también con su padre al barbero y se afeitaría por primera vez. Después de esto, sería inscrito como ciudadano romano. Una vez aceptada su ciudadanía, Marcos disfrutaría todos los privilegios y responsabilidades que acompañaban a tal honor. Cuando concluyera la ceremonia pública, Marcos y sus amigos ofrecerían pasteles de miel sagrada en el altar de Baco.

Un poco más tarde muchas personas se darían cita en la mansión de su padre para celebrarlo y reconocer su transición a la edad adulta. La gran ocasión duraría casi una semana, y abundaría la comida y la bebida. Durante ese tiempo los amigos de su padre le visitarían y le llevarían estupendos regalos.

Este joven a punto de convertirse en hombre se asombraba de que la ocasión se celebrara en su honor. No obstante, más estupendo aún que la fiesta o los muchos regalos era que a partir de ese día todos le tratarían de diferente manera. Ya no le verían como niño sino como hombre.

Mañana seré un hombre —pensó Marcos, mientras los ojos de su ingenio desbordaban imaginando posibles escenas de la inminente celebración—. Luego acompañaré a mi padre cuando vaya a la ciudad. Caminaré a su lado e incluso oiré sus inspirados discursos ante la gran asamblea.

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Marcos sabía que su padre, un senador, iba a dirigirse a la asamblea ese día para abordar los crecientes problemas que afrontaba el imperio. Más de una vez, la conducta sensata de su padre y su consejo prudente habían sido fundamentales para llegar a un consenso entre los políticos reunidos en el foro. Incluso el gran emperador Augusto prestaba aten-ción a lo que su padre decía.

Los pensamientos del muchacho fueron gentilmente interrumpidos por la tranquila voz de Demetrio, el criado más fiel de su casa:

—Marcos, es la hora de la clase. Marcos intentó calcular cuántas veces había oído aquellas palabras

a lo largo de los años. Casi todas las mañanas se reunía con Demetrio para aprender historia, geometría, geografía, astronomía, boxeo, lucha, música y filosofía. Recientemente había empezado a estudiar oratoria para completar su preparación. Quería ser senador como su padre.

Mientras duró su educación, Demetrio también enseñaba a Mar-cos cosas espirituales. El muchacho recordó los susurrantes murmullos que su tutor emitía para hablarle de los muchos dioses que dominaban el imperio y de cómo la conducta del hombre estaba bajo el constante escrutinio celestial. Demetrio había sido también meticuloso en expli-carle las complejidades de la ciudadanía y la lealtad a la patria. La virili-dad, la higiene, los votos matrimoniales, e incluso los misterios del lecho matrimonial habían sido materia de la educación del joven.

Olas de recuerdos bañaban la mente de Marcos y poco a poco iban cediendo. Por un breve instante un toque de tristeza invadió su corazón. Este era el último día de su niñez. Ya nunca me pondré el collar de niño —pensó Marcos—. Ya no me pondré la ropa de la niñez. A partir de ahora, vestiré prendas varoniles. Toda mi vida está punto de cambiar.

En la ceremonia que se celebraría el día siguiente, cuando su padre le pusiera una toga sobre la espalda y le colocara un anillo en el dedo, todo cambiaría. Marcos se admiró de que en menos de veinticuatro horas sus palabras se medirían con el mismo rasero que las de su padre.

Sin aviso previo, el goteo de tristeza en su alma le inundó de inse-guridad. «¿Qué será de mí si fallo? —balbució Marcos—. ¿Qué ocurrirá si no recuerdo todo lo que tengo que hacer como hombre? ¿Qué si…?»

—«Marcos —le llamó la suave voz de Demetrio— es la hora». Esas tres palabras bastaron para reducir la tormenta en el corazón

del joven a mera brisa. Se dio de cuenta de que no tendría que afrontar

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solo la jornada de la edad adulta. Al fin y al cabo, los dioses vigilaban la conducta de los hombres, y él había aprendido sus lecciones muy bien. Marcos haría todo lo posible y eso bastaría.

—Sí —dijo Marcos pausadamente—, es la hora.

los judíos: observación de una tradición sagrada

Tradiciones —pensó David—. Siento pena de aquellas gentes que no tienen tradi-ciones. Las tradiciones hacen que la vida sea digna de ser vivida. Mi padre dice que son como hitos en nuestro paso por el tiempo. Sí, las tradiciones son cosas muy buenas.

Este muchacho judío había aprendido bien la lección, a pesar de soportar muchas distracciones por haber tenido que vivir en Europa Oriental después de la Primera Guerra Mundial. La vida en las postri-merías de la década de los 20 era aún muy insegura para los que habían sobrevivido los horrores de la guerra. Había casas que reconstruir, nego-cios que abrir y luto que guardar por los difuntos. A través de todo ello, la familia de David se mantuvo estrechamente unida, aferrada a Dios y a sus tradiciones. Él sabía que mañana a esta hora habría experimentado la mayor tradición que hay para un muchacho judío.

Mañana celebraré que ya soy hombre —pensó David esbozando una sonrisa. Mañana seré un «bar mitzvah» —un hijo del mandamiento—. Pero ahora no tengo tiempo de pensar en ello, ya que debo ir a ayudar a mi padre.

El joven David salió de la casita que compartía con su padre, madre, dos hermanas y tres primas huérfanas de guerra. Mientras sus pies se deslizaban por la calle hacía la relojería de su padre, recordó los innu-merables días pasados observando el trabajo de su progenitor. A menudo los dos trabajaban en silencio, disfrutando sencillamente de la mutua compañía. A veces bromeaban uno con el otro. Al menos una vez al mes su padre le decía que Dios confiaba en los relojeros porque el Todopode-roso les permitía «controlar el tiempo con sus manos». Ambos se reían, aunque hubieran compartido la misma historia muchas veces.

De vez en cuando su padre recurría a una lección sencilla aprendida en el taller para ayudarle a prepararse para triunfar en la vida. David notó que ciertos temas se repetían bastantes veces. La calidad y el valor del trabajo y la honestidad solían ser objeto de enseñanzas sobre la marcha. Su padre solía decir que un hombre debe aprender a trabajar y trabajar para aprender en igual proporción. Así el hombre estaría preparado para todo aquello que Dios le llamara a hacer en su vida.

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David llegó pronto a la tienda. Al girar el picaporte florido, pensó con agrado que la puerta siempre estaba abierta para él. Con un giro de muñeca entraba en un mundo de relojes de pared, de pulsera y de mara-villa. Al franquear la puerta se movió la campanilla que anunciaba su llegada. David estaba orgulloso de que su padre fuera relojero. Su madre solía jactarse de que su marido era el mejor relojero de Europa.

Como en tantas ocasiones, David abrazó a su padre y le anunció que había acabado sus estudios por ese día. Entonces se sentó en el alto esca-bel, junto al banco de taller de su padre, y comenzó a desmontar un reloj averiado. Sus dedos no eran tan diestros como los de él, pero cada día aprendía más, fijándose bien en el oficio de su maestro.

Mientras buscaba atentamente la causa de la avería, los pensamientos del muchacho retrocedieron a uno de los primeros recuerdos que tenía de su padre. Era su primer día de escuela. Su padre le envolvió en un chal de oración tradicional y lo llevó cargado al aula. Me sentí tan orgulloso de que mi padre me llevara, pensó David. No es un hombre corpulento, pero sus manos y sus brazos son bastante fuertes. Sabía que no me dejaría caer.

David sonrió para sus adentros al recordar al maestro escribir en la pizarra con miel en vez de tiza. Cuando yo decía una letra, el maestro me tomaba el dedo y la escribía. Luego chupaba la miel. Y quería aprender más. Me gustaba esa tradición.

Con todos los relojes de pared y de pulsera marcando la hora a su alre-dedor, era difícil que David no pensara en el mañana. Sentía una mezcla de emoción y ansiedad pensando en su día especial —de bar mitzvah— y soltó las herramientas sin ni siquiera darse cuenta.

Súbitamente la voz de su padre interrumpió la quietud de su meditación.

—David, ese reloj no se va a arreglar por sí mismo. ¿Estás soñando despierto o pensando en mañana?

—En mañana, padre —reconoció él—; estaba pensando en mañana —el rostro severo de su padre dio paso a una amplia sonrisa.

—No te preocupes, hijo mío. Durante todo un año te has prepa-rado concienzudamente para la ceremonia. Lo harás bien. Piensa en las muchas veces que hemos ido juntos a la sinagoga. Ya conoces el culto y entiendes la lectura de nuestra lengua hebrea. David, recuerda que vas a reparar más que relojes en tu vida. Este mundo está en gran necesidad de reparación, y Dios te tiene reservado mucho para hacer. Él estará contigo.

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El estímulo de su padre infundió confianza en el muchacho. David sabía que mañana se convertiría en un adulto y sería responsable de su propia con-ducta. Como adulto debo ser un hombre cabal, una persona generosa, honorable y com-pasiva —pensó para sí—. Era consciente de que tenía por delante una tarea ardua, pero merecía la pena. Sabía que los escritos sagrados del Talmud pro-metían que cada hijo del mandamiento recibía un alma extra a medida que se relacionaba más estrechamente con Dios. David confiaba razonablemente en que su conexión espiritual le ayudaría a vencer los hábitos de la infancia.

Ensayó mentalmente lo que tendría que hacer por la mañana. Antes que nada, cuando me despierte, me pondré el traje nuevo y desayunaré ligera-mente con la familia. Luego, según la tradición, caminaré con mi familia a la sinagoga, y allí nos sentaremos en la primera fila. En ese momento me pondré el tallith, el chal de oración e intentaré relajarme.

Repentinamente, el sueño se hizo real y fue como si David se encon-trara realmente allí.

Ojos inocentes se elevan hacia la plataforma y ven al rabí mirándole direc-tamente a los ojos. Por un instante, David se siente angustiado, pero el amable ademán del rabí le ayuda a calmar el cosquilleo en el estómago.

Mira a su derecha y ve a su padre sentado, erguido y orgulloso. Quizá esté pensando en su propio día especial, que tuvo lugar hace casi treinta años.

La madre de David le susurra gentilmente: «Hijo mío, no puedes fallar. Dios y tu familia te han preparado bien. Ve y haz lo que puedas». Le acaricia la mejilla. La expresión de su rostro evoca innumerables días y noches en que le sostuvo orgullosa entre sus brazos. Sin necesidad de palabras, su sonrisa expresa a David que todo sacrificio que ella hizo por él en los últimos trece años bien ha merecido la pena. No cambiaría a su hijo del mandamiento por nada en el mundo.

Al cabo de poco la ceremonia se llena de profusos sonidos y comienza la tra-dición. Un cantor inaugura la parte principal del servicio con una melodiosa oración llamada el «borchu». Después se abre el arca y es extraída la preciosa Torá —la Palabra de Dios—. Luego, el padre de David y otros hombres se tur-nan para emitir bendiciones y leer los escritos sagrados.

Llega la hora en que David debe subirse a la plataforma. Con manos temblo-rosas agarra el puntero que va a usar para leer en el rollo abierto delante de él, en tanto sus ojos escrutan a la gente reunida en la sinagoga. Ellos han venido para celebrar con él su día especial de transición. Es la tradición. Una buena tradición.

David pronuncia la bendición y después lee en los antiguos documentos. Su tono de voz es firme. Después de unos instantes, su mano recobra cierto aplomo.

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Una vez completada la lectura, expone su primer sermón de la «Dvar Torá», basado en el pasaje de Escritura que acaba de leer. Sus palabras, mezcla de ino-cencia infantil y de viril convicción, son profundamente sopesadas por los presen-tes. Después de lo que ha parecido durar varias horas, David concluye y desciende de la plataforma para reagruparse con su familia.

Al pasar, detecta una lágrima solemne que recorre la mejilla de su padre y desaparece en su tupida barba. Su madre mira de soslayo para confirmar a los parientes y amigos situados en las filas contiguas: «Sabía que podía hacerlo». Entonces, David…

—¡David! —la llamada del padre devuelve al asombrado muchacho al presente—, hijo, ese reloj está tan averiado como hace diez minutos —y aporreándose la patilla con el dedo índice, su padre le pregunta:

—¿Has vuelto a la sinagoga?—Sí, padre —admite David. Esta vez se avergüenza un poco al tener que

admitir que, una vez más, ha quedado atrapado pensando en el día siguiente. Entonces su padre se echa a reír de manera peculiar —con esa risa

emitida de lo profundo de la barriga.—Bueno, vamos David. El sol está a punto de ponerse, tenemos que

cerrar la tienda. Ya vendrán muchos días como hoy, pero mañana será para ti un día muy especial. Además, hay muchas cosas que preparar. Tu madre estará ahora guisando para la fiesta que seguirá a la ceremonia.

Rebosando emoción, su padre prosigue: —Todos estarán allí y recibirás muchos regalos, comeremos, bebe-

remos y bailaremos, y… bueno, hijo, lo único que puedo decirte es que será un día que nunca podrás olvidar. Vamos pues, a casa.

Cuando salen de la tienda, David se pone junto a su padre y le espera hasta que cierra la puerta con llave, como tantas veces antes. No obs-tante, hoy su padre hace algo diferente. Le pone algo en la palma de la mano. Ese algo es una llave nueva en una cadena de plata. David le mira a los ojos y espera una explicación de su progenitor.

—Hoy David —dice su padre con voz pausada—, hoy tú cierras la puerta. Al fin y al cabo, Dios mediante, la tienda será tuya algún día.

David agarra la llave fuertemente y, observado por su padre, intro-duce la llave en la cerradura y cierra la puerta. Entonces los dos empren-den el camino a casa, como han hecho en tantas ocasiones.

Para ellos es una tradición.Una buena tradición.

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los tiempos modernos: dando traspiés…¿hacia dónde?

Sábado por la mañana. Las nueve y media.Jasón se sentó en una esquina de la cama e intentó sacudirse el sueño.

Todavía extrañaba el despertarse en la casa de su padre, a pesar del hecho de pasar allí cada segundo fin de semana desde el divorcio. Por fuera, un gélido viento del norte chocaba contra la ventana como tratando de colarse.

Hace tanto frío aquí —pensó Jasón—. ¡Maldito el frío que hace aquí dentro!

Por un instante los pensamientos de Jasón retrocedieron a las mañanas en que él era pequeño y sus padres aún estaban juntos. Recordó cuando entraba furtivamente en el dormitorio de ellos y se acurrucaba en su cama cuando estaban dormidos. Recuerdos de sentimientos, sonidos e incluso aromas agradables de la loción para después del afeitado que usaba su padre, y el perfume de su madre, le inundaban los sentidos. Esbozó una pequeña sonrisa mientras, por un instante fugaz, volvió a sentirse cómodo, feliz y seguro. Con su mamá a un lado y su papá al otro sabía que nada podía irle mal. Ni siquiera los monstruos espantosos, invisibles, que ace-chaban en las sombras de su habitación podía invadir ese santuario.

Papá jugaba a un juego en que roncaba tan alto que yo le pellizcaba la nariz —recordó Jasón—. Luego mamá me hacía cosquillas hasta que yo le suplicaba que parara… aunque realmente esperaba que no lo hiciera. Eso sí que era…

El rugido de un camión que pasaba junto a la casa devolvió a Jasón al presente. Su sonrisa se desvaneció y se sintió ridículo pensando en cosas acaecidas hacía tanto tiempo. De todos modos, ¿qué puede importar? —razonó—. Hay que vivir hoy, ¿no? Eso es lo que dice papá.

Se levantó de la cama y se arrastró silenciosamente hasta el baño. El amigo de circunstancias, del espejo estaba hoy de su parte. Le mostró que el bíceps en el que tanto estaba trabajando comenzaba a abultar un poco. Mejor aún, la sombra de su labio superior empezaba a oscurecerse y, gracias a Dios, el grano en el mentón había empezado a secarse. Daba la impresión de que su deseo de crecer se iba cumpliendo.

Jasón bajó las escaleras y pasó frente a la habitación de su padre. Como siempre, estaba cerrada. Bajó otros cuantos peldaños y llegó al salón familiar. Se alarmó ante lo que vio y casi se mareó al percibir el olor a tabaco y puros gastados que abarrotaban los ceniceros. Había tazas y vasos sucios por doquier. Sobras de comida desparramada por todas

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partes, en los platos y hasta en el suelo. Jasón nunca había visto la casa de su padre tan desordenada.

Ah, ya —recordó Jasón—. ¿Cómo lo he podido olvidar? La gran fiesta de papá…

La casa parecía extrañamente tranquila después de la agitada fiesta nocturna. Tan sólo unas horas antes, la casa había estado llena de hom-bres vociferantes que iban subiendo de tono a medida que avanzaba la noche. Algunos amigos de su padre habían venido a celebrar su promo-ción. Y aunque el padre había pedido amablemente a su hijo que «se apartara y guardara discreción» durante la fiesta, Jasón no pudo evitar oír las conversaciones. Desde la oscuridad del cuarto vacío, oyó a los hom-bres hacer muchos brindis por su padre. Recordó la voz de un individuo con una voz ronca y profunda que no cesaba de repetir: «Hombre, por fin lo conseguiste; por fin lo conseguiste».

Jasón salió enseguida del salón y entró en la cocina para buscar algo de comer. Se fijó en el calendario colgado cerca del refrigerador y examinó las fechas especiales marcadas. Apenas visible, entre notas apresuradamente garabateadas de reuniones de empresa, citas y días de recogida de basura, resaltaban unas siglas emborronadas escritas a lápiz —CJ— sobre la fecha de hoy.

¿CJ?, se cuestionó el muchacho. Por fin dio con la solución del enigma. Cumpleaños de Jasón.

Jasón se había casi olvidado de que hoy era su cumpleaños. No siem-pre había sido así. Es más, hace tiempo había sentido gran emoción en su día «especial». Por aquel entonces los cumpleaños significaban familia, regalos y canciones…No obstante, a medida que los años iban pasando, los cumpleaños habían llegado a significar sólo una cosa: desilusión. Des-pués de la tristeza de los últimos cumpleaños, Jasón no quería mostrarse muy optimista.

CJ... ¡qué chiste!, pensó dándose la vuelta con disgusto. Conocía «el día especial» demasiado bien. En los últimos cinco años, al menos uno de sus padres había tenido incompatibilidad de agenda con su cumpleaños. Su mamá y su papá estaban siempre tan ocupados con el trabajo, eventos sociales, y últimamente, con salidas de fines de semana, para «descubrirse a sí mismos», que rara vez tenían tiempo de acompañarle a sus partidos de fútbol, actuaciones en el colegio o cualquier cosa que fuera impor-tante para él. A menudo cambiaban la celebración de su cumpleaños en

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vez de cambiar sus reuniones. Por un tiempo, a Jasón no le había impor-tado. Le parecía que cuantos más eventos ellos se perdieran a lo largo del año, mejores regalos recibía. En el pasado, le había parecido como un canje justo. Hoy, sin embargo, se daba cuenta en lo más íntimo que algo había cambiado. A Jasón ya no le importaba no recibir regalos este año. Sólo deseaba que su familia pudiera comer y conversar juntamente —tan sólo estar juntos—. Lo que haría que este día fuera realmente especial es que papá se sentara conmigo a hablar sin estar siempre mirando el reloj. Eso valdría más que cien regalos, más que mil.

Entonces Jasón sintió el acostumbrado no-puedo-soportar-este-dolor que me anega el pecho, por lo que dio un portazo a su corazón y comenzó a racionalizar sus sentimientos. Cualquier cosa con tal de evitar el dolor. De todos modos no es más que un cumpleaños estúpido, ¡qué importa que vaya a ser adolescente! ¿Qué tiene de extraordinario? Además, los chicos del barrio me dijeron ayer que me harían una gran fiesta mañana por la noche. Estos chicos mayores a veces están locos…

Jasón se vistió y volvió al salón, pensando en lo extraño que resultaba llamar a aquel salón, salón de estar, ya que nunca se reunía allí la familia. Se le ocurrió limpiar el desaguisado de la juerga de su padre, pero no estaba seguro por dónde empezar. En vez de ello recogió la mochila que contenía sus libros y se sentó en la mesa de la cocina para hacer una tarea atrasada.

La mayoría de mis profesores son excelentes, Jasón pensó mientras realizaba la tarea. Realmente se preocupan de nosotros. Pero, es difícil entender a algunos.

¡El colegio se había vuelto tan confuso! Algunas asignaturas estaban en conflicto con otras, o al menos así lo parecía. Una profesora enseñaba que la humanidad era mala y que había que reducir la población humana para detener la polución de la «Madre tierra». Argüía que el creacio-nismo era un antiguo cuento de hadas y manifestaba que no estaba dis-puesta a gastar tiempo de clase en discutirlo. Según ella, Dios no existía. Alegaba que la vida había comenzado hacía millones de años, cuando algunas moléculas se juntaron y formaron los seres vivos. Con el paso del tiempo estas células sencillas evolucionaron a estados de vida más com-plejos. El hombre ocupaba actualmente el escalón más alto de la forma de vida animal y llegaría a ser más grande, mejor y más inteligente. Con todo, Jasón había visto suficientes reportajes televisivos que ponían en duda la idea de que los seres humanos por sí mismos, fueran mejores o más inteligentes en modo alguno. Todo era bastante desconcertante.

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Entonces, a mediados del segundo trimestre, les visitó un conferen-ciante para disertar acerca de la autoestima. Jasón se imaginó que la dirección del colegio había invitado al conferenciante debido a los pro-blemas que los alumnos estaban teniendo. Muchos muchachos se habían vuelto violentos y respondones a los profesores. También, se había ente-rado de que varias chicas habían quedado embarazadas, y, tristemente, tres compañeros se habían suicidado aquel año. El conferenciante dedicó dos horas a intentar convencerles de que eran «especiales» y que algún día llegarían a ser «alguien».

No tiene sentido —se cuestionó—. Una profesora dice que los seres huma-nos son malos y que surgieron del barro hace trillones de años, y por otra parte otro profesor nos dice que somos especiales y que algún día seremos alguien. ¿Cómo se compagina todo esto? ¿Quién tiene razón y quién está equivocado? Y si Dios no existiera, ¿por qué mi entrenador ora antes de cada partido? ¿Qué sentido tendría?

Jasón estaba demasiado confuso como para avanzar en su tarea. Razonó que puesto que ya iba atrasado, unos cuantos días más no supon-drían gran diferencia. Afortunadamente, oyó que su padre abría la puerta de su dormitorio y descendía a su encuentro.

A pesar de las vetas canosas del pelo de su padre y de su estómago en expansión, Jasón seguía pensando que merecía la pena verle. Apreciaba el poco tiempo que pasaban juntos.

—Hola papá —dijo Jasón sonriente— me alegro de que por fin te hayas levantado. He pensado mucho últimamente y me gustaría hablar de algunas cosas…

—Mira hijo —le interrumpió su papá en un tono muy optimista—, hoy tengo que hacer algunas compras ineludibles. He recibido un bono por lo de la promoción y quiero comprarte algo que te guste. ¿Qué te parece? ¿Qué te gusta?

El corazón de Jasón comenzó a derrumbarse.—Papá, me gusta mucho lo que me compras. Pero lo que realmente

quiero es que pasemos tiempo charlando. Estoy creciendo —bueno, eso creo— y quiero preguntarte…

—Oh, ¿es de eso? —dijo nerviosamente su papá—. Sé lo que quie-res decir con lo de pasar tiempo con papá. Mi padre trabajaba mucho, pero yo me acostumbré. Bueno, acabamos de pasar el fin de semana jun-tos, ¿no? En cuanto a lo de hacerte hombre, no te preocupes. ¡Mira lo

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grande que estás! La virilidad sólo…sólo…bueno, llega sola. Mi padre no le dio mucha importancia, y mira cómo salí yo. Tal como lo vez…

El padre de Jasón miró el reloj y se interrumpió a sí mismo. —¡Vaya, mira qué hora es! Tenemos que irnos. Me alegro de haber

tenido esta conversación. Podemos hablar más por el camino. Toma tus cosas y nos vamos.

A los pocos minutos Jasón esperaba en el auto, en silencio. Volvía a casa de su madre.

Su padre se sentó en el asiento del conductor. Dio marcha atrás para salir del estacionamiento privado y preguntó a su hijo con orgullo:

—¿Qué te parece mi jardín? ¿No está bonito? Por supuesto, no sucede porque sí. Requiere varias horas a la semana, pero merece la pena. Un hombre que se precie no lo es si no es capaz de tener bien cuidado el jardín. ¿Sabes, hijo, lo que quiero decir?

Jasón casi pasó por alto la pregunta de su padre. Una lágrima había logrado burlar sus defensas y miró hacia otra parte. Hablaron más camino a casa, pero fue acerca del jardín, el auto, las facturas y otros aspectos de la vida de su padre. Ni una sola vez volvieron a las inquietudes del muchacho.

En breves instantes el auto se detuvo delante de la casa de su madre, justo encima de un montón de hojas que Jasón había arrastrado a la calle. El joven se calmo, salió despacio y metió la cabeza por la ventana del pasajero para despedirse.

—Bueno, hasta luego, papá —dijo con voz queda—. Nos veremos esta noche, ¿no?

—Claro que sí, hijo. No me perdería tu día especial por nada del mundo. ¡Será fantástico! Estaré aquí a las seis y me podré quedar por lo menos hasta las ocho y media. Recuerda, es tu día especial —y mirando el reloj exclamó:

—¡Tengo que marcharme! Dicho esto, apretó el pedal del gas y se alejó.

Aunque su padre no se diera cuenta, la veloz partida del auto dejó un gran vacío tras él, haciendo que las hojas que Jasón había recogido minuciosamente en montones se esparcieran de forma caótica. Con un pie en la acera, Jasón vio como el automóvil de su padre se alejaba. Acto seguido, entró en la casa y cerró la puerta.

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de muchachosa hombres

a siento mucha pena por jasón y por los millones que como él intentan dar con la puerta de la virilidad y después viajar solos por la senda hacia la madurez. A diferencia de Sidimo, Zorro Blanco, Marcos y David, muchos chicos que forman parte de esta sociedad contemporánea andan perdidos en el ajetreo de la vida cotidiana. No sólo se pierden esplén-didas oportunidades de conformar sus caracteres y sus destinos durante los años más formativos de su niñez, sino que su transición hacia la juventud pasa prácticamente desapercibida. Los niños de hoy rara vez aprenden de los adultos más cercanos a ellos qué significa ser hombre —o cuándo llegan a serlo—. Suelen más bien buscar respuestas en películas, letras de can-ciones, perspectivas normalmente equivocadas de sus amigos y mensajes mixtos, a veces contradictorios, que les envían otros grupos de «adultos» a su alrededor. En consecuencia, tenemos demasiados Jasón cojeando por la vida. Se sienten confusos, doloridos y terriblemente incompletos.

En muchas otras culturas y épocas, el mensaje de la virilidad es y era sencillo y directo. Los hombres y mujeres adultos de una generación se vuelcan a sí mismos en los muchachos de la siguiente generación. Les enseñan, dan ejemplo, aconsejan, corrigen, aman, escuchan y, en suma,

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