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TEODORO NIETO ANTÓN El camino de los impulsos Jacobo Peña Conversa

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TEODORO NIETO ANTÓN

El camino de los impulsos Jacobo Peña Conversa

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Fotografías: Pablo Martínez y archivo de la familia Nieto - Astarloa Primera edición: octubre 2009 Licencia Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España. Usted es libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra bajo las condiciones siguientes: Debe reconocer los créditos de la obra de la manera especificada por el autor o el licenciador. No puede utilizar esta obra para fines comerciales. Sin obras derivadas. No se puede alterar, transformar o generar una obra derivada a partir de esta obra. Al reutilizar o distribuir la obra, tiene que dejar bien claro los términos de la licencia de esta obra. Alguna de estas condiciones puede no aplicarse si se obtiene el permiso del titular de los derechos de autor. Nada en esta licencia menoscaba o restringe los derechos morales del autor. Printed in Spain - Impreso en España. Impreso en Imprenta Rabalán, S.L. Enrique Larreta, 6. Segovia

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ÍNDICE Dedicatoria 7 Agradecimientos 9 Introducción 13 Capítulo Primero: Volveré de vacaciones 17 Capítulo Segundo: El humo de los champiñones 37 Capítulo Tercero: El espíritu restaurado 67 Capítulo Cuarto: Crecer en el arte o el arte de crecer 79 Capítulo Quinto: El hecho amoroso 105 Capítulo Sexto: Guatemala 117 Epílogo: Viaje a todas partes 127

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DEDICATORIA En este recorrido por mi mida me detengo en especial en las personas que han dado un contenido esencial a ella; mis seres queridos: Henar, mi mujer, mis hijas Ruth y Lorena y un aparte a mis toritos Albert y Rodrigo, mis nietos, que me están aportando a esta recta final de mi camino la oportunidad de regresar a mi infancia con su ternura y amor. Es el regalo más hermoso que podía recibir, para escribir con letras mayúsculas lo que me quede de recorrido. A todos ellos les he dedicado, les dedico y dedicaré siempre con orgullo y pasión mi vida. Sin olvidar a todos los que han entrado en mi corazón; que les atrape para siempre. Teodoro Nieto Antón

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AGRADECIMIENTOS A la fuerza se ha de agradecer primero esta narración a Ruth Nieto Astarloa y Lorena Nieto Astarloa, sólo superadas por su padre en aportar contenidos a la misma. También a Jaime Martino, que hizo de primer contacto y motor de lo que se quería lograr aquí y que preparó la sorpresa de cumpleaños de Teodoro a la que el autor de este libro llegó casi tarde en su papel. Asimismo quiero expresar mi agradecimiento quienes me han facilitado el trabajo, soportado y aportado hasta su finalización: a Sonia Montero Roca, que me ha nutrido de ánimos cuando ella era quien más los necesitaba y a las recién llegadas Itziar y Aurora; a Ángel Nieto Astarloa, por encontrar las anécdotas que el propio Teodoro no recordaba; al ingeniero Manuel Nocetti Tiznado por ayudarme desde la distancia y por su cariñosa y vital descripción de cierta noche en la plaza Garibaldi; a Luz María Nocetti Tiznado que amablemente me enlazó con su hermano; a Laura Reinert, que me llevó de viaje virtual por las exposiciones y la obra benéfica de Teodoro; al anónimo actor que me atendiera con desparpajo a la puerta del Obispo Vellosillo; a las bases de datos del Ayuntamiento de Ayllón que me sirvieron para enriquecer contextos. Y cómo no, al propio Teodoro, por prestarme su intimidad y su tiempo, que intenté invadir justo hasta donde me hacía falta para completar la historia y que me ha dado horas de conversación sustanciosa, bien cocinada, esa cuyo sabor gusta rumiar un largo rato después en la cabeza camino de casa; y por aquella felicitación de navidad en óleo sobre tabla que todavía descansa en mi despacho, entre Canterbury y Pascual Duarte. Jacobo Peña Conversa

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Dijimos que no había casa como una balsa, después de todo. Otros sitios pueden parecer abarrotados y sofocantes, pero una balsa no. En una balsa se siente uno muy libre y tranquilo.

MARK TWAIN, Las aventuras de Huckleberry Finn.

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INTRODUCCIÓN Ayllón. Durante las conversaciones que han permitido completar esta biografía, me convencí de que el nombre de su pueblo natal debía ser la primera palabra del libro. Allí nació Teodoro Nieto Antón, muy al noreste de Segovia, casi donde se fusiona esta provincia con Guadalajara y Madrid. Entrando a la villa por su calle del Conde de Vallellano, atravesamos las murallas por la puerta del Arco y nos rodeamos de antiguos edificios, palacetes de piedra bien conservados que nos impregnan con sensación de grandeza. No en vano el lema de la urbe es “Historia y Arte”, sentencia que se dota de contenido en los abundantes monumentos civiles, iglesias y palacios que el pasado le ha dejado legados. Se asoma también Ayllón a famosos espacios naturales, como la sierra homónima, o los Parques Naturales de Tejera Negra, del Cañón del Río Lobos y de las Hoces del río Duratón. De historia celtíbera, islámica y cristiana, asaltada por los romanos, repoblada por los musulmanes, plena de recursos agrícolas y turísticos, cabeza comarcal, uno tiene la sensación, al mirar el pueblo desde la Torre de la Martina, de que se han alcanzado grandes objetivos allí y de que fueran estos hitos con los que se tendría que describir el lugar. Sin embargo, hay otro Ayllón. Es un Ayllón secreto, de esfuerzos sostenidos y diarios, en apariencia invisibles para todo el que no es de allí de toda la vida por lo que tienen de faena rutinaria aunque son en realidad insustituibles. Un palacio es bello, pero un noble del Ayllón del siglo XVI podía haber elegido, en lugar de construir su palacio, pagar la ampliación de una iglesia o levantar un puente en sus tierras; en todos los casos había que echar mano de la rutina del cantero. Por muy aparentes que le queden a un panadero sus panes y hojaldres o al repostero una dulcísima tarta de bodas, las horas que se invirtieron antes sembrando, segando, moliendo y cociendo son imposibles de ahorrar, son el camino a la meta y mientras que las metas se pueden cambiar, a todas hay que ir caminando con algún esfuerzo. Se nos podría objetar que justo esto no separa a Ayllón de los demás pueblos castellanos y sería cierto. Porque después de todo éste es un pueblo normal en el sentido benéfico y sano de la palabra, todavía capaz de sentirse orgulloso de su historia cotidiana y hasta de sus carencias, porque lo fortalecen. Este relumbre de normalidad es la impresión que transmite en su mirada Teodoro, empresario hostelero de indiscutible éxito y actualmente pintor profesional sin ánimo de lucro, cuando habla de las patatas deshechas de su madre, las horas en la cocina bajo el vapor de los champiñones o un cartel de "Se traspasa" que viese por casualidad en la calle para iniciar otro trayecto profesional. Son ojos pequeños, claros, vivarachos y saltimbanquis, inmersos en el recuerdo de lo cotidiano, vivir cada día centrado en la tarea y no en el objetivo, a semejanza de un monje que supiera que el cielo se alcanza rezando todos los días y no tanto con una gran obra final, aunque esta pueda ser notable. Cuando habla de estas cosas, se le vuelven parlanchinas las pupilas y hablan más que la boca, mostrando que su propietario se siente más orgulloso de esas pequeñas cosas y que las metas son una excusa para emprender caminos y que, no lo niega, las abandona con facilidad una vez logradas para volver a pensar en nuevas oportunidades. Nada es sólo lo que parece, todo está por terminar, todo es similar a subirse a un río y a ratos aprovechar la corriente, a ratos remar adonde le place y a ratos crear su propio afluente. Dirán las malas lenguas que quien mucho abarca, poco aprieta; todo tiene su truco en realidad. Basta con organizarse y por encima de todo ponerle pasión, impulso en bruto; basta con, como él mismo dice, no haber tomado ni una decisión con el cerebro, todas con el corazón. "De haber tomado alguna con la cabeza, no las habría tomado, dudando entre los pros y los contras." Sin embargo, el mundo de los negocios, cuando pensamos en él de forma abstracta, nos parece un entorno de planificación, decisiones frías y ciencia económica: le pediremos paciencia al lector para que vea cómo pasamos de etapa a etapa, de agricultor a camarero, a empresario, a profesor, a esposo y padre, a pintor, a filántropo e incluso jardinero y albañil, siempre a golpes de fuerza de voluntad, de impulsos. Nace esta biografía, sin embargo, no de la voluntad del propio Nieto Antón, nombre con el que firma sus obras pictóricas, sino de la de su familia, en especial de sus hijas Ruth y Lorena y con la complicidad de su yerno Jaime. Al sentirse identificados con el espíritu de trabajo e inquietud constantes que contagia Teodoro, la falta de apego por los logros materiales o esa costumbre de decidir a golpes de corazón y siendo herederos de las historias y peripecias de Teodoro, narradas por su protagonista en innumerables ocasiones con propósito ejemplar o sólo vivificante, no querían que todo ese acumulado se perdiera ahora que empiezan a ver cómo el Ayllón y el Madrid que conoció Teodoro han perdido el uno el sentido de la comunidad y el otro la naturalidad; ambos, la inocencia. Reciben los impulsores del texto su justa recompensa, pues hace de su vida Teodoro una dedicatoria constante a los suyos, a sus padres, hermanos, esposa y nietos pero sobre todo a sus hijas, estando presentes los unos o los otros, según la época que repasáramos, en nuestras conversaciones como motivo para hacer las cosas, para no escatimar esfuerzo alguno que le permitiera a sus padres retirarse de los esfuerzos del campo o a sus hijas quedar orientadas a convertirse en personas completas, a vivir con la tranquilidad interior suficiente para que encontrasen el cariño por lo cercano y por lo positivo. Las ve felices, satisfechas con los negocios que están llevando y viviendo de la manera que quieren; no quiere otra cosa e incluso allí donde no coincide con ellas en lo político o en lo sentimental lo asume como parte inevitable del

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resultado. Ésta es una biografía necesariamente optimista: su protagonista, de sesenta y cinco años, se ve realizado, siente haber cumplido los objetivos vitales que deseaba alcanzar en su cronología. Encuentra algunos errores pero pocos arrepentimientos y en cambio tiene muchos motivos para disfrutar cada día y llenarlo con tareas deseadas y buscadas con ansia. Cada vez que se despierta tiene por delante una jornada de novedades que atender y el mismo hecho de saberse ocupado le excita y hace feliz. Levantar un muro en el restaurante de Lorena, reunirse para comer con sus hermanos, una cita de trabajo, un viaje a una exposición en Michoacán… Sigue volviendo a Ayllón, casi semanalmente. Allí encuentra la raíz, la inteligencia práctica y el amor por la tierra y su trabajo. No hay otra luz, otro color de la tierra sembrada que le guste más, y es lógico porque la experiencia temprana es indeleble: creció en Ayllón y Ayllón le creció en la sangre.

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CAPÍTULO PRIMERO: VOLVERÉ DE VACACIONES Moria, zoqueta, alcacel, aceguera, bálago, robla. Las palabras son siempre importantes para estimular el recuerdo de los años infantiles, pero lo son más para quien los ha pasado en un entorno rural para luego emigrar a la ciudad, donde esos conceptos han ido desapareciendo según los españoles hemos ido naciendo en ellas y más aún cuando hemos ido volviendo a los pueblos, reconvirtiendo sus edificios, su agricultura y su forma de vivir. Para Teodoro, el cambio que primero se nota son los juegos: los niños de Ayllón ya no se divierten con las mismas cosas ni con el mismo sentido que cuando él era niño. De igual forma, las fiestas han perdido el componente de doble liturgia que tuvieron: el de una liturgia sagrada y el de una liturgia civil dedicada a disfrutar de la cercanía del otro, a la intimidad familiar, a las muestras de solidaridad vecinal. Ahora todo parece más impersonal, menos generoso y menos significativo.

JUEGOS NO TAN INFANTILES

Pero no nos dejemos llevar por el nostálgico pesimismo y recorramos un poco el Ayllón de ahora con los ojos de entonces, aprovechando la buena conservación arquitectónica para imaginarnos cómo sería la villa en los años cuarenta y cincuenta, esta "madre" urbana en cuyas calles creció gran parte de la forma de ver la vida el protagonista de esta historia. Haciendo poco esfuerzo podemos imaginarnos a Teodoro de niño, largo, espigado, con su pelo pajizo revuelto por el aire de los juegos, practicando junto a otros chicos con el chito, un trozo de madera sobre el que apostaban el dinero que a continuación intentarían ganar, lanzando un “tango” de metal contra él. O jugaban al hinque, un juego no exento de riesgo: una estaca (el hinque) que había que clavar en la tierra húmeda de la dehesa, y luego otro jugador lanzaba el suyo propio para intentar retirar el del primero. Pero no se quedaba Teodoro en los juegos tradicionales; más bien al contrario, “el Capitán”, como le apodaban los mayo res por entonces, tenía un grupo de diez amigos uno o dos años menores que él a los que le gustaba organizar en todo tipo de juegos inventados por él mismo que se muy a menudo se asemejaban al trabajo de los adultos. Solían jugar en la calle del Parral, donde estaba su domicilio familiar de Teodoro, una vía que hasta que la mandó empedrar su padre Justo siendo concejal, era una pista de tierra que terminaba su curva prolongada en un convento del siglo XV y en su huerto reconvertido en pradera comunal donde las tardes de los domingos se juntaban niños y adultos a pasar el rato. Uno de los juegos que dirigía Teodoro consistía en construir alcantarillados con las latas de conservas vacías que desechaban los más pudientes del pueblo, únicos con capacidad para pagarse con alguna frecuencia alimentos en conserva. El Capitán tenía a su cuadrilla yendo y viniendo a por agua para hacerla correr por el colector improvisado con las latas que incluso llegaban a enterrar para darle mayor verosimilitud. Un grupo industrioso, que tampoco dejaba de cometer travesuras, como cuando robaban manzanas del huerto que había tras la tapia que camina paralela a la calle, usando para ello Teodoro un bote al que había acoplado un mango, puede que de escoba o una simple rama pelada como alargadera; o cuando escamoteaban patatas y las sustituían enterrando piedras de similar aspecto creyendo que así disimularían su desaparición para luego marcharse a hurtadillas, riéndose por lo bajo, gozando de su "astucia". Siempre andaba inventando el Capitán todo aquello que necesitara para jugar. Ya que los pocos juguetes que tenía los heredaba de su hermano mayor y había que conservarlos en buen estado y por tanto usarlos de poco a nada, él fabricaba los suyos propios con lo que encontrara. Hacía, por ejemplo, vehículos con las cajas de fruta del Tío Botín, tan grandes que le servían para montarse en ellos, creando él mismo las ruedas con un serrucho viejo de su padre que apenas cortaba. En una ocasión se le ocurrió que, para facilitar el trabajo, podría aprovechar las ruedas de un carro al que nadie daba uso que había aparcado en la huerta de un vecino y que de todas formas nadie iba a utilizar. Cómo hacerse con ellas era el problema en el que puso a trabajar su cabeza hasta preparar un plan que requería la colaboración de un compinche que hiciera de vigilante. Primero tantearon el terreno, ensayando desde qué puntos era posible hacerlo sin ser vistos. El día del "golpe", Teodoro saltó por varias huertas hasta llegar al carro mientras su compañero vigilaba par dar el aviso si llegaba alguien. Así, desmontó las cuatro ruedas y se las llevó por donde había venido, sin ser visto. Como es lógico cuando se han de ahorrar hasta los cordones, no le gustaba desaprovechar cosas y el resultado sin duda mereció la pena: un flamante camión articulado de ocho ruedas, producto de adelgazar por la mitad las cuatro del carro, con freno, dirección y un remolque. La sonrisa de satisfacción de Teodoro bajando una pendiente montado en su vehículo debía ser el reflejo mismo de la victoria de la industriosidad sobre el abandono.

LA FAMILIA DEL BOTERO

A las nueve sin falta había que dejar los juegos y volver a casa, a refugiarse en la cocina, seno de todas las

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conversaciones y origen de deliciosos olores. Si había suerte, su madre podría haber guisado pollo al chilindrón; Teodoro suspiraba por ese plato en concreto. A cenar se juntaban todos los miembros de la familia: los padres, Justo y Donatila, con sus hijos; de la mayor al menor estaban Felisa, Pepita, Ángel, Teodoro y Justo. A Teodoro, que había nacido en 1944, le sacaban sus hermanos dos, seis y once años por arriba y le sacaba él a "Justete" dos. Algunos meses vivía con ellos el abuelo paterno, Hermenegildo, hombre sonriente, siempre feliz, un "encantador de serpientes", apuesto incluso a su edad, que ya viudo tuvo valor para echarse de novia a una joven del pueblo y dejarse ver con ella en los mismos sitios que el resto de parejas de novios. También, en Navidades, venían la abuela materna, Braulia, y la tía Carmen, una chica de la edad de Felisa con la que la abuela vivía desde que quedó viuda prematuramente. Tiene el recuerdo Teodoro de que fue una anciana fuerte y enérgica que vivió hasta la centena y murió un día señalado, tal y como había predicho: el seis de enero. Como casi todas las familias del medio rural, la de Teodoro tenía su propio apodo, heredado éste no del padre de Justo, como sería tradicional, sino del padre de Donatila, al que llamaban "el Botero" precisamente por la profesión de fabricar botas de vino. Este mote se lo acabaron poniendo al yerno y Justo "el Botero" lo llevó con orgullo y lo pasó: así se llama el jardín y salón de bodas que levantó muchos años después su hijo en Algete (Madrid). Los Boteros eran el tipo de familia que mantenía un recio sentido de unidad en torno al hogar, fomentando sus padres, como si de una responsabilidad inalienable se tratase, un ambiente de cariño y de cercanía casi obligada. En este orden de cosas todos tenían un papel que cumplir. Justo, el padre, era el que más hacía por fomentar la alegría del grupo, las ganas de hacer cosas, de vivir intensamente. La madre, Donatila, era la regidora del hogar, la organizadora, que gestionaba los bienes y las normas comunes. A los ojos de Teodoro destacaba el papel de su hermana Felisa, a la que le había tocado o quizá, por su carácter, buscó voluntariamente, la responsabilidad de ser una segunda madre, aportando a la ecuación familiar su ternura, el cariño incondicional, los caprichos concedidos en secreto. Probablemente disfrutó más de la infancia de Teodoro y Justete que la propia Donatila, más centrada en el timón del barco. Y es que este papel de organizadora que guarda celosa y administra los bienes era necesario que lo cumpliese alguien en cada casa. Durante la Guerra Civil, ambos bandos habían arrasado con las existencias que los padres de Teodoro no hubieran podido ocultar en el sotanillo secreto que había en la casa bajo la cuadra. La larga posguerra, con tantas manos echadas en falta y con un país por reconstruir entero y aislado, primero por la Segunda Guerra Mundial que acababa de terminar y luego por la política, había reducido los recursos hasta la temida frontera del hambre. De esta escasez los padres de Teodoro habían desarrollado un necesario gusto por el esfuerzo y una cierta inteligencia práctica que no aprendieron en la escuela sino en la aplicación directa de sus propias mañas. El ahorro, el ocasional estraperlo y la conciencia del buen madrugador, amante celoso de la tierra que cultivaba o de la harina que se amasaba, eran tan comunes a la pareja como a aquella época en la que no sobraba nada y en la que el dinero había perdido gran parte de su valor. Un ejemplo era el uso público de la panadería donde la madre de Teodoro iba a hornear la harina, cercano al concepto de trueque. Por cada kilo de harina entregada le daban una cierta cantidad de pan terminado, restando una parte de harina a modo de precio por el derecho a hornear allí. Donatila hacía hogazas de dos kilos y sólo en ocasiones especiales hacía tres o cuatro tendidas de pan y magdalenas, lujos éstos que debían hacer durar muchos días. Les decían a los niños "el pan recién hecho da dolor de tripa, comed un poco ahora y un poco más mañana y pasado, cuando esté más duro". Bajo esta misma cultura de la carencia crecieron sus hijos, acabando por ser conscientes de la necesidad de aportar de alguna forma al hogar. Felisa fue a Madrid a estudiar peluquería y montó a su regreso un pequeño negocio en el portal de la casa. Pepita, por su parte, estuvo dos años en Ginebra, Suiza, trabajando en un hotel y Ángel se marchó a Madrid en el año 54 a trabajar en una carnicería, aunque tuvo que regresar a los nueve meses para prestar de nuevo sus brazos al trabajo de la tierra de sus padres; aún no era su momento. Hasta los más pequeños, antes de poder salir a jugar, tenían sus propias tareas recogiendo amapolas y moria para dar de comer a cerdos y conejos. También se ocupaban de alimentar a las gallinas y recoger los huevos, aunque la cabeza siempre en marcha de Teodoro le llevó a hacer más divertida la tarea experimentando con ellas pequeños yugos hechos a mano con los que hacer que las inquietas y a la fuerza resignadas gallináceas tirasen y arasen el suelo del gallinero. Tenían también una tenada con ovejas y tenían que ir todos los días su hermano Ángel y él a llevarles paja, además de, durante el invierno, llevarlas a beber agua del río. Por aquel entonces era imposible que Teodoro supiese lo simbólicamente importante que ese pequeño terreno donde estaban las ovejas iba a ser para él. No adelantemos acontecimientos, que se verán más adelante.

UN PUEBLO OCUPADO

Ya tenemos así bien descrita a la familia y sus bienes y podemos seguir con la narración de sus asuntos. Les habíamos dejado cenando después de un día, como todos, ocupado. Tras la cena, había que irse a dormir, no ya por el trabajo que esperaba al día siguiente, sino por lógica costumbre que nos cuesta

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entender a una civilización de televisiones con programación nocturna, internet las veinticuatro horas y una variedad apabullante de ocio dentro y fuera de casa. Pero las noches de un pueblo castellano de la época eran silenciosas, oscuras a la fuerza, privadas y reflexivas y las preocupaciones escogían este momento previo al acostarse para aflorar. Así, alguna noche Teodoro escuchaba el runrún de sus padres hablando sobre las dificultades económicas de la familia, sobre no llegar para saldar esta o aquella cuenta o tener que pagar en especie con el grano cosechado, y allí bajo la manta, preocupado por lo que sus padres necesitaban y aquí no podía conseguirse, le nació a Teodoro un alma de emigrante. Los días eran, como decíamos, una hilera continua de tareas. Al levantarse desayunaban a menudo patatas deshechas con su requemo de pimentón, grasa de tocino y torreznos, mojando con todo ello el pan de hogaza; este completísimo primer almuerzo era el plato favorito de Teodoro, a excepción quizá del bacalao que hacía su madre el día del cumpleaños de su marido. Era aquel desayuno una reserva contundente que debía ayudar con creces a pasar el día entero de colegio, al que procuraban sus padres que no faltasen un solo día, pese a que le hubieran venido de perlas a Justo dos pares más de manos, aun pequeñas. Sólo los días que no había escuela, domingos, festivos o Semana Santa, se llevaba el padre a los chicos al campo y allí, a mediodía, tras comerse los tres juntos unos torreznos, Justo se echaba una siesta de quince minutos, y ellos jugaban capturando a los tábanos más perezosos o simplemente disfrutando de las carreras al aire libre. Años más tarde, ya en Madrid, Teodoro le preguntaría a su padre por el motivo de tenerles en el campo, muchas veces nada más que mirándole trabajar. "Yo sólo quería", respondió el labrador, "por un lado que vierais de primera mano lo que costaba conseguir lo que teníamos y luego, teneros cerca, veros jugar, disfrutar de mis hijos". La escuela por entonces estaba ubicada en un departamento del Ayuntamiento, en la plaza rectangular y aportalada que sirve de centro cardinal al pueblo. Allí tuvo dos maestros: primero a don Miguel, del que no guarda muy buen recuerdo porque era un hombre mayor y muy serio, de manos delgadas acabadas en dedos largos y nudosos que, como castigo cuando se portaban mal, les metía a los chicos por la espalda. Al no haber entonces estufa ni forma de calentarse en la escuela, es fácil imaginar que en invierno aquellas manos serían como las de un cadáver y que sus alumnos hubieran preferido, de pura dentera, un bofetón en su lugar. En cambio, el segundo profesor y al que durante más años tuvo, don Gabino Vázquez, tenía otra forma más didáctica de ver las cosas y de llevar a los alumnos donde quería. Era un hombre alto, delgado, bien vestido, con un jersey oscuro de cuello alto, elegante y sofisticado. A pesar de su juventud y aire moderno, era tan capaz de castigar con un pescozón a quien se lo mereciese, eso sin duda, como de volcarse en estimular a los chicos que destacasen en clase para ayudarles a salir adelante. Era un hombre de izquierdas, al menos tanto como se podía ser entonces y de alguna manera intentaba hacer llegar discretamente estas ideas a sus alumnos introduciendo pensamientos y reflexiones dentro de las asignaturas. Aunque se podría pensar que por esto mismo fuese a ser mal mirado en el pueblo, en realidad, aparte de que él sabía ser discreto, se le tenía mucho aprecio porque además de ser el maestro, figura muy reconocida entonces, tenía estudios de agrimensor, profesión extremadamente útil para los labradores, siempre interesados en poder medir sus tierras, dividirlas para una herencia o en separarlas de las de su vecino; muchos de estos trabajos los hacía don Gabino sin cobrar. Teodoro era precisamente uno de estos chicos que destacaba en la escuela quizá porque la disfrutaba; sobre todo destacaba en el dibujo, hasta el punto de dar él estas clases al tener más maña que el maestro para el trazo. Práctica no le faltaba, ya que siempre que podía trataba de pintar lo que tuviera frente a él o copiaba imágenes de los libros. Entonces lo hacía por puro entretenimiento infantil, sin poder imaginarse que llegaría a pintar profesionalmente algún día; si no es sencillo para un niño anticipar dónde llegará de adulto, algunas cosas son más difíciles de imaginar que otras para el hijo de un labrador de la posguerra. Pero, como veremos, Teodoro es una alma pasional y tozuda que cuando le coge gusto a algo puede llevarlo al extremo que le pida su alma. Decíamos que en la escuela hacía frío en invierno y debía hacerlo más aún en la calle cuando salieran a jugar los alumnos a la cercana dehesa, a los juegos que ya se han dicho y muchos otros que inventaban según la conveniencia del clima. Dejaban por ejemplo las compuertas del canal de riego de la dehesa abiertas una noche entera, con lo que amanecía cubierta de hielo. Si añadimos que el terreno tenía un desnivel de hasta diez metros, es fácil imaginar cómo seguía el plan: usando pupitres viejos como trineos, se deslizaban durante la hora del recreo. Así pasaban los días los hijos del Botero, colegio de mañana, tareas y juegos por las tardes, hasta la llegada del fin de semana. Los domingos, aun no habiendo colegio, seguían siendo días repletos de cosas que hacer. Dicen que el Diablo cuando se aburre mata moscas con el rabo y quizá esa permanente ocupación era el origen de la paz que se disfrutaba en Ayllón, alejado intelectualmente y por voluntad propia de discusiones políticas y otros vaivenes. Se iba primero a misa, los unos para rezar y los otros para jugar al frontón en la pared de la iglesia, con la consiguiente molestia para la concentración de los orantes de dentro, hasta el punto de que llegó el cura a prohibir practicar este deporte contra el edificio. Sin embargo, hasta que esto ocurrió, era una celebración de apuestas y orgullos deportivos que animaba mucho la villa. A la salida de misa se iba la gente a beber un chato de vino a la taberna y en la plaza mayor había siempre algo que hacer o presenciar, como una danza castellana, la orquesta del pueblo, etc. Por la tarde se iba a la pradera del ex-convento si el

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clima lo permitía: los mayores charlaban, los niños jugaban y Mariano el confitero movía allí su negocio de chucherías. Todos miraban y se dejaban mirar, todos se conocían y el ambiente, a los ojos felices de un niño, era intenso y fraternal. En estas reuniones podían comentarse las noticias de Madrid y de los pueblos vecinos, segovianos y guadalajareños, que llegaban a Ayllón. La familia de Teodoro se mantenía informada a través de la tía Dulce, una hermana de Donatila que vivía en la capital, y de los familiares ubicados en Bilbao y Barcelona. Más tarde comprarían una radio Inter, pero, antes de que la gente de Ayllón alcanzase para pagarse las suyas propias, había una sola radio en el pueblo y con el volumen al máximo se colocaba en la plaza para escuchar los partidos de fútbol. Pero la fuente principal de noticias era el boca a boca de quienes se acercaban a comprar, a la que era y es capital de comarca, desde otros pueblos de la sierra, llenando los autobuses de La Serrana o la Castellana (actual Continental Auto). Así se enteraba uno de todas las noticias, buenas y malas. Todo el mundo tenía un informe completo de todos los vecinos y de sus familiares, sus pendencias, sus negocios, sus enfermedades, bodas, bautizos y difuntos. Como decíamos, de lo único que no se hablaba era de política. Había un silencio considerable nacido en la autodefensa: como en toda España, habían visto fusilar a mucha gente de todos los credos y bandos. Ni comprometidos ni opuestos al régimen, los ayllonenses se mantuvieron pegados al trabajo sobre el terreno y no a las entelequias filosóficas.

EL CALENDARIO DE FIESTAS

Si el pegamento del pueblo eran esos días de trabajo, esos almuerzos familiares y esas tardes en las plazas y las tabernas, las bisagras que lo articulaban eran las fiestas que servían de mojones al año, marcando ese camino de encuentros vecinales que, a pesar de los cambios en su propósito, se mantiene como un tipismo de los pueblos. La feria de noviembre, por ejemplo, es cuando venían de toda la provincia y más allá para vender ganado vacuno, lanar, mular y caballar. Allí en la dehesa se montaba todo y se hacían los tratos, ayudados por los intermediarios, gente del pueblo que sabía quiénes querían comprar y conocían también a los vendedores. El propio padre de Teodoro se dedicaba a esto para ganarse la "robla", la propina que se pagaba al mediador y que le servía para pagarse el porrón de vino o algún otro capricho para él o los suyos. Ofrecía aparte la feria otras formas de ganar dinero: alojaban en la propia casa a tratantes de ganado, oportunidad que Teodoro aprovechaba para ver y escuchar con avidez a gente e historias de fuera de la localidad durante los dos o tres días que duraban la feria y el hospedaje, así como seguir atentamente los tratos que su padre arreglaba. A continuación llegaban las Navidades, marcadas por su carácter recogido, reflexivo, entrañable y religioso. Venían de visita la abuela Braulia y la tía Carmen, se reunían todos para charlar y jugar a las cartas en la cocina, rodeados de los accesorios indispensables para crear la atmósfera navideña: turrón, chocolate, castañas cocinadas con anises, peladillas… La administración exigente que hacía Donatila de los bienes del hogar permitía que estas cosas no dejasen de estar presentes a pesar de la escasez. Después se reanudaba la escuela que, por mucho que le gustase a Teodoro, se hacía un poco más cuesta arriba después de llevar ya medio curso de esfuerzo y, con el recuerdo reciente de unas vacaciones que se hacían cortas, la tentación de saltarse alguna clase nacía inevitablemente. Un febrero por la mañana antes de ir a clase, andaba Teodoro buscando botes para sus alcantarillas o quién sabe qué otro invento con su amigo "el Preparado". Precisamente, en una punta del puente que cruza el río Aguisejo vivía una de las familias con más dinero, que podía permitirse comprar latas de comida y el río les hacía las veces de vertedero al que arrojar los restos, incluyendo latas vacías. Ese día, mientras estaban allí recogiéndolas, Victoria “La Jarrilla”, una vecina, arrojó al río un cubo de agua sucia que les dio de lleno, empapándoles de arriba a abajo y poniéndoles la ropa perdida. Por miedo a ser lógicamente reprendidos por sus padres, lavaron la ropa en el mismo río y luego se pusieron ellos y sus ropas a secarse al sol. Les podemos imaginar con sus cuerpecillos delgados, tiritando, abrazados a sus propias piernas y rezando para que el sol hiciese rápido su trabajo. Por supuesto, se les fue entera la mañana, perdieron el día de colegio y, aunque consiguieron llevar la ropa limpia y sólo un poco húmeda, tan pronto les comunicó el profesor a los padres que habían faltado a clase, debió armarse la de San Quintín en casa de los Nieto Antón. Las fiestas populares estaban también organizadas en sus actividades por edades y por sexos. Santa Águeda, el 5 de febrero, era una fiesta para mujeres, en particular las casadas, y además de la típica procesión de la Santa y otras actividades, se organizaba una merienda para las "aguederas". De la misma manera los jóvenes tenían como fecha señalada el Jueves Lardero, que es el anterior al Miércoles de Ceniza y marca el comienzo del Carnaval. "Lardero" proviene del latín, de la palabra lardus, que significa grasa. En efecto, es una fiesta en la que las cuadrillas de chicos, que habían ido juntando dinero todo el año para este fin, hacían una comida bien copiosa en el monte, a la orilla de algún barranco. "Jueves lardero, pan, chorizo y huevo". "Dama y caballero, comerán el carnero, del día de Jueves Lardero". Una buena comilona para celebrar la llegada del carnaval, antes de los rigores de la Cuaresma. Durante la Semana Santa se asistía a las novenas y al rosario cada día, hasta que llegaban el Domingo de Ramos y el Corpus Christi. En cada barrio

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o calle del pueblo se preparaba un altar hecho por los propios vecinos y el cura hacía detenerse en cada uno la procesión para rezarle. Se vestía a la figura del altar con las mejores galas, usando lo más excelente de lo que tuvieran en cada casa para decorarlo y vestirlo: mantelería, borlas, adornos y, en general, cualquier cosa que con imaginación pudiera servir como rica vestimenta o engarce. Más tarde, en la Cruz de Mayo, se hacía una romería en la explanada del ex-convento, con baile y puestos de refrescos, caramelos, rosquillas, paloduz.. A la llegada de la Cruz se producía la subasta: quien podía, habría regalado para la ocasión bien un cordero, bien unas rosquillas u otras cosas por las que pujar, además de, como es típico, por las andas de la Cruz. De organizar y dirigir la puja se encargaba Juan Manuel Pérez Arroyo, el sacristán, personaje que, como vamos a ver de inmediato, puso otro ladrillo en la personalidad de Teodoro.

LA OTRA ESCUELA

El chico participaba animosamente en estas fiestas sobre todo por su afán de estar en contacto con la gente. Le gustaba mucho observar a las personas del pueblo que le llamaban la atención o de las que creía que podía sacar una idea nueva, no cansándose de encontrar referentes aparte de sus padres. Para él estos adultos eran como otra escuela, más viva. Les seguía expresamente o a hurtadillas para ver cómo hacían las cosas y, sin embargo, nunca tuvo un desaire de ellos, nunca le apartaron como a un mocoso molesto, como haríamos hoy con cualquiera de esos insistentes niños que parecen querer nada más que un capricho pero se conformarían con una palabra amable nuestra. Estaba por ejemplo la tía Jacoba, que se ganaba la vida ejerciendo de pregonera, dando las noticias que el ayuntamiento y quien quisiera pagar por anunciarse, un comerciante avisando de que había llegado este o aquel producto al almacén por ejemplo, le dictasen. Como le gustaba tener compañía en el trabajo, llevaba siempre encima caramelos que regalar a los chavales que la seguían escuchando los anuncios y el particular sonido de su turuta. También le interesaba Antonio “el mudo”, un hombre con cierto retraso y un comportamiento disparatado y poco agradable, que incluso comía restos de la basura. Era un personaje habitual de la mitología rural, tan observado como rechazado por sus costumbres, aunque Teodoro llegó a la conclusión, tratándole, de que era un hombre que sólo necesitaba algo de paciencia y ternura y que respondía con el mismo sentimiento a los detalles de amabilidad. La Lejincha, otra de estas personalidades que le interesaban, vivía principalmente de las cosas que daba el campo. Cogía acederas, collejas, cardillo, caracoles, setas, cagarrias, peces del río, en resumen, todo lo que podía ser útil o comestible y lo vendía para sobrevivir. Todos ellos representaban esa España de la improvisación, de la provisionalidad y sin duda no es casualidad que en Ayllón Fernando Fernán-Gómez filmase su Viaje a ninguna parte, película llena de este tipo de personajes. Tampoco nos resultará raro saber que Nieto Antón, identificándose en ella no sólo con su pueblo sino con una forma de vivir oriunda y pícara, acabaría comprando un rollo original de la película al propio Fernando. El personaje más importante que Teodoro seguía era, en cualquier caso, el sacristán antes mencionado, Juan Manuel, un hombre de intelecto vivo y carácter alegre, casado y con cuatro hijas, practicante de varias profesiones y aficiones a la vez. Además de ayudar en misa era apicultor, sastre, hortelano, daba clases de música, muchas veces necesariamente gratuitas, y en resumen parecía capaz de sacarle rendimiento a todo. Era miembro de la hermandad de la Vera Cruz, y le tocó ser mayordomo de ella a la vez que al padre de Teodoro. Cada año se elegía de entre los miembros casados (o solteros si no había suficientes) a cuatro mayordomos que por aquel entonces tenían varias funciones sociales y de caridad. Vestían a los santos en las procesiones, cuidaban del cementerio y se encargaban de todo lo relativo al entierro de cualquier vecino, tarea esta muy importante en una época de familias recién diezmadas donde mucha gente moría sola y necesitaban de quien les proporcionase un entierro, si no acompañado, al menos digno. Dado que los cuatro mayordomos de cada año solían acabar siendo amigos y continuando la amistad con cenas anuales, esto le dio a Teodoro un mayor acceso a Juan Manuel y a su forma de vida, que para el chaval era fascinante.

EL VERANO DE LA SIEGA

Cuando llegaba el verano y el final del colegio, ocurría un acontecimiento muy banal pero muy importante para un niño. Durante el resto del año eran obligatorios los calcetines, pero con la llegada del calor éstos desaparecían y se podía ir en pernetas, vestidos los pies sólo con sandalias u otro calzado más fresco. Pero en cuanto cumplió siete u ocho años, el periodo estival se convirtió también para Teodoro en el momento de trabajar en los Llanos, una zona a cuatro o cinco kilómetros del pueblo, de propiedad pública, que contaba con unas mil hectáreas, divididas en parcelas que se iban adjudicando en suerte a los labradores y por las que iban rotando cada dos o tres años. A las cuatro de la madrugada salían para allá el hermano mayor Ángel, Teodoro y su padre. A veces iban los dos hermanos subidos en la borrica medio dormidos, ya que el animal era capaz de hacer la ruta, por lo frecuente, casi sin guía. Pero era un animal después de todo y en

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una ocasión les dio un buen susto: a lo lejos se les acercó por el camino un cura, un hombre muy alto que montaba en su bicicleta con la sotana remangada y atada a la cintura. A esas horas y con esa luz, a saber lo que pensó la burra que se les venía encima. El animal se espantó y casi tira a los hermanos; al pasar junto al ciclista, el ingenio de Teodoro salió de su letargo y soltó: ``Si lo sé me bajo yo antes y le espanto la bicicleta''. Al final de la ruta les esperaban el trigo, la cebada y la avena, hiero y algarrobas, algo de centeno también. Este último podía aprovecharse de dos maneras: si venía buena primavera, se segaba pronto y esta cebada verde o alcacel se le daba de comer al ganado. Del otro uso se encargaba la madre de Teodoro, que le quitaba el grano al centeno y los bálagos resultantes se ataban de diez en diez para hacer el vencejo, una cuerda recia que se hacía flexible a golpes y se usaba para atar las gavillas del resto del grano. A Teodoro no le disgustaba trabajar, le agradaba estar en el mundo adulto. Pero no es trabajo agradable el de la siega para quienes tienen la piel clara y suave de los rubios; ya no sólo por el sol de justicia, sino porque a pesar de la zoqueta de madera que le protegía la mano de los golpes de la hoz, del latigazo de las espigas en el antebrazo no te libraba nadie y a Teodoro se le acababa formando una costra, más o menos dolorosa según lo que tocase segar. La avena, por ejemplo, no representaba mucho problema porque es una planta delicada, debilucha, de tacto suave, que se siembra a veces para dejar descansar las tierras o cuando no pueden dar otra cosa. Las algarrobas hasta tienen un lado divertido porque se recogen de espaldas, haciendo una bola mientras se camina hacia atrás y dándole una patada para dejarla a un lado al terminar y seguir con la siguiente. Peores eran el trigo, al que recuerda con la aspereza de la lija, el polvo de la cebada, que le producía un picor desagradable por toda la piel o el hiero, una planta bajita y de caña gruesa que se le daba a los animales y que requería agacharse para segarlo con fuerza. Pero el que se llevaba el premio al martirio era el garbanzo, que crecía rodeado de gran cantidad de cardos puntiagudos. No lo sembraban siempre, pero cuando tocaba, volvía Teodoro con las manos como dos sienes de Cristo. Como el resto del año, al verano también lo articulan las fiestas que, sobre todo, le proporcionan a los agricultores algún descanso. El día de San Juan se hacía un mercado en la plaza y los chicos aprovechaban de nuevo para ir a admirar lo que por Ayllón se veía poco y para ellos era un espectáculo temporal y gratuito. Enormes hacinas de cebollas amontonadas recién arrancadas, que por entonces se vendían mucho, perfumaban toda la plaza y alrededores, junto con otras verduras y todos los utensilios necesarios para el campo que se venían a vender allí. Tenían especial fama los Conrados, unos artesanos de arreos para el ganado, que cada año le solían hacer a algún labrador con más dinero unos arreos recios y engalanados que los niños admiraban, no sin algo de envidia, al verlos pasar colocados ya sobre dos enormes mulas. Otra fiesta que deseaban ver llegar los que trabajaban el campo era la del 18 de julio, el día del Alzamiento, porque en esas fechas ya se estaba en plena faena segando y un descanso venía de perlas. "No os bañéis en el río que con el cambio de temperatura os podéis ahogar" les decía su padre ese día. En realidad, sabía Justo que el chapuzón les iba a dejar relajadísimos los músculos, tanto que al día siguiente no habría quien les hiciera trabajar en la siega. Y es que como niños que eran, tener un día entero para jugar después de tantos días de trabajo era un acontecimiento que no querían perderse. Ya les había ocurrido en una ocasión quedarse dormidos de cansancio toda la festividad entera de Santiago y haber despertado al día siguiente con el disgusto de tener que ir directamente al trabajo. Terminaba el periodo de trabajo con San Miguel, el patrón de Ayllón, el 29 de septiembre. Ese día era tradicional que los primogénitos estrenasen algo, para que la familia pudiera presumir del mozo. Así, su hermano Ángel cada dos o tres años estrenaba un traje o podríamos decir que lo estrenaba la familia, ya que inevitablemente y sin desprecio lo heredaría Teodoro. En esa fiesta siempre había toros: se levantaba el ruedo dentro de la plaza mayor y era famoso su padre por salir siempre a poner banderillas o a hacer alguna charlotada como entrar a hacer de picadores montados en una burra que, lógicamente, solía llevar las de perder y a menudo terminar mal parada o muerta, hasta el punto que dejaron de vendérselas. Hemos dicho que le creció parte del alma emigrante a Teodoro escuchando a sus padres hablar de las dificultades económicas. Era durante el verano, yendo a la siega, cuando le nacía la otra mitad. A mediodía se paraba para comer, pero a las dos ya estaban marchando de vuelta a la tarea bajo un sol canicular que todo lo silenciaba y que pocas ganas proporcionaba para el trabajo. El adoquinado de la calle parecía humear. Para ir a cualquier parte en el pueblo o para cruzarlo camino de los campos, se tiene que pasar por la plaza; y ahí estaban los señoritos, descansando a la sombra de los soportales, con una cerveza, un vermú o nada más que apoyados en el respaldo del asiento, espantando una mosca que se le fuese a posar en el sudor. "Yo estoy en el camino equivocado." se decía para sí Teodoro pasando ante ellos. "Si estos pueden, yo también tengo que poder." Tenía sólo catorce años cuando decidió que quedarse en Ayllón no iba a ser la forma de lograrlo. Lo que daban las tierras de su padre, cinco hijos se lo comían en un santiamén y ya de hecho era necesario ajustarse con otros labradores para ir a trabajar en la siembra ajena y así ingresar dinero adicional. A pesar de ser Teodoro de los segadores mejor pagados por el mucho empeño y técnica que le ponía a la siega, se sacaba unos duros al día que seguían sin ser suficientes, ni mucho menos, para su objetivo final, que era ya no sólo quitarse él mismo de aquellos rigores, sino también a sus padres. Había estado trabajando todo el verano del cincuenta y ocho como si ya fuera un adulto más y al terminar le pidió a sus padres irse de

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vacaciones a Madrid en compensación por el esfuerzo. Sus padres, que lo veían completamente justo, le buscaron acomodo en casa de la tía Dulce y le desearon que se divirtiese y tuviese el descanso que merecía. No podían saber, ni quería su hijo aún que supieran, del proyecto que ya no sólo germinaba, sino florecía en la cabeza de Teodoro y que poco o nada tenía que ver con el descanso. El día de la partida, se subió al autobús de La Castellana con la maleta y ochenta y tres pesetas para el billete de vuelta, que nunca compraría. Al dejar atrás la muralla de Ayllón y cruzar el mismo puente del Aguisejo donde recogía latas de niño, entró de golpe en la edad adulta. Como queriendo conjurar a su niñez para dejarla allí aparcada, se volvió hacia el pueblo en ese preciso momento y dijo "volveré de vacaciones".

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CAPÍTULO SEGUNDO: EL HUMO DE LOS CHAMPIÑONES En 1958 Madrid empezaba a recuperar parte del músculo demográfico perdido, atrayendo hacia su naciente industria a gente que ya no encontraba en el campo cómo ganarse la vida o que quería progresar más rápido de lo que el cultivo permitía. Muchos eran los signos para quien llegara a la capital de que la economía estaba en pleno resurgimiento: servicios públicos de limpieza y transporte que daban un aspecto lustroso y activo, bailes, terrazas, las primeras emisiones de televisión comentando cómo los equipos deportivos españoles participaban y hasta ganaban en competiciones en el extranjero y, sobre todo, gente; gente por las calles, madrileños entrando en el metro y foráneos bajándose de los autobuses interurbanos para probar suerte. En esta década y en la posterior Madrid sufriría una de sus mayores expansiones urbanísticas, derribándose barrios enteros de escombro para construir las viviendas de la nueva clase obrera que aspiraba a ser clase media y quizá alta algún día. Así empezaría a nacer esa casta de nuevos madrileños, con un pueblo natal al que volver en fiestas y abuelos de distintas procedencias cimentando el espíritu híbrido que sigue teniendo la ciudad. El "gato" auténtico, hijo y nieto de madrileños, empezará aquí su declive hasta casi el peligro de extinción.

EL RECREO CASTELLANO

Nada más instalarse en casa de sus tíos, Teodoro les confesó su intención de no volver al pueblo, dejando asombrado al cabeza de familia. Quería colocarse a trabajar en cualquier parte y de momento le bastaba con que en el empleo le diesen de comer y le sirviese para aprender un oficio. Como manos no era lo que sobraban y los madrileños de a pie empezaban a gastar en tiempo de ocio, tardaron poco en encontrarle trabajo en un restaurante-bar llamado El Recreo Castellano, propiedad de su amigo Gabriel Vicente, ubicado en Carabanchel Bajo. Allí empezó a trabajar de camarero, salvo un periodo breve que trabajó "cedido" a un restaurante del centro, sirviendo delante y detrás de la barra a una población en cierto modo homogénea: todos parecían igual de maleados por los golpes de la vida. El de Carabanchel era uno de esos barrios recién levantados y en concreto la zona donde estaba el restaurante, llamada Colonia del Tercio Terol, nacía de una vecindad anterior ruinosa y casi en estado de abandono que había sido expropiada y derribada para construir encima diez mil viviendas. A los antiguos habitantes se les otorgaron pisos de esta nueva colonia y entre éstos y la clase obrera y poco ilustrada que fue llenando la vecindad, se creó una mezcla muy peculiar, muy humana, a partes iguales castiza y emigrante, ruda y sencilla, aislada y populachera. Las tabernas, las cafeterías y los bares era donde estas personas, los hombres principalmente, pasaban el tiempo, todo el que tuvieran de ocio y todo el que tuvieran sin trabajo. Lo poco que ahorraban lo gastaban en comer y beber solos o en compañía, una vez saldadas (o no) las deudas más esenciales. Se reunían con los amigos y con los compañeros de trabajo, se citaban con las novias, hacían negocios, jugaban a las cartas, discutían y convertían los locales en sede de sus peñas. Justamente en El Recreo había una peña taurina, La Sardina, de unos veinte miembros que se apiñaban allí casi a diario. De tanto en tanto, un pintor de brocha gorda, fan de Paco Camino, al que apodaban `` El Bodeguero'' y que estaba rebotado con el por aquel entonces popular Cordobés, daba unos cuantos naturales con un capote imaginario, su abrigo o una servilleta para demostrar si esta o aquella faena habían sido dignas de elogio. Durante el tiempo que estuvo el chico con él, don Gabriel le cogió un cariño inmenso a Teodoro, hasta el punto que su jefe fue capaz de levantarle la mano a su propia mujer el día que ésta regañó al chico. El de Ayllón, por su parte, procuraba trabajar con el esmero que ponía en la era. La primavera siguiente de haber llegado Teodoro a Madrid, su jefe apareció un día por el negocio con no muy buena cara, se le notaba que rumiaba algo desde hacía rato. Al preguntarle Teodoro, confesó, sintiéndolo sobre todo por su aprendiz favorito, que estaba pensando muy seriamente en traspasar el negocio por no sentirse capaz de seguir aguantando la vida tan dura que le obligaba a llevar. "¿Por qué no se lo deja usted a Manolo?" preguntó el chaval. Manolo era un treintañero casado con una sobrina carnal de Gabriel que llevaba toda la vida trabajando en el Recreo; conocía por tanto el negocio y todos los que conocieran poco al dueño le daban por heredero natural de aquello, aunque que no era persona que agradase en nada a Gabriel, más bien al contrario. Con el gesto torcido dijo "¿A ese?". No hacía falta más explicación, aquella opción no quería ni considerarla. Hubo un breve momento de silencio entre ambos, mientras el uno sopesaba y el otro se decidía. Entonces dijo Teodoro "¿Y por qué no me lo deja a mí?" Tenemos que recordar que esto se lo decía a un hostelero veterano y resabiado un chico de quince años que no llevaba en el negocio ni lo suficiente para celebrar un aniversario. ¿Qué pensaría don Gabriel, al que ya llamaban tío Gabriel, de estas palabras? ¿Temeridad adolescente? Sin duda. ¿La valentía de quien madura rápido? También pudiera ser, seguramente serían ambas. "¿Tú? ¿Qué posibilidades tienes?" El dueño del Recreo nadaba entre la incredulidad y la esperanza. Éste era el chico que le gustaba, alguien que realmente podía considerar un

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continuador de su trabajo, pero... "Conmigo están mis hermanos y mi hermana para llevar el negocio y supongo que mis padres nos ayudarán." El chico no se echaba para atrás ante este nuevo puente y quería cruzarlo antes de que otro lo hiciera en su lugar. La resistencia de Gabriel, que en el fondo era un sentimental y debían de gustarle estos gestos de orgullo, quedó totalmente vencida. "Vamos a ver cómo lo hacemos." Desde luego, el plan, de ir a fructificar, tenía que pasar por el consentimiento de los padres de los jóvenes. Ninguno de los hermanos era mayor de edad y tampoco tenían el dinero que se necesitaba para pagar el traspaso. Casualidad o causalidad, al día siguiente de esta conversación de negocios, pasaban por Madrid los padres de Teodoro de camino a Fátima en peregrinación y su autobús hacía una parada en Plaza de España. Allí mismo, con la excusa de saludarles y con el alma en un puño les contó lo que había, la oportunidad que tenían de levantar su propio negocio y las posibilidades que veía en ellos mismos de lograrlo, además del dinero que era necesario entregar para el traspaso. En una situación como esta, lógico hubiera sido esperar a ver qué decía el tradicional cabeza de familia, pero ya sabemos del carácter ejecutivo de Donatila: coincidiendo y adelantándose al pensamiento de su marido, dijo que si estaban convencidos de que aquello era lo mejor para ellos, eso es lo que se haría, y si se necesitaba vender una parte de las tierras para pagar el traspaso, se vendía. Durante las siguientes semanas se dedicaron a llevar a cabo todas las gestiones necesarias que harían a la familia subarrendatarios del Recreo Castellano y empresarios a sus hijos. La tierra que tocó sacrificar fue la tenada donde tenían las ovejas y se acordó un contrato por tres años. La tierra vendida pasaría a ser una deuda pendiente con la propia paz de espíritu de Teodoro, que no sentiría que había devuelto todo lo que sus padres le habían dado en la vida hasta que recuperase, muchos años más tarde, exactamente el mismo pedazo de terreno. De esta manera Ángel y Pepita pudieron aprovechar la oportunidad de aligerar el peso familiar marchándose a Madrid con su hermano. Ángel entró a trabajar también en el bar y los dos hermanos se ahorraban el alojamiento durmiendo allí mismo, en la trastienda, un cuarto trasero de cinco metros cuadrados con espacio apenas para la cama de Ángel y para otra, apenas un jergón colocado en un altillo sobre la primera, donde dormía Teodoro como un difunto en su nicho. A Pepita le buscaron algo mucho más adecuado para una señorita y entró a vivir de huésped en una pensión cercana al bar. Durante los seis meses siguientes, los tres hermanos descubrieron en qué consistía aquel negocio y a coger confianza con los clientes, con el manejo rápido de la caja, la toma de comandas al vuelo, la organización del almacén y el regateo con los proveedores. En este momento, se incorporaría también a la sociedad el hijo menor, Justo, para llevar entre los cuatro hijos el negocio, quedándose sólo Felisa en Ayllón. Consecuentemente, le cambiaron el nombre al local por "Los Cuatro Hermanos".

LOS CUATRO HERMANOS

La hostelería es un negocio complicado para cualquiera por los horarios y por el servicio casi continuo. En los ratos más flojos de clientela practicaban con frascas de vino usadas y llenas de agua para acostumbrarse a servir rápido y bien. Pero también las propias características del público y por las circunstancias (alcohol, música y ruido), amén de que hablamos de unos adolescentes que casi acababan de llegar del campo debía de ser doblemente duro y más en un barrio como aquel de Carabanchel Bajo; habría quien pensara que era una locura. Ya hemos dicho que gran parte de sus habitantes eran los antiguos residentes del gueto que fue derribado, a saber, gentes primarias que quizá se encontraran con tan poco dinero como antes o quizá con más, pero en un entorno nuevo que parecía prometer una vida mejor y, en consecuencia, eran los que más gastaban en los bares, buscando beber su optimismo con furia, viviendo al día y tratando de darse a sí mismos alegrías constantes, de manera desesperada, reaccionando muchas veces sin atención a norma social alguna. Un ejemplo de esto era la familia de un tal Paco que trabajaba de chófer del dueño de Las Tres Águilas, empresa muy próspera de estanterías metálicas. Si un obrero de la construcción ganaba alrededor de trescientas pesetas a la semana, Paco ganaba hasta mil quinientas. Estaba casado y con una hija ya crecida, pero también tenía una novia bastante atractiva y admirada en el barrio por su vestir y andares estilosos. Alguna vez iba con ella al bar y precisamente un día que estaba allí la pareja, ve Teodoro llegar a lo lejos a la esposa y la hija de Paco, derechas como flechas a su establecimiento, con el morro bajo y la mirada homicida. Teodoro entró de inmediato a la sala y les avisó para que se metieran a la trastienda, que tenía una salida posterior a la calle Toboso que esperaba madre e hija no conocieran, y aguardasen allí a su señal. También pidió a Ángel que fuera a llamar a un taxi y le diera instrucciones de dirigirse a esa calle, recogiera allí a la pareja y no hiciera preguntas, sólo saliera quemando ruedas. Mientras, Teodoro y Justo, cada uno en una de las dos puertas delanteras del Cuatro Hermanos, impedían el paso a las mujeres diciéndoles que allí no estaban ni su marido ni "la otra". Las dos traían además consigo sendos cuchillos y no se avenían a razones. Por fin, cuando les dieron discreto aviso de que el taxi ya se había llevado de allí a los amantes, simularon acceder a dejarlas pasar hasta el almacén para que se convencieran de que allí no estaban. Otra familia tan inadaptada como la anterior

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protagonizó un nuevo incidente esperpéntico a la inversa cuando fueron, también una madre con su hija corriendo a refugiarse en el bar, desnudas y perseguidas a palos por su marido que las acusaba a ambas de tener un amante.. las dos el mismo. Los hermanos no habían visto algo ni siquiera cercano en el pueblo y muchas veces tenían la sensación de que lo que ocurría no era real, sino que vivían en una película de Berlanga llevada al extremo y con mucho menos humor. Estas circunstancias les hicieron a su vez pasar de niños a hombres a marchas forzadas, salirse del celuloide y tomar parte en lo que ocurría echándole narices. En el local, sobre todo los sábados, había un ambiente de sentimientos exaltados a la primera de cambio que necesitaban de muy poco para convertirse en violencia. Los máximos representantes de esta filosofía eran cuatro hermanos de Jaén que trabajaban en el mercado de Puerta de Toledo; el mayor estaba encargado de un entrador de pescado y los otros tres se habían hecho con una de las mejores esquinas del mercado y vendían calamar descongelado, que habían empapado en agua para que ganara peso, con lo que obtenían una cantidad de dinero desmesurada. Todos eran personas encantadoras desde que empezaban su negocio a las cuatro de la madrugada hasta las once de la mañana, pero luego, con todo el día libre sin otro entretenimiento que gastar parte de lo obtenido en almorzar y beber, se convertían en vándalos que, para colmo, tenían muy buena relación con la Guardia Civil, merced a las suculentas donaciones para los "huérfanos y viudas" del cuerpo. Si un tipo recio entraba en el local y alguien les mencionaba que al recién llegado "no le mueves tú ni un centímetro", se desataba una pelea para probarlo. Si a consecuencia de la misma te sacaban del bar a golpes para subirte al sidecar de una moto, llevarte a un descampado y darte allí una paliza, luego te traían de vuelta al bar como si tal cosa. Si empotraban borrachos su coche en el escaparate de tu tienda debías dar por bueno que pagasen los desperfectos y no ser tan cándido de acusarles ante las autoridades. Era cuestión de tiempo que en alguna de las andanzas de los jienenses acabasen afectados directamente los de Ayllón. Un sábado, hacia las ocho de la tarde, el pequeño de aquellos cuatro brutos llegó acompañado de una corte de media docena de aprovechados bufones que le reían sus gracias y a los que llevaba a todas partes atraídos por su dinero y las invitaciones, ya borrachos. Empezaron a lanzar improperios y molestar a los clientes, cosa que aún aguantó Teodoro hasta que fue él mismo el blanco de las burlas. Había que madurar de golpe y trazar una línea que ya no pudiera traspasarse: saltó la barra, agarró al líder del grupo de las solapas y le espetó sin más que si le volvía a hablar de esa manera, le mataba. De inmediato, el otro se arrugó, se excusó con un tímido y vago "oye, que no pasa nada" y se marcharon en el momento. Horas después de aquello, cuando Teodoro tuvo tiempo de pensarlo y de valorar el riesgo de lo que había hecho, cayó enfermo del susto, empezó a tiritar y tener fiebre, consciente de que siendo como eran aquellos cuatro, no sólo podían haber ido peor las cosas, sino que no era difícil imaginárselos entrando los cuatro en el local a vengar al hermano pequeño. Sin embargo, desde ese día, los cuatro de Jaén respetaron mucho a los ayllonenses y se cuidaron de no molestarles en lo sucesivo, probablemente no por miedo, sino por respeto a un cierto honor masculino. Al año y medio de haber empezado la aventura del bar, compraron un piso de ochenta mil pesetas por allí cerca y sus padres se vinieron a vivir con ellos a Madrid, dejando la tierra al cuidado de otros, para ayudar a sus hijos con el negocio y reunir a la familia. Justo trabajaba con ellos en el bar, haciendo el turno de primera hora, levantándose a las cinco para servir té de garrafa a los más madrugadores. Esta infusión se hacía con un mejunje espeso que al ser disuelto en agua caliente daba como resultado el té. También se servía a esa hora mucho aguardiente, gustando sobre todo el que llamaban "el suave", que era una mezcla de anís y aguardiente al cincuenta por ciento. Al Botero le encantaba este horario porque le permitía charlar con gente nada ociosa, que iba en ese momento a trabajar, como poceros o albañiles cuyas vidas llegaba a conocer muy bien. Recuerda su hijo que a esa hora acudía al bar un chófer del parque móvil de un ministerio. Siempre se tomaba uno o dos suaves y Justo conocía bien la norma infalible por la que se regía: si pedía el tercero, es que ese día no iba a trabajar. Tal y como se acordó en el contrato, estuvieron en este negocio tres años. Al ir finalizando este periodo, buscaron un nuevo local donde establecerse también por aquella zona y se dispusieron a preparar el retorno del bar a su anterior dueño, don Gabriel. Para hacer todo el papeleo consultaron a un amigo, un abogado del Ayuntamiento de Madrid llamado Arístides que les atendía sin cobrarles. Al revisar éste el contrato anterior, descubrió que se había cometido un error en su día, ya que el traspaso había sido en realidad un subarriendo, cosa que no estaba permitida en locales de ese uso. En consecuencia, los cuatro hermanos podían denunciar el contrato y quedarse con el bar en propiedad si querían, sin tener que pagarle ni una peseta más al que en realidad era su casero. "No. Esto le pertenece al tío Gabriel" con esta familiaridad le llamaban "él ha confiado en nosotros y no le vamos a hacer esto. El bar se devuelve" fue la respuesta de los chicos, a lo que Arístides valoró: "Es una respuesta sensata que os honra".

LA LIBERTAD DEL SERVICIO MILITAR

Los Cuatro Hermanos es también el nombre del bar que cogieron a continuación en la calle Radio, un local

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que, como el anterior y por gusto expreso de los hermanos, hacía esquina. Muy cerca tenían de competencia a Casa Emilio, otro bar que seguía la moda de tener una ventana por la que servir directamente a la calle, pero ellos prefirieron no imitarle, convencidos de que era mejor que los clientes entrasen y consumieran allí. Teodoro mantiene aún hoy la idea de que la hostelería es un trabajo de distancias cortas, de una complicidad con el cliente para la que es necesario un trato directo. Sintiéndose más propietarios de este local que del anterior y por tanto más cómodos, lo arreglaron a capricho dentro de las posibilidades que tenían, con mostradores de mármol, muros panelados con madera y el resto del material, como algunos detalles de la barra, las estanterías y la cafetera, de acero inoxidable, para que tuviera un aspecto limpio y brillante. Cuando un local parece ir sobrado de todo, atrae más clientes que si parece necesitarlos. Aunque en este nuevo local las cosas, en lo económico, les empezaron a ir aún mejor, el trabajo de la hostelería es de esos que igualan a todos en los problemas y pocos son los que se libran de tener que suspirar con alivio cuando acaba una jornada y nada ha ocurrido. En este caso, como seguían instalados en la misma zona que aportaba al ambiente del bar aquellos comportamientos primarios de la clientela, los problemas, además de más abundantes, eran de resultado más trágico. Produce escalofríos, por la fría sencillez con que sucedió todo, recordar cierta medianoche de verano. El calor de la meseta se colaba en las calles del centro de la capital sin dejar que la noche la aliviase, cociendo y turbando las mentes que a esa hora ya de por sí no andarían muy despejadas. Entró en Los Cuatro Hermanos un habitual de la casa llamado Cosme y sin más se acercó por detrás a un hombre manco, también cliente fijo y que llevaba un rato charlando con otros en la barra, para decirle: "Caro. ¿Me vas a pagar lo que me debes?" Se volvió el manco y le desafió como si no hubiera de qué preocuparse. "Ni te lo pago ahora ni te lo voy a pagar nunca." "Te voy a matar" le advirtió Cosme con la misma tranquilidad, pero con una sobriedad y una atonía frías, calculadas, como si tan sólo estuviese dando el resultado de una suma sencilla. Se dio media vuelta y se marchó por donde había venido. La gente, en el bar, volvió a lo suyo y el rumor de las conversaciones fue volviendo poco a poco a la normalidad. Pero Teodoro no estaba tranquilo; se olió hacia dónde podía derivar aquello y decidieron ponerse a recoger el local. Una vez cerrado, Teodoro y su padre asistieron al final de la historia. Ya en la calle, en la ventana de Casa Emilio por la que se atendía al exterior, se seguía sirviendo a algunos de los que habían salido del Recreo, entre ellos el propio Caro. Al cabo de unos minutos ya estaba de vuelta Cosme, que se acercó al grupo sin titubeo con la mano en un bolsillo. Se puso detrás del manco, le llamó por su nombre y, tan pronto éste se volvió, Cosme sacó una navaja y de una sola puñalada le acertó en el corazón. Caro estaba muerto antes de tocar el suelo. Definitivamente, reflexionaban los hermanos, había que salir de allí, de aquella masa anónima que se mataba de tal forma vacía de sentido, sólo por impulsos, alejarse para no quedar, a fuerza de desesperarse con las muchas horas de trabajo, contagiados por quienes usaban el dinero para el disfrute inmediato y que cada fin de semana gastaban a espuertas y presumían de ello ante los de Ayllón, para terminar el lunes, con los bolsillos vacíos y del revés, pidiendo un vino de fiado. Mientras llegaba el momento de poder dar el salto, al menos la vida personal de los Boteros sí iba cambiando. Como el rendimiento del local va siendo cada vez mejor, pueden ahorrar y entre ellos cubren el trabajo necesario, jubilan a su padre con cincuenta y tantos años. De esta manera es como el primer objetivo que se marcó al salir del pueblo, el de sacar a sus progenitores del yugo de trabajar para que pudieran disfrutar de la vida, quedaba cumplido. Por otro lado, un chico llamado Onésimo, el menor de un trío de hermanos del que los dos mayores estaban casados precisamente con dos hermanas de Donatila, fue a fijarse en Pepita y fue correspondido en el interés. Ya cuando se abrió el local de la calle Radio llevaban un tiempo de novios y al poco se casaron y se marcharon a vivir a Barakaldo. También Ángel se echó una novia y empezó a salir a bailar de vez en cuando, pero no era suficiente para reducir la carga del estrés que producía un trabajo como el de ellos en gente tan joven. Como solución, al médico se le ocurrió recomendarle hacer el servicio militar voluntario, lo que le alejaría un tiempo de los sustos de la hostelería. Así entró al servicio en el cuartel de aviación de Torrejón, donde disfrutaba de una liberación añadida por estar de servicio en en la cafetería, sin tener ni que llevar uniforme. Con todo lo que suponía el servicio militar, aparte de los meses de campamento, no llegaba a ser tan duro como el trabajo en su propio bar, donde estaban dieciocho horas al día, todos los días del año. Teodoro también se presentó voluntario al servicio, siendo destinado los tres meses de campamento al de Colmenar Viejo. Como a su hermano, a Teodoro le gustaba el ejército por el descanso parcial que suponía del estrés del bar y por ser un mundo más ordenado donde estar, aunque también pudo comprobar la provisionalidad que por entonces se sufría, como una institución más de un país aún en mitad de su desarrollo industrial. Como cuenta Teodoro, el primer día te daban el uniforme y las botas, pero desde luego ni se fijaban en tu talla ni se tenía oportunidad de protestar, había que aguantarse con lo que tocara. A él precisamente le habían dado una chaqueta estrecha y unas botas dos tallas más pequeñas. Lo de la chaqueta lo resolvió rápido cambiándosela a Ángel del Barrio, un chico con el que hizo amistad de inmediato y para el resto del servicio, con la excusa de ser ambos segovianos. Pero las botas se convirtieron en un suplicio constante que duró dos meses, lo suficiente para hacer valer la antigüedad como si fuera un grado, obligando a un recién llegado a cambiárselas por las que le acababan de dar, que al novato le venían grandes. No era el

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único con estos problemas; Teodoro era alto, pero al campamento llegó un chico más que enorme, también voluntario e hijo de un coronel de aviación. Había preferido hacer el servicio en tierra en lugar de en aviación por puro deseo de independencia, lo que ya daba alguna idea de que un carácter fuerte acompañaba a su corpachón. No le entraba ninguna ropa, ni siquiera apretada, así que se veía obligado a hacer la instrucción en ropa de paisano, estropeando su propio calzado y mostrando un aspecto curioso y hasta cómico en las marchas. En una de estas, tras pasar dos meses "uniformado" de civil, harto de la situación, el grandullón se detuvo en mitad de la marcha, negándose de plano a continuar. El sargento se fue de inmediato a por él, pero no se amedrentó: "¿Qué clase de soldado soy yo, vestido así? ¿Cómo me cuadro ante usted con esta pinta?". A pesar de que su razonamiento era sencillo, claro y sin duda justo, aquel día le debió esperar una buena reprimenda al regreso. Ah, pero al día siguiente ya tenía un uniforme de su talla. La voluntad había triunfado sobre la burocracia, aunque fuera tarde. Al terminar el campamento ingresó en la Escuela de Aplicación y Tiro de Infantería de Madrid, ubicada en un recinto compartido con la Guardia de Franco, acuartelada allí y para la que trabajaba un cliente habitual de la calle Radio. Era él quien le había aconsejado venir de voluntario para elegir ese destino y así empezar el servicio ya con "padrino". De hecho, este cliente se ocupó de presentarle al teniente coronel Gerardo Oroquieta Arbiol, uno de los militares más condecorados del país, superviviente de la División Azul, dado por fallecido en Krasny Bor y retornado a España tras once años cautivo de los rusos. Precisamente por todo lo que había pasado allí, el teniente coronel se había convertido en una persona comprensiva y humana, un carácter poco habitual en el ejército de entonces, cayéndole en gracia el joven soldado segoviano. Por orden de Oroquieta, Teodoro fue trasladado pronto desde el servicio en la barra de la cantina a dirigir el trabajo de la cocina. Al darse cuenta Teodoro de que este nuevo destino le impediría cumplir con los turnos de su propio negocio, le pidió a Oroquieta que reconsiderase la idea, pero el militar le tranquilizó. "A mí, con que la comida esté lista cuando tiene que estarlo, como si no apareces por aquí. Mientras te organices, tienes horario totalmente libre." Entusiasmado con ese trato, se organizó y llegó a cocinar tanto para la Escuela como la Guardia de Franco. Como mejor referente que el de su madre para la cocina no creía llegar a encontrar, cada mañana la llamaba por teléfono y le preguntaba: "¿Qué ponemos hoy?". Y lo que decía la señora Donatila era el menú de los soldados aquel día. La experiencia del bar le servía además para manejarse con los proveedores, con los que normalmente solían tratar directamente los sargentos. Viendo que a éstos les hacían peor precio por los mismos productos que él mismo compraba para Los Cuatro Hermanos o que a veces el género que traían y se pretendía que cocinase no era el mejor o, como llegó a ocurrir, estaba caducado, aprovechó el paraguas de Oroquieta para hacer que le traspasasen a él la responsabilidad de negociar con los proveedores, para disgusto de los sargentos, que probablemente se estaban llevando hasta entonces una comisión en los regateos. Aquella relación privilegiada con el teniente coronel le permitía incluso pedir permisos para terceros que le eran concedidos de inmediato, por ejemplo para compañeros del servicio, labradores que tenían tierras en el pueblo y necesitaran el permiso ir a la siega. "Date la vuelta", le decía Oroquieta, firmando el permiso en la espalda de Teodoro. Para sí mismo no solía pedir nada, ya que con el trato alcanzado tenía tiempo de sobra para dedicarlo a lo que quisiera.

EL MESÓN DEL CHAMPIÑÓN

Cada día, después de dejar todo listo en el cuartel, Teodoro hacía el camino hacia el bar por una ruta que no era la más rápida, bajándose en la estación de metro de La Latina, pasando por el Mercado de la Cebada y luego atravesando toda la Cava Baja de San Miguel camino del Arco de Cuchilleros. Aquel recorrido le gustaba porque durante el mismo iba mirando los negocios con que se cruzaba; de entre las ideas para mejorar que barajaban, la que más le ilusionaba era montar algo en aquella zona. En uno de estos paseos fue cuando vio por fin un local que se traspasaba en plena Cava Baja. Era un lunes por la mañana y en esta ocasión no iba en dirección al bar, sino a pagar una deuda antes de volver al cuartel a organizar la comida del día. Sabiendo que sus hermanos estaban de acuerdo en ampliar el negocio y confiando en que ellos se fiaran a la vez de su olfato, llamó de inmediato al número de teléfono que aparecía en el cartel. Resultó ser el de un bar, donde le indicaron que el dueño del local por el que preguntaba estaba enfermo en su casa y tan sólo le podían dar una orientación de dónde vivía. Si uno se parase a razonar, vería que la carambola parecía demasiado complicada para que saliera bien todo, pero detenerse a pensar en ello habría sido la mitad del fracaso. Teodoro se fue derecho de vuelta al cuartel, donde dio las instrucciones necesarias a su segundo para no tener que volver ese día, y se marchó directo a intentar encontrar a un tal Cosme. Al llegar a la plaza que le habían dado como referencia, preguntó a un hombre al que vio aparentemente ocioso. Hubo suerte, ya que en efecto, conocía al Cosme del que le hablaba. "¿No le importa acompañarme a su casa y presentarnos? Le pago el jornal de hoy por su tiempo" le pidió Teodoro. "No es necesario, soy solador y los lunes libramos. Le acompaño encantado." En efecto, llegaron hasta el edificio en cuestión y subieron al piso de Cosme, que estaba situado encima del Mesón del

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Segoviano, nombre que le pusiera en los años veinte al local Ramón Gómez de la Serna y que parecía una premonición, una señal de que iba bien encaminado. Dentro se encontraron una casa oscura y un Cosme enfermo, algo tétrico, acostado, con un físico que le hacía parecer el retrato mismo del diablo, con las cejas de punta, delgado, pálido y sombrío. Tras esta fachada tan poco halagüeña, estaba sin embargo una de las personas más bondadosas que Teodoro jamás conocería. Tan pronto le preguntaron por el local que se traspasaba, Cosme los desilusionó. "No, pero si ya lo tengo hecho." Al parecer estaba casi cerrado el trato con otro interesado, pero Teodoro insistió en preguntar por las condiciones. "Yo pido 200.000 pesetas por el traspaso y la casera 5.000 pesetas de renta. Sólo estamos pendientes de que el otro se decida, porque el alquiler le parece muy alto." Fiel a su estilo y a su corazonada, Teodoro responde con órdago a grande y dice que él tiene las doscientas mil y que la renta de cinco mil le parece bien. Con un poco de presión por parte del joven segoviano, el mefistofélico y febril Cosme accedió a cerrar el trato con quien antes daba su conformidad, haciendo allí mismo un documento a mano para mayor seguridad de ambos, con el solador de testigo y el dinero que llevaba Teodoro para la deuda, de fianza. Hasta le convenció de no poner plazos a la entrega del dinero, cosa que le convenía mucho a Teodoro e incluso era algo necesario, pues la sociedad de los hermanos no disponía en ese momento de las doscientas mil pesetas, ni de lejos. Los quince días siguientes los dedicaron Teodoro y sus hermanos a buscar de dónde sacar el dinero, pero no había banco ni avalista que se fiara de unos chicos de su edad por mucha fama de serios que tuvieran y más no queriendo ellos apoyarse de nuevo en sus padres vendiendo o hipotecando otro trozo de tierra. Terminaron las dos semanas sin que se hubiera logrado nada y Teodoro decidió ser sincero, presentarse ante don Cosme y confesarse, poniéndose en sus manos. Pero las manos de Cosme eran blandas y dubitativas y no se decidió ni a revocar el trato ni a seguir adelante con él. Viendo la situación encajonada, Teodoro le pregunta a Cosme si no tendrá a alguien a quien consultar, una persona de confianza y con experiencia en estos temas con la que hablar para ver si así alguien de fuera conseguía darles nuevas ideas. Cualquier cosa antes de dar el asunto por zanjado. A Cosme le salta a la cabeza el nombre de alguien. Con una llamada, quedan citados al día siguiente ambos en Los Cuatro Hermanos para hablar con don Fernando Vela, un buen amigo de Cosme, de profesión abogado, que solía trabajar como tal para los serenos de Madrid. Aquella mañana Teodoro les preparó a sus invitados una buena mesa con cigalas a mansalva, procurando así presentar el mejor escenario posible para hablar del asunto. Fernando Vela resultó ser un hombre conciliador, dialogante y con buena cabeza, que analizó la situación tal y como se la mostraba Teodoro: los hermanos sólo tienen en ese momento cincuenta mil pesetas para entregar en efectivo. Saben que está lejos de las doscientas mil, pero se comprometen a trabajar de tal manera que entregarían el resto en el plazo de un año. Fernando escucha la sinceridad de Teodoro, echa un vistazo a la marcha del local y asiente. "A mí el trato me parece bien." El otro dio por buena sin más y de inmediato la opinión de Fernando y, apoyados en el mármol de esa misma mesa, redactaron un borrador del contrato. Cosme, que recibió su dinero en el año pactado, comentaba al narrar lo ocurrido que lo que le gustó de aquellos chicos fue precisamente cómo confesaron humildemente su engaño en lugar de intentar retrasar indefinidamente el pago, cosa no poco frecuente en una profesión como la suya, llena de malas intenciones. Adquirido el local de la Cava Baja, tocaba su reforma. Era un antiguo almacén de frutas abandonado, lleno de suciedad, escombro y ratas, no muy grande pero lleno de posibilidades, el punto fuerte de los hermanos. Había dos habitaciones en la parte de atrás, un saloncito de entrada donde poner la barra y un sótano donde poner los aseos. Había que hacer la reforma y tenía que ser barata, por lo que acudieron al señor Molina, un buen cliente de la calle Radio, constructor serio y sin problemas de liquidez, que les dio todas las facilidades posibles para el pago. Antes de inaugurar el sitio, había que pensar en algo que lo hiciera destacar, que le diera tirón, un detalle que lo distinguiera de otros mesones de la misma zona. Se acordaron entonces de una receta original que les diera tiempo atrás un cliente del Recreo Castellano, Sebastián, que se dedicaba a vender hierbas y especias, para hacer los champiñones a la plancha. Con esta receta como especialidad, en 1962 se abrió el Mesón del Champiñón. Calculaban que el negocio sería rentable si conseguían vender unos cinco kilos diarios del hongo, pero, para su sorpresa, empezaron por vender hasta veinte kilos diarios. Si añadimos las ganancias del bar de la calle Radio, no tardaron en estar en condiciones de entregar el dinero restante del traspaso. El lugar se puso de moda, se montaba cola para entrar y pudieron llamar a su hermana para que volvieran ella y su marido del País Vasco y entrase él a trabajar en el Mesón. Y entretanto, ¿qué pasaba con el servicio militar? De nuevo, un golpe de suerte: en esas mismas fechas se hace necesario reformar la cocina de la Escuela, que era un viejo armatoste metálico alimentado con leña que provocaba molestos escapes de humo. Había que cerrarla varios meses para renovarla, haciendo traer durante esos días la comida directamente de la Capitanía General, que quedaba en la cercana calle Mayor. Dado que él tenía libertad absoluta de horario y no le daban nuevo destino ni él se ocupó de ir a pedirlo, pasó los tres últimos meses de servicio militar en su casa y en su negocio. El día que por fin le tocaba licenciar se, acudió al cuartel para firmar la marcha; Oroquieta le mandó llamar. "Qué listo has sido, ¿eh, Teodoro? Si llegas a subir para pedirme destino, te doy el que hubieras querido, cabrón, pero has sido más inteligente callándote", le dijo entre la risa y la riña. Tras dejar el ejército, aún duró tres años más, lo que

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tardó en irse de allí Oroquieta, la relación especial entre la Escuela y el hostelero, durante los cuales fue cada 8 de diciembre, día de la Purísima Concepción, patrona de la Escuela, a preparar una comida especial que también cataba el príncipe Juan Carlos, invitado de honor en esta fecha. Siguiendo con la marcha del Mesón del Champiñón, hay que aclarar que aunque el éxito seguía y aumentaba, esto no lo libró de los problemas. Aunque la semana laborable era razonablemente tranquila, todos los sábados la Cava Baja se animaba con las canciones y la bebida y lo que primero era animación luego se volvía exceso y de ahí se llegaba al roce y la inevitable trifulca. Siempre había una, fuese en su local o en otro de la misma calle. Recuerda bien la mayor de todas ellas, que empezó cuando un cliente se atrevió a pegar a su hermano Justo. De inmediato reaccionaron dos de los clientes más fieles del Champiñón, un carnicero y un casquero amigos de los hermanos, hombres bien recios, de brazos grandes por su oficio y sin miedo a las grescas. Golpe va, golpe viene, se contagió todo el local de la riña, en la que participaron unas doscientas personas, dentro y en la calle, se cortó la circulación y hasta debajo de los autobuses detenidos se llegó a enzarzar la gente. Terminada la tragedia, los del Mesón limpiaron el estropicio con paciencia y con un gesto de tristeza, de abandono, con ganas de desesperarse. En esas estaban cuando llegó su cuñado Onésimo de barrer los restos de mobiliario y vajilla destrozados a la calle, sonriente con la escoba en una mano y mostrando dos objetos en la otra. "Joder", dijo, "me he encontrado dos mecheros y uno es de oro". Como si no hubiera pasado nada e incluso aún hubiera de qué alegrarse, demostró con sincera simpleza que la forma de mirarlo define al suceso tanto como sus hechos. Sin la intervención de clientes como los que organizaban las peleas el trabajo ya era bastante duro en cualquier caso. Los champiñones son un producto que al ser cocinado suelta mucho vapor de agua mezclado con la grasa de la plancha y, en el espacio reducido del Mesón donde tenía ésta, Teodoro acababa perlado de sudor y cubierto de una película aceitosa; con las fosas nasales irritadas y los ojos enrojecidos. Pasar allí metido tantas horas y más aún pensar en lo bien que lo pasaban en cambio los clientes provocaba un agotamiento lento pero constante. Pero aún peor era cuando un día caluroso metido en la cocina se juntaba con unos clientes listillos, aprovechados. Cierto día de diario que había algo menos de faena entraron tres jóvenes. Pidieron de beber y tres raciones de champiñones, y mientras el de Ayllón volvía a la nube de grasa a cocinarles, ellos empezaron a reírse por lo bajo de lo que el cocinero creía que eran bromas privadas. Pidieron una segunda ronda de bebida y champiñones y siguieron con la risa, lo cual ya hizo a Teodoro sospechar y hacerle estar atento mientras la preparaba. En efecto, cuando estaba acabando con ésta, los chavales echaron a correr de repente. Teodoro salió corriendo tras ellos, inspirado e impulsado por una furia irracional que le decía que el dinero que ganaban no podía ser suficiente compensación por aguantar estas burlas bajo el humo de los champiñones. Les siguió hasta el Arco de Cuchilleros, cruzaron la Plaza Mayor procurando no tropezar ninguno en los adoquines y fueron a salir a la calle Postas, donde estaba y está la salida de un parking subterráneo flanqueada por sendos pasamanos, lo que deja en medio de la calle un obstáculo que divide el paso en dos. Allí les alcanza en altura, pero quedando al otro lado del foso del acceso al parking, por lo que perseguidor y perseguidos quedaban de momento en tablas; ellos sólo tenían dos vías de escape y a ambas podía llegar Teodoro con facilidad, pero a la vez si Teodoro tiraba para un lado, el otro quedaba libre para la huida, por lo que cualquiera de los bandos tenía que perder moviéndose. Con ánimo de amedrentarles y evitar que se separaran, les gritaba a ellos y a cuantos anduvieran cerca "¡Me basta con coger a uno!". Es en ese momento cuando aparece un caballero que, al ver la situación y con el trío de chavales atento sólo a Teodoro, aprovecha para agarrar a uno de ellos. El del Mesón, que con esta captura ya decía que se daba por satisfecho se lanzó a ayudar al recién llegado y los otros dos aprovecharon para emprender la huida por el extremo ahora libre de la calle. "No te preocupes, que esos antes o después vuelven" le dijo aquel buen samaritano. "A ver, explícame qué ha pasado". Como aquel hombre se comportaba como persona de autoridad, muy seguro de sí mismo, Teodoro le explicó lo que había ocurrido desde que entraron aquellos tipos en su local, ante lo cual el otro se identificó nada más y nada menos que como comisario de la Policía. Al uno por la fuerza y al otro de buena gana, el comisario decidió llevar a ambos hasta la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol, un lugar de fama tenebrosa que metía el miedo en el cuerpo a cualquier delincuente, aunque no lo fuera político. Allí se interrogó a ambos y se convenció al detenido para que hiciera venir a sus dos amigos allí para evitar pasarlo mal por los tres. Mientras esperaban, le dijeron a Teodoro que podía volver a su trabajo. "Ya me pasaré a decirte cómo acaba la cosa". No tardaron en aparecer por el Mesón del Champiñón los cuatro, comisario y gamberros, pidiendo éstos perdón y pagando todo lo consumido y pedido en el mismo momento. Días después, el comisario volvió por el Mesón y explicó que, evidentemente no les había hecho nada más y que, a su entender, por esta vez bastaría para los tres con el castigo de la humillación y con el miedo de saber que estaban fichados y que si volvían a hacer alguna igual, ese antecedente pesaría.

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LOS NOVIOS DE HIROSHIMA

Siguiendo la misma estrategia que les iba dando buenos resultados, en cuanto el Mesón empezó a dar mucho más dinero del que hubieran pensado, los hermanos empezaron a pensar en buscar otro negocio de mayor envergadura. Sin embargo, tuvieron que pasar tres años desde la inauguración del Mesón antes de encontrar, en Bravo Murillo 192, haciendo esquina con la calle Coruña, un vistoso local. También en esto eran fieles a su tradición, apostando por gastar mucho más de lo que tenían ahorrado, ya que sólo podían desembolsar en el momento quinientas mil pesetas de los doce millones que se pedían. Los dueños, unos leoneses de trato sobrio, confiaron, como había hecho don Cosme antes, en que el resto del dinero se les pagaría a plazos. Usando para la reforma los beneficios diarios de los otros locales, los cuatro hermanos procuraron dotar al nuevo local de un ambiente moderno pero elegante e, inspirándose en otros sitios de moda, como la Cafetería Nebraska, que usaban nombres de ciudades extranjeras, le pusieron Cafetería Hiroshima. Con la buena marcha de Hiroshima, se permitieron en poco tiempo dejar el local de la calle Radio y comprar un segundo piso de gran tamaño y con todas las comodidades a sus padres frente a la nueva cafetería, donde se trasladaron todos a vivir. Con la "defunción" del primer negocio y el éxito de este último añadido al del Mesón, se cerraba un círculo a través del cual ya se veía por fin Teodoro como el mediano empresario que quería; su segundo acicate para dejar el pueblo, conseguir con esfuerzo lo que veía a otros disfrutar en la plaza del pueblo por aparente derecho, estaba satisfecho. Sólo entonces encontró un motivo realmente importante para empezar a disfrutar del éxito invirtiéndolo en algo que no fuera un nuevo proyecto empresarial. A Teodoro los nuevos negocios le gustan por lo que suponen de cambio de perspectiva y por eso siempre se iba a trabajar al último que abriesen, en este caso Hiroshima, dejando los anteriores a cargo de un hermano o empleados. Era muy típico entonces y del gusto de Teodoro charlar un poco con los clientes a los que servía en la cafetería, sobre todo gente que tuviera algo inteligente o novedoso que decir. Eso le hacía dirigirse por instinto a la gente con experiencia o con estudios y así conoció a un grupo de cuatro estudiantes universitarias, compañeras de piso que vivían por allí cerca y cuya composición parecía la de esos clásicos chistes: una palestina, una francesa, una holandesa y una chica española llamada Henar Astarloa. Nada más escuchar este nombre tan característico, Henar, la identificó Teodoro como segoviana, cosa que no le acabó de agradar a ella, a la que le gustaba el mayor anonimato que se disfrutaba en la capital en comparación con la vida de cotilleos del pueblo. Aun así, le confirmó que era en concreto de Turégano. De ahí empezaron a charlar de vez en cuando y cuando Henar se convenció de que no estaba ante un pesado que buscase la empatía a través del truco poco afinado del regionalismo, sino que veía en ella muchos otros valores, como ella los veía en él, comenzaron a salir juntos, haciéndose novios de inmediato. El éxito de los negocios le permitía no estar ya a turnos completos en el trabajo y buscar momentos para el ocio, en compañía, dándose el de Ayllón un atracón de libertad que llevaba tiempo queriendo permitirse. Él se levantaba a las seis de la mañana, trabajaba hasta después de dar las comidas en Hiroshima y se iba de inmediato a recoger a Henar para acercarse a comer fuera, muchas veces hasta El Escorial, luego quizá al cine y a bailar. Cada noche que salían era una noche que sentía estar recuperando un tiempo, no que hubiera perdido, pero sí que hubiera escondido o atado a su tenaz obsesión de negociante. Tanto trasiego parecía no acabar de gustar a los hermanos de Teodoro, puede que por celo profesional; si precisamente quien más impulso solía poner al avance de los negocios y a la búsqueda de nuevas oportunidades se distraía con su novia, corrían el peligro de estancarse. En consecuencia le hicieron ver de forma sutil al principio que la idea de "ennoviarse" con Henar no acababa de gustarles y que tampoco a él le convenía atarse. Pero en Henar veía Teodoro demasiadas de las cosas que siempre había buscado en otras personas como motivo de admiración. Cursaba Magisterio con beca en la Escuela Normal de Maestras de Madrid, lo que significaba a la vez que sus padres habían tenido que esforzarse para mandarla a estudiar y que ella debía mantener notas altas para aprovechar la subvención. El paralelismo con los esfuerzos de su propia familia y el convencimiento de que Henar sabía lo que costaba ganarse las cosas eran un poderoso atractor que le susurraba a Teodoro en la conciencia que debía seguir con Henar. Además de todo aquello en lo que se complementaban, como a la hora de tomar decisiones: donde él pusiera el impulso del corazón del emprendedor, ella ponía la sensatez y la razón del erudito. Quizá no había tanto motivo para que se preocuparan los hermanos de Teodoro, porque la maquinaria de proyectos que mantenía su hermano en la cabeza aún tenía que dar un salto cualitativo más. Una noche tranquila entró al Mesón del Champiñón un cliente habitual, también hostelero, que empezó a presumir de estar en tratos para adquirir un local que describía como ideal para montar un negocio y hasta dio su dirección, en la calle Jerónima Llorente. Se trataba del cine Sorrento, por aquel entonces fuera de uso. Teodoro se queda con los datos de la conversación y discretamente se acerca a su hermano Ángel para pedirle que le entretenga. "Voy ahora mismo a verlo". De una carrera se plantó en la dirección indicada, comprobando que, en efecto, era un magnífico local en el que podría montarse cualquier negocio de gran tamaño, y ya estaba pensando él en cuál mientras se decidió a intentarlo. Eran las tres de la madrugada, por lo que era imposible contactar con los dueños, pero a primera hora de la mañana ya estaba marcando el número que

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figuraba en el anuncio. Los vendedores resultaron ser varios hermanos entre los que mediaba un problema de herencias más que habitual: desavenencias entre herederos. El problema estaba en que los varones de la familia tenían una nefasta relación con el marido de una hermana. Ya durante la construcción del cine tuvieron tal discusión que casi acaban dándole matarile allí mismo y enterrando en los cimientos al cuñado, razón sobrada para que llevaran treinta años sin hablarse. Se puso Teodoro en contacto con ellos y, con su oportuna fórmula de adelantarse al otro comprador y ofrecer más y mediando entre los hermanos y el cuñado, llegaron a un acuerdo y firmaron los papeles de inmediato, ansiosos de librarse de aquel inmueble que daba tantos problemas y encima por mejor precio. Sirvió de hecho el trato para hacer que los familiares dejasen el sentimiento cainita a un lado y se reconciliaran, argumentando Teodoro, en su beneficio y en el de ellos, que estas cosas no debían permitirse durar para siempre entre hermanos. Por supuesto, el cliente que había largado demasiado sobre sus intenciones se enteró de quién le había levantado el local y, presentándose con los humos soliviantados en Hiroshima, se encaró con Teodoro y le espetó un "Qué canalla eres". Cualquiera, incluido el propio Teodoro, podría haberle echado en cara en ese momento su tremenda candidez y descuido al hablar de sus negocios con pelos y señales delante de la competencia, pero prefirió inventar, para no echar más leña al fuego, que él ya tenía el local visto de antes y que simplemente, al oírselo comentar, decidió legítimamente apresurarse. "No habrás ofrecido lo suficiente" zanjó. En este local levantaron, finalizando la década de los sesenta, el primer salón de bodas y comuniones de los Boteros, al que también llamaron Hiroshima. Como no tenían idea de cómo debía funcionar un salón de bodas, contrataron a un importante, con experiencia de sobra y desde luego caro cocinero alemán de un hotel de Madrid para que preparase los menús y organizase la cocina. Era un hombre susceptible, autoritario, acostumbrado a ser obedecido como un rey en su reino al que tenían pensado contratar sólo seis meses hasta aprender ellos mismos a llevar el trabajo. Sin embargo, no llegó a durar tanto: se equivocó de trono. A los quince días de empezar, en plena campaña de comuniones y saturados de trabajo, le pidieron Teodoro y sus hermanos que les preparase el almuerzo, una vez se hubieron marchado los clientes. El cocinero debía ver la tarea por debajo de su dignidad, porque se negó. "Se van ustedes a un restaurante". La respuesta de Teodoro fue fulminante: "El que se va a ir a un restaurante eres tú". Antes de que terminara el mes, ya habían cambiado al alemán por un cocinero con menos humos, procurando apañarse ellos mismos con lo que no hubieran aprendido todavía. Salón, mesón y cafetería juntos empezaron a aumentar de nuevo la reserva de beneficios a una nueva escala, mientras que la relación con Henar crecía en la misma proporción. La llevó a la boda de su hermano Ángel a modo de presentación oficial y viajaba frecuentemente a Turégano para visitar a la familia de ella. Como mandaba la moral, no se quedaba allí a dormir, volviéndose a veces de madrugada a Madrid, conduciendo medio dormido. La ocasión en que una amiga de Henar, Conchi, inauguró una discoteca en el pueblo y tuvo que regresar más tarde que nunca y con algún gin tonic encima, la recuerda como una de las más delirantes noches jamás vividas. Conducía con la ventanilla abierta para despejarse, el aire a varios grados bajo cero entrando y el coche humeando vapor a causa de un manguito roto. Aunque había tenido tiempo de dormir un poco aparcado junto a la plaza de toros de Segovia, todavía sentía la cabeza llena de algodón cuando vio a un coche aparcado en la cuneta y alguien junto a él que le hacía señales. Al parecer el conductor se había salido de la vía y no lograba sacar el coche, por lo que necesitaba que alguien enganchase una cuerda al parachoques delantero del vehículo accidentado para tirar de él. Hasta ahí llega el recuerdo de Teodoro. Más tarde, al pararse en una gasolinera y estando ya algo más despejado, se fijó en la parte trasera del coche: le faltaba el parachoques. Lo cual significaba que, en alguna cuneta había un conductor con su parachoques trasero atado al suyo delantero, furioso con el ebrio buen samaritano que tras acceder a ayudarle y atar muy decidido la cuerda a ambos coches, había acelerado sin más y se había largado de allí sin recordar que debía llevar atado a otro coche detrás. Llevaban ya un año saliendo como novios cuando la insistencia de los hermanos se hizo más enconada, hasta el punto de que Teodoro llegó a romper con Henar. Las siguientes semanas no pudo trabajar a gusto torturándose con esta decisión, sopesando lo que significaba respecto de valores como el amor, el esfuerzo, el trabajo, la responsabilidad o la libertad. Antes de un mes se había decidido a rehacer lo deshecho y se plantó en la calle Lope de Haro, donde Henar estaba trabajando como profesora interina, para proponerle que volviesen a estar juntos, no ya como novios, sino como prometidos. Después de algún cambio para no coincidir con otras, fijaron su boda para el seis de octubre del setenta y dos. La decisión de volver con Henar afectó a Teodoro en más aspectos, movilizando cada pilar donde sostenía sus convicciones, dejando muchas intactas, pero derribando otras para avanzar vitalmente, ya no podía quedarse con objetivos puramente comerciales, sino que debía buscar ahora los que le llenasen con amor, cultura, sabiduría, experiencia y pura vida. También percibió que para poder llevarlos a cabo con libertad y sin arrepentimientos debía quemar algunos puentes y disolver la sociedad con sus hermanos, dejando tanto el Mesón como los dos Hiroshimas a cambio sólo de los beneficios que la sociedad daba en un año a pagar en tres plazos: tenía prisa por hacer borrón y cuenta nueva. Confiaba en aprovechar su luna de miel para descansar un tiempo y en sus propias posibilidades para empezar de nuevo cuando estuviese preparado. Para casarse, eligieron hacerlo en Segovia, en la

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iglesia templaria de la Vera Cruz de la Orden de Malta en el término municipal de Zamarramala, cercano a la capital, una de las iglesias más hermosas y curiosas de la zona por su construcción dodecagonal, emplazada de tal manera que se tiene la mejor vista posible del Alcázar. Los dos pasaron la noche antes en Segovia, cada uno alojado en un hotel: él junto al Acueducto Romano y ella en la calle Mayor. El día siguiente, que amaneció lluvioso, a primera hora y antes de salir para la boda, Teodoro quiso llevar unas flores para la novia y se encaprichó de que fueran rosas rojas. Por desgracia, no tenían este tipo de flor en la floristería y aunque le ofrecieran otra cosa y estuviera lloviendo a cántaros, ya no había quien le hiciera cambiar de opinión; cuanto más cercana estaba la hora de la ceremonia y más nervioso se ponía, menos dispuesto estaba a abdicar. Así que cuando le indicaron una huerta que había bajando la carretera de Valladolid, cerca del río, condujo hasta allá sin pensarlo. El paseo por la huerta eligiendo las mejores rosas, con el vendedor además empeñado en enseñárselas todas, le dejó empapado de los pies a la cabeza y tanto tardó que en esta boda fue la novia la que tuvo que esperar al novio. Cuando apareció, venía sudado y empapado como una trucha recién pescada pero con un espléndido ramo de rosas en la mano e interiormente exultante por haber logrado ser más tozudo que la realidad. Y así contrajeron matrimonio Teodoro Nieto y Henar Astarloa. Quisieron que fuese una celebración íntima, por lo que a la fiesta acudieron sólo los familiares cercanos de ambos novios, más una docena de amigos a los que no se había invitado pero que al enterarse del acontecimiento decidieron presentarse sin más por allí. Sin saltarse una coma de la tradición, se sirvió cordero asado, cochinillo, merluza... y terminaron con un baile con orquesta. De allí partirían directamente los novios a su luna de miel, un viaje de un mes a Canarias. En la mente de ambos estaba disfrutar del breve descanso de un mes antes de regresar para empezar a decidir hacia dónde orientarse. No volverían de las islas, sin embargo, hasta un año después y a punto de ser padres.

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CAPÍTULO TERCERO: EL ESPÍRITU RESTAURADO Tenemos aquí un capítulo breve en comparación con los anteriores, sobre todo por recoger un periodo de un año de la vida de Teodoro Nieto y, sin embargo es merecedor de separarlo de los demás y darle entidad propia por lo que tiene de giro vital e intelectual, de catarsis reposada. Pese a que la personalidad de Teodoro tendía ya a llevarle hacia nuevos intereses que compartieran espacio en su cerebro con la hostelería, era necesario un episodio como éste en su vida que le permitiese mirar en perspectiva, funcionar como bisagra y dar paso a otra etapa.

OPORTUNIDAD EN LA ESCASEZ

Cuando dejó la sociedad que formaba con sus hermanos, quiso hacerlo sin ataduras para él y sin perjuicio para ellos, ya que el negocio estaba en plena expansión y dividirlo en tres parte habría supuesto un freno brusco y desatinado al negocio que quedaba en manos de Ángel y Justo. Por este motivo sólo pidió al irse tres letras a tres años, por un total de diez millones de pesetas, aunque su parte del negocio pudiera valer más. Quería hacerse responsable exclusivo de su decisión y confiaba en sus propias manos para llegar de nuevo al mismo estatus económico que había alcanzado o, por lo menos, no dudaba en poder salir adelante. Terminada la boda e iniciado el viaje a Canarias, no tenía la pareja ninguna decisión tomada, estaban sus cabezas puestas en el único trabajo del gozo de su libertad y su matrimonio. Aquello no era más que una luna de miel y pretendían centrarse una vez estuvieran de vuelta en la Península. Se alojaron en un hotel de Santa Cruz de Tenerife y salieron a disfrutar del aire húmedo, cálido y sobre todo nuevo de la isla. En los setenta la recuperación económica de España era patente y alrededor de un millón de turistas cada año, extranjeros pero también españoles que cogían en muchos casos el avión por primera vez en su vida, llegaba a Canarias en busca de un paraíso africano y europeo a la vez. Sin embargo, Teodoro y Henar no llegaron en pleno verano, sino en temporada baja, y aunque el clima de Canarias es muy estable, las ciudades turísticas cuando son vaciadas sus plazas hoteleras quedan con un ambiente de abandono y declive que en el caso de Canarias se acentuaba con la situación intelectualmente empobrecida en la que estaba gran parte de la población y, en especial, los más jóvenes. El absentismo escolar era un mal endémico y su única cura, el profesorado, escaseaba. Igual que cuando veía un local vacío en un buen sitio del centro, esta escasez se transformó a los ojos del ahora ex-hostelero en oportunidad. Caminando por la isla del brazo de, precisamente, una maestra, surgió un nuevo plan para cambiarlo todo. "Oye, ¿por qué no nos quedamos aquí? Yo me tomo un año sabático y pedimos trabajo para ti como profesora, que no va a faltar." Henar, confiando tanto como él en las posibilidades de ambos, acepta de nuevo meterse en una aventura con Teodoro. Como preveían, no fue difícil encontrar plaza de profesora para Henar en un pueblo llamado La Matanza del Acentejo y aunque ella no vería su primera paga hasta tres meses después, se iban apañando con lo que ella ganaba dando clases particulares. Sin embargo, vivir en el hotel de Santa Cruz no era barato y cada día tenían que hacer ambos treinta kilómetros de ida y vuelta, por lo que se interesaron por las casas para maestros que había en el propio Acentejo y que parecían deshabitadas. Suponiendo que serían de propiedad municipal, Teodoro fue a hablarle al alcalde de ellas y a pedirle permiso para ocuparlas. Éste le explicó que estaban cedidas a una profesora que no las usaba y que si ella accedía, el ayuntamiento no ponía inconveniente alguno. Como la maestra en cuestión, llamada Lourdes, no puso pega alguna, fueron a inspeccionar el que querían como su hogar. Sin embargo, se encontraron las casas en el estado que da el abandono: sucias, vacías de muebles, sin calefacción, con reparaciones pendientes en tejado y carpintería en general... Con las mismas, Teodoro se fue de vuelta al Ayuntamiento para preguntar si sería posible que se las arreglasen, teniendo en cuenta que iba a ser la vivienda oficial de una maestra. El alcalde, le explicó que no había dinero en las arcas del ayuntamiento para pagar a los obreros que realizasen la obra. "¿Pero sí lo habría para los materiales? Si me dan ustedes lo materiales, yo arreglo las casas." "Muy bien", respondió el alcalde, "abra usted cuenta en una ferretería y adelante". Sabía bien Teodoro dónde abrir la cuenta, en la ferretería de sus amigos Domingo Ruiz, apodado "el Güiro", y su esposa Nana. Aunque llevaban poco tiempo en la isla, ya tenían algunos amigos y entre ellos estaba esta pareja a la que el segoviano había ayudado a montar la tienda. No con ayuda económica sino intelectual, explicándole lo que necesitaba para llevar a buen puerto un negocio, la contabilidad, la promoción, e incluso le pintó y decoró el letrero para colocar sobre la entrada. A cambio, recibieron de él y de su esposa Nana un necesario apoyo emocional, un cariño paciente, incondicional y sereno que sirvió a los recién casados como colchón para sus miedos. Conviene apuntar respecto de aquel cartel que le pintara al Güiro, que la afición por la pintura que desarrollase de niño Teodoro no se había desvanecido, más bien fortalecido con la práctica que, a pesar de estos años de trabajo, no había abandonado. Teniendo tiempo libre para dedicarse a ello, no era infrecuente que el tema saliese conversando mientras se tomaba unos vinos con los amigos y

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que se le hiciera algún encargo, como el retrato que realizó para el padre de un juez de paz de la zona. Con los materiales a su disposición, Teodoro empezó la reforma. Arregló los techos, que era lo más urgente de cara a las lluvias, hizo la instalación de la electricidad, colocó los azulejos de cocina y baño e incluso se atrevió a montar él mismo el calentador de gas. Asegura que funcionaba perfectamente, pero que ahora sería incapaz de repetir la hazaña; que no sabe ni cómo llegó a salir bien. En todo caso, el trabajo le hizo mucho bien, ya que así mantenía su cabeza y su cuerpo distraídos mientras se le restauraba y ensanchaba, en paralelo a la casa, el espíritu. Logró convertir aquella casa en un lugar donde sentirse verdaderamente a gusto. Disfrutaba del comportamiento a menudo ácrata y despreocupado de la gente de allí, observándolos con curiosidad y respeto cuando intuía que eran comportamientos, aunque a veces erráticos, llenos de verdad. Al poco de instalarse en la nueva casa, observó a una mujer de una vivienda vecina que hacía sus faenas cada día vestida siempre con la misma falda. Se notaba que estaba embarazada porque la prenda se ensanchaba en el vientre. Teodoro decidió filmarla desde su ventana, cada día, para plasmar la evolución de su embarazo y puedo observar cómo a ella no parecía importarle que la falda cada vez ensanchase más hasta quedar expulsada de la cintura con el paso de los meses y que al final cayera casi hasta media pierna. De la misma manera casual descubrió a otro personaje curioso, un tal Santos, que atendía un huerto cercano a las viviendas de los maestros. Era un jubilado que cada mes, al recibir la pensión, la gastaba en estar borracho el día entero y se marchaba a su huerto a cantar a voz en grito, a tal volumen que parecía que cantaba dentro de la casa de Teodoro. El segoviano fue a preguntarle el motivo de que fuese a allí a dar voces y Santos respondió que le gustaba cantar pero no le dejaban hacerlo ni en su casa ni en los bares, así que iba a su huerto a hacerlo. Necesitaba desahogarse, rebelarse contra algo, contra la parálisis de la jubilación, contra la norma y contra la infelicidad que parecía suponerse que debía aceptar, y eso lo entendía perfectamente Teodoro. Decidió permitirle cantar allí, ejerciendo de protector de aquel "arte". A cambio, no dio aquel huerto una sola escarola que no fuese a parar a manos de Teodoro, entregada de buena gana por un Santos conmovido por la comprensión de aquél.

DOCENCIA POR ACCIDENTE

Aunque ella diera clase cada día y él se mantuviese ocupado yendo a ayudar en alguna finca a recoger patatas o a vendimiar, no se olvidaban de que habían venido a la isla a desconectarse del pasado, después de todo, así que cada paga que recibían era rápidamente empleada en ocio. Tan a menudo como podían, cogían el coche y se acercaban a Puerto de la Cruz a cenar y bailar todo el fin de semana, alargando maravillosamente su luna de miel. Otras veces se quedaban en La Matanza del Acentejo y disfrutaban de las parrilladas de cerdo que servía El Trota, orondo tabernero, en su taberna, punto de reunión obligado para los que vivían alrededor de la placita que articulaba el barrio. Cuando Henar salía del colegio, empleaban su tiempo libre en conocer gente, siempre intentando juntarse con gente culta o con algo interesante que contar, por lo que no era raro encontrarles con maestros y bohemios charlando delante de un vino. Charlaban mucho sobre su pasado, la vida que habían llevado cada uno y cómo se habían enfrentado a ella. Seguramente estas historias llevaron a una profesora a hacerle la siguiente propuesta a Teodoro: "Ya sabes que cojo la baja pronto". Estaba embarazada de cinco meses. "¿Por qué no me sustituyes tú estos cuatro meses?" "Pero... si yo no tengo título de maestro ni de nada." Aquella joven profesora se rió. "Ni falta que hace. ¡Pero si sabes tú mucho más que yo!" Habrá a quien le parezca mentira, quien diga que no era posible que se hicieran así las cosas en la escuela pública. Quien así piense, no ha vivido la precariedad ni ha tenido que poner en orden de importancia cosas básicas, como eran en este caso la educación de unos niños y un título universitario. Sin nadie que la sustituyera, aquellos chavales quedarían sin profesor. Era Teodoro o nada. Así que de forma oficial y con sueldo del Estado, Teodoro Nieto Antón pasó a las filas de los docentes canarios en la población de Tacoronte, a sólo seis kilómetros de casa. A él las clases le venían al pelo, porque ya empezaba a necesitar estar ocupado en algo constante; cada vez se sentía más inquieto y menos seguro de estar haciendo lo correcto varado en la isla. Un nuevo proyecto era sin duda lo que más le apetecía. Sin embargo, había otro motivo para interesarse por los niños y por la educación, para reflexionar acerca de cómo transmitir las propias ideas y saberes a otros: Henar se había quedado embarazada. Además de la alegría y el orgullo iniciales, la aparición de un hijo cambiaba muchas cosas, pero aún pasarían unos meses antes de que fuera necesario pensar en ellas. Lo comunicaron a la familia y, tras recibir las felicitaciones, volvieron a centrarse en su vida en la isla. Dar clase no es fácil, en especial cuando no se han tomado estudios específicos para ello. Teodoro empezó por tomar la decisión de concentrarse en enseñar aquello que a él se le diese bien y que fuese básico y práctico, eligiendo dos temas: las matemáticas y el conocimiento práctico de las plantas. Ambos conocimientos, el uno por esencial y el otro por ser especialmente útil en una tierra aún tan rural, se le antojaban buenas metas y además, accesibles. Hay que tener en cuenta que se enfrentaba a un aula de cincuenta alumnos de todas las edades entre los seis y los once años a la vez, chicos desmotivados, con poca educación formal y

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menos modales. Las normas de educación fue lo siguiente que se decidió a promover entre sus pupilos, consciente de que eran un detalle de la personalidad que a poca gente de éxito le faltaba y que escaseaba en cambio entre los más desgraciados de quienes él se había encontrado en la vida, en especial en sus primeros años en Madrid. Decidió organizar la clase como una familia, donde los más mayores ejercían de padres y los más pequeños de hijos, aprendiendo los primeros a cuidar de sus "hijos" y los segundos a respetar a los "padres". A través de este método les enseñó algo tan elemental como no usar palabrotas, usar el lenguaje lo mejor posible y evitar esas reacciones primarias y violentas como forma de expresar sus disgustos o sus alegrías. En una palabra, el tema del curso era la convivencia. Para el resto de las asignaturas, seguía un patrón más ligero y menos exigente. Tenía, por supuesto, un libro con el método educativo que podría haber seguido, pero él prefería concentrarse en los ladrillos básicos. Precisamente en esa época, la hermana de Henar se había instalado un tiempo con ellos en Canarias para estudiar las asignaturas pendientes que le quedaban para aprobar el PREU. Aprovechando esta circunstancia, fue ella la que acudió de vez en cuando a clase para darle a los chicos parte de las demás asignaturas del curso. Pasó el segundo trimestre del curso y los chicos habían logrado todos al menos sumar, restar, multiplicar y dividir y sus maneras habían mejorado notablemente. El contrato de Teodoro como profesor terminaba al cabo de tres meses de clases, coincidiendo con Semana Santa, así que decidieron aprovechar para volver a la Península temporalmente para ver a la familia, que tenía ganas de verles, con más razón estando Henar casi de cuatro meses y cambiar un tiempo de aires. Pasaron con sus familias respectivas varias semanas y volvieron pasadas las fiestas religiosas; les esperaba una desagradable sorpresa. En los periódicos locales de la isla se hablaba de él, del profesor que, según los padres de los alumnos, había abandonado a éstos y se había marchado sin más, dejándoles huérfanos de enseñanza. Nadie debía haberles informado del fin del contrato del profesor y era natural la reacción de unos padres que habían visto cómo sus hijos habían aprendido en un santiamén lo que antes les costaba sudores y habían pasado a usar expresiones como "por favor" y "gracias" de forma espontánea. Pero para Teodoro supuso una decepción que quedara aquel incidente como recuerdo final de una labor de la que él se había sentido tan satisfecho. Escribió una carta al periódico para explicarse, recalcando que él no había tenido intención de abandonar a unos chicos a los que disfrutaba enseñando, sino que era el Estado el que, no intentando siquiera renovar su contrato y no buscando un sustituto, había abandonado a los chicos. Aquello funcionó como un último empujón a la decisión que desde hacía algún tiempo iba creciendo en la cabeza de Teodoro. La isla le gustaba mucho porque tenía libertad de movimientos, no le ataban negocios ni planes. Sin embargo, tenía la sensación de ir "mentalmente inclinado": echaba de menos la meseta, la apertura del paisaje llano y la sensación de estabilidad que éste aportaba. Tenerife es, después de todo, una montaña, y le obsesionaba la sensación de que en cualquier sitio de la isla donde soltase una pelota acabaría rodando hasta el mar. El embarazo además estaba ya muy avanzado, por lo que la excusa de que su primer hijo naciera en la Península resultó más que buena. Lo decidieron una noche; se volvían a trabajar a la Península, empezando desde cero otra vez. Antes de volver, pensaron en qué hacer con todos los muebles casi sin usar que habían comprado para la casa de la Matanza y decidieron donárselos a un convento que no estaba precisamente cerca en la isla. La respuesta del convento fue aceptar los muebles siempre y cuando fuese Teodoro quien los llevase hasta el mismo lugar. Viendo el poco esfuerzo que los religiosos estaban dispuestos a hacer para recibir un regalo, pensó Teodoro que lo mismo le daba cargarlos hasta el convento que llevárselos de vuelta a la Península. Así que en cuanto estuvieron él y su mujer de vuelta en Madrid, compró una furgoneta de segunda mano, la llevó hasta la costa, la cargó en un barco y la llevó hasta Canarias y La Matanza del Acentejo. Cargó los muebles dentro y sobre la furgoneta hasta el límite que permitió la física y, de esta manera, la embarcó de nuevo y volvió con ella a Cádiz. El recorrido desde esta ciudad a Madrid, con la furgoneta más cargada que las de las familias marroquíes que cruzan España hacia el norte y hasta Francia, fue duro y pintoresco. Lo hizo de un tirón, con tan solo dos paradas: una para descansar y otra para que la Guardia Civil, más permisiva entonces que ahora con estas cosas, le pidiese que al menos llevase las puertas del coche cerradas.

VUELTA AL CENTRO

Hicieron el regreso a finales del verano y empezado el curso Henar ya no buscó trabajo, pues estaba de ocho meses. Por su parte, como al principio de su carrera, se puso Teodoro en la cabeza el traje de joven militar con ambiciones para pasear por las calles del centro de Madrid en busca de locales atractivos que poner en marcha de nuevo. Confiaba en tener la misma suerte que siempre, encontrar un buen sitio y empezar a ganar dinero con el que darle a su futuro retoño lo mismo que había conseguido para sí y sus padres saliendo de Ayllón. De nuevo, la persistente casualidad. Pasó por delante del restaurante El Centro, en la esquina de Trujillos y Veneras, cerca del Convento de las Descalzas: el mismo local en el que estuvo trabajando unos meses recién llegado a Madrid y en el que se habría quedado trabajando de no haber sido

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reclamado de vuelta al Recreo Castellano. En la puerta, como un augurio, un cartel decía "Se traspasa". No había que darle más vueltas. El encuentro entre los dos hombres, el dueño del local y su antiguo empleado, debió ser sin duda curioso, a pesar de que no debían recordarse bien el uno al otro. Habían pasado quince años y ambos habían cambiado mucho, sobre todo Teodoro. No sólo no tenía delante el vendedor a un aprendiz de camarero, sino que éste se había transformado en un profesional de mucha experiencia que además había logrado no poco éxito. Por su parte, el antiguo jefe estaba ya mayor y cansado y el local lo llevaban de facto sus hijos, estando él allí sólo para supervisar el trabajo. Se notaba de todas formas que no quería venderlo, poniéndole pegas a la transacción. Él, como Teodoro, había llegado a Madrid desde una provincia rural, en su caso Soria, y llevaba en aquel negocio desde 1903. "El problema es que yo lo que pido lo quiero al contado" decía, como si pensase que no encontraría quien accediera al trato. "Sí, yo se lo voy a pagar al contado" le respondió Teodoro, que había gastado poco de lo que le pagaron sus hermanos. Aún dudó un poco el vendedor, más por resistirse que por desconfianza, pero pronto quedó claro que allí no había farol alguno. El trato se hizo y el soriano, que hasta tal punto quería su negocio que era allí donde dormía cada noche en un cuarto, dejó de tener con qué aderezar la vida y abandonó este mundo poco después de la venta. Este recuerdo genera en el rostro de Teodoro una expresión extraña, perdida, admirada a la vez que sorprendida y quizá hasta reconociendo en parte la marca que deja su propia raza, la de los ambiciosos, en los que no supieron dejar atrás lo que les ata. Echó el resto para reformar el local de manera que la decoración fuera a la vez original y costumbrista, buscando que la clientela quisiera quedarse dentro por su ambiente, respirando un aire antañón pero que no llegase a oler a rancio, que fuese más una remembranza que una resurrección; en resumen, un local para todo el mundo y no sólo para viejos nostálgicos. Acababa de nacer su primera hija, Ruth, un cuerpecillo atado a él por la genética y el espíritu que ampliaba físicamente su familia y su mismo concepto de herencia. Trayendo del pasado lo que debiera garantizar el futuro de su hija y en honor al apodo y la profesión de su abuelo, añadió varios pellejos de vino al decorado y llamó al mesón "El Botero".

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CAPÍTULO CUARTO: CRECER EN EL ARTE Los comienzos no sólo son, sino que conviene que sean, una etapa dura para el negocio porque ayudan al empresario a crearse un carácter esforzado y se provoca un espacio de competencia donde el pusilánime, el que se rinde rápido, desaparece y sólo continúan los perseverantes. Desde luego, la vida laboral hasta ahora de Teodoro no puede calificarse escasa de esfuerzo pero la recompensa del éxito le había llegado casi siempre con rapidez. Puede que por eso hubiera hecho cuentas sobre lo que empezaría a ganar con El Botero al poco de empezar en él, y cuando aquéllas estuvieron por debajo de lo deseado, sobre todo en comparación con el éxito fulminante que tuviera años atrás en el Mesón del Champiñón, se le quebró un poco la ilusión por la lentitud con la que se avanzaba. En cualquier caso, procurando ahorrar y planificar con la idea de abrir más adelante otros negocios similares en el centro de Madrid que sirvieran de peldaños hacia arriba, Teodoro “El Botero” tiró hacia adelante.

EMPEZAR DE CERO

En 1975 nació otro de sus motivos para hacerlo, su segunda hija, Lorena, aumentándole entonces la urgencia por volver a su anterior posición económica y sin tener que inventar demasiado en ello. Vivían por entonces en la calle Antonio López, en un edificio de pisos, así que le inquietaba ver que el único sitio donde la recién nacida y su hermana podrían jugar con libertad sin arriesgarse a ser atropelladas por el tráfico era el triste patio interior vecinal de cemento. En cuanto tuvo algunos de esos mesones abiertos para usarlos como fuente de financiación, descubrió en la calle Mantuano un salón de bodas que se traspasaba, llamado Lady Ana en honor a la princesa Ana de Inglaterra, casada en la misma fecha que se inauguró. Como el edificio era una forma de empezar a ganar dinero de nuevo en un negocio cuyo éxito estaba en la recuperación económica y el aire de posible cambio político que animaba a los jóvenes españoles a casarse, provocando en el proceso una explosión de natalidad casi sin precedentes en el país, lo adquirió y empezó a poner el alma en este proyecto en el que se sentía a gusto, dejando más de lado los mesones, que iría traspasando progresivamente según Lady Ana empezase a dar beneficios suficientes, cosa que no tardó en suceder: se celebraban bodas todos los días sin excepción de mayo a septiembre, ocupándose primero los viernes, sábados y domingos y luego el resto de días de la semana por orden de petición. Según el salón fue dando beneficios mayores, comenzó el empresario a invertir parte de éstos por un lado en su pueblo, financiando obras públicas o comprando tierras como inversión, y por otro en el bienestar más inmediato de su familia. Hacia el año 77 compró, sin consultar con nadie, de nuevo para que la razón no le velase el instinto, uno de los chalés adosados que formaban una urbanización casi por terminar de construir a la que ni siquiera llegaba la carretera. Aunque más tarde aquélla sería la calle Teseo, localizada en una zona ahora muy poblada entre Arturo Soria y Avenida de América, por entonces no pasaba de ser una veintena de casas, contiguas pero solitarias en mitad del campo, sólo cercanas a algún poblado gitano. Para la idea que tenía Teodoro en mente, aquello era perfecto: una casa más grande pero en una urbanización, lo que implicaba espacios compartidos con otras familias y con terreno abierto, rústico y campestre alrededor, lo que permitiría a sus hijas tener la infancia más parecida posible a como él y Henar pasaron la suya propia en sus respectivos pueblos, con libertad para aprender a moverse y a relacionarse con otras personas y con el espacio abierto, recorriendo con bastante libertad los alrededores, haciendo amigas también entre las gitanillas de los asentamientos vecinos. Incluso podían ir andando hasta el colegio, Nuestra Señora Santa María, un edificio modular y ajardinado que había ganado el Premio Nacional de Arquitectura quince años antes. La mayoría de los que compraron las demás casas de la urbanización eran familias jóvenes con hijos pequeños, y como los edificios estaban dispuestos formando un rectángulo en cuyo interior definían un jardín con amplio espacio de césped y piscina, el contacto entre ellos era constante, y durante los meses de verano los niños jugaban allí sin restricciones durante horas o se celebraban los cumpleaños y demás fiestas infantiles, con los más pequeños al cuidado de los más mayores. Algunos de los niños iban al mismo colegio que Ruth y Lorena y entre todos los padres se turnaban para organizar actividades o para acoger a los niños de otros en su casa para que durmieran todos juntos mientras los adultos hacían sus propias celebraciones también en el jardín. Esa forma de vida recuerda poderosamente a la relación vital, cercana, que los vecinos de Ayllón mantenían en aquella plaza junto al convento donde se reunían los domingos después de misa. No obstante, cuando rememora esta época Teodoro no puede dejar de sentir preocupación por el poco tiempo que logró compartir con sus hijas, concentrado en trabajar y buscar nuevos retos, aunque el objetivo de todos ellos fuera procurarles a ellas una vida estable. Por otro lado, y no importa lo políticamente correctos que queramos ser, hay una verdad que supera cualquier análisis buenista y que ni los psicólogos niegan: niños y niñas se comportan, juegan, evolucionan y relacionan con sus padres de manera distinta, centrándose los unos más en la acción y lo

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instrumental, las otras más en la conversación y los sentimientos. Quizá hubiera sido más fácil para un hombre activo, acostumbrado a manejarse en un trabajo y una gente rudos, acostumbrarse a criar un chico, un varón que no hubiera necesitado un tipo de afecto tan íntimo. Las necesarias ausencias del padre dejaban a Henar con la tarea de hacer efectiva la disciplina y los castigos, mano a mano con su hermana que vivió con ellos la infancia de ambas niñas mientras estudiaba la carrera de Medicina en Madrid. Ella las sacaba de paseo o las llevaba al cine si sus padres estaban ocupados y se encargaba además de organizar y hacerles respetar sus horarios o corregirles las malas palabras. Contaban también en casa con Carmen, una empleada interna que se encargaba de aspectos más básicos, como la comida y la limpieza. Esta situación dejaba mucho tiempo de libertad a las niñas y a los padres por separado y, aunque permitió a las hermanas aprender a ser independientes, teme Teodoro que echaran en falta y echan de adultas haber disfrutado de una presencia más cercana de su padre. Consciente de que de todas formas era necesario suplir la cantidad al menos con la calidad, buscaba pasar tiempo con sus hijas a su manera, llevándolas los sábados al banco, enseñándoles a bailar o dando un paseo en el nuevo coche que hubiera comprado. En una ocasión se presentó a buscarlas al colegio con un Porsche nuevo, para fascinación de sus compañeros de clase, aunque no tanto para sus hijas, quienes reclinadas al fondo de los asientos traseros pasaban miedo con la velocidad del coche, los adelantamientos enérgicos de su padre y el embriagador, mareante, olor del cuero.

EL CAMINO DEL APRENDIZ

La buena marcha del negocio le iba a permitir no sólo empezar a encontrar esos espacios que pasar con sus hijas, sino una excusa, una oportunidad para darle forma al entonces sólo impulso indefinido de pintar que había surgido despacio, soplido a soplido, y ahora encontraba una boca más ancha por donde hacer pasar ese aliento y evitar tener que arrepentirse de no haber hecho algo, de tener una pasión agazapada sin ser realizada que acabase saltando sobre él en el futuro cuando fuese demasiado tarde, para hacerle arrepentirse. En realidad, desde que de pequeño le cogiera la afición al dibujo, nunca había dejado de hacer bosquejos y pequeñas obras en el tiempo que le permitían los descansos del trabajo, plasmando aquello que tenía ante sí o de memoria y casi de continuo, adquiriendo mucha práctica pero sólo autodidacta, con lo que el resultado era ese tipo de dibujo hiperrealista, detallista y barroco que pretendía calcar con exactitud lo que veía, necesitando de corrección constante sobre el original, lo que acababa amanerando el resultado. En sus propias palabras, no pintaba, sino que rellenaba. Consciente de que por esta vía sólo los mayores genios avanzan rápido, a finales de los setenta comienza a tomar clases en la academia de Carmen Nonell, sobrina de Isidro Nonell, pintor modernista de cuadros coloridos aunque llenos de tonalidades pardas, marrones, oscuras, muy del gusto de Teodoro. Nonell perteneció a la llamada "pintura negra" española, junto a otros como Solana o Regoyos, caracterizada por renegar de la visión burguesa y puramente decorativa del arte y retratar la España de las clases sociales más bajas, inmersas en su miseria y su dolor; Nonell en concreto era conocido por sus series de cretinos y gitanas. Con el tiempo, Teodoro llegaría a tener en propiedad uno de los estudios en los que había trabajado el artista catalán. Durante su estancia en la academia percibió el salto intelectual existente entre lo que en ella se enseñaba, principalmente herramientas básicas de la técnica pictórica, y el discurso que él quería desarrollar, un resultado concreto, diferenciado. En las clases se veía obligado a copiar a otros artistas una y otra vez con el objetivo de lograr la destreza necesaria y, como cualquier aprendiz antes de encontrar su propio camino, lograr que desapareciese la diferencia entre instrumento y resultado o, lo que es lo mismo, entre pincel y mano y entre mano y cerebro, que hubiera una conexión automática entre los tres y, como recuerda Teodoro que decía Picasso, que el pincel fuese la continuación de la idea. No obstante, la necesidad de pasar por aquel periodo de pupilaje estricto que no le permitía salirse de las líneas marcadas por la profesora le constreñía. Una vez que se había decidido a entrar en este mundo, avanzar despacio le provocaba no poca ansiedad. La primera exposición pública la hizo junto con los demás alumnos de Carmen en un centro cultural de Madrid. Evidentemente, era una de esas exposiciones donde acuden la familia y algunos amigos, más a disfrutar del cóctel que del arte, a pesar de lo cual hubo bastante gente. Su familia por entonces consideraba la faceta de pintor de Teodoro como algo anecdótico, una afición más, como la de quien mete barcos en botellas, hace quinielas en una peña o pinta figuras militares de plomo. Aún tardarían un tiempo en comprobar que se trataba de una pasión que le dominaba y le definía como persona. Allí expuesto por primera vez a la comparación, no ya ajena sino propia, de sus pinturas con las de sus compañeros, se dio cuenta de que, a excepción de la de algunas chicas que iban a la academia sólo por pasar el rato, la de sus compañeros era una pintura más rica, más original que la suya y que, aunque sus aptitudes y lo aprendido le llevaban al menos por el camino del expresionismo en el que se sentía cómodo, le faltaba un estilo propio que naciera de un aprendizaje aún más profundo que no había adquirido. Sus cuadros por entonces estaban faltos de autenticidad, seguían amanerados y necesitados de repaso continuo para lograr acercarse

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a lo que quería sin lograrlo del todo. No era la academia, concluyó, el sitio adecuado donde encontrar la forma de devolver al lienzo lo que había en su cabeza: allí le podían enseñar el oficio, pero no el arte.

MATERIALES DEFINITIVOS

En su interés creciente por la pintura y el arte en general y en coherencia con su situación empresarial desahogada, decidió que si el éxito económico le permitía mantener a su familia y darle a ésta lo que necesitase, ¿por qué no hacer lo mismo con este nuevo compañero vital, el mundo artístico y cultural? Como es natural, sus primeros empeños los dedicó de nuevo a su pueblo. En Ayllón, ya se comentó, existen varias casas señoriales y palacetes de su herencia noble; se decidieron por dedicar al arte el abandonado Palacio de El Vellosillo, un edificio del siglo XVI construido por don Fernando de Vellosillo, natural de Ayllón, Obispo y Señor de Lugo, que llegó a ser miembro del Consejo Real de Felipe II. Para rehabilitar este espacio y destinarlo al fin deseado, se encontraron con el mismo obstáculo que ya se había encontrado Teodoro con la compra de locales para abrir negocios: la disputa entre varios herederos. En este caso, el palacio pertenecía a varias personas y una de ellas no estaba por la labor de hacer la venta por motivos personales. Por aquel entonces el alcalde de Ayllón era César Félix Buquerín, quien para Teodoro es una de las figuras más importantes de la historia reciente de Ayllón por la voluntad que tuvo de dotar al pueblo de toda suerte de iniciativas como veremos y con el tiempo, ha llegado a considerarle parte de su propia familia. Félix le pidió al pintor que mediase, encargándose de hacerle entrar en razón y averiguar dónde estaba el punto flaco del propietario. El pintor descubrió pronto el motivo por el que el co-propietario del palacio se resistía a un pago que le beneficiaba claramente. Sospechaba que a aquel hombre, al que sabía testarudo pero práctico y capaz de pensar a largo plazo, no era tanto el dinero contante y sonante lo que más le interesaba como la seguridad de ser propietario de un terreno interesante, por lo que le abordó con el argumento de que con las ruinas del palacio no podía hacer nada y de todas formas el Ayuntamiento siempre podía expropiarle la finca a largo plazo, por lo que saldría perdiendo; era mejor negociar. En efecto, mediando con el ayuntamiento, llegaron más bien a un trueque. El trozo del palacio que le correspondía le sería comprado a cambio de algunos terrenos municipales bien situados donde este hombre, que ya de por sí era empresario hostelero, pudiera levantar un nuevo negocio como de hecho más tarde hizo. Pudo comenzar así una primera restauración del palacio, que habría de durar casi una década. El objetivo de la restauración era albergar obras y exposiciones artísticas, a raíz de una iniciativa de artistas de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense llamada ``Un museo para un pueblo''. Se instalaban en los municipios, realizaban obras inspiradas en ellos y luego las regalaban a la alcaldía para que hicieran con ellas lo que deseasen, animándoles a crear un espacio de arte en la localidad, iniciativa que tocó la fibra sensible del regidor de Ayllón. Así comenzó la reforma de lo que sería el Museo de Arte Contemporáneo Palacio Obispo Vellosillo, con el determinante y necesario apoyo del alcalde, Félix, que cuando estuvo todo dispuesto removió, con la ayuda de otras personas, Roma con Santiago para crear una serie de becas para que artistas de la misma Facultad de Bellas Artes acudieran a Ayllón a realizar sus obras. También quiso ayudar de otra manera más práctica, interviniendo en concreto en el problema del alojamiento de los becarios durante su estancia en el pueblo. Había cambiado nuestro artista la herencia recibida de un tío por varias parcelas en la parte alta de su pueblo, cercanas a la calle El Parral donde tuvo su casa y aún vivía su hermana mayor. Pero además se informó sobre un edificio anexo a este espacio, una antigua tenada de ovejas, descubriendo que el dueño estaría dispuesto a vendérselo. La idea que de hecho llevó a cabo era reformarlo para convertirlo en centro de arte y encuentro donde exponer su propia obra o recibir a artistas amigos y conocidos de todos los campos artísticos; pero también lo hizo servir como residencia de los becarios del Obispo Velosillo, ubicándose así la mitad allí y la otra mitad en el convento de monjas. Los artistas no podían estar mejor recibidos, pues además de la estancia, Teodoro les dejaba abierta y a su disposición la bodega, repleta de ricos vinos. Alrededor de 1980 se abrió al público el Museo de Arte Contemporáneo Palacio Obispo Vellosillo al que Teodoro dotó de lo necesario para funcionar y recibir exposiciones y artistas. Lo dirigió durante un tiempo y empezó a recibir fondos pictóricos de España y del extranjero para llenar sus múltiples de salas de exposición. Gracias de nuevo a Félix Buquerín se le fue añadiendo al Museo una biblioteca pública, hoy día muy bien surtida, contando con más de catorce mil volúmenes, una cifra importante si la comparamos con el tamaño del pueblo. También fruto de este movimiento cultural se creó la asociación cultural Vellosillo, que organizaba actividades, cenas medievales, semanas temáticas, un periódico mensual con numerosas colaboraciones, noticias de la región y el pueblo y un editorial de tono ligero y ácido de Teodoro, con aguijón. La revista llegó a distribuirse al exterior para alcanzar a emigrantes ayllonenses hasta de Australia y tuvo gran éxito durante los años que fue publicada. De aquel antiguo uso de la Tenada del Chispano recuerda con especial cariño una reunión de cuarenta poetas en el año 93, incluyendo al entonces Premio Nacional de Poesía, durante la que le firmaron cada uno una cuartilla de versos para el recuerdo. Sería ya más tarde cuando construiría a propósito en el pueblo una

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residencia de estudiantes enteramente dedicada a este fin, dedicándose la Tenada, como veremos, a otro asunto. Con el tiempo, siguiendo una filosofía opuesta a la dependencia y la caridad mal entendida, los ``progenitores'' de las becas artísticas lograron entre todos que estas comenzasen a no necesitar de la financiación de particulares que hasta entonces aportaban allí donde los fondos públicos no llegaban. Una vez entró en la financiación la Comunidad Autónoma de Castilla y León, ellos ya no fueron económicamente necesarios, lo cual le resultó una satisfacción, porque significaba que la causa tenía vida propia y no necesitaba de “lastimeros” que lo financiasen todo. A día de hoy las únicas aportaciones externas y extraordinarias son los premios de particulares como ellos mismos o instituciones privadas, procurándose que haya suficientes para todos los becarios. Teodoro aporta en concreto un premio destinado a la creación de obras en materiales definitivos (piedra, forja, etc..) Por iniciativa de los fundadores de las becas se pretende además que éstas tengan un impacto a largo plazo en la comunidad, cosa que logran de dos formas. Por un lado, las obras ganadoras de los premios, además de otras que en ocasiones alguien compra y dona al municipio, han de quedarse expuestas en el museo del Vellosillo, con lo que el patrimonio cultural ayllonense aumenta cada año. Por otro, la obtención de la beca incluye una obligación socializadora para los becados, ya que al acceder a ella se comprometen durante el tiempo que dura a compaginar su trabajo artístico con la impartición de clases de arte para los escolares de Ayllón.

MÉXICO Y LOS MEXICANOS

Simultáneamente a su inquietud filantrópica, también empleó la bonanza económica que le proporcionaba el trabajo en viajar, con motivo recreativo o empresarial, siendo México uno de los lugares que más acabaría frecuentando. A finales de los años setenta, Teodoro tenía como amigo a Enrique Rodríguez Gutiérrez, propietario de un rancho en El Ajusco, a cuarenta y cinco minutos de la capital federal mexicana. En el año 76, Enrique les invitó a él y a Henar a visitarle allí, y en la fiesta que se celebró fue donde conocería a quienes provocarían más tarde un giro en su carrera artística y una ligazón definitiva con la tierra mexicana. Se trataba de Franz y Laura Reinert, una pareja germano-mexicana, compadres de Enrique. Franz y Teodoro, pese a ser dos personalidades muy distintas, congeniaron pronto gracias al interés mutuo por el fenómeno humano y la ayuda al prójimo; desde ese momento Franz acompañaría a Teodoro en todas las exposiciones que, como veremos, surgirían una década después en México, Estados Unidos y Alemania, siendo el insustituible esfuerzo de Laura la clave del éxito de Teodoro. En este mismo viaje también le presentarían al ayllonense al ingeniero Manuel Nocetti, empresario, quien hizo mucho por avivar también la seducción del artista por México, sus gentes y su forma de vivir. El encuentro entre aquellas personalidades que se reconocieron pronto similares no podía menos que dejar una huella anecdótica profunda. Recuerda el propio Manuel que cuando recibieron a Teodoro en el Aeropuerto Internacional de Ciudad de México, se produjo ya un primer contacto pintoresco. El país era un gran desconocido para el mundo; el tequila aún tenía que cobrar fama como bebida estrella en la coctelería, el despertar económico era reciente y tampoco se explotaba su potencial turístico al nivel que se haría a partir de los años noventa. Quizá por esta sensación provinciana de los mexicanos esperaban a un empresario español sobrio y severo; pero el grupo de mariachis dispuesto para dar colorido a la recepción y el dispositivo de seguridad del aeropuerto fue testigo más bien de la arribada de un hombre de afán bohemio, amante de la libertad, la espontaneidad y la sinceridad, que no estaba para artificialidades y que buscaba de inmediato la oportunidad de amigarse con todo el mundo. La cosa acabó, de hecho, con una fiesta en la emblemática Plaza Garibaldi entonando, entre otras canciones, la que acabaría convirtiéndose en una de las tonadas favoritas de Teodoro, “Perro Negro” de José Alfredo Jiménez. Para todos resultó una bohemia consagración a la religión de contacto con el prójimo. ``Al otro lado del puente de La Piedad, Michoacán.'' dice la citada tonada. Precisamente el Estado de Michoacán, donde estaba establecido el ingeniero Nocetti, sería de los más visitados por Teodoro y acabaría infiltrándose también en su arte. Pero en una combinación de búsqueda de inversiones y labores humanitarias viajarían Teodoro y Manuel, el propio Enrique y Franz, por otras partes de México y Estados Unidos. En especial en los tres años siguientes recorrerían el Estado de Tabasco, que florecía económicamente en esa época con la explotación petrolera, y respecto a Estados Unidos, harían cumplida asistencia al año siguiente a un icono de este país, la decimocuarta Super Bowl, final del campeonato de fútbol americano que jugaban los Steelers contra Los Angeles Rams, con victoria de los primeros. Más tarde irían también a visitar La Vegas, ciudad que estaba empezando a desprenderse de la influencia de las mafias y apuntaba hacia una recuperación y renacimiento que llegaría en una década con la construcción de la famosa zona del Strip que conocemos gracias al cine y la televisión. En este viaje comenzó el grupo de amigos a invertir en la compra de tierras en la zona, así como en Tucson, Arizona y Nogales.

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DEL PALACIO DEL VELLOSILLO AL DE CENICIENTA

Desde aquella primera muestra con la academia de Carmen Nonell, Teodoro no había vuelto a exponer públicamente y decidió hacerlo por segunda vez en 1982, pero en beneficio de una buena causa: se organizó la muestra en el mismo Museo de El Vellosillo y lo obtenido de la venta de las pinturas iría a favor de Cruz Roja. Como el objetivo era sacar el máximo beneficio posible para la ONG, preparó una serie de cuadros pequeños a los que puso un precio asequible. Su pintura, además, era por aquel entonces todavía sencilla, fácil de entender, con un parentesco inmediato con aquello a lo que representaba, popular en definitiva. El resultado de esta estrategia fue la exitosa venta de más de un centenar de cuadros, creando de esta manera una tradición: desde entonces, absolutamente todo lo obtenido por sus exposiciones ha ido a parar a personas y causas necesitadas de todo el mundo. Inicialmente, donaba los cuadros, pero en un momento dado, se dio cuenta de que cuando regalaba a una causa las obras de una exposición, los cuadros no vendidos durante la misma podrían acabar dedicados más tarde a fines diferentes de los elegidos y a veces al lucro personal de los organizadores, por lo que desde ese momento pasó a donar no los cuadros, sino el dinero recaudado de aquellos que se vendían y para proyectos concretos estrictamente elegidos por él personalmente, asegurándose con esta actitud el poder mantener cierto control sobre la eficacia y la bondad con que se usase el dinero. Aprovechando que sus hijas empezaban a tener edad para moverse de un lado a otro con sus padres, empezaron a buscar formas de hacer cosas juntos los días festivos y vacacionales. Los fines de semana, algunas temporadas enteras y en ocasiones familiares como Navidad o Nochevieja, acudían a Torrelodones donde sus tíos Ángel, Pepita y Justo tenían casa, siempre antes de comprar la casa de Teseo, momento en el que se empiezan a quedar más a menudo en el jardín de la urbanización. En un momento dado, expresando al máximo el deseo de darle a sus hijas las mejores experiencias para un niño, viajaron a Disneyland en Orlando (por aquel entonces Disneyland París era menos que una quimera). Ambas eran bastante pequeñas y lo disfrutaron al máximo desde el punto de vista de la maravilla, de la ilusión, de lo imposible y paradójico contenido en un viaje impensable para la mayoría de españoles de entonces a un lugar que sólo parecía existir en la pantalla del televisor o el Cinexín. Ruth, que tenía suficiente edad entonces para recordarlo hoy, lo califica como el más impresionante de largo de todos los que hicieron en familia. Cuando las niñas fueron algo más mayores, salían a "pueblear", recorriendo España en escapadas de un día, parándose a comer en alguna villa de Castilla o Extremadura, siempre buscando ese tipo de paisaje llano que ponía horizontal el pensamiento. Teodoro, queriendo que sus hijas compartiesen su aprecio por el campo y sus labores, les iba describiendo y nombrando la función de cuanto apero, siembra o edificio agrícola veían. En verano solían ir a la playa, pasando allí un mes con su madre, su tía y con su padre, que iba y venía de Madrid según las necesidades de la empresa y también, hay que confesarlo, huyendo temporalmente de la muchedumbre de turistas, especialmente de "esos franceses que nos robaron el Tour", aquel 1987 que Perico Delgado no ganó por 40 segundos. Como contrapunto a esta vida exterior llena de novedades, la vida en el interior del hogar era más reposada y más guiada por la frugalidad de Henar y el reposo que le pedía el cuerpo a Teodoro tras el trabajo. Las comidas se hacían con puntualidad y temprano, cuando el resto de familias aún estaban cocinándola, todos juntos frente al televisor y aunque se comía mucho, deprisa y variado, casi siempre era casero, hecho por Henar o sobre todo por Carmen. A principios de los ochenta apareció como novedad gran cantidad de bollería, repostería y postres lácteos industriales, pero en su casa los bocadillos sólo llevaban de procesada la Nocilla; los zumos se exprimían, el arroz con leche y el flan se cocinaban y cuando no había, se tomaba fruta o leche. Lo mismo ocurría con las croquetas, los filetes rusos, las empanadillas, la pasta, los potajes y otras comidas que hoy son comunes en la sección de ultra-congelados y precocinados. Recuerdan ambas hijas la especialidad de Carmen, unas cintas de pasta verde con almejas que las niñas devoraban con más gusto que cualquier otra cosa. Al finalizar la comida, la tradición mandaba que, como el abuelo hacía en el campo décadas atrás, su padre se echase una soberana siesta. No era cosa sólo de los Nieto esta costumbre de aprovechar el dinero de puertas afuera y ahorrarlo de puertas adentro, sino de toda esa generación de padres de los ochenta, metidos de lleno en la prosperidad económica y consumo que trajo la reforma política pero hijos de una época más rural, escasa y provisional en la que aprovechar al máximo los recursos era ley de vida. De esta manera, las hermanas heredaban la ropa la una de la otra y Henar, con magnífica mano, reformaba, añadía bordados o creaba desde cero los trajes de ambas niñas.

BELLAS ARTES

Estando en contacto a través de las becas de paisaje de Ayllón con la facultad de Bellas Artes de la Complutense, llega a hacer amigos entre el profesorado y decanato de la misma, hasta que se decide, hacia el año ochenta y cinco, a ingresar en la carrera con el apoyo y guía del catedrático Pepe Carralero, pintor de influencia expresionista pero aire realista, ya por entonces reconocido públicamente y presente con frecuencia en galerías nacionales. Este hombre sería un pilar básico de su cambio como artista, de su forma

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de entender la pintura y el arte en general como expresión de uno mismo y sobre todo, un gran amigo. Siempre pendiente de la propia independencia y haciéndolo necesario su doble ocupación de empresario, Teodoro no toma estudios formales sino que asiste a las clases como oyente. Eso le daba la ventaja de asistir a las clases que prefiriera, no teniendo por qué limitarse por un itinerario ni por el tiempo; si era necesario podía repetir cuantos cursos o asignaturas quisiera, y de hecho hizo no los dos cursos de paisaje habituales, sino cinco. También le sirvieron los estudios para conocer a los que serían dos de sus mejores amigos hasta el día de hoy y para siempre, Cosme Ybáñez y Rocío López, a quienes invitó a compartir una parte sagrada de sí mismo, el espacio de trabajo, el estudio de pintura que Teodoro tenía para sí. Ambos le parecían muy buenos artistas y de ellos aprendió mucho, sobre todo del arte del grabado. Su entrada en la universidad le supuso un choque brusco en su idea del arte, hubo de darle la vuelta a su concepción del mismo. Lo que se aprendía en la facultad, lo que sus compañeros y profesores hacían, era otra cosa distinta de lo que él realizaba; no se trataba de plasmar la realidad, sino de transformarla o interpretarla a partir de la propia imaginación, la cual había que desarrollar y no sólo en el sentido pictórico. La pintura se convirtió para Teodoro en un arte completo que se relacionaba con todos los demás y debía crecer en relación con ellos, con la historia del arte, la música, el cine, con la palabra hablada y escrita, con uno mismo, con los demás artistas, con todo un conjunto de materias, en definitiva, que él había pasado por alto hasta ahora pero que eran necesarias para pasar de la transcripción del mundo a su creación. Como ejemplo de esta filosofía pone nuestro artista de ejemplo el máster de paisaje que su maestro y ya amigo Pepe Carralero impartía en el Bierzo, en Albarracín, y al que asistió tres años seguidos. El máster era una convivencia completa, en la que se era pintor las veinticuatro horas del día, desarrollándose en paralelo con otros pintores, trabajando a veces por separado y a veces junto a otro de ellos. Tras cada jornada de trabajo se hacía una síntesis de lo realizado, explicando lo que se había elegido pintar y cómo se había logrado, los valores que se querían representar y las dificultades encontradas. Se recibían críticas libres de los compañeros sobre el trabajo propio, viviendo la experiencia como un proceso conjunto, abierto, mutuo y constructivo. Comían juntos, cenaban juntos, salían juntos por la noche a tomar algo y relajarse. Se vivía completamente como artista entre artistas. Otra muestra de cómo la pintura debe relacionarse con el todo la pone Teodoro cerca del monasterio de Carracedo, donde había elegido ir a pintar cierto día de aquellas convivencias, frente a una huerta donde una mujer ya mayor se castigaba los riñones cogiendo alubias. Sin que hubieran intercambiado otra cosa que un buenos días poco antes, la mujer se le acercó de repente con una propuesta: "Ayúdame a coger las alubias y luego yo te ayudo a pintar el cuadro". La propuesta debía tener tanto de verdad como de broma pero Teodoro la aceptó sin más, y remangándose se puso a ello con la destreza de un labriego veterano que ella, pensando que había topado con un señorito estudiante que jamás había desenterrado siquiera una patata, no se esperaba. Cuando hubieron terminado, no dudó el pintor en pedirle a la labradora que se acercase y probara a poner el pincel en el cuadro, casi teniendo que obligarla. En efecto, aquella señora le dio algunas pinceladas a la obra que quedaron allí sin retocar como ejemplo de integración del paisaje vivo en el arte, de cómo el paisaje puede venir a tu cuadro y pintarlo. Uno de estos masters llegó a tener tanta importancia para Teodoro como la de llegar a salvar su carrera de pintor cuando, preparando la maqueta de un estudio octagonal que quería levantar en Ayllón, se cortó con una sierra de disco los tendones de los dedos anular y corazón de la mano diestra. En ese momento se hizo llevar a la casa de socorro de la calle Montesa, pues sabía que recibían casi a diario a accidentados y tendrían los mejores especialistas. Ciertamente le realizaron un excelente trabajo de microcirugía, al que siguió un periodo de un mes escayolado. Al quitarle el yeso, descubrió una mano rígida, inmóvil, que le produjo una grave impresión. Le siguieron lentos y duros trabajos de rehabilitación en los que tenía que meter la mano en parafina para ablandar los músculos, operación esta muy dolorosa y que resistía con ayuda del empeño de su médico, un fisioterapeuta que conocía sus obras y que no pensaba dejar que dejase la pintura. Así se fue recuperando, pero muy despacio, cayendo en una depresión profunda; no le apetecía otra cosa que sentarse en un sillón, tener a sus hijas y a su perro Acros cerca y mirar un túnel virtual en su futuro al que no veía luz de salida. Esto ocurrió un 8 de enero, precisamente el día antes de su cumpleaños y ese verano, Pepe le invita de nuevo al Bierzo. Por entonces ya podía agarrar el pincel, aunque con rigidez y en esta ocasión pintaron naturaleza más agreste, más perdida y deshabitada. De alguna manera aquellos paisajes, los debates en los que sus compañeros se preocupaban por su bienestar pero sin mencionar el accidente y en definitiva la inmersión de nuevo en la pintura le sacaron del escollo y le devolvieron de nuevo al oficio, hasta recuperarse totalmente. Según sus conocimientos se iban ampliando, aumentaba en él esa inquietud común de los artistas de que sabía cada vez menos; en realidad, encontraba cada vez más cosas que aprender y un horizonte demasiado infinito. Se descubría lleno de carencias pero en la necesidad de seguir ahondando en los mensajes que envía la vida para descubrir dentro de sí un mensaje propio, un sello, algo que le identificara frente a cualquier otro artista, evitando caer en el mundo fácil donde se tocan pintura y marketing y se produce para el público una falsa sensación de originalidad habitual en el arte moderno, nacida de la extravagancia por la extravagancia, sin objetivo. Quería conseguir en sus cuadros, en definitiva, los valores propios de una obra de arte: originalidad y provocación, pero

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también naturalidad, autenticidad y comunicación. Desde el momento de entrar en la facultad volvió a exponer en centros culturales, incluyendo alguno de importancia, como el Nicolás Salmerón, normalmente reservado a autores de mayor entidad. Esta exposición en concreto recibió una buena crítica que, además, le buscó un espacio de identificación, adscribiéndole a la Tercera Escuela de Madrid, una línea de renovación artística de posguerra caracterizada por su atención al paisaje, el realismo, el expresionismo profundo y la sobriedad cromática. Es una calificación que Teodoro admite, con cierta prudencia, que le representa en el sentido de sentirse él en efecto influenciado por gente como Benjamín Palencia, fundador de la Escuela de Vallecas donde tuvo origen de este movimiento. Era una línea que aportaba mucha frescura a las bellas artes del momento, una pintura intensa, fuerte, rotunda como la suya propia, de pincelada gruesa y mucha materia, método que impide hacer retoques y añadir apenas nada sobre lo hecho, siendo necesario hacer primero uno o más estudios de lo que se pretende conseguir y no dar las pinceladas definitivas hasta tener claro lo que se quiere decir, debiendo quedar éstas sin apenas tocar ni retocar. "Cuando retocas", opina Nieto Antón, nombre artístico con el que firma sus cuadros, "estás siendo amanerado, ya no estás diciendo lo que quieres". Lo único que podía tener de peligroso ser integrado por la crítica en un movimiento, y de ahí que sólo la acepte con estos reparos, es que las etiquetas, si no se toman como meras descripciones y se tiene la capacidad de seguir buscando el propio camino, pueden llevarte a ir allí por donde te ven otros y no por donde te ves tú. Teodoro no quería parecerse a nadie que no fuese él mismo, incluso siendo una tarea tan imposible como necesario es beber de otras fuentes para desarrollarse como artista. Por ello, a la vez que se deleitaba con los trabajos de Munch, Mateos o Solana, procuraba y procura no profundizar demasiado en ellos, dejando que sean los paisajes, las distintas luces y las distintas personas que retrata las que busquen en él la forma de expresarse, de ser entendidos en el cuadro.

LÓPEZ DE HOYOS

En la segunda mitad de la década de los ochenta le llega una nueva oportunidad de ampliar negocio cuando uno de sus proveedores le advierte de que se vende el cine López de Hoyos, sito en el número 71 de la calle homónima, que por entonces estaba ya fuera de uso y tenía tres salas. Aunque entonces Teodoro no tenía intención de enredarse en nuevas metas empresariales que le quitaran más tiempo, le convencieron de que si no lo cogía él, quien lo comprase sin duda lo iba a dedicar a bodas, suponiendo una competencia feroz que no le convenía, de modo que se puso en contacto con los dueños, que resultaron ser la viuda e hijos del difunto propietario, gente bien conocida en el pueblo de La Bañeza con fama además de honrados. Le pedían más de cien millones de pesetas por el edificio, pero en ese momento Teodoro sólo disponía de la mitad del dinero y la promesa, que se había ganado fama de cumplir, de pagar el resto en un plazo. Los hijos, que eran los que negociaban en nombre de la madre, fueron a consultarle esto a su progenitora y volvieron no sólo con buenas noticias sino con el deseo expreso de la madre de no venderle el edificio a nadie que no fuese Teodoro y bajo las condiciones económicas más benévolas, prefiriendo morirse sin venderlo de lo contrario. Lógicamente al de Ayllón le parecía una exageración tanto el arrebato como las condiciones tan a su favor del pago y tuvieron que explicarle el motivo: Teodoro en su despacho tenía una imagen de San Antonio y esto lo había tomado la madre, devotísima de este santo, como una señal. Fue explicación suficiente; de golpes de corazón sabía él de sobra. Con la compra del edificio, decidió trasladar el grueso del negocio y montar allí el nuevo proyecto, llamándolo también Lady Ana y manteniendo de momento el anterior. Se inauguró en abril del año 1987, el día del cumpleaños de Henar; fue una inauguración a lo grande, con orquesta y con la intención de agasajar a su esposa como compañera vital que le había apoyado en todo negocio o "locura" que había querido emprender a lo largo de los años, mostrando una respetuosa confianza. Pero la inauguración oficial fue más tarde y sin estar ellos presentes, pues decidieron irse de viaje a la Feria de Abril de Sevilla, dejando de encargado de la tarea de dirigir el negocio a un director y dos subalternos de éste. Sin embargo, le llamaron días más tarde, angustiados, para avisarle de que el funcionamiento estaba siendo un desastre, que la basura se les acumulaba y no había espacio para guardarla, bloqueando la correcta marcha del negocio al plantear un problema de salubridad. Tuvo que regresar Teodoro y meterse ocho días a trabajar en la cocina para ver lo que ocurría y solucionarlo de un plumazo con la compra de una prensa de papel y otros aparatos para reducir, compactar y organizar la basura. El incidente terminó con una advertencia al director: "Esto que he hecho yo lo tendría que haber previsto y hecho usted, pues para eso le pago precisamente. Ésa es la diferencia entre el director y el propietario". A pesar del nuevo Lady Ana, conseguía volcar al menos el cincuenta por ciento de su tiempo en la pintura, montando su estudio en una habitación del propio edificio. Sentía a su arte por fin ir avanzando, ya liberado del constreñimiento de la técnica y encaminado a la exploración libre de los caminos que le iban llevando a ese estilo que buscaba.

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RUTH Y LORENA

Ruth y Lorena estaban entrando casi a la vez en la adolescencia. No es un detalle simplemente anecdótico ni que creamos que podamos dejar pasar con la pura referencia cronológica: la adolescencia es un periodo especial para toda persona y de la misma manera que en Teodoro había significado la ruptura con un estilo de vida, marchándose a la ciudad, para cada una de sus hijas significó también el inicio de la independencia de sus padres. Ambas habían tenido un comportamiento ejemplar en lo familiar y en los estudios que por algún lado debía romperse para permitirles avanzar. Con dieciséis años, una Ruth introvertida y llena de vida interior viajó a Estados Unidos a cursar segundo de BUP, lo que le supuso coger distancia intelectual y hasta cierto punto emocional con sus padres. No volvió de visita a España en todo el curso y sus padres acudieron una sola vez. Como es normal en estos cursos de intercambio, Ruth se alojó con una familia del país, en este caso una familia de Indiana propietaria de una descomunal plantación de maíz. Para la visita de sus padres se reunió a los conocidos de Ruth a los que Teodoro cocinó paella y dio a probar jamón serrano. Pero él quedó aún más impactado por su parte por los terrenos del americano, tan amplios que requerían recorrerse en vehículo o a caballo, sembrados de maíz extendidos por todo el terreno con la sola excepción de la casa familiar, las cuadras, los edificios del servicio y un helipuerto. Como comentaba Teodoro, jocoso pero alabando la forma americana de entender la agricultura, "esto lo tiene un español, quita la mitad del sembrado y llena el terreno de cortijos, plazas para capeas y chalés de invitados". Al regresar de aquella temporada alejada de la familia era patente el cambio que se había operado en la primogénita de Teodoro, que había tenido tiempo para pensar en sí misma, en su familia y en el futuro. Aunque exteriormente cualquier podría calificarla de hija modelo, interiormente se sentía confusa intentando comprender a sus padres, la forma de vida de Teodoro tan apegada al trabajo y a la pintura, tan independiente, y la propia relación entre su padre y su madre que veía distante y sin embargo firme. También sentía que ella era la no comprendida por sus progenitores, pero al contrario que muchos jóvenes en su misma situación, decidió hacer su reflexión hacia delante, continuando sus estudios hasta entrar en la universidad. Mientras, la adolescencia de Lorena fue mucho más típica exteriormente: rebelde, políticamente enfrentada a las ideas de sus mayores y sintiendo el dinero de la familia como un estorbo moral. En consecuencia, se volcó en sus amigos y amigas sin buscar en sus padres más que el apoyo para que la dejasen salir por las noches y regresar a la hora que prefiriese. En realidad, era simplemente otra manera de reaccionar al mismo descubrimiento natural que Ruth había hecho un par de años antes: la falibilidad de los padres, la necesidad de cada uno de buscar el propio camino. De hecho, fue la propia Ruth la que en este sentido, durante uno de los viajes a Turquía de la familia y quedándose ellas en casa mientras sus padres acudían a una fiesta, le abrió los ojos. Lorena por aquel entonces idolatraba a su padre y atendía con embeleso a las historias de su juventud; su hermana le hizo caer en la cuenta de lo que en realidad hoy día Teodoro defiende, que aquellos, por mucho que se adornasen para agradar a unas niñas, no fueron otra cosa que los esfuerzos muy humanos y no exentos de errores de alguien dispuesto a salir adelante con las imperfectas herramientas de que disponía. Por ser más tardía, la ruptura intelectual fue algo más brusca en su caso. La benjamina de los Nieto empezó a leer y escuchar en otros foros y a nuevas amistades y políticamente derivó hacia la izquierda, lo que le produjo algunos roces dialécticos con su padre. A pesar de esto, Teodoro no parecía poder evitar identificarse con el modo de vida expansivo, extrovertido, un punto juerguista y nocturno de su hija, que él mismo había tenido en su juventud. Se reconocía en esa actitud y aunque su paternidad le hacía sentirse en la necesidad de cortarle las alas, sería hipócrita no respetarla en parte o pensar que la llevaría a un mal camino, siendo el mismo que él había transitado antes. Estamos entrando en los años noventa. Teodoro había pasado por la cuarentena estando demasiado ocupado para preocuparse por una fecha tan simbólica y se acercaba a la cincuentena, con sus hijas ya encaminándose a la vida adulta plena e independiente y convertido él en pintor de pleno derecho aunque sólo a tiempo parcial. Con el apoyo que iniciaron los Reinert en México diez años atrás, había logrado exponer ya con frecuencia fuera de su país y, pareciendo que el negocio no corría riesgo alguno, llegaba el momento de pensar en nuevos intereses y nuevos deseos. Queriendo seguir levantándose cada mañana con novedades a la vista, buscó centrarse en por dónde crecer ahora como persona y hacia dónde llevar su vida empresarial de tal manera que alcanzase verdaderamente la libertad intelectual y creativa.

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CAPÍTULO QUINTO: EL HECHO AMOROSO La década de los noventa, respecto de los distintos negocios hosteleros que llevaba y llevaría, sería bastante más estable. Ya no cabía tanto preocuparse de hacer dinero como de crear negocio, que no es lo mismo exactamente; al contrario de lo acostumbrado por Teodoro, aparece también algo similar a una estrategia a largo plazo ante la necesidad de diversificar o de adaptarse a cambios en el perfil del cliente, que con un nuevo empujón al nivel de vida en España se iría volviendo exigente. Durante estos años, por ejemplo, se cerró el primer Lady Ana para usar el dinero del traspaso en evolucionar el modelo de negocio. También por entonces Henar montó, en el segundo Lady Ana de Lope de Hoyos, una boutique de ropa para bodas, pasando por allí más de quinientas novias, novios, padrinos y madrinas cada año, hasta que, después de un lustro teniendo que aguantar el estrés de las parejas en la preparación del evento, decidió abandonar esta empresa. Respecto de la búsqueda de inquietudes nuevas, Teodoro empieza a querer aportar algo a la vida de aquellos que habían nacido en un lado difícil, injusto y cruel del mundo. Sin embargo, su contacto previo con el entorno de las organizaciones dedicadas a la ayuda humanitaria le había convertido, y sigue siéndolo, en un desconfiado de su labor. Entiende que es positiva su existencia, desde luego, pero también que en muchos casos la burocracia y la corrupción, interna o de los propios países en los que trabajan, se come el recurso empleado y desvirtúa el propio hecho amoroso de darse a los otros desinteresadamente y por ese sentimiento de empatía universal. Podrían hacer mucho más estas instituciones si hubiera más vocación, menos sueldo y menos corrupción entre sus directivos, si el trabajo fuera enteramente voluntario. Si lo haces por amor al prójimo, has de obtener amor como suficiente recompensa; si lo haces como un empleo más, eres un ejecutivo haciendo un trabajo remunerado, quizá justamente remunerado pero en ese caso no debe tener el relumbre ni el nombre de “humanitario”. Por otro lado, siente que las ONG te atan no ya a una manera de trabajar, sino a sus propios proyectos y beneficiarios de la ayuda, mientras que Teodoro entiende que necesita alejarse de la circunstancia concreta una vez que ha ofrecido su ayuda en ella. Sufre de ese síndrome del voluntario que, queriendo ayudar, se siente culpable por no poder hacer más. De manera que él eligió involucrarse personalmente y a veces hundirse hasta los codos en la labor, pero una sola vez; después se marcha en busca de otra: “Hay mucha gente en el mundo que necesita ayuda y todos tienen derecho a la oportunidad de recibirla una vez”.

SALTO A LA MEXICANA

Respecto de su propia profesión artística, ¿cómo evolucionaba? En 1989 había venido a España de visita Laura Reinert, la esposa de Franz, acompañada de su hija Laura. Teodoro le mostró algunos de sus cuadros, los cuales resultaron muy del gusto de la mexicana. Por aquel entonces, Laura y Franz se habían mudado a San Diego, donde además de colaborar en UNICEF-Houston, ella era miembro del comité de arte latinoamericano del Museo de Arte de la ciudad. Viendo el interés de Laura, Teodoro, que mantenía su compromiso de que todo beneficio de su obra debía ser donado a cuestiones benéficas, le dijo “Llévate estas cuatro pinturas y a ver qué puedes hacer con ellas”. De vuelta en su país, Laura empezó a contactar con salas interesadas en el arte moderno en busca de un lugar donde exponer la obra del segoviano hasta que por fin, a finales de 1989, consiguió el interés de la Casa de la Cultura de Mexicali y la organización de una exposición en sus salas en febrero de 1990. Laura, aprovechando la oportunidad, puso como condición que la exposición fuese inaugurada por la esposa del gobernador del Estado, con lo que se logró para el evento una buena atención mediática. A ésta le siguieron otras exposiciones en México y también en Estados Unidos, muchas de ellas dedicadas a UNICEF. En junio del mismo año 90 Laura lograría colgar la obra de su amigo en la impresionante sala del Banco Interamericano de Desarrollo en Washington, accediendo así a la observación de altos cargos del funcionariado, diplomáticos, empresarios y críticos de arte. Dos años más tarde expondría, por recomendación de la Embajada Española y dentro de las celebraciones del V Centenario del descubrimiento colombino de América, en la galería Monty Stabler, en Birmingham, Alabama. Y en 1993 llevó su obra al Hospicio Cabañas en Guadalajara, México, sede del Instituto Cultural homónimo; un edificio colonial, majestuoso, en cuyas paredes de la capilla el famoso José Clemente Orozco dejó plasmados en 1937 unos murales de inspiración pos-revolucionaria. En resumen, durante estos años Laura ha sido organizadora, comercial, articulista, comunicadora, relaciones públicas e incluso, como ella dice, montadora y aprovisionadora de sándwiches en las exposiciones de Teodoro, convirtiéndose en una mano derecha indispensable para el artista. Comenzó en ese momento la inflexión más importante, en lo que a éxito de público se refiere, de la carrera artística de Teodoro, con exposiciones fuera de España, especialmente en México y Estados Unidos pero también en Europa, por ejemplo, Alemania y Turquía. En esta última, donde acudió en dos ocasiones, se sintió tratado especialmente bien y tuvo oportunidad de conocer bien el emblemático Museo Topkapi y a sus artistas, además de disfrutar junto

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a su hermano Ángel y Pepe Carralero de jornadas auténticamente bohemias, relacionándose con personajes importantes y viviendo invitados en palacios con sirvientes o asistiendo a recepciones sin tener que respetar ni él ni Pepe la etiqueta por su condición de maestros. Aprovechó también su experiencia con Turquía para dejar tras de sí más buenas obras que saliesen del dinero generado por sus exposiciones. Las hubo dedicadas al arte, como la escuela de música levantada en unas ruinas ubicadas frente al Topkapi, financiada íntegramente con una exposición, pero también le interesaron las causas sanitarias, en este caso, la lepra. Durante este contacto con el problema de la también llamada enfermedad de Hansen en Turquía descubrió también que en la España de los ochenta, aunque pareciera mentira, no sólo había leprosos, sino que en mayor cantidad que en el país euroasiático, solo que concentrados todos en sanatorios especializados de la costa. Para su emoción, una amiga turca le comentaría después que un aula de la Facultad de Medicina de Estambul llevaba su nombre. En plena ebullición de su éxito artístico, y como si la fortuna quisiera espolearle, obtuvo el primer premio de pintura en el Concurso Nacional “Ejército” de 1994 con su obra Por tierra y mar, un cuadro de cierta carga surreal y crítica, donde el cañón de un barco se convierte en un enorme tirachinas. Tanto en las mencionadas salas, en algunas de las cuales ha repetido, como en muchas otras, Teodoro acabaría acumulando antes de cambiar de siglo un centenar de ocasiones para mostrar su obra entre nacionales e internacionales.

LA DÉCADA DEL CHISPANO

Tiempo después de haber comprado la tenada donde alojase artistas y becarios en Ayllón, empezó a construir en el terreno contiguo, a su gusto y eligiendo cada detalle en persona, un jardín escalonado que va ascendiendo sobre una pequeña loma para darle la cara al sol, poniendo en cada escalón frondosas sombras frutales y arbustáceas protegiendo los paseos. Incluso logró para la transformación del espacio la aprobación del ayuntamiento de Ayllón, que lo ha convertido en espacio protegido. A día de hoy, el jardín sigue evolucionando día a día como un ser vivo, incluyendo nuevos detalles que incluye Teodoro y nuevas criaturas de metal, material con el que su dueño ha empezado a experimentar. La tenada y el jardín van a enraizar en las vidas de los Boteros como lugares emblemáticos y sentimentales, sobre todo para las dos hijas. En el año 91 Ruth entró a cursar Empresariales en el ICADE y un año después conoció a Jaime Martino, la persona a la que ella atribuye el más importante y positivo cambio emocional en su vida. Bien acogido Jaime por los padres de ella, se hicieron novios formalmente y, mientras Ruth estudiaba en Irlanda con la beca Erasmus, tomaron al decisión de casarse. Al regreso, se organizó la boda para que se realizara en el lugar más especial que su padre podía ofrecerles, el propio jardín de Ayllón, lo que explica a este biógrafo el tono intenso con el que la hija mayor describe este lugar y cómo tuvieron que esforzarse para tener el lugar terminado a tiempo para la ceremonia. Tras la boda, los recién casados pidieron a Teodoro usar la vivienda vacía que existía sobre el Lady Ana de Lope de Hoyos, la acondicionaron y se trasladaron allí, pasando también Ruth a trabajar para su padre en el departamento de contabilidad; más tarde, iría pasando por los demás (cocina, barra) para aprender de todos los aspectos del negocio. Finalmente, se sentó a hablar con su padre. ``Papá, quiero llevar yo tu negocio, pero tendrían que irse el director y los encargados.'' Ruth buscaba seguramente con esta declaración poder tomar las decisiones necesarias sin apoyarse en ellos, con libertad. ``De acuerdo,'' le contestó Teodoro ``pero entonces me voy yo también.'' Le lanzaba de esta manera Teodoro un reto a su hija; si quería demostrar ser capaz de llevar las riendas de sus negocios, debería hacerlo sin ayuda de su progenitor. Éste fue, para ella, el inicio de una nueva y más auténtica relación con su padre, de igual a igual. Cuando le llega el momento, Lorena hace también la carrera de Empresariales pero en la Universidad Autónoma de Madrid, decidiendo al terminarla marcharse a vivir a Londres. Estando allí y mientras trabaja de camarera, le pica la afición de la pintura, no de una manera profesional o vocacional, sino por puro deseo de ampliar su horizonte, por lo que entra a recibir clases de retrato de modelos. Pese a no concebirlo como una profesión, cuando sus padres fueron a visitarla, Teodoro no podía dejar de echar un vistazo a su trabajo, ofreciendo su crítica sincera y directa, encontrando con ojo experto los fallos en la mano de su hija, comentarios éstos que la hacían sentirse otra vez una niña pequeña regañada por haraganear en sus deberes. En cualquier caso, volvió a España con el cambio de siglo y tras pensar hacia dónde encaminarse, se le ocurre pedirle a su padre usar la tenada para montar un restaurante que dirigiría ella. Lo decorarían y gestionarían a su manera, procurando darle un carácter especial. A todo accedió el pintor, con una excepción: la cocina y en especial el horno de asar, un modelo tradicional alimentado con leña, debían montarse fuera del edificio principal, tanto para reducir la contaminación interior de humo y calor como para no destruir la estética primitiva de la tenada. Así se abrió en el año 2005 La Tenada del Chispano, un restaurante de ambiente abierto que combina la estructura rural con la pasión por el arte en la decoración y la creatividad en los platos. En la reforma aprovecharon, además de los materiales ya existentes en el propio edificio, materiales de otros edificios históricos ya derribados como largas vigas del colegio Cardenal Cisneros de Alcalá de Henares o la lámpara de la Cartuja de Sevilla

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del siglo XV. También se incluyeron en la decoración cuadros del propio Teodoro, de los artistas antiguos residentes y de sus amigos Cosme Ybañez Noguerón, Rocío López y Pedro Extremera. Espacio emocional, original y sensible, también sirvió este local para mejorar la relación entre padre e hija, como lo hizo con Ruth el empezar a trabajar con él. Quizá por aliento protector, ya que podía temer Teodoro que se le pusieran las cosas difíciles a la hija del emigrante enriquecido que vuelve al pueblo; quizá por el orgullo del padre que ve a su hija emprender un camino similar al propio. En cualquier caso, comenzó el natural proceso de entenderse uno al otro por el que pasan padres e hijos cuando los unos se sienten alcanzados por sus hijos y los otros se ven allí donde estuvieron sus progenitores.

EL JARDÍN DEL BOTERO

Con sus hijas haciendo su propia vida y trabajo fuera de casa, el chalet de Teseo se queda grande para el matrimonio, por lo que deciden venderlo a mediados de los noventa para trasladarse, siempre dentro de la capital, algo más al norte. La marcha de sus hijas era un proceso necesario y natural que ellos supieron aprovechar convirtiendo la soledad en más tiempo libre y éste en ocio. Durante un tiempo, la vida fue más tranquila o más rutinaria pero ya sabemos de la poca tolerancia de Teodoro con la rutina. Muchos sábados, como siguen haciendo, salían a bailar con un grupo de amigos, entre los que se contaba un corredor de fincas al que Teodoro, que llevaba con una nueva idea barruntando cierto tiempo, le pide que le busque algo muy concreto: un terreno rústico con una parcela de como mínimo treinta mil metros y a no más de treinta kilómetros de Madrid, a poder ser en la zona norte. Venía observando el de Ayllón cómo le crecía la cartera al españolito medio y cómo la moda de los salones de boda iba mustiándose mientras los novios empezaban a alquilar por su cuenta espacios distintos, como palacetes, casas, etcétera para la celebración; estaba convencido de que era el momento adecuado para darle a los clientes un cambio y que éstos podrían pagarlo. Su amigo le habló de una finca abandonada en el municipio de Algete, entre las carreteras de Burgos y Barcelona. Por supuesto Teodoro quiso verla lo antes posible y madrugaron al día siguiente para acercarse al sitio. Tuvieron que rodear la valla que lo defendía hasta encontrar una abertura por donde colarse y verlo mejor, pero ya desde fuera estaba claro que era lo que él quería. Dentro se encontraron un terreno con cuesta y muy fosco, con la vegetación creciendo a capricho alrededor de un buen número de árboles que casi hacían bosque. Quedó encantado con las posibilidades estéticas que su imaginación veía al reformar todo aquello y le comunicó a su amigo que si era posible ponerse de acuerdo con el dueño, se lo quedaba. En realidad lo difícil fue encontrarlo, ya que éste vivía en Galicia y no era fácil de contactar. Pasaron ocho días antes de conseguirlo: qué ansiedad. El Botero casi no dormía pensando la mitad del tiempo en la decoración, la organización de espacios o el tipo de servicios que podría dar y la otra mitad pensando en la posibilidad de perder la compra por cualquier incidente. Su mujer y sus hijas no quisieron entrar en un principio en esta dinámica entusiasta y ensoñadiza; eran más bien escépticas respecto del éxito que podrían generar las bodas al aire libre, idea un tanto peregrina entonces, hoy día casi hasta envejecida. Ya terminada la finca, Ruth quedó fascinada con el negocio, se enamoró del trabajo y del acabado final del espacio y decidió cogerle a su padre las riendas del negocio. Es entonces, en 1998, recién inaugurado el Jardín del Botero, cuando, aunque llevaba ya muchos años viendo los negocios como algo accesorio a su carrera de pintor, el de Ayllón se aparta definitivamente de ellos o al menos, como él dice, deja de firmar talones, de llevar cuentas, de estar en constante vigilancia. Ganar dinero ya había dejado de ser la motivación, pasando a convertirse en la forma de disfrutar de cosas que de otra manera no podría y de ayudar a otras personas que de otra manera no saldrían de su pozo. Alquilaron Lady Ana, el local de Lope de Hoyos, pero lo mantuvieron dos años más en alquiler para poder terminar de dar las bodas que tenían ya apalabradas y reformar el terreno de Algete. Teodoro hizo la reforma a su gusto, haciéndose cargo de la dirección de la obra, convencido de que pagando a alguien por el trabajo no lo habría hecho a su modo, hubiera tardado más y, por supuesto, habría sido más caro. Pero por debajo de este razonamiento estaba también la fascinación, la obsesión de comenzar de cero un proyecto totalmente suyo. Nada de comprar un local ya construido al que adaptarse.

EL MILAGRO BÚLGARO

Cambiando de milenio, Ruth y Jaime deciden adoptar a su primer hijo. Comienzan a moverse para adoptarlo en Bulgaria, dada la buena relación que tenían con los guardeses de su finca, un matrimonio originario de aquel país, y lo que les agradaba esa zona para el fin que perseguían. Tras los largos trámites habituales, viajaron hasta el mismo orfanato para recoger al niño que les habían asignado. Al llegar, les dieron la peor noticia posible, mala para ellos, peor aún para el niño que iba a ser adoptado. La ley búlgara establece que si un niño dado en adopción tiene familiares directos vivos y uno de estos familiares visita al chico al menos una vez cada tres años, el niño no puede ser dado en adopción; pues bien, la abuela de este niño había

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pasado a visitarle por primera y única vez hasta el momento, justo el día anterior a que se cumplieran los años reglamentados. El impacto inicial ante la perspectiva de volver a España con el sentimiento simultáneo de pérdida y abandono fue descomunal; no obstante, en el orfanato les ofrecían seguir haciendo un bien a pesar de todo. La directora les propuso que adoptaran en ese mismo momento a otro niño, sin familiares conocidos y por tanto ya bajo la completa tutela del Estado. Al mismo tiempo, se enteraban de que Ina, la guardesa de su finca, había trabajado como logopeda en ese misma institución; tamaña casualidad no podían entenderla más que como cosa del destino y se decidieron de inmediato: Albert se venía para España. Es difícil dejar de pensar en qué le puede pasar por la cabeza a un futuro padre o madre en ese momento cuando han pasado de tener a no tener y luego a recuperar, pero quedándose una criatura indefensa sola en el camino. Como dice Teodoro, esos niños están condenados a suertes tan dramáticas por el simple hecho de nacer donde han nacido. Al uno le había tocado la lotería y, en un santiamén, la vida le había quitado el boleto para dárselo a otro. Como le pasaba a menudo al ver situaciones de este calibre, el pintor decidió hacer algo por el orfanato, comprometiéndose a pagar desde ese momento quinientos euros todos los meses de por vida al orfanato para que construyesen cuartos de baño y mejorasen la cocina. Poco podía imaginarse que tendría que dejar de hacerlo, al descubrir que la directora no estaba usando el dinero para otra cosa que para aumentarse su propio sueldo. Verdaderamente, niños condenados.

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CAPÍTULO SEXTO: GUATEMALA Su faceta artística está ya consolidada al entrar el nuevo siglo, sucediéndose de forma regular las exposiciones benéficas, algunas de las cuales se realizan en lugares de renombre como el Centro de Estudios México-EEUU, que forma parte de la Universidad de California en San Diego (UCSD), en 2004 o en la Cava L.A. Cetto, en Tijuana en el año 2006. En esta última expuso paisajes de España y México. Ya hacía tiempo que los paisajes de Michoacán estaban inspirando al Botero en sus viajes constantes a Morelia para visitar a su compadre, Manuel Nocetti. Las iglesias y palacetes de Morelia, municipio en el que los colonos españoles quisieron hacer una réplica de Salamanca; los alrededores de origen volcánico, boscosos, cubiertos con aguacatillo, laurel, copal, pino y encina, así como los campos sembrados con frijoles, maíz o garbanzos; los pueblitos cercanos, Río Grande, Río Chiquito y sus arroyos afluentes; todos ellos compiten con ancianos, niños, músicos y vendedoras de tortillas por un lugar en la obra del segoviano. Alcanzada entonces la fama, ésta deja de tener importancia para Teodoro, si es que la tuvo, por lo que se iría volviendo más exigente en cuanto a cuándo y dónde exponer y para qué causas, a la vez que empezaba a querer involucrarse personalmente en éstas, más allá de ser sólo el financiador. Habiendo hecho mucho ya por los habitantes de Baja California y Michoacán y aunque sin dejar de hacerlo, se planteó, de nuevo, el siguiente paso.

UN HOGAR EN LA SELVA

De entre las acciones humanitarias que han llevado la firma Nieto Antón, queríamos dedicarle un capítulo propio a esta, por la intensidad, por la implicación que le supuso y la forma vibrante en que él mismo habla de ella. Hemos comentado que Teodoro no estaba solo en sus ánimos humanitarios, habiéndose unido en alguna de las acciones media docena de sus amigos, Cosme entre ellos. En este caso, fue el mismo Cosme quien, a través de un sacerdote católico llamado Alfonso, misionero en Guatemala, encontró una labor que merecía la pena atender, una comunidad indígena de la que este misionero se ocupaba espiritualmente y que necesitaba de ocupación material también. Decidieron crear una beca similar a la de Ayllón, por la cual financiaban la educación superior de habitantes de esta población a condición de que, incluso antes de terminar sus estudios, estas personas devolvieran parte de lo obtenido en forma de servicio a la comunidad. La beca comenzó en 2002 y para 2008 había ya seis becados, dos de los cuales están trabajando allí, dando clases en la iglesia, un lugar heterodoxo donde la homilía se dice primero en castellano y luego un indígena la dice en quechua, permitiéndose también la celebración de festividades paganas con el objetivo de atraerles al cristianismo desde el respeto hacia sus tradiciones, no desde el rechazo o la mofa de éstas. En un momento dado, Cosme le habla de los problemas que está pasando aquella comunidad, en especial dos familias sin hogar que están teniendo que vivir con familiares a lo que el pintor responde ``Yo les hago las casas, gratis. De hecho, me traslado allí a hacerlas yo mismo.'' ``¡Qué me dices!'' ``Sí, yo lo hago.'' Esta aparente extravagancia tenía su sentido; Teodoro quería inmiscuirse, poner no sólo su dinero sino la parte más dura de la acción, esforzarse con ellos y crearles un hogar con su mutuo sufrimiento. También quería entender un poco mejor por qué les había tocado vivir en una parte tan difícil del mundo para ayudarles desde el punto de vista del que conoce su situación de primera mano y no desde el que le sobran los recursos. De manera que en 2007 se marcharon los dos para allá, Teodoro para dirigir la obra cuyo proyecto había preparado y Cosme como coordinador, para dedicarse a conseguir materiales, pagar a los empleados y, en general, negociar con proveedores en la ciudad. Lo que ninguno de los dos esperaba al llegar era que el mayor esfuerzo fuera a ser enfrentarse a la alienación que les provocaba el ambiente, la atmósfera densa, la física y la social, una entremezcla de tinieblas sociales y carencias materiales. La humedad del noventa y cinco por ciento, las culebras y los descomunales mosquitos hacían de marco para la omnipresente suciedad y la violencia, presente en todo momento pero más siniestra por las noches, cuando se escuchaban disparos y era difícil saber a qué distancia tiraban y contra quién. Les alojaron en una habitación de la iglesia del padre Alfonso, aunque dormía muy poco, aparte de por el ambiente y los tiros, porque su cuarto daba a una carretera por la que pasaban camiones casi de constante, hasta el punto de que los fines de semana se marchaba con Cosme a Flores, una cercana ciudad turística famosa por su lago y allí descansaban, comían, cenaban y dormían en un hotel lo que no habían dormido la semana, como los descansos que se procuran los antropólogos al estudiar una cultura extraña para evitar la sensación de estar en otro mundo. De las dos casas que debían construirse, por el poco tiempo que tenía para quedarse, Teodoro iba a realizar una en persona y dejar el dinero y las instrucciones para realizar otra igual. Serían dos casas de 120 metros cuadrados que había que levantar en plena selva, la primera de ellas para una mujer llamada Magdalena, al cuidado de sus nueve hijos y sin más posesiones que tres cerdos, algunas gallinas y una finca de 2.000 metros cuadrados que el gobierno le había entregado a dentro de los planes

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para compensar a los indígenas por la expropiaciones de los terratenientes en el pasado. La segunda casa se levantaría para un hombre llamado Pablo, padre de trece hijos e incapacitado para el trabajo. Al disponerse a preparar la construcción de la primera a Teodoro se le vino el alma a los pies al no encontrar herramientas ni apenas más material que cemento, arena, madera cortada toscamente con motosierra y varilla corrugada. Ni herramientas ni maquinaria, habría que cimentar a pico y pala, trabajando en el terrible entorno que hemos descrito desde las seis de la mañana a las cinco de la tarde. Afortunadamente era un suelo compacto y muy adecuado, que no necesitaría de una cimentación profunda, bastaría con “atar” el terreno metiendo en las zanjas vigas de vara corrugada con hormigón. Su intención era hacer una casa que durase lo mismo que las pétreas viviendas ayllonenses. El padre Alfonso, que recibe ayuda también de la iglesia alemana, disponía de un edificio de buen tamaño para dar cursos de capacitación para catequistas, pero también lo hacía servir como farmacia gratuita de medicamentos elementales como antídotos o analgésicos y era el lugar donde graduados sociales, entre ellos las becarias del proyecto ya mencionado, trabajan para la comunidad. Un día le llamaron de allí porque el arquitecto que estaba dando el curso de capacitación para albañilería quería que Teodoro fuese a dar una charla en el centro. Esto le sorprendió, ya que dudaba que hubiera algo que un albañil como él pudiera enseñar que no pudiera un arquitecto, pero fue en cualquier caso. Y fue dando la charla cuando comprendió que lo que tenían estos alumnos era oportunidad de asistir a clases teóricas, pero poca práctica, así que decidió hacer una propuesta. “Yo la mejor charla que os puedo dar es que vengáis a levantar conmigo la casa e incluso os pagaría por el trabajo”. El profesor estuvo de acuerdo de inmediato e incluso se ofreció a arreglar un precio con Teodoro para construir la segunda casa una vez se hubieran ido los pintores. Como Teodoro ya sabía de cuánto dinero disponía para la obra y esta cifra le convenía al arquitecto, el trato se hizo en dos frases. Así, la obra se fue desarrollando a su ritmo, interrumpiendo su trabajo el de Ayllón sólo cuando enfermó, seguramente debido a las condiciones higiénicas espantosas en las que trabajaban, tan violentamente que los dolores le hacía perder el sentido. Se vio obligado a trasladarse al hospital de Flores, un lugar tan sucio y sin condiciones adecuadas para tratarle, que Teodoro pidió a Cosme que sobre todo no le inyectasen nada. Llegó a creer que su final estaba cerca. Fue cuando se mencionó su condición de cooperante cuando las cosas dieron del todo la vuelta, con el personal volcado de repente en curarle y obteniendo resultados de las analíticas necesarias en un par de horas. Se recuperó y puedo volver al trabajo con el mismo empeño que antes, aunque con algo más de precaución.

SUPERSTICIÓN

Las zonas rurales de cualquier parte del mundo tienen componentes supersticiosos muy arraigados, pero en el caso de las zonas indígenas que han tenido un contacto más breve y más lejano con la descreída civilización de la tecnología, estas supersticiones son más arraigadas como autodefensa de la “invasión”' moderna, mezclándose también con nuestra propia forma de religiosidad para dar una amalgama brusca y a veces intolerante. Queríamos plasmar aquí un ejemplo de esto que le vino a Teodoro de la mano de la futura dueña de la primera casa que estaban construyendo, Magdalena, que se le acercó un día y le dijo ``Oiga señor, mi prima tiene un problema grave, está muy enferma, muriendo y no la quieren llevar al hospital, tiene también un niño pequeño enfermo. ¿Me podría dar 100 quetzales para medicina?'' Cien quetzales equivalían a sólo dos dólares, así que él no tuvo que pensar mucho en esto, pero la curiosidad y el deseo amoroso le podían de nuevo. ``Toma los cien pesos, pero déjame ir a verla.'' La enferma yacía rodeada de mujeres rezando por su alma pero en un estado de salud realmente lamentable, muy delgada. Al verla, insiste Teodoro en que hay que llevarla al hospital, pero le responden que en el centro de salud no la admiten. El niño, por su parte, estaba también enfermo y en peor estado incluso que su madre. En efecto, el oscurantismo de una religiosidad cerrada, atávica y mal entendida había hecho efecto: según le contaba Laura, una de las trabajadoras sociales becadas, la prima de Magdalena estaba muriendo aparentemente de sida, y no era que en el hospital no la aceptasen, sino que la familia, avergonzada y atribuyendo la enfermedad al castigo divino o a cosa de diablos, no quería llevarla. De ahí su delgadez, de las purgas que le estuvieron metiendo para sacarle “el diablo” de dentro. ``En Puerto Barrios'' le informó Laura, ``hay un proyecto de sida de Médicos Sin Fronteras que en coordinación con el hospital de allí acoge a este tipo de enfermos.'' El plan era llevarse a la enferma primero a un hospital a confirmarse el diagnóstico y luego al centro de Puerto Barrios, pero al día siguiente no fue posible: durante la noche, murió el niño y había de organizar el entierro de la criatura. No hubo más remedio que usar un ataúd improvisado de cartón, sin medios para otra cosa. Al pintor se le partía el alma y la indignación que sentía no le permitió contenerse. Cuando el cuerpo hizo su paso delante de los habitantes del poblado, Teodoro les obligó a formar delante del mismo y descubrirse mientras les decía: ``Esto es para que mostréis respeto por vuestra comunidad. Ese niño ha muerto por la falta de solidaridad de vuestro gobierno, vuestros hospitales y vuestros médicos y por la de vosotros mismos que no hicisteis ningún esfuerzo por él.'' Al día siguiente pidió a Cosme que

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alquilase un coche para llevar a la enferma al hospital, pero ahora se encontraban con la negativa de la madre, que temía que su hija acabase muriendo y siendo enterrada lejos de casa. Tuvieron que convencerla de que Teodoro no sólo pagaría todos los gastos, sino que se ocuparía de que, pasase lo que pasase, su hija volvería al pueblo. En el hospital le hicieron las pruebas oportunas, la rehidrataron y alimentaron lo suficiente para garantizarle una mejora en su sufrimiento y estar lúcida esos días. Llegado el fin de semana siguiente la devolvieron a casa con un diagnóstico, en efecto, de sida en fase terminal. Pidieron consentimiento entonces a la madre para llevarse de nuevo a la enferma al centro de Puerto Barrios, reiterando la promesa de devolverla al final a su tierra, pero no dio tiempo a hacerlo; antes de organizarlo todo, había muerto. En total, sólo habían pasado cuatro días desde que la llevasen al hospital, pero a Teodoro le queda el consuelo de que fueron menos terribles gracias a estos cuidados. Al velatorio acudió toda la comunidad a rezar, se sacaron bancos de la iglesia para que pudiera sentarse todo el mundo y mientras se repartían tacos y tortitas, la madre abrazaba a Teodoro agradecida. Durante esa noche de velatorio la familia se presentó en la iglesia a pedir ayuda ahora para hacer el hoyo, ya que no tenían dinero ni para pagar a quien lo hiciera. Los propios albañiles que estaban trabajando con Teodoro se encargaron de abrir la tumba. Sin embargo, con todo lo hecho, el poder de la superstición aún le iba a jugar una nueva mala pasada: ni Teodoro, ni Cosme, ni siquiera Alfonso el sacerdote pudieron asistir al entierro, que se celebraría según sus ritos indígenas, a los que no dejaban acercarse a ningún extraño.

ME VOY AL CIELO, MARTITA

Terminada por fin una de las dos casas y sin tiempo más que para dejar encargada la segunda al profesor de arquitectura, decidieron marcharse, aunque antes le compró a Pablo, el futuro inquilino del hogar, una parcela con agua potable para que criase cerdos y los revendiera a sus vecinos como forma de subsistencia para él y sus hijos. El hogar construido para Magdalena tenía cuarto de baño y salón con chimenea, además de una cocina fuera de la casa, un porche precioso y grandes habitaciones. Parte del suelo se hizo con un material que hubieron de pedir a la capital, pero las habitaciones se hicieron con la técnica del cemento pulido que los propios albañiles indígenas le enseñaron a Teodoro. En una pared, estando todavía el cemento fresco, decidió escribir el nombre de todos los que habían trabajado allí para levantar el edificio, con una dedicatoria final: “Verdaderamente debo ser vuestro ángel de la guarda”. Y para convertir la frase en un guiño humorístico, al encontrarse con una de las hijas de Magdalena le dijo: ``Bueno, Martita, yo ya me voy.'' ``¿Dónde se vuelve, a Europa?'' le respondió ella. ``No, Martita, yo me voy al cielo, me han dado un permiso de mes y medio y ya tengo que volver.'' Por supuesto, la niña se lo fue contando a todo el mundo como verídico, convencida de que era un ángel del cielo, hasta el punto que las amigas de la pequeña le reverenciaban al verle pasar mientras Teodoro se reía con la piadosa inocencia de las pequeñas. Volvieron a España dejando pendiente y encargado a Alfonso nada más que amueblar la casa a la familia con el dinero que Teodoro le dejaba para ello. Pero parece que las cosas las ha de hacer uno mismo; tres meses después del regreso recibió un correo electrónico de una de las hijas de Magdalena que se había espabilado para mandarlo desde una oficina de comunicaciones de allá. “Aunque mi hermana piensa que está en el cielo, yo sé que usted leerá este mensaje. Sólo quería decirle que aún no vivimos en la casa, pues faltan los muebles, que aún no han llegado”. El de Ayllón telefoneó al cura indignado, echándole un rapapolvo sobre el significado de ser un agente de Dios en la tierra y la decepción que le provocaba haber dejado algo arreglado y que siguiera sin hacerse, para que los muebles llegasen por fin a sus destinatarios de inmediato.

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EPÍLOGO: VIAJE A TODAS PARTES Así estuvo esta biografía a punto de titularse en honor al cariño e identificación personal que Teodoro siente por la película de Fernán Gómez Viaje a ninguna parte, como ya se mencionó al principio de la historia. Recuperamos ahora el posible título y su sentido para ilustrar el sentimiento de feliz frustración de este biógrafo cuando se encuentra con una biografía muy lejos de estar terminada, enfrentado a la energía de Teodoro que pareciera beber de las fuentes de El Dorado cada vez que vuelve de sus regulares viajes a América donde habrá estado inaugurando una exposición en Oaxaca o pasando las Navidades en Las Vegas. Otras veces le veremos metiendo cordero en el horno de la Tenada, animando a Albert a aficionarse al arte o disfrutando de la medio lengua del segundo hijo de Ruth, Rodrigo. Esta será una historia no sólo felizmente inacabada, sino que quien quiera saber de Teodoro Nieto más allá de lo que aquí se cuenta habrá de estar preparado para informarse mucho.

VUELTA A AYLLÓN

Hoy día Teodoro se siente completo y ocupado, lo que para él, ya lo sabemos, es fuente de felicidad. Desde hace más de una década que se dedica exactamente a lo que quiere y en su tarjeta de visita vienen reflejadas tanto su mayor pasión como su vocación por la heterogeneidad: “Artista, pintor y otras cosas” reza el cartoncito. Viendo en retrospectiva su pintura, nota cómo su viaje ha sido un círculo que, tras pasar por las enseñanzas de profesores y artistas a los que admira, ha adquirido más rotundidad en la pincelada y un acabado plástico más eficaz a la hora de transmitir su propio mensaje personal, que es el objetivo de cualquier artista, por lo que le satisface que alguien reconozca, sin saber si es suyo, uno de sus cuadros. Pero a pesar de este viaje fuera de sí mismo, incluyendo la ampliación de su temática paisajística a otros temas como el toreo o los personajes rurales mexicanos, argumentalmente ha regresado a lo que más le seduce, lo que siente de verdad como propio y, en consecuencia, tanto en su obra pictórica como en el resto de tareas, empieza a volcarse con intensidad hacia Ayllón. En su pintura aparece cada vez más ese color típicamente castellano pero particularizado en su pueblo que los genes le ordenan buscar. También continúa trabajando la constante reforma del jardín y últimamente realiza para integrarlas en éste algunas obras de escultura vegetal y animal con materiales perennes, como el hierro, que decoran las puertas de madera o te sorprenden al doblar la esquina de un paseo. En su cabeza bullen todo tipo de planes que, como amante del presente que es, no son esquemas para el largo plazo, sino más bien propósitos con los que se pone en pie día a día. Aunque podríamos hablar de un cierre en su vida laboral como hostelero, desea mantenerse al servicio de sus hijas en el sentido más amplio aunque sin entorpecer sus decisiones, sino más bien poniendo al tanto su experiencia para lo que a petición de ellas pueda servirles. Para todo pueden contar menos para los esfuerzos físicos, de los que ha tenido de sobra. Dirige, asesora, organiza y aconseja tanto como ellas le pidan, pero que levanten pesos las espaldas jóvenes.

ARTE DEDICADO

Teodoro siempre había mezclado el trabajo con su estudio, situando éste en el mismo local donde trabajaba para poder volcarse en la pintura de inmediato tras cada jornada. Pero en mayo de 2008 trasladó su oficio artístico desde el antiguo estudio situado en el semisótano del Lady Ana de Lope de Hoyos hasta un loft de altos ventanales, cuyas luces dan a un espacio abierto que permite dejar entrar masas de una claridad ligera que inunda los lienzos, mesas de trabajo, bocetos, pinceles y mezclas cromáticas sin llegar a hacerse molesta con su presencia. La luz y el silencio, la falta de prisa, son ahora esenciales para él, que nada externo se le meta en su pintura. Allí tiene la compañía mayoritaria del silencio y a veces de la música clásica y de quienes puntualmente podemos entrar a interrumpirle para robarle un pedazo de tiempo. Aun sintiéndose de verdad pintor a tiempo completo por fin, ya no le interesa su carrera artística en cuanto al renombre que podría traerle o la transmisión de un mensaje al máximo de gente; él ya se siente recompensado de sobra en exposiciones y público a lo largo de su carrera y el objetivo añadido que tenía su obra de poder servir de ayuda a otros pasa a ser el único. Viendo los buenos resultados que da el modelo de beca instalado en Guatemala, van a ampliarlas. Ya no le interesa su carrera de pintor en cuanto a adquirir más renombre, él ya ha recibido esa recompensa de exponer en muchos sitios y ahora sólo lo quiere hacer para ayudar, resistiéndose a los consejos comerciales de Laura Reinert cuando ésta ve la oportunidad de vender aquí o allá una obra de encargo. ¡Cualquier le dice ahora a Teodoro, cuando tiene el tiempo y la dedicación libres, que deje de hacer exactamente lo que desea con su pintura! Viendo que le faltan brazos para acometerlo todo, va a volcarse en varios campos a la vez en los próximos años. Algunos de estos son la atención a mujeres maltratadas, niños y personas mayores, como la labor que está

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realizando con la agregada cultural mexicana en Seattle o con el Club Rotario en Baja California, donde mexicanos y “gringos” ponen en marcha juntos campañas puntuales como donaciones de sillas de ruedas o campañas de vacunación. Encuentra sorprendente lo baratas que son en realidad estas campañas cuando el Estado o una empresa farmacéutica dan su apoyo, pudiéndose vacunar a decenas de miles de niños con una aportación modesta. Tiene la sensación, sin embargo, de haber completado un ciclo geográfico en América y le gustaría ahora practicar la filosofía de no dar una caña sino enseñar a pescar en África, adonde querría viajar como ya hizo a Guatemala para aportar conocimientos de labranza, edificación y extracción de agua, aún de su bolsillo y buscando el proyecto por sí mismo.

EL FUTURO ES DE CARNE Y HUESO

En un recorrido de medio siglo hemos visto a un Teodoro de fuerte carácter, a pesar de no haber llegado a las manos más que aquella vez que agarró muchos años atrás de la pechera a uno de los brutos hermanos jienenses, pero hoy día deja asomar incluso menos a ese animal primario que llevamos dentro y nos pide guerra cuando las cosas van mal, porque no sabe guardar rencor u odio, ni cree que le merezca a nadie la pena hacerlo. A día de hoy tan sólo le molesta que abusen de su tiempo, la posesión que más valora ahora que procura hacer con su tiempo sólo lo que quiere para alejarse del tedio, de la quietud sin sentido y la inactividad estéril. En realidad, no tiene otro objetivo esta pacificación del alma que el de procurarse una buena salud que le sirva para volcarse el mayor tiempo posible en sus nietos, con especial preocupación por el mayor, Albert, a quien ya se le apunta algo de vena artística. En este sentido, si la vida de Teodoro es una dedicatoria a su familia en general, esta biografía habrá de servir a al propósito de dotar de un pasado a sus nietos más que a ningún otro. Como ya he dicho, nos enfrentamos, por fortuna, a una biografía inacabada, lo que lleva al escritor a plantearse cómo hablar del futuro de manera que permita cerrarla con un contenido concreto. Entonces hace memoria, recuerda el día en que conoció a Ruth y Lorena en Ayllón. Tras respirar la primavera en las márgenes del Aguisejo, anduvo hasta la Tenada del Chispano pasando primero por la calle El Parral e imaginando las alcantarillas de lata. Allí en la Tenada se entrevistó con ambas hijas a una hora en la que aún no había abierto el restaurante y bajo el sonido de la conversación y del paso de las hojas de los álbumes de fotos, se escuchaba a Albert y Rodrigo terminando los deberes y jugando, dando vueltas a la mesa para curiosear quién sería este señor que tanto indagaba sobre el abuelo con su grabadora de bolsillo. Allí estaban los cuatro, hijas y nietos, como pincel y lienzo, haciendo sonar en mis oídos la respuesta: el futuro de Nieto Antón tiene una forma muy humana, respira y es de carne y hueso.