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Teología del dolor en la Biblia FRANCISCO IBARMIA (Vitoria) INTRODUCCIÓN El dolor es una realidad que experimenta todo hombre y le plantea una serie de interrogantes a los que no es fácil dar una respuesta satisfactoria. ¿Quién o qué es la causa del mal en el mundo y en la vida del hombre? ¿Es posible eliminarlo por com- pleto? ¿Tiene una finalidad positiva, que justifique su presencia? Todavía no se ha encontrado una respuesta que contente a todos. N o hace mucho se ha publicado en una revista un artículo con este título tan significativo: "El mal entre el misterio y la explica- ción" '. Parece que hay una explicación casi satisfactoria, pero queda siempre un margen de misterio que no podemos más que aceptar sin comprenderlo. Los hijos de Israel, en su reflexión sobre la vida del hombre, su origen y su destino, se encontraron también con este problema. Este pueblo tan religioso y tan pendiente de la presencia y acción de Dios, no podía menos de considerarlo desde una perspectiva teológica. Para él el gran problema era cómo compaginar la existencia de un Dios poderoso y bueno y activo en el mundo con la presencia del mal, del sufrimiento en la vida de los hombres. Si Dios es poderoso y bueno, ¿por qué no elimina del mundo el mal, I A. TORRES QUEIRUGA, "El mal entre el misterio y la explicación", en Razón y Fe 1086 (1989) 359-376. Cfr. J. L. SICRE, "Israel ante el escándalo del mal", en Proyección 98 (1975) 290-300; J. GEVAERT, Mal, en: VARIOS, Diccionario teológico interdisciplinar, Salamanca, IlI, 1982, 282-294. REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 49 (1990), 197-228.

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Teología del dolor en la Biblia

FRANCISCO IBARMIA

(Vitoria)

INTRODUCCIÓN

El dolor es una realidad que experimenta todo hombre y le plantea una serie de interrogantes a los que no es fácil dar una respuesta satisfactoria. ¿Quién o qué es la causa del mal en el mundo y en la vida del hombre? ¿Es posible eliminarlo por com­pleto? ¿Tiene una finalidad positiva, que justifique su presencia? Todavía no se ha encontrado una respuesta que contente a todos. N o hace mucho se ha publicado en una revista un artículo con este título tan significativo: "El mal entre el misterio y la explica­ción" '. Parece que hay una explicación casi satisfactoria, pero queda siempre un margen de misterio que no podemos más que aceptar sin comprenderlo.

Los hijos de Israel, en su reflexión sobre la vida del hombre, su origen y su destino, se encontraron también con este problema. Este pueblo tan religioso y tan pendiente de la presencia y acción de Dios, no podía menos de considerarlo desde una perspectiva teológica. Para él el gran problema era cómo compaginar la existencia de un Dios poderoso y bueno y activo en el mundo con la presencia del mal, del sufrimiento en la vida de los hombres. Si Dios es poderoso y bueno, ¿por qué no elimina del mundo el mal,

I A. TORRES QUEIRUGA, "El mal entre el misterio y la explicación", en Razón y Fe 1086 (1989) 359-376. Cfr. J. L. SICRE, "Israel ante el escándalo del mal", en Proyección 98 (1975) 290-300; J. GEVAERT, Mal, en: VARIOS, Diccionario teológico interdisciplinar, Salamanca, IlI, 1982, 282-294.

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD, 49 (1990), 197-228.

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o, por lo menos, de sus fieles servidores? Si no es capaz de librar a los suyos del sufrimiento, ¿para qué sirve la religión? Si es cierto que nos ama, ¿por qué nos deja abandonados? ¿Vale la pena ser amigo suyo si no se saca ningún provecho de esta amistad?

Hay que tener en cuenta que para el hombre primitivo (Israel vivía en esa cultura y poseía esa mentalidad), detrás de todo acontecimiento hay un espíritu, un ser invisible que lo produce y de quien depende su continuación. Como Israel no admitía más que la existencia de un solo Dios, éste tenía que ser, de alguna manera, el motor de todos los acontecimientos (cfr. Am 3,6; Is 45,7).

Ordinariamente el creyente bíblico no pone en duda el poder de Dios. Lo que le intriga es que con frecuencia ese Dios poderoso y omnipresente parece desentenderse de la tierra y de sus proble­mas. Causa la impresión de que no le interesan los sufrimientos del hombre y no acude a ponerles remedio (efr. Jb 21,14-15; Is 58,3; Mal 3,14). Mas, con todo, en sus confesiones de fe, Israel afirma que Dios "hace cuanto quiere" (Sal 115,3). Pero ¿cómo se aplica este principio en la vida real, en la vida de cada día? La experiencia está en contra de esta afirmación. Si está en condicio­nes de proteger al hombre, sobre todo al creyente, ¿por qué, de hecho, le abandona?

El israelita no se plantea el problema de cómo soportar el dolor o cómo sacar provecho de él. Lo único que intenta es justificar a Dios, hacer ver que el mal no procede ni depende de él. El responsable es el hombre. El sufrimiento no entraba en el proyecto inicial de Dios.

Muy tarde, después del destierro, es cuando se llegará a en­contrar al sufrimiento un sentido positivo, y el hombre podrá convertirlo en instrumento providencial. Y ya en el Nuevo Testa­mento Jesús se servirá de él para llevar a cabo su obra salvífica 2.

2 Cfr. JUAN PABLO U, Salvifici doloris, Madrid, 1984; F. RUIZ, SuJi'i­miento, en: E. ANCILLI, Diccionario de espiritualidad, UI, Barcelona, 1984, 423-427; B. GARTNER, Sufrimiento, en: VARIOS, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, IV, Salamanca, 1984,236-245; VARIOS, "Sufrimiento y fe cristiana", en Concilium 119 (1976) 309-449.

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l. EL ORIGEN DEL MAL EN EL MUNDO

El sufrimiento es tan general y universal que los hijos de Israel pensaron que debía de ser tan antiguo como la creación y el género humano.

Israel ve y juzga todo desde su fe en el Dios único. y esta fe es tan sólida que no puede vacilar ante ningún problema ni acon­tecimiento. Podían surgir incertidumbres y oscuridades en su comprensión del estado del mundo y de la humanidad, pero todo tenía que explicarse desde la fe. Lo que no cabía era dudar del poder y de la bondad de Dios. Uno de los planteamientos más dramáticos que un hijo de Israel podía hacer está en el salmo 73. El piadoso creyente no comprende por qué sufren los rectos de corazón y llevan una vida confortable los malvados. El autor quiere que a pesar de esta incertidumbre quede bien clara la solidez de su fe. Empieza así: "Qué bueno es Dios para el justo, el Señor para los limpios de corazón". Lo primero que debe hacer el creyente, aunque se encuentre sumergido en tinieblas, es justi­ficar a Dios. Personas que poseían esta fe, han tratado de dar, desde la misma, una explicación del origen del mal en el mundo.

a) La creación y el mal

El mundo, en que nos toca vivir, ocasiona muchos sufrimien­tos al hombre. ¿A qué obedece esto? ¿Es que Dios lo ha hecho así o se ha degradado después por intervención de algún agente extraño a Dios?

Todos los pueblos han intentado dar alguna explicación del origen del mal en el mundo. Para ello han creado diversos mitos o explicaciones historiadas o acontecimientos escenificados 3. En la Biblia aparecen dos de estos mitos. Uno en el capítulo primero, y el otro en los capítulos segundo y tercero del Génesis.

El mundo actual, a pesar de sus deficiencias, goza de cierta estabilidad y firmeza. Esto se debe a la intervención del Dios bueno. Antes había una situación de oscuridad y desorden. Unas fuerzas incontroladas y destructoras imponían su ley, o mejor, su desorden. Dios intervino para organizar ese caos. Sometió a las

3 Cfr. P. RICOEUR, Finitud y culpabilidad, n. La simbólica del mal, Madrid, 1969,461-469.

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aguas tenebrosas confinándolas a su lugar correspondiente (cfr. Gén 1,2; Sal 29,10; Is 59,9-10; lb 38,8-11). Estas aguas quedaron en la literatura hebrea como símbolo de todas las fuerzas dañinas, que actúan contra la naturaleza y contra el hombre. A veces se les concibe como un monstruo, que intenta invadir la tierra y engullir a sus habitantes, y ha sido frenado por el Creador. El fiar, las aguas caudalosas y Leviatán, que las encarna, pasarán a la tradi­ción de Israel como símbolos de las fuerzas del mal (cfr. lb 3,8; 7,12; Sal 32,6; 69,2; 74,12-14). Por eso, en la nueva tierra, que se anuncia para los tiempos escatológicos, no habrá mar (cfr. Ap 21,1). Allí la victoria de Dios sobre el mal será acabada y defini­tiva. Las fuerzas destructoras no serán sólo subyugadas sino ani­quiladas por completo.

El Dios poderoso realizó esta obra en el principio de los tiempos. El autor sagrado no duda en afirmar que el mundo ordenado y embellecido por el todopoderoso constituye una mo­rada digna y placentera para el hombre. Tan es así que el mismo Hacedor quedó plenamente satisfecho de su obra: "Vio Dios cuanto había hecho, y estaba muy bien" (Gén 1,31). Con esta explicación, Dios queda justificado. Su obra es maravillosa. El hombre, a quien se encomienda su dominio y disfrute, no tiene motivos para quejarse de él.

El segundo mito o parábola (Gén 2,4-3,24) trata de explicar la condición actual del hombre. El sufrimiento es el patrimonio del hombre actual. ¿Ha sido siempre así, desde su origen? ¿Forma parte de su propia naturaleza o se ha introducido más tarde contra el proyecto de Dios? Veamos qué nos dice el autor sagrado respecto a estos interrogantes.

La obra material de Dios es impecable. Plantó un jardín en medio del desierto. Hizo brotar cuatro grandes ríos con caudal suficiente para regarlo. La tierra, bien regada, producía toda clase de frutos. Había en el jardín cuanto el hombre podía apete­cer para llevar una vida placentera. Además, el hombre, formado con el barro de la tierra, no se encontraría solo. Dios le dio Una compañera de su misma condición para que tuvieran una convi­vencia dichosa. Todo esto era importante, pero la felicidad del hombre no estaba constituida sólo ni principalmente por estos elementos materiales y humanos. Dios venía aljardín y conversa­ba con ellos. Esta amistad era la característica principal de esta

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vida. Para el creyente, la proximidad amistosa de Dios es la que da seguridad y garantía. Permaneciendo junto a Dios no hay nada que temer. Cuenta con la fuente de todos los bienes.

El hombre iba a ser feliz, a condición de reconocer que todo esto era don de Dios,'y permanecer junto al Señor, que garanti­zaba la inmutabilidad de este estado. El mal no entraba en el designio de Dios. Ha sobrevenido de fuera, de otros seres, contra la intención de Dios. El demonio, en forma de serpiente, se acercó a tentar a los moradores del paraíso. Una iniciativa tan mons­truosa como es la de rebelarse contra Dios, no podía venir de unas criaturas tan sencillas e inocentes como eran Adán y Eva. El tentador les convenció de que les convenía desentenderse de su dueño, independizarse y constituirse en dueños absolutos de su destino. No tenían por qué depender de nadie.

Sugestionados por este plan tan halagüeño, se decidieron a dar el paso trascendental que había de tener consecuencias tan fatales. Al apartarse de Dios, les sobrevino el castigo. El hombre se vio sometido a la ley del trabajo. A duras penas lograba arran­car a la tierra lo que necesitaba para sustentarse. La mujer tuvo que soportar, en adelante, las penalidades de la maternidad y, además, estaría sometida al varón. Y lo que es más duro aún, después de una vida sembrada de sufrimientos y frustraciones, tendrían que enfrentarse con la muerte, que es la impotencia y desgracia suprema del hombre.

Para el creyente, la expulsión del paraíso supuso, principal­mente y como raíz de todas las demás desventuras, la pérdida del trato de amistad con Dios, fuente de vida y felicidad. Lo que constituía el carácter excepcional de la vida en el jardín de Dios no era la posibilidad de disfrutar de sus abundantes frutos. El don principal era poder gozar de la presencia y atenciones del Dios amoroso y amigo del hombre.

Los hombres, que dieron esta explicación del origen del dolor en el mundo, no eran unos desesperados. Tenían fe en Dios y esperaban que acabaría por realizar su proyecto original. El pe­cado y sus consecuencias no serían más que un paréntesis. La promesa que ponen en boca de Dios deja abierta la puerta de la esperanza. La descendencia de la mujer seguirá luchando por la felicidad y acabará logrando lo que busca. Después del primer pecado comienza la historia de la salvación (cfr. Gén 3,15).

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n. LA HUMANIDAD DE TUMBO EN TUMBO (Gén 4-9)

a) Caín y Abel (Gén 4)

El hombre, arrojado del paraíso, es presa de sus pasiones. La humanidad se va degradando. Esta degeneración está simbolizada en la historia de Caín y Abe!. Del hombre alejado de Dios, juguete de su soberbia y egoísmo, se puede esperar todo lo peor. Caín; arrojado de la presencia de Dios después del fratricidio (Gén 4,14), da origen a una descendencia feroz. Crea toda clase de actividades e inventa todo género de instrumentos, que llevan al hombre hasta la más profunda abyección. El famoso canto de Lámek (Gén 4,23-24) expresa los sentimientos inhumanos que albergaban sus corazones. La venganza más cruel e implacable es la ley que ríge entre ellos.

b) El diluvio (Gén 6)

El recuerdo de una catástrofe, anegación de la tierra por las aguas, estaba en las tradiciones de todos los pueblos orientales, principalmente en los mesopotámicos. El autor sagrado intenta dar una explicación del suceso salvando su teología monoteísta, y su creencia en la justifica del Dios que rige la evolución del mundo y los acontecimientos de la historia.

Nos dice que la perversidad de las criaturas había alcanzado su culminación cuando los hijos de Dios, o los ángeles, se enamo­raron de las hijas de los hombres y contrajeron matrimonio con ellas. Esta degradación de las criaturas celestes no tenía justifica­ción ni atenuante alguno. Dios no podía soportarlo. Además, de esta unión desigual nacieron unos seres crueles y monstruosos: los gigantes. Para acabar con este desorden Dios desencadenó el diluvio. Con él pondría fin a aquella generación y crearía otra nueva. Con esta finalidad conservó una familia, de vida intacha­ble. Pero de todas formas, en el futuro la humanidad ya no sería como antes. La vida del hombre sería más corta, más insatisfac­toria. Esa sería una de las huellas indelebles que aquel pecado dejaría para siempre (cfr. Gén 6,1-4).

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c) La torre de Babel (Gén 1l,1-9)

Esta vez se trata de una conspiración de hombres soberbios y autosuficientes. Se creen tan poderosos, que están convencidos de que si se juntan y se ayudan mutuamente pueden levantar una torre que llegue hasta el cielo. Es un reto a Dios. Una especie de intento de escalar su morada inaccesible. Pero el Señor no puede permitir semejante desmán. Toma cartas en el asunto. Crea la división entre los hombres confundiendo sus leguas. La humani­dad dividida es mucho menos poderosa y más humilde. Así se explica como un castigo divino la diversidad de lenguas, que tantas tensiones, guerras y sufrimientos ha acarreado a la huma­nidad.

Con estos relatos, basados más o menos directamente en le­yendas y mitos del ambiente cultural en que vivían los hijos de Israel, el creyente israelita trata de confirmar que los grandes males que afligen a la humanidad no son atribuible s a Dios. El único responsable es el hombre. Es él quien ha provocado las intervenciones justicieras de un Dios, que no quería más que la felicidad del hombre, reteniéndolo junto a sí para que gozara de su apoyo y amistad. Dios queda justificado y el hombre declarado responsable de los males.

IIl. EN LA HISTORIA DEL PUEBLO ELEGIDO

a) Abrahán (Gén 12)

Dios, que hasta entonces no aparece más que para hacer justicia, para castigar las rebeliones de los hombres, comienza con Abrahán a revelar su faceta de bondad y de misericordia. Las promesas del paraíso se ponen en acción. Dios promete la bendi­ción a Abrahán, a su descendencia y a todos los pueblos del universo (Gén 12,1-3).

Un poco más tarde, Jacob tendría un sueño misterioso. Verá que entre el cielo, residencia de Dios, y la tierra, morada de los hombres arrojados del paraíso, existe una escala, que pone en comunicación a Dios con los hombres. Por ella suben y bajan los mensajeros celestiales, que hacen de enlace entre Dios y los hom-

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bres. Hay lugares sagrados adonde Dios desciende para comuni­carse con sus fieles. El pecado no ha roto para siempre las rela­ciones, que se interrumpieron en el paraíso. Se han reanudado de nuevo y además ya definitivamente. Dios busca amigos entre los hombres. Quiere que se fíen de él. Su mano paternal y generosa se extiende para derramar bendiciones sobre la humanidad. Y esta mano nunca más se mostrará demasiado corta para salvar al hombre (cfr. Is 59,1).

b) Desgracias providenciales

Todas las desgracias, que caen sobre los hombres, no tienen carácter de castigo por los pecados. Hay algunas, que lejos de ser efecto y causa de males, resultan preparativos para unos sucesos magníficos. Entraban en el plan providencial de Dios, como me­dios para derramar sus beneficios. Es muy significativa la historia de José (cfr. Gén 37-50). Odiado por sus hermanos y vendido como esclavo, llega a ser personaje clave en la corte del Faraón en unos momentos difíciles. El camino ha sido extraño, pero la mano de Dios conducía misteriosamente los hilos de los aconte­cimientos. José no sólo triunfará como individuo, sino que se convertirá en salvador de su familia en tiempo de hambre. En la Biblia, muchas veces, los momentos de sufrimiento son pasos a un período de bienestar y felicidad. Los caminos de Dios son inescrutables, pero siempre llevan al término deseado. Dichosos los que nunca desconfían de él.

c) La Alianza

La obra salvadora de Dios entra en una nueva etapa. Los tiempos de la expulsión del paraíso van quedando lejos. Nunca estará de más dirigir una mirada retrospectiva para explicar la condición insatisfactoria de la humanidad, pero el estado de amis­tad con Dios se va recuperando paso a paso.

Lá Alianza es un gesto más de Dios para unirse a su pueblo con lazos estrechos y sólidos. En adelante, Israel quedará decla­rado y constituido "hijo primogénito" de Yavé (cfr. Ex 4,22), su

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pueblo predilecto, elegido entre todos los pueblos del mundo. Será como una gran comunidad de sacerdotes, que tendrá acceso a Dios y mantendrá con él unas relaciones familiares (cfr. Ex 19). El Señor, por su parte, cumplirá con fidelidad este contrato. Manifestará, por encima de todas las demás, una de sus cualida­des: su amor fiel, inquebrantable y eterno a su pueblo (cfr. Ex 3,14-15; 34,6-7). Esta Alianza tiene su contrapartida. Los federa­dos deberán aceptar sus condiciones y comprometerse a obser­varlas (cfr. Ex 19,5-8; los 24,16-24). En adelante, la suerte del pueblo estará ligada a la fidelidad o infidelidad a este contrato con el Señor 4.

El libro del Deuteronomio presenta y enjuicia la historia de Israel en relación con este principio. Si el pueblo responde a las condiciones del pacto, recibirá toda clase de bendiciones. Si, por el contrario, se manifiesta rebelde a las exigencias de Dios, recae­rán sobre él desgracias sin fin (cfr. Dt 28-29).

En cada época, la conciencia del pueblo de Israel tendrá una sensibilidad diferente. Al principio, reducirá su responsabilidad a observar el monoteísmo rechazando dar culto a otras divinidades y evitando toda práctica que le pudiera inducir a la idolatría. Más tarde, tendrá que tener en cuenta los lugares sagrados en los que el Señor quiere que se le ofrezcan los sacrificios y donde él acepta las plegarias de sus adoradores. Con el tiempo, los profetas se enfrentarán con el problema de las injusticias sociales. Son los pecados peculiares de las diversas circunstancias históricas. Pero siempre, en el fondo, está la Alianza, que determina cómo se ha de conducir el rey o el pueblo, y explica los períodos de miseria o de prosperidad por los que pasan los hijos de la Alianza. Pode­mos ver en el libro de los 1 ueces (J u 2,11-19) el esquema según el cual se desarrollan los acontecimientos de la historia. Todo sufri­miento, principalmente del colectivo de Israel, tiene como causa la ruptura de la Alianza.

En esta época de concepción comunitaria, ahora diríamos socialista, de la vida del hombre, los sufrimientos personales no

4 El verdadero sentido del nombre de Yavé: "yo soy el que estará ahí", es una promesa de su presencia definitiva, ininterrumpida y eterna en medio de su pueblo. En adelante, le deberán invocar con este nombre. Este nombre, desglosado en una fórmula de profesión de fe, sonará así: "El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las generaciones" (Sal 100,5).

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se toman en cuenta. Lo que interesa es la marcha del pueblo, su grandeza, su prosperidad. Los pecados son colectivos y los casti­gos también. La explicación, para ellos, es sencilla y evidente: Si la desgracia se ceba en el pueblo, es que se ha cometido alguna transgresión grave, y Dios, irritado, los castiga.

Esta manera de entender la historia, en un sentido sobrenatu­ralista, de supuesta intervención directa de Dios en todos los acontecimientos de cierto relieve, ha recibido el nombre de "teo­logía de la historia" o de "teología deuteronomista". Este modo de pensar, no solamente pervivió en los autores del Antiguo Tes­tamento. Lo encontramos también en muchos cristianos, incluso de tiempos recientes, que atribuyen a la intervención de Dios el bienestar y la desgracia que afecta a la sociedad o a los individuos. En el fondo, tenemos siempre una preocupación: la de encontrar la causa del sufrimiento, pero justificando a Dios. Estos métodos sencillos y primitivos no convencerán a las generaciones posterio­res de Israel más cercanas al Nuevo Testamento. Harán nuevos planteamientos, formularán nuevos interrogantes, y tratarán de descubrir otras soluciones más satisfactorias, más conformes con su mentalidad y experiencia.

IV. EL DESTIERRO

El pueblo elegido estuvo durante un par de siglos (931-721 a.e.) dividido en dos reinos: el de Israel, al norte, con su capital en S amaría, y sus templos nacionales en Betel y Dan, y el de Judá, al sur, con su capital y templo en Jerusalén. El Reino de Israel sucumbió antes que el de Judá. Había que encontrar una explicación a este hecho, y dieron con ella. Creyeron que Dios se había malquistado con los del norte porque le daban culto donde no debían, en santuarios no elegidos por él (cfr. lRe 12-13; 2Re 17,7-23). El único lugar sagrado donde Dios aceptaba los sacrifi­cios y escuchaba las oraciones del pueblo era el templo de Jeru­salén (cfr. Dt 12,2-12).

Algo más difícil les resultó explicar la destrucción de Jerualén y de su templo. Esa Casa donde se guardaba el Arca de la Alianza, que servía de trono a Yavé, se suponía era una garantía absoluta. Largo trabajo y buenos disgustos y sufrimientos costó al pobre

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Jeremías convencer a los habitantes de la ciudad santa de que su supervivencia y su libertad no estaban aseguradas por la presencia del templo. Se requería algo más: la fidelidad a la Alianza, a la que habían faltado escandalosamente. En Siló había permanecido antiguamente el Arca, pero no garantizó su supervivencia. El lugar se ha convertido en un desolado desierto (cfr. Jer 7,1-15). El culto a los ídolos, la religiosidad puramente formalista de ritos y oraciones sin compromiso de vida, no atraen a Dios ni aseguran su protección. Estos supuestos servidores de Yavé llevan una vida depravada, que no puede dejar de provocar el castigo divino (cfr. Jer 7-9).

Ezequiel, que vivió entre los afligidos y desalentados exiliados, tuvo que hacerles ver hasta dónde había llegado la corrupción de Jerusalén y sus prácticas abominables para que reconocieran que Dios no había sido injusto (cfr. Ez 6-8). A causa de estas preva­ricaciones, la gloria de Yavé, signo perceptible de su presencia, abandonó su morada en el templo y dejó sin protección a la ciudad santa (cfr. Ez 10,18-22).

A pesar de todas estas explicaciones, muchos israelitas no quedaron satisfechos. Los más rebeldes y osados llegaron a acusar a Dios diciendo: "N o es justo el proceder del Señor" (Ez 18,2'5.29; 33,17). Otros, más timoratos, buscaron otras soluciones. Ellos, ciertamente, no se reconocen culpables. ¿Cómo iban a merecer semejante castigo? Están pagando pecados ajenos. "Los padres comieron agraces y los hijos tuvieron dentera" (Ez 18,2).

Los razonamientos del profeta y su propia reflexión fueron haciendo mella en sus duras cervices, y poco a poco comprendie­ron que realmente eran pecadores. Y no solamente el pueblo como colectivo, sino cada uno de ellos en particular. La religión no había que tomarla ni vivirla como una práctica pública u oficial sino como algo personal y vital. Esa era la religiosidad que Dios les pedía (cfr. Ez 18). El pecado recibirá: su castigo, pero llegará el perdón, la restauración del pueblo, el retorno a la tierra santa, que, no sólo ni principalmente, se caracteriza por su ferti­lidad, sino por ser el lugar de la presencia de Dios, como un segundo paraíso (cfr. Ez 20; 36).

La gran lección, que Israel aprendió, fue el reconocimiento de su culpabilidad. Todo 10 que hace Dios es justo; y no solamente justo, sino misericordioso. Los va a reunir y salvar por el honor

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de su nombre, para que todos comprendan que él es el protector de su pueblo y cumple su compromiso (cfr. Ez 36).

En adelante, el tono de las plegarias de Israel, expresión de sus sentimientos religiosos, va a cambiar. En estas manifestacio­nes reconoce su pecado, pide humildemente perdón de sus infide­lidades, recurre a la misericordia del Señor y a su fidelidad a la Alianza. Para ellos el Dios "misericordioso y fiel" es el funda­mento de su esperanza (cfr. Sal 117,2; 145; 13; Is 49,7). Gracias a este amor misericordioso y fiel del Señor alcanzarán la reconci­liación y entrarán de nuevo en su amistad. La actitud típica del religioso de esta época no es la del satisfecho de su conducta, que se acerca al Señor exhibiendo sus sacrificios y obras buenas, sino la del "corazón quebrantado y humillado" (cfr. Sal 51,19). Com­prende que es necesario tomar esta actitud para ser bien recibido por el Señor que dice: " ... ¿en quién voy a fijarme? En el humilde y contrito, que tiembla a mi palabra?" (Is 66,2).

Basta con repasar las plegarias más típicas de esta época de la restauración para descubrir la nueva espiritualidad, que humilde­mente justifica a Dios y hace recaer sobre el pueblo la responsa­bilidad de todos los males que padece (cfr. Neh 9; Dn 3,26-45).

El pueblo sufre, pero sufre con esperanza. La misericordia divina prevalecerá sobre su justifica.

a) El sufrimiento del individuo

Una vez que el pueblo de Israel tomó conciencia de que Yavé no es solamente el Dios de Israel como colectividad sino de cada uno de los creyentes, se planteó un doble problema: Yavé es Dios de cada individuo y del universo. La responsabilidad era personal. N o podían echar la culpa de sus sufrimientos a los antepasados ni a alguna persona con quien estuviesen vinculados por lazos fami­liares. Los profetas Jeremías y Ezequiel expusieron esta doctrina con claridad y fuerza (cfr. Jer 31,29-30; Ez 18).

Los hijos de Israel tuvieron muchas dificultades para aceptar esta doctrina. En la vida real no aparecía con claridad que todos los sufrimientos tuviesen como causa una violación de los man­damientos de Dios. Con frecuencia los necios o impíos se desen­volvían muy bien en los asuntos, gozaban de buena salud y vivían

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felices. Por el contrario, muchos piadosos y observantes de la Ley no atraían con sus plegarias y buenas obras las bendiciones divi­nas a las que supuestamente tenían derecho. Así surge una gran tensión entre la teología y la realidad de la vida.

Algunos, los más sumisos, siguen convencidos y tratan de convencer a los demás de que es cierto que Dios hace justicia con todos. Indefectiblemente bendice a los buenos y castiga a los perversos. Llegan a sostener afirmaciones que están en evidente contradicción con la realidad. Un salmista de esta mentalidad asegura lo siguiente: "Fui joven, ya soy viejo; nunca he visto a un justo abandonado ni a su linaje mendigando pan" (Sal 37,25). Y uno de los interlocutores de Job pronuncia estas palabras: "¡ Re" cuerda! ¿Qué inocente jamás ha perecido?, ¿dónde han sido los justos extirpados? Así lo he visto: los que labran maldad y siem­bran vejación, eso cosechan" (Jb 4,7-8; afirmaciones semejantes en el cap. 8 y Sal 37 y 49).

Otras veces opinan que el sufrimiento del justo es una prueba pasajera y que hay que soportarlo con paciencia bendiciendo a Dios. El Señor no tardará en devolverle lo que le arrebató (cfr. el libro de Tobías y los caps. 1-2 y 42,7-17 de Job). La preocupación principal es la de justificar a Dios, y luego se explican los hechos como se puede. A veces causa la impresión de que están negando la realidad más evidente.

Hubo otros, más audaces, y tal vez descreídos, que increpan a Dios tachándole de injusto. "N o es justo el proceder del Señor", se atrevían a afirmar (cfr. Ez 18,25.29; 33,17). En la práctica debían de ser más numerosos los que pensaban que Dios se des­entendía de la vida cotidiana de los hombres y de sus problemas. El profeta Malaquías presenta esta actitud como bastante común en el pueblo, pero abominable a los ojos de Dios. Les recrimina de parte de Dios diciéndoles: "Duras me resultan vuestras pala­bras, dice Yavé. -y todavía decís: ¿Qué hemos dicho contra ti? Habéis dicho: cosa vana es servir a Dios; ¿qué ganamos con guardar los mandamientos o con andar en duelo ante Yavé?" (MI 3,13-14). Estos son los que se han desentendido de Dios porque han comprobado que la felicidad y la desgracia no están en rela­ción con la fidelidad e infidelidad a la Alianza. El mal y el bien siguen sus propios caminos.

Algunos pensadores llegaron a la conclusión de que el mal, a

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veces, tiene una finalidad pedagógica: "No desdeñes, hijo mío, la instrucción de Yavé; no te dé fastidio su reprensión, porque Yavé reprende a aquel que ama como un padre a su hijo querido" (Prov 3,11-12; cfr. 12,1; 13,1; y, en el Nuevo Testamento, Heb 12,5-6). Hay una aplicación de esta finalidad instructiva con que Dios envía el sufrimiento. El castigo infligido a los enemigos con moderación es una llamada a los hijos de Israel para que acudan con confianza a recibir el perdón divino (efr. Sb 12,19-22). Si el Señor ha usado de suavidad con los enemigos con cuánta dulzura no tratará a sus hijos amados de Israel.

La enfermedad, también, produce, a veces, efectos beneficio­sos. Hace reflexionar. El examen de la propia conducta lleva al reconocimiento del pecado, al arrepentimiento y a la enmienda. Como consecuencia de esta conversión, el pecado es perdonado y la salud recuperada. El salmista expone así su propia experien­cia, que puede servir de orientación a los demás enfermos: "Mien­tras callé, se consumieron mis huesos rugiendo todo el día. Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: Confesaré al Señor mi culpa, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado" (Sal 32,3-4). En este caso la enfermedad resultó providencial para la conversión del pecador, como el destierro lo había sido para una gran parte del pueblo.

Hay quienes proponen otra explicación. Dicen que nadie es justo ante Dios y, por eso, no puede haber castigo injusto. Siem­pre está suficientemente merecido. Esta idea de que nadie está sin mancha a los ojos de Dios es aceptada, a juzgar por los testimo­nios, por todos los fieles del postexilio (efr. lb 4,17-19; 15,14-16; Sal 143,2). Por lo tanto, el justo, el que es considerado como tal, no tiene derecho a protestar; él también es pecador y sufre por sus pecados (efr. 2 Mac 7,18.32).

b) El orante

Uno de los artículos fundamentales de la fe israelita era reco­nocer que el Dios de Israel es excelso, pero se abaja para ponerse junto al hombre y preocuparse de él (efr. Sal 113,5-6; Is 57,15). Podía decir con santo orgullo: "¿ ... hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros siempre que le invocamos?" (Dt 4,7).

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Esta verdad, que había que aceptar por principio, a veces, en la práctica, ponía a prueba la fe de los piadosos orantes. Dios no siempre se hacía sentir. No escuchaba las peticiones de los oran­tes. Su silencio y ausencia arrancaban gritos de angustia de los corazones y labios de los que sufrían. Lo grave es que no se trata de una actitud pasajera. Perdura y causa la impresión de que nunca va a cambiar.

"¿Es que el Señor nos rechaza para siempre ... ? ¿Se ha agotado ya su misericordia, se ha terminado para siempre su promesa?" (Salm 77,8-9).

Por fin triunfa la confianza:

"El Señor ha aceptado mi súplica, el Señor ha aceptado mi oración" (Sal 6,10). No me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel ver la corrupción, me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha" (Sal 16,10-11).

c) El escándalo del piadoso

Los sufrimientos no desaparecen. El escándalo que causa la felicidad y longevidad de los impíos frente a la desgracia y muerte prematura de los piadosos está ahí, en el seno de la comunidad de los más observantes y religiosos. Con todo, prevalece la esperanza que es inquebrantable. El creyente entra en el túnel del misterio divino donde espera encontrar la solución. Por el momento puede exclamar: "Tu gracia vale más que la vida" (Sal 63,4). "¿No te tengo a ti en el cielo?, y contigo ¿qué me importa la tierra? Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio" (Sal 73,25.28).

Los sufrimientos físicos y psíquicos e incluso la pobreza no significan nada. El gran tesoro del justo, su bien incomparable, es la amistad de Dios. Desde la fe, Dios queda justificado, aunque desde la razón humana, el sufrimiento y la penuria del justo desasistido por Dios, no tiene una explicación satisfactoria.

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d) La protesta de un justo

Ante la situación real de la sociedad, tan injusta, muchos perdieron la fe en la existencia, o, por lo menos, en la presencia y acción de un Dios justo en el mundo. El salmista, refiriéndose a los impíos, que se burlan de Dios y de su providencia, dice que "por eso mi pueblo se vuelve a ellos y se bebe sus palabras" (Sal 73,10).

En otra ocasión, el orante le recuerda a Dios que si no acude en auxilio de los suyos, su credibilidad y prestigio corren grave peligro (efr. Sal 125,3). La mujer de Job y la de Tobías increpan a sus esposos piadosos y les insultan porque todavía no pierden su fe y confianza en Dios y no le maldicen y abandonan de una vez (Tb 2,14; Jb 2,9).

No debieron de ser pocos los que sucumbieron en esta prueba. Pero hay algunos, que sin perder la fe, muestran su extrañeza ante la conducta de Dios y protestan o interrogan con gran ener­gía. El famoso representante de este colectivo es Job. Se trata de un hombre piadoso y justo, que ha guardado los mandamientos y practicado la caridad. Puede, si quieren someterle al más rigu­roso examen de conciencia. Está seguro de que no hallarán en él pecados que merezcan el castigo que está soportando (efr. Jb 31). Y no es él el único caso. Tiene experiencia de que hay numerosos casos semejantes. Y también conoce a muchos impíos que cami­nan por la vida inmunes y satisfechos.

Después de sostener duros debates con sus sabios amigos, que intentan, en vano, convencerle de que Dios obra siempre con justicia y no castiga más que a los malvados, la cuestión no se aclara. Queda en el mismo punto en que había empezado sin progresar en absoluto. La realidad no está de acuerdo con la doctrina que enseñan los doctos interlocutores. Las teorías de su teología afirman una cosa,' pero los hechos reales demuestran otra muy distinta. Los participantes del simposio se han metido en un callejón sin salida.

Por fin, interviene Dios. Se encara con Job y le invita a que observe la naturaleza, llena de misterios, que el hombre no expli­ca. Sin embargo, los acepta sin hacer de ello un problema inquie­tante. Si hay tantas cosas que ignora sin pedir a nadie cuentas de ellas, ¿por qué va a exigir a Dios que le explique y justifique su

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modo de proceder? (cfr. Jb 38-39). ¿Puede el hombre condenar a Dios para afirmar su derecho? (cfr. Jb 40,8).

Job cierra la boca y renuncia a insistir más (cfr. 40,1-4) y confiesa humildemente: "Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan e ignoro ... Por eso me retracto y arrepiento en el polvo y la ceniza" (lb 42,3-6).

Dios queda envuelto en el misterio. Sus caminos son inescru­tables. No sabemos por qué permite el sufrimiento, por qué no lo controla y distribuye según nuestros criterios para entender la justicia. Como Job, nosotros también experimentamos que el Señor es un "Dios escondido", un Dios misterioso 5.

e) El Siervo sufriente

Los cuatro cantos del Siervo de Yavé (Is 42,1-4; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53,12), principalmente el último, constituyen un gran avance cualitativo en la comprensión del sentido del dolor. Ya no se trata de justificar a Dios porque no elimina el mal ni de sopor­tarlo sin su causa y finalidad. El dolor adquiere aquí un valor positivo, se convierte en intrumento providencial de Dios para llevar a cabo la obra de la salvación de su pueblo. Hasta ahora había que sobrellevarlo como castigo hasta reparar la falta. Es cierto que había casos en que los enviados y amigos de Dios tuvieron que cargar con grandes penalidades. Así Moisés (Núm 11,11), Elías (lRe 19), Oseas (Os 1-3), Jeremías (Jr 15,10; 11,18; 20,14). En estos casos la misión coincide con los sufrimientos. Pero no parece que forme parte integrante de la misión y la valorice. Es circunstancial. Lo que sí revela es que no hay relación directa entre pecado y sufrimiento. Dios no ha abandonado a los afligidos, por lo menos en estos casos especiales. Hasta aparece la idea de que tendrá que compensarlos llevándoselos consigo (cfr. Gn 5,24; 2Re 2,11), pues en este mundo no han recibido el trato merecido. Mas nunca se considera el sufrimiento como medio para salvar al pueblo.

Los desterrados, bajo la dirección de Ezequiel, tuvieron oca­sión de reflexionar sobre su situación. Fueron cayendo en la cuenta de que el sufrimiento no tiene exclusivamente el carácter

5 Cfr. L. A. SCH6KEL y J. L. SICRE, Job, Madrid, 1982.

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de castigo por los pecados. Posee también un valor positivo, salvífico. El Siervo es el representante de esta escuela teológica. No sabemos si se trata de un profeta, que ha quedado en el anonimato, o si personifica al pueblo fiel, que ha sido capaz de comprender la gran lección que Dios le estaba dando con el destierro. Lo cierto es que una parte de los piadosos exiliados lo entendió. La comunidad de Israel, volvió del exilio convertida, renovada, con una nueva mentalidad, con una nueva teología del sufrimiento. Comprendió y reconoció su pecado. Tomó humilde­mente el camino del arrenpentimiento y se dio cuenta de que tenía necesidad de una gran expiación, que solamente podían llevar a cabo los inocentes aceptando con paciencia y amor los males que recayeran sobre ellos. Parece que al retornar a su tierra olvidaron pronto la lección, pero quedaron como testimonio pe­renne estas geniales páginas del Segundo Isaías.

Veamos algunos textos. En el tercer canto (Is 50,4-9), el Siervo se presenta como un enviado de Dios. Tiene oído de discípulo. Cada mañana presta atención a cuanto el Señor le comunica. La misión que le confía es costosa e ingrata. Los oyentes no son dóciles. Se rebelan contra él y le insultan y golpean. Pero él permanece impasible. El Señor le sostiene y con ese apoyo puede desafiar a todos los atacantes. Está cumpliendo lo que el Señor le ha encomendado y está seguro de que no quedará defraudado. Los sufrimientos son, sencillamente, gajes del oficio.

El texto que más nos interesa es el cuarto canto (Is 52,13-53,12). Aquí es donde se expone la doctrina de la reconciliación del pueblo con Dios mediante el sufrimiento del mensajero. El inocente expía por los pecados del pueblo. Esta novedad no fue comprendida por los oyentes. Al pobre Siervo le consideraron como un réprobo, humillado y abandonado por Dios. Pero la causa de sus sufrimientos no eran sus pecados. Sufría por pecados ajenos, por los de todo el pueblo. El castigo que el pueblo merecía recayó sobre él. Sus heridas, mortales para él, eran portadoras de salud para los demás. El comprendió la razón y el sentido de lo que le acontecía y supo soportarlo sin quejas ni protestas. No pidió abogados, que esclarecieran su inocencia y la sinrazón del castigo. Enmudeció bajo la mano de sus verdugos. Muchos cre­yeron que había perecido por sus infidelidades, y le sepultaron en la fosa destinada a los malhechores. El Señor dispuso todo de

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manera que diera su vida como expiación. Pero con el tiempo se :impondrá la verdad, y este pobre ajusticiado se convertirá en luz ,Y esperanza para todos. Se le podrá poner este epitafio: Este justo justificará a muchos, porque cargó con el pecado del pueblo e intercedió por los pecadores. Esta es la cumbre de la teología del dolor en el Antiguo Testamento.

La vida humana está erizada de sufrimientos. Muchos de ellos no tienen una explicación y menos aún una justificación razonable. Pero siempre encierran un posible valor. La víctima inocente no se ha de sentir frustada. Tiene que convertir el mal en medio para vivir y expresar el amor. Quien dé este sentido al dolor caminará sin quejarse ni amenazar a nadie por el camino espinoso de las penalidades hacia la meta de la luz y del amor. Con eso, el sufrimiento no pierde su carácter repugnante y mis­terioso, pero resulta soportable. El Siervo es un modelo admirable de apacibilidad y mansedumbre. Lleva su penosa vida, sembrada de dolores y fracasos, con la serenidad y paz de quien tiene conciencia de estar llevando a término una misión maravillosa y fecunda dentro de los planes inescrutables de Dios. El no es un fracasado. Es un siervo, un servidor de la causa de Dios, uno de sus instrumentos, uno de sus "cristos" o "ungidos".

V. EL MESíAS, SIERVO SUFRIENTE

En el Antiguo Testamento la preocupación principal del cre­yente era la de justificar a Dios a pesar de la presencia del mal en el mundo, haciendo ver que no era Dios su causante y responsa­ble. En el Nuevo Testamento, los seguidores de Jesús de Nazaret tienen otro problema primordial: justificar los sufrimientos y la muerte en cruz del Salvador. Era una tarea ardua, pero funda­mental, que no podían soslayar. Aquellos cristianos fueron va­lientes y se enfrentaron con él sin rodeos. San Pablo expone su modo de presentar el mensaje cristiano de salvación en estos términos: "Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos" (1 Cor 1,23).

Según los estudiosos de los evangelios, el primer núcleo escrito de cierta extensión fueron los relatos de la Pasión y Muerte de Jesús. Nosotros mismos podemos comprobar que el período de

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la vida de Jesús, que con más detalle han descrito los autores inspirados, ha sido el de los últimos días, los más lúgubres y decepcionantes, de Jesús. Eso quiere decir que comprendieron, ya desde la primera generación cristiana, que el sufrimiento ocupa un lugar esencial en la vida del Salvador, y que el sentido que él le da constituye un elemento fundamental de su mensaje. Los evangelios, sin los relatos de la Pasión y Muerte de Jesús, no se parecerían apenas a lo que son ahora. Su anuncio de salvación tendría unas características totalmente diferentes.

El pueblo de Israel no comprendió, o, por lo menos, no prestó mucha atención al mensaje del Siervo sufriente. Le atraían y le convencían más las promesas relativas al glorioso descendiente de David y al reino que iba a instaurar. Esto explica la actitud de los judíos frente al Crucificado y a su mensaje. Les parecía un escándalo. Algo realmente indigno de un Dios poderoso cuya intervención aguardaban. Toda la vida del Nazareno les resultaba decepcionante, inaceptable. Tampoco su comportamiento ante­rior y sus enseñanzas les parecían de recibo en muchos de sus aspectos.

San Pablo, que conocía muy bien la mentalidad y las esperan­zas de sus hermanos, los judíos, da testimonio de las dificultades con que chocaba para exponer de una manera creíble y aceptable el mensaje cristiano en toda su autenticidad, sin descafeinarlo. Pero resultaba tan absurdo a los herederos de la promesa del glorioso reino de Israel, que casi siempre el nuevo mensaje caía en el vacío y producía irritación. Un siglo más tarde, san Justino nos recuerda las razones que esgrimía un judío muy culto y reli­gioso para rechazar el Evangelio. "Lo que no podemos compren­der -le dice el judío-, es que pongáis vuestras esperanzas en un hombre crucificado ... Tú debes demostrar que debía ser crucifi­cado y morir de una manera ignominiosa y maldecida por la Ley; porque nosotros no somos capaces de concebir tal cosa"6.

Realmente, para los judíos, y para muchos no judíos, el me­sianismo del Jesús Siervo sufriente ha sido desconcertante y des­esperanzador. En los primeros momentos desconcertó a casi to-

6 SAN JUSTINO, Diálogo con eljudío Trifón, Migne, PG, 6, p. 690. Cfr. J.

SCHMID, Jesús y el problema del dolor, en: IOEM, El evangelio según san Lucas, Barcelona, 1968,331-339; O. Kuss, El escándalo de la cruz, en: IOEM,

Carta a los corintios, Barcelona, 1976, 193ss.

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dos, incluso a su propia madre. La obligó a hacer una seria reflexión (cfr. Lc 2,19). Pero ella superó la prueba. Decepcionó total y definitivamente a muchos judíos, que no fueron capaces de comprenderle nunca. Ya en su primera presentación en el templo, solamente dos pobres y piadosos ancianos le reconocie­ron. Los sacerdotes, que oficiaron en la ceremonia, y los demás asistentes, no sospecharon ni remotamente lo que encerraba aquel niño nacido en el seno de una familia pobre, sin relieve alguno en aquella sociedad.

El nacimiento en tanta pobreza y desprestigio fue el primer rasgo del sufrimiento y humillación de Jesús. Fue también la primera nota que desconcertó al pueblo. La fe de Jos judíos era inflexible. No podía admitir que Dios obrara de manera tan distinta de la que ellos concebían y esperaban. N os consta por el evangelio que hasta Juan Bautista tuvo una especie de crisis de fe por este motivo (cfr. Mt 11,2-10; Lc 7,18-28).

a) Actitud de Jesús frente al sufrimiento

Jesús, en su sensibilidad natural, tuvo que sufrir por el fracaso de su actividad. Al principio de su vida pública tenemos un plan­teamiento esquemático de lo que había de encontrar y soportar a lo largo de su vida. Los evangelistas presentan el problema en forma de tentaciones o persuasiones a rechazar el modo de vida que le esperaba. Esto quiere decir que su aceptación resultaría dura para su naturaleza humana. Puesto a escoger espontánea­mente, hubiera optado por otro modo de vida. Aparecen tres géneros de penalidades.

Sujeto a las limitaciones humanas, tendría que pasar hambre en más de una ocasión. Estaría sometido también a otras penali­dades de la vida humana. Tampoco podría disponer, a su antojo, de intervenciones portentosas de su Padre para atraer la atención de la gente y ganarse su confianza. Finalmente, su actividad no lograría resultados brillantes. Moriría sin conquistar a todos los pueblos del mundo, ni siquiera a la mayor parte de los hijos de Israel, que parecían tan bien preparados para reconocerle y reci­birle. Terminará su carrera bajo la impresión de un fracaso.

Jesús rechaza todas las proposiciones del demonio y acepta el

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plan del Padre. Ahí está su originalidad. N o hace proyectos con una lógica humana. Se deja en todo en las manos del Padre. Los planes del Padre no son una quimera inventada para justificar el fracaso. Ya estaban anunciados y determinados en las Escrituras. El es siervo, no tiene iniciativas propias porque depende absolu­tamente del Padre. A él se somete sin otros razonamientos. Acep­ta sin más todo lo que estaba determinado por el Padre. Si en algo se opusiera, "¿cómo se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?" (Mt 26,54).

Conforme se va desarrollando su vida, va experimentando diversas penalidades. Una de las más dolorosas, quizá la más dura de soportar para su corazón amante, era la sensación de fracaso. Si Pablo dice: "siento una gran tristeza y un dolor ince­sante en mi corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, sepa­rado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la car­ne ... " (Rm 11,2-3), otro tanto o más podría decir Jesús. Había trabajado intensamente, recurrido a todos los medios más ade­cuados para exponer su mensaje de una manera convincente, pero los resultados eran pobres, decepcionantes. No había logra­do atraerse más que a la gente sencilla, a ese "pueblo de la tierra", al que los sabios calificaban de "maldito" porque no conocía la Ley (cfr. Jn 7,49). Los poderosos, los sabios conocedores de la Escritura y de las promesas mesiánicas, habían quedado fuera. Lo que había ocurrido era como para dejarse llevar por el des­aliento, como para "quemarse". Mas la reacción de Jesús no va en esa línea. El es excepcional. Obra con un profundo espíritu de fe o de confianza en el Padre y en sus designios. "Lleno de alegría en el Espíritu Santo exclamó: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido mejor" (Lc 10,21). Estos resul­tados no son un fracaso. Descubren el plan maravilloso del Padre por el que no cabe más que admirarlo y darle gracias. Mas esta actitud no es normal. Lo realiza bajo la acción del Espíritu Santo, de ese Espíritu, que siempre está y actúa en él, y que ha tenido unas manifestaciones excepcionales en algunos momentos; éste es uno de ellos.

Una de las cosas que más llaman la atención en Jesús es la sencillez, espontaneidad y confianza con que toma la vida real, su

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actividad de cada día. Lo que algunos llaman la "paz íntima", que inunda constantemente sus almas, vayan como vayan los acontecimientos, descuella llamativamente en Jesús. Tiene con­ciencia de que siempre lleva el buen camino, de que no tiene que volver atrás ni rectificar nada de cuanto ha hecho. Hay momentos de extrema dureza y entonces se siente algo turbado por la angus­tia. Pero esas situaciones son excepción en el curso normal de su vida. Las penalidades y trabajos normales los lleva con alegría y paz serenas.

Acepta el plan de su Padre con todo lo que conlleva de penas. Es que vino para eso (cfr. Jn 12,27). Obedece siempre a sus mandamientos (cfr. Jn 4,34; 6,38; 14,31). No da más explicaciones directas y claras de lo que es sufrimiento y de por qué 10 acepta. La única razón y la única justificación es que entra en los planes de su Padre (cfr. Mc 8,31). A Pedro, que trata de oponerse al curso de los acontecimientos, que el Maestro anuncia, le califica de tentador, de Satanás, y le replica enérgicamente: "¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!" (Mc 8,33).

No deja de impresionar y de extrañar el hecho de que para él también, para su inteligencia humana, el dolor sigue siendo un misterio. N o da explicaciones ni, por lo visto, le parecen posibles. Solamente dice: "es necesario". Es la necesidad que ha impuesto su Padre. Pero, ¿cómo sabemos que realmente el Padre tenía previsto y determinado todo esto? ¿No será un pretexto para justificar lo que los hombres no alcanzamos a entender y justificar de ninguna manera? Ya estaba anunciado en las Escrituras. A los discípulos de Emaús, que estaban desolados por el desenlace de la vida del "profeta poderoso en obras y palabras", les califica de "insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas", y les explicó "todo lo que había sobre él en todas las Escrituras" (Lc 24,27). Pedro, en el discurso que pronunció ante el pueblo después de Pentecostés, insiste en que Jesús "fue entre­gado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios" (Hech 2,23). San Pablo, en uno de sus discursos, diría a un grupo de oyentes judíos: "Los habitantes de Jerusalén y sus jefes cumplieron, sin saberlo, las Escrituras de los profetas, que se leen cada sábado" (Hech 13,27).

De ahí la importancia que tomó entre los cristianos, al expo­ner la suerte de Jesús, la fórmula secundum Scripturas. Debía

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quedar bien claro que todo había sucedido conforme a las previ­siones divinas. N o era fácil dar otras explicaciones convincentes. La actividad de Jesús no terminó en un fracaso. Fue la realización plena del proyecto divino. El Padre le podría haber liberado, mas no fue esa su intención (efr. Mt 26,53-54). Al estar todo ya anun­ciado en las Escrituras, no se podía alegar que los cristianos recurrían a un misterio incontrastable para justificar sus afirma­ciones. Y, al mismo tiempo, era imprescindible dejar esto bien asentado.

b) El dolor y el pecado

Dentro de esta oscuridad en que aún queda envuelto el mis­terio del sufrimiento, una cosa queda ya clara. No existe una relación necesaria y directa entre el dolor y el pecado. Jesús expuso su parecer sobre este tema en varias ocasiones (efr. Lc 13,1-5; Jn 9,3). Y ahí está su propia existencia, inmaculada, pues "¿quién de vosotros podrá probar que soy pecador?" (Jn 8,46), y, sin embargo, no faltan penalidades de todo género: pobreza, fracaso, sufrimientos físicos indecibles. Con todo, quedan algunas afirmaciones, que dejan traslucir que los pecados, si no son la única causa, de hecho sí agravan el peso del dolor en el mundo. Al paralítico curado por él le dice: "Mira, has quedado sano, no peques más, no sea que te ocurra algo peor" (Jn 5,14).

Hemos recordado que en la primera presentación del mensaje cristiano, después de Pentecostés, aparece ya la gran preocupa­ción de los cristianos: hacer ver que la muerte de Jesús no fue un descalabro para su causa. Sólo un tramo de su carrera triunfal. Estos primeros cristianos tuvieron buen cuidado de poner de relieve este aspecto fundamental del mensaje. Así aparece en los resúmenes de la primera predicación de los Apóstoles, que se nos han conservado en el libro de los Hechos de los Apóstoles (efr. 10,37-43).

Los evangelistas sinópticos presentan la vida de Jesús como un caminar consciente y decidido hacia Jerusalén, hacia el Calva­rio. Todos ellos describen la actividad de Jesús como un recorrido que empieza en Galilea y termina en Judea. Es Lucas el que más explícitamente insiste en este punto. "El (Jesús) se afirmó en su

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voluntad de ir a Jerusalén"(Lc 9,51; cfr. 13,22.33; 17,11). Vaasu destino, al lugar donde debe ser sacrificado el gran profeta, la gran víctima. "Conviene que hoy y mañana y pasado siga adelan­te, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jesusalén" (Lc 13,33). Allí se consumará su carrera en el momento y modo determinado por el Padre (cfr. Jn 7,30; 8,20). Todo acabaría en esa Jerusalén sorda, ciega e infeliz, que "mata a los profetas y apedrea a los que son enviados" (Mt 23,37). La cosa venía de atrás. La ejecución de Jesús completaría la lista y colmaría la medida (cfr. Mt 23,29-32). Apenas constató el Maestro que los discípulos estaban suficientemente preparados, consolidada su fe en él, "comenzó a manifestarles que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escri­bas" (Mt 16,21). Y emprende decididamente su gran peregrina­ción.

c) Jesús no elimina el dolor

Jesús no conjuró el sufrimiento que asolaba a la humanidad. Es cierto que luchó contra él. En su vida personal no lo buscó para sí. No fue un masoquista. Se contentó, en este aspecto, con soportar lo que las circunstancias de su vida le depararon. Sintió compasión por los que sufrían, cualquiera que fuera la causa y el género del sufrimiento. Le conmovieron las entrañas la viuda, que había perdido a su único hijo (cfr. Lc 7,11-16), la multitud que le seguía para escucharle y ser curada de sus enfermedades (cfr. Mt 9,27-30), y tantas otras personas. La misma Jerusalén, tan ingrata y cruel para con él, amenazada de destrucción por sus delitos, le arrancó copiosas lágrimas (cfr. Lc 19,41).

Los milagros que obró significaban que el Reino de los cielos empezaba a entrar y el imperio de Satanás se resquebrajaba (cfr. Lc 10,17-19), pero, con todo, el mal continuaría imponiendo su poder de una manera más contundente de lo que desearíamos sus pobres víctimas.

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d) El sentido del sufrimiento

Hemos visto que Jesús no eliminó el dolor ni trató de justificar al Padre porque no lo suprimía. Nos enseñó a darle un sentido. Esa es su gran aportación frente a este problema tan trascendental para los mortales. En él y a partir de él, el sufrimiento comenzó a adquirir un nuevo significado. Ya se había vislumbrado algo de esta novedad en el pueblo judío desde que éste tuvo que enfren­tarse con el problema del martirio por fidelidad a la Ley. El martirio no se interpretó como una desgracia, sino como la cul­minación feliz de una vida entregada al servicio de Dios (cfr. 2Mac 7,9.13).

Ni la muerte prematura es una desgracia absoluta. El joven creyente, que es arrebatado de pronto, no para su mal ni como castigo, sino porque "agradó a Dios y fue amado, y como vivía entre pecadores, fue trasladado" (Sb 4,10). El Espíritu Santo va preparando el camino para la actividad de Jesús.

Son Juan y Pablo los que reflexionan con más profundidad sobre el tema y nos han dejado el producto de sus meditaciones. Han encontrado en Jesús lo que buscaban. Según el cuarto evan­gelista, el sufrimiento de Jesús expresó el amor que el Padre nos tiene. Pues "tanto amó Dios al mundo, que nos dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16). Este mismo autor, en una de sus cartas, vuelve sobre el tema: "En esto consiste el amor: no en que nos­otros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10). San Pablo interpretó en el mismo sentido el gesto del Padre: "Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdo­nó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por nosotros" (Rm 8,31-32).

¿Por qué acepta Jesús la muerte afrentosa que se le aproxima? El mismo da una explicación cuando se presenta a sí mismo como el buen pastor, expone cuál ha de ser su conducta para con su rebaño. Dice que "da la vida por sus ovejas" porque las ama (cfr. Jn 10,15). Cuando se le echa encima la hora suprema de su sacrificio en la cruz, el evangelista llega a decir que "sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó

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hasta el extremo" (Jn 13,1), por lo menos en cuanto a la demos­tración externa.

Durante la sobremesa de la cena, él les recordará que "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos" (Jn 15,13). El amor de Jesús apareció en toda su autenticidad y fuerza en el trance supremo de aceptar la' muerte de cruz por nosotros. No se trataba solamente de cumplir un proyecto del Padre o de no invalidar las Escrituras. Había que demostrar claramente a los hombres, lo que se podía esperar de Dios. Con esta demostración, su amor quedaba claramente garantizado. Así lo entendieron los creyentes. Entre éstos, Pablo, que nos ha dejado este testimonio tan elocuente: "Si Dios está con nosotros, quién contra nosotros. El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros ... Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ... podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo nuestro Señor" (Rm 8,35-39). Y el mismo Apóstol, en otro lugar, afirma: "vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí" (Gál 21,20). Podemos todavía recordar otro pasaje de sus escritos: "la prueba del amor que Dios nos tiene nos la ha dado en esto: Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos peca­dores" (Rm 5,8).

De hecho, Jesús no buscó el dolor por el dolor. Se lo presen­taron las circunstancias de la vida. Pero llegado el momento, lo aceptó y supo darle el sentido que acabamos de constatar. El dolor en sí, siempre es un mal, pero puede adquirir un valor positivo. Es susceptible de convertirse en instrumento providen­cial para vivir más intensamente el amor, la entrega y la confian­za, y dar testimonio de estas virtudes.

Según estos pasajes del Nuevo Testamento, Jesús comprendió con claridad el sentido de sus sufrimientos, aunque hay momentos en que da la impresión de que la magnitud del dolor le ofusca. Se puede decir que toma la actitud de Job, para quien el dolor es un misterio, que supera su capacidad humana de comprender. En la cruz grita: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46). Estas palabras expresan, si no una rebelión o protesta, sí un interrogante. No se le ocurre decir que Dios es injusto, pero no le comprende bien, la pregunta queda en el aire.

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e) La confianza del sufriente

En el dolor y en la oscuridad, que padece en la cruz, no pierde su confianza y mansedumbre. El pertenece al número de los "man­sos o sufridos, que poseerán la tierra". Así interpreta sus senti­mientos el evangelista Lucas al poner en sus labios, instantes antes de morir, estas últimas palabras: "Padre, a tus manos enco­miendo mi espíritu" (Lc 23,46). En otra ocasión había manifesta­do su confianza inquebrantable en el Padre al orar de esta mane­ra: "Yo sé que tú me escuchas siempre" (Jn 11,42).

Se ha dicho que el sufrimiento es la piedra de toque de la confianza. Quien no la pierde en esos momentos de angustia y oscuridad está fuertemente adherido a Dios. Jesús nos deja un ejemplo admirable de esta adhesión. Aun cuando es presa de una angustia mortal, ora con confianza: "N o como yo quiero, sino como tú quieres" (Mt 26,39.42). Le parece que se puede poner en las manos de Dios para que le conduzca a donde él quiera. Está seguro de que le ama (cfr. Jn 15,9; 17,23), Y puede dejarse caer confiadamente en sus amorosos brazos. No necesita otra ga­rantía.

f) Dios comparte el sufrimiento del hombre

Resulta curioso, y para muchos desconcertante, el proceder del Dios cristiano, encarnado en nuestro Señor Jesucristo. Al venir a salvar al hombre, no ha suprimido el dolor. Lo que ha hecho ha sido asumirlo él mismo. La presencia del dolor en un Dios infinito, todopoderoso y amante es un verdadero misterio, de lo más inimaginable. Lo sorprendente para nuestra inteligencia es que ese Dios ha descendido hasta nuestro dolor y lo ha conver­tido en medio para conducirnos a la felicidad. Jesús nunca trata, explícitamente, de justificar a Dios porque no elimina el dolor. Siempre admite la posibilidad de que entre en su proyecto, ya sea general ya particular, como su muerte en la cruz. No nos ha explicado apenas el porqué de ese proceder. Le ha dado un sen­tido dándonos a entender que a él le ha servido para expresar su amor y obediencia al Padre y su amor a nosotros ..

En la Biblia se asegura repetidas veces que Dios "hace cuanto

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quiere en el cielo y en la tierra" (Sal 115,3; 135,6). Pero esta afirmación no se verifica respecto al dolor. Parece que en este campo nuestro Dios es impotente. He aquí un gran misterio. Ha seguido un camino extraño e inesperado para nosotros. No ha suprimido el dolor en esta fase de nuestra vida. Ello ha asumido solidarizándose con el mundo de los sufrientes, poniéndose a compartir su condición (cfr. Filp 2,6-8). Hay muchos secretos que superan la capacidad de nuestra inteligencia, y la presencia del dolor en el hombre, y quizá también en Dios 7, es uno de ellos.

Hay realidades incomprensibles que no nos tocan de cerca y cuyo planteamiento podemos obviar. Mas el dolor es un proble­ma que nos afecta a todos de lleno y nos exige un profundo acto de humildad y confianza. Estamos obligados a confesar que no lo entendemos,y lo dejamos en las manos de Dios.

El autor de la carta a los Hebreos se admira y siente un profundo gozo al ver cómo Jesús ha querido hacerse semejante a nosotros en el dolor. Dice: "tenía que parecerse en todo a sus hermanos para ser compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella" (Hb 2,17-18). Este autor expone ampliamente el sentido y el valor del sacrificio de Cristo, la gran expiación que él ha realizado. Su sangre nos abre la entrada del tabernáculo celestial (cfr. Hb 9). El sacrificio de Jesús resulta una solemne y eficaz liturgia, que nos purifica de nuestros pecados. El es el Siervo, que se sacrifica, el cordero, que se entrega para expiar nuestros pecados (cfr. Jn 1,29).

g) Lo que el dolor descubre al hombre

El dolor pone al descubierto la insuficiencia del hombre, su incapacidad para resolver los problemas trascendentales de la vida. San Pablo experimentó su pobreza respecto a la salud o al ministerio. Le pidió al Señor la gracia de superarla, pero no fue escuchado. De esta manera el Señor le hacía ver que siempre

7 K. KITAMORI, Teología del dolor de Dios, Salamanca, 1975; J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Salamanca, 1975; VARIOS, "Cuestiones fron­terizas. El problema de Dios", en Concilium 76 (1972) 317-357.

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permanecía pendiente de él. Al comprobar esto, el Apóstol com­prendió que aceptando humildemente su pobreza, se abría a la acción de la gracia divina. "Cuando soy débil, es cuando soy fuerte" (2Co'r 12,10). Es entonces cuando está en condiciones de recibir la salvación que el Señor le ofrece gratuitamente.

El dolor, para el creyente, no es un signo de la ausencia de Dios. Jesús, en Getsemaní, recibió una señal de que su Padre estaba con él: el ángel que le envió para confortarle (cfr. Lc 22,43). Este ángel es todo un símbolo. Aunque no aparezca Dios, ahí está su ángel, el mensaje de amor y de fidelidad que nos ha enviado. Para nosotros, el Evangelio es el ángel enviado por Dios a todo creyente aun en los momentos en que se siente más desam­parado y envuelto en la oscuridad. El Espíritu, que nos manda Jesús, nos hace capaces de soportar el sufrimiento (cfr. Jn 15,26-27). El dolor puede ser un lugar de encuentro con Dios lo mismo que la soledad y penuria del desierto. Por eso, no hay que consi­derarlo como un mal absoluto, aunque se ve, principalmente, su lado negativo. San Pablo lo considera, por lo menos en algunas ocasiones, como una gracia. Veamos lo que escribe a los cristianos de Filipos: "se os ha concedido la gracia de no sólo creer sino también de sufrir por él" (Flp 1,39). No se trata solamente de las persecuciones religiosas. Todo dolor puede adquirir el mismo sentido.

h) La resurrección

La resurrección ha dado sentido pleno y definitivo a la vida y a los sufrimientos de Jesús. San Pedro, en el primer discurso que pronunció al pueblo, asegura que este hecho es el fundamento del mensaje de salvación. Habló en estos términos: "A este Jesús, Dios le resucitó" (Hch. 2,32). Y en la segunda alocución: "pero Dios le resucitó (a Jesús) de entre los muertos" (Hch 3,15; cfr también 4,33; 5,32; 13,31; 22,15).

En las últimas instrucciones que dio a los Apóstoles, Jesús resumió el sentido de toda su vida en estas palabras: "Así estaba escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos comenzando por Jerusalén" (Lc 24,46-47).

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Recordemos también el planteamiento de san Pablo, especial­mente 1 Cor 15. Como consecuencia y expansión de la resurrec­ción de Jesús, llegará la resurrección final, la restauración del universo. Entonces habrá "un cielo nuevo y una nueva tierra ... Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos ... y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21,1-4). Será el mundo del proyecto divino, el mundo sin pecado y sin dolor, en amistad eterna con Dios. Esto es lo que esperamos los creyentes. Entonces llegará la solución del problema del mal. Por ahora no acabamos de comprenderlo, y, menos aún, logramos eliminarlo, pero tenemos la esperanza de que un día terminará.

VI. EL DOLOR Y EL MUNDO INFRAHUMANO

Israel se dio cuenta de que la tierra, como morada del hombre, no resulta acogedora. Tiene muchos encantos, pero deja aún mucho que desear. No produce espontáneamente lo que el hom­bre necesita para su sustento. Para desenvolverse en él es preciso muchas acomodaciones. Se muestra rebelde y, a veces, hasta amenazadora para la vida humana.

Por eso, el israelita creyó que en su proceso había habido algún trastorno, alguna anomalía. Como el mal entró en la vida del hombre por el pecado, no podía dejar de tener algunas con­secuencias perjudiciales para la naturaleza. Sobre ella también pesaba alguna maldición. Así explica el autor del Génesis el ori­gen de esta situación anormal. Después del pecado de Adán el Señor pronunció estas palabras delante del hombre prevaricador: "maldito sea el suelo por tu causa; con fatiga sacarás de él el alimento ... " (Gn 3,17).

Incluso la hostilidad de las fieras contra el hombre y entre sí parece algo indigno de la obra de Dios y, por consiguiente, está llamado a desaparecer cuando lleguen los tiempos mesiánicos, cuando la tierra goce de las condiciones para las que Dios la había creado (cfr. Is 11,6-9; 65,25). Es muy conocido el texto de san Pablo, que afirma que la creación entera está violenta y espera liberarse de su estado de corrupción y participar de la "gloriosa libertad de los hijos de Dios" (cfr. Rm 8,20-22).

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La resurrección de los hombres exigirá un nuevo escenario, "un cielo nuevo y una nueva tierra". Ignoramos cómo será eso. Tal vez estos textos tienen un sentido figurado. Quieren poner de relieve la profundidad y eficacia de los efectos de la resurrección en el hombre. Aquí también quedan en suspenso muchos miste­rios, que permanecerán ocultos hasta que llegue el momento de la revelación plena.