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131 revista española de pedagogía año LXI, n.º 224, enero-abril 2003, 131-152 Tolerancia y cultura del diálogo Tolerancia y cultura del diálogo por José María BARRIO MAESTRE Universidad Complutense de Madrid 1. El interés actual de un examen filosófico Una peculiar manera de entender la tolerancia ha irrumpido entre nosotros generando una situación sociocultural que merece ser atendida. El análisis socioló- gico de los aspectos más eventuales de tal situación no es el propósito esencial de estas páginas; lo que pretendo es una reflexión filosófica que pueda aclarar los elementos esenciales de la noción de to- lerancia y la estructura que existe entre ellos. Esos otros de carácter más coyun- tural habrán de comparecer en un exa- men filosófico de las características del que aquí se propone, pero más a título ilustrativo que como piezas de la argu- mentación de fondo. Que se trate de un examen filosófico no quiere decir en ningún caso que deba instalarse en un cielo de abstracta inmutabilidad, lejos del mundanal ruido y de los afanes concretos que remueven la vida social. En modo alguno la filoso- fía versa sobre abstracciones. Si bien ha de servirse de ellas —como, por cierto, todo discurso racional que emplea con- ceptos— lo hará para tratar de acercarse todo lo posible a la realidad más real, si se me permite la expresión. La abstrac- ción conceptual no es en filosofía excusa para irse por las ramas y alejarse de la realidad, sino la distancia necesaria para afrontarla con el rigor, calado y alcance que se debe exigir de un planteamiento filosófico, bien lejos de la apreciación tri- vial. Antonio Millán-Puelles dice que es propio de la filosofía elevar a sabido lo consabido, haciendo notar que el tema filosófico es la vida misma. Primum vivere deinde philosophari, reza el lema clásico, y la experiencia de la vida —y concreta- mente los datos que arroja la sociología— han de ser cuidadosamente tenidos en cuenta y valorados de cara a remon- tarnos, no a las nubes de un abstracto empíreo, sino a la intelección del funda- mento de ciertos fenómenos sociocultu- rales con los que quizá estamos demasiado familiarizados. Pienso que no es el único, ni el princi-

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I, n.º 224, enero-abril 2003, 131-152

Tolerancia y cultura del diálogo

Tolerancia y cultura del diálogo

por José María BARRIO MAESTREUniversidad Complutense de Madrid

1. El interés actual de un examenfilosófico

Una peculiar manera de entender latolerancia ha irrumpido entre nosotrosgenerando una situación sociocultural quemerece ser atendida. El análisis socioló-gico de los aspectos más eventuales detal situación no es el propósito esencialde estas páginas; lo que pretendo es unareflexión filosófica que pueda aclarar loselementos esenciales de la noción de to-lerancia y la estructura que existe entreellos. Esos otros de carácter más coyun-tural habrán de comparecer en un exa-men filosófico de las características delque aquí se propone, pero más a títuloilustrativo que como piezas de la argu-mentación de fondo.

Que se trate de un examen filosóficono quiere decir en ningún caso que debainstalarse en un cielo de abstractainmutabilidad, lejos del mundanal ruidoy de los afanes concretos que remuevenla vida social. En modo alguno la filoso-fía versa sobre abstracciones. Si bien ha

de servirse de ellas —como, por cierto,todo discurso racional que emplea con-ceptos— lo hará para tratar de acercarsetodo lo posible a la realidad más real, sise me permite la expresión. La abstrac-ción conceptual no es en filosofía excusapara irse por las ramas y alejarse de larealidad, sino la distancia necesaria paraafrontarla con el rigor, calado y alcanceque se debe exigir de un planteamientofilosófico, bien lejos de la apreciación tri-vial. Antonio Millán-Puelles dice que espropio de la filosofía elevar a sabido loconsabido, haciendo notar que el temafilosófico es la vida misma. Primum viveredeinde philosophari, reza el lema clásico,y la experiencia de la vida —y concreta-mente los datos que arroja la sociología—han de ser cuidadosamente tenidos encuenta y valorados de cara a remon-tarnos, no a las nubes de un abstractoempíreo, sino a la intelección del funda-mento de ciertos fenómenos sociocultu-rales con los que quizá estamosdemasiado familiarizados.

Pienso que no es el único, ni el princi-

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pal entre los servicios que un examen fi-losófico puede suministrar, pero sí unode ellos, y no poco importante, aquel queconsiste en la aclaración de los diversossentidos del lenguaje que ordinariamen-te empleamos en nuestro trato con la rea-lidad, y la cuidadosa discriminación yjerarquización entre ellos. Tal servicioposee hoy una particular relevancia, todavez que la sobrecarga retórica que gravi-ta en torno a conceptos como el de tole-rancia, pluralismo, democracia, libertad,valores, etc., hace que, a base defatigarlos y maltratarlos en todo tipo dediscursos poco serios, con frecuencia seadifícil saber de qué se está hablando cuan-do se los emplea. (Es significativo com-probar que no pocas veces se usan todosellos como sinónimos). Esta inflación re-tórica no sólo se verifica en contextos pococuidadosos del rigor conceptual, sino in-cluso en discursos pretendidamente «cien-tíficos», de manera especial en el ámbitode las ciencias sociales.

La inexplicable repugnancia que al-gunos sienten hacia las definiciones—quizá porque les parece que al definiralgo se está coartando el pensamiento—acaba por hacernos navegar a la derivaen el proceloso piélago de la ambigüe-dad. Pero donde todos los gatos son par-dos no hay quién se aclare. Sólo cabehablar razonablemente cuando se sabede qué se está hablando, y todo qué esotro-que lo demás.

La tradición aristotélica ha acuñadola noción de «algo» como uno de los as-pectos que toda realidad posee. Viene aseñalar la división de cada uno de losentes respecto de los demás, y es eso lo

que la voz algo expresa, pues algo(aliquid) quiere decir otro qué (aliudquid); de ahí que si al ente se le llama«uno» en tanto que en sí indiviso, en cam-bio se le llame «algo» en cuanto divididode los otros. Consecuencia de ello es quecomprendemos una cosa cuando percibi-mos sus límites, la frontera por la que sediscrimina o delimita frente a otras rea-lidades que le pueden ser próximas o co-laterales. Por ejemplo, vemos una mesaporque captamos sus perfiles, es decir,vemos dónde termina y dónde limita conlo que no es mesa. Si no viéramos loslímites de la mesa, veríamos todo mesa,pero en el fondo no veríamos nada. Ocu-rre lo mismo con el concepto de la tole-rancia, o sus equívocos sinónimos.

Cualquier idea cabal es siempre laidea de algo y, así, un concepto cuyo con-tenido es, por usar el lenguaje cartesia-no, claro y distinto. Si no captamos loslímites de la tolerancia, la libertad, lademocracia, etc., entonces no entendemosninguna de esas realidades. Entendemosla tolerancia también por referencia aciertas cosas intolerables, de la mismamanera que comprendemos la democra-cia, o la libertad, si nos hacemos cargode sus límites. Si en vez de una idea ca-bal de la tolerancia sólo contamos con laimagen —de perfiles vaporosos o inexis-tentes— de todo lo bueno y valioso quese puede decir en política, o en ética, aca-bamos en un concepto romántico tan en-deble que, a base de significarlo casi todo,termina por no significar casi nada.

J. R. Ayllón observa, en estos años de«fervor tolerante», una peculiar patolo-

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gía de la tolerancia, consistente en el abu-so de la palabra misma.

«Dicen los pedagogos que el gradode eficacia de un consejo paterno estáen relación inversa al número de ve-ces que se repite. La tolerancia tam-bién puede aburrir por saturación,devaluarse por tanta repetición y ma-noseo. La sensibilidad humana crecesalvaje si no se cultiva, pero tambiénpuede estragarse por sobredosis. Ade-más, en la tolerancia se cumple el re-frán “del dicho al hecho hay untrecho”. Es decir, si sólo hay una de-claración de buenas intenciones, sólohabrá palabrería ineficaz» [1].

Hay, además, otra razón que avala laconveniencia de evitar la indefinición. Losdemagogos se sirven muy bien de la am-bigüedad y de la atmósfera retórica quegrava sobre ciertas nociones.

Ante todo he de aclarar que no tengonada contra la retórica, noble arte de ar-gumentar con eficacia. El buen retóricoemplea imágenes y ejemplos que, por subelleza y oportunidad, hacen más persua-siva la argumentación, más atractivo sucontenido o mensaje. Pero una cosa esadornar el argumento y otra bien distin-ta sustituir el argumento por el ornato.Es lo que podríamos llamar retórica hue-ca, vacía o, más exactamente, sofística.Los sofistas eran, en la antigua Grecia,una especie de magos del lenguaje que,entre otras cosas, empleaban hábilmentelugares comunes —tópicos— de maneraengañosa. No buscaban la verdad —quees lo propio de la filosofía— sino la meraapariencia de ella; empleaban argumen-

tos aparentes, que parecían concluir, perorealmente no concluían (sofismas). Ven-dían el arte de convencer sin estar con-vencido, y en sus academias preparabana los aspirantes a demagogo para queestuvieran en condiciones de defender al-ternativamente una postura y su contra-ria, con la misma (aparente) convicción.Lo importante no era la verdad (en últi-mo término todos ellos eran escépticos),sino la verosimilitud. Sócrates osó enfren-tarse a ellos e inició la filosofía y, siguien-do sus huellas, Platón y Aristótelesalumbraron un concepto mucho más no-ble de la tarea política.

Todo lo que contribuye a la claridades bueno y, a la inversa, la indefinición yla ambigüedad es una peligrosa amena-za en manos del demagogo. Éste tratasiempre de apropiarse de etiquetas quele eximan de argumentar con solidez, ypara ello procura aprovechar la eficaciacasi mágica de ciertos talismaneslingüísticos. Uno de ellos lo constituyesin duda la «democracia».

Con una ingeniosa metáfora, C. S.Lewis nos muestra una supuesta confa-bulación de diablos empeñados en enga-ñar a los humanos vendiendo comodemocrático lo que no es más queigualitarismo envidioso de toda excelen-cia. El más veterano alecciona de estamanera a sus jóvenes colegas:

«La palabra con que deben tener-los agarrados por las narices es de-mocracia. El buen trabajo realizadoya por nuestros expertos filólogos enla corrupción del lenguaje humanohace innecesario advertirles que no se

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les deberá permitir nunca dar a estapalabra un significado claro y defini-ble. La verdad es que no lo harán.Nunca se les ocurrirá pensar que de-mocracia es en realidad el nombre deun sistema político, incluso de un sis-tema de votación, cuya conexión conlo que están intentando venderles esmuy remota. Tampoco se les deberápermitir nunca plantear la preguntade Aristóteles acerca de si «el compor-tamiento democrático» significa elcomportamiento que gusta a los de-mócratas o el que preserva la demo-cracia, pues si lo hicieran sería difícilevitar que se les ocurriese pensar queambas cosas no coinciden necesaria-mente» [2].

En la llamada «cultura de la imagen»(que no viene a ser otra cosa que la «cul-tura de masas»), el sofista o demagogotiene gran ventaja, por ejemplo, si sabehacerse eficazmente con la imagen de«progresista». Si logra presentar comoprogreso lo que propone, fácilmente se leexonera de cualquier esfuerzo argumen-tal. Más aún, la carga de la prueba nece-sariamente recaerá sobre sus eventualesoponentes.

Quizá en otro tiempo pudo haber sidola etiqueta contraria, pero sin duda ennuestro contexto quien logra presentarsecomo progresista ya lo tiene casi todo ga-nado. Ahora bien, si además de ostentarla etiqueta, el supuesto progresista no escapaz de mostrar, en concreto, qué es loque propone como progreso y, sobre todo,en relación a qué puede considerarse supropuesta como un progreso, entonces eluso que hace de esa expresión es pura-

mente demagógico. La noción de progre-so es esencialmente relativa, y carece detodo sentido si no se hace explícito el pun-to de referencia. De ahí que una deter-minada política no deba ser avalada sóloporque se la presente eficazmente comoprogresista; hace falta mostrar por quéeso es un progreso y respecto de qué loes.

No es que sea totalmente falsa la feen el progreso, o la esperanza en la capa-cidad humana de ir a mejor, pero sí lo esel mito «progresista» de que el presentenecesariamente mejora al pasado y el fu-turo también por necesidad mejorará lopresente. Según y cómo. Eso es muy re-lativo. Hay que desmitificar el brillo so-fístico que todavía poseen nociones comolas de progreso, cambio, revolución, etc.El cambio no es un bien por sí mismo;que sea bueno o malo dependerá de suconcreto contenido y del punto de refe-rencia: qué cambia y respecto de qué [3].

Pues bien, una de las conquistas másdudosas de la retórica progresista es ha-ber logrado hacer pasar por toleranciaalgo que para nada tiene que ver con ella.

2. Definición de la toleranciaUna vez justificada la necesidad de

definir de qué se habla será convenienteempezar asomándonos al diccionario. Siacudimos al de la Real Academia Espa-ñola encontramos, entre otras, dos acep-ciones que quisiera destacar:

1.º) «Tolerar: sufrir, llevar con pa-ciencia / Permitir algo que no se tienepor lícito, sin aprobarlo expresamente».

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2.º) «Tolerancia: respeto y considera-ción hacia las opiniones y prácticas delos demás, aunque repugnen a las nues-tras» [4].

De entrada, sorprende que ambas de-finiciones parecen aludir, al menos en susignificación más obvia, a dos actitudesdifícilmente compatibles, por cuanto elrespeto y la consideración (definición 2)tienen sentido en relación a algo que seconsidera esencialmente bueno y positi-vo, mientras que sufrir o llevar con pa-ciencia (definición 1) sólo parece referiblea algo que, en principio, resulta ser maloo negativo.

Si tenemos en cuenta criteriosetimológicos no cabe duda que la defini-ción 1 hace más justicia al origen de lapalabra. En efecto, el sustantivo latinotolerantia significa «paciencia», y toleratioalude a la «capacidad para el sufrimien-to» Por su parte, el verbo tolerare se tra-duce como «llevar, sostener, soportar,aguantar, resistir», así como «sustentar,mantener, combatir o aliviar el hambrecon algo»; el adverbio toleranter equivalea «pacientemente, con resignación», y elparticipio tolerans, —ntis se refiere aquien sobrelleva, soporta o resiste [5]. Se-gún esta acepción, se emplea la palabra«tolerancia» en contextos biológicos paraexpresar el grado de resistencia del or-ganismo vivo a algunas sustancias quí-micas o drogas agresivas para él, o en elcampo de la ingeniería para referirse ala resistencia de ciertos materiales deconstrucción, a la capacidad de carga deuna viga, un puente, etc.

En la teoría política clásica se entien-

de que la tolerancia tiene por objeto elmal menor. Es una actitud positiva, enconcreto, una virtud propia del gobernan-te, de quien tiene autoridad para dar li-cencia o denegarla, para permitir oprohibir. Pero no por ser una actitud po-sitiva tiene por objeto algo positivo. Loque se tolera es algo que se tiene pormalo: ciertamente un mal menor que elque quizá se derivaría de su represión,pero no por ello menos mal. La índole demenor constituye al mal tolerable como«menos malo» que otro mal, pero no como«menos mal»; digamos que no aminorasu maldad. Por ejemplo, se tolera el malsabor de una medicina porque, aun sien-do un mal, el mal sabor es un mal com-parativamente menor que el quesobrevendría a quien se privase del res-pectivo fármaco estando enfermo ynecesitándolo para curarse. No tiene sen-tido tolerar que le toque a uno la lotería:aunque hay bienes mayores, eso es algobueno de suyo. Ciertamente, el dinero nohace la felicidad, pero la puede facilitarbastante, y es razonable pensar que unapersona se alegrará mucho si le cae esasuerte. Lo bueno no se tolera: se aprue-ba, y en este caso, además, se celebra.

Tolerar nunca es aprobar. Se apruebalo que es bueno, y se tolera lo que no estan malo. Dicho de otra forma, es buenotolerar ciertos males, pero que sean tole-rables no significa que no sean males.

Hoy es frecuente decir que no hay porqué llamar malas a las cosas que son to-leradas. Creo que esto es un error [6].Ocurre con este disparatado concepto detolerancia algo parecido a lo que Lewisve en el abuso de la democracia. Bajo el

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influjo de cierto encantamientodemocratizante, continúa el viejo diablode la metáfora,

«quienes se aproximan —o podríanaproximarse— a una humanidad ple-na retroceden de hecho ante ella portemor a ser antidemocráticos. He re-cibido información fidedigna de que losjóvenes humanos reprimen un gustoincipiente por la música clásica o labuena literatura porque eso podríaimpedirles ser como todo el mundo.Personas que desearían realmente serhonestas, castas o templadas —y a lasque se les ha brindado la gracia queles permitiría serlo— lo rehúsan.Aceptarlo podría hacerlas diferentes,ofender el estilo de vida, excluirlos dela solidaridad, dificultar su integra-ción en el grupo. Podrían —¡horror delos horrores!— convertirse en indivi-duos» [7].

La categoría moral de una persona amenudo cobra relieve en el hecho de quehay determinadas cosas que no acierta acomprender y que, desde luego, no le me-recen ningún respeto: la crueldad, la tor-tura, el cinismo, la mezquindad. En estesentido, es curioso apreciar hasta quépunto se ha producido un contagiosemántico —casi una auténtica metamor-fosis— desde la acepción 1 hasta la acep-ción 2. En efecto, hoy es frecuenteentender la tolerancia como la actitud dequien concede el mismo valor a todas lasopiniones o prácticas, por contradictoriasque sean. Poniéndolas en pie de igual-dad, todas resultarían igualmente verda-deras (o, lo que es lo mismo, igualmentefalsas).

Así entendida —como indiferencia—la tolerancia es incompatible con el res-peto que le adscribe la acepción 2. Respe-tar es siempre respetar la diferencia.Respetar implica pararse ante algo, con-siderarlo, retenerle la mirada. La indife-rencia, por el contrario, es la forma enque se comporta quien no atiende a larealidad, quien pasa ante ella sin dete-nerse, quien desconsidera el contenido(aunque aparentemente guarde las for-mas) [8].

Las diferencias terminan siendo in-significantes si se entiende que no cabediscutir sobre preferencias y opciones niponderar su respectivo valor. Si la razóny el sentido común no son facultades dediscriminación, el concepto mismo de elec-ción personal termina siendo banal y sinsentido. De ahí que haya de combatirsetanto como la intolerancia esa especie depluralismo plano e irenista respecto detodas las opiniones, gustos y estilos devida que hace indiscernible lo razonablede lo ridículo y que, en consecuencia, poneen grave riesgo la existencia del verda-dero diálogo [9].

No puede dejar de advertirse la in-fluencia que en el aludido trasvasesemántico han tenido las ideas deVoltaire. Como sostiene F. Ocáriz, en suTratado sobre la tolerancia «Voltaire nopostula propiamente la tolerancia delerror —que, ciertamente, puede y debeexistir con frecuencia—, sino la toleran-cia como actitud fundamentada y justifi-cada —exigida— por la imposibilidad deposeer la verdad» [10]. La toleranciavolteriana, continúa Ocáriz, «equipara elerror, la opinión y la verdad, al conce-

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derle el mismo derecho: el derecho a latolerancia. De ahí que Voltaire acabe,como por trágica paradoja, en una vio-lenta intolerancia contra quien afirmeposeer la verdad y, especialmente, con-tra la Iglesia Católica» [11]. En efecto,como señala J. R. Ayllón, Voltaire se pasómedia vida escribiendo sobre la toleran-cia y avivando los odios contra judíos ycristianos:

«se veía a sí mismo como patriarcade la tolerancia, pero su amigo Diderotlo retrató como el Anticristo, y mediaEuropa le rechazó por no ver en élmás que el genio del odio. En una desus perlas más conocidas asegura quesi «Jesucristo necesitó doce apóstolespara propagar el Cristianismo, yo voya demostrar que basta uno solo paradestruirlo»» [12].

A los volterianos no les molesta de-masiado un catolicismo sin dogmas, sinaristas, sin convicciones netas, suave ytransigente en todo lo doctrinal. De he-cho, es el catolicismo heterodoxo que di-cen profesar muchos de ellos: uncatolicismo no dogmático, proclive al pro-testantismo, al socialismo y a la teologíade la liberación de inspiración marxista.A Voltaire tampoco le molestaba eldeísmo; es más, ha de echar mano de élcomo postulado práctico necesario paraevitar que este mundo caiga en la inhu-manidad (la idea de la remuneración post-mortem). Pero, continúa Ocáriz, «para quela tolerancia sea, en la práctica, una rea-lidad, el de Ferney considera imprescin-dible el freno de la religión. A Voltaire,para asegurar la tolerancia, le sirve eldeísmo, y le estorba cualquier religión po-

sitiva que pretenda defender una verdadsobrenatural» [13].

3. Respetar a las personas nosignifica respet ar sus ideas

La confusión en la que incurre la de-finición 2 plantea un problema de granenvergadura que, al cabo, hace muy difí-cil entender el significado de la toleran-cia. Aunque tengan relación, no es lomismo tolerar que respetar. Ya hemosvisto que se tolera lo malo —el mal me-nor— mientras que se respeta lo bueno.En último término, el objeto propio delrespeto es la persona y su dignidad. Sensustrictissimo sólo la persona puede decir-se que es digna de respeto. Ya lo mostróKant de manera inequívoca en laFundamentación de la Metafísica de lasCostumbres [14]. Ahí aparece el respetocomo una actitud que se cumple en unarealidad esencialmente positiva, que espor sí misma un fin. Por su parte, MaxScheler enseña que la persona es, por ex-celencia, «portador de valores» (Wert-Träger) [15].

A partir de aquí puede apreciarse lodesafortunado de transferir a sus opinio-nes o prácticas el respeto que siempre lapersona merece. Es verdad que algunasde aquéllas pueden estar tan firmemen-te consolidadas que parezcan inamovi-bles. Conocemos a personas a las que noreconoceríamos fácilmente alejadas deciertas convicciones o estilos de vida quemantienen. Aristóteles decía que los há-bitos operativos llegan a formar parte delo que somos como segundas naturalezas.Pero por mucho que esto sea así en algu-nos casos, cualquier hábito que se ad-

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quiere con el ejercicio, por la misma ra-zón puede perderse al cesar éste.

Los modos de pensar o de actuar evi-dentemente influyen en la persona, ensu identidad intelectual y moral, pero for-man parte más de lo que esa personatiene que de lo que es; son «tenencia»más que «esencia». Una persona no es loque piensa o lo que hace más que en unsentido impropio e indirecto. Primera-mente esa persona es digna por lo quees, y sólo secundariamente por lo quehace, piensa o dice [16].

La definición 2 efectúa un ilegítimotrasvase a las opiniones y las prácticasdel respeto que en el más estrecho senti-do merece sólo la persona y su dignidad.De lo contrario habríamos de enfrentar-nos a la siguiente aporía: si el titular delderecho al respeto es, de manera indis-tinta, tanto el opinante como su opinión,cualquier forma de discrepar de la opi-nión de alguien sería una forma de fal-tarle al respeto, lo cual es a todas lucesabusivo.

Todos tenemos experiencia abundan-te de mantener discrepancias —a vecesen asuntos no precisamente triviales, in-cluso de gran envergadura y caladoexistencial— con personas a las que nosólo respetamos, sino con las que nosunen lazos de estrecha amistad y afecto.En último término, si no hubiera dispa-ridad de opiniones y conductas, todos se-ríamos muy parecidos, y no tendría sen-tido el dialogo auténticamente humano.

Es verdad que también se da la situa-ción inversa: desencuentros personales

ocasionados por la mutua incompatibili-dad de ciertas formas de pensar o de ac-tuar. Pero la sola posibilidad de queexista una discrepancia respetuosa nosobliga a hacer esta precisión inequívoca:el respeto que merece la persona, cual-quiera que sean sus opiniones o prácti-cas, no es el que puedan merecer éstas.

A las opiniones o actuaciones de unapersona les acontece el poder ser verda-deras con verdad teórica o práctica —acertadas o correctas—, y ciertamente escorrecto profesar a la persona el respetoque le es debido, lo cual implica respetarsu libertad y franquía para pensar y ac-tuar como mejor le parezca, naturalmen-te dentro de unos márgenes (amplios,pero márgenes). Ahora bien, una cosa esel necesario respeto a la legítima liber-tad de la persona para optar por lo quehonestamente le parezca mejor o más ver-dadero, y otra bien distinta pretender esemismo respeto para la opción que de he-cho haga cada quien. No son indis-cernibles ambas cosas y, aunque parezcadifícil, hace falta recuperar esta distin-ción en el imaginario colectivo para po-der abrir espacio a una auténtica culturade diálogo, hoy más necesaria que nunca.

Bien mirado, que las ideas de las per-sonas no merecen el respeto que éstasmerecen, es cosa tan obvia como el hechode que, junto a muchas razonables y bienfundadas, existen algunas opiniones queson auténticas majaderías, y prácticasque son barbaridades, por muy respeta-bles que sean los respectivos opinantes opracticantes (que lo son siempre). El res-peto a éstos para nada implica que haya

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de convalidarse o aprobarse lo que pien-san o hacen.

Cualquier persona es mejor que susteorías, aun en el caso de que éstas esténsobradas de cordura. Pero hay teorías dis-paratadas, incluso perversas, lo cual noquiere decir que sean perversos quieneslas sostienen o aviesas sus intenciones.(El hecho de que ciertas teorías o modosde ver la existencia no sean inocentesrespecto de cómo se conduce la vida per-sonal o social en consecuencia con ellas,lo que implica es que una teoría puedeser mala por ser falsa, pero no al revés).La verdad es un bien para la inteligen-cia, y en último término para el hombre,animal racional. De ahí que el error seaun mal para él. Pero una proposición noes falsa porque de ella se deriven conse-cuencias perversas en la práctica. Másbien hay que decir que los efectos inde-seables lo son primeramente del error, elcual, a su vez, es la raíz de casi todos losmales humanos. (Por su parte, es peor elerror por ignorancia que por nesciencia,es decir, el desconocimiento de una ver-dad asequible es peor que el de una ver-dad para la cual no se está suficiente-mente capacitado).

En todo caso, combatir argumental-mente una teoría es tratar de poner demanifiesto su falsedad, y sin embargo esplenamente compatible con una actitudde respeto hacia quien la sostiene. Aúnmás, consecuencia de todo lo anterior esque dicho combate es una exigencia pro-pia del respeto a la persona.

4. El auténtico diálogoConfundir el respeto que a la persona

se debe con el respeto a sus enfoquesantropológicos y existenciales resulta le-tal para el verdadero diálogo.

Un diálogo serio se distingue diáfa-namente de lo que hoy se puede ver enmuchos «debates». El diálogo presuponeuna comunidad de investigación, un ethosde búsqueda cooperativa en forma tal quecualquier logro no se considera un triun-fo de uno a costa del fracaso del resto delos interlocutores; más bien se trata deun logro para todos, pues quienes parti-cipan en un verdadero diálogo lo que bus-can sobre todo es la verdad acerca delasunto en cuestión.

Donde todavía existen discusiones se-rias escasean las posiciones dogmáticas.Por ejemplo, en los congresos científicosa menudo se dan cita personas muy sa-bias en una determinada materia, y nor-malmente van allí a escuchar, a con-frontar sus puntos de vista con otros al-ternativos, a someter a prueba sus estu-dios e hipótesis.

Son necesarias dos actitudes básicaspara el diálogo:

a) En primer término, tener algo queaportar, a saber, la propia convicción uopinión en torno al tema de que se trate,sobre la base de que toda opinión es, conmayor o menor intensidad, una preten-sión de verdad, que estará más o menosfundada dependiendo del rigor con el quese haya estudiado.

b) En segundo término es necesaria

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la actitud propia de quien escucha, lo cualimplica «relativizar» el propio punto devista para confrontarlo con el ajeno y,naturalmente, asumir la postura de quienestá dispuesto a cambiar de parecer. Lahonestidad intelectual puede obligar aello si a lo largo del diálogo se ponen demanifiesto razones suficientes: datos oelementos de juicio con los que antes nose contaba, comprobaciones o verificacio-nes que no se habían efectuado hasta aho-ra, etc.

Hay debates que pasan por serios sinserlo. La apariencia de seriedad la sumi-nistra el hecho de que en ellos se discu-ten temas serios. Pero no es lo mismodiscutir seriamente que discutir sobrealgo serio. La seriedad auténtica depen-de principalmente del estudio previo quese haya hecho y de la capacidad de escu-cha atenta, en primer término a la reali-dad, y en segundo, a las visionesalternativas. La apariencia de seriedades menos exigente: basta con sentar enla misma mesa las distintas posturas.

En no pocos debates televisados o ra-diados lo único que se encuentra es la«pose» pluralista, pero no hay ni estudioni escucha. Cada uno expone su puntode vista, generalmente de manera masi-va y con poca precisión por las necesida-des del medio y el poco tiempo disponible,pues hace falta margen suficiente paraque comparezcan las posiciones másvariopintas. Pero equiparadas todas sindiscriminación, lo que suele verse es unespectáculo circense en el que cada cualtrata de «llevarse el gato al agua» defen-diendo su posición, no tanto con argu-mentos que la hagan más plausible como

con pedradas, y a su vez éstas no dirigi-das contra la tesis alternativa sino con-tra quien la sostiene. Sorprende com-probar lo poco que se escucha en algunosde esos foros: cada cual despliega por tur-no sus baterías dialécticas, pero sin te-ner en cuenta lo que dice el vecino o,como mucho, pensando cómo ponerle enridículo.

A menudo la ironía no se utiliza, almodo socrático, como un estímulo queconduce la mente a una situación para-dójica —de aparente contradicción— enla cual cada uno se confronta con las po-sibles aporías a las que su pensamientoconduce. Empleado de manera retórica,este método resulta muy útil en la ver-dadera conversación humana, y sobretodo en el aprendizaje intelectual. Ya lofrecuentaba Sócrates, el primer granmaestro de Occidente. Sirve para conven-cer, pero eventualmente para que el in-terlocutor se afiance más en su posición,si no le convence la que se le presenta.En cualquier caso ayuda a pensar más afondo, basándose en argumentaciones só-lidas, que resisten las dificultades.

Ahora bien, cuando la ironía se em-plea no contra el argumento sino contraquien lo sostiene, deviene arma arrojadizay resulta esencialmente violenta. Con fa-cilidad nos acostumbramos a pensar quetiene razón quien más grita, más insul-ta, o quien es capaz de hacer uso de mástópicos y etiquetas.

En modo alguno constituye esto unverdadero diálogo, una auténtica discu-sión. Hoy resulta muy necesario recupe-rar el ethos dialógico para afrontar los

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grandes problemas que la humanidad tie-ne planteados. Todos ellos son desafíospara que existan verdaderos diálogos.

Aristóteles valora mucho el diálogo.Entiende que el hombre es un animal dia-logante (homo loquens) en una forma queequivale a la tesis del hombre como ani-mal político (zóon politikón), ciudadano[17]. Tal equivalencia encuentra su fun-damento y razón, a su vez, en la tesis deque la esencia de la política —de la vidapública— estriba en la discusión sobrelos asuntos que nos afectan a todos. Laconvivencia y la amistad son posibles por-que existen intereses comunes, yAristóteles valora la amistad políticacomo uno de los mayores bienes huma-nos. Pero ésta sólo existe cuando hay co-sas en común, cuando tenemos asuntosde los que hablar en serio; sólo así puedehaber un diálogo franco, y sólo así es po-sible, en último término, lo que elEstagirita entendía por democracia.

Hoy tenemos el peligro de quedarnossólo con el «gesto dialogante» (cosa de nopoco interés, por cierto, pues la democra-cia también es cuestión de «formas», aun-que no sólo de ellas). Fácilmente podemosconformarnos con un mal entendido plu-ralismo que se limita a presentar el menúde las distintas opiniones [18]. Pero paraque haya diálogo hace falta que, ademásde haber distintas posturas, efectivamen-te comparezca cada una a un examen quemida su respectiva validez, que pondereel peso (pondus) relativo de todas ellas.A esto con frecuencia no se llega porquea no pocos parece que cualquier discre-pancia entraña desafecto en el discrepan-te. Pero así no puede haber diálogo serio.

Toda discusión implica la confrontaciónde ideas. Sin despreciar al oponente, elque de verdad discute se afana por ponerde relieve la verdad de lo que sostiene y,en consecuencia, la falsedad de la posi-ción contraria, ya que no pueden ser si-multáneamente verdaderas dos proposi-ciones contradictorias.

5. La verdad en el orden prácticoMerece la pena detenerse un poco en

la cuestión de la verdad, sin la cual care-ce de sentido el concepto mismo de diálo-go. El diálogo presupone la existencia deuna verdad a la que cabe acercarse deuna manera mancomunada.

Jürgen Habermas, pensador no dadoprecisamente a «esencialismos» ni a «ve-leidades metafísicas» de ningún género,no tiene reparos en reconocer que lo queél llama praxis comunicativa —«diálogolibre de dominio» (Herrschaftsfreidia-log)— y que propone, al modo kantiano,como ideal regulativo de la convivenciademocrática, no sería posible sino comouna búsqueda cooperativa de la verdad(kooperativen Wahrheitssuche) [19].

La verdad se ha definido clásicamen-te como la adecuación o ajuste del enten-dimiento con la realidad (adaequatiointellectus cum re). Dicha adecuación nodebe ser interpretada como una mera co-pia o imitación mecánica de la cosa en-tendida, como ha señalado Millán-Puellesen contra de las habituales caricaturasde esa definición [20].

«El sentido y alcance de la «ade-cuación» de que se trata son bien aje-

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nos a las interpretaciones que de ellosse dan sin hacer ningún caso del con-texto en el que realmente están ins-critos. Por lo pronto, la palabra«adecuación» no significa siempre, se-gún su etimología, un simple remedoo copia, ni algo necesariamente vin-culado a un comportamiento pasivo ensu término a quo. Lo que la voz «ade-cuación» quiere decir, en su más am-plio y radical sentido, es un ajuste,una conformidad o concordancia, quepuede tener lugar de muy diversasmaneras. En el caso específico de lapeculiar verdad del conocer, la ade-cuación es un atenimiento del espíri-tu, en su actividad judicativa, al serde la realidad. El mismo espíritu estambién una realidad, y lo propio deél es que en principio cuenta con laaptitud de darse la presencia intelec-tiva de todas las realidades (anima,quodam modo omnia). En la realidaddel espíritu, el ser (todo ser, cualquie-ra) puede hacerse patente: manifes-tarse, darse bajo la forma en la que elobjeto se presenta al sujeto queintencionalmente lo posee como algorepresentado» [21].

Verdad es la propiedad que acompa-ña al conocimiento intelectual —concre-tamente al acto de juzgar— cuando éstese ajusta al ser de lo juzgado. Cierta-mente, ese ajuste no es completo y cabal;la ad-ecuación veritativa no es una ecua-ción perfecta, sino inevitablemente par-cial, debido a que la capacidad intelectivahumana es limitada, en último términopor serlo de un sujeto que también eslimitado y finito. De ahí que sea posibleel error como un accidente de la inteli-

gencia que no acierta a ajustarse bien.Pero el error no es consecuencia necesa-ria sino posible de dicha adecuación in-completa. A ello se refiere en parteHeidegger al subrayar que la verdad espatencia —desvelamiento del ser delente— pero va acompañada siempre decierta latencia.

La verdad, en sentido primario(formaliter) se da en el intelecto que juz-ga ajustándose a la realidad de lo juzga-do. Es la denominada «verdad lógica».Pero entonces hay que decir que tambiénse da, si bien de otro modo —causalmente(fundamentaliter)— en el ser de lo juzga-do. Es lo que clásicamente se ha venidollamando «verdad ontológica» (ens utverum). Ésta se podría describir como lainteligibilidad misma del ser, su noreluctancia respecto de la inteligencia o,en otras palabras, el no repugnarle alser su posible situación de ser-objeto deuna intelección ajustada (verdadera ensentido lógico). Dicha situación convieneal ente en cuanto que es ente. Lo real, enla misma medida de su realidad, es ver-dadero en el sentido de que «se deja en-tender con verdad». Por tanto, como seha mencionado, el error es una conse-cuencia posible, no necesaria de la limi-tación de nuestra intelección, y se da enella, no en la cosa entendida.

Hasta aquí me he referido a la ver-dad en un sentido teórico. También cabehablar de la verdad práctica. En el dis-curso práctico, la verdad se da como ade-cuación del intelecto práctico con elapetito recto de modo inmediato y, me-diante éste, con la naturaleza real delobjetivo (ipsa res), adecuación análoga a

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la que, en el plano teórico, se constituyeentre el entendimiento especulativo y larealidad. Hablar de verdad práctica eshacerlo sobre la acción correcta, buena, ola mejor solución a un problema prác-tico.

Cuando están en cuestión problemasde tipo práctico, la solución no estará or-dinariamente ni en los extremos de al-ternativas absolutas ni en la equidistan-cia aritmética entre ellas. Buscar la ver-dadera solución a un problema práctico(político, económico, incluso ético) equi-vale, por lo general, a buscar la soluciónmás verdadera entre otras posibles. Di-cha búsqueda requiere una flexibilidadhermenéutica que no ha lugar en los pro-blemas puramente teóricos. En matemá-ticas, por ejemplo, la verdad de laecuación 2+2=4 excluye como absoluta-mente falsa cualquier alternativa, tantola ecuación 2+2=3,99 como 2+2=4,01 ó2+2=50. En cambio, en las cuestionesprácticas no todo es blanco o negro; comosugiere el tópico, hay una amplia gamade grises, y entre los valores verdadero-falso se sitúan otros como lo más o me-nos verdadero aquí y ahora, lo correctopara esta persona, la estrategia más ade-cuada para esta empresa o sindicato, lapolítica coyunturalmente más convenien-te, etc. A menudo, la verdad práctica seencuentra en un equilibrio frágil e inse-guro que habrá de obtenerse por consen-so e incluso por negociación, por acerca-mientos progresivos de posturas extremashasta llegar a zonas en que puedan con-verger y dialogar.

Todo esto introduce gran complejidaden el planteamiento de los problemas

prácticos, cuya solución es generalmentemás trabajoso obtener que en los asun-tos teóricos. Pero siempre es posible acer-carse más o menos a la verdad. Y, desdeluego, para nada significa ese acercamien-to el poseerla en plenitud. Cualquier vi-sión humana es parcial, por muy holísticaque sea la perspectiva, y ninguna mono-poliza la verdad. Ésta siempre puede serdicha de muchas maneras, alumbradadesde diversos enfoques que, sin caer enun ecléctico sincretismo, pueden fecun-darse y enriquecerse mutuamente.

Con estas salvedades, necesarias paracomprender el significado de la verdadpráctica, hay que decir, no obstante, queningún sentido tendría el diálogo si nofuese bajo el supuesto de buscar una ver-dad que es posible lograr. Sería contra-dictorio que el hombre fuese inteligente—animal racional— y que la verdad noexistiera o que no fuese en modo algunoaccesible a su inteligencia. Tan absurdocomo pensar una capacidad enteramenteincapaz de lograr su objeto. Por el con-trario, el diálogo es posible porque el hom-bre es capaz de verdad: de conocerla, dedecirla y de vivir de acuerdo con ella [22].Y en la mayoría de los casos será preci-samente el diálogo el que alumbre esaposibilidad.

6. La imposible neutralidadOtro obstáculo a superar en la recu-

peración del auténtico ethos dialógico esel mito de la neutralidad. Probar el ca-rácter ilusorio de ese ideal equivale amostrar la imposibilidad de un «puntode vista de nadie» (from nowhere), algoasí como el «ojo de Dios» apropiado por

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un mortal. Mostrar esto no es tarea es-pecialmente ardua, dada la todavía vi-gente sensibilidad perspectivista, pese alas notables observaciones de John Rawlssobre la justicia como equidad y el acce-so a la «publicidad razonante» [23].

En el diálogo no se precisa que cadauno de los que en él intervienen tengaque hacer una especie de cláusulametodológica en la que ascéticamente seexorcicen todos los elementos personalesy existenciales del fáctico discurrir hu-mano. Estamos frente a un viejo tema«moderno»: la necesidad de reconstruirel pensamiento desde cero, desde la totalausencia de presupuestos. La dudacartesiana, la Voraussetzungslosigkeitkantiana o la epoché de la fenomenologíahusserliana ponen de relieve que el de-curso intelectual de la razón filosófica,para poder llegar a algo seguro, ha deiniciarse sin componenda alguna. Hastala tesis de la realidad supondría un com-promiso que la razón «crítica» no puedeaceptar más que como resultado de supropio devenir, nunca como presupuesto.

Por el contrario, hay que señalar queno hay ningún discurso humano libre depresupuestos. Toda argumentación remi-te a principios inargumentables —ine-ruditiones, las denominaban los lógicosmedievales— a partir de los cuales se de-muestran proposiciones derivadas, sinpoder ellos mismos ser demostrados. Sitodo es demostrable, en último términonada lo es; los principios mismos de lademostración no pueden ser demostrados[24].

Los primeros principios de la razón

teórica y de la razón práctica han de ad-mitirse sin discusión (sine dubitatione etdiscursu), si lo que se pretende es llegara decir algo consistente y sensato. No sepuede demostrar que el todo es mayorque la parte, o que una cosa es distintade su contraria, o que se debe respetar alos padres, o que no está bien torturar.Aristóteles, que sabía bien lo que es ar-gumentar racionalmente, dijo en algunaocasión que quien piensa que se puedemaltratar a la propia madre no necesitaargumentos sino azotes [25]. Por su par-te, C.S. Lewis afirma: «Si nada es evi-dente de por sí, nada puede ser probado.Análogamente, si nada es obligatorio porsí mismo, nada será nunca obligatorio»[26].

El intento de una transparencia totales el que define al criticismo filosófico, elcual, como ha señalado Gadamer, termi-na en cripticismo, toda vez que es un pre-juicio pensar que estamos llenos deprejuicios [27]. El problema no estribatanto en pensar desde ningún presupues-to, sino en ser consciente cada uno de supunto de partida y, desde ahí y en cohe-rencia con él, ser capaz de llegar a algorelevante. Cada interlocutor ha de reco-nocer sus presupuestos de modo que sehagan patentes sus argumentos, perotambién sus vivencias y creencias en elsentido más amplio (belief).

La epistemología más reciente mues-tra que la neutralidad axiológica —laWertfreiheit de la que hablara MaxWeber— además de ser en último térmi-no imposible, ni siquiera es deseable enla discusión científica. El rigor de la ar-gumentación es plenamente compatible

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con que cada uno argumente con clari-dad desde lo que él es y desde quién es,asumiendo y reconociendo su identidadaxiológica y los postulados de su discur-so, sin pretender ocultarlos, ni tampocouna imposible y engañosa neutralidad[28].

Hay muchos magisterios, unos confe-sados, inconfesados otros, unos confesio-nales y otros no confesionales, peromagisterios todos al fin y al cabo. Lo quehace falta es que cada uno reconozca lim-piamente sus magisterios y creencias, ytrate de razonar a partir de ellos, natu-ralmente empleando argumentos quepuedan ser comprendidos y admitidos porquienes no comparten esas creencias. Esimposible dialogar desde una supuestaneutralidad. Y no se puede exigir seme-jante cosa como invitación para ingresaren un diálogo serio. Lo importante es quecada interlocutor argumente de maneraque pueda establecer lazos o puentes conlos demás. La misma verdad puede serenfocada de muchas maneras, y desdeángulos muy distintos a menudo se ponede manifiesto a través de la trabazón queel diálogo establece entre ellos. La ver-dad nunca se agota desde un solo ángu-lo, ni desde un solo enfoque humano.

Con el mito del discurso neutral ocu-rre a veces lo mismo que con la inflaciónretórica de la tolerancia: la palabreríahueca se vuelve contra el propio discur-so. No pocas veces quien se disfraza deneutral enmascara una postura de partecon un curioso truco: —Vd. nos trata deimponer sus convicciones, y eso no estábien, en vista de lo cual impongo yo lasmías. Así suelen llegar los paladines del

«no-confesionalismo» a un peculiarconfesionalismo inconfesado, consistenteen taparle la boca a quien está convenci-do de la verdad de algo. Hans Thomasdenuncia esta incoherencia hablando dela desazón que a quienes sólo «piensan»con imágenes suele producirles la merarepresentación de lo espiritual. En el pan-teón del pluralismo no cabe la preten-sión de verdad. El politeísmo de lassensaciones no puede admitirla más quecomo una subversión, un desafío funda-mentalista.

«Un signo infalible de ello —escri-be Thomas— es que nuestro pluralis-mo ya no se entiende, desde hacemucho tiempo, como el respeto a laprofesión de fe de los otros, sino quemás bien él mismo se ha convertidoen una religión. Su dogma dominan-te, de idéntica validez para todas lasconfesiones, en realidad exige la con-fesión de indiferencia respecto de to-das las confesiones» [29].

7. Tolerancia y relativismoHay quienes piensan que no es posi-

ble ser dialogante sin ser relativista. Meparece que esta idea constituye hoy elmás formidable obstáculo para el diálo-go. Ante todo es un grave error.

Ya se ha visto, a propósito de la ver-dad práctica, que no se debe confundir larelatividad de las opiniones —ninguna delas cuales puede abarcar o agotar com-pletamente la verdad— con el relativismoque, por el procedimiento de concederlesgraciosamente el disparatado privilegiode ser cada una de ellas exclusivamente

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verdadera «para» quien la sostiene,inadmite la posibilidad de que expresenla verdad ni tan sólo parcialmente.

Por un lado, el relativismo frecuente-mente esconde un desinterés por la rea-lidad, que a veces exige, y exige mucho.Constituye una experiencia humana muycomún el hecho de que tendemos a repu-tar falso, o al menos dudoso, lo que noqueremos que sea verdadero.

«Si definimos la verdad como ade-cuación entre entendimiento y la rea-lidad, el relativismo es la adecuaciónentre el entendimiento y los propiosintereses. Es ponerse gafas de sol ca-paces de colorear la realidad de ma-nera que el hombre ya no ve las cosascomo son, sino como él quiere quesean. Muy bien lo expresa Dante cuan-do reconoce que «un mal amor me hizover recto el camino torcido»» [30].

Por otro lado, el hecho de que ningu-na opinión humana sea toda la verdad, ola verdad absoluta, para nada significaque no sea verdadera en absoluto. A suvez, no es lo mismo que algo sea absolu-tamente verdadero o que sea la verdadabsoluta y única.

Cuando se piensa más con imágenesque con conceptos es frecuente la asocia-ción de estas dos ideas o, más bien, imá-genes: verdad y absoluto. Incluso no esinfrecuente que cualquier pretensión deverdad aparezca, en el imaginario colec-tivo, como sospechosa de «absolutismo»y, naturalmente, de intolerancia. Puesbien, la tolerancia misma ha de ser unvalor absoluto —absolutamente preferi-

ble a su contrario, la intolerancia— paraquien la entiende precisamente como unvalor, y además con independencia de quelo sea «para él». De manera inequívoca loseñala Millán-Puelles. En referencia a laidea de que ser relativista sería condi-ción necesaria para ser tolerante [31], sos-tiene este autor:

«Desde un punto de vista estricta-mente lógico, y abstracción hecha dela diversidad de los matices psicológi-cos posibles, ha de negarse que elrelativismo pueda constituir el funda-mento teórico de la tolerancia, porqueno puede dejar de ver en ella —si deveras es consecuente— un valor me-ramente relativo, tan relativo como laintolerancia y, por lo mismo, no másdefendible que ésta. O la toleranciaes en sí misma un valor y, por ende,un valor absoluto, del que resulta unapeculiar exigencia absoluta en formade obligación moral, o es un valor me-ramente relativo, y entonces no hayningún fundamento objetivo (elrelativismo lo excluye) para preferirlaa la intolerancia. El único fundamen-to lógico posible de la tolerancia seencuentra en la necesidad de permi-tir un mal para impedir otro mayorque él. Esta necesidad es una exigen-cia absoluta, no relativa o condiciona-da, aunque indudablemente seprefiera algo que sólo de un modo re-lativo (en sentido ontológico, no enacepción gnoseológica) es admisible.Lo tolerable es siempre un mal (lo bue-no no es tolerado, sino positivamentequerido, amado), y un mal es tolera-ble únicamente en calidad de mal me-

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nor, siendo esta calidad un valor obje-tivo, i.e. absoluto o en-sí» [32].

Aparte de que se autodestruye comotesis, con el relativismo no hay forma dedefender nada: ni la democracia, ni latolerancia. Esto es lo que no ve Rorty, nien general el llamado pensamiento débil,que en el fondo lo que hace es decretar elfinal de la filosofía y, con ella, de cual-quier diálogo serio. La supuesta «supe-rioridad de la democracia sobre lafilosofía» [33], además de confundir el to-cino con la velocidad, únicamente ponede relieve la incapacidad de quien la sos-tiene para sostenerla.

Esta autodestrucción del relativismose pone de manifiesto cada vez que in-tenta proponerse teóricamente. En defi-nitiva, al decir que no existe la verdad,el relativista piensa: es verdad que noexiste la verdad [34]. La única forma deser relativista de manera consistente—ya lo mostró, no sin cierta ironía,Aristóteles— es callarse. Sólo pueden serrelativistas las plantas. Cada vez que unoabre la boca para decir algo no hace otracosa que expresar una pretensión de ver-dad.

Por su parte, el argumentonietzscheano de que las convicciones sonprisiones tampoco resiste el menor análi-sis [35]. Para poder decir algo sustantivohay que decir lo que uno piensa verdade-ro, a saber, aquello de lo que uno estáconvencido con mayor o menor firmeza.En el supuesto nietzscheano, la única for-ma de ser intelectualmente libre consis-tiría en no decir nada; más aún: en nopensar nada, pues es imposible pensar

en el vacío, es decir, sin ninguna basesólida. Para Nietzsche no habría más «li-brepensador» que el no-pensador [36].

Carece igualmente de valor el frecuen-tado recurso de que todo el que tiene unabiblia acaba propinando bibliazos en lacabeza a quien no piensa como él. —De-pende de qué biblia. Y además, quien estáconvencido de que algo es verdad, lo estámás allá y a pesar de que él lo diga. Laverdadera convicción es incompatible concualquier actitud prepotente, dogmáticao fanática. —Si esto es verdad —piensaen el fondo el que está convencido— lo escon independencia de que yo lo diga, y apesar de ello. Lo seguiría siendo aún enel caso de que yo lo desconociese o dijeselo contrario. Por tanto, si esto es verdaden forma alguna lo es porque sea «mi»verdad. Y justo porque no es mi verdadtiene sentido el diálogo.

En definitiva, si no existe la verdad, oésta es inaccesible para el hombre, ¿quésignifica dialogar? ¿Para qué discutir? Elrelativismo, por muy serio que se preten-da, sólo enmascara pereza mental. Y, ala postre, cataliza actitudes violentas yfanáticas, pues si la razón carece de fuer-za para mostrar unas posturas como másválidas o legítimas que sus contrarias,entonces sólo cabrá acatar las razones delmás fuerte.

Dirección del autor: José María Barrio Maestre. Departa-mento de Teoría e Historia de la Educación. Facultadde Educación. Universidad Complutense de Madrid.C/ Rector Royo Vilanova s/n. 28040 Madrid. E-mail:[email protected]

Fecha de recepción de la versión definitiva de este artícu-lo: 10.IX.2002

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Notas[1] AYLLÓN, J.R. (1998) (2ª ed.) Desfile de modelos. Aná-

lisis de la conducta ética, p. 171 (Madrid, Rialp).

[2] LEWIS, C.S. (1992) El diablo propone un brindis, pp.41-42 (Madrid, Rialp). La democracia, tal como fueconcebida en el pensamiento moderno liberal, es unconjunto de procedimientos ideados fundamentalmen-te para desalojar de forma pacífica al mal gobernan-te. Si cumple esa función, realmente presta unimportante servicio. Pero no se le puede pedir muchomás, desde el punto de vista ético-político. Y de nin-guna forma puede esperarse de ella una legitimacióncabal de todos los valores ético-sociales, como pre-tende la llamada ética democrática o dialógica. Orte-ga, en La rebelión de las masas, pone en entredichoese concepto desquiciado de democracia que se rei-vindica a sí misma como la sal de todos los platos.Por boca del diablo experto, Lewis continua ironizandosobre esta democracia desaforada: «Deben utilizar lapalabra puramente como un conjuro, o, si prefieren,por su poder de venta exclusivamente. Es un nombreque veneran, y está conectado, por supuesto, con elideal político de que los hombres debieran ser trata-dos de forma igualitaria. Después deberán hacer unasigilosa transición en sus mentes desde este idealpolítico a la creencia efectiva de que todos los hom-bres son iguales, especialmente aquel del que seestán ocupando. Pueden usar la palabra democracia,pues, para sancionar en su pensamiento el más vil (ytambién el menos deleitable) de todos los sentimien-tos humanos. No les será difícil conseguir que adop-ten, sin vergüenza y con una sensación agradable deautoaprobación, una conducta que sería ridiculizadauniversalmente si no estuviera protegida por la pala-bra mágica» (ibid., p. 42).

[3] Otro ejemplo de la eficacia puramente retórica deciertas etiquetas lo suministra el multisémico empleodel adjetivo «liberal» y, sobre todo, el afán con el quecasi todo el espectro político intenta hacerse pasarpor tal cosa. Con toda probabilidad, muchos de loscomunistas que en Europa quedan no se sentiríanparticularmente ofendidos si alguien les colocara esaetiqueta, por mucho que atribuir la condición de libe-ral a un marxista constituya un dislate mayúsculo des-de la teoría y la historia política.

[4] Vid. REAL ACADEMIA ESPAÑOLA (1984) (20ª ed.) Dic-cionario de la Lengua Española, Tomo II, p. 1317(Madrid, R.A.E.).

[5] Acepciones todas ellas consignadas en el Diccionarioilustrado latino-español y español-latino de la EditorialSpes, 5ª ed., Barcelona, 1960, p. 514.

[6] A veces se emplea la expresión tolerancia positivapara referirse al contenido de la definición 2, y tole-rancia negativa para expresar el de la definición 1.Vid. por ejemplo, RODRÍGUEZ ARANA, J. (2001) Ladimensión ética, p. 154 (Madrid, Dykinson). De todasformas, considero más adecuado no retorcer el senti-do etimológico originario y distinguir «tolerancia» de«respeto». Ambas son actitudes positivas —valiosas—pero mientras que la segunda tiene por objeto algo asu vez positivo la primera tiene por objeto algo nega-tivo. Es mejor reservar la acepción 2, concretamen-te, para el respeto referido a la libertad de cadaconciencia para buscar la verdad sin coacción exte-rior. No es lo mismo respetar la opinión que respetara la persona y la libertad que a ésta ha dereconocérsele para pensar y actuar como sincera-mente le parezca mejor. Lo primero no tiene muchosentido, y sin embargo lo segundo es una actituddigna de encomio.

[7] LEWIS, C.S., o. c., p. 43.

[8] Dietrich VON HILDEBRAND ha descrito espléndidamenteel respeto como la actitud propia de quien se inclinaante algo que ve le trasciende, la de quien desea dara la realidad la oportunidad de que se despliegue asus anchas, de que «hable» para poder escucharla.La falta de respeto conduce a actitudes insolentes,presuntuosas frente a la realidad —especialmente fren-te a las demás personas— y a una superficialidadciega ante los valores y ante el arcano misterioso delser. Vid. VON HILDEBRAND, D. (1974) Die Bedeutungder Ehrfurcht in der Erziehung, in Gesammelte Werke,VII Band, pp. 365-374 (Stuttgart / Regensburg, W.Kolhammer / J. Habbel Verlag). El individuo irrespe-tuoso «se comporta como quien se aproxima tanto aun árbol o a un edificio que ya no consigue verlos. Enlugar del espacio espiritual que nos distancia del ob-jeto merecedor de respeto, y en lugar del respetuososilencio de la propia persona que hace posible que loexistente se exprese, el individuo irrespetuoso irrumpede manera indiscreta e impertinente, con una conver-sación incesante, sonora y pretenciosa» (p. 365).

[9] Este irenismo que lo nivela todo siempre por lo bajoya hace tiempo que ha demostrado su peor faz en laeducación. «Podemos esperar razonablemente la abo-lición virtual de la educación cuando el lema soy tanbueno como tú se haya impuesto definitivamente»(LEWIS, C.S., o. c., pp. 46-47). La educación es in-concebible sin un ideal de excelencia, de plenitud, sinentender lo que significa superación y sin apartarsede la mediocridad. Pese a que siguen siendo «políti-camente incorrectas», ahora que se empieza a hablar

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de calidad resultan particularmente reveladoras lasinstrucciones que Lewis pone en boca de su viejodiablo, sobre todo si se comparan con el mito de laeducación compensatoria: «El principio básico de lanueva educación ha de ser evitar que los zopencos ygandules se sientan inferiores a los alumnos inteligen-tes y trabajadores. Eso sería «antidemocrático». Lasdiferencias entre los alumnos se deben disimular, puesson obvia y claramente diferencias individuales. Con-viene hacerlo en los diferentes niveles educativos. Enlas Universidades los exámenes se deben plantear demodo que la mayoría de los estudiantes consiga bue-nas notas. Los exámenes de admisión deben ser or-ganizados de manera que todos o casi todos losciudadanos puedan ir a la Universidad, tanto si tienenposibilidades (o ganas) de beneficiarse de la educa-ción superior como si no. En las escuelas, los niñostorpes o perezosos para aprender lenguas, matemá-ticas o ciencias elementales, pueden dedicarse a ha-cer las cosas que los niños acostumbran a realizaren sus ratos libres. Dejémosles que hagan pastelesde barro, y llamémosle modelar. En ningún momentodebe haber, no obstante, el menor indicio de que soninferiores a los niños que están trabajando. Sea cualsea la tontería que los mantenga ocupados, debengozar —creo que en español se usa ya la expre-sión— de «paridad de estima». No es imposible urdirun plan aún más drástico. Los niños capacitados parapasar a la clase superior pueden ser retenidosartificialmente en la anterior, pues, de no hacerlo, losdemás podrían sufrir un trauma —¡qué utilísima pala-bra, por Belcebú!— al quedar rezagados. Así pues, elalumno brillante permanece democráticamente enca-denado a su grupo de edad durante todo el períodoescolar. Un chico capaz de acometer la lectura deEsquilo o Dante permanece sentado escuchando losintentos de sus coetáneos de deletrear EL GATO SEN-TADO EN EL FELPUDO» (ibid., p. 46).

[10] OCÁRIZ, F. (1979) Voltaire: Tratado sobre la toleran-cia, p. 71 (Madrid, Emesa).

[11] Ibid., p. 85.

[12] AYLLÓN, o. c., p. 171.

[13] OCÁRIZ, o. c., p. 61. En el contexto de las socieda-des democráticas y liberales este planteamiento aalgunos les parece que abonaría una interpretaciónde la laicidad de la vida pública que entiende de for-ma variopinta la libertad de expresión: cualquiera pue-de ofender impunemente los valores religiosos —enparticular los del cristianismo— y sin embargo difícil-mente se tolera la manifestación pública del cultocristiano fuera del templo. Es una forma incoherente

de entender la tolerancia el que no se pueda predicara Dios y sin embargo sí insultarle en los medios decomunicación social, en ciertas propagandas, en mi-tad de la vía pública, en los centros estatales deenseñanza, etc.

[14] Grundlegung zur Metaphysik der Sitten. Vid., especial-mente, los parágrafos 428-435, según la editioprinceps de la Academia de las Ciencias de Berlín.Bien es verdad que Kant no es pionero en entender lapersona como digna de respeto. Esta tesis es quizáel más valioso patrimonio del auténtico humanismocristiano. Pero no puede negársele a Kant, junto aalgunas insuficiencias en la correspondiente justifica-ción teórica, el mérito de haber sido, entre los filóso-fos modernos, quien la formula de manera másdiáfana. Muestra bien la diferencia entre «respeto»(Respekt, Achtung) e «inclinación» (Neigung). Esta últi-ma es la actitud apropiada respecto de las realidadesno personales, mientras que el respeto tiene sentidoen relación a las personas, dado que éstas poseenun valor intrínseco (innere Wert) que puede traducirsecomo dignidad (Würde), mientras que aquéllas sólovalen en la medida en que valen para las personas oson valoradas por ellas (Preis, precio). No es lo mis-mo ser «algo» (etwas) que ser «alguien» (jemand); un«qué» no equivale a un «quién».

[15] SCHELER, M. (1941) Ética, pp. 127-128 (Madrid, Re-vista de Occidente).

[16] No puede negarse que hay una dignidad humana ad-quirida, que depende del uso de la libertad que cadaquien haga o, más concretamente, del valor moral desus acciones. Pero esa dignidad moral presuponeotra dignidad innata, que ni se obtiene ni se pierdeobrando. Ésta puede designarse con el nombre deontológica por cuanto se deriva del tipo de ente orealidad que la persona es, y es a ella a la que merefiero. Dicho de otro modo, cabe ser buena o malapersona en sentido moral, pero siempre sobre la basede que se es persona, lo cual está revestido de unvalor peculiar que, ciertamente, puede ser a su vezenriquecido —o empobrecido— por la adición —osustracción— del valor propio de una conducta quereafirma —o desmiente— con el obrar lo que pornaturaleza se es. Pero ser persona no es efecto deser buena persona, ni defecto de serlo mala. La dig-nidad ontológica de la persona no depende de sucatadura moral: sólo cabe que se halle mejor o peorreflejada en ésta.

[17] ARISTÓTELES, Política, I, 2, 1253 a 2 ss.

[18] Leo en la propaganda de un conocido programa de

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radio: «Aquí opina todo el mundo. Aquí están todaslas voces. La radio más plural. La más participativa.Para que disfrutes, cada día, de la visión más ampliade la realidad».

[19] «Quienquiera que tome parte en una praxisargumentativa, ha de presuponer a título pragmáticoque, como cuestión de principio, todos los potencial-mente interesados podrían participar, como libres eiguales, en una búsqueda cooperativa de la verdaddentro de la que no tendrá cabida más coerción quela del mejor argumento» (Jeder Teilnehmer an einerArgumentationspraxis muß nämlich pragmatischvoraussetzen, daß im Prinzip alle möglicherweiseBetroffenen als Freie und Gleiche an einer kooperativenWahrheitssuche teilnehmen könnten, bei der einzig derZwang des besseren Argumentes zum Zuge kommendarf). Cfr. HABERMAS, J. (1987) Wie ist Legitimitätdurch Legalität möglich?, Kritische Justiz, 20, p. 13.

[20] «La adecuación de la facultad intelectiva a la realidadque le es objeto consiste en algo más que en unacopia o simple imitación de un ser real. Cuando seacusa a la definición que aquí estamos considerandode ignorar, u olvidar, que la actividad intelectiva esenteramente irreductible a cualquier género de activi-dad reproductiva, lo único efectivamente demostradoes que se ignora, o se olvida, que la definición tradi-cional de la peculiar verdad del conocer presuponetoda una teoría según la cual la única forma de cono-cimiento capaz de ser verdadera es siempre un actoejercido por una energía espiritual. Lo producido poruna energía de esta índole no lo puede ser un simplecalco, una reproducción meramente mecánica, de larealidad a la que apunta esa misma energía en suacto de conocer. La «imagen» que el entendimientohace en sí mismo de la realidad por él captada tiene,a su modo, vida y, justamente, vida espiritual. Y espor completo imposible que esa imagen se encuentreen el espíritu de tal modo que, al poseerla, éste selimite a mantener un comportamiento pasivo —talcomo ocurre cuando en un papel está grabada unaimagen—, porque el espíritu no puede comportarsecomo un cuerpo al que se le ha dado una figura quereproduce o imita la de otro cuerpo». Cfr. MILLÁN-PUELLES, A. (1984) Léxico Filosófico, pp. 590-591(Madrid, Rialp).

[21] Ibid., pp. 591.

[22] Vid. BARRIO MAESTRE, J. M. (2001) «Homo capaxveritatis». Un comentario acerca de la rehabilitacióndel concepto de verdad en el pensamiento de AntonioMillán-Puelles, en IBÁÑEZ-MARTÍN, J. A. (coord.) Reali-dad e irrealidad. Estudios en homenaje al ProfesorMillán-Puelles, pp. 47-88 (Madrid, Rialp).

[23] Una interesante crítica al planteamiento rawlsiano so-bre la razón pública puede encontrarse en VICENTEARREGUI, J. (1997) ¿Una razón pública o pluralidadde razones prácticas?, Nueva Revista, nº 51, junio,pp. 50-67.

[24] «A fuerza de explicarlo todo se ha perdido la explica-ción. No se puede estar siempre «viendo a través»para alcanzar qué es lo que hay detrás de cada reali-dad significativa. Lo bueno de ver a través de algoestá en ver algo a través. Es bueno que la ventanasea transparente, pero esto es así porque la calle oel jardín que están detrás son opacos. Pero ¿quésucedería si viésemos también a través del jardín? Esinútil tratar de ver detrás de los primeros principios.Si se ve a través de todo, entonces todo es transpa-rente. Pero un mundo completamente transparentees un mundo invisible. «Ver a través» de todo es lomismo que no ver». Cfr. LEWIS, C.S. (1978) (3ª ed.)The Abolition of Man, p. 48 (Oxford, Oxford UniversityPress).

[25] Vid. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, III, 1, 1110 a23 ss.

[26] LEWIS, C.S. o. c., p. 28. «A menos que se los acepteincuestionadamente de modo que sean para el mun-do de la acción lo que los axiomas son para el mundode la teoría, no se pueden tener principios prácticosde ningún tipo. No pueden ser deducidos como con-clusiones: son premisas (…) Una mente «abierta» encuestiones que no son fundamentales, es útil. Perouna mente «abierta» respecto de los fundamentosúltimos de la Razón teórica o de la Razón práctica esuna idiotez. Si la mente de un hombre es «abierta»respecto de estas cosas, dejemos que al menos suboca esté cerrada. Él no podrá decir nada» (ibid., pp.27 y 31). No se trata, como resulta obvio, de ejercerviolencia contra nadie, sino de que, como subrayaTugendhat hablando del sentido común moral, no esposible discutir nada con quien carece de todo «senti-do» respecto de la moralidad en general y de la cer-teza de los juicios morales: Wenn das Individuum, (…)die Moral, und das heißt die moralische Sanktionüberhaupt, in dem Sinn in Zweifel stellt, daß es fürdiese Sanktion kein Sensorium hat, läßt sich nichtargumentieren. Cfr. TUGENDHAT, E. (1984) Problemeder Ethik, p. 155 (Stuttgart, Reclam).

[27] «El prejuicio básico de la Ilustración es el prejuiciocontra todo prejuicio y con ello la desvirtuación de latradición». Cfr. GADAMER, H.-G. (1960) Wahrheit undMethode. Grundzüge einer philosophischenHermeneutik, p. 255 (Tübingen, JCB Mohr).

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[28] Vid. VICENTE ARREGUI, J. (1997) El valor delmulticulturalismo en educación, revista española depedagogía, LV:206, enero-abril, pp. 53-77.

[29] Ein untrügliches Zeichen dafür, daß unser Pluralismuslängst nicht mehr als Respekt vor denGlaubensbekenntnissen anderer verstanden wird,vielmehr selbst zur Religion geworden ist. Ihrbeherrschendes Dogma von der gleichen Gültigkeitaller Bekenntnisse verlangt in Wirklichkeit dasBekenntnis zur Gleichgültigkeit aller Bekenntnisse. Cfr.THOMAS, H. (1995) Bürgerliche Arbeitsgesellschaftoder nachindustrielle Freizeitgesellschaft: Entfremdungist der Verlust des Festes, en TOMANDL, Th. (Hrsg)Die Arbeit: ihre Ordnung, ihre Zukunft, ihr Sinn, p.176 (Wien, Wilhelm Braumüller Universitäts-Verlagsbuchandlung).

[30] AYLLÓN, o. c., p. 181.

[31] Así lo postula el alemán Hans Kelsen. Desde su Teo-ría pura del Derecho, Kelsen pretende que no existemás verdad ni más bien que los de la mayoría, yfuera del criterio mayoritario carece de sentido pre-guntarse por lo justo o legítimo. Llegará a afirmar lanecesidad de imponer la certeza relativista (sic) asangre y fuego, si hace falta. Toda pretensión «meta-física» y todo discurso sobre «valores objetivos» estotalitario y antidemocrático. Es preciso creer firme-mente en la necesidad de no creer en nada. Vid.KELSEN, H. (1960) Reine Rechtslehre, p. 70 (Viena,Franz Deuticke). En nuestros días, el norteamericanoRichard Rorty ha propuesto que el único modo dedefender la democracia es abstenerse por completode defenderla (con argumentos). La única defensaposible de la democracia consistiría en no tomar nadaen serio. Vid. RORTY, R. (1993) Norteamericanismo ypragmatismo, Isegoría, n. 8, pp. 5-25, y (1994) Ensa-yos sobre Heidegger (Barcelona, Paidós). Más cohe-rente que Kelsen sobre este punto, sin embargo esteplanteamiento de Rorty no se libra de la gran aporía:en el supuesto rortyano tampoco cabe tomar en se-rio la democracia. Si no hay una conciencia socialacerca de la importancia de unos valores que sonprevios a la democracia —como a cualquier otro sis-tema político— y que no son el resultado de un con-senso, la convivencia democrática misma no esposible. Vid., sobre esto, RATZINGER, J. (1995) Ver-dad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedadpluralista, pp. 87-89 (Madrid, Rialp).

[32] MILLÁN-PUELLES, A. (1994) La libre afirmación denuestro ser. Una fundamentación de la ética realista,p. 383 (Madrid, Rialp). Vid. también BÉNÉTON, Ph.(1995) La tolerancia tergiversada, o sobre el mal uso

de la tolerancia, revista española de pedagogía,LIII:201, mayo-agosto, pp. 335-346.

[33] Tomo la expresión del título del trabajo de RORTY, R.(1987) The Priority of Democracy to Philosophy, enPETERSON, M. y VAUGHAN, R. (eds.) The VirginiaStatute of Religious Freedom (Cambridge, OxfordUniversity Press).

[34] El mismo test puede aplicarse al escepticismo positi-vista pues, en efecto, no es empíricamente verifica-ble la tesis según la cual únicamente posee valorcognoscitivo lo empíricamente verificable.

[35] En general, Nietzsche hace pocos esfuerzos por de-mostrar lo que dice, eso sí, con gran brillantez yeficacia retórica y, hay que reconocérselo, con genialagudeza. Pero la coherencia lógica no es precisa-mente su lado más fuerte, quizá como consecuenciade su desprecio por Sócrates y el socratismo. Jaspersya observó que para cada afirmación de Nietzschepodemos encontrar su contraria. Un ejemplo. De sufascinación por la figura de Cristo proceden estaspalabras: «Cristo es el hombre más noble». Y en ElAnticristo afirma: «Lo que nos distingue no es que noreconozcamos a Dios ni en la historia, ni en la natura-leza, ni detrás de la naturaleza; sino que lo que hasido venerado como Dios, no lo reconocemos comodivino, antes bien como algo miserable, absurdo ydañino; no sólo un error, sino un crimen contra lavida. Negamos a Dios como Dios. Si se nos probaseese Dios de los cristianos, aún creeríamos menos enél». Cfr. NIETZSCHE, F. (1967) Der Antichrist, enNietzsche kritische Studienausgabe, tomo VI, p. 225(Berlin, Verlag W. de Gruyter). Vid. también Die Geburtder Tragödie (tomo I) y Zur Genealogie der Moral(tomo V), de donde procede el siguiente florilegio:«Yo considero al cristianismo como la peor mentirade seducción que ha habido en la historia». Dios es«una objeción contra la vida», y «la fórmula para todadetracción de este mundo, para toda mentira del másallá». El cristianismo es la religión de la compasión,pero «cuando se tiene compasión se pierde fuerza.La compasión entorpece la ley del desarrollo, la se-lección natural; conserva lo que ya está dispuestopara el ocaso, opone resistencia en favor de los des-heredados y de los condenados por la vida. La com-pasión es la praxis del nihilismo, y nada hay másmalsano en nuestra malsana humanidad que la com-pasión cristiana».

[36] Ciertamente no estaría de más preguntar a quienesse autodenominan librepensadores qué es lo que quie-ren decir cuando emplean esa divertida etiqueta. Enefecto, no por apolillada deja de ser curiosa. De en-

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trada, no veo claro que exista alguna forma de pen-sar que no sea libre (naturalmente, entendiendo porpensar lo que todos entendemos, a saber, algo muydistinto de la consigna, el tópico o el reflejo mentalcondicionado por las modas, etc.). Pensar, junto conamar, son probablemente las dos acciones más li-bres que la persona puede llevar a cabo y, por cierto,aquellas para las que está especialmente diseñada.Entonces, ¿qué quiere decir un señor cuando se refie-re a sí mismo como «librepensador»? ¿Que los que nopiensan como él no piensan? ¿O no lo hacen libremen-te? ¿Acaso que son débiles mentales y sólo puedenpensar, por cuenta ajena, lo que otros les imponen odictan? A su vez, ¿qué significa «amor libre»? Estepleonasmo se emplea a menudo para designar unasupuesta relación afectiva «liberada» de toda cortapi-sa moral. Pues bien, una relación afectiva entre per-sonas humanas desligada de todo criterio ético esalgo tan absurdo como un pensamiento que, por con-siderarse muy libre, quisiera desligarse de todo prin-cipio lógico.

Resumen:Tolerancia y cultura del diálogo.

El presente trabajo intenta ponerde relieve una confusión en torno al con-cepto de tolerancia, frecuentemente en-tendida como respeto a las opiniones ylas prácticas de los demás cuando difie-ren de las nuestras. Se sugiere que elauténtico sentido de la tolerancia estribaen la aceptación del mal menor, y no pre-cisamente como «mal» sino en calidad de«menor». Esto no debe confundirse con elrespeto, actitud que tiene como objetivoalgo considerado como bueno en sí: el serhumano, no tanto sus opiniones o con-ductas. Dicha confusión es muy negativade cara a la promoción de una culturadel diálogo, tan necesaria hoy para enca-rar los problemas que plantea la convi-vencia multicultural.

Descriptores: tolerancia, relativismo,verdad, diálogo, pluralismo, multicultura-lismo.

Summary:Toleration and Culture of Dialogue

This article shows a very frequentconfusion concerning the concept oftoleration. It is often identified as thedue respect for the opinions andbehaviour of others, even though theymay differ from ours. The author suggeststhat the authentic mind of toleration isreferred to the acceptance of the «lesserevil», but stressing the notion of «lesser»rather than «evil». This attitude isunyielding to the concept of respect,whose aim is something good in itself:the human being, no matter his/heropinions or conduct. Such confusion islethal for the restoration of a culture ofdialogue, so necessary nowadays to solvethe current concerns of world-wideviolence and multiculturalism.

Key Words: Toleration, Relativism,Truth, Dialogue, Pluralism, Multicultura-lism.