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Tiquete a la pasión La popularidad de El Artillero entre los estudiantes novatos respondía al vicio de la comodidad. Era el establecimiento más cercano a la universidad, ofrecía cerveza a precio normal y comida barata. Constituía un reducto eminentemente masculino —como un sólido club inglés— impermeable a los avances feministas, en donde se podía estudiar hasta la madrugada. Obsceno y alegremente feroz, el dueño aterrorizaba a las mujeres con su vocabulario asqueroso y facha de asesino. Tocante a la música, era un romántico incurable asido a un nostálgico pasado. Los viernes en la noche solía llorar por un amor tierno y juvenil, una hembra extraviada en los abismos de su vida. Adrián había aprendido a leer entre el bullicio. A enseñar respetuosamente sus papeles a la policía. Y a sortear la euforia homicida de los borrachos al amanecer. Hasta se emocionaba con los antiguos boleros de Lupita Palomera, Elvira Ríos y Leo Marini. Le agradaba el café. Resultaba preferible comer allí que cocinar en su apartamento; evitaba las compras y los platos sucios. Además, se había encaprichado con la camarera Número Cuatro. La del Número Cuatro nunca miraba fijamente a los ojos de nadie. Giraba entre las mesas, los hombros rectos, el aire cenceño. Delgada, de senos altos y tobillos finísimos, no era altanera ni obsequiosa. Atendía estrictamente a su trabajo. Curiosamente, ninguno de los habituales del café se atrevía a manosearla. Obeso y estrafalario, el dueño también evitaba mortificarla aunque insultaba a las otras muchachas por menos de nada. Mientras saboreaba un café negro o tomaba lentamente una cerveza, Adrián intentaba atraerse a la del Número Cuatro. Pero los resultados de su devoción eran nulos. Ni los piropos delicados, ni su innata cortesía, ni siquiera su figura templada por el tenis ejercían sobre ella la menor atracción. Sus esfuerzos rebotaban sobre una helada indiferencia. Y los intentos de conversación se esfumaban en monosílabos. Sí-no-luego-también-ahora-no- gracias. Ella tenía mucha habilidad para limpiar, servir, tomar y devolver el dinero. No era fácil retenerla junto a la mesa. En tres meses de atención Adrián no había logrado una sonrisa o visto una chispa interesada en los ojos endrinos. ¡Qué mala pata! Adrián llegó al colmo de prestar el automóvil de su tía Luz. Un lustroso Mercedes Benz que la vieja apenas sacaba a la calle. Era sábado. Y esperó con paciencia, a sabiendas de que el tumo de la Número Cuatro finalizaba a medio día. Tampoco la gasolina hizo el milagro. Ella rechazó la invitación a pasear, cortando de plano los elogios y argumentos que traía preparados. Movió suavemente la cabeza, sin que el rostro moreno y agudo en sus contornos demostrase asombro o emoción. —No, gracias. La del Número Cuatro vestía falda a cuadros, blusa azul y sacón negro. Se alejó entre la multitud hostilizada por el frío, esa multitud dueña de una agresividad totalitaria, levadura diaria en Bogotá. Enternecido, Adrián pensó que se veía extraña sin el delantal blanco, insegura, huesuda, demasiado ojerosa a la luz del medio día. No intentó detenerla. El tráfico era —igual que siempre— absurdo y caótico, y resultaba estúpido arriesgarse a manejar en el centro internacional. Su pase estaba vencido. —Parecía una institutriz en su tarde libre —se dijo mentalmente. Como no había esperado demasiado de aquel encuentro, tuvo el coraje de telefonear a su tía Luz para invitarla a tomar el té. El sacrificio del té con milhojas, repollas y queso fundido, incensado por la charla insustancial de su prima María Lucía, resultó productivo.

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  • Tiquete a la pasin

    La popularidad de El Artillero entre los estudiantes novatos responda al vicio de la comodidad. Era el establecimiento ms cercano a la universidad, ofreca cerveza a precio normal y comida barata. Constitua un reducto eminentemente masculino como un slido club ingls impermeable a los avances feministas, en donde se poda estudiar hasta la madrugada. Obsceno y alegremente feroz, el dueo aterrorizaba a las mujeres con su vocabulario asqueroso y facha de asesino. Tocante a la msica, era un romntico incurable asido a un nostlgico pasado. Los viernes en la noche sola llorar por un amor tierno y juvenil, una hembra extraviada en los abismos de su vida.

    Adrin haba aprendido a leer entre el bullicio. A ensear respetuosamente sus papeles a la polica. Y a sortear la euforia homicida de los borrachos al amanecer. Hasta se emocionaba con los antiguos boleros de Lupita Palomera, Elvira Ros y Leo Marini. Le agradaba el caf. Resultaba preferible comer all que cocinar en su apartamento; evitaba las compras y los platos sucios. Adems, se haba encaprichado con la camarera Nmero Cuatro.

    La del Nmero Cuatro nunca miraba fijamente a los ojos de nadie. Giraba entre las mesas, los hombros rectos, el aire cenceo. Delgada, de senos altos y tobillos finsimos, no era altanera ni obsequiosa. Atenda estrictamente a su trabajo. Curiosamente, ninguno de los habituales del caf se atreva a manosearla. Obeso y estrafalario, el dueo tambin evitaba mortificarla aunque insultaba a las otras muchachas por menos de nada.

    Mientras saboreaba un caf negro o tomaba lentamente una cerveza, Adrin intentaba atraerse a la del Nmero Cuatro. Pero los resultados de su devocin eran nulos. Ni los piropos delicados, ni su innata cortesa, ni siquiera su figura templada por el tenis ejercan sobre ella la menor atraccin. Sus esfuerzos rebotaban sobre una helada indiferencia. Y los intentos de conversacin se esfumaban en monoslabos. S-no-luego-tambin-ahora-no-gracias. Ella tena mucha habilidad para limpiar, servir, tomar y devolver el dinero. No era fcil retenerla junto a la mesa. En tres meses de atencin Adrin no haba logrado una sonrisa o visto una chispa interesada en los ojos endrinos. Qu mala pata!

    Adrin lleg al colmo de prestar el automvil de su ta Luz. Un lustroso Mercedes Benz que la vieja apenas sacaba a la calle. Era sbado. Y esper con paciencia, a sabiendas de que el tumo de la Nmero Cuatro finalizaba a medio da. Tampoco la gasolina hizo el milagro. Ella rechaz la invitacin a pasear, cortando de plano los elogios y argumentos que traa preparados. Movi suavemente la cabeza, sin que el rostro moreno y agudo en sus contornos demostrase asombro o emocin.

    No, gracias. La del Nmero Cuatro vesta falda a cuadros, blusa azul y sacn negro. Se alej entre la

    multitud hostilizada por el fro, esa multitud duea de una agresividad totalitaria, levadura diaria en Bogot. Enternecido, Adrin pens que se vea extraa sin el delantal blanco, insegura, huesuda, demasiado ojerosa a la luz del medio da. No intent detenerla. El trfico era igual que siempre absurdo y catico, y resultaba estpido arriesgarse a manejar en el centro internacional. Su pase estaba vencido.

    Pareca una institutriz en su tarde libre se dijo mentalmente. Como no haba esperado demasiado de aquel encuentro, tuvo el coraje de telefonear a su

    ta Luz para invitarla a tomar el t. El sacrificio del t con milhojas, repollas y queso fundido, incensado por la charla insustancial de su prima Mara Luca, result productivo.

  • Recibi tres mil pesos, la oferta del automvil cuantas veces quisiera. Obsequios nada gratuitos, porque Mara Luca era sobrina-nieta de Luz, la nia consentida y heredera-nieta de la acaudalada abuela Gunda Vengoechea. Un buen partido!, decan las seoras bogotanas. Toda la familia esperaba, tarde o temprano, fraguarles un noviazgo. Ja ja. Como si l, Adrin, no estuviese locamente enamorado.

    Esa misma tarde Adrin compr los zarcillos plateados. La ltima moda. Hizo envolver el regalo en papel de seda y estuvo toda la noche emborrachndose, imaginndose el amor con la del Nmero Cuatro. Desnuda-piel-de-oliva. El cuello moreno besado por los zarcillos resplandecientes.

    Lunes. El Artillero estaba casi vaco, escasamente haba un grupo de estudiantes novatos

    junto al traganquel. El dueo, inmensamente gordo y tiernamente borracho, la misma rasca del viernes, lloraba por la aoranza de una tal Lilime. La del Nmero Cuatro acept el regalo sin titubear, quiz porque Adrin estaba solo en la mesa,

    Gracias dijo. Muchas gracias. Quince das ms tarde, durante los cuales ella no luci los zarcillos o mencion el

    detalle, pregunt: Usted, don, cmo se llama? Sorprendido, Adrin not un dejo acariciante en su voz. Grnulos azucarados bajo el

    spero acento. Adrin Urdaneta respondi. Me llamo Adrin. El sbado tengo el da libre, si usted quisiera... En dnde nos encontramos...? le mutil el resto de la frase, con miedo a

    desperdiciar un minuto de aquel sbado prximo. Le arda la garganta. Ella ignor la pregunta. Quera pedirle un favor muy grande mantena los ojos clavados en un vaso,

    mientras con un trapo rojo limpiaba la mesa suavemente. Lo que quiera y como lo quiera dijo l fervorosamente. Se contuvo, aturdido. No deseaba traicionar las noches que tena en mente, las

    duermevelas en donde ella surga inquieta, apasionada. Deba impedir al deseo nublar los iris de sus ojos. La mano flaca, de uas maltrechas, se detuvo con brusquedad. Ella guard el trapo rojo en un bolsillo del delantal. Lo mir fijamente. Dijo:

    Acompeme el sbado. Voy lejos. La mano se movi hasta la altura de los pechos. Tom un papel cuidadosamente

    doblado, arrancado de un cuaderno escolar. A las cuatro de la maana. Le anot la direccin. Mucho antes de la hora fijada, con su mejor vestido, Adrin esperaba en el limbo de los

    que aman. Haba gastado un tercio de su presupuesto semanal en el peluquero y la manicura. Sentase afiebrado. Con hambre. La direccin corresponda a la estacin de buses VELOTAX que en la madrugada pareca la antesala del juicio final. La gente se empujaba para llegar a las ventanillas, ladraba un perro, un lotero ofreca la suerte con el nmero siete. Aparecan familias enteras que traan maletas atestadas a reventar, portacomidas y ollas con papas saladas, chorizos, tamales, menudo, carne sudada; atados de ropa, galones de aceite y pacas de hediondo pescado seco.

    Ella se le acerc sorpresivamente cuando tema haberla perdido entre la vocinglera multitud. Lo eclips todo con su presencia: el desorden, la suciedad del lugar, el tufo del

  • pescado, las risotadas de tres nios persiguindose entre las piernas de los viajeros. Iba enlutada, con ese negro asctico de los monjes medievales y las mujeres recreadas por Garca Lorca; ese negro que no admite el marfil en las medias transparentes y excluye los tacones altos como si fuesen amorales, pecaminosos.

    Adrin, minutos antes dispuesto a recibirla con un beso, musit un saludo convencional. Vmonos dijo ella. A dnde? pregunt indicando las ventanillas. La del Nmero Cuatro neg con la cabeza. Un gesto que estara adherido a los recuerdos

    de Adrin en los aos venideros, inclusive cuando la mujer de piel-oliva se hubiese desdibujado para siempre.

    Compr los tiquetes ayer iba guindole entre la gente, hasta llegar a un corredor estrecho, mal iluminado. Tras los amplios cristales de una puerta manchada por las moscas, el pullman estaba listo a salir.

    Ella tom asiento junto a la ventana. Adrin corri el vidrio. Una rfaga de aire helado dispers el olor a vmito y a ropa guardada que medraba tenazmente bajo el lavado reciente, el jabn, la creolina. La maana se anunciaba lluviosa. Y el radio sonaba a todo volumen.

    Viajaron casi dos horas, silenciosos, entre la barahnda de los pasajeros que tomaban cerveza, kumis, aguardiente en cada estacin, los tristes ladridos del perro en su guacal y el lloriqueo intermitente de un nio iracundo. En cada pueblo suban y descendan los campesinos cargando palomas y arrendajos enjaulados, gallinas amarradas, bultos con naranjas o habichuelas. Tuvieron por un rato a un corderito que dorma beatficamente, a pesar del nio iracundo. Nubes de mujeres zarrapastrosas se acercaban a vender miel perfumada, moras de estacin, uvas negras empaadas por los insecticidas, manojos de flores que se marchitaban y corrompan visiblemente.

    Empanadaaaaasss, las empanadaaassss. Masatooooo. Tamalessss. Esperanzado, Adrin invitaba a la del Nmero Cuatro a probar lo ofrecido, como si le

    brindase chocolatines y ella fuese un tanto ms sensible y exquisita que su prima Mara Luca, nia absurda que la ta Luz deseaba meterle por los ojos. Ella rechazaba continuamente y sin decir palabra; mientras los compaeros de viaje engullan rodajas de pia, cerdo nitrado, morcillas rojas, muslos de pollo azafranados, refajo, corazn frito. Voraces, insaciables, con placer canibalesco y aj picante. Adrin senta en su estmago vaco el ardor del hambre y el ridculo, la cercana de un peligro desconocido, el miedo agazapado al final del camino.

    Descendieron en un recodo de la carretera. Frente a una casona antigua, de paredes

    descascaradas por el tiempo, columnatas y techos altos que an transmita un aire de hacienda rica en donde funcionaban varios negocios. Restaurante-carnicera-montallantas-baos pblicos. La del Nmero Cuatro dijo que deseaba saludar a una amiga.

    Trabaja en la cocina. Ya regreso. Adrin aprovech para orinar en un bao asqueroso, en donde haba un lavamanos

    desportillado y un mingitorio. Al lavarse las manos la canilla tosi, dejando escapar un hilo de agua herrumbrosa que ces tan sbitamente como apareciera.

  • Despus, tom asiento en el corredor. El patrn le trajo un aguardiente doble. Usaba un blusn pringado de sangre hmeda y costras resecas, con la misma presuncin con que el ms sofisticado barman luce una chaqueta nueva.

    Oiga, su merc... Adrin se volvi. De la misma nada surgi un nio de ocho o diez aos, envuelto en una

    ruana mugrienta, sombrero embonado hasta los ojos y alpargatas de fique. Terriblemente sucio. Las mejillas encendidas por el fro. Le pidi veinte pesos por un ramo de campnulas, agapantos y margaritas silvestres. Apoyado en el mostrador de la carnicera, el patrn afilaba una hachuela brillante.

    Tom el ramo y pag sesenta pesos por l. El nio, sin dar las gracias o sonrer, desapareci entre las peas y zarzas, al otro lado de la carretera. Entonces se dijo, Me pueden matar con esa hachuela, matar y descuartizar, sin que nadie se entere o quede rastro de mi existencia. Hasta pueden ganar dinero vendiendo mi carne a los viajantes.... Un terror indescriptible y fantstico le invadi, aumentando su deseo por la Nmero Cuatro. Se hubiese puesto a gritar, pero tema mancillar el resplandor alcanforado de aquellas flores sin aroma. El patrn repiti la dosis de aguardiente.

    Ella regres con el rostro y las manos recin lavadas. Tapaba su cabello negro con un pauelo negro.

    Gracias extendi rapazmente los brazos, con placer inusitado. Como si las flores compradas al nio mugroso y fantasmal (destinadas a quemarse bajo las heladas o a servir de forraje al ganado) se tornasen de oropel o terciopelo. Gracias gracias gracias repiti. A mi hijo le gustarn.

    El patrn cobr los aguardientes sin molestarse en regresar el cambio. Luego caminaron por un estrecho sendero apisonado por el diario transitar de las ovejas,

    encontrndose de pronto en un cementerio rural limpio y cuidado erizado de cruces encaladas. La del Nmero Cuatro se arrodill frente a una tumba pequea, modesta. Un islote de pensamientos miosotis y amarillos, geranios, novios, azaleas. Los helechos crecan profusamente. Adrin ayud a quitar las ortigas y cadillos que asomaban entre las hojas. Limpi la tierra de hierbas secas, tritur larvas grasientas que se enroscaban sobre el nombre grabado en la piedra: Jos Mara.

    Es una lpida bonita, requetebonita. Me la hicieron en Bogot, don Remberto Arenas, el dueo de Relieves Artsticos dijo la Nmero Cuatro orgullosamente.

    Desconsolado hasta la ira y sin fuerzas para explotar, Adrin trajo agua en un tarro de galletas desde una alberca situada al fondo del cementerio. Y la contempl mientras arreglaba las flores en un recipiente de cemento empotrado sobre la tumba en forma de gndola. El sbado tan esperado cabalgando irreversiblemente hacia su muerte, un da que nunca ms, aunque viviese aos y aos, tornara de nuevo. La primera vez que no exista, era un nol, absolutamente nulo, porque en el curso de las horas ninguna voz humana haba pronunciado su nombre. Una manera insultante de extraviarse en el olvido y convertirse en nadie.

    Me llamo Adrin Adrin se repiti. Repentinamente ella comenz a cantar. Lo haca de un modo salvaje, delirante y

    equvoco, sin perder no obstante la compostura o turbar la belleza contenida en su rostro de porcelana oliva. Era una empalagosa ronda infantil, pero en su voz adquira un significado tortuoso, inexplicable, como si en lugar de un hijo recordase a un amante fugitivo.

  • Largamente aorado. Adrin no se atrevi a formular las preguntas que le atenazaban, aferrndose a lo improbable: En dnde diablos el artesano haba visto una gndola?

    De pronto, escuch hablar a la del Nmero Cuatro. A l le gustaba la msica y en tono confesional: le gustaba a la hora de dormir,

    de comer y de jugar en la calle. Enseguida comenz a rezar el viacrucis. El regreso fue una copia deteriorada del viaje anterior. Haba ms bebedores, el

    conductor tena la radio apagada, los nios dorman rendidos. Eran los mismos vendedores, igual la miseria y la comida ofrecida. El crepsculo iba derritindose entre las montaas. La polvareda se mezclaba con la niebla harinosa. Camiones y buses de lnea ahilaban atronadores pelendose el dominio de la carretera. Adrin tena fro. Y estaba irritado. La del Nmero Cuatro masticaba alfandoques pegajosos comprados al patrn del blusn ensangrentado, sin mirarle ni hablar. Sentada junto a un perfecto desconocido. Nadie.

    En el terminal de VELOTAX, cuando le pregunt si deseaba acompaarle a un restaurante ella movi la cabeza. El gesto ya familiar. Resumen de un enamoramiento contrariado.