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TEXTOS NARRATIVOS DE POSGUERRA 4º ESO

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TEXTOS NARRATIVOS DE POSGUERRA

4º ESO

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MATERIAL PREVIO PARA LOS ALUMNOS

CAMILO JOSÉ CELA

La guerra tuvo un terrible efecto en la vida y en las conciencias de los españoles. Muchas de

esas heridas quedan aún y podrás comprobar si preguntas en casa qué consecuencias tuvo

para tu familia. En la obra de Cela, Pascual Duarte es un condenado a muerte que escribe

sus memorias intentando justificar la cadena de acontecimientos que le han llevado al

momento terrible en el que se encuentra. La obra se desarrolla en Extremadura, en la

provincia de Badajoz. El pasaje nos muestra al hermanillo de Pascual, un pobre bobo que no

llega ni a saber hablar. Pero ¿qué tiene que ver el texto con la guerra? Aquí podrás observar

una de las manifestaciones de un movimiento que se denomina “tremendismo”. En esta

obra Cela explica la violencia y la tragedia del momento, utilizando para ello la vida trágica

de un ser a medio camino entre lo animal y lo humano. Diríamos que esta obra es un reflejo

en el interior de la conciencia del escritor de una situación de violencia externa. Observa el

lenguaje y los hechos sobrecogedores que aquí se cuentan. Ahora es el momento de que te

preguntes por qué se escribe un texto como este.

CARMEN LAFORET

¿Para qué sirve hacer regalos? Andrea ha perdido muchas cosas. Te darás cuenta en la

lectura del texto. Ahora vive en Barcelona y tiene una amiga. Andrea quiere separar muy

claramente su vida familiar de su relación con Ena, su amiga, a quien considera un ser

maravilloso. Andrea quiere corresponder a los detalles de Ena con algún regalo. Hacer un

regalo es una forma de apuntalar la propia dignidad, ya que se regala aquello que nos sobra,

que nos resulta superfluo. Pero Andrea no tiene nada, o casi nada-

MIGUEL DELIBES

Has leído “Las ratas”. En este fragmento Daniel el Mochuelo cuenta algunos momentos de

un paraíso que está a punto de perder. Esta obra cuenta los recuerdos de un niño la noche

antes de irse de su pueblo a estudiar. Aquí, como en “Las ratas”, Delibes nos muestra una

naturaleza y una forma de vida que él sabe que van a desaparecer, por culpa del progreso.

El Gran duque del que habla es un búho real. Para que entiendas el pasaje de los milanos es

necesario que sepas el odio ancestral que existe entre las rapaces diurnas y las nocturnas,

dado que estas últimas se alimentan, en cuanto encuentran ocasión, de las crías de las

primeras. Fíjate en el encuentro entre el niño y su perra. ¿Tienes tú un perro?

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

En este fragmento Ferlosio nos cuenta la conversación de una pandilla en el interior de un

merendero a orillas del Jarama. Parece fácil reproducir la conversación entre dos personas,

pero no lo es. Si no lo crees intenta escribir un diálogo “real” y podrás comprobar que suena

a falso por todas partes. Aquí hablan de una “gramola”, a la que también llaman

“gramófono” o “picú”, que funciona con una manivela. Busca en un diccionario su

significado y encuentra algunas imágenes. En la segunda parte del texto hay una

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conversación entre dos amigas en la que una le cuenta a la otra una situación que ha vivido

en su casa ¿te suena haber vivido algo parecido?

Sobre este texto vas a realizar la siguiente actividad: Identifica cada uno de los personajes

que toma parte en el diálogo. En clase elegiremos quién tiene que representar a cada

personaje, señalará sus características y lo representaremos de forma conjunta.

LUIS ROMERO

Si el texto de Ferlosio reproducía una situación bastante real a la que nos hacía asistir como

espectadores, en este caso nos encontramos ante un texto el que Luis Romero nos pide que

tomemos una postura. El personaje, Mercedes, nos muestra cómo embellece la realidad con

el lenguaje. Vive en un ambiente casi de miseria, pero se esfuerza por revestirlo de una

cierta dignidad. Acabarás de comprenderlo cuando leas lo que aparece en cursiva, que es el

diálogo que Mercedes mantiene consigo misma.

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Camilo José Cela: La familia de Pascual Duarte

Si Mario hubiera tenido sentido cuando dejó este valle de

lágrimas, a buen seguro que no se hubiera marchado muy

satisfecho de él. Poco vivió entre nosotros; parecía que hubiera

olido el parentesco que le esperaba y hubiera preferido sacrificarlo

a la compañía de los inocentes en el limbo. ¡Bien sabe Dios que

acertó con el camino, y cuántos fueron los sufrimientos que se ahorró al ahorrarse

años! Cuando nos abandonó no había cumplido todavía los diez años, que si pocos

fueron para lo demasiado que había de sufrir, suficientes debieran de haber sido

para llegar a hablar y a andar, cosas ambas que no llegó a conocer; el pobre no

pasó de arrastrarse por el suelo como si fuese una culebra y de hacer unos ruiditos

con la garganta y con la nariz como si fuese una rata: fue lo único que aprendió. En

los primeros años de su vida ya a todos nosotros nos fue dado el conocer que el

infeliz, que tonto había nacido, tonto había de morir; tardó año y medio en echar el

primer hueso de la boca, y cuando lo hizo, tan fuera de su sitio le fue a nacer, que

la señora Engracia, que tantas veces fuera nuestra providencia, hubo de tirárselo

con un cordel para ver de que no se clavara en la lengua. Hacia los mismos días, y

vaya usted a saber si como resultas de la mucha sangre que tragó por lo del diente,

le salió un sarampión o sarpullido por el trasero (con perdón) que llegó a ponerle las

nalguitas como desolladas y en la carne viva por habérsele mezclado la orina con la

pus de las bubas; cuando hubo que curarle lo dolido con vinagre y con sal, la

criatura tales lloros se dejaba arrancar que hasta al más duro de corazón hubiera

enternecido. Pasó algún tiempo que otro de cierto sosiego, jugando con una

botella, que era lo que más le llamaba la atención, o echadito al sol, para que

reviviese, en el corral o en la puerta de la calle, y así fue tirando el inocente, unas

veces mejor y otras peor, pero ya más tranquilo, hasta que un día - teniendo la

criaturita cuatro años- la suerte se volvió tan de su contra que sin haberlo buscado

ni deseado, sin a nadie haber molestado y sin haber tentado a Dios, un guarro (con

perdón) le comió las dos orejas. Don Raimundo, el boticario, le puso unos polvos

amarillitos, de seroformo, y tanta dolor daba verlo amarillado y sin orejas que

todas las vecinas, por llevarle consuelo, le llevaban, las más, un tejeringo los

domingos; otras, unas almendras; otras, unas aceitunas en aceite o un poco de

chorizos. ¡Pobre Mario, y cómo agradecía, con sus ojos negrillos, los consuelos! Si

mal había estado hasta entonces, mucho más mal le aguardaba después de lo del

guarro (con perdón); pasábase los días y las noches llorando y aullando como un

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abandonado, y como la poca paciencia de la madre la agotó cuando más falta le

hacía, se pasaba los meses tirado por los suelos, comiendo lo que le echaban y tan

sucio que aun a mí que ¿para qué mentir?, nunca me lavé demasiado, llegaba a

darme repugnancia. Cuando un guarro (con perdón) se le ponía a la vista, cosa que

en la provincia pasaba tantas veces al día como no se quisiese, le entraban al

hermano unos corajes que se ponía como loco: gritaba con más fuerzas aún que la

costumbre, se atosigaba por esconderse detrás de algo, y en la cara y en los ojos

un temor se le acusaba que dudo que no lograse parar al mismo Lucifer que a la

Tierra subiese.

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Carmen Laforet. Nada

Mi amistad con Ena había seguido el curso normal de unas

relaciones entre dos compañeras de clase que simpatizan

extraordinariamente. Volví a recordar el encanto de mis

amistades de colegio, ya olvidadas, gracias a ella. No se me

ocultaban tampoco las ventajas que su preferencia por mí me

reportaba. Los mismos compañeros me estimaban más. Seguramente les parecía

más fácil acercarse así a mi guapa amiga.

Sin embargo, era para mí un lujo demasiado caro el participar de las

costumbres de Ena. Ella me arrastraba todos los días al bar -el único sitio caliente

que yo recuerdo, aparte del sol del jardín, en aquella Universidad de piedra- y

pagaba mi consumición, ya que habíamos hecho un pacto para prohibir que los

muchachos, demasiado jóvenes todos, y en su mayoría faltos de recursos, invitaran

a las chicas. Yo no tenía dinero para una taza de café. Tampoco lo tenía para

pagar el tranvía -si alguna vez podía burlar la vigilancia de Angustias y salía con mi

amiga a dar un paseo- ni para comprar castañas calientes a la hora del sol. Y a

todo proveía Ena. Esto me arañaba de un modo desagradable la vida. Todas mis

alegrías de aquella temporada aparecieron un poco limadas por la obsesión de

corresponder a sus delicadezas. Hasta entonces nadie a quien yo quisiera me

había demostrado tanto afecto y me sentía roída por la necesidad de darle algo

más de compañía, por la necesidad que sienten todos los seres poco agraciados de

pagar materialmente lo que para ellos es extraordinario: el interés y la simpatía.

No sé si era un sentimiento bello o mezquino -y entonces no se me hubiera

ocurrido analizarlo- el que me empujó a abrir mi maleta para hacer un recuento de

mis tesoros. Apilé mis libros mirándolos uno a uno. Los había traído todos de la

biblioteca de mi padre, que mi prima Isabel guardaba en el desván de su casa, y

estaban amarillos y mohosos de aspecto. Mí ropa interior y una cajita de hojalata

acababan de completar el cuadro de todo lo que yo poseía en el mundo. En la caja

encontré fotografías viejas, las alianzas de mis padres y una medalla de plata con la

fecha de mi nacimiento. Debajo de todo, envuelto en papel de seda, estaba un

pañuelo de magnífico encaje antiguo que mi abuela me había mandado el día de mi

primera comunión. Yo no me acordaba de que fuera tan bonito y la alegría de

podérselo regalar a Ena me compensaba muchas tristezas. Me compensaba el

trabajo que me llegaba a costar poder ir limpia a la Universidad, y sobre todo

parecerlo junto al aspecto confortable de mis compañeros. Aquella tristeza de

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recoser los guantes, de lavar mis blusas en el agua turbia y helada del lavadero de

la galería con el mismo trozo de jabón que Antonia empleaba para fregar sus

cacerolas y que por las mañanas raspaba mi cuerpo bajo la ducha fría. Poder hacer

a Ena un regalo tan delicadamente bello me compensaba de toda la mezquindad de

mi vida. Me acuerdo de que se lo llevé a la Universidad el último día de clase antes

de las vacaciones de Navidad y que escondí este hecho, cuidadosamente, a las

miradas de mis parientes; no porque me pareciera mal regalar lo que era mío, sino

porque entraba aquel regalo en el recinto de mis cosas íntimas, del cual los excluía

a todos. Ya en aquella época me parecía imposible haber pensado nunca en hablar

de Ena a Román, ni aun para decirle que alguien admiraba su arte.

Ena se quedó conmovida y tan contenta cuando encontró en el paquete que

le di la graciosa fruslería, que esta alegría suya me unió a ella más que todas sus

anteriores muestras de afecto. Me hizo sentirme todo lo que no era: rica y feliz. Y

yo no lo pude olvidar ya nunca.

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Miguel Delibes: El camino

Cuando su padre regresaba de sus cacerías, en los albores del otoño,

Daniel, el Mochuelo, salía a recibirle a la estación. Cuco, el factor, le

anunciaba si el tren venía en punto o si traía algún retraso. De todas

las maneras, Daniel, el Mochuelo, aguardaba a ver aparecer la

fumosa locomotora por la curva con el corazón alborozado y la

respiración anhelante. Siempre localizaba a su padre por el racimo de perdices. Ya

a su lado, en el pequeño andén, su padre le entregaba la escopeta y las piezas

muertas. Para Daniel, el Mochuelo, significaba mucho esta prueba de confianza, y

aunque el arma pesaba lo suyo y los gatillos tentaban vivamente su curiosidad, él

la llevaba con una ejemplar seriedad cinegética.

Luego no se apartaba de su padre mientras limpiaba y engrasaba la

escopeta. Le preguntaba cosas y más cosas y su padre satisfacía o no su

curiosidad según el estado de su humor. Pero siempre que imitaba el vuelo de las

perdices su padre hacía «Prrrrr», con lo que Daniel, el Mochuelo, acabó

convenciéndose de que las perdices, al volar, tenían que hacer «Prrrrr» y no podían

hacer de otra manera. Se lo contó a su amigo, el Tiñoso, y discutieron fuerte

porque Germán afirmaba que era cierto que las perdices hacían ruido al volar,

sobre todo en invierno y en los días ventosos, pero que hacían «Brrrrr» y no «Prrrrr»

como el Mochuelo y su padre decían. No resultaba viable convencerse

mutuamente del ruido exacto del vuelo de las perdices y aquella tarde concluyeron

regañando.

Tanta ilusión como por ver llegar a su padre triunfador, con un par de liebres

y medía docena de perdices colgadas de la ventanilla, le producía a Daniel, el

Mochuelo, el primer encuentro con Tula, la perrita cocker, al cabo de dos o tres días

de ausencia. Tula descendía del tren de un brinco y, al divisarle, le ponía las manos

en el pecho y' con la lengua, llenaba su rostro de incesantes y húmedos halagos. Él

la acariciaba también, y le decía ternezas con voz trémula. Al llegar a casa, Daniel,

el Mochuelo, sacaba al corral una lata vieja con los restos de la comida y una

herrada de agua y asistía, enternecido, al festín del animalito.

A Daniel, el Mochuelo, le preocupaba la razón por la que en el valle no había

perdices. A él se le antojaba que de haber sido perdiz no hubiera salido del valle.

Le entusiasmaría remontarse sobre la pradera y recrearse en la contemplación de

los montes, los espesos bosques de castaños y eucaliptos, los pueblos pétreos y los

blancos caseríos dispersos, desde la altura. Pero a las perdices no les agradaba

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eso, por lo visto y anteponían a las demás satisfacciones la' de poder comer, fácil y

abundantemente.

Su padre le relataba que una vez, muchos años atrás, se le escapó una

pareja de perdices a Andrés, el zapatero, y criaron en el monte. Meses después, los

cazadores del valle acordaron darles una batida. Se reunieron treinta y dos

escopetas y quince perros. No se olvidó un solo detalle, Partieron del pueblo de

madrugada y hasta el atardecer no dieron con las perdices. Mas sólo restaba la

hembra con tres pollos escuálidos y hambrientos. Se dejaron matar sin oponer

resistencia. A la postre, disputaron los treinta y dos cazadores por la posesión de

las cuatro piezas cobradas y terminaron a tiros entre los riscos. Casi hubo aquel día

más víctimas entre los hombres que entre las perdices.

Cuando el Mochuelo contó esto a Germán, el Tiñoso, éste le dijo que lo de

que las perdices se le escaparon a su padre y criaron en la montaña era bien cierto,

pero que todo lo demás era una inacabable serie de embustes.

Al recibir la carta del tío Aurelio le entró un nerviosismo a Daniel, el

Mochuelo, imposible de acallar. No veía el momento de que el Gran Duque llegase

y poder salir con su padre a la caza de milanos. Si tenía algún recelo, se lo

procuraba el temor de que sus amigos, con la novedad, dejaran de llamarle

Mochuelo y le apodaran, en lo sucesivo, Gran Duque. Un cambio de apodo le dolía

tanto, a estas alturas, como podría dolerle un cambio de apellido. Pero el Gran

Duque llegó y sus amigos, tan excitados como él mismo, no tuvieron tiempo ni para

advertir que el impresionante pajarraco era un enorme mochuelo.

El quesero amarró al Gran Duque por una pata en un rincón de la cuadra y si

alguien entraba a verle, el animal bufaba como si se tratase de un gato

encolerizado.

Diariamente comía más de dos kilos de recortes de carne, y la madre de

Daniel, el Mochuelo, apuntó tímidamente una noche que el Gran Duque gastaba en

comer más que la vaca y que la vaca daba leche y el Gran Duque no daba nada.

Como el quesero callase, su mujer preguntó si es que tenían al Gran Duque

como huésped de lujo o si se esperaba de él un rendimiento. Daniel, el Mochuelo,

tembló pensando que su padre iba a romper un plato o una encella de barro como

siempre que se enfadaba. Pero esta vez el quesero se reprimió y se limitó a decir

con gesto hosco:

-Espero de él un rendimiento.

Al asentarse el tiempo, su padre le dijo una noche, de repente, al Mochuelo:

-Prepárate. Mañana iremos a los milanos. Te llamaré con el alba.

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Le entró un escalofrío por la espalda a Daniel, el Mochuelo. De improviso, y

sin ningún motivo, su nariz percibía ya el aroma de tomillo que exhalaban los

pantalones de caza del quesero, el seco olor a pólvora de los cartuchos disparados

y que su padre recargaba con paciencia y parsimonia, una y otra vez, hasta que se

inutilizaban totalmente. El niño presentía ya el duelo con los milanos, taimados y

veloces, y, mentalmente, matizaba la proyectada excursión.

Con el alba salieron. Los helechos, a los bordes del sendero, brillaban de

rocío y en la punta de las hierbas se formaban gotitas microscópicas que parecían

de mercurio. Al iniciar la pendiente del Pico Rando, el sol asomaba tras la montaña

y una bruma pesada y blanca se adhería ávidamente al fondo del valle. Visto, éste,

desde la altura, semejaba un lago lleno de un líquido ingrávido y extraño.

Daniel, el Mochuelo, miraba a todas partes fascinado. En la espalda,

encerrado en una jaula de madera, llevaba al Gran Duque, que bufaba rabioso si

algún perro les ladraba en el camino,

Al salir de casa, Daniel dijo al quesero:

-¿Y a la Tula no la llevamos?

-La Tula no pinta nada hoy -dijo su padre.

Y el muchacho lamentó en el alma que la perra, que al ver la escopeta y oler

las botas y los pantalones del quesero se había impacientado mucho, hubiera de

quedarse en casa. Al trepar por la vertiente sur del Pico Rando y sentirse

impregnado de la luminosidad del día y los aromas del campo, Daniel, el Mochuelo,

volvió a acordarse de la perra. Después, se olvidó de la perra y de todo. No veía

más que la cara acechante de su padre, agazapado entre unas peñas grises, y al

Gran Duque agitarse y bufar cinco metros más allá, con la pata derecha

encadenada. Él se hallaba oculto entre la maleza, frente por frente de su padre.

-No te muevas ni hagas ruido; los milanos saben latín -le advirtió el quesero.

Y él se acurrucó en su escondrijo, mientras se preguntaba si tendría alguna

relación el que los milanos supieran latín, como decía su padre, con que vistiesen

de marrón, un marrón duro y escueto, igual que las sotanas de los frailes. O a lo

mejor su padre lo había dicho en broma; por decir algo.

Daniel, el Mochuelo, creyó entrever que su padre le señalaba el cielo con el

dedo. Sin moverse miró a lo alto y divisó tres milanos describiendo pausados

círculos concéntricos por encima de su cabeza. El Mochuelo experimentó una

ansiedad desconocida. Observó, de nuevo, a su padre y le vio empalidecer y

aprestar la escopeta con cuidado. El Gran Duque se había excitado más y bufaba.

Daniel, el Mochuelo, se aplastó contra la tierra y contuvo el aliento al ver que los

milanos descendían sobre ellos. Casi era capaz ya de distinguirles con todos sus

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pormenores, Uno de ellos era de un tamaño excepcional. Sintió el Mochuelo un

picor intempestivo en una pierna, pero se abstuvo de rascarse para evitar todo

ruido y movimiento.

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Rafael Sánchez Ferlosio. El Jarama

-Bueno, hijo, venga, dejaros de Eduardos y a ver lo que hacemos.

¿Se baila o no se baila?

-Que sí, mujer, que ya hemos terminado. ¿Y seguimos sin vino?

-Esa botella que han traído éstos tendrá todavía, mira a ver.

Miguel levantó la botella de los de Legazpi y la miraba al trasluz,

hacia el cuadro de la ventana iluminada; dijo:

-Total nada, una birria de vino es lo que hay.

-Se pide más -dijo Fernando-. Dar palmadas, a ver si viene alguien.

-Dalas tú, ¿es que no tienes manos?

-Anda, Luquitas, sé buen chico, ponnos en marcha la gramola, anda ya.

Lucas se levantaba de la silla, afectando un suspiro, y un gesto de paciencia, y se

iba hacia el gramófono- Juanita comentó:

-¡Qué trabajo más terrible! Qué barbaridad, ni que le fueras a dar cuerda a

un tranvía, los aspavientos que le echas -se volvía hacia Loli-. Chica, hay que ver

las fatigas que le entran a este hombre, no sé ni cómo vive.

Sonaban las palmadas de Fernando. Mariyayo dijo:

-Vaya manos que tienes, hijo mío. Casi que estoy tentada llamar a mi

sereno, que está pero fatal, el de alquilarte para pobre, de sordera.

-¡Mira, y me pones la rumba, Lucas, si me haces el favor! -le gritó Marialuisa.

-¿A ti sola? Será para todos.

-¡Qué rumba ni qué rumbos -decía el otro desde allí-. ¡Si aquí no veo ni lo que

cojo!

-¡Hombre, vente a la luz y lo mirarnos; sí que es un problema!

Lucas no respondió; se veía su sombra arrodillada junto a la gramola, y el oscilar de

los brillos metálicos, al mover la manivela.

-Tú no lo apures, que es capaz que lo deja inmediato, ya sabes cómo es él.

-¡Yo quiero bailar!, si no ¿qué? ¡Quiero bailar!

-Aguanta, pies de fuego, aguanta, tú no te aceleres, tiempo hay.

-No es que sobre, tampoco, Samuel.

-¿Ya empezamos? -protestó Zacarías.

-¿A qué?

-A hablar de cosas feas.

-¿Cosas feas?

-¡El tiempo, mujer!

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Se volvía de nuevo hacia Mely, sonriendo:

-Continúa.

-Bueno, conque con eso ya se hicieron en seguida las diez y media de la

noche, que serían, y se presenta mi padre, riiín, el timbrazo; yo un miedo, hijo mío,

no te quiero decir, aterrada. Salgo a abrirle, ni mu; una cara más seria que un

picaporte, yo ya te puedes figurar. Conque ya nos sentamos todos a la mesa; aquí

mi padre, la abuela ahí enfrente, mi tía al otro extremo, tal como ahí, y mi hermano

así a este lado, a mi izquierda, no veas tú cada rodillazo que yo le pegaba por

debajo del hule; chico, los nervios, que es que ya no podía contenerme los nervios,

te doy mi palabra. Bueno, y sigue la cosa; nos ponemos a cenar, y mi padre que

persevera en lo mismo, pasa la sopa, ni despegar los labios, pero es que ni

mirarnos siquiera de refilón; pasa lo otro, lo que fuera, lo que venía después, y lo

mismo, mirando a la comida. Figúrate tú, él, que tampoco es que vayas a decir que

sea ningún hombre demasiado hablador, pero vamos, que en la mesa, eso de

siempre, le gusta rajar lo suyo, y preguntar y contar cosas, pues una persona que

tiene buen humor, que está animada, ¿no? Pues date una idea de lo que sería

aquella noche, así que allí ni la abuela, como te lo digo, se atrevía a decir una

palabra. Y eso que ella no estaba al tanto del asunto, ¿sabes?, pero se ve que no

está tan chocha como nosotros nos creemos, no está tan chocha, ¡qué va a estar!,

ella en seguida debió de olfatearse, viejecita y todo, lo que allí se barajaba. Bueno,

abreviando, una cena espantosa de verdad, pero una situación de estas que sientes

que es que vas a estallar de un momento a otro, ¡qué rato, no quieras tú saber!

Mucho peor, muchísimo peor que la bronca más bronca que te puedas figurar.

Fíjate tú, mi tía, con toda la inquina y el coraje que tenía contra nosotros, y estaba

negra, se la veía que lo estaba, que tampoco podía aguantar aquello; tanto es así,

que a los postres, se pone, ya se conoce que incapaz de resistirse, se pone, le dice

a mi padre: «¿No tienes nada que decirles a tus hijos?», ya como deseando que nos

regañara de una vez, ¿no me comprendes? Y mi padre no hace más que mirarla,

así muy serio, y se levanta y se marcha a acostar. Total que aquella noche nos

fuimos a la cama sin saber todavía a qué atenernos, con toda la tormenta en el

cuerpo. Claro, eso era lo que él quería, no tuvo un pelo de tonto, qué va. Le salió

que mejor no le podía haber salido. Al día siguiente nos dijo cuatro cosas, pero ya

no una riña muy fuerte ni nada, cuatro cosas en serio, pero sin voces ni

barbaridades, así muy sereno; todavía a mi hermano le apretó un poco más, pero a

mí... Demasiado sabía él que el rato ya lo teníamos pasado, vaya si lo sabía. Y eso

fue todo...

Zacarías sonrió.

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-Bueno, ¿y tú, tanto gasto haces tú de sereno? -le había preguntado

Fernando a Mariyayo.

-Pues a ver qué remedio me queda.

-¿Por qué? ¿Qué haces de noche tú por esas calles?

–Trabajo en el ramo cafetería, conque tú verás.

-Ah, vaya, ya me entero. Los turnos de noche. ¿Y no te comen los vampiros?

-No, rico; no tengas cuidado, que no me comen.

Se había oído la risa de Fernando. Y Lucas se había acercado a la ventana, con el

macuto de los discos; por dentro se veía la cocina y la mujer de Mauricio atizaba la

lumbre con una tapa de cartón de alguna caja de zapatos; crepitaban los carbones

en pequeños estallidos y subían dispersiones de pavesas. Marialuisa había ido

junto al otro y Faustina se había vuelto al oírles, mientras ellos buscaban el disco de

la rumba, y les dijo:

-Ahora mismo sale mi hija, si precisan de algo.

-Es una buena idea de traerse un picú-, había dicho una chica de Legazpi.

-Pero otro que estuviese en mejores condiciones.

-A falta de otra cosa...

Había dicho Juanita:

-Lo más malo que tiene es el dueño, ¿sabes tú?, que por lo visto se cree que

tiene algo.

-Aquí no viene nadie.

Fernando había vuelto a dar palmas; añadía:

-Pues mira, chica, eso del sereno no está mal discurrido. Sólo porque no

vayas tú solita, mujer, soy yo muy capaz de quitarme tres horas de dormir todas las

noches. Es una buena idea, merecerá siempre la pena acompañarte. Me quedo

con la plaza.

Ya sonaba la música. Había salido Samuel a bailar con la rubia, y dos parejas de los

de Legazpi. Luego también Miguel se levantaba, y al pasar con Alicia hacia el baile,

le tocaba en el hombro a Zacarías.

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Luis Romero: La noria

MERCEDES

Ahora ha adelgazado mucho. En sus tiempos fue una

moza robusta y aunque en rigor no podía llamársela guapa, se

llevaba a los hombres de calle. Algunos domingos iba a bailar

al Globo. Pero si se enteraba la señorita se enfadaba. A los

catorce años entró a servir con la señorita y con ella estuvo

hasta que se casó, por el tiempo de la República. A Jorge le

quiere mucho; cuando era muy pequeño le explicaba cuentos;

los mismos que a ella le explicara su abuelo -“el padrino”- cuando vivía. Era un

chico muy travieso, pero de buen fondo. Cuando le llevaba al colegio, enfrente del

Palau de la Música Catalana, la hacía sufrir mucho. Siempre andaba de pelea con

otros muchachos; un día tiró un tomatazo a un señor y tuvieron un disgusto serio;

otro día le atropelló un automóvil por cruzar corriendo, y, por fortuna, no le pasó

nada, y aunque quedó dolorido, acordaron no decirlo en casa para evitarle el

disgusto a mamá.

Su marido gana poco jornal. No es como otros que por lo menos cobran

horas extraordinarias; en la casa donde él trabaja, con ser muy importante, dice

que no hacen nunca más turno que el normal. Como está delicado, algunos días no

va a la fábrica y le descuentan el jornal. Es buena persona y le da casi toda la

semanada y sólo se reserva unas pesetillas para tomar un vaso en Casa Salé y para

comprar tabaco. Tampoco cobra el “plus de carestía” y eso resulta aún más

extraño, pero es mejor no decirle nada porque se enfada. La hija está en unos

almacenes, de empaquetadora; ahora los señoritos han hablado al dueño para que

la pase a dependienta; hay más porvenir. También tiene un hijo, que trabaja de

ebanista. Habla poco, es taciturno y nunca se sabe qué lleva dentro de la cabeza;

cosa rara a los veinte años. Cada semana le da cien pesetas, pero cuando la niña

estuvo tan mala y tuvieron que empeñar todo, el hijo le entregó mil pesetas; se ve

que, aunque callado, tiene buen corazón y es ahorrativo.

Las camisas están sin empezar aún, pero las hará en seguida, aunque tenga

que quedarse una noche sin dormir. Los señoritos son muy buenos y con disimulo

le echan siempre una mano. Son señores de los antiguos, de los que van quedando

pocos.

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Ha entrado en la cocina a poner a la lumbre una olla de col con patatas. Es

una olla de barro, quemada por los bajos, y con dos pequeñas asas. Resulta la

comida más buena en estas ollas que en los cacharros de aluminio. El carbón es

malo, está algo húmedo y arde con dificultad. La ventana de la cocina da a un

patio. De los pisos altos sale una voz chillona que canta: No me digas adiós-dime

sólo hasta luego... También se oye una máquina de coser que pertenece a la

costurera del segundo, la que está casada con uno de la Policía Armada. De otro

piso, una voz masculina llama: "¡Encarnaaa!", y Encarna no debe oírle porque la

llamada se repite varias veces, hasta que un “¿Queeeé?” prolongado termina el

monólogo a voces. A los hombres les gusta cenar temprano porque luego salen a

tomar el fresco un rato; el chico ha dicho que iría al cine Manila, donde, además de

la película, hacen Variedades.

Esta mañana ha comprado una libra de pescadilla en el mercado de Santa

Catalina; un bocadito apenas, pero cada día se pone todo más caro y es una lucha

la que hay que sostener para alimentar cuatro bocas, aunque ella con cualquier

cosa puede ir tirando.

(-Carbón mojado. Humo. Una col, cuatro pesetas. Si pudiera conseguir una

guía... Hay dos barras de estraperlo. ¡Comen tanto los chicos! Han de crecer. Las

camisas las hago mañana sin falta. Llevaré judías a la señorita; cargaré dos

pesetas por kilo; bueno, tres. ¡Este hombre!... no le creo. ¡Hum! Una casa tan

importante y dice que no pagan "carestía de vida". No soy tonta. Jorge está muy

guapo. Han ganado dinero. Es sencillo él. Ya no quedan señores de éstos:

"Mercedes, vete a acostar. Tómate otro huevo..." "Ponte este vestido........ No

trabajes tanto; ya lo harás mañana, mujer..." Era muy buena. Iré un día de estos.

¡Este carbón! Seguro que ya está en la taberna. Ahora será vendedora. A ver si se

le quita la vergüenza. Gastará más calzado, pero ganará más. Puede salirle un

buen novio. Medio porrón de vino y basta. Ya bebe con los amigos.)

Por el patio sigue monótono el ruido de la máquina de coser y ahora son dos

vecinas las que hablan de ventana a ventana: "Dicen que mañana no habrá carne."

"Se la debe comer toda el gobernador." "La semana pasada fui a Reus a por

aceite..." Otra vez la voz: "¡Encarnaaa!" La palpitación de la casa entra por al

ventana del patio; es como si todos los vecinos vivieran juntos, sobre todo en

verano. Por la noche se escucha hasta la tos gargajosa de un viejo que hace más

de un mes que no se levanta de la cama; parece que se va a morir, pero ya ni la

familia le hace caso; cuando vaya de verdad, que avise.

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Mientras la verdura cuece, se sienta en una silla en la misma cocina y se

pone a zurcir calcetines. El hijo rompe muchos; se diría que lleva clavos en el talón.

El marido, en verano, usa alpargatas y así ahorra calcetines.

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Ignacio Aldecoa: Chico de Madrid (1950)

El mejor y más bonito modo de atrapar gorriones es el de la sábana

emplomada cuando hay nieve, acercándose a la bandada silbando

de distraídas. Si se quiere apedrear a un gato desinflado de hambre

y pelón de tiña, lo importante es el sigilo, llevando las alpargatas

colgando del cinturón. Para cazar una mariposa es necesario

fingirse miope y poseer una boina grande, sucia y agujereada.

Tratándose de un perro vagabundo, al que hay que atar una ristra de latas vacías a

la cola, la técnica exige guiñar un ojo y caminar a la pata coja, como si se jugara.

Las lagartijas requieren el cuerpo erguido, la mirada al frente y una delicada y

cimbreante varita de fresno. Los grillos piden para que se les haga prisioneros tino

y necesidades verecundas. Así, y no de otro modo, son las ordenanzas.

«Chico de Madrid» era un maestro zagalejo de moscas y Job caracol, llevando

consigo un estercolero; a sus trece años sabía mucho más de caza suburbana que

el más calificado cinegético. Se había educado en las orillas del Manzanares,

aprendiéndolo todo por experiencia. «Chico de Madrid» era bisojo y autodidacto,

sucio y tristón, colillero vicioso y rondador de cuarteles en busca del rancho

sobrante; saltaba tapias Y trepaba a los árboles con agilidad, pero nunca se salió de

la ley. Tenía algo de orgullo y bastante puntería, por lo que pudo tener pandilla o

doctorarse en golfo o pertenecer a cualquier sociedad de pequeños ladrones. Mas

nada de esto le interesaba, porque poseía un alma pura y aventurera.

Proposiciones tuvo de pecar del séptimo y ciertos vividores de orilla le

pronosticaron una gran carrera, mas él prefirió siempre la alegría de sus cotos y el

croar de las ranas cuando, panza arriba, contemplaba las estrellas en las noches de

verano, luminoso y santificado por las luciérnagas y llevándole el sueño las

libélulas, el suefío y los picores de los piojos que olvidaba.

«Chico de Madrid» no se metía con nadie; vivía a temporadas con su madre,

viuda de un barrendero, que se dedicaba a vender caramelos y semillicas a los

niños más pobres de la ciudad; vivía, por duelo y misterio, algunas veces en cuevas

de solares y otras en garitos cuando apretaba el padre invierno de perra gorda y

abundante compañía. Comía lo dicho antes: sobrantes de rancho y alguna fritanga

de extraordinario. Se empleaba de recadero con el dueño de un tiovivo, diminuto y

solitario, colocado junto a un puesto de melones -cuando había melones-, que casi

nunca funcionaba y al que traía arenques y vino aguado para las comidas; chismes

de un lado y otro para las sobremesas. Con los gorriones sacaba algunas pesetas;

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con los grillos, pan y tomate; con las lagartijas, harto solaz, y con los perros sacó

una vez un mordiscote que le dio fiebre como si estuviera rabiado, y que le obligó a

andar con tiento en adelante.

Casi era el único viajero del tiovivo. Se reía con todas sus fuerzas viajando

en el aeroplano de hojalata o en el cerdito desorejado o en el rocinante,

desfallecido de antiguos galopes en las verbenas de verdad. Porque aquella

verbena, su verbena, era una especie de asilo de inválidos que las corrieron

buenas, pero que ya no estaban para muchas. Al dueño, que se llamaba Simón y

tuvo barraca de monstruos de la naturaleza cuando joven, se le ocurrió repintar el

tiovivo. Nunca la gozó más «Chico de Madrid»; se puso hecho un adefesio, y entre

ambos dejaron todo pringoso y con expresivas huellas digitales. La pintura se la

habían comprado a un chapucero y era de tan mala calidad que no se secaba; el

polvo se pegaba en todas partes, ennegreciendo el conjunto, según ellos.

Para colmo, todos los niños que se montaron con sus trajecitos limpios, el

domingo de aquella semana, salieron verdaderamente repugnantes, costándole a

Simón muchas reclamaciones de indignados padres y llantos de niños de diversos

colores, que se retiraban de su clientela. Simón cambió de barrio, pero «Chico» no

se fue con él porque era, ante todo, libre, y porque las orillas del Manzanares tenían

mucho que descubrir y que colonizar.

Llegó la temporada de las ratas... Las ratas no son animales repugnantes y

tienen, por otra parte, el morro gracioso y los bigotes de carabinero del tiempo de

Mazzantini. Las ratas viven en una ciudad al revés, que impulsa a despreciar las

pompas y vanidades humanas; una ciudad donde hay mucho sueño y donde ni ellas

pueden dormir. «Chico de Madrid» mataba las ratas, las mataba por sport, como

otros matan pichones. Se divertía con su tiragomas, paqueándolas sin prisa.

Conocía la mejor hora: la del atardecer, cuando la tierra se pone morena y hay

violetas en los tejados y el primer murciélago hace su ronda de animalejo

complicado. Se sentaba solemne frente a las cuevas, mirando fijamente con la

media risa de sus ojos, el arma homicida sobre las piernas y una canción como de

cazadores por los labios. Se decía a sí mismo:

-Ya está. Asoma, bonita.

Y la rata averiguaba con su morrito saltimbanqui lo que había en la tarde.

Luego la veía en silueta, aún indecisa, dando una carretilla hasta la trinchera del

río. Se encendía un farol lejano que enviaba una triste luz de iglesia pueblerino

hasta la orilla. «Chico» tensaba las gomas. La rata presentía algún peligro y daba la

vuelta; iba a correr a su agujero. Aquél era el momento; le costaría subir. «Chico»

empujaba una piedrecilla con el pie, La rata salía disparada y de pronto se le

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quebraba la vida en un aspaviento. Le había acertado. Después bombardeaba el

cadáver con pedruscos. Solía hacer tres o cuatro víctimas por sesión.

Las ranas también le atraían. Mostraban su barriga búdica y una como

papada de bonzo bien alimentado que le despertaban escalofríos criminales. Las

atrapaba por el método del caracol y luego les hacía el martirio chino, cumpliendo

un rito geográfico de grave importancia cultural. Acababa malvendiéndolas en

algún figón y con las monedas que le daban se iba al cinematógrafo, que todavía

era mudo y se cortaba siempre en lo más emocionante, porque la película duraba

varias sesiones, en las que no había forma de apresar a Fu-Man-Chu, a pesar de

que el «gallinero» animaba constantemente a los buenos, que, aparte de buenos,

eran algo cerrados de mollera.

«Chico de Madrid» hizo un día amistad con un muchacho, resabiado de la

vida, que hablaba como un loro, jugaba a las cartas como un profesional y era hijo

de un oscuro anarquista que penaba en San Miguel de los Reyes. «Chico de Madrid»

quedó deslumbrado y aquel vaina desplazó de su corazón a los héroes de las

películas y de los periódicos de aventuras. Se hizo fanático de él y abandonó sus

cacerías y su pureza por seguir su pata coja hasta la misma Puerta del Sol. Él le

enseñó a pedir con voz sollozante, acercándose mucho al limosnero para

despertarle ascos:

-Señor, señor, una limosna para este expósito, que purga culpas de padres

desnaturalizados. Nacido en enero y abandonado en la nieve.

Y después, recitado velozmente:

-El blanco sudario fue el regazo que acogió sus primeros llantos de niño. Una

limosna para lo más necesario y vaya usted con Dios con la conciencia tranquila por

haber hecho una obra de caridad.

Nadie se tragaba el cuento, pero todo el mundo les daba alguna perrilla,

porque se los querían quitar de encima. El pregón de sus miserias lo había sacado

aquella especie de paje de espantapájaros de una novelilla sentimental y

manoseada que un amigote le había prestado. «Chico» colaboró literariamente,

arreglándolo a las circunstancias. Ganaban su dinero. En los repartos el cojo se

quedaba con la mayor parte, porque para algo era el jefe.

Una tarde de toros en que el sol quemaba de canto y la gente tenía los ojos

llenos de picores de modorra, «Chico» y su jefe fueron a piratear a las puertas de la

Plaza. La gavilla de sus conocidos haraganeaba por allá en busca de corazones

blandos o de estómagos satisfechos que necesitaban digestión sin molestias. Los

guardias a caballo estaban tristes como estatuas.

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Se hacía obligatoria la tragedia en el ruedo. Los novilleros -porque había

novillada- debían estar desfigurados, borrosos de miedo. Los novillos estarían

medio ahogados y quemados de las punzadas de los tábanos. Tal vez los picadores

estuvieran aletargados con sus caras de tortugas gigantes, balanceando las

cabezotas. Los caballejos, como los de su tiovivo, vacilantes y cansados. El

presidente, orondo, fumándose un veguero, entre eructos disimulados. La plaza,

frenética. Y la bandera, que él veía sobre el azul del cielo, poniendo sus crudos

colores de estío africano, cortando, inmóvil, las retinas de los contempladores.

Pasaban rostros abotagados que con el calor y la respiración parecían higos

reventones llenos de dulzor. A ellos se acercaba «Chico» misereando:

-Señor, señor, una limosna, por caridad, para este pobrecito, que hace dos

días que no prueba bocado y vive en una choza con siete hermanitos, sin madre y

con padre holgazán.

Había variado la retahíla con astucia porque si se les ocurría decirles a los

señores gordos que habían sido abandonados en la nieve los iban a juzgar los

pobres más felices del mundo.

«Chico de Madrid» oyó voces detrás de él y de pronto se sintió cogido por el

cuello de la camisa, Un municipal lo tenía agarrado con la mano izquierda, mientras

con la derecha casi arrastraba a su compañero, que pataleaba con fingido llanto.

«Chico» intentaba escaparse por ley natural, por lo que recibió un terrible puntapié

que lo calambró y lo dejó como cuando a una lagartija le cortan el rabo. Comenzó a

hipar y a dar berridos, por lo que fue sacudido violentamente y conminado a

callarse. Otro guardia municipal parsimonioso y con galones, se acercó a ver lo que

pasaba. Ya tenían grupo en torno y algunas señoras, con impertinentes, aromosas

y con ganas de saberlo todo, hociqueaban ante ellos entre con tristeza falsificada y

evidente repulsión. El de los galones interrogaba al que les estaba dando garrote

vil con sus manazas:

-¿Y estos pájaros?

-El cojitranco éste que se pringaba en un reló -decía dándole un empujón al

jefe-. Y este otro -lo señalaba con gesto de cabeza-, que había venido con él, que

yo los vi cuando llegaron y estaba haciendo el paripé pidiendo.

-Pues a la trena, y los amansas si se sienten gallos. «Chico de Madrid no se

sentía gallo; se sentía pájaro humildísimo y asustado gorrión. El guardia casi le

ahogaba, pero se mordió los labios aguantándose porque, sin ninguna duda, había

llegado la hora de callar y echarle pecho al asunto. De su jefe juraba vengarse,

porque no estaba bien hacerle aquella jugada del silencio cuando el guardia se

acercó a cogerle. Se derrumbó su héroe al mismo tiempo que le llegaba a la boca

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un sabor agrio de principios de vómito, porque el guardia le apretaba cada vez más.

Tuvo una arcada. El guardia se paró soltándole del cuello y cogiéndole por la

espaldera de la camisa. «Chico» notó que su salvación llegaba, dio una arrancada y

salió corriendo. Oía confusamente las voces del guardia pidiendo ayuda e incapaz

de perseguirle, so pena de perder al prestidigitador aficionado que danzaba como

un ahorcado en los bandazos y los achuchones de lo que quería ser carrera entre la

gente... «Chico» se escurría con rapidez; pasó un tranvía y se colgó de los topes.

¡Estaba salvado!

Le sorprendió el fresquilla acariciante de la madrugada tumbado a las orillas

de su río, oyendo cantar a las ranas y dejando que se le fuera el pensamiento por

los incidentes de la tarde. No volvería a la ciudad; su puesto no estaba en la

ciudad, sino en el límite de ella: entre el campo grande de las anchas llanadas y la

apretura estratégica de los primeros edificios. En aquel terreno de nadie, suyo, con

gorriones vestidos de saco y lagartijas pizpiretas, con perros famélicos y sabios y

gatos alucinantes, con ratas y mariposas, con grillos y ranas, con el hedor de su río

y el perfume lejano del tomillo campesino. No, no volvería a la ciudad y se

dedicaría a pasarlo bien por aquellos andurriales hasta que lo llamaran a quintas.

Se fue quedando dormido en el relente de la mañana; luego, el sol comenzó a

calentarle los pies y a ascenderle por el cuerpo, despertándole con un grato

hormigueo. «Chico de Madrid» se desperezó, se restregó los ojos y marchó en

busca del desayuno silbando alegremente. Ahora sí que estaba salvado de verdad.

Habían pasado algunos días. Su vida era tranquila y medieval: comer,

dormir, cazar. No comía muy bien, ni dormía muy blandamente, ni cazaba otra

cosa que animales inmundos, pero él estaba muy a sus anchas. Aquella tarde

pensaba hacer una exploración por una alcantarilla vieja v abandonada, y ya se

regodeaba soñando con lo que en ella iba a encontrar. Iba a encontrar ratas como

caballos y puede que de añadidura se topase con algún esqueleto humano. Esto le

parecía difícil; pero si lo encontrara, si lo encontrara, iba a ser rico, tremendamente

rico de misterio. Sabía que cierta vez unos obreros, en un solar cercano, cuando

trabajaban para levantar los cimientos de una casa, al lado de una antiquísima

cloaca, hallaron varios esqueletos que, según se dijo, eran de los franceses, de

cuando el 2 de mayo. «Chico» soñaba desde entonces con esqueletos de franceses,

aunque no le importaban mucho sus nacionalidades, porque con que fueran

esqueletos como los que había visto tenía bastante.

A las cuatro de la tarde, armado de una estaca y con un farolillo de carro, dio

comienzo a su exploración. Llevaba un riche por si tenía hambre y una vela y una

caja de cerillas por si necesitaba repuesto o se dilataba demasiado cazando. Entró

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por el tunelillo encorvado y un tufo ácido le avispó la nariz. Se colocó un trapo a

modo de careta preservadora y siguió avanzando impertérrito rumbo a lo

desconocido. El farolillo le danzaba la sombra; una humedad grasa le manchaba

las manos cuando las rozaba con las paredes; el garrote le hacía caminar como un

extraño animal que tuviera allí mismo su cubil. Estuvo andando mucho tiempo,

hasta que las espaldas se le cansaron; entonces montó su campamento, dejó el

garrote y merendó su riche. Pensó en volver. La cloaca estaba vacía. No había

esqueletos y lo más gordo era que tampoco había ratas. Se volvió.

«Chico de Madrid» comenzó a sentir algunos trastornos intestinales. La

frente le ardía. La última noche no pudo dormir de desasosiego. Fue a casa de su

madre, a la que no veía desde la tarde en que se le ocurrió explorar la cloaca. La

pobre mujer, después de regañarle, lo lavó como pudo, le hizo ponerse una camisa

de su padre, guardada con todo esmero como recuerdo, y le invitó a tenderse en el

jergón. Salió breves momentos a la calle y luego regresó con un gran vaso de

leche. «Chico» tampoco pudo dormir aquella noche.

Pasaron dos días. Cuando el médico llegó era ya demasiado tarde. «Chico»,

el buen «Chico», estaba en las últimas. La madre, fiel, sentada a sus pies, sin soltar

una lágrima, se asombraba de lo que le ocurría a su hijo. El médico se limitó a

decir: «Tifus; ya no hay remedio.» Y «Chico de Madrid» murió porque no había

remedio. Murió a la misma hora en que salen sus ratas a averiguar la tarde con los

morritos saltimbanquis, cuando la tierra se pone morena y hay violetas en los

tejados y el primer murciélago hace su ronda de animalejo complicado y se

extiende como una gasa de tristeza por las orillas del Manzanares. «Chico de

Madrid» murió a consecuencia de su última cacería, en la que si no pudo cazar

ratas, como nunca falló, cazó un tifus; el tifus que lo llevó a los cazadores eternos,

donde es difícil que entren los que no sean como él, buenos; como él, pobres, y

como él, de alma incorruptible.

1950

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Luis Martín Santos: Tiempo de silencio (1962)

De todo este personal, Pedro era evidentemente el preferido, el

mimado, el único. Su mérito esencial era ser hombre joven. El

trío femenino estaba demasiado sensibilizado al dato objetivo

hombre joven para que fuera, en ningún momento, durante su

estancia en la pensión, confundido con cualquier otra especie de

semoviente.

La primera generación era una vieja solemne, fuerte, emprendedora, casi bulliciosa

si tal epíteto pudiera ser aplicado a una anciana de natural monárquico y

legitimista. La primera generación conservaba una soberbia planta y a pesar de su

edad era ordeno y mando. Tenía una ducha inteligencia para juzgar a los hombres.

Podía todavía derretirse en una sonrisa. Utilizaba sostenes que dieran clara

muestra de su pecho y corsé que diera buena horma de su talle. Se tenía muy

tiesa y a diferencia de su hija, siendo tan fuerte, no tenía sombra de bigote en su

labio superior.

La segunda generación estaba gravemente oscurecida por la madre

prepotente y por la conciencia de su historia anterior. Subyugada o vencida, a

pesar de su físico también imponente, tenía carácter de gata, de animal cariñoso y

ficticio. Se había pasado la vida haciendo la comedia de la niña mimada, de la niña

pequeña, de la niña engañada, de la niña a la que mamá le dice lo que tiene que

hacer. Este papel no brotaba directamente de su naturaleza hombruna ni de los

robustos huesos de su arquitectura, sino que le había sido impuesto por la madre

más fuerte. Y aún seguía rechinando al esfuerzo necesario para un reajuste cuyo

fundamento y cuya utilidad habían sido, hacía mucho tiempo, dejados atrás. Tenía

una coquetería diez años más joven que ella, envuelta en ropa a la moda de diez

años antes.

La tercera generación no se parecía en nada a sus antecesoras, sino en el

lenguaje, en los modismos, en el vocabulario que, necesariamente, había tomado

de ellas a lo largo de una convivencia de diecinueve años. La tercera generación

tenía al natural todo lo que su madre había intentado fingir a lo largo de una vida.

Habitar en una atmósfera tan femenina (a pesar de las veleidades de energía o de

pantomima negociante de sus mayores) la había ido llenando de una esencia difícil

de contener y pronta a derramarse, hecha de ternura, de desencanto y de sorpresa.

Era muy bella. Por secuencia de la afectación de su madre ella también se movía,

hablaba y actuaba como si tuviera unos divinos catorce años imprecisos, en lugar

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de sus ya demasiado carnales y rotundos diecinueve. De ello provenía el que -por

ejemplo- pudiera desplazarse por los pasillos de la casa o por los alrededores de la

cabeza de un hombre sentado, absolutamente como si ignorara la presencia de sus

senos. O que, al tropezar sus caderas con el quicio de una puerta se detuviera

sorprendida como si su cuerpo no hubiera debido todavía estar dotado de aquella

opulencia inútil. ¿Había algo en su espíritu que correspondiera a esa ignorancia

afectada de su físico? Tal vez lo hubiera y este enigma no era el que menos movía

a Pedro a someterse paulatinamente al engranaje en que la trimurti de disparejas

diosas lo había introducido.

Para las tres él tenía carácter de enviado dotado de tal virtud que el destino

total de la familia - tras su roce mágico - se invertiría tomando otra dirección y

nuevo sentido. La nieta podía ver en él el ángel de la anunciación dotado de su

dardo luminoso; del mismo modo que la hija pudiera ver una epifanía un tanto

rezagada ante el fruto de su seno y la provecta madre tal vez esperara su propia

transfiguración gloriosa en lo alto de un monte sostenida por sus dedos. Dispuestas

estaban las tres a ofrecer el holocausto con distintos grados de premeditación y de

cinismo.

Algunas noches, pues, Pedro después de cenar se sometía al rito de la

tertulia que se desarrollaba en el mismo salón-comedor cuando la criada hubiere

levantado los manteles sustituyendo así el ambiente frío de un hotel de tercera por

el no menos deslavazado y cursi, pero más acogedor, de un saloncito de clase

media modesta con recuerdos de la gloria familiar pasada.

Las tres diosas se encaramaban cada una en diferente podio. Había allí dos

butacas forradas de cuero, restos de un tresillo que la viuda adquiriera con los

donativos de los compañeros del héroe. En estas dos butacas se albergaban unos

antiguos muelles ingleses de buena calidad absolutamente vencidos pero todavía

cómodos. En uno se sentaba la decana. El otro era para Pedro, aun cuando él se

obstinaba a veces en que la desdibujada segunda generación lo ocupara de

acuerdo con su rango cronológico y sexual. Ésta respetuosa, no obstante, a la

abuela y al huésped ocupaba una silla corriente del comedor y allí se tenía rígida

durante horas si fuese necesario, aunque, intentando aparecer flexible, cruzara las

piernas o se abanicara con un periódico o hasta se permitiera retocar ligeramente

sus labios en presencia de extraños o incluso - verdaderamente - fumar con

dificultades un pitillo rubio que Pedro se apresuraba a encender. Como

correspondía a su naturaleza dinámica, prometedora y ofrecida, la joven se sentaba

en una mecedora. Y no sólo se sentaba sino que sobre este mueble de próxima

desaparición en un mundo en que el motor de explosión y los aviones a reacción

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suministran métodos más perfectos para disfrutar la voluptuosa sensación del

movimiento, se balanceaba sin tregua permitiendo que, quien atentamente la

observara, pudiera comprobar la eficacia motriz de muy limitadas contracciones de

los músculos largos de su suave pantorrilla. En la mecedora la muchacha se

echaba hacia atrás, dejaba caer la cabeza sobre un respaldo bajo y arqueado y su

cabellera - más abundante que lo fuera nunca la de las sus dos madres - colgaba en

cascadas ondulantes que el movimiento ardientemente entrelazaba y de las que los

reflejos dorados se difundían hasta llenar todo el salón comedor de un como aroma

visual que a todos envolvía permitiéndoles permanecer en silencio sin que el

tiempo pesara sobre ellos. No solamente Pedro contemplaba aquel oro derramado

que nunca acababa de caer, que se acercaba y se alejaba de sus manos, también

las madres lo miraban con análoga mirada posesiva. También ellas gozaban con

sensualidad viril de la apariencia de una sustancia que así entregada sólo promesa

era, pero que así promesa tan altamente se manifestaba inundando la realidad

opaca del salón-comedor y transformando hasta el hedor de comida apenas

ingerida y naranjas recientemente abiertas en otro perfume - semejante pero tan

distinto - de banquete parisino con demimondenes y frutas traídas desde la violenta

fecundidad del trópico.

Hablaban, sin embargo, sabiendo que las palabras nada significaban en la

conversación que los cuatro mantenían. Conversación que era sostenida por

actitudes y gestos, por inflexiones y miradas, por sonrisas y bruscos

enmudecimientos. Porque la belleza de la joven podía golpearlas tan

violentamente que - en mitad de una frase sin necesidad de buscar disculpa por

ello - podía Pedro quedar en silencio simple; lo que era señal para que las dos

madres también admiraran el perfil, o el blanco alabastrino del cuello, o el estirar

en el aire de una pierna de la que acabara de caer el chapín o para que

sorprendieran que la falda de la niña había subido un poco más de lo habitual hasta

mostrar un leve fragmento de un muslo liso que la grasa no deformaba todavía.

Si un huésped acertaba a entrar en el salón-comedor para recoger un objeto

olvidado (un encendedor, una carta, una cinta rosa) o si la robusta criada regresaba

a guardar en el aparador un cubierto que equivocadamente había llevado a la

cocina, las tres diosas se estremecían ofendidas y fulguraban destellantes miradas

en los ojos negros de la decana aplicadas directamente al despreciable rostro del

intruso; la joven suspendía las tenues oscilaciones de la mecedora y la segunda

generación ocultaba el pitillo rubio descruzando levemente las piernas. El mismo

Pedro afortunado espectador único al que aquellas tres vulgares y derrotadas

mujeres consideraban digno para exhibir ante él su subyacente naturaleza divina,

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sentía también la rotura del ligamen. Y se veía obligado a moverse en su sillón, a

agitarse, a entreabrir el periódico como si realmente fuera a leer, hasta que por fin

el intruso desaparecía.