tiempo de puñales

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TIEMPO DE PUALES

de Norberto FirpoNo haca calor. Era apenas el hlito de un verano en acecho. Era la tarde del 12 de noviembre de 1953 y Sergio Kuperman haba salido del hotel llevando en el bolsillo de su chaqueta un telegrama que hasta entonces haba guardado entre sus cartas y recortes de peridicos. Estaba fechado en Salta el 12 de noviembre de 1951, es decir, exactamente dos aos atrs. Deca tan solo esto: "Tu hermano Sebastin ha muerto,y firmaba un compaero de Sebastin a quien l conoca.

Lo ley otra vez y sonri porque se le haba ocurrido una magnfica idea. Cuidadosamente rompi un extremo del pape l- apenas lo necesario y de forma que pareciese accidental - para hacer desaparecer la constancia del ao y que slo se leyera "12 de noviembre de...".

Despus anduvo un rato por el pueblo, un nostlgico pueblo de llanura, blanquecino y polvoriento aferrado como un viejo manitico a sus dolores tradicionales. El circo haba llegado e instalado su carpa no muy lejos de ese esbelto edificio de cinco plantas, rodeado de frondoso parque, que era el hotel. Cinco pisos! Era un edificio de dos cuerpos, algo realmente inslito en aquel escenario de adobes chatos, transitado de paisanos somnolientos y de gallinas y caballos flacos a medio calcinar.

Sergio Kuperman lleg al hotel a la hora de la cena. Comparta su cuarto del tercer piso con Leonardo Trauves, el trapecista, a quien encontr frente al espejo, luciendo ya sus mejores galas porque esa noche una residencia de las afueras le ofrecan una fiesta a los componentes de la troupe.

- Todava as? Cundo te vests? Debemos bajar a comer y...

- Ya mismo, ya mismo. Ocupte de apurar a Ludmila, mientras. Trauves dio los toques finales a su moo.

- Voy para all.

Y apenas lo hubo dejado solo, Sergio Kuperman hurg en las valijas hasta dar con un tubo de somnferos, cuyo contenido reemplaz por dos analgsicos vulgares. Luego coloc el tubo en un compartimiento de la mesita de luz que mediaba entre las dos camas. Se visti apresuradamente y baj.

Justamente debajo de su cuarto, en el segundo piso, se hospedaba Ludmila Pavlova, la ecuyre , una bonita muchacha de cabellos rubios y sonrisa fresca, grcil como una espiga y tan leve que a ms de uno le pareci la materializacin del candor. En las funciones irrumpa en la arena luciendo una ajustada malla de lentejuelas multicolores, montando garbosamente un bien alimentado pony rojo. Adems de poner en funcionamiento el ventrculo becqueriano del corazn de los hombres, Ludmila cumpla otra funcin (aunque no ya tan artstica): era la amante de Eric Reagan.

Sergio Kuperman saba que ella no concurrira a la fiesta de esa noche, precisamente porque el viejo Eric le haba prohibido ir. Pero igualmente se mostr sorprendido cuando entr en la habitacin de Ludmila, que terminaba de arreglarse, y Trauves le adelant:

- Sabs que ella no viene?

Le fue fcil llegarse hasta el radiador de la calefaccin y abrir al mximo la llave que permita el acceso de calor.

- No, no ir. Estoy muy cansada.

De paso comprob satisfecho que estaban todas las ventanas cerradas. Cenaron. Sergio Kuperman se levant antes que los dems y se dirigi al hall de entrada. Con toda naturalidad simul extraer cierta correspondencia de su casillero, simul leerla y, cuando advirti que alguien se acercaba, hizo de cuentas que una gran afliccin acababa de aplastarlo. Trauves y Cordeiro, el tramoyista, no tardaron en participar de su abatimiento. Su angustia era tan evidente que muy pronto se convirti en el eje de la rueda de la solidaridad y no del todo resignado soport apretones de manos, palmoteos y frases de consuelo.

- Sebastin... Pobre hermano!

En realidad, la seguridad de que todos, absolutamente todos, ignoraban que la muerte de su hermano haba ocurrido dos aos atrs, dio a Sergio Kuperman fuerzas suficientes para llevar adelante su tragedia. Por un momento tuvo una visin: se vio en un gran escenario, envuelto en sedas negras, calavera en la diestra y el rostro empolvado, declamando "That is the question...".

El viejo Eric, interesado y hermtico como era, ni siquiera se distrajo un minuto en amables falsedades.

- Vaya a dormir, Sergio - le dijo -. Maana haremos funcin especial y es necesario que usted se encuentre perfectamente. Su hermano ha muerto. Es un hecho consumado. En cambio la funcin es maana y debe salir bien...

Sergio Kuperman se excus ante sus amigos y les pidi encarecidamente que no perdieran la fiesta por l. Hubo vacilaciones, murmullos, tironcitos de conciencia, que cmo lo iban a dejar solo, pero finalmente, y como era de esperar todos se fueron, excepto Cordeiro, que lo acompa hasta su habitacin, y Ludmila y Eric Reagan, que se pusieron jugar a los naipes, como todas las noches, antes de irse a dormir.

Ni bien lleg a su cuarto Sergio Kuperman se ech sobre la cama y le pidi a Cordeiro que le alcanzara el tubo de sedantes.

- No abuses...

- Los necesito para dormir.

Le trajo un vaso de agua y Kuperman ingiri los dos analgsicos. -Dos? - insisti el amigo -. Con uno tenas asegurado un sueo de diez horas...

Cuando el tramoyista se fue y Sergio Kuperman volvi a quedar solo, fresco y ms despierto que nunca, repas calmosamente los detalles de su plan. Y algo ms: del insondable archivo de su mente extrajo el recuerdo de su amor por Ludmila. S, en efecto, no era se el momento indicado para historiar un tonto romance, una cosa terminada para siempre, pero no poda olvidar que arrullos, caricias y las promesas dieron origen a un seguro recproco ajustado a una clusula ms seductora que Ludmila misma: cualquiera de los dos que muriese daba ocasin al sobreviviente a alzarse con una pequea fortuna. Como l se encarg siempre de pagar las cuotas, ella se olvid muy pronto de su existencia. Pregunt, s, por l alguna vez, pero Sergio Kuperman eludi la respuesta y ella sin duda imagin que la pliza haba perdido vigencia.

Sonri maliciosamente. A travs de la ventana observ que era una noche esplndida, serena. Pens con alegra que las puertas de las habitaciones, que daban al pasadizo, no podan ser abiertas del lado de afuera, que se necesitaba llave para ella y que Trauves, que tena una, no volvera en menos de tres horas.

Entonces abri su ventana y se desliz al exterior. La sombra lo trag inmediatamente. El hotel estaba casi desierto y todo el silencio del universo se aplastaba contra la tierra como si quisiera poseerla y fecundarla de soledad.

El 12 de noviembre de 1951, bajo una vieja lona de circo, muri el hermano mayor de Sergio Kuperman. Estaba componiendo los aparejos de un trapecio, a veinte metros de altura, cuando perdi pie y cay al vaco. Fue a golpear exactamente sobre la cama de pas en que sola ejercitarse el faquir, aunque - dicho sea en honor a la verdad- hubiera muerto lo mismo de haber cado sobre la arena de la pista.

El hecho ocurri en horas de la maana y sin que nadie pudiera presenciarlo. Quienes lo descubrieron encontraron su cuerpo mortalmente lacerado por los clavos y encima suyo, en lo alto, un trapecio falseado balancendose suavemente.

Sebastin haba sido para Sergio un amigo y un maestro, y lo llor en aquellos das en que realmente recibi el telegrama del compaero. Pero en los dos aos transcurridos, Sergio Kuperman haba ingresado tambin l a una troupe y haba aprendido a aceptar como un azar lgico el perder pie en un momento cualquiera y provocar, por fin, el gozo del pblico.

Ahora ya no senta escrpulos y se haba aprovechado de aquel telegrama que guardara celosamente entre recortes de diarios, porque era el punto de arranque de una sutil combinacin que esa noche culminara... A fe de Sergio Kuperman, esa noche l cometera un crimen perfecto.

Aferrndose a las salientes de la construccin descendi hasta el piso mediato. El cuarto de Ludmila. A travs de la ventana escrut la sombra interior y comprob que no haba nadie. Ella estara todava jugando a los naipes, una partida tras otra, aburrindose ms y ms, porque se era parte del premio que se le exiga para lucir las lentejuelas y figurar en las carteleras y disponer de unos pocos pesos.

Del costado de la ventana arrancaba un cable de acero que atravesaba el vaco entre uno y otro block del edificio. Un tenso cable de acero... Sergio Kuperman, el equilibrista, debera realizar el mismo nmero de todos los das, slo que esta vez esperaba que fuera sin pblico. Cruz lentamente, lleg al otro extremo y se detuvo sobre la otra cornisa. De nuevo ech un vistazo a la ventana que tena enfrente (ella tardara en llegar, el viejo Eric le dara un beso paternal y se ira) y a la de arriba, la suya, un nido negrsimo al que pronto regresara. Por debajo se extenda el solitario jardn.

A Sergio Kuperman se le ocurri que todo cuanto lo rodeaba - el jardn, las paredes blancas, la noche, un silencio tachonado de grillos - participaba de su expectacin, se aliaba en su favor con los nervios duros y corazn redoblante. Perpetrar un crimen era noms una extraordinaria aventura.

Ludmila apareci de golpe. Encendi la luz y Eric Reagan la bes en frente, y de inmediato se fue. Sergio Kuperman se puso los guantes. Ella cerr la puerta, dio dos pasos, algo la sorprendi. Un contratiempo: vacil un instante y luego, resueltamente, corri al calefactor y cerr la llave.

Ese endemoniado calor! Ludmila Pavlova haba nacido y se haba criado al pie de los Alpes transilvanos, entre la nieve, y tanto la haba curtido el jadeo helado de la estepa que ahora aborreca el calorcillo sofocante que irradiaban esas mquinas.... Ludmila sorprenda a sus compaeros durmiendo con las ventanas abiertas aun en las noches ms destempladas del invierno. No, por ms que se burlaran no soportaba el calor.

Abismo por medio, Sergio Kuperman haba tomado todas las providencias. En su mano centelleaba ya un acero. Contuvo la respiracin: Ludmila caminaba hacia la ventana - que se abra por dentro; una de esas hojas deslizables, como las del tren, que slo pueden ser accionadas desde el interior-, un par de metros que a l le parecieron kilmetros.

Cuando ella abri por fin la ventana y se dispuso a inhalar la primera bocanada de aire fresco, un pual, diestramente lanzado, hendi el espacio y fue a herirla en el cuello. ("En la garganta -haba pensado Sergio Kuperman-, para impedir que grite".)

Ludmila cay de bruces y simultneamente se cerr la ventana, ya que el impacto no le haba dado tiempo a asegurarla a los soportes. Profunda calma. Antes de volver a atravesar el hueco, Sergio Kuperman constat que nadie haba presenciado el espectculo de su crimen. Se detuvo unos segundos en la ventana de su vctima, lo suficiente para comprobar que yaca muerta y que todo haba salido bien. Se encaram a su habitacin y entonces s, cumplida la faena, tom un somnfero y se ech en la cama.

Todo haba salido bien, en efecto, y la suerte le haba sonredo. Tembl por su audacia cuando pens que alguien hubiera podido verlo desde otras ventanas y dar la voz de alarma; que pudo haber cado al vaco, sobre todo porque en la sombra apenas vea el cable que deba pisar; que caba la posibilidad de que no acertara con el lanzamiento del cuchillo (habilidad que ignoraban en el circo y para la que se haba estado adiestrando secretamente), y, en fin, que la muchacha pudo no haberse conducido tal como lo hizo y como l lo haba calculado.

Lo que no hizo Sergio Kuperman antes de caer dormido fue analizar si Ludmila mereca tal fin. Aunque l crea que los merecimientos humanos son algo tan superfluo que no vala la pena tener en cuenta. Mejor era no ocuparse de ellos sino para gastar bromas o para establecer el grado de disociacin con la justicia que debera regir al hombre, va Dios.

A la maana siguiente el hotel se llen de seores de impermeable que se paseaban por los pasillos y el jardn y miraban por el rabillo del ojo, como si en la telaraa del techo o en las colillas dispersas por doquier o detrs del cortinado estuviese la clave del enigma. La polica se vea apurada frente a un crimen inteligentemente urdido, a uno de esos crmenes que casi no suceden en la realidad y que uno slo puede ver en el cine o leer en las revistas especializadas, pero no enalteciendo las columnas rojas de los peridicos.

El crimen perfecto! Mientras Sergio Kuperman deslizaba los guantes de ltex entre los trapos que utilizaba el lanzador de cuchillos, lament la mezquina gloria a que poda aspirar un intelectual como l. Se senta un poco artista, un poco escultor o poeta, puesto que entregaba su obra al arbitraje de un pblico vido de crnicas horrendas. Un crimen perfecto despierta admiracin despus de todo, y esta idea lo deleit ntimamente. Un placer hormigueante lo enardeci en secreto y lo estimul cuando, esa misma tarde, debi comparecer ante el comisario Baliari.

Baliari era un tipo plcido, como el paisaje. Estaba identificado con el villorrio y con la llanura; era un hombre solariego y tena cara de haberse levantado recin de una larga siesta. Sin embargo era un polica astuto. Le haba dicho a un oficial que llamase a ese Kuperman y eso significaba que haba pescado una punta de la madeja y que pronto llegara a la otra.

-Me buscaba?

All lo tena ahora frente suyo. se era. Lo estudi un rato untes de abrir la boca.

- S - contest despus -. Quera hablar con usted por lo de Ludmila Pavlova.

-A sus rdenes.

- Le agradezco... Explqueme entonces cmo lo hizo.

Sergio Kuperman tuvo un escalofro.

- No s de qu me habla - exclam, tratando de aparentar otro tipo de sorpresa.

- Los dems estaban lejos de aqu, en la fiesta.

Baliari se mostraba cruelmente parsimonioso.

- No todos, no todos... Adems eso no significa...

- No puede ser sino usted. He hablado con algunas personas... Con el dueo del circo, con Leonardo Trauves, con un hombrecillo llamado Cibernelli... Lo conoce?

- Es el lanzador de cuchillos.

El comisario esboz una sonrisa imperceptible.

- Le falta un dedo en la mano derecha, no es cierto?

Sergio Kuperman asinti con la cabeza. El comisario encendi un cigarrillo y se entretuvo observando las volutas de humo. Kuperman estaba convencido, pese a todo, de que ningn detalle se le haba escapado, que nadie lo haba visto y que lo nico que intentaba el polica era sondearlo para dar con una pista definitiva.

- Si usted deja de representar la farsa de la sospecha - dijo, ms tranquilizado - yo podr ayudarlo y colaborar con esos seores de pipa que van y vienen por el hotel, sin conseguir otra cosa que tropezar entre s.

- Sucede, seor Kuperman - Baliari se repantig en su silln de cuero y adopt un patriarcal aire de filsofo -, sucede a veces que entre dos acontecimientos que no guardan una relacin recproca, la providencia tiende una lnea de contacto, y que hechos dispares, inconexos, separados por tiempo y distancia, se ven de pronto mancomunados por una especie de fatalismo. Quiz no me entienda, seor Kuperman...

-No, no lo entiendo.

-Naturalmente. Antes quiz sea conveniente aclararle cules son los motivos por los cuales me inclino a creer en su culpabilidad.

Sergio Kuperman se pregunt ahora si el comisario estara tratando de hacerle perder la cabeza. Lo nico que tema era que sus maneras calmas consiguieran exacerbarlo. En el mismo tono el comisario continu:

- Me enter del fallecimiento de su hermano - dijo, sin mover casi los labios- y que usted recibi un telegrama con tan mala noticia.

-As es.

- Pero eso sucedi realmente hace un par de aos. Me he informado en el correo, esta maana, y all nada saben respecto de ese mensaje. Es muy raro, no le parece? -Kuperman no pudo evitar un estremecimiento -. Adems, con seguridad habr perdido el formulario que mostr ayer a sus compaeros.

- S, lo he extraviado.

- Claro.., -Bailari aspir de nuevo su cigarrillo. La expresin de su rostro se alter sbitamente-. Le valdra ms confesar que su hermano ha muerto exactamente el 12 de noviembre de 1951. Abreviaramos mucho, seor Kuperman.

El comisario supo que frente a l haba un hombre acorralado que posiblemente mereciera algunas satisfacciones. Explic:

- Hace algunas semanas, casualmente, Ludmila manifest a Eric Reagan que aprovechando un viaje a la ciudad haba concurrido a cierta compaa de seguros, y que all le informaron (para su sorpresa) que los pagos de su pliza se hallaban al da. Por supuesto, esto no prueba nada... Como tampoco que acabamos de hallar en el carromato de Cibernelli un guante de ltex correspondiente a la mano derecha y que, sin duda alguna, ha sido utilizado recientemente por alguien a quien no le falta el dedo anular.

Sergio Kuperman, que haba empalidecido un rato antes, frunci el ceo.

-Cmo lo sabe?

- Porque los guantes de ltex del seor Cibernelli, mano derecha, conservan el talco en el hueco correspondiente al dedo que l ha perdido. Es un detalle, claro...

Baliari fabric una pausa aplastando la colilla del cigarrillo en el cenicero; una pausa que Kuperman aprovech como el comisario esperaba: dndose por vencido.

- Ahora cuntenos cmo lo ha hecho... En verdad, no tengo dudas que fue usted, pero no acierto a comprender de qu manera lo ha logrado. Un crimen en habitacin cerrada es algo que no se ve todos los das...

- Dgame antes cmo dio tan fcilmente conmigo - mascull Kuperman.

La mofletuda cara del comisario por poco se tie de rubor.

- Oh, bueno... La muerte de su hermano era una buena excusa para llevar adelante su plan. Una buena coartada, es cierto. Pero usted ignor que la polica no poda olvidar que aquello sucedi en 1951. Imposible olvidarlo por una circunstancia muy especial: porque su hermano fue asesinado.

Sergio Kuperman peg un brinco y se ech casi sobre la displicente humanidad del comisario. El escribiente y el cabo de guardia levantaron la vista.

-Asesinado? Ha dicho...?

- S, eso he dicho. Y usted comprender que la polica debi mantenerlo en secreto por una simple razn de principios. Su hermano Sebastin cay sobre un lecho de pas, en efecto, pero no por mero accidente, como se dijo, sino porque fue herido mientras arreglaba un trapecio, a veinte metros de altura. La pericia pudo determinar que entre las mltiples heridas que le produjeron los clavos, haba una de caractersticas totalmente distintas. Puede suponerse que fue apualado all arriba y que por lo tanto estuviera muerto antes de estrellarse. El arma criminal desapareci, como era de esperar.

El comisario se puso de pie y se pase por el saln. Sergio Kuperman, que pensaba en su hermano (su amigo y su maestro), hundido en su asiento, tena toda la apariencia de un hombre abatido.

- Por eso le hablaba de las lneas de contacto y del fatalismo que encierran ciertos hechos. En este caso, dos crmenes sin relacin aparente, que esconden la clave de un enigma que, para serle franco, soy incapaz de desentraar. Cmo lo hizo, seor Kuperman?

Pero el hombre abatido pensaba en su hermano... Y hasta se dira que un atisbo de redencin relampagueaba en sus ojos. Cuando habl, luego de un rato, su voz tena la cadencia de un lamento.

- Dgame por lo menos quin lo mat...

El comisario Baliari interrumpi su paseo, tambin l preocupado.

- Se lo dira con mucho gusto - exclam -, pero lamentablemente creo que se s ha sido un crimen perfecto.