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TEXTOS LEÍDOS EN SESIÓN ACADÉMICA PorJ.M. VAZDESOTO POESÍA PLAZA MAYOR Terminaron las fiestas. En la plaza, el viento arrastra los papeles: fundas de caramelos, hojas de periódicos, cucuruchos vacíos, envolturas de bombones helados. Unas gotas calientes sobre el polvo del verano y un olor hondo, limpio, a barro nuevo. En la plaza mayor, los soportales desiertos, la tarima de los músicos y un profesor, un licenciado en mierda. Un profesor: en las mejillas pálidas, unas gotas de lluvia y el cansancio de las primeras clases mal pagadas, de los versos devueltos. Sobre el polvo de la plaza golpea con más fuerza el agua, salta, corre al sumidero. Bajo los soportales cruza un aire

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TEXTOS LEÍDOS EN SESIÓN ACADÉMICA

PorJ.M. VAZDESOTO

POESÍA

PLAZA MAYOR

Terminaron las fiestas. En la plaza, el viento arrastra los papeles: fundas de caramelos, hojas de periódicos, cucuruchos vacíos, envolturas de bombones helados. Unas gotas calientes sobre el polvo del verano y un olor hondo, limpio, a barro nuevo. En la plaza mayor, los soportales desiertos, la tarima de los músicos y un profesor, un licenciado en mierda. Un profesor: en las mejillas pálidas, unas gotas de lluvia y el cansancio de las primeras clases mal pagadas, de los versos devueltos. Sobre el polvo de la plaza golpea con más fuerza el agua, salta, corre al sumidero. Bajo los soportales cruza un aire

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sin destino. Las fiestas terminaron y el tiempo riega ya las ilusiones pisoteadas como los papeles. Dos muchachos yeyés cruzan con hostias en los labios; parece que han apostado a cuál más hostias lanza para santificar los nuevos tiempos. El aire huele a tierra o a raíces recién cortadas. El otoño vuelve. Dos sacerdotes con sotana y otro con terno gris y gestos conciliares atraviesan la plaza. Unas muchachas del Santo Ángel miran y se ríen, con los senos que apuntan y la risa de las primeras reglas sin motivo. El reloj de la plaza da las once. En San Miguel, las once, y en la torre de San Vicente. Son las once, casi la media noche de una media vida. El viento azota los papeles, rotos, pisoteados, como las promesas. Como a las hojas muertas nos arrastra al pudridero, como a las hojitas caídas de algún árbol, de una estrella. Sobre la plaza, en el cuadrado cielo, flota un fanal de luz. Sin esperanzas sin esperanza, Dios, un niño llora o un amor que se fue con el verano.

PRIMERAS CLASES

Sin esperanza, Dios, sin esperanza, me levanto a las seis, preparo las lecciones, salgo a la calle, miro poco a los lados, llego a donde voy

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TEXTOS LEÍDOS EN SESIÓN ACADÉMICA

todos los días, hablo sin unción. Enseño lo que aprendí de niño: transitivas, copulativas, Lope, Garcilaso: lo que aprendí de niño, lo que dicen que es la verdad. Y miento y me maldigo por no saber decir, por no atrevenne. Salgo de clase. A ciegas cruzo las calles, sin ternura. No me emociona el árbol ni la luz prendida entre sus hojas, no levanto la vista, no le escupo a ese guardia, si respiro no sé si el aire es puro. Llego a mi casa. Apenas beso a la esposa sin calor. Comemos y hay un placer, parece, un apetito. Eso es todo. Comemos sin hablar mucho. Leo el periódico. Pienso que nada cambia, todo permanece, siempre se baña Dios y el mismo río nos arrastra a nosotros. No sabemos a donde vamos ni por qué caminos, pero que vamos, sí, y que llegaremos. Vuelvo a las clases. Es la hora de explicar la lección y me entristece lo que debo decir. Pero hablo, hablo. Pronuncio las palabras como un reloj las horas. Alguno de los alumnos dice: "¡Qué memoria!", cuando cito los versos, y unos ojos brillan al fondo de la clase. Como todos los días. Salgo a la calle. Vuelvo sobre mis pasos cuando el sol se pone. En la casa, la esposa: como siempre.

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Hojear unos libros, contestar unas cartas, cenar algo, la tele, pasa un tren ... y acostarse. Eso es todo, lo mismo que ayer, lo mismo que mañana. Y esos ojos que sueñan todavía, cuando cito los versos, al fondo de la clase ... No me atrevo a decirle que se despierta un día y pasa un tren y una mujer nos llama para acostamos ya, que es tarde.

RENACIMIENTO

Convalecer: amar de nuevo y puramente cosas viejas, amar lo que todos conocen y casi ninguno recuerda, amar lo que nadie ha mirado porque está en todas partes, esa luz que flota por los caminos conocidos, por las veredas no transitadas, en la bruma o en el sol que nos alimenta.

Convalecer: estar muy débil pero muy sensitivo, apenas poder amar y amarlo todo porque todo es amable. ¡Tiernas caricias casi dolorosas de cada roce! ¡Pura fiesta levantar tranquilos los ojos a los seres que nos rodean[ Convalecer: amar la vida sobre todas las cosas buenas

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TEXTOS LEÍDOS EN SESIÓN ACADÉMICA

y mortales, sentir la vida como un regalo, abrir las puertas y contemplar recién nacidos los campos y la luz primera.

Convalecer: salir al mundo de siempre y nuevo, andar la senda conocida y desconocida de cada día, vestir viejas ropas recién lavadas como la niña pobre el día de fiesta, pasar la mano por el aire, que de puro fino se quiebra, coger a puñados la nieve recién caía y recién hecha para llevarla hasta la boca y besarla por blanca y buena, nombrar de nuevo cada cosa con las palabras puras, viejas, y volver a ser niños para entrar en el reino de la tierra.

RÉPLICA

Que la vida iba en serio lo comprendí a los seis o siete años. Desde tan niño, yo tenía el miedo de que todo fuera en vano.

Quise no dejar nada de lo que amé; todo me fue dejando. El teatro del mundo, sus dimensiones, casi me aplastaron.

Y ahora que me confirma la experiene::ia que todo ha sido y es en vano y que el cuento se acaba como empieza, sin argumento, ¡vaya mamarracho!

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DIARIO DE ARENALES (POEMAS BORDELESES)

II

Llueve, llueve furiosamente en oleadas de agua y viento. Unos instantes después todo se pone azul de nuevo. Las nubes cruzan, blancas, grises, ligeras, densas, por el tiempo, tiempo de otoño, claro, oscuro, tiempo que fluye, raudo, lento, como los barcos por la mar y las palomas por el cielo. Las torres de la catedral sobre las tejas del colegio. La paz, el silencio urbano. (Los coches, locos, allá lejos, como el mar que nunca se calla, ola tras ola aquí en mi pecho.) Sosiego, soledad sonora, la vida sin más y sin miedo, la dicha o casi, casi la dicha (al amor no lo echo de menos): aquí tenéis lo que yo soy, lo que en mí pasa o ahora siento, en mil novecientos ochenta y uno, a cuatro de octubre en Burdeos.

IV

La soledad. El silencio casi. El amor, lejos y seguro.

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TEXTOS LEÍDOS EN SESIÓN ACADÉMICA

Un lejano rumor de coches que no se ven. Un gato rubio que olisquea por el tejado de enfrente. La paz. Un punto de pleamar. En el cielo pálido dulces notas, vagos efluvios de aquellos tiempos de la infancia en el edén, lejos del mundo. No es el silencio solamente, la quietud del lugar, el triunfo del amor, que a veces rebrota sobre las losas; es el flujo de la marea de mi alma que dice sí, flujo y reflujo del mar de lo vivo que se sabe para la muerte, y pienso, y dudo ...

VI

JI pleure dans mon coeur comme il pleut sur la ville.

Llueve, llueve sobre la villa y en mi corazón no llora. La tristeza seca es un trueno sin agua, una laguna honda. El ruido dulce de la lluvia, el canto de la lluvia añora y recupera, evoca y sueña. Una campana da la hora

Verlaine

en la iglesia de al lado. ¡Iglesias! ¿Quedan iglesias hoy? La sombra de mi niñez, como esas nubes grises o blancas, lentas, flota en el presente. Llueve, llueve

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sobre la villa. Llora. ¿Llora en mi recuerdo? Dulce canto del agua, que todo lo borra. ¡Adiós, adiós! Sevilla. El pueblo. Madrid. Berkeley. Vitoria. Burdeos, donde llueve, llueve, y en mi corazón ya llora.

IX

Pasan los días y los años, pasan los años y la vida, miro hacia atrás y digo: un soplo, recuerdos tristes y ceniza. La nostalgia es una manzana en el arca, una despedida que se repite, un ramalazo de amor, una angustia sumisa, y aquellas horas tan felices son hoy pura melancolía. La esperanza es fruto caído del árbol de nuestra desdicha, y la alegría es un fantasma que alguna vez, en una esquina, pasó rozando con su ala de luz la morada sombría. Un extranjero en todas partes, en Madrid, Burdeos o Sevilla, eso eres tú, me digo, el sueño de un vagabundo, pesadillas de un niño triste, ensoñaciones de un ermitaño en una isla desierta, humo, calabobos de un día gris, nube perdida en el azul sin fondo, un barco en la tormenta a la deriva,

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TEXTOS LEÍDOS EN SESIÓN ACADÉMICA

un lobo que aúlla en el monte, un pajarillo que tirita, una vieja locomotora sin destino que descarrila. Y a no puedo cambiarlo, es tarde para soñar con otra vida, ya me limito a ir anotando decadencias y fantasías y empujando la piedra enorme sin descanso la cuesta arriba. Miro hacia atrás de tarde en tarde y digo: apenas, ya, cenizas.

XII

Que la muerte es el fin de todo, lo sé; y que el saldo de la vida es negativo casi siempre, lo compruebo en el día a día. ¿Por qué entonces sigo y no salgo bajo esta luz de pesadilla, con lo cerca que pasa el río y lo fácil que es la salida? ¿Fácil? Bueno, un cancerbero guarda la puerta: es la agonía última, el horror, la helada corriente, la angustia misma. Otro monstruoso cancerbero de mil cabezas es la jauría de demonios en que no creo pero temo, que en la honda sima de mi inconsciente inalterable moran, herencia de las pías enseñanzas, de los sermones negros y sangrientas misas. Muerto Dios, el infierno guarda con fuego eterno la salida

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XIX

Hoy medito en lo que es la vida: entre dos nadas, un relámpago; un trago amargo en el ya entro, y un mar de angustia en el ya salgo. Efímeros y contingentes, hacernos el camino, andando un poco al azar y otro poco a gatas, a golpe y porrazo. Al ensueño de un paraíso, sigue la expulsión; al bel canto de amor, la canción del olvido; la decepción, al entusiasmo. Al timo de la novia sigue el matrimonio morganático; a la esperanza del triunfo, la certidumbre del fracaso, y al nuevo empeño de los hijos, la maldición del desengaño. Las ilusiones juveniles se agostan y pasan los años y seguirnos erre que erre persiguiendo lo eterno a ratos. Cuando querernos damos cuenta caminamos ya cuesta abajo. Y decirnos: "¿Esto es la vida? Entre dos nadas un relámpago, y empujar y subir la piedra para verla caer a mis años".

XX

En fin, en fin, tras tanto andar muriendo ...

Hago el balance de mi vida: un caminar por el desierto,

Francisco de Aldana

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TEXTOS LEÍDOS EN SESIÓN ACADÉMICA

un horizonte de arenales y dunas que modela el viento. No hay otra cosa ante mi vista que arena y arena. No espero cada amanecer más destino que andar y andar. No canto y cuento otra canción ni otro relato que al fin, tras tanto andar muriendo, se acaba un día la canción y se termina al fin el cuento. Quedan, quizá, huellas de pasos hasta que las borra el viento.

XXII

Lo gris. Sobre los tejados lo gris impera, y aquí dentro, lo gris, más gris. En la conciencia, en el aire, en el firmamento, lo gris. Lo gris, en el horizonte de dentro y fuera. Rumor lento de motores, de coches grises, desde lo gris, sin un esfuerzo hacia lo azul o lo verde a ratos. El sol no existe. Apenas viento. Todo inmóvil, gris. ¿Hay palomas blancas? Sí, las palomas, cierto: sobre las pizarras grises, grises palomas, gris el vuelo de grises alas en el aire de arriba, de abajo y de dentro. Mi corazón no sé si late o muere, tan gris como el cielo.

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XXVI

Vuelvo a decir que esto es la vida: entre dos noches, un relámpago, dos eternas oscuridades y una luz súbita, un arcano insondable que se ilumina y se apaga, unos pocos pasos sin norte, unas cuantas ruindades de otros andantes, un atasco del tren, dos o tres averías del motor, ocho o diez porrazos entre vagones, un billete a ninguna parte, un frenazo, un cambio de vías y un punto final, una caída o un salto para apearse y que el tren siga su loca ruta hacia el ocaso de la historia, hasta la estación término del gran zambombazo.

PROSA

FRAGMENTOS DE LA NOVELA INÉDITA "CABEZAMALO"

Enrique se levantó antes que yo, aunque yo estaba ya des­pierto desde hacía un buen rato cuando me pareció oírle bajar. Cantaban los pájaros en el patio y en la calle. Tenía levantadas las persianas de mi habitación y abierto uno de los balcones, de modo que entraba una luz magnífica entre las hojas de las aca­cias y un aire fresco con olor, en un momento dado, a tierra recién regada. Me había parecido oír poco antes el ruido del agua de una manguera. Me asomé por curiosidad al balcón y vi, en efecto, a Enrique, que estaba regando (quizá por primera vez des-

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de hacía meses) los arriates y los ladrillos del patio. Pero él no me vio y yo dejé para más tarde el darle los buenos días . Me volví a la cama, me senté en ella de cara al balcón abierto y me quedé respirando en silencio, mirando al aire de fuera, a la luz, a las copas de los árboles, al cielo intacto ... Se me saltaron las lágrimas.

Cuando bajé a la cocina, en el semisótano, Enrique prepa­raba el desayuno para los dos: huevos fritos, café con leche y tostadas con mermelada y mantequilla. Se había acostumbrado a desayunar bien - me dijo- desde sus años de profesor en Fran­cia. Luego solía almorzar poco, y la cena dependía mucho de donde lo cogiera y si era con alcohol o sin él. Había ido abando­nando la bebida, por temporadas, en los últimos años. Ya no la toleraba tan bien como cuando más joven: todo empezaba a sen­tarle mal a uno a partir de una determinada edad. En cambio, aunque hasta la crisis de su enfermedad había sido siempre un buen bebedor, no había dependencia física en su caso y le era relativamente fácil decir: "A partir de hoy, una pausa''. Yo le conté que había abandonado por completo el alcohol por pres­cripción facultativa, digámoslo así, durante mi época parisina, y que sólo últimamente había vuelto a él, sin más restricciones ni prescripciones que las de mi estómago. Lo malo era que mi estó­mago (o quizá mi hígado) se estaba poniendo más intolerante conmigo de mes en mes, y últimamente hacía que me inclinara por la abstinencia un día de cada dos, salvo en ocasiones como la presente, en honor suyo.

Luego hablamos un poco de su trabajo como profesor, desde su reincorporación al servicio, y de cómo había encontrado las cosas en el instituto. En cuanto a las clases, me confesó que ha­bía perdido todo interés, aunque hacía esfuerzos para disimularlo. Los alumnos no le servían de estímulo como otras veces ni se aplicaban gran cosa, los profesores eran de un nivel cultural cada vez más bajo y, encima, no solían admitir otra cosa que el iguali­tarismo más rasante; daba lo mismo saber mucho que saber poco, cultivarse y estar al día en su asignatura que ir olvidando poco a poco las cuatro nociones mal adquiridas en las mal llamadas uni­versidades, y así todo lo demás. Todo ... menos sacarse a princi­pios de curso un buen horario diurno o un buen horario nocturno,

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o hacer la huelga para reivindicar aumentos salariales o que lo hicieran a uno numerario o catedrático, o esto o lo otro, sin dar un solo golpe; y luego, a ser cada día más idiota, idiota feliz de preferencia, ser o no ser feliz, ésa era la cuestión, y el resto, inteligencia y cultura incluidas, qué mierda nos importa. No, no acababa de encontrarle por ahí el gusto a la vida, ni a la profe­sión, ni a la casa, ni al barrio, ni a la ciudad, ni al hecho de tener una cochera y un coche importado; coche que le rayaban en la calle cada vez que lo sacaba, cochera a cuya puerta aparcaban sus mismos vecinos para no dejarlo salir o no dejarlo entrar. Este país seguía siendo tan eterno como en tiempos de la dictadura, sólo que entonces nos acogotaba con su militarismo y su clerica­lismo trasnochados y ahora nos seguía revolviendo el estómago con su pasotismo y su subdesarrollo mental. Verdaderamente era éste un país de subnormales, las tasas de subnormalidad supera­ban con mucho en España, y más aún en Andalucía, las altas cotas de analfabetismo funcional. Probablemente lo llevábamos en la masa de la sangre, era cosa de sangre o de mala sangre, o era tal vez que se nos había juntado todo, la mala sangre congé­nita, la mala leche tradicional y la leche que nos dieron, los esta­cazos antaño recibidos y la permisividad demagógica hogaño im­perante. Los de nuestra edad y extracción habíamos pasado, ade­más, de la prehistoria a la posthistoria sin pasar apenas por la historia contemporánea, y esto nos tenía psicológicamente derren­gados, cerebralmente hechos polvo ...

Lo interrumpí para recordarle que, según me había adverti­do a mi llegada el día anterior, tenía una reunión de departamen­to en el instituto, y para desahogarse conmigo, dije, ya tendría tiempo después. Ahora prefería que se fuera -añadí mostrándole el reloj- para que llegara antes de que le tocaran el timbre y le saliera tal vez la criada respondona de entre sus colegas (teórica­mente subordinados) del departamento, y también para quedarme yo disfrutando en soledad de la paz de su casa y de aquella her­mosa luz de otoño sevillano que se filtraba entre los árboles y las enredaderas de la calle y el patio. Me contestó que muy bien, que nada tenía que añadir y que, si era verdad que se quejaba más de la cuenta, tampoco tenía la intención de hacerse la víctima. No, ¿para qué?, él estaba cada día más convencido de que su insatis-

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facción radical, su apatía y su desengaño crecientes no tenían ape­nas otra raíz que una raíz endógena. Incluso un país tan deterio­rado y debilitado como aquél y una ciudad tan degradada, auto­complacida y estupidizada como aquélla bien podían ser para él - si hubiese contado con otras armas menos enmohecidas que las suyas- un campo de batalla privilegiado para lanzar su caballo al galope ... si tuviera caballo y ganas de galopar.

* * *

Salí a dar una vuelta por el barrio. Enrique me había encarga­do que le hiciera algunas compras. Sobre todo, el pan. La panadería estaba en la misma calle saliendo por la cochera, una calle sombrea­da y no muy estrecha, con árboles en ambas aceras, por la que de vez en cuando pasaba un coche en una sola dirección. A la chica de la panadería le señalé unas piezas de pan sin decidinne a darles nombres, y por ella supe que les llamaban "bollos" en Sevilla ... como en cualquier otra parte. Le pedí cuatro bollos, me los entregó en una bolsita de plástico mate, agradable al tacto; pagué, y salí a la calle. El olor del pan y la sonrisa de aquella muchacha me dieron todavía un empujoncito más hacia la vida al comienzo del día.

Seguí luego por una calle transversal de mucho tráfico, has­ta la segunda esquina, donde había un quiosco de prensa. Compré un periódico de Madrid y otro de la ciudad. Al pagar pregunté a la quiosquera si había por allí cerca una relojería. Me contestó que no, pero una señora que se acercaba en ese momento al quiosco y que oyó mi pregunta me preguntó a su vez si era para arreglar un reloj. Le respondí que sí y me señaló, a unos cincuenta o sesenta metros, una tiendecilla de "Regalos", según figuraba con letras ver­des en la lona de un pequeño toldo amarillento.

- La siguiente a la tienda de deportes - me indicó por más señas la buena señora-. No es una relojería, pero arreglan relojes.

La noche anterior se me había roto, en el momento de acos­tarme, uno de los pequeños ejes de la correa. Se trataba de una correa de goma de esas que parecen de una sola pieza y que en­vuelven casi por completo la caja del reloj, en este caso un reloj japonés water resistant 200, de submarinista. Regalo de mi hijo. Él es el aficionado a la pesca submarina; a mí sólo me viene particu-

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larmente bien para cuando, por distracción, me meto en la bañera sin quitármelo, y también para los pocos días de playa de cada verano. El caso es que mi hijo lo vio, hace ya unos años, cuando él tenía trece o catorce, en un escaparate de París y, sin decirme nada, fue juntando el dinero para darme la gran sorpresa el día de mi cumpleaños. El recuerdo de mi hijo me enraizaba más que nada en la vida, pero me ponía triste, de manera que los ojos se me empa­paron por segunda vez aquella mañana en el trayecto entre el quios­co y el pequeño comercio. Tuve que detenerme un instante, antes de entrar, y volver la cabeza hacia un lado como si hubiera recono­cido a alguien a lo lejos. A mi hijo le iban bien las cosas, era un buen estudiante, pero, tal como andaba el mundo, ¿qué iba a ser de él si yo le faltaba? Su madre, tras conseguir la anulación, se había vuelto a casar unos años antes, y él tenía ya dos medio hermanos mucho más pequeños: un niño y una niña de pocos meses. Y o me sentía más solo, más abandonado desde el matrimonio de mi ex mujer, y mi hijo, aunque tenía con él a sus abuelos, mis padres, todavía con vida, también se iba a sentir más solo, más desampara­do cuando yo .. . Y yo, que había apechado con mi soledad y mis tristezas, no podía soportar la idea de la soledad y las tristezas de mi hijo. Y él..., él, que se hacía el duro algunas veces conmigo y con todo el mundo, sabía yo bien lo mucho que me quería y lo mucho más que confiaba en mí y me necesitaba. "Hijo, hijo ... ", repetí entre dientes, y seguía llorando como un idiota.

Por fin, logré dominarme y entré en la tienda. Había otro cliente, una señorita que también venía a causa de la correa de su reloj. Había perdido la trabilla corrediza y quería encontrar otra igual. El joven que atendía al otro lado del mostrador le decía que las trabillas no se vendían por separado, pero le probaba dos o tres que tenía por allí sueltas, sin que ninguna de ellas le viniera bien a la anchura y el grosor de la correa. Por último, se le ocurrió ofre­cerle otra correa con trabilla, parecida a la suya y muy barata, pero la chica, tras dudarlo unos instantes, no se decidió a comprarla.

Luego, cuando ya me atendía a mí, entraron en la tienda otros dos individuos que, por su aspecto y actitud y lo que ense­guida les oí, no debían de ser clientes, sino comerciantes, provee­dores, que venían con algún negocio, tal vez a pagar o a cobrar algo ... A cobrar, sin duda.

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Con mi reloj hubo un problema para encajar el nuevo eje en su sitio, a causa del tipo de correa de goma, tan ajustado. El joven de dentro del mostrador lo intentó sin éxito una y otra vez; después se ofreció a probar suerte uno de los recién llegados, sin lograrlo tampoco, y por último, el joven otra vez, cuando ya no sabía lo que hacer ni a qué instrumento acudir, lo consiguió de repente, quizá -dijo él mismo- por casualidad. Pero nadie, ni él ni los que esperaban su turno y se interesaban en el común objetivo de colocar el pequeño eje de minúsculos resortes, pare­ció impacientarse lo más" mínimo ni perder el buen humor. Lue­go, en el precio -cien pesetas-, no encontré incluido de ningún modo ni el tiempo, ni el trabajo o la habilidad. Así que di las gracias y salí de nuevo a la calle pensando que se encontraba uno a gente como aquélla por el mundo, que hay toda clase de gente por el ancho mundo: mala gente y buena gente, gente irritable y nerviosa y gente tranquila, beatífica, contenta casi siempre, ale­gre por naturaleza. Tal vez en Andalucía más que en otros luga­res, gente más feliz, o por lo menos más sonriente, más educada en el fondo o más amable.

Me quedaban por comprar unos filetes de encargo y algu­nas cosas por mi cuenta, a modo de regalo o contribución a los gastos comunes. Los filetes me los cortó un carnicero también de muy buen humor, en un establecimiento pequeño y aseado, de nuevo en la calle a la que daba la cochera de Enrique. Un poco más allá por el camino de vuelta, esto es, más cerca aún de la casa de mi amigo, en la primera esquina de aquella calle de los árboles, había, en chaflán, una tienda de ultramarinos. Entré. Era una de esas tiendas de largo mostrador-escaparate donde las co­sas de comer y de beber, botellas, chacina, quesos, jamones, lo rodean a uno por arriba y por abajo, por la derecha y por la izquierda, del lado de dentro o de fuera del mostrador. Tuve que aguardar mi turno hasta que me atendió uno de los dependientes, de rostro serio y concienzudo. Le pedí que me cortara doscientos gramos de jamón serrano. Mientras recortaba la corteza y el toci­no rancio de los bordes, y sin abandonar su expresión taciturna, me ofreció una lonchita para que lo probara. Le pedí después cien gramos de chorizo ibérico y otros cien de caña de lomo, y también me ofreció un par de finas rodajas con un guiño de aprobación o

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complicidad, aunque sin ampliar en ningún momento un ligero es­bozo de sonrisa. Añadí una cajita de queso francés y, en el último momento, cuando ya le había pedido la cuenta y entregado el dine­ro para que se cobrara, una botella de fino San Patricio.

- ¿Quiere tomarse conmigo una copita de otra botella que tenemos abierta? -me invitó el dependiente en el momento de la despedida.

Contesté que sí sin pensarlo, pero enseguida rectifiqué: era un poco temprano para mí, se lo agradecía de todas formas.

- Otro día entonces. -Sí, otro día; gracias. El hombre sonreía por fin con la mejor voluntad, pero yo

salí a Ja calle sin perder la sensación de que, no obstante su ama­bilidad, alguna pena señoreaba su ánimo, de que (como he dado en sospechar que es más frecuente en Andalucía que en otras partes) la procesión iba por dentro. ¿Estaría enfermo? ¿Deprimi­do? ¿Con problemas familiares o económicos? Volví a la casa; entré, a través de la cochera, en el semisótano, y pasé a la cocina para dejar las compras.

* * *

Estuve hojeando unos libros, pero viendo que aún faltaba mucho para que Enrique volviera salí de nuevo a la calle. Co­mencé a caminar en una dirección más bien opuesta a la de an­tes, y poco después me vi paseando por el parque vecino. Era un parque como los demás, y al mismo tiempo de cierto carácter, con algo especial que lo distinguía de los muchos parques por los que yo había paseado con frecuencia en Francia y España. No era tanto el tipo de vegetación o el estilo arquitectónico de los edificios y construcciones que iban surgiendo por entre los árbo­les, como una mezcla de detalles y descuidos, de orden y liber­tad. Tras los setos mal tallados o sin recortar y sobre un césped muy crecido, repelado o escaso, según las zonas, se mezclaban latanias, washingtonias y palmeras corrientes con altos plátanos y gigantescos eucaliptos; naranjos y cipreses, con especies tropica­les de nombre para mí desconocido; todo muy revuelto y des­igual, pero bien enmarcado por las sendas y los caminitos de al-

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bero, las glorietas, las numerosas fuentes y estanques, las pérgo­las de vigas casi desnudas, los bancos de fábrica y azulejos, las plazuelas con estatuas ... El sol, cuando penetraba a través del fo­llaje (todavía entero a pesar de lo avanzado de la estación), se hacía sentir bastante más que unas horas antes, y el aire, sin dejar de ser fresco, se había entibiado un poco. Las palomas, todas blan­cas, a diferencia de las parisinas, picoteaban alrededor de las fuen­tes, reposaban alineadas en las comisas y en los tejados de los pabellones o planeaban sobre las plazas o los senderos bordeados de árboles, con las alas níveas casi trasparentes bajo la luz.

Me crucé con un grupo de muchachillas, y una de ellas se me quedó mirando insistentemente.

-Hola- le dije al pasar. -¿No es usted el padre de Maribel? -preguntó la chica. -No ... Lo siento. Apenas nos detuvimos en nuestra marcha ni ella ni yo, pero

los dos volvimos la cabeza unos pasos más adelante, y ella me sonrió. Era muy bonita, morenilla y con la naricilla respingona, recién salida de la infancia.

Seguí mi paseo pensando en aquella edad. ¡Si uno pudiera vol­ver! ¡Cuántas cosas haría que no hizo y cuántas que hizo no haría!

¡Qué desastre!, pensé después. ¿Por qué me habría salido todo tan mal? En fin, si las cosas habían de presentarse realmente como yo me temía, no me iba a quedar mucho tiempo para se­guir lamentándome. Ante la proximidad de la muerte, todo perdía su importancia... quizá con la excepción de aquella luz que se filtraba entre las copas de los plátanos, de aquellos animales casi en plena libertad en el centro del parque, de aquellos niños y niñas que jugaban al escondite, de aquel muchacho y aquella mu­chacha sentados en un banco mirándose a los ojos sin hablarse ni besarse. Yo había perdido mi agresividad, quizá era eso: ante la idea de una muerte próxima, perdía uno la agresividad. Tal vez porque la agresividad, la competitividad, estaban en la médula de la vida misma, desde el reino vegetal a la especie humana. Había que hacerse un sitio, ocupar un espacio, alcanzar una cota. Ahora ya, próximo al adiós, yo cedía ese espacio, renunciaba a esa cota y llegaba a sentir una profunda simpatía por los niños, por los animales, por los árboles, por los enamorados ...

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Me adelantó en ese momento un muchacho en una bicicleta dándole de firme a los pedales, sudando y sonriendo casi a punto de risa. Me llamó la atención aquella sonrisa ensimismada. Por un ins­tante llegué a pensar que a lo mejor era una sonrisa de pura fruición, obtenida sin más del puro esfuerzo físico y de sus pocos años. Pero no, enseguida me dije que no, que .había de ser una sonrisa contra alguien o a costa de alguien. Miré a mi espalda y vi, en efecto, a otro muchacho en otra bicicleta que lo perseguía desalentado, sudan­do la gota gorda, perdiendo moral y terreno a ojos ·vista.

Me crucé después, por un sendero apartado, con una espe­cie de clochard de última generación, joven todavía, con una bo­tella de cerveza de las llamadas litronas a medio consumir, que me exigió con descaro:

-¡Dame veinte duros! -¡No! Pensé que iba a mostrarse agresivo o que al menos iba a

replicarme con malos modos, pero mejor lo hizo Dios, como de­cían nuestros clásicos: se quedó parado mirándome y se encogió de hombros. Yo anduve unos metros y luego, sin saber bien por qué, me detuve, volví sobre mis pasos y le alargué una moneda.

-Gracias- dijo, incluso sonriendo un poco. En realidad, ¿por qué había de negarle lo que me pedía? A

mí ni iba a sobranne ni iba a faltarme nada por veinte duros de más o de menos. ¿Por qué no había de dárselos? ¿Por el descaro con que me los pidió? ¿Es que habría sido preferible que se hu­biese puesto de rodillas y apelado a la caridad o a Dios, o que me hubiese llamado "señorito"?

Seguí caminando por una avenida de árboles, entre los altos plátanos o castaños de Indias -no llegué a decidir si eran una cosa u otra-, hasta dar a una glorieta sombreada por un enorme ficus.

* * *

Al volver a la casa, aún era temprano para que Enrique hu­biera regresado del instituto. Subí a la habitación que me había asig­nado la noche anterior y abrí los balcones para dejar que entrara en mi cuarto el aire limpio de la mañana y la luz tranquila del otoño sevillano. Empecé pensando en Enrique, en la terrible depresión en

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la que estuvo sumido hasta un año antes, y de la que no parecía haber salido del todo, para acabar, como siempre, pensando en mí mismo y en el tiempo que me quedaba. Los médicos habían acabado por decirme la verdad, aunque con ciertas veladuras y sin ponerme plazos ni hacerme un pronóstico tajante, tal vez para dejarme una ventana entreabierta al autoengaño y la esperanza. Pero yo era inca­paz de engañarme y, en cuanto a la esperanza, la única a la que me aferraba era a la de vivir tranquilo algún tiempo y tener después una buena muerte, sin mucho sufrimiento y sin angustia. Con aceptación. Y, a ser posible, con un mínimo de esperanza en el más allá. La muerte estaba para mí más cerca de lo que lo había estado otras veces, eso era todo por el momento. Y también era cierto que yo siempre la había tenido presente en el horizonte de mi vida. Desde niño. Cuando a mis seis años murió mi abuelo paterno, no recuerdo bien si ya sabía yo, si me hacía cargo, si tenía verdaderamente la seguridad de que eso mismo había de ocurrirme a mí más pronto o más tarde; pero cuando tres años después perdí también a mi abuela materna, la única de mis cuatro abuelos que me quedaba y que había sido para mí como una segunda madre, sí me acuerdo bien del es­cándalo religioso -¿por qué, por qué?-, de la angustia metafísica, de una sensación atroz de sinsentido que se me quedó en el alma para siempre. A partir de entonces, creo que ni un solo día de mi vida he dejado de pensar en mi propia muerte con la conciencia de que podía llegar en cualquier momento. Cierto es que, de muchacho, temía aún más a Dios que a la muerte misma. Luego, sin dejar de creer en Dios, empezó a parecerme irreligiosa, casi blasfematoria la creencia en el infierno. Ese argumento que daban los curas de enton­ces de que, por ser Dios el Ser infinito, el pecado es también una ofensa infinita, me parecía tanto como decir que es también una ofensa santa o sabia porque Dios también lo es o, para decirlo con la ocurrencia de Borges, "como pensar que las injurias inferidas a un tigre han de ser rayadas". La infinitud de la ofensa, como la santidad de la sábana o de la cruz o del sepulcro, no pueden pasar de ser infinitudes y santidades metonímicas y, en definitiva, palmarias su­persticiones. Así que pronto dejé de creer en el infierno, y como tenía tan asociada la idea de Dios a la del eterno castigo, dada mi formación tan primorosamente católica a machamartillo, empezó tam­bién a tambalearse, debo confesarlo, mi creencia en Dios. La obse-

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sión de la muerte, en cambio, se agudizó. Paradójicamente, mientras más temía a la muerte, menos valor fui dando a la vida. Si con la muerte acaba todo, ¿qué coño pintarnos aquí?, me decía con fre­cuencia. Y si, por el contrario, hay vida eterna más allá de la muerte, ¿qué interés puede tener para nosotros este absurdo aperitivo?¿ Vivir hasta los ochenta o los noventa? ¿Morir esta tarde o mañana? ¿Qué diferencia puede haber entre una cosa y otra, una vez muerto? Ahora que la muerte se me acerca al galope, tengo que confesar que la perspectiva cambia un poco; pero la realidad sigue siendo la misma. ¿Para qué quiero veinte, treinta, cuarenta años más? Quizá es que he perdido el sabor, el gusto de la vida. La perspectiva de la muerte inmediata más bien me lo ha hecho recuperar un poco, pero supon­go que se trata de un espejismo más que de otra cosa. El sueño de la razón produce monstruos y la cercanía de la muerte engendra un falso, un absurdo vitalismo, que en mi caso no es muy acentuado, pero que también noto palpablemente ...

Me asomé a uno de los balcones para ver a los niños del colegio de enfrente, que acababan de salir al recreo. La infancia, me dije. No es un paraíso, pero es la vida en estado más puro que en las otras edades. Aquellos chicos que daban voces y co­rrían de un lado a otro por el patio del colegio, ¿estarían ya con­vencidos de que también a ellos les llegaría un día la hora? Si la vida no es más que esto, que ese momentáneo disfrute a la hora del recreo, que el amor de unos meses, que el éxito de unos años; si todo es igual en la vida una vez pasado, si no somos otra cosa que "presentes sucesiones de difuntos" (Quevedo), y si todo aca­ba convirtiéndose para cada uno de nosotros "en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada" (Góngora), ¿habremos de conven­cemos, con Garcilaso, con Ronsard, con Horacio, con el mismo Góngora, de que hay que coger las rosas, de que hay que gozar el día presente, de que conviene aprovechar la juventud y el re­creo, o concluiremos más bien que todo es humo, sombra y nada, no ya al abandonar el mundo, sino desde que entramos en él?

A esta pregunta, desde mi perspectiva actual, sólo puedo responder que, con la mirada puesta en esos niños que juegan alegremente en el patio del colegio, este hombre al que le queda poco tiempo, que sabe que va a morir en el plazo de unos meses, no los envidia, sólo los ama.