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TRAFALGAR BENITO PÉREZ GALDÓS

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  • T R A F A L G A R

    B E N I T O P É R E ZG A L D Ó S

    Diego Ruiz

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    I

    Se me permitirá que antes de referir el gran su-ceso de que fui testigo, diga algunas palabras sobremi infancia, explicando por qué extraña manera mellevaron los azares de la vida a presenciar la terriblecatástrofe de nuestra marina.

    Al hablar de mí nacimiento, no imitaré a la ma-yor parte de los que cuentan hechos de su propiavida, quienes empiezan nombrando su parentela, lasmás veces noble, siempre hidalga, por lo menos, sino se dicen descendientes del mismo emperador deTrapisonda. Yo, en esta parte, no puedo adornar milibro con sonoros apellidos; y, fuera de mi madre, aquien conocí por poco tiempo, no tengo noticia deninguno de mis ascendientes, si no es de Adán, cuyoparentesco me parece indiscutible. Doy principio,

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    pues, a mi historia como Pablos, el buscón de Sego-via: afortunadamente, Dios ha querido que en estosolo nos parezcamos.

    Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de laViña, que no es hoy, ni menos era entonces, acade-mia de buenas costumbres. La memoria no me daluz alguna sobre mi persona y mis acciones en laniñez, sino desde la edad de seis años; y si recuerdoesta fecha es porque la asocio a un suceso naval deque oí hablar entonces: el combate del cabo de SanVicente, acaecido en 1797.

    Dirigiendo una mirada hacía lo que fue, con lacuriosidad y el interés propios de quien se observa,imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosaspasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chi-cos de mi edad, poco más o menos. Aquello era pa-ra mí la vida entera; más aún: la vida normal denuestra privilegiada especie; y los que no vivían co-mo yo, me parecían seres excepcionales del humanolinaje, pues en mi infantil inocencia y desconoci-miento del mundo, yo tenía la creencia de que elhombre había sido criado para la mar, habiéndoleasignado la Providencia, como supremo ejercicio desu cuerpo, la natación, y como constante empleo desu espíritu el buscar y coger cangrejos, ya para

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    arrancarles y vender sus estimadas bocas, que lla-man de la Isla, ya para propia satisfacción y regalo,mezclando así lo agradable con lo útil.

    La sociedad en que yo me crié era, pues, de lomás rudo, incipiente y soez que puede imaginarse,hasta ta1 punto, que los chicos de la Caleta éramosconsiderados como más canallas que los que ejer-cían igual industria y desafiaban con igual brío loselementos en Puntales; y por esta diferencia, uno yotro bando nos considerábamos rivales, y a vecesmediamos nuestras fuerzas en la Puerta de Tierracon grandes y ruidosas pedreas, que manchaban elsuelo de heroica sangre.

    Cuando tuve edad para meterme de cabeza enlos negocios por cuenta propia, con objeto de ganarhonradamente algunos cuartos, recuerdo que lucí mitravesura en el muelle sirviendo de introductor deembajadores a los muchos ingleses que entonces,como ahora, nos visitaban. El muelle era una es-cuela ateniense para despabilarse en pocos años, yyo no fui de los alumnos menos aprovechados enaquel vasto ramo del saber humano, así como tam-poco dejé de sobresalir en el merodeo de la fruta,para lo cual ofrecía ancho campo a nuestra iniciativay altas especulaciones la plaza de San Juan de Dios.

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    Pero quiero poner punto en esta parte de mi histo-ria, pues hoy recuerdo con vergüenza tan grandeenvilecimiento, y doy gracias a Dios de que me li-brara pronto, de él, llevándome por más noble ca-mino.

    Entre las impresiones que conservo está muyfijo en mi memoria el placer entusiasta que me cau-saba la vista de los barcos de guerra cuando se fon-deaban frente a Cádiz o en San Fernando. Comonunca pude satisfacer mi curiosidad viendo de cercaaquellas formidables máquinas, yo me las represen-taba de un modo fantástico y absurdo, suponiéndo-las llenas de misterios.

    Afanosos por imitar las grandes cosas de loshombres, los chicos hacíamos también nuestras es-cuadras con pequeñas naves, rudamente talladas, aque poníamos velas de papel o trapo, marinándolascon mucha decisión y seriedad en cualquier charcode Puntales ola Caleta. Para que todo fuera com-pleto, cuando venia algún cuarto a nuestras manospor cualquiera de las vías industriales que nos eranpropias, comprábamos pólvora en casa de la tíaCoscoja, de la calle del Torno de Santa María, y coneste ingrediente hacíamos una completa fiesta naval.Nuestras flotas se lanzaban a tomar viento en océa-

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    nos de tres varas de ancho; disparaban sus piezas decaña; se chocaban reme- dando sangrientos abor-dajes, en que se batía con gloria su imaginaria tripu-lación; cubría las el humo ,dejando ver las banderas,hechas con el primer trapo de color encontrado enlos basureros, y en tanto nosotros bailábamos deregocijo en la costa, al estruendo de la artillería, fi-gurándonos ser las naciones a que correspondíanaquellos barcos, y creyendo que en el mundo de loshombres y de las cosas grandes las naciones baila-rían lo mismo presenciando la victoria de sus queri-das escuadras. Los chicos ven todo de un modosingular.

    Aquélla era época de grandes combates navales,pues había uno cada año y alguna escaramuza cadames. Yo me figuraba que las escuadras se batíanunas con otras pura y simplemente porque les dabala gana, o con objeto de probar su valor, como dosguapos que se citan fuera de puertas para darse denavajazos. Me río recordando mis extravagantesideas respecto a las cosas de aquel tiempo. Oía ha-blar mucho de Napoleón. ¿Y cómo creen ustedesque me lo figuraba? Pues nada 4menos que igual entodo a los contrabandistas que, procedentes delcampo de Gibraltar, se veían en el barrio de la Viña

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    con harta frecuencia; me lo figuraba caballero en unpotro jerezano, con su manta, polainas, sombrerode fieltro y el correspondiente trabuco. Según misideas, con este pergeño, y seguido de otros aventu-reros del mismo empaque, aquel hombre, que todospintaban como extraordinario, conquistaba la Eu-ropa, es decir una gran isla, dentro de la cual esta-ban otras islas, que eran las naciones; a saber: Ingla-terra, Génova, Londres, Francia, Malta, la tierra delMoro, América, Gibraltar, Mahón, Rusia, Tolón, etc.You había formado esta geografía a mi antojo, se-gún ocedencías más frecuentes de los barcos, conpasajeros hacía algún trato; y no necesito decir entretodas estas naciones o islas, España era la mejorcita,por lo cual los ingleses, unos a modo de salteadoresde caminos, querían cogérsela para sí. Hablando deesto y otros asuntos diplomáticos, yo y mis colegasde la Caleta decíamos mil frases inspiradas en,, elmás ardiente patriotismo.

    Pero no quiero cansar al lector con pormenoresque sólo se refieren a mis particulares impresiones, yvoy a concluir de hablar de mí. El único ser quecompensaba la miseria de mi existencia con un de-sinteresado afecto era mi madre. Sólo recuerdo deella que era muy hermosa, o al menos a mí me lo

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    parecía. Desde que quedó viuda se mantenía y memantenía lavando y componiendo la ropa de algu-nos marineros. Su amor por mi debía de ser muygrande. Caí gravemente enfermo de la fiebre amari-lla que entonces asolaba a Andalucía, y cuando mepuse bueno me llevó como en procesión a oír misaa la Catedral vieja, por cuyo pavimento me hizo an-dar de rodillas más de una hora, y en el mismo reta-blo en que la oímos puso, en calidad de exvoto, unniño de cera, que yo creí mi perfecto retrato.

    Mi madre tenía un hermano, y si aquélla erabuena, éste era malo, y muy cruel por añadidura. Nopuedo recordar a mi tío sin espanto, y por algunosincidentes sueltos que conservo en la memoria, co-lijo que aquel hombre debió de haber cometido uncrimen en la época a que me refiero. Era marinero, ycuando estaba en Cádiz y en tierra venía a casa bo-rracho como una cuba y nos trataba fieramente: a suhermana, de palabra, diciéndole los más horrendosvocablos, y a mí, de obra, castigándome sin motivo

    Mi madre debió padecer mucho con las atroci-dades de su hermano, y esto, unido al trabajo tanpenoso como mezquinamente retribuido, aceleró sufinal, el cual dejó indeleble impresión en mi espíritu,

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    aunque mi memoria puede hoy apreciarlo sólo deun modo vago.

    En aquella edad de miseria y vagancia, yo no mequedaba más que en jugar junto a la mar o en correrpor las calles. Mis únicas contrariedades eran las quepudieran ocasionarme un bofetón de mi tío, un re-gaño de mi madre o cualquier contratiempo en laorganización de mis escuadras del espíritu no habíaconocido aún ninguna emoción fuerte y verdadera-mente honda, hasta que la pérdida de mi madre mepresentó a la vida humana bajo un aspecto muy dis-tinto del que hasta entonces había tenido para mí.Por eso la impresión sentida no se ha borrado nun-ca de mi alma. Transcurridos tantos años, recuerdoaún, como se recuerdan las medrosas imágenes deun mal sueño, que mi madre yacía postrada con nosé qué padecimiento; recuerdo haber visto entrar encasa unas mujeres, cuyos nombres y condición nopuedo decir; recuerdo oír lamentos de dolor, y sen-tirme yo mismo en los brazos de mi madre, recuer-do también, refiriéndolo a todo mi cuerpo, elcontacto de unas manos muy frías, pero muy frías.Creo que después me sacaron de allí; y con estasindecisas memorias se asocia la vista de unas velasamarillas que daban pavorosa claridad en medio del

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    día, el rumor de unos rezos, el cuchicheo de 4iunasviejas charlatanas, las carcajadas de marinerosebrios, y después de esto la triste noción de la orfan-dad, la idea de hallarme solo y abandonado en elmundo, idea que embargó mi pobre espíritu poralgún tiempo.

    No tengo presente lo que hizo mi tío en aque-llos días. Sólo sé que sus crueldades conmigo se re-doblaron hasta tal punto que, cansándome de susmalos tratos, me evadí de la casa, deseoso de buscarfortuna. Me fui a San Fernando; de allí a Puerto Re-al. Juntéme con la gente más perdida de aquellasplayas, fecundas en héroes de encrucijada, y no sécómo ni por qué motivo fui a parar con ellos a Me-dina-Sidonia, donde hallándonos cierto día en unataberna se presentaron algunos soldados de marinaque hacían la leva, y nos desbandamos, refugiándosecada cual donde pudo. Mi buena estrella me llevó acierta casa, cuyos dueños, se apiadaron de mí, mos-trándome gran interés, sin duda por el relato que derodillas, bañado en lágrimas y con ademán supli-cante, hice de mi triste estado, de mi vida y, sobretodo, de mis desgracias.

    Aquellos señores me tomaron bajo su protec-ción, librándome de la leva, y desde entonces quedé

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    a su servicio. Con ellos me trasladé a Vejer de laFrontera, lugar de su residencia, pues sólo estabande paso en Medisa-Sidonia.

    Mis ángeles tutelares fueron don Alonso Gutié-rrez de Cisniega, capitán de navío, retirado del ser-vicio, y su mujer, ambos de avanzada edad.Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y comome tomaran cariño, al poco tiempo adquirí plaza depaje del señor don Alonso, al cual acompañaba ensu paseo diario, pues el buen inválido no movía elbrazo derecho, y con mucho trabajo la pierna co-rrespondiente. No sé qué hallaba para despertar suinterés. Sin duda mis pocos años, mi orfandad ytambién la docilidad con que les obedecía, fueronparte a merecer una benevolencia que he vividosiempre profundamente agradecido. Hay que añadira las causas de aquel cariño, aunque me esté mal eldecirlo, que yo, no obstante haber vivido hasta en-tonces en contacto con la más desarrapada canalla,tenía cierta cultura o delicadeza ingénita, que en po-co tiempo me hizo cambiar de modales, hasta elpunto de que algunos años después, a pesar de lafalta de todo estudio, hallábame en disposición depoder pasar por persona bien nacida.

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    Cuatro años hacía que estaba en la casa cuandoocurrió lo que voy a referir. No me exija el lectoruna exactitud que tengo por imposible, tratándosede sucesos ocurridos en la primera edad y narradosen el ocaso de la existencia, cuando cercano a mi fin,después de una larga vida, siento que el hielo de lasenectud entorpece mi mano al manejar la pluma,mientras el entendimiento, aterido, intenta engañar-se, buscando en el regalo de dulces o ardientes me-morias un pasajero rejuvenecimiento. Comoaquellos viejos verdes que creen despertar su vo-luptuosidad dormida engañando los sentidos con lacontemplación de hermosuras pintadas, así intentarédar interés y lozanía a los mustios pensamientos demi ancianidad, recalentándolos con la representa-ción de antiguas grandezas.

    Y el efecto es inmediato. ¡Maravillosa superche-ría! de la imaginación! Como quien repasa hojas ha-ce tiempo dobladas de un libro que se leyó, así mirocon curiosidad y asombro los años que fueron; ymientras dura el embeleso de esta contemplación,parece que un genio amigo viene y me quita de en-cima la pesadumbre de los años, aligerando la cargade mi ancianidad, que tanto agobia el cuerpo comoel alma. Esta sangre, tibio y perezoso humor que

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    hoy apenas presta escasa animación a mi caducoorganismo, se enardece, se agita, circula, bulle, correy palpita en mis venas con acelerada pulsación. Pa-rece que en mi cerebro entra de improviso una granluz que ilumina y da forma a mil ignorados prodi-gios, como la antorcha del viajero que, esclarecien-do la oscura cueva, da a conocer las maravillas de laGeología tan de repente, que parece que las crea. Yal mismo tiempo mi corazón, muerto por las gran-des sensaciones, se levanta, Lázaro llamado por vozdivina, y se me sacude en el pecho, causándome a lavez dolor y alegría.

    Soy joven; el tiempo no ha pasado; tengo frentea mí los principales hechos de mi mocedad; estre-cho la mano de antiguos amigos; en mi ánimo sereproducen las emociones dulces o terribles de lajuventud, el ardor del triunfo, el pesar de la derrota,las grandes alegrías así como las grandes penas, aso-ciadas en los recuerdos como lo están en la vida.Sobre todos mis sentimientos domina uno: el quedirigió siempre mis acciones durante aquel azarosoperíodo comprendido entre 1805 y 1834. Cercano alsepulcro, y considerándome el más inútil de loshombres, aún haces brotar lágrimas en mis ojos,amor santo de la patria! En cambio, yo aun puedo

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    consagrarte una palabra, maldiciendo al ruin escép-tico que te niega y al filósofo corrompido que teconfunde con los intereses de un día.

    A este sentimiento consagré mi edad viril, y a élconsagro esta faena de mis últimos años, ponién-dole por genio tutelar o ángel custodio de mi exis-tencia escrita, ya que lo fue de mi existencia real.Muchas cosas voy a contar. ¡Trafalgar, Bailén, Ma-drid, Zaragoza, Gerona, Arapiles!.. De todo estodiré alguna cosa, si no os falta la paciencia. Mi relatono será tan bello como debiera, pero haré lo posiblepara que sea verdadero.

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    II

    En uno de los primeros días de octubre de aquelfunesto (1805), mi noble amo me llamó a su cuarto,y mirándome con su habitual severidad (cualidadtan sólo aparente, pues su carácter era sumamenteblando), me dijo:

    -Gabriel, ¿eres tú hombre de valor?No supe al principio qué contestar, porque, a

    decir verdad, en mis catorce años de vida no se mehabía presentado aún ocasión de asombrar el mun-do con ningún hecho heroico; pero al oírme llamarhombre me llenó de orgullo, y pareciéndome almismo tiempo indecoroso negar mi valor ante per-sona que lo tenía en tan alto grado, contesté conpueril arrogancia:

    -Sí, mi amo: soy hombre de valor.

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    Entonces aquel insigne varón, que había derra-mado su sangre en cien combates gloriosos, sin quepor esto se desdeñara de tratar confiadamente a suleal criado, sonrió ante mí hízome seña de que mesentara, y ya iba a poner en mi conocimiento algunaimportante resolución, cuando su esposa y mi amadoña Francisca entró de súbito en el despacho paradar mayor interés a la conferencia, y comenzó a ha-blar destempladamente en estos términos:

    -No, no irás...; te aseguro que no irás a la escua-dra. ¡Pues no faltaba más! ... ¡A tus años y cuando tehas retirado del servicio por viejo... ¡Ay, Alonsito,has llegado a los setenta y ya no estás para fiestas!

    Me parece que aun estoy viendo a aquella res-petable cuanto iracundo señora con su gran papali-na, su saya de organdí, sus rizos blancos y su lunarpeludo a un lado de la barba. Cito estos cuatro deta-lles heterogéneos porque sin ellos no puede repre-sentársela mi memoria. Era una mujer hermosa en lavejez, como la Santa Ana, de Murillo, y su bellezarespetable habría sido perfecta, y la comparacióncon la madre de la Virgen exacta, si - mi ama hubie-se sido muda como una pintura.

    Don Alonso, algo acobardado, como de cos-tumbre siempre que la oía, le contestó:

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    -Necesito ir, Paquita. Según la carta que acabode recibir de ese buen Churruca, la escuadra combi-nada, debe o salir de Cádiz provocando el combateingleses, o esperarles en la bahía. De todos modos,la cosa va a ser sonada.

    -Bueno, me alegro - repuso doña Francisca. Ahíestán Gravina, Valdés, Cisneros, Churruca, AlcaláGaliano y Álava. Que machaquen duro sobre esosperros ingleses. Pero tú estás hecho un trasto viejo,que no sirves para maldita de Dios la cosa. Todavíano puedes mover el brazo izquierdo que te disloca-ron en el cabo de San Vicente.

    Mi amo movió el brazo izquierdo con un gestoacadémico y guerrero, para probar que lo tenía ex-pedito. Pero doña Francisca, no convencida con tanendeble argumento, continuó chillando en estostérminos:

    -No, no irás a la escuadra, porque allí no hacenfalta estantiguas como tú. Si tuvieras cuarenta años,como cuando fuiste a la Tierra del Fuego y me tra-jiste aquellos collares verdes de los indios... Peroahora ya sé yo que ese calzonazos de Marcial te hacalentado los cascos anoche y esta mañana, hablán-dote de batallas. Me parece que el señor Marcial y yotenemos que reñir Vuélvase él a los barcos, si quie-

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    re, para que le quiten la pierna que le queda... ¡Oh,San José bendito! ¡Si en mis quince hubiera sabidoyo lo que era la gente de mar! ... ¡Qué tormento! ¡Niun día de reposo! Se casa una para vivir con su ma-rido, y a lo mejor viene un despacho de Madrid queen dos palotadas me lo manda qué sé yo adónde, ala Patagonia, al Japón o al mismo infierno. Está unadiez o doce meses sin verle, y al fin, si no le comenlos señores salvajes, vuelve hecho una miseria, tanenfermo amarillo, que no sabe una qué hacer paravolverle a su color natural... Pero pájaro viejo noentra en jaula, y de repente viene otro despachito deMadrid... Vaya usted a Tolón, a Brest, a Nápoles,acá o acullá, donde le da la gana al bribonazo delPrimer Cónsul... ¡Ah, si todos hicieran lo que yodigo, qué pronto las pagaría todas juntas ese caballe-rito que trae tan revuelto al mundo!

    Mi amo miró sonriendo una mala estampa cla-vada en la pared, y que, torpemente iluminada porignoto' artista, representaba al emperador Napo-león, caballero en un corcel verde, con el célebreredingote embadurnado de bemellón. Sin duda laimpresión que dejó en aquella obra de arte, quecontemplé durante cuatro años, fue causa de quemodificara mis ideas respecto -al. traje de contra-

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    bandista del gran hombre, y en lo sucesivo me lorepresenté vestido de cardenal y montado en uncaballo verde.

    -Esto no es vivir - continuó doña Francisca, agi-tando los brazos - Dios me perdone, pero aborrez-co el mar, aunque dicen que es una de sus mejoresobras. ¡No sé para qué sirve la Santa Inquisición sino convierte en cenizas esos endiablados barcos deguerra! Pero vengan acá y díganme: ¿Para qué es esode estarse arrojando balas y más balas sin más nimás, puestos sobre cuatro tablas que si se quiebranarrojan al mar centenares de infelices? ¿No es estotentar a Dios? ¡Y estos hombres se vuelven locoscuando oyen un cañonazo! ¡Bonita gracia! A mí seme estremecen las carnes cuando los oigo, y si todospensaran como yo, no habría más guerras en elmar... y todos los cañones se convertirían en cam-panas. Mira, Alonso -añadió, deteniéndose ante sumarido -, me parece que ya os han derrotado bas-tantes veces. ¿Queréis otra? Tú y esos otros tan lo-cos como tú, ¿no estáis satisfechos después de la del14?1

    1 Así se llamaba al combate del cabo de San Vicente.

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    Don Alonso apretó los puños al oír aquel tristerecuerdo, y no profirió un juramento de marino porrespeto a su esposa.

    -La culpa de tu obstinación en ir a la escuadra-añadió la dama cada vez más furiosa- la tiene el pi-carán de Marcial, ese endiablado marinero, que de-bió ahogarse cien veces, y cien veces se ha salvadopara tormento mío. Si él quiere volver a embarcarsecon su pierna de palo, su brazo roto, su ojo de me-nos y sus cincuenta heridas, que vaya en buen hora,y Dios quiera que no vuelva a parecer por aquí...;pero tú -no irás, Alonso, tú no irás, porque estásenfermo y porque has servido bastante al rey, quienpor cierto te ha recompensado muy mal; y yo que túle tirarlaa1 ara al señor generalísimo de mar y tierralos galones de capitán de navío que tienes desdehace diez años A fe que debían haberte hecho almi-rante, cuando menos, que harto lo merecías cuandofuiste a la expedición de África y me trajiste aquellascuentas azules, que, con los collares de los indios,me sirvieron para adornar la urna de la Virgen delCarmen.

    -Sea o no almirante, yo debo ir a la escuadra, Pa-quita -dijo mi amo-. Yo no puedo faltar a ese com-

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    bate. Tengo que cobrar a los ingleses cierta cuentaatrasada.

    -¡Bueno estás tú para cobrar estas cuentas! -contestó mi ama -. ¡Un hombre enfermo y mediobaldado! ...

    -Gabriel irá conmigo -añadió don Alonso, mi-rándome de un modo que infundía valor.

    Yo hice un gesto que indicaba mi conformidadcon tan heroico proyecto; pero cuidé de que no meviera doña Francisca, la cual me habría hecho notarel irresistible peso de su mano si observara mis dis-posiciones belicosas.

    Ésta, al ver que su esposo parecía resuelto, seenfureció más; juró que si volviera a nacer no secasaría con ningún marino; dijo mil pestes del em-perador, de nuestro amado rey, del príncipe de lapaz, de todos los signatarios del Tratado de subsi-dios, y terminó asegurando al valiente marino queDios le castigaría por su insensata temeridad.

    Durante el diálogo que he referido, sin respon-der de su exactitud, pues sólo me fundo en vagos re-cuerdos, una tos recia y perruna, resonando en lahabitación inmediata, anunciaba que Marcial, el ma-reante viejo, ola desde muy cerca la ardiente de-clamación de mi ama, que le había citado bastantes

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    veces con comentarios poco benévolos. Deseoso detomar parte en la conversación, para lo cual le auto-rizaba la confianza que tenía en la casa, abrió lapuerta y se presentó en el cuarto de mi amo.

    Antes de pasar adelante, quiero dar de éste algu-nas noticias, así como de su hidalga consorte, paramejor conocimiento de lo que va a pasar.

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    III

    Don Alonso Gutiérrez de Cisniega pertenecía auna antigua familia del mismo Vejer. Consagráronlea la carrera naval, y desde su juventud, siendo guar-dia marina, se distinguió honrosamente en el ataqueque los ingleses dirigieron contra La Habana en1748. Formó parte de la expedición que salió deCartagena contra Argel en 1775, y también se hallóen el ataque de Gibraltar por el duque de Crillon, en1782. Embarcóse más tarde para la expedición alestrecho de Magallanes en la corbeta Santa María dela Cabeza, que mandaba don Antonio de Córdova;también se halló en los gloriosos combates quesostuvo la escuadra angloespañola contra la france-sa delante de Tolón, en 1793, y, por último, terminósu gloriosa carrera en el desastroso encuentro del

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    cabo de San Vicente, mandando el navío Mejicano,uno de los que tuvieron que rendirse.

    Desde entonces mi amo, que no había ascendi-do conforme a su trabajosa y dilatada carrera, seretiró del servicio. De resultas de las heridas recibi-das en aquella triste jornada, cayó enfermo del cuer-po, y más gravemente del alma, a consecuencia delpesar de la derrota. Curábale su esposa con amor,aunque no sin gritos, pues el maldecir a la marina ya sus navegantes era en su boca tan habitual comolos dulces nombres de Jesús y María en boca de undevoto.

    Era doña Francisca una señora excelente, ejem-plar, de noble origen, devota y temerosa de Dios,como todas las hembras de aquel tiempo; caritativay discreta, pero con el más arisco y endemoniadogenio que he conocido en mi vida. Francamente, yono considero como ingénito aquel iracundo tempe-ramento, sino antes bien, creado por los disgustosque la ocasionó la desabrida profesión de su esposo;y es preciso confesar que no se quejaba sin razón,pues aquel matrimonio, que durante cincuenta añoshabría podido dar veinte hijos al mundo y a Dios,tuvo que contentarse con uno solo: la encantadora ysin par Rosita, -de quien hablaré después. Por estas

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    y otras razones, doña Francisca pedía al cielo en susdiarias oraciones el aniquilamiento de todas las es-cuadras europeas.

    En tanto, el héroe se consumía tristemente enVejer, viendo sus laureles apolillados y roídos deratones, y meditaba y discurría a todas horas sobreun tema importante, es decir, que si Córdova, co-mandante de nuestra escuadra, hubiera mandadoorzar a babor, en vez de ordenar la maniobra a es-tribor, los navíos Mejicano, San José, San Nicolás y SanIsidro no habrían caído en poder de los ingleses, y elalmirante inglés Jerwis habría sido derrotado. Sumujer, Marcial, hasta yo mismo, extralimitándomeen mis atribuciones, le decíamos que la cosa no te-nía duda, a ver si dándonos por convencidos setemplaba el vivo ardor de su manía; pero ni poresas: su manía le acompañó al sepulcro.

    Pasaron ocho años después de aquel desastre, yla noticia de que la escuadra combinada iba a tenerun encuentro decisivo con los ingleses produjo en élcierta excitación que parecía rejuvenecerle. Dio,pues, en la flor de que había de ir a la escuadra parapresenciar la indudable derrota de sus mortalesenemigos; y aunque su esposa trataba de disuadirle,como he dicho, era imposible desviarle de tan estra-

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    falario propósito. Para dar a comprender cuánvehemente era su deseo, basta decir que osaba con-trariar, aunque evitando toda disputa, la firme vo-luntad de doña Francisca; y debo advertir, para quese tenga idea de la obstinación de mi amo, que ésteno tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses, ni alos argelinos, ni a los salvajes del estrecho de Maga-llanes, ni al mar Irritado, ni a los monstruos acuáti-cos, ni a la ruidosa tempestad, ni al cielo, ni a latierra; no tenía miedo a cosa alguna creada por Diosmás que a su bendita mujer.

    Réstame hablar ahora del marinero Marcial,objeto del odio más vivo por parte de doña Fran-cisca, pero cariñosa y fraternalmente amado por miamo don Alonso, con quien había servido.

    Marcial (nunca supe su apellido), llamado entrelos marineros Mediohombre, había sido contra-maestre en los barcos de guerra durante cuarentaaños. En la época de mi narración, la facha de estehéroe de los mares era de lo más singular que puedeimaginarse. Figúrense ustedes, señores míos, unhombre viejo, más bien alto que bajo, con una pier-na de palo, el brazo izquierdo cortado a cercén másabajo del codo, un ojo menos, la cara garabateadapor multitud de chirlos en todas direcciones y con

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    desorden trazados por armas enemigas de diferen-tes clases, con la tez morena y curtida, como la detodos los marinos viejos; con una voz ronca, huecay perezosa, que no se parecía a la de ningún habi-tante racional de tierra firme, y podrán formarseidea de este personaje, cuyo recuerdo me hace de-plorar la sequedad de mi paleta, pues a fe que mere-ce ser pintado por un diestro retratista. No puedodecir si su aspecto hacía reír o imponía respeto: creoque ambas cosas a la vez, y según como se le mirase.

    Puede decirse que su vida era la historia de lamarina española en la última parte del siglo pasadoy principios del presente; historia en cuyas páginaslas gloriosas acciones alternan con lamentables des-dichas. Marcial había navegado en el Conde de Regla,en el San Joaquín, en el Real Carlos, en el Trinidad y enotros heroicos y desgraciados barcos que, al parecerderrotados con honra o destruídos por la alevosía,sumergieron con sus viejas tablas el poderío navalde España. Además de las campañas en que tomóparte con mi amo, Mediohombre había asistido aotras muchas, tales como la expedición a la Martini-ca, la acción de Finisterre y antes al terrible episodiodel Estrecho, en la noche del 12 de julio de 1801, yal combate de Santa María, en 5 de octubre de 1804.

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    A la edad de sesenta y seis años se retiró del ser-vicio, mas no por falta de bríos, sino porque ya sehallaba completamente desarbolado y fuera de com-bate. Él y mi amo eran en tierra dos buenos amigos;y como la hija única del contramaestre se hallasecasada con un antiguo criado de la casa, resultandode esta unión un nieto, Mediohombre se decidió aechar para siempre el ancla, como un viejo pontóninútil para la guerra, y hasta llegó a hacerse la ilusiónde que le gustaba la paz. Bastaba verle para com-prender que el empleo más difícil que podía darse aaquel resto glorioso de un héroe era el de cuidarchiquillos; y, en efecto, Marcial no hacía otra cosaque cargar, distraer y dormir a su nieto, para cuyafaena le bastaban sus canciones marineras, sazona-das con algún juramento propio del oficio.

    Mas al saber que la escuadra combinada se aper-cibía para un gran combate, sintió renacer en su pe-cho el amortiguado entusiasmo, y soñó que se halla-ba mandando la marinería en el alcázar de proa delSantísima Trinidad. Como notase en don Alonsoiguales síntomas de recrudecimiento, se franqueócon él, y desde entonces pasaban gran parte del díay de la noche comunicándose, así las noticias recibi-das como las propias sensaciones, refiriendo hechos

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    pasados, haciendo conjeturas sobre los venideros ysoñando despiertos, como dos grumetes que en ín-tima confidencia calculan el modo de llegar a almi-rantes.

    En estas encerronas, que traían a doña Franciscamuy alarmada, nació el proyecto de embarcarse enla escuadra para presenciar el próximo combate. Yasaben ustedes la opinión de mi ama y las mil picar-días que dijo del marinero embaucador; ya sabenque don Alonso insistía en poner en ejecución tanatrevido pensamiento, acompañado de su paje, yahora me resta referir lo que todos dijeron cuandoMarcial se presentó a defender la guerra contra elvergonzoso statu quo de doña Francisca.

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    IV

    Señor Marcial -dijo ésta con redoblado furor- siquiere usted ir a la escuadra a que le den la últimamano, puede embarcar cuando quiera; pero lo quees éste no irá.

    -Bueno -contestó el marinero, que se había sen-tado en el borde de una silla, ocupando sólo el es-pacio necesario para sostenerse-, iré yo solo. El de-monio me lleve si me quedo sin echar el catalejo a lafiesta.

    Después añadió con expresión de júbilo:-Tenemos quince navíos, y los francesitos vein-

    ticinco barcos. Si todos fueran nuestros, no era pre-ciso tanto... ¡Cuarenta buques y mucho corazónembarcado!

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    Como se comunica el fuego de una mecha a otraque está cercana, así el entusiasmo que irradió deMarcial encendió los dos, ya por la edad amor-tiguados, de mi buen amo.

    -Pero el Señorito -continuó Mediohombre- trae-rá muchos también. Así me gustan a mí las funcio-nes: mucha madera donde mandar balas y muchojumo de pólvora que caliente el aire cuando hace frío.

    Se me había olvidado decir que Marcial, comocasi todos los marinos, usaba un vocabulario for-mado por los más peregrinos terminachos, pues escostumbre en la gente de mar de todos los paísesdesfigurar la lengua patria hasta convertirla en cari-catura. Observando la mayor parte de las vocesusadas por los navegantes, se ve que son simple-mente corruptelas de las palabras más comunes,adaptadas a su temperamento arrebatado y enérgico,siempre propenso a abreviar todas las funciones dela vida, y especialmente el lenguaje. Oyéndoles ha-blar me ha parecido a veces que la lengua es un ór-gano que les estorba.

    Marcial, como digo, convertía los nombres enverbos, y éstos en nombres, sin consultar con laAcademia. Asimismo aplicaba el vocabulario de lanavegación a todos los actos de la vida, asimilando

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    el navío con el hombre, en virtud de una forzadaanalogía entre las partes de aquél y los miembros deéste. Por ejemplo, hablando de la pérdida de su ojo,decía que había cerrado el portalón de estribor, y paraexpresarla rotura del brazo, decía que se había que-dado sin la serviola de babor. Para él el corazón, resi-dencia del valor y del heroísmo, era el pañol de lapólvora, así como el estómago, el pañol del viscocho. Almenos estas frases las entendían los marineros; perohabía otras, hijas de su propia inventiva fílológica,de él sólo conocidas y en todo su valor apreciadas¿Quién podría comprender lo que significaban pati-gurbiar ,chingurría y otros feroces nombres del mismojaez? Yo creo, aunque no lo aseguro, que con elprimero significaba dudar, y con el segundo, triste-za. La acción de embriagarse la denominaba de milmaneras distintas, y entre éstas la más común eraponerse la casaca, idiotismo cuyo sentido no hallaránmis lectores, si no les explico que, habiéndole mere-cido los marinos ingleses el dictado de casacones, sinduda a causa de su uniforme, al decir ponerse la casacapor emborracharse, quería significar Marcial unaacción común y corriente entre sus enemigos. A losalmirantes extranjeros les llamaba con estrafalariosnombres, ya creados por él, ya traducidos a su ma-

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    nera, fijándose en semejanzas de sonido. A Nelsonle llamaba el Señorito, voz que indicaba cierta consi-deración o respeto Collingwood el tío Calambre, fraseque a él le parecía exacta traducción del inglés; aJerwis le nombraba como los mismos ingleses, estoes ,viejo zorro; a Calder el tío Perol, porque encontrabamucha relación entre las dos voces; y siguiendo unsistema lingüístico enteramente opuesto, designabaa Villeneuve, jefe de la escuadra combinada, con elapodo de Monsieur Corneta, nombre tomado de unsainete cuya representación asistió Marcial en Cádiz.En fin, tales eran los disparates que salían de su bo-ca, que me veré obligado, para evitar explicacionesenojosas, a substituir sus frases con las usuales,cuando refiera las conversaciones que de él recuer-do.

    Sigamos ahora. Doña Francisca, haciéndosecruces, dijo así:

    -¡Cuarenta navíos! Eso es tentar a la Divina Pro-videncia. ¡Jesús!, y lo menos tendrán cuarenta milcañones, para que estos enemigos se maten unos aotros.

    -Lo que es como Mr. Corneta tenga bien pro-vistos los pañoles de la pólvora - contestó Marcialseñalando al corazón -, ya se van a reír esos señores

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    casacones. No será ésta como la del cabo de SanVicente.

    -Hay que tener en cuenta - dijo mi amo con pla-cer, viendo mencionado su tema favorito - que si elalmirante Córdova hubiera mandado virar a babor alos navíos San José y Mejicano, el señor de Jerwis nose habría llamado Lord Conde de San Vicente. Deeso estoy bien seguro, y tengo datos para asegurarque con la maniobra a babor hubiéramos salidovictoriosos.

    -¡Victoriosos! - exclamó con desdén doña Fran-cisca -. Si pueden ellos más... Estos bravucones pa-rece que se quieren comer el mundo, y en cuanto-salen al mar parece que no tienen bastantes costillaspara recibir los porrazos de los ingleses.

    -¡No! - dijo Mediohombre enérgicamente y ce-rrando el puño con gesto amenazador -. ¡Si no fue-ran por sus muchas astucias y picardías!... Nosotrosvamos siempre contra ellos con el alma a un largo,pues, con nobleza, bandera izada y manos limpias.El inglés no se larguea, y siempre ataca por sorpresa,buscando las aguas malas y las horas de cerrazón.Así fue la del Estrecho, que nos tienen que pagar.Nosotros navegábamos confiados, porque ni deperros herejes moros se teme la traición, cuantimás

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    de un inglés que es civil y al modo de cristiano. Perono; el que ataca a traición no es cristiano, sino unsalteador de caminos. Figúrese usted, señora - aña-dió dirigiéndose a doña Francisca para obtener subenevolencia -, que salimos de Cádiz para auxiliar ala escuadra francesa, que se había refugiado en Al-geciras, perseguida por los ingleses. Hace de estocuatro años, y entavía tengo tal coraje que la sangrese me emborbota cuando lo recuerdo. Yo iba en elReal Carlos, de 112 cañones, que mandaba Ezguerra,y además llevábamos el San Hermenegildo, de 112también; el San Fernando, el Argonauta, el San Agustín yla fragata Sabina. Unidos con la escuadra francesa,que tenía cuatro navíos!, tres fragatas y un bergantín,salimos de Algeciras para Cádiz a las doce del día, ycomo el tiempo era flojo, nos anocheció más acá depunta Carnero. La noche estaba más negra que unbarril de chapapote; pero como el tiempo era bueno,no nos importaba navegar a oscuras. Casi toda latripulación dormía; me acuerdo que estaba yo en elcastillo de proa hablando con mi primo Pepe Débo-ra, que me contaba las perradas de su suegra, y des-de allí vi las luces del San Hermenegildo, que navegabaa estribor como a tiro de cañón. Los demás barcosiban delante. Pusque lo que menos creíamos era que

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    los casacones habían salido de Gibraltar tras de no-sotros y nos daban caza. ¿Ni cómo los habíamos dever, si tenían apagadas las luces y se nos acercabansin que nos percatáramos de ello? De repente, y aun-que la noche estaba muy oscura, me pareció ver..., yosiempre he tenido un farol como un lince..., me pare-ció que un barco pasaba entre nosotros y el SanHermenegildo. «José Débora -dije a mi compañero -: oyo estoy viendo pantasmas, o tenemos un barco in-glés por estribor».

    José Débora miró y me dijo:-Que el palo mayor se caiga por la fogonadura y

    me parta si hay por estribor más barco que el SanHermenegildo.

    -Pues por sí o por no -dije - voy a avisarle aloficial que está de cuarto.

    No había acabado de decirlo, cuando, ipata-plús!.. sentimos el musiqueo de toda una andanadaque nos soplaron por el costado. En un minuto latripulación se levantó...; cada uno a su puesto. ..¡Qué batahola, señora doña Francisca! Me alegrarade que usted lo hubiera visto para que supiera cómoson estas cosas. Todos jurábamos como demonios ypedíamos a Dios que nos pusiera un cañón en cadadedo para contestar al ataque. Ezguerra subió al al-

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    cázar y mandó disparar la andanada de estribor...¡ Zapataplús! La andanada de estribor disparó en se-guida, y al poco rato nos contestaron... Pero enaquella trapisonda no vimos que con el primer dis-paro nos habían soplado a bordo unas endiabladasmaterias comestibles (combustibles quería decir), quecayeron sobre el buque como si estuviera lloviendofuego. Al ver que ardía nuestro navío, se nos redo-bló la rabia y cargamos de nuevo la andanada, yotra, y otra. ¡Ah, señora doña Francisca! ¡Bonito sepuso aquello...! Nuestro comandante mandó metersobre estribor para atacar al abordaje al buque ene-migo. Aquí te quiero ver... Yo estaba en mis glorias...En un guiñar del ojo preparamos las hachas y picaspara el abordaje...; el barco enemigo se nos veníaencima, lo cual me encabrilló (me alegró) el alma, por-que así nos enredaríamos más pronto., . Mete, metea estribor...; ¡qué julepe! Principiaba a amanecer; yalos penoles se besaban; ya estaban dispuestos losgrupos, cuando oímos juramentos españoles a bor-do del buque enemigo. Entonces nos quedamostodos tiesos de espanto, porque vimos que el barcocon que nos batíamos era el mismo San Hermenegildo.

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    -Eso sí que estuvo bueno -dijo doña Francisca,mostrando algún interés en la narración- ¿Y cómofueron tan burros que uno y otro. . . ?

    Diré a usted: no tuvimos tiempo de andar conpalabreo. El fuego del Real, Carlos se pasó al SanHermenegildo, y entonces ¡Virgen del Carmen, laque se armó! ¡A las lanchas!, gritaron muchos. Elfuego estaba ya ras con ras con la santabárbara, yesta señora no se anda con bromas... Nosotros jurá-bamos, -gritábamos insultando a Dios, a la Virgen ya todos los santos, porque así parece que se desaho-ga uno cuando está lleno de coraje hasta la escotilla.

    -¡Jesús, María y José! ¡Qué horror! -exclamó miama -. ¿Y se salvaron?

    -Nos salvamos cuarenta en la falúa y seis o sieteen el chinchorro; éstos recogieron al segundo delSan Hermenegildo. José Débora se aferró a un pedazode palo y arribó más muerto que vivo a las playas deMarruecos.

    -¿Y los demás?-Los demás..., la mar es grande y en ella cabe

    mucha gente. Dos mil hombres apagaron fuegos aqueldía, entre ellos nuestro comandante Ezguerra, yEmparán, el del otro barco.

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    Válgame Dios! - dijo doña Francisca que bienempleado les está, por andarse en esos juegos. Si seestuvieran quietecitos en sus casas como Dios man-da...

    -Pues la causa de este desastre -dijo don Alon-so, que gustaba de interesar a su mujer en tan dra-máticos sucesos - fue la siguiente: Los ingleses, vali-dos de la oscuridad de la noche, dispusieron que elnavío Soberbio, el más ligero de los que traían, apaga-ra sus luces y se colocara entre nuestros dos hermo-sos barcos. Así lo hizo: disparó sus dos andanadas,puso su aparejo en facha con mucha presteza, or-zando al mismo tiempo para librarse de la contesta-ción. El Real Carlos y el San Hermenegildo, viéndoseatacados inesperadamente, hicieron fuego; pero seestuvieron batiendo el uno contra el otro, hasta quecerca del amanecer y estando a punto de abordarse,se reconocieron que tan detalladamente te ha conta-do Marcial.

    -¡Oh, y qué bien os la jugaron! -dijo la dama -.Estuvo bueno, aunque eso no es de gente noble.

    -¡Qué ha de ser! -añadió Mediohombre-. En-tonces yo no los quería bien; pero dende esa noche...Si están ellos en el cielo, no quiero ir al cielo, man-que me condene para toda la eternidad.

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    -Pues ¿y la captura de las cuatro fragatas quevenían de Río de la Plata? - dijo don Alonso ani-mando a Marcial ¡al para que continuara sus narra-ciones.

    -También en ésa me encontré - contestó el ma1rino -, y allí me dejaron sin piernas. También en-tonces nos cogieron desprevenidos, y como está-bamos en tiempo de paz, navegábamos muy tran-quilos, contando ya las horas que nos faltaban parallegar, cuando de pronto... Le diré a usted cómo fue,señora doña Francisca, para que vea las mañas deesa gente. Después de lo del Estrecho me embarquéen la Fama para Montevideo, y ya hacia muchotiempo que estábamos allí, cuando el jefe de la es-cuadra recibió orden de traer a España los caudalesde Lima y Buenos Aires. El viaje fue muy bueno, yno tuvimos más percance que unas calenturillas, queno mataron ni tanto así de hombre... Traíamos mu-cho dinero del rey y de particulares, y también loque llamamos la caja de soldadas, que son los ahorri-llos de la tropa que sirve en las Américas. Por junto,si no me engaño, eran cosa de cinco millones depesos, como quien no dice nada, y además traíamospieles de lobo, lana de vicuña, cascarilla, barras deestaño y cobre y maderas finas... Pues, señor, des-

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    pués de cincuenta días de navegación, el 5 de octu-bre vimos tierra, y ya contábamos entraren Cádiz aldía siguiente, cuando cátate que hacia el Nordeste senos presentan cuatro señoras fragatas. Aunque eratiempo de paz, y nuestro capitán, don Miguel deZapiaín, parecía no tener maldito el recelo, yo, quesoy perro viejo en la mar, llamé a Débora y le dijeque el tiempo me olía a pólvora... Bueno, cuando lasfragatas inglesas estuvieron cerca, el general mandóhacer zafarrancho; la Fama iba delante, y al pocorato nos encontramos a tiro de pistola de una de lasinglesas por barlovento.

    Entonces el capitán inglés nos habló con su bo-cina y nos dijo, ¡pues mire usted que me gustó lafranqueza!..., nos dijo que nos pusiéramos en facha,porque nos iba a atacar. Hizo mil preguntas; pero ledijimos que no nos daba la gana de contestar. A to-do esto, las otras tres fragatas enemigas se habíanacercado a las nuestras de tal manera que cada unade las inglesas tenía otra española por el costado desotavento.

    -Su posición no podía ser mejor - apuntó miamo.

    -Eso digo yo - continuó Marcial -. El jefe denuestra escuadra, don José Bustamente, anduvo po-

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    co listo, que si hubiera sido yo... Pues, señor, el como-dón (quería decir el comodoro) inglés envió de laMedea un oficialillo de estos de cola de abadejo, elcual, sin andarse en chiquitas, dijo que aunque estabadeclarada la guerra, el comodón tenía orden de apre-sarnos. Eso sí que se llama ser inglés. El combateempezó al poco rato; nuestra fragata recibió la pri-mera andanada por babor; se le contestó al saludo, ycañonazo va, cañonazo viene...; lo cierto del caso esque no metimos en un puño a aquellos herejes pormor de que el demonio fue y pegó fuego a la santa-bárbara de la Mercedes que se voló en un suspiro, ytodos, con este suceso, nos afligimos tanto, sintién-donos tan apocados. no por falta de valor, sino poraquello que dicen... en la moral pues... denque el mis-mo momento nos vimos perdidos. Nuestra fragatatenía las velas con más agujeros que capa vieja, loscabos rotos, cinco pies de agua en bodega, el palode mesana tendido, tres balazos a flor de agua ybastantes muertos y heridos. A pesar de esto, se-guíamos la cuchipanda con el inglés; pero cuando vi-mos que la Medea y la Clara, no pudiendo resistir lachamusquina, arriaban bandera, forzamos de vela ynos retiramos defendiéndonos como podíamos. Lamaldita fragata inglesa nos daba caza, y como era

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    más velera que la nuestra, no pudimos zafarnos ytuvimos también que arriar el trapo a las tres de latarde, cuando ya nos habían matado mucha gente, yyo estaba medio muerto sobre el sollado, porque auna bala le dio la gana de quitarme mi pierna. Aque-llos condenados nos llevaron a Inglaterra, no comopresos, sino como detenidos; pero carta va, cartaviene entre Londres y Madrid, lo cierto es que sequedaron con el dinero, y me parece que cuando amí me nazca otra pierna, entonces el rey de Españales verá la punta del pelo a los cinco millones depesos.

    -¡Pobre hombre!... ¿Y entonces perdiste la pata?le dijo compasivamente doña Francisca.

    -Sí, señora; los ingleses, sabiendo que yo no erabailarín, creyeron que tenía bastante con una. En latravesía me curaron bien; en un pueblo que llamanPlinmuf (Plymouth) estuve seis meses en el pontón,con el petate liado y la patente para el otro mundoen el bolsillo... Pero Dios no quiso que me fuera apique tan pronto; un físico inglés me puso esta pier-na de palo, que es mejor que la otra, porque aquéllame dolía de la condenada reuma, y ésta, a Dios gra-cias, no duele aunque la echen una descarga de me-tralla. En cuanto a dureza, creo que la tiene, aunque

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    entavía no se me ha puesto delante la popa de ningúninglés para probarla.

    -Muy bravo estás -dijo mi ama -; quiera Dios nopierdas también la otra. El que busca el peligro...

    Concluida la relación de Marcial, se trabó denuevo la disputa sobre si mi amo iría o no a la es-cuadra. Persistía doña Francisca en la negativa, ydon Alonso, que en presencia de su digna esposaera manso como un cordero, buscaba pretextos yalegaba toda clase de razones para convencerla.

    -Iremos sólo a ver, mujer, nada más que a ver-decía el héroe con mirada suplicante.

    -Dejémonos de fiestas -le contestaba su esposa-.

    Buen par de esperpentos estáis los dos.-La escuadra combinada - dijo Marcial - se que-

    dará en Cádiz, y ellos tratarán de forzar la entrada.Pues entonces - añadió mi ama - pueden verla

    función desde la muralla de Cádiz; pero lo que es enlos barquitos... Digo que no y que no, Alonso. Encuarenta años de casados no me has visto enojada(la veía todos los días); pero ahora te juro que si vasa bordo...haz cuenta dé que Paquita no existe para ti.

    -Mujer! -exclamó con aflicción mi amo - ¡Y hede morirme, sin tener ese gusto!

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    -Bonito gusto, hombre de Dios! ¡Ver cómo sematan esos locos! Si el rey de las Españas me hicieracaso, mandaría a paseo a los ingleses y les diría:«Mis vasallos queridos no están aquí para que uste-des se diviertan con ellos. Métanse ustedes en faenaunos con otros si quieren juego». ¿Qué creen? Yo,aunque tonta, bien sé lo que hay aquí, y es que elPrimer Cónsul, Emperador, Sultán o lo que sea,quiere acometer a los ingleses, y como no tienehombres de alma para el caso, ha embaucado anuestro buen rey para que le preste los suyos, y laverdad es que nos está fastidiando con sus guerrasmarítimas. Díganme ustedes: ¿a España qué le va nile viene en esto? ¿Por qué ha de estar todos los díascañonazo y más cañonazo por una simpleza? Antesde esas picardías que Marcial ha contado, ¿qué dañonos habían hecho los ingleses? ¡Ah, si hicieran casode lo que yo digo, el señor de Bonaparte armarla laguerra solo, o si no que no la armara!

    -Es verdad - dijo mi amo - que la alianza conFrancia nos está haciendo mucho daño, pues si al-gún provecho resulta es para nuestra aliada, mien-tras todos los desastres son para nosotros.

    -Entonces, tontos rematados, ¿para qué se oscalientan las pajarillas con esta guerra?

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    -El honor de nuestra nación está empeñadocontestó don Alonso -, y una vez metidos en la dan-za, sería una mengua volver atrás. Cuando estuve elmes pasado en Cádiz en el bautizo de la hija de miprimo, me decía Churruca:

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    do la voz y poniéndose muy encarnada sí señor,ustedes que ofenden a Dios matando tanta gente;ustedes, que si en vez de meterse en esos endiabla-dos barcos se fueran a la iglesia a rezar el rosario,no, andaría Patillas tan suelto por España haciendodiabluras.

    -Tú irás a Cádiz también -dijo don Alonso, an-siogo, de despertar el entusiasmo en el pecho de sumujer irás a casa de Flora, y desde el mirador po-drás ver cómodamente el combate, el humo, los fo-gonazos las banderas... Es cosa muy bonita.

    -Gracias, gracias!- Me caería muerta de miedo.-Aquí nos estaremos quietos, que el que busca el

    peligro en él perece.Así terminó aquel diálogo, cuyos pormenores he

    conservado en mi memoria, a pesar del tiempotranscurrido. Mas acontece con frecuencia que loshechos4 muy remotos, correspondientes a nuestrainfancia, permanecen grabados en la imaginacióncon mayor fijeza que los presenciados en edad ma-dura y cuando predomina sobre todas las facultadesla razón.

    Aquella noche don Alonso y Marcial siguieronconferenciando en los pocos ratos que la recelosadoña Francisca, les dejaba solos. Cuando ésta fue a

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    la parroquia para asistir a la novena, según su piado-sa costumbre, los dos marinos respiraron con li-bertad como escolares bulliciosos que pierden devista al maestro. Encerráronse en el despacho, saca-ron unos mapas y estuvieron examinándolos congran atención; luego leyeron ciertos papeles en quehabía los nombres de muchos barcos ingleses con lacifra de sus cañones y tripulantes, y durante su calu-rosa conferencia, en que alternaba la lectura con losmás enérgicos comentarios, noté que ideaban elplan de un combate naval.

    Marcial imitaba con los gestos de su brazo ymedio la marcha de las escuadras, la explosión delas andanadas; con su cabeza, el balance de los bar-cos combatientes; con su cuerpo, la caída de costa-do del buque que se va a pique; con su mano, elsubir y bajar de las banderas de señal; con un ligerosilbido, el mando del contramaestre; con los porra-zos de su pie de palo contra el suelo, el estruendodel cañón; con su lengua estropajosa, los juramentosy singulares voces del combate; y como mi amo lesecundase en esta tarea con la mayor gravedad, qui-se yo también echar mi cuarto a espadas, alentadopor el ejemplo y dando natural desahogo a esa nece-sidad devoradora de meter ruido que domina el

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    temperamento de los chicos con absoluto imperio.Sin poderme contener, viendo el entusiasmo de losdos marinos, comencé a dar vueltas por la habita-ción, pues la confianza con que por mi amo era tra-tado me autorizaba a ello; remedé con la cabeza ylos brazos la disposición de una nave que cine elviento, y al mismo tiempo profería, ahuecando lavoz, los retumbantes monosílabos que más se pare-cen al ruido de un cañonazo, tales como bum...bumMi respetable amo y el mutilado marinero tan niñoscomo yo en aquella ocasión, no pararon mientes enlo que yo hacía, pues harto les embargaban sus pro-pios pensamientos. ¡Cuánto me he reído despuésrecordando aquella escena, y cuán cierto es, por loque respecta a mis compañeros en aquel juego, queel entusiasmo de la ancianidad convierte a los viejosen niños, renovando las travesuras de la cuna alborde mismo del sepulcro!

    Muy enfrascados estaban ellos en su conferen-cia, cuando sintieron los pasos de doña Franciscoque volvía de la novena.

    -¡Que viene! - exclamó Marcial, con terror.Y al punto guardaron los planos, disimulando

    su excitación, y pusiéronse a hablar de cosas indife-rentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenil no

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    podía aplacarse fácilmente, bien porque no observéa tiempo, la entrada de mi ama... seguí en medio delcuarto demostrando mi enajenación con frases co-mo éstas, pronunciadas con el mayor desparpajo:«¡La mura a estribor!... ¡Orza!... ¡La andanada desotavento!... ¡Fuego!... ¡Bum, bum!... » Ella se llegó amí furiosa, y sin previo aviso me descargó en la po-pa la andanada de su mano derecha con tan buenapuntería, que me hizo ver las estrellas.

    -¡También tú! - gritó valupeándome sin compa-sión- Ya ves - añadió mirando a su marido concentelleantes ojos -: tú le enseñas a que pierda elrespeto... ¿Te has creído que estás todavía en la Ca-leta, pedazo de zascandil?

    La zurra continuó en la forma siguiente: yo ca-minando a la cocina, lloroso y avergonzado, des-pués de arriada la bandera de mi dignidad, y sinpensar en defenderme contra tan superior enemigo;doña Francisca detrás dándome caza y poniendo aprueba mi pescuezo con los repetidos golpes de sumano. En la eché el ancla, lloroso, considerandocuán mal había concluido mi combate naval.

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    V

    Para oponerse a la insensata determinación demarido, dolía Francisca no se fundaba, sino en lasrazones anteriormente expuestas; tenía, además deaquéllas, otra poderosísima, que no indicó en eldiálogo quizá por demasiado sabida.

    Pero el lector no la sabe y voy a decírsela. Creohaber escrito que mis amos tenían una hija. Puesbien: esta hija se llamaba Rosita, de edad poco ma-yor que la mía, pues apenas pasaba de los quinceaños, y ya estaba concertado su matrimonio con unjoven oficial de artillería llamado Malespina, de unafamilia de Medina-Sidonía, lejanamente emparenta-da con la deY¡11,ffil ama. Hablase fijado la bodapara fin de octubre, y, ya se comprende que la au-

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    sencia del padre de la novia abría sido inconve-niente en tan solemnes días.

    Voy a decir algo de mi señorita, de su novio, desus amores, de su proyectado enlace y... ¡ay!, aquímis recuerdos toman un tinte melancólico, evocan-do en % mi fantasía imágenes importunas y exóticascomo sí vinieran de otro mundo, despertando en micansado pecho sensaciones que, a decir verdad, ig-noro si traen a mi espíritu alegría o tristeza. Estasardientes memorias, que parecen agostarse hoy enmi cerebro, como flores tropicales trasplantadas alNorte helado, me hacen a veces reír y a veces mehacen pensar... Pero contemos, que el lector se can-sa de reflexiones enojosas sobre lo que a un solomortal interesa.

    Rosita era lindísima. Recuerdo perfectamente suhermosura, aunque me sería muy difícil describir susacciones. Parece que la veo sonreír delante de mí. Lasingular expresión de su rostro, a la de ningún otroparecida, es para mí, por la claridad con que se ofre-ce a mi entendimiento, como una de esas nocionesprimitivas, que parece hemos traído de otro mundo,o nos han sido infundidas por misterioso poderdesde la cuna. Y, sin embargo, no respondo de po-derlo pintar, porque lo que fue real ha quedado co-

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    mo una idea indeterminada en mi cabeza, y nadanos fascina tanto, así como nada se escapa tan su-tilmente a toda apreciación descriptiva, como unideal querido.

    .Al entrar en la casa, creí que Rosita pertenecía aun orden de criaturas superior. Explicaré mis pen-samientos para que se admiren ustedes de mi sim-pleza. Cuando somos niños, y un nuevo ser viene almundo en nuestra casa, las personas mayores nosdicen que le han traído de Francia, de París o deInglaterra. Engañado yo como todos acerca de tansingular modo de perpetuar la especie, creía que losniños venían por encargo, empaquetados en un ca-joncito, un fardo de quincalla. Pues bien: contem-plando por primera vez a la hija de mis amos,discurri que tan bella persona no podía haber veni-do de la fábrica de donde venimos todos, es decir,de París o de Inglaterra, y me persuadí de la existen-cia de alguna región encantadora, donde artíficesdivinos sabían labrar tan hermosos ejemplares de lapersona humana.

    Como niños ambos, aunque de distinta condi-ción, pronto nos tratamos con la confianza propiade la edad, y mi mayor dicha consistía en jugar conella, sufriendo todas sus impertinencias, que eran

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    muchas, pues en nuestros juegos nunca se confun-dían las clases: ella era siempre señorita y yo siem-pre criado; así es que yo llevaba la peor parte, y sihabía golpes, -no es preciso indicar aquí quién losrecibía.

    Ir a buscarla al salir de la escuela para acompa-ñarla a casa era mi sueño de oro; y cuando por algu-na ocupación imprevista se encargaba a otrapersona tan Í dulce comisión, mi pena era tan pro-funda, que yo la equiparaba a las mayores penas quepueden pasarse en la vida siendo hombre, y decía:«Es imposible que cuando yo sea grande experi-mente desgracia mayor>. Subir por orden suya alnaranjo del patio para coger los azahares de las másaltas ramas, era para mí la mayor de las delicias, po-sición o preeminencia superior a la del mejor rey dela tierra subido en su trono de oro; y no recuerdoalborozo comparable al que me causaba obligán-dome a correr tras ella en ese divino e inmortal jue-go que llaman escondite. Si ella corría como unagacela, yo volaba como un pájaro para cogerla máspronto, asiéndola por la parte de su cuerpo que en-contraba más a mano. Cuando se trocaban los pa-peles, cuando ella era la perseguidora y a mí mecorrespondía el ser cogido, se duplicaban las ino-

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    centes y puras delicias de aquel juego sublime, y elparaje, más obscuro y feo, donde yo, encogido ypalpitante, -esperaba la impresión de sus brazos an-siosos de estrecharme, era para mí un verdaderoparaíso. Añadiré que jamás, durante aquellas esce-nas, tuve un pensamiento, una sensación que noemanara del más refinado idealismo.

    ¿Y qué diré de su canto? Desde muy niña acos-tumbraba a cantar el ole y las cañas con la maestría delos ruiseñores, que lo saben todo en materia de mú-sica, sin haber aprendido nada. Todos le alababanaquella habilidad y formaban corro para oírla; peroa mí me ofendían los aplausos de sus admiradores, yhubiera deseado que enmudeciera para los demás.Era aquel canto un gorjeo melancólico, aun modu-lado por su voz infantil. La nota, que repercutía so-bre sí misma, enredándose y desenredándose comoun hilo sonoro, se perdía subiendo y se desvanecíaalejándose para volver descendiendo con timbregrave. Parecía emitida por una avecilla que se re-montara primero al cielo y que después cantara ennuestro propio oído. El alma, si se me permite em-plear un símil vulgar, parecía que se alargaba si-guiendo el sonido y se contraía despuésretrocediendo ante él, pero siempre pendiente de la

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    melodía y asociando la música a la hermosa cantora.Tan singular era el efecto, que para mí el oírla can-tar, sobre todo en presencia de otras personas, eracasi una mortificación.

    Teníamos la misma edad, poco más o menos,como he dicho, pues sólo excedía la suya a la mía enunos ocho o nueve meses. Pero yo era pequeñuelo yraquítico, mientras ella se desarrollaba con muchalozanía, y así, al cumplirse los tres años de mi resi-dencia en la casa, ella parecía de mucha más edadque yo. Estos tres años se pasaron sin sospecharnosotros que íbamos creciendo, y nuestros juegosno se interrumpían, pues ella era más traviesa queyo, y su madre la reñía, procurando sujetarla y ha-cerla trabajar.

    Al cabo de los tres años advertí que las formasde mi idolatrada señorita se ensanchaban y redon-deaban, completando la hermosura de su cuerpo; surostro se puso más encendido, más lleno, más tibio;sus grandes ojos, más vivos, si bien con la miradamenos errátil y voluble; su andar, más reposado; susmovimientos, no sé si más o menos ligeros, perociertamente distintos, aunque no podía entonces, nipuedo ahora, apreciar en qué consistía la diferencia.Pero ninguno de estos accidentes me confundió

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    tanto como la transformación de su voz, que adqui-rió cierta sonora gravedad, bien distinta de aqueltravieso y alegre chillido con que llamaba antes,trastornándome el juicio y obligándome a olvidarmis quehaceres para acudir al juego. El capullo seconvertía en rosa.

    Un día, mil veces funesto, mil veces lúgubre, miamita se presentó ante mí con traje bajo. Aquellatransfiguración produjo en mí tal impresión, que entodo el día no hablé una palabra. Estaba serio comoun hombre que ha sido vilmente engañado, y mienojo contra ella era tan grande, que en mis solilo-quios probaba con fuertes razones que el rápidocrecimiento de mi amita era una felonía. Se despertóen mí la fiebre del raciocinar, y sobre aquel temacontrovertía apasionadamente conmigo mismo en elsilencio de mis insomnios. Lo que más me aturdíaera ver que con unas cuantas varas de tela había va-riado por completo su carácter. Aquel día, mil vecesdesgraciado, me habló en tono ceremonioso, orde-nándome con gravedad, y hasta con displicencia, lasfaenas que menos me gustaban; y ella, que tantasveces fue cómplice y encubridora de mi holgazane-ría, me reprendía entonces por perezoso. ¡Y a todaséstas, ni una sonrisa, ni un salto, ni una monada, ni

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    una veloz carrera, ni un poco de ole, ni escondersede mí para que la buscara, ni fingirse enfadada parareírse después, ni una disputilla, ni siquiera un pes-cozón con su blanda manecita. ¡Terribles crisis de laexistencia! ¡Ella se había convertido en mujer y yocontinuaba siendo niño!

    No necesito decir que se acabaron los retozos ylos juegos; ya no volví a subir al naranjo, cuyos aza-hares crecieron tranquilos, libres de mi enamoradarapacidad, desarrollando con lozanía sus hojas ycon todo lujo su provocativa fragancia; ya no corri-mos más por el patio, ni hice más viajes a la escuelapara traerla a casa, tan orgulloso de mi comisión,que la hubiera defendido contra un ejército, si éstehubiera intentado quitármela. Desde entonces Ro-sita andaba con la mayor circunspección y gravedad;varias veces noté que al subir una escalera delantede mí cuidaba de no mostrar ni una línea, ni unapulgada más arriba de su hermoso tobillo, y estesistema de fraudulenta ocultación era una ofensa a ladignidad de aquel cuyos ojos habían visto algo másarriba. Ahora me río considerando cómo se mepartía el corazón con aquellas cosas.

    Pero aun habían de ocurrir más terribles des-venturas. Al año de su transformación, la tía Marti-

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    na, Rosario la cocinera, Marcial y otros personajesde la servidumbre, se ocupaban un día de ciertograve asunto. Aplicando mi diligente oído, luego meenteré de que corrían rumores alarmantes: la seño-rita se iba a casar. La cosa era inaudita, porque yono le conocía ningún novio. Pero entonces lo arre-glaban todo los padres, y lo raro es que a veces nosalía del todo mal.

    Pues un joven de gran familia pidió su mano, ymis amos se la concedieron. Este joven vino a casaacompañado de sus padres, que eran una especie de,condes o marqueses con un titulo retumbante. Elpretendiente traía su uniforme de Marina, en cuyohonroso Cuerpo servía; pero, a pesar de tan elegantejaez, su facha era muy poco agradable. Así debióparecerle a mi amita, pues desde un principio mos-tró repugnancia hacia aquella boda. Su madre trata-ba de convencerla, pero inútilmente, y le hacía lamás acabada pintura de las buenas prendas del no-vio, de su alto linaje y grandes riquezas. La niña nose convencía, y a estas razones oponía otras muycuerdas.

    Pero la pícara se callaba lo principal, y lo princi-pal era que tenía otro novio, a quien de veras amaba.Este otro era un oficial de Artillería, llamado don

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    Rafael Malespina, de muy buena presencia y gentilfigura. Mi amita le había conocido en la iglesia, y elpérfido amor se apoderó de ella mientras rezaba;pues siempre fue el templo lugar muy a propósito,por su poético y misterioso recinto, para abrir depar en par al amor las puertas del alma. Malespinarondaba la casa, lo cual observé yo varias veces; ytanto se habló en Vejer de estos amores, que el otrolo supo, y se desafiaron. Mis amos supieron todocuando llegó a casa la noticia de que Malespina ha-bía herido mortalmente a su rival.

    El escándalo fue grande. La religiosidad de misamos se escandalizó tanto con aquel hecho, que nopudieron disimular su enojo, y Rosita fue la víctimaprincipal. Pero pasaron meses y más meses; el heri-do curó, y como Malespina fuese también personabien nacida y rica, se notaron en la atmósfera políti-ca de la casa barruntos de que el joven don Rafaeliba a entrar en ella. Renunciaron al enlace los padresdel herido, y en cambio el del vencedor se presentóen casa a pedir para su hijo la mano de mi queridaamita. Después de algunas dilaciones, se la conce-dieron.

    Me acuerdo de cuando fue allí el viejo Malespi-na. Era un señor muy seco y estirado, con chupa de

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    treinta colores, muchos colgajos en el reloj, grancoleto, y una nariz muy larga y afilada, con la cualparecía olfatear a las personas que le sostenían laconversación. Hablaba por los codos y no dejabameter baza a los demás; él se lo decía todo, y no sepodía elogiar cosa alguna, porque al punto salía di-ciendo que tenía otra mejor. Desde entonces le ta-ché por hombre vanidoso y mentirosísimo, comotuve ocasión de ver claramente más tarde. Mis amosle recibieron con agasajo, lo mismo que a su hijo,que con él venía. Desde entonces el novio siguióyendo a casa todos los días, solo o en compañía desu padre.

    Nueva transformación de mi amita. Su indife-rencia hacia mí era tan marcada, que tocaba los lí-mites del menosprecio. Entonces eché de verclaramente por primera vez, maldiciéndola, la hu-mildad de mi condición; trataba de explicarme elderecho que tenían a la superioridad los que real-mente eran superiores, y me 3 preguntaba, lleno deangustia, si era justo que otros fueran nobles y ricosy sabios mientras yo tenía por abolengo la Caleta,por única fortuna mi persona y apenas sabía leer.Viendo la recompensa que tenía mi ardiente cariño,comprendí que a nada podía aspirar en el mundo, y

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    sólo más tarde adquirí la firme convicción de que ungrande y constante esfuerzo mío me daría quizástodo aquello que no poseía.

    En vista del despego con que ella me tratabaperdí la confianza; no me atrevía a desplegar loslabios en su presencia, y me infundía mucho másrespeto que sus padres. Entretanto, yo observabacon atención los indicios del amor que la dominaba.Cuando él tardaba, yo que la veía impaciente y triste;al menor rumor indicase la aproximación de algunose encendía su hermoso semblante y sus negros ojosbrillaban con ansiedad y esperanza. Si él entraba alfin, le era imposible a ella disimular su alegría, ylueg9 se estaban charlando horas y más horas,siempre en presencia de dolía Francisca, pues a miseñorita no se le consentían coloquios a solas ni porlas rejas.

    También había correspondencia larga, y lo peordel caso es que yo era el correo de los dos amantes.¡Aquello me daba una rabia...! Según la consigna, yosalía a la plaza, y allí encontraba, más puntual que unreloj, al señorito Malespina, el cual me daba una es-quela para entregarla a mi señorita. Cumplía mi en-cargo, y ella me daba otra para llevarla a él. ¡Cuántasveces sentía tentaciones de quemar aquellas cartas,

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    no llevándolas a su destino! Pero por mi suerte, tuveserenidad para dominar tan feo propósito.

    No necesito decir que yo odiaba a Malespina.Desde que le veía entrar sentía mi sangre enardeci-da, y siempre que me ordenaba algo, hacíalo con lospeores modos posibles, deseoso de significarle mialto enojo. Este despego, que a ellos les parecía malacrianza y a mí un arranque de entereza, propio deelevados corazones, me proporcionó algunas re-primendas, y, sobre todo, dio origen a una frase demi señorita, que se me clavó en el corazón comouna dolorosa espina. En cierta ocasión le oí decir:

    -Este chico está tan echado a perder, que serápreciso mandarle fuera de casa.

    Al fin se fijó el día para la boda, y unos cuantosantes del señalado ocurrió lo que ya conté y el pro-yecto de mi amo. Por esto se comprenderá que doñaFrancisca tenía razones poderosas, además de lapoca salud de su marido, para impedirle ir a la es-cuadra.

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    VI

    Recuerdo muy bien que al día siguiente de lospescozones que me aplicó doña Francisca, movidadel espectáculo de mi irreverencia y de su profundoodio a las guerras marítimas, salí acompañando a miamo en su paseo de mediodía. Él me daba el brazo,y a su lado iba Marcial: los tres caminábamos lenta-mente, conforme al flojo andar de don Alonso y a lapoca destreza de la pierna postiza del marinero. Pa-recía aquello una de esas procesiones en que mar-cha, sobre vacilante palanquín, un grupo de santosviejos y apolillados, que amenazan venirse al sueloen cuanto se acelere un poco el paso de los que lesllevan. Los dos viejos no tenían expedito y vividormás que el corazón, que funcionaba como una má-quina recién salida del taller. Era una aguja imanta-

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    da, que, a pesar de su fuerte potencia y exacto mo-vimiento, no podía hacer navegar bien el casco viejoy averiado en que iba embarcada.

    Durante el paseo, mi amo, después de haberasegurado con su habitual aplomo que sí el almi-rante. Córdova, en vez de mandar virar a estriborhubiera mandado virar a babor, la batalla del 14 nose habría perdido, entabló la conversación sobre elfamoso proyecto, y aunque no dijeron claramente supropósito, sin duda por estar yo delante, comprendípor algunas palabras sueltas que trataban de ponerloen ejecución a cencerros tapados, marchándose dela casa lindamente una mañana, sin que mi ama loadvirtiese.

    Regresamos a la casa y allí se habló de cosasmuy distintas. Mi amo, que siempre era compla-ciente con su mujer, lo fue aquel día más que nunca.No decía doña Francisca cosa alguna, aunque fuerainsignificante, sin que él lo celebrara con risas ino-portunas. Hasta me parece que la regaló algunasfruslerías, demostrando en todos sus actos el deseode tenerla contenta; sin duda por esta misma com-placencia oficiosa mi ama estaba díscola y regañonacual nunca la había yo visto. No era posible transac-ción honrosa. Por no sé qué fútil motivo, riñó con

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    Marcial, intimándole la inmediata salida de la casa;también dijo terribles cosas a su marido, y durantela comida, aunque éste celebraba todos los platoscon desusado calor, la implacable dama no cesabade gruñir.

    Llegada la hora de rezar el rosario, acto solemneque se verificaba en el comedor con asistencia detodos los de la casa, mi amo, que otras veces solíadormirse murmurando perezosamente los Pa-ter-noster, lo cual le valía algunas reprimendas, estuvoaquella noche muy despabilado y rezó con verdade-ro empeño, haciendo que su voz se oyera entre to-das las demás.

    Otra cosa pasó que se me ha quedado muy pre-sente. Las paredes de la casa hallábanse adornadascon dos clases de objetos: estampas de santos y ma-pas; la corte celestial por un lado, y. todos los de-rroteros de Europa y América por otro. Después decomer, mi amo estaba en la galería contemplandouna carta de navegación, y recorría con su vacilantededo las líneas, cuando doña Francisca, que algosospechaba del proyecto de escapatoria, y ademásponía el grito en el cielo siempre que sorprendía asu marido en flagrante delito de entusiasmo náutico,llegó por detrás, y, abriendo los brazos, exclamó:

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    -Hombre de Dios! Cuando digo que tú me an-das buscando... Pues te juro que si me buscas meencontrarás.

    -Pero, mujer - repuso temblando mi amo estabaaquí mirando el derrotero de Alcalá Galiano y deValdés en las goletas Sutil y Mejicana, cuando fuerona reconocer el estrecho de Fuca. Es un viaje muybonito; me parece que te lo he contado.

    -Cuando digo que voy a quemar todos esos pa-pelotes - añadió doña Francisca -. ¡Mal hayan losviajes y el perro judío que los inventó! Mejor pensa-ras en las cosas de Dios, que al fin y al cabo no eresningún niño. ¡Qué hombre, Santo Dios, qué hom-bre!

    No pasé de esto. Yo andaba también por allícerca; pero no recuerdo bien si mi ama desahogó sufuror en mi humilde persona, demostrándome unavez más la elasticidad de mis orejas y la ligereza desus manos. Ello es que estas caricias menudeabantanto, que no hago memoria de si recibí alguna enaquella ocasión; lo que sí recuerdo es que mi señor,a pesar de haber redoblado sus amabilidades, noconsiguió ablandar a su consorte.

    No he dicho nada de mi amita. Pues sépase queestaba muy triste, porque el señor de Malespina no

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    había parecido aquel día, ni escrito carta alguna,siendo inútiles todas mis pesquisas para hallarle enla 11plaza. Llegó la noche, y con ella la tristeza alalma de Rosita, pues ya no había esperanza de verlehasta el día siguiente. Mas de pronto, y cuando sehabía dado orden para la cena, sonaron fuertes al-dazonazos en la puerta; fui a abrir corriendo, y eraél. Antes de abrirle, mi odio le había conocido.

    Aún me parece que le estoy viendo cuando sepresentó delante de mí, sacudiendo su capa, mojadapor la lluvia. Siempre que le traigo a la memoria seme representa como le vi en aquella ocasión. Ha-blando con imparcialidad, diré que era un jovenrealmente hermoso, de presencia noble, modalesairosos, mirada afable, algo frío y reservado en apa-riencia, poco risueño y sumamente cortés, conaquella cortesía grave y un poco finchada de los no-bles de antaño. Traía aquella noche la chaqueta fal-donada, el calzón corto con botas, el sombreroportugués y riquísima capa de grana con forros deseda, que era la prenda más elegante entre los seño-ritos de la época.

    Desde que entró, conocí que algo grave ocurría.Pasó al comedor, y todos se maravillaron de verle atal hora, pues jamás había venido de noche. Mi

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    amita no tuvo de alegría más que el tiempo necesa-rio para comprender que el motivo de visita taninesperada no podía ser lisonjero.

    -Vengo a despedirme - dijo Malespina.Todos se quedaron como lelos, y Rosita más

    blanca, que el papel en que escribo; después, encen-dida como la grana, y luego pálida otra vez comouna muerta.

    -¿Pues qué pasa? ¿Adónde va usted, señor donRafael? - le preguntó mi ama.

    Debo haber dicho que Malespína era oficial deArtillería, pero no que estaba de guarnición en Cá-diz y con licencia en Vejer.

    -Como la escuadra carece de personal - añadió-han dado orden para que nos embarquemos conobjeto de hacer allí el servicio. Se cree que el com-bate es inevitable, y la mayor parte de los navíostienen falta de artilleros.

    -Jesús, María y José! - exclamó doña Francisca-más muerta que viva -. ¿También a usted se le lle-van? Pues me gusta. Pero usted es de tierra, ami-guito. Dígales usted que se entiendan ellos; que si notienen -gente, que la busquen. Pues a fe que es bo-nita lae broma.

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    -Pero, mujer - dijo tímidamente don Alonso ¿noves que es preciso... ?

    No pudo seguir, porque doña Francisca, quesentía desbordarse el vaso de su enojo, apostrofó atodas las Potencias terrestres.

    A ti todo te parece bien con tal que sea para losdichosos barcos de guerra. ¿Pero quién, pero quiénes el demonio del infierno que ha mandado vayan abordo los oficiales de tierra? A mi no me digan, esoes cosa del señor Bonaparte. Ninguno de aca pudohaber inventado tal daiblura. Pero vaya usted y digaque se va a casar. A ver –añadiódirigiéndose a sumarido- escribe a Gravina decéndole que este jovenno puede ir a la escuadra.

    Y como viera que su marido se encogía dehombros indicando que la cosa era sumamente gra-ve, exclamó: -No sirves para nada. Jesús! Si yo gas-tara calzones, me plantaba en Cádiz y le sacaba austed del apuro.

    Rosita ni decía palabra. Yo, que la observabaatentamente, conocí la gran turbación de su espíritu.No quitaba los ojos de su novio, y a no impedírselola etiqueta, y el buen parecer, habría llorado ruido-samente, desahogando la pena de su corazón opri-mido.

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    -Los militares- dijo don Alonso- son esclavosde su deber, y la partida exige a este joven que seembarque para defenderla. En el próximo combatealcanzará usted mucha gloria e ilustrará su nombrecon alguna hazaña que quede en la Historia paraejemplo de las generaciones futuras. -Si, eso es- dijodoña Francisca remendando el tono grandilocuentecon que mi amo había pronunciado las anteriorespalabras - Si, ¿y todo por qué? Porque se les antoja aesos zánganos de Madrid. Que vengan ellos a dispa-rar los cañones y a hacer la guerra...¿Y cuando mar-cha usted?

    - Mañana mismo. Me han retirado la licencia,ordenándome que me presente al instante en Cádiz.

    Imposible pintar con palabras ni por escrito loque vi en el semblante de mi señorita cuando aque-llas frases oyó. Los dos novios se miraron, y un lar-go y triste silencio siguió al anuncio de la próximapartida.

    –Esto no se puede sufrir- dijo doña Francisca-Por último, llevarán a los paisanos, y si se les antoja,también a las mujeres...Señor –prosiguió mirando acielo con ademán de pitonisa -, no creo ofenderte sidigo que maldito el que inventó los barcos, malditoel mar en que navegan, y más maldito el que hizo el

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    primer cañón para dar esos estampidos que la vuel-ven a una loca, y para matar a tantos pobrecitos queno hecho ningún daño.

    Don Alonso miró a Malespina, buscando en susemblante una expresión de protesta contra los in-sultos dirigidos a la noble Artillería, Después dijo:

    -Lo malo será que los navíos carezcan tambiénde buen material; y sería lamentable...

    Marcial, que oía la conversación desde la puerta,no pudo contenerse y entró diciendo:

    -¿Qué ha de faltar¿ El Trinidad tiene 140 caño-nes: 32 de a 36, 34 de a 24, 36 de a 12, 18 de a 30 y10 obuses de a 24. El Príncipe de Asturias, 118; elSanta Ana, 120; el Rayo, 100; el Nepomuceno, el San...

    -¿Quién le mete a usted aquí, señor Marcial chi-lló doña Francisca -, ni qué nos importa si tienencincuenta u ochenta?

    Marcial continuó, a pesar de esto, su guerreraestadística, pero en voz baja, dirigiéndose sólo a miamo, el cual no se atrevía a expresar su aprobación.

    Ella siguió hablando así:-Pero, don Rafael, no vaya usted, por Dios. Diga

    usted que es de tierra, que se va a casar. Si Napoleónquiere guerra, que la haga él solo; que venga y diga:

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    o déjense matar por mí». ¿Por qué ha de estar Es-paña sujeta a los antojos de ese caballero?

    -Verdaderamente - dijo Malespina -, nuestraunión con Francia ha sido hasta ahora desastrosa.

    -¿Pues para qué la han hecho? Bien dicen queese Godoy es hombre sin estudios. ¡Si creerá él quese gobierna una nación tocando la guitarra!

    -Después de la paz de Basilea - continuó el jo-ven -, nos vimos obligados a enemistarnos con losingleses, que batieron nuestra escuadra en el cabo deSan Vicente.

    -¡Alto allá! - declaró don Alonso, dando unfuerte, puñetazo en la mesa -. Si el almirante Córdo-va hubiera mandado orzar sobre babor a los navíosde la vanguardia, según lo que pedían las más vulga-res leyes de la estrategia, la victoria hubiera sidonuestra. Eso lo tengo probado hasta la saciedad, yen el momento del combate hice constar mi opi-nión. Quede, pues, cada cual en su lugar.

    -Lo cierto es que se perdió la batalla -prosiguióMalespina -. Este desastre no habría sido de grandesconsecuencias, si después la Corte de España nohubiera celebrado con la República francesa el Tra-tado de San Ildefonso, que nos puso a merced delPrimer Cónsul, obligándonos a. prestarle ayuda en

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    guerras que a él solo y a su grande ambición intere-san. La paz de Amiens no fue más que una tregua.Inglaterra y Francia volvieron a declararse la guerra,y entonces Napoleón exigió nuestra ayuda. Quisi-mos ser neutrales, pues aquel convenio a nada obli-gaba en la segunda guerra; pero él con tanta energíasolicitó nuestra cooperación, que para aplacarle tuvoel Rey que convenir en dar a Francia un subsidio decien millones de reales, lo que equivalía a comprar apeso de oro la neutralidad. Pero ni aun así la com-pramos. A pesar de tan gran sacrificio, fuimosarrastrados a la guerra. Inglaterra nos obligó a ello,apresando inoportunamente cuatro fragatas que ve-nían de América cargadas de caudales. Después deaquel acto de piratería, la Corte de Madrid no tuvomás remedio que echarse en brazos de Napoleón, elcual no deseaba otra cosa. Nuestra Marina quedó alarbitrio del Primer Cónsul, ya emperador, quien,aspirando a vencer por el engaño a los ingleses, dis-puso que la escuadra combinada partiese a la Marti-nica, con objeto de alejar de Europa a los marinosde la Gran Bretaña. Con esta estratagema pensabarealizar su anhelado desembarco en esta isla; mastan hábil plan no sirvió sino para demostrar la im-pericia y cobardía del almirante francés, el cual, de

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    regreso a Europa, no quiso compartir con nuestrosnavíos la gloria del combate de Finisterre. Ahora, seun las órdenes del Emperador, la escuadra combi-nada debía hallarse en Brest. Dícese que Napoleónestá furioso con su almirante, y que piensa relevarleinmediatamente.

    -Pero, según dicen - indicó Marcial -, Mr. Cor-neta quiere pintarla y busca una acción de guerraque haga olvidar sus faltas. Yo me alegro, pues deese modo se verá quién puede y quién no puede.

    -Lo indudable - prosiguió Malespina - es que laescuadra inglesa anda cerca y con intento de blo-quear a Cádiz. Los marinos españoles opinan quenuestra escuadra no debe salir de la bahía, dondehay probabilidades de que venza. Mas el francésparece que se obstina en salir.

    -Veremos dijo mi amo- De todos modos elcombate será glorioso.

    - Glorioso, sí - contestó Malespina Pero ¿quiénasegura que sea afortunado? Los marinos se forjanilusiones, y, quizá por estar demasiado cerca, noconocen la inferioridad de nuestro armamentofrente al de los ingleses. Éstos, además de una so-berbia artillería, tienen todo lo necesario para repo-ner prontamente sus averías. No digamos nada en

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    cuanto al personal: el de nuestros enemigos es in-mejorable, compuesto todo de viejos y muy exper-tos marinos, mientras que muchos de los navíosespañoles están tripulados en gran parte por gentede leva, siempre holgazana y que apenas sabe el ofi-cio; el Cuerpo de infantería tampoco es un modelo,pues las plazas vacantes se han llenado con tropa detierra, muy valerosa, sin duda, pero que se marea.

    -En fin - dijo mi amo -, dentro de algunos díassabremos lo que ha de resultar de esto.

    -Lo que ha de resultar ya lo sé yo - observó do-ña Francisca -. Que esos caballeros, sin dejar de de-cir que han alcanzado mucha gloria, volverán a casacon la cabeza rota.

    -Mujer, ¿tú qué entiendes de eso? - dijo donAlonso sin poder contener un arrebato de enojo,que sólo duró un instante.

    Más que tú! - contestó vivamente ella -. PeroDios querrá preservarle a usted, señor don Rafael,para que vuelva sano y salvo.

    Esta conversación ocurría durante la cena, lacual fue muy triste; y después de lo referido, loscuatro personajes no dijeron una palabra. Concluídaaquélla, se verificó la despedida, que fue ternísima, ypor un favor especial, propio de aquella o