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La escritura obstinada:los cuentos de Jesús Gardea

alejandro Badillo

Jesús Gardea mostró, en su trabajo prolífico y siempre tratando de llevar al límite las posibilidades del lengua­je, una narrativa cada vez más arries­gada. Dentista de profesión, abandonó en edad madura su vida profesional para dedicarse de lleno a la escritura de cuentos, novelas y, en menor medi­da, poemas. En Gardea, como en todos los escritores cuyas obras trascienden el tiempo, hay muchos niveles de in­terpretación y entendimiento. Hay, tam­bién, un diálogo que se profundiza con cada nueva lectura. En cada entrega, el autor oriundo de Ciudad Juárez, Chi­huahua, nacido en 1939 y muerto en el 2000, estira el lenguaje, le arranca pe­dazos, hace malabares con la sintaxis, pone en voz de sus personajes discur­sos imposibles.

Uno de los aspectos valiosos en la obra de Gardea es la capacidad de trans­formar la prosa y llevarla a diversos registros y experimentaciones. En su narrativa confluye no sólo la vocación por contar una historia sino por explo­rar, de lleno, la forma de hacerlo. Una revisión a sus libros de cuentos pue­de demostrar el interés del autor por

moldear atmósferas y dar cauce a una invención lingüística que encuentra pocos referentes entre sus contempo­ráneos y autores de las generaciones siguientes. Quizás Daniel Sada, otro autor del norte, fue el único que se atrevió a ir en contra de las convencio­nes para internarse en la disección de la prosa y en su maleabilidad. Desde Los viernes de Lautaro, publicado en 1979, hasta Donde el gimnasta, de 1999, hay un amplio recorrido por formas, espacios, colores, vacíos, luces, equilibrios e in­certidumbres. Leer la obra cuentística de Gardea significa enfrentar un diá­logo constante con las palabras y las obsesiones por la escritura. Además, nos recuerda que el artista es, ante todo, un explorador de la materia y no un simple transmisor de mensajes.

El escritor italiano Alberto Moravia, al explicar las diferencias entre novela y cuento, afirma que este último per­mite un reflejo más diverso de tipos de personajes, situaciones, estratos socia­les. La novela, dice, es una teoría que intenta demostrarse al paso de las pá­ginas; el cuento es un caleidoscopio de situaciones que pueden ser un fresco de la sociedad que describe. En el ca­so de Gardea, tenemos a un artista de pocas notas. No le interesa la explo­ración sino la reiteración obstinada. Si cerramos los ojos y pensamos en sus

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cuentos, llega siempre una misma ima­gen, un color y un peso. Pueden ser las calles amarillentas y abandonadas de un pueblo. También tenemos la certe­za de una habitación silenciosa en el que se mueven, indecisas, las sombras de seres que apenas se percatan de lo que los rodea. La prosa de Gardea, con­densando expresiones pero también ex­pandiendo significados, es, en realidad, una especie de palimpsesto: escribir una y otra vez sobre una misma superficie.

Jesús Gardea es un autor que descri­be, como tantos otros, su entorno íntimo, biográfico. A pesar de haber radicado en Ciudad Juárez en su madurez o bue­na parte de su vida, la referencia inme­diata es Delicias, Chihuahua, ciudad donde nació y se crió. Gardea, como otros autores, tiene necesidad de tras­cender la mera referencia geográfica para expandir los límites de sus histo­rias y, sobre todo, tener libertad ima­ginativa. Como Juan Carlos Onetti, cuya Santa María condensa el espíri­tu de Montevideo, el autor mexicano inventa la ciudad de Placeres para sintetizar el norte del país. Antes del boom de historias norteñas, en las que tienen preminencia el corrido y, por supuesto, el fenómeno de la violencia y el narcotráfico, Gardea escrudriña el carácter hosco de los habitantes del desierto; hombres y mujeres que so­

portan, estoicos, la aridez de planicies casi infinitas, cobijados por la sombra, demasiado conscientes del lento pa­so del tiempo. Ahí está el germen no sólo del norte de México sino una apro­ximación a un país que está a medio ca­mino entre la modernidad y un pasado que aún palpita lejos de las grandes ciudades. Utilizando a Placeres como referencia a veces nombrada, a veces sugerida, Gardea plantea el entorno co­mo un personaje más de sus cuentos. En la narrativa tradicional se echa mano de héroes o antihéroes, seres humanos cuyos avatares configuran toda la anéc­dota. Gardea, al igual que los autores de la Nouveau Roman, entiende que el contexto, la atmósfera, puede ser el personaje principal de una historia y que, a veces, puede decir más que las aventuras de los seres de carne y hue­so. Por esta razón, el peso de los am­bientes, las imágenes que se anclan en la memoria y que permanecen in­delebles en el paisaje, funcionan como soterradas explicaciones del mundo, genealogías mínimas que se desgranan en medio del calor ardiente del medio­día. De esta forma, Gardea configura sus narraciones sin caer en el relato costumbrista, efectivo para recorrer la superficie de una historia, ubicarse en el mapa, pero que sacrifica la voca­ción universal de la literatura: ser una

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interpretación más compleja de ser y estar en el mundo. En lugar de anécdo­tas perfectamente delineadas tenemos escenarios vivos en donde se refleja la experiencia humana.

Si la narrativa de la segunda mitad del siglo xx usa como punto de partida La región más transparente, de Carlos Fuentes, publicada en 1958, para volcar­se a lo urbano, Gardea le da la espalda a los edificios, al ruido de autos, al as­falto, y se recluye en los lugares desola­dos que conoció en Chihuahua y que habitó tratando de captar no sólo las costumbres y el modo de ser del norte­ño, sino las preguntas trascendentales que capitalizan esa experiencia. ¿Qué hace un hombre bajo un tejado al filo de la tarde? ¿En qué piensa? ¿Qué es­conde el diálogo en apariencia intras­cendente de dos mujeres en una casa solitaria? El mundo exterior no existe porque la experiencia de los persona­jes es inmediata: no hay antes ni después, sólo un presente que se sedimenta pala­bra tras palabra. La pluma de Gardea se hunde tanto en ese ensimismamiento que vuelve sus pasajes atemporales. Las historias casi evanescentes de sus cuentos y novelas breves pudieron ha­ber ocurrido hace un instante o en un pasado muy remoto. Antes de que los autores del país buscaran en el nor­te una clave para interpretar el país,

Gardea se sentaba ante la máquina de escribir (decía que el movimiento me­cánico, el sonido pesado y definitivo del tecleo, le hacían pensar mejor en las palabras que usaría en su historia) para explicarse a través de los perso­najes que deambulan por Placeres, que hablan entre ellos con palabras parcas pero que, al mismo tiempo, sondean a través de la poesía un mundo comple­jo y profundo.

Jesús Gardea no se contenta, como los autores del pasado, en desarrollar historias creíbles, anécdotas eficaces que lleven al lector a un puerto segu­ro y que, desde el comienzo, muestren

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claves desnudas, un juego abierto y libre de incertidumbres. Gardea co­noce la tradición, es cierto, pero bus­ca la innovación formal para entregar cuentos que rompan con muchos de los criterios que siguieron, casi al pie de la letra, sus contemporáneos. En los cuentos de sus diversas etapas pode­mos ver la continuidad de las princi­pales exploraciones que surgieron de la generación de Medio Siglo y la gene­ración de La Onda. También hay una apropiación de discursos que empe­zaron a intervenir en la literatura del siglo xx: la imagen cinematográfica, la preferencia por lo fragmentario y la creación de personajes que evaden los estereotipos tradicionales para inter­narse en lo conceptual, lo absurdo y lo ambiguo. En muchas de sus narracio­nes el juego no parte del intelecto sino de la experiencia sensorial. La apues­ta del autor es una escena teatral. Por una parte del camino nos muestra a un personaje cuya biografía es inexis­tente. Lo seguimos con la sensación de que llegamos a mitad de su histo­ria y por eso sólo nos queda atar cabos sueltos o, mejor aún, reconstruir por nuestra cuenta las acciones anteriores, los vericuetos que lo llevaron a estar frente a nosotros.

Para hablar de los cuentos de Gardea hay que apuntar la lejanía del autor

con la receta donde entran en juego el planteamiento, el nudo, el clímax y un desenlace. Por supuesto, no es el primero que rompe con esa tradición. Desde los textos breves de Julio To­rri en De fusilamientos o las brillan­tes viñetas de Juan José Arreola en Confabulario hay una intención por renovar la narrativa breve, darle otra forma, llevarla a las fronteras de otros géneros. Gardea entiende esa propues­ta pero, además, la complementa con una exploración en el lenguaje que, a la par de sus novelas, lo llevó a un discurso cada vez más radical, en el que la trama se diluye entre explosio­nes verbales y latigazos de palabras. En sus últimas narraciones publicadas (las póstumas: El biombo y los frutos, de 2002, y Tropa de sombras, de 2003) el lector se enfrenta a narraciones donde la textura de las palabras, esculpidas en medio del polvo y de la luz, forma un todo. En medio de la epifanía, de la revelación por encadenar frases im­posibles, se mueve una historia que a duras penas se revela. Hay que meter­se, con ánimo y sentidos dispuestos, a desentrañar los posibles significados o el mensaje que quiere comunicar el autor aunque, en muchas ocasiones, termine por ganar –como en la poe­sía– el deslumbre de la imagen, el so­nido que reverbera y la sensación de

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que el milagro está ocurriendo a cada momento.

El punto de arranque de la cuentís­tica de Gardea es Los viernes de Lauta-ro. Aquí tenemos uno de los escenarios que frencuenta la narrativa de Gardea: el desierto visto como un espacio de­solado en el que convergen no sólo la descripción paisajística sino, tam­bién, el vacío de los personajes. Este libro contiene dos cuentos que resumen algunas propuestas que el autor traba­jó en obras posteriores. “En la caliente boca de la noche”, el primero de ellos, muestra la incertidumbre como un ele­mento fundamental para crear tensión en la historia. La trama, contada en pri­mera persona, aborda los preparativos que hace un hombre para atender la invitación de un amigo a una reunión. Desde los primeros párrafos, el lector entiende que está frente a una mirada particular, un punto de vista que busca crear una sensación, un estado de ánimo, antes que una cadena de acciones claras que desentrañe o desarrolle una anécdo­ta. El hombre, mientras va al ropero en busca de un traje, recuerda la charla con su amigo por teléfono. “Ven, no im­porta; sal a darle una mordida al mun­do, ese pan que no conoces”, le dice el anfitrión ante la reticencia del otro a asistir. La expresión, que se mueve en el terreno lírico antes que en el re­

gistro coloquial, llama la atención por el artificio retórico y, sobre todo, por el con­texto de la historia y de los personajes. En muchos cuentos de Los viernes de Lautaro y, por supuesto, en los volú­menes de cuentos posteriores, Gardea experimenta con los diálogos hasta volverlos parte de un discurso que se integra con la voz del narrador y con las descripciones de objetos, colores y paisajes. A esto se suma el contras­te que ocurre cuando las frases, lle­nas de imaginería verbal, metáforas y demás artilugios retóricos, son dichas por personajes pueblerinos, aparente­mente ajenos a ese discurso. Si gran parte de la narrativa mexicana del si­glo xx privilegió el oído para capturar el habla coloquial de la provincia, en Gardea hay una obsesión por lo arti­ficial que, sin embargo, sondea muy bien la visión del mundo de los perso­najes. La provincia, parece decirnos el autor, no tiene por qué reducirse a un realismo en donde lo único que cuenta es la verosimilitud o la comprobación casi antropológica de las expresiones populares. Lo que cuenta es la mane­ra de contemplar el entorno. En “La caliente boca de la noche”, el perso­naje mira las cosas como si las mirara por primera vez y se interna en una at­mósfera turbia que se agita, se revuel­ve para engañar sus sentidos. Hasta

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las cosas más inmediatas son vistas a través de un lente surrealista. El armario de donde saca el traje es un “bello mas­todonte con las venas a flor de piel” y describe la experiencia de leer un libro como “remaba y sudaba metido en él, como un galeote en su galera”. Mientras se dirige a la fiesta, recuerda el gusto de su amigo por los insectos. Cada una de las acciones lleva consi­go una sensación de extrañeza pero no se muestra algo abiertamente incómo­do o que genere un significado absolu­to, una sentencia. En lugar de dar más información acerca de su amigo, el pro­tagonista nos cuenta la incomodidad que siente. Cuando cree llegar a su destino descubre que es, en realidad, un espejismo. Entonces comienzan a llegar los insectos en una emboscada casi increíble. El hombre sólo atina a defenderse mientras el final se acer­ca. “En la caliente boca de la noche” muestra a un autor que le gusta dejar preguntas abiertas y que sabe que una atmósfera es suficiente para construir un cuento. ¿El anfitrión lo llevó a una emboscada? ¿Dónde está el persona­je? ¿Cuál es el sentido de llevar, casi irremediablemente, al protagonista a su aniquilación? La brevedad del cuento sirve para que la acción se enfoque en los descubrimientos del hombre. No hay oportunidad para crear largas di­

sertaciones o reglas. La única guía es un movimiento inmediato, un camino en que las decisiones deben tomarse casi de forma inconsciente, como res­pirar o sentir la temperatura del día en la piel.

Septiembre y los otros días, el segun­do libro de cuentos de Gardea, tiene vínculos muy cercanos con el prime­ro. Inclusive, pese a su publicación en 1980, parece que el estilo es anterior a Los viernes de Lautaro. Un cuento que se mueve en una zona de mayor sen­cillez en el lenguaje, y que apuesta por la lentitud y la cadencia antes que por la pirotecnia retórica, es “Ángel de los veranos”. La historia sirve para explicar un prototipo que es frecuente en el autor: personajes solitarios que se enfrentan a la reconstrucción de su memoria a través de la contemplación. En muchos autores contemporános o anteriores a Gardea los cuentos tienen personajes que dialogan con la socie­dad, pelean, discuten, sufren y tienen un papel activo en su entorno. En los cuentos de Gardea hay una condición solitaria, de casi total aislamiento. In­cluso cuando los personajes dialogan, a pesar de las imágenes con las que tejen sus discursos, hay una especie de retraimiento, de encerrarse en un mundo íntimo que comparte muy poco con el exterior. Por eso los personajes

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de Gardea reflejan muy bien la visión de la provincia: hombres y mujeres que son hipnotizados por su contexto más inmediato y que se comunican a tra­vés de la parquedad. En “Ángel de los veranos”, un hombre recuerda las horas pasadas con Nebde, una mujer que lo ha abandonado. El ambiente frío –casi una excepción, ya que sus cuentos están ubicados en pueblos hir­viendo de calor– llena los espacios de la casa en la que está el hombre. Mien­tras recuerda, lleva la cuenta detalla­da de cada una de las reminiscencias que ha dejado Nebde. En este texto las acciones son contadas con parsi­monia y fluidez. El autor quiere nom­brar de la manera más simple y dejar que los escasos diálogos, sumergidos en la memoria del hombre, sean los que tuerzan el lenguaje. No hay gra­tuidad en los pasajes de “Ángel de los veranos”, pues para el lector queda muy claro que el escritor ha llegado al pleno convencimiento de sus pala­bras.

Un aspecto interesante en los cuen­tos de Gardea es que, en apariencia, se mueven dentro del realismo. Las descripciones, los objetos, las relacio­nes entre los personajes, tienen co­rrespondencia con el mundo real. No existe la intromisión de elementos per­tenecientes a la fantasía. Sin embargo,

si se mira con atención, hay un sutil juego en el que una zona onírica, una línea difusa y, muchas veces, enigmáti­ca se apodera del cuento. Ese tono, por llamarlo de alguna manera, convierte escenarios reales en situaciones que tienen más vínculos con lo difuso y absurdo. Una de las herramientas que ofrece la ficción, y que algunos auto­res olvidan, es la posibilidad de no ex­plicar todo, dejar espacios en blanco para que el lector entre en la historia como un participante activo. La ambi­güedad, el cerrar una historia con más preguntas que respuestas, pueden ser ganchos muy efectivos para crear ten­sión en lo que se cuenta. Gardea ex­plota este recurso de una manera muy sutil: en varios de sus cuentos presenta a personajes que, en apariencia, están en un marco real, sin embargo hay un pequeño desajuste que, poco a poco, lleva a la narración a un perfil extraño y un poco delirante. Un ejemplo claro de esta propuesta es Difícil de atrapar, título publicado en 1995 por Joaquín Mortiz y penúltimo libro de cuentos de Gardea. En cada uno de los tex­tos tenemos cadenas de acciones que, lentamente, se vuelven turbias, casi oscuras. El primero de ellos, “Livia y los sueños”, es el más sutil de ellos y el que apela más a un tono sensual. El texto, como tantos otros de Gardea, se

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regodea en los detalles y en una se­cuencia en la que cada acto, por ínfi­mo que sea, tiene una trascendencia vital para todo el engranaje narrativo. La trama, muy simple, es el encuentro entre Santos y Livia. El lector asiste a una especie de combate entre el hom­bre y la mujer. Los diálogos, engaño­samente minimalistas, acentúan una atmósfera cargada de anzuelos senso­riales. No sabemos gran cosa de am­bos personajes. La única certeza es la voz que los enuncia. Después de una serie de intercambios que parecen más los versos inacabados de un poe­ma que una plática cotidiana, el na­

rrador en tercera persona se regodea con los movimientos de Livia: la for­ma de mirar la luz, el desplazamiento de los pies desnudos en los mosaicos del piso, el acto de acercarse a una maceta y tocar una planta. Como una especie de intermedio entre el vaivén de palabras, hay un silencio que apro­vecha el narrador para profundizar en las emociones de los personajes y dar a entender que, en ese instante, está ocurriendo una epifanía contenida, que sale poco a poco entre las palabras enigmáticas de ambos, palabras que nombran las cosas con cierta torpeza o indecisión, como si no estuvieran seguros de su existencia. También, en medio de ese instante que se prolonga demasiado, Santos comienza a acari­ciar una maceta; Livia no puede dejar de mirar ese movimiento y, por lapsos, siente las manos del otro explorando su cuerpo. Sin embargo, antes de que el deseo tome una dirección más te­rrenal, el cuento termina. Más allá del velado erotismo que transpira cada párrafo de la narración, hay un tono fantástico gracias a la indefinición del escenario que nos presenta el autor. La carga descriptiva, la lentitud con que se mueven los personajes, los juegos de luz y sombra que llenan la historia y, por supuesto, los diálogos, son parte de un sueño. Como en el

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cuento “Ojos de perro azul”, de Ga­briel García Márquez, en el que dos personas se encuentran en el sueño y, cuando despiertan, se olvidan del otro aunque quede una vaga memoria que los aguijonea en la vigilia, Livia y Santos permanecen atrapados. Si García Márquez es explícito gracias a que los personajes afirman que están dentro de un sueño y que temen rom­perlo como si éste fuera una burbu­ja de jabón, en Gardea hay aún más misterio. Podría ser un sueño o podría ser el limbo en el que el tiempo se detiene o, simplemente, no existe. Lo único seguro es que, en esa atmósfe­ra trastornada, casi fuera de foco, los sentidos están abiertos a otros ámbi­tos, otras realidades.

Un cuento del mismo volúmen, que se acerca más a un territorio absurdo e incluso macabro, es “Los visitantes”. En lugar de sensualidad encontramos en este texto una atmósfera opresiva. Un hombre está en una habitación mirando cómo Arévalo, a quien supo­nemos un compañero de trabajo, te­clea enfebrecido en una máquina de escribir. No hay mayor explicación. Lo único que tenemos es la sensación de que algo está a punto de explotar. Cada sonido en la máquina aumenta la temperatura en el ambiente. Todos sudan. El narrador le dice a Arévalo

que va a comer y, de repente, se da cuenta de que su compañero ha escri­to mucho sin haber puesto una hoja nueva en el rodillo. Parece una espe­cie de álter ego del autor, obsesionado no sólo con la escritura sino con tra­bajar, una y otra vez, el mismo texto. Ese detalle, absurdo y fantástico al mismo tiempo, se complementa cuando el hombre, después de comer, regresa al cuarto en donde inició la historia. Sube las escaleras con un mal presen­timiento. Cuando llega ve que Arévalo está acompañado por cuatro hombres vestidos de traje. Los visitantes lo ob­servan escribir hasta que descubren al recién llegado. “Es él”, les dice Áre­valo al tiempo que señala al narrador. Al más puro estilo kafkiano añadien­do, por supuesto, una creciente sen­sación de amenaza, “Los visitantes”, parte del último trayecto narrativo de Gardea, nos enseña que la narrativa también nos puede sugerir las zonas oscuras que habitan el ser humano.

Siguiendo los pasos de Rulfo, aunque con registros e intereses diferentes, Gardea comprende que la aproximación a la provincia, a través de la literatu­ra, siempre será una reconstrucción tramposa, que la verosimilitud tiene que ver más con el compromiso del au­tor por ser fiel a su mundo que por una imitación fácil y fallida de la realidad.

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Por esta razón los diálogos o monólo­gos de los personajes de Gardea están llenos de imágenes. Otro aspecto que debe ponerse en relieve es el trayec­to de Gardea en sus cuentos: contar la misma historia haciendo que cada nuevo texto sea diferente. La narrati va breve, muchas veces relegada y con­siderada por el público lector como hermana menor de la ficción de largo aliento, tiene en Jesús Gardea a un autor que sabe que las palabras comu­nican no sólo por su significado sino por su contexto, su cadencia, su rit­mo y su color. Si en el mundo actual, enfrascado en un discurso visual que bombardea cada segundo en panta­llas, Gardea entiende que el valor de la palabra está en su capacidad para evocar, servir de anzuelo para que el lector pueda, no sólo captar informa­ción, sino entretejer sus experiencias y sus sentidos con la historia que está leyendo; el cuento en autores como Gardea o en referentes cercanos en el tiempo como Juan Vicente Melo, entre otros ejemplos destacados, apuesta por fusionarse con la poesía, por eso su ne­cesidad –su obsesión– de nombrar lo inefable, emprender la misión de cap­tar con las palabras aquellas cosas del mundo que escapan, que son etéreas, pero que existen. De esta forma la li­teratura cumple su verdadero papel y

perdura a pesar de modas y veleida­des editoriales.

Algunas normasde los cuentos de hadas

Héctor Manjarrez

1. No siempre hay hadas en los llama­dos cuentos de hadas, aunque sí otros seres sobrenaturales. Tanto ellas como duendes, trasgos, gnomos, elfos, enanos, ondinas, unicornios, sirenas, príncipes valientes, gigantes, demonios, dragones, lobos, zorros, aves, trols, monstruos, bru­jas, ogros, kraken, magos, encantado­res y demás viven muchísimos años, pero son mortales. Según algunas ver­siones, son santos caídos en desgracia o antiguos aliados de Satanás o de dioses vencidos por el dios cristiano. Cuando a un trol dormilón y despiadado lo des­pierta un olor desagradable, exclama: “¡Aquí huele a sangre de cristiano!”

2. En estos cuentos no hay noción de justicia o de virtud, sólo privilegio y buena o mala fortuna.

3. Los personajes suelen ser bue­nos o malos y así permanecen. No hay atisbos de psicología ni verdaderos rasgos de carácter. A veces algún rey

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(o padre) se arrepiente de su dureza con sus hijos (pero nunca con su pueblo).

4. Los reyes pueden ser injustos con un hijo o súbdito bueno sin por ello pro­vocar la ira o el escándalo del narra­dor. Los reyes pueden mandar matar a sus hijos o súbditos –buenos o ma­los– sin someterlos a juicio. No tienen empacho en ahogarlos en el mar o en­terrarlos vivos, pues siempre queda­rán impunes.

5. En contraste, las reinas malas siempre son mal vistas.

6. Las reinas buenas no reinan. Aun­que se trate de narraciones fantásticas, las reinas sólo pueden ser bellas y malvadas (como la madrastra de Blan­canieves) o decorativas y subordina­das.

7. Los malos son feos o los feos son malos, por regla general. El caso para­digmático son las brujas, que son ha­das feas y malas. También los ogros, especie de lumpen de los seres fan­tásticos (aunque hay algunos gracio­sos y hasta de buen corazón).

8. Las hadas y las princesas son be­llas por definición, también los prín­cipes. Cuando no lo son, es por culpa de alguna bruja o algún encantador que los maldijo y castigó. Al final del cuen­to recuperan su belleza, privilegios y felicidad.

9. Los reyes en general son asexua­

dos y nunca se nos dice si son apues­tos o no. A veces sí se menciona que tienen gota o están gordos o viejos.

10. Algunos monarcas hacen cosas raras como irse a buscar una prince­sa perfecta para el príncipe heredero, desentendiéndose de la gobernanza de su reino. Sin embargo, nada parecen temer de los duques y barones de sus países innombrados, a diferencia de los visires y califas del Medio Orien­te, que son acechados siempre por sus subordinados.

11. Los príncipes guapos y las prin­cesas hermosas que se casan tras su­perar graves dificultades viven felices para siempre y son buenos con su pueblo, que los ama.

12. Las hijas obedientes y los hijos audaces suelen ser premiados, pero la mayoría de los cientos y cientos de cuentos de hadas no son ni moralistas ni pedagógicos. (Hans Christian An­dersen no escribió cuentos de hadas o maravillosos, sino cuentos para niños más bien urbanos del siglo xix.)

13. Muchos cuentos son crueles al parecer por puro gusto. Otros dan la impresión de ser totalmente gratuitos, narrados sólo conforme a un cartabón como el que describe Vladímir Propp en Morfología del cuento maravilloso.

14. Cuando hay una madrastra mal­vada, el esposo es siempre débil o sim­

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plemente desaparece de la historia. Los padrastros no son ni buenos ni malos con sus hijastras. (No conozco cuen­tos de padrastros con hijastros y sólo uno –“Peau d’âne”– de padrastro que acosa a su hijastra; obedece a que la reina al morir le exigió que se casara con una mujer aún más hermosa que ella, y ésa sólo podía ser su hijastra.)

15. La cuestión de la vivienda opera en lo esencial en torno a la oposición palacio­casita o, más frecuentemente, castillo­casucha.

16. Las mujeres –madrastras, bru­jas, hadas– son agentes más pasionales y más frecuentes del bien y del mal que los hombres. Como la impunidad de los reyes, esto es algo que merece subrayarse.

17. Los hombres malvados –encan­tadores, magos, ciertos reyes– lo son de una manera más general que per­sonal. No se ensañan con individuos en particular. Lo mismo aplica a los monstruos de sexo masculino: trols, ogros, kraken, dragones, etcétera.

18. A los magos y encantadores muy rara vez se les designa como brujos o hechiceros, a diferencia de sus colegas femeninas. En el mismo tenor, a los reyes no se les tacha de tiranos.

19. A diferencia de los relatos chi­nos y japoneses, los espíritus –de la montaña, del bosque, del aire, del

agua, etc.– tienen muy poca importan­cia si no están antropomorfizados o son simples instrumentos (los cuatro Vientos, por ejemplo). Los cuentos de hadas prestan poquísimo interés a los horrores y prodigios de la naturaleza, lo cual no deja de ser digno de asom­bro.

20. Por ésta y otras razones, discrepo tanto del gran (y desordenado) compi­lador que fue Andrew Lang como de V. Propp: los cuentos maravillosos de todo el planeta no cuentan siem­pre ciertas historias universalmente compartidas, y tampoco hay treintaiún elementos inmutables.

21. Los objetos mágicos o talismanes son casi siempre de factura humana y de precio elevado: anillos y collares y brazaletes y estuches de piedras y metales preciosos. Se mientan las pó­cimas mágicas, pero no las piedras y ramas y aguas sagradas.

22. Los instrumentos religiosos del campesinado –las hierbas, los hongos, los brebajes, las danzas, los árboles, los estanques, los pozos, las cuevas, las ra-mas doradas– no se mencionan más que muy de paso y sólo en relación con algunas hadas malvadas (brujas). Lo cual también es digno de perple­jidad.

23. Los animales a veces hablan en estos cuentos, y algunos –sobre todo

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caballos y águilas (como emblema mas­culino)– en ocasiones llevan la voz can­tante y conducen a los príncipes­héroes. A veces incluso se casan con princesas, pero siempre acaban revirtiendo a su naturaleza y pinta humana originaria. En los cuentos maravillosos europeos, los animales no suelen ser protagonistas.

24. Por lo mismo, los protagonistas de los cuentos de animales nunca son épicos ni trágicos. Si acaso son astu­tos (o solidarios) a la manera misma de los humanos.

25. Discrepo de Bruno Bettelheim: la sexualidad –como deseo y como placer– está virtualmente ausente en esta literatura. Ello no se debe a que se trate de “cuentos para niños”, pues la infancia como la entendemos aho­ra no existía en tiempos en que la in­mensa mayoría de los niños dormían en la misma habitación que los adul­tos y (con frecuencia) los animales. Como excepción, se cuenta que las damas duendes de Escandinavia se apoderaban de la voluntad de los mu­chachones mostrándoles sus pechos y dándoselos a mamar. (Según Propp, son las brujas las que maman de las doncellas dormidas o hechizadas, lo cual curiosamente tilda de “vampiris­mo”.)

26. Los ogros y enanos secuestran a las princesas y otras hermosas damise­

las, pero al parecer nunca las violan. Cuando el príncipe azul (o el ocasio­nal súbdito valiente) las salva, se van raudos a casarse y gobiernan felizmen­te un reino, sin que nadie exija prue­bas de castidad. ¿Quiere esto decir que son “cuentos para niños”? ¿O que las versiones que nos han llegado fue­ron expurgadas por los compiladores, siguiendo en esto el ejemplo de los Grimm? (¿O bien que pocas conven­ciones pesan tanto como la del final feliz?)

27. Los personajes enumerados en el primer parágrafo de este texto –y otros, con los mismos u otros nombres– son

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todos europeos pero no por ello son idénticos entre sí. Los seres maravi­llosos del norte tienden a ser o bien enormes o bien pequeños e incluso di­minutos (como las hadas en que creía Conan Doyle y que gustaban de pelliz­car a la gente), mientras que en Euro­pa meridional (y en Chaucer) suelen ser de talla humana. Asimismo, en el norte, que tardó en civilizarse y lue­go en cristianizarse, la maldad es más azarosa, gratuita.

28. Las hadas conviven en una mo­narquía encabezada por una reina y es­tán organizadas en una especie de corte jerárquica que a veces padece graves conflictos de precedencia y privilegio. Las rivalidades consiguientes suelen perjudicar a las princesas protegidas, a sus familias y a los súbditos. Todos sabemos de princesas convertidas en estatuas de piedra o cosas peores por­que sus padres no convidaron a la fies­ta a cierta hada, o no le obsequiaron el regalo que codiciaba.

29. Sus equivalentes masculinos –ma­gos, encantadores, trols, kraken, ogros y demás– parecen más bien ser agentes libres y en ocasiones incluso mercena­rios. A veces conviven con las hembras de su especie –cuando son miembros de la gente buena o pequeña de Escandi­navia y las Islas Británicas– y no com­piten entre sí sin piedad.

30. Es importante señalar que el rasgo cultural europeo más conspicuamente ausente de los cuentos de hadas es la religión: el cristianismo lo mismo ca­tólico que protestante u ortodoxo. En los cuentos de hadas no tienen cabida ni Dios, ni las cruces, ni las iglesias; tampoco los sacerdotes, los monjes y las monjas. Estos personajes a veces aparecen en lontananza, amenazantes. (Propp cita tres casos de popes que se comportan malvadamente con los se­res fantásticos; en uno que otro cuento escandinavo o alemán, el sacerdote es un intruso temible pero aún fortuito.) A los espíritus del agua los curas les causan horror, porque convierten el líquido en agua bendita para el bau­tismo.

31. Mientras los compilaba, Madame d’Aulnoy fue quien memorablemente ideó el nombre cuentos de hadas para designar a los skaski rusos, los Mär-chen alemanes, los contes franceses, la fiaba italiana, los folktales del idio­ma inglés, los cuentos populares del español, etcétera.

32. No sé por qué unos relatos cam­pesinos generalmente tan simples si­guen ejerciendo tanta fascinación sobre nosotros. O más bien, sí, lo sé, y tú también, pero no sabemos cómo de­cirlo.

(En 2014, el fce y la unaM publicaron

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un grueso volumen de Cuentos popula-res mexicanos recopilados y reescritos por Fabio Morábito. Apenas si he teni­do ocasión de asomarme a este admi­rable empeño, pero no quiero perder la ocasión de llamar la atención de los lectores sobre su existencia.)

Cuatro pintores lectores

Matías serra Bradford

i

Todo empezó con las nubes que le se­ñalaba el padre, y no terminó nunca. Ésa fue la vida del pintor francés Odi­lon Redon: de un cielo a otro, más y más oscuro. Un cuadro tiene un modo de no concluir muy distinto al que ofre­ce una película o una novela. En éstas hay una indicación clara –los crédi­tos, una última oración– y el lector o el espectador siguen por su cuenta, su cuenta y riesgo, cavilando o fantaseando acerca de lo que han visto o leído, am­pliando su alcance. Con una pintura o un dibujo el fin como tal no existe, no hay punto final visible, identificable. La conversación con una imagen no tiene fin. De allí tal vez que los pro­pios pintores la prolonguen por otros

medios, en una entrevista, un diario íntimo, relatos.

Lo que las palabras de un pintor ha­cen es rodear sus cuadros, recrear un clima semejante por otra vía. Redon llevó diarios y redactó historias, aca­so para demostrar que no dependía de las palabras de otros, para que no lo encasillaran como mero ilustrador de textos ajenos. Si la novela es un espe­jo al lado del camino, las litografías de Redon para La tentación de san Anto-nio de Flaubert son un cristal defor­mante, roto. Al igual que sus propios relatos, mutilados, incompletos. Frag­mentos, eso es lo que se ve y se lee de Redon. Una galería de caras mi­niaturizadas, en estado de flotación. Un tirano con vocación artística que sirve cabezas al plato. Un invernáculo de degollados. Ojos fuera de órbita, apariciones. “Seres embrionarios”, los llamaba Redon, como si la palabra ca­ricatura hubiera encontrado una ris­tra de antónimos. Dibujos ejecutados –los sentidos se multiplican– por un visitante asiduo del museo de histo­ria natural y del jardín zoológico de París. Lo primero que alguien puede preguntarse frente a los escritos de un pintor es si asocia la voz escrita a las imágenes firmadas por su mano. En el caso de Redon se tiene la impresión de que se embarcó en la ficción para

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probar voces que se acercaran a sus imágenes. Se produce una conmoción particular al leer a quien ha dibuja­do y pintado seres como los que creó Redon; asombra que su autor pueda hablar –así sea por escrito– después de semejante cataclismo. (Por más de una razón, Redon tiende una familia con Alfred Kubin y Bruno Schulz.)

Los relatos y los cuadros de Redon redefinieron la idea de lo incompren­sible, y la suya fue una vida piadosamen­te incomprensible, puntuada por una obra gráfica hipnóticamente incompren­sible y unos escritos cuidadosamente incomprensibles. Era un maestro de lo desconcertante: “La más áspera de las voluptuosidades sería poseer en un de­sierto al ser más sagrado”. Con Redon se comprueba que de la ingenuidad a la iluminación hay un solo paso, y por momentos son indistinguibles. En otro plano, se trata del salto que pue­de dar la pintura entre la primera y la tercera persona. Esa zona de “exilio en lo desconocido” es una definición posible del lugar de la pintura, punto de encuentro entre lo humano y lo so­brenatural.

Redon fue un pintor lector; los li­bros eran para él un ejercicio de enso­ñación lúcida y a la vez otra clase de registro de este estado. En el modo en que habla de sus colegas delata que

era plenamente consciente de lo que hacía. Fakir de traje, barbado, recos­tado sobre pinceles y lápices erectos, serviciales, Odilon Redon era una cria­tura extraña que se sentía a gusto entre criaturas extrañas. Se veía como el per­sonaje de una fábula, quizá para poder creer mejor en sí mismo, o para po­der crear, a secas.

ii

Con frecuencia, los lectores más inte­resantes pertenecen a esferas ajenas a la literatura. Son los que todavía no han profesionalizado su hábito, no han hecho de su afición una fuente de in­gresos, de vanidad o de prestigio fácil y frágil. Simples lectores fanáticos. La devoción intacta es una virtud que pue­den conservar mejor quienes se dedican a otras artes, como el pintor y biblió­mano R. B. Kitaj. (¿Se podría imputar la decadencia de la calidad artística general a que son cada vez menos los pintores que leen?)

A Kitaj le sobraban palabras como le sobraban colores. Sobre todo cuan­do hablaba solo: prefería responder por escrito. En algunos pueblos el que veía o espiaba a un artista trabajando era condenado a muerte. Acaso por esa razón Kitaj le respondió a Julián Ríos por carta, a distancia, porque el

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que le pregunta a un pintor siempre habla de más, por desesperación, y esa desesperación se nota hasta en los crí­ticos que mejor preguntan, como Da­vid Sylvester a Francis Bacon. Tienta arrancarle una palabra a un pintor, cuya obra se nutre del mutismo, tal vez la cla­ve de esa “vida secreta” de un cuadro que Kitaj buscaba cultivar.

Los de arte son los libros más si­lenciosos, más sigilosos; nadie los co­menta, nadie los lee (ni con asiduidad ni de un modo convencional). Se les da un uso: se los mutila, se los man­cha. Impresiones de Kitaj se mira y se lee, se copia y se subraya. Inauguró un subgénero que todavía espera se­guidores. A la literatura Kitaj le daba el uso de una urraca que cree en dar­les otras vidas a los restos. Lector de Kafka y Walter Benjamin, pero tam­bién de Baron Corvo y M. P. Shiel, en sus cuadros y en sus epígrafes irrum­pen referencias y alusiones que des­estabilizan su silencio. La imagen de la mano de la palabra, como suplicaba Aby Warburg, uno de sus inspirado­res. Kitaj volvía a titular sus cuadros o los asociaba con nuevos textos para “contribuir a dejar abierta la cuestión de ‘terminar’ una obra”.

La obra pictórica de Kitaj está po­blada de ejemplares: “Para mí, los libros son como los árboles para un paisajis­

ta”. Encontró el modo de retratar a un hombre imaginando: leyendo. Como si hubiera aprendido a soñar escenas con los libros y escritores que releía. Las criaturas de Kitaj no son sólo lec­tores o poetas; para aproximarse más a la potencia de los libros quiso conver­tirse en un creador de personajes, de hipotéticas ficciones: el orientalista, el cafeísta, el sensualista, el cabalis­ta, el navegante. Ángeles, prostitutas, judíos errantes. Se refería a Giotto, Cézanne y Picasso cuando repetía que “de los mejores pintores puede decir­se que han creado personajes”.

Las de Kitaj están entre las caras más curiosas de la segunda mitad del siglo xx. Kitaj dibuja caras extrañas o caras perfectas. Una clave: una boca enigmática. Como rastros del cruce de arte y literatura, los planos irrumpen unos en otros. De fondo, colores di­vididos geométricamente como para equilibrar la fascinación demencial de ciertos rostros. Caras en blanco y negro para un acceso más directo a una historia. Esos gestos bastaron para abrirle caminos inéditos al arte y, a fu­turo, a la literatura. Los cuadros de R. B. Kitaj nunca se acaban, siguen apareciendo cosas, como si surgie­ran por voluntad de los personajes creados. O ya retirado su autor defi­nitivamente, la prolongación de esas

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obras queda en manos de un testigo de buena voluntad.

iii

Un pintor mallorquín busca imáge­nes para pintar como Werner Herzog ha buscado imágenes verdaderas para filmar: lejos. Como si lejos significara otra cosa: adentro. El de Miquel Bar­celó es un mundo interior echado ha­cia afuera, habitado por animales. Por paisajes para ciegos, con una cualidad táctil que, como en la mayoría de los pintores –no necesariamente espesos y gestuales–, se esfuma en una repro­ducción.

Este cartógrafo y navegante irra­

cional es un pintor de otro siglo: pinta cuadros, pinta en sus viajes, redacta dia­rios. Basta pensar en Delacroix, Beck­mann o Klee para preguntarse cuánto pierde un pintor sin un diario, sin unos cuadernos. Al igual que Herzog, Bar­celó es un escritor singular, intermi­tente, extremo: “Como en el toreo, no se pinta con ideas… Al fin y al cabo el ejercicio es sencillo, como un pája­ro comiendo hormigas en un cráneo”. Aquellos cuyo oficio es mirar escriben de un modo más violento, son diestros para documentar escenas mudas: “En el jarabe verde flotan lotos, aves del paraíso, pavorreales de color malva, flores y pájaros cuyo nombre ignoro. Árboles enormes como nubes, siem­pre en pareja. De dos en dos”.

Donde mejor escribió Barceló es donde mejor pintó: el continente africa­no. En Cuadernos de África garabatea a favor de su pintura: “Escribo dema­siado, todas estas sandeces para aho­rrárselas a mi pintura”. Escritura y pintura firmaron un pacto como entre manos gemelas que en cualquier mo­mento se van a traicionar. Su letra no es de calígrafo –Barceló cree como un devoto en lo imperfecto y lo acciden­tal– y su mano derecha no tiene trazo: son aproximaciones, pigmentos tan dúctiles como ariscos, que refundan la idea de trazo. Impensadamente, se

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pone a pintar el viento, hace correr ríos de tinta.

Barceló ha dicho que necesita em­pezar a pintar con una base o capa ya puesta, no puede empezar con la tela en blanco. Podría decirse de algunos de sus cuadros que no podrían haber sido pintados si no los precedía la lec­tura. Un libro es su piragua: Faulk­ner, Dickens, Pla, Lezama, Cernuda, Norman Lewis o Marco Aurelio. La vo­racidad de Barceló es la de un oso herido: el lector insaciable, primitivo. Otro pacto, ya más secreto: las lectu­ras fortalecen el dibujo de sus líneas. Este erizo de pelo rasurado heredó la biblioteca de su amigo Paul Bowles y sus retratos de bibliotecas capturaron la concentración de la lectura, su en­simismamiento nocturno, y la presión que ejercen los libros que esperan.

En Cuadernos del Himalaya –el la­do B de Cuadernos de África– Barceló se asemeja a un misionero en Oriente que sólo busca convertirse a sí mismo. Pocos pintaron la lluvia como Barce­ló, o la tormenta en el mar, barcazas, cala veras, cabras crucificadas, frutos en descomposición, pulpos decapi­tados, corridas de toros. Un burro de espaldas, revelado en su sombra. El agua y su repertorio de locaciones: peceras, frascos en los que flota un bulbo, potes de pinceles ahogados.

Una de las definiciones del trabajo de Barceló la anticipó un ciego aparente, Borges: “vacila entre la acuarela y el crimen”.

Con buena parte del arte contem­poráneo, la mera enunciación de una idea vuelve superflua su ejecución. Barceló es todo lo contrario, pura eje­cución. La pintura de Miquel Barceló hace pensar en esos encantadores de pe­rros que los agarran del cogote mien­tras se miran fijo para mostrarles de inmediato quién domina a quién.

iV

Una de las ficciones más extrañas del siglo xx no apareció en forma de novela o cuento, al menos en sus presentacio­nes de rutina. Las historias ilustradas de Edward Gorey son fabulaciones con­densadas, telegráficas, con una imagen por página y un brevísimo texto para cada imagen, debajo o enfrentado, en hojas no numeradas. Amphigorey y las antologías que siguieron recopilan esas nouvelles en blanco y negro y, aunque distorsionan el espíritu y el orden de las primeras ediciones, pequeñas e individuales, fa cilitan el acceso a un mundo único, de un surrealismo de tinte sajón, tan cruento como delica­do, que evidencia, al pasar, la super­fluidad de casi todo lo que incluye

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una ficción esforzadamente contempo­ránea.

Crímenes absurdos perpetrados por hermanas celosas o solteronas suici­das. Un solitario que estudia una par­tida abandonada de cróquet. Otro que se dedica a criar leones y redactar un diario íntimo. Niños perdidos o ven­didos. La frecuencia de muertes pre­maturas en estos relatos dibujados parece dar a entender que el fin de la infancia puede producirse sucesivas veces, como si la infancia tuviera, al igual que los gatos adorados por Go­rey, siete vidas.

El arte del autor de El curioso sofá favorece dos clases de ocasiones: la visita inesperada y el objeto desapare­cido. A su poética podría condensarla una de sus láminas: una bicicleta que no se refleja en el agua de un lago. Go­rey escribía primero y dibujaba des­pués. El lector hace el camino inverso: primero mira la imagen y después lee el epígrafe. La economía narrativa de Gorey es extrema y por demás suge­rente. A veces, el paso de un momento al siguiente es lo más parecido a un sal­to mortal. Cuando Gorey sintetiza no bus­ca lo que suele entenderse por esencial, sino que encadena episodios capricho­sos. Como si la narración la conduje­ran dos jugadores que ante un tablero cometen errores casi imperceptibles,

deliberadamente, para ver si los co­mentaristas los detectan.

En pocos ejemplos queda tan claro que el montaje –llave maestra de Go­rey– puede crear su propio misterio, y que el montaje es un espectro en la li­teratura y como tal un factor decisivo, imposible de conocer en la totalidad de sus alcances, de allí lo fecunda que se manifiesta como herramienta de ex­perimentación. Gorey encuentra elip­sis donde ocultarse con la rapidez con que un chico encuentra escondites en un jardín.

Los nombres y lugares estrafalarios acentúan, con un guiño anacrónico, la extrañeza de sucesos desconcertantes. Lo que podría creerse hermético es del orden del secreto que exige una obra para realizarse y que permanece desconocido aun para el autor: “Si un libro sólo es aquello de lo que parece tratar, entonces en cierto modo el au­tor ha fracasado”, opinaba Gorey. El genio se crea un orgullo privado, raro (no emparentado necesariamente con la vanidad), puntual, sólo concebido para la consecución de una obra y que se esfuma tras su estela.

No sólo la ambientación es eduar­diana. Gorey era un descendiente di­recto de sus tocayos Edward Lear, Edward Bawden y Edward Ardizzone y, como ellos, fundó una línea –un

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trazo– y unas sombras inimitables. Edward Gorey tenía una biblioteca de veinticinco mil volúmenes y la felici­dad absoluta de haber podido dibujar animales. Trabajó como un niño que juega a estar prisionero de alguien que no se ve. Nadie retrató la desgra­cia con semejante encanto.

Gómez de la Serna: maestro de la pedacería lírica

ricardo seVilla

Ramón Gómez de la Serna fue un vanguardista que siempre escrutó –y practicó– nuevas formas expresivas. No se conformó con seguir los paradig­mas establecidos y, profundizando en su búsqueda, muy pronto encontró –o mejor aún: inventó– el estilo que lo ha­ría universalmente famoso: la greguería. “¡Cuántos matices a diestra y sinies­tra hay en ella!”, exclamó, cinco años antes de suicidarse, su amigo el médi­co y escritor Felipe Trigo.

Y es que el “señorito Ramón” –como lo describió cariñosamente Francisco Umbral, acaso uno de sus principales émulos– supo conciliar en una misma composición la riqueza doctoral con

la locución desenfadada. Lo cierto es que Ramón no inventa el término. La dichosa palabra –nos reveló el cronista Luis Carandell– ya la habían ocupado antes Galdós y Baroja “como sinóni­mo de algarabía”. Pero lo que sí hizo el autor de Automoribundia fue con­feccionarla –y apropiársela– con tal denuedo y singularidad que, más tarde, quienes intentaron seguirlo simplemen­te terminaron imitándolo.

Dicen algunos estudiosos, arrebola­dos, que la versatilidad de Gómez de la Serna –a la que jamás renunció– hace que su obra sea una de las más difíci­les de examinar. No es así.

A los académicos, en todo caso, les desconcierta que “Ramoncito” –como le llama despectivamente el crítico Guillermo de Torre– utilizara neolo­gismos que no provenían de palabras eruditas –y tampoco se encontraban en ninguna lengua viva ni muerta–, sino que los empleara obedeciendo únicamente a sus propias, y capri­chosas, necesidades onomatopéyicas. Deseoso de encontrar un estilo que lo distinguiera, usaba aumentativos a voluntad y deformaciones a granel. Con todo el histrionismo y desparpajo de un actor cómico –hay días en que Ramón se viste de torero y épocas en que aparece disfrazado de Napoleón–, inventa palabras y, arrellanado sobre

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el lomo de un elefante, se dedicaba a pisotear y estrujar el lenguaje.

Incapaces de explicarlo –y menos de entenderlo–, sus aturdidos intérpretes concluyeron por señalar que su estilo era, simple y llanamente, una nueva forma de hacer literatura. Y es justo cuando surge el término “ramonismo” que, de acuerdo con Paco Umbral, es “un entreverado de surrealismo, van­guardismo, lirismo y humorismo”. Más no alcanzan a decir.

El poeta Pedro Salinas, en su célebre artículo “Escorzo de Ramón”, fue quien definió al madrileño como “un modo de escribir, una fuerza de creación lin­güística excepcional”. Las Greguerías –que originalmente aparecieron publi­cadas en la revista Prometeo y, poste­riormente, terminaron conformando un libro– contienen ocurrencias líricas, sa­lidas graciosas, pensamientos hondos, reflexiones sobre el arte, la literatura, la vida y la muerte. Sin el soporte –ni el sopor– dogmático de los proverbios, se trata de máximas escritas con alien­to poético. Es pedacería lírica que no duda en esgrimir a su antojo hipérbo­les, metonimias y epítetos. O tal vez se trata de “una síntesis poética quizá sin la emoción de la poesía”, como sugirió alguna vez Andrés Trapiello.

Ramón –que “estudió abogacía por estudiar algo”– se planteaba pregun­

tas tácitas y, acto seguido, se las res­pondía con humor, inteligencia y pro­fundidad: ¿un texto podría salvarnos del ahogo? ¡Claro!, se apura a respon­der Gómez de la Serna, porque “El libro es el salvavidas de la soledad”. ¿Por qué nos acongojan los aguaceros? ¡Sencillo!, nos expresa el gran ingenio­so: “La lluvia es triste porque nos re­cuerda cuando fuimos peces”.

Es posible que, aun sin saberlo, mu­chos de los aforistas contemporáneos –e incluso los tuiteros más avispados– le deban mucho de su laconismo –y de su agilidad expresiva– a los esfuerzos pioneros de Ramón.

En 1917 –justo hace cien años– el prolífico escritor madrileño publicó cua­tro obras esenciales de su extensa bi­bliografía: El circo, La viuda blanca y negra, Senos y Greguerías. En estos libros, que ya desde temprano refuer­zan los pilares de su fama, podemos encontrar, concentrados e intachable­mente refinados, los temas y los in­gredientes de todo lo que será su obra venidera.

Ramón escribía profusamente, como si en ello le fuese la propia vida. Ro­deado de un cosmos atiborrado de ful­gurantes objetos –cuadros, estatuillas, fotografías, relojes de cuerda y cien­tos de piezas disparatadas–, se senta­ba a escribir en mesas distintas, ante

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la mirada impávida de su muñeca de cera. Y aunque empeñaba más de tre­ce horas al día en su quehacer litera­rio, aun así se concedía tiempo para salir a correr juergas “con señoritas del verano perdidas en el invierno, y en el verano, por el contrario, con se­ñoritas del invierno perdidas en el ve­rano”, como él mismo escribió.

Pocos autores del siglo xx –acaso Mishima, Rushdie o nuestro incalcula­ble Monsiváis– escribieron con tanta elocuencia y fecundidad como Ramón. Exceptuando la poesía –género que nun­ca practicó, al menos formalmente–, su producción resulta inabarcable: ensayos, novelas, cuentos, proclamas, manifies­tos, piezas de teatro, retratos biográfi­cos y, especialmente, autobiografías. Sus temas fueron variadísimos: el cir­co, el toreo, los millonarios, la vida, la muerte, etc. Y, aunque invertía buena parte de su tiempo leyendo “los perió­dicos en el hall de los hoteles”, toda­vía encontró un momento para ensalzar o ironizar a sus contemporáneos: “¡Lo que ha paseado Baroja por París con zapatillas!”; “Juan Ramón ya no sabe lo que quiere, y parece que espera ca­mellos cargados de sorpresas”; “An­tonio Machado quería hablar poco de sí mismo y por eso inventó ese ente llama­do Juan de Mairena, al que le ha colgado todas sus anécdotas y pensamientos”.

Pese a que Ramón fue esencialmen­te un autor satírico, no practicó un hu­morismo envenenado. En realidad, su sarcasmo tuvo más dosis de ingenio que de escarnio. Se comprende. Para el autor de Morbideces el arte “no pue­de ser castigo, venganza, represalia”. Bien visto, en todas sus composicio­nes hay una visión optimista y entra­ñable del mundo. Uno de sus lemas, según nos cuenta él mismo en Nuevas páginas de mi vida, era: “vale más te­ner el corazón alegre que la vida feliz, pues un corazón alegre lo suple todo”. Quizá por eso tenía –y sigue conser­vando– la apreciación, casi unánime, de artistas y literatos.

Aunque careció de enemigos de­

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clarados, Ramón no logró salvarse de los embates ni de las ironías de sus coetáneos. León Felipe llegó a decir que era un clown y Rafael Cansinos Assens, además de asegurar que “la greguería es el reactivo más violento contra todo preparado literario”, opinó que la pro­sa de Ramón era, a lo más, “una diva­gación sobre lo cotidiano cargada de imágenes”.

El 12 de enero de 1963 Ramón murió en Buenos Aires, y once días después sus restos mortales llegaron a Ma­drid. El día del sepelio “hubo un gran aplauso y una fuerte chillería cuando lo vieron llegar”, tal y como sucedió cuando la multitud vio a Gustavo el

Incongruente, en la novela que lleva el mismo nombre. Incluso, para lau­rear el sepelio, en la capilla ardiente, Agustín Lara, nuestro Flaco de Oro, dirigió la banda municipal que, una vez más, entonó el chotis de Madrid, como el día en que, intentando recu­perar el amor de María Félix, decidió tocar exactamente esa misma pieza con algunas modificaciones. Pero, ¿no había sido aquello un gesto mordaz e irónico?, opinaron algunos señores, ceñudos. Quién podría saberlo. De cualquier for­ma, para el sardónico Ramón, “los momentos de supremo humorismo han sido al borde de la tumba. Y no hay nada que los supere”.

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Dos poemas

josé Kozer

iMago Mundi

A una vida agrícola ahora mismo me apunto, a una vida pastoril jamás. Dadme cualquier día de la semana o mes del año olor a boñiga, sabor excrementicio, la ecuación tierra deyección, por exigua que sea la prefiero al olor a chotuno de una cabra.

Carretas bieldos azadones, vestir ropa de lona, dormir en los establos, fornicar en los graneros, de sol a sol y a veces sol a luna cosechar:

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recordad, no se le ponen puertas al campo, allá ellos y sus apriscos, rediles, a mí fatigar el cuerpo con una bronca serrana ocultos en la breña: dormir a la intemperie, despertar, fumar cachimba, dos tetas tiran más que una carreta. Un río donde asearme, lavar la entrepierna, no quede rastro en mis escuchimizados muslos de la eyaculación del día, ni huella de arañazos: la serrana a su choza cojeando y yo a mis estevas curvado por el peso de las preocupaciones, camellones, acequias, de mañana un carajillo, un bajativo a la noche.

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Casa pagada, hijos universitarios, la chica especialistaen enfermedades nerviosas, el chico patán y venéreas, cinco nietos gamberros, una compañera chancletera y rezongona, saber del mundo nada, sentarnos a la tarde a fumar en cachimba, silencio (sepulcral). No beboleche, no como queso,el requesón me produce arcadas, en general vegetariano, un vegetariano teórico (como huevos y pescado): cosecho mi propio jengibre, legumbres, el mal ahuyento con mis sahumerios, todo me lo condimento yo: amé la tierra, los cagaleches a la tarde, el sol y las estrellas que mueven los relojes.

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iMago Mundi

La nieve asperjó el abeto cara de pagoda en las

ramas bajas cubrió

unas hormigas

tigresas leonadas.

No caían palabras ni ángeles carbonizados no

hubo lluvias apresuradas

pesadumbres del agua

nevaba el pie del abeto

blanqueado alba

descompuesta la tarde

se pone el sol como es

costumbre la nieve

sigue asperjando la

vastedad de un árbol

donde el camino

termina.

Adormilado sucumbí. En mi hora de cansancio, espacio

de senectud, vacío

blanco, mullidos

sonidos en derredor:

la gran oscuridad me

poseía, pupilas,

respiración, entrecejo

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fruncido, de completas a maitines o viceversa la nieve blanqueó el abeto: fijó su sombra en las ramas bajas, siguió jaspeando el lomo de una hormiga, tigresa, leona, hilera larga el blanco hilván del pie del abeto a la entrada general del hormiguero.

Desperté a la una, a las tres, a las cinco en punto de la mañana, primero fue el frío, luego el hambre, un asunto propio con el que se está familiarizado. Alcé, cinco de la mañana la tablilla medio desencajada de la persiana a la altura de la mirada, entrecejo, frente, nieva copo a copo,

podía contarlos, el

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abeto cubierto, mi

sueño y las hormigas

fueron blanco de mi

cansancio: la edad,

mundo sin fin y fin

del mundo, entrada,

atrio, cocina, refectorio,

las dependencias del

monasterio de blanco:

hora primera del té,

Monte Ayuwang, Templo

Guyun, todo cubierto, el

Mar de China congelado,

ríos y montañas, cuevas

de leones, descendientes

del Emperador Amarillo,

la tela de mi vestido, el

velo que cubriera mis

ojos, la nieve caía,

pregonaban, golpeaban

las dos caras de los

tambores en las

estribaciones cercanas:

se alejaban, un asunto

de todos, Dios y el frío,

el hambre y Dios en

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toda la extensión

nevada de China,

periodo Tang, hasta

el día de hoy: la aurora

en mi hora ahora, el

catre y la lámpara

apagada y el asunto

de todos los días de

Catay a Cipango tras

las persianas.

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Cuatro ficciones breves

juan carlos reyes

Helix poMatia

A partir de cierta edad, nos observamos menos en el reverso de las cucharas grandes.

Natalie Quintane

Desde la esquina el edificio parece un muro plano y rectangular sin atractivo alguno. Como casi todo lo que la había llevado hasta ese lugar, era una sim­ple ilusión óptica. Con dar un pequeñísimo paso a la izquierda, lo que pare­cía un muro se convertía en un enorme círculo de concreto puro. Fue hasta que cruzó las puertas de vidrio que se dio cuenta de que el edificio podría compararse con una dona. Lo que parecía un círculo de concreto es más bien una dona de concreto. En el vestíbulo central hay una escultura monumental de hierro. Eve tiene que levantar poco a poco la mirada para contemplarla por completo. Su magnitud la arroba. Jamie le pone una mano en el hombro derecho. Dejan sus mochilas en el área de paquetería. El guardia que las re­cibe es un poco rudo y Eve por poco llora, pero Jamie la toma por los brazos y la gira porque intuye que las lágrimas jamás deben desperdiciarse. Caminan junto a la enorme escultura hacia las escaleras eléctricas y el gigantesco pedazo de metal los vigila. Eve escucha en su cabeza olas chocando contra la escultura. Ninguna la mueve ni siquiera un centímetro: es un obstáculo infranqueable, de una inamovilidad encantadora. Las escaleras eléctricas emiten un zumbido casi imperceptible, Eve toma con una mano a Jamie y con la otra el barandal negro y tibio en donde queda la huella del anterior

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cuatro ficciones breves

visitante que se paró en ese escalón. Una sala antes hay más de veinte piezas que emulan una mano en diferentes posiciones. Son de tamaño natural y el artista metió la mano en cera caliente, la sacó e hizo moldes para las escul­turas. En una de ellas, su mano sostiene su propia mano.

*

Mark entra al cuarto. Están cerca de cerrar el museo y él es el último dentro de la obra. Un cuarto que es un cubo perfecto. En las cuatro paredes y techo hay sostenidas sólo con alfileres cientos de páginas de lo que podría imagi­nar varias libretas iguales. Las hojas deben ser más pequeñas que un tamaño escala. Unos cinco por nueve centímetros cada una. El piso está también protegido por tan peculiar tapiz, pero ahí las hojas están cubiertas por cera. Mark dejó en la entrada, debajo de un sillón de piel, sus zapatos. Tiene que entrar descalzo para no dañar el piso de la pieza. En dos vértices superiores del cuarto hay ventiladores encendidos y moviéndose lentamente de un lado ha­cia otro. Las hojas sujetadas con alfileres se mueven creando un sonido pa­recido al del aleteo de un ave pequeña. En el centro, una vitrina muy grande tiene dentro dos cabezas de lechuga y más de una treintena de caracoles que llevan ya alimentándose de ellas más de una semana. Cada hoja tiene ano­tado algún dato importante de recordar para la artista. Fechas de cumplea­ños, nombres de amigos, citas, viejas reuniones que no se quieren olvidar, cuadros descritos a detalle para recordarlos un poco. Mark se queda parado justo frente a la vitrina, nota en el piso una huella de cera derretida. Pone su pie encima de la huella con la inofensiva idea de comparar sus tamaños.

*

No eran importantes, todos vamos olvidando cosas conforme avanza la vida. En alguna región de nuestro cerebro se reemplazan imágenes con versiones del mismo recuerdo. Olvidamos apellidos, caras, repartos de películas que vimos hace mucho tiempo. Ann ha olvidado por primera vez el nombre de un arquitecto con el que trabajó en una instalación hace más de veinticinco años. Cree recordar una barba, pero no está segura. ¿Fue también él con

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juan carlos reyes

quien alguna vez tomó una copa de vino en un café escondido en la esquina de un parque? Ann busca el parque, busca la cara del hombre, pero nada vuelve. Semanas después, no recuerda haber perdido ese fragmento de su vida para siempre. Olvidará más lugares, más personas. Llegará a olvidar el nombre de su hija.

*

Jamie se sienta en un pequeño sillón de piel sin respaldo y observa cómo Eve se quita los tenis. Cuando ella se agacha para empujarlos bajo el sillón, Jamie besa la parte trasera de su cuello, casi su nuca. Todavía encorvada, Eve voltea a mirarla con los ojos brillantes de lágrimas. Aprieta los párpados con mucha fuerza y se levanta decidida. Jamie la ve entrar como si diera un paso al vacío, como si el marco de la entrada fuera la puerta abierta de un avión a treinta y nueve mil pies del suelo.

*

Ya son decenas de libretas en las que ha ido anotando todo lo que considera importante recordar. Hace profundos esfuerzos para encontrar en su ahora delicada memoria información que ruega no extraviar. El cumpleaños de su hija es de los últimos datos que escribe. Decide detenerse aún con la mente lúcida para una última tarea.

*

Eve busca en las paredes. Encuentra su nombre junto con su fecha de na­cimiento. Observa a un caracol que devora con absoluta lentitud un pedazo minúsculo de lechuga. Siente cómo sus pies sudan sobre la cera.

*

Ann camina al mercado cercano. Compra las lechugas más frescas y verdes que encuentra. Tarda mucho en comprar los caracoles.

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cuatro ficciones breves

lleno de Muerte

Nací muerto. Entonces no nací: salí –me sacaron– del útero de mi madre. Po­cos segundos después un diestro doctor logró que mi corazón volviera a latir. Lloré como desquiciado en mi primera resurrección. Este nuevo estatus fue corto. No morí, pero fui sentenciado a muerte. No me refiero a la condena metafísica hallable en cualquier libro de filosofía de bolsillo, sino a una real sentencia de muerte. Poco tiempo después de mi ya mencionado frenético llanto, el doctor afirmó a mi padre que su hijo había nacido sin ureteros, con­ductos musculares con un diámetro de seis a ocho milímetros. Para entonces mi papá no sabía –ni yo tampoco– que los ureteros son estructuras retrope­ritoneales, es decir, que están constituidos por túnica mucosa, muscular y adventicia, por lo cual presentan sus propios movimientos peristálticos, lo que hace útil su conexión entre los riñones y la vejiga.

Horas después, el doctor corrigió: sí tenía ureteros, tapados en gran medida, pero ahí estaban. Mi padre respiró con un poco más de tranquilidad y finalmente compartió la noticia con mi mamá, quien lloró por mi segunda, tan inminente muerte. Los meses que siguieron constituyeron un constante visitar al médico: entrar y salir de hospitales. Al parecer el problema no se corregía de manera sencilla. No fue sino hasta que un médico con un nombre que hoy me parece fascinante –el doctor Eraña– me opero dos veces y recu­peré una salud que desde entonces ha sido precaria.

Hasta ahora, llevo contadas doce experiencias cercanas a la muerte y he sido declarado muerto en nueve ocasiones. Resulta obvio que por ello la inexistencia no me preocupe en lo absoluto. Si fuera un gato llevaría más de un tiro de dados: estoy seguro de que me quedan, por lo menos, otros dos.

Fueron apareciendo padecimientos y, con ello, doctores, enfermeras, hos­pitales, quirófanos. De pequeño creía en Dios, y con lo que me parecía casi un jugosísimo depósito en mi economía moral ofrecía el dolor y la incomodidad de tantos procedimientos quirúrgicos por los niños pobres, por mi abuela en­ferma, porque mis papás no se divorciaran, porque no dejaran de quererme a pesar de estar tan defectuoso. Aún recuerdo que durante esos años lloré muchas veces pensando en mi “sacrificio”. Ahora no creo en Dios, y lloro por cosas que se ensucian si caen al lodo.

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juan carlos reyes

Varias de las veces que estuve a punto de morir fueron gracias a que soy alérgico a cientos de cosas. Por ejem­plo: medicamentos increíblemente co­munes, a los que sólo yo y otra decenas de personas en el mundo reacciona­mos con tal escándalo que rozamos el para mí ya conocido borde de la muer­te. Por ejemplo común: el veneno de algunos animales. Por ejemplo exótico: el papel higiénico. Dos de mis muertes reales se deben a este tipo de situacio­nes: primero, alguien me dio una ta­bleta de vitamina C concentrada y caí muerto al instante de un minúsculo paro cardiaco. Otra fue cuando me caí al estanque de los ornitorrincos en el zoológico y me picaron siete

veces: muerto en cuatro minutos, pero los paramédicos tardaron sólo seis en reanimarme. Mi supervivencia a ese ataque nadie se la explica aún. Otras veces que he tenido reacciones alérgicas tan desmedidas han sido sólo expe­riencias en las que casi muero, pero cuentan como eso, como casi muertes.

De las verdaderas muertes, la que más recuerdo es cuando, pasando por una obra en construcción, se le cayó la plomada a un albañil desde un sexto piso. Casi me perfora el cráneo. Sufrí una fractura y me desplomé al piso. Dicen –porque yo estaba muerto– que salió muchísima sangre. El albañil bajó asustadísimo y lloraba: fue un accidente, señora, le decía a mi madre. De nuevo, unos paramédicos que estaban cerca me reanimaron. Podría decir que he resucitado más veces que algunos dioses, y nunca me he tardado tres días. A pesar de esta confianza en la naturaleza que me regresa a la vida, he comenzado a temer que en algún momento se acabe mi suerte. Hace pocos días mi padre me dijo que estaba llevando todo muy lejos, pero nunca me he muerto sin remedio. Aun así, cada día me convenzo más de que ha sido pura suerte y que cada vez que muero y vuelvo a la vida gasto un as bajo la manga,

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cuatro ficciones breves

y que poco a poco se van terminando. No me da miedo morir, pero temo que se acaben las muertes.

sonata para oBoe y dinopiano

Él sabía que llorar arrinconado sólo empeoraría las cosas. Supongo que lo enten­día mejor que nadie. Y yo también lloraba, ya en último año de primaria, ese en el que los niños ya no deben llorar. Como profesor podía haber intervenido, pero dudé si mi ayuda no sería sólo motivo de futuros llantos. Alguien me tiró de un manotazo una lata de café en la que llevaba mis canicas. Había sonado el timbre que anunciaba el final del receso y todos estábamos ya formados. Y mis canicas, como diminutos planetas, comenzaron a rodar por entre las filas y todos mis compañeros levantaron apresurados las más que alcanzaron. Las guardaron en sus bolsas y se adueñaron de parte de mi diminuto universo. Intenté recuperar las que pude, pero fue sólo un puñado de ellas. Una mano llena de canicas, en la otra mi bote abierto, y yo hincado entre las filas de compañeros, aguantando una profunda rabia que no tardó mucho en conver­tirse en llanto. Primero sólo algunas pequeñas gotas de lo que cobardemente quise llamar coraje, pero que hoy me doy cuenta que era un insondable dolor infantil. Sus compañeros se alejaron y él se quedó algunos segundos más en el rincón, sollozando una pena incontenible que le hacía apretar los dientes para dejar de llorar. Me embargó una tristeza tan irrefutable que bajé la escalera ha­cia él. Cuando estaba a unos pocos metros, se secó las lágrimas y abandonó el rincón. Me miró a los ojos y caminó por un pasillo que me pareció infinito.

toneladas de ceniza

Nadie pregunta la temperatura a la que un cuerpo se deshace entre las lla­mas. La temperatura de las llamas que deshacen un cuerpo no interesa. La temperatura que alcanza un horno con una persona en su interior no parece relevante. El tiempo que tarda un cuerpo sin vida en convertirse en cenizas es un dato que nadie quiere saber.

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juan carlos reyes

Seguro se le ocurrió a la imbécil de Esther. A Esther se le ocurren mu­chas ideas clasificables como imbecilidades. Esther es mi madre. Mi madre es Esther y se le ocurren muchas imbecilidades. No quiero escapar del do­lor. No hay dolor. Debería decir: ahora no hay dolor. Antes lo hubo. Ajeno, compartido, casi empático, un pesar compartido con desconocidos que casi nunca me miraban a la cara. Soy invisible. Nadie quiere ver al insensible que reducirá a su padre a cenizas. Pocos me hablan. Los que lo hacen, es para preguntar obviedades cuya réplica me sé de memoria. Las cenizas de su muer­to no se mezclan con las de otros. No sienten nada, están muertos. Nadie se puede quedar en el cuarto del horno. El tiempo puede variar entre dos y cuatro horas, dependiendo del tamaño del muerto. Joyas y relojes pueden o no vol­verse cenizas, dependiendo del material. A mí no me interesa quién conserva los objetos de valor siempre y cuando firme la hoja. Esther tiene la brillante idea de que sea yo el que firme. La hoja no puede tener dos veces mi nombre y firma. Nadie quiere entrar, así que la fantasía cobra color y meto a un hor­no a ochocientos grados centígrados a mi padre. Un horno que, encendido, genera llamas que alcanzan una temperatura de ochocientos grados. De ahí saldrán dos kilos, no de cenizas, sino de huesos. Casi nunca tengo el estóma­go de decirle a la gente que el mayor porcentaje de sus familiares se convierte en humo. Humo que se mezcla de inmediato con el que sale de coches y camiones. Aproximadamente dos kilos de pedazos de huesos que yo todavía muelo para que se conviertan en lo que se llevan como el último rastro físico de sus pa­rientes o amigos. El peso me parece casi una broma: es poco menos de lo que se espera que pese un bebé al nacer. Un horno con aproximadamente el doble de la temperatura media en Venus. Un horno con llamas que consumen a mi padre, que lo reducen a una expresión mínima de aquello que haya sido. Un abrigo de llamaradas que reciben cariñosas a mi padre. El horno ruge como una bestia y yo enciendo un cigarro mientras veo avanzar el segundero de un reloj viejo y amarillento que desde hace años sólo viaja de las doce a las tres o cuatro y vuelve a su inicio. Entrego a Esther una caja con los restos de lo que era el cuerpo de su esposo. Me reclama no estar vestido de negro, no debería llevar un mandil de plástico y unos guantes de carnaza al entregarle a mi padre. Le digo que estoy en el trabajo, que no puedo vestirme de otra manera. Ése es mi traje de luto. Esther llora con un dolor casi creíble.

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Unter der Linde

raúl dorra y ViViana cárdenas

El 11 de enero de 2017 Viviana Cárdenas, profesora de lingüística de la Universidad Nacional de Salta (Argentina), le envió a Raúl Dorra un breve poema del trovador alemán Walther von der Vogelweide. Se lo en-vió en una versión del alemán moderno pensando que él podría leerlo y también porque no se atrevía a ensayar una traducción. Raúl Dorra, que no sabe ese idioma, le respondió con una propuesta: que ella le hi-ciera una traducción aproximada de los versos y, a partir de ese primer elemento, iniciaran un diálogo mediante el cual fueran corrigiéndola juntos hasta dar con una versión que dejara satisfechos a ambos. Lo que aquí se presenta es el intercambio de correos electrónicos con el que se llevó adelante la propuesta. Fechados en cada caso por la propia computadora, como siempre ocurre, este intercambio es también una suerte de diario pues va a la vez incorporando información sobre la situación personal de sus protagonistas. Cumplido su propósito, acordada su publicación en esta revista, el intercambio fue sometido después a una revisión por sus au-tores para corregir errores de ortografía o sintaxis, aclarar el contenido de algunas frases, eliminar algunas reiteraciones, reducir las indica-ciones mecánicas en el encabezado de cada correo, pero en ningún caso para agregar información. En el proceso Viviana contó con la ayuda de la profesora Gabriela Müller de von Ellenrieder, con quien había toma-do clases de alemán y, terminado éste, ambos contaron con el apoyo de Blanca Alberta Rodríguez Vázquez, quien primero trabajó para darle a los correos un orden sucesivo y luego tuvo a su cargo la revisión final.

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raúl dorra y viviana cárdenas

El 11/01/2017 a las 11:21 p.m., Viviana Cárdenas <[email protected]> escribió:

Hola, querido Raúl, acabo de volver de Cachi, de la casa de mi abuela en donde no hay ni señal de celular ni Internet. Fuimos con mi abuela, claro, mis padres, Roberto y Ana. Hemos trabajado muchísimo, son duras condi­ciones de vida, pero yo lo paso muy bien. Tuvimos suerte y durante dos días lloviznó y estuvo fresco, por lo general el calor es terrible pero de noche es siempre hermoso. Resulta difícil explicarlo, pero es como si recién ahora pu­diera recuperar algo de la vida y la historia de mi padre y mi familia paterna, un mundo de pura oralidad, claro. Fue bueno también para mí aislarme un poco del día a día de este país, algo que es muy difícil de llevar.

Siempre recuerdo que quería compartir con usted un poema de Walther von der Vogelweide que leí hace muchos años en alemán. Formaba parte de la selección de lecturas en el curso de literatura alemana que daba Gabriela Müller de von Ellenrieder en la Universidad Nacional de Salta y que me enviaba por mail a España. En aquel momento, hace mucho tiempo, cuando estaba ha­ciendo la tesis de doctorado, leí el poema y recordé las jarchas. Me pregunté por qué la voz lírica era femenina también, ¿era acaso así en toda Europa? (Mi ignorancia es inmensa.) Le mando la versión del poema en alemán mo­derno que nos dio Gabriela. He visto que hay preciosas versiones cantadas en Internet y traducciones al inglés (con las que no estoy tan de acuerdo), pero no hay al español. No lo traduje porque creí recordar que usted estudió alemán y porque me avergonzaría traducir un poema y más aun para usted, pero si le parece, lo intento. Aunque hace mucho que dejé de leer en alemán, todavía puedo hacerlo cuando el texto no es tan complejo. Claro, sólo podría dar cuen­ta aproximadamente del contenido.

Unter der Linde auf der Heide,wo unser beider Lager war,da könnt ihr finden schön gesammeltbeides, Blumen und Gras.Vor dem Wald in einem Tal,tandaradei sang schön die Nachtigall.

Ich kam gesangen zu der Aue,

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unter der linde

da war mein Liebster schon vorher gekommen.Da wurde ich empfangen, heilige Herrin,dass es allzeit glücklich machen wird.Küsste er mich? Wohl tausendmal,tandaradei,seht, wie rot mein Mund ist!

Da hatte er gerüstet so prächtigvon Blumen eine Lagerstatt.Darüber wird noch herzlich gelacht werden,kommt jemand an dem Platz vorbei.An den Rosen kann er noch, tandaradei,merken, wo mein Kopf gelegen hat.

Daß er bei mir lag, wüßte es jemand,(das wolle Gott nicht!), so schämte ich mich,was er mit mir tat soll niemals einererfahren ausser ihm und mir,und ein kleines Vöglein,tandaradei,das kann wohl verschwiegen sein.

Un gran abrazo, Raúl, y todo mi cariño. Siempre me olvido de pregun­tarle, ¿imprimió esa foto del lapacho rosado en flor que tomó en uno de sus viajes? La recordé esta primavera y anoche vi una foto muy linda y volví a recordarla.

Viviana

De: Raúl Dorra <[email protected]> Fecha: 14 de enero de 2017, 1:48:21 p.m. gmt-6

Querida Viviana:Otra vez me pasó que creía haberte contestado. Es que en la forma de

vida que debo llevar muchas cosas tienden a confundirse. Me alegra lo que me dices de tu estadía en Cachi. Y te agradezco el envío del poema de Walther von der Vogelweide porque además viene acompañado del cumplido de que lo puedo leer en alemán. Cuánto quisiera. Yo alemán estudié dos, creo que tres años, cuando era estudiante, porque quería especializarme en romanticismo

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raúl dorra y viviana cárdenas

alemán, pero lo olvidé prácticamente por completo. Recuerdo cuando fuimos con Luisa en busca de Raroña, el pequeño pueblo suizo­alemán donde está –subiendo una colina hasta una pequeña iglesia– la tumba de Rilke con su impresionante epitafio dedicado a la rosa. Ahí, y en todo ese viaje, sufrí por no saber alemán.

Pero pensando en Rilke y en el poema que me mandaste tuve la idea de hacerte la propuesta siguiente: que vos traduzcas en el tiempo en que puedas el poema y luego, según cómo lo veas, conversamos y yo lo retoco. Con algunos poemas de El libro de horas, de Rilke, yo, inconforme con las traducciones que conocía, junté dos o tres y compuse a partir de ellas un texto para mí. Luego también, en mi traducción de De l’imperfection me en­frenté con un soneto de Rilke que Greimas (aunque sabía alemán) analizaba en su versión francesa, como suele hacerse en Francia. ¿Cómo hacía yo mi versión en español si además necesitaba conservar ciertas palabras en las que se apoyaba el análisis de Greimas? Le pedí a una amiga alemana que me hiciera una traducción literal. Con esa y con la versión francesa compuse una versión mía. Es una tarea apasionante. Y hace poco Blanca me regaló una joya: una versión completa de las Elegías de Duino hecha por Rulfo a partir de traducciones. Él había hecho eso como quien se entrega a un ejercicio, sin pensar en publicarlo, pero sus herederos lo publicaron. Es una versión realmente exquisita que muestra, en un registro muy diferente al de sus narraciones, que Rulfo tenía una extraordinaria sensibilidad verbal. En mi último libro (¿Leer está de moda?) viene un artículo que se llama “Elogio de la traducción” donde a partir de una traducción, hecha en equipo de cinco poetas italianos, yo me refiero a mi corta experiencia como traductor y a las enseñanzas que me dejó. No sé si tendrás ese libro. Está editado por Alción, lo que quiere decir que te resultará inaccesible. Pero te puedo mandar ese artículo.

En fin, Viviana, me gustaría saber qué pensás de mi propuesta. Sería muy lindo intentar, muy placentero. Un beso. Lo mejor para este año. Yo inicié varios estudios preoperatorios. Eso quiere decir que todo va bien. Probable­mente como a fin de mes tendré algo como una fecha. Me preparo.

Raúl

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El 15/01/2017, a las 10:18 p.m., Viviana CárdenasQuerido Raúl, muchas gracias por su trabajo, acabo de descargarlo y voy a leerlo atentamente. Hice mi primera versión, de solo contenido, en español. Intenté mantener la estructura detachée del original, no sé cómo se diría en español, se me ocurre la palabra “paratáctica”. Creo que sólo puse dos o tres subordinaciones, dos de las cuales no sé si estaban en el original, pero creo que algunos indicios me autorizaban. Tampoco trabajé con la versión origi­nal, es claro, porque el poema fue escrito en alemán antiguo. Es entonces la versión en alemán moderno del original. Vi que datan, muy dubitativamente, a Walther von der Vogelweide entre 1170 y 1228. Le escribí ahora a Gabriela, por si recuerda de dónde tomó la versión que nos dio aquella vez. Confronté con las versiones inglesas cuando tenía muchas dudas, especialmente en algunos versos, pero las tomé de referencia para el sentido ante todo, porque las dos versiones que hay en Internet se llevan el poema a la sintaxis de la escritura. Respecto del sonido, la versión moderna alemana ya perdió mucho de la base de ritmo y rima del original en alemán antiguo, según he visto. Por supuesto, mi versión no ha tenido en cuenta el sonido, de lo contrario no hubiera podido traducir esas pequeñas partículas modales del alemán que pueden cambiar mucho el significado de una frase, pero que en español se convierten en un largo y horrible adverbio. De todos modos, algo se puede apreciar. Probable­mente, sólo se puede intuir la materia, como decía Hjelmslev.

Un abrazo,Viviana

Bajo el tilo en el llanodonde estuvo nuestro lechoallí podréis encontrar hermosamente reunidosflores e hierbas.Ante el bosque en un valletandaradeicantó hermosamente el ruiseñor.

He llegado a la pradera,allí ya había llegado anteriormente mi amadísimo.Allí fui recibida, santa Señora,lo que me hará siempre feliz.¿Me besó? Probablemente miles de veces,

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raúl dorra y viviana cárdenas

tandaradei,¡mirad, cuán roja mi boca está!

Allí él había preparado tan magníficode flores un lechopor eso se pone cariñoso y ríequien pasa por delante del lugar.En las rosas puede él todavíatandaradeiadvertir, dónde ha yacido mi cabeza.

Que él yació a mi lado, si alguien lo supiera(¡no lo quiera Dios!), me avergonzaría.Lo que él conmigo allí hizo nunca debe nadiesaberlo salvo él y yo,y un pequeño ruiseñortandaradei,que probablemente puede permanecer callado.

Raúl Dorra, 16 de enero de 2017 08:17 p.m.Querida Viviana:

Qué lindo que me mandaras de inmediato una primera versión. Es un texto bello e interesante. Yo tengo varias observaciones pero no sé en qué mo­mento hacértelas. Digo: no sé si esperar otra versión. Vos decime. Pero todo es ganancia, disfrute.

Sólo te pido que a las próximas versiones me las mandes en archivo ad­junto porque es el único modo que yo las pueda guardar aparte en una carpeta y manipularlas y en todo caso trabajarlas un poquito.

Un beso, Raúl

El 16/01/2017, a las 7:41 p.m., Viviana Cárdenas Hola, Raúl, me alegra que le gustara. A mí me gustó mucho cuando la leí en su momento y todavía ahora me parece muy linda. Muy fresca, con tanto placer y alegría y una graciosa simulación de vergüenza. El autor está catalogado como uno de los mejores Minnesänger alemanes; trovadores, en verdad. Sin embargo, aquí no hay nada del amor cortés. Gabriela dice que sin duda tiene influencia de la poesía popular. Eso es lo que a mí me llamó también la aten­ción cuando la leí por primera vez y lo que me hizo recordar a las jarchas.

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unter der linde

Para mí aquí hay una campesina y no una dama, aunque sí probablemente hay un hombre con posición superior en la escala social.

Anoche le mandé la primera versión a Gabriela, preguntándole las du­das. Esta tarde se apareció en casa porque era el único momento en el que podía despejar mis dudas. Ella trabajó sobre la versión antigua original (algo que yo no podía hacer) y me aclaró las partes en las que yo más había fa­llado.

Le pongo entonces la versión antigua y la versión corregida, que van en el archivo adjunto, pero copio la traducción que incorpora las sugerencias de Gabriela aquí con mis comentarios.

Quedó mucho mejor desde el punto de vista del sentido. Creo que ahora sí usted puede comenzar a trabajar. Por suerte lo hice anoche, porque así pude aprovechar el único momento en que Gabriela podía corregirlo.

He comenzado a leer su trabajo sobre la traducción, es muy lindo, her­moso el nuevo poema de Pacheco. Voy en la traducción de la Biblia.

Un abrazo, ha sido un gusto recuperar este pequeño poema y no lo hu­biera hecho sin su entusiasmo, Viviana

1 Under der lindenan der heide,dâ unser zweier bette was,dâ mugt ir vindenschône beidegebrochen bluomen unde gras.vor dem walde in einem taltandaradei,schône sanc diu nahtegal.

2 Ich kam gegangenzuo der ouwe:dô was mîn friedel komen ê.dâ wart ich enpfangen,hêre frowe,daz ich bin saelic iemer mê.kust er mich? wol tusentstunt,tandaradei,seht wie rôt ist mir der munt.

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3 Dô het er gemachetalsô rîchevon bluomen eine bettestat.des wirt noch gelachetinneclîche,kumt iemen an das selbe pfat.bî den rôsen er wol mactandaradei,merken wâ mirz houbet lac.

4 Daz er bî mir laege,wessez iemennu enwelle got! sô schamt ich mich.wes er mit mir pflaege,niemer niemenbevinde daz, wan er unt ich,und ein kleinez vogellîn:tandaradei,daz mac wol getriuwe sîn.

Bajo el tilo en el llano/brezal “Heide” es una clase de paisaje alemán, puede mirar las imágenes en Wikipedia como un llano con arbustos lilas. La pa­labra más ajustada es “brezal”, pero Ga­briela piensa que nadie la entendería.

donde estuvo nuestro lechoallí podréis encontrar hermosamente

dispuestas

flores y hierbas/o hierbas y flores. A Gabriela no le gusta la “e” de “flo­res e hierbas”.

Delante del bosque en un valle A Gabriela no le suena el “ante”, casi no se usa en Argentina.

Tandaradeicantó hermosamente el ruiseñor. Vine caminando a la pradera,

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y ya había llegado antes mi querido. El “da” tiene un sentido local, como yo lo había interpretado, y temporal. Ga­briela piensa que es temporal, pero un “entonces” o un “cuando” no quedan tan bien como el “y”. También dice que de ningún modo traduciría “Liebs­ter” como “amadísimo”.

Allí fui recibida, santa Señora,

de una manera que siempre me hará feliz.

Ésta es para mí una de las dos correc­ciones más justas y necesarias, porque enfatiza que es el modo en que fue re­cibido lo que la hizo tan feliz.

¿Me dio un beso? Todo el tiempo/inter-minablemente/miles de horas,

A Gabriela le resultaba muy literal y sin gracia “¿me besó?” Según Gabrie­la, “wohl”, una partícula modal, tiene el sentido de “pienso que”, “pienso que miles de horas”, y no es necesario traducirlo, se deduce del contexto. A continuación, en alemán antiguo decía “tausendstunde” lo que le da un valor temporal a la expresión.

tandaradei,

¡mirad, cuán roja está mi boca! Según Gabriela, conservé demasiado el orden de palabras en alemán, pero a mí me sonaba más musical en español con el verbo al final.

Allí él había preparado tan magníficoun lecho de flores.

Gabriela modificó el orden de las pa­labras.

De eso van a reír todavía mucho Estos dos versos eran los peor traduci­dos, efectivamente. Por suerte intervino Gabriela. Me confundió que había una tercera persona del plural y una del sin­gular en los dos versos siguientes.

si alguien pasa por ese lugar. Según Gabriela, la idea es que si alguien pasa por ese lugar se lo contará a los de­más y por eso muchos van a reír.

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En las rosas se puede dar cuenta O sea, el que pase por el lugar se dará cuenta.

tandaradeitodavía dónde yació mi cabeza.

Que él estuvo a mi lado, si alguien lo supiera

“Yacer a su lado”, que es el verbo usa­do: “liegen”, suena más estático que “estar a su lado”, tanto para Gabriela como para mí.

(no lo quiera Dios!), me avergonzaría. O “me daría vergüenza”.

Lo que él hizo allí conmigo nunca nadie debe

Gabriela corrigió el orden de las palabras. Aproveché que en español podemos po­ner dos o tres negaciones consecutivas y seguir negando.

saberlo, salvo él y yo,y un pequeño ruiseñortandaradei,

que podrá ser discreto. Según Gabriela, sí o sí, la palabra clave es “discreción”, “verschwiegen”. “Whol” es una partícula modal que tiene sen­tido de probabilidad y Gabriela opina que ese significado está en el futuro del verbo “poder”.

Raúl Dorra, 17 de enero de 2017 10:39 p.m.Querida Viviana:

Te vuelvo a escribir sobre el mismo correo para que vayamos teniendo a la mano (a los ojos) el historial de nuestra pequeña aventura. Sigue en pie mi pedido de que cuando me mandes versiones lo hagas en un archivo adjunto. Creo que en general la segunda versión (corregida con ayuda de Gabriela) ha quedado mejor, y también las observaciones que la acompañan ayudan mucho. ¿Tiene un nombre preciso este poemita? Yo he tratado de buscarlo en Google para ver si hay traducciones pero sólo con el nombre del autor se

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hace difícil. Desde luego no es una canción (digamos: es una canción, una balada; no sé si ésta en particular se cantaría pero este tipo de composicio­nes siguen un patrón musical) trovadoresca, cortesana sino que está en la línea de una lírica popularizante. De ahí esas construcciones paratácticas. Dámaso Alonso habló de una “sintaxis suelta” a propósito de la poesía de tradición oral. Las canciones puestas en boca de una mujer eran al parecer frecuentes en la poesía europea temprana. Menéndez Pidal, a propósito de las jarchas, dice que esa feminización de la palabra poética viene de la cul­tura árabe. Yo no sé. No sé hasta dónde se extendió por Europa la influencia de la cultura árabe.

La cuestión es que ahora esta traducción será como a tres manos. Pero la capitana sos vos, las últimas decisiones serán tuyas. Una traducción, o una versión como la que hizo Pacheco del soneto de Nerval, una apropiación tal, me parece demasiado osada para que la intentemos nosotros. Lo nuestro, creo, tendría que ser una negociación cuyo resultado muestre un poema acep­table en nuestra lengua que no dejará de mostrar cierta rareza que lo haga ver como un poquito libresco, como sacado de otra parte. Por ejemplo la pa­labra “brezal” resulta un poco rarita, libresca pero al cabo sencilla. Yo creo que viene bien, que suena mejor que “llano” y es mucho más sugerente. Yo me quedaría con ésa. Pero para traducir un poema se necesita diseñar una estrategia para negociar el léxico, la sintaxis, la entonación o sea la distribu­ción de los acentos y las pausas, el manejo de los tiempos verbales, en fin.

En efecto, la “e” en función ilativa delante de “hierbas” no sólo suena mal sino (pero vacilo porque vos has de saber) que me parece incorrecta por­que el acento en e de hierba disuelve a la i. De todos modos tal vez sería más prudente decidirte por “hierbas y flores”. Ahora bien, creo que hay dos cosas importantes que resolver: el uso de la segunda persona del plural y el “tan­daradei”. En el primer caso, “podréis encontrar” o “mirad cuán roja” suena un poco fuerte y un poco fuera de lugar en el habla iberoamericana, sobre todo en una canción que quiere ser silvestre. Entonces: “¿podrán encon­trar?” “¿miren cuán roja?” Es una decisión difícil. También queda la opción de recurrir a una forma reflexiva: “ahí se puede (o se podría) encontrar” y a una astucia como “eso está a la vista en el rojo encendido de mi boca”, para no discriminar a los peninsulares.

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En cuanto al “tandaradei” quedé un poco confuso. Parece claro que es una suerte de sonsonete usado como estribillo. A mí “tandaradei” a primera vista me pareció un recurso fónico para evocar (tal vez según una convención alemana) el canto del ruiseñor y al mismo tiempo para sugerir que las co­sas que profundamente ocurrieron en ese lugar quedan a la imaginación de quien escucha la canción. Eso me hizo recordar al estribillo de una canción popular que en mis años mozos se escuchaba en la radio:

La chica se fue al ríoqueriéndose bañarse desprendió el vestidoy lará lará lará

Un joven que ha llegadocuando en el agua estáse queda así pensandolará lará lará

Tal vez se bañe en mallatal vez así nomássi se baña sin mallalará lará lará

Creo que la función del estribillo es muy parecida. Pero tandaradei como estribillo no suena en castellano. Habría que buscar algo que pueda sonar como una onomatopeya del ruiseñor (o del zorzal) y al mismo tiempo como un sonido esquivo, sugerente y pícaro. Yo escuché el canto del ruiseñor y es inimitable (gorjeos rápidos y notas sostenidas), pero en todo caso me parece que lo que más se le aproxima son las vocales i y u, y consonantes duras (r p tr) combinándose con blandas (l n). Algo como: pirulí pirulí o piruú piruú. Vos tenés que estudiar el asunto.

Otra observación: la expresión “lo que él hizo allí conmigo” da a en­tender en primer lugar que él tuvo siempre la iniciativa en el juego amoroso, pero por el contexto no lo parece. ¿No podríamos optar: lo que allí hicimos (o hicimos juntos)? Supongo que sí.

Me gustaría, Viviana, que me dieras tus opiniones y aclararas estas primeras dudas antes de seguir, para empezar ya con los versos en orden.

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Y sobre todo me gustaría (eso es funda­mental) que no aceptes pasivamente mis puntos de vista. Es imprescindible que tus juicios y pareceres sean libres, sin respe­to a la “autoridá” porque de lo contrario nuestro gozo se va al pozo.

Un beso y seguimos. Raúl

El 18/01/2017, a las 10:14 a.m., Viviana Cárdenas

Hola, Raúl, encuentra el pequeño poema en Internet si lo busca por las primeras tres palabras en alemán, que hacen de título “Unter der Linde” y el nombre del autor. Si inicia la búsqueda con estos dos datos, se abren páginas en alemán, pero también en inglés. En Wikipedia se pueden leer en español datos de la canción y del autor. Si pone “Unter der Linde Walther von der Vogelweide You Tube”, encontrará muchos videos con la canción cantada, creo que distinguí dos versiones diferentes, pero de una versión hay muchas repetidas con distintas imágenes. Cantan la versión en alemán antiguo, muy bonito.

Claro, el estribillo es “tandaradei”; “tándaradai” es aproximadamente el sonido, suena muy bonito, yo no lo cambiaría, lo dejaría tal como está, como la única línea de filiación que quedaría en pie, me parece.

Es verdad, respecto de ese yo lírico femenino, me hizo acordar de que ésa era la explicación: la afirmación de Menéndez Pidal sobre la influencia árabe. ¿Se extendería tanto?

Cuando entre a You Tube para escuchar la canción, verá en uno de los comentarios al pie que un francés dice que es muy parecida a una canción de un trovador francés. No me extrañaría. Era probablemente una gran co­munidad. Siempre me enojo conmigo misma por no tener en casa esos libros tan lindos de literatura española, que eran lo que más me había interesado cuando cursaba la carrera en la Universidad. Había guardado mis apuntes a mano. Cuando comencé a traducirla, pensé en el Cantar de los Cantares, en

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cuán parecida sonaba en algunos pasajes. Quizás a través de la Biblia llegó la influencia oriental, eso me resulta más creíble.

Según Gabriela, las palabras de la canción eran de la lengua cotidiana, incluso hasta cierto punto vulgares, como cama, “bette”, “Bett” en alemán moderno, “Lager” en la traducción al alemán moderno que ella nos dio. Le pareció sin embargo acertado que yo hubiera elegido “lecho” en el segundo verso de la primera estrofa. Ahora bien, en el último verso de la tercera es­trofa en alemán antiguo se usa “houbet” para “cabeza”, “Haupt”, que per­tenece a un registro más alto que la palabra que se usó en la traducción al alemán moderno, “Kopf”, que es de uso cotidiano.

Yo sí pensé que mis opciones eran del español de España, no sólo en la segunda persona del plural sino todo el tiempo, porque lo que en Améri­ca suena libresco es del todo cotidiano en España: “brezal”, “hierba”, por ejemplo. Ni pensé en usar las palabras del español de América. Usé en primera instancia la segunda persona del plural para que no hubiera am­bigüedad con la tercera de plural que también se usa en el poema, porque así se diferenciaba con claridad máxima el interlocutor directo del yo lírico, una segunda de plural de confianza plena (como es el “vosotros” español y el “ihr” alemán, totalmente opuestos a las formas de la distancia, “ustedes” y “Sie”) de esa tercera persona de plural (los “ellos” que podrían reír mucho si se enteraran). Pensé que era un tema que discutiríamos, porque recordaba las discusiones acerca del uso de “vos” y “tú” en ocasión de las traducciones de los poetas italianos.

Respecto de su inquietud acerca de cómo traducir la pregunta acerca del beso, vi que una de las versiones en inglés sostuvo la estructura de pre­gunta y respuesta:

Had he kisses? A thousand some:Tándaradéi,See how red my mouth’s become1

Sin embargo, otro traductor, Thomas Lovell Beddoes (1803­1849) trans­formó la pregunta como usted sugiere.

1 http://lyricstranslate.com/de/unter­den­linden­unter­der­linde.html­0

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Thousands of kisses there he took,–Tandaradei–See my lips, how red they look!2

A mí me gusta la estructura de la interlocución y, por tanto, la pregunta y la respuesta, porque es consistente con esa sintaxis suelta de la poesía de tradición oral. Quizás podríamos intentar con el “ustedes” y ver. Quizás no se genera ambigüedad. ¿Vio que las dos versiones inglesas sostienen el tan­daradei?, es que suena bonito.

Terminé de leer su trabajo sobre la traducción (precioso de principio a fin) y hay un tema que también nos atañe aquí. ¿Vamos a mejorarla, va­mos a mejorar el texto que estamos traduciendo? Pienso en la repetición de “schön” en el tercero y en el último verso de la primera estrofa. Traduje ambos como “hermosamente”, pero con dudas, pensé en poner un sinónimo, pero en el original está la repetición. La dejé también en español. Pienso que si la musicalidad lo exige podemos reemplazar la palabra “hermosamente” en uno de los dos versos.

Me encantó la canción popular que usted puso, es lindísima. El estribi­llo dispara las inferencias. Respecto de la traducción del verso “lo que allí hicimos”, estoy totalmente de acuerdo con usted. Creo que es el sentido del poema, lo que pasa es que la traducción se apegó literalmente a la estructura del alemán, pero el sentido es de algo hecho conjuntamente.

Un abrazo, Raúl, la verdad que es una linda aventura. Nada fácil. Me­nos mal que es breve, como le habían dicho a usted con el poema de la balle­na y el arpón, que quedó en español mejor que el original italiano en verdad. Los dos poemas que tradujo Jorge Accame también me gustaron mucho.

Viviana

Raúl Dorra, 18 de enero de 2017 10:28 p.m.Viviana querida, gracias por tus noticias. Yo ya había conseguido leer en YouTube varias versiones y también escuchar (sí, pensé que el nombre sería

2 Commentare des Autors:English by Thomas Lovell Beddoes (1803­1849)Quelle (Webseite, von der du die Übersetzung kopiert hast):http://www.lieder.net/lieder/get_text.html?TextId=61036

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“Bajo el tilo”) y de ahí saqué unos puntos de interés para considerar. Las traducciones me parecieron a la vez libres (comparada con tu versión, pues ustedes se apegaron al texto) y artificiosas, pero aportan datos para diseñar nuestra estrategia. Señalo cuatro puntos:

1) Martín de Riquer (que sabía mucho de esto) dice que el poema des­cribe el encuentro de un caballero con una campesina. Ese encuentro es un tópico de la literatura pastoril que tuvo gran desarrollo en el Renacimiento. Probablemente Riquer lo infirió no sólo de la escena sino de la comparación con otros textos semejantes. En algunas traducciones que leí, en donde vos traducís “santa Señora” se lee “gentil dama” o cosas parecidas. He visto escrito esto entre guiones para indicar que ella está recordando las palabras de él. Es un trato cortesano y es un fragmento que nos remite al amor cortés. Si es así, la felicidad que le da la manera en que fue tratada se refiere al hecho de que fue tratada como una dama, como una Señora (dueña) en un gesto de va­sallaje que corresponde a la estética feudal (y así se puede entender el “lo que hizo conmigo” porque la de él es una subordinación simbólica y la de ella real). Me parece importante que decidamos si vamos a pensar así, porque lo tenemos que tener en cuenta desde un principio para organizar el recorrido. A mí la expresión “santa Señora” siempre me pareció extraña. No sé si po­dríamos modificar el adjetivo. Tal vez en la Alemania medieval ese adjetivo podía indicar también otra cosa. Una expresión como “gentil Señora” me parecería más adecuada si aceptamos esta hipótesis. Hay que decidir.

2) En los versos que vos llamás “peor traducidos” y luego corregidos por Gabriela, la muchacha dice, diría, que si alguien pasa por ahí se va a reír (supuestamente al contarle a otros). Yo en una traducción leí que el que pasa (el que vuelve a pasar) y ríe es él. Los tiempos verbales son laxos: a veces se describe la acción en un pasado inmediato (todavía la boca está roja, y es el tiempo que predomina), a veces en un pasado más distante, al final en un presente desde donde se teme que el secreto sea violado. Ese movimiento da la posibilidad de que fuera el mismo amante el que vuelve a pasar (más de una vez) por ese lugar y sonría evocando el episodio amoroso. No sé si el texto alemán da para sugerir algo así. Hay que pensarlo. Aunque también es coherente la suposición de que sea otro, un mirón que luego cuenta. ¿Se trata de una risa o de una sonrisa? Y en cualquier caso, ¿de qué tipo?: ¿humor,

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contagio amoroso, censura, suspicacia? Más bien suspicacia. Todo esto hay que prever para la selección o negociación del léxico.

3) En la primera estrofa, en todas las traducciones que leí se habla de hierbas y flores “aplastadas” o bien “quebradas”, nunca “dispuestas”. Segu­ramente ustedes se atienen con más rigor al texto pero hay que suponer que las flores y las hierbas (digamos las flores) estaban hermosamente dispuestas antes; y que después el peso de los cuerpos las aplastó o quebró. No sé cómo hacemos aquí. Tal vez buscar un término medio. Todo esto parece fruto de una imaginación muy realista (y por lo tanto fuera de esta estética) pero que hay que tener pensada una escena y una historia.

4) Estribillo. El famoso “tandaradei” se repite a veces con variación de una vocal en todas las traducciones que leí (incluso en interpretaciones cantadas) salvo en una que hace una interpretación libre, más o menos como yo te proponía. Esto tal vez tenga que ver con la sensibilidad de cada uno. A mí “tandaradei” no me sugiere absolutamente nada y seguramente a vos y a muchos sí. A mí racionalmente me hace pensar que es una onomatopeya ale­mana porque las imitaciones verbales varían en las diferentes lenguas. Me parecía que ese estribillo debía sugerir el canto del ruiseñor pero también un ocultamiento pícaro. La muchacha se oculta en el canto del ruiseñor. Ese canto es discreto, el ruiseñor mismo oculta los amores con su canto, es un cómplice. Ahora te sugiero que vuelvas a pensarlo. Y ya después lo dejamos como te parezca.

Esto es todo ahora. Me estoy haciendo unos estudios preoperatorios. Por ahora todo bien.

Raúl

El 20/01/2017, a las 11:13 p.m., Viviana CárdenasHola, querido Raúl, sé que se está haciendo los estudios preoperatorios, espero que todo salga bien, antes, durante, después. Este año, y el anterior, mi corazón pende de un hilo.

Increíble siempre su trabajo, ¡espléndido! ¿Encontró una traducción en español?

1) ¡Qué bien el comentario de Martin de Riquer! Yo traduje ingenua­mente el “santa señora”, porque pensé que era una exclamación, ¡Dios mío!

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¡Virgencita santa!, algo así. No me extrañó porque más adelante había otra expresión por el estilo “Dios no lo quiera” o “no quiera Dios”. Como Gabrie­la no objetó la traducción, pensé que estaba bien mi interpretación. Ahora miro el alemán antiguo (hêre frouwe) y es verdad que puede interpretarse como usted pensó, como “noble dama”.

Encontré en una página sobre claves interpretativas del alemán medie­val que sostiene que (traducción literal) nunca se designaría a una mujer o una joven de bajos estratos sociales con la palabra “frouwe” (que es la que usa el poema en esta parte). Según otra página, “hêre” sería “edle”, “noble”. En la versión en alemán de la página de Wikipedia3 dedicada a esta canción, da tres opciones interpretativas para edle Frau! He copiado a continuación la versión antigua y la versión moderna de la estrofa que aparecen en esta página y que no coinciden exactamente con la que estuvimos manejando hasta ahora:

Ich kam gegangenzuo der ouwe,dô was mîn friedel komen ê.Dâ wart ich enpfangen,hêre frouwe,daz ich bin sælic iemer mê.Kuster mich? Wol tûsentstunt:tandaradei,seht, wie rôt mir ist der munt.

Ich kamzu der Au,da war mein Liebster schon da (wört­lich: vorher hingekommen).Dort wurde ich empfangen,edle Frau! [entweder Ausruf: „Bei der

heiligen Muttergottes!“oder ‚wie eine höfische Dame‘ oder auch:

‚ich, eine höfische Dame‘](so) dass ich für immer glücklich bin.Küsste er mich? Wohl tausendmal!Tandaradei,seht, wie rot mir ist der Mund.

Traduzco a continuación la parte que nos interesa, que está entre cor­chetes: [entweder Ausruf: „Bei der heiligen Muttergottes!“ oder ‚wie eine hö-fische Dame‘ oder auch: ‚ich, eine höfische Dame‘]. La traducción literal sería: [Exclamación “¡Santa Madre de Dios!” (que es aproximadamente en lo que pensé cuando traduje así) o “como una noble dama” (esta interpretación se­

3 https://de.wikipedia.org/wiki/Under_der_linden

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ría consistente con nuestra idea de que es una campesina, que fue recibida allí por este noble como una noble dama) o “yo, una noble dama” (y aquí sí se podría interpretar que ella recuerda las palabras de él, como usted hipotetiza)]. La segunda o la tercera son las más lindas, pero exigirían que se explicite el sentido, ¿o no? Ése es el problema que dice la página alemana de Wikipedia que hay para la segunda opción, que el poema nunca usó el “como”, “fui recibida como una noble dama”. Por eso dice la página que todos aceptaron que era una exclamación, más o menos como la traduje yo, porque cerra­ba tanto semántica como gramaticalmente. Sin embargo, también opina que este trovador no usaba esta exclamación frecuentemente y que tampoco se puede saber cuán frecuentes eran estas exclamaciones en el alemán hablado en la Edad Media, porque ellos sí que no tienen documentos escritos.

Después de todo Walther von der Vogelweide sí era un Minnesänger, pero sólo lo entendí con su explicación.

2) La siguiente es la parte más difícil para mí, a continuación pego la estrofa tal como figura en la página de Wikipedia:

Dô het er gemachetalsô rîchevon bluomen eine bettestat.Des wirt noch gelachetinneclîche,kumt iemen an daz selbe pfat.Bî den rôsen er wol mac,tandaradei,merken, wâ mirz houbet lac.

Da hatte er aus Blumenein prächtiges Bettvorbereitet.Darüber wird jetzt nochherzlich gelacht,wenn jemand denselben Weg entlang kommt.An den Rosen kann er wohl,tandaradei,erkennen, wo mein Haupt lag.

Darüber wird jetzt noch herzlich gelacht, wenn jemand denselben Weg entlang kommt: “se reirían de buena gana todavía actualmente, si alguien viniera por el mismo camino”.

Para mí sí se habla de un mirón. Sobre esa base, es más compatible con la situación, como usted piensa, una sonrisa, pero en la canción se habla de una risa en toda regla “herzlich gelacht”. Para mí se trata de una risa, bási­camente de picardía; nunca la he entendido, pero he visto esa sonrisa o esa

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risa muchas veces en la gente, por ejemplo, cuando señalan a dos personas que llegaron separadas a una fiesta pero se están yendo juntas. Creo que a usted o a mí se nos hace impensable una risa, pero es porque no somos como la mayoría.

3) Sobre esta parte sí hablamos largamente con Gabriela, porque ella estaba totalmente en desacuerdo con la palabra de la versión del alemán mo­derno “gesammelt” del verbo “sammeln”, coleccionar. Para ella, la palabra del alemán antiguo “gebrochen” significaba que eran flores y hierba (encon­tré esta construcción “y hi­” en un poema del español del Renacimiento, anoche, cuando buscaba alternativas al “tandaradei”). Sigo con la idea de que eran flores y hierbas que habían sido cortadas, sí, para ser llevadas a ese lugar y habían sido arregladas y puestas, dispuestas de modo de armar ese lecho. Por eso elegí la palabra “dispuestas”.

4) El comentarista de una de las traducciones al inglés decía que el “tan­daradei” era una expresión alemana de felicidad, que muestra que el cantante está de buen humor y optimista. ¿Vio la opción propuesta para el inglés, “ban­garang”? Si es así la mejor opción para el español es la de su canción lará lará lará o quizás lalaralá, que es la que a mí mejor me sonó en este último día. Copio a continuación el comentario:

Tandaradei –a medieval german expression of jovial nature without evident mea­ning, showing the singer is in a state of lightened mood and high spirits. Could be translated with “bangarang” in English.

Sin embargo, la página de Wikipedia en alemán dice que es una ono­matopeya inventada por el autor para el canto del ruiseñor, tal como usted pensó desde el principio. Cito:

Tandaradei von Walther für den Gesang der Nachtigall erfundenes lautmalen­des Wort.

En ese caso, sí que no soy la más apta para una onomatopeya, pero sí parece que debería tener “íes” y líquidas “l” o “r”. A veces suena como un “piu, piu, piu, un pipipiu”, o como su opción, que es más oscura, un “pi­ruuu”. Conste que escuché el ruiseñor en YouTube. Suelo escuchar el canto de los pájaros, pero nunca distinguiría uno de otro.

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Querido Raúl, me despido con un gran abrazo. Nos vamos con Roberto y los chicos por dos días a Rosario de la Frontera. Esperamos relajarnos un poco. Hemos trabajado mucho en Cachi, pero hemos descansado durante esta semana. Vuelvo el lunes. Otro gran abrazo,

Viviana

Raúl Dorra, 23 de enero de 2017 02:58 a.m.Querida Viviana:

Muy bien. Con tus aclaraciones ya tengo una propuesta. En 1) de acuerdo pero por ahora el adjetivo “noble” me suena un poco fuerte. He preferido “gentil” pero podemos discutirlo. Uno u otro. En el texto alemán no hay signos de puntuación pero ustedes usaron con buen criterio, creo, un parén­tesis. Ahora yo me permito agregar unos guiones. En 2) he seguido tu lectura pero creí bueno dejar abierta una suerte de ambigüedad (como para que el mirón sea el amante). En 3) también te seguí aunque modifiqué el adverbio. En 4) ahora me parece que algo como trala la lá suena demasiado familiar y aquí se trata, creo, de encontrar expresiones simples pero que nos manten­gan a distancia. La campesina es una campesina de almanaque o tapicería y el estribillo así debe serlo; yo encontré una solución para mi oído repitien­do el tandaradei como si se tratara de una música alegre y rítmica ejecutada con tambor y chirimía como en las composiciones medievales. Pensé que mejor era resignar la onomatopeya avícola y cambiarla por una evocación musical. Tal vez el tandaradei era en el texto alemán más bien eso.

Va entonces la propuesta (también te mando el archivo en el que traba­jé). Espero que hayan descansado bien en Rosario de la Frontera:

Bajo el tilo

Bajo el tilo, en el brezaldonde estuvo nuestro lechoallí podréis encontrar graciosamente dispuestasflores y hierbas.Delante del bosque, en un valletandaradei tandaradeihermosamente ha cantado el ruiseñor.

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raúl dorra y viviana cárdenas

Cuando llegué caminando por el prado ya mi amado esperabaallí me recibió –gentil Señora–de un modo por el que siempre me sentiré dichosa.¿Si me besó? ¡Mil veces y otras mil!tandaradei tandaradei¡mirad cuán roja está mi boca!

Allí ya me tenía preparadocon flores tan magnífico lechoque quien vuelva a pasartendrá buenos motivos para una gran sonrisa.Entre las rosas él seguramente advertiríatandaradei tandaradei dónde estuvo reclinada mi cabeza.

Si alguien supiese (¡no lo quiera Dios!)que se acostó a mi lado yo quedaría avergonzada.Lo que hicimos allí nadie nadie debe saberlo salvo el amado y yoy un pequeño ruiseñortandaradei tandaradeique querrá ser discreto.

Como ves, me he tomado algunas libertades aunque he quedado lejos de las que se tomaron los traductores cuyas versiones leí, incluso el propio Riquer. Creo que mi mayor libertad es la incorporación del sustantivo “amado” que me pareció adecuado para este tipo de lírica. He tratado de evitar las repeticiones (léxicas, gramaticales o fonéticas) que puedan afear. He visto que en el texto ale­mán las estrofas tienen nueve líneas y en tu traducción, siete; yo he conservado las siete líneas por estrofa, pero todo eso es materia de análisis. En fin, vos verás. Probablemente la poesía medieval (aun la de los trovadores) era algo rústica o fuerte o directa como la comida o la bebida, pero (como vos advertiste al observar que en alemán antiguo se habla de “cama” y en la modernización se prefiere un vocablo equivalente a “lecho”) con los siglos aparece una mirada estilizante, mediatizadora. Yo he buscado eso con mi propuesta: simplicidad y distancia.

Querida Viviana, éste es el archivo donde he trabajado; lo queda de él después de varias modificaciones.

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unter der linde

texto reciBido texto transforMado

Bajo el tilo en el llano/brezaldonde estuvo nuestro lecho allí podréis encontrar hermosamente

dispuestasflores y hierbas/o hierbas y flores.Delante del bosque en un valletandaradei tandaradeicantó hermosamente el ruiseñor.

Bajo el tilo en el brezaldonde estuvo nuestro lechoallí podréis hallar dulcemente quebradasflores y hierbas.Delante del bosque en un valletandaradei tandaradei hermosamente ha cantado el ruiseñor.

Vine caminando a la praderay ya había llegado antes mi querido.Allí fui recibida, santa Señora,de una manera que siempre me hará feliz. ¿Me dio un beso? Todo el tiempo/inter­

minablemente/miles de horas (literal)tandaradei tandaradei¡mirad, cuán roja está mi boca!

Cuando llegué caminando por el pradoya mi amado esperabaAllí me recibió –mi gentil Señora–de un modo por el que siempre me sentiré

dichosa.¿Me besó? Mil horas y otras mil.

tandaradei tandaradei¡mirad cuán roja está mi boca!

Allí él había preparado tan magníficoun lecho de flores.De eso van a reír todavía muchosi alguien pasa por ese lugar.En las rosas se puede todavía tandaradei tandaradei dar cuenta de dónde yació mi cabeza.

Allí él me tenía preparadocon flores tan magnífico lechoque quien vuelva a pasartendrá buenos motivos para una sonrisa.Entre las rosas se puede todavía advertirtandaradei tandaradeidónde yo he reclinado mi cabeza.

Que él estuvo/yació (literal) a mi lado, si alguien lo supiera

(no lo quiera Dios!), me avergonzaría.Lo que él hizo allí conmigo nunca nadie

debesaberlo, salvo él y yoy un pequeño ruiseñortandaradei tandaradeique podrá ser discreto.

Si alguien supiese (no lo quiera Dios!) que se acostó a mi ladoyo quedaría avergonzada.Lo que hicimos allí nunca nadie debe

saberlosalvo él y yoy un pequeño ruiseñortandaradei tandaradei que querrá ser discreto.

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raúl dorra y viviana cárdenas

El 25/01/2107, a las 8:53 p.m., Viviana CárdenasHola, Raúl, la verdad es que lo pasamos muy bien en Rosario de la Frontera. Nos quedamos un día más. Contra todas las previsiones, llovió, refrescó y el agua de una de las piletas estaba fresca, así que pudimos incluso nadar.

¡Me encantó su traducción, quedó lindísima! No conocía la traducción de Martín de Riquer. Hay grandes aciertos en su propuesta, los mayores tienen que ver con la maestría para manejar la ambigüedad en los lugares difíciles. La que más me gustó es la de gentil señora. No sé si usaría minúscula en “señora” ya que va con la palabra “gentil” y me parece que eso ya anula la interpretación de la exclamación invocando a la virgen. Si quedara con minúscula, me parece que se habilita la interpretación de que fue recibida y tratada como una gentil señora. Con mayúscula, se vuelve más ambiguo, aunque puede ser una mayúscula de rango social. Me gustó también la reso­lución de la segunda ambigüedad, que es la de quien pasa por ahí. Creo que ahí se advierte el punto más alto de la estilización, porque reduce el margen de la risa directa de los otros a la sonrisa e incluso abre la posibilidad de la sonrisa para uno mismo, si acaso fuera el mismo amante el que pasara por el mismo lugar. Me parece que es la mayor libertad de la traducción. La que usted juzga como la mayor es ciertamente grande, llamar “amado” genera una profundidad afectiva muy importante. Ahora miro el original alemán y usa la palabra “friedel”, “Geliebte”, al parecer. Se traduce como “amado”, pero también con formas que indican otra clase de relación, como “amante” o “querido”, que son las más usadas en el alemán cotidiano, por eso Gabriela había elegido “querido”. Sin embargo, me gusta mucho esta versión más elegante que el original.

Hay algunos puntos que me parecen encantadores, aunque no sé si esa es la palabra, pero definitivamente acertados con seguridad. Por ejemplo, la forma de la pregunta “¿si me besó?” El “si” devuelve la pregunta (y todo el poema) a ese diálogo con el interlocutor con el que hay tanta confianza. Las reiteraciones también figuran aquí, como el “mil veces y otras mil” o el “nadie nadie debe saberlo” que suena mucho mejor que el nadie nunca y permite que el lector infiera el nunca. También me pareció un acierto eliminar las repe­ticiones de palabras del poema original, quedó muy bien el “graciosamente dispuestas” y muchas otras resoluciones de gran calidad, como los versos

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unter der linde

“cuando llegué caminando por el pra­do ya mi amado esperaba” o “me tenía preparado” (lo vuelve tan personal), la voz activa de “me recibió”, “si alguien supiese que se acostó a mi lado” y creo que ya he listado todo el poema. En el último verso me gustó mucho el “querrá ser discreto”. Por un momento pensé si la forma no sería “y un pequeño rui­señor que sabrá ser discreto”, por esa alternancia que suele darse entre “sa­ber” y “poder” en todas las lenguas. Sin embargo, dudo, porque el verbo “saber” vuelve un tanto imperativa la discreción y me parece que aquí todo queda como una decisión del ruiseñor, algo que su traducción enfatiza.

Me gustó que quedara el “tandaradei” reiterado, porque los versos en español son más extensos, especialmente si conservamos las siete líneas por estrofa. Lo hice así porque la traducción al alemán moderno que nos dio Gabriela tenía ya siete versos. Ahora traté de seguir el original y rearmar las nueve líneas; pero claro, en la medida de lo posible, porque la sintaxis ha quedado muy cambiada en algunas estrofas al ubicar la frase en el orden de palabras del español. Le mando el archivo que tiene en la segunda hoja el intento. Sin embargo, me parece que queda más equilibrado con siete versos.

¡Hermoso trabajo, Raúl! Este poemita había sido uno de los textos que más me gustó leer en alemán, porque me resultó sorprendente el tono de li­bertad y disfrute en la voz femenina, tan parecido al de los primeros poemas de la literatura española popular medieval. Y, claro, siempre que pienso en poesía pienso en usted, porque ha sido de su mano que he releído la poesía española y la he entendido y disfrutado todavía más. Me gustaría saber más todavía, pero cuando elijo qué leer, finalmente leo poesía y no estudios sobre poesía, con la única excepción de sus escritos, que siempre releo. Siempre agradezco también el haber tenido una espléndida profesora de literatura

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raúl dorra y viviana cárdenas

española que, además, leía y nos hacía leer lírica. Ha sido un gusto haber compartido con usted esta experiencia tan linda. Alguna vez he charlado con Gabriela mis borroneadas traducciones de poemas en alemán, pero era total­mente diferente porque mi objetivo era simplemente terminar de entender el poema, no generar uno nuevo en español. Además, Gabriela siempre decía al comenzar sus cursos que no le gustaba la poesía, así como no le gustaba la filosofía, pero finalmente de su mano leí Rilke, Goethe, Brecht y algunos poemas realmente profundos de otros autores.

Un gran abrazo, Raúl, ha quedado bordado, como decía Piedad.Viviana

Raúl Dorra, 26 de enero de 2017, 9:51:37 p.m.Querida Viviana:

Con tu última respuesta vamos llegando al término de esta feliz aven­tura. Quedarían dos pequeñas observaciones que incorporar, en las cuales también estamos de acuerdo: la palabra “señora” debe ir en minúscula y, en cuanto a la distribución de los versos, dejar las estrofas con siete, como esta­ba en la versión en alemán moderno, porque resulta más equilibrado que lle­varlas a nueve. Es un dato de orden visual pero lo visual nunca se separa de lo auditivo. De modo que, si no hay otra observación, el resultado de nuestra colaboración sería éste (lo copio de nuevo, salvo esa pequeña corrección, ya casi sólo por el gusto que me da):

Bajo el tilo

Bajo el tilo, en el brezaldonde estuvo nuestro lechoallí podréis encontrar graciosamente dispuestasflores y hierbas.Delante del bosque, en un valletandaradei tandaradeihermosamente ha cantado el ruiseñor.

Cuando llegué caminando por el pradoya mi amado esperabaallí me recibió –gentil señora–de un modo por el que siempre me sentiré dichosa.

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¿Si me besó? ¡Mil veces y otras mil!tandaradei tandaradei¡mirad cuán roja está mi boca!

Allí ya me tenía preparadocon flores tan magnífico lechoque quien vuelva a pasartendrá buenos motivos para una gran sonrisa.Entre las rosas él seguramente advertiríatandaradei tandaradeidónde estuvo reclinada mi cabeza.

Si alguien supiese (¡no lo quiera Dios!)que se acostó a mi lado yo quedaría avergonzada.Lo que hicimos allí nadie nadie debe saberlosalvo el amado y yoy un pequeño ruiseñortandaradei tandaradeique querrá ser discreto.

Sí. La verdad es que quedó lindísimo, bordado. Te dije que en general las traducciones que leí me parecieron libres y artificiosas, como rígidas, tal vez porque a los traductores, como a Riquer (que la introduce en una Histo­ria universal de la literatura que compuso con José María Valverde), sólo les interesó informar sobre el contenido anecdótico del poema. Es la diferencia respecto de las traducciones hechas con demora y por placer. Ya que nos dio tan buen resultado esta experiencia, tal vez más adelante podríamos rein­cidir. Por lo pronto, si a esta traducción a dos o tres manos le incluimos los diálogos que mantuvimos, podría proponerse como un capítulo de un libro –didáctico o poético– sobre el arte de la traducción.

Total que por ahora no hay nada que decir. Ni hablar de la situación política (ahora aquí mucho más que allá) que es verdaderamente de terror. Eso para otro correo.

El cariño de siempre,Raúl.

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Dos poemas

gaBriel Wolfson

carreño: Manual

Escribir de nada:

precios un arete perdido la nueva

camisería a dos cuadras.

No hay de qué o a quién

y menos si se escribe

en golondrinas del desierto

sólo al hijo

estudiando abajo

en Brasil.

No halla Río

en el mapa.

No hay mapa ni costumbre: de qué

quieres que te platique

el clima el té la abogada

tu padre nada Dios un pliegue de la hoja

alisado furiosa

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maternal

savonarolamente

la maternal

mente de Dios en el grafito pulcro

que traza hebreo en el papel cebolla.

Pero diseminadas

como sal como tribus como frescos

lunares de cáncer como

visitas vías paz cartas de vuelta

como fechas notables en cualquiera

de ambos calendarios,

palabras en español y de izquierda

a derecha:

tortas Atlante­León González Monte

de Piedad: el hijo

quiere resultados.

Para no escribir de nada,

junto a su reporte mensual de gastos y tareas

estilizado todo hay que decirlo

el hijo le pide transcribir amén

de variedades del clima

insoportable las viejas dependencias el termo

roto y su remplazo:

los resultados de

las ligas de futbol y de beisbol.

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Es 1962 gente.

Es la verdadera ciencia del hijo

no la química que ha ido a perfeccionar

si cabe

al Brasil de militares sino

la astrología judiciaria

de goleadores y pítchers.

Es el 62 y también es si

cabe el rumor químico que dice sin decir

mamá soy tu hijo

soy ese mismo niño que etcétera

y aunque adulto estudioso

permanecen en mí las aficiones y bacterias

que bien pesqué de chico: Indios y el Puebla

Pericos gol de meta a meta

promedio de bateo liga invernal

cinco adelante y sin tarjetas

arbitrales: es el 62 y en el 62

Brasil ganará en Chile y preguntar

por resultados de las ligas

es no obstante también tal vez la forma

de contarle sin contarle

algo más que ruinosos trayectos casa­escuela

casa­tienda­casa escuela­biblioteca

laboratorio­casa­casa

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y abstracta alquimia derivada.

Por ejemplo: su paseíllo triunfal

por un pasillo del Maracaná

con la mulata hechiza

a quien pagó en dólares.

En vez de lo cual y amén

de insistir dulcemente en resultados

tradujo el hijo el diálogo siguiente:

“Una chica sencilla, madre,

se ofreció a cambiar mis dólares.

Le invité un refresco.

–Yo soy Jacobo. ¿Y tú cómo te llamas?

–María. Gracias por el refresco.

–De nada.

Y nos despedimos”.

KafKa: aMérica

Tristeza había

si acaso aparecer esa palabra o frases:

ahí tirando

nada nos falte

si acaso decir eso en la columna

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del haber, en los

rollos de casimir, los muebles

listos para amueblar

la estirpe del señor y del señor

si acaso y obvio, ¿no?

aparecer que al viejo

lo mató la

se murió de

murió por

fue muerto de/por

de tristeza murió: la peor

alternativa.

Le gustaban los toros y la salsa verde.

Que le gustara esa

salsa,

la grasa, la manteca negra –a escondidas,

bajo el sombrero– suturando

el anafre, tortillas, boca, la

manteca negra de la melancolía

el sol terso del infarto, las venas

del milagro mexicano, triglicérido sin

nombre ni estatina

era notable: su paladar

no estaba hecho para

no fue entrenado para/hacia

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no soportaba

naturalmente no

soportaba tomate + chile + cilantro +

manteca negra extasiada de sí

pon whisky en el whisky pon

grasa en la grasa pon que

la grasa no era kósher ponlo por

no decir

cerdo

no decir grasa de cerdo cáscara grasa

del cerdo bajo el sol del Santo del Indio de

Cantinflas bajo un toldo en la esquina bajo

el sombrero

a hurtadillas

de la mujer el hombre el niño el rabino a

hurtadillas la manteca negra untada

en las encías la lengua las muelas abiertas

no decir grasa bajo el recuerdo

de la familia no

decir familia no evocar

la imagen de la

la presencia de algún modo de la

fantasma de la

cultura del reflujo las agruras el empacho

la panza ardiendo como

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un perro negro de ácido de lenta dosificación

como un perro

así como

a la manera de

tal que/como

una nodriza impúdica

un nodrizo implacable un hombre de

fieltro un sombrero de fumar un cofre

de costura

la costra de fruta heredada de

transmitida desde

legada por

nadie

para ofrecer el remedio del

antiácido nadie nunca

mejor antiácido que un

valium 10

un valium diez

diez valium diez

–nunca mejor dicho–

de Hoffman La­Roche.

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Wallace Stevens: Guayabera suite

enrico Mario santí

El título no es de Stevens. Invento esa exageración basándome en parte en mis anteriores ejercicios (no me atrevo a llamarlos traducciones) (“Wallace Ste­vens en guayabera”, http://www.diariodecuba.com/de­leer/1402078295_8932.html) con algunos de sus poemas de tema “cubano”. Como veremos, esto también es una exageración.

Stevens visitó La Habana dos veces, en 1922 y 1923, y hasta llegó a escribir un célebre “Academic discourse at Havana”, pero nunca se propuso escribir poemas “cubanos”. Lo cierto es que en algunos invocó a Cuba como imagen, casi siem­pre como resultado de su correspondencia con José Rodríguez Feo (1920­1993), quien fuera co­editor, con José Lezama Lima, de Orígenes, la legendaria revista habanera de medio siglo. Fue Rodríguez Feo el que inició el intercambio en 1945 buscando colaboraciones de Stevens para la revista, que al final logró. Esa nutrida correspondencia ha sido amorosamente recogida en el libro Secretaries of the moon (1986). Los comentarios de esas cartas revelan no sólo el métier de Stevens, sino, como veremos, la importancia que el poeta norteamericano le concedió a su joven interlocutor cubano, y que Rodríguez Feo correspondió. Todo esto es material para entender mejor estas (malas) traducciones.1

1 Ver Secretaries of the moon. The letters of Wallace Stevens & José Rodríguez Feo, Ed. de Berverly Coyle y Alan Filreis, Duke University Press, Carolina del Norte, 1986. Los poemas de Stevens están recogidos en Collected poetry & prose, Ed. de Frank Kermode y Joan Ri­chardson, Library of America, Nueva York, 1997, del cual citamos aquí. Tanta fue la impor­tancia que Rodríguez Feo le concedió a su correspondencia con Stevens que, inexplicable­mente, lo hizo abundar sobre ella en otra recopilación de sus cartas. Ver Mi correspondencia con Lezama Lima, Ediciones Unión, La Habana, 1989, pp. 11­12, 15­16.

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enrico mario santí

En todo caso, para mis anterio­res llamados ejercicios mi reto fue entonces, como lo es ahora, plasmar la expresión inglesa de Stevens de esa imagen cubana en otro idioma que quiero llamar “cubano”. Pero, como queda dicho, esa idea también es exagerada. Existen muchas traduc­ciones al español de la poesía de Stevens, algunas de ellas notables, aunque aún falta una traducción de su poesía completa, y que no seré yo, por cierto, quien la acometa… Tampoco existe un idioma “cuba­no”, aunque sí una variación cubana del español o castellano, un idioma “cubano” que se habla en Cuba y dondequiera que haya cubanos, y es esa versión, o al menos ese tono, el que me interesa captar en estos mis

ejercicios de (mala) traducción. Lejos de mi intención, sin embargo, ha sido buscar equivalentes vernáculos, a la manera por ejemplo de las brillantes parodias de Guillermo Cabrera Infante, de la elegancia prosódica de Stevens. Mi idea, sin duda descabellada, se resume, una vez más, en la siguiente duda: ¿cómo realizar una versión cubana de un poema en inglés sobre tema cubano?

Hace tres años quise hacerlo con cuatro poemas; ahora quiero comple­tarlo, o complementarlo, con esta que llamo suite de “guayabera”, cubana por distintas razones. Antes pensé que había agotado el repertorio “cubano” de Stevens, y hasta dejé a medio hacer uno de los poemas de marras. Por suerte, me equivoqué. Ahora doy otros seis, incluyendo el que dejé a medias (“Alguien junta una piña”) y otro que retoqué (“Dos palabras con José Ro­dríguez Feo”). Tres más (“Crónica campesina”, “Intento de encontrar vida” y “La novela”) fueron nuevos hallazgos. Un sexto poema (“Esbozo del Máxi­mo Líder”) me ha parecido más bien una profecía histórica digna de nuestro

Wallance stenVens

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wallace stevens: guayabera suite

país, tal vez influida por el flujo epistolar con Rodríguez Feo. Nueve poemas –esos seis más otros tres que antes mal­traduje: “Discurso académico desde La Habana”, “Idea del orden en Cayo Hueso” y “El médico cubano”– cons­tituyen lo que bien podría llamarse una suite cubana de Wallace Stevens.

Van ahora comentarios de esos cinco poemas. “Esbozo del Máximo Lí­der” carece, por razones obvias, de comentario.

“alguien junta una piña” [“soMeone puts a pineapple togetHer”]

Poema difícil, y aún más difícil de traducir, forma parte de la sección “Three academic pieces”, un ensayo y dos poemas leídos como conferencias en Harvard y luego recogido en su The necessary angel (1951). El poema lo inspiró una de dos acuarelas del pintor cubano Mariano Rodríguez que Rodríguez Feo le re­galó a Stevens en 1945, luego de que el poeta, en carta de 4 de enero, le expre­sara que “sus felices cuadritos me tocan (Mariano de hecho es exquisito)”. A Stevens, quien vivía en el gélido estado de Connecticut, parecen haberle fascinado los colores de sus nuevas adquisiciones. “Llegaron en el día más frío de nuestro invierno más frío, y parecían tristes en la turbia luz del día. Sin embargo, el dibujo de la piña, que he colgado en mi cuarto, ahora domina la escena y es la cosa más brillante y alegre de toda la casa”. Las acuarelas además le infundían a Stevens ideas sobre su origen, pues “son mucho más cubanas de lo que uno pensaría, de manera que además de la sensación que uno tiene de un nuevo y fresco artista, nos da la de un lugar desconocido”. Así, en el poema, casi una ilustración del discurso sobre la metáfora y la semejanza del ensayo que lo precede, la piña colorida de Mariano inspira dos cosas. Primero, la nostalgia, sobre todo en la sección ii del poema, de un tiempo más auténtico cuando “Solía ser / que piña sobre mesa bastaba y sobraba / sin que entraran en su capital los falsos especialistas”. Y con mayor ambición, la idea de un artificio, simulacro o metáfora que no traicione la realidad: “Aquí el artificio total se revela / como realidad total. Y por tanto, lo es”.2

2 En Mariano: Catálogo razonado, Ediciones Vanguardia Cubana, Sevilla, 2007, i, pp. 171­172, aparecen varias acuarelas con fecha de 1944. Las que parecen acercarse más al regalo de Rodríguez Feo son 44.44 (p. 171) y 44.52 (p. 172), reproducidas en blanco y negro. Otras del

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“dos palaBras con josé rodríguez feo”[“a Word WitH josé rodríguez feo”]

Surge este poema de la observación del cubano, en una posdata de la carta del 13 de febrero, 1945, sobre lo grotesco como común denominador de obras tan disímiles como el Guernica, de Picasso, o los cuentos mistificadores de Dalí, así como en la obra de Hemingway, que por ósmosis, y debido a sus largas estancias en el mundo hispánico, había creado “obras hispanizadas” (“Spanishied works”), con todos esos “problemas viriles” que abundan en sus obras, pero que Rodríguez Feo consideraba afectaciones. Dos semanas después, Stevens contesta con el poema que lleva el nombre de su corres­ponsal y le explica (26 de febrero, 1945) en carta adjunta que “aunque lo grotes­co se haya apoderado del subconsciente, no será porque existe una relación especial entre ellas”. El poema ilustra esta idea al observar que la aparición de lo grotesco no es natural sino arbitraria y accidental, y por eso pregunta: “¿Para qué pensar entonces que se trata de un mundo interior / o que al ver las formas inconscientes de la noche / pensemos que se trata de figuras de otro tipo de conciencia?”3

“crónica caMpesina” [“paisant cHronicle”]

Al mismo tiempo, en su carta, Stevens previene a su amigo que espera no ha­berlo hecho deplorar que apareciera en su poema “presidiendo sobre la Luna con bobos”. Y seguidamente pasa a contestarle su pregunta, que Rodríguez Feo le había formulado en carta anterior (13 de enero, 1945) –“¿quiénes son los ‘hombres mayores’ que aparecen con tanta consistencia en sus últimos poemas?” Stevens le contesta explicando el sentido de “Crónica campesi­na”, el poema que acompañaba “Dos palabras con José Rodríguez Feo”. “Los hombres mayores –había explicado antes (21 de enero, 1945)– no son ni expositores del humanismo ni sombras nietzscheanas”. En otros poemas,

mismo año, como 44.46 o 44.48 (p. 171), reproducidas a color, dan mejor idea de lo “brillante y alegre” a que Stevens se refiere.

3 Una traducción del poema, de Orlando José Hernández, aparece en Mi correspondencia con Lezama Lima, p. 12.

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wallace stevens: guayabera suite

añade, “he barajado la idea de algún ar­bitrario objeto de creencia: algún tema poético artificial. Y los hombres mayores forman parte del entorno de ese objeto artificial”. En “Crónica campesina”, que ahora le envía y explica, “defino para Ud. lo que son hombres mayores. Me doy cuenta de que la definición es ambi­gua, pero al manejar figuras ficticias esa ambigüedad al menos apoya la ficción. En un final, tenemos que fijar objetivos abstractos y luego esconder las figuras abstractas en su aparición material. Un héroe no basta, pero lo queremos mu­cho más cuando no parece serlo y, des­de luego, sólo creemos en él cuando no parece serlo”. “Son hombres, pero hom­bres artificiales”, dice el poema. “Nada son en lo que no es posible creer”.

“intento de encontrar Vida” [“atteMpt to discoVer life”]

El original inglés lo publicó Stevens en un grupo de doce poemas en el número de otoño de 1946 del Quarterly Review of Literature, y fue allí donde Rodríguez Feo lo descubrió, para su sorpresa. Le sorprendió sobre todo que el poema mencionara San Miguel de los Baños, pueblo al sur de La Habana donde la familia de Rodríguez Feo tenía una finca y desde el cual el cubano solía escribirle, y notablemente en carta del 21 de marzo de 1946: “La mayor parte del tiempo lo paso sentado y mirando los modestos ciudadanos (real­mente muy pobres) caminando, vendiendo billetes de lotería o marchando por las calles con sus tristes caballos”. En la posterior carta donde comenta su descubrimiento le expresa: “Me sorprendió ¡y me encantó!, ver [un poe­ma] conmemorando mi viejo balneario”. Y añade, “y esa visión del cadave-rous person, ¡qué descubrimiento tan mágico. ¿Cómo desde tan lejos puede Ud. ver esas escenas conmovedoras? He traducido el poema y propongo que

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enrico mario santí

salga en este número de Invierno [de Orígenes]”. En efecto, para entonces cuatro poemas de Stevens ya se habían publicado en la revista, en traduc­ción de Oscar Rodríguez Feliú (tomo ii, núm. 8, invierno 1945, pp. 230­238). La versión de Rodríguez Feo, pésimamente literal por cierto, saldría en el número 12 (invierno de 1946). A la sorpresa del cubano, donde de paso le había preguntado al poeta: “But tell me what are Hermosas?” (pero dígame, ¿qué son Hermosas?), Stevens contestó: “Las Hermosas son un tipo de rosas. Desde luego, no sé si hay Hermosas en San Miguel. Pero tal vez nadie lo sepa. Además, el San Miguel del poema es un sitio espiritual, no físico. La pregunta que el poema plantea es si en un final la experiencia de la vida vale más de dos centavos”.4

“la noVela” [“tHe noVel”]

Tal vez la evidencia en torno a su origen sea la más fascinante. En carta des­de Princeton del 21 de septiembre de 1948, Rodríguez Feo le cuenta a Stevens su regreso a la universidad, donde cursaba estudios de posgrado, que había rechazado un trabajo en la unesco de París: “Mamá cogió mucho miedo de que me congelara en los hoteles parisinos. Oyó una conversación en la que un amigo mío describió en detalle el destino de un escritor argentino. Se acostaba de noche y se cubría con colchas. De la pila de lanas se salía una mano con guante negro agarrando una novela de Camus. Era la única manera en que él podía conectarse con acontecimientos literarios franceses. Mamá se impresionó con lo de la mano enguantada agarrando un tembloroso volu­men. Me pidió que me alejara. Venir a Princeton me pareció más seguro”.

El 6 de octubre, adjuntando copia del poema, Stevens le preguntaba a su amigo si “objetaría que publicase el poema que aquí le envío. No lo identifico, pero el lenguaje viene verbatim de su carta”. En efecto, el poema dice, entre otras lindezas:

Mamá cogió miedo de que me congelara en un hotel de París.Oyó lo que le pasó a aquel escritor argentino.Por las noches se acostaba debajo de unas colchas

y del montón de lana se salía una mano en guante negro

4 La versión de Rodríguez Feo aparece en Mi correspondencia, pp. 11­12.

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wallace stevens: guayabera suite

agarrando una novela de Camus.Me pidió que no fuera. Son palabras de José…

“¡Qué encantadora idea –contesta Rodríguez Feo en carta dos días des­pués– ponerle música y bella poesía a mi meditación discursiva sobre un tema tan plebeyo!” Y más adelante: “¿Qué es ‘The novel’ si no adivinación de lo que podría haberle ocurrido al hombre si hubiese vivido su momento en­cubierto”. Pero el poema, según aclara Stevens en carta posterior (25 de oc­tubre, 1948), constituye su crítica a la banalidad de la novela actual. “Quiero decir que debemos deshacernos de toda nuestra horrible ficción y regresar a las realidades de la humanidad”. Y a su corresponsal, con no poca irritación: “Y lo que quisiera saber de Ud. no es su llantén sobre la muerte de Berna­nos, digamos por caso, sino noticias sobre gallinas criadas con ajíes y nos­tálgicas rapsodias de la vista de lejana Habana y de gente que no conozco, que son mucho más fascinantes para mí que todos los personajes de novelas españolas, que no puedo leer”.5

coda

Hacia el final de este intercambio epistolar, dos frases destacan. Stevens reprocha (28 de octubre, 1949): “Tu trabajo es ayudar a crear el espíritu de Cuba”. A la distancia (3 de enero, 1951), Rodríguez Feo contesta: “¿Por qué no cubanizamos un poco el mundo?”

Tal vez estas versiones “al cubano” ayuden un poco a lograrlo.

5 En carta posterior (15 de agosto de 1950), donde comenta la reciente publicación de The auroras of Autumn, Stevens recuerda que “Partes de una de sus cartas aparecen en uno de los poemas, ‘The novel’.” Recuerda también que el poema “incluye una cita de Lorca que encon­tré en una carta de un amigo en Dublín, Tom McGreevy, que también aparece en el libro”. En “The novel” la cita de Lorca dice: “Olalla blanca en el blanco”. Si, en efecto, proviene del poema “Martirio de Santa Olalla”, en Romancero gitano, debería decir: “Olalla blanca en el árbol”. No sabemos si el error es de Stevens o de su fuente.

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Seis poemas

Wallace steVensVersiones de Enrico Mario Santí

alguien junta una piña

i

¡Dale, muchacho! Una naturaleza completamente artificiales lo que contempla. En ellala profusión de metáforas va en aumento.

Se trata de algo que él ve sobre una mesa.Raíz, fondo de una forma (corno el de esta fruta):un ángel en medio de la corteza.

Esta cáscara de Cuba, encajada esmeralda,bien podría ser ella misma la irreductible Xen el fondo de artificio imaginado,

algo como su habitante, su abogado elegido.Como si hubiese tres planetas: sol,luna, imaginación; o a lo mejor:

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día, noche, hombre, y sus interminables efigies.Si vislumbra un objeto sobre una mesa, como si fuesejarro de espigas en campo virgen, verde

y brilloso, o como venerable urnaque fortifica con cenizas dentro,como un verde­ceniza de lo verde,

todo lo ve en esta tangente de sí mismo.Esa tangente se convierte en algo de pesosobre lo cual descansa lo ingrávido, y desde lo cual

acuden lo efímero de la tangente, el azarosoconcurso de originales planetarios,y, tal parece, de la residencia humana.

ii

De la fruta él no debe decir nadaque no sea verdad, ni pensar menos de ella. Sí debe retarla metáfora que asesina a la metáfora.

Busca él una imagen que sea doble del ser,hecha sutil a base de la sutileza más celosa de la verdad,como la verdadera luz del verdadero sol, del verdadero

poder de la varita mágica de la luna,y cuyo brillo sea inteligencia de nuestro sueño.Busca una imagen tan certera como sentido

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lo es a sonido, su sustancia, su ejecución,vibración exacta en una proclamaque le haga decir lo poquito que dice

bajo el rollo de la prerrogativa. Vista así, la frutacomo parte de una naturaleza que él contemplaresulta fértil con más que sólo cambios de luz

sobre la mesa o con colores de la habitación.Sus propagaciones resultan más eruditas,como preciosos escolios apuntados en la oscuridad.

La época que lo concibió ¿no la recibió él entresus filtraciones? Hubo una vez una épocaen que piña sobre mesa bastaba y sobraba

sin que entraran en su capital los falsos especialistas,ni con festejos ni pálidas galas,ni con fiero rugido.

Lo verde tenía entonces un implacable pincho.Pero hoy se le ha formado cierto hábito de veracidadpara protegerlo en su privacidad y en el cual

el capcioso especialista le dice lo que puedede todo aquello, donde la verdad no respeta lo único,sino muchas cosas. A él no había que contarle

de los increíbles temas de la poesía.Estaba dispuesto a que siguieran siendo increíbles.Porque lo increíble también tenía su verdad,

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su cáscara de esmeralda que es real a pesarde alentar falsas metáforas.Para él lo increíble alentaba a creer.

iii

¡Qué cacho de cubierta más grueso!Doble fruto de epicúreos bullicios,como naranja misma que en mata repite

su ser singular. Favor de despojarla realidad de toda su finura. Favor de permitirque el bache de este tercer planeta se siente a la mesa,

y entonces:1) Bajo el palmar el bohío se sostiene.2) De la botella se salen genios verduzcos.3) Al otro lado de la pared trepa una vid.

4) De las piedras el mar chorrea hacia arriba.5) El símbolo de fiestas pero de olvido.6) Blanco cielo, sol rosado, árboles en un pico lejano.

7) Son celosías clavadas estas pastillas.8) Acurrucado anda el búho. Porta cien ojos él.9) En uno de ellos, van un gallito y un coco.

10) Así otrora luce el volcán.11) Palahude se llama una isla.12) Una forma extraña, gigante espina.

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Dichos fortuitos despellejamientos ocurrenen el trópico de la mímesis, ramasde Capricornio; o bien, tal como exige ese símbolo,

auspicios de la total e inédita composición(llevada al extremo) del cucurucho:fluctuaciones éstas de una incoherente cristalina escena,

pasos instantáneos de una escaladahasta la piña, Alpe escenificado, y aun asíAlpe al fin, púrpura montaña sureña hecha puré

con derretidos extractos de emparentadas cosas,saber de gato, tal vez, o tal vez folclor danés,pequeños lujos que vaticinan

fantasías universales de grandezas universales,leves iniciaciones cuyas formas pasan a encarnaren piña en mesa, o bien

suma de complicaciones de un objeto dado, vistoo no visto. Mundo de todo el mundo este es.Aquí el artificio total se revela

como realidad total. Y por tanto, lo es:se dice hasta del olor de esta fruta–que primero cunde rápido en el salón y luego no–

que se trata más de olor a este núcleo de tierray agua. Es aquello que yace destiladoen las prolíficas elipses que ya conocemos

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en planos que duro sugierenrevelaciones al ojo, brillo geométrico, sugerencias,como de fragmentos que juntan, en total, a los cucuruchos, lo

más verde.

dos palaBras con josé rodríguez feo

Como buen secretario de la luna,esa reina de la ignorancia, te quejasde que ella se ha vuelto la jefa de los bobos. Que la nochevuelve todo grotesco. ¿Te parece que la nochesea la naturaleza del mundo interior?Que esa Habana lunar sea una Cuba del ser?

Mira: debemos penetrar ese mundo interiory sacar conclusiones de lo que conocemos.Tomemos este viejo vendedor de frutasechando una siesta junto a su carrito.Ronca y resopla su ronquido.¿Qué informe tránsito de ideas se podrá mover allíenvuelto en su revuelo como si fuese un feto?El espíritu se cansa. Hace tiempo se cansó de todas esas ideas.Y nos dice: el grotesco absoluto existe.Existe una naturaleza grotesca en la Avenida de los Presidentes.¿Para qué pensar entonces

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que se trata de un mundo interior,o que al ver las formas inconscientes de la nochepensemos que se trata de figuras de otro tipo de conciencia?Lo grotesco, chico, no es una visita.No es aparición, sino prisión.Forma parte de esa simple geografía por la que la luz del sol nos llega.Como suele ocurrir con esas noticias que nos llegan, por ejemplo,del África.

crónica caMpesina

¿Qué son los hombres mayores?Todos los hombres son valientes.Todos perduran. Al gran capitán lo escogela suerte. En un final, el entierro más solemnees una crónica campesina.

Los hombres viven para seradmirados por otros hombres, y todos por tanto vivenpara ser admirados por todos. Las naciones vivenpara ser admiradas por naciones. La raza es valiente.La raza perdura. Las pompas fúnebres de la razason una multitud de pompas individuales,y la crónica de la humanidad es la sumade crónicas campesinas.

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Los hombres mayores son otra cosa.Se trata de personajes más alláde la realidad, y de todo eso hecho estáel hombre imaginario, sacado de otros hombres.Son hombres, pero hombres artificiales. Nada sonen lo que no es posiblecreer. Más que en el héroe casual, másque en Tartufo como mito, ese máximo Molière:fácil proyección harto prohibida.

Un poeta barroco podría verlo tan hombre quietocomo lo vio Virgilio. Pero mira tú mismoa este hombre imaginario. Puede estar sentado en un café.Y puede que sobre su mesa haya un queso manchego y una piña.Tiene que ser así.

intento de encontrar Vida

En San Miguel de los Bañosla camarera amontonaba Hermosas negrascomo si fuesen magnífico volcán.A su alrededor colocaba las rosas del lugar,azul y verdes, ambas teñidas,y rosas blancas con pétalos ya esmeraldasacadas del más atroz calor.

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En eso entró un cadáverque traía, inclinado e inclinando,a una mujer pálida, brillosa y con mantilla,ojos fuego y flacos, largos brazos.Ante la mesa con él se parósonriente, en el aire pesado,lamiéndose los labios.

De esa mesa las rosas verdesse esfumaron. Los pétalos azules tornáronseamarillos del fulgorentre fomentos de brote blanco y negro.Los cadáveres desvanecen.Y encima de la mesa donde vinieron a pararseaparecen dos monedas­dos centavos.

la noVela

Los cuervos vuelan encima del vestíbulo del verano.El viento lo golpea. Ondas de agua. Las hojasretornan a su ilusión primera.

El sol se sostiene como un español en despedida,saliendo del vestíbulo del verano haciael del pasado, vacío rodomontado.

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Mama cogió miedo de que me congelara en un hotel de París.Oyó lo que le pasó a aquel escritor argentino.Por las noches se acostaba debajo de unas colchas

y del montón de lana se salía una mano en guante negroagarrando una novela de Camus.Me pidió que no fuera. Son palabras de José...

Se coloca al lado de chispas de fuego,primer rojo del invierno rojo, rojo­invierno,el último, minúsculo vestíbulo en escrúpulo de frío.

¡Qué tranquilo estaba todo en el vivísimo Varaderomientras el agua brotaba de boca del orador!Decía: Olalla blanca en el blanco.

Requetepantigando la infinidad de la poesía.Aunque aquí tranquilidad redunda en lo que uno piense.Todo fuego arde según la novela ordene.

El espejo se derrite y se amolda y se desplazay de la manga se queda sin aliento de rojo vivo,sopla al fuego un fulgor vidrioso

y hace la llama llamear y le hace morder la maderay morder la más dura mordida, ladrando mientras más la muerde.El arreglo de las sillas está más o menos,

no como uno se las habría arreglado,salvo tal vez en estilo de novela, con rastrosde un desconocido en el cuarto conocido.

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Un retrato que es fuerte porque es comoun segundo que se salta la fila, algo negro irrealen lo que lo real permanece escondido y vivo.

Los arcos diurnos se desvanecen hacia la noche otoñal.El fuego decae un poco y el libro termina.El sosiego es el sosiego de la mente.

Lento el cuarto se oscurece. Extraño lo delargentino. Entiendo que sólo lo real puede ser irrealhoy, muerto o vivo.

También parece extraño cómo ese propio argentinoes sensible al miedo que se desliza bajo la madeja,se recuesta bocabajo y se entierra un cuchillo en el pecho.

Directico de la imaginación arcádica,su ser dándole duro en las venas,Frío el conocimiento de sí, bien suyo;

y tiembla uno de ser comprendido así, y por fin,comprender. Como si conocer fuesela fatalidad de ver las cosas demasiado bien.

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esBozo del MáxiMo líder

Se trata del último constructor del máximo edificio,el último soñador del máximo sueño.O lo que eso será. Porque de edificio a sueño no va nada.

Tenemos un máximo edificio y tenemosun máximo sueño. De éste hay palabras,palabras en una tormenta que mangonean formas.

Tenemos una tormenta parecida al sollozo del viento,palabras que se nos salen como palabras adentroque nos han dolido existencias enterassin decir ni jí.

Él puede oírlas, como si fueran gente en las paredes,circulando en corrientes de lengua común,llorando a medida que esa lengua decae, como fracaso.

Y ahora tenemos un edificio incólume en tormenta de ruinas,un sueño interrumpido que viene del pasado.De algo de fuera: de lo que no hemos vivido aún.

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Carta a Elsie

Wallace steVensTraducción y nota de Enrico Mario Santí

Durante su primera breve visita de dos días a La Habana, Stevens le escribió una carta y dos postales a su esposa Elsie. Doy aquí mi traducción de la carta, que creo muestra el asombro del poeta ante la extrañeza de la ciudad del trópico en pleno invierno, y que debe haberle inspirado la meditación de su “Academic discourse at Havana”, primero de sus poemas “cubanos”.

Habana domingo en la tarde 4 de febrero, 1923

Mi querida Elsie:Llegué aquí el viernes por la noche después de un viaje muy agradable

de Key West a bordo del Cuba de la línea p&o. El lugar es infinitamente más español de lo que pensaba. Me acerqué a un policía negro para saber dónde estaba y descubrí que el pobre no podía entenderme. Por fin terminé en el Hotel Unión donde me tocó tal cama en tales almohadas que el sábado temprano lo primero que hice fue cambiarme al Sevilla. Aquí estoy tan bien como podría estar dondequiera. El sábado en la tarde fui a las carreras, gran institución, y morí de aburrimiento. Por la noche fui a un juego de jai­alai, el deporte nacional español. Esta mañana y temprano en la tarde, hasta que el calor me lo permitió, caminé por todo el pueblo. El lugar es enorme. Creo que debe haber más de medio millón de habitantes. Así y todo, todo es terrible­mente parecido y después de medio día de paseo se agradece regresar a casa. Las casas aquí están todas construidas alrededor de patios interiores llenos de plantas. Los cuartos delanteros, a través de los cuales se ven los patios, están llenos de trastos. Estatuas, muebles del siglo xViii, adornos de todo tipo.

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carta a elsie

Pero estos patios interiores son los lugares más frescos del mundo. En ellos los niños juegan vestidos apenas, o sin nada. El sol no entra allí hasta mediodía. Los pisos no son de madera sino de loza. La ventana de mi cuarto no tiene cristales. Consiste úni­camente de persianas con postigos. Abrir persianas es como sacar un pedazo de pa­red. Las noches son frescas, pero no frías, y en general el hotel está construido para que circule el aire y dormir como rey. Como en distintos lugares. Anoche cené en el Club Británico con el representante de la Aetna. Esta mañana desayuné aquí en el Sevilla y a mediodía almorcé en el Telégrafo, uno de los mejores lugares. Para el almuerzo bebí un vaso grande de naranjada, una langosta cubana, pan de plátano, helado de coco y un tazón de café cubano. Los cubanos hacen un café excelente, muy negro pero suave. Esta noche espero al Sr. Marion, uno de los representantes de la Hartford Fiore para salir a cenar, tal vez al Casino, uno de los shows de la ciudad. Durante mi paseo esta mañana me llegué a cuanta iglesia grande encontré a mi paso, y por eso ya puedo decir que he asistido a la iglesia asiduamente. Son todas católicas, bellas y desordenadas. La mayoría más antiguas que las más viejas de nuestros edificios. Pero todo aquí es objeto de interés –los limpiabotas se sientan cuando te lustran, todo el mundo se quita el sombrero al ver pasar un carro funerario, las negras fuman tabaco, las calles están llenas de Fords, que te llevan casi siempre por 20 centavos a cualquier lado, los mejores carros son tan chillones como las campanillas, los cubanos usan el mismo dinero que nosotros, hasta el dólar–. No tienen billetes, pero usan los nuestros como sustitutos, lo cual es muy conveniente. Parto mañana a las 4, lunes en la tarde, y voy en buque directo a Miami, Florida, llegando allí el martes por la mañana. A partir de entonces vuelvo a trabajar. Desde luego me siento un poco pecaminoso en haberme escapado

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wallace stevens

a La Habana. Pero no es un gran pecado, y si verdaderamente querías que tuviese vacaciones a mi manera, ya lo hice. Porque no hay nada que disfrute yo más que ver nuevos lugares, y todo esto es nuevo y extraño de cabo a rabo. Pero es el último lugar del mundo en que viviría. Hay muchos lugares donde se habla inglés, pero para moverse libremente el español resulta indispensa­ble. Hasta los chinos lo hablan. Hay muchos chinos aquí. Venden pescados, tortas, etc. Uno de ellos se me acercó en la calle con una caja al cuello y me dijo “!Maní caliente!” Ésta es la vida… Mi ventana se abre al Prado, un pequeño bulevard que desemboca en el Malecón. Una procesión de peatones pasa esta tarde de domingo. El Castillo del Morro, la vieja fortaleza española, queda a pocas cuadras, pero al otro lado de la bahía. No he ido a verla por­que de este lado puedo ver todo lo que quiero. Huelga decir que el precio de buenos puros está por los cielos. Sin embargo, he encontrado un buen ciga­rrillo habanero hecho de tabaco real que me gusta bastante, y como los puros habaneros son fuertes, fumo más cigarrillos que puros. He estado buscando algo que traerte de souvenir, pero confieso que las tiendas me aturden. Las mantillas españolas te volverían loca, etc. Pero espero encontrar algo por la mañana. El farolero con su larga estaca ya está alumbrando los faroles Pra­do. Acaba de pasar un hombre a caballo vestido todo de blanco. Los colores de los vestidos en los carros parecen en gran parte tintes de color naranja y rojo. Cuando entré me puse el piyama para refrescarme, pero como ya es de noche me volveré a vestir y saldré un poco.

Con amor, Wallace

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Tres poemas de amor

julián HerBert

enVenena a tu príncipe

Hay en mi boca un príncipe quitándose la túnica,quería decírtelo con sexo oral, con lengüetazosa un helado de cereza negra, con caries y tabaco,dulces de leche, leche rancia monoparental,muertos, quería decírtelo con muertos donados por el régimen,hay en mi boca un príncipe quitándose la túnica,tres brujas lo llaman rey desde una muela picada,no tiene descendencia, sabe a ajo, tres brujascalvas montadas en caballitos de carrusel,y países, países masticados pudriéndose en aliento,y ostras, armaduras de sal, caparazones de centellas flácidascon estandartes rojos, y una reina muy muerta con peluca,y una niña que a diario asfixia a su muñeca en baldes de agua,y museosdonde todos los mármoles yacen sin acabar,hay en mi boca un príncipe quitándose la túnica,un dulce príncipe dormido en colorante artificial,

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buenas noches, tus mensajeros han muerto,la saliva es la hidra de los cementerios,la saliva es la hidra de las imágenes decapitadas,un auriga de sarro que azota tiburones, un mar de perlas y ojos que cavan paladar,un agujero negro: hay en mi boca un príncipe quitándose la túnica para dormir a tu lado.

catálogo de las naVes

A la muchedumbre no podría ni nombrarla, aunque tenga diez lenguas, diez bocas (…). Pero mencionaré los caudillos y las naves todas.

Homero

Catálogo de las naves que te trajeron hasta aquí:

aviones faldas al vuelo medias a rombos papel negro en fotocopiasvergas muertas sepultadas en tu panteón de hombresfantasmas de ex amores aún despiertos (déjalos que caigan como la lluvia de Macbeth)chapiteles de brisa manos cortadas en el tablero de Monopolyracimos de ojos mis dedos pulsando cítaras sordas en tu piel

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ramita de matimbárosal de cráneos abiertos hasta la esencia del botónlustros de verte salir del mar de mi cabeza en una concha de azúcararmada siempre de un hacha pero en vestido de espumatragaluces: sacaba con mi lengua las letras de tu coño y él me hablabade escaleras eléctricas que dan a un tragaluztaxis (saqué también muchas tes y muchas equisno la palabra enterapero al subir a tu lado en el asiento la supe) taxis muertos(porque mi lengua te sigue leyendo de memoria durante horas)y libros claro pero también y sobre todo corcholatas vasos vacíos pescado negro saboresinmoralesporque las naves sin sabor no saben ir a la guerray tus zapatosque escondí en la caja fuerte del hotel cuando empezaste a fastidiar con que te ibasy tus otros zapatos (los que tienenel zíper al revés) y los huesos de una ciudad baldía sobre la que surfeamosdía y noche extasiados entre olas de dolor:catálogo de las navesque te trajeron a mí

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quédate quieto

esto no es aguano son constelacionessu rumor abrasivo de lápiz contra el cieloéstas no son estrellas fugaces quecircunvuelan con dedos de fósforolas tetas de Andrómedaesto no es aguano es ni siquiera la noción de que la materia es capaz de desearde desear­se al margen de nosotrosno hay bastante filosofía de la menteni suficiente zen para explicarel socavónesto no es aguaesto es el cuerpo de mi novia en un hotelmartajado por una gran mano de piedraesto es mi cuerpo que se mueve sobre ellacon una adolescente destreza pasajeraesto es el único futuro disponiblepara una especie destrozada por la autoconciencia“quédate quieto”dice mi novia muy bajitoy me toma por la espaldasus manos enlazadasy me coge

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al son quirúrgico bromista encabritadode una ola cuando te revuelcayo intento abrir los ojos allá abajootear entre la arenadefendermesujetar con los puños los cuchillos del agua que me zurcepero es que esto no es agua:es la ansiedad de resplandorque deja el tacto cuando te disuelve

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La insignificancia del universo

josé sáncHez carBó

calendario uniVersal

Si los 13 mil millones de años del universo fueran reducidos en un ilustrativo calendario de doce meses, entonces la humanidad aparecería en el último minuto del último día.

La vida de un escritor, en ese instante del universo, resultaría insignifi­cante si obviáramos que también es una realidad innegable del cosmos. Una realidad como todos los universos imaginados en esos sesenta segundos: el ombligo del mundo, la tierra plana, la teoría geocéntrica y la heliocéntrica, el big bang, la teoría de las cuerdas, los universos paralelos, el multiverso o la velocidad del universo.

Ese periodo concentra lo inconcebible e infinito; las imágenes y los re­cuerdos; los sentimientos y las emociones; los descubrimientos y las censuras; las grandezas y las miserias humanas. En esos últimos segundos universales también coinciden un astronauta en una catedral medieval, un escritor en una ciudad española y un negro con la sombra de un fantasma.

A esta postrera centésima de tiempo pertenece la historia de un escritor que vive apocado por la metáfora del calendario estelar. Su nombre es Darío y nació un fatídico día de la década de los setenta. Es escritor y llegó a Sala­manca con los gastos pagados. Nunca había salido de su país. Es el escritor fantasma, el escritor negro, la sombra de El Escritor, este sí una persona inteligente y famosa que atrae la atención y ha viajado por medio mundo presentando libros que en parte escribió Darío.

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la insignificancia del universo

un país se desHace

Vera y Darío compraron un boleto de avión con destino a España y aterriza­ron en varias Españas.

En una España sus ciudadanos se congratulan por llegar por primera vez a la cita con la historia europea. Esa España fue el primer país en apro­bar la constitución europea. En otra España los aires nacionalistas levantan polvo sobre el concepto de nación española.

Una de ellas busca convertirse en un estado libre asociado a España. Tendría voz y voto dentro de la Comunidad Europea. Su plan fue rechazado por el parlamento español.

En la otra España algunos profesores españoles han sido dados de baja por no dominar la lengua nacional. Los sustituyen por otros que la hablan co­rrectamente, pero carecen de la formación profesional y el dominio de la ma­teria. Las academias de enseñanza de la lengua nacional están llenas a tope.

El gobierno de una España entregó traducida una copia de la constitu­ción europea a cada comunidad autonómica. Una nacionalidad reclamó que su constitución era exactamente igual a otra. Para muchos las lenguas de una y otra nación son lo mismo, pero para ellos hay diferencias.

En otra de las Españas la selección de hokey sobre pasto, en un evento europeo, que le permitiría su participación en el mundial de la modalidad, desfiló como selección de la comunidad y no como selección española y así lo harían en la futura competición mundial.

Una comunidad no apoyó la candidatura de Madrid para organizar los juegos olímpicos del 2012. En represalia los madrileños en las fiestas decem­brinas boicotearon la compra de la cava catalana.

La carrera de filología hispánica es sustituida por titulaciones que res­ponden al contexto lingüístico de las diferentes naciones españolas.

El mapa de España de colores se deshace. En un bar, un español poco informado le platicaba al tabernero su intención de comprar una enciclope­dia sobre la historia de España. Y el otro, sabio de barra, le dijo: “Joder, tío, no gastéis tu dinero en eso. Este país ya no va a existir. No tiene caso”. Vera y Darío se voltearon a ver. Era 2004.

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josé sánchez carbó

nuBes

En una cafetería de la calle Libreros, cerca de la que fuera casa de Miguel de Unamuno, el clima gélido de la época monopoliza la conversación, no el repunte de los nacionalismos. Todos hablan de la temperatura, de un invier­no inusual, de la probabilidad de que caiga nieve.

Darío y Vera disfrutan del cobijo de las nubes tomando un carajillo y pensando en obras etéreas como Niebla, de Miguel de Unamuno, o Novela como nube, de Gilberto Owen. Ellos disfrutan Salamanca. El espíritu de es­critores y personajes literarios, como la neblina, acechan las puertas y las ventanas.

Salamanca es una ciudad de residentes pasajeros. Una ciudad sobre la que las nubes se detienen. Cansadas de flotar descienden. Sin derramar una gota, inmóviles entre ellos, en sus pulmones, dominan el paisaje y su estado de ánimo. Vera piensa que su presencia anima las depresiones y alienta la esencia gótica. La gaseosa atmósfera convierte los lentes oscuros en un ab­surdo, en una broma pesada.

A Vera y a Darío les reconforta la preocupación de los parroquianos por el clima. Se sienten aclimatados, tienen tanto frío como los nativos. Semana y media sin ver los rayos del sol sigue siendo algo raro para los salmantinos. Darío y Vera después se darán cuenta de que el estado del tiempo siempre será motivo de conversación. Los pronósticos del tiempo de los diferentes ca­nales de televisión son seguidos con interés. El fin de semana, en el ranking de “Los programas más vistos de la semana”, el tiempo de lunes y jueves del canal estatal ocupan los primeros puestos. Debajo hay una serie cómica muy popular y el partido amistoso entre España e Inglaterra; arriba del clima hay series gringas de televisión.

Darío y Vera llegaron hace poco tiempo a Salamanca. Viven en el ático de un edificio de tres pisos desde donde pueden observar, desde su habita­ción, la torre mayor de la catedral, ubicada a poco menos de 200 metros. La catedral se impone a la vista cuando uno transita por la carretera de Madrid. Pero durante estos días de niebla es casi imposible distinguirla. En todas direcciones el panorama es un húmedo manto gris.

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la insignificancia del universo

nuBes ii

Días de densa niebla. Los watts que iluminan la arquitectura medieval de Salamanca se reflejan en el cielo nocturno creando eternas tardes nubladas. La luz artificial queda suspendida entre un universo de microscópicas gotas de agua. El sol dorado lleva escondido una semana; entre la niebla parece moneda de plata; una luna llena de mediodía.

Un domingo la luz del sol intentó atravesar la neblina. Por escasos mi­nutos un rayo marcó los caminos amarillos que siguieron los peatones. Las sombras proyectadas por las edificaciones se convirtieron en vías oscuras. El sol logró recuperar su brillantez, pero la densidad de la niebla no tardó en suturar su osadía. El esplendor del astro volvió a ser opacado.

En este clima es común ver a la gente usando botas, calcetas, ropa térmica, pantalones, playera, camisa, sudadera, abrigo, gorro, guantes, bu­fanda, cuello polar… Tres o cuatro capas de ropa limitan el movimiento del cuerpo. Pero para algunas mujeres el frío nunca es problema. Darío se da cuenta de ello. Se fija en las que desafían las bajas temperaturas. En las que recorren las calles con minúsculas faldas, mostrando sus piernas cubiertas sólo con unas finas medias. Son una agradable recreación visual, son monu­mentos en tránsito. Ejemplifican el dilema entre la sensualidad y la raciona­lidad, piensa Darío. Tal audacia estimula sus sentidos. Lo asombran. Entre la bruma y el frío, estas anti­climáticas mujeres avanzan sin mirar a nadie. Ellas avanzan como pequeños soles irradiando y deslumbrando. Calientan la imaginación de Darío y lo llevan hasta las nubes.

Vera lo mira mirar, lo imagina imaginar, lo sueña soñando con ellas. Vera lo deja volar hasta que le da un codazo que lo deja helado. Darío voltea a verla y Vera le dice:

A mí me gusta la de falda azul, ¿a ti? Darío no sabe si fue reclamo o insinuación de algo. Sólo siente que un

cálido bienestar recorre su cuerpo.

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josé sánchez carbó

HuMo i

Quien necesita fumar para escribir, o bien lo tiene que hacer a lo Bogart, con el humo enroscado al ojo (lo cual determina un estilo bronco), o bien ha de soportar que el cenicero se lleve la casi totalidad del cigarrillo.

Juan Benet

Antes de encender la computadora, Darío revisa si en la cajetilla tiene suficien­tes cigarros. Para decidir el nombre del nuevo documento, fuma. Aspira unas dos o tres veces. Gira el cigarro sobre el cenicero para sacarle punta a la ceniza.

Las ideas oyen música en su cabeza. Esas ideas empiezan a moverse, brincar, gritar, girar y poco a poco bailan con la nicotina. Sus movimientos entretienen a Darío. Cuando apaga el primer cigarro, enciende el segundo. Las imágenes hacen acrobacias en su mente. A veces fuma dos o tres cigarros antes de sincronizarse con las ideas. Los movimientos ondulantes del humo las armonizan y justo cuando bailan una balada, Darío toma sólo a una de ellas de la cintura, no siempre es la más bella, ni la más limpia o la más sucia. Agarra siempre a la que lo mira a los ojos y le dice ésta soy yo. La idea más honesta y auténtica puede ser bella, fea, puta, recatada, inteligente, estúpida. No importa su aspecto. Sin dejarla de mirar, Darío avanza con ella. La aprieta, su cuerpo está pegado al suyo, huele su aroma, le acaricia la espalda. Se mueven lentamente, sincronizados. Besa su cuello, baja sus manos hasta sus nalgas y las aprieta de forma delicada o salvaje. Ella le dice: “Desnúdame”.

Entonces Darío empieza a escribir sobre el universo y las calles de Sa­lamanca mientras el cenicero consume la totalidad del cigarro.

las letras y la lujuria

–¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin parar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis.

Charles Baudelaire

Darío está de marcha con Gonzalo. Están en el bar cerca de la casa de Una­

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la insignificancia del universo

muno. Gonzalo piensa que Salamanca es una dichosa ciudad, plena de estudio y vida noc­turna. Estimula la vitalidad desde tiempos remotos.

En el tiempo de La Celestina había tan­tos burdeles como librerías, afirma Gonzalo.

Darío se muestra escéptico. Debería di­mensionar esa proporción, pero carece de da­tos para hacerlo.

Lo acaba de conocer y no deja de hablar, de hablar de Salamanca. Se entusiasma con Salamanca. Se trata de una ciudad tradicio­nalmente culta, añade Gonzalo. Es el esce­nario donde inician su peregrinar Lázaro de Tormes y Tomás Rodaja, el Licenciado Vidrie­ra, que trastorna su cordura después de leer tantos libros; por leer libros, más aburridos y más peligrosos que el alcohol y las mujeres. Los siglos han pasado y dicha concepción es parcialmente cierta, matiza Gonzalo. Actualmente los burdeles están en las afueras, en las orillas de las carreteras.

Su teoría es que se siguen abriendo librerías y bibliotecas para reprimir el libertinaje de los jóvenes. Gonzalo no se fija en Darío. Mira su vaso, a la puerta de entrada o a las mujeres que entran o salen, mientras continúa con la historia subterránea de Salamanca. Darío, por su parte, piensa en Vera y en esa joven de pelo negro que frente a él bebe una caña en la barra.

De aquellos años de culta lujuria sobrevive la famosa rana sobre el crá­neo de la fachada de la universidad y el tradicional hornazo salmantino. La rana, en realidad un sapo, simboliza la lujuria y el cráneo la muerte. El men­saje es claro, Darío. Debían disipar el deseo sexual de los estudiantes con el símbolo de la muerte. Más estudio y menos sexo. Por eso convino extender la leyenda de que tendría éxito el estudiante que lograra localizar el detalle.

El hornazo, esa empanada gigante rellena de tocino, chorizo, jamón serrano, carne de cerdo y huevos cocidos, es otra vaina. Deberías probarlo, recomienda Gonzalo. Según la versión oficial, la turística, durante el Lunes

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josé sánchez carbó

de Aguas, los estudiantes cocinaban este manjar para las mujeres. La otra his­toria, la libidinosa, dice que el hornazo era preparado por los jóvenes para re­cibir a las putas que ese día cruzaban el río Tormes para regresar a trabajar a la ciudad de Salamanca. Bonita idea. Una fiesta de la carne en todos los sentidos.

Una densa nube de humo llena el local. Darío fuma y bebe chupitos de vodka. Acaba de conocer a Gonzalo y apenas le ha preguntado su nombre. Hay mucha gente, jóvenes, adultos, viejos, comiendo, bebiendo, platicando, viendo el futbol en la televisión. Huele a fritanga, tabaco y cerveza. La mayoría fuma.

Darío le invita un cigarro a Gonzalo. Acepta y prosigue: Ya no hay burdeles. Ahora prevalece el bar. ¡Existen poco más de dos

mil! Es un bar de posibilidades, ríe Gonzalo con su chiste. Al menos eso se estima. Es una cantidad lógica y bien pensada para Salamanca, que trata de mantenerse fiel a la tradición. La ciudad tiene alrededor de 150 mil habi­tantes, de los cuales 40 mil son estudiantes. Ponte a pensar, le dice a Darío. Con tantos bares es posible avanzar de uno en uno hasta llegar a tu destino, de bar en bar, de caña en caña, de tapa en tapa, bebiendo y comiendo y co­nociendo gente sin pasar frío. Ese número a su vez trae consigo la variedad, pero también descubre una curiosa costumbre: la basura en el piso.

Salen del bar para visitar otros, tal como dice Gonzalo. Darío lo sigue, le gusta su reverencia por la vida nocturna. La noche es una fiesta, las calles son tumultuosas. Cientos de personas caminan buscando un lugar para sa­ciar la sed o los antojos.

Gonzalo se ha convertido en su guía de la vida nocturna. El largo fin de semana salmantino empieza el miércoles y termina el domingo en la noche. Cada bar en su fachada anuncia las promociones. Hay opciones para todos los gustos musicales. Hay discotecas para los que les gusta bailar música de moda. Otros locales sólo tienen televisión para ver el futbol. Unos más tienen máquinas traga monedas.

Gonzalo cuenta que una vez le tocó ver a una persona ganar una buena cantidad de euros. Esa ocasión se emocionó tanto como el afortunado, pero guardó sus monedas y cuando terminó su café se retiró, tal vez a otro bar con tragamonedas para seguir abusando de su suerte. Se fue sin invitar una caña el miserable hijoeputa.

Darío y Gonzalo visitaron esa noche una docena de bares. Casi todos

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la insignificancia del universo

ofrecen una barra con una atractiva oferta de pinchos y tapas: tortilla de papa, empanadas, aros de calamar, barritas de pescado, tapas con jamón, champi­ñones al ajillo, aceitunas, alambres de carne a las brasas, costilla, chistorra, chorizo y un largo etcétera.

Gonzalo le explica que generalmente al pedir una bebida, cualquiera que sea, tienes opción a escoger entre alguno de los pinchos o tapas. Algunos los cobran aparte. Normalmente no hay carta de precios y te llevas sorpresas.

La constante en los bares es la basura acumulada en el piso, le advierte Gonzalo. Las condiciones del suelo son el indicativo de cuán visitado es el bar. La cantidad de servilletas, colillas de cigarro, huesos de aceituna o palillos para los dientes en el piso significa si es frecuentado y tradicional o vacío y moderno. Todo debe ir al suelo. No se te ocurra dejar la servilleta sobre la barra o el plato. Es preferible tirarla al piso, ¿entiendes? La escoba es huevona en esos lugares. Los meseros, al echarle el trapo a la barra o alguna mesa, no recogen con la mano las migajas o bolas de papel. Todo va directo al suelo. Después alguien limpiará. Desconfía de un bar limpio, aconseja Gonzalo. Tiene que estar sucio, lleno de gente, de humo y ruido.

Darío le dice que se tiene que ir. Se despide. Mientras se aleja, Gonzalo le grita: Las putas se alejaron, no las letras ni la lujuria.

Darío hizo escala en otros bares. Mañana le contaría a Vera sobre ese tal Gonzalo.

aMigos de la calle/ i

En la calle “La Compañía” trabaja una italiana de ojos pequeños y una bri­llante sonrisa. En las tardes toca una pequeña flauta de madera. Así sobrevive. El pelo le llega a la cintura. Son churros trenzados con un listón de colores. Las enormes botas negras, con seis hebillas plateadas cada una, son adecuadas para un astronauta tecnoindustrial. Cubre sus pantorrillas con calentadores tejidos con los colores del arco iris. Viste pantalón de algodón y encima una mini falda que, con otro clima, le harían lucir las piernas. Su cuerpo lo oculta con va­rias capas de ropa. No le interesa lucir como modelo. Ella no sale a la calle, vive en la calle. Sus convicciones caminan debajo de la pasarela, en el subsuelo del consumismo.

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josé sánchez carbó

Su gorro nunca está en su cabeza sino en el piso. Ahí deposita su caridad el tran­seúnte salmantino o extranjero que conmovi­do arroja sus centavos, la morralla incómoda que rasga el bolsillo, la baratija ruidosa y redentora de la moral. El gorro le sirve a la italiana para alojar la futura empanada de chorizo o bonito; al peatón le sirve para depo­sitar la empanada de tranquilidad espiritual.

Las desconocidas notas musicales emi­tidas por el aliento de esa joven no conmue­ven tanto como verla sentada en la banqueta en espera de ésas monedas. La gente no repara en la interpretación, en el género o el nombre de la melodía. Esa acción mi­sericordiosa es activada por la escena. La música es un soundtrack, la cortina musi­cal de una triste escena de tarde gris.

La Italiana podría ser un elemento urbano, igual a un poste de luz, un buzón de correos o un bote de basura. Ella lo sabe. Su decisión ha sido renunciar a un sistema de vida con el que está en desacuerdo. Pero esa con­vicción parece no compartirla el perro que acompaña a la flautista.

El perro, con algún lejano rastro de bóxer, de piel canela manchada con rayas cafés, está siempre a su lado, tapado con una vieja camiseta azul marino. Está amarrado a un poste. Puede estar echado, con el hocico sobre el piso o sentado, mirando a la gente con ojos afligidos. Sus cachetes colgados dicen: “Hey, miren la vida de perro que me da la flautista”.

¿Entre ambos hay un pacto para representar ese drama urbano? No, entre La Italiana y su perro no existe acuerdo porque el can le ha reclamado en más de una ocasión, enfrente del público, el estado opresivo en el que lo tiene. Esas escenas incomodan a los que tienen la mala fortuna de pasar frente a ellos. Se convierten en testigos involuntarios de un conflicto familiar. No saben cómo comportarse, hacia dónde mirar, fingen no darse cuenta del problema o comprenden que eso sucede en todas las familias.

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la insignificancia del universo

Aunque, la verdad, es imposible obviar los coléricos y demandantes ladridos. Cada uno reclama y cada reclamo es una ininteligible y penosa confesión. Justo en este punto los oídos son sordos, los pies se agilizan y las notas de la flauta se corrompen.

Cuando el perro se enoja y ladra su rebeldía, la Italiana le habla en italiano. Agarra con las dos manos el hocico y se lo acerca a su boca. Se tran­quiliza con su voz suave. Con palabras dulces, le pide que entienda. Enton­ces el perro comprende el espectáculo que está dando y vuelve a echarse y a mirar con melancolía a los perros bien comidos y bañados que pasan frente a él. Perros pijos, perros fresas. Quiere largarse, pero le resulta imposible porque es fiel como un perro.

HuMo iii

En invierno las temperaturas descienden bajo cero. Con Vera embarazada, Darío no podía declarar su piso como lugar para fumadores. Tenía que salir a fumar al pasillo del edificio: un pequeño descanso para entrar a los cuatro pisos del tercer nivel. Algunos días funcionó su área de fumar hasta que el frío y el susto que le dio a la vecina le hicieron reconsiderar su estrategia.

Una noche, mientras fumaba en la penumbra del pasillo, Darío se pre­guntaba cuántas historias de fantasmas habría en una ciudad tan vieja como Salamanca. Él era un escritor fantasma y conocía a otros escritores fantasma, pero no provocaban ningún miedo.

La punta encendida del cigarro era lo único visible en aquella tiniebla. Mientras aspiraba y cavilaba sobre la escritura y los fenómenos sobrenatu­rales, Darío escuchó girar la perilla de la puerta vecina. Alguien abrió la puerta. Darío se puso en guardia. ¿Me presento o no? Digo Hola o Buenas noches. Le doy la mano y dos besos o sólo saludo con la cabeza. Seguro vio y olió la luciérnaga de mi cigarro, pensó. Pero no. En una fracción de segun­do, la mujer prendió la luz interior del edificio y descubrió frente a ella a un desconocido con un cigarro en la boca. Se impresionó, reprimió un grito con la mano y soltó un suplicante: ¡Jesús! ¡No me haga nada! Su reacción desconcertó tanto a Darío que lo enmudeció.

La mujer era baja de estatura, cincuentona, con arrugas amargas en

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josé sánchez carbó

el rostro, pelo rubio en las puntas, entrecano en la raíz y muy maquillada. Nunca la había visto.

Cuando se repusieron de la impresión, Darío se presentó como su nuevo vecino. Acabo de mudarme, dijo. ¡Hostia, qué susto me has dado!, dijo ella molesta y, sin más, bajó las escaleras. Antes de perderlo de vista se volvió para mirarlo. Los ojos espumearon rabia. Darío acabó su cigarro y se metió pa­ra platicarle a Vera su desafortunado encuentro con la vecina. Se murieron de risa.

Cuando habían olvidado el incidente, tocaron la puerta de Darío y Vera. No conocían a nadie, a nadie. Y a esas horas de la noche de un domingo era improbable que el casero los visitara. Darío abrió la puerta y encontró a dos policías. Lo saludaron y le preguntaron si había visto algún extraño mero­deando dentro del edificio. No, dijo Darío. Una señora llamó para alertarnos. No sé nada, insistió.

Le pidieron una identificación. ¿Es mexicano? Sí. ¿A qué se dedica? Soy escritor. ¿Qué hace en Salamanca? Escribo. Uno de los oficiales apretó la mandíbula al escuchar la respuesta de Darío. Pero no dijo nada más. Su compañero apuntó sus datos en una libreta y se marcharon.

Darío no podía creerlo, unos cuantos días de vivir en Salamanca y ya había sido interrogado por la policía.

Los siguientes días evitó fumar en la noche en el pasillo. Se concentró en buscar otras opciones. Se metió al baño, pero cuando salía había humo por todos lados. Sacó la cabeza por la ventana, pero el aire frío entraba. Ade­más, a alguien se le podría ocurrir llamar a los bomberos, pensó. Hasta que encontró la solución para darle tranquilidad a su vida, a la de Vera y a la de su vecina. Se le ocurrió activar el extractor de humo de la cocina y debajo de él aspirar gustoso la nicotina. A cualquier hora podía bailar con las ideas desde su zona de fumar.

docena estelar

Darío y Vera llegaron a España cuando el horizonte de las ciudades estaba dominado por grúas que levantaban edificios. Era el tiempo en que prolife­raban las obras de infraestructura urbana abanderadas por las doce estrellas

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la insignificancia del universo

de la comunidad europea. La bandera de la comunidad se veía por todos la­dos exhibiendo los montos aportados para la ampliación, la construcción o la restauración. Miles de millones de euros en concreto, varillas, maquinaria, tuberías.

Los españoles todavía entonces convertían los precios en euros a pesetas. Había bonanza. Las condiciones de trabajo y los salarios eran incomparables con el pasado. Había un exceso de confianza. Las políticas neoliberales eran administradas por el pp y luego el psoe. La mayoría se animó a comprar un piso con un crédito a varios años. Las grúas trabajaban con celeridad. Espa­ña era parte de Europa.

Las grúas y los euros inflaban una burbuja, cuyo límite de tensión ce­dería unos años después.

Eran tiempos en los que, para terminar de ser una potencia, España debía sumarse al contingente militar internacional para establecer el orden occidental en el oriente medio. España lideraba la Brigada Plus Ultra, com­puesta por tropas españolas, salvadoreñas, hondureñas, nicaragüenses y do­minicanas, que se instaló en Irak en 2003.

También aquella época de la docena estelar, de júbilo comunitario, quedó marcada con la catastrófica mañana de Atocha.

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Dorotea inventa a Juan Rulfo

felipe Vázquez

a Rocío

la iMagen de la orfandad

La orfandad es uno de los temas medulares de Pedro Páramo. A partir de una escritura concebida desde la poesía, Rulfo logró pulsar las hondas cuerdas de la orfandad –y la búsqueda por redimirse de esa condición de falta origina­ria– a partir de una estructura narrativa y un estilo literario de gran originali­dad. En el mundo de Pedro Páramo percibimos una orfandad sin límites que ni siquiera concluye en la ficticia región de los muertos; al contrario, desde la región de los muertos podemos vislumbrar que la orfandad es irredimible.

El tema de la orfandad en la literatura occidental la hallamos ya en uno de los poemas más antiguos de Occidente: La epopeya de Gilgamesh. El héroe mítico de Babilonia se siente absolutamente desamparado cuando descubre que morirá de manera definitiva y, transido por la angustia, decide ir en busca del secreto que le otorgue la inmortalidad. Cruza el reino de la noche y llega a los confines del mundo, pero sólo le indican dónde hallar una hierba que hace recuperar la juventud; sin embargo, una vez obtenida, ésta le es ro­bada por una serpiente. En esa pérdida, Gilgamesh asume su condición mortal, su plenitud humana, pero queda herido para siempre por un sentimiento de hondo desamparo. Y este sentimiento de orfandad lo hereda a toda la lite­ratura occidental. Sería largo enumerar las obras que abordan los diversos tópicos de la orfandad y que incluyen el descenso a la región de la oscuridad, al mundo de los muertos, al hades, al infierno, al mictlán o al inframundo en

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dorotea inventa a juan rulfo

busca de un conocimiento, de un padre, de un pacto o de algo mágico que logre absol­ver al personaje de su condición órfica, de su caída, de su falta, de su exilio, etcétera. De la Odisea a la Eneida, de la Divina come-dia al Fausto y del Quijote a Pedro Páramo, sus autores nos muestran a héroes y antihé­roes que descienden a las fronteras donde el hombre no tiene ya ningún asidero y busca asirse a algo que lo religue o lo devuelva a un posible estado de plenitud. Sin embargo, en el caso de Pedro Páramo, los personajes ni si­quiera hallan asidero en la región de la muerte.

Cuando Juan Preciado va en busca de su padre, busca su origen, pero esa búsqueda es, en realidad y sin saberlo, un descenso a la región de los muertos, pues el edén originario evocado por su madre se ha convertido en un purgatorio donde las almas yerran sin sosiego, corroídas por sus culpas y remordimientos. El camino hacia el padre está sem­brado de incertidumbre, miedo, muerte y, por si esto fuera poco, la orfandad alcanza su límite cuando Juan Preciado se descubre alma en pena, un mur­mullo más en ese concierto de murmullos que lo han matado de miedo.1 En ese punto, cuando Juan Preciado y Dorotea conversan, abrazados en la misma tumba, los lectores descubrimos que la novela completa está articulada por mur­mullos, que ese archipiélago textual es una polifonía de ultratumba, que la historia de Comala y sus habitantes es contada por las almas en pena y que, en última instancia y como un nigromante, Rulfo ha invocado a los muertos y sólo ha sido un escucha, un amanuense de ese concierto de voces dolientes.

En el fragmento 36,2 cerca de la mitad de la novela, los lectores des­

1 Uno de los títulos previos de la novela fue Los murmullos, pues, en el contexto de la obra, los murmullos son las voces de los muertos.

2 El fragmento 36 empieza: “–¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Precia­do?” Sigo la edición de José Carlos Gonzáles Boixo (Juan Rulfo, Pedro Páramo, Cátedra, 2015) en la que establece de manera definitiva el número de fragmentos de la novela. Reco­miendo al lector esa notable edición crítica.

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felipe vázquez

cubrimos que desde el principio Juan Preciado ha estado conversando con Dorotea y que los fragmentos sobre la infancia, adolescencia y ascenso del cacique Pedro Páramo son “murmullos” de otros tiempos que, a modo de contrapunto, se han integrado al relato de Juan Preciado. Y se han interca­lado en su narración porque el mismo Preciado, a petición de Dorotea, le ha contado qué dicen los muertos de las tumbas vecinas.

El mundo de la novela es un mundo en ruinas, calcinado y de almas en pena, es decir, el apocalipsis ha sucedido, por eso es justo decir que el ambiente es post­apocalíptico. Cabe entonces preguntar: si todos están muertos y más allá del narrador en tercera persona que aparece en algunos fragmentos, ¿quién escribe la novela? Sabemos, por supuesto, que Juan Rul­fo la ha escrito, pero hago esta pregunta retórica para señalar que el narrador Juan Rulfo no aparece en ninguna parte del texto que ha escrito. A diferen­cia de los autores que son personajes, presencias o sombras en sus obras, el autor de Pedro Páramo logró desaparecer de su novela y consiguió la proesa de crear un mundo regido por sus propias leyes. Mediante la escritura, Rulfo creó un mundo autosuficiente, un mundo que se reinventa a sí mismo a partir de la voz de sus personajes, un mundo que se impone a nuestra conciencia lectora como si nadie lo hubiese inventado, como si existiera más allá de un posible autor. Y lo paradójico consiste en que Rulfo desapareció de su escri­tura porque logró elevar su orfandad a la condición de ley universal y, desde la poesía, nos impuso su desamparada visión del mundo.

dorotea dirige la orquesta de MurMullos

Aunque el mundo narrativo de Rulfo parte de la cosmovisión cristiana y se comprende en ella, en los fragmentos 36 y 38, además de contener la clave de los hilos narrativos, hay un tópico que recuerda el soneto “Amor cons­tante más allá de la muerte” de Francisco de Quevedo. Ambos fragmentos, correspondientes a un mismo pasaje de la novela, han provocado equívocos diversos entre los críticos debido a su ambigüedad, pues la novela no explica cómo Juan Preciado abraza a Dorotea en la misma tumba, si ella y Donis, según lo dicho por la misma Dorotea, entierran a Juan Preciado. Citaré dos pasajes de cada uno de los fragmentos para exponer luego mis hipótesis:

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dorotea inventa a juan rulfo

[Fragmento 36, habla Dorotea:]Y de remate, el pueblo se fue quedando solo; todos largaron camino para otros rumbos y con ellos se fue también la caridad de la que yo vivía. Me senté a espe­rar la muerte. Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a que­darse quietos. “Nadie me hará caso”, pensé. Soy algo que no le estorba a nadie. Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra. Me enterraron en tu misma se­pultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre que debería ser yo la que te tuviera abrazado a ti.

[Fragmento 38, Juan Preciado y Dorotea conversan:]–¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?

–Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos in­tranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella me rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si espera­ra todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: “Aquí se acaba el camino –le dije–. Ya no me quedan fuerzas para más”. Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.

Pese a la ambigüedad y lo fragmentario de la novela, podemos conjeturar que Dorotea y Donis hallan muerto a Juan Preciado en la plaza de Comala y deciden enterrarlo; una vez que Preciado yace al fondo de la sepultura, Doro­tea “decide” morir al pie de la tumba abierta; suponemos entonces que Donis la arroja sobre Juan Preciado y entierra a ambos. Esta conjetura explicaría las palabras de dorotea citadas líneas arriba: “Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse quietos. (...) Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra. Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos”.

En la tradición cristiana, el cuerpo es considerado cárcel del alma y en él radican las posibilidades de salvación o pérdida de aquélla. La religión es entonces una guía moral para salvarse, pues para el cristiano la vida ver­dadera no está en el más acá sino en el más allá y tiene que apegarse a los preceptos religiosos si quiere gozar de una supuesta vida eterna. Si la vida en la tierra es insoportable, el cuerpo debe prevalecer en los tormentos, pues

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felipe vázquez

su misión consiste en salvar esa “porción divina” del ser humano llamada alma. Sin embargo, en el caso de Dorotea, el alma y el cuerpo se enemistan y luchan; el cuerpo se rebela contra todos los preceptos cristia­nos y decide aniquilarse para dar fin a sus sufrimientos; es decir, opta por una forma de suicidio.

En esa lucha, el cuerpo vence porque la vida ha sido para él un dolor continuo, una carga inhumana; decide cuándo morir, cuán­do renunciar a sí mismo para dar fin a sus padecimientos, y no le importa ya si esa re­nuncia significa la errancia sin sosiego y la pérdida de la salvación eterna. En El mito de Sísifo, Albert Camus escribe que “no hay

más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pre­gunta fundamental de la filosofía”. En este contexto, Dorotea descubre en un momento límite de miseria que la vida ha sido absurda y que es absurdo seguir “arrastrando la vida” en un mundo desolado y hostil, y decide que en esa frontera de lo insoportable “se acaba el camino”. Dorotea, una mujer perturbada de sus facultades mentales, es quizás el personaje más complejo, profundo y lúcido de la novela, pues se revela como la memoria y la concien­cia de un pueblo. Y es ella la que da origen a Pedro Páramo, pues en el frag­mento 36 conmina a Juan Preciado: “Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?”, y esta pregunta nos remite al primer fragmento y a la respuesta de Juan Preciado: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.

En vida, Dorotea es una mujer marginada, es la loca del pueblo, vive de la caridad pública y va siempre con un molote en el rebozo y lo trata como si fuera su bebé. Sin embargo, ya muerta se magnifica: dirige, a modo de directo­ra de orquesta, la polifonía de voces. Además de dar pie a la narración, pode­mos decir incluso que es un personaje que inventa a su autor, pues inventa a

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dorotea inventa a juan rulfo

Juan Rulfo para que éste escriba una historia cuyos hilos va tejiendo gracias a la mediación de Juan Preciado. Cuando Dorotea le pide a Preciado que le cuente qué dicen los muertos de las tumbas contiguas, está en realidad pi­diéndole a Rulfo que escriba lo que dicen los muertos. En este sentido, Juan Preciado es una de las máscaras narrativas de Juan Rulfo. La novela Pedro Páramo es así una gran polifonía de ultratumba, y Rulfo es un nigromante que ha convocado a los muertos en ese espacio de la imaginación que llama­mos creación literaria, un espacio donde Rulfo se diluye en el concierto de murmullos; es decir, el autor es devorado por su propia creación.

En esta perspectiva, si los huesos de Dorotea se resuelven “a quedarse quietos” a pesar de los ruegos del alma; si la lucha interior de Dorotea en sus últimos momentos, su agonía, es de una intensidad desoladora, pues decide abismarse para dar fin a su desesperación, esta lucha y esta renuncia a la vida es un sí a la creación literaria. Su suicidio engendra a un autor llamado Juan Rulfo. En vida no habla (“parece ser que le sucedió una desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó”, dice Da­miana Cisneros) pero en la muerte, en esa condición de ser donde ni siquiera es alma sino cuerpo en estado de descomposición, es una psicopompa: una guía de almas en el más allá, pues conduce las voces de los muertos de tal modo que logra una de las polifonías narrativas más originales y abismales de la narrativa moderna.

la conciencia separada

La doctrina cristiana considera que, en el acto de morir, el alma se separa del cuerpo y que en el alma prevalece la memoria y la conciencia –esto ex­plica el tormento de las almas en el Infierno de Dante, por ejemplo–. A su vez, considera que en cuanto el alma abandona al cuerpo éste es sólo mate­ria, carne para los gusanos, polvo en el polvo. Sin embargo, en la novela de Rulfo, la memoria y la conciencia permanecen en los restos del cuerpo iner­te, en la cruda materialidad de lo que fue una persona; y los huesos guardan tantos recuerdos, tantas emociones, tantas pasiones y culpas como el alma misma. Aquí la visión de Rulfo entronca con el poema de Quevedo.

En “Amor constante más allá de la muerte” el alma, que sólo obedece a

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felipe vázquez

la ley del amor, pierde el respeto a la “ley severa”, y afirma que los amantes, aunque mueran, seguirán unidos en la región de la muerte, pero no sólo como almas sino que sus restos físicos seguirán ardiendo de amor, pues “polvo se­rán, mas polvo enamorado”. En el soneto, pues, los enamorados están juntos en cuerpo y alma, se aman incluso cuando los cuerpos son ya sólo ceniza y polvo, desafían todos los preceptos de la doctrina cristiana porque conside­ran que el amor no sólo vence a la muerte sino que vence a la ley del dios. Del mismo modo pero de signo contrario, los personajes de Pedro Páramo, tanto las almas errantes como los muertos en sus tumbas, recuerdan su vida –incluso pareciera que algunos de ellos no saben que están muertos y actúan como si estuvieran vivos–. En todo caso, como nos lo muestra Dorotea –y aquí nos separamos del soneto de Quevedo–, cuando una persona muere se divide radicalmente y se vuelve dos conciencias por completo ajenas entre sí, y cada una vive su muerte: el alma, en la errancia sin sosiego; el cuerpo, en la rememoración plácida mientras se pulveriza su carne.

Ahora bien, el alma en pena ansía ser redimida: continúa sufriendo, está extraviada debido a sus faltas, de algún modo expía sus pecados y, cuan­do encuentra a una persona viva, le pide que rece por ella, pues sólo median­te las oraciones de los vivos podría acceder a la salvación. Pero los muertos en su tumba consideran su condición de materia inerte como algo mucho menos penoso que la vida, pues duermen buena parte del tiempo, incluso quizá sueñen en su muerte. Para Dorotea, por ejemplo, estar en la tumba sig­nifica estar en el cielo, pues ha dado fin a sus humillaciones, a su sufrimiento y a su miseria: “cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del Infierno, más vale no haber nacido... El Cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora”. Dorotea considera que yacer en esa tumba –donde ya no padece ni carga con la responsabilidad de salvar su alma– es una de las formas del paraíso.

un poeMa en prosa

Rulfo nos ha dado, en Pedro Páramo, una imagen de México. El México actual no se halla en la imagen que nos da la novela pero, de alguna ma­nera, nos da una imagen profunda, de orden ontológico, de México y de lo

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dorotea inventa a juan rulfo

mexicano. Esto podemos afirmarlo porque Pedro Páramo es una imagen creada desde la poesía, aunque nos presenta sólo una región de México en un tiempo preciso y mediante un habla específica, esta imagen tiene la forma de una poderosa sinécdo­que inductiva, pues se convierte en una imagen del mundo de cualquier lector que se identifique con el mundo de la novela. No hablaré, sin embargo, de “lo mexicano” en Pe-dro Páramo –esto lo han abordado ya muchos críticos–, tampoco haré consideraciones sobre por qué esta­mos ante una novela de dimensión universal; sólo quiero citar algunos fragmentos que muestran cómo Juan Rulfo nos hace desembocar en la poe­sía a lo largo de la novela.

Cuando el niño Pedro Páramo escucha el llanto de su madre debido al asesinato de su marido, el narrador escribe: “Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos”.

¿Dónde anidan los sobresaltos? ¿Cómo el llanto puede traspasar la ma­raña del sueño? Un narrador directo habría escrito que Pedro despertó so­bresaltado por el llanto de su madre, pero Rulfo nos guía desde el llanto de la madre hasta los laberintos del sueño que conducen al sobresalto del niño.

Cuando Miguel Páramo regresa a caballo y cuenta a Eduviges Dyada que no halló Contla, el pueblo de su novia, nosotros descubrimos algo que él no sabe, pero Rulfo lo narra con una delicadeza estremecedora:

Lo que sucede es que no pude dar con ella [con la novia]. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué: pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, y no encontré nada. (...) Sólo brinqué el lienzo de

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felipe vázquez

piedra que mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.

Morir es entrar a la región de la niebla, pero de allí se puede regresar al mundo de los vivos. Miguel no sabe que se ha matado al saltar el lienzo de piedra, él sigue cabalgando pero atraviesa un mundo que ya no lo reconoce, y lo sabe sólo cuando lo cuenta a su amiga y ésta lo enfrenta con su realidad descarnada. Esta convivencia entre vivos y muertos sucede desde la primera página, pero los lectores lo descubrimos casi a la mitad de la obra. Sin em­bargo, a pesar de que Eduviges le informa que ha muerto, el fantasma del caballo seguirá regresando cada noche, en busca de sí mismo, en busca del mundo que le fue dado cuando vivo.

Citaré finalmente un fragmento de los monólogos de Pedro Páramo cuando evoca a Susana Sanjuan, la única mujer de la que estuvo enamorado y por la que, según él, hizo todo. Estos monólogos interiores están interpo­lados a lo largo de la novela y contrastan por su carácter lírico y nostálgico, pues Pedro Páramo es un tipo duro, violento y vengativo. Hacia el final de la obra, cuando es anciano y agoniza debido a que le acuchilla un hijo no reconocido por él, rememora: “Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna, tu boca humedecida, irisada de estrellas. Tu cuerpo transparentandose en el agua de la noche”.

A pesar del tono sentimental de este pasaje, el narrador logra que Susa­na Sanjuan aparezca ante nosotros y la vemos, vemos su cuerpo transparentan­dose en el agua de la noche. La palabra “cuerpo” adquiere aquí una carga erótica, pues en un pasaje (fragmento 52) cargado de sensualidad ella cuenta cómo nada desnuda en el mar nocturno y cómo se siente poseída por las aguas. La delicadeza de Rulfo para enlazar vasos narrativos y sugerir así un más allá del texto, un más allá que todo poema incluye para ser poema, es sin duda uno de los recursos más poderosos de su novela.

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Ecos

laura ridingVersiones de D. R. Mourelle

1

Desde que aprendí todo con tanto temblor anoche...

no con mis ojos hábiles en la oscuridad,

sino con mis dedos endurecidos por el miedo,

estirada para tocar un fantasma, cerrándome en mí misma,

he estado sonriendo.

2

Amadrar1 inocentes a monstruos es

no por fertilidad sino fascinación

en las mujeres.

3

Fue el principio del tiempo1 Amadrar: Inventé este verbo porque confío en que se ajustará con precisión a lo que el co­

rrespondiente en inglés quiere (mothering). Por las dudas, aclaro que no me parece que el equivalente masculino, “apadrar”, pueda servir (o sobrevivir) de modo equivalente.

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la primera vez que la personalidad se puso de pie en el limo.

Fue el comienzo del dolor

cuando un ángel habló y regresó a la quietud.

4

Después de la cuenta de los siglos, los números cuelgan

pesados sobre las esperanzas innumerables y oprimen

el corazón que cada mujer aquieta bajo su vestido

cerca de la garganta, donde la memoria ajusta el encaje,

un broche antiguo.

5

Es una misión para los hombres el asustar y volar

después de la sirena luminaria, día.

Alguien debe permanecer, alguien debe vigilar la noche.

6

Si hay héroes en alguna parte

desármenlos rápidamente y denles

medallas y entierros refinados

y una historia para recordar

igual que los meteorólogos apuntan con orgullo hacia la lluvia.

7

La calamitosa necesidad hizo todo,

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hizo lo más espantoso primero,

luego menos y menos calamitoso lo necesario

hasta que en ese mundo los horrores fueron lo mínimo

y lo embrujado significó nunca ver fantasmas.

8

La inteligencia en damas y caballeros

y sus hijos

dibuja una amplia plaza de conocimiento

con las paredes de su casa.

Pero cuatro esquinas para contener una plaza

se rinden ante un círculo máximo...

el jardín de lo perpendicular es una esfera.

9

Necesidad de una cabeza trágica,

aunque ninguna ocasión haya ahora para afligirse,

en ese mero tiempo mental

cuando las lágrimas se piensan y ninguna aparece.

10

El óptico, en honor de su oficio,

llevaba las gafas más perfectas jamás hechas,

vio a su madre y padre sin anteojos

y a todos sus parientes sin anteojos con ira,

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en vacaciones por despecho nunca fue a casa

pero hizo a un lado sus gafas para visitar Roma,

y consintió su astigmatismo heredado

como privilegio de vacaciones de óptico,

bizqueando hacia la Catedral

tal como los romanos pensaban que era culto y natural.

11

“Lo arreglaré”, digo,

toda vez que algo se rompe,

“atando el principio al fin”.

Luego, con mis manos bien lavadas

y dedos de tocar el piano

y brazos arremangados,

llego a una mesa vacía siempre.

Las piezas rotas no esperan

el arremangarme.

Llego tarde siempre

diciendo: “Lo arreglaré”.

12

Suavemente y hacia abajo por el declive de la mente

acelera la flor, la hoja, el tiempo...

todo menos el nombre feroz de la planta,

imperecedero matronímico2 de una especie.2 Matronímico: Palabra inexistente en los diccionarios; la utilizo como versión femenina

de “patronímico” porque me parece que se entiende muy bien y se acomoda al caso.

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13

Los edificios de amapola del dormir,

las reflexiones monótonas del aliento nocturno,

las caras interiores, líquidas y sin rasgos,

los terrores superficiales, que se despiertan nunca lejos.

14

El amor en un lecho de enfermo es un largo camino

y una cosa desagradable.

Cuelga como un cuadro en la habitación de un enfermo

y se gasta como anillo ajeno.

Entonces el bostezo vigilado del dolor se rompe,

las áreas inconmensurables de la angustia

... colapsan...

15

... historia estafada...

la que robando ahora sólo tiene el entonces

y robándonos los tiene sólo a ellos.

16

Ahora la victoria ha llegado a la mayoría de edad,

aprendida en las artes de la desolación,

dotada con la muerte, el amor por la decadencia,

hambre de desechos y fresca corrupción.

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Y aquí se suaviza y se lamenta,

lleva luto por los enemigos caídos, besa las ciudades arrasadas,

sobrevuela donde el sentido ha estado,

en un mundo rapiñado, y llama a las penas.

17

¡Perdóname, dador, si destruyo el regalo!

Es tan cercano a lo que me complacería,

que no puedo sino perfeccionarlo.

18

“Digna de una joya”, dicen de la belleza,

incierto qué es belleza

y qué el objeto precioso.

19

Y si ocasionalmente apareció una rima,

ésta fue la enfermedad, pero no la muerte

esperada con tanto miedo que la expectativa por ella

en olvido enfermizo se convirtió.

20

En suma, a pesar del tiempo, ese largo pesar de la verdad

por todo lo que es falso y sería cierto como cierto,

aquí está la verdad en el tiempo, y lo falso como falso,

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para decir: “Que la verdad sea tal y tal

en maneras tan opuestas, no hay

ni mucho ni poco para razonar más”.

21

Entre la palabra y el mundo yacen

desvanecientes3 eternidades de pronto.

22

Cuando un perro acostado en las losas

mira fijamente dentro del mar de la primavera,

la superficie de la instrucción

no se ondula una vez:

lo mira demasiado bien.

23

El amor es muy todo, como el fuego:

muchas cosas que arden,

pero una sola combustión.

24

¿Mi dirección? En los cafés, catedrales,

campos verdes, terminales de mármol...

3 Desvaneciente: Esta palabra tampoco existe en los diccionarios, pero apuesto a que se comprende muy bien y, lo que es más, es la que mejor se ajusta desde la versión en inglés.

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me abundo con los lugares.

¿Cuándo? Cualquier momento me encuentra,

bocado repetido

expandido en el espacio.

25

Hagamos que parezca que hablamos

o pensarán que estamos muertos, nos revivirán.

Asiente con brillo, Hora.

Rescátanos del rescate.

26

Qué blabla­blabla nosotros.

Y qué blabla­blabla yo.

Qué trácata­blabla­blabla nosotros­yo.

Qué trácata­blabla.

Qué blabla­trácata.

Qué nosotros.

Qué yo.

Qué un qué

Qué un

Qué

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Un regalo de cumpleaños

jorge Meneses

El primer encuentro fue un desastre. Didier se emborrachó y lanzó diatribas contra el desorden que, según ella, poseen todas las cosas del mundo. Parti­daria feroz de la nostalgia y férrea defensora de la retórica wittgensteiniana, se arrojó contra las nuevas expresiones artísticas, mientras yo intentaba pe­dir la cuenta a un mesero que rehuía nuestra mesa luego de que ella le lla­mase “inmundo sirviente del falocentrismo”. Yo, por otra parte, me encargué de cerrar la velada con broche de oro. Me fracturé el pie izquierdo al salir del baño del bar donde nos citamos por vez primera.

Pasó mucho tiempo antes de volver a encontrarnos nuevamente. Esa vez, de manera fortuita, en la fiesta de un amigo, que no sabíamos, teníamos en común. A punto de irme, alguien me sujetó, me dio la vuelta y plantó un beso en la nariz. Era Didier. Cedí ante la añoranza y la abracé muy, muy fuerte, tanto que le provoqué un eructo.

–¿Me llevas a casa? –preguntó. Acepté–. Tengamos sexo –propuso en el camino.

Me estaba quitando el pantalón cuando me di cuenta de que Didier dormía profundamente. Roncaba; hilos de baba recorrían sus mejillas. Noté el tatuaje que tenía en el seno izquierdo: el rostro sonriente de Neil deGrasse Tyson. Me masturbé al lado de Didier. Toqué sus senos hasta eyacular, luego cerré los ojos. Esa noche volví a soñar con dragones. No lo hacía desde la primaria.

Nuestros encuentros siguientes fueron, más o menos, de la misma for­ma: fortuitos.

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jorge meneses

–Ni siquiera limpiaste el cobertor, pinche cochino –dijo cuando la volví a encontrar en la fila del banco–. Me asusté, pensé que habías terminado dentro. No te quise preguntar nada, pero igual tomé la pas­tilla por si las dudas. Menos mal que tienes pésima pun­tería –sonrío. Menos mal que estabas ebria, pensé.

La acompañé hasta su casa. Me quedé a dormir con ella, pero no sucedió nada más. Me levanté en la madrugada y me dediqué, durante un largo rato, a mirarla dormir. Didier, con la boca abierta, hilos de baba y ojos en blanco, ronca­ba mientras yo pensaba en las malas jugadas que nos han

hecho las películas de amor. En todas, el protagonista mira dormir a la mujer mientras ésta duerme y todo huele y luce bien. En esa, mi película, la de Didier, que poco o nada tenía que ver con Wes Anderson, por ejemplo, era la tercera ocasión que ella se tiraba un gas. Todos malolientes.

La siguiente ocasión que nos encontramos, en el transporte público, terminamos en mi casa. Descubrí que ella tenía un lunar en la espalda con la forma del estado de Carolina del Norte, cosa nimia si no se considera que su abuelo, o bisabuelo, no recuerdo muy bien, fue un muy famoso compositor de música de jazz, socio y amigo de John Coltrane.

En mi cama, recostado al lado suyo, me hallé expuesto frente a una sagaz y convincente mentirosa. Antes de dormir me explicó el supuesto ori­gen de algunos corridos compuestos por Los Tigres del Norte. Yo, ingenuo, le creí. Al final de la laboriosa explicación, que incluía vaqueros, ninjas,

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un regalo de cumpleaños

complicadas jugadas de billar y hasta el mito de una antigua ciudad hecha de oro, con mucha seriedad me miró y dijo:

–No, nada es verdad. No sé nada de corridos –luego sonrió y yo pensaba si, hasta entonces, yo conocía, en serio, algo de ella, o si ella, acaso, estela­rizaba alguno de esos cuentos que escribió cuando tenía quince años, en los que el protagonista tenía por decisión última el suicidio.

De pronto, ya no supe nada de ella, aunque seguí yendo al banco don­de la encontré alguna vez, utilizando el transporte público que ella solía frecuentar y asistiendo, ocasionalmente, a las fiestas que nuestro amigo en común ofrecía. Nada. Había desaparecido. Días más tarde me enteré: la ha­bían secuestrado. Quise hacer y deshacer para encontrarla, pero sabía que todo sería inútil. Sólo me quedó, con perdón de Faulkner, el ruido y la furia. Perdí la audición del oído izquierdo durante una semana.

Los siguientes días fueron confusos, pasaron y a mí parecía que me había explotado una bomba en la cara. Aturdido, comencé a seguir a los miembros de la familia de Didier. No sospechaba de ellos, lo hacía porque la extrañaba y ciertamente esa actividad me dio ese solaz necesario en la aflicción. Así, si­guiendo a su madre, descubrí que todos los sábados se encontraba a escondidas con un hombre que, supe después, resultó ser un medio hermano con el que siempre tuvo contacto, pero por temor a su madre, una mujer rencorosa que odió has­ta la muerte a su exesposo, nunca, sino hasta ahora, pudo formalizar los vínculos afectivos que tímidamente estableció con aquel hombre nacido de otra madre. Acudían a un restaurante de comida árabe, muy cerca de la calle donde un hombre de origen malayo vende, o vendía, el mejor tabaco rubio del país. Así también, siguiendo a su padre, descubrí que el hombre, todos los sábados, se reunía con un grupo de corredores de montaña que entrenaban para una carrera que se lleva a cabo todos los años en Finlandia. Descubrí cosas de su hermana y de su novio, quien resultó ser hijo de uno de los mejores amigos de mi padre.

A la distancia, me parece que su ausencia expuso todas mis carencias emocionales. Me volví un poco más ansioso y, por lo demás, me parecía que era más descuidado. Constantemente tropezaba con la gente y en más de una ocasión olvidé llaves, perdí dinero, terminé andando en calles desconocidas o bebiendo con seres salvajes que quisieron sacrificarme en honor a un dios suyo que guardaron en sus corazones durante todos estos milenios.

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jorge meneses

Pudo ser menos la pena si hubiese intentado ponerme en contacto con alguno de los miembros de su familia, pero consideré que, por la naturaleza de mi relación con Didier, yo era un mero desconocido para ellos. Suficiente tenían ya de extraños sucesos en sus vidas.

No obstante, cuando nuestro amigo en común llamó para informarme que Didier había sido liberada, olvidé por completo que yo era casi un des­conocido. Rompí el protocolo. Yo, hombre tímido a la manera de un persona­je de un cuento de Sartre, acudí a verla, aunque ciertamente temí el olvido.

Me vio y se abrió paso entre la gente que atestaba su casa: reporteros, familia y amigos. Me abrazó y me dijo al oído: Ya había olvidado a qué hue-len tus abrazos. Yo la abracé muy, muy fuerte, como la vez que le provoqué un eructo, y no me importó que ella me nombrara con otro nombre.

–¿A qué huelen mis abrazos? –pregunté.–A manzana –respondió. Luego me pidió que saliéramos de ahí–. Quie­

ro ir al cine –dijo. Yo accedí, gustoso.Vimos una película que ella eligió, no recuerdo el nombre, eso sí, era

de vaqueros. En el momento más dramático, Didier recargó su cabeza en mi hombro. Lo que en primera instancia pensé era una demostración de cariño resultó ser desconsuelo. Ella lloraba, pero trataba de controlarse. No quise hacer o decir nada. No deseaba perturbarla más.

Luego del cine, caminamos. Me pidió que la acompañara a casa.En el camino encontramos a dos hombres que llevaban, cada uno, un

helado gigante de bolas multicolores. A ella, y ciertamente a mí también, se le iluminó el rostro y, sin decir más, abordé a los dos hombres y les pregunté por el sitio donde habían comprado aquellos helados.

Yendo hacia la heladería un sujeto me atajó:–Disculpe, caballero, ¿puedo robarle un momento? –Didier me tomó la

mano, la apretó muy, muy fuerte–. Es una encuesta. No le robo más de diez minutos –dijo el sujeto.

–Pero me prometiste que sería un momento –contesté con muchas ga­nas de zafarme de esa situación.

–Es que es para probar desodorantes, caballero –rebatió el sujeto.–Bueno, pues, dime en qué puedo ayudarte.–Si me acompaña al primer piso con gusto le explico –dijo, luego seña­

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un regalo de cumpleaños

ló, con un ademán ciertamente extraño, un viejo edificio color gris muy, muy alto, y me invitó a seguirlo. Didier estaba rígida.

–¿Ella me puede acompa­ñar? –pregunté.

–Si es hombre puede acom­pañarlo, caballero. Es para deso­dorantes masculinos –y sonrió, confiando que su respuesta ha­bía sido demoledora.

–Yo también soy hombre –dijo Didier.

–Pero yo no veo barba –di­jo el sujeto.

–Soy lampiño. Además, él tampoco tiene –respondió Didier.

–Sí, pero él tiene pene –re­batió el sujeto.

–¿Cómo lo sabes? –atajó Didier.–¿Tienes pene, cierto? –me preguntó el tipo aquel.–Cierto –respondí–, pero él también tiene, y es muy grande. A veces

cuando mi boca…–Está bien, le creo. Buena tarde –dijo el sujeto y luego echó a andar

tan rápido que chocó con una mujer. Mientras tanto, Didier y yo reíamos. No había notado, hasta entonces, que sus labios eran delgados, proporcionales al grosor de sus cejas, y que estas eran similares a las mías, aunque las de ella no se interrumpían por marcas de nacimiento.

Llegamos a la heladería y un tipo mal encarado nos atendió.–¿Qué van a llevar? –preguntó sin siquiera saludarnos.–¿De qué sabor son los helados? –interrogué y luego sonreí para evitar

que Didier se sintiera incómoda.–De los que hay ahí –y señaló una gran pizarra en la que estaban escri­

tos los precios y sabores de los helados.

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jorge meneses

–¿De cuál quieres? –le pre­gunté a Didier.

–Se me antoja uno de cho­colate.

–¿Sólo de chocolate?–Bueno, de chocolate con

pistache.–¿Segura?–Bueno, de nuez con vai­

nilla.–¿Vasito o barquillo?–Barquillo, pero que sea he­

lado napolitano, por favor –y me lanzó una gran, gran sonrisa.

–Me das dos helados napo­litanos dobles en barquillo, por favor –pedí al dependiente.

–No hay de eso, ahorita sólo tengo de macadamia –respondió éste y luego sonrió.

Miré a Didier, que miraba con los párpados entrecerrados al dependiente.–Métete tu macadamia por el culo, hijo de tu puta madre mal parido

–gritó y estuvo a nada de saltar sobre los refrigeradores. La sujeté, la cargué sobre mi hombro y salimos de ahí mientras pataleaba y el dependiente de la heladería reía a carcajadas.

–No entren ahí –dije a dos mujeres que se dirigían hacia la heladería–. El que atiende está loco. Nos amenazó con una pistola.

Al instante, una de las mujeres, una gordita que usaba un sombrero extraño, sacó su teléfono y llamó a la policía. Nosotros nos fuimos de ahí. Pronto se escucharon las sirenas de una patrulla. Didier seguía gritando, histérica.

–Está poseída y la llevo a la iglesia –dije a los que nos miraban descon­certados mientras la llevaba a casa–. ¿Sabe cuál es la iglesia más cercana? –pregunté a una viejita que apenas nos vio se persignó.

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un regalo de cumpleaños

Cuando Didier se tranquilizó, había oscurecido.Caminábamos. Nadie decía nada.–Quiero cueritos –dijo cuando pasamos cerca de un puesto que vendía

chicharrones preparados–. ¿Tú no quieres?–No, no como carne.–¿En serio?–Sí. Una vez comí unos tacos de carnitas y me dio tifoidea. En otra oca­

sión me comí una torta de suadero y me salió un muñeco de rosca de reyes. Desde entonces nada de carne.

–Júralo.–Por mi madre.–Qué mal. Esto sabe delicioso –dijo, luego se llevó el primer grupo de

cueritos a la boca.–Además –agregué–, nunca fui muy partidario de la carne. Siempre la

he pensado muy chiclosa.–Oye –dijo–, pero esto técnicamente no es carne.–¿No? Entonces, ¿qué es?–Son tiras de piel cocida bañadas en salsas de chiles diversos –dijo.

Siempre quería ganar. Alguna vez me contó que para ganar una partida de ajedrez le hizo creer a su contrincante que tenía diarrea. No, no muevas a la reina. Te va a dar diarrea si lo haces, le dijo, y aunque su oponente, en un primer embate, se resistió, llamémosle magia o lo que sea, luego de un rato de insistencia, se paró, excusó y preguntó, al primero que se cruzó en su camino, por el baño más cercano. Didier ganó aquel encuentro y su primer trofeo como ajedrecista, y así seguiría, cosechando éxitos hasta enfrentar y derrotar a Gary Kaspárov.

–Bien bajado ese balón –respondí. Pude haber debatido, explicarle los beneficios de una dieta sin carne, pero la quería tanto que sólo podía pensar en regalarle cualquier pequeña victoria.

Había oscurecido totalmente cuando llegamos a su casa. Me abrazó muy fuerte, tanto, que pensé me provocaría un eructo, o que una calamidad, o un piano nos caería encima.

–Te mentí: sí como carne –le dije al oído. Ella mordió suavemente el pabellón de mi oreja y dijo:

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jorge meneses

–Ya lo sabía. Yo soy la única que sabe mentir.–Sí, tú ganas –susurré–. ¿Mañana puedo verte?–Sí –y me dio un beso en la nariz que se prolongó quién sabe cuánto

tiempo.–Pero, qué cosa tan rara –dijo alguien cuando pasó cerca de nosotros.Ella se metió a su casa y yo tomé camino hacia la mía. Nos alejamos sin

mayor ceremonia ni banda sonora, como dos personas que se quieren, pero no lo declaran abiertamente por temor a verse expuestos a la fragilidad y a la ternura.

Sí, me arrepiento de muchas cosas que hice o dejé de hacer, pero nunca me mostré tan afligido como aquella noche cuando llegué a casa. Me guardé tantas cosas que quise decirle, que debí gritar, cosas que pensé que podría decir en otra ocasión o que simplemente omití para mantener el interés. Debí hacerlo cuando tuve oportunidad. No la volví a ver nunca más.

Se quitó la vida esa noche. Era lunes, lo recuerdo bien porque fue mi cumpleaños.

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Tríptico de salvaciones: un discurso,una entrevista y una traducción de Octavio Paz

adolfo castañón

i

No es fácil editar las obras de un autor. Las “Obras completas” en edición del autor –empresa que en los tiempos modernos se debe remontar a Goe­the– están expuestas a las ideas del escritor sobre su propia obra. Goethe no hizo una edición cronológica sino por géneros de su trayectoria editorial (las ediciones de Goethe están organizadas temáticamente siguiendo sus ideas, mencionamos dos: la edición de Weimar, Goethe’s Werke, 13 vols. (Tubin­ga, JG Cotta, 1806), y Goethe’s Werke, 20 vols. (Stuttgart y Tubinga, JG Cotta, 1815­1819). En cambio, Alfonso Reyes, al hacer la cosecha titulada Obras completas, se inclinó decididamente por el orden cronológico y la progresión histórica. Octavio Paz prefirió el ordenamiento por ejes o campos temáticos y así surgió la peculiar geometría de los quince volúmenes de la “Edición de autor” de sus Obras completas que él mismo supervisó en vida, principal­mente en lo que hace a la primera edición, coeditada por el Fondo de Cultura Económica y Círculo de Lectores, y menos en la segunda, que aunque la pla­neación se deba a él, ya no tuvo, materialmente, tiempo de organizarla en los ocho volúmenes en que se compactó su caudal: la regla del juego ordena que todo lo que no disponga el autor como parte de esa su “obra completa” sea excluido del corpus general. Por ejemplo, tanto en el caso de Alfonso Reyes como en el de Octavio Paz, las correspondencias, que, en el caso de Goethe, sí forma parte del proyecto inicial, no han formado parte del concepto editorial

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de las obras de ambos mexica­nos. Sin embargo, la correspon­dencia de Alfonso Reyes se ha publicado casi completamente en forma más o menos sistemá­tica en más de cincuenta volú­menes; en cambio, la de Octavio Paz no, aunque está el antece­dente de que él mismo haya publicado su correspondencia completa con Alfonso Reyes, es decir, con las cartas de ambos corresponsales. Ésta es la única correspondencia que hizo Paz personalmente y sienta un ca­non de lo que debería de ser la edición de las correspondencias del autor. La introducción y las notas de este epistolario redon­do se deben a Anthony Stanton. Sí, se han publicado cartas de Octavio Paz, por ejemplo, con

Tomás Segovia, Jean­Clarence Lambert o con Pere Gimferrer, pero sólo se han estampado las cartas de Paz y no la de sus corresponsales. El caso de las entrevistas es distinto en Reyes y en Paz. Reyes casi no las incluye o, más bien, las diluye en sus Obras completas. Paz en cambio le dio a este género del entredicho una categoría y lo canonizó editorialmente en un volumen aparte, aunque, desde luego, selectivo. Ésta es una asignatura pendiente todavía, la de hacer un repertorio y hemerografía sistemática de las muchas entrevistas concedidas tanto por Reyes como por Octavio Paz a lo largo de sus vidas. En el caso de Goethe, el libro de Conversaciones con Eckerman sí forma parte del cuerpo editorial de la obra.

Un escritor es también un lector, un lector que escribe y a veces un traductor. Para Octavio Paz el ejercicio de la traducción fue un ejercicio in­

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eludible y cotidiano; y así lo reconoce el hecho de que en el marco editorial de sus Obras completas, y específicamente de la Obra poética, se incluyan las traducciones, versiones, adaptaciones, imitaciones, transcripciones que hizo de otros poetas a nuestro idioma. Sin embargo, no se incluyeron ahí las traducciones que hizo Octavio Paz de textos escritos originalmente en prosa, como el que aquí se presenta, titulado “El arte preislámico de Nuristán”, escrito por Bona de Mandiargues. En las Obras completas de Alfonso Reyes no se dio una idea de hacer una publicación de las traducciones que éste hizo a lo largo de su fecunda vida. Esta tarea, de hacerse, debería incluir la adaptación en prosa del Cantar de mio Cid hasta los libros de Lawrence Sterne, G. K. Chesterton, Robert Louis Stevenson y los poemas de Geoffrey Chaucer, Bernard Mandeville o Stéphane Mallarmé, para no hablar de las transcripciones y adaptaciones de Lope de Vega y Torquemada.

Una edición futura de las Obras completas de Octavio Paz, no digo crítica ni científica, debería tener en cuenta, desde luego, todos los textos disponibles del autor y no atenerse única y necesariamente a los textos auto­rizados explícitamente por él e incluidos en sus Obras completas. No es este el lugar para hacer una enumeración de todos los textos de Octavio Paz no contenidos en dichas obras, pero me limitaré a presentar tres piezas que he tenido la fortuna de descubrir por mi cuenta. Dos de ellas gravitan en torno a El arco y la lira. La tercera es la mencionada traducción que hizo del texto de Bona de Mandiargues, “El arte preislámico de Nuristán” (1964; 1966).

ii

El primer texto que se presenta aquí apareció con el título “Premio que simboliza la independencia espiritual” y corresponde a las breves palabras que Octavio Paz pronunció en febrero de 1958 con motivo de la entrega de la segunda edición del Premio Xavier Villaurrutia en las Galerías Excélsior. Las palabras de Paz fueron precedidas por una laudatio o saludo escrito por el principal animador del premio, el crítico literario Francisco Zendejas. Más que una expresión del contenido del libro premiado, las páginas de Paz dan un perfil del poeta y pensador. Son sencillas y austeras. Agradece en ellas la benéfica influencia de Alfonso Reyes a través de sus ensayos como

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La experiencia literaria y El Deslinde, obra que en cierto modo se puede y debe contrastar con El arco y la lira. El discurso no se encuentra recogi­do en las Obras completas ni hay ahí la referencia bibliográfica respectiva. Probablemente esto se debe a que Paz mismo no guardó un ejemplar de la revista Cuestión, dirigida por Germán List Arzubide y cuya edición auspicia­ban las Galerías Excélsior. Hay que precisar, de paso, que El arco y la lira había recibido en Bélgica el Premio Internacional de Poesía (1963) dado por la Maison International de Poésie que antes habían recibido otros autores prestigiosos. Paz estaba consciente de que El arco y la lira era una obra im­portante, como le señaló José Gaos en una carta el 12 de diciembre de 1963.1

Cabe señalar que ese premio lo recibiría Paz no por un libro de poesía, sino por un libro de ensayos sobre la poesía y el fenómeno poético, y en el cual el ensayo alcanzaba alturas colindantes con la filosofía y lo inexpresa­ble, es decir, con la poesía y sus signos en rotación…2

En México, sin embargo, el libro de Octavio Paz fue recibido más bien tibiamente, con reticencia y suspicacia. El arco y la lira forma parte de ese pequeño conjunto de obras publicadas por Paz en los años milagrosos que transcurren entre 1949 y 1955. De esos años son El laberinto de la soledad (1950), Águila o sol (1951) y Libertad bajo palabra (1949). También de esos años es la presentación de la revista Sur que Octavio Paz hace del archivo armado por David Rousset dedicado a los campos de concentración en la urss. El re­conocimiento internacional no pudo escapar a la sombra de la agria disputa ideológica de esos años que desgarraba al mundo y cimbraba los cimientos de las fundaciones imaginarias de la cultura mexicana.

En las palabras poco conocidas y hasta ahora no reeditadas con las que Octavio Paz agradece la entrega del Premio Xavier Villaurrutia de 1956, en febrero de 1958, menciona a dos autores mexicanos. Uno es el poeta, amigo y maestro en cuyo honor se había instaurado el reconocimiento; otro, es Al­fonso Reyes, a cuya inspiración intelectual y poética agradece el propio Paz su guía. El primero, como él mismo dice, lo aleccionó en el arte de navegar a

1 José Gaos, Obras Completas. Epistolario y papeles privados, edición, prólogo y notas de Alfonso Rangel Guerra, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1999, t. xix, pp. 480­487. (Se incluye como Anexo al final del texto.)

2 Signos en rotación, Sur, 1965.

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contracorriente y de ser crítico e in­dependiente; el segundo le abrió con sus ensayos, como La experiencia li-teraria y El deslinde, las puertas de la percepción hacia un posible mé­todo o camino para templar, armar y afinar los escritos cosechados en El arco y la lira. En el prólogo a La casa de la presencia, el tomo i de sus Obras completas, Paz reconoce que el ensayo tiene una prehistoria en el titulado Poesía de soledad y poesía de comunión, publicado en la revista El Hijo Pródigo en 1943. Cabría añadir que, además de ese texto, existirían en la obra del propio Paz algunos tex­tos anteriores en los que cabría re­conocer el modo de enunciación que luego cristalizaría en El arco y la lira. Esos textos son: “Poesía y mitología”, “Novela y mito”, “El testimonio de los sentidos”, “Respuesta a una encuesta de Romance”, “Respuesta a una en­cuesta de Letras de México”, “La reseña de Los presocráticos”. Publicados al­gunos en Letras de México, Romance y El Hijo Pródigo. Significativamente, algunos se presentan como contestaciones a encuestas promovidas por los editores de las revistas. Además, cabría enmarcar la escritura de El arco y la lira en las atmósferas de la vanguardia francesa, en particular en textos como el Traité du style (1928), de Louis Aragon, que ciertamente conoció Paz y que puede haber ejercido sobre la escritura de El arco y la lira cierto ascendien­te. Aunque Paz no menciona a otros autores en este breve texto, se puede imaginar que entre sus líneas se asoma el André Breton de los Manifiestos y acaso los ensayos reflexivos de José Ortega y Gasset, Jorge Cuesta, José Bergamín y Luis Cernuda. Cuesta decía que el arte de la crítica es el arte de la decepción. Esta elocuente pieza está lejos de decepcionar al lector y lo invita a leer El arco y la lira en el marco de su estricta circunstancia.

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preMio que siMBoliza la independencia espiritual

Octavio Paz

En primer lugar debo agradecer a nuestro amigo Francisco Zendejas sus pala­bras. En ellas veo, por lo que a mí se refiere, más que un juicio crítico un testi­monio de su generosidad y de su amistad. Los escritores, es cierto, necesitamos ante todo una crítica justa; pero también deseamos que esa crítica sea generosa. Generosidad no es sinónimo de indulgencia, sino de simpatía humana y respeto por la obra ajena.

También deseo agradecer a Bernardo Reyes las amables palabras que ha pro­nunciado en representación de Alfonso Reyes. No necesito repetir lo que he dicho varias veces sobre la obra y la figura de Alfonso Reyes; basta recordar que en el prólogo de El arco y la lira explico que quizá ese libro no hubiera podido ser escrito si antes Reyes no hubiese iluminado mi camino con libros como La experiencia literaria. La presencia de Bernardo Reyes entre nosotros, por otra parte, corrobora una vieja tradición mexicana: la del diplomático que ama el arte y la literatura. Bernardo Reyes es un diplomático que sabe que su oficio es el arte de comprender a los hombres y a los pueblos. Sabe también, porque es una inteligencia penetrante, que uno de los caminos para comprender al hombre es el de la cultura.

Finalmente debo agradecer, tanto en nombre propio como en el de los futu­ros premiados, la generosidad de las instituciones y personas que han hecho posible la existencia del “Premio Xavier Villaurrutia”. Ya se ha dicho que la importancia de este premio radica en que se trata de una recompensa que los escritores otorgan a los escritores: es decir, no se trata de un premio oficial, que otorga el Estado, una iglesia o un partido sino de un premio libre en el que no cuentan más valores que los del espíritu independiente. Ahora bien, no es for­tuito que un premio que simboliza la independencia espiritual se llame “Premio Xavier Villaurrutia”: la vida y la obra de Xavier son un admirable ejemplo de independencia y de lucidez. Independencia frente a las tentaciones que a veces sitian a los escritores en México; lucidez frente a la obra propia y a la de sus contemporáneos. Lucidez, en este caso, quiere decir rigor, con la obra y consigo mismo. Xavier decía con frecuencia: “hay que nadar contra la corriente”. Este rigor, esta continua exigencia consigo mismo, este negarse a la facilidad y a la idolatría de la autoimitación, me parece una de las condiciones indispensables para la creación artística. El “Premio Villaurrutia”, así, simboliza por una parte la independencia del espíritu; por la otra, el rigor y la exigencia con nosotros mismos.

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Zendejas, a nombre del jurado compuesto por Rodolfo Usigli y Carlos Pellicer, dijo sobre El arco y la lira, en el marco del Premio Villaurrutia:

En mi opinión personal, este libro es el mejor ensayo en lengua castellana desde El deslinde de Alfonso Reyes. Tiene, aparte el valor de ser un ensayo poético so­bre las fuentes en que lo poético se fragua: enorme esfuerzo. Esfuerzo, en verdad, sólo atribuible a un poeta.

Todavía –y porque en la producción reciente y pasada de Octavio Paz hay una pasión viva y trepidante– no se reconoce en México el valor intrínseco de este libro. Se detracta y se deturpa su misma publicación; se le enderezan ataques tan pueriles como el de que el poeta no puede interpretar a la poesía, derecho este que –al parecer– es sólo privilegio de los autores de prólogos y ensayos.

Pero lo que tiene un valor definitivo, queda para siempre, y el día que los mismos poetas castellanos comprendan el gran mensaje de El arco y la lira, ese día su propia producción poética será más señera, más profunda, más cavilosa y vidente.

Carlos Pellicer, Rodolfo Usigli y el que habla, no hemos tenido la menor duda al otorgar el premio de 1956 a Octavio Paz. El anuncio de este hecho, hace algu­nos meses, provocó la ira y el descontento de diversos críticos, de diversos poetas y prosistas.

El texto de Zendejas llama la atención por varios motivos: reconoce que se trata del mejor ensayo sobre poesía y poética escrito en lengua castellana por esos años; además recoge el eco polémico que suscitó la atribución del premio al poeta y ensayista. Ahora esto parecería absurdo, casi paradójico. Llamo la atención sobre la semblanza firmada por un seudónimo que resume la trayectoria de Octavio Paz hasta ese momento y que aparece aquí como nota al pie del discurso del premiado.*

En las palabras del propio Paz se adivina una alusión a esa situación del que sabe que, como aconsejaba su amigo y maestro Xavier Villaurrutia, “hay que nadar contra la corriente”. Al igual que el salmón que remonta el poderoso caudal, Paz supo nadar muy lejos río arriba. El arco y la lira sólo sería un inicio. Los ecos que despertó este singular, original y originario li­bro llegaron lejos. Al final de este pliego me permito reproducir la carta que José Gaos le escribió a su amigo mexicano unos años después.

No deja de resultar estremecedora la coincidencia de que don Antonio

* Véase la versión electrónica.

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Carrillo Flores, que se desempeñó como secretario de Relaciones Ex­teriores entre 1964 y 1970, antes y después de que Octavio Paz fuera embajador en la India, dejara un vasto acervo bibliográfico en el cual tuve la rara fortuna de encontrar el texto arriba presentado durante el proceso de depuración de su acervo. Este caudal del ex ministro y canciller fue cedido a la Academia Mexicana de la Lengua por la fundación Pegaso, encabezado por don Alejando Burillo. El hallazgo de los números sueltos de la revista Conferencia se dio lue­go de examinar en varias ocasiones las numerosas cajas legadas por el ilustre jurista, bibliófilo y político. En ese paisaje no muy ordenado se dio la aparición, en una caja que

no tenía ni arañas ni alacranes y que no estaba afectada por la humedad, de una revista de color verde con la imagen de Xavier Villaurrutia. Al hojearla me encontré con el discurso de Octavio Paz pronunciado en la entrega del Premio Xavier Villaurrutia de 1956. La publicación que abrigaba el hallaz­go inducido por “el azar objetivo” –como diría una lectora de André Bretón cuando se enteró– era la revista Conferencia, fundada y dirigida por el poeta estridentista Germán List Arzubide (1898­1998), que moriría a los 100 años el mismo año en que fue traducido a la otra orilla Octavio Paz.

Hago una reseña de Conferencia. El martes 25 de febrero de 1958 a las 20:00 hrs, en la sede de la Galerías Excélsior de la Ciudad de México fue entregado el Premio Villaurrutia por su ensayo El arco y la lira a Octavio Paz, como el mejor libro de 1956. Carlos Pellicer, Rodolfo Usigli y Francisco Zendejas, conformaron el jurado de esa segunda entrega del galardón. Como se sabe, el Premio Xavier Villaurrutia fue fundado por un grupo de amigos

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del autor, en 1955, para ser discernido anualmente por un Patronato. De éste formaron parte como presidentes Alfonso Reyes, Carlos Pellicer y Rodolfo Usigli; como secretarios, Adolfo Zamora, Eduardo Villaseñor y Francisco Zendejas; Carlos Luquín como tesorero, Alicia de la Peña como adminis­tradora, y como vocales Agustín Lazo, José Luis Martínez, Rafael F. Muñoz, Elías Nandino, Juan José Arreola, Antonio Martínez Báez, Arturo Arnaiz y Freg, Andrés Henestrosa, Gabriel Ruiz, Antonio Ortiz Mena, Alí Chumacero y José Delgado. En ese año de 1955 fungieron como jurados Carlos Pellicer, Rodolfo Usigli y Francisco Zendejas, que concedieron el premio a Juan Rul­fo por su novela Pedro Páramo.

El premio correspondiente a 1956 fue concedido a Octavio Paz por El arco y la lira. Estas noticias se dan en Conferencia. Revista de Difusión Cul-tural fundada y dirigida por Germán List Arzubide. El cuadernillo engra­pado incluía distintos textos: la descripción del Premio Xavier Villaurrutia firmada por la dirección, el texto de Francisco Zendejas, “Un premio de es­critores para escritores”; el monólogo “La tragedia de las equivocaciones”, de Xavier Villaurrutia, que fue recitado por Cipriano Rivas Cherif en el acto del martes 25 de febrero; un mensaje de Bernardo Reyes, sobrino de don Alfonso; el breve texto de agradecimiento de Octavio Paz titulado “Premio que simboliza la independencia espiritual” (no recogido hasta ahora en libro y acompañado por una breve semblanza bibliográfica que tiene interés por estar escrita probablemente por Francisco Zendejas y los otros miembros del jurado, amparados por el seudónimo de Lautaro Matorras); otros textos como el de Hussein Triki sobre “Argelia de ayer y hoy”; un fragmento de discurso de Adolfo López Mateos como candidato a la presidencia de la República, cargo que asumiría el 1 de diciembre de ese año, titulado “Testimonio de con­ferencia. El asesinato de Francisco I. Madero”; un texto de Vicente Magdale­no, “Maderismo y porfirismo”, y reseñas críticas sobre el libro de Isidro Fabela, Las doctrinas Monroe y Drago, por Mario Sáenz; una reseña teatral de la obra La escuela de cocottes, de Armont y Gervidon, representada por Nadia Haro Oliva y un texto escrito por el Lic. Víctor Manuel Espinoza, consejero técnico de la dirección general de rehabilitación de la Secretaría de Salubri­dad y Asistencia, titulado “La rehabilitación del amputado” y algunas fichas bio­bibliográficas firmadas por el seudónimo de Lauro Matorras.

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El número ocho de Conferencia estaba ilustrado por fotografías de Fran­cisco Murguía. Podía verse en la página 57 un “Grupo de invitados a la entre­ga del Premio Villaurrutia” en que aparecen Juan Luis Velázquez, del Perú; Jan Bazant, de Checoslovaquia; Adolfo Zamora –secretario de la propia sociedad instituyente–, Antonio Martínez Báez, Rafael F. Muñoz, Manuel Calvillo y Olivia Zúñiga de México, Paulita Brook de los Estados Unidos, y Virginia Picot y R. E. Montes y Bradley de Argentina. A esas imágenes se deben aña­dir las de Francisco Zendejas y Bernardo Reyes en el momento de la entrega del premio y la del propio Octavio Paz leyendo su discurso. El expediente incluye también una fotografía de un sonriente Octavio Paz en compañía de Teresa Villaurrutia en el momento en que la hermana del escritor le hacía entrega de un ramo de rosas rojas.

La publicación llevaba además un mapa de los países solidarizados con “Algeria” (sic) en ese momento. Sólo había un anuncio, el de la Feria del estado de Veracruz.2

iii

El segundo texto que aquí se presenta es quizás, en términos editoriales, el más misterioso. Se trata de la entrevista que el historiador, poeta, diplomá­tico y periodista Rafael Heliodoro Valle (1891­1959) le hizo a Octavio Paz con motivo de la publicación de El arco y la lira. La entrevista nunca se publicó. En el Archivo y Fondo de Rafael Heliodoro Valle depositado en la Biblioteca Nacional se encuentran las hojas mecanoscritas de la entrevista corregida por puño y letra de Octavio Paz. Heliodoro Valle tenía muchos contactos internacionales. Por ejemplo, gracias a él Octavio Paz encontró a una figura clave en el desarrollo de las letras hispanoamericanas (recuérdese su papel en la fundación de la revista Sur) y en la configuración y cristalización de la identidad intelectual y moral resuelta en Octavio Paz: me refiero al escritor norteamericano de ascendencia judía Waldo Frank. Hay una nutrida corres­pondencia intercambiada entre este intelectual usamericano y Octavio Paz. Al parecer se encuentra alojada en la Universidad de Pensilvania (University

2 Parte de este texto se publicó en la revista virtual Literal. Latin American Voices, dirigi­da por Rose Mary Salum, Malva Flores y David Medina Portillo el 20 de diciembre de 2016.

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of Pennsylvania, Kislak Center for Spe­cial Collections, Rare Books and Ma­nuscripts, 1939). El hispanista judío fue para Paz un modelo en más de un sen­tido: al igual que Paz se interesó en su juventud en ciertos saberes disidentes y periféricos como las culturas asiáticas y en la esotérica representadas por Ous­pensky y Gourdjeff. Además, Frank fue para Paz un modelo ético de lo que po­día y debía ser un intelectual respon­sable en el mundo polarizado donde lo más sencillo y obvio es que el conseje­ro del príncipe sea, por así decirlo, su súbdito, su secuaz, y no su amigo, su crí­tico y menos su par. Waldo Frank no sólo fue un escritor importante para Paz, Heliodoro Valle también le realizó una entrevista que publicó en la Revista de la Universidad: “Diálogo con Waldo Frank” (núm. 12, enero de 1937). Las menciones que hace Paz a Waldo Frank en sus obras son relativamente escasas pero significativas de esa afinidad:

“La pintura mural”, Obras completas, t. Vii. Los privilegios de la vista ii. Arte de México, México, fce, 2003, p. 212.

Para los pintores mexicanos –no olvidemos la religiosidad de muchas de sus primeras composiciones murales– tuvo una significación especial: fue la res­puesta a su predicamento. La Aurora Rusa, como la llamó Waldo Frank, iluminó muchas conciencias en 1924. Conforme a la lógica de todos los milenarismos, un grupo de artistas mexicanos vivió en esos años una experiencia portentosa: ser testigos y actores del Cambio de los Tiempos.(México, agosto de 1978)

“Iberoamérica”, Obras completas, t. ix. Ideas y costumbres i. La letra y el cetro, México, fce, 2004, p. 135.

los Estados Unidos son una democracia, reina en ese país gran diversidad y pluralidad de opiniones y de ahí que hayamos tenido siempre amigos, lo mismo

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en el pueblo norteamericano que entre sus líderes políticos y religiosos, para no hablar de sus artistas, pensadores y escritores, de un Thoreau a un Waldo Frank. Es imposible olvidar que Thoreau se opuso a la guerra en contra de México en 1847.(México, diciembre de 1986)

“Primeras letras. Prosa (1931­1945)”, Obras completas, t. xiii. Miscelánea i. Prime-ros escritos, México, fce, 1999, p. 186.Y es que al hombre de ahora, dice Landsberg, no sólo le falta una religión inte­rior, sino una exteriorización de su religiosidad. Falta de sentido del conjunto, del que nos habla Waldo Frank. De aquí seguramente la incomprensión que de la obra artística tienen otros sectores de la vida contemporánea.(México, 1931)

Hay una fotografía del joven poeta Octavio Paz en compañía del diplo­mático hondureño asentado en México y del autor de Virgin America, amigo de Alfonso Reyes. En ella se advierten las sombras inquietas que rodean al joven poeta que pocos años después publicaría El arco y la lira. La entrevis­ta misma parecería más bien una gacetilla rutinaria o un cuestionario rápido y no una verdadera conversación, quizá por eso Octavio Paz no se decidió a dar su autorización.

La entrevista llegó a mis manos gracias a que vi la fotografía de Rafael Heliodoro Valle, Waldo Frank y Octavio Paz en el libro Rafael Heliodoro Valle, humanista de América, de María de los Ángeles Chapa Bezanilla, pu­blicado por la unaM en 2004.

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Me pregunté si no habría en el Fondo legado por el hondureño docu­mentos relacionados con Octavio Paz. Sólo había uno. Era éste. Sin embargo lo valioso del texto es que, como ya he dicho, está corregido por el puño y letra de Octavio Paz. Esto recuerda que Paz era celoso y exigente con la pu­blicación de este tipo de materiales y cabe recalcar que todas las entrevistas publicadas en el tomo de Miscelánea, dentro de las Obras completas, fueron revisadas y reescritas por el poeta. Viene aquí a cuento la anécdota de la en­trevista que le hizo Fernando Savater y que ha contado con gracia el español en un artículo de El País. Resumo: Savater fue a entrevistar al mexicano. Conversación fluida, fulgurante, inolvidable. Al regresar a su casa el filó­sofo español comprobó desolado que la grabadora estaba limpia. Fernando sudó frío, tenía que entregar la entrevista dos días después. Repasó las posi­bles alternativas: ¿regresar avergonzado a rehacer la entrevista? ¿Renunciar completamente a la empresa? Optó por el camino más arriesgado. Se apoyó en sus propias preguntas y acudió armado con ellas a saquear como pudo el discurso de Paz. Mandó al poeta el resultado. Recibió muy poco después una llamada felicitándolo por la exactitud con que había sabido reproducir el pensamiento del autor.3 El propio Savater lo cuenta así:

Un año después de aquel primer encuentro, Savater les propuso a los editores del suplemento cultural de El País una entrevista en profundidad con Octavio Paz. Le dijeron que sí y el filósofo viajó de nuevo al df. “Durante dos o tres días fui a su casa y, ante una decreciente botella de whisky, charlamos de cualquier cosa. De los sublime a lo cotidiano, con abundantes risas. Yo acababa de comprar una grabadora, que apenas sabía manejar.

De vez en cuando, Octavio me preguntaba: “eso estará grabando bien, ¿verdad?”, y yo le respondía que seguro que sí. Regresé a Madrid y resulta que el maldito cacharro no había grabado absolutamente nada. El diablo sabrá por qué. Bueno, pues decidí inventarme de pe a pa la entrevista, a partir de los recuerdos que guardaba de nuestras conversaciones. La entrevista gustó al público y, lo que era

3 Octavio Paz, Obras completas, t. xV, “Miscelánea iii. Entrevistas”, “Octavio Paz: ‘La poesía es el origen de lo sagrado’”, Fernando Savater, fce, México, 2003, pp. 52­63. Se publi­có en el “Suplemento Cultural” de Últimas Noticias, Caracas, núm. 67, 29 de abril de 1979. Se recogió en Pasión crítica, ed. de Hugo J. Verano, Seix Barral, Barcelona 1985. // “Postfa­cio: Octavio Paz en su inquietud”, Fernando Savater, Ibid, pp. 64­71. Se publicó en Vuelta, núm. 178, septiembre de 1991.

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más difícil, gustó al entrevistado. Hasta el punto de que, años después, la incluyó en un volumen que recogía las mejores entrevistas que le habían hecho”.4

A continuación se transcribe la entrevista inédita de Rafael Heliodoro Valle a Octavio Paz, corregida por puño y letra de éste y que debo a la genti­leza de Miguel Ángel Castro, del Instituto de Investigaciones Bibliográficas:

octaVio paz5

–Ser un poeta universal quiere decir ser mexicano, peruano o español, hasta los últimos alcances del vocablo, pero también más allá de ellos. Así, creo que la única universidad que podemos alcanzar los hispano­americanos es la que se desprenda fatalmente de nuestra fidelidad situación, en frente a nuestro suelo, a nuestro tiempo y a nosotros mismos.

–Pero esto no quiere decir que el nacionalismo se entrometa. –Naturalmente, esa fidelidad no tiene nada que ver con el nacionalismo artís­

tico que me parece tan peligroso y estéril cómo el cosmopolitismo. El arte –y es­pecialmente la poesía– no consiste en una reproducción de la realidad, sino en un ir más allá de esa realidad visible, hecha de todos los fetiches e imposiciones morales, religiosas, económicas, etc., para alcanzar a vislumbrar un estado, ese sí real, de libertad y autenticidad humana.

–Es que la poesía verdadera siempre tiene hondas raíces humanas. –Y debe provocar la erupción del hombre real que esconde cada hombre. –Entonces, la poesía mexicana…–Tiene que provocar la aparición de un México que nos han ocultado siglos de

opresión moral, material e histórica. Pero esta poesía de rebelión y de revela­

4 Fernando Savater, “Una carta de Octavio Paz equivalía a un memorándum del Espíritu Santo”, Milenio, 29 de marzo de 2014. Se puede encontrar en: http://www.milenio.com/cultu­ra/octavio_paz/Octavio_Paz­centenario­nacimiento­laberinto­Fernando_Savater­carta­me­morandum_0_270573207.html

5 El documento presenta correcciones y añadidos de la mano del propio Octavio Paz, que se muestran en cursivas. Además hay unas líneas de inicio que indicó quitar. Son las siguientes:

–La poesía es universal. Así, sólo hay una poesía. –De acuerdo.–Pero esa universalidad no debe ni puede ser obtenida a través de una eliminación de

las circunstancias. Esas circunstancias –tiempo y lugar– son las determinantes de toda obra de arte. La poesía es tiempo, temporalidad pura, como decía Machado.

–Otros afirman que la poesía es intemporal.

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ción del hombre debe ser también poesía de comunión.

–De redescubrimiento del hombre, podría­mos decir.

–Aspiro, aspiramos, a descubrir al hombre que es cada uno de nosotros. Ese hombre no será, no puede ser, sino nuestro semejante.

–¿En ese sentido la poesía tiene una fun­ción moral?

–La poesía es, a su manera, moral. Quie­ro decir, posee una finalidad práctica: reve­lar al hombre y realizarlo, hacer reales sus sueños y sus pesadillas. Hacerlo posible. Rea-lizarlo. Ahora bien, el hombre es irrealiza­ble en soledad.

–Algunos afirman que la poesía es un fruto de la soledad.

–Precisamente, por ser fruto de la soledad, aspira a romperla. Para ser de verdad, para ser realmente, el hombre –el mexicano o el chino– debe realizarse en los demás. La poesía es una forma, la más alta, acaso, de comunión.

–¿Y su fin práctico?–Su fin práctico es la comunión de los hombres. El mito del poeta en soledad

no ha sido creado por los poetas. Es un mito moderno. Más bien, ha sido y es una imposición de la sociedad burguesa.

–¿Y lo que han dado en llamar poesía social? –Tampoco estoy por la poesía social. En rigor, toda poesía es social, esto es,

pero no estoy por una poesía que obedezca a un partido o a un Estado. Sobre todo si se piensa en lo que son los partidos y los Estados actuales.

–No puede negarse que hay una discordia entre la poesía y la sociedad.–Sí, para que cese esa discordia es necesario que la sociedad se transforme,

no que la poesía se adapte a la política del Estado. –Pero algunos de los grandes poetas han hecho política de actualidad.–Mientras exista una sociedad como la contemporánea, y no excluyo la socie­

dad burocrática soviética, la poesía deberá ser y así ocurre en efecto, anti­social.–La tesis soviética sostiene que hasta la poesía debe estar al servicio del Es­

tado.–Creo en octubre; pero no en las deformaciones posteriores. Sobre esto ten­

dríamos mucho de qué hablar.

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–Bien, ése no es un tema dentro de nuestra conversación. Ha sido una simple incidencia. Volvamos a la poesía anti­social.

–O anti­real, que no es lo mismo que inhumana, asocial o irreal. Poesía de comunión en el subsuelo, hasta que llegue la hora de hacerlo al aire libre, sin dogmas.

–¡Libertad bajo palabra!–En tanto no alcancemos la libertad verdadera, que está hoy más lejos que

nunca, la poesía no puede ser sino Libertad bajo palabra.–Así lo he entendió al leer su libro magnífico, una de las mejores expresiones

de la poesía mexicana.–La libertad conquistada por la palabra. Libertad provisional, libertad arran­

cada a la realidad social a través de una transmutación de la palabra.

iV

El tercer texto es, como decíamos, el de Bona de Mandiargues sobre “El arte preislámico de Nuristán”, publicado casi simultáneamente en dos revistas: la española Papeles de Son Armadans (año ix, t. xxxiii, núm. xcViii, mayo, Mc-MlxiV) y la Revista de Bellas Artes (núm. 8, 1966). No es extraño que Octavio Paz haya publicado la traducción de su amiga Bona sobre el arte preislámico en la revista dirigida por Camilo José Cela en Mallorca. Él mismo había publi­cado ahí el ensayo sobre Luis Cernuda, “La palabra edificante” (1964), y sus poemas “Dos y uno, tres”, “Entrada en materia”, “Noche en claro” y “Sala­mandra” (1961); “El día en Udaipur” (1963); “Presente” (1965). Además en ese número publica seis poemas dedicados a Marie José: “Contigo”, “Ejemplo”, “Pasaje”, “Cauce”, “Cima y gravedad”, “Presente”; “Horas situadas de Jorge Guillén” (1966); “E. E. Cummings: seis poemas y un recuerdo” (1966); “Una de cal” (1967); “México: Olimpiada de 1968” (1968). Extraña un poco más que le haya pedido a su amigo José Luis Martínez la publicación de esta tra­ducción en la revista que dirigía el historiador para Bellas Artes. La última vez que menciona Octavio Paz a Bona en la correspondencia con José Luis Martínez es el 20 de diciembre de 1961: “La que está inconsolable es Bona, tanto porque quería volver a México como porque desde hace años deseaba ir a Perú. Pero ya será alguna vez. De todos modos, gracias por todo: por tu carta y por tu amistosa invitación”.6

6 París, 20 de diciembre de 1961. De OP a JLM, en Octavio Paz/José Luis Martínez. Al

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Y casi maravilla que el propio Paz se haya preocupado por dar al texto de Bona sobre “El arte preislámico de Nuristán” una dignidad que sólo asig­naba a sus propios textos (el ensayo sobre Cernuda fue publicado, como se sabe, antes en México en la Revista de la Universidad).

La relación de Octavio Paz con Bona ha sido seguida por Guillermo Sheridan en Los idilios salvajes. Ensayo sobre la vida de Octavio Paz, tomo iii.7 Se sabe por esta reconstrucción que Paz conoció a Bona Tibertelli de Pisis, nacida en Roma, en París, en 1948, recién llegado a Francia, y que la encon­tró más tarde en Ginebra, en 1953. Paz sostuvo con ella una intensa relación que la orilló a separarse de su esposo, André Pieyre de Mandiargues. Tam­bién gracias a Sheridan sabemos que Bona visitó a Octavio Paz en Delhi, en enero de 1963, y que recorrieron juntos, desde esa fecha hasta el 5 de junio, lugares como Ceilán, Angkor, Puri, Ayanti, Ellora, Bombay, Comorín, Ko­narak, Udaipur, Anduradhapura, Bamayan, Nepal, Cachemira, Rajastán y Afganistán. Según el mismo Guillermo Sheridan, tenían el proyecto de hacer un “diario ilustrado de los viajes”. Esto no se logró. Paz escribió, por su parte, los poemas recogidos en Ladera este y Bona publicaría un libro titulado Bo-naventure (1977). No hemos podido averiguar si el texto de Bona traducido por Octavio Paz sobre el arte preislámico pertenece o no a ese libro publica­do años después. La edición de la Revista de Bellas Artes está ilustrada por una serie de imágenes que probablemente pertenecen al archivo fotográfico de Bona. En todo caso, el discurso, las “tesis”, por así decir, que sostiene Bona tienen gran afinidad con el pensamiento que lanzará Paz en torno a la posibilidad de un arte universal no imperial sino más bien asentado en una órbita periférica y regional, como puede verse en distintos lugares de la obra de Paz.

La relación que tuvo Octavio Paz con Bona de Mandiargues fue cier­tamente más allá de los vínculos sentimentales y pasionales. Se estableció, según lo deja entrever el propio Guillermo Sheridan en su hermosa bio­grafía, como un proyecto que sólo podría definirse como político. Octavio Paz volverá a visitar, años más tarde, algunos de esos lugares recónditos de

calor de la amistad. Correspondencia (1950-1984), ed. de Rodrigo Martínez Baracs, fce, 2004, p. 34.

7 México, Secretaría de Cultura/Ediciones Era, 2016.

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la India en compañía de Marie­José Paz, como si necesitara volver a ellos. Volvien­do a la revista española, cabe señalar que Octavio Paz participó además en 1961 en Mallorca, en el jurado que resolvió dar el Premio Formentor (otorgado a obra inédi­ta) a Samuel Beckett y a Jorge Luis Borges (premio internacional otorgado a obra pu­blicada y ganada por éstos). En la revista Papeles de Son Armandans aparece una breve crónica en torno al Premio, donde se menciona que Paz se inclinaba más bien por Carpentier y que era partidario de no dárselo a Rulfo para dejar que siguiera es­cribiendo.

el arte preisláMico de nuristán8

BonaTraducción de Octavio Paz

Hay lugares que, cualquiera que sea la hermosura de sus monumentos o la ri­queza de sus museos, nos atraen sobre todo por el espectáculo de la gente y su estilo de vida. En esto se parecen las grandes capitales modernas a las aldeas y ciudades de los países que, desde hace siglos, se apartaron de lo que llaman la “marcha general de la historia”. Nómadas de Beluchistán o aldeanos del Vi arrondisement de París; corredores de la Bolsa de la City o monjes de Katman­dú, matriarcados en San Francisco o poliandria en las colinas de Assam; tribus de Nueva York, que fluyen al atardecer por la calle 42 o mediodía de mercado en San Cristóbal, Chiapas, con indios “chamulas” y mestizos “ladinos”; templos de Orissa o burdeles de Hamburgo: sitios donde la vida tiene un sabor único. En ellos, las costumbres y ritos de los nativos ejercen sobre nosotros una fas­cinación más poderosa que las creaciones de las artes y las invenciones de la mecánica. A medida que me alejaba de Peshawar y me internaba en Afganis­tán, entre las montañas y desfiladeros del Paso de Khyber, estas ideas un poco

8 Bona, “El arte preislámico de Nuristán”, traducción de Octavio Paz, en Revista de Be-llas Artes, núm. 8, marzo/abril/1966, pp. 63­74

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sumarias me parecían más y más evidentes. Sabía que Kabul posee un excelente Museo pero, me decía, ninguna de las obras que encierra podrá compararse ja­más con lo que, en estos momentos, ven mis ojos. O más bien: con lo que adivi­naban, pues las visiones eran rápidas y nada se descubría enteramente, a pesar de la luz meridiana. Y esa misma reticencia solar, por decirlo así, aumentaba mi avidez. Atravesaba un paisaje de valles estrechos, unidos por profundas gargan­tas; un río violento, que había hecho su camino en la roca, corría al lado de la carretera. A unos cuantos metros de la pista de asfalto, las tiendas negras de los nómadas, con sus familias y sus rebaños. De vez en cuando, aldeas en las que cada casa era una fortaleza, a la que sólo sería posible penetrar tras prolongadas negociaciones. De pronto, en un recodo, un hombre con turbante rojo, corriendo a caballo bajo las ramas plateadas de los álamos. Mujeres, hileras de mujeres, caminando erguidas en el polvo, el rostro medio escondido bajo grandes chales sombríos, vestidas de colores vivos, cubiertas de bordados de plata, collares y pulseras. Tres niños pastores y un grupo de cabras entre las peñas. Más rocas. Otro valle. ¿Podría cambiar todo eso por las salas de un Museo –famoso, ade­más, por sus colecciones de arte greco­budista, un estilo que cada día me gusta menos?

Al cabo de muchas horas por una carretera construida con ayuda norteameri­cana (y que atraviesa presas, plantas eléctricas y otras instalaciones en las que han colaborado alemanes, checos o rusos: Afganistán es el lugar de elección de la “competencia pacífica” entre los dos bloques), se llega a Kabul. Ahí la de­cepción espera al viajero. Hay dos hoteles y los dos, salvo por las llameantes al­fombras afganas, que cubren casi totalmente los pisos, podrían ser de cualquier parte del mundo. Un restaurante único: un flamante self service, a la moda teja­na. Está en la plaza central, frente a una fuente no menos flamante y que des­pide, por las noches, continuos chorros de agua de todos los colores. Lo que no pudo lograr el Imperio Británico en el curso de las tres guerras anglo­afganas, lo ha conseguido el gusto yanqui: instalarse en el corazón de Afganistán. Una con­quista incruenta pero, tal vez, más corrosiva. El único espectáculo asombroso: el asombro de los campesinos y pastores que van a la capital para contemplar, cada noche, como en éxtasis, los chorros de agua que cambian de color.

Al día siguiente, contra lo que pensaba en el camino, me precipité a refugiar­me en el Museo. Está al final de una Avenida, imponente como la de los Cam­pos Elíseos, aunque dos veces más ancha, bordeada no por edificios sino por huertas y campos de labranzas. El Museo es más bien pequeño y, no obstante, es uno de los más hermosos del Oriente. Hermoso por los objetos que contiene y, también, por la manera elegante de mostrarlos. No describiré las salas que exhiben colecciones ya célebres, como las de Begram, Bamyan o Fundiquistán. Todo eso es admirable –sólo que yo ya sabía que lo era–. La verdadera sorpresa

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me esperaba en el primer piso, en una clara y amplia sala, frente a la escalera central. Una quincena de esculturas en madera, casi todas representando per­sonajes humanos (tamaño natural); y sillas, armas, vestiduras, instrumentos de música, enseres de casa, joyas, ornamentos. Estamos de tal modo familiarizados con las creaciones de casi todas las civilizaciones –desde la pintura rupestre hasta el pop-art contemporáneo, sin olvidar el arte de los locos y de los niños– que vamos a los Museos, más que a descubrirlas, a reconocer las obras que ya hemos visto en las láminas de los libros. Aquella sala del Museo de Kabul me ofreció, al pie de la letra, lo nunca-visto: el arte preislámico de los kafires de Afganistán y Paquistán. Volví muchas veces a esa sala. Allí, gracias a las pre­ciosas y precisas informaciones del señor A. Jeanneret, Consejero del Museo, me inicié en el conocimiento de un arte insólito. Las notas que siguen son un resumen de mis impresiones y pesquisas. Pero debo advertir que se sabe muy poco de los kafires. Aunque sea lamentable desde el punto de vista histórico y etnológico, no creo que esta ignorancia dañe nuestra comprensión profunda de la escultura kafir. Estas obras hablan por sí solas, inclusive si no acertamos a descifrar del todo su simbolismo. La belleza nunca ha necesitado explicaciones.

El territorio de los kafires se extiende entre la porción noreste de Afganistán y la región fronteriza de Chitral, en Paquistán. Situado en las estribaciones del sur del Indokush, está formado por una serie de altos valles. Abundan los picos, los desfiladeros, los torrentes y toda suerte de obstáculos naturales. Esta acci­dentada conformación orográfica vuelve casi inaccesible al país. A la violenta geografía, tanto como al espíritu indómito de sus habitantes, debemos en parte la singular evolución del arte kafir (regresión, dirán los arqueólogos). La porción afgana de Kafiristán, que quiere decir “tierra de los idólatras”, se llama ahora Nuristán (“tierra de la luz”). El cambio de nombre es una consecuencia de la expedición militar del emir Abdul Ramán, que en 1896 subyugó a las tribus kafi­res y las convirtió, a sangre y fuego, a la fe de Mahoma. Las esculturas y objetos que escaparon a la destrucción fueron llevados a Kabul, al palacio real. En 1926 pasaron al Museo, fundado pocos años antes (1919), en donde hoy constituyen uno de los tesoros más ciertos y menos conocidos.

Es casi seguro que el actual Kafiristán haya sido, entre los siglos iV y iii antes de Cristo, una porción de la satrapía griega de Parapamisade. El pueblo que ha­bitaba ese territorio se llamaba Camboja. Algunos piensan que este nombre y el de Kapica, capital de la satrapía, designan al mismo lugar y a la misma gente. Lo que sí es indudable es que los kafires formaron parte de la cultura greco­persa­bu­dista, que floreció en toda esa región –de las márgenes del Oxus al valle del Indo– hasta la invasión de los musulmanes. Por el peregrino chino Hiuantsang sabemos que todavía en 630 de nuestra Era el país de Kafiristán era una provin­cia de Kapica. Inclusive parece que el nombre de la tribu más importante, Kati,

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se deriva del título (Kindara) que osten­taban los últimos soberanos indoescitas. El aislamiento realmente se inicia en el momento en que surgen los musulmanes (siglo ix), ya que los kafires se negaron a abrazar la nueva fe y lucharon desde sus montañas contra los extraños, hasta fines del siglo pasado. Y aquí conviene decir que el nombre kafir (idólatra) no es el suyo propio sino la palabra con que los musulmanes los designan. Los historiado­res de Mahmud de Gazni, que penetraron en la región en 1020, llaman expresamente a sus habitantes kafires. Los textos de la época de Tamerlán, que intentó inútil­mente someterlos en 1398, se refieren a ellos por sus nombres tribales. Más tarde, en el periodo mogol, los emperadores Akbar y Jehangir enviaron ocasionalmente emi­sarios a Kafiristán en busca de tributos pero sin intentar una nueva conquista.

En suma, durante un milenio los kafires han vivido encerrados en sus monta­ñas, en una continua guerra de guerrillas contra sus vecinos. Este aislamiento, la ausencia de anales escritos y, en general, de la noción misma de historia, explican que nuestra ignorancia sobre su pasado sea casi total. Al acercarse a ellos se siente la impresión de encontrarse ante un pueblo que, tanto volunta­riamente como forzado por la adversidad, en un momento dado se apartó de las grandes corrientes de la civilización. Replegado sobre sí mismo y decidido a so­brevivir, no encontró otra vía que reanudar, por medio de ritos y misterios primi­tivos, su contacto con las fuerzas pánicas y mágicas de los elementos. En efecto, aunque entre la masa confusa de sus creencias y de su mitología no es difícil percibir restos degenerados de grandes e ilustres religiones (Buda y Zoroastro), resulta aún más fácil ver en sus prácticas supervivencias de cultos mucho más antiguos. No podía ser de otro modo, tratándose de un pueblo de pastores.

Algunos piensan que los kafires descienden de los colonos griegos, estable­cidos en el país por Darío Histasper. Parece poco probable. En cambio, es se­guro que pertenezcan, desde el punto de vista étnico y lingüístico, a la familia indoeuropea. Están divididos en cuatro grandes tribus y cada una habla una lengua distinta. Además, en las partes superiores de los valles de Chitral, en Paquistán, vive la tribu de los kafires kalash, conocidos vulgarmente como ka­fires rojos, que hablan un idioma puramente indio. Mientras que en Nuristán la

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dominación afgana ha hecho desaparecer los antiguos cultos, entre los kafires kalash aún están vivos, aunque mezclados a toda clase de creencias extrañas. Hay que agregar, en fin, que muchos kafires de la tribu kati se refugiaron, des­pués de la expedición militar afgana, entre los kalash. De ahí que esa región ofrezca aún –¿por cuánto tiempo?– la posibilidad de estudiar más completa­mente la religión kafir.

Hasta fines del siglo xix, Kafiristán permaneció inexplorado. Hacia esa época algunos viajeros, casi todos ingleses, penetraron en el país. Gracias a sir G. S. Robertson, que vivió un año entre ellos, un poco antes de la conquista de Abdul Ramán, poseemos una serie de informaciones muy valiosas sobre la religión y las costumbres de los kafires.9 Las notas de Robertson nos permiten determinar, con alguna certeza, el origen y el carácter de las esculturas, ya que cuando fueron recogidas nadie se preocupó en preguntar a los nativos sobre su sig­nificado o sobre su función. Los kafires eran monoteístas. Su dios se llamaba Imra o Tsokoni­Dura. La hospitalidad y la caridad eran para ellos las virtudes centrales y aquel que las practicaba con constancia podría entrar al paraíso (Burry­li­Boula), en tanto los avaros y viciosos iban al infierno (Burry­Dag­gar­Boula). Pero también adoraba a otros ídolos, intermediarios entre ellos y la divinidad suprema. Además, y éste es un rasgo de la mayor importancia, pro­fesaban el culto a los héroes. La identidad de los héroes variaba de una tribu a otra. Imposible no recordar la antigua religión indoeuropea.

Con frecuencia los ídolos de una familia no eran sino sus antepasados divi­nizados. Cuando moría alguien, la costumbre exigía que se le erigiese una es­tatua, que ostentaba los atributos y virtudes del difunto. Los escultores iban al bosque y ahí mismo, con hachas y cuchillos, únicos utensilios que empelaban, tallaban los troncos. Después, los transportaban al pueblo para terminarlos. ¡El espectáculo que debía ser el bosque humanizándose a golpes de hacha! La fa­milia ofrecía en estas ocasiones una fiesta, en la que se colmaba de regalos a los invitados; y cada uno de ellos hacía un elogio del difunto. Los kafires, dice Robertson, amaban esas justas oratorias. En general, las esculturas se coloca­ban en los cementerios. A veces, tal vez para perpetuar alguna hazaña personal, ciertas personas eminentes se erigían estatuas en vida. Si se trataba de grandes personajes (y la grandeza estaba en relación con el número de fiestas ofrecidas y el valor de los regalos y presentes), las esculturas los representan a caballo o sentados en un tronco. Es posible que esas estatuas estuviesen colocadas sobre las columnas de los pórticos. Tanto la arquitectura como la escultura eran de madera, que es hasta la fecha el material más socorrido. Las columnas estaban adornadas por dibujos geométricos. Otras veces las estatuas, sentadas en los

9 The kaifirs of the Indo-Kush, London, 1896.

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tronos, ocupaban el sitio central de los lugares públicos, ya sea en el aire libre o en el interior de los templos y casas de gobierno. Una de las más bellas por el equilibrio complejo de su composición se llama Tantruk y representa dos hom­bres en el momento de afrontarse. Erigida para conmemorar las gestas de un guerrero, sin duda formaba parte de esos monumentos conmemorativos.

Sabemos que los kafires tenían dos clases de esculturas: una para represen­tar a los dioses, otra consagrada a los antepasados y héroes. Por desgracia, no conocemos bien los atributos de las divinidades y de ahí que no siempre sea fácil distinguir unas de otras. Sin embargo, sirviéndome de las informaciones que poseo y de algunas observaciones personales, trataré de determinar sus características más notables. Debe tenerse presente, de todos modos, que entre los kafires el dios se identificaba con la persona del rey o del jefe, según ocurre con la mayoría de las culturas antiguas.

El valle de Parun, habitado por la tribu de los Safed­Posh (“Los vestidos de blanco”), era el centro religioso de Kafiristán. Allí, en los “gramma” (templos), se celebraban las fiestas al aire libre o, al menos, las cuatro principales que conmemoraban los cambios de estación. Las ilustraciones del libro de Robert­son nos dan una idea de la belleza de esas ceremonias, a las que asistió muchas veces.10 La oratoria, la danza y el canto constituían el núcleo del espectáculo ritual. En algunas danzas, los hombres se colocaban inmóviles ante las mujeres, que giraban lentamente en torno suyo, adornadas con gran lujo y ataviadas por cofias que les daban un extraño aire caprino. Otras llevaban, a la altura de la sien, un ornamento de bronce (japrás), parecido a una anteojera de caballo, y so­bre la cabeza un bonete terminado en dos puntas laterales, como grandes orejas animales; el centro del bonete estaba coronado por una suerte de cuernos, que se desplegaban en forma de abanico. Probablemente los atavíos, y la ceremonia misma, aluden a un rito de magia simpática, destinada a proporcionar la cría de rebaños. Tal vez durante esas fiestas se hacían los sacrificios de animales y la aspersión de las estatuas con la sangre de las víctimas (que todavía puede verse, seca, sobre algunas). En Parun estaba el templo de Imra, el Ser Supremo, de modo que es posible que la mayoría de las esculturas encontradas en esa población representen divinidades. En efecto, están hechas de manera distinta, menos realista, diría, que las otras. Un hermoso ejemplar es el de la figura femeni­na a horcajadas sobre un gamo. Los brazos le nacen en el lugar de los tímpanos y sus manos agarran los cuernos, entre los cuales aparece su rostro, el mentón

10 Por un accidente en verdad lamentable, Robertson perdió todos sus aparatos fotográ­ficos al atravesar un río, un poco antes de llegar a Kafiristán. Su libro está ilustrado por dibujos, hechos no por él mismo sino por un artista amigo, de acuerdo con sus indicaciones y consejos.

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apoyado sobre la testa del animal. Lo que parece un moño o chongo, sobre la cabeza femenina, no es tal vez sino la base de una columna. La figura quizá representa a una te­rrible guardiana del templo o a una diosa del bosque, imagen gemela a la de Diana pero, a mi juicio, más pujante que la que nos ha dejado la Grecia clásica. También había en Parun estatuas de piedra con másca­ras de hierro. Por desgracia, fueron destruidas. Muchas de las escultu­ras de madera evocan asimismo la idea de la máscara. No cuesta mu­cho trabajo advertir, en efecto, que la estatuaria presenta dos tipos de rostros: uno, oval, imita con cierta fidelidad la faz humana; otro, rec­tangular y que desciende a veces hasta el pecho, da la impresión de ser una máscara, superimpuesta al rostro. La función de la máscara,

como es sabido, es mágica y no me extenderé sobre ello.Aparte de estos signos, formas e insignias –que son probablemente atributos

sagrados y sobre los cuales lo único que podemos hacer es suposiciones más o menos fundadas–, las estatuas ostentan armas y ornamentos de fácil identifica­ción. Por ejemplo, un personaje lleva a la vez: un hacha de ceremonia (caschou) sobre el hombro; un puñal (katara) entre las manos, signo de bravura entre los pastores; un collar (yamni gloul) y unos pendientes (kerambi), que sólo podían adornar a aquellos que habían ofrecido dádivas o que habían triunfado en la guerra; un majestuoso turbante, signo de la más alta distinción; y zapatos de danza. Quizá le cubre el rostro una máscara, o más bien, su rostro se presenta como máscara. Todo esto nos hace pensar que se trata de un héroe que, gracias a sus méritos, gozaba del privilegio (y la obligación) de participar en ciertas ce­remonias. Una última observación curiosa: aunque los personajes están siempre vestidos, sus órganos genésicos están a la vista y puestos en evidencia.

Destacan, entre los ornamentos, los aretes de plata. Todos ellos, a pesar de la variedad de sus formas y de sus nombres, poseen un significado común: indican que sus portadores eran gente acomodada y que había hecho presentes y dones.

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A veces, cada año se añadía una argolla más a esos aretes. Creo que la misma cosa debía hacerse con las ajorcas en hierro forjado, destinadas a los vencedores de la guerra. Cada victoria, o cada enemigo muerto, significaba un nuevo anillo. La factura de las alhajas es muy hermosa y su carácter vigoroso las aproxima a las esculturas. Están hechas en hierro, bronce y plata. Los kafires, sin embargo, deben haber conocido periodos de mayor esplendor, si ha de creerse a Marco Polo que, además de su aspecto salvaje y de su gran saber en las “artes del diablo”, señala la abundancia de ornamentos de oro, perlas y piedras preciosas.

Al lado de las joyas hay que mencionar, por su sobria belleza, las vajillas. Entre estos utensilios son notables ciertos recipientes para guardar y servir el vino, hechos de una madera muy oscura, de forma armoniosa y decoración geométrica. Diré de paso que, debido a la prohibición religiosa musulmana, en Afganistán hoy sólo se encuentra vino en aisladas y pequeñas comunidades judías (en Hérat, por ejemplo). Merece también citarse la escultura de anima­les, tales como el gamo, el macho cabrío y, a veces, la serpiente. En los dibujos geométricos, entre la greca y los motivos de cestería, aparece con frecuencia la rueda. Sería interesante saber si este signo viene del budismo y qué significado le atribuían los kafires.

Las sillas poseen una importancia análoga a la de las estatuas. Se trata de un mueble casi desconocido en el resto de Asia. Su presencia constante entre los kafires nos ayuda a vislumbrar la originalidad de su cultura y nos revela hasta qué punto constituye un hecho aislado y excepcional. Yo me atrevería a decir que es un indicio más de la supervivencia de un fondo no­asiático, obstinadamente preservado por los kafires desde un pasado incalculable. Los asientos de las sillas están hechos de cuerdas trenzadas de piel de cabra. No es casual, me imagino, que no hayan utilizado para ese fin la cestería, empleada por el con­trario para la parte superior de sus pequeñas mesas. Los brazos de las sillas estaban adornados de figurillas humanas y los remates, en la época preislámica, imitaban cuernos de cabra. Otro dato curioso: los únicos que tenían derecho a sentarse en esas sillas eran los guerreros y los hombres eminentes. En realidad, se trata de tronos. Aunque este privilegio estaba reservado, por regla general, a los hombres, Robertson refiere que una vieja, persona de influencia entre la tribu, también poseía una silla en la que se sentaba por las tardes, en la terraza de su casa, mientras recibía a sus invitados. Sobre el simbolismo del trono en Oriente se ha escrito mucho, pero sería interesante determinar si las creencias de los kafires se insertan en la tradición asiática o si, una vez más, constituyen una excepción. El tema, de la mayor importancia, escapa a la intención y di­mensiones de este artículo.

No es fácil, todavía, hacerse un juicio de conjunto sobre el arte de los kafires de Afganistán y Paquistán. Tampoco lo es determinar el sitio que ocupa en el

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panorama del arte universal. Me limitaré a afirmar, sin embargo, que la escul­tura kafir, más que una provincia de los grandes estilos asiáticos (irano, indio y grecobudista) que imperaron en esas tierras, es una isla, un mundo aparte. Cierto, desde un punto de vista puramente estético e histórico, la escultura de los kafires recuerda los grandes arquetipos del periodo de los aqueménides. En cambio, por su significación profunda, por su carga de expresionismo mágico y religioso, por la emoción que provoca en el espectador, es indudable que ofrece más de un parecido con las poderosas y fascinantes imágenes de la isla de Pas­cua, Nueva Guinea o África. Diría que se trata de un parecido espiritual. Pero no quisiera perderme en consideraciones estéticas de orden general. En verdad, mi único objeto al escribir estas líneas es despertar el interés de los conocedo­res y los entendidos. Tal vez mi exaltación me ha llevado, aquí y allá, a esbozar interpretaciones aventuradas. ¿No es ésta una prueba decisiva de los poderes de seducción y asombro que guardan esas esculturas? Y en cuanto a los crea­dores de esas obras extrañas, a un tiempo realista y simbólicas: a largo o corto plazo los kafires están condenados, como los papúes y otros pueblos llamados “primitivos”, a vestir el común uniforme de la civilización moderna. A riesgo de escandalizar a los amigos del progreso por el progreso, diré que esa perspec­tiva no me alegra. Esos pueblos nos son tan necesarios como los “civilizados”. Guardan el pasado en su presente y así nos advierten de las locuras y errores que contiene nuestro presente, preocupado sólo por el futuro. Son las raíces del árbol de la vida. Destruirlas es destruir la vida misma

V

Sobra decir que la tarea de cosechar textos extraviados, traspapelados o se­miocultos de la obra de un autor como Octavio Paz puede ser materia del trabajo de varias generaciones de investigadores. Ya se ha dicho al prin­cipio que el tema de la publicación de la correspondencia de Octavio Paz debería formar parte de esa asignatura pendiente. También quedan en ese registro los textos de dudosa atribución, como pueden ser los anónimos que se publicaron en la revista Plural y en los cuales es fácil reconocer ciertos enunciados del poeta, aunque sea difícil decidir si todas y cada una de esas colaboraciones anónimas de la sección Letras, letrillas y letrones fueron es­critas por él. Están también los textos de las entrevistas registradas en el tomo de las Obras completas pero no publicadas por diversas razones. En conclusión, queda mucho por hacer.

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carta de josé gaos a octaVio paz

Anexo

12 de diciembre 1963

Esta carta11 es, antes que nada, para felicitarle, con gran satisfacción por el pre­mio internacional de poesía. Antesala del Nobel, preveo que el nuevo Premio Nobel de lengua española va a ser usted. En todo caso no debieran dárselo al poeta únicamente, sino conjuntamente al poeta y al prosista.

Creo haber ido leyendo todos sus libros de poesía –o poco menos–. Última­mente leí Salamandra.12 Preferí particularmente, “Andando por la luz” y ‘Tem­poral”, y “Apremio”, “Palpar”, “Rotación”, “Agua y viento”, “Ida y vuelta”. Es una preferencia que puede delatar más mis alcances y limitaciones que la valía de las piezas para el de veras competente. En conjunto, su libro me ha dejado como me deja la poesía relativamente más reciente: perplejo. La verdad es que no la entiendo nada bien –en más de un sentido de “entender”, estando muy dispuesto a conceder que la poesía no sea para entenderla, incluso en ninguno de los sentidos de “entender”, o al menos primariamente para tal. Siempre he leído poesía, por lo que he leído bastante. Es el único género literario que he te­nido tiempo –ratos– para leer durante largas temporadas, a veces de años; y nunca he podido dejar de leer literatura, siquiera –sólo en el sentido que acabo de insinuar– poesía. He leído también bastante sobre poesía. Por gusto por la crítica literaria latissimo sensu y por interés profesional: desde España hasta hoy ha venido siendo tema filosófico fundamental para mí el oír la expresión, para caracterizar lo filosófico por comparación con la científica, la religiosa, la literaria... Mas nada de ello ha sido suficiente para darme las entendederas que me faltan. En busca de una posible instrucción para entender más y mejor Salamandra –busca alentada, además, por el interés profesional a que acabo de referirme, he leído El arco y la lira–.13 Y encontrando, bien pronto, más que el instrumento buscado, la confirmada explicación de mi déficit de inteli­

11 Octavio Paz (México, 1914­1998). Las cartas de Gaos a Octavio Paz que aquí se publican están depositadas en el Archivo José Gaos del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la unaM. La primera se publicó en Estudios/filosofía/historia/letras, Instituto Tecnológico Au­tónomo de México, México, núm. 2, primavera de 1985, pp. 92­100. Esta carta, como puede verse en la lectura de la misma, se interrumpió en varias ocasiones y se continuó en fechas distintas. El texto se basa en el original manuscrito. [N. de Alfonso Rangel Guerra.]

12 Salamandra, Joaquín Mortiz, 1962. [N. de Alfonso Rangel Guerra.]13 El arco y la lira, fce, México, 1956, 2ª. ed. corregida y aumentada, 1967; en las Obras

ompletas, Círculo de Lectores/Fondo de Cultura Económica, 1994, t. i, pp. 33­288. [N. de Alfonso Rangel Guerra.]

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gencia poética: “La soledad del poeta muestra el descenso social. La creación, siempre a la misma altura, acusa la baja de nivel histórico. De ahí que a veces nos parezcan más altos los poetas difíciles. Se trata de un error de perspecti­va. No son más altos; simplemente, el mundo que los rodea es más bajo”. De pleno acuerdo: no estoy a la altura de la poesía de mis días –postjuveniles–. Descargar la “culpa” sobre la poesía misma me lo impidieron los escarmientos históricos. ¿No predijo Ortega en “Musicalia”14 que Debussy y Ravel no llega­rían a tener nunca una popularidad como la de Beethoven o Wagner? Por haber cargado siempre, pues, con la “culpa”, escribí antes “confirmada explicación”. En general, soy un rezagado de mí mismo; me he quedado, he quedado fijado en mis juvenilia, en todo: la última poesía que verdaderamente me gusta es la simbolista; la última novela, la del xix hasta Proust inclusive; la última pintura, la impresionista...; hasta en filosofía: ya el existencialismo no llegué a asimilár­melo como la fenomenología.

Sólo que en El arco y la lira he encontrado muchísimo hasta más, pero mu­chísimo más, naturalmente. Hasta el punto de hacerme dudar de algo de que estaba convencido. Creía haber leído el libro al recibir el ejemplar que tuvo usted la amabilidad de dedicarme; pero me ha hecho dudar de ello lo que me ha sorprendido y tiene admirado en él –a menos que no se trate de juicios hechos en aquella lectura, que había olvidado haber hecho y acabo de rehacer como si fuesen nuevos–. Claro, también, que los años transcurridos pueden hacerme ver lo no visto antes –experiencia bien conocida de las relecturas–; concretamente, el interés por la poética, más vivo que nunca últimamente por los trabajos en que ando metido. Con todo, ¿cómo no sorprenderme de sorprenderme ahora encontrando que este libro es no sólo el fruto más granado del existencialismo en lengua española de que tengo noticia, sino uno de los más grandes de la filosofía, a secas, en nuestra lengua, de que también tengo noticia? Desborda, efectivamente, por todas partes, la poética: la comprensión de la poesía por comparación con los “sectores de la cultura” más relacionados con ella –como únicamente pueden comprenderse estas creaciones del hombre–, le hizo a us­ted articular toda una filosofía. Y una filosofía original en proporción suficiente para poder tenerla por suya. A estas alturas de la historia, alturas historicistas no hay quien piense sin “levantar”, en el sentido del aufheben hegeliano, toda una masa de pensamientos de pensadores anteriores. Pero por mucho que deba su filosofía de la religión digamos a un Otto,15 o su filosofía del hombre, que es la fundamental y general de toda la suya, a Heidegger, aún en estas mismas

14 El espectador, iii Obras Completas, t. ii, pp. 236­246. [N. de Alfonso Rangel Guerra.]15 Rudolf Otto (1969­1937), autor entre otras obras de Lo santo, traducido y publicado al

español por la Revista de Occidente, 1925; 2ª. ed. 1965. [N. de Alfonso Rangel Guerra.]

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secciones, y no sólo en las de poética, la suerte de que revive y recrea personal, auténticamente, todo, más lo que añade de su propia experiencia y reflexión sobre ella, bastan y sobran para dar al conjunto aquella proporción de originalidad. Cele­bro la preferencia que usted le dio sobre el resto del existencialismo, con acierto bien superior al de los restantes mexicanos in­fluidos por el existencialismo en paso de­cisivo de la vida intelectual de ellos y es lo que me hace comprender la dedicatoria del ejemplar: “A J. G., a quien tanto debe este libro” –pero es la forma en que usted lo repensó lo que me tiene sobremanera suspenso–. Sin embargo, tengo que decirle –y me alegro de tener que decírselo, por­que le probará que no le estoy haciendo tan sólo elogios amistosamente convencio­nales– que en este punto me impone su libro un par de reparos metodológicos importantes. Entre la poética más especi­ficada y la concepción de la poesía es parte de la concepción general del libro, y no sólo esta concepción, encuentro un poco de demasiada distancia. Lo que me parece provino de aplicar a la poesía una concepción venida para usted de fuera de ella –aunque pudiera haber venido de la poesía para Heidegger, lo que no me parece ser el caso, pues Ser y tiempo me parece independiente, por anterior, a la versión filosófica de Heidegger hacia la poesía–, en vez de sacar de la poesía la concepción como autóctona de ella, de la poesía.

Pero no sólo el filósofo de esta obra me tiene admirado. Tanto, por lo menos, me tiene así también el historiador de la literatura, de las ideas. Las partes, los capítulos de tal contenido son literalmente estupendos, de novedad y profun­didad.

En fin, hasta la posición política que la obra toma es aquella que he creído deber tomar si no me engaño mucho.

Con El arco y la lira y El laberinto de la soledad,16 que siempre me ha pare­cido el mejor libro sobre su tema, lo que para mí es decir mucho –debía usted ser contado, por descontado, en la primera línea de la filosofía, no solamente mexicana, sino de lengua española–. Y es ingrediente principal de la sorpre­

16 Cuadernos Americanos, México, 1950. OC, Viii, pp. 43­260. [N. de Alfonso Rangel Guerra.]

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sa antes mentada el encontrarme, no con no saberle o contado así pública­mente por nadie, sino con no haberlo contado así públicamente en alguna ocasión yo mismo, que me he ocupa­do como lo he hecho con la filosofía de nuestra lengua en general y la mexi­cana contemporánea tan en especial. Es deuda que pagaré aún.

Ahora quisiera aprovechar el resto de esta carta, que empieza a rebasar los límites de la extensión propia del género, para pagar otra: la contraída por su carta de 25 de julio de 1961, que ha aguardado, paciente, sobre mi mesa hasta este día de hoy la respuesta. Compréndame y perdóneme el retraso de esta carta amigo Paz. No sé cómo me las arreglo, pero lo cierto es que estoy continuamente abrumado de trabajos y urgentes. O si sé cómo me las des­

arreglo: no sé decir no a los muchos, amigos, gentes e instituciones a quienes debo atenciones, honores, servicios, y que me piden cursos, artículos, confe­rencias, todavía traducciones, y otras cosas, prácticamente sin intermitencia y casi todas a plazo fijo, las más de las veces perentorio. Este año ha sido el del Congreso de Filosofía aquí: usted se figura lo que ha requerido de los pocos que había aquí para organizarlo. Ha sido también el de un curso de Ética, materia de que no había dado cursos desde España: usted se figura lo que ha requerido el prepararlo, habiéndome pedido que lo dicte no más de una quincena antes de empezar las clases del año académico. Y debió haber sido el de una segunda visita a la Universidad de Puerto Rico, aplazada para el 64, como el 62 fue el de una primera visita a la misma Universidad. Así que, de cuando en cuando, al acabarse una temporada de gran trabajo, antes de meterme a otra, por nece­sidad biológica de descanso, me tomo uno de semana, de quincena a lo sumo, que aprovecho para cosas como ésta para la que aprovecho estos días que me estoy tomando después del Congreso, antes de meterme en la preparación de los cursos de Puerto Rico: escribirle a usted esta carta.

Al llegar aquí, tuve que interrumpir la carta para atender a cosas más urgentes que inopinadamente me cayeron encima –y la interrupción ha durado casi un mes: el rector Chávez, que se ha propuesto poner orden en cuanto andaba sin

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él en la Universidad, ha dispuesto, entre otras muchas cosas, que se regule, en plazos perentorios, la situación del profesorado– y nos cayeron encima los concursos para provisión de plazas a los miembros de las comisiones y jurados dictaminadores –y la de los pasantes– y nos cayeron encima las tesis, por mi­llares en la Universidad, por decenas en Filosofía y Letras. Los exámenes de tesis de cuyos jurados soy sinodal no han acabado aún; pero las comisiones y jurados de que soy miembro acaban de acabar su tarea, y ello juntamente con el final de las clases y seminarios –aunque quedan los exámenes– acaba también de darme un respiro.

En su carta hay una serie de puntos que requieren contestación por mi parte –al cabo de dos años y medio como a raíz de la carta: actualidad persistente de los temas de nuestro interés que me da una gran satisfacción, como me figuro que se la dará a usted.

Me hace usted ciertas preguntas y una incitación y dice usted algo que me tiene singularmente suspenso y admirado.

A mí me parece que no va a haber sustitutivo para la metafísica. Que todo lo que va a seguir habiendo es: las disciplinas filosóficas no metafísicas, desde la Lógica, matemática, hasta las que se ocupan con el hombre y entre las cuales y las ciencias que les corresponden hay tan poca solución de continuidad, que parecen reducirse a éstas: filosofía social y sociología, filosofía y ciencia de la religión, filosofía y ciencia del arte; la filosofía de la Metafísica, parte de la Filosofía de la Filosofía, o de la reflexión de la Filosofía sobre sí misma, como reflexiona sobre los otros sectores de la cultura, en la Filosofía de la Ciencia, del Arte, de la Religión.... y que parece compartir el destino de éstas indicado en la parte anterior: la Metafísica puede ser un producto arcaico ya de la cultura, como otros, tan susceptible como éstos de ser estudiado indefinidamente, histó­rica, teórica, críticamente, por el mismo valor de todos en definitiva antropoló­gico, de conocimiento del hombre, de su pasado, de su naturaleza; la religión o el residuo de ella que debe pensar inextinguible quien precisamente reconoce los límites de la razón pura o teórica: de este reconocimiento es correlativo al del misterio del mundo para el hombre, particularmente el del puesto del hombre en un mundo tan inhumano fuera del hombre mismo: el gran misterio del hombre para sí mismo que es constitutivo esencial de su propia naturaleza humana... Si “Dios” es, pues, un nombre más apropiado aún para el misterio mismo que para toda presunta revelación del misterio o extinción de éste, Dios no ha muerto, ni morirá, mientras esté vivo el hombre, es decir, mientras éste no muera como especie o no evolucione a otra, si es previsible, posible tal evolu­ción –de la que no parece haber el menor indicio.

Si la verdadera filosofía y poesía son a estas alturas la filosofía de la filosofía y la poesía de la poesía, en todo caso no habría que confundir la poesía de la poe­

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sía y la filosofía de la poesía: la filosofía de la filosofía y la filosofía de la poesía son filosofía –como es filosofía de la poesía El arco y la lira; la poesía de la poesía es poesía –como es poesía de la poesía.

Lo digo contra confusiones, no ciertamente de V., pero sí más difundidas, de lo conveniente.

La incitación que me hace es a escribir una obra que caracteriza desinteresa­damente así: (... )17

Pero, vamos a ver, mi querido y admirado Octavio Paz, ¿no se trata de una obra que a usted le gustaría ver escrita por usted? ¿Será V. excepción a la regla de que, las obras que se propone a otros escribir, son obras que quienes las proponen quisieran escribir, más consciente, más inconscientemente, más decidida, más veleidosa­mente? En todo caso, y a pesar de su incitación de V. no puedo ya hacer entrar nada semejante en mis planes, porque aún reducidos a éstos simplemente a publicar lo que tengo escrito e inédito, me temo no disponer de tiempo, de vida, para llevarlos a cabo. No ambiciono nuevas empresas. Me daría por archisatis­fecho con haber salvado el material acumulado a lo largo de la vida hasta ahora, dándole forma definitivamente publicable.

Le reproduzco el pasaje que me tiene suspenso y admirado –porque proyecta una luz de mediodía esplendoroso sobre una peculiaridad de toda la cultura actual que había visto sólo parcial y oscuramente hasta ahora. (... )18

Aquí tuve que dejar otra vez la carta. Y hoy, 12 de diciembre, que vuelvo a ella, en Guadalajara, donde estoy dando un curso intensivo –dos horas diarias, de lunes a sábado, ambos inclusive, durante dos semanas, lo que da casi tantas ho­ras como un curso semestral corriente de la Facultad en México: que tiene que prestarnos, a sus profesores, a los de provincias, faltas de bastantes para poder cubrir los planes de estudios–, decido darla por terminada y remitírsela, sin más espera, no sea que ésta sea eterna. Aprovechando la cercanía de la Navidad y el Año Nuevo para deseárselos felices.

17 Texto incompleto en el manuscrito original. En la versión impresa, en la revista Es-tudio, donde dice “desiderativamente” se escribió “desinteresadamente”. [N. de Alfonso Rangel Guerra.]

18 En el manuscrito original no se reprodujo el pasaje mencionado y la parte inferior de la página se dejó en blanco. [N. de Alfonso Rangel Guerra.]

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La vigilia de la aldea

Historia vertical de la conciencia

leopoldo laurido reyes

Felipe Vázquez, El naufragio vertical, Secretaría de Culturadel Estado de México, México, 2017, 126 p.

La mejor poesía de México puede encon­trarse en lugares insospechados, con frecuencia en el margen. La de Felipe Vázquez, producida ahí, en el margen, ha sido bien reconocida tanto en los gru­pos intelectuales oficiales como en los que disienten de ellos. ¿A qué se debe? La respuesta es sencilla: a que es poesía brillante, fruto de una evidente lentitud reflexiva y del cultivo de una aristocra­cia verbal. Aquí la palabra aristocracia debe ser entendida de manera extensa, en su sentido tanto real como etimológico; para ello es necesario que seamos capa­ces de alejarnos, al menos por unos mo­mentos, del ámbito lingüístico que se ha construido a partir del absurdo mundo de la política y la jerarquización de los individuos. Entiéndase, así, “aristocra­cia verbal” como “el poder, la fuerza y vigor que nacen de la utilización de las palabras más indicadas, las idóneas”. Es­ta expresión me parece la adecuada para

dar cuenta de una parte del trabajo que Vázquez emprendió en El naufragio ver-tical.

Los poemas que encontramos en este libro parecen estar hechos a fuerza de una severa destilación, en la que el au­tor volatiliza todas las palabras que no son necesarias, sean artículos, adjetivos, sustantivos, verbos o preposiciones. El resultado es claro en todas sus páginas: por el lado más visible está la síntesis verbal, que da como consecuencia poe­mas constituidos por unos nueve versos en promedio; por el lado menos visible están poemas de una densidad y solidez muy poco comunes, al menos en el ám­bito latinoamericano contemporáneo. El autor nos hace recordar al Jorge Cuesta del Canto a un dios mineral, debido a varias razones, entre otras a los versos concisos; aún más, compactos, que am­bos forjaron.

Estas dos caracterizaciones, solidez y

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densidad, no se contraponen, para este caso, con la palabra flexibilidad. Consi­dérese la caja de resonancias que es, al enfocarnos en otro elemento, el poema­rio; nótese el juego simétrico de ecos: el título del primer poema (“Blandir el remo no sostiene”) es un verso del últi­mo poema, y viceversa, el título del último poema es un verso del primer poema; el título del segundo poema es un verso que se encuentra dentro del penúltimo; y así sucesivamente, hasta llegar al poe­ma central, el treinta y nueve, que toma el título de uno de sus propios versos. Cuando uno termina de leer el libro, queda la sensación de haber estado en un es­pacio envuelto por murmullos, con re­peticiones no sólo versales sino también léxicas, rítmicas. Una de las funciones de este “juego” es reforzar el significado que cada palabra repetida carga. Por lo demás, quién sabe qué sea ese “termi­nar de leer el libro” de Vázquez, pues no sé si ello sea posible.

Lograr estas realizaciones ecoicas no es tarea fácil, puesto que cada poema debe estar, como en efecto sucede, or­ganizado sintáctica y semánticamente, ya entre los versos de cada poema, ya entre el poema y su título. Es posible que éste y otros desafíos que uno se encuen­tra en el poemario tengan su origen en los retos que en los siglos de oro de la literatura hispánica se frecuentaban y cuyo máximo modelo para tal geometría poética fue Virgilio.

Por otra parte, y para dar otro ejemplo de la audacia lingüística de la obra, si

hacemos la sencilla operación de contar los poemas y las secciones en que están divididos, llegamos a un descubrimien­to, para empezar, interesante. Se trata de setenta y siete poemas, agrupados en once capítulos de siete poemas cada uno. ¿Por qué? ¿Hay alguna relación entre la repetición de los guarismos y el acomo­damiento de cada poema y sus diversas secciones? ¿Esto estará relacionado con la repetición de los títulos? No lo sé. Lo cierto es que, en numerología, el siete corresponde a la actividad intelectual, lógica, racional, y el once al ámbito de la sensibilidad, de la emoción, al llama­do mundo espiritual.

Hemos hecho un esbozo de la forma del libro. Ahora cabe preguntarnos, ¿qué dice el libro?, en caso de que diga algo; ¿de qué trata? La repetición de ciertos elementos permite afirmar que se trata de una forma de narración, pero una donde el tiempo –culturalmente imaginado como una línea horizontal, en la que el pasa­do y el futuro están en cada uno de sus lados– no participa como hilo engarza­dor; no es una historia horizontal sino vertical. Vázquez es consciente de que el mundo, como dice Pessoa, “es menos ancho que profundo”. ¿Qué narra es­te libro? No sé si alguien, ni siquiera el autor, tenga una respuesta concreta. Por ahora me parece que esta historia tra­ta de la conciencia de sí, con sus muy diversas implicaciones: es una historia vertical de la conciencia, una concien­cia que se sabe errabunda, cuyo susten­to es la nada. Ejemplifico con algunos

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fragmentos del tercer poema, cuyo título es (también préstese atención al títu­lo) “En su canto se deslíe”:

“Extranjero sin estirpe (...) Acasono hubo patria sino exilio, templos cuya basafue balsa a la deriva”. En tu naufragiola luz por dentro se fisura, donde el albase curva caracola en mi sequía.

El autor sabe que la conciencia im­plica siempre una dualidad, una escisión, tanto entre el yo y el sí mismo como entre el yo y el mundo, al cual ve como algo ajeno a sí. Esta escisión es expresada en varios poemas por medio de algo que parece un diálogo, cuyos interlocutores no están claramente delineados (cómo podrían estar delineados, si se trata de una historia de la conciencia).

Si se observa con cuidado, se verá que siempre hay un agente que habla de sí y de otros, aunque nunca ofrece una caracterización específica de quién es (cómo podría ser específica, si se trata de una historia de la conciencia); ofre­ce, en cambio, rasgos que dicen cómo es. Dicho agente habla de sí de mane ra metafórica, traslaticia: una forma de ano­nimato. Por ejemplo, el primer poema, entrecomillado, ¿a quién cita?, ¿al poe­ta mismo, al autor, al yo poético (como las teorías literarias nos hacen llamar siempre al poeta, aunque éste no pocas veces se identifique plenamente con la voz de sus poemas)? ¿No es todo el poe­ma, por decirlo de alguna manera, una cita de sí mismo?, ¿entonces para qué se requieren las comillas? Las comillas

reflejan la escisión, no aquella que tra­dicionalmente se establece entre el yo poético y el autor, sino aquella –origen de gran parte del caos que vivimos– es­tablecida entre yo y yo, y en este caso entre el poeta y el poeta. Hay decenas de casos que muestran esta división, por ejemplo, el poema “La columna que nos teje y nos desata”, y particularmente el verso que dice: “en ti / estalla en asti­llas el árbol que te nombra”. Al leer el poema se notará en seguida la dirección ambivalente de la segunda persona de singular: el poeta parece hablarle al otro, el otro que es él mismo y también el lec­tor. Y no es la única vez que sucede; con frecuencia, cuando el ente que habla se dirige a una segunda persona, a veces se dirige a sí mismo, otras veces al lec­tor, al poema, a la amada (aunque a ella, de manera más oculta) y quizá no pocas veces a todos ellos al mismo tiempo. Es quizás ésta la razón de mantener anóni­ma la identidad del sujeto que enuncia: permitir la apertura, la ilimitación de identidades e incluso el intercambio de ellas.

Deshilvanando el mismo hilo, se pue­de observar algo significativo: la palabra “yo” nunca aparece refiriendo a quien la enuncia, sino como a algo ajeno, distan­te. He aquí unos ejemplos: “Tira / el an­cla donde el yo no sea / este oleaje de cenizas”; “El yo cabalga entre los hue­sos del que yerra”; “teje un yo en la pá­gina”. De la misma manera, el verbo ser en primera persona del singular, “soy”, con frecuencia también aparece separado

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de quien lo enuncia: “El ser que soy / cae por la fisura del saberse”; “Caigo inclu­so del que soy”.

Ese vago perfil de sujeto siempre apa­rece como un ser solo, ajeno a cualquier contemporáneo. No obstante que el libro completo rebosa una aguda conciencia de los antepasados, el poeta está desli­gado o desligándose de ellos: “mi san­gre hendida por el rayo”; “Extranjero sin estirpe”; “estalla en astillas el árbol que te nombra”; “Al seguir mis huellas / vuel­vo a la sequía”.

No quiero dejar de mencionar algo que para mí constituye uno de los valo­res de la poesía de Vázquez, y en este li­bro mucho más que en los anteriores: el acrisolamiento de sus imágenes poéticas. Son imágenes, por decirlo sencillamente, impresionantes. El material imaginati­vo es muy variado y su combinación aún más. ¿A qué se refiere cada imagen? No es fácil saberlo, sin duda, pero la atrac­ción que tienen, sumada a la repetición de ciertas frases y, como ya dijimos, cier­tos versos, nos hacen entrever dentro de ese dédalo mental, imaginativo, verbal, la complejidad que significa ser cons­ciente de la conciencia: hay un mensaje palpitando que podemos, si lo desea­mos, ir desentrañando, ya que no des­entrañar.

De principio a fin, el libro destila, cuan­do no desilusión, un “mirar vacío”, “sin asombro”. Sólo en momentos muy deter­minados se habla de alguien a quien el poeta parece amar y llama “flor saxífra­ga”, flor entre las grietas, a quien, en otro

poema, le dice: “Flor / la piedra respira al margen de los días”.

Un punto que resaltaré, entre tantos otros que podría resaltar, está el de la re­petida mención de la destrucción inte­rior, hacia adentro. El poema ofrece una calma exterior, pero “Estalla al interior de cada signo el rayo que nos dice”; “la luz por dentro se fisura”; “tu silencio por dentro me erosiona”; “naufragio in­terior sin litoral”, o en casos menos pe­simistas, pero no menos complejos: “El yo cabalga / entre los huesos del que ye­rra / muro adentro de sí mismo”.

El naufragio vertical es un libro sin sentimientos pero con hondas emocio­nes, como las que el pensamiento de la muerte naturalmente produce, las que arriban cuando nos reconocemos hom­bres solos, errabundos, las que nos hacen desear algo que no sabemos, no alcanzamos o que, al alcanzar, desapa­rece. En efecto, la muerte es un tema que aparece con recurrencia, en formas diversas, pero que llena de tumbas el libro, como si éste fuera un cementerio y los poemas oraciones emitidas por quien sabe que no hay razón alguna pa­ra emitirlas.

Menciono, finalmente, que el libro muestra, por un lado, un paisaje desola­do, seco, un desierto en el que la “are­na hecha de huesos” erosiona y vuelve al poeta, a todos esa misma arena; por otro, un cuenco que intenta saciar la sed, y un naufragio, esto es, la destrucción y muerte en el ámbito marino. Hay sed de saber quién se es y aguas que a uno lo

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vuelven otro. El equilibrio, parece de­cirnos el autor, es imposible.

En conclusión, este poemario de Feli­pe Vázquez es una excepción total den­tro de la poesía contemporánea mexicana.

El ensayo de merodear

eduardo saBugal

Diego Casas, Punto ciego, Punto de Partida, unaM, México, 2016, 98 p.

Una tarde vi La jetée proyectada con un cañón en el muro de la casa de un amigo. Era la primera vez que veía ese míti­co filme de 1962, en blanco y negro, de Chris Marker. Admiré, concentrado, la historia de ese hombre marcado por una imagen de su niñez, encarnado en Davos Hanich, y contemplé intrigado el rostro de Héléne Chatelain entre los animales disecados de un museo de historia natu­ral. Sentí que el muro se agrietaba y que nada importaba ya de este lado. Del otro lado, más allá de mi realidad, a través de esa grieta, un mundo (el mundo Chris Marker) era lo único importante. Esa emo­ción que me desbordaba, después com­prendí, es la misma que provoca el culto a la memoria, al recuerdo, y al mismo tiem­po la reflexión intempestiva sobre su re­vés: el olvido. Sí, veíamos luz sobre un muro, fotones rebotando contra la pared, pero era la oscuridad del olvido lo que

más me conmovió y medité después de aquella experiencia.

Estamos hechos de alguna manera como la narrativa de Chris Marker, de memoria y olvido, que alternan su oleaje en múltiples registros, dejándonos hip­notizados, sedados dulcemente, por esa dialéctica, entre imágenes que son rui­nas, confesiones, marcas en los muros y en el cuerpo, trucos de la mente amoro­sos y crueles. El filme, o photo­roman, como lo llamó el propio Marker, era un montaje de imágenes fijas de Jean Ra­vel, hiladas con una narración que en off la inconfundible voz de Jean Negro­ni realizaba sobre la música de Trevor Duncan. De algún modo ese anti­cine, es decir, no imagen en movimiento sino una sintaxis de imágenes fijas, permitía al espectador ver lo invisible: todo eso que no estaba en La jetée entre imagen e imagen. Todo eso que faltaba en el flujo del filme, el movimiento mismo, había que reconstruirlo, mentir sobre su reali­dad, interpretarlo a pesar de no haberlo visto nunca.

Me parece que Punto ciego intenta de alguna manera esa misma sensación y esa misma estrategia narrativa. Comien­za un ensayo como quien no quiere la cosa, como alguien que se topa con una vieja fotografía al azar y balbucea algu­na vaga referencia. Después, con un tono intimista, inicia el merodeo, de aparente superficialidad, y de pronto, sin darse uno cuenta muy bien cómo hay ya un boquete en la prosa, en la escritura mis­ma, delante de nuestros ojos, por donde

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aparece algo parecido a una cicatriz, una luz difusa que más que alumbrar vela, un recuerdo que no permite sin embargo evocar algo conciso sino que nos arroja a un desplazamiento, a un la­berinto donde torpemente sólo se puede ir leyendo, escribiendo, mirando las pa­redes que quizá nos conduzcan al mino­tauro o quizá nos saquen de ahí.

En el Centro Histórico de la ciudad de Puebla hay en cada esquina, a la al­tura de las manos, en escritura braille, la referencia de esas calles que se cruzan. Supongo que esa escritura nos intriga a más de uno y que no sólo los transeún­tes invidentes han hecho uso de ella. Diego Casas refiere en su libro esas ins­cripciones en braille y yo me imagino entonces el Centro Histórico de Puebla como una versión del laberinto. Cada texto de Casas nos lleva a un punto cie­go, donde el hilo de Ariadna nos pue­de entregar tramposamente a la temida presencia del minotauro o nos puede liberar, hacernos olvidarlo. Se logra dar con el recuerdo preciso que parece bus­car el comienzo de un texto, ¿o es más bien un merodeo en torno a él, hasta ha­cerlo borroso?

El punto ciego alude a un lugar que no es visible y sin embargo ahí está. Cuan­do se aprende a manejar se empieza confiando en el espejo retrovisor, des­pués esa confianza desaparece cuando le advierten a uno sobre el punto ciego, ese punto preciso que uno no ve justo an­tes de chocar con un auto vecino. Como una comezón, una invisibilidad que lar­

va pacientemente, al acecho, el punto ciego siempre está ahí. Principio de algo que aún no es pero deviene. Como las puntas de la madeja, que trabajan en la oscuridad y se jalan en silencio median­te un trabajo puntual. Puntual invisibi­lidad, el punto ciego anuncia el choque, justo porque su fuerza no está ahí, en lo exhibitivo, sino en las misteriosas formas de ir desovillando el recuerdo, la evoca­ción, en el proceso mediante el cual un material, una forma, una idea, se hacen visibles. El punto ciego es apelar a los negativos del proceso de escritura, un lugar de trabajo, de incidir en el mundo, no desde el exterior sino desde el inte­rior, cueva, taller, laberinto, zona cero de la escritura que busca chocar, hacerse visible.

Diego busca un alter ego en El libro vacío, de Josefina Vicens, un tal José García: “Hasta ahora todo lo que he es­crito no me parece otra cosa más que el contenido adecuado para un cuaderno número uno”. Y más adelante: “García tiene bien claro que debe seguir escri­biendo para alejarse de esa zanja que es la escritura. Su empresa, sin embargo, es inútil” porque, como Maurice Blan­chot sostiene, la escritura se antoja una diáspora, un diálogo inconcluso, y entre más se escribe, más se borra el nombre y más parece reiterarse la operación de la escritura misma. La desobra, concep­to blanchoteano, cobra fuerza cuando se escribe impulsado no por una intención de fidelidad al recuerdo o a la vida mis­ma sino cuando se escribe para que la

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obra escape a la mirada, para deslizarse en el escribir mismo, irse borrando en la periferia de las palabras.

Ricardo Piglia abre Los diarios de Emilio Renzi aclarando que quien escri­be esos diarios “Tiene la extraña sensa­ción de haber vivido dos vidas. La que está escrita en sus cuadernos y la que está en sus recuerdos”. Eso que está consigna­do en los cuadernos mediante la escritu­ra, continúa Piglia­Renzi, “son figuras, escenas, fragmentos de diálogos, restos perdidos que renacen cada vez”. En el caso de Diego Casas ese renacimiento, ya lo dije, es el del hilo de Ariadna, con sus dos trampas, el monstruo o la liberación, y ese dualismo, entre lo vi­vido y lo escrito, hacen que la escritura funcione como un artefacto que amplía inútilmente ciertos restos del pasado, como cuando uno intenta descubrir lo que se dice detrás de un muro posando única­mente un vaso de vidrio encima.

Diego Casas parece saltar del senti­miento de deuda (su problema con la es­critura es que siente que le debe algo) a la inmersión en un pensamiento dubi­tativo que se convierte en escritura, no una escritura que duda sino una duda hecha escritura, no una escritura titu­beante sino escrita desde la incertidum­bre (con el vaso de vidrio en la oreja) y que quiere recorrer no la verdad sino su periferia, quizá desbordarse en esa zo­na periférica extramuros, donde Platón arrojó a los poetas hace 2,400 años. Y ese escribir desde la duda le hace encontrar cierto goce en merodear lo que no se

hace visible fácilmente, una ceguera que paradójicamente Diego construye desde su experiencia óptica. La no verdad, la ceguera, se introduce en la escritura mediante la luz dubitativa de la verdad, pero ya no una verdad por adecuación (la vieja adaequatio aristotélica) sino la verdad entendida como aproximación, una verdad aproximativa, producto del acto de mirar, de interpretar.

En Casas ese acto interpretativo pa­rece necesitar un halo de vacío que ins­taura una zona donde se problematiza la visibilidad misma. Halo, según una de las acepciones de la rae, es un círcu­lo de luz difusa en torno de un cuerpo luminoso. Esa luz difusa, más que la ce­guera como tal, es la que parece guiar la prosa ensayística de Diego Casas. De ahí que el punto ciego sea ese no lugar desde donde se arranca para escribir y al que nunca se llega, pero cuyo mero-dea-miento (merodear pero también men­tir) hace correr la tinta (porque algo le dice que la verdadera literatura es –fue– es­crita a mano) o escuchar las teclas bajo los dedos, es decir, volver difuso lo vis­to, lo vivido. Se pregunta, “¿qué es eso que no dejamos de ubicar detrás o al lado o debajo, con el fin de no verlo?” De ahí, del intento de responder eso, se van hilvanando las palabras que no siempre dicen, que son rumores, dice Casas, o cicatrices que surgen cuando uno rasca demasiado.

Interpretamos, nos aventuramos en lo turbio, en la memoria anónima y negra que quedará de nosotros en las redes

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sociales, la ceguera y sus formas de ac­tualizarse, de volverse contorno, perfil. Acaso esa condición compartida en masa (algún día, piensa Diego Casas, adverti­rá los secretos que implican la ceguera) expliquen el grado de duda que existe a la hora de escribir, si se quiere es­cribir para dar con los puntos ciegos. Pero pese a su fascinación por la for­ma braille de comunicarse, la suya es una escritura óptica y no táctil. Piensa y menciona la fotografía de Manuel Ál­varez Bravo: Que chiquito es el mundo. Su lectura de la fotografía es poética y precisa. Sólo le faltó mencionar que so­bre ese encuentro entre ese hombre y esa mujer que caminan en una banque­ta, ese encuentro óptico furtivo y acaso amoroso, con la eternidad del instante, hay una serie de banderas ondeando, ropa blanca en un tendedero. Los libros vacíos, la desobra, son como esas ban­deras vacías, puntos ciegos de los ver­daderos encuentros. “Temo no hallar un verdadero confidente en lo sucesivo. Una persona que me haga detenerme para comprobar que la plática no que­dó ahí, sellada con el aire frío de ese hueco deshabitado a cada paso”, dice Casas. Y quizá sí, en lo sucesivo, si sigue escribiendo, los confidentes muy proba­blemente serán inhallables, porque esos dos transeúntes, el lector y el escritor, generan siempre un encuentro como el que registró Álvarez Bravo: imposible de rastrear.

Aunque en el Punto ciego de Casas hay fechas y algunos indicadores preci­

sos del tiempo evocado, como la propia infancia, la muerte notificada en redes sociales de un conocido­desconocido, los cadáveres colgando en los puentes que dan la bienvenida al turista en Monterrey, Chihuahua, Guadalajara y Nayarit, o las referencias a los encarcelamientos­fugas del Chapo Guzmán, uno puede relativi­zar el presente de estos ensayos. ¿Cuál es el presente de este libro? Es difícil saberlo, como difícil intentar dibujar su circunferencia y los alcances de sus me­táforas. Los confidentes, como las rami­ficaciones de un texto, son inhallables. Hace tiempo que la vida en mi país, es­cribe Casas, “desborda sus márgenes, sus fronteras, y es allí precisamente don­de sucede lo que en el centro ya no”. Eso aplicaría tanto para el espacio, el territo­rio, como para el tiempo, la relativiza­ción del pasado, el presente y el futuro de esta escritura que aparece en Punto ciego, que se antoja confesional y por lo mismo auténtica.

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Unidades

eric iBarra Monterroso

Luis Felipe Fabre, Escribir con caca,Sexto Piso, México, 2017, 83 p.

Quiero acercarme a un texto que reitera la palabra transgresión y que consta de las siguientes partes: “Los Anales”, “Escribir con caca”, “La gran mierda” y “Novo en el Mictlán”. Las tres primeras son ensa­yísticas (más descriptivas o narrativas); la última, un poema dramatizado. Su autor es Luis Felipe Fabre y los temas circundan a Salvador Novo. La voz que conduce el texto aparece bajo la forma del “yo”. La llamaré “Fabre” por consi­deración a esa forma, aunque también por comodidad.

Fabre ensambla citas largas y epígra­fes, poemas de Novo, poemas de otros para Novo, declaraciones de Novo sobre sí mismo, declaraciones de otros sobre él o sus textos, y entreteje con todo lo an­terior una serie de simpatías y antipatías. Por parte de los simpáticos coetáneos de Novo vemos nombres como Xavier Vi­llaurrutia o Carlos Monsiváis; del lado de los antipáticos, a Diego Rivera, José Gorostiza y Octavio Paz, a quien se le debe un oportuno comentario despectivo: “Tuvo mucho talento y mucho veneno, pocas ideas y ninguna moral. Cargado de adje­tivos mortíferos y ligero de escrúpulos, atacó a los débiles y aduló a los podero­sos; no sirvió a creencia o idea alguna, no escribió con sangre sino con caca”.

Quevedo, Rimbaud, Orfeo, sor Juana, Baudelaire y Tlazoltéotl (andrógina dei­dad mexica de los desperdicios) son al­gunos de los simpáticos que el espacio y el tiempo separan de Novo. Hay otros tantos, figuras intermedias o de nexos difusos, como Roberto Bolaño y Gilles Deleuze. El texto comienza en la Ciudad de México en 1924, o en la actualidad, porque Fabre describe en un presente verbal acumulativo y chispeante una es­cena capturada por el pintor Manuel Rodríguez Lozano donde el Novo juve­nil, “casi desnudo” y con “las cejas de­piladas”, “ha salido a perturbar la noche atravesando la Ciudad de México a bor­do de un taxi”. El texto sigue a Novo por Buenos Aires, expone sus fallidas aspi­raciones de alcanzar a Federico García Lorca en España, lo regresa a México y lo arroja al Mictlán, una suerte de infra­mundo azteca donde no halla más que su reflejo, instancia inquietante que le responde con sonetos satíricos escritos por él mismo. Fabre se detiene en 1933, cuando Novo escribe poemas solemnes y contemplativos; lo mismo en 1935, cuan­do conoce, se enamora y se separa –a despecho suyo– de García Lorca, cosa que le causa una epifanía o un desenga­ño que le impedirá para siempre volver a escribir poesía elevada. Siguen 1955 y 1970, cuando aparecen ediciones poco co­nocidas de los aún menos conocidos so­netos satíricos a los que Novo se entregó hasta su muerte. No lo vemos nacer ni mo­rir. A manera de límites biográficos pre­senciamos, por un lado, el momento de su

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infancia en que los términos de “pene” y “ano” intercambiaron significantes y, por el otro, en 1968, una placentera defe­cación cercada por recuerdos sexuales de juventud y por un espinoso apego a Díaz Ordaz. A lo largo del relato la pro­gresión temática será un contrapunto: la moral y lo indecente, lo sublime y lo bajo, el intelecto y el cuerpo, el oro y el desecho, la prosa y la poesía, la di­vinidad y la caca, el escritor decente y el inmoral, la Obra Maestra y las obras menores.

Tal vez la transgresión, en abstracto, tiene su contraparte también. ¿Acaso no todo texto travieso y sublevado termina en algún tipo de instauración? ¿Dónde se encuentra el nivel en que un texto insurrecto apoya y promueve al mismo tiempo que desquicia? Quizá debamos tratar el asunto como binomio. Primero, ¿qué transgrede Escribir con caca? Puede mencionarse su desenvolvimiento temá­tico, que alguien podría tachar de morbo­so. Me reconforta pensar que existe una comunidad lectora suficientemente am­plia que recibirá este texto sin escanda­lizarse ante la caca, el ano, los penes o las cejas depiladas. Puede venir a cuento el título, que molestaría a un grupo de lec­tores, quizá numeroso, el cual mantiene inmaculada la figura de Octavio Paz. El mismo Salvador Novo es otra posibili­dad: un tipo de áspero conservadurismo con quien Fabre nos invitar a empatizar al menos de dos maneras. Por un lado, a través de un discurso de lo íntimo: sexo, excrecencias, orgullo, escritura, desilu­

siones personales y amor. Por el otro, a través de lo que parece un llamativo y quizás inusitado registro trágico: un personaje fuera de lo común, reproba­ble de acuerdo con la moral reprobable de los machistas mexicanos de la pri­mera mitad del siglo xx, enfrentado a un destino que ignora en un principio pero que asume después, entregado a un largo descenso infernal acompañado por citas, prolepsis y máximas que (al lado del rumor, de lo ya sabido, del di-cen) producen un ambiente de fatalidad y premonición construido por la tensión verbal del presente y el futuro, una tra­ma en la que interviene la divinidad, e incluso ese íncipit tan afín a una puesta en escena donde Novo se presenta con su exhibicionismo juvenil exquisitamen­te amanerado, frente a todos nosotros, el público que, junto a Fabre, sufre una ca­tarsis con este héroe condenado. La sos­pecha de ser conducido a esta catarsis podría mover algunos tapetes. La em­bestida contra la idea de trascendencia o eternidad en literatura también podría causar discusión. En el plano estilístico, la antítesis me parece una incomodidad posible y relevante que intentaré desa­rrollar. Una frase como “todo está ahí y nada está ahí”, de encanto certero, tal vez despierte inquietudes en un público que estime que cualquier texto ensayís­tico suscita, digamos, la esperanza de conclusión, de línea reflexiva que des­emboca en alguna clase de tesis. Tal vez no exista en Escribir con caca un des­enlace argumentativo, pero las tesis, en

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su sentido amplio, no se limitan a una lógica explícita. Otros rasgos discursi­vos (como el tono, las connotaciones, los principios en que un texto deposita su propia construcción) sugieren posicio­namientos y juicios, conducen a lo me­liorativo y lo peyorativo.

Por seguir con el binomio: ¿qué ins­taura, aviva, apoya, Escribir con caca? Me parece que se trata de un texto me­liorativo que propone determinada va­loración a través de la mecánica de dos unidades: el autor y la obra. “¿Es perti­nente seguir hablando en términos de una Gran Obra?”, pregunta Fabre. “¿Pude yo ser poeta?”, escribe Novo. En el pla­no argumentativo hay intrigas y candi­datos a “grandes obras”: Nuevo amor como portadora de “un concepto de poesía au­daz”, La estatua de sal como una mues­tra ejemplar de la tradición picaresca, Sátira como un descendiente primoro­so de Quevedo. Pero estas sugerencias permanecen en lo incierto. En el plano argumentativo la respuesta es una an­títesis, un “sí pero no”. Sin embargo, todo esto concierne tan sólo a una de las acepciones del término obra: el sen­tido singular, el que permite a un texto sobreponerse a su autor, a otros textos y al tiempo; el sentido de la eternidad, el molesto sentido que Fabre encuen­tra en Muerte sin fin. ¿Qué hay con el otro, el plural? También hablamos de obra como el conjunto de textos escritos por alguien, relacionados con alguien, capaces de edificar un relato, una cohe­rencia o un drama.

En la actualidad nos incomodan al menos dos cosas de la obra y el autor. El primer problema es su parentesco capitalista: dos términos capaces de ge­nerar venta, que invitan a la producción constante, que mueven y normalizan la consideración de lo privado por sobre lo público, que abogan por una estric­ta propiedad intelectual. Enlazado con el primero de estos puntos, el otro pro­blema lo puntualiza La arqueología del saber, de Michel Foucault: dos unida­des discursivas que “se imponen de la manera más inmediata” y que, por ello, debemos tratar con recelo. Al texto de Foucault le interesa la obra en plural, “una suma de textos que pueden ser denotados por el signo de un nombre pro­pio”, y entonces advierte lo siguiente: “Si se habla tan fácilmente y sin preguntar­se más de la ‘obra’ de un autor es por­que se la supone definida por una cierta función de expresión. Se admite que debe haber en ello un nivel (tan profun­do como es necesario imaginarlo) en el cual la obra se revela, en todos sus frag­mentos, incluso los más minúsculos y los más inesenciales, como la expresión del pensamiento, o de la experiencia, o de la imaginación, o del inconsciente del autor, o aun de las determinaciones his­tóricas en las que estaba inmerso. Pero se ve también que semejante unidad, lejos de darse inmediatamente, está cons­tituida por una operación; que esta opera­ción es interpretativa”.

La obra plural es inestable, movediza, y quizá más interpretativa que la singu­

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lar a causa de la delimitación que exige. Esta última, en la ocurrencia, permite al texto sobrevivir “solo” pues uno de sus modos de operación es señalar un determinado tipo de características in­herentes. En algunos casos esto con­duce a ver a la persona que la escribió como un genio; en otros, simplemente a ignorarla. Por el contrario, la obra plural es inseparable del autor porque transfor­ma un grupo de textos en una trayecto­ria o proyecto personal al que cohesiona mediante un cierto “nivel de profundi­dad”, produciendo un relato. El hecho es que ambas unidades conducen a cier­tas lecturas.

La arqueología del saber parece irri­tada en especial por lo psicoanalítico del asunto: problematiza esas unidades por­que conducen a evaluar y apreciar tex­tos como la expresión de un inconsciente o un sujeto. ¿Qué ocurre con ellas en Escribir con caca? En su dimensión argu­mentativa no hay gran obra singular, de la misma forma en que no hay eterni­dad o trascendencia. Pero pienso que su construcción no es sólo una propuesta, sino una muestra de una gran obra plu-ral que permite la convergencia de casi todos los contrapuntos del libro: conjun­ción de escritos “mayores” y “menores”, donde incluso los intentos fallidos de obras solemnes adquieren un sentido, donde la caca se desliga de la inmun­dicia. Escribir con caca responde con su coherencia, que es a su vez un espa­cio de visibilidad: los poemas de Novo remiten unos a otros, construyen una

línea sumamente dramática, una línea que emerge en entrevistas, cartas y tes­timonios, que incluso sin ser suyos fun­cionan tras ser denotados por su nombre, por tratarse de él y de nadie más. Pregunta Foucault: “¿Y qué consideración atribuir a las cartas, a las notas, a las conversa­ciones referidas, a las frases transcritas por los oyentes, en una palabra, a ese in­menso bullir de rastros verbales que un individuo deja en torno suyo al momento de morir, y que, en un entrecruzamiento indefinido, hablan tantos lenguajes di­ferentes?”

Escribir con caca responde: alguien tiene que construir el relato oculto que subyace a los poemas publicados de Sal­vador Novo (los solemnes y los obscenos), los poemas no publicados de Salvador Novo, las declaraciones de Novo donde se rehúsa a publicarlos en vida, las en­trevistas de Carlos Monsiváis, el testi­monio de José de la Colina y sus cartas a Federico García Lorca. Pero las impli­caciones del autor y la obra tal vez no se detengan aquí. ¿Qué ocurre con Fabre? ¿Cuáles son las consecuencias de que Escribir con caca esté enunciado por esa voz que mueve el texto a su gusto, que se inmiscuye en él, que llama la atención sobre sí? ¿Por qué debe importarnos que sea ésa y no una voz grave, científica y distanciada de Novo dedicada al rigor y la evidencia? La voz de Escribir con caca se caracteriza por estas frases: “Me gusta pensar que Novo poseía una figura de Tlazoltéotl en su colección de tepal­cates. Más aún: me gusta pensar que

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había una figura de Tlazoltéotl sobre su escritorio presidiendo su escritura. Nada permite sostenerlo pero tampoco impor­ta. Tuviera o no tuviera una figurilla de Tlazoléotl, la diosa de la basura y las suciedades presidía su escritura”.

Si Fabre construye un relato, lo hace por medio de una interpretación abier­tamente personal. No se eleva frente a lo que habla: busca puntos de encuen­tro con Novo, es un “yo” sin enmascara­mientos explícitos y se expresa en una tonalidad muy cercana a la de los textos que revisa. Muchos de los alcances de Escribir con caca no existirían sin las unidades de autor y obra, pero otros mu­chos tampoco lo harían sin esa voz y sin el nombre de “Luis Felipe Fabre” en su portada y sus forros, tanto como si ese mismo nombre no apareciera en entre­vistas y libros. Tal vez si yo hubiera em­pezado este texto hablando en términos del “nuevo libro de Luis Felipe Fabre” mis vías de acercamiento habrían sido otras. Pienso que el texto invita a esas lecturas, que provoca al lector a una do­ble búsqueda de signos autorales y que deja abierto un escenario donde uno podría estar leyendo dos relatos congé­nitos en su congruencia.

Un melón con piel de oveja

josé HoMero

Henry Lee, El cordero vegetal de Tartaria (traducción de Rafael Antúnez y Jacobo

Antúnez Piña), Instituto Literario de Veracruz, Xalapa, 2017, 114 p.

Para muchos de nosotros, raza inmunda de literatos, el epíteto “cordero vegetal de Tartaria” o el apelativo “borametz”, nos son familiares gracias a la familiaridad con la obra de Jorge Luis Borges, en cuyas pá­ginas de El libro de los seres imaginarios encontramos mención: “El cordero vege­tal de Tartaria, también llamado Borametz y Polypodium Borametz, y ‘polipodio chi­no’, es una planta cuya forma es la de un cordero, cubierta de pelusa dorada. Se eleva sobre cuatro o cinco raíces; las plantas mueren a su alrededor y ella se mantiene lozana; cuando la cortan sale un jugo sangriento”.

La mayoría de nosotros –raza inmun­da de literatos– está poco familiarizada con que, en la Edad Media y el Renaci­miento, se creía que en cierta región de Asia Central, que no eran las estepas sino las montañas “caspias”, crecía planta tan singular cuyo fruto era un cordero. Dicho zoofito, una vez alumbrado –cuando se abría la cápsula, que como un cigoto lo albergaba–, comía la hierba en rededor del tallo, al cual se encontraba unido por el ombligo. Agotado su forraje, mo­ría. Quienes difundieron el embeleco, aseguraban que al ser tan suave y deli­

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cado su vellón producía fibras más deli­cadas que las de la lana de origen ani­mal. Así varios viajeros se empecinaron en descubrir tan recóndito secreto y muchos más persiguieron aprovecharse del sutil tesoro.

Hoy sabemos que fue Odorico de Por­denone el primero en dar tal noticia, aun­que quien habría de afamarse como su descubridor sería el bribón oculto bajo el seudónimo de sir John Mandeville, cuyo Viajes de Juan de Mandeville, también popular como Libro de las maravillas del mundo (1524), lo convirtiera en el escri­tor más leído de aquellas edades domi­nadas por el asombro.

A medida que se difundían noticias, se añadían detalles que convertían a la ya de suyo fantástica criatura en la ma­yor de las maravillas: era el alimento favorito de los lobos; siendo complejo acercarse a él. Mientras vivía, la mejor manera de cazarlo era disparando sae­tas al tallo, hasta doblegarlo… Durante cientos de años, hasta ya bien entrado el siglo xViii, los informes sobre el pro­digio persistieron acuciando la curio­sidad de viajeros de toda clases, entre ellos el barón Sigmund de Berberstein, Olearius, Jean Struyss, convenciendo in­cluso de su existencia al erudito jesuita Atanasius Kircher o exigiendo una en­trada en la Enciclopedia por Denis Di­derot. Si bien desde el siglo xVi sabios más atentos a la lógica, a un incipiente espíritu científico, como el polémico y polemista sabio Julius Caesar Scaliger, y por supuesto el padre de la investiga­

ción empírica, Francis Bacon, dudaron de su existencia. La descripción más exacta corresponde a Olearius, cuya re­seña, suma de referencias, nos atestigua: “Se nos asegura que cerca de Samarka, entre el Volga y el Don, se encuentra una especie de melones o más bien ca­labazas, con aspecto de cordero, del cual este fruto representan todos sus miem­bros, unido a la tierra por el tallo que le sirve de cordón umbilical. Cuando cre­ce cambia de lugar en tanto se lo permi­te el tallo y hace que se seque la hierba allí donde está”.

Sería Hans Sloane, el famoso secre­tario de la Royal Society de Londres y fundador del Museo Botánico, quien tras examinar una presunta reliquia, un ju­guete de color que evocaba al rapé, la cual habían declarado como un cadáver disecado del zoofito, descubrió que era un artilugio elaborado con el rizoma de una variedad de helecho. Tras ello, el enigma pareció resuelto.

Henry Lee (1826­1888) fue, además de un minucioso naturalista y un culto hom­bre de letras –presume su amistad con Mark Twain en el prefacio de Sea mons-ters unmasked–, un tenaz y acucioso in­vestigador, más amigo de la verdad que de los mitos platónicos y mientras otros espíritus ilustrados se contentaban con la explicación al uso –que los juguetes vegetales fueron tomados por cadáveres animales y de ahí la confusión que dio origen al mito de la oveja en perifollo–, fiel a un talante analítico más propio de un filósofo que de un botánico, perse­

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veró en sus investigaciones pues la re­solución corriente le parecía tangencial y no primordial. Hoy diríamos que Lee fue un adelantado cazador de mitos, ya que dicho empeño fue consecuen­cia, una especie de ramificación, de una investigación mayor de entuertos deshechos. Así, El cordero vegetal de Tartaria, publicada apenas un año an­tes de su muerte, complementa sus dos obras más conocidas, Sea fables explained y Sea monsters unmasked (1884), en las cuales inquiere los mitos del kraken, la serpiente marina, las sirenas y otras criaturas imaginarias. De este modo Lee descartó las hipótesis del doctor Breyn, quien atribuía a los cuadrúpedos hechizos el origen del equívoco, ya que las mencio­nes precedían por años a la circulación de las primeras artesanías rizomáticas.

Ejemplar como investigación, mode­lo de una elaboración científica, que no dudaría en recomendar a todo estudian­te, académico e investigador como para­digma, El cordero vegetal de Tartaria es un erudito trabajo de examen de fuen­tes. A diferencia de varios naturalistas, filósofos, sabios y escritores que lo an­tecedieron, Lee no acepta los testimo­nios ni confía en la experiencia vicaria. Prefiere el apego a los registros. Escruta las noticias, raspa en los palimpsestos y poco a poco, como el diseño oculto de­trás de una pintura superficial, la ver­dad se perfila. De este modo, Lee indica con fehaciencia no sólo que la tal ove­ja con hojas no existió nunca sino que se trata de una confusión originada no

en una curiosidad, como se aceptó, sino en un equívoco lingüístico. Así la obra, además de caso ejemplar de deducción y argumentación filosófica, lo es tam­bién de filosofía analítica. Por ello es que esta cautivadora monografía bien puede leerse como un delicioso ensayo literario, como una edificante investiga­ción científica, como uno de los exáme­nes primeros de la filosofía analítica e igualmente como una fascinante novela de aventuras.

Si como ha dicho Claude Kappler en Monstruos, demonios y maravillas a fi-nes de la Edad Media, “entre el dicho y la realidad hay lazos muy estrechos”, poco sorprenderá que la nuez del corde­ro escita provenga de un error de traduc­ción. “Perdido en el traslado”, rezaría la traducción literal de un proverbio que enfatiza la pérdida que se produce de una lengua a otra y nombre justo para una película construida sobre los equí­vocos culturales entre culturas tangen­cialmente ajenas pero igualmente entre los individuos con una misma lengua y cultura. Aquí la fórmula literal es exac­ta. Lo que se pierde en la traducción ocu­rre en el traslado, en el paso de una voz a otra. Porque las palabras pueden ser una exacta traducción pero no el contexto. La mistificación ágnica se remonta a Hero­doto, quien en su Historia refiere que en la península del Indostán crecen unos árboles salvajes que producen una lana más hermosa y resistente que la de las ovejas, probable referencia al algodón.

Como la retórica nos ilustra, sin im­

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portar la escuela crítica que ofrezca la definición, la metáfora se basa en esta­blecer un vínculo entre dos elementos a partir de un rasgo compartido. En este caso la semejanza visual, el fruto del al­godón es blanco, suave y velloso, como lo es la piel ovina. En apoyo de su hipó­tesis, Lee cita a otros autores, quienes mencionaron “prendas fabricadas de un árbol” (Ctesias), “árboles portadores de lana” (Teofrasto) o Nearco (“arboles que portan, como si fueran rebaños, racimos de lana”).

Nos encontramos, entonces, en el te­rreno de las transformaciones. Mientras que los lectores y viajeros esperaron encontrar una criatura anamórfica (en el sentido que confiriera a la palabra Jurgis Baltrusaitis), en realidad todo es asun­to metamórfico pero del sentido de las palabras. Si como Paul de Man senten­ciara en relación al conocido ensayo de Walter Benjamin sobre la traducción, ésta es “una relación de lenguaje a len­guaje”, es decir, no de significados, pues éste se escabulle, de igual manera que la planta ovejuna era siempre ubicada más allá, en ese margen que es, por defi­nición, el hogar de los monstruos, en esta diestra argumentación encontremos un sólido ejemplo de esos duendes del sen­tido que alteran y transforman los voca­blos. La realidad se transforma pero a través de la mutación de las palabras.

Asunto de retórica, en este caso legen­dario, el fenómeno metafórico (algodón = oveja vegetal) se convierte en metonimia. Oveja vegetal deja de ser un epíteto que

vincula dos objetos distintos mediante una característica común (la apariencia y la conversión en fibra textil del ele­mento) y se convierte en un monstruo literal. ¿Qué ha provocado esa transfor­mación? Un equívoco lingüístico, una palabra ambigua reducida a uno solo de sus significados. Habría sido Plinio (“in­competente y sin valor como naturalista”, sentencia Lee), quien confundiendo el vocablo griego melon (cuyo significado es fruta grande y dulce, por lo que sue­le traducirse de acuerdo al contexto como manzana, membrillo e incluso granada), en vez de traducir el pasaje de Teofrasto como “la cápsula que contiene la lana es del tamaño de una manzana de primavera”, entendió, “los árboles portan calabazas del tamaño de un mebrillo, los cuales se abren cuando maduran y sueltan bolas de lana…”

Claro está que al perspicaz Lee no se le escapa que el mito de la criatura vegetal se debe a una refracción lingüística y así refiere que, como en otros mitos, la mistificación se debe a dos causas principales: 1) La mala interpretación del lenguaje ambiguo o figurativo y 2) la apariencia similar de dos objetos total­mente diferentes e incongruentes.

Famosamente, Borges intuyó que to­do autor engendra a sus precursores. O mejor aún, que todo gran autor influye sobre los autores del pasado. Hoy com­prendemos que el largamente olvidado investigador de la zoología fantástica, Henry Lee, es una invención borgiana. Para concluir dentro del universo de refe­

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rencia, habría que precisar que la cria­tura que signa nuestro discurso más que el cordero vegetal es el uroboro. Lee emprendió su relación de travesía para demostrar el equívoco tras el mito. No­sotros hemos acometido su lectura para admirar su sagacidad pero encontrando finalmente la maravilla de su análisis. Lee no persiguió que su opúsculo fuera un fruto de la imaginación sino un leni­tivo racional a la credulidad. Empero, hoy podemos leerlo como un apéndice tanto al El libro de los seres imaginarios como al ensayo “El idioma analítico de John Wilkins”, donde encontramos la cé­lebre mención a la enciclopedia china que motivara la reflexión de Michel Fou­cault, Las palabras y las cosas. Un asunto de metonimia, la imaginación lingüística se convierte así en un relato que opera en la dirección opuesta de su intención.

Celebro que Rafael Antúnez haya ce­dido a la tentación de traducir esta obra insólita. Conociendo su trayectoria como narrador, sus periplos como lector y sus aventuras como traductor, puedo enten­der qué sedujo su imaginación: las fuen­tes medievales, el dechado de prodigios, las menciones a personajes tan fabulosos como sus fábulas. Gracias a esta debilidad hoy podemos leer una pieza tan breve que disimula que en realidad es una gran obra.

Amor a la muerte

julio eutiquio saraBia

Miguel Aguilar Carrillo, Entre la luz sitiada, áspera luz, Universidad Autónomade Querétaro, México, 2017, 72 p.

“Una generación no está hecha de perso­nas de la misma edad, sino de personas que viven y trabajan juntas, aun siendo de edades muy distintas”, escribió Jean Cocteau en 1958, hace poco más de me­dio siglo. No por esto, sin embargo, su planteamiento me parece inoperante o desfasado. Tampoco lo considero menos atractivo que la estrategia, tan socorri­da, de establecer periodos de diez años para estudiar fenómenos culturales. La única diferencia radica en que esta úl­tima goza de popularidad indiscutible.

Asentado lo anterior, diré que el con­junto de escritores nacidos entre 1950 y 1959, la Generación de los Cincuenta –como fuera bautizada en su momento– no es el fotograma de una película. Es, por la naturaleza de aquellos que la pro­tagonizan, una película cuyo rodaje se basa en el suspenso. Carece de guionis­tas porque el ritmo de la obra permite a sus actores, ambiciosos o despistados, que entren y salgan. Algunos se ausentan. Otros –por motivos no siempre explicados con lógica impecable– encuentran difí­cil el retorno. Ingresan, de esta forma, los bendecidos por la mutación del gusto. A veces porque el azar, el hueco que apro­vechan los pícaros para colarse, les ha

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franqueado el paso. De cualquier modo, unos y otros deberían enarbolar la cau­tela frente al canto de las sirenas. Con el paso del tiempo un simple conato de reforma será capaz de confirmarles el resguarda o de excluirlos.

Los poetas nacidos en los cincuenta, decía, son legión: el mejor testimonio de su temprana existencia se remonta a la Asamblea de poetas jóvenes de México, de Gabriel Zaid, y a temerarias antologías que, elaboradas con aviesas o leales in­tenciones por algunos de sus integran­tes, captaron meras instantáneas. Sin necesidad de arrojar sobre ellas piedras o encomios variopintos, será suficiente con decir que los muchos libros –y otra vez el tiempo– las destinaron a la con­sulta esporádica. Así como cada época demanda, para el mejor entendimiento de los lectores, una nueva traducción de los clásicos, debió resultar natural que quienes se aprestaron a establecer un censo entre sus contemporáneos tuvie­ran en mente también cierto canon. Al igual que en la vida escolar, esos volú­menes no son aún la evidencia de una nota sobresaliente; cuando mucho, el pase de lista a primera hora.

Miguel Aguilar Carrillo, nacido en 1954, no figura en ninguna de aquellas instantáneas entusiastas y a la vez pe­recederas. Llamado a escribir desde tem­prana edad, poco después, tras un periodo de reflexión y aprendizaje –reaprendi­zaje, según lo interpreto yo a partir de su “Semblanza personal”–, volvió a la vida literaria con una constancia, si no

excepcional, sí notable. Entre 1996 y 2016, un largo periodo de veinte años, publi­có alrededor de diez títulos. Al referir estas cifras, no se me malinterprete, ni siquiera sugiero que el autor debiera ocu­par equis lugar en un canon siempre pro­visional. Trato, cuando mucho, de llamar la atención sobre una obra escrita desde la perseverancia.

Lejos de juzgar a los espejos (2016), la antología temporal (como con justeza se asume la selección) confeccionada por el poeta mismo, bordea las 300 páginas. Al mencionar la cantidad, nada extraor­dinaria por cierto, tampoco pretendo sugerir que el valor de una obra estribe en su volumen –Rimbaud y Juan Rulfo serían el mejor freno a ese despropósi­to–; señalo apenas la evidente voluntad de construir una obra y, simultáneamente, el indudable descuido de la crítica. Si ello no entraña un descuido, será entonces una asignatura pendiente, a condición de que el examen y el juicio de esta obra no se postergue por generaciones.

Mientras mantengo frente a mí Lejos de juzgar a los espejos, pienso en La cosa en sí es lo que importa (2012), sin duda el mejor libro que Aguilar Carrillo ha pu­blicado hasta la fecha, y en el canto de amor que es “Lantana”, la segunda sec­ción de Laberinto del cuerpo (2006). Me refiero, en particular, a la serie de poe­mas que integran la primera parte de La cosa en sí es lo que importa: además de una factura precisa, los adereza –es una manera de decir– el sentido lúdico que Aguilar Carrillo despliega con alguna

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frecuencia en sus volúmenes. Ambos conjuntos, con registros distintos, muy bien podrían integrar, en una suerte de pase de lista, la nueva instantánea para la multimencionada Generación de los Cincuenta.

A Goethe, en su agonía, se le atribuye la emisión de tres palabras: “Luz, más luz”. Apócrifas o ciertas, no han sido pocos los que, al interrogar su sentido, concluyen que ellas resumían, para el autor de Las afinidades electivas, el de­seo de mayor sabiduría. Entre la luz sitiada, áspera luz, de Miguel Aguilar Carrillo, evoca para mí, en la sineste­sia de su título, el momento anterior a la muerte. Sólo que no hay aquí, en clave o expresada llanamente, la búsqueda de la sabiduría. Sesenta páginas contie­nen cuarentaiún poemas nada extensos. Pero más allá de la luz constante, ese conjunto de vocablos que le dan pre­sencia o que la evocan, creo necesario advertir que el libro es, más bien, el tes­timonio de un cansancio. Los títulos de los poemas, el acto de mayor conciencia en todo autor, ilustran esa voluntad.

Entre la luz sitiada, áspera luz parece sostenerse en una suerte de tríada un tanto común: la mirada, la luz y la som­bra. En la claridad, por decirlo así, que crea ese triángulo, la muerte asoma con intermitencia, la explícita y la metafóri­ca. ¿Por qué de qué otra manera puede entenderse el “desgano”, el “erial”, la “soledad”, el “tedio”, la “indolencia”, el “olvido”, el “spleen”, la “sequía”, la “eternidad”, la “ocupación de la nada”?

Sin ser exhaustiva, la enumeración de las palabras o las frases que dan título a los poemas, aguardaría, conforme avan­za la lectura, la variación o el clímax. No ocurre así porque el libro, a diferencia de las piezas musicales, carece de movi­mientos que registren el cambio de tono o breves pausas destinadas a señalar un ritmo, un tema: Entre la luz sitiada, ás-pera luz es una larga estancia en la cual, como en aquel sitio al que se ingresa por primera vez, todo se ofrece de inme­diato a la mirada:

La mirada, ¿cómo es? Así.la línea que va

como flecha hacia el blanco.¿Cuál

blanco es la vista si la diana oscura?

La vida es una fotografía, un pasoal subir el escalónhacia el cuarto vacío…

En estas circunstancias, resulta aún más elocuente, por si hubiera necesidad de subrayarlo, el poema que abre el li­bro. En mi opinión, al haberlo colocado al principio, advierte el poeta sobre el sentido que primará sobre los otros:

Miro las nubes,indiferente sobre la grama de un valleimaginario.

Miro el azulY los blancos navegantesen un día

no señalado.Estoy sobre la gramay observo nubes en el silencio

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del instante.Miro el azul preciso remendadopor un grupo de nubesque pasan por lo alto sin dirección alguna.

La estrategia de Aguilar Carrillo apun­ta a un recurso muy bien establecido en la tradición: el título, que en general despeja la entrada al avisar, de manera sintética, acerca de lo que enseguida se leerá, aquí ha sido relegado al final del poema. Puesto entre paréntesis indica, paradójicamente, su omisión. Su des­plazamiento, quiero creer, obedecería a una razón muy simple: se le solicita al lector que ingrese al poema y, sin otra apoyatura, se detenga en el poema mis­mo.

Lo que a primera vista parece mero sentido común no es sino la exigencia esencial del poema, una exigencia que se olvida con frecuencia: es necesario colocarse ante el poema como si de un artefacto se tratara, un artefacto suscep­tible de ser mirado desde ángulos diver­sos antes de ofrecer una interpretación. Ignora el poema, no obstante, que como lectores –una mezcla, digamos, de mon­sieur Duchamp y mister Auden– mu­chos de nosotros le pintamos bigotes a la Gioconda o pintarrajeamos el rostro de las muchachas que adornan los anun­cios.

Veamos: “Cuando viene la noche, / cuando viene / ineludible. Qué temblor / si la embriaguez a sombras no liquida”. Ésta es la primera estrofa del poema “Te­dio”. Se sabe que el tedio es el “tiempo detenido”, que se prolonga y que genera

la sensación de algo interminable. Ade­más del vocabulario, el poema presenta una construcción anafórica que remite a la repetición y refuerza, así, el aburri­miento. No hay asidero, parece decir el hablante del poema: sólo hay lumbre y aire. Si bien aquí el título no ha forjado una relación conflictiva con el resto del poema, a menudo me parece que aquél funciona como un dique: en lugar de ampliar la resonancia del poema, acalla su sentido.

Pero ¿por qué habría de proponerse, para la noche, el epíteto “ineludible”, cuando se sabe que ésta es, en efecto, ineludible? Es ineludible como la muer­te, el motivo que una y otra vez aparece en las páginas de Entre la luz sitiada, áspera luz. La muerte, debe decirse, es el verdadero asunto de este libro. Por más que algún poema se tiña de erotis­mo, el nexo de éste con la muerte es in­cuestionable: “Delicadeza / es tener mi boca entre tus muslos. // Mortal la boca en los eternos pliegues / de tus ingles”. Pero más allá de su insistencia temá­tica, el poema concluye con imágenes que, por recurrentes, se acercan, me parece, a la categoría de erotismo light: “es boca cuando recibe el alimento / con lentitud / en la brasa que soy // cuando eres brasa, enredadera fiel / en el tronco que somos”.

Tengo la impresión, por último, de que tanto amor a la muerte concita la repetición de imágenes sobre ella y, acaso, desluzca la brevedad del volu­men:

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Le digo venacércate, dale paz al cuerpo

para vivir sin esperar el rayo,sin esperar el aire.

O este otro:

Vensombra.

Atesora los huesos, dale la paz de la cenizaen la urna sagrada

o déjala volar y ser casa del vientoo brizna de río que a la mar se dirige.

Lo único cierto es que Entre la luz sitiada, áspera luz, de Miguel Aguilar Carrillo, guarda una sostenida fidelidad a la poesía. Su existencia, de belleza anunciada por la sobriedad misma del vo­lumen, es también una constancia del oficio.

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