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Tocando el cielo:el viaje final de mi padre,

Wilson Ferreira

Juan Raúl Ferreira

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© Juan Raúl Ferreira

ISBN: 978-9974-675-21-6

Impreso en

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A Diego Achard

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PALABRAS PRELIMINARES DE GERARDO CAETANO

Hace veinte años, cuando Wilson Ferreira murió, los uruguayos todos, cualquiera fuera nuestra divisa o ideología, nos sentimos un poco huérfanos. Nuestra “comunidad espiritual”, esa aventura uruguaya que él siempre bregó por alentar y empujar, había perdido uno de sus referentes mayores, una de sus figuras emblemáticas, uno de sus “agitadores” cotidianos. El que un hombre tan afiliado y reconocido en el perfil de un caudillo de partido haya adquirido esa auténtica dimensión nacional dice mucho de su empeño más decidido.

Su lema favorito de “Por la Patria”, si siempre fue una expresión intransferiblemente blanca, fue encarnado por él, sobre todo ante los desafíos mayores de la dictadura, como una manera preferencial de “ser uruguayo”, de defender la república y los derechos ciudadanos de todos, sin que importaran procedencias o pertenencias de índole alguna. Y esa dimensión nacional, que por cierto supo nacer desde la polémica que provoca la lucha cívica auténtica, no sólo ha sobrevivido estas dos décadas sino que resurge con renovada fuerza en nuestros días.

Desde ese mismo espíritu y con el orgullo legítimo del reconocimiento de las raíces, su hijo Juan Raúl, con la generosidad del amor y de la admiración filial que no quiere ocultar ni opacar, nos convoca hoy a través de estas páginas a reconocer la radicalidad de ese desafío pendiente. Desde su gallarda figura, que supo agigantarse en las horas de la prueba, fuera la persecución del terrorismo de Estado o la infamia de la enfermedad que lo mató en plena brega, Wilson Ferreira nos vuelve a provocar como ciudadanos, desde el viento de ese fervor republicano que es la piel del mejor Uruguay de siempre. Ojalá podamos estar a la altura de la exigencia.

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PRÓLOGO

REV. JOE ELDRIDGECAPELLÁN DE AMERICAN UNIVERSITY

Un día Juan me escribió un correo electrónico contándome que el doctor Gustavo Perednik, por quien me consta que sentía desde siempre una gran admiración, le había pedido el prólogo de su libro Grandes pensadores de Occidente. Era realmente impresionante la emoción que tenía. Se tomaba el ofrecimiento como un honor, una distinción, hasta como un homenaje. Confieso que a mí el episodio no me extrañó mucho, ya que el propio Perednik, de quien también soy admirador, se ha referido a Juan Raúl en público como “un héroe nacional de Uruguay”. Comprendí sí que, para Juan Raúl, lo que queda escrito en un libro tiene otra trascendencia. Ambos venimos de valores formados, a lo largo de la vida, en la tradición bíblica. Venimos del libro.

El episodio volvió a mis recuerdos cuando Juan Raúl me ofreció prologar ésta, su más reciente obra, Tocando el cielo. Comprendí mejor su emoción con Perednik, cuando él me la hizo experimentar a mí. Tengo en mi mesa de luz, junto al libro de Diego Achard a quien nadie mejor que Juan me enseñó a querer como un hermano, un ejemplar de Con la patria en la valija y de Vadearás la sangre.

Los años en que compartió con nosotros su exilio, todos nos sentimos exiliados en nuestro propio país. Y cuando hablaba en público, estremecía, así lo hiciera en español, en inglés, o incluso en francés como en su encuentro en Québec con el primer ministro René Leveque. Recuerdo discursos inolvidables. En México y Naciones Unidas, cuando se fundó la Convergencia Democrática en Uruguay de la que fue presidente a las 22 años. Sus exposiciones en la OEA cuando ni siquiera se le reconocía su ciudadanía. Sus palabras en el Senado español cuando aún no tenía 24 años y su célebre discurso frente a la Casa Blanca, de donde salió a escucharlo Gabriel García Márquez que almorzaba con el presidente Carter.

Un día llegué a decirle: “Juan, me haces acordar al doctor [Martin Luther] King, uno de los héroes de mi juventud. Pero cuanto más veía vibrar a la gente con la oratoria sencilla y llana de Juan, más sentí que su destino era dar un testimonio que no se agotara en sus palabras. Tenía que escribir. Ojalá mi insistencia haya sido determinante en que en un momento Juan Raúl alternara el micrófono con la pluma. Primero fueron sus columnas, luego sus libros… El mensaje de Juan ya no se agotaba en quienes se reunían a escucharlo.

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Déjenme pues decir algunas cosas del libro de Juan que me hace revivir mucho de lo que juntos hicimos y que hasta el día de hoy nos hacen sentir muy unidos.

El título es de por sí elocuente. Muy elocuente, es la Pascua de Wilson. El paso de la vida a la eternidad. Eternidad en el Reino de Dios y en la memoria colectiva de su gente. Llevo más de 35 años vinculado con América Latina. Desde hace 25 años soy parte de una familia boliviana, la de mi esposa María Otero. Coincido con tantos pensadores latinoamericanos en que, como profetizó el chileno José Zalaquet, “Wilson entró a la historia de una forma impresionante. En Uruguay lo recuerdan no sólo los blancos, sino sus compatriotas todos. En el continente no sólo los uruguayos, sino los latinoamericanos todos”. En mi país (Estados Unidos) no sólo todos los que a Juan Raúl y a él los conocieron –que son muchos–, sino todos los que están comprometidos con la causa de la libertad, de los derechos humanos y de la democracia, tienen en Wilson un paradigma.

Juan Raúl escribe bien. Logra contar las cosas de modo tal que uno se lo imagina en medio de un wine and cheese en Washington o Nueva York, o de un asado en Uruguay protagonizando la velada con cuentos y recuerdos de un modo que solo él puede relatar. Pero uno lo escucha, o lo lee, y además de divertirse, reírse o entretenerse, aprende, porque está presente en sus paréntesis, en sus entrelíneas, en sus pausas, un pedazo importante de la historia del continente en el siglo XX.

Lo único más irresistible que Wilson o que Juan contando cuentos, eran Wilson y Juan juntos. Había una picardía y complicidad en las miradas que se intercambiaban… Recuerdo cuando Wilson visitó a Edward Kennedy por primera vez luego de que Juan estuviera trabajando ya en las oficinas de WOLA que a la sazón yo dirigía. (Yo les había presentado a Kennedy en el año 1975). Wilson estrechó la mano de ese gran estadounidense y le dijo “I am Juan’s father”. Es decir, Juan se quedó acá, se ganó su espacio y no era ya “el hijo de Wilson”, era él por él mismo.

Cuando logramos que el Congreso aprobara la enmienda que había presentado el congresista Edward Koch, cortando la ayuda militar a Uruguay, el propio Koch le escribió a Wilson: “Tengo que felicitarlo por su hijo, mi amigo Juan Raúl. La democracia renacerá en Uruguay. La democracia uruguaya está viva en usted, como lo está en el alma de su hijo”. A pocos meses de llegar Juan a Washington, la influyente y conservadora revista Overview escribió sobre nuestra oficina, y debajo de una foto de mí, color sepia, reconocía: “Juan R. Ferreira ha llegado en poco tiempo a ser, en los halls del poder de Washington, mucho más representativo que el embajador de su país”.

Mi amistad con Juan y con Diego Achard siguió viva a pesar del paso de los años. Eso hizo que yo estuviera presente en algunos de los episodios que se narran en el libro. Estuve en Uruguay cuando Juan Raúl asumió como senador. Estuve cuando Wilson enfermó. “Juan, tu papá está muy enfermo” le dije luego de ver a Wilson. Pero lo más importante en él estaba intacto. Su inquebrantable fe, su alegría, su apego a la vida, su vocación de servicio. Recibí un llamado de Juan Raúl el 15 de marzo de 1988

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diciendo “papá yace en el Salón de los Pasos Perdidos”. Me volvió a llamar veinte años después para decirme: “Papá está más vivo que nunca”. Yo sé que es así.

En mi vida personal, Wilson siguió muy presente a través de Juan Raúl y de Diego Achard. Su testimonio era parte de la vida de Wilson. Por eso el Señor le dio fuerzas a Diego para terminar el libro. También fue Juan quien me llamó la noche del 8 de mayo del 2007 para avisarme de la muerte de Diego. Muerto Diego, comprendí que ya para entonces Wilson vivía en una memoria colectiva uruguaya para no morir más.

He estado en Uruguay después de la muerte de Wilson y creo que Wilson vive y está sereno. Primero porque Juan no sabe que lleva dentro de sí lo mejor de Wilson. Segundo, porque Wilson estuvo presente en cada reunión y visita que hice a gente de todos los credos religiosos y políticos durante mi estadía. Wilson está, como siempre, compartiendo con su pueblo “el gozo, la esperanza, el dolor y la angustia de todos, especialmente los pobres y afligidos”.* Más vivo, no se puede estar.

Escribir sobre su muerte no es entonces algo triste. No es el epílogo de su vida. Es el prólogo de su eternidad.

Pasados cinco años Juan Raúl, de paso por Washington para homenajear a un gran pensador, Robert Pastor, amigo intimo de ambos me muestra su proyecto de puesta al día al libro. Las mismas historias, los mismos mensajes, pero una reflexión final que no es ajeno a un extranjero que se siente uruguayo pero no lo es. Me refiero al epílogo en que se habla del legado de Wilson. Me conmovió leerlo, porque en Uruguay cuando voy siento que el patrimonio cultural wilsonista ha impregnado a todos los partidos. Y en el exterior, en los ámbitos en que me muevo, Wilson ya ha trascendió a su partido en el ámbito nacional y al Uruguay en el internacional.

También siento en el libro un crecimiento de Juan Raúl. Empezó a trabajar conmigo durante su exilio en el año 1976. Y como dicen en Chile donde me ordené, como el buen vino, mejora con el paso de los años.

Rev. Joseph T. EldridgeCapellán de American University

Miembro de Consejo Directivo del Centro Internacional de EEUU para la Paz

* “Gaudium et Spes”. Esquema 13 del Concilio Vaticano II.

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A MODO DE PRÓLOGO

POSDATA, DIEGO, MAMÁ Y YO

Este esfuerzo comenzó hace diez años. Se cumplía entonces la primera década del Uruguay sin Wilson. Me llamó Manolo Flores Silva para decirme que su revista, Posdata, quería publicar un suplemento especial recordando la muerte de Wilson. Su idea era una sucesión de separatas. Tres para ser preciso: una entrevista con mamá que él mismo condujo, una entrevista con Diego Achard, y para la tercera requería mi ayuda.

Me pedía que recibiera en Buenos Aires –donde residía en calidad de embajador– a un periodista para hablar de los últimos meses de Wilson. Cómo había sido su enfermedad, cómo enfrentó la muerte… Hace tiempo de esto, pero hay cosas que aún recordamos, otras que se tal vez hubiéramos ido olvidando sin la entrevista de Posdata. Pero lo más importante del antecedente que cito fue una frase de Manolo: “Se ha escrito mucho de su vida y casi nada de su muerte, tan heroica ésta como aquélla”. Desde entonces quedó en mí la idea de escribir sobre esa etapa. Demostrar cómo aquellos meses tristes y aquel momento desgarrador que revivimos a diario, por el cual a diario oramos, tuvo un trasfondo de enseñanzas, de actitudes de apego a la vida y hasta de notas de buen humor, que son parte de su legado, ya que uno no puede dejar de recordar con una sonrisa.

Otras cosas se intuían diez años atrás, pero no se sabían. Lisa y llanamente, porque no habían ocurrido. Cómo el recuerdo colectivo iba a crecer a tal punto que en muchos sentidos lo trajera de nuevo a la vida.

Cada una de las tres separatas fue distinta. La de mamá, más familiar, la de Diego (que conservo en la mesa de luz y leo un par de veces por semana) más política, apuntando fino. En muchas cosas profética. La mía fue un relato de su muerte. El primero que se hacía. Pero las tres, en forma no premeditada, empezaban a aproximarse a una explicación de por qué él país lo extrañaba tanto. Era ése el común denominador de la trilogía.

Había pasado ya demasiado tiempo para que la gente siguiera extrañando a Wilson con tanta cotidianeidad. Como si la falta de resignación le impidiera hacer el duelo. Pero también había sido demasiado poco el tiempo para que se le recordara ya desde una perspectiva histórica. Y no había ni en una cosa ni en la otra diferencia alguna entre quienes fueron sus compañeros de ruta y sus adversarios. Ni siquiera con aquellos que

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pudieran haberlo considerado un enemigo. Si esto era cierto hace una década, hoy, a veinte años de su muerte, es doblemente cierto.

Tengo en mis manos las tres separatas de Posdata. La de mamá: quién hubiera dicho que diez años más tarde iba a poder ver el cariño que junto a Wilson se había ganado en la gente. O que éste después de otra década de distancia, iba a ser el símbolo vivo del recuerdo cada vez presente de la vida Wilson.

La de Diego. Cómo pensar entonces que Diego no iba a estar para los veinte años de muerto Wilson. Aun más, que los homenajes con que se conmemoraran las dos décadas iban a comenzar con la presentación de su libro Se llamaba Wilson. O que la Misa Solemne por los veinte años de muerto Wilson se iba a ofrecer por el descanso de ambos.

Hace pocas semanas me hice un examen médico. El profesor Mario Medici, que lo condujo, me dijo durante el chequeo: “Hoy terminé el libro sobre su padre. Hay cosas como la carta a Videla que revelan el temple de una personalidad excepcional”. Cuando iba a decirle algo sobre su autor, continuó el profesor Medici: “Diego Achard hizo varias consultas conmigo. Nunca en mis años de hombre de ciencia topé con una personalidad como la suya, que enfrentara con esa grandeza de espíritu la cuenta regresiva de su vida”.

Wilson, Con la patria en la valija, Vadearás la sangre… todos mis libros tienen a Diego como un principal protagonista. Éste es el primero que escribo con Diego muerto. Sigue siendo él, sin embargo, el que convoca estos recuerdos, sin tener yo su capacidad para escribir obras de la talla de las suyas.

SEPARATA DE MAMÁLa separata de mamá se tituló ‘Wilson íntimo’. Comienza con su noviazgo con

papá, pasa por los años del campo, el ingreso a la política, el ministerio, Por la Patria, las elecciones de 1971, el golpe, el exilio, Toba y Zelmar, Londres, España, el regreso, la prisión, la democracia, la enfermedad hasta la muerte. Como dice mi hija, Sofía: “Me encantan los cuentos de la abu porque tiene mucho que contar”.

Lee una carta de Tabaré Vázquez, siendo intendente en el año 1991:

“Creo que la existencia de Wilson fue un permanente desafío de generosidad, de esfuerzo y de entereza en aras de convicciones que podrán compartirse o no, pero a las que fue fiel por considerarlas lo mejor para un país que amó ejemplarmente y que, por encima de banderías políticas, lo extraña porque lo necesita”.

Pero más que nada mamá se sumerge en lo personal:

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“Había comprado un aparato para hacer huevos pasados por agua y lo fastidiaba que los comiéramos con cucharita y no como decía el prospecto, mis nietas lo recuerdan con alegría. Las conversaciones familiares eran deliciosas, mientras almorzábamos organizaba con los hijos preguntas y respuestas .Les hacía preguntas y les tomaba el pelo. Nunca conocí a nadie más tierno. Se enternecía con el hornero cuando lo veía hacer el nido, con los niños, siempre”.

SEPARATA DE DIEGO ACHARDDiego, en cambio, en una entrevista que le hace el propio Flores Silva, describe al

Wilson que diez años después iba a eternizar en su libro Se llamaba Wilson. Explica su proyecto político, describe con su rigurosidad de investigador y de periodista pero con su compromiso de wilsonista la transición, la relación de Wilson con su gente, con los otros partidos y con las Fuerzas Armadas.

Cuando le preguntan “¿qué se debe recordar de Wilson?” dice:

“Creo que a Wilson no lo extraña solamente su familia, sus amigos y colaboradores: lo extraña el país. Tal vez la frase suene un poco rimbombante, de esas que a Wilson le darían risa, pero creo que es cierto. En estos diez años se ha escuchado tantas veces ‘Si Wilson estuviera…’. La gente en general lo extraña y su gente lo extraña porque tenía una relación muy emotiva con su caudillo.

Pero además Wilson ingresa a la historia del país porque era portador de algunos valores políticos que lo hacen permanente. Hay una primera gran característica que lo marca a él en todo su paso por la actividad política, su profunda convicción liberal. Liberal en términos políticos: un defensor de las libertades públicas. Sentía que esos valores los heredaba como mandato del partido político que integraba. Eso explica su lucha radical contra la dictadura”.

MI SEPARATAMientras me apresto a escribir, tengo en mis manos aquella separata. Una buena

docena de páginas de la revista. Con ella de guía quiero armar la primera parte de este libro. Cómo fue todo. Serán quizás las más tristes, porque luego me propongo contar (segunda parte) episodios concretos, testimonios directos, cuentos inéditos, sobre cómo aun en los momentos más duros papá se propuso, con éxito, dejar en el recuerdo

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su humor, su alegría y apego a la vida. Finalmente, la tercera y última parte del libro pasará raya a esta historia dos décadas después, para ver si su recuerdo contribuye también a aquello que fue su máximo sueño: que los orientales no sintiéramos convocados por una “avasalladora ola de esperanza compartida”.

Juan Raúl Ferreira

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20 AÑOS ANTES…

El libro ya había sido corregido, pulido, y su versión final estaba lista para llevar al editor. Llegué a casa cansado, había sido un día de trabajo fructífero pero intenso.

Mamá me esperaba con un libro en la mano. “Quiero que leas esto, si no podés hoy, mañana”. Pero como durante el proceso de nacimiento de este libro siempre me trajo la cita exacta, el documento necesario en el momento oportuno, me puse los lentes y me preparé a leer.

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Era un libro de Juana de Ibarbourou o, como nos enseñaban en la escuela, Juana de América. Al ver la fecha me estremecí. La letra de la poeta dedicaba un ejemplar de La pasajera en marzo de 1968, de la siguiente manera:1

“Al Senador de la República Don Wilson Ferreira Aldunate por ser un bravo blanco cerrolarguense; a su esposa porque –Dios la bendiga– me dió su alentadora dulzura a través del teléfono, en una crucial hora de batalla en que yo creía que iba perdiendo.

Gracias a los dos infinitamente, a través también también [sic] de esta Antología en que todo el material que la compone es inédito.

Juan de Ibarbourou”

Juana nació antes de la revolución de 1897, para ser más precisos el 8 de marzo de 1892. Ahijada de Aparicio Saravia, su poesía la convirtió en símbolo nacional. En 1929, pocos días después de que papá cumpliera 10 años, fue declarada Juana de América. El acto se llevó a cabo en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo en ceremonia que reunió intelectuales de todo el mundo y que presidió el escritor Alfonso Reyes.

En 1979, seis años después de que el país perdiera la libertad, sus restos fueron velados en el mismo salón donde fuera galardonada medio siglo antes y donde habían descansado los cuerpos de Batlle y Ordóñez y de Herrera. Y donde sería velado Wilson casi una década después.

Su amistad con Wilson y con mamá tuvo tanto de poético como su vida y su pluma. Cuando Juana dedicó su libro, Wilson no lideraba aún no digo ya al Partido, sino a sector alguno del mismo. Ella lo invistió de gladiador de la libertad, cuando apenas era conocido. Él fue, en efecto, símbolo de la libertad… defendida… perdida… recuperada… por dos décadas.

Justo, exactamente, veinte años después de la dedicatoria de Juana, Wilson moría. Hoy Uruguay reconoce en ella el símbolo de la poesía y en Wilson, la poesía hecha Patria.

1 Se mantuvo la ortografía y sintaxis original.

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PARTE I

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PARTE I. CAPÍTULO 1.

ENFERMEDAD Y MUERTE

ANTECEDENTES DE LA ENFERMEDAD

Empecemos pues por el principio. Siento la necesidad de decir algo una vez más: no se sabía nada de la enfermedad de papá hasta avanzado el año 87. Aunque la enfermedad existía. En torno a esto se ha querido especular con interpretaciones que no tienen asidero en la realidad: si Wilson hizo esto o aquello porque sabía que se moría. Nada de eso. No era persona de tomar decisiones en función de su estado de ánimo. Cuando supo que estaba enfermo sumó una lucha más a las tantas que había librado: la lucha por seguir luchando.

Una vez que, ya de regreso en su patria, los primeros diagnósticos indicaron la presencia del tumor, se empezó a buscar sus antecedentes. Entonces sí, placas en mano, los médicos uruguayos las compararon con las que había traído de chequeos de rutina hechos en Londres y pudieron interpretar cosas que tampoco hubieran visto sin la información reciente. Notaron una cavidad entre los pulmones, una separación un poco más grande de lo común. Siguiendo su evolución, pudieron afirmar que ahí estaba ya el tumor, aunque estacionado.

Recuerdo incluso que antes de que volviera a Uruguay hubo gente que especuló con que ello se debía una supuesta enfermedad, que quizás tuviera, pero en todo caso no lo sabía. Es cierto sí, ahora se puede decir, que regresó con una enfermedad mortal que lo amenazaba en silencio. Quizás la tuviera desde hacía muchos años. Hoy, no entonces, se puede saber que ya lo acompañaba en el exilio. Por lo menos desde Londres. No lo sabía nadie. Ni sus médicos, ni su círculo íntimo. Los galenos ni siquiera se habían dado cuenta. El doctor Grant Williams le había asegurado que tenía buena salud y hacía bien en decírselo. Nada en aquel momento podía hacer pensar lo contrario.

No fueron tantas las consultas. Mamá lo forzaba a ir a verlo cada año o año y tanto a su consultorio en 104 Harley Street (WIN IAH) en Westminster (Londres). Pero nunca lo atendió por una dolencia. Siempre fueron chequeos preventivos y de rutina. Si papá no cedía al pedido de Susana, ella tomaba el mando y llamaba a Grant al 935 6155 para coordinar la entrevista. El doctor Williams era un admirador clínico de Uruguay: “Cómo pueden comer tanta carne y ser tan sanos”. Wilson volvió convencido de que gozaba de buena salud. Y fue así porque Grant no podría haber leído en sus placas lo que sus colegas uruguayos vieron después con conocimiento de la evolución de aquel espacio interpulmonar.

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El tumor estaba estacionado. Sin duda tanto los avatares de la vida, la prisión, la democracia postergada, la ley de caducidad, la incomprensión inmediata a temas que la Historia ha ido laudando, explican por qué lo estacionado se volvió activo y lo activo se volvió rápido. Pero hoy más que pensar en por qué murió, es mejor recordar cómo y tratar de entender también con ello cómo trascendió la muerte.

LA VISITA DEL PAPA

El 87: un año que había empezado de modo triste. Como se suele decir, “arrancó mal”. Es cierto que el Congreso de Por la Patria había dado una solidez institucional de la que carecía hasta entonces el Movimiento de Wilson. El fin de año había sido doloroso, cargado de tensiones. Si bien es cierto que ya en marzo del 87 se habían aquietado las pasiones, no lo es menos que comenzaban a manifestarse las consecuencias políticas que siguieron a las pasiones: alejamientos políticos dentro de filas y rupturas con algunos de quienes habían sido viejos amigos, así como el quiebre del frente antidictatorial. Cuestiones que además de dolorosas en lo personal, no auguraban cosas buenas para el país.

El 18 de marzo, estando mi padre aún en su campo (Cerro Negro), se enteró por la radio del alejamiento de algunos compañeros de su grupo político Por la Patria. Se sucedieron reuniones, llegaron expresiones de solidaridad, salió una declaración de reafirmación de su liderazgo firmada por dirigentes nacionalistas de todo el país. Él quedó agradecido pero dolorido al mismo tiempo: “Hace unos meses no hubiera sido necesario aclararlo”. El documento hizo bastante ruido en medios políticos. Se le conoció con el nombre de “Declaración de Puntas de la Sierra” –una característica muy blanca ponerle nombre geográfico a este tipo de cosas–. Es parte del sentido épico del Partido. Aquel complejo mes de marzo dio paso al de abril, en el que llegó el Papa a Uruguay.

En rigor el papa Juan Pablo II arribó el 31 de marzo. El episodio tiene en esta historia un significado muy especial. Wilson era un hombre de fe. Al mismo tiempo no era muy litúrgico. Era un católico práctico medio rebelde con las normas. Sin embargo lo conmovió mucho la visita del Papa. Cuando llegó con mamá a su casa, después de haberlo conocido, comentó: “El Papa nos trajo mucha paz”. El presidente Julio María Sanguinetti le presentó al Papa el 1 de abril, el día siguiente de la llegada y poco antes de la misa que se celebró al pie del Obelisco. Allí donde hoy están la cruz y la estatua del papa Karol Wojtyla. Cuando el Santo Padre le extendió la mano, papá se arrodilló y besó su anillo.

No hacía esas cosas por el protocolo mismo. Solamente si le salían del alma. Es más, fue el único en hacerlo. Mi recuerdo de niño es que ello era de estilo con el Nuncio (en aquellos años, monseñor Forni). El entonces ministro Ferreira Aldunate le daba francamente la mano. Aquel 1 de abril se arrodilló ante el buen Papa que le

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había traído paz. Escribo viendo su foto con Juan Pablo II, tomándolo del brazo para que se levantara.

ABRIL DEL 87: PRIMEROS SÍNTOMAS

Tras el encuentro con el Papa, Wilson recibió algunas visitas que lo reconfortaron mucho. Sin embargo, visto ahora en perspectiva, ya empezaba a sentirse mal. A mediados de mayo, Danielle Mitterrand, primera dama de Francia, dio una conferencia de prensa a la cual papá dudó de ir porque se sentía mal. Tuvo una entrevista con ella en la residencia presidencial de Suárez y Reyes, y cuando salió dijo: “No me siento en caja”. Si le preguntábamos más, simplemente decía: “No sé. No doy más, estoy agotado”. No era propio de él. Nos tendríamos que haber dado cuenta antes, pero fue una época de mucha actividad. Creíamos que era algo pasajero.

Pero a finales de mes, con motivo de la inauguración de un local partidario sobre la calle Fernández Crespo en el que debería hablar Gonzalo Aguirre, en una noche fría e inhóspita, debió marcharse antes de que finalizara porque volvía a tener fiebre y mucha tos.

“El 30 de mayo comenzó la Convención del Partido Nacional, que Wilson presidió y en la que se produjo un nuevo choque (en la interna partidaria) […] Ese mismo día Búsqueda publicó una entrevista con Wilson en la que éste volvió a referirse a la necesidad de mantener la unidad partidaria y en la que criticó la idea de Seregni de que el país caminaba hacia un nuevo bipartidismo (Frentista Colorado) (‘diría que de lo que se trata es de crear dos versiones del Partido Colorado’). Por esos mismos días se constituyó la Junta de Por la Patria”. (Lincoln Maistegui, Historia de los Orientales, tomo III).

En eso, Seregni no fue precisamente un profeta. Pero para Wilson lo importante era lo de la Junta de Por la Patria. Para él era algo muy importante. Soñaba con la institucionalización del Movimiento. Era algo así como el modelo de Partido renovado que nos quería dejar como legado. Casi concomitantemente con las primeras reuniones de la Junta, Wilson empezó a tener mucha fiebre y tos. El 19 de junio amaneció con mucha fiebre y tos. Mamá se empezó a asustar. A partir de entonces nunca se volvió a sentir bien, nunca se repuso del todo. Mamá fue la primera en advertirlo y la última en aceptarlo.

Mamá comenzó a preocuparse mucho, pero nadie le hacía demasiado caso. “Lo que Wilson necesita son unas buenas vacaciones” o “por qué no se van juntos a algún lado y no le dicen a nadie dónde están” fue la máxima atención que logró. Pero ella seguía muy preocupada. Los médicos hablaban de una gripe mal curada. A partir de

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ese día ya no se le fue la tos. Mamá decía que le sentía un leve silbido al respirar. Hizo una congestión, le aumentó la fiebre. El 15 de junio lo visitó el Presidente. Al irse me comentó: “Tengan cuidado, estos cuadros vienen complicados”.

El 27 de junio, decimoquinto aniversario del golpe de Estado, el presidente Sanguinetti convocó en la residencia de Suárez y Reyes una reunión de jefes de partido. Wilson concurrió. Esa vez ya fue notorio que salió muy cansado. El 4 de julio no fue a la fiesta nacional de Estados Unidos al mediodía porque se sentía “muy engripado”. Pero de tarde fue a un acto partidario en Santa Rosa. Mamá quería que se quedara en cama: “Pero si no fuiste a la embajada por estar engripado”. Rápidamente le contestó: “No creo que nos invadan por tan poco”. Se rió y le dijo que los compañeros son otra cosa: “A veces van de lejos sólo para verme”. En el lugar donde habló, hay una estela de bronce que recuerda su último discurso.

Salió hacia Santa Rosa a las dos de la tarde. Diego manejó y lo llevó por la Ruta del Santoral –la Ruta 6 que muere en Vichadero–. Volvió contento por el fervor y entusiasmo con que fue recibido. Pero a nadie se le escapó ya que estaba exhausto. Diego empezó a hacerse eco de la preocupación de mamá, pero fue ella la que, como

Con Danielle Miterrand, Marta Canessa y el Presidente Julio María Sanguinetti, en Suárez. Wilson dudó hasta último momento si podía ir

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tantas veces, tomó las riendas. En su estilo. Sintió que nadie le hacía caso sobre la salud de Wilson, por lo que se dispuso a obrar en secreto. ¿A quién llamó? Al uno. Piensa ¿quién es el uno? El ministro de Salud Pública: si no, no lo hubieran puesto.

En realidad de ingenuo, como quizás suene, tiene muy poco. El Ministro era el profesor Raúl Ugarte. Un “profesor de la medicina uruguaya” y grado cinco de la Facultad. Era por eso que estaba frente al Ministerio. Ha habido muy buenos ministros que ni médicos eran. Pero en este caso, ante la invitación de Sanguinetti a que el Partido Nacional tuviera presencia en su gabinete ministerial, Wilson prefirió no quedar atado con compromisos, ni dar la imagen ante la gente de que hay “reparto de cargos”, por lo que ofreció dos personalidades muy destacadas, cada uno en lo suyo, más allá de su condición de buenos blancos: Enrique Iglesias en Relaciones Exteriores y Ugarte en Salud Pública.

El estilo personal de Ugarte, su discreta sonrisa, su calma y tranquilidad espiritual ya tranquilizaron a mamá. Su presencia tenía mucho de terapéutico. Al mismo tiempo resultaba evidente que no le gustaba ese silbidito al respirar y que se tomó las cosas muy en serio. Como los viejos clínicos uruguayos no precisaba estetoscopio, auscultaba a oído. “Tenemos que consultar a Piñeyro” fue su rápida sentencia.1* El tono de severidad de sus palabras y la expresión del rostro de Raúl Ugarte contagió tardíamente la preocupación de mamá a quienes estábamos presentes. Pero todos estábamos lejísimos de intuir las sospechas del doctor Ugarte.

Dios tiene caminos inescrutables. Como cita siempre a Santa Teresita el padre Daniel Sturla:2* “Escribe recto, en renglones torcidos”. Piñeyro fue el médico que había logrado, muchos años antes, que Wilson dejara de fumar. Justamente para cuidar sus pulmones. Eso fue en Impasa3* en la década del sesenta.

Papá fumaba por entonces tres cajillas y media diarias de Republicana sin filtro. Tuvo consulta con Piñeyro el 11 de julio de 1962. El médico le dijo: “Claro, a usted le falta fuerza de voluntad para dejar de fumar de golpe, yo le voy a recomendar…”. Le había tocado el amor propio. Wilson lo interrumpió: “Un momentito, doctor, usted qué quiere decir, ¿que yo no me animo?, bueno… ¿Puedo terminar la cajilla que tengo encima?”. “Sí, cómo no”. Salió Wilson del consultorio de Piñeyro, subió al barcito que había antes en el último piso de Impasa, pidió una merienda muy clerical: un capuchino y un jesuita. Sacó del bolsillo de su saco la cajilla marrón oscuro con gorro frigio en dorado… con tanta mala suerte que le quedaba uno solo. Lo fumó lentamente y nunca más volvió a fumar en su vida.

1 * Doctor José Piñeyro, neumólogo de enorme prestigio clínico, quien durante años había atendido a Wilson. Conocido como Joshe.2 * Sacerdote amigo de la familia, hermano del entonces diputado Héctor Martín Sturla. Ver Capítulo 7 de Vadearás la sangre.3 * Instituto Médico de Previsión y Asistencia.

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EL DIAGNÓSTICO DE PIÑEYRO

Ni fumó ni volvió a ver a Piñeyro durante 25 años… un cuarto de siglo. Se vuelven a ver en la tardecita de San Fermín (7 de julio) de 1987.

Además de un clínico destacado, Piñeyro es un ser humano excepcional. No logro aún hablar o escribir de él sin emocionarme. Fue uno más de la familia en aquellos meses terribles. Después de muerto papá, cuando se celebra la misa anual en su memoria, al salir del templo, durante ya dos décadas he hecho un esfuerzo por saludar a gente muy querida sin emocionarme. Año a año ocurre lo mismo. En determinado momento, como ocurre con el zoom de una cámara, miles de borrosos rostros anónimos enfocan con nitidez la cara de Piñeyro esperando el turno del abrazo. Cuando éste llega, los dos nos abrazamos y lloramos como si todo hubiera ocurrido pocos días antes.

El 8 de julio José Piñeyro le hizo una radiografía. Algo ambulatorio. Papá fue a Impasa, se hizo una placa y regresó a la casa. Joshe lo visitó allí y dijo que había algún foco de congestión, que quería estudiarlo un poco más y pensar un poquito en el tema a ver cómo encarar la terapia. El 12 de julio Piñeyro seguía ostensiblemente preocupado, pero nosotros, con la cabeza en otra cosa, pensábamos que la preocupación era por tratarse de papá, a quien se notaba que quería mucho. Además, mamá ya estaba tranquila, había médicos de por medio: “A ver doctor si lo hace quedarse quieto un momento, a mí no me hace caso, tiene que descansar”. Para ninguno de nosotros era más que eso.

Es raro, pero así fue: no nos pareció raro que el doctor Piñeyro el 13 de julio se descolgara con que se lo quería llevar. “Mañana se me viene para Impasa. Lo internamos un par de días, allí sí que descansa, paramos un poco las visitas y yo me saco las ganas de irle haciendo de a poco un chequeo general que hace mucho que no se hace”. Mamá festejó como si se fueran al George V. Le pareció hasta divertido. Las ansiadas vacaciones (¡en Impasa!). El 14 de julio por la mañana se internó.

WILSON INTERNADO

Hubo una risa burlona de papá mientras mamá deshacía los bolsos, llena de alegría como si estuvieran en un crucero por el Egeo. Mamá es muy franchuta.4* Francia es su segunda patria y fue la de mi abuelo Sienra que allí estudió y pintó durante muchos años.

Cuando mamá se sentó con cara de “ya estamos instalados”, papá le dijo: “Qué gripe reaccionaria, ni la Revolución Americana, ni la Revolución Francesa”. Efectivamente en ese mismo momento, el embajador Jean Français comenzaba a

4* De cultura afrancesada.

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recibir a sus invitados para conmemorar los 199 años de la Toma de la Bastilla. El embajador era gran amigo. No hacía mucho habíamos estado cenando en su casa para despedir al embajador uruguayo en aquellas tierras, Horacio Terra Gallinal, cercano colaborador de Wilson.

En aquella ocasión Français invitó a mis padres a los actos por los 200 años de la Revolución. Cuando llegó la fecha papá ya había muerto y mamá pasó el día con la carta de condolencias que le había mandado François Mitterrand que tantas veces nos abrió las puertas de la solidaridad en los años del exilio.

Llevaba apenas dos horas internado cuando lo visito. Renegó nuevamente: “No me dejan ir a las recepciones diplomáticas, que me aburren mucho, pero eso es cosa mía, que no se metan más los médicos”. Pero en su rostro se leía también la tranquilidad de estar en buenas manos y cuidado. Nadie había percibido preocupación de su parte, pero a todas luces se notaba que estar allí le daba cierta tranquilidad. Conversábamos de todo un poco cuando llegó Piñeyro. De túnica blanca parecía más médico. Pensé en eso y me reí un poco. Lo saludó, le hizo unas bromas, se quedó más tiempo del necesario. En determinado momento, casi sin que me diera cuenta, me llamó para afuera.

Me advirtió: “Tendría que conversar un poquito con usted”. Entonces lo acompañé, pero no me despedí de nadie en la habitación. Caminamos por los amplios pasillos y por el corredor central hacia los viejos ascensores. Me dijo:

–Juan Raúl, tengo toda la impresión de que lo de su padre es muy grave.–¿Pero qué quiere decir grave, ¿cuán grave?–Creo que es un tumor maligno y me temo que pueda ser de un tipo muy

complejo y muy poco sensible a la quimioterapia. –Doctor, me está diciendo una cosa espantosa.–Hay que hacerle algunos chequeos más, yo quisiera ir viendo la evolución

de esos chequeos a ver si confirman mi diagnóstico clínico… Por ahora entonces no hay ninguna evidencia, pero hoy mi intuición me dice que estamos ante un proceso muy crítico.

–Pero cuando usted dice crítico, ¿quiere decir irreversible?–Quiere decir que yo… la impresión, la sensación que tengo es que es

irreversible… Y rápido. –¿Cuánto tiempo...? –Los médicos no podemos hacer futurismo ni aventurar opiniones de ese tipo.–Claro doctor, pero usted tiene que entender que…–Así yo tenga que entender lo que tenga que entender no podemos hacer

futurismo… Si usted me pregunta qué me dice mi olfato, yo le diría que no ando diciendo ni a los pacientes ni a los familiares mis especulaciones, pero entiendo, es una figura nacional, hay temas de Estado, hay temas… –toma mis manos y las aprieta fuerte, parece contener su propia emoción– estamos ante un proceso de desenlace rápido, muy rápido, Juan Raúl.

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Nunca podré narrar todo lo que pasó en ese momento. Por un lado el mundo se me venía abajo. Por otro sentía la obligación de levantar una muralla que lo ocultara. Y al mismo tiempo el dolor no impedía sentir por aquel hombre bueno, como llama la Escritura a los Justos, una profunda e impagable gratitud. Nunca me faltó su apoyo. Parte del mismo era no dejarme –jamás– apegarme a expectativas falsas.

Dios quiso que así fuera la relación con este hombre que quiero tanto. Una amistad con algo de diamante bruto. Nunca trabajada.

Volví a la habitación. No sé cómo hice. Papá con una intuición muy especial e hijo de médico. Murió hace veinte años y sigo sin saber si aquel día me descubrió, si se dio cuenta de algo o no. Venía de recibir la peor noticia que me habían dado en mi vida. Para reponerme un poco tuve solamente unos pocos metros de caminata solitaria bajo la mirada atenta de pacientes y enfermeras. Al llegar al cuarto donde estaba internado en compañía de mamá tenía que aparentar que no había ocurrido nada. No sé si tenía más miedo que me descubriera él o mamá que estaba pendiente de cada gesto, cada mirada.

No recuerdo, o quizás nunca supe, cómo hice. En todo caso me esforcé por entrar como si nada hubiera ocurrido. Empezó entonces un equilibrio raro entre las cosas de las que nos queríamos dar cuenta y de las que no. Porque siempre me pregunté cómo a nadie le llamó la atención que, atendiendo a un paciente tan delicado, el médico de cabecera me agarrara, me llevara de conversación y me tuviera veinte minutos afuera hablando mano a mano. Cuando volví y me preguntaron “¿qué hablaban con Piñeyro?”, contesté “no, nada”. Y por eso quedó.

Bajé a hablar por un teléfono monedero5* y llamé al Presidente de la República. Sentía dolor, rebeldía, desconcierto, pero me pesaba también saber que había una responsabilidad en el manejo del tema que me abrumaba un poco. No era sólo un tema de familia. Era de los amigos y del Partido. Pero era también un tema del país. Un “tema de Estado” como dijo el médico. El doctor Sanguinetti no estaba en su despacho.6** Estaba en una actividad de la que sólo recuerdo que era en el Parque Hotel.7*** “El Presidente te ubica cuando salga” me dijo su secretario, Ernesto Laguardia. “¿Es urgente, verdad”, contesté que sí. Ernesto sabía además que de lo contrario, no lo llamaba.

A mediodía me fui. En la entrada del sanatorio esperaba un enjambre de periodistas que montaba guardia desde hacía un par de horas. Después de haber visto a mis padres tras el balde de agua fría que me había caído encima, cualquier tarea era fácil. Salí con una sonrisa, haciendo bromas: “Uy muchachos, ustedes saben cómo es esto, muy complicado, va haber que bancarle más cosas, mimarlo un poco, va a ser terrible. 5 * Así se nombraba comúnmente a los antiguos teléfonos públicos.6 ** No sólo no existían los celulares, sino que durante mucho tiempo el Presidente fue reacio a utilizarlos.7 *** Hoy es el Edificio del Mercosur.

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Qué gripe inoportuna y larga. Vamos a ver qué pasa. Estamos ante una gripe”. A un periodista se le ocurrió preguntar (¿?) “¿Va a ir a la Embajada de Francia”. Me alejé diciendo “ojalá, ojalá vaya”.

MALAS NOTICIAS

No es necesario que diga una vez más la amistad que me une al presidente Sanguinetti. No pasa por coincidencias ni discrepancias políticas. Tampoco es “a pesar de” ni “en función de”, simplemente es otra cosa que pasa por otro andarivel de la vida. Lo conozco desde niño, nos hicimos amigos en forma directa, en mis años de exilio en Washington a donde concurría más que nada en su condición de periodista, o aprovechando de la misma para hacer algunos contactos, nos reuníamos para hablar en la residencia del entonces embajador Héctor Luisi. A veces se nos iba todo un día conversando. Como presidente de la Comisión de Asuntos Internacionales de Senado lo acompañé en sus viajes de Estado. Después de muerto papá (en su segundo gobierno) fui su embajador en Argentina.

Por eso su reacción no me llamó la atención. Exhibió con sobriedad aparentemente distante el dolor, que no ocultó. Asumió responsabilidades de Estado y se dedicó a cuidarme, tratando de que no se notara. Hablamos muy poquito. Nos dijimos todo. Son momentos en que se encuentran cerca lo sublime y lo… cursi. Sin embargo el diálogo galopó un campo sublime.

–Juancito, las noticias son malas ¿verdad?–Sí, Presidente, son malas. –Estamos ante un tema serio, ¿es eso?–Sí, Presidente, estamos ante un tema muy serio.–Bueno, viejo, lo que haya que administrar, lo vamos a administrar bien, lo que

quede para pelear, de alguna forma… lo vamos a pelear. Y ahora, ¿tú cómo andas?–Qué sé yo.–Va a ser muy duro, cuando me necesites llamame.

El tono justo, ni sensiblería que me aflojara ni distancia que me hiciera sentir solo.

Ese mismo día, de noche, yo tenía una reunión en la Sala Verde del Palacio Legislativo.8* Se constituía mi agrupación departamental de Montevideo de cara a la interna del movimiento Por la Patria. La reunión prometía ser un éxito importante. La vieja sala, donde veinte años antes había comenzado a trabajar como secretario de mi padre, desbordaba de gente.

8 * Sala que fue despacho de Wilson siendo senador, luego lugar de sesión del Honorable Directorio del Partido Nacional y Sala de Comisión, donde hoy preside su ‘Retrato’, óleo de Vieyte.

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En el momento en que se calmaban un poco las voces para que yo empezara a hablar, mi secretario, José Suárez, me alcanzó un papelito: “El doctor Piñeyro pide que se traslade en forma urgente a Impasa, más información en su secretaría”. Serían las nueve de la noche. Me costaba mucho explicar que me iba a levantar en el momento en que apenas había empezado la reunión. Es curioso que, estando Wilson internado, mi partida repentina no haya generado alarma. Lo cierto es que a nadie le llamó demasiado la atención. Había sí una preocupación normal por el mero hecho de la internación. Pero aun así y con lo que nos había costado armar aquel encuentro y lo sensible que son los dirigentes montevideanos… a nadie le pareció raro.

“Se imaginan que lo único más exigente y absorbente que Wilson es Wilson internado… no voy a poder hacerme mucho el rebelde y debo hacerle caso… si no… malas noticias. Así que sigan ustedes. Yo me voy a tener que ir porque me llama”.

Mi despacho era de los pocos que quedaba sobre el ambulatorio,9** a pocos metros de la Sala Verde. Allí me mostraron lo que habían anotado del llamado de Joshe: “Venga urgente a Impasa. Ingrese por la entrada de emergencia (ambulancias). Allí le indicarán dónde lo espero”.

Así hice. José Suárez fue manejando mi viejo Peugeot 504, gasolero, verde agua (al que, con su habitual humor, Fernando González Guyer llamaba el bólido verde). Me esperaba un enfermero que me condujo a un consultorio del subsuelo que a la sazón ocupaba Piñeyro. Pocos minutos después, según me había adelantado el propio Joshe, llegó el profesor Roberto Rubio. Se leía la desolación en su cara.

Rubio era un amigo de papá. De los pocos que tuvo. Oriundo de nuestros pagos de Castillos (departamento de Rocha), donde “nace el sol de la Patria”. Era una eminencia. Dos años antes había sido declarado Profesor Emérito de la Medicina Uruguaya. Cuando papá supo, bastante después, que se moría, quiso que Rubio quedara como presidente del Partido. Y así fue. No tenía, ni tuvo, ni quería tener, actuación política. Pero la obsesión de Wilson era que después de él no hubiera divisiones. Y para evitar luchas internas pensó en Rubio como hombre indiscutido. No era político, es cierto, pero “blanco como hueso de bagual”.10*

Nacido en la tierra de la palma y el butiá, dos años antes de que Wilson llegara al mundo en Nico Pérez, se conocieron desde jóvenes. Castillos tenía (y tiene) cinco mil habitantes) y aunque la mayoría se llaman Rocha o Molina, está lleno de Rubios, Aldunates y Ferreiras. Pero era un hombre de ciencia. Había estudiado en el Reino Unido, en Estados Unidos y Suecia. Integró el primer equipo de cirugía cardiovascular de Uruguay. Pero esa noche la ciencia no pudo con él. El que estaba allí ante mí, con una mirada cargada de sorpresa y dolor, era el viejo amigo de Wilson.

9 ** Pasillo que rodea el hemiciclo de la Sala de Sesiones10 * Expresión tradicional para describir a los blancos. De los colorados se suele decir “como sangre de toro”.

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Ya con Rubio, el Profe, como le decíamos siempre afectuosamente, Piñeyro retomó la solemnidad y me dijo: “No voy a decirle cosas de las que aún no tengo evidencia científica, pero tampoco puedo permitir que usted crea que esto es reversible porque no lo es”. El mensaje era clarísimo. Me mostraba las placas, las comparabas con las que le tomaron al ingresar preso al cuartel y las que había conservado de Londres. Me decía “ahí está el tumor, ésta es la evolución que está teniendo, así se está desarrollando”. Sonaba muy convencido, categórico y firme en su prediagnóstico. Rubio, no. Creo que no quería creer, dudaba… Decía “bueno, sí, todo parece indicar que… pero hay que esperar, puede ser un ganglio”. Cuando ya nos marchábamos, una hora más tarde, caminaba adelante con Piñeyro y sentía mascullar a Rubio: “Un ganglio, debe ser un ganglio”.

LA FAMILIA Y DIEGO ACHARD

Me fui a mi apartamento en la calle Luis Piera 1835. Recibí un llamado de papá en el que me contó que estuvo el presidente Sanguinetti a verlo. Suspendí una cena. Era importante. No era época de celulares o correos electrónicos. En pleno proceso de transición, esa noche Diego Achard y yo teníamos previsto cenar en el Servicio de Remonta del Ejército11** con los generales Ruggiero, Aguerrondo y Rebollo. Todos ellos integraban el Comando de Apoyo Logístico del Ejército. Recuerdo la frase de Wilson en la primera reunión que mantuvimos con ellos: “No se desgasten en ver quién tenía razón, piensen qué hubiera hecho cada uno en los zapatos [las circunstancias] del otro”, recordándonos a Ortega y Gasset: “el hombre es él y sus circunstancias”.

Yo tenía que comunicarme con él en el lugar de la cena, que no tenía teléfono. Primero porque no iba a ir .Pero lo más importante: no había podido compartir nada de esto con Diego. Él tenía que saber de inmediato. Es difícil explicar lo que era Diego Achard para Wilson y para todos nosotros. Diego era la persona a la que mamá llamaba cuando algo desbordaba a papá, lo ponía mal anímicamente, lo ponía nervioso o lo angustiaba. Porque la mera llegada de Diego, que tenía una personalidad muy gruñona, muy hosca, para ocultar una natural y conmovedora calidez, había hecho sintonía perfecta con la de papá. No se puede describir lo que era Diego para él, porque era todo.

Papá, como todo tipo demasiado inteligente y con poder, con una vida política exitosa y con todo lo que todo el mundo sabe que tenía, era bastante irreverente, le costaba mucho reconocer méritos intelectuales y menos políticos en los demás. A Diego además de quererlo, lo admiraba. Por eso lo escuchaba. A veces le daba la razón y seguía su consejo. Otras veces no. Pero nunca tomaba una decisión sin consultarlo.

Cuando Diego murió, hace poco más de un año, dejó como resultado del esfuerzo final de su vida un libro extraordinario: Se llamaba Wilson. Mamá camina por la casa

11 ** Dependencia del Ejército situada en el Parque Roosevelt, departamento de Canelones.

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con el libro en la mano y lo va leyendo de a trocitos. Pero mi madre logró finalmente recuperarse del dolor de la muerte de Diego gracias a Carmencita, Paula y Andrés (madre, esposa e hijo de Diego).

Además, era mi amigo y hermano del alma. No aguantaba más sin hablar con él.

Me quedé un rato solo en el apartamento y mandé a José Suárez al Servicio de Remonta. José era un secretario muy especial. Nada que se le pidiera dejaba de hacer con entusiasmo. Me manejaba, me acompañaba… Era un hombre sencillo, cálido, y razonaba en forma simple y fácil. Como era de confianza, conocía a estos militares y ellos lo conocían a él. Hizo entonces de emisario para anunciar que no iba a ir al asado y discretamente avisar a Diego que apenas pudiera me llamara.

Ya no dormiría. Quedé esperando el llamado de Diego. No recuerdo cuánto pasó. Aquellas tenidas con los militares eran largas. Estaba seguro de que Diego intuiría algo pero no cambiaría la rutina que tenía prevista. En todo caso la espera se hizo eterna.

Ya no era sólo contarle. La voz de Diego… quería oírla y recordar la cantidad de veces en los años de exilio que el llamado (varias veces al día) de Diego desde México se leía “acá estoy contigo”. Como escribiera Wilson: “No hubo momento difícil en el exilio cuando en el momento crítico no sonara el teléfono y… Susana y yo no miráramos y dijéramos ‘es Diego”. Además nadie estaba tan cerca de Wilson como para ayudarme a amortiguar este dolor, cada minuto que pasaba más intenso.

–¿Qué pasa, Juancito? –Papá esta muy mal. –¿Y la impresión de Piñeyro?–Es que es una cosa fatal. No muy larga. Se hizo un silencio largo que él rompió diciendo:–Bueno, hermanito, nos vemos mañana.

No necesitaba decir más nada. Recién después pude dormir algo.

A la mañana llegó temprano. Entró con cara de contrariado pero al acercarse inevitablemente me abrazó y nos derrumbamos ambos en un sollozo desconsolado. Es decir, Diego lloró la enfermedad, la agonía y la muerte cuando todo recién empezaba. Largo rato estuvimos abrazados llorando. Después pasó al baño tres minutos, como molesto consigo, y volvió a bajar esa cortina de hierro que lo acompañó hasta el 8 de mayo de 2007, el día en que nos dejó. Apareció de nuevo y entreví al Diego Caterpiller. Estaba pronto para enfrentar situaciones adversas, como lo hacía desde hacía años, como lo hizo hasta el último segundo de su vida.

Cuando hace diez años hablé a Posdata sobre cómo fue Diego esos días12* dije: 12 * Ver ‘A modo de prólogo’.

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“Era capaz de absorber como una esponja todas las emociones, de esconderlas detrás de las vísceras aunque le pesaran más que a nosotros, y de ayudarnos a tener en cada instante la cabeza fría, la serenidad de juicio para empezar a tomar decisiones que había que ir tomando sobre la marcha y que eran todas difíciles”. Tan era así que cuando el desenlace era inminente mamá procuró preservar algunas horas de intimidad (luego no se pudo) y pidió estar sola aunque fuera un rato con sus hijos y con Diego.

Gonzalo, mi hermano mayor, pasó un poco más tarde. Diego aún estaba allí. Le conté y, como es muy corriente en la gente muy sensible, se ocultó de la realidad. No lo asumió. Como si no se le hubiera dicho nada. Después me contó que de allí se fue a dar una ducha y quedó llorando largo rato bajo el agua. De tarde nos reunimos los tres hijos en Impasa. Mi hermana, Silvia (Babina), con una mezcla de fortaleza y fragilidad, lloraba, se reponía… en fin… pero me acuerdo que la primera reflexión en voz alta fue suya y no recuerdo la frase textual pero el tono era “lo único que podemos pensar ahora es que la familia esté más unida que nunca, que nos ayudemos todos mucho, que nos demos cuenta de todo lo que nos vamos a necesitar”.

Dos días después, el 17 de julio, Piñeyro le informó con suavidad a mi madre y a mi hermana. A mi hermana, que ya sabía toda la verdad, y a mi madre, que no sabía nada y se pegó un gran susto. Mi madre se asusta cuando nosotros nos pinchamos un dedo o nos sube un quintito la fiebre. Pero al mismo tiempo tiene siempre esa fe impresionante en que hay que “meter para adelante” que al final todo va a salir bien. Hasta el último segundo no quería creer lo que iba a ocurrir, o lo que podía ocurrir. A partir de entonces empezamos a hablar entre nosotros sobre cuándo habría que decírselo a papá. Yo ahora creo que papá ya lo sabía, y quizá mejor que nosotros. Porque además de su intuición, de su olfato y de su picardía, era el dueño del organismo, del cuerpo enfermo.

Piñeyro quería respetar mucho los plazos que nosotros necesitáramos en el manejo público de la noticia. Le pedí que mantuviera informado al Presidente de la República, porque era el compromiso que yo había asumido con él. Piñeyro dispuso la utilización de un teléfono en la enfermería del piso donde estaba internado y donde él iba a estar muy a menudo, para que pudiéramos hacer las llamadas reservadas que fueran del caso, sin que Wilson escuchara.

No obstante, Piñeyro habló con él. Fue el 22 de julio, día del natalicio de Luis Alberto de Herrera. Iba a ser la primera vez que, desde el regreso del exilio, Wilson no asistiría a los actos conmemorativos. Tampoco había estado en las festividades del 18 de julio.13* Le dijo: “Don Wilson, usted tiene un cáncer y tenemos que ver bien si se opera o se trata para que se cure pronto”. Le habló en un tono serio pero no fatalista que sonaba muy creíble. Le dio una noticia dura pero alentándolo a pelear y a luchar para vencer la adversidad. Sin detalles le dijo lo más importante: estamos ante un tema grave.

13 * Día de la Jura de la Constitución.

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La idea de que todo era más grave de lo que aparentaba inicialmente se fue instalando en la opinión pública. Contribuyó a ello el largo período de internación. Después que empezó el tratamiento, salvo en alguna ocasión aislada, no hubo más internaciones. Vivía en su casa y concurría puntualmente a Impasa o a la clínica Leborgne14** por radioterapia. Luego no hubo más internaciones. Nueva York es otra historia.

INFORMAR AL PARTIDO

El 23 de julio cité dos reuniones. De tarde en mi despacho del Senado, de noche en mi casa de Luis Piera. Antes de ir al Palacio pasé a darle un abrazo de cumpleaños a Manolo Flores.15* Le conté. Me hizo sentir su solidaridad en forma impresionante. No dijo nada. No necesitaba hacerlo y los dos lo sabíamos.

Más que una reunión, lo que hubo en el despacho del Senado fue una sucesión de ellas. Se fueron alternando todos los líderes sectoriales del Partido: Dardo Ortiz, Carlos Julio Pereyra, Luis Alberto Lacalle y Alberto Zumarán. De noche a casa iban a asistir a una reunión los dirigentes máximos de Por la Patria, el sector de Wilson. Iban a ir Guillermo García Costa, Luis Ituño, Miguel Cecilio, Diego Achard y Alberto Zumarán.

No me fue fácil hablar con las máximas figuras de la colectividad de Oribe16** para decirles que Wilson se moría. Pienso ahora la responsabilidad que implicaba y no sé si no es la más importante que me ha confiado la vida. Los cuatro líderes sectoriales son personas que yo quería –y quiero– mucho. Naturalmente con Dardo y Carlos Julio los momentos compartidos eran más antiguos, evocaban mi niñez, mi formación, y por eso el recuerdo del diálogo con ellos es el que más me impactó. En ambos casos tuve que salir de mi despacho y dejarlos un poco solos para que pudieran sobreponerse. Ambos con mucha sobriedad y gran dignidad. Cada uno de manera distinta, propia de dos personalidades diferentes. En ambos era inocultable el dolor desgarrador tremendo.

Dardo nunca pensó muy parecido a papá, programáticamente hablando. Eso no les impidió integrar el mismo gobierno, aquél como ministro de Hacienda y éste de Ganadería y Agricultura. Pero no sólo se querían mucho sino que tenían la suprema afinidad de un sofisticado sentido del humor. Dardo se integró a Por la Patria poco después de que la fundara Wilson y lo representó en el Triunvirato17*** de conducción del Partido en los años de clandestinidad. Transitaron una vida entera juntos y unidos por un inocultable afecto. Se tenían recíproco respeto y gran admiración intelectual.

14 ** De los prestigiosos radiólogos Félix y José Honorio Leborgne.15 * Senador Manuel Flores Silva, del Partido Colorado, hasta el día de hoy uno de mis mejores amigos, como lo fue de Diego Achard, a quien acompañó ejemplarmente durante su enfermedad.16 ** Partido Nacional o Blanco.17 *** Dardo Ortiz en representación de Por la Patria, Mario Heber por el Herrerismo y Carlos Julio Pereya por el Movimiento de Rocha.

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Fue la primera de las entrevistas. Dardo fue muy parco en lo formal. Pero con su habitual aplomo lograba transmitir todo ese cariño acumulado y una emoción histórica, si se me permite. Miró el piso y dijo: “Qué destino trágico el del Partido”. Tras una pausa agregó: “Qué dolor desgarrador para el Partido… y para mí. Al Partido le va a costar pero…”. Pensó un poquito y agregó: “Lo va a superar. Como Masoller.18**** Lo mío no importa tanto… aunque, ése sí es un drama irreparable”. Quedó en silencio. Yo salí un ratito del despacho. Volví. Él se levantó, me pegó una pequeña palmada en la cara: “Chau, viejo”, y se fue. Quedé petrificado. Ortiz era para mí una expresión corpórea del Partido. Nadie podía imponer tanto respeto con la mera solemnidad de su presencia.

Carlos Julio insinuó que intuía algo pero no llegó ni a decirlo porque me hizo el altísimo honor de compartir conmigo la emoción que lo desbordó. No recuerdo si salí, recuerdo que le ofrecí dejarlo solo. Pero no me acuerdo si llegué a hacerlo. Me parece que él no quiso. Me hizo una larga historia, muy personal, muy tierna, muy auténtica. Narró con igual emoción lo que habían sido encuentros y desencuentros con Wilson a lo largo de toda su vida. Se quejó del destino, yo creo que con razón, que esto ocurriera cuando estaban empezando a cicatrizar las heridas de algunas últimas diferencias en torno al tema de la ley de caducidad. “Una amistad tan linda, con una vida tan entrelazada entre ambos…”. Recordaba, como lo sigue haciendo, como la mejor época de su vida la patriada del 71 con Wilson.

Luego salieron los cuentos de la juventud, en los que de tanto en tanto aparecía yo de pantalón corto. De su Rocha natal, de mi tía doña Otilia, Pepito Aldunate… Su propia reacción mucho demostraba que lo esencial entre él y Wilson no pasaba por coincidir o discrepar. Lloraba mientras hablaba. Yo ya no pude llorar. Me llevó muchos años poder hacerlo nuevamente. Se me estrujaba el alma y el corazón. En medio de sus relatos, cargados de nostalgia, el llanto se encontraba con una incómoda sonrisa, en lo que yo sabía era la irrupción de algún recuerdo gracioso de los que estaba tan llena esa nutrida amistad. Yo ya no podía oírlo. Me hundí en mi propio pozo de recuerdos. ¿Qué cosa de mi vida, desde niño hasta ese frío julio en que un joven senador veía llorar a su viejo maestro, no lo había tenido justamente a él de testigo?

Hace ya casi cuarenta años de la proclamación de la fórmula electoral Wilson-Carlos Julio. En el acto recordatorio, Carlos Julio en su discurso señaló la ventana donde yo me había parado para poder ver. Pocos meses después me inicié como ciudadano en las urnas. Enseguida envié a Carlos Julio la foto votando, contándole la emoción de hacerlo por mi padre “y por usted que tanta alegría me ha dado en el pasado y tanta esperanza ha generado para nuestro porvenir”.

Lacalle y Zumarán no tenían con Wilson, y menos conmigo, el cúmulo de vivencias personales que los viejos líderes. Se acercaba una elección que ineludiblemente iba a ganar el Partido Nacional y las consecuencias que la muerte de Wilson tuviera en la 18 **** Batalla en la que el 1 de setiembre de 1904 resultó herido Aparicio Saravia y como consecuencia murió el 10 del mismo mes

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misma era un tema menos emotivo pero para ambos ineludible. No obstante, estuvo presente una tristeza personal que ninguno de los dos quiso ocultar. Pero fueron dos reuniones distintas, menos pasado con Wilson y más futuro con Wilson. Lacalle dijo “Dios le dio todo menos lo que más quería que es haber sido Presidente”. No estoy seguro de que fuera así… más bien estoy seguro de que no era así. Tampoco dudo de la buena intención con que fue hecho el comentario.

La reunión de la noche no fue menos difícil. Diego Achard ya sabía y el Panza19* había sido informado poco antes. Pero el tema estaba, parafraseando a Medina, “sobrevolando y subyacente”.20** Igual, llegado el momento todo el mundo quedó… no sabría cómo definirlo. Hubo un silencio que nadie quería romper, se oían como si vinieran de lejos los suaves sonidos de varios sollozos contenidos.

Entonces el Polilla21*** reaccionó. Fue de las cosas más impresionantes que me ha tocado vivir. La confirmación de la noticia le fue insoportable. ¡Qué ejemplo de excepcional amistad y hombría de bien! No tuvo prurito en decirlo y en demostrarlo. Él no iba a tolerarlo, en ese momento no estaba preparado para tolerar que su amigo se muriera. El Polilla dijo: “No. Yo no estoy dispuesto a escuchar que Wilson se muere”. Una cosa increíble y muy propia del Polilla en este proceso.

Quedamos todos cortados. “Dije que no, ¿me oyeron? Te callás, Juan Raúl, no lo vuelvas a decir”. Y corrió hacia mi biblioteca, donde rompió en un sollozo que homenajeaba todos los años que desfilaban por la memoria de quienes quedamos esperándolo en el estar. La vieja lista 400, el transformador ministerio de los años sesenta, la fundación de Por la Patria, los años de Parlamento y los veraneos en Pinares.

TODO MADRID LO SABE

Se produce entonces una situación inesperada y compleja. Ya estábamos en un “todo Madrid lo sabe”.22* Pero no se hablaba del tema. La misma prensa guardaba un respeto directamente proporcional a lo que avanzaba el rumor. El diario La Mañana, cuya dirección ejercía Eduardo Paz Aguirre, Lalo,23** tan adversario como amigo de papá (y mío) publicó una foto de la puerta de la habitación de Wilson con un cartel: “No se reciben visitas”, bajo el título: “Hermetismo sobre el verdadero estado de salud de Wilson”.

Me chocó leerlo. En realidad no era justo con la prensa. Ésta tenía derecho a

19 * Albero Zumarán, candidato presidencial de Por la Patria en 1984 y 1989.20 ** Famosa declaración sobre los derechos humanos del teniente general Hugo Medina durante las conversaciones del Parque Hotel.21 *** Senador Guillermo García Costa, amigo personal de Wilson y subsecretario de Ganadería y Agricultura cuando este último fue ministro.22 * Viejo dicho español heredado de una zarzuela de inicios del siglo XX.23 ** Senador colorado que presidió la histórica sesión del Senado la noche del golpe del 73.

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informar. Pero me chocó. Tarde o temprano iba a pasar. Sonó el teléfono, era el propio Lalo, que en realidad no sabía mucho de la salud de papá. Entonces primero me expresó su indignación con la publicación y recién después se dio cuanta de que algo había, la furia dio paso a la preocupación y me preguntó:

–¿Qué hay de cierto? No es preocupación periodística sino de amigo.–Mirá, Lalo, sí, esto es así. Ha sido un tema difícil, está mal, entonces te quiero

pedir que en lo que a La Mañana respecta podamos ir viendo cómo vamos informando de esto a medida que todo se vaya confirmando, de manera que no resulte violento ni para la familia ni para él, que lee los diarios, ni para la gente que lo sigue.

No había pasado una hora desde que Paz Aguirre estaba charlando conmigo en casa, cuando me comentó: “Sabés que yo hace un par de días que no voy al diario porque además ando muy cansado, no me siento muy bien, entonces he estado medio afuera de todo esto y no sabía realmente que lo de Wilson podía ser un poco complicado”. Y se fue de casa más preocupado de lo que entró. Esa tarde Lalo tuvo un quebranto de salud, el 25 de julio hizo un infarto, el 26 de julio lo llevaron a operarse con el doctor René Favaloro a Buenos Aires, donde murió en la sala de operaciones el 28 de julio. El Creador, efectivamente, escribe en renglones torcidos.

El mismo día que enfermó Lalo (quien era consuegro del presidente Sanguinetti) surgieron dudas, detalles de precisión quizás, en el diagnostico de Wilson. Matices, opiniones encontradas sobre el verdadero alcance del resultado de un chequeo.

EL VIAJE A ESTADOS UNIDOS

Naturalmente la falta de certeza en un detalle nos causaba mucha preocupación. A primera hora de la tarde llegué al Senado para averiguar cómo seguía Paz Aguirre. Me enteré de que lo llevarían a Buenos Aires. Le quedaban pocas horas de vida. Sonó la chicharra.24*** Estaba a punto de iniciarse la sesión ordinaria, me dirigí a mi banca, triste, preocupado por papá, por la enfermedad de Lalo, con quien había estado hasta un par de horas antes de su infarto, cuando me llamó el teniente coronel Malaquín.25**** Estaba de turno en Casa Militar.

–El Presidente quiere conversar un segundito contigo antes de la sesión del Senado. Es urgente. Dice que vengas a tomar un café.

Fui a la residencia de Suárez, conversé con él en su escritorio y me dijo, con mucho respeto pero también con mucha decisión y firmeza:24 *** Tradición parlamentaria uruguaya: antes de iniciar las sesiones del Senado, el presidente hace sonar una chicharra suave interrumpida cada tanto por la voz del secretario que dice “No hay quórum para sesionar, el señor presidente invita a los señores senadores a pasar a sala”.25 **** Hoy teniente general retirado, edecán aeronáutico del presidente Sanguinetti en sus dos gobiernos; al final del segundo período fue comandante en jefe de la Fuerza Aérea.

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–Mirá, hasta aquí hemos venido administrando esto con un margen muy claro de certidumbre en cuanto al diagnóstico y de precisión en cuanto a la situación en que nos encontrábamos. Ahora aparecen algunas dudas, entonces: que Wilson se vaya a Estados Unidos. Aunque sea para que él y todos nosotros tengamos la tranquilidad de haber hecho bien todo lo que había que hacer.

–No se va a querer ir. Vos lo conocés mucho, no se va.–Yo entiendo que puede ser difícil tomar esa decisión. Pero aparece el primer

margen de dudas… que viaje a Estados Unidos: precisión y tranquilidad para todos.

–Presidente, vos sabés bien, no se va a ir.–Está el avión presidencial con los motores prendidos, Casa Militar tiene

instrucciones para trabajar con la Fuerza Aérea en el plan de vuelo. Hay que convencer a Wilson para que vaya.

–Presidente, va a ser muy difícil; es un vasco testarudo, ya dijo que no y después que dijo que no es muy difícil… –Suspiré con resignación. Sanguinetti me arrimó un vaso de agua.

–Yo estoy saliendo en un rato a inaugurar unas viviendas del Banco de Seguros en Rocha, hablá con Wilson, si no lo convences me avisás y yo me instalo al lado de la cama hasta que lo convenza.

No volví al Senado. Fui al sanatorio. Lo encontré de muy buen humor.

–Mirá, papá, el Presidente es de la opinión de que tenés que ir a Estados Unidos.

–Pero qué se ha creído… venir a opinar… Decile que es mi cáncer.–Yo qué sé, papá… no quiero estar en el medio de esto, es muy difícil, pero él

pone el avión a tu disposición, yo creo que hay que hacerlo.–Pero miralo al genovés, ahora va a administrar mi cáncer.

El sentido literal de las palabras no acompañaba su expresión corporal. El rostro se le había vuelto muy alegre. Le parecía muy divertida la discusión. Poco a poco la diversión se mezcló con mucha emoción.

–Me dice que si no te convenzo, él viene y se sienta al lado de tu cama y no se mueve hasta que te vayas.

–Bueno, está. Me voy para Estados Unidos. Y vos decile que prefiero grave en Estados Unidos que mejorando acá con él al lado de mi cama. Qué locura que tienen.

Sus ojos estaban húmedos de emoción.

Cuenta Diego Achard en su obra póstuma, Se llamaba Wilson, que “el sábado 25 [Wilson] llamó a la estancia Anchorena para agradecerle a su enconado adversario político”.

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UN DOCUMENTO HISTÓRICO PERDIDO

Antes de salir del departamento, Diego y yo le entregamos una larga carta de Sanguinetti. De puño y letra. Una caligrafía que demostraba claramente que había sido escrita a bordo del helicóptero que, tras el acto del Banco de Seguros en Rocha, lo había trasladado a la estancia Anchorena.26* Serían unas veinte páginas. Era un deseo de buen viaje, augurios de buen retorno. Pero era sobre todo un largo racconto de una vida muy intensa compartida. Cuando veía a papá leyéndola recordaba un enfrentamiento muy duro que tuvieron en una Asamblea General durante el gobierno de Pacheco. Terminaron a los gritos. Al rato (yo era muy joven) desde la barra27** veo entrar por el medio del recinto a un veloz Sanguinetti que se dirigía a mi padre. Me asusté. Se acercó y se dieron un abrazo. “No quiero pedir disculpas en privado, no vale, que todo el mundo vea el abrazo”, le dijo.

Wilson leyó la carta y disimulando todo sentimiento, haciéndose el distraído, con la expresión nos indicó que iniciáramos el trayecto. Tomé el documento en mis manos. Esa noche, luego de la partida lo leí varias veces. Se mezclaban emociones nacionales con recuerdos personales. Cuando era secretario de mi padre sólo dos diputados podían entrar al escritorio de Wilson sin golpear ni ser anunciados: Julio María Sanguinetti, del Partido Colorado, y Rodney Arismendi, secretario general del Partido Comunista del Uruguay desde el derrocamiento de Eugenio Gómez.28***

“Menos mal que la traje”, pensé. “Con el aquelarre de la enfermedad y las visitas, se iba a perder”. Craso error. Un día desapareció de su lugar y el texto nunca se conoció públicamente. Ojalá esté en manos de alguien que algún día lo publique o lo ponga en manos de los historiadores.

Así fue, como toda la vida, la relación entre ellos en este período. Luego de regresar de Estados Unidos, Wilson escribió un sueltito en La Democracia ironizando el tradicional gesto de Sanguinetti de escuchar el himno con la mano en el corazón (a Wilson como nacionalista le disgustaba un poco eso de copiar a los americanos, no era muy de nacionalista). El sueltito se llamaba ‘La mano en la pajarilla’. Cuando se hizo del primer ejemplar de La Democracia, lo recortó y se lo envió al Presidente con una tarjetita: “Como verás, estoy mejorando”.

Sanguinetti un día me dijo, como recuerda Diego Achard en su libro: “Bueno, es que Uruguay es así, si Wilson se mejora, me hará una zancadilla, pero si yo me caigo me pondrá un almohadón para que el porrazo no sea muy grande”. Un día se despidió de él diciéndole: “Mejorate porque contigo es bien difícil, sin ti sería imposible”.

26 * Lugar de descanso de los presidentes uruguayos.27 ** Balcones de acceso público para presenciar las sesiones en el Palacio Legislativo.28 *** Eugenio Gómez fue secretario del Partido Comunista del Uruguay en época del estalinismo.

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LA PARTIDA

En el departamento de papá estábamos mi hermano Gonzalo con su familia, Diego y yo. Babina y su familia fueron directamente a la base, ya que ella haría el viaje acompañando a mis padres. Gonzalo, su esposa, Carmen Irazábal,29**** y mi ahijado Gonza, que hoy es un salteño inmigrante en la capital, por lo cual tengo la enorme felicidad de que viva con nosotros. En aquel entonces vivían en Punta del Este y se estaban por mudar a Porto Alegre.

Gonza recuerda que “ya había llovido esa noche. Pero además se sabía que se aproximaba otra tormenta”. Yo no lo tenía presente pero él me cuenta: “Tanto había llovido que en el camino al aeropuerto, en el Monza papá [Gonzalo, mi hermano] perdió una taza en un charco que atravesaba de lado a lado la Avenida de las Américas”.

Cuando salíamos ya para el aeropuerto me llamaron para avisarme que Lalo estaba muy grave en vuelo hacia Buenos Aires. Favaloro lo esperaba en el quirófano. Todo el viaje desde Pocitos a la base militar me daba vueltas en la cabeza la misma duda ¿le digo, no le digo? “Decíselo”, sentenció Diego, “tiene derecho a saber”. Accedí pensando decírselo cuando estuviera por embarcar. Y así fue. Se dio vuelta para despedirse, junté coraje y le conté. Miró para un costado para disimular la emoción. Me tomó del brazo, pidió un papel y escribió en el mostrador de la VIP de la Base Aérea número uno. Se dirigió así su viejo adversario:

“Querido Lalo:En momentos en que toda la opinión pública está

pendiente de mi estado de salud, has irrumpido con un espectacular infarto a disputarme la atención y consideración de la gente. Te rogaría que en el futuro utilices métodos más convencionales de competencia, así que te exijo que te repongas pronto, que te pongas bien.

Un abrazo grande.Que Dios te bendiga. Wilson”

Terminó de escribir la carta cuando un oficial le anunció la aproximación de una tormenta que les imponía salir de inmediato. Viajaba con mamá y mi hermana Silvia, los médicos y la tripulación. Todos estaban a bordo cuando él terminó de despedirse. Vestía una gabardina cruzada y con cinturón. Una golilla de seda blanca –como él– le protegía la garganta. No se veía ni la oscuridad de la noche, solamente la bruma. Corrió hacia el avión. La escena tiene algo de cinematográfico, humhpreybogardiano. Se perdió en la bruma, el avión no se vio. Se escuchó el silbido de los motores.

29 **** Carmen, madre de mis sobrinos Gonzalo, Victoria y María, murió de cáncer en Salto el 23 de setiembre de 1997.

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Así lo recuerdo, así lo comentaron quienes allí estaban y así lo recuerda mi sobrino Gonzalo que tenía entonces nueve años: “Era como una escena de película. Me dio un beso diciendo ‘chau, viejo, no dejes las clases de karate”. Gonzalo quedó con avidez por saber de su abuelo, a quien vio morir más de lo que pudo verlo vivir. Pero siempre reflexiona: “A la edad que murió abuelo la gente empieza a hacer cosas para ser recordado. Él murió joven y dejó ese recuerdo. Me da pena no haber podido vivir más tiempo con él”. Ahora que vive en casa pregunta siempre por historias, cuentos y comparte sus recuerdos.

Cuando aceleraron los motores, retumbaron en el salón. Pero oí tres voces. El brigadier Jackson, responsable del mando de la Fuerza Aérea, me dijo: “No puede ser, ese hombre no está enfermo”. Carlos Arrosa30* anunció: “Ya está. Juancito, yo acá bajo el telón, lo quiero recordar así”. Y no quiso verlo más hasta el entierro. Nos quedamos todos sin saber qué hacer hasta que Diego dijo: “Vamos”.

Era un momento para seguir la sentencia de Babina: la familia bien unida. Pero ella estaba en vuelo para Nueva York. Yo me tomé el fin de semana para descansar en Punta del Este. Gonzalo y Carmen paraditos allí, agarrados de la mano de Gonza. Carmen se puso a llorar de un modo sobrio, silencioso, propio de su irrepetible calidad humana. Gonzalo manejaba triste, haciéndose (es muy mal actor, excesivamente transparente) el distraído, parecía concentrado en el manejo. Estaba triste. Quería mucho a su padre. No al político, al padre. Estoy seguro de que le guardaba cierto rencor a la política que le robaba horas para disfrutar –como sólo él sabía hacerlo– al padre que tanto quería. El C 1 100 956 avanzaba muy lentamente, no parecía manejado por Gonzalo. Conducía un hijo muy triste.

LA MUERTE DE PAZ AGUIRRE

Papá estaba en vuelo cuando Paz Aguirre murió en la mesa de operaciones.

La muerte de Lalo me marcó a fuego. Seguí a pie la cureña desde la Casa del Partido Colorado al Cementerio Central con un clavel blanco y uno colorado entre mis manos. Era el dolor inenarrable del último adiós a un colega del Senado, amigo de la familia de una vida. Aprendí a conocerlo mejor como compañero de Comisión de Asuntos Internacionales. Viajamos juntos y me hice muy amigo de su familia.

Tampoco pude evitar imaginarme que ese mismo cortejo recorrería esas mismas calles detrás de mi padre en muy poco tiempo. Era el encuentro con viejos amigos comunes. A pocas cuadras del cementerio, el Presidente esperaba con sus ministros y se incorporaron a la marcha… De aquel sepelio recuerdo, como en cámara lenta, cada minuto, cada segundo desde la Casa del Partido Colorado hasta el toque de silencio en 30 * Amigo personal, gran admirador y colaborador de Wilson, fundador de la Juventud de Por la Patria en 1969.

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el momento en que lo enterraban. El homenaje que el Senado le tributaría reservaba nuevas emociones inesperadas.

Como he dicho, 48 horas después de haber sido escrita, con papá en Estados Unidos, leí la carta que Lalo nunca conoció en esta vida, en la Sesión Solemne del Senado de la República en homenaje al desaparecido integrante del cuerpo. Lalo pues, nunca llegó a leer la carta. El texto está en el Diario de Sesiones de aquel día. El original, entre mis tesoros más preciados.

LA CONFIRMACIÓN DEFINITIVA

El vuelo fue complejo y cansador. Varias escalas técnicas. Pasaron la noche en una base americana.31*

Papá llegó a Estados Unidos, hicieron una consulta el mismo 28 de julio con el doctor Kriss, un médico del Memorial Sloan-Kettering Cáncer Center de Nueva York, en pleno Manhattan. Lo internaron, no lo podían acompañar ni mi madre ni mi hermana porque debió internarse solo. Le hicieron una broncoscopia dos días después. El 30 de julio el pronóstico de doctor Kriss fue muy claro. Antes de que le dieran el alta, el 6 de agosto, papá redactó el comunicado de prensa que informaba a Uruguay que tenía cáncer. Lo manejó con cuidado, con preocupación de que la gente no fuera engañada, pero al mismo tiempo teniendo en cuenta que no se hiriera su sensibilidad y se le explicara las cosas de manera apacible. Le quiso quitar dramatismo: “Yo voy a luchar con fe para superar esto”.

Los médicos se sorprendieron que cuando se enteró, le preocuparan solamente dos cosas: no preocupar a la gente y cómo decirle a mamá. Es una de las historias más maravillosas de todo este período, por lo que ha merecido un capítulo propio, solamente por ello no me detengo en detalles.32**

El mismo 6 de agosto papá regresó a la residencia de Uruguay. Se lo veía contento por no estar más en un hospital. Había ganado un amigo, su compañero de cuarto, Barry Lidembaum, le hizo a mamá muchos cuentos sobre él.33*** El 7 ya salió a caminar por el jardín, tomó aire, sol, aparentemente se sentía bien. Todo esto nos lo contó entonces y sigue contando veinte años después mi madre, con su libreta negra llena de recuerdos. Yo no estaba. Todo lo sé por cuentos, relatos, testimonios. Recuerdo sí estar el 6 de agosto en la Embajada de Bolivia cuando el senador Luis Hierro Gambardella34**** me avisó que por radio están pasando un comunicado de Wilson en el que anuncia que tiene cáncer.

31 * Ver Capítulo 2.32 ** Ver Capítulo 3.33 *** Ver Capítulo 4.34 **** Padre del profesor Luis Hierro López, ex Vicepresidente de la República.

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EL REGRESO DE ESTADOS UNIDOS

El 8 de agosto regresó. Viajó en Varig hasta Río de Janeiro, donde lo recogió el avión presidencial. En la base aérea, lo esperamos el presidente Sanguinetti, Diego y yo.

Desde entonces las internaciones en Impasa ya no fueron de diagnóstico, empezaron a ser de tratamiento, esporádicas y puntuales. Lo internaron el 12 de agosto y comenzó el primer tratamiento el mismo 13. Cuando al día siguiente regresó a casa, había muchísima gente en la vereda, esperándolo con banderas. La enfermedad había dejado de ser un secreto a voces para ser un hecho público del cual la gente participaba para sentir que peleaba junto con él.

El 19 de agosto Wilson presidió nuevamente el Partido. Esto lo puso contento, no deseaba abandonar sus responsabilidades como presidente del Honorable35* y siguió adelante con la tarea. Incluso cuando la quimioterapia le trajo aparejado algún deterioro físico no tuvo ningún empacho en ir a la Sala Verde del Palacio Legislativo, donde se reunía el Directorio.36** Pero al mismo tiempo comenzaron los altibajos. Después de ésta sólo pudo ir a tres sesiones. El 16 de setiembre en la Sala Verde y el 9 y el 17 de diciembre en su casa.

El sillón de cuero desde donde presidía en su casa fue donado al Partido el día del 20 aniversario de su muerte, para que lo vuelvan a usar quienes lo vayan sucediendo como presidente de los blancos. Maneco37*** solía decir a Wilson “el que se sienta en el sillón invisible de Manuel Oribe”. Ahora el sillón desde donde se preside a los blancos, se ha vuelto más tangible.

En una conferencia de prensa en su departamento de Avenida Brasil, el 15 de agosto, un periodista le preguntó si le temía a la muerte. Contestó con una sonrisa. “Tengo muchas cosas de qué preocuparme, porque dependen de mí, o sea, mis responsabilidades. Lo otro –levanta una mano y señala al cielo– está en mejores manos. Estoy muy tranquilo”. Algo parecido narra César di Candia, un periodista de filas antagónicas a las suyas, pero que nunca ocultó la impresión que le causaba la figura de Wilson. Ante una interrogante en que de otra manera lo consulta sobre el tema, Wilson hizo que lo acompañara a la ventana, señaló hacia arriba y le dijo: “¿Ve el cielo? ¿Ve las nubes? Bueno, las nubes pasan, el celeste queda”.

El 2 de setiembre es el primer día en que se sintió muy mal. Suspendió la reunión 35 * Nombre con que comúnmente se conoce al Directorio Blanco. Uruguay es un país –hecho que Wilson siempre resaltaba– que no tiene títulos honoríficos. Pero la vieja tradición de llamar Honorable al Directorio del Partido Nacional sigue hasta nuestros días.36 ** La Casa del Partido estaba desde el retorno a la democracia en una confusa situación legal. Mientras el Poder Ejecutivo se aprestaba a expropiarla para dársela en usufructo al Honorable, el Partido como tal no tenía sede. La sede era donde estuviera Wilson.37 *** Manuel Flores Mora, líder colorado, intelectual y periodista destacado.

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del Directorio. La suspensión de la sesión le afectó mucho anímicamente. Recién cinco o seis días después se empezó a sentir mejor. El 12 de octubre, Día de la Raza, salió a caminar con mamá por la Rambla. Se cruzaron con el permanente afecto de la gente. Wilson algo intuye, no mucho, lo que hoy es tan evidente: el cariño por su figura ya no tenía fronteras partidarias. Los autos tocan bocina, se abren las ventanas de las casas, la gente aplaude. “Fuerza Wilson” pasa a ser una permanente música de fondo.

Llegó un día que recordó siempre en los menos de cinco meses que le quedaban de vida. El 21 de octubre los médicos le dieron permiso para volver al campo. El Cerro Negro era su hogar. Todo lo demás era pasajero. Cuando papá se fue de Montevideo vivía en un apartamento que vendió durante el exilio. No había llegado a vivir mucho allí, nos mudamos antes de las elecciones del 71 y desde allí se fue al exilio en el 73. Antes vivíamos en una casa en Carrasco. Después vino a un apartamento que le prestó mi madrina, Lucía Castells, y luego compró aquel en el que murió tres años más tarde. Es decir, no había arraigo a otro hogar que no fuera su campo. Allí estaban sus raíces, su querencia. Lo que le nutría su capacidad de extrañar desde el exilio. Cuando recitaba “asiéntese hermano, lo estamos esperando”38* su alma estaba en el Cerro Negro. Era su rincón en esta tierra.

URUGUAY Y EL MUNDO LO VISITAN

El 3 de noviembre llegó Felipe González en visita oficial. El embajador del Reino, don Félix Fernández Shaw, que compartía con papá y conmigo la pasión por la zarzuela,39** lo invitó a un almuerzo en honor del presidente del Gobierno de España. La invitación era R.S.V.P. ya que se trata de un almuerzo que se serviría con los comensales sentados. A pedido de papá, Diego y yo fuimos a ver a don Félix para decir la verdad. La salud de Wilson no le permite saber de antemano cómo iba a estar, no tenía más remedio que excusarse. Enterado, Felipe dijo: “No, el protocolo tiene sus límites. La enfermedad de Wilson es uno de ellos”. Quedamos en que cinco minutos antes del almuerzo Wilson llamaría y si se sentía bien se armaba la mesa de vuelta y se ponía su cubierto. Lamentablemente, ese día, llamamos para decir que no.

Estábamos recordando con papá y Diego a Felipe. Había sido el primero, junto al presidente Alfonsín, que a la sazón se encontraba de visita en España, en pedir por nuestra libertad. Había venido con Adolfo Suárez, Duque de Barcelona y primer presidente democrático del Gobierno de España, que había sido expulsado de Uruguay cuando vino a asumir la defensa de sus “amigos Wilson y Juan Raúl”. En medio de los recuerdos mamá trajo el teléfono, era del despacho de Sanguinetti, donde se encontraba Felipe González. Hablaron. Cuando cortaron papá dijo. “Viene para acá. Serví un jerez”. Lejos de hacerlo mamá corrió a una florería para armar un centro

38 * Ver Capítulo 9.39 ** Él y fundamentalmente su hermano eran compositores del género.

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de mesa con los colores de la bandera de España. Llegó con ellas cuando Diego ya esperaba a Felipe abajo y se sentían de lejos las sirenas de las motos que lo escoltaban. La foto de las flores rodeadas por los cinco acompaña a mamá en su mesa de luz.

Cuando Felipe se fue, papá decidió acompañarlo para devolverle su gesto con un esfuerzo personal. No era solamente caminar unos pocos metros hasta el ascensor. Era enfrentar a la prensa con un ya visible deterioro físico –el pelo se le había caído por la quimioterapia–. De noche el presidente Sanguinetti agasajó al presidente del Gobierno español con una cena en el Hotel Carrasco. Entraron juntos a la mesa que presidía la gala. Sorpresivamente Felipe se levantó, fue hacia la mesa en que me encontraba, tomó con sus dos manos y con mucha fuerza mi diestra y me dijo: “Lo vi agotado físicamente pero aunque suene raro en un socialista, su alma está muy sana, su nobleza intacta”. Al día siguiente, 4 de octubre de 1987, el diario Últimas Noticias encabezó la información de la visita con los dos episodios: en las dos fotos principales en una estamos Diego Achard, Felipe González, papá y yo saliendo del ascensor; la otra foto capta el momento en que Felipe con rostro triste estrecha sus manos con la mía en el Hotel Carrasco.

Pocos días después lo fueron a ver el doctor Sanguinetti y su esposa, la historiadora Marta Canessa. Fue una visita muy linda, muy alegre. Era el 7 de noviembre. El día de la Virgencita de los Treinta y Tres, imagen cuya participación en la Cruzada cuestiona Marta como historiadora. Yo pensé que la polémica salía seguro. Pero no. Todo fue armonía, chistes.

Cuando Felipe Gonzáles se entera que Wilson no puede ir al almuerzo en la embajada, lo visita de sorpresa en su casa.

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Mamá siempre nos decía que ese día Marta le había dicho una cosa muy linda. Hace poco me enteré qué era. Papá y mamá no hablaban de la enfermedad. Tenían un código, una canción de amor. Mamá llamó a Marta aparte y le contó la historia. Ella le dijo con naturalidad: “Con el amor que se tienen… cómo van precisar hablar para entenderse”.

El 18 de noviembre Piñeyro vio que la evolución estaba siendo rápida. Hubo poca reacción a la quimioterapia y el estado de Wilson empezaba a deteriorarse. Todo comenzó a suceder rápidamente.

El 3 de diciembre lo fue a visitar el teniente general Medina, otro viejo enemigo que la vida le permitió conocer… fue algo más que reconciliarse porque no habían sido amigos antes. Medina, último comandante en jefe del Ejército de la dictadura y ministro de Defensa de Sanguinetti, era el paradigma de un soldado. En una entrevista después de muerto Wilson, contó cómo lo formaron para odiarlo. Narró que cuando tras las elecciones del 84 conoció a Wilson, quien le estrechó la mano y no se la soltó mientras le dijo “esa manito pecó”, en alusión a los orígenes blancos del general.40* Dijo que no le creyó cuando Wilson habló de patriotismo al salir de la cárcel. Y culmino la entrevista diciendo que se equivocó y terminó admirando a Wilson, “un verdadero patriota”, y considerándolo su amigo. Era de la gente de “decir todo sin decir nada”. Lo despedí en la puerta. Me dio la mano y dijo: “Bueno, Juan Raúl…” quedó un eterno minuto mirándome a los ojos, hasta que dijo “adiós”.

No hacía mucho Edward Kennedy con sus hermanas había ido a ver a Wilson a su casa. Tomó el té con nuestra familia para ver de cerca a su amigo Wilson. Sobre el final de la visita, Wilson agregó a los comensales a Sara Méndez, madre del niño desaparecido Simón Riquelo. Kennedy fue de los primeros en el mundo en interesarse por Simón. Sara le entregó un regalo a Kennedy y a sus hermanas. Cuando Kennedy se fue, le regaló una réplica en plata de la boleta de votación por su candidatura en Massachussets. Wilson le dijo: “Apenas pueda, la uso”.

También lo fue a ver Francisco Peña Gómez, líder democrático de República Dominicana, Joe Eldridge, mi prologuista, el rabino Morthon Rosenthal, de Estados Unidos, y una lista interminable de amigos. Mitterrand de visita en Uruguay no logró llegar a lo de Wilson y le dejó una carta. A nadie le pasó desapercibida su enfermedad.

LA ÚLTIMA NAVIDAD

El 18 de diciembre hubo una comida con tique en Moroni. El restaurante de Chicho Tomé cerraba sus puertas para que todos sus privados y salones confluyeran en un área común para acoger a los amigos de Wilson. Tuvo la alegría del encuentro y la tristeza

40 * Descendiente de Anacleto Medina, quien participó en la Revolución de las Lanzas, de 1872, junto con Timoteo Aparicio.

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de la “despedida” que sobrevolaba el salón. Formalmente era una despedida del año. Todos sabían que probablemente no lo volverían a ver.

En víspera de Nochebuena pasó algo fantástico. Llegamos a lo de Wilson por la calle con el pan dulce más grande del mundo,41** que había elaborado la escuela de maestros panaderos, con la bendición del Maestro Cubano y el ministro de Turismo, José Villar. Encabezaba la marcha una de las mejores vedette del Carnaval, Rosa Luna, bailando al ritmo de los tambores de los lubolos. Espontáneamente se reunió una multitud que luego comió el pan en la calle, saludados por Wilson desde el balcón de su casa. El regalo y la fiesta lo tomó totalmente por sorpresa. Habló desde el balcón y fue la única vez en su vida que la voz se le quebró de la emoción en medio de un discurso. La gente sólo gritaba “¡Feliz Navidad, Feliz Navidad!”.

El mismo día de Nochebuena llegaron las cámaras de televisión. Era una iniciativa del canciller Enrique Iglesias que el presidente Sanguinetti había acogido con mucho entusiasmo. El tradicional mensaje de Navidad lo hizo el líder de la oposición. Wilson grabó en su casa y lo vimos todos por cadena de televisión a las 19.30. Algo inédito en la vida del país. Todo formaba parte de la simbología que iba armando el Uruguay entero en torno a un hombre que el país se preparó para despedir. Le habrán faltado a Wilson otras cosas, pero no la oportunidad de despedirse con tiempo, porque la muerte no lo sorprendió.

Wilson logró hablarle al país y al mismo tiempo despedirse. Sus palabras fueron escuchadas con un récord nacional de audiencia. Diez años después las publicó íntegras el diario El País en su edición del 31 de diciembre, en página entera. Todo estaba encerrado en la última frase del mensaje: “Deseémonos todos, a todos, una Feliz Navidad”.

La cena familiar fue plena. Papá estaba en silla de ruedas. Se juntó toda la familia. Todos sabíamos que era la última Navidad. Pero logró hacerla divertida y alegre. Mi sobrino Gonzalo (que, como mi hermano, también se llama Wilson), que tenía diez años, recuerda que en un momento le robó la silla de ruedas y corrió como si fuera un cart. En eso vio aparecer a su abuelo y se asustó un poco. Papá se movió con algo de dolor, se agachó y le dijo: “a qué te gano”. Corrieron una carrera con cronómetro. Ganó Gonza. Pero como recuerda muy serio hasta el día de hoy, “hizo lo que pudo, no se dejó ganar”.

EL ÚLTIMO FIN DE AÑO

El 31 de diciembre siguieron las sesiones protocolares. O no, el protocolo estuvo al servicio del interés nacional y no éste subordinado a aquél. Por decisión del Presidente de la República los tres comandantes en jefe (Ejército, Aviación y Armada) le hicieron

41 ** Ver capítulo 6.

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a Wilson la tradicional visita protocolar de fin de año, propia exclusivamente del Presidente de la República como mando supremo. La cortesía formal fue un mensaje muy fuerte al país y a las propias Fuerzas Armadas. Los comandantes recibieron la indicación de buen grado. Sucesivamente llegaron el teniente general Ricardo Berois, comandante en jefe del Ejército,42* el vicealmirante Largher, comandante de la Armada, y el brigadier general Arbe, comandante en jefe de la Fuerza Aérea.

De noche no había –como tradicionalmente– una cena familiar. Papá la había suspendido y cada uno la pasaba a su manera. Siempre fue más de la Navidad que del Año Nuevo. Las Navidades habían sido una linda despedida y nunca segundas partes fueron buenas. No más fiestas tradicionales con él. Siempre le molestó un poco el Fin de Año. “Uno dice Feliz Navidad, pero eso de próspero año nuevo es horrible, medir la felicidad de la gente en términos materiales y de prosperidad”.

Y a decir verdad, nunca fue mucho del 31. Mis recuerdos de las Navidades tenían un toque Johana –la institutriz alemana de papá–. Se escuchaban villancicos. A las doce se ponía el niño Jesús en el pesebre… Y en ese momento un vecino al que queríamos mucho empezaba a tirar cohetes y entonar cantos tipo: “Apagá luz Marilú, apaga luz, que ya no puedo vivir con tanta luz…”, seguido de “los borrachos en el cementerio…”. Entonces, papá nos tomaba a los tres hijos de la mano, nos llevaba al jardín de Carlos Butler 1755 y mirando la fiesta con olor a lechón asado, mientras nos esperaba el pavo frío con salsa golf, nos decía solemnemente y con apariencia muy seria: “¿Ven, chicos? Eso es el batllismo”.

Quizás pasaron muchos años antes de que entendiera la fina ironía y hasta el respeto con que lo decía. Como escribió Maneco, “nadie puede disfrutar de un paisaje de un solo color”. Y más allá de izquierda, derecha o centro ésos son los dos colores del paisaje nacional.

Yo me había despedido de él a mediodía tras las visita de los comandantes. De hecho ninguno de sus hijos estaba en Montevideo. Llegó la tardecita. En todos los hogares uruguayos el fuego ya estaba prendido y se sentían los primeros cohetes cuando le dijo a mamá: “Me quiero ir para Cerro Negro”. Mamá casi se muere porque papá ya no manejaba (ella sí) pero ya era tarde, en noche vieja (como dicen en España) la gente maneja con alguna copa de más… “Llamá a Diego”, dijo. Mamá nunca ha dejado de recordarlo. Diego estaba haciendo fuego para recibir a todos los suyos. No sé en manos de quién dejo la responsabilidad pero en media hora estaba en casa de Wilson y en media hora más estaba manejando el Peugeot azul 505 de papá por la Ruta 9.

De pasada por la estación de Ancap de las afueras de la ciudad de Rocha, Pienica

42 * El nombre de Berois, del departamento de Flores, se lo sugirió amistosamente Wilson a Sanguinetti. No por partidizar los mandos sino justamente para evitarlo. Ricardo Berois fue el único general que votó al Partido Nacional en las elecciones de transición en las que Wilson estuvo preso).

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les regaló una tarta de manzana y jamón que sabía que era la predilecta del caudillo. Pasando las vías del tren, los siguió e hizo detener la Policía Caminera. Diego miró a ver si se había excedido en la velocidad. Pero solamente querían darle la mano a Wilson y desearle “buena recuperación en el año que se inicia”. Agregaron “Adauto [Puñales, intendente colorado y Pachequista] pensó que a lo mejor pasaba y quería saber si no querían llevar un paquete de pasteles caseros para Cerro Negro”. No sé cómo hizo Diego para agradecer y explicar que se les hacía muy tarde.

Diego ni siquiera brindó con ellos porque el viaje fue incómodo. Llegaron y se fueron a dormir.

LOS CUMPLEAÑOS DE WILSON Y BELTRÁN

En los primeros días del año tuvo un pequeño repunte. Obviamente, sólo en lo sintomático, en el tema de fondo los dados estaban jugados. Volvió a Montevideo para su terapia. Pasé mi cumpleaños en Punta del Este (16 de enero) porque papá no quería más celebraciones. Hicimos una misa en la Capilla de la Azotea de Haedo para pedir

Último abrazo con Carlos Julio Pereyra, su compañero de siempre.

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por su salud. Entre otros estuvo presente el humorista argentino Juan Verdaguer. Su cumpleaños tampoco lo celebró (28 de enero). Pero el desfile de amigos y gente en general que fue a saludarlo fue impresionante. Se cansó pero tenía una tímida sonrisa expresiva de mucha felicidad.

Entonces pidió para volver al campo donde había pasado fin de año con mamá y Diego. Los médicos autorizaron el viaje. Esta vez no quiso ir a su campo sino a San Juan, el campo lindero de su hermano Juan Francisco, que acaba de morir hace pocos días. Porque esta vez no fue a descansar, sino a despedirse. Fue al campo de su madre, donde se crió. Quería además llevarse consigo en la retina del alma la imagen de la tierra que lo vio crecer. Sabía que cuando regresara a Montevideo no volvería a viajar.

Diego Achard organizó el regreso para el 10 de febrero para celebrar los 70 años de Enrique Beltrán. Volaron en el bimotor de seis plazas de Fernando Secco. El festejo de Enrique había congregado a todo el liderazgo político uruguayo. Papá llegó con buen aspecto. Se sentó con sus amigos del alma. Enrique, Bracco, Perucho Aladio y Artecona, ellos eran sus amigos de una vida. Cuando hace pocas semanas se conmemoraron los veinte años de la muerte de Wilson, al terminar el saludo de la Paz en una desbordada Catedral, caminó con un bastón con sus noventa frescos años Enrique Beltrán a abrazar a mi madre. Terminado el acto de homenaje a Beltrán, Wilson subió las largas escaleras del Teatro del Centro disimulando el dolor.

Ese gesto, sumado a que el pelo que había perdido por la quimioterapia le había vuelto a crecer –y sin canas– hizo creer a alguna gente que mejoraba. En el propio cumpleaños del doctor Beltrán había gente que me decía “milagro, se curó”.

SÓLO REZAR

Desde lo de Beltrán, ya no volvió a salir ni a tener encuentros públicos. Solamente recibió el 1 de marzo la visita del canciller Luis Barrios Tassano apenas fue investido en su cargo. Enrique Iglesias, que lo visitó con frecuencia durante su enfermedad, había renunciado para asumir la presidencia del BID. Barrios fue un amigo que quise mucho y cuya muerte (ocurrida hace unos años) no termino de llorar. Fue embajador en Buenos Aires, donde lo visité con frecuencia, lugar que habría de ser años más tarde mi hogar. Siendo yo embajador, puse su nombre al salón donde despacha el embajador. Luis fue a casa de Wilson apenas juró. Nos dijo “si Wilson no puede recibirme, no importa, yo quiero ir a su casa una vez que asuma”. Papá no sólo lo recibió sino, quizás con un gran esfuerzo de su parte, hablaron de temas internacionales y también de política nacional. Ya no recibió a más nadie.

La vida de papá se iba apagando como una vela. El 9 de marzo Diego tuvo el coraje, ante él mismo y ante mí, de plantearme la necesidad de que empezáramos a tomar algunas previsiones para el entierro. Fui a ver al presidente Sanguinetti, quien designó

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al coronel Víctor Escobal para coordinar los detalles de cómo se iban a desarrollar los funerales de Estado y los honores militares. Éstos tuvieron una cantidad de emblemas y de símbolos importantes: entre ellos la guardia de honor rotativa de las tres armas al costado del féretro, durante todo el tiempo, lo cual es inusual en los entierros con honores de ministro.

Sobre todo Diego coordinó con las autoridades de gobierno, con los medios de difusión, cómo se iba a transmitir por televisión para que todos los uruguayos tuvieran la posibilidad de participar desde los lugares más remotos del territorio. Era muy triste, pero necesario. Diego no quería que la despedida de Wilson fuera improvisada. Le preocupaban equilibrios básicos para que la gran protagonista fuera la gente.

En la última entrevista que tuve con Sanguinetti –el 12 de marzo– el Presidente me dijo: “Aunque parezca mentira, hay gente a la que esto la va a tomar por sorpresa. Muchos quieren creer que Wilson se mejoró. Hay que ir preparando a la gente para el dolor de este momento”. Entonces, al salir de la Presidencia, deliberadamente no me oculté de la prensa. Muy respetuosamente me abordaron los periodistas:

–¿Se reunió con el Presidente?–Sí.–¿Hablaron del estado de la salud de su padre?–Sí.–¿Cuál es?–Hay que rezar, dije tras un silencio prolongado.

LOS ÚLTIMOS DÍAS

El sacerdote jesuita José Aguerre fue a darle los sacramentos. Aguerre era director de preparatorios del Seminario cuando estudié allí. Además era hermano de Angelita, la esposa de Alberto Zumarán. El padre Julio Elizaga43* le había dado la eucaristía. Cuando entró Aguerre, acompañado por Babina, papá despertó. A Babina le preocupó que no se fuera a impresionar y le dijo: “Vino el cuñado de Zumarán”. Y él respondió: “Sí, el padre Aguerre”. Quedaron solos. Cuando salió el padre y mientras lo despedía, Babina le preguntó a papá cómo estaba y él contestó: “Ahora muy bien. Muy tranquilo, gracias”. Cerró los ojos y ya no volvió a despertar.

El 12 de marzo llamó el presidente Alfonsín. Con voz preocupada, pero muy lejos de saber cómo se había acelerado todo, pidió para hablar con papá. Le expliqué que no se podía. “Lo mismo contigo, no lo molestes, quiero combinar para visitarlo”, me dijo. “Raúl, no sé cómo decírtelo, ya no hay tiempo”. Quedó desolado.

El 13 de marzo por la noche fuimos con Fernando González Guyer a comer un

43 * A quien la Junta Departamental de Montevideo en estos días ha rendido justo homenaje.

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asado en lo de Diego Achard. Diego hacía de asador en la estufa de su casa porque ya estaba fresco como para hacerlo afuera. Antes de que el asado estuviera pronto, mamá llamó diciendo que fuéramos porque las cosas estaban muy mal. Ahí mamá me reiteró: “Juan, yo, hasta el último momento, quiero estar sola con ustedes”. Agregó, para que quedara claro: “Sola con mis hijos” y aunque a mí me había quedado claro, lo dijo explícitamente, “venite con Diego”.

Salimos los tres de la casa de Diego en Celedonio Nin y Silva hacia Pocitos. Pasamos primero por lo de Zumarán a darle las noticias y allí quedó Fernando González, coordinando detalles. Diego y yo nos fuimos al departamento de mis padres en Avenida Brasil. Zumarán empezó a coordinar con la Iglesia Católica los detalles de lo que sería la misa concelebrada en la Catedral, una vez que Wilson hubiera muerto. Querían venir los obispos del interior y centenares de presbíteros y diáconos.

Se acordó con la Iglesia distintos horarios eventuales para la misa según la hora en que muriera. Había que tener dos o tres horarios alternativos ya que habían comenzado a llegar los prelados de todo el territorio nacional.

Diego y yo llegamos ya avanzada la noche al apartamento donde, a pesar de la hora, la gente que hacía vigilia impedía el tránsito normal. En casa de mis padres estábamos en la mayor intimidad. Mis hermanos, León Morelli (esposo de Babina), Carmen Irazábal y mis sobrinos. Carmen estaba embarazada de cuatro meses. María Ferreira no había llegado al mundo. Mi hermano Gonzalo se iba a vivir a Porto Alegre con su familia en cuestión de días. El 1 de abril Gonza y Victoria empezaban las clases en el Colegio Anchieta, pero a raíz de la incertidumbre en cuando a los tiempos de evolución de la enfermedad de papá, aún no se habían ido.

LA MUERTE

Pasamos la noche en vela, todo el día siguiente, el 14, sin salir. Tiramos unos almohadones en el living para descansar un poco A las 5.45 de la madrugada Diego me despertó. Fui al cuarto de papá, estaba el enfermero con mamá y fueron llegando mis hermanos. Quedamos todos en silencio hasta que a las 6.52 murió. Mamá cantó algo en francés en voz baja y rezamos un Padrenuestro y un Avemaría. Gonzalo y yo nos abrazamos y lloramos delante de papá un buen rato. Fui a darle un abrazo a Diego y no estaba. Lo encontré solo en la biblioteca llorando.

Afuera se sentía el sereno silencio de la multitud. Sabe Dios cómo o por qué se enteraron afuera. Pero, sin un grito, sin un viva, de golpe estalló un aplauso que rápidamente se transformó en respetuosa ovación. Mamá, la que había reclamado más tener un tiempo de intimidad, dijo: “Es su gente, llamen a Marchesano”,44* alguien

44 * Doctor Antonio Marchesano, ministro del Interior, a quien debíamos avisar cuando llegara el momento.

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Pasa la caravana con los restos de Wilson por la ciudad de Montevideo. Foto: Jorge Ameal.

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a quien mamá quería mucho. Lo llamé. El anónimo telefonista de Presidencia de la República me pasó el llamado sin pedir explicaciones a pesar de la hora. Antes de transferir el llamado me dijo: “Juan Raúl, le comunico, mucha fuerza y un abrazo a todos”.

–¿Que pasó mi viejo?–…–¿Cómo está Susana?–Pidió que te llame.–Cuidala… dale un beso.

Antonio Marchesano llegó a las 7.20 y se sentó en el living. Mamá lo fue a buscar, lo tomó de la mano y lo llevó al cuarto de papá. Quedaron los dos solos. Cuando salieron Antonio dijo: “Tengo que llamar al Presidente, pero vamos a respetar la privacidad que necesiten”. Desde la ventana se veían las motos de la Policía que se alistaban frente a un sobrio carro fúnebre. La juventud del Partido había hecho un cordón para filtrar un poco los accesos del edificio. Mamá dijo “veinte minutitos”. Marchesano hizo ademán de irse y mamá le dijo muy despacito “tú no, Antonio, tú quedate”.

A las ocho de la mañana volvió a llamar el Presidente de los argentinos.

–Papá está muerto, Raúl, fue hace poco más de una hora. –Aguánteme Juancito, que usted es fuerte. Pero qué tragedia… qué amigo he

perdido… qué amigo… ¿Cómo está Susana? –atinó a preguntar para agregar sin esperar respuesta– es un día de luto para los argentinos –y así lo decretó]–, en un rato estoy ahí.

LA MISA

Pasadas las 9.30 entró el Presidente con todo su gabinete. A él mamá lo hizo pasar al cuarto. Medina estaba pálido y callado. Recién algo después de las 11.00 salimos hacia la Catedral, donde después de la misa comenzaría el velatorio para dar tiempo a que la Asamblea General resolviera velarlo en el Salón de los Pasos Perdidos. Como a Don Pepe45* y a Herrera.46**

Al primero que me encontré al bajar fue a Manolo Flores. Nos abrazamos. Fue un abrazo largo, tenía que abarcar a nuestros padres: Maneco y Wilson. Aquél le había escrito a éste luego de años de enfrentamientos políticos y de ser adversarios: “Durante más de veinte años hicimos lo posible por odiarnos, el resultado va a la cuenta de nuestros fracasos en la vida”. Las banderas coloradas de la CBI que lideraba

45 * El dos veces Presidente de la República por el Partido Colorado, José Batlle y Ordóñez.46 ** Luis Alberto de Herrera, caudillo blanco.

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Manolo ya flameaban en la calle junto a las de nuestro Partido. Como cuando llegó a Uruguay en junio del 84 y cuando lo liberaron el 1 de diciembre del mismo año.

El viaje hasta la Catedral lo recuerdo silencioso. Sobre el carro fúnebre se distinguía el imponente féretro de bronce, presidido por un crucifijo y el Escudo Nacional. A los costados de las calles ya se había agolpado la gente en silencio. Saludaban con un pañuelo blanco. No hubo aplausos, ni gritos, sólo lágrimas y silencio. Ya en 18 de Julio pasamos frente al diario El Día, templo del batllismo, sus viejas sirenas sonaron al paso de su temible adversario muerto. La Plaza Matriz cobijaba a los que no habían podido acceder al templo. Y entramos al mismo con Wilson al hombro. Recuerdo la cara de mi hermano Gonzalo, uno a cada lado del féretro. El órgano primero, el coro después comenzó a entonar

Hacia ti Morada Santahacia tierra del Salvadorperegrinos, caminantes,vamos hacia ti…

Y se oyó un aplauso. Como un efecto dominó, la ovación opacó el canto. Y duró todo el lento trayecto hasta el altar mayor. Allí lo depositamos. Fue cubierto con el pabellón patrio. Bendecido con incienso. Entre los prelados y sacerdotes, que totalizaban más de un centenar, mucho cura joven lloraba durante la misa. Durante la Lectura Evangélica sonaron las doce campanadas del mediodía. La memorable homilía estuvo a cargo de monseñor Julio Delpiazzo, hoy retirado en un hogar sacerdotal donde cada tanto lo llamo o lo visito. Culminada la misa, los que éramos legisladores nos fuimos al Palacio Legislativo.

El velatorio comenzó en la Catedral. Allí se formó la fila interminable (literalmente) de gente que quería pasar y tirarle una flor, un beso.

Mamá quedó sola. Primero familiarmente, porque el resto de la familia partió hacia el homenaje parlamentario. Luego literalmente. Porque hubo un momento que la Catedral cerró sus puertas para acondicionarse, correr bancos, etcétera. Entonces el padre Walter da Silva se acercó a mamá y le arrimó una silla. Ella siguió de pie. Luego se le acercó y le dijo:

–Susana, le preparé un té en la sacristía. Por favor, acérquese, toma algo calentito y descansa un poco.

–Padre, si nunca en la vida lo dejé solo, ¿cómo me voy a alejar ahora?

Mamá llevaba ya dos noches sin dormir. Dice el padre Da Silva que se encandiló como Moisés ante la zarza ardiente, ante la majestuosa presencia del Amor.

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ASAMBLEA GENERAL

Allí comenzó la Asamblea General que siguió sesionando hasta la noche. Estuvo presente el presidente Sanguinetti con sus ministros. Al entrar al Palacio declaró a la prensa: “Fue un gran guerrero que vivió como un gladiador y murió como un pacifista. El país pierde un gran estadista, el Presidente de la República pierde un amigo”. La primera decisión de la Asamblea fue que se le velara en el Salón de los Pasos Perdidos.

En la sesión destacaron los discursos de sus compañeros de Partido y de muchos adversarios. Como bien dijo en dicha sesión el senador Dardo Ortiz, al que ya nos hemos referido:

“La muerte de Wilson todavía no es Historia. Todavía lo sentimos alrededor nuestro, con su sonrisa, con sus ademanes familiares, con sus frases, unas veces tajantes, otras cargadas de emoción. Nos costará mucho hablar de él en tiempo pasado. Cada vez que encontremos a las multitudes del Partido Nacional, sentiremos que en ellas estará algo del corazón de Wilson latiendo junto al de hombres y mujeres en el afán incesante de llevar a su Partido al triunfo”.

Y siendo todo esto cierto, también lo fue la acertada precisión de Ortiz en sus palabras: “Rara vez, como hoy, los contemporáneos tienen la medida exacta para apreciar los valores y la significación de una personalidad desaparecida”.

Sus viejos adversarios dejaron traslucir himnos de emoción histórica en aquella jornada. Terminando en algunas sentencias que resultaron proféticas. Así el senador Francisco Rodríguez Camusso, del Frente Amplio, despidió:

“Al ciudadano, ya no solamente como primera figura de su partido, sino como un de las máximas figuras de la vida nacional […] Con León Felipe, creemos que los grandes hombres no tienen biografías sino destinos. Wilson tuvo destino como Oribe, como Berro, como Leandro Gómez, como Lavandeira, como Saravia, como Beltrán, como Lamas, como Herrera, como Fernández Crespo. Wilson padece su destino tras doce años de oscuridad, tras la prisión, tras la postergación, tras el silencio y tras la espera.

Qué importan nuestras viejas discusiones y nuestras diferencias. Sentimos la presencia de un trascendente destino y una pérdida irreparable para el escenario político nacional. El Partido Nacional ha perdido un gran hombre. Y ha incorporado una figura inmensa a su galería de incomparable riqueza”.

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Julio Daverede, de la Unión Cívica, se sumó al homenaje: “En su vida no existe nada que esté demás […] es símbolo y representación genuina de la nacionalidad”.

Y dejo para el final las de su ilustre adversario de tantas batallas parlamentarias, el senador colorado Carlos W. Cigliutti. Año a año, al presenciar los homenajes que se tributan a mi padre recuerdo el remate de las palabras de don Carlos aquella noche cuando dijo que su vida era un conjunto de:

“… hitos en la Historia que nunca dejarán de ser recordados. Los jóvenes nacionalistas, constantemente renovados por el eterno fluir de la vida, seguirán rindiendo tributo al recuerdo y al ejemplo de este uruguayo de excepción, ante cuya tumba irán como lo hacían los griegos ante el sepulcro de Teseo, en busca de inspiración, de estímulo de esperanza”.

Las palabras de Cigluitti resultaron proféticas.

Yo era senador. Tenía que agradecer. ¿O no? Tampoco era dueño del sentimiento de dolor colectivo. Pero esto fue lo que me salió:

“Quiero agradecer, de corazón, fuera de todo protocolo y formalismo, los homenajes que están rindiendo en honor de mi padre, representantes de todas las fuerzas políticas de la República. Desearía también, brevemente, rendir mi propio homenaje al hombre que más quise y admiré en mi vida, a uno de los grandes de la historia de este país.

Por encima de virtudes y méritos que acá se han señalado, la vida de mi padre fue un magnífico ejemplo de grandeza, de entrega y de desprendimiento. Ése es, pues, su legado indiscutido.

Su hijo, político por vocación, amante apasionado de la política, sabe que el único homenaje que hoy le puede hacer a su padre es ser digno de su memoria. Ser digno en el desprendimiento, en la entrega […]

En los muchos y duros años que transitamos juntos en el exilio, más de una vez insistió en su deseo, en su sueño, de morir en paz y ser enterrado en su patria, no en tierras lejanas. En medio de tanto dolor, rescato la serenidad de saber que, entre tantos sueños, éste se hizo realidad”.

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EL VELATORIO

Poco después de comenzar la sesión de la Asamblea General los restos de Wilson llegaron acompañados por mi madre. A las 16.30 salimos de la sesión solemne Alberto Zumarán, el doctor Enrique Tarigo, presidente del Senado y Vicepresidente de la República, y yo a recibirlo. Desde lejos veíamos por Avenida del Libertador avanzar lentamente la caravana. Ya en la entrada del Palacio se había agolpado una larga fila que en horas sería una multitud para desfilar frente al féretro. Un solo auto seguía el coche fúnebre, en el que venía mamá. Las motos marchaban en silencio. Hacía un par de horas que el tránsito en Avenida del Libertador se había cortado.

La caravana era saludada con pañuelos en las esquinas. Tras salir de la Catedral habían tomado contramano Ituzaingó, Sarandí y Juan Carlos Gómez, de tal modo de pasar frente a la Casa del Partido. Wilson no había visto la recuperación de la casa donde hasta hoy funciona la sede partidaria. Desde mayo de este año, la planta baja lleva el nombre Susana Sienra de Ferreira.

La vieja Casa del Partido (así se llama) había sido expropiada por el Estado y éste le cedió el usufructo a las autoridades legítimas del Partido Nacional. El trámite de posesión había demorado lo que llevan estos líos legales, pero finalmente le había sido entregada al Partido por la Ministra de Educación y Cultura, doctora Adela Reta, ese mismo día de mañana. Miguel Cecilio, secretario de la Secretaría de Asuntos Sociales del Partido, había entrado y desde el balcón de arriba esperaba el paso de Wilson. En ese momento volvieron a sonar las sirenas de El Debate.47*

Cuando los restos de papá terminaron de ser colocados frente a un enorme vitral con el Escudo Nacional, fui a mi despacho y llamé al reverendo Joe Eldridge en Estados unidos, autor del prólogo de este libro. Hace años, desde que regresé de Washington, Joe vive muy lejos de nosotros pero nuestras vidas se cruzan permanentemente. “Sus restos están en el Palacio. No lo olvides en tus oraciones”, le dije.

El Ejecutivo declaró duelo oficial por tres días. Las banderas a media asta de los recintos oficiales se sumaron a las que la gente colgaba con crespones negros. Durante el entierro las dependencias públicas entornaron sus puertas.

Comenzó el desfile que parecía no terminar nunca. La multitud se renovaba permanentemente. Cuanto más gente desfilaba frente a su féretro, más aún esperaba afuera. En forma silenciosa y ordenada, quienes esperaron horas y horas para pasar brevemente frente al féretro cubierto con la bandera, pasaban rápido por respeto a los que quedaban afuera. Ordenadamente se hicieron dos filas en sentido contrario para que pudiera pasar más gente. Los tres cadetes de cada arma se perdían en el mar de banderas azules y blancas con que los jóvenes hacían su propia guardia de honor.

47 * Diario que dirigió Luis Alberto de Herrera. Hoy El Debate no existe pero sus sirenas siguen siendo un símbolo del Partido.

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Fueron muchas horas en las que otra vez mamá no se alejó de su marido. Sólo unos pocos metros para recibir a las delegaciones oficiales de gobiernos amigos. Pero no salió de su lado. El Vicepresidente de la República y Presidente del Senado, doctor Enrique Tarigo, le había ofrecido a mamá su despacho para que descansara de tanto en tanto. Se había tomado la molestia de armar allí una cama y el baño estaba preparado para que ella pudiera tomar una ducha. La idea era que a determinada hora mamá pudiera descansar un poco. No hubo modo. Se agradeció la gentileza. Pero ella no se movió de allí.

EL GAUCHITO

En pleno velatorio ocurrió un hecho que he contado muchas veces. Durante las elecciones del 89 solía culminar mis palabras con el cuento en todos los rincones del país. Quizás sea la anécdota más difundida de las tantas que ocurrieron esa noche. Si alguna vez olvidaba hacerlo, la gente gritaba “el gauchito, el gauchito”.

Fila de espera en el Palacio Legislativo. Personas jóvenes, mayores y niños de boina blanca. Foto: Jorge Ameal.

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Así fue: en medio de la multitud acongojada que iba desfilando frente al féretro, apareció un hombre de campo. Un gauchito, como desde entonces le hemos llamado al anónimo personaje. Vestido como tal: bombacha ancha, botas negras de caña alta bien lustradas. Lucía todo lo que la gente de campo luce cuando se viste de gala: una vieja rastra con el cuero curtido, pero adornos de reluciente plata lustrada. El hombre avanzó, sombrero aludo en mano y golilla blanca, hacia el enorme féretro de bronce embanderado. Pasó tras la guardia de honor militar y el cordón de jóvenes con las banderas del Partido. Se salió totalmente del itinerario normal y llego junto a mi madre, a mí y al Panza.

Su rostro curtido por el sol, por las jornadas de trabajo, se frunció. La mueca de dolor se volvió llanto y el llanto sollozo. Cayó de rodillas en el piso. Sus anchas y agrietadas manos intentaron cubrir la cara. El Panza y yo corrimos a levantarlo. Uno lo sostenía de cada brazo. Podíamos ver en sus temblorosas manos la historia de una vida de trabajo. Allí mismo nos miró a los ojos y dijo: “Se me murió el hombre que me iba a devolver la patria”.

Durante la cruzada del 89, que llevó al Partido Nacional al gobierno, yo solía culminar mi oratoria, tras contar la anécdota, “tanto y tanto vamos a recorrer este país, tantos caminos, tantos pueblos, vamos a golpear tantas puertas, vamos a visitar tanta gente, vamos a estrechar tantas manos, que nos vamos a volver a encontrar con ese paisano. Y con la conciencia serena del deber cumplido, le vamos a mirar a los ojos que ya no tendrán lágrimas sino esperanza en la mirada, y le vamos a decir: acá está tu gente, acá está tu vieja colectividad, acá está el Partido Nacional que te va a devolver la patria”.

Y así fue.

RAÚL ALFONSÍN

Tarde en la noche llegó el Presidente de la Nación Argentina. Lo acompañaban algunos de sus correligionarios, muy amigos de Wilson, como los senadores Adolfo Gass e Hipólito Solari Irigoyen, Juan Carlos Pugliese (presidente de la Cámara), Antonio Cafiero (senador opositor y poco después gobernador de Buenos Aires).

Fuimos con Zumarán y García Costa a esperarlos al aeropuerto. Tarigo había asumido la Presidencia interina de la República y nos esperaba en la sala VIP oficial. El viejo gladiador de la democracia y el Derecho, como he contado en otros libros, tenía una relación muy especial conmigo. Hablábamos poco. Todo eran códigos. Me miró fijo y me dio una cachetada en la mejilla en silencio. Fue de las cosas más tiernas que me “dijo” en su vida. Tarigo era un hombre excepcional. Pegar groseramente en la mejilla (me dejó doliendo) era un acto de suprema ternura. El país no debería olvidarlo fácilmente, hablaría muy mal de todos nosotros.48* Aterrizado el Tango dos

48 * Ver Capítulo 10 dedicado a su memoria en Vadearás la sangre.

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(avión presidencial argentino para distancias cortas), se procedió a los honores de estilo.

De ida al Palacio, viajé en el auto con Alfonsín y Tarigo. Al pasar el Puente Carrasco vimos el primero de muchos improvisados pasacalles que le daban la bienvenida. Éste decía: “Gracias por venir, amigo”. En Punta Carreta: “Estamos tristes como tú”; pocas cuadras más adelante: “Alfonsín, W te quería mucho”. Alfonsín simplemente los señalaba con el dedo. Sólo en otra ocasión un presidente argentino había venido a un funeral: Onganía vino a las exequias del presidente general Óscar Diego Gestido, quien falleció el 7 de diciembre de 1967, año en que el 1 de marzo había asumido el cargo. Situaciones bien distintas.

Durante el trayecto Tarigo y yo no hablamos una palabra. Alfonsín contaba, una tras otra anécdotas con Wilson. Tenía consigo la carta de despedida que le dio Wilson en la mano en el aeropuerto de Ezeiza cuando salía de Argentina tras la muerte de Michelini y el Toba. Solamente estaban Alfonsín, Horacio Terra y Juancito49* con mi tía Martita y mi hermano Gonzalo. Nadie más. La esquela decía: “Si fueras uruguayo serías blanco. Sólo otro blanco te puede explicar todo lo que te quiero decir con esto. Seguro que nos vamos a volver a encontrar porque estamos buscando las mismas cosas”.

Cuando Wilson regresó a Uruguay desde Argentina, que tenía relaciones diplomáticas normales con Uruguay, el gobierno del país hermano decretó honores de Jefe de Estado para despedirlo. Alfonsín designó como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario a Hipólito Solari Irigoyen, ya qué él estaba en Madrid, desde donde al día siguiente sacó junto con Felipe González una fuerte declaración exigiendo la libertad de Wilson. Ocho años después de aquella despedida en Ezeiza, ya en el buque de regreso a la patria, Solari Irigoyen le entregó a papá un sobre con una carta que decía:

“Presidencia de la NaciónQue la suerte los acompañe a ti y a Juan Raúl en este viaje

cuyo destino final será, no tengo duda, la Libertad. Como ves seguimos buscando las mismas cosas y las andamos encontrando, un fuerte abrazo y hasta siempre.

Raúl AlfonsínPresidente de la Nación”

Llegando al Palacio, la silenciosa caravana avanzó lentamente por Avenida del Libertador y se detuvo en medio de la multitud frente a la escalinata principal del Palacio Legislativo. Descendió Alfonsín y cuando vio los solemnes escalones tapizados de una masa humana dijo: “El funeral es el último plebiscito de un caudillo”. La multitud en silencio se abrió a su paso, como el Mar Rojo ante la presencia del

49 * Ingeniero Juan Francisco Ferreira, hermano de papá.

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pueblo de Dios. La gente le agradecía con la mirada. Nadie extendió su mano para estrechar la suya. Nadie vivó su nombre. El silencio era el mejor homenaje.

Cuando el Presidente de los argentinos y el jefe de Estado uruguayo llegaron a la entrada principal, Alfonsín se dio vuelta para agradecer con un pequeño gesto. Siguió sin escucharse un viva ni una consigna. Pero murió el silencio, aplastado por algo tan solemne como el silencio muerto. Una ovación. El aplauso empezó a su lado y corrió por la espina dorsal de la muchedumbre que ocupaba ya, en prolija fila, varias cuadras de la Avenida Libertador.

Alfonsín abrazó fuerte a mamá. Luego fuimos a tomar un café al despacho de Tarigo. Y no hubo más. Regresó a Argentina. Cuando iba a subir a su auto me dio un fuerte abrazo y me dijo: “Juan, por favor, quedate con tu padre, hacelo como parte de mi homenaje”. Y nos despedimos ahí. Lejos ya la caravana, se sintieron nuevamente a la distancia los ecos de las sirenas. Uruguay no despedía formalmente a un mandatario sino a un hermano que había venido a decirle adiós a su amigo.

También vino un representante del gobierno de Brasil, el ministro de Justicia del presidente Sarney con una carta suya.50* Llegaron embajadores plenipotenciarios de más de 35 países y amigos de alrededor del mundo.

LA MARCHA

A las 11 de la mañana del 16 de marzo, el coro del Sodre acompañado por la Orquesta Sinfónica ejecutó la Misa Solemne (en re mayor) de Ludwig Van Beethoven. La orquesta estaba apostada detrás del féretro y separada de éste por la mampara vitral con el Escudo Nacional. El coro cantaba desde los balcones de la Biblioteca del Palacio que miran hacia el Salón. Mucha gente se había quedado sin entrar. La fila para entrar al Palacio nunca terminó. Diego había hablado con Casa Militar para suspender en un primer tramo el traslado de los restos de papá en cureña. Era absolutamente imposible. Los caballos jamás hubieran llegado al Palacio en medio de esa masa humana.

Un par de cuadras después de Rivera y Soca, esperaría la cureña y la escolta militar. Bajo la escalinata esperaba un auto fúnebre y un coche para acompañar a mamá, la marcha sería a pie. Junto a tres cadetes, mi familia y la guardia de honor de la Juventud del Partido llevamos el féretro de media tonelada hasta el pie de las escalinatas del viejo Palacio, dentro del cual había transcurrido una parte tan importante de la vida de Wilson.

Integraban la escolta juvenil, entre otros, Pablo Iturralde, Alberto Perdomo, Carlos Enciso, Álvaro Lorenzo y Carlos Daniel Camy. Pablo, el diputado Carlos Enciso 50 * El estricto protocolo de Itamaratí impide a los jefes de Estado asistir a funerales de Estado en el exterior, explicaba la carta de presidente.

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(el Pájaro) y Álvaro hoy son diputados, y Alberto, presidente de la Cámara. Camy preside la Convención partidaria. Cómo se nota la siembra hoy que ha llegado la hora de la cosecha. También estaba Juanjo Olaizola, quien luego sería mi secretario en la Embajada en Argentina, y Carlos Matta, hoy asesor jurídico de la Cancillería. También Alfredo Cabrera, de Durazno, hoy diputado suplente por Montevideo. Alfredo me hizo un cuento increíble que verifiqué, aunque no hacía falta.

Cada paso de la marcha era llevado a millares de hogares por televisión. Cada tanto los puestos de transmisión hacían entrevistas con las personas que aguardaban. En efecto, Alfredo me recordó un episodio tremendo. O quizás nunca lo supe. Me dijo “ponelo como seguro porque doy fe”. Naturalmente que su relato me bastaba pero me emocionó tanto que puse el DVD que conserva como reliquia mi madre con la transmisión televisiva completa. Efectivamente allí estaba tal como me había sido contado por Cabrera: un cincuentón, hombre de trabajo, fuerte, pero expresando el dolor en lágrimas. El `periodista se le acercó y le dijio:

–¿Por qué llora?–El cau… cau… caudillo, se fue el caudillo.–Y para usted. ¿qué significaba él en su vida?–Todo… La palabra lo dice ¿no? Mire: Wilson… Ferreira… Aldunate… La

palabra lo dice.

Dijo bien. Estaba todo dicho.

Al llegar a la avenida Fernández Crespo, daba lo mismo mirar hacia delante que hacia atrás. La masa humana había literalmente rodeado a Wilson y no se podía avanzar. Llovían claveles, no solamente porque la gente los arrojaba a su paso, sino porque así saludaban desde los balcones de los edificios de apartamentos. No se podía avanzar. La camioneta puso punto muerto y dejó que la muchedumbre fuera llevando el vehículo a su impulso. Delante del mismo caminaba tanta gente como la que le seguía detrás. Allí mamá miró atrás por un momento: “Ese auto molesta”. Se le explicó que era para que ella pudiera subir si se cansaba. Con mucha razón dijo: “¿Están locos? ¿Yo en auto? ¡Por favor!”. El auto se detuvo y dejó paso a la gente. Mamá hizo todo el trayecto caminando.

Antes de llegar a 18 de Julio, al pasar frente al Monumento a Oribe, se sintió por los parlantes, muy bajito, la Marcha de Tres Árboles. La multitud la cantó. “Las muchedumbres iluminadas, por las antorchas de su fe y el alto fuego de su ideal”. La gente seguía entonando pero todos en voz baja. Lo que se sentía era un fuerte murmullo. “alzan al Cielo con arrogancia, la voz gloriosa del Partido Nacional… Son nuestras banderas…”. Y llegamos a 18 de Julio. Allí adquirí verdadera conciencia de la dimensión de la despedida. Si miraba hacia el Obelisco sólo se veía gente y hacia el Gaucho, también. Un océano de gente. A pesar de que se transmitía por cadena de televisión.

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Al llegar a Bulevar Artigas, frente al Obelisco, había unos cincuenta jinetes montados a caballo. Les precedían dieciocho camionetas fúnebres con coronas de flores que allí se incorporaron a la marcha. No sé cómo eso ocurrió en orden. Los paisanos a caballo llevaban banderas nacionales, de Artigas, de los Treinta y Tres, y la celeste y blanca del coronel Diego Lamas que la Convención de los Blancos había designado como el pabellón oficial del Partido Nacional. En determinado momento, al llegar a Rivera. los habíamos perdido de vista.

Salir del amplio y ancho Bulevar Artigas nos introdujo en una suerte de embudo físico. La multitud adquirió límites inalcanzables para el ojo humano. En Rivera y Soca quedé mirando un balcón a mano izquierda desde donde diluviaban pétalos blancos y rojos. En el balcón una artesanal balconera rezaba: “Wilson, los colorados también te lloramos”. Quienes asomaban al balcón daban fe de sus dichos. Justo allí Luis Mondino51* rompió cuanto cordón de seguridad había para, con la voz cortada por la emoción, acercar a su hijo Luís Alberto al féretro. Emocionado miró al niño: “Miré m’hijo, dele un beso que ahí está el último caudillo”.

A las pocas cuadras esperaba la cureña. Tirada por caballos, la presidía un tordillo sin jinete con las botas estribadas al revés. No fue fácil. No me explico cómo los caballos aguantaron. Pudo haber sido una tragedia. Sólo me queda el recuerdo de los rostros de Gonzalo y Diego. Finalmente, se logró sacar el féretro y tratar de llevarlo a la cureña. La colaboración de la gente, la diligencia y buena voluntad de los oficiales del Ejército, no servían de nada. Era como si la Bandera Nacional flotara sobre la multitud y el mausoleo de bronce de media tonelada. Finalmente fue deslizándose sobre la cureña. Se empezaban a sentir los acordes de la marcha fúnebre.

Al acercarnos a la explanada vecina al Cementerio del Buceo, aparecían más columnas humanas, pero el acto se iba organizando solo. Sobre los puestos florales se habían formado todas las bandas militares, pues era imposible realizar un desfile. A medida que avanzaba el cortejo dejaba de sonar una para dar paso a la otra. El director se dio vuelta para hacer la venia a los restos de Wilson. Era el mayor Muiño (BM), aquel viejo adversario, aquel hombre que vivió tantos y tan duros enfrentamientos, me hizo una guiñada con sus húmedos ojos.52**

EL ENTIERRO

El portón principal del Cementerio del Buceo demostró ser demasiado estrecho para liberar el paso de la desplazada multitud. El inevitable amontonamiemto de la entrada comenzó a lastimar las manos de quienes llevábamos el féretro. En eso, como las corrientes de mar alejan de la costa al nadador, vi los ojos tristes de un Carlos

51 * Amigo con el cual, junto con Alberto Palomeque –ver Capítulo 3– tuvimos un restaurante al que pusimos Sala Verde, como el despacho de Wilson en el Senado.52 ** Ver Capítulo 7.

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Julio53*** agobiado que procuraba acercarse a los restos de su amigo. Extendí la mano y lo fui trayendo hacía nosotros hasta que logré colocar su mano junto a la mía en uno de los tirantes.

La foto que perpetúa esa imagen sale cubriendo la primera plana del periódico adversario (colorado) El Diario que tituló con letras gigantes “Wilson, pueblo y caudillo”, encima de la imagen de la multitud entre la que se divisan los rostros de mi hermano Gonzalo y mío, mi sobrina Magdalena Morelli, Diego Achard, Juan Martín Posadas, Eduardo Segredo, Jorge Gandini, Ruben Escajal, Lacalle y Machiñena.

El féretro avanzó unos metros hasta que lo depositamos sobre un carro sobre ruedas que lo llevó hasta el estrado montado a pocos metros del panteón familiar. Hablaron tres oradores: Alberto Zumarán en nombre del Partido Nacional, el senador García Costa por la Asamblea General, y en representación del Poder Ejecutivo el ministro del Interior, Antonio Marchesano. El primero habló de Wilson periodista, ministro, renovador del Partido, enemigo irreconciliable de la dictadura y reconciliador nacional. Dejó planteado el reto de seguir su camino. Se refirió a los difíciles años del exilio:

53 *** Senador Carlos Julio Pereyra, compañero de fórmula presidencial del Partido. Hace pocos días asumió la Presidencia del Partido Nacional, luego de que renunciara Jorge W. Larrañaga para poder postularse como candidato a la Presidencia de la República.

Momento en que con Diego Achard y otros amigos trasladamos el féretro a la cureña. Foto: Jorge Ameal.

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“Su destierro supuso un enorme sufrimiento. Le sobraba divinidad para no quejarse, le sobraba sentido del humor para transformar ese sufrimiento en chiste o en una ironía. El único rasgo que le conozco de sufrimiento revelado es un hermoso tapiz bordado por Susana en el exilio que colgaba al lado de la puerta de su casa en Londres, que decía: Dame paciencia Señor, pero apúrate”.

García Costa, su amigo de una vida, conmovido por la emoción, se refirió a un Wilson muy humano, a ese que él había conocido tanto.

“No se puede hablar de Wilson sin mencionar a Susana, ya que constituían ambos el anverso y reverso de una misma personalidad. [Estalló un aplauso, por Susana, por Wilson, por Polilla, por esa amistad de una vida]. Eligió el camino de servicio que se llama política. Nació en una familia que admitía como valores necesarios ser artífices y no espectadores del acontecer del mundo en que estamos insertos. [Así] Wilson va moldeando su destino de estadista.

Carismático, concitaba el cariño y el afecto de multitudes. Orador incomparable, ponía tal acento de verdad, de sinceridad, de entrega total a la idea que portaba su palabra, que rehuyendo esas elocuencias finiseculares, a veces vacías, era un martillo golpeando el yunque de la mente y de la conciencia del oyente, cautivándolo y haciéndolo compartir, por sentirlos, sus conceptos.

Repetiremos en el ámbito nacional el grito que enronqueció nuestras gargantas, que se hizo a veces festejo alborozado y muchas veces, como esta de ahora, dolor rebelde que explota. Será de ¡Wilson, Wilson, Wilson! [la multitud lo acompaña]… un llamado de fraternidad nacional, un homenaje al talento y la conducta patriótica, y un abrazo fuerte a quien nos dio por tantos años imborrables el supremo goce de poder llamarle, como hoy hacemos aquí; hasta pronto mi amigo Wilson”.

El ministro del Interior del gobierno al que hacía una responsable oposición, pero oposición al fin, señaló:

“Aprendí a quererlo como a un gran amigo. Tengo la esperanza de que él me haya considerado su amigo. [La respuesta se la dio la ovación de la multitud]. A Susana, su

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compañera ideal, a sus hijos, a sus nietos, el gobierno de la República, alineado junto a su pueblo en este inmenso cortejo que lo acompaña a su última morada terrenal, le expresa su solidaridad. Al Partido Nacional, por el que batalló sin medir sacrificios, las condolencias por tan irreparable pérdida.

Wilson Ferreira Aldunate vivió de tal manera su vida, luchó con tal fervor por sus ideales, persiguió tan incansablemente el bien público, que junto al reposo final habrá paz en su tumba”.

Ya casi oscurecía cuando la escuadra completa de la Fuerza Aérea, sobrevoló al ras el sepelio moviendo levemente las alas al pasar por encima de Wilson. Avanzamos hacia el panteón. En ese momento llegó un ejemplar del número especial de su semanario, La Democracia,54* dándole su propio adiós. Comenzaban a sepultarlo cuando a la escolta militar le resultó imposible llegar al féretro para retirar el Pabellón Nacional. El edecán militar de turno (naval) del Presidente, capitán de navío (CM) Ricardo Medina, avanzó educadamente y procedió a hacerlo, doblarlo y dárselo a mamá quien, tras darle un beso lo abrazó como a un ser querido. Empezaron a retumbar las salvas de cañones que se habían apostado en la Rambla del Buceo. Alguien dijo discretamente “espacio, por favor”, y mi tío Juancito, con las dificultades motrices que le causaba su enfermedad, se acercó, besó el bronce y quedó junto a nosotros. Zumarán puso un recién editado ejemplar de La Democracia en su homenaje en el féretro, bajo el crucifijo. Con el silencio que dejó la última salva de cañón, comenzó el toque de silencio. Nadie supo contener las lágrimas. Cuando el clarín calló, alguien gritó: “Fue el Negro Camundá”.55** Ahí comenzaron los gritos, parecía un coro con una sola voz: ¡Wilson, Wilson, Wilson!

Parecía que presenciábamos su entrada a la Historia. No era así. Era su ingreso a la eternidad. Como había escrito María Esther Giglio56*** con respecto a la libertad de Wilson: “La manifestación popular a lo largo y ancho del país que lo recibió, reveló que el liderazgo de Wilson Ferreira Aldunate había entrado a las mejores páginas de la Historia de Uruguay”.

La Fuerza Aérea sobrevoló con toda su flota mientras el féretro bajaba lentamente al lugar de su descanso. Mamá resistía el esfuerzo de Gonzalo y Diego por ayudarla uno de cada lado y quería mantenerse en pie por sí misma, llevaba tres noches sin pegar un ojo y había caminado más de cinco horas. Había estado 36 horas de pie. Ahí empezó a llorar, recién ahí, y sin embargo nunca la vi tan fuerte como en ese momento.

54 * Semanario que dirigía Wilson y cuyo subdirector, Diego Achard, se había dedicado a preparar ese suplemento.55 ** Camundá por el trompa de escolta de Aparicio Saravia.56 *** Escritora y ensayista uruguaya, de tiendas políticas diferentes a las de Wilson, en Cuadernos del Tercer Mundo, Montevideo, 1986.

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A las 18.37 del 16 de marzo de 1988 se cerró la lápida de mármol. Caminamos de regreso como pudimos. A menos de una cuadra mamá subió al auto que había querido escoltarla y nos dijo: “Los espero en casa, voy a hacer escones”. Su rostro parecía desmentir la lección que quería darnos: “La vida continúa”, como canta Joe Bassin.57*** En el portón de acceso nos saludó el mayor Muiño.58**** Diego me dio un abrazo cotidiano, atinó a decirme:“Cumplimos, Juancito”.

57 *** Ver Capítulo 3.58 **** Ver Capítulo 7.

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PARTE II

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PARTE II. CAPÍTULO 1

SURCANDO EL CIELO

Su figura se fue perdiendo entre la niebla. El avión presidencial tenía los motores encendidos. Se perdió en medio de aquella neblina que anunciaba la tormenta próxima. Por las dudas un relámpago fulminante en el horizonte recordaba la amenaza. El joven oficial que comandaba la operación había anunciado que debía adelantarse la hora del despegue para no correr el riesgo de que abortara.

Nadie lo vio subir a la nave. Quizás la naturaleza prefirió que conserváramos esa imagen media humphreybogardiana. Los demás pasajeros habían abordado antes. Faltaba solamente que alguien dijera “Play it again Sam”. El rugido de los motores y unas titilantes luces rojas y verdes que de tanto en tanto vencían la nebulosa permitieron intuir el carreteo de la nave. Un león rugió en la cabeza de la pista y sobrevoló sobre nosotros –un Liar Jet–, como despidiéndose.

La nave tenía capacidad para ocho personas, pero se podía acondicionar. En este caso iban nueve pasajeros. Hubo que agregar sólo un asiento. Viajaban los dos médicos (Rubio y Piñeyro), mis padres, mi hermana Silvia y cuatro tripulantes: teniente coronel (Av.) Héctor Fernández, mayor (Av.) Antonio, Ruik, capitán (Av.) Walter Rigo, S/O/M (TE) Alfredo Zeta. Como el vuelo era largo, iban a viajar bien, pero no demasiado cómodos. La molestia en el confort iba a ser más evidente con el paso del tiempo.

El Fuerza Aérea Uno, si se me permite la austeridad republicana inherente a todos nosotros, era bastante nuevo para un avión uruguayo (con siete años de edad). El presidente Sanguinetti lo usaba exclusivamente para vuelos en la región. La primera vez que lo usó fue cuando murió Tancredo Neves, presidente electo de Brasil. Un par de días antes yo había acompañado al Presidente de Uruguay a la transmisión de mando que nunca fue realizada porque esa noche enfermó de apendicitis. Durante la cirugía Tancredo hizo peritonitis y murió. Aunque esa noche asumió José Sarney, nadie preveía la gravedad de la enfermedad. Pocos días después Tancredo moría sin asumir (en una ocasión fui a llevarle flores y la placa de su sepulcro dice “Tancredo Neves, presidente eleito do Brazil”. Murió luego del cambio de gobierno, pero nunca asumió. En esa ocasión subí por única vez a ese avión.

Entonces el avión que llevaba a Wilson había protagonizado ya algún hecho histórico. Aunque no de esta magnitud. A lo que definitivamente no estaba acostumbrado era a viajes largos. Tenía y no tenía baño, porque lo que hacía las veces de tal se separaba del resto de la cabina por una sencilla cortinita.

El edecán aeronáutico del Presidente, teniente coronel José Pedro Malaquín,1*

1 * En el siguiente gobierno de Sanguinetti, fue coronel y edecán primero, y teniente general (Av.) y comandante en jefe de la FA más adelante).

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era y es mi amigo. Siendo yo embajador en Argentina, fue administrador general de la Embajada, contribuyendo a una histórica y transformadora gestión que cada vez es más claro quién y con qué intención quiso opacar (qué tonto). José Pedro ayudó en todo (hasta en la recomposición histórica de este capítulo). Lo quería bien a Wilson, sin necesidad de renunciar nunca a todo aquello en lo que, en el acierto o en el error, creía.

José Pedro me había dado un número de teléfono al que yo podía llamar y comunicarme con el avión. Funcionó una sola vez, pero sirvió para mantenerme distraído y atento al tema de comunicación. (Qué mundo distinto era).

La cabina era chica y la convivencia intensa. Papá era curioso y charlatán. No pasó mucho sin que entrara en diálogo con los tripulantes. Allí se enteró, por ejemplo, de que uno de ellos había tenido que servir bajo el mando directo de uno de sus peores enemigos en los años del proceso, el hoy preso dictador general Gregorio Álvarez. Lejos de crear una situación incómoda, facilitó e hizo más cautivante la conversación, preguntaba sobre los instrumentos, molestaba… A primera vista el hombre le había caído simpático. Luego le tomó gran respeto y más adelante, afecto. Llegó a decir que, como al resto de la tripulación, le había enseñado una gran lección.

Ya de regreso en Uruguay recordaría: “Qué país… mi país. Tiene un tamaño humano, y sobre todo, aunque parezca redundante, una dimensión humana”. Curiosamente hablaba de una dimensión en primer caso cuantitativa, y en el segundo cualitativa. Quizá eso es lo que en su momento le hizo definir a Uruguay con un concepto sobre el cual este último año se ha hablado tanto: “una comunidad espiritual”.

El viaje, el cariño de Silvia y de mamá, la dedicación de los médicos y la descubierta condición humana, oriental y uruguaya de los tripulantes le habían infundido un gran optimismo. No con respecto a la expectativa de vida que le quedaba, sino sobre la suerte que había tenido durante la misma. Y seguro: con respecto a Uruguay. A los tripulantes, los únicos que no conocía antes del viaje, les tomó simpatía. Luego pasó a tenerles respeto y finalmente consideración y afecto.

No lo ocultó, como nunca antes en su vida ocultó algo que creía o sentía. Se los dijo. El hoy retirado coronel Fernández lo recuerda sobria y dignamente veinte años después: “Respecto a lo que dijo su señor padre –comentó– lo recuerdo textualmente. Es una frase que he citado varias veces. Siempre señalo que me la dijo él”.

Yo la recordaba de todos modos, ya que papá también nos lo contó con legítimo orgullo. Pero preparando estas páginas para compartirlas con ustedes, él fue de los que me ayudó en esta dolorosa pero no triste recordación: “Yo antes creía que para tratarse, era necesario conocerse. Usted me enseñó que para conocerse, hay que tratarse”.

La autonomía de vuelo era de cinco horas y media, por lo que debieron hacer varias escalas. En rigor, con bastante más frecuencia que lo previsto porque tenían viento en contra. Además volaron mucha zona de turbulencias que se sienten de un modo atenuado en un avión de línea, pero con toda intensidad en un Liar. La primera escala fue en Brasilia, luego en Puerto Rico y Miami. Allí pasaron la noche.

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El consejero José Luis Cezano, cónsul de Uruguay, los esperaba en la Homstead United States Air Force Base. El gobierno de Estados Unidos había ofrecido la base para que pudiera descansar antes de llegar a Nueva York. El descanso vino bien a todos, fundamentalmente a mis padres, a la tripulación… y al avión.

Desayunaron al estilo americano. Papá no parecía enfermo, así lo comentó el brigadier Jackson (a cargo del Comando de la Fuerza Aérea) cuando lo despidió en la Base Aérea número uno. Lo mismo, con las mismas palabras, dijo el jefe de la base americana cuando lo conoció. Se había tomado la escala técnica con gracia, asumiendo que tenía algo de aventura. Aunque el cansancio se impuso a la convivencia, la relación con la tripulación iba cambiando cualitativamente.

Papá estaba en una habitación VIP, que revisó prolijamente descubriendo tarritos de champú en el baño, hojas membretadas, detalles que le mostraba a mamá como si cada hallazgo fuera una diversión. Pero pasada la etapa de la novelería por el lugar donde los recibieron, se empezó a preocupar por sus compañeros de viaje. Sonó la puerta, mamá entreabrió y un cadete de prolijo uniforme dijo casi a las gritos: “Tuna sandwich Mister Ferreira” (sonaba muy distinto a Ferreira, pero bueno…). “Sándwich de atún”, gritó papá desde el baño.

Dos gigantes recipientes o cubre platos con olor a papas fritas desbordaban la bandeja. Entre unos pancitos de sándwich mal tostados había una ensalada de atún con cositas verdes y pepinos, tomates, lechuga, zanahoria rayada, “radish”. No parecía que fuera mucho porque el hambre había ganado terreno. Antes de devorarlo, papá llamó a su hija, a los médicos y la tripulación para averiguar cómo les había tratado la logística gastronómica. A todos bien. La tripulación: sin novedad. No se sabe cuáles fueron las gestiones que hizo Wilson. Dice mamá que comentó “en casa de herrero…”.2*

Cómo pidió permiso no se sabe. A quién llamó sí. Recordó el cantito de la televisión americana “Pizza Hut, pizza to go” o sea al 74 92 86 46. “Después de las once de la noche, a la pizza en Estados Unidos le dicen delivery” comentaba con sorna. Pero un rato después se levantaban las barreras de seguridad de la Base para que un adolescente en bicicleta y con gorro de pizzero se dirigiera a sus habitaciones a llevar tres muzzarellas extra large con peperoni.

Se levantaron temprano. Clarines y ritos militares habrán pasado inadvertidos a los civiles, quizás no tanto al personal militar. Pero hasta el día de hoy esa base americana (Fuerza Aérea y Marines) es la única en todo Estados Unidos que en vez de dedicar un día al año para homenajear a los caídos en combate lo hace todos los días. Aún hoy sigue siendo de las más importantes del hemisferio norte y de ella remontan DHC-8 (con radares de 360 grados) y los famosos F 16 de combate.

No de madrugada pero temprano y descansados, despegó el revitalizado avión con

2 * Aludiendo a que precisamente en una base militar se olvidaban de darles de comer a los militares.

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destino a JFK en Nueva York. Un vuelo normal, la travesía no duró más de dos horas y media. El Liar volaba a una altura máxima de 45.000 pies y a una velocidad Mach 0.84 (alrededor de 800 km por hora). El viaje diurno se hizo más llevadero. Duró más de cuatro horas. Papá recordaba que ahí sintió que al ya reconocido profesionalismo de la tripulación se había incorporado algo. Un sentimiento compartido de algo intangible en la misión que el Presidente de la República les había encomendado, la garra celeste.

En algún momento a él le pareció que los oficiales de la Fuerza Aérea sentían como si fueran médicos. “Sentían que la responsabilidad de salvar mi vida recaía sobre sus hombros”. Y que en esa responsabilidad había un interés nacional. Lo sintió intensamente y contrajo con ellos una deuda de gratitud hasta el último día de su vida.

Llegaron a Nueva York. Allí les esperaba Enrique Fischer (Quique), encargado de negocios ante las Naciones Unidas, quien actuó como un hijo. El embajador Fischer es una de las personas que sufrió más por la enfermedad y luego por la muerte de Wilson. Doy fe. Se embarcó el 15 de marzo del 88 hacia Montevideo sabiendo que no llegaría a tiempo para el sepelio. Bajó en el aeropuerto de Carrasco, fue a casa de mamá, donde me encontraba de casualidad, nos dio un beso y se regresó en el mismo avión. Cuando no sabía pero podía predecir aquel desenlace, el destino le dio la oportunidad de ayudar, y vaya si aprovechó esa posibilidad. Todo fue distinto y más fácil con la presencia de Quique cerca de mi familia.

Pero volvamos al aterrizaje en el Kenendy, desde donde fueron directo a la residencia de la Embajada, donde comenzó una nueva historia que contaré en el próximo capítulo.

El viaje de regreso fue bastante más llevadero. Volvieron en Varig hasta Río de Janeiro, donde los esperaba el Liar. Cuenta mi madre que, reclinado en las poltronas de primera clase a las que les había convidado la compañía, papá preguntaba por los tripulantes, por sus compañeros de hazaña: “¿Volvieron a Montevideo o nos esperan desde entonces? Seguro que son los mismos ¿no?”. Y ahí, pasada la media noche, antes de dormir le dijo: “¡Vamos a hacerles un homenaje en casa! Hay algo que tengo el deber de decirles”.

Aterrizaron en la Base Aérea número uno pasado el mediodía. Los esperaba el Presidente de la República, Julio María Sanguinetti, mi hermano Gonzalo con su esposa, Carmen Irazábal, a quienes había llevado Fernando Secco Aparicio para acompañarnos en la espera. También estábamos Diego y yo. Fernando fue un gran amigo de mi padre y una persona muy especial en la vida de todos nosotros. Pero sobre todo y fundamentalmente en la de Gonzalo, mi hermano mayor. Siempre fue así y luego de muerto papá fue lo más parecido a un segundo padre que se puede tener.

Salimos de la base aérea. Pasado el portón, a mano izquierda (puede verlo hoy cualquier transeúnte sobre la Ruta 101) está en exhibición el primer avión presidencial. Un C 47 (versión militar del DC - 3 de la época de la Segunda Guerra Mundial), llamado General Artigas. Cuando era niño volé en él siendo mi padre ministro, junto

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al Presidente del Consejo de Gobierno (época del colegiado), Alberto Heber Usher, y al nuncio apostólico monseñor Forni. Allí quedó el viejo aeroplano para la historia. De por vida en nuestra memoria, el histórico será siempre el nunca bautizado y todavía moderno Lear Jet 35 A del año 81.

No pasó mucho tiempo antes de que papá cumpliera con su palabra. Enterado de la historia yo no quise ir. No había estado en el viaje y, por tanto, no tenía por qué estar en ese momento de suma intimidad entre los que habían compartido esa intransferible experiencia. Mamá y papá organizaron una cena en honor de la tripulación. Fue en el departamento de papá en Avenida Brasil. Estuvieron presentes el edecán aeronáutico del Presidente, teniente coronel Malaquín, el secretario privado del Presidente, Ernesto Laguardia, mi hermana Silvia, los médicos y la tripulación: Fernández, Ruik, Rigo y Zeta.

Mis primas De León Ferreira tenían la casa de catering La Casona y habían preparado una serie de bocaditos para rematar con un plato caliente: crèpes de choclo. “A los panqueques cuando te dejan con hambre se les llaman crèpes”, dijo papá.

Llegó el momento del brindis. Del relato que nos hizo al día siguiente se deduce que era un momento planeado y esperado. En él todo era espontáneo. Solamente era así de pensado hasta en sus últimos detalles cuando lo que había detrás de lo aparente era lo que él consideraba un deber. Sabía qué quería decir. No dudo, sin embargo, conociéndolo, que no sabía cómo iba a decirlo. Ahí le volvía su espontaneidad natural. Se dirigió a sus viejos tripulantes y tocó sus copas con la suya. Entonces surgió esa frase que dos décadas después el coronel (Av) (r) Héctor Sergio Fernández Repetto, comandante de la nave, repitió diciéndome que nunca las podrá olvidar:

“Yo antes pensaba que la gente debía conocerse para tratarse, hoy aprendí que la gente debe tratarse para conocerse”.

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PARTE II. CAPÍTULO 2

DESDE USA CON AMOR

Los autos fueron desde el aeropuerto Kennedy directo hacia Bronxville. No entraron a Manhattan, la que apenas pudieron divisar de lejos. El pequeño pueblo parecía estar a siglos de la Metrópolis Global. Las dueñas de casa con las bolsitas de sus compras en la mano caminaban desde los comercios a sus casas. A esa hora casi no había tránsito vehicular. Al pasar la estación de tren cruzaron un puente y giraron a la izquierda. El personal de la casa abrió los portones del 103 Rocklidge Road: una mezcla de residencia y castillo de piedra gris amarronada. Algunas paredes cubiertas de hiedra y una torre de cristal que cubría la principal escalera interior hacía de telón de fondo de la bienvenida. Aquella casa rodeada de un impecable parque era la residencia de Uruguay ante la ONU. Habían llegado.

Rápidamente se sintieron en su casa. Les hacía falta ese calor de hogar, olorcito a patria a la distancia, luego de aquel azaroso y agotador viaje. No repararon en la vistosa fachada ni en las tejas negras de media agua, ni en el jardín que le hace honores. Sí en la bandera uruguaya de seda del descanso de la escalera. La casa estaba amoblada con lo mínimo, pero sin adornos ni mucha cosa. Había sido designado embajador representante permanente Felipe Paolillo, pero todavía no se había mudado y aún estaba en Montevideo.

Como dijimos, los recibió el embajador Enrique Fischer. No habría palabras para explicar cómo fueron él y su familia con la mía. Siempre fueron así. No sé si es que los malos momentos hicieron que pusieran, si es posible, más esfuerzo, o si se notaba más que nunca cómo habían sido siempre con todos nosotros. Papá se daba cuenta de que Fischer, de inclaudicable solidaridad política, además lo quería como a un padre.

La primera noche descansaron bien y mucho. Mamá y papá desayunaron en el cuarto: jugo de naranja, medio pomelo, cereales y tostadas con mermelada y miel pura de abeja. Por la tarde dos autos los condujeron a Manhattan. Se detuvieron al llegar al 1275 de York Avenue. En la esquina con 68 Street se erigía el moderno edificio que aloja el Sloan Kettering Memorial Cancer Center de Nueva York. Apenas entraron se encontraron con Nancy, la nurse encargada de los ingresos. Nancy los condujo a la entrevista con el doctor Mark Kriss, el primero de los médicos que lo vio en Estados Unidos.

Intervinieron luego otros galenos, como el doctor Thompson (dermatólogo) y el doctor Morse (neumólogo). El doctor Kriss era el jefe del equipo y además director del Solid Tumor Service del Hospital. Nuestros compatriotas, los doctores Rubio y Piñeyro, estuvieron presentes en todas las consultas.

Ese mismo día lo internaron. Dice mamá que el centro tenía corredores amplios

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y los pasillos sin ventana exterior daban a un enorme patio central. Babina y mis padres recorrían aquello con un bolso a cuestas, camino a la habitación del octavo piso. Eran dos camas por sala y no estaba prevista la permanencia de un acompañante. Después de que fue operado el vecino de Wilson, Barry Lindembaum,1* lo cambiaron de piso, porlo que dejó una cama libre. Quique Fischer se las ingenió para que mamá se pudiera quedar (en un sofá, pero sin crear molestias a otro internado). Camino a la habitación se sentía cierto jolgorio desde el patio central. Se asomaron y había una fiesta. Gorritos, pitos y cantaban “for his a jolly good fellow…”. Papá preguntó:

–¿Patch Adams?–No, un cumpleaños.–¿Festejan así?–Sí…

–Bueno, yo estoy de muy buen ánimo. Con cáncer. Pero de buen ánimo, ahora… fiesta con pitos… tampoco es pa’tanto.

Siempre ese humor. Siempre. Mamá iba nerviosa. Los llevaba a la habitación una señorita joven de uniforme color “aqua”. Mamá la interpeló:

–Un preguntita sobre los calmantes, nurse…–No, señora Ferreira, no soy nurse, soy escort, llevo a los pacientes de un lado al

otro.–Y ¿cómo me doy cuenta de quién es quién?–Por los colores de los uniformes.

Ahí hay un matiz. Mamá dice que papá le pidió un calmante al personal de limpieza. Papá se tentaba de risa cada vez que escuchaba el cuento y lo desmentía. Se tentaba mucho y eso me desconcertaba. No sé si era por la exageración de mamá o porque no quería confesar. Lo que sé es que él sostenía que estuvo a punto pero nunca llegó a pedir. Nunca supe cuál de los dos decía le verdad. Lo que sí es cierto es que mamá le hizo un cartelito con colores y su prolija letra que colgó en los pies de su cama:

“Wilson be carefull:Médicos: chaqueta corta o túnica BLANCA con etiqueta

con nombre en rojo.Nurses: Head Nurse: CELESTE.Nurse Assistant: BLANCO CON BORDE CELESTE.Escorts: (llevan p’aquí p’allá) COLOR AQUA.Pesonal de servicio: Ellas: CORAL.Ellos: VERDE.

La operadora del hospital (212 752 8240) tomaba decenas de mensajes por día. A veces, por suerte, se le escapaba alguna llamada y llegaba a la habitación. Así pudieron hablar con algunos amigos y recibieron unas pocas y previamente autorizadas visitas

1 * Ver Capítulo 4.

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de locatarios. Fischer ni qué hablar. También fue el cónsul general de Uruguay y viejo amigo de papá, Guillermo Stweart Vargas. Luego, cada una par de días pasaba a verlos su esposa. También mi viejo amigo Poti Palomeque, hijo de un ex secretario de papá2* y el embajador ante OEA y viejo amigo de papá, Alfredo Platas.3** Los llamamos de Montevideo al hospital, el embajador Gualberto Talamás, Alembert Vaz, Horacio Terra, el embajador Del Campo, el capitán de navío Bernardo Rafael Piñeyrúa4*** y yo.

Mamá y Babina tuvieron que irse y papá quedó conversando con Barry (ver capítulo 4), su compañero de cuarto. Antes de regresar a Bronxville, mamá pasó por Mar Company, cerca de Grand Station, donde compran todos los uruguayos. Papá le había pedido que hablara con “Martín” de parte de Miguel Jimeno de Rosario.5**** Mamá tenía que decirle a Martín, a quien no conocía, que Miguel desde el departamento de Colonia le pedía que le explicara cómo se transformaba un Video 205 402 (así dice el papelito) para poder ver PAL-N y NTSC. Mamá anotó todo con cuidado, pero luego del regreso seguimos viendo sólo videos PAL-N. Papá seguía las instrucciones de mamá con cuidado y la televisión aullaba como si la estuvieran torturando.

Apenas papá quedó solo en el hospital, le empezaron a llegar malas noticias. A la mañana siguiente: peores. Los médicos uruguayos también decían regresar todos los días a la Residencia de Uruguay, pero llegaban más temprano, antes de que se despertara el paciente, para consultar con sus pares americanos. Casi enseguida le dijeron: no es operable, es poco receptivo a la quimioterapia, el proceso puede ser rápido. Dicen los doctores Piñeyro y Rubio que quedó afectado. Muy afectado. Así lo narró el doctor Piñeyro:

“Nunca pensó en él. No era eso lo que le afectaba. Le preocupaban los demás, fundamentalmente Susana y la gente. Sus primeras palabras fueron ‘a Susana déjenme decirle yo mismo. A la gente… también. Hay que cuidar al Partido, no lastimarlo, no defraudar las esperanzas de la gente… Miren que no son sólo los blancos, hay muchos que no son blancos y nos quieren votar [no solía hablar en primera persona]. Otros que ni nos van a votar, pero nos miran, somos su referente… tampoco los podemos defraudar. Voy a escribir el comunicado, si les parece bien lo firman… si no, lo cambian… no, en realidad si no les gusta, lo firmo yo”.

2 * Poti trabajaba de mozo en las Torres Gemelas, hoy es dueño de un restaurante en Panamá. Ver Capítulo 5.3 ** Protagonista del Capítulo 5.4 *** Héroe de la lucha antidictatorial que cuando enfermó papá se desempeñaba como embajador de Uruguay en Cuba.5 **** Viejo amigo de la 19 de Colonia, quien luego de muerto papá, generosamente me nombró candidato al Parlamento por su departamento.

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Estremecidos de emoción los dos profesores de la medicina uruguaya le enseñaron los términos científicos y el comunicado lo redactó Wilson. Debo decir que ninguno de los dos jamás cobró un centavo por meses enteros de dedicación. Piñeyro incluso suspendió su participación en un congreso en San Pablo para el cual había estado preparando una ponencia durante meses. Volviendo al relato: en determinado momento llegó mamá.

Entonces ocurrió algo de lo que me enteré hace bien poco. Me lo comentó Diego, quien cuando escribía el capítulo nueve de su libro me pidió que le consiguiera la letra de la canción.

–¿Qué canción?–La canción en francés.–¿De qué hablás, Diego?–¿Te acordás que cuando murió Wilson, Susana tarareó una canción en

francés?–Mmm… un Padrenuestro.–Y un Avemaría, Juan, y la canción.

–Del Avemaría me suena, la canción, ahora que decís… sí.

Diego me contó una increíble historia de amor que luego narró en el capítulo nueve de su libro. En el mismo publica parte de la letra que me proporcionó mamá a los pocos días. Mamá, los médicos y Marta Canessa me confirmaron la historia. Mamá dice que sólo se lo contó a Marta. Pero los médicos lo presenciaron. Dice mamá que Marta le contestó: “Con el amor que se tenían Wilson y tú, no tenían que hablar para entenderse”.

La historia es así: Al llegar mamá al hospital neoyorquino, papá la tomó de un brazo y no le contó nada. Los médicos se alejaron prudentemente y vieron cómo Wilson, en voz baja, le cantaba en francés una canción de Joe Bassin que conocían de sus años de noviazgo. Nunca más hablaron de la enfermedad. Se transmitían todo según el tono en que tarareaban la canción que, como me recordó Diego, fue con la que lo despidió mamá después de rezar:

C’est drôle, tu es partie, et pourtant tu es encore ici puisque tout me parle de toi: un parfum de femme, l’écho de ta voix. Ton adieu, je n’y crois pas du tout, c’est un au revoir, presqu’un rendez-vous... ça va pas changer le monde, il a trop tourné sans nous. Il pleura toujours sur Londres... ça va rien changer du tout. Qu’est-ce que ça peut bien lui faire,

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Une porte qui s’est renfermée? On s’est aimés, n’en parlons plus, Et la vie continue.

Les poussières d’une étoile, C’est ça qui fait briller la voie lactée... Il va continuer, le monde, et il aura bien raison. On s’est aimés, n’en parlons plus, et la vie continue. Ça va pas changer le monde, ça va pas le déranger. Il est comme avant, le monde, et la vie continue.

Es extraño, tú has partidoy sin embargo, estás todavía aquíporque todo me habla de ti:un perfume de mujer, el eco de tu voz.Yo no creo mucho en tu adiós,es un hasta luego previo al reencuentro.Esto no va a cambiar al mundo. Ha girado sobre sí mucho sin nosotros.Lloverá todos los días sobre Londres.Esto no cambiará para nada.Y no está muy bien que sea así,si sólo se ha cerrado una puerta?Nos amamos, no se habla másy la vida continúa.

Aunque el tintineo de una estrellaes lo que hace brillar la vía lácteava a continuar el mundo.Y tendrá mucha razón. Nos amamos, no lo diremos más.Y la vida continúa.No va a cambiar el mundono le va a hacer ningún dañova más adelante el mundoY la vida continúa.

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PARTE II. CAPÍTULO 3

APOSTANDO A LA VIDA

Mamá y Babina trataban de descansar de a ratos. Eran objeto de todo tipo de cuidados por parte de Quique Fischer. Estaban alojadas en la residencia de Uruguay ante la ONU y Quique tenía una sola obsesión: que se sintieran queridas y apoyadas. Tuvo más éxito Quique con sus cuidados que papá con su sueño. Ya internado en el octavo piso del cruce de la calle 68 y York Avenue le costaba conciliarlo. Desde esa mañana sabía que su tumor era algo serio. Por lo pronto, no operable y muy poco sensible a la quimioterapia. Pero no era eso lo que no lo dejaba dormir. Nancy Ronald, la nurse de piso, le preguntó varias veces si quería un sedante y él contestó que no. No estaba intranquilo. La falta de sueño era porque su compañero de cuarto no dejaba de quejarse.

Efectivamente. El hombre que ocupaba la cama vecina estaba esa noche muy angustiado. No quería molestar a su compañero de habitación, con quien hasta entonces apenas había intercambiado un par de palabras… Sabía que era un sudamericano de un país cuyo nombre era difícil de recordar, más aún cuando su compañero de infortunio le había dicho que no quedaba al lado de Paraguay, lo que había terminado de confundirlo. Ordoguay… algo sí era el país de donde venía su “room mate”. En todo caso, no quería molestarlo, pero tenía al final de un día difícil cosas que le preocupaban más que no hacer ruidos molestos. Le angustiaba tener que enfrentar, aún muy joven, la perspectiva de la muerte.

No pasó mucho tiempo antes de que Wilson calzara sus pantuflas y caminara los pocos metros que lo separaba de la cama de su compañero de internación. En un inglés todavía con fuerte acento hispano, a pesar de los años vividos en Londres, le dijo:

–My name is Wilson. My name, because my last name is Ferreira. But my given name is Wilson, and you?

El desconsolado vecino le respondió

–No quería molestarlo, estoy muy mal.–No, molestarme no me molesta, en todo caso me molesta el cablerío este

que me enchufaron, usted no. Bueno, los quejidos… tampoco me encantan mucho… en fin, para qué andar con cumplidos si recién nos estamos conociendo, un poquito me joroban. ¿Cómo se llama?

–Barry, Barry Lindembaum.–Ah, judío…–Sí, claro. Me crié en Colorado. Mis padres eran inmigrantes. Yo soy

americano. Agnóstico…–¿Cómo? ¿No cree en Dios?

–No, sigo las tradiciones judías por un tema de identidad… Pero no soy

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creyente. Fui al Colegio Hebreo, me presentaron al templo a los trece años .Me casé con una judía según el rito de nuestros mayores. Pero realmente… no soy creyente.

–Con razón se queja –dijo Wilson–. Estar en este lugar donde nos trajeron y no ser creyente debe ser feo, bien feo, yo no sé, no me imagino. Pero feo ¿eh? Bueno, en todo caso dejemos eso para más adelante. Tenemos todavía unos días complicados para compartir. Ahora, no creer en este momento… Qué cosa… De curioso. Pero no creer siendo judío es medio como un lío familiar.

–¿Con mi esposa?–No, con Dios, hombre, un judío no creyente, un lío familiar complicado.

Yo no debería meterme mucho. El que se mete en líos de familia sale mal.–Bueno, a esta altura qué más da –agregó desconsoladamente Barry–. Me

tienen que operar.–¿Y por eso se queja? ¿Qué deja para el oriental?–¿Para quién?–Para mí. Después le explico lo de oriental. Hasta hora usted me ha

contado de Denver, pero ya me va a llegar el turno de explicarle cómo es Melo. Ya llegará el momento, ni le digo cuándo le cuente la carga de Arbolito.

–Pero Mr. Wilson, me van a operar…–Mister no, yo soy Mr. Ferreira. Wilson es sin Mr. Es como si yo le

dijera Mr. Barry. Mr. Lindembaum o Barry. Yo prefiero decirle Barry, así que usted… Wilson, sin mister.

–Bueno Wilson, me tienen que operar.–Y todo el escándalo por una operación. A mí entonces… ¿qué me deja?

Si a mí ni me van a operar. Tengo que ver cómo le cuento a Susana. A mi gente.

–¿Susana?–Mi señora…usted la vio hoy.–Ah, mi esposa se llama Esther… Esther Bloomingstal.

–Susana Sienra. Bah, Susana…Y a mi gente, le tengo que contar a mi gente.–¿Qué gente? ¿Sus hijos?–Bueno, está preguntando demasiado. Mis hijos ya saben, siempre deben

de haber sabido, son así de fuertes. A mi gente… Sí, eso es bien difícil de explicar. Yo soy blanco ¿vio? Oriental y blanco. Todavía es muy pronto para que entienda. Pero llorar por una operación… Yo me vuelvo a Montevideo sin operación ni nada.

–¿Montevideo? Yo una vez vi una película que pasaba en Montevideo.–Seguro que no. ¿No sería Montecarlo, que queda en otra parte?–Mmm…–En todo caso, Barry, yo estoy muy cansado. Si le tuviera que contar de mi

viaje, de dónde vengo, en qué vine… ni me creería. Así que vamos a descansar un poco. Así mañana tenemos toda la jornada para conocernos mejor.

–Pero Wilson…–Wilson nada, no se habla más de la operación hasta que salga del

quirófano.

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–Pero…–Pero nada, yo tengo que dormir. Si quiere terminamos con una apuesta.–A bet?–Eso, una bet. Le apuesto un dólar que me muero yo antes que usted,

Barry.–¿Cómo?

–Sí, Barry, un dólar, para seguir viviendo no es tanto. Le apuesto un dólar que yo me muero antes que usted. Igual voy a hacer lo posible para que usted gane.

Lindembaum vaciló y luego estalló en una carcajada. Luego de las risas, apagaron la luz y empezaron a descansar. Barry contó cómo esa noche recordó su niñez: “Mi padre, mi hermano mayor, soy segundo en una familia de siete. Pensé en mi esposa, en mis hijos, mi segundo nieto en camino, y lentamente me quedé dormido”.

Amanecieron los dos de buen humor y la charla de la noche anterior marcó su relacionamiento. Había nacido una amistad. Al otro día a las 14 operaban a Barry y pasó contento. A la hora de las visitas, le presentó su esposa a Wilson y él les presentó a Susana. Por la noche, Barry durmió como si el día siguiente no fuera el de la mayor prueba de su vida. Pero en medio de la misma lo despiertan unos ruidos en la cama de al lado. Esta vez parecería ser Wilson el que no iba a dejar dormir a Barry. Quiso incorporarse para hacerle una broma al respecto y vio que papá estaba dolorido. Tenía una pequeña inflamación y por una vía le pasaban un calmante.

Las nurses, que se distinguían de las enfermeras por el color celeste de sus uniformes, mientras que sus asistentes tenían túnica blanca con viso celeste (mamá le había hecho un código de colores después que papá le pidiera calmantes al personal de limpieza), lo estaban atendiendo con cierta prisa, como si el problema tuviera mérito para ello. Serían, recordaría Barry después, algo más de las cinco de la mañana del 29 de julio.

Se quedó quieto, cerró los ojos haciéndose el dormido y sintió que la nurse rezongaba a Wilson:

–¿Cómo no llamó antes? Debe de estar muy dolorido, está muy inflamado.–Shhh –protestó Wilson– no hagan ruido que Barry se quedó dormido. Pobre,

tiene que descansar… mañana lo operan.

“Esa noche”, le contó por carta Barry a mamá luego de la muerte de Wilson, “se me hizo un nudo en la garganta. Ya no me angustiaba el temor a la cirugía, estaba conmovido. Me di cuenta de que Wilson era mi amigo y que mi nuevo amigo era una persona extraordinaria. Volví a llorar, pero esta vez, Dear Susana, no fue de angustia sino de emoción”.

“Vi que Wilson no había dormido aún, estiré mi mano, él hizo lo propio con mucho esfuerzo. Estreché la de mi nuevo amigo ‘oriental y blanco’, según ya había aprendido, la apreté fuerte y con la dificultad que me impuso la emoción, llegué a

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decirle: ‘¡Lejaim Wilson, Lejaim!” (Por la Vida, tradicional saludo y brindis judío). Comenzó a comprender que aquellas charlas con Wilson de aparente humor negro no eran sobre la muerte. Eran sobre la vida.

El día de la operación Barry no parecía preocupado. Se había afeitado temprano y hasta se percibía buen humor en su conversación. Tuvo que permanecer en ayunas. Cuando ya lo estaban preparando para el quirófano, seguían conversando. Contó que Denver no era su lugar natal. Era del estado de Colorado, pero de una población más pequeña. Aunque luego de casado había tenido que trabajar en la capital. Con el tiempo pudo regresar a su ciudad querida de Engelwood, donde veía nacer el río Colorado y las montañas Rocallosas a las que aludía Luther King en sus sermones. Barry era muy cosmopolita. No era el estereotipo de un yanqui como los que vemos en las películas. No sólo por ser hijo de inmigrantes, sino porque Colorado es así. Tiene su historia y su vida propia. Sólo se incorporó a Estados Unidos al cumplirse cien años de la declaración de la independencia americana.

Uno de los últimos cuentos que hizo Barry que no paraba de hablar, era que en otros estados despectivamente los llamaban “insectos”. En realidad es un juego de palabras, porque en inglés se conoce con el mismo nombre a un pequeño bichito muy molesto, con un lomito de franjas amarillas y negras. “Es un gran enemigo de los agricultores porque come la papa y el boniato”, explicaba un verborrágico Lindembaum.

–La papa y el boniato me importan un rábano –dijo Wilson con gracia–, son manyas.

–¿Son qué?–De Peñarol.

Eso explica por qué en una de sus primeras cartas, después del regreso de Wilson, Barry le pregunta: “Sin ofender Wilson, ¿qué es Peñarol?”.

La intervención fue exitosa. Luego de un breve pasaje por el CTI hizo su posoperatorio en otro piso. Allí lo fue a visitar Wilson y lo encontró con un rabino.

–¿Se puede? –Adelante, déjenme presentarlos.–No, Barry, yo tengo que hablar con el rabino. Mire –agregó dirigiéndose a éste–,

anda medio dudando este hombre. ¿Se da cuenta? Un judío que duda de la presencia de Dios… ¡hay que ver cada cosa!

Barry contó que había recibido una formación religiosa muy rígida. Se había alejado de la fe desde joven. Luego de la muerte de sus padres, volvió ir a la sinagoga cada tanto, a dirigir –evocando a Jerusalén– la oración de su padre en presencia de diez hombres. También iba para conmemorar las festividades judías, celebrar el Bar Mtizbá de sus hijos. Pero enfrentar la duda, la muerte… en fin todas aquellas cosas le habían hecho sentir nuevamente la presencia del Creador. El rabino Holland conversó con ambos por un rato y los dejó a solas. Cuando Wilson se fue, Barry le increpó por qué no se quedaba más y Wilson le dijo:

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–Me tienen que dar unos remedios. Estoy tratando de perder la apuesta.

“El humor de Wilson”, recuerda Barry, “era algo más que humor, era un estado espiritual de alegría, de apego a la vida, de disfrutar todo lo disfrutable. Nada de lo que hacía resultaba intrascendente”.

Papá logró salir del sanatorio y volver a la residencia de la Embajada de Uruguay ante ONU. En el próximo capítulo se cuentan algunos detalles de su estadía.

Después del periplo americano se habían intercambiado algunas cartas. No muchas. En una de Barry a Wilson, aquel le escribió:

“Mis hijos han regresado, algunos al estudio, los mayores al trabajo. Físicamente no cabe duda que estoy mejor. A las nueve de la noche ya estoy cansado… no será porque estoy por cumplir cincuenta años sino por la operación. Y debo estar muy bien para cuando sea abuelo. Me falta para ello apenas ocho semanas. Todos ellos actúan como si estuvieran seguros que me sobrepondré a estas circunstancias.

Conservo conmigo el amuleto que me regalaste. Va a todas partes conmigo. Le he puesto al mismo [una moneda de diez pesos uruguaya] una cadena y la llevo colgada. No siempre comprendo bien las raras vueltas de la vida. Puede ser que a veces sean trágicas, pero le dan sabor a nuestra existencia. Mientras que el Señor me permite caminar sin miedo en los valles de la muerte, mi encuentro personal contigo durante aquellos breves y tensos días ha dejado una marca indeleble hasta el último instante de mi vida. Hay un antes y un después de haberte conocido”.

Desde que el 8 de agosto había regresado a Uruguay, la vida había vuelto a un cauce casi normal. Pero con un convidado de piedra que ya no nos abandonó: El tumor maligno. Los tiempos se acortaban y cuando llegó la hora su vida se apagó. Lo enterramos y desde entonces nos acompañamos los unos a los otros todo lo que hemos podido para resistir su ausencia.

Mamá estaba aprendiendo sus nuevas rutinas y a convivir que el recuerdo del amor que se habían brindado con aquel hombre con el que compartió casi medio de siglo de vida. Habían estado ennoviados cinco años (del 39 al 44) y 43 años casados. Sonó el timbre. El cartero entregó una carta certificada. Venía de Estados Unidos, Colorado 80110. Al ver el remitente la recibió sabiendo ya su contenido. Un billete de un dólar.

El remitente no era extraño. Habían llegado otras cartas con el mismo. Pero todas antes del 15 de marzo. El flamante billete venía oculto en recortes de diario doblados y una carta.

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Firmó el recibo de DHL. Esperó estar a solas. Se preparó un té. Se sentó en aquel living que había sido testigo de tantos episodios de la vida del país. Abrió lentamente el sobre sin tristeza, más bien con una sonrisa cargada de nostalgia. Tomó el oculto billete en sus manos. Fue desdoblando los recortes que lo protegía: un cuarto de página del NY Times con la foto de su esposo muerto. “Líder uruguayo muere en medio de dolor popular”.

Con un clip sujetaba otros recortes que demostraban que, al enterarse, Barry había comprado los diarios de circulación nacional en Estados Unidos y en todos decía algo. El Washington Post tituló: “Wilson Ferreira Aldunate. Muere líder político en Uruguay” Y comentaba: “Wilson era un líder carismático, jefe del Partido Blanco, era la figura más representativa de la oposición uruguaya”. Contaba luego su vida para agregar que “durante los doce años de dictadura fue encarcelado, exiliado y sobrevivió un intento de secuestro. Hace tres años se le impidió por parte de los militares ser candidato a la Presidencia de la República en su país. El presidente Julio María Sanguinetti declaró duelo nacional en homenaje al señor Ferreira. El presidente argentino, Raúl Alfonsín, lamentó su muerte diciendo en conferencia de prensa: ‘siento la muerte de una figura notable de Uruguay y de la democracia Latinoamericana’. Ferreira apoyó a Sanguinetti en uno de los temas más tormentosos de su gestión: qué hacer con los militares que habían violado los derechos humanos [...]”.

El artículo luego habla del pueblo de Nico Pérez donde nació Wilson, cuenta sus años en Londres, cómo perdió las elecciones en el 71 siendo el candidato más votado. Más adelante el Washington Post narra las vicisitudes vividas por Wilson en Argentina y luego su regreso a Uruguay: “Los militares temieron un alzamiento popular, lo arrestaron, encarcelaron y liberaron después de las elecciones”. Y concluye: “Le sobrevive su esposa, Susana, una hija y dos hijos, uno de los cuales es senador por el Partido Blanco”.

Barry no sabía nada de todo esto. En sus horas de conversación con Wilson, habían llegado a conocerse y hacerse amigos. Wilson no le contó su riquísima historia ni la popularidad que tenía en Uruguay.

La carta venía de Engelwood, donde Barry había vuelto a llevar una vida bastante normal con su familia. “A mi edad el cáncer no es más que un estorbo, creo que moriré de viejo. Aunque no es muy receptivo a la quimioterapia, la operación fue bastante exitosa, lograron quitar casi todo lo maligno y a mi edad la evolución es lenta”.

Barry se sorprendió cuando leyó la noticia en el diario de más circulación de Estados Unidos: la muerte de su compañero de hospital había sido advertida por la prensa americana y en su país natal (que él ya había aprendido a llamar Urrrru gu áy) Wilson era un hombre famoso y querido. “Mis amigos conocen a Wilson por mis cuentos, no por su trayectoria pública”.

La carta no era tan larga como las que había intercambiado con Wilson tras su regreso de Nueva York. Pero decía todo.

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“Yo he recuperado mi fe. Siento la ayuda y disfruto la presencia del buen D’s [los religiosos judíos, por respeto no escriben el nombre de Dios a quienes sus antepasados bíblicos llamaban el ‘Innombrable’]. Creo que Wilson tuvo algo que ver con ello. Lo que no dudo, sin embargo, es que Wilson me devolvió otra fe tan necesaria como aquella. La fe en el hombre, en la gente, en las circunstancias de la vida: Susana, ha pasado su vida al lado de un gran hombre. No necesité conocer su trayectoria para saberlo”.

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PARTE II. CAPÍTULO 4

ENSILLANDO A ROCINANTE

“Quiero una montura tejana”, fue lo único que dijo al despedirnos. Había ido a despedirme de papá a su casa. Ya estaba muy enfermo. Yo viajaba de tarde a Washington. Presidía la Comisión de Asuntos Internacionales del Senado y por tanto integraba la delegación uruguaya a la XVII Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA). Iba a estar ocho días fuera de Uruguay. Me daba pena dejar de verlo una semana entera. Pero qué más remedio. Suspender el viaje hubiera sido peor.

El pedido de la montura era raro. O por lo menos así lo creía yo. Él siempre había ensillado recado. El clásico. Ni basto porteño ni nada que no fuera recado con cojinillos o pelegos, como se les dice cerca de la frontera. A las prendas del apero se les llama de un modo u otro según la zona, es cierto. En realidad entonces, para decirlo bien, lo que siempre usó Wilson es recado montura, como le dicen allá en Castillos,1*

recado cola de pato. Es decir, no el recado de dos cabezadas. Pero en todo caso, por estos pagos cuando uno habla de montura, se refiere a la montura tejana o mexicana: la que no lleva pelego encima. Era raro.

Me hallaba pensando en estas cosas del pedido de papá, cuando advertí que me quería ocultar lo más raro de todos. Él y yo y tantos otros sabíamos que ya nunca volvería a andar a caballo. Quizás por eso lo pedía. No era algo raro, sino especial.

No existía Internet y buscar el modelo de montura que me pedía no iba a ser fácil. Por ahí anda el dibujo que me hizo. Tenía la gracia que en línea directa heredaron para dibujar así Wilson Gonzalo, mi hermano, y Gonzalo Wilson, su hijo, mi ahijado. El dibujo era tan perfecto, genial es la palabra adecuada, que no iba a encontrar nada parecido. Encima, una flechita apuntaba al bien montado jinete y con su impecable caligrafía decía “yo”.

Yo vivía cerca de lo de mis padres, en un departamento en Luis Piera 1835 (al lado de la Embajada de Estados Unidos, frente al mar). Mandé chequear mis valijas para esperar la hora de embarque en lo de papá. Recordemos que estamos hablando del año 1987, más de quince años antes del 11 de setiembre. Hoy no se podría hacer check in a distancia. Hablamos de todo un poco, pero él lo único que quería era que yo le explicara cómo iba a ser para encontrar la montura que quería.

–Pero tú siempre ensillaste recado.–Recado tengo.–Por eso…–Por eso no, mi viejo, lo raro sería que teniendo recado te encargara uno de

1 * 4ª sección del Departamento de Rocha donde estaba Cerro Negro, el campo de Wilson.

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Estados Unidos. ¿Te das cuenta en un Safeway explicando: “re-cado, cin-cha, pe-le-go, cin-chón, ba-da-na, ca-rou-na, jer-gón, jer-ga? No, no es nada raro, como tengo recado y no tengo montura, te estoy encargando una.

Cómo explicar las caras que ponía cuando decía esas cosas, mezcla de burla e ironía, y él se empezaba a reír antes que uno… En el aeropuerto me encontré con los compañeros de delegación: su presidente, el canciller Enrique Iglesias, y el diputado (y presidente de la Comisión de Asuntos Internacionales de dicha Cámara) escribano Guillermo (Chiquito) Stirling que fuera candidato a la Presidencia de la República en las elecciones de 2004.

El único que se alojó en la residencia del embajador ante OEA fui yo, cosa que entendieron como natural mis compañeros de delegación. El embajador y jefe de misión era un viejo amigo de la familia, don Alfredo Platas. Me recibió con la calidez de siempre, la que mantuvo en los difíciles años de la dictadura, durante los que siguió integrando el servicio exterior. Había además algo especial en aquel reencuentro. No nos habíamos vuelto a ver desde la enfermedad de papá. En efecto, mi amistad con Alfredo Platas es de las tantas que heredé en vida de mi padre. Él nos unía. Mi relación con Alfredo era una de las herencias en vida más lindas que se recibe de los padres: los afectos. Los dos sabíamos que a papá, que siempre había sido tema central de nuestras charlas, le quedaban pocos meses de vida.

El embajador Platas había estado acreditado en Washington antes. No como embajador ni tampoco en la OEA. Ante la Casa Blanca con rango de consejero. Yo con 19 años de edad, en 1972 había sido invitado por el Departamento de Estado para observar las elecciones presidenciales entre el republicano Richard Nixon y el demócrata George McGovern. Fue entonces que, encontrándome en Estados Unidos, Bordaberry tuvo el primer exabrupto institucional en contra de Wilson y anunció que pediría su desafuero. Se esperaba una orden de detención sin autorización parlamentaria (como ocurrió luego con el senador Enrique Erro en junio del 73). Una multitud rodeó la casa de Wilson y se sentó en el piso al grito de “No tocar al macho. Milicos mamarrachos”.

Desistieron. Haber vivido todos esos episodios desde Washington es fácil de contar pero… Fue preso Jorge Batlle, se hizo la marcha de Patria y Ley. Y yo estaba lejos. Pero Platas estaba muy cerca de mí. Y de Wilson. Eso hizo que yo también me sintiera cerca de mi país y las cosas que en él ocurrían. Nunca podré olvidarlo. Ni cuando era embajador en Brasil durante la dictadura y se reunía a escondidas conmigo y con Diego Achard. Ése era el embajador Alfredo Platas que me recibía, ahora oficialmente, en el otoño de Washington del 87.

–Papá me pidió que te encargue una montura tejana. No quiere más recado. Hizo este dibujo [nos reímos juntos].

–Quedate tranquilo. Yo me ocupo esta misma tarde. –¿De qué?

–De conseguirla. Así la tenemos pronta antes de que te regreses.

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–No, Alfredo, no te preocupes tú. Nunca pensé en conseguirla tan rápido.–No hay peor gestión que la que no se hace, pero además… A ver… es

para Wilson, la gestión tiene que salir bien. Y ya.–Mirá, Alfredo, papá no espera que yo llegue con la montura… Además,

entre nosotros, no va a volver a ensillar.–¿Qué decís, Juan Raúl? ¡Por favor!

La última frase de Alfredo concluía el diálogo con él medio enojado. Sentí una profunda emoción. Él sabía que era cierto. Pero también sabía que no era eso lo importante. Me dio una gran lección y la tensión pasó enseguida.

Fue una semana de mucho trabajo y de mucha charla. Ambas cosas muy gratas. La OEA no me resultaba un organismo extraño. Me pueden vendar los ojos, largarme adentro y no me pierdo. Conocí sus pasillos (los pasillos literalmente y los metafóricos o políticos) en los años del exilio. Trabajaba en la WOLA y con Joe Eldridge2* decidimos obtener estatus de observadores no gubernamentales para la VII Asamblea General del año 1978. Hacía de esto casi una década. La OEA iba a inaugurar una modalidad diplomática sobre derechos humanos, y nosotros otra.

Por primera vez en la historia, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que a la sazón presidía el jurista venezolano Andrés Aguilar, había preparado un informe sobre la base de un caso por caso. Es decir no sobre la situación especial de fulano o mengano, como se hacía hasta ese entonces, sino sobre el caso Uruguay, el caso Argentina, etcétera. La modalidad se aplicaría a los países donde se pudiera constatar “un patrón de conducta de serias y sistemáticas violaciones de los derechos humanos”.3* Las dictaduras de Uruguay y Paraguay iban a ser las primeras en estar en el banquillo de los acusados. Además se iba a tratar el caso de la desaparición de la maestra uruguaya Elena Quinteros, arrancada de los jardines de la Embajada de Venezuela en Uruguay. La Comisión era el organismo asesor de la Asamblea General y de la Reunión de Consulta de Cancilleres. La Corte Americana de Derechos Humanos4** aún no existía.

El estatus de organismo no gubernamental con estatus consultivo existía en la ONU no en la OEA. Lo pedimos, golpeamos las puertas correctas y lo conseguimos. En los años sucesivos le fue otorgado también a Amnistía Internacional, la Liga de Derechos Humanos, etcétera. En virtud de ello, y desde entonces, yo no había faltado a ninguna Asamblea de la OEA. Ahora iba en nombre de mi país con una democracia recuperada. Extrañaba a papá, claro, pero sentía un orgullo de reparación histórica que a él también lo involucraba. No era una reivindicación personal. Era protagonizar una reivindicación de la democracia uruguaya.

Muchas tardecitas nos quedábamos hasta tarde con Alfredo compartiendo estos recuerdos. A veces llegaba desde Nueva York, donde vivía, Poti Palomeque. Poti era

2 * Autor del prólogo de este libro.3 * Consistent Pattern of Gross Violations of Human Righths.4 ** Corte de San José de Costa Rica.

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un amigo de la niñez. Su padre, Alberto Palomeque, había sido secretario del mío en el Ministerio de Ganadería y Agricultura primero, y en sucesivas legislaturas del Senado luego. Poti fue uno de los pocos visitantes de papá durante su breve internación neoyorquina.5***

Un día sonó el timbre y el embajador Platas gritó desde la planta baja de la residencia:

–Juan Raúl, bajá, mirá quién vino.–¿De dónde?–De Nueva York.–¿Poti?–No.

Cuando bajé, estaba en el medio del living una flamante montura tejana. Con olor a cuero nuevo. Y color también. Olor de cuero nuevo, sin engrasar. El mismo olor que se siente hasta el día de hoy al entrar en Las Nazarenas, en la calle Paysandú, en Montevideo.

–¿Qué hiciste?–La conseguí y la compré.

A lo largo de mi vida, he tenido la suerte de aprender mucho de mucha gente. Trato de seguir aprendiendo de todos los que tienen algo que enseñar. Que son muchos los que pueden y mucho lo que se aprende. Pero pocas veces, lo he dicho en varias oportunidades, alguien me dio una lección más importante. Recién ahí comprendí todo lo que implicó aquel ¿qué decís? De Alfredo Platas. Antes de partir de regreso, tenía junto a mi equipaje la montura tejana empaquetada y pronta para traerla a casa. Alfredo me acompañó al aeropuerto John Fister Dulles donde me ayudó a despacharla.

“Vas a ver lo bien que le va hacer verla y pensar que la va a ensillar y montar en ella”. El breve abrazo se hizo eterno porque lo seguí viviendo mientras el vuelo decolaba.

Wilson la desempacó con entusiasmo. Se le iluminó la cara al verla y la hizo instalar en su dormitorio frente a su cama, en un improvisado caballete. Allí la contempló cada día de los que le quedaron de vida y allí estaba cuando murió.

Contar la historia me recuerda unas páginas escritas en el exilio. Algunos episodios en Uruguay6* lo habían desanimado mucho. Mamá me dijo “escribile” y me salieron estas desprolijas líneas:

5 *** Ver Capítulo 4.6 * El desacato de la dirigencia en Uruguay de no proseguir el diálogo del Parque Hotel.

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“Cuántas veces Don QuijotePor esa misma llanuraEn horas de desaliento

Así te miro pasar…”León Felipe.

Dame una lanza y vamos, caballerode aquellas que tenías en astillero,

dame una adarga y vamos, caballeroque hoy La Mancha se extiende al mundo entero.

Yo quisiera en mi locuraTener tu loca cordura

Para ahogar las amargurasDel vivir

Y saber que llevo un rumbo,En este andar por el mundo

Tras de ti.

Busca la vieja monturaDe tu antiguo batallar,Y liviano de amarguraGalopa por la llanura

Por las sierra, por el monte,Y junto al mar.

Si vieras Caballero lo que ha sidoEn estos años de tu larga ausenciaEmpuñarías la lanza enfurecido

Y entrarías conmigo en la contienda.

Cuando nos vean cruzando por la sierraPreguntarán:¿ Quiénes son esos dos?

¿Y qué persiguen?Y dirán “ es el loco de la lanza,

Y su loco escudero que lo sigue”Tan sólo un par de locos dirá el mundo

Y se reirá tal vez del desatinoPero tú y yo sabremos dónde vamos

Y nunca dejaremos el camino.

A cabalgar de nuevo llaman caballero,El mundo se ha llenado de gigantes,

Los pueblos se ocultan temerososY no parece un caballero andante

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Si en estos cuatro siglos, derrotado,Las armas nunca usaste como antes,

Tómalas hoy de nuevo,Adarga y lanza

¡Y ensilla una vez más a Rocinante!

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PARTE II. CAPÍTULO 5

PAN DULCE Y ROSA LUNA

Este año entramos al Guiness por un asado. Algún otro récord tenemos. No recuerdo cómo terminó el intento, pero siendo embajador ante Argentina, me llamó Marcelo Cattivelli1* para que lo ayudara en algunos trámites que autorizaran el paso por los puentes binacionales de la mortadela más grande del mundo. Algún día intentaremos que Uruguay figure en el Guiness por otra cosa que no sea obesidad y colesterol. Esta historia tiene que ver con el Guiness, con Uruguay y la gastronomía: el pan dulce navideño más grande del mundo.

Parecía imposible, sonaba más audaz que la montura.2** Uno nunca es buen juez de los hechos que le son contemporáneos. Menos aún si participa de los mismos. Sin embargo, con el pan dulce, una vez que lo conseguimos, todos nos dimos cuenta que habíamos hecho algo formidable. No es justo pues, que muera en el olvido. El resultado había sido mayor que el buscado. Lo más grande no fue el récord en sí mismo, que no recuerdo si alguien tuvo a bien registrar. El triunfo era… emocional, espiritual, hasta me atrevería a decir moral. Era el triunfo de nuestra identidad sobre nuestro permanente esfuerzo en disimularla.

Lo que habíamos logrado era dar riendas sueltas a nuestro uruguayismo. Y lo que había detrás, un acto de solidaridad. Sin duda, tenía que ver –como hemos señalado– con nuestra identidad nacional. Porque la solidaridad es parte del conjunto de valores que nos identifican como nación. El exitoso intento había surgido de una etérea expresión de deseo. Se nos había ocurrido hacer, para la última Navidad de Wilson, el pan dulce más grande del mundo.

Fuimos a ver al que más entendía de eso: El Maestro Cubano.3*** O sea al entonces ministro de Turismo, don José Villar, ex presidente de la Cámara de Industrias. Quien por cierto como ministro batió otro récord: siguió siéndolo cuando perdió las elecciones su partido (el Colorado, sector Pachequismo) y ganó su adversario histórico. Efectivamente, durante todo el gobierno siguiente (presidencia del doctor Luis Alberto Lacalle) siguió ocupando la cartera de Turismo.

En su desempeño privado, José Villar era titular de la empresa industrial panificadora más importante del país, El Maestro Cubano. Su éxito empresarial había hecho que sucesivos gobiernos reclamaran sus servicios. Lo llamamos para pedirle que nos recibiera, lo cual hizo enseguida, cuando se aproximaban las Navidades de 1987. Nos recibió con la cordialidad de siempre, eso tan normal en Uruguay que admiran los extranjeros que lo observan. Eso tan oriental: la diversidad política no 1 * Uno de los titulares de Cattivelli Hnos., viejo amigo y vecino de departamento en mi juventud.2 ** Ver Capítulo 5.3 *** Empresa panificadora nacional fundada en 1960.

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sólo no es obstáculo para la amistad personal sino, por el contrario, muchas veces es un aliento, una motivación.

Luego del cafecito de rigor, Villar quería saber si lo íbamos a ver como colorado o como ministro. ¿Cómo decirle? Ni lo uno, ni lo otro. Lo queríamos ver… como amigo. No ocultó su sorpresa cuando escuchó el planteo. “Los médicos no saben cuánto puede durar la enfermedad de papá, mes más, mes menos; semana más, semana menos. Lo único que es seguro es que ésta será su última Navidad. Queremos regalarle un pan dulce. El más grande del mundo”. Reaccionó con una mirada nostálgica por la que parecía desfilar su vida entera. Su niñez, el ejemplo de sus padres. Sus propios esfuerzos en la vida cuando la política y el Estado ni aparecían en el horizonte. Sus jóvenes hazañas de empresario cuando en los sesenta, al frente de una fábrica artesanal y familiar de galletitas dulces, terminó en una gran industria. Fue todo obra de Villar cuya férrea voluntad provocó una alianza con el industrial panificador Florentino Sande. No hay turista extranjero que no haya tenido en sus manos o a la vista en una panera de restaurante sus productos.

“Bueno, muchachos, ¿cómo se puede decir que no a un regalo de Navidad para Wilson?”. Quedamos en silencio hasta que agregó, ya pronto para despedirse: “Me gusta la idea. Por ahora, averígüenme el tamaño del más grande que se haya hecho. Así sabremos por dónde empezar. Yo iré haciendo lo mío porque… no lo tomemos como un regalo, es un testimonio de lo que le debemos todos. Estamos a tiempo de podérselo

Con José Villar, el día que asume como Ministro de Turismo Colorado. En la última navidad de Wilson, le regaló el pan dulce más grande del mundo.

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demostrar antes de que se vaya. Me alegro que hayan pensado en mí. Lo considero un honor”. Claro, pobre, no sabía la que le esperaba. Las dificultades recién empezaban.

Cuando días después le pasamos las medidas, no digo que se haya arrepentido, pero se llevó un buen susto. Le salió la fase “emprendedor” y la expresión pasó de ser de pánico a parecerse mucho a la de “esto ya está”.

No había pasado una semana cuando me llamó al Senado. “Pasa algo grave, Juan”. La prolongada pausa me preocupó mucho. “Para ese tamaño, no hay ni molde ni horno que pueda hacerlo en Uruguay”. Si bien es cierto que me desilusioné un poco, quise sonar convincente al tratar de convencerlo de que no era para tanto. Había sido una idea. En todo caso, con o sin pan dulce, todo el esfuerzo había valido la pena. La garra, las ganas y –claro– la reacción suya. Le íbamos a contar a Wilson e iba a quedar tan contento como si se le hubiera hecho el regalo. ¡Qué importaba que el proyecto no pudiera concretarse! Pero no quedó conforme y en eso sí fue concluyente: “A Wilson todavía ni una palabra”.

Se iniciaba la temporada turística y él no abandonó sus responsabilidades. Pero tampoco sacó el dedo del renglón de cada uno de los detalles del proyecto. Un hombre querido tanto por el sector privado como por el a veces excesivamente ingrato sector público, se echaba siempre lo más fuerte de la responsabilidad sobre sus hombros y descargaba en ello toda la energía vital que Dios le había dado.

El 8 de diciembre me volvió a llamar. Yo estaba en sala y me avisaron que me comunicara urgente con el teléfono directo de su despacho. Él mismo contestó el llamado. “Ya, urgente, venite a mi despacho enseguida, ha pasado algo… venite”. Cuando llegué la secretaria me saludó mientras se ponía de pie para hacerme pasar sin anunciarme. Todo tenía un toque cinematográfico. Estaba totalmente concentrado entre un montón de papeles y dibujos geométricos. Me daba cosa interrumpirlo pensando que estaba analizando los planos de un proyecto de hotelería de cinco estrellas.

Comenzó a guardarlos bruscamente, en forma casi torpe a causa del apuro. Quería hacer rollos para meter en unos cilindros de cartón, y terminó empujándolos a la fuerza para que entraran sin importarle si en el intento los arrugaba un poco. Los tomó abruptamente poniéndolos bajo su brazo: “Vamos, no hay tiempo que perder”. Subimos a su auto. Se dirigió a su chofer y le indicó: “A la escuela de panadería”. Una sonrisa, que casi termina en carcajada de alegría.

El viejo amigo y adversario político de Wilson había seguido pensando en el pan dulce. Ya había estado en contacto con los artesanos –maestros panaderos– que nos esperaban y llevarían a cabo la tarea. Tenía que ser allí por el tamaño de los hornos. Villar había diseñado unos moldes que permitirían ir haciendo el panetone gigante en cinco turnos, optimizando la capacidad instalada. Como el diámetro del horno daba, pero la altura no, se irían montando ya cocinados en cinco capas y a la última se le daría la forma de copete para que rematara la obra artesanal. Todo culminaba con un baño glaseado con frutas secas de adorno.

Bajo su supervisión directa, comenzaron los trabajos el 12 de diciembre. Se hizo.

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Quedó bien y estuvo pronto el 15 de diciembre.

Era impresionante. El flete que habíamos conseguido no lo podía transportar. Entonces se cubrió con maderas la caja de una camioneta y se le subió encima. Parecía un carro alegórico. Marchamos hacia Avenida Brasil hasta llegar frente de la Embajada de España. Allí nos esperaba Rosa Luna, una de las más famosas vedettes del Carnaval uruguayo, con sus lubolos. Ya desde Rivera y Soca sentíamos las lonjas. A medida que nos acercábamos retumbaban más los tamboriles y el ritmo del candombe.

Queríamos que a Wilson lo tomara totalmente de sorpresa. Pero el borocotó chas chas comenzó a acercarse a su casa mientras Rosa Luna desplegaba toda su capacidad de vibrar al son de su música. “No hay negra más blanca que yo”, dijo cuando comenzó la marcha.

Olé olé, olá oláEste pan dulce lo vamo’ a regalar.

Pa’ Wilson es, pa’ festejarque se aproxima una nueva Navidad.

Pa’l jefe de los blancos hayel panetone más grande de Uruguay.

Con mucha suerte, vamo’ a lograrque el gran caudillo nos salga a convidar.

El bochinche convocó espontáneamente a los medios de comunicación. Móviles de radio, equipos de televisión. A medida que la prensa informaba, la gente se enteraba y entonces se acercaba. No había nada organizado, pero rápidamente Avenida Brasil se convirtió en un mar de pañuelos blancos entonando el pegadizo olé olé, olá olá con ritmo de candombe. Veinte años después, desde Israel, Yetty Blum recuerda el privilegio que fue para ella vivir enfrente, cruzando la calle. Ya se había acostumbrado a ver manifestaciones de adhesión, a ver a Wilson (a quien mucho admiraba, entre otras cosas por su compromiso con el pueblo de sus mayores: Israel). Pero ese día vio todo desde su balcón. En efecto, cuando le había dicho que sí al primer camarógrafo, ya su balcón era un verdadero palco de paparazzi.

Vivía en el piso 7 de Avenida Brasil 3016. El episodio se repitió otras veces, sobre todo el día de la muerte de Wilson. Un camarógrafo de Canal 10 (cuando yo era chico “Saeta”, ahora “El Canal de los Uruguayos”, las dos cosas tienen mucho de verdad) le dijo: “Cómo la descubrimos recién, además en vez de enojarse nos recibe bien”.

Así lo recuerda ante la periodista Ana Jerozolimski desde Jerusalén: “Mi recuerdo de Wilson es muy personal, es el que vi y viví. No voy a entrar a repetir lo que puede sonar a lugares comunes, acerca del gran caudillo, del último de los grandes, de ese uruguayo que más allá de partidismos fue y sigue siendo un ejemplo y un orgullo para Uruguay. Yo te quiero contar la emoción que tuve de vivir frente a su

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casa, de verlo salir al balcón, que quedaba frente al mío, de poder observar su sonrisa cuando saludaba a los grupos de gente que concurrían con la esperanza de verlo allá arriba, sonreírles y agitar la mano, con Susana, su esposa, como siempre a su lado. Lo recordarán bien los periodistas que pedían permiso para ocupar mi balcón y filmarlo, tenían desde mi casa la mejor aproximación para realizar la nota. Es una experiencia que me ha quedado grabada en el corazón... te quise relatar algo lindo... muy íntimo e intransferible, pero muy lindo, vivirá en mi corazón siempre”.

En Ellauri y Avenida Brasil nos dimos cuenta de la dimensión de la impresionante manifestación autoconvocada. Se mezclaban los de a pie, con la caravana de autos, las cornetas, el tráfico regular que acompañaba con las bocinas.

Muy débil de salud Wilson asomó al balcón y vio aquella multitud que marchaba a abrazarlo, y poco a poco fue distinguiendo, primero rostros de a uno y luego de cada árbol el bosque. Tiró un beso a Rosa Luna, quien cuando él estaba preso le había enviado al cuartel una foto dedicada “Al jefe de mi gente”. Sólo al final distinguió el pan dulce. Rodeado de banderas… ¿Por qué no decirlo con algo de nostalgia? Banderas de todos los partidos. Las nuestras, las del Frente y muchas de la Corriente Batllista Independiente. Como nunca las volvimos a ver desde su muerte.

El país había vivido, hacía bien poco, momentos de tensión y enfrentamiento. Se acercaban las Navidades y en el horizonte surgió una luz esperanzadora de reconciliación. Fue entonces que a Enrique Iglesias se le ocurrió plantearle al presidente Sanguinetti que el día de Nochebuena, Wilson hablara para todo Uruguay por cadena nacional de televisión. Una Navidad en paz era posible.

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PARTE II. CAPÍTULO 6

LA BANDA ESTÁ DE LUTO

No sé dónde fue. Lo recuerdo en Rocha, en el regimiento que da sobre la Ruta 9. Muy probablemente no haya sido allí. Pero ahí lo archivaron mis recuerdos de niño. Tal como lo recuerdo, lo quiero contar.

Para este libro he cuidado confirmar cada detalle de información, por mejor que recordara el episodio. He recurrido a entrevistas, archivos, he recopilado testimonios. Pero este cuento no reposa en el hecho sino en el recuerdo. Entonces, repito: fue en Rocha. Papá ministro y yo de pantalón corto. El mayor (cuerpo Bandas Militares) Muiño hizo tocar la Marcha de Tres Árboles. Agregó: “Con ritmo de samba”.

Finalizado el acto, Wilson se le acercó y le habló apuntándole con el dedo índice: “Nunca se va a olvidar de mí”. Para poner el drama en perspectiva: Muiño no era enemigo, era adversario. No solamente estamos en una historia ubicada más de una década antes del golpe militar, sino que Muiño era un hombre democrático. Era batllista. Muy batllista. Gente de Don Luis. Es decir, que la historia que acá se narra no es la del enfrentamiento con un enemigo, sino la divergencia con un adversario. Adversario trasgresor, convengámoslo.

Y la vida hizo que Muiño no se olvidara ni de Wilson ni del aquel episodio donde su pasión partidaria lo llevó a irreverenciar musicalmente la Marcha de Tres Árboles, que para todo blanco sólo cede la derecha al Himno Patrio. Ni pudo olvidarlo. Porque ésta es la historia del Uruguay mismo. Muiño no hizo otra cosa que interpretarla como hacía con las partituras de tantas marchas militares. Dicho sea de paso, Muiño era, incluso por batllista, un hombre de gran sentido nacional, le encantaba recordar que la Marcha de San Lorenzo la escribió un sargento de San Carlos, lo que es, para un argentino, bastante más grave que decir que Gardel nació en Tacuarembó.

Pero volvamos a nuestra historia, de la cual el mayor Muiño es el protagonista. Durante muchos años Muiño estornudaba y… pedido de informes al Ministro de Defensa. ¿Tentación de interpelación? Permanente.

Y esa imagen forma parte del paisaje en el que me crié. Era un dato más y rutinario de la realidad, algo casi cotidiano, la guerra al mayor Muiño.

Un cuarto de siglo más tarde, murió Wilson. Como hemos visto páginas atrás, su vida se fue apagando mientras un país entero lo despedía. Ni hubo mano que no extendiera ni saludo que negara, ni abrazo que no disfrutara. Ya estaba tocando el cielo cuando era consciente que faltaba mucho rostro que mirar a los ojos, pero sabía él y sabían sus compatriotas que moría reconciliado con el país entero.

Repasemos el capítulo inicial de esta historia. Ubiquémonos frente al Cementerio

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Inglés caminando hacia el del Buceo. Se sentía, decíamos, una marcha fúnebre que agregaba solemnidad, no tristeza, a la emoción. No hubo modo, como hemos dicho, de lograr que fanfarria1* o banda de a pie pudiera seguir la cureña. Por lo tanto, éstas se habían formado en la explanada frente al acceso al Cementerio del Buceo. Dejaba de ejecutar una para dar paso a la otra.

Avanzaba la cureña tirada por caballos, el primero de los cuales era un tordillo sin jinete. Las botas vacías estribadas al revés. A su paso se apagaba un banda para que comenzara a sentirse la siguiente. A veces, apenas, una se superponía a la otra. El difícil operativo logístico, protocolar y militar lo dirigía un oficial de la Fuerza Aérea. Llegábamos ya frente al portón principal del Cementerio del Buceo cuando el oficial ocultó la batuta debajo de su brazo izquierdo, giró sobre sí e hizo el saludo militar, primero la venia, luego con la batuta misma como quien presenta armas.

El oficial no era otro que el mismísimo mayor Muiño.

Algo de uruguayidad –a la que los blancos a veces somos excesivamente esquivos para evitar que nos hierva la orientalidad en la sangre– me corrió por las venas. Lo miré a la distancia hasta que nuestras húmedas miradas se cruzaron. Me hizo una guiñada. Ahí me di cuenta, sus ojos tenían algo más que emoción, estaban inundados de lágrimas.

Pasaron dos horas largas antes de que terminara el funeral. Salíamos con Diego Achard por la avenida principal del Cementerio, cuando se nos “apersonó”. Corpulento, un poco hosco. “Condolencias” dijo, para agregar luego de una larga pausa: “Me siento un fantasma. Exacto: como un fantasma que flota en el aire. Es como… si al ratón Jerry se le muriera el gato Tom”. Sonaba a “qué va a ser de mí sin Wilson corriéndome de atrás”.

Aunque allí hubiera terminado la historia, hubiera sido digna de ser contada.

Pero no terminó ahí.

Pasaron los años. Ganaron los blancos, en agosto de 1991 vino a Uruguay el entonces presidente de los bolivianos, Jaime Paz Zamora, quien fue el último en despedirnos antes de regresar a Uruguay. En efecto, días antes del regreso papá me envió a una gira relámpago. En un par de días visité a los presidentes de Venezuela (Jaime Lusinchi), Colombia (Belisario Betancur) y en Bolivia me alojé donde su vicepresidente, nuestro amigo Jaime Paz Zamora. Cuatro años después quiso venir al sepelio de papá pero no hubo tiempo. Me envió un telegrama. No como gobernante sino como hombre político del continente. Y como amigo.

“Senador Juan Raúl Ferreira.

Estimado Amigo:1 * Banda de a caballo.

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A nombre de nuestro Partido y mío propio, te envío nuestro más sentido pésame a ti y a través tuyo a toda tu familia y al pueblo uruguayo por la irreparable pérdida de tu padre, hombre ejemplar en la lucha por la soberanía, la democracia y la justicia social de los pueblos. Un fraternal y dolorido abrazo de tu amigo,

Jaime Paz Zamora

Jefe Nacional del MIR Nueva Mayoría”.

No es tema de este libro (lo ha sido de otros y ojalá lo sea en el futuro) cuán intenso son los lazos que me unen al pueblo de Bolivia (al que de algún modo pertenezco) y a su entonces presidente, mi viejo, querido y siempre recordado amigo.

La relación personal con Jaime era tan intensa que el presidente Luis Alberto Lacalle, por sugerencia del canciller doctor Héctor Gross Espiel introdujo una cálida trasgresión al protocolo cuando visitó Uruguay como Jefe de Estado de Bolivia. La primera noche de su visita de Estado a Uruguay, lo agasajé con un asado en casa.

Concurrieron el presidente Lacalle, el vicepresidente Gonzalo Aguirre Ramírez, el canciller Gross, el general Seregni, el ex presidente Sanguinetti, el periodista Néber Araújo, Manolo Flores Silva y Diego Achard. Invité a los guitarristas de Alfredo Zitarroza para que nos acompañaran con música (Jaime fue gran amigo de Alfredo). Irrumpieron de sorpresa con una cueca:

Viva mi Patria Bolivia

una gran Nación

por ella doy mi vida,

también mi corazón.

Esta canción que yo canto

la brindo con amor

a mi Patria Bolivia

que quiero con pasión.

La jornada siguió hasta la madrugada. Ello no fue obstáculo para que Diego y yo estuviéramos puntuales a las 11.30 del día siguiente a esperar a Jaime en la esquina

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de San Marino y Bolivia. Allí se inauguraría la Plaza República de Bolivia y se descubriría una placa conmemorativa. El mandatario andino llegaría acompañado del flamante intendente de Montevideo, doctor Tabaré Vázquez.

La espera no fue larga. La banda militar que ejecutaría los himnos nacionales y engalanaría el acto musicalmente comenzaba a formarse. Al frente de la misma: el mayor Muiño (no es que no ascendiera nunca, mayor es el grado máximo al que se puede llegar en el Cuerpo de Bandas).

Nos fuimos derechito a hablar con él. Fue afectuoso, irreverente, cómico, todo lo que sabía hacer con intensidad. Diego le hacía chanzas y él respondía “yo como militar no puedo hacer política, como ciudadano sí” y dicho esto (varias veces) daba vuelta la solapa de su condecorado uniforme gris y exhibía una escarapela de la Lista 15 de Jorge Batlle. Chiste va, chiste viene, se sienten las sirenas. presidente visitante e intendente locatario se aproximan. Antes de alejarnos, le recordamos, para mantener viva la tradición, su irreverente ejecución de la marcha de los blancos con ritmo cuasi salsa ya unos treinta años atrás. Cada uno tomó su serio lugar protocolar. Nosotros en el palco, él frente a su banda con los brazos extendidos.

Las sirenas de las motos anunciaban que estaban cada vez más cerca. Los coches con las dos banderas hermanas se divisaron. Pronto bajaban de ellos: Vázquez por la izquierda, Paz por la derecha, toque de silencio… los dignatarios escuchan en el borde de la vereda. Cuando concluye, comienzan a caminar hacia el palco y la banda comienza a ejecutar… La Marcha de Tres Árboles, ese himno que todo uruguayo escucha con respeto y los blancos con unción. No puedo ocultar que hubo varias caras de sorpresa.

Pero sólo tres de nosotros sabíamos que se estaba escribiendo una hermosa página de tolerancia y tradición cívica de nuestro país.

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PARTE III

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PARTE III CAPÍTULO 1

ECOS EN EL MUNDO

La enfermedad y luego la muerte de papá nos permitió descubrir una vez más cómo se le conocía y reconocía en el mundo. Más aún que cuando estuvo preso. Sin dejar de valorar todos y cada uno de los esfuerzos por su libertad, había detrás de ellos una causa moral que imponía: los derechos humanos y la libertad. Sobre todo la de alguien que tanto había hecho por la libertad de los demás. Pero en el interés había otra cosa. En primer lugar cariño. También, sin duda, un juicio de valores muy importante: Wilson era fundamental para la democracia uruguaya y, en alguna medida, para la de la región. No olvidemos la cantidad de conflictos y enfrentamientos entre terceros países. Su larga conversación con Fidel Castro de regreso de Israel no tenía otro objetivo que acercar a ambos países en la búsqueda de reconocimiento diplomático.

Una vez muerto, al declararse duelo nacional, se recibieron muchas expresiones de condolencia vía Poder Ejecutivo. Por ejemplo una carta del presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan. Pero eso, agradecido que sea, es de estilo. Es casi un rito protocolar. Si un país declara duelo, los países con los que tiene relaciones diplomáticas mandan condolencias. Si se trata de una personalidad como Wilson, lo hacen además con asesoramiento de sus cancillerías (en este caso del Departamento de Estado) con algunas referencias a la vida y a las características del personaje desaparecido. No deja de ser emocionante. Pero no es algo personal. Lo que impresionó en el caso de la muerte de papá era lo que se salía, o nunca pasó, por el protocolo. Es decir, los mensajes que demostraban algo muy personal e íntimo en la relación con Wilson y su familia.

No dejan de ser elocuentes las visitas que recibió estando enfermo.1* Hemos comentado el pasaje por su casa de Alfonsín, Kennedy, el presidente del Gobierno Español, Felipe González; del líder dominicano José Francisco Peña Gómez, etcétera. Recordemos también la visita a su campo del canciller cubano Isidoro Malmierca, que debió volar especialmente en avioneta hasta la maltrecha pista del Cerro Negro. Tampoco las más de 35 delegaciones extranjeras que asistieron a su sepelio. Tratándose, como fue, el de un simple ciudadano, que no ocupaba cargo público alguno y que en las últimas elecciones ni siquiera lo habían dejado votar.

Pero después de su muerte se sucedieron expresiones de solidaridad de líderes mundiales muy elocuentes en cuanto al afecto que se había ganado Wilson alrededor del mundo. Algunas habían llegado antes de morir y no se conocían. Otras eran cartas personales. Todo esto sin dejar de señalar lo impresionante de los más de cien

1 * Ver Capítulo 1.

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libros abiertos en embajadas y consulados de Uruguay donde figuran firmas como la de Simón Peres, François Mitterrand, Fidel Castro, el propio Edward Kennedy, el secretario de Estado del Vaticano, etcétera.

Desde que la enfermedad de papá fue apenas un rumor empezaron a llegar estas expresiones. No había aún diagnóstico definitivo cuando recibí esta carta del presidente de los catalanes:

“Juan Raúl FerreiraQuerido Senador y Amigo:

Le escribo como amigo, altamente preocupado por los rumores de prensa de que su Señor Padre, mi dilecto y admirado amigo Wilson, se encuentra enfermo. Le ruego muy especialmente, estimado amigo, me informe sobre esta situación y en caso de ser ciertos los rumores, la envergadura que podría llegar a tener dicha dolencia.

En cualquier caso me entristece la noticia. No puedo imaginarme a Don Wilson si no es lleno de vitalidad y contagiosa alegría .Su temple, su humor y su arrollador carisma habrán sido, sin duda, las armas más fuertes con las que combatió al régimen dictatorial que detentó el poder en Uruguay.

Nunca olvidaré nuestras conversaciones en Barcelona. No había tema en el cual no fuera un erudito y supiera además transmitir sus conocimientos en forma amena y graciosa.

Cuénteme pues, Juan Raúl, sobre cómo está en verdad la salud de su padre, pues tengo planeado ir a Uruguay. Uno de los motivos que me llevan a ello es encontrarme con Don Wilson, pero el más importante es conocer el Uruguay que él me enseñó a querer. Lo solía describir como ‘una comunidad espiritual’. Esa definición de su Patria, a mí me enamoró de Uruguay y me dije: ‘ese país hay que conocerlo’.

Si fuera necesario fijaría la fecha de mi viaje en función de las noticias que usted me mande.

Reciba pues, Senador y amigo, el saludo franco, mío y de tanta gente que desde ‘questa terra’ les quiere y desea verlos pronto, con afecto,

Jordi PujolPresidentGeneralitat de Catalunya”.

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Pujol, una de las figuras más destacadas de la vida política contemporánea española, llegó después de muerto papá. Nos vimos y nos seguimos viendo a menudo. Me visitó incluso cuando me desempeñaba como embajador en Argentina. Pero antes de que visitara a mi madre, ella se mezcló entre el público en forma anónima, cuando se descubría una placa en la Plaza Catalunya. Durante muchos tiempo fue la única en el mundo que tenía un monumento a Luis Companys, el héroe fusilado que se quitó los zapatos para morir pisando tierra catalana. Acompañaba a Pujol el entonces senador Jorge Batlle, en honor a sus ancestros. Ambos fueron a buscarla y la llevaron para que descubriera la placa. Pujol le regaló la bandera.

La misma ha sido donada por la familia, junto con muchos recuerdos de papá en aquellas tierras, al casal Catalá. El acto aún no se ha realizado, porque la sede está en reformas. Pero el cariño y la gratitud de los catalanes residentes en nuestro país y los uruguayos con raíces en aquellas tierras se han hecho sentir con elocuencia.

Mamá conserva tantas cosas enmarcadas que confieso que no siempre les he prestado a todas la atención debida. Ahora que vive en mi casa voy descubriendo tesoros maravillosos. Por ejemplo una carta del presidente francés François Mitterrand luego de su visita a Uruguay. Mitterrand había estado en Montevideo coincidiendo con la visita de Joe Eldridge a Uruguay, ya que recuerdo haber ido con él y su esposa, María Otero, a la cena de Estado en el Hotel Carrasco. No estaba previsto que papá fuera a la cena pero sí a un desayuno más íntimo en la residencia presidencial, poco antes de su regreso a Francia.2*

El día del desayuno con Mitterrand a papá lo llevaron a la clínica Leborgne por un adelanto de radioterapia. Recordemos que la esposa de Mitterrand, Danielle, había estado meses antes y a papá le costó encontrarse con ella porque se sentía muy mal. Danielle Mitterrand había ayudado a mi hermana Silvia, luego de recibirla con Diego Achard en París, mientras papá y yo estábamos presos. De regreso en Francia, Mitterand le escribe:

“Querido Wilson:

Me hubiera alegrado mucho poderle ver en el curso de mi visita a Uruguay, un hombre como usted que ha jugado una papel tan protagónico en el combate por el restablecimiento de la democracia en dicho país. Yo espero y deseo que tengamos ocasión de vernos nuevamente. Le ruego que reciba en nombre de mi esposa, Danielle, y en el mío propio los deseos de un pronto y completo restablecimiento,

François Mitterrand, Presidente de la República”.

2 * En la residencia Suárez se había alojado Charles de Gaulle durante el gobierno de Gianattasio, del Partido Nacional. Como no había Presidente de la República sino Consejo de Gobierno, la residencia se usaba para visitas ilustres. Siendo ministro, papá había conocido allí a De Gaulle.

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El senador Edward Kennedy que libra hoy su propia batalla por su vida, además de visitarlo a papá en su departamento, me hizo llegar una carta que está muy lejos de haber sido escrita por una secretaría y menos aún –como hoy se estila– por un programa de computación. El tono personal de la carta identifica a su redactor y las cualidades humanas que posee, así como algunas vivencias compartidas:

En alguno de sus pasajes dice:

“Me ha entristecido mucho enterarme de la muerte de mi amigo Wilson. He pensado mucho en él, en tu familia y no han dejado de estar presentes en mis oraciones. También, mi joven amigo, he pensado mucho en ti y en lo que debe significar esta despedida.

[…]Si hay alguien que sabe lo triste que es despedir

prematuramente a sus seres queridos, créeme, Juan, que ése soy yo. […] La última vez que estuvimos juntos, pude ver en las miradas que se intercambiaban los profundos lazos de amor y de amistad cómplice que les unía.

[…]Vas a ver, querido Juan, cómo no pasará mucho tiempo

para que todo el espacio que ocupa el dolor en tu alma ceda paso a los dulces recuerdos de los buenos tiempos compartidos”.

Simón Peres, actual presidente del Estado de Israel, se desempeñaba como primer ministro alterno y ministro de Relaciones Exteriores. Yo lo había conocido en Albufeira en el año 80, durante un Congreso de la Internacional Socialista, y juntos tuvimos que vivir la trágica situación de presenciar un atentado contra el representante de la OLP, ajusticiado por terroristas sirios. En la confusión del momento parecía que el atentado era en su contra. Ayudó mucho a Uruguay en años de lucha por la democracia. Doble mérito por los difíciles equilibrios que debe hacer la diplomacia de un país cuya existencia cuestionan sus vecinos.

Luego lo visité junto al presidente Sanguinetti. Poco después invitó a papá, se hicieron muy amigos. Había mucho de especial en la relación entre papá y Peres. Además de afinidad y sensibilidad que facilitaban la relación fresca, compartían un mismo estilo de humor. Quizás por ello, poco después de conocerlo, Peres le confió una misión especial. “Wilson, usted es la única persona que puede ayudar a mejorar nuestras relaciones con Cuba. Fidel lo respeta, lo escucha. Y es el único que teniendo esas condiciones es algo más que amigo de Israel, lo consideramos como uno de los nuestros”. Papá tomó el desafío con entusiasmo. Nunca entendí por qué entonces no llamó la atención el cambio de itinerario. Mis padres volvieron vía La Habana, donde los esperaba Diego Achard que ya había concertado la entrevista.

Nunca lo había escrito… podía sonar hasta poco creíble. Pero en mi incesante

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búsqueda de documentos encontré una foto en la primera página de El Observador del viernes 17 de marzo de 1995, en la que se ve a Wilson en mangas de camisa con Fidel tomando nota. El pie de foto dice: “Wilson Ferreira Aldunate se reunió con Fidel Castro en 1987, en La Habana, para gestionar un acercamiento entre Israel y Cuba”. No recordaba que casi una década después de muerto la noticia había salido a luz. Fue una de las tantas cosas inconclusas que nos dejó como legado. Hasta hoy no hay relaciones diplomáticas entre ambos países.

Siendo primer ministro, Peres vino a Uruguay y tenía en su agenda visitar a Wilson en su departamento de Avenida Brasil, pero ese día justamente papá había ido a hacerse los chequeos a Estados Unidos. Durante esa visita, más allá de la cena de Estado, el presidente Sanguinetti me invitó a una cena privada muy pequeña en su residencia: Además del homenajeado estaban el vicepresidente, Enrique Tarigo, el canciller Iglesias, el embajador de Israel y yo. Cuando murió papá, mandó sus condolencias por la vía oficial y llegaron a manos de la familia. Como el tono era especialmente cálido, yo le respondí. El 22 de junio recibí de manos del embajador del Estado de Israel esta misiva suya:

“Señor Senador Juan Raúl FerreiraMuy apreciado Senador y Amigo:

Obra en mi poder su emotiva carta del 26 de mayo pasado que me evocó los recuerdos de la tan agradable visita a Israel de su padecido padre, en octubre de 1985.

En aquella ocasión pronunció nuestro amigo Wilson dos conferencias que tuvieron una honda repercusión. La primera en la Universidad Hebrea de Jerusalén sobre el proceso de democratización en Uruguay, y otra en Tel Aviv sobre la situación política en América Latina. Cientos de personas se congregaron para tomar contacto con uno de los paladines de la democracia en el continente latinoamericano; en el mes de marzo, al enterarse de la infausta noticia, cientos de amigos en Israel se quedaron sacudidos por el estremecimiento de la emoción.

Expresando una vez más a usted y su señora madre mi sincero sentimiento de solidaridad, deseo asegurarle que el pueblo judío y el Estado de Israel siempre tendrán presente la devoción y amistad de Don Wilson Ferreira Aldunate con el mismo espíritu que usted, Señor Senador, lo expresó en forma tan adecuada en su breve alocución ante el Honorable Senado el día del deceso:

‘La vida y la muerte de mi padre fue un magnífico ejemplo de grandeza, de entrega y de desprendimiento, y es ése, pues, su legado indiscutido’.

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En la memoria perenne de nuestro pueblo, ocupará el amigo Wilson un sitial de honor.

Simón PeresPrimer Ministro AlternoMinistro de Relaciones Exteriores”.

Casi diez años después de su muerte, siendo embajador en Argentina, me encontraba en la provincia de Córdoba en visita oficial, durante la cual el vicegobernador me dijo:

–Embajador… Ferreira de apellido… ¿algo de Ferreira Aldunate? –Hijo.–¿Eh?–Hijo.–Mire –remangándose la camisa–, se me erizó la piel.

También la fe de Wilson dejó huella en su recuerdo. Los más de cien sacerdotes y la cantidad de obispos y canónigos que concelebraron su misa, las homilías con que nos han reconfortado año tras año los padres Estévez, Bonilla, Diano y Daniel Sturla son testimonio de ello. Uno de los recuerdos más conmovedores que, debo decir, mi madre y yo evocamos permanentemente es el telegrama y posterior visita del pastor Emilio Castro, secretario general del Consejo Mundial de Iglesias Cristianas.

“Susana y Juan Raúl queridos:

Profundamente conmovidos por la partida de Wilson a la Patria Celestial. Damos gracias a Dios por su vida consagrada al bien de la Patria.

Su amistad en los años de exilio fue un honor y un aliento para la esperanza.

Dios le cuide.En oración junto a ustedes,Gladis y Emilio Castro”.

Pocos meses después el Pastor Castro, a quien papá solía llamar en broma “el Papa protestante”, una contradicción irónica, parte de los códigos de humor que compartían, llegó a Uruguay en su condición de líder mundial del protestantismo. Nos visitó. El semanario La Democracia, en su ejemplar del 28 de octubre de 1988 publica su foto junto a mamá y a mí, y dice: “En su charla con Susana y Juan Raúl recordó su impresión de hombre profundamente creyente que era Wilson, para quien la dimensión de la fe tenía su correspondencia en una dimensión humana que el líder nacionalista entendía como vital”. Antes de retirarse pidió que los tres nos tomáramos de la mano y rezáramos un padrenuestro. Al terminar la oración y aún con nuestras manos dándonos fuerza unos a otros, apretó más la suya y dijo: “Señor que tienes a nuestra hermano Wilson en tu compañía, evita que caigamos en el egoísmo de extrañarlo en vez de recordar su mensaje, de evocarlo en vez de procurar imitarlo, de homenajearlo en vez de comprometernos. Cuídalo hasta que lo encontremos en tu presencia, amén”.

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Al salir, declaró a la prensa –que estaba agolpada en la puerta del departamento de mamá–: “Wilson se fue. Al país le queda su ejemplo. A mí, mi hermano en la fe”.

Es decir que esa ola creciente de recuerdo y compromiso con la figura de Wilson no ocurre sólo en Uruguay, ni viene sólo del mundo político. Pensar que una de las últimas cosas que nos dijo ante mi madre en su lecho de enfermo fue: “Dentro de un par de años nadie se acordará de mí”. Y no lo hacía en tono de reproche sino de “así debe de ser”… “la vida continúa”. Como bien dijo en memorable discurso en el homenaje de los veinte años de su muerte en la Asamblea General el diputado por Florida, Carlos Enciso, mirando hacia el palco donde me encontraba con familiares y amigos: “Por suerte, Juan Raúl, en esto se equivocó”.

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PARTE III. CAPÍTULO 2

EL CAMINO DE WILSON

Todos los años el país entero, más allá de los blancos, celebra los 16 de junio, fecha de regreso de Wilson a Uruguay. Así es que solamente en Montevideo ya hay tres monumentos que refieren a su regreso. En la Explanada Municipal, en la plazoleta que lleva su nombre y donde bajo un ceibo blanco un grupo escultórico eterniza la imagen de su discurso en aquel mismo lugar, con los brazos extendidos, el día que lo liberaron. “Ahora sí volví a mi país”, dijo. En el puerto, donde descendió del barco que lo trajo de Buenos Aires, hay una estela recordatoria, como en la Plaza Isabel la Católica (Avenida del Libertador y La Paz) hay otro monumento en cuyo monolito dice: “Acá el 16 de junio de 1984 Wilson se reencontró con su pueblo tras 12 años de exilio”.

Este año, 2008, el 16 de junio (24 años del regreso) en la Torre de las Comunicaciones me tocó hablar en un acto donde previamente conversamos en videoconferencia con Alan García Pérez, presidente de Perú, con Raúl Alfonsín, ex presidente de Argentina, con mi hermano Gonzalo, en Salto, con Edy Kaufman, quien estaba en Harvard (él salvó nuestras vidas en el 76), y con Ana Jerozolimski, periodista uruguaya en Jerusalén que leyó una carta del presidente del Estado de Israel, Simón Peres.

El año pasado (mi salud me hizo una mala jugada) se inauguró, al pie de la Sierra del Oratorio, mirando el Cerro Negro y cruzando al arroyo Matruta, que ahora con puente siempre da paso, el Camino de Wilson.

Sufrí mucho no poder ir. Sin embargo, desde lejos, sentí la energía del momento. Primera virtud del recordatorio. Participamos todos. Los que estaban y los que no. Nos sentimos todos recorriendo, con él al frente, su Camino.

Después del acto oficial en el que se puso su nombre a aquel camino que sigue la huella del Camino de los Indios y la Ruta a Velásquez, una caravana de vehículos, maquinaria agrícola y jineteada, hizo el recorrido que tantas veces transitó Wilson para llegar a sus pagos. El Honorable sesionó en lo que fuera la estancia de Wilson, Cerro Negro.

El Camino de Wilson. No es un juego de palabras, sino un símbolo. Es el homenaje, no tengo dudas, que arrancó la más emotiva de sus sonrisas cuando lo vio desde el cielo. Su gente sigue recorriendo su camino, el de su pago, el de su patria, el de sus valores, el de su conducta, mucho más aún que el de sus ideas o programas, siempre temporales, el de su compromiso con la gente, con la vida, con el país, mucho más permanente. Justo ahora que la gente de esta, su comunidad espiritual como le gustaba llamarle, se apresta a recorrer, una vez más, su camino.

Hoy uno se da cuenta que los doce años de ausencia de Wilson, durante el exilio,

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serán recordados por la historia como aquellos en los que estuvo más presente. Su discurso era combativo, intransigente, amplio, cargado de llamados a la Unidad Nacional y también muy nostálgico. Él, que no creía en la nostalgia como instrumento político, ni en la reedición de tiempos históricos ya superados, era –entre otras cosas– muy nostálgico. Era sí nostálgico, por ejemplo, en la evocación del pago. Extrañaba el Uruguay cotidiano. El Uruguay del mate mañanero, del paisaje familiar, del pago chico. En eso, todos los recuerdos empezaban y terminaban con su querencia, su hogar abandonado. Añorar lo suyo era un modo de entender el drama de tantos y entonces la evocación propia se volvía compromiso colectivo.

Cuando evocaba lo propio la referencia eran aquellos pagos de la 4ª sección del departamento de Rocha. Los recorría de memoria sin nomenclátor. Hoy se pasa por la 19 de Abril de Castillos, luego del liceo José Aldunate, hay que doblar a la izquierda en el monumento a Don Isaac Ferreira frente al hospital que lleva su nombre. Ahí se toma la Avenida Wilson Ferreira Aldunate hasta el monumento que recuerda al caudillo con los brazos abiertos.

Luego hay que transitar el Camino del Indio ante la mirada del paisaje más lindo del mundo, el de los Palmares de Rocha. De vez en cuando algún gurí juntando butiá en una lata para preparar caña y venderla a los turistas. Hay que doblar a la izquierda, hacia el Oratorio por el Camino a Velásquez. Disminuir la marcha frente la tapera del almacén San Cono, cuyo esplendor cuando pertenecía a Marcos D’Onollo supe conocer de niño. Así siguió siendo cuando flaqueaba la salud de don Marcos, a quien papá había regalado una silla de ruedas. Ahí nomás a mano derecha nace el Camino de Wilson.

En efecto, en ello pensaba Wilson cuando hablaba del hogar. La casa montevideana (el apartamento 701 de Avenida Brasil 3136 esquina Rambla, en el Edificio Milos) se había vendido para pagar deudas y para vivir en el exilio. Lo que quedaba, lo permanente, lo que alimentaba sus sueños diarios, era el Cerro Negro. Allí en Puntas de la Sierra, mirando la del Oratorio. Por eso regresó del todo cuando puso pie en el campo de sus mayores.

El recuerdo de Wilson lo había recorrido ya tantas veces desde el exilio que su memoria había quedado hecha huella en la ruta. Por eso antes de emprender la marcha, unos guitarristas entonaron la ‘Huella de Wilson’, compuesta por Martín Ardúa que no era otro que Julián Murguía.

Yo no quiero ni pensarlo que sería de esta tierrasin que por todos nosotrosluchara Wilson Ferreira.

En los momentos más durosno era todo oscuridadestaba su luz potenteclareando la libertad.

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Vamos Wilson con tododale que duelenadie dice a los blancoslo que se puede.

(Estribillo)Por la huella de un tiempovamos andando,en la huella de WilsonVivan los Blancos.

Él peleó por todas partesy se hizo cancha ande fuere.En Concordia, en Buenos Aires,en Londres o en Nico Pérez.

Y fue trazando este rumbo,la misma huella que sigue,que es la misma que cruzaronSaravia, Herrera y Oribe.

Hoy seguimos marchandotodos unidosporque van adelantelos que se han ido

(Estribillo)

Siempre dando el corazón,siempre jugándose entero,que uno al verlo imaginaba,la silueta de un lancero.

Si piensan que está en el cielo,yo sé que no que él prefiereseguir junto con nosotros y que la gloria lo espere.

(Estribillo)

Cantaban con la misma emoción con que la gente escuchaba. Cantaban allí donde quiso Wilson despedirse de la vida. Allí junto a mamá y a Diego pasó su último cambio de año. Volvió al campo para saber que ya podía morir tranquilo. Regresó a Montevideo y a la estancia y a Montevideo nuevamente, en avioneta. Con Diego y mamá, aquel Año Nuevo fue la última vez que recorrió el camino que hoy lleva su nombre.

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Estuvo en esos, sus pagos, hasta que no le dieron las fuerzas y volvió para morir junto a sus hijos. Antes pasó por el cumpleaños de su amigo Enrique Beltrán, durante el que tanto esfuerzo hizo por disimular el dolor. Luego fue a su casa de donde no volvió a salir con vida.

En el hogar en que murió, colgaba un cuadrito que él mismo hizo (las letras y el marco) y que lo acompañó en el exilio en Londres y España, y que hoy, que tengo la suerte de tener a mamá conmigo, adorna una pared de su dormitorio. Contiene una poesía que le había enviado mi madrina, Lucía Castells, escrito por Inés Victorica Roca.

Asiéntese hermanoquiero anoticiarloacá junto al fuegobesando un amargo.Hace tanto tiempoque dejó este pagoy anduvo en paísescomo no buscandocon gente de “cencia”lejos de su campo.

Acá como videnada ha cambiadoahí el ucalitoallá el campo aradoel sol en su sitioel patio, el sembradolas aves, los perros,y siempre el palenquey el viejo caballo…Asiéntese hermano,lo hemos esperado,los días de lluvialos largos veranossabiendo que un díavolvería a su ranchoalgo más cansadocon mucho de leidoy algo de soldado,un dejo ‘e linyeraalgo de soldadoy mucho pasado.

Retome la vida

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donde la ha dejado.Todo está mesmitosólo usté ha cambiado

Todo eso era el Cerro Negro para él. Que los suyos hayan ido allí a recordar su regreso no pudo sino haberlo emocionado en su eterna morada. Fueron a decir que sigue su Partido pendiente de sus sueños y que los no realizados van a los hombros de éste. Así llegó la autoridad de su Partido, los integrantes del Honorable, después de recorrer su camino. Como diciendo “seguimos el mismo trillo”. Aquel camino que de niño sólo recuerdo haber cruzado en tractor o carro, que luego que el paso del ganado hizo camino de tropas y a veces, con buen tiempo, se podía cruzar en camioneta, aunque las primeras lluvias hicieran crecer el Matruta impidiendo todo paso.

Era su camino, el Camino de Wilson.

Naturalmente que al otro camino que nos dejó marcado y que no nos resignamos a dejar de recorrer, no se llega con mapas. Sólo con temple, con capacidad de sacrificio, con grandeza. Cuando lo evocamos no es por hacer culto a su personalidad, sino para rescatar fuerzas de flaquezas, para sentir cerca aquel entusiasmo que nos transmitía. Ese otro camino será más difícil de recorrer. Pero lo vamos a hacer. Más pronto de lo que nos imaginamos. Vamos a recorrerlo y llegar adonde conduce, al horizonte que nos espera. Allí ya cansados por la marcha pero, como decía Luis Alberto de Herrera, llevando “encendido y limpio el ideal que nos invitara a partir”. Estaremos entonces por fin vislumbrando ya la luz de nuestro destino. Lo haremos sin apuro para sentirnos juntos en la cruzada y poder decir con León Felipe: “No es lo que importa llegar primero y temprano, sino con todos y a tiempo”.

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WILSON 20 años después

Hace veinte años, cuando Wilson Ferreira murió, los uruguayos todos, cualquiera fuera nuestra divisa o ideología, nos sentimos un poco huérfanos. Nuestra “comunidad espiritual”, esa aventura uruguaya que él siempre bregó por alentar y empujar, había perdido uno de sus referentes mayores, una de sus figuras emblemáticas, uno de sus “agitadores” cotidianos. El que un hombre tan afiliado y reconocido en el perfil de un caudillo de partido haya adquirido esa auténtica dimensión nacional dice mucho de su empeño más decidido. Su lema favorito de “Por la Patria”, si siempre fue una expresión intransferiblemente blanca, fue encarnado por él, sobre todo ante los desafíos mayores de la dictadura, como una manera preferencial de “ser uruguayo”, de defender la república y los derechos ciudadanos de todos, sin que importaran procedencias o pertenencias de índole alguna. Y esa dimensión nacional, que por cierto supo nacer desde la polémica que provoca la lucha cívica auténtica, no sólo ha sobrevivido estas dos décadas sino que resurge con renovada fuerza en nuestros días. Desde ese mismo espíritu y con el orgullo legítimo del reconocimiento de las raíces, su hijo Juan Raúl, con la generosidad del amor y de la admiración filial que no quiere ocultar ni opacar, nos convoca hoy a través de estas páginas a reconocer la radicalidad de ese desafío pendiente. Desde su gallarda figura, que supo agigantarse en las horas de la prueba, fuera la persecución del terrorismo de Estado o la infamia de la enfermedad que lo mató en plena brega, Wilson Ferreira nos vuelve a provocar como ciudadanos, desde el viento de ese fervor republicano que es la piel del mejor Uruguay de siempre. Ojalá podamos estar a la altura de la exigencia.

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PARTE III. CAPÍTULO 3

EPÍLOGO DE LA NUEVA EDICIÓN:

6 AÑOS MÁS TARDE

EL ÚLTIMO LUSTROEstos recuerdos, cada día más vivos, han procurado recordar la muerte de mi padre

de un modo distinto al habitual. Uno de ellos es como hijo. El riesgo de que por ser hijo de Wilson lo que diga se interprete como que absurdamente considero que su recuerdo me puede pertenecer más que al conjunto de la comunidad nacional, me ha llevado siempre a referirme a él como Wilson. Puede ser que la vida me haya permitido vivir más de cerca muchas experiencias, además de la vida cotidiana compartida. Pero haber compartido no sólo la intimidad diaria sino los avatares de su muchas veces dolorosa vida política, no me da la más mínima autoridad para señalar quién tiene más derecho a sentirse wilsonista ni más cerca o más lejos de su corazón.

Sin violar esa máxima moral, este libro lo escribo mirando desde otro lado. Por única vez quizás. Para mí, y pretendo que para los lectores, no ha sido ni más ni menos que el recuerdo de un hijo sobre la muerte de su padre. Con afán de compartir con el conjunto de los compatriotas que –le hayan seguido o no en vida– lo extrañan, cómo recuerda su hijo la despedida de su padre. He escrito libros y artículos sobre Wilson, este es sobre mi Viejo.

También pretende vencer otro escollo aparentemente difícil al imaginar el libro. Está bien definida la dificultad como meramente aparente. No lo fue al escribirlo. Las anécdotas que se relatan no son tristes. Podrán estar cargadas de emoción nostálgica, pero no de tristeza. Y si no se puede vivir de la nostalgia, no se puede vivir sin rescatarla del alma de tanto en tanto. Ello, siempre y cuando no nos ate al pasado, sino que nos ayude a imaginar un porvenir más luminoso. Wilson se fue en medio de un esfuerzo, que a veces le salía espontáneamente, pero que no sabría decir cuántas veces fue objeto de su propio esfuerzo. Esfuerzo que le habrá ayudado a mantenerse como se fue: sin amargura aparente. Algunas veces no la habrá sentido, otras la habrá ocultado.

LA PRESENTACIÓN HACE 5 AÑOSEl carácter no proselitista de esta obra quedó reflejada en un hecho inmediatamente

posterior a su primera publicación: la presentación del mismo. En vez de recurrir a académicos o a un grupo de dirigentes políticos, este libro fue presentado por un grupo de religiosos de los más diversos credos, para resaltar el carácter esencialmente espiritual de recuerdos y lecciones.

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A mero modo de ejemplo, el entonces obispo de Melo, monseñor Luis del Castillo, en una memorable pieza en que pintó vivamente al Wilson que conocimos comenzó diciendo: “Juan Raúl me mandó una versión en hoja grande mientras el libro iba a imprenta. Lo llevé a mi dormitorio para ojearlo. Y se hizo de madrugada y no pude dejarlo hasta terminarlo. A determinada hora, mi secretario advirtió la luz de mi cuarto encendida, se asustó y abrió la puerta. Me encontró llorando. Es la primera vez que me vieron llorar en público”.

Por su parte el rabino Mooti Maarabi, en algún momento dijo: “¡Cuánto, cuánto, se puede escribir, mi hermano Juan Raúl! ¡Cuánto, cuánto, se debe escribir, mi querido amigo! Y en cada relato pormenorizado nace la desazón y aflora la esperanza. Sensaciones encontradas, tan encontradas, como esa figura que parece escapar de los límites impuestos al pergamino, para abrir los horizontes de una espera; para dejar que el corazón comprenda, que esos seres –únicos, increíbles y tan nuestros– han partido de nuestra presencia, para ocupar todo el espacio de la ausencia, que se siente poseída, anulada, abrasada por el fuego de esos días, que crearon, que creyeron, que iluminaron”.

EL MOMENTO DE SU MUERTEHay dos cosas de aquel momento en que le toca morir que no abordé en la primera

versión de este libro y que hoy considero claves.

La primera es que faltaban meses para una elección en la que casi nadie dudaba, las encuestas menos aún, que Wilson ganaría. El propio presidente Lacalle, luego de culminar su mandato, reconoció públicamente: “Los Blancos ganaban por Wilson. Murió, tomé la bandera del Partido y me tocó a mí”. Es un acto de nobleza el reconocimiento de esa realidad.

La segunda, es que cuando todavía en la gente y en el alma y el físico de Wilson no habían cicatrizado las heridas provocadas por la Ley de Caducidad, muchos de los que hoy lo lloran dentro de su propio Partido, y a cuyas lágrimas no niego autenticidad alguna, cacerolearon frente a su casa. Y con todo derecho. ¿Quién podría decir que los blancos que lo enfrentaron por haber apoyado la Ley de Caducidad no son sinceros al seguir sintiéndose wilsonistas?

Pero, precisamente porque es un tema difícil, no lo ocultemos como quien quiere tapar el sol con un dedo. Muchos de los que hoy exigen “exclusividad wilsonista”, producto de marketing político inexistente, integraron la Comisión pro Voto Verde –anulación de la Ley– en vida de Wilson, y acusan de traidores a Wilson a quienes hoy, con el paso del tiempo, se oponen a la vigencia de tal ley.

Eludir este tema haría al libro menos polémico, pero le impediría aportar al futuro. Dejaría a Wilson en la leyenda y no en los dilemas de todos los días. Y eso sería como homenajear a Wilson negándolo.

Se trata de agarrar el toro por las guampas, no lidiarlo y gritar “Olé”, y todos contentos.

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Alguien que nunca fue wilsonista ni blanco, Juan Ángel Urruzola, en las redes sociales escribió: “Wilson cometió dos grandes errores: la Ley de Seguridad del Estado, por la que pidió perdón, y la Ley de Caducidad que lo enfermó”.

Creo que un epílogo del proceso de la muerte de Wilson no puede omitir este tema. Es más, creo que es la discapacidad más grande de su primera versión.1

La noche que se votó la Ley de Caducidad fue el momento más triste que recuerdo de la vida de Wilson. Y de la mía. Para él, sólo comparable con el desacato del Directorio y la continuidad del diálogo en el Parque Hotel, con la ausencia del Frente Amplio2 que le hizo pensar incluso en su retiro de la vida pública. O era entre todos, o no valía la pena.3

Esta visión fue planteada con franqueza y altura, pero transmitiendo una discrepancia muy de fondo, por el doctor Sanguinetti, cuando se vieron en Santa Cruz de la Sierra y le dijo que el Partido Colorado estaba dispuesto a negociar, con tal de salir de la situación dictatorial aunque hubiera proscritos y uno de ellos fuera él mismo.4 Wilson siempre agradeció la sinceridad; su actitud tras las elecciones de 1984 demuestra que no quedaba una pizca de rencor.

Pero volvamos a la Ley de Caducidad. Dice Urruzola que lo enfermó. No es una expresión lejana a la visión de los médicos. El propio médico tratante, doctor José Piñeyro, ante la duda de un análisis clínico “a la uruguaya” (auscultar a oído), que luego fue verificada por todos los análisis clínicos de Uruguay y Estados Unidos, mirando las placas hechas durante el exilio de Londres dijo: “Esto está estacionado pero presente hace años. Existe la separación de los pulmones; ahora, a la luz de la nueva información, se puede percibir el tumor. Si no tuviéramos los datos clínicos de hoy podría ser un hecho curioso pero no excesivamente llamativo”.

En todo caso, decidió, asumió con todas sus consecuencias y pagó los costos políticos que poco estuvieron presentes en su decisión, cuando creyó que la endeblez institucionalidad, aun cuando había predicado una solución distinta durante todo el período electoral. Con todo el respeto y el afecto bien ganado a lo largo de los años del presidente Sanguinetti, esto desmiente una especie de reinterpretación de la Historia posterior a la muerte de Wilson, cuando en su libro La reconquista, curiosamente presentado por un dirigente del Partido de Wilson, establece: “El 31 de julio el comedor de la sede Carrasco del Club Naval, en la calle Gral. French, fue el escenario de las reuniones entre los dirigentes políticos y los mandos militares que finalmente aseguraron la llegada a la elección de noviembre de 1984 y el retorno de la República a su tradicional vida democrática”.5 Cuando el libro fue escrito, ya la verdad se sabía. Los temas de fondo no fueron resueltos en el Club Naval y a quien se recurrió para solucionarlos fue al único candidato preso, y uno de los dos proscritos, en la elección

1 Deliberadamente digo “versión” y no edición.2 Achard, Diego. Se llamaba Wilson, Ediciones Santillana pág. 199.3 Ferreira, Juan Raúl. Linardi y Risso, 2000, pág. 193.4 Ferreira, Juan Raúl. Vadearás la sangre, pág. 44.5 Sanguinetti, Julio María. La reconquista, www.camaradellibro.com.uy

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del 84. En honor a su memoria, no se puede decir que la democracia se restableció en el Club Naval.

Es en ese contexto que hay que ver el tema de la votación de la Ley de Caducidad. Un tema que siempre planteó divergencias dentro del Partido Nacional. Lo que puede haber cambiado este lustro desde que todos los orientales nos juntamos a recordar los años de la muerte de Wilson, es la tolerancia. Lo que es nuevo, y peligroso es que aún quienes le enfrentaron dentro de su partido, por discrepar, hoy no admiten que 25 años después algunos de los que la votamos sintamos que fue un gravísimo error. Se puede haber estado en contra y ahora a favor. Al revés, no.

LA LEY DE CADUCIDAD Y YO Si hay algún recuerdo vivo de aquella noche fue la angustia con que nos fuimos.

Con el paso del tiempo sentí, en el acierto o el error, la sensación de que se había estado bien en aquel momento –cosa con lo que ahora no coincido–, que la transición y el riesgo de ruptura institucional habían pasado. Creí que había que volver al Estado de Derecho pleno. Esto aun antes de que las entidades jurisdiccionales internacionales lo dispusieran de ese modo. Pero sentí que debía sumar mi esfuerzo para la anulación de la norma.

Influyeron muchas cosas, quizás también que voceros del gobierno que sostenían que la no votación traía aparejado un golpe de Estado, al otro día de la elección sostuvieron que “nunca estuvo en riesgo la estabilidad institucional”. Incluso la caja fuerte donde supuestamente el general Medina había guardado en su despacho las citaciones judiciales no existía. No hay en ese despacho una caja fuerte. El viejo murió sabiendo esto.

Y por eso, aclarando públicamente que no sabía qué posición tendría Wilson si viviera, decidí integrar la Comisión pro Anulación de la Ley de Caducidad. Agrego hoy, sin esgrimir para ello su nombre e ignorando cuál hubiera sido su posición, que lo hice en su memoria y honor.

Pedí autorización a mi Partido, cuyo Directorio dejó en libertad de conciencia a sus integrantes, sin perjuicio de lo cual lanzó una campaña intensa sosteniendo que quienes estábamos en esa posición traicionábamos la memoria de Wilson.

La anulación perdió por unos pocos votos. Un grupo de gente agolpada frente a la casa del Partido Nacional aplaudió, hizo sonar bocinas y cláxones. Más allá del resultado, no reconocí en esa pequeña multitud la noche que se votó la ley, a la que Wilson describió en vida como una de las más tristes de su vida; y yo no quiero contar la angustia con que la viví. No había sido una noche de caravanas con banderas. Algo había cambiado mucho.

En el proceso pues,me di cuenta que la Ley de Caducidad había sido algo más que un error jurídico. Había contribuido la ley, a una cultura de impunidad que llevará

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años erradicar de nuestra idiosincrasia política. Y había roto el Frente antidictatorial. Fue lo más grave de todo fue haber roto una acumulación de fuerzas que tenía un potencial tremendo a partir de la lucha contra la dictadura.

Hacía tan poco andábamos todos juntos. Cada aniversario de su muerte se me acerca gente a recordarme cómo vivió ese día. Gente de todos los Partidos, hasta lo más pequeños de entonces que estuvieron sobre los hombros de padres o abuelos.

WILSON Y LA DISIDENCIAYo ya amortiguado de acosos de “traidor a su –mi– padre” recuerdo que muchos

de los dirigentes y candidatos del Partido Nacional de hoy enfrentaron a Wilson. Eso no dejaba de hacer que Wilson los considerara compañeros. Veinticinco años después de muerto, oponerse a la ley fue considerado por muchos de ellos como un acto de traición. No sé –y quién soy yo para opinar de ello– ¿qué pensaría Wilson si viviera? Sé que no vería un traidor en quien discrepa.

Hay un cuento muy lindo, jamás contado. Un joven de Libertad, departamento de San José, sabiendo que Wilson visitaba la ciudad tras la votación pintó un pasacalle que decía “Abajo la impunidad. Jóvenes Blancos”.

Lo colgó por donde sabía que pasaría Wilson. De repente, de un Peugeot 505 sin chofer baja Wilson y, calentón como era, dolido como estaba, bajó con sus cejas hirsutas y lo increpó duramente. Algunas frases, tanto de él como de su ocasional joven contrincante son irrepetibles. No sé si el cartel quedó o no, es irrelevante. Conociendo al viejo, creo recordar que no.

El joven furioso fue al acto y en las primeras filas lo miraba de brazos cruzados, fijamente. Wilson lo ignoró. Eran tiempos cercanos a las fiestas tradicionales, por lo que terminó su discurso enviando a todos un abrazo desde el estrado. En eso interrumpe y agrega: “A todos no. A ese joven que está ahí –y lo señala– no le mando un abrazo. Porque gracias que hay viejos gruñones como yo y jóvenes rebeldes que se paran en los estribos de sus principios, es que existe este partido, el más viejo de la historia del mundo. A él se lo daré personalmente”.

No sé si Wilson hoy, con todas las cartas a la vista, estaría con la Ley o no. Sé el respeto y el abrazo unificador e integrador que tendría hacia unos y otros.

UNA HERIDA ABIERTANo pretendo escribir eludiendo la polémica. Pero menos aún la sinceridad de mis

convicciones. Hoy, mi amigo el doctor Sanguinetti, habla de las familias ideológicas. Desde hace varias elecciones se da como hecho que si gana un partido fundacional el otro lo debe votar necesariamente.

Yo me pregunto, en vida de Wilson, un cuarto de siglo atrás: ¿era así? Cuando Wilson habla por primera vez sobre el balotaje: ¿era para votar junto a Bordaberry

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contra Seregni? ¿Quiénes fueron sus compañeros de lucha en el exilio? ¿Cómo se conformó la Convergencia Democrática en el exilio?

Recuerdo el acuerdo con el FA para elegir al Toba6 como presidente. ¿No fue con los votos de su sector del Partido Nacional y del FA y los votos en contra del Partido Colorado y de los sectores conservadores del Partido Nacional? ¿Y la reelección del Toba? ¿Y la participación en el gobierno de Bordaberry?

No quiero ponerme obsesivo con la Ley de Caducidad, pero mi oposición comenzó porque creí que había pasado su tiempo. Hoy me doy cuenta que lo más grave de todo fue haber roto una acumulación de fuerzas que tenía un potencial tremendo a partir de la lucha contra la dictadura.

DEL BRONCE AL RECUERDO POPULARA 26 años de su muerte impresiona cuán vivo está su recuerdo en la gente. El año

pasado no hubo homenaje partidario, quizás como respeto a todos aquellos que sin seguir sus ideas lo extrañan. A lo mejor un buen ejercicio es pensar qué extraña la gente de él. Así quizás, con menos homenajes, entre todos podamos darle eso que la gente cree que falta.

No creo que nadie pueda decir “el verdadero wilsonista soy yo”. Yo, en lo muy íntimo, sería incapaz de pensarlo de mí mismo, aunque más allá de hijo estuve al lado de su lucha política 21 años ininterrumpidos. No respondo pero me sorprende cuando otros sí se consideran en condiciones de decirme, por ejemplo en las redes sociales, “tú no sos fiel a los ideales de tu padre”. Y quizás lo digan convencidos. Pero me comprometí a hablar como hijo y no como wilsonista.

¿Cuáles fueron esos ideales? Hoy se habla de “yo tengo las ideas de Wilson”. Como si las mismas fueran letra muerta encerradas en un baúl secreto. Como que hay un secreto escribano celeste que expide certificados de quién puede ser wilsonista y quién no. ¿Wilson no cambió de opiniones en su vida? ¿No pidió disculpas por actitudes que consideró erróneas? ¿Quién puede decir cuáles serían sus ideas 26 años después de muerto? No conoció el celular, ni internet, ni la TV por cable... Y alguien puede decir “votaría a favor de tal o cual ley” (?).

Prefiero recordarlo como una actitud ante la vida. No fácil de repetir, pero sí está al alcance de todos tenerlo como rumbo. No se puede expedir certificados de wilsonistas ni atarlos a fórmulas electorales rígidas.

La vida lo ha demostrado. Un día me fui del cementerio porque echaban a Jorge Saravia, senador del FA, de un homenaje a Wilson porque eso era sólo para gente de su partido. Hoy Jorge Saravia es senador del Partido Nacional. ¿Ahora puede homenajear?

6 Héctor Gutiérrez Ruiz.

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No es que sea más complicado que eso: es más sencillo. El que lo recuerda, lo respeta y aun sin renunciar a las diferencias que con él pueda haber tenido siente que, como dijo Sarthou,7 fue de los pocos que en el siglo XX logró que en medio del disenso siempre tuvieran –como los grandes de ese siglo– cosas que todos sentían que les pertenecían.

En los últimos años se ha producido un cambio que es interesante notar. Los homenajes formales han ido dando paso a algo más masivo que es el recuerdo popular. No hay acá un juicio de valores, sino la constatación de un hecho que merece ser observado. Y quizás valorizado.

El año pasado, a los 25 años, hubo dos ceremonias plurales y muy tocantes: la Asamblea General y la tradicional Misa a la que invita la familia. Ambos actos fueron celebrados en un ámbito plural impresionante. Plural no quiere decir olvidar el blanquismo de Wilson sin el cual no se puede entender al personaje. Quiere decir recordarlo como tal pero aceptar que su legado no tiene título de propiedad. El propio Partido Nacional no hizo un acto propio, quizás respetando este espíritu.

En el cementerio habló mi hijo Wilson, hecho un saco de emoción. “Pampanito”, como le llaman sus amigos, pudo haberlo hecho el año anterior. Fue invitado a ello. Un día, sin decir nada, se fue al Palacio, pidió ser recibido por la bancada y preguntó por qué él. Y transmitió que por ser nieto no, que había otros jóvenes con más militancia, con más trayectoria y con más conocimiento que él. Ganas no le faltaban. Al año siguiente, los propios jóvenes lo eligieron y, entonces sí, no rehusó la responsabilidad.

La Asamblea General se inició con el Coro del Sodre entonando las estrofas del Himno Nacional. Luego hablaron el diputado Jaime Trobo por el Partido Nacional, Germán Cardozo por el Partido Colorado, Daniel Radío por el Partido Independiente, y el senador Ernesto Agazzi por el Frente Amplio. Agazzi, el único que no lo había conocido, exhibió una intimidad con el personaje sólo explicable por la idea del legado. A ambos, en este caso los unía la pasión por el agro y el tema de la tierra. En sala estuvo presente el Presidente del República, José Mujica, y prácticamente todo su gabinete ministerial. En un palco su familia, y en el otro sus amigos de siempre. Todos los discursos estuvieron a la altura del momento.

Por la noche la Misa fue oficiada por el flamante obispo auxiliar de Montevideo, Daniel Sturla. Cuando este libro salga a luz, ya será el nuevo Arzobispo de Montevideo elegido por el papa Francisco. Junto a la familia estaban Heber, Gallinal, Larrañaga, Piñeyrúa y Penadés. Mezclados entre la gente muchos dirigentes y legisladores del Frente que van todos los años, y en un banco, más mezclado entre la gente, el Dr. Tabaré Vázquez.

7 Cita en Parte III, capítulo 3 ut Supra.

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ESTE AÑOEs un año electoral. Yo no soy quién para indicar cómo puede o debe usar la

imagen de Wilson cada sector. Eso va en lo que cada uno de ellos siente. Lo que no cabe duda es que es un año en que es más complejo que algo que se haga no aparezca como con connotaciones electorales.

Este año a sus familiares nos ha parecido que cualquier servicio religioso como el que venimos invitando iba a prestarse a una lógica de campaña. De hecho el día y la hora en que se hace siempre se superponía con actividades electorales propias de un año tan especial. Esta vez nos juntamos con mi madre, en su casa, rodeada de hijos, nietos y bisnietos, rezamos y cada uno contó algo de lo que recordamos de su vida familiar. Nunca la vi a mamá tan emocionado y cuando de sopresa llegó el nuevo Arzobispo, Mons. Daniel Sturla que hace un cuarto de siglo nos campaña ese día, por primera vez desde que recuerdo conocerla la emoción fue más fuerte con ella. Pero alegre, contenta e irradiando fuerza a los demás.

La liturgia fue austera, familiar, cálida y, si se me permite muy republicana.

Y siento que cada vez más, más allá de las circunstancias electorales de este año, su homenaje se aleja más del bronce y los actos formales y hace carne en la vida cotidiana de los uruguayos, vengan de donde vengan.

Se han suspendido algunas actividades. Estaba prevista la inauguración del monumento que erigirá algún día la comuna canaria. Es un convenio entre sector privado, Intendencia y Partido Nacional. El proyecto elegido por el jurado fue elaborado. Hace tres años el Directorio nombró una Comisión para recaudar fondos. Hubo un acto solemne de toma de posesión. Tienen sus despachos, tarjetas y el desafío era importante. Pero tres años después y a diez días de la supuesta inauguración, sólo tienen un estribo que donó Larrañaga y la colección de bronces de Wilson que doné yo. Ambos aportes fueron hechos la noche de la solemne asunción. No habrá sesiones parlamentarias. Por lo que un proyecto elaborado por el senador Morelli, un verdadero trabajo que recoge el pensamiento de líderes políticos y sociales de los más diversos sectores de la sociedad sobre Wilson –carpeta 1234 de 3 de octubre de 2013– no se va a votar. Aparentemente hay un partido que se opone y eso en año electoral, también complica, hay discusiones que es mejor no tener otras si...

Pero junto con esto se da un fenómeno tan importante o más de rescatar. Hace varios meses que me resulta difícil subir a un ómnibus o un taxi, o dar una mera vuelta a la manzana, sin que alguien deje de acercarse con su recuerdo. Hasta gente muy joven que simplemente dice “cuando murió su padre fue la única vez que vi llorar al mío”. O gente mayor que recuerda con orgullo que le dio la mano... Estadísticamente, no pueden ser todos blancos. Sin embargo, casi todos ellos se refieren a él como “el último caudillo”, expresión esencial de los descendientes de Don Manuel Oribe. Es decir, desde distintos lados, con miradas diversas, lo recuerdan como lo que fue.

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Resumiendo, digamos que un homenaje como los que estábamos habituados, en año electoral no es recomendable. Ojalá este libro aporte al recuerdo colectivo, en todo caso la experiencia de que cada uno lo recuerde a su manera. Que el que quiera lleve una flor del color que desee y la deje en el lugar que para él o ella significa algo. Que cada uno haga algo ese día, por más pequeño que sea, en su honor. Que ese algo tenga que ver con la tolerancia y el futuro común de los orientales que deberá, pues, ser también objeto del esfuerzo colectivo, sea cual sea el resultado electoral. Este último 15 de marzo Wilson se bajó del mármol y anduve con su gente.

Monumento a Wilson en la Explanada Municipal, donde dio su recordado discurso luego de ser liberado.

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ÍNDICE

Palabras preliminares de Gerardo Caetano .......................................................... 7

Prólogo por Rev. Joe Eldridge ............................................................................. 9

A modo de prólogo, Posdata, Diego, Mamá y Yo .............................................. 13

20 años antes ..................................................................................................... 17

PARTE I .......................................................................................................... 19

Despidiendo a Wilson .................................................................................. 21

PARTE II ......................................................................................................... 69

Capítulo 1Surcando el cielo .......................................................................................... 71

Capítulo 2Desde USA con amor ................................................................................... 77

Capítulo 3Apostando a la vida ...................................................................................... 83

Capítulo 4Ensillando a rocinante .................................................................................. 91

Capítulo 5Pan dulce y Rosa Luna ................................................................................. 97

Capítulo 6La banda está de luto .................................................................................. 103

PARTE III ..................................................................................................... 107

Capítulo 1Ecos en el mundo ....................................................................................... 109

Capítulo 2El camino de Wilson ...................................................................................117

Wilson 20 años después ............................................................................. 123

Capítulo 3Epílogo de la nueva edición: 6 años más tarde ........................................... 125

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