teologia de la liberacion

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2. JESÚS NOS LIBERA CR/LIBERADO/P-MU-LEY Se nos presenta aquí una pregunta temible. Pregunta previa que debemos responder, pues de lo contrario nuestras restantes palabras carecerían de sentido. La pregunta es ésta: ¿necesitamos de verdad un liberador? ¿Por qué no es capaz cada uno de llegar por sí mismo a esa soberanía que tantas veces venimos mencionando? ¿No se trata de una tarea que hay que realizar, y en modo alguno de un don que haya que recibir? ¿Por qué razón no vamos a ser capaces de realizarla nosotros mismos? Desde siempre flota este pensamiento en la conciencia de los cristianos. Esta idea encontró un ilustre representante en la persona de un monje bretón que pasó su vida en la isla de Lérins y que se llamaba Pelagio. Su punto de vista era coherente: Dios nos ha creado para la libertad, nos ha dado la libertad; a nosotros nos toca usar bien de ella; es tarea de nuestra exclusiva incumbencia. Todavía hoy, muchos hombres y mujeres piensan que, puesto que el mal está en nosotros, es cosa nuestra triunfar sobre él. Habría que mencionar aquí, o más bien desarrollar muy por extenso, todos los caminos de ese tipo que se nos proponen para llegar a la

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2. JESÚS NOS LIBERA CR/LIBERADO/P-MU-LEYSe nos presenta aquí una pregunta temible. Pregunta previa que debemos responder, pues de lo contrario nuestras restantes palabras carecerían de sentido. La pregunta es ésta: ¿necesitamos de verdad un liberador? ¿Por qué no es capaz cada uno de llegar por sí mismo a esa soberanía que tantas veces venimos mencionando? ¿No se trata de una tarea que hay que realizar, y en modo alguno de un don que haya que recibir? ¿Por qué razón no vamos a ser capaces de realizarla nosotros mismos? Desde siempre flota este pensamiento en la conciencia de los cristianos. Esta idea encontró un ilustre representante en la persona de un monje bretón que pasó su vida en la isla de Lérins y que se llamaba Pelagio. Su punto de vista era coherente: Dios nos ha creado para la libertad, nos ha dado la libertad; a nosotros nos toca usar bien de ella; es tarea de nuestra exclusiva incumbencia. Todavía hoy, muchos hombres y mujeres piensan que, puesto que el mal está en nosotros, es cosa nuestra triunfar sobre él. Habría que mencionar aquí, o más bien desarrollar muy por extenso, todos los caminos de ese tipo que se nos proponen para llegar a la liberación del hombre.

La objeción es real: ¿no sería renunciar a nuestra libertad esperar de otro la propia salvación? Tanto más cuanto que la 

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experiencia cristiana cotidiana parece enseñar que los que dicen que han recibido la salvación no siempre se manifiestan de modo indiscutible como hombres libres.

Reflexionemos: hacerse libre es, en primer lugar, cortar todas las ataduras que nos retienen. Respecto a un determinado número de esas ataduras, la cosa es relativamente fácil o, al menos, no imposible. A pesar de ello, parece que hay una atadura que el hombre no puede romper por sí solo. Es la que le ata a sí mismo. Entre todas las cárceles de las que el hombre puede escapar, hay una de la que le está vedado salir: la cárcel de sí mismo.

2.1. La cárcel de uno mismoUno mismo, yo... Esta es ciertamente nuestra primera evidencia, la evidencia constante: yo soy yo, único. Estoy dentro de mi piel. Este es el centro de todas mis evidencias, el punto desde el que percibo el mundo en su totalidad: esto está a mi derecha, aquello a mi izquierda; esto está arriba, aquello abajo. Y ese yo, ese yo que soy yo, sé que es vulnerable, que es mortal.

Esta es la puerta permanentemente abierta a las más diversas formas de egoísmo, en el sentido estricto de la palabra, es decir: la voluntad de placer o la voluntad de poder. En ambos casos, el ser humano se aliena. Se somete a ídolos: ídolo del placer, ídolo del poder. No quiere esto decir que condenemos el placer ni el poder si 

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se les mantiene en su puesto de medios para lograr realizarse a sí mismo y servir mejor a los demás. Pero, de hecho, este egocentrismo insuperable da lugar a la invasión de los grandes miedos. A partir de ahí, me encuentro ante los miedos invencibles, los miedos paralizadores, los miedos-disuasivos de toda audacia y de todo riesgo comportado por la libertad. Hay en la carta a los Hebreos un texto poco conocido, que es de una claridad meridiana. Dice así: «El asumió una carne y sangre para... liberar a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos» (/Hb/02/15). El miedo a la muerte es contrarrevolucionario. El miedo a la muerte disuade de la audacia y del riesgo. Hegel lo vio claramente: ese miedo es lo que decide entre amos y esclavos. Frente a los fusiles, difícilmente lleva uno adelante las propias ideas, los valores en que cree. Pero esta invasión del temor y de los grandes miedos, que, por lo demás, proceden quizá de algo más profundo que el miedo a la muerte (pues, a pesar de todo, hay «muertes limpias», muertes que nos asustan menos), esta invasión del miedo a la muerte abre la puerta a todas las demás amenazas. Porque, ante mi fragilidad y mi vulnerabilidad, todo puede convertirse en amenaza. En primer lugar, los otros; si se instaura en mí el recelo hacia ellos, hace que yo los mire como extraños o, lo que es peor, como a adversarios. ¿Y Dios, Dios mismo? Podemos 

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colocarle al margen del juego, dejar de ocuparnos de El. ¿No sería El la suprema amenaza? Podemos también conservarlo, sometiéndonos a El. Se convierte entonces en un déspota arbitrario, celoso. Y nosotros en juguetes de su capricho. Dios espera de nosotros (nos exige) una perfección imposible. Podemos intentar conciliar esa amenaza. Se entabla entonces el regateo, el «te doy para que me des». Se espera de Dios que habrá de respetar el contrato, que habrá de darnos, y en un porcentaje apreciable, lo que hayamos podido ofrecerle nosotros.

Todo esto crea un clima de insuperable desconfianza. Hemos entrado en el círculo vicioso: la muerte, el miedo, la culpa. Porque la culpa es eso. La culpa es el reflujo hacia uno mismo, la incapacidad para salir de sí. Sólo por la confianza se sale de uno mismo. La peor cárcel del hombre es él mismo. Soledad y muerte, es decir, pecado. La respuesta, la única respuesta que deberíamos dar al llamamiento que, no obstante, tira de nosotros hacia afuera, no la podemos dar, debido a la densa fuerza atractiva que nos recluye en nosotros mismos. De todo eso yo no puedo liberarme. Lo que yo hago es encarcelarme. Yo no puedo ni vivir ni amar. Yo vuelvo a caer en ese círculo, en esa espiral, que una y otra vez me devuelve a mí mismo.

2.2. Muerto "por" nosotrosJ/MU/POR-NOSOTROS Es aquí donde interviene Cristo.

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El nos ha liberado. Más arriba mencionábamos la riqueza, la complejidad y las dificultades de las múltiples fórmulas escriturísticas. ¿Qué dicen los textos más antiguos? ¿Qué nos dice, por ejemplo, el kerigma primitivo que encontramos en la primera carta de San Pablo a los Corintios? Algo muy sencillo: El Mesías murió por nuestros pecados, como lo anunciaban las Escrituras» (15, 1). Con mayor frecuencia todavía, encontramos: «Murió por todos nosotros». Muerto por. Este «por» tiene dos sentidos. En primer lugar, quiere decir «en provecho nuestro»; pero también quiere decir «en lugar nuestro». Con absoluta libertad ocupó Cristo ese lugar, la muerte, al que nosotros no tenemos fuerzas para ir, al que nosotros no queremos ir. Nos vendría bien meditar detenidamente los cuatro relatos de la muerte de Cristo. Se desarrolló allí un acontecimiento capital, inefable. Un suceso sin igual, único. Por eso las Escrituras multiplicaron las fórmulas, para poner de relieve su significado: fórmulas simbólicas tomadas, por una parte, del acontecimiento fundador de la liberación del pueblo; y, por otra, de los símbolos cultuales de la liturgia del Templo; de ahí su insistencia en la sangre: «nos ha salvado por la sangre del Mesías».

Hay que intentar volver al sentido más profundo de este acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesucristo. En él se estableció la Alianza Nueva, según la promesa hecha

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en el Cenáculo. La Alianza Nueva es la victoria de la confianza sobre la desconfianza. Venir a colocarse en este lugar de la muerte del hombre es venir a ponerse en el lugar donde toda desconfianza con respecto a los hombres parecería legítima. Pues su muerte fue, en primer lugar, rechazo por parte de los hombres; fue la soledad; fue el desamparo; y fue la muerte en la noche, en la sola fe. Porque Cristo nos salvó por la fe. Ahí obtuvo El la victoria de la confianza sobre la desconfianza, del amor sobre el odio.

Dos textos lo dicen muy claramente. En primer lugar, la curiosa fórmula del himno de la carta a los Filipenses: "Obedeciendo hasta la muerte". Obedecer es una palabra que nosotros no entendemos muy correctamente. Obedecer significa confiar, dar crédito, dar oídos a la palabra de otro, permanecer colgado de esa palabra y de esa promesa que la palabra comporta. Cristo aprendió la obediencia, aprendió la fe, se vinculó a ellas y las llevó hasta el extremo de lo posible. Ya no hay ninguna situación, ninguna miseria física o moral que no pueda ser el lugar de la confianza incondicional.

La otra fórmula se encuentra en la carta a los Efesios: "Matando en Sí Mismo la hostilidad" (2, 14). Matar el odio, responder con un amor, más fuerte que todo el odio, al rechazo efectivo y patente de sus enemigos que quieren su piel. A partir de ese

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momento, Cristo es el Creador, es el lugar mismo en que se anuda un vínculo nuevo entre Dios y la humanidad, y también entre los hombres entre sí. Es el lugar donde el espíritu de amor, el amor que es Espíritu, fue liberado. Nos lo dice San Pablo en la carta a los Romanos (5, 5). Dios nos ha liberado en Cristo. Cristo, en su muerte y resurrección, liberó al Espíritu y, de esa manera, liberó a la libertad. El anudó el vínculo vivo, el lazo vital, en su persona, que nos da la gracia de vivir de El, de revivirlo. ¿Qué es lo que Cristo ha liberado en nosotros? La libertad misma. La libertad de creer. Frente a nuestras desconfianzas en Dios, ha vuelto a abrir el camino de la confianza. Frente a nuestros recelos y temores, que nos apartan del otro y hacen de él un adversario, ha liberado la libertad de amar. Y ha liberado la libertad de esperar, es decir, de no andar ya como rebaño conducido al matadero por caminos que sólo llevan a la muerte.

Ha vuelto a abrir el porvenir de Dios. Ahora bien, nuestra libertad, la libertad de todo hombre, se halla bloqueada por estos tres factores esenciales: la desconfianza, el odio, el miedo. Con Cristo y en Cristo se nos brinda y ofrece la posibilidad de arriesgarnos a empeñar con seguridad nuestra libertad. He aquí dos palabras que salen muchas veces de la pluma de San Pablo: intrepidez, seguridad. Cristo nos ha dado la posibilidad, la

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capacidad en el Espíritu que El vino a liberar. Liberando al Espíritu de Dios, liberó la libertad de los hombres. 

3. EL CRISTIANO, HOMBRE LIBRE POR HABER SIDO LIBERADO 

Abordamos ahora el mensaje central del Nuevo Testamento. Todos los escritos convergen. Sin embargo, donde este tema ha sido mejor desarrollado con mayor rigor es en San Pablo y en San Juan. Por lo que se refiere a San Pablo, convendría leer y meditar Romanos 8, 1-7 y, en idéntico sentido, Gálatas 5, 1-25. Todos estos textos nos dicen que la libertad es la vocación propia y específica de los cristianos: «os han llamado a la libertad» (/Ga/05/13). "Para que seamos libres nos liberó el Mesías" (/Ga/05/01).

Debemos tener presentes estos dos textos, porque (sobre todo el último de ellos) expresan perfectamente la tarea que debemos realizar: estamos metidos en un proceso de liberación que nunca llegará a ser total en toda nuestra vida, pues en otros textos San Pablo nos habla de la liberación de nuestro cuerpo, que, desde luego, ahora no conocemos todavía. Pero esta tarea tiene su fundamento en un don que ya hemos recibido - «nos liberó»-, en un don que continuamente nos es ofrecido. ¿Cuál es, pues, nuestra situación? ¿Cuál es el principio de nuestra liberación? ¿Por qué medio hemos sido liberados y para qué? 

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3.1. Liberado «por» ¿De dónde viene nuestra liberación? Del don del Espíritu, del Espíritu recibido de Cristo: «Donde hay Espíritu del Señor hay libertad» (/2Co/03/17). El Espíritu. Espíritu que es Espíritu de Dios y, a la vez, Espíritu en el hombre, espíritu del hombre. Si leéis en varias traducciones este capítulo octavo de la carta a los Romanos, advertiréis la indecisión de los editores acerca de si la palabra en cuestión han de ponerla con mayúscula o con minúscula. Espíritu en Dios, espíritu en el hombre. De todas formas, ése es el lugar de nuestra comunicación con el misterio de Dios. Espíritu significa, para nosotros, aliento, el aliento vital. Ahora bien: el aliento es lo más personal que hay en nosotros. Si nos quedamos sin aliento, se nos va la vida. Pero, al mismo tiempo, el aliento depende rigurosamente del aire que recibimos: si ese aire está contaminado, morimos por asfixia. El aliento es la imagen de la energía vital. Es la imagen de la voluntad de vivir, de esa cosa siempre recomenzada, siempre frágil, siempre incesante en nosotros, que hace que respiremos, que vivamos. Es la "cifra" del deseo radical. Esto aparece todavía más claro en Dios. El Espíritu, el aliento, es la vida de Dios y es, en el sentido más riguroso de la palabra, el deseo del deseo. La reciprocidad en el amor consiste en ser por el otro y en el otro; a partir del otro y para el otro. El Espíritu es la comunión, una comunión de vida. Por eso el Espíritu, cuando se le da

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al hombre, es creación y re-creación. Cuando leemos el Salmo 50, nos detenemos (y debemos hacerlo así) en la lamentación de nuestras culpas; pero debemos escuchar, sobre todo, el maravilloso versículo: «renuévame por dentro con espíritu firme; no que quites tu santo espíritu». El Espíritu es la fuerza del deseo. Este deseo está en el hombre; es el que hace que el hombre sea. Es el que le hace imagen de Dios, en camino hacia la semejanza plena con El. El Espíritu de Dios, recibido, respirado, devuelve a nuestro deseo su fuerza y su verdadera dirección. El rectifica y vivifica nuestro deseo. San Pablo habla frecuentemente de este «deseo del Espíritu», de este Espíritu que es deseo.

De esta manera, el Espíritu nos asemeja a Cristo. A ese Cristo vuelto hacia el Padre y que no busca otra cosa más que cumplir su amorosa voluntad. El Espíritu que Cristo nos ha dado nos da la libertad de los hijos. En efecto: respecto a Dios y respecto a los hombres, a las instituciones, a la Iglesia, por ejemplo, no hay más que dos situaciones:

ESCLAVO/HIJO HIJO/ESCLAVO: La primera es la situación y la actitud de esclavo. El esclavo trabaja porque le interesa trabajar para comer. Trabaja porque tiene miedo, miedo a los golpes. Es fácil hacerse esclavo de los hombres, pero también lo es hacerse esclavo de Dios.

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El hijo no tiene miedo. El hijo no es calculador: se lo dan todo gratuitamente. El hijo actúa porque quiere, porque ama. Y el Espíritu es, en nosotros, esa fuerza del deseo. Nos hace gritar: «¡Abba! ¡Padre!» (/Rm/08/15). Si traducimos «nos hace decir», atenuamos el texto. Gritar es dejar que se exprese en nosotros la pasión, la impaciencia del deseo y, al mismo tiempo, la confianza absoluta. Gritamos. Nada se interpone entre el Padre y nosotros. Como dice también San Pablo, tenemos «acceso libre» al Padre. No existe obstáculo, nada que se interponga, nada que pueda detenernos. Somos hijos del Padre; no podemos hacernos esclavos de nadie. Dios no quiere esclavos, busca hijos, y en eso consiste la liberación total del hombre, que a partir de ese momento puede entregarse sin segundas intenciones, incondicionalmente, a cuantas tareas humanas le parezcan urgentes o importantes. Y no lo hace para sí, sino para gloria de su Padre. Nuestras acciones, nuestros trabajos, nuestras fatigas, nuestra vida de cada día, son el modo de servir a Dios que tenemos nosotros, los laicos presentes en este mundo. Servir a Dios no es ser esclavos suyos; es tomar a pecho sus intereses, como el Hijo toma a pecho los intereses de su Padre; y saber que el Padre nos corresponderá dándonos la plenitud de su gozo. «Muy bien, empleado fiel y cumplidor. Has sido fiel en lo poco: te pondré al frente de mucho; pasa a la fiesta de tu Señor» (Mt 25, 

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21) Tal es el misterio de la liberación. Es un misterio de gozo.

Sin embargo, es preciso señalar las dificultades de un lenguaje como éste para ser entendido hoy; ¿quizá para que puedan entenderlo los jóvenes? Nosotros no entendemos nada en los textos de la Escritura que nos hablan del Espíritu. Para nosotros, el espíritu es lo opuesto a la materia. Para nosotros, el espíritu es la inteligencia. Nos hallamos presos en ese esquema dualista en el que aparecen el cuerpo y el alma, pero no el espíritu. Deberíamos poder renovar la concepción del hombre que la Biblia nos presenta, donde aparecen, desde luego, la realidad orgánica, física y biológica que es el cuerpo, la carne misma, y la realidad psíquica que es el alma. Nuestro occidente cartesiano los distinguió bien. Nuestros médicos empiezan a darse cuenta de que la separación entre la realidad orgánica y la psíquica es sin duda menos brutal, y de que lo psico-somático existe. Más allá de la unidad de lo psíquico y de lo somático, todavía queda un umbral: el descubrimiento del espíritu, del espíritu en el hombre, del espíritu que hace al hombre vivir no sólo con esa supervivencia biológica que en nuestros hospitales nos esforzamos por prolongar hasta lo absurdo, sino del espíritu que es el lugar de la comunión entre Dios y el hombre.Otra dificultad: hablar de la libertad filial, hablar de las imágenes del Padre. Y hablar de estas cosas después de Freud.

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No es fácil tarea. Pero es aún más difícil exponer estos conceptos cuando se trata de hijos que nunca tuvieron un padre al que poder reconocer como tal, o de padres que han dejado de reconocer a sus hijos. Hablar del Padre de los cielos a quien jamás experimentó la ternura de un padre, es hacerle imposible acceder al misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu.

3.2. Liberado «de» ¿De qué nos libera el Espíritu? Abordamos aquí el aspecto negativo de toda liberación. Pues bien, paradójicamente, esta vertiente es más abundante en la Escritura; porque dice y repite en el Nuevo Testamento que el Espíritu Santo nos libera del pecado, de la ley y de la muerte. El pecado, la ley, la muerte... ¿De verdad tiene esto mucha actualidad? ¿Puede tener sentido, o recobrarlo? 

3.2.1. Liberado del pecado:P/LIBRES:La fórmula es fácil, la realidad es muy compleja. De hecho, esta realidad está velada, porque bajo una misma palabra, la castellana pecado y la latina peccatum, se aúnan, se identifican, varios términos griegos. Con todo, el rastro de esa complejidad se reconoce en las vacilaciones de nuestros textos: cuando, por ejemplo, la fórmula habitual es «Murió por nuestros pecados», el evangelio de Juan pone en boca del Bautista esta extraña fórmula: «Este es el que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), esta vez en 

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singular. En realidad, cuando hablamos del pecado, habría motivos para distinguir tres niveles o etapas. Estos niveles están muy bien señalados en el texto de Génesis 3, que todavía sigue siendo la mejor catequesis acerca del pecado. El primer nivel visible, reconocible a ras de tierra, es el de las transgresiones o las caídas, dos palabras griegas perfectamente claras. Se trata de caminar por las lindes del camino previsto o de caer en el camino que se intenta seguir. Nos hallamos ante las violaciones de unas leyes determinadas. El grado de importancia de esas leyes cuenta poco. Es notable que en San Pablo ambas palabras se emplean siempre en plural. Es la zona visible, fácil de reconocer, de nuestras transgresiones. Se las puede incluso contar: el justo peca siete veces cada día, por lo menos; puede sacarse la cuenta. Pero quien se detiene en este nivel, no comprende que se trata de síntomas y no de la realidad misma.

P/QUÉ-ES: Hay que descender, por tanto, a un primer nivel más profundo. El término griego con que se expresa este nivel en San Pablo es amartía, «desviación». Es el deseo que se descamina; no se conforma ya con pisotear las lindes del camino, sino que cambia el rumbo y marcha hacia lo desconocido, a la aventura, tras un ídolo que le ha cautivado. El deseo se vuelve loco, se descamina, deja de ser deseo orientado hacia el Padre. Entre este segundo nivel, más 

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oculto, y los malos pasos reconocibles de que hablábamos hace un momento, existe una vinculación. La frecuencia con que las transgresiones se repiten revela la presencia de un deseo que ni él mismo sabe ya a dónde va. Tales transgresiones nos permiten ver de qué lado tenemos peligro de resbalar. Eso es el pecado. San Pablo siempre habla de él en singular. Quizás el hombre sea capaz de conjugar en sí, dentro de su inicial anarquía, no pocos deseos contradictorios. Es preciso ahondar todavía más. Y a esa profundidad, nos encontramos, sobre todo en San Juan toda una teología del pecado que él llama, digámoslo en castellano, desconfianza. Es el bloqueo sobre uno mismo, sobre sí mismo, el encerramiento y la reclusión. Es negarse a confiar en la palabra de otro. Adán y Eva llegaron a ello, porque la serpiente les convenció de que Dios era un embustero, de que estaba celoso y de que, por tanto, ya no se podía confiar en El ni dar crédito a sus palabras. Pero esta desconfianza interviene también bloqueando todas las relaciones entre los hombres. Se deja entonces de creer en la palabra del hombre. Cosa lógica cuando se ha dejado de creer en la palabra primera, primordial. En eso consiste el pecado de los hombres; eso es la realidad esencial del pecado. La frase de Kierkegaard encuentra aquí su pleno sentido: «Lo contrario del pecado no es la virtud; lo contrario del pecado es la fe». Realidad 

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esencial del pecado, principal manantial de todo pecado, en eso consiste el pecado del mundo. A partir de ese momento, la vida del cristiano será contradictoria, paradójica. Valdría la pena volver a leer lo que San Juan nos dice acerca del pecado en su primera carta. Por una parte, en el primer capítulo despliega ante nuestros ojos el reino del pecado, tratándonos de embusteros si decimos que no tenemos pecado. Realmente somos responsables de nuestras transgresiones. Somos pecadores. Pero en el capítulo tercero de la misma carta San Juan nos da la Buena Noticia del final del pecado. La fe cristiana no es fe en el pecado; la fe cristiana es fe en la liberación del pecado, del mal que está en nosotros.

Y San Juan llega muy lejos: se atreve a decir que ya no podemos pecar, con tal de que, naturalmente, «permanezcamos en El». Pues en El y por El recobró el hombre la rectitud de su deseo, recuperó esa apertura del corazón que hace que sea Dios lo único que cuente como término final de su deseo. "El Espíritu Santo que Dios derramó para la remisión de los pecados", se dice en la fórmula de la absolución sacramental. Sí: para cancelar las cuentas, para abolir la contabilidad de nuestras culpabilidades que machaconamente nos repetimos a nosotros mismos. Es verdad. Y hay mucho más: el Espíritu vino para devolvernos la audacia de vivir realmente como hijos de Dios. Si nos mantenemos en ese lugar que se nos ha dado, 

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no podemos pecar más. Porque ese lugar es nuestro corazón en el corazón de Cristo, que jamás rompió el vínculo de amor, de confianza con su Padre.

Reconozcamos que no es corto el camino que tenemos que remontar. Seguimos confundiendo tenazmente la falta y el pecado. Ni siquiera sabemos ya lo que es el pecado, no en el sentido de una falta, de un error, de una debilidad, incluso de un crimen, sino en el sentido de esa ruptura con Dios que consiste en la ruptura de la confianza incondicional.

3.2.2. Liberado de la muerte : MU/LIBRESSabemos que somos mortales. Sabemos que nuestra vida finalizará con ese acontecimiento último que será la muerte. La muerte sigue siendo un misterio, y nada hay más revelador que la irritación de la humanidad ante ella y sus preguntas por un «más allá» de la muerte. Pero algo se nos ha enseñado, manifestado, ofrecido en la muerte y la resurrección de Jesucristo. La muerte ya no es un callejón sin salida.

Desde entonces, ese temor a la muerte del que nos habla la carta a los Hebreos, ese miedo a la muerte que causa desesperación, que abre ancho camino a la resignación, que nos convierte en víctimas de la fatalidad, no pesa ya sobre nosotros. La vida no es un camino absurdo que sólo conduce a la nada. Tiene un sentido, y un sentido que no pasa. Consiguientemente, podemos

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pensar en la muerte y vivirla a partir de la de Jesucristo. No existe otro lugar desde el que poder pensar en ella y vivirla. Para él, la muerte fue nacimiento. Nacimiento del Hijo recibido en la casa del Padre. Pero no se trata únicamente de la muerte final. Y lo mismo también se diga de todas esas fuerzas de muerte que nos «mortifican». Nos mortifican desde hoy, día tras día, en las más diversas formas.

LBT/RIESGO: Volvamos al misterio de la libertad humana, entendida en el aspecto concreto de una decisión verdaderamente libre. El Concilio Vaticano II dice que «debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a a todos la posibilidad de asociarse al misterio pascual». (Gaudium et Spes, nº 22,5). Esta asociación se realiza en toda decisión realmente libre. Pues toda decisión guarda relación con la muerte voluntaria por amor, ya que toda decisión es, antes que nada, ruptura. Decidir es «cortar». Es desarraigarse de un determinado «statu quo». La libertad no puede surgir más que arriesgándose. Carece de seguridad, de garantía, de certeza. Todo verdadero acto de libertad es siempre costoso.

Y en eso estamos verdaderamente asociados a la Resurrección. Cuando aludíamos al capítulo octavo de la carta a los Romanos, hablábamos del alumbramiento y del gozo por el nacimiento de un hombre en este mundo. El hombre libre experimenta, atónito, la 

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sorpresa de su propio nacer a sí mismo, de su nacer al mundo. Experimenta de una forma nueva, novedosa, el amor a sí mismo, el amor a los demás, el amor al mundo. Porque, para él, todo se ha convertido en don; para él todo se ha convertido en gracia. Sólo tiene motivos para maravillarse.

En este análisis de la decisión realmente libre se encuentra el lugar en el que el discurso cristiano sobre la libertad confluye con lo que podría denominarse la estructura crística de la libertad. Muchos hombres y mujeres, un día u otro, comprendieron el sentido y el valor de aquella parábola (cristiana, puesto que traza el camino de Cristo) sobre el grano de trigo que, si quiere quedarse solo, está condenado a la infecundidad, y aquel otro que rompe su envoltura y consiente en morir para hacer posible que el hombre nazca a sí mismo; comprendieron y aceptaron entregar su vida por amor.Estábamos hablando de la muerte. Hay hombres para quienes la muerte no es más que el choque brutal en el que se les arrebata la vida. Pero hay otros hombres a quienes nadie ni nada se la puede arrebatar, porque a lo largo de toda su existencia la han ido entregando día a día, por amor.

3.2.3. Liberado de la ley: LEY/LIBRES:Esta es la afirmación decisiva de San Pablo. Al leer sus repetidas afirmaciones, a veces se pregunta uno si no se tratará de exageraciones polémicas frente a las resistencias

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judaizantes. De buena gana atribuiríamos estos textos a situaciones coyunturales que ya no nos afectarían a nosotros. Además, parece que San Pablo habla exclusivamente de la ley judía. Apunta a las obras prescritas por la ley, según la interpretación sumamente formalista y hasta puntillosa de los doctores de su tiempo. ¿Sigue siendo actual su afirmación? Y ¿cómo podemos nosotros hacerla realidad en la fe? Por supuesto que es actual. El propio San Pablo, que experimentó en sí mismo la seducción de la ley, descubrió en el celo que le inflamaba la trampa y el peligro supremo. Ciertamente, él respetaba la ley de Dios. Después de su conversión, el Decálogo no dejó de ser para él Palabra de Dios. Pero en esta ley, invadida por las tradiciones de los antepasados, descubrió una modalidad del poder satánico: la obsesión por la perfección, por esa perfección que sólo puede ser reproducción literal de un modelo impuesto desde fuera. La ley puede llegar a convertirse en la exigencia del cumplimiento imposible de una justicia integral. No puede tolerarse ninguna transgresión. De este modo, la ley pone al hombre «bajo el yugo del miedo». Puede llegar a convertirse en el punto de partida de una conciencia desdichada.

Hemos citado ya la extraña frase de Cristo en el sermón de la montaña: «Sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo»; o, según San Lucas, «Sed generosos como

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vuestro Padre es generoso». Se trata de prevenirnos contra todas las imágenes y contra todo legalismo. No hay fronteras. No hay un campo delimitado. Tenemos que ir cada vez más lejos, hasta llegar a la plenitud de Dios. Si permanecemos bajo el yugo de la ley, seremos como esclavos obstinados en contabilizar las ventajas y los inconvenientes de su propia situación. No seremos hijos.

LBT/LEY:Pero ¿cómo vivir esta libertad respecto a la ley? Acabamos de decirlo. Porque, por una parte, todavía existe la ley. «La ley del Mesías» (Gal 6, 2). Ley resumida, condensada, en un único precepto: «La ley entera queda cumplida con un solo mandamiento, el de amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gal 5, 14). En la gracia del Espíritu se reanuda y se cumple la ley antigua en sus elementos fundamentales: toda libertad ha de pasar y volver a pasar por la escuela de esta ley. De esta pedagogía necesaria hablará San Pablo en otro lugar. Pero la ley ha llegado a su cumplimiento. San Mateo puso en boca de Jesús esta palabra para definir con ella su relación con la ley antigua: cumplimiento, acabamiento, plenitud insuperable.

Pero, paradójicamente, esta ley de Cristo ya no merece, hablando con propiedad, el nombre de ley. En la traducción ecuménica de la Biblia, a propósito de Gálatas 6,2, que hemos citado hace un 

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momento, podemos leer en una Nota: «La ley de Cristo es la ley del Espíritu y de la vida; del Espíritu que comunica la vida de Cristo». Es una ley interior: la que inspiró la vida de Cristo por su Espíritu. En última instancia, todo es aquí cuestión de inspiración, de orientación de nuestro deseo, abierto o no al deseo del Espíritu.Liberados por el Espíritu. Liberados del pecado, de la muerte y de la ley. La liberación, lo hemos recordado en repetidas ocasiones, no es sólo la ruptura de las ataduras que nos tenían prisioneros; es la entrada comprometida en una vida nueva. Entonces, ¿para qué somos liberados? 

3.3. Liberado «para»La respuesta inicial ya la hemos dado. Somos libres para amar, somos libres porque amamos, pues el Espíritu de Dios es espíritu de amor: «El amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (/Rm/05/05). El amor de Dios: no el amor nuestro para con Dios, sino el agapé, que es mucho más que uno de los nombres de Dios: es el que define su naturaleza misma. Dios, misterio de amor. Este Espíritu nos hace participar en la vida misma de Dios, en su vida de amor. Toda esta doctrina del Evangelio de Juan y de Pablo la condensó ·Agustín-SAN en una frase célebre: «Dilige et quod vis, fac». Hay que entenderla bien. Dilige. Pregúntate a ti mismo: «¿Estás verdaderamente inspirado, animado, dirigido por el amor? Lo que 

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quieres. ¿Sabes lo que quieres en realidad? ¿Estás seguro de que ese bien al que te diriges caprichosamente, instintivamente, es lo que tú quieres? Entonces, si estás seguro de quererlo, para ti ya no hay más camino que el de tu propia decisión, pues esa decisión tuya se ha convertido en la decisión misma de Dios. ¿Cómo, qué señales han de darse para que los cristianos puedan vivir con esa libertad? San Pablo respondió a esto y, paradójicamente, lejos de replegarles sobre sí mismos en una especie de serenidad estoica&10/23). Difícil equilibrio. Las Iglesias primitivas lo vivieron con bastante crudeza con motivo de una cuestión que hoy nos parece superada: la de tomar carne en las comidas. En aquel tiempo, los únicos lugares donde se comercializaban las carnes eran los templos. Con aquel comercio se beneficiaban los sacerdotes. Aquello suscitaba la pregunta en los cristianos: puesto que todas aquellas carnes habían sido antes consagradas a alguna divinidad, ¿debían ellos abstenerse de consumirlas o podían optar alegremente por una alimentación equilibrada y no estrictamente vegetariana? Las tensiones que este problema provocó en las comunidades fueron considerables y merecieron una serie de capítulos de la carta a los Romanos y de la primera carta a los Corintios. A los Romanos, al recordarles los principios de la libertad del cristiano, del cristiano instruido, les decía San Pablo que no hay más Dios que el Dios de 

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Jesucristo. No obstante, pide a los fuertes que respeten a los débiles. Que mi libertad no sea nunca motivo de escándalo para otros. Principio exigente, porque ¿quiénes son hoy los débiles y quiénes los fuertes? ¿Quién puede decir de sí mismo que es uno de esos fuertes? Pero nuestra libertad, que es total ante Dios y ante nuestros hermanos, sólo estará verdaderamente inspirada por el Espíritu de Cristo si su criterio último es siempre la caridad.

4. CONCLUSIÓN Hemos hablado de la libertad. Pero la libertad del hombre no es una cualidad habitual en él, no es un «estado». La libertad sólo se atestigua realmente en las decisiones plenamente libres, en grandes o pequeñas decisiones, pero realmente libres. Ahí nos aguarda Dios. Y ahí nos aguardan los hombres. Hemos hablado de Cristo, hombre libre. Lo fue en el transcurso de toda su vida y en su decisión de hacerse Eucaristía, donde se concentra, se revela, se reparte y se nos ofrece para que participemos de su total libertad; donde nos invita a unirnos a El. Más aún: nos invita a que acudamos a recibir el don de su libertad en el corazón mismo de nuestra libertad de hombres. Imposible tratar de separar aquí lo que es el don que El nos hace y lo que es obra de nuestra incumbencia. Todo es don, todo es gracia. Y todo es realmente nuestro.

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JOSEPH THOMAS, S.J.LLAMADOS A LA LIBERTAD

Edit. SAL TERRAE SANTANDER 1986.Págs. 32-63