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Para hablar de los distintos socialismos hay que afrontar los debates de finales del XIX y principios del XX. Engels escribió cincuenta años después de “El manifiesto comunista” y constató que todas sus expectativas habían quedado transformadas. El socialismo progresaba a través de las instituciones democráticas y no a través de la insurrección. Desde la constitución de la SI (1889) hasta el estallido de la PGM (1914) tenemos la llamada época clásica de la socialdemocracia. Atrás habían quedado los debates entre Marx y Bakunin acerca de la estrategia revolucionaria. Esta teoría instrumentalista-extincionista del Estado (que retomaría Lenin con “El estado y la Revolución”) comenzó a ser sustituida por una estrategia favorable a introducir el socialismo a través de las instituciones de la democracia representativa. Tres grandes figuras protagonizaron el debate dentro de la socialdemocracia alemana: Bernstein, Kautsky y Rosa Luxemburgo. Bernstein creía necesaria la creación de un partido democrático defensor de reformas sociales que permitiera al socialismo heredar y desarrollar el legado del liberalismo. Creía en un camino hacia una sociedad más justa lineal, evolutivo y pacífico. Kautsky por si parte creía que el socialismo debía seguir una vía democrática sin confundirse con el liberalismo. Debía preservar su identidad y cambiar de raíz la sociedad burguesa desde el poder. Mientras llegaba el momento, debía acumular fuerzas mediante la construcción de grandes partidos de masas vinculados a los sindicatos. El Partido Socialista tenía que representar en el parlamento los intereses de los trabajadores organizados en sindicatos. Ambos pensadores simbolizaban el dilema de la socialdemocracia clásica en torno a la participación obrera en debates constitucionales. Los partidarios de la opción Bernstein creían que se debían de organizar alianzas con los grupos liberales progresistas frente a los partidos conservadores revolucionarios, mientras que los partidarios de la opción Kautsky consideraban que eso desviaría la atención prioritaria. En el esquema del socialismo clásico los socialistas no debían quedar envueltos en polémicas ajenas (forma de Estado, religión, Nación, etc.). En España, Pablo Iglesias creía imprescindible marcar la diferencia entre el partido obrero y los partidos burgueses. Los partidos de la Restauración eran partidos que representaban distintas caras de la clase burguesa. Iglesias quería crear un partido estrictamente obrero que no se confundiese ni siquiera con los republicanos no socialistas que se enfrentaban a la Restauración. Ese interés por no contaminarse de Iglesias condujo a un doble combate: por un lado

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Socialismo

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Page 1: Tema 2. Los Socialismos

Para hablar de los distintos socialismos hay que afrontar los debates de finales del XIX y princi -pios del XX. Engels escribió cincuenta años después de “El manifiesto comunista” y constató que todas sus expectativas habían quedado transformadas. El socialismo progresaba a través de las instituciones democráticas y no a través de la insurrección. Desde la constitución de la SI (1889) hasta el estallido de la PGM (1914) tenemos la llamada época clásica de la socialdemo-cracia. Atrás habían quedado los debates entre Marx y Bakunin acerca de la estrategia revolu-cionaria. Esta teoría instrumentalista-extincionista del Estado (que retomaría Lenin con “El estado y la Revolución”) comenzó a ser sustituida por una estrategia favorable a introducir el socialismo a través de las instituciones de la democracia representativa. Tres grandes figuras protagonizaron el debate dentro de la socialdemocracia alemana: Bernstein, Kautsky y Rosa Luxemburgo.

Bernstein creía necesaria la creación de un partido democrático defensor de reformas sociales que permitiera al socialismo heredar y desarrollar el legado del liberalismo. Creía en un camino hacia una sociedad más justa lineal, evolutivo y pacífico. Kautsky por si parte creía que el so-cialismo debía seguir una vía democrática sin confundirse con el liberalismo. Debía preservar su identidad y cambiar de raíz la sociedad burguesa desde el poder. Mientras llegaba el mo-mento, debía acumular fuerzas mediante la construcción de grandes partidos de masas vincu-lados a los sindicatos. El Partido Socialista tenía que representar en el parlamento los intereses de los trabajadores organizados en sindicatos. Ambos pensadores simbolizaban el dilema de la socialdemocracia clásica en torno a la participación obrera en debates constitucionales. Los partidarios de la opción Bernstein creían que se debían de organizar alianzas con los grupos liberales progresistas frente a los partidos conservadores revolucionarios, mientras que los partidarios de la opción Kautsky consideraban que eso desviaría la atención prioritaria.

En el esquema del socialismo clásico los socialistas no debían quedar envueltos en polémicas ajenas (forma de Estado, religión, Nación, etc.). En España, Pablo Iglesias creía imprescindible marcar la diferencia entre el partido obrero y los partidos burgueses. Los partidos de la Restau-ración eran partidos que representaban distintas caras de la clase burguesa. Iglesias quería crear un partido estrictamente obrero que no se confundiese ni siquiera con los republicanos no socialistas que se enfrentaban a la Restauración. Ese interés por no contaminarse de Igle-sias condujo a un doble combate: por un lado tuvo que marcar distancia con los republicanos, por otro defendió frente a los anarquistas –que repudiaban todo tipo de participación en la vida política– su alianza con la lucha sindical. Las consecuencias de tal postura fueron que su vinculación al movimiento obrero le hizo tener a veces como aliado y a veces como competidor al sindicato anarquista. Por otro lado, el hecho de ser su participación fundamental en la cons -trucción de la República terminó por obligar al Partido a asumir como parte de su proyecto proyectos en torno al Estado y la Nación.

El socialismo en periodo de entreguerras

Los debates entre Bernstein y Kautsky marcaron años y años de controversia intelectual y polí -tica; estas controversias desaparecieron tras 1914. El mundo pacífico que soñaba Bernstein se mostró lejano a la realidad. Había terminado el “largo siglo XIX y comenzaba el corto siglo XX” (Hobsbawn). La violencia volvió al centro de la historia y los proletarios fueron a las armas pese a las recomendaciones de la Internacional, que quería una rebelión obrera que impidiese el estallido bélico. No fue así. Tras la guerra se produjo la revolución en un lugar inimaginable. El acontecimiento tuvo lugar en un lugar tan inesperado que la estrategia socialista y el compro-miso internacionalista cambiaron radicalmente. Lenin transformó el concepto de partido y la teoría de la revolución. Ambos cambios se basaron en una nueva Teoría del Estado. Es la teoría instrumentalista-extincionista del Estado. El Estado es definido como un instrumento de la clase dominante; la revolución consiste en la destrucción del aparato del Estado de la bur-guesía y su sustitución por una dictadura del proletariado que irá creando las condiciones para

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una paulatina disolución del poder político hasta llegar a la extinción del estado. La organiza-ción internacional también debe cambiar. Para los bolcheviques era imprescindible construir el partido de la revolución que debía funcionar como una organización militar. La fundación de la internacional comunista dividió al movimiento obrero europeo y se generó la oposición “refor -mistas”-“revolucionarios”. Marx y Bakunin disentían: Bakunin señalaba lo imprescindible de la abolición del poder político. Marx consideraba que la dictadura del proletariado era funda-mental para sustituir el “gobierno de los hombres por la administración de las cosas”.

Tras la Revolución rusa se constataron dos realidades: la degeneración del poder político tras los procesos postrevolucionarios y la dificultad de extender la Revolución más allá de Rusia. En torno a la primera, todavía se debate en torno a la radical desviación de las promesas emanci-patorias de la Revolución, y acerca del momento en que se convirtió la dictadura del proleta-riado en dictadura sobre el proletariado y la población. Muchos culpan a Stalin pero hay que considerar que en vida de Lenin se tomaron decisiones que afectaron a la construcción de un socialismo sin democracia: ausencia de partidos, represión de la oposición interna en el parti-do bolchevique, disolución de la asamblea constituyente, etc. Kautsky, R. Luxemburgo o Tro-tsky denunciaron la degeneración burocrática de una revolución traicionada. En torno a la segunda cuestión, la Revolución quedó aislada en Rusia y no cuajó en los países occidentales donde fue creciendo el nazismo y el fascismo. En España, la dictadura de Primo de Rivera en 1923 dio por concluida la experiencia de intentar democratizar la monarquía y se admitió la necesidad de apostar por la democracia. Si se quería ser auténticamente liberal había que apo-yar la constitución de un régimen alternativo y, como Manuel Azaña hizo, a la república.

Aquella posición solitaria fue acompañada a final de los años 20 por distintos grupos sociales. Para los socialistas llegaba el momento de la decisión. Muchos dirigentes socialistas no se fia-ban de los políticos republicanos a los que veían veleidosos y corruptibles (como Alejandro Lerroux) pero en esta ocasión la caída de la monarquía podía ser una realidad y, al final, deci -dieron apoyar a los republicanos. Esta había sido la posición defendida por Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos durante los años veinte pero habían estado en minoría dentro del Partido Socialista. Sólo con el apoyo del líder de UGT, Francisco Largo Caballero, se comprometió en la batalla por la República.

La experiencia de los años treinta ilustra los dilemas del socialismo al hacerse realidad política. El PCE era pequeño en España y no creció hasta que en la Guerra Civil se consumó el abandono por parte de las democracias liberales europeas a la República, que resistió tres años sólo gra -cias al apoyo de la Unión Soviética. Ello provocó un incremento sustancial de los militantes del PCE. El anarquismo era muy potente en España, por lo que el socialismo estaba condenado a luchar en dos frentes. El socialismo coincidía con algunas de las medidas que se tomaron en la república aunque observaba con mucha distancia la cuestión catalana. La república se convirtió en enemiga de los patronos y latifundistas, lo que provocó malestar social y, a su vez, la des-afección de muchos trabajadores y la oposición del sindicato anarquista provocaron que se percibiese a los socialistas como partidos tan burgueses como el resto. A partir de ahí fue difícil conciliar las necesidades del sindicato socialista y las urgencias del gobierno republicano. Los socialistas quisieron demostrar su independencia abandonando a su suerte electoral a los re-publicanos de izquierda. La oposición ultrareaccionaria de la CEDA encabezada por Gil Robles provocó que los trabajadores socialistas anunciasen una huelga general si la CEDA ganaba. La huelga fue un fracaso salvo en Barcelona y Asturias.

Los efectos de la represión provocaron la participación de los socialistas y los anarquistas en las elecciones del 36. Después vino la guerra, la ayuda nazi, el abandono de los países liberales que querían apaciguar los ánimos para evitar la guerra mundial.

El socialismo en la época dorada

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España fue de nuevo abandonada tras los acuerdos sellados entre las dos superpotencias tras la SGM. La división del mundo en bloques militares hizo que la democracia en España quedara pospuesta por los imperativos de la guerra fría. El franquismo sobrevivió gracias al apoyo de los EEUU. España quedó fuera del gran consenso de posguerra que permitió la consolidación del Estado del bienestar. Y al quedar fuera sigue siendo muy difícil articular un consenso demo-crático compartido sobre la historia de nuestro país. El socialismo democrático posterior a esas dos grandes guerras mundiales intentará mantener sus señas de identidad reafirmando una vía democrática frente al estalinismo e intentando marcar su especificidad frente al imperialismo norteamericano. Una de las vías más importantes fue la estrategia compartida entre sindicatos y partidos socialistas: la gran diferencia entre el modelo de partido bolchevique y el tradicional partido socialdemócrata. El primero era un partido de vanguardia que apostaba por la insu-rrección mientras que el segundo era un partido de masas: un partido que constituía una so-ciedad propia. Una contrasociedad donde la educación, la cultura, el ocio, los ritos de paso y las formas de socialización tenían un desarrollo propio contrario a la cultura burguesa, capita-lista y clerical. Partía de dos supuestos: el Estado del bienestar no se había desarrollado y por ello la educación pública no se había universalizado. A través de casas del pueblo y ateneos se impartía una educación elemental y una socialización política.

Esta cultura de resistencia esperaba el gran día. El sindicato iba marcando el camino de las reformas puntuales, mientras que el partido trascendía lo inmediato y ofrecía el horizonte de una sociedad distinta. Con la llegada del Estado del bienestar se transforma también la demo-cracia política. Los partidos políticos comienzan a abandonar las viejas fronteras de clase. Tie-nen sus referencias pero ya no son las únicas. Los socialistas comienzan a marcar una diferen-cia entre la función sindical y la política. En el modelo anterior a la SGM el sindicato concreta las reivindicaciones parciales y el partido aporta una perspectiva global de transformación social. Todo esto cambia: el partido pasa a ser una máquina electoral que tiene que recoger apoyos de distintos sectores y por ello procura trascender la frontera de clase. Esas mayorías electorales sólo son posibles en la medida en que algunos sectores intermedios de la población no se posicionen radicalmente en contra y no sientan hostilidad ante manifestaciones ideológi-cas que consideren excluyentes.

Ese cambio se escenifica en el Congreso de Bad Godesberg de la socialdemocracia alemana en 1959, donde se dice que el socialismo debe recibir su inspiración no sólo del marxismo sino de aquellos que se acercan al socialismo (humanismo ilustrado, cristianismo y posturas favorables a la justicia social). La justicia social, la eficiencia económica, la cohesión social, la planificación estatal, el mercado y la redistribución serán los ejes de la nueva socialdemocracia. Estamos ante un socialismo que quiere ser considerado parrido de gobierno y quiere generar organiza-ciones capaces de alcanzar mayorías electorales. Estas perspectivas se encarnaron en líderes políticos como Brandt, Pàlme o Kreysky que encarnaron una forma de entender la política don-de era decisivo el liderazgo, así como cierta desideologización. Kirchheimer llamó a esto parti-do atrapa votos, una fórmula que hizo fortuna en ciencia política pero que no es del todo cier-ta. Glotz lo define más bien como una combinación entre el voto dirigido a los sectores dinámi-cos del mundo empresarial, a los sectores organizados obreros, a los profesionales liberales y que tratan de hacerse cargo del cambio producido en la estructura de clases. El estado del bienestar logró la integración de la clase trabajadora a través del consumo de masas, y una estructura industrial Fordista donde imperaban los grandes sindicatos de clase. El gran mo-mento de esperanza llegó cuando se constituyó a los trabajadores en ciudadanos. El acceso a la ciudadanía estaba vinculado a un movimiento obrero de varones, industriales, metalúrgicos, insertos en las grandes concentraciones industriales o mineras. La desaparición de ese modelo industrial tendrá serias consecuencias para el socialismo.

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Este modelo productivo fue cambiando, y Claus Offe lo definirá como un paradigma de organi -zaciones regladas que alcanzan acuerdos corporativos sobre temas específicos y concretos donde las cuestiones valorativas iban quedando apartadas. A partir del 68 ya no era posible seguir pensando en un socialismo asociado al crecimiento, al margen del problema ecológico, militarista y de espaldas al Tercer Mundo. Estaba tan escorado a la derecha que permitió la aparición de formaciones políticas de una nueva izquierda sobre todo a través de movimientos estudiantiles. Se cuestionaba una política internacional pronorteamericana y un sindicalismo burocratizado. Los socialismos del sur de Europa, en ese contexto, que habían estado alejados del poder (P.S.Francés) o soportando dictaduras (PCE) apostaron en sus textos programáticos por nuevas formas de socialismo dispuestas a ir más allá de la socialdemocracia. Se comenzó por ello a hablar de Socialismo autogestionario (la palabra mágica): implicaba autoorganiza-ción. El grito del 68 planteaba un problema de definición teórica que afectaba al socialismo. Estaba claro que el socialismo no era el socialismo real del Este ni tampoco una humanización del capitalismo. ¿Era posible ir más allá de la socialdemocracia?

Teóricamente sí, y en los setenta resurgió la Teoría marxista del Estado. N. Bobbio planteaba una alternativa a la democracia representativa y fueron muchos los que intentaron buscar una tercera vía que evitase los males del socialismo real sin caer en los límites de la socialdemocra-cia. Miliband fue uno de los autores que elaboró esa tercera vía: defendía un reformismo revo-lucionario, “un socialismo en la época del escepticismo” (hoy seguimos siendo muy escépticos en relación al socialismo).

El socialismo tras la caída del muro de Berlín

1989 marca la desaparición del movimiento comunista. Tres son las interpretaciones de la realidad socialistas en los últimos 20 años: la socialdemocracia liberal, la socialdemocracia keynesiana y el socialismo de izquierda. La socialdemocracia liberal toma conciencia de la crisis de las formulas económicas socialdemócratas asociadas al keynesianismo en política económica. A su juicio no es posible mantener el Estado del bienestar tal como lo hemos cono -cido. Hay que buscar un camino intermedio entre el viejo Estado del bienestar pero teniendo en cuenta los efectos del capitalismo popular, la fatiga fiscal de las clases medias, la demanda de una mayor calidad en la prestación de los servicios públicos y los efectos de una cultura consumista cada vez más extendida. Argumenta que el igualitarismo y la solidaridad viven ma-los momentos en la percepción de las mayorías electorales. Para ellos conviene desplazar el debate del campo económico por un cierto regusto por la experimentación estética individua-lista que permita auspiciar una ciudadanía abierta a todas las ventajas de la globalización. El debate de los valores adquiere aquí una especial relevancia: los vinculados a la flexibilidad, a la inseguridad, a la improvisación, al relativismo y al hecho de que el socialismo como gran filoso-fía de la historia pertenece a los grandes relatos de una modernidad que ha fenecido.

Frente a esta socialdemocracia liberal está la perspectiva más sombría pero más realista de los que recuerdan que no todos gozan de los bienes de la globalización y reivindican una y otra vez una globalización alternativa. El socialismo de izquierda recuerda que las formas del estado social sólo funcionaron en el marco europeo y ha llegado la hora de un nuevo internacionalis -mo que de vida al discurso socialista desde una postmodernidad de izquierda que ponga enci -ma de la mesa el problema ecológico, los nuevos problemas de la diversidad cultural, las nue-vas formas de agregación y la fuerza de los movimientos antiglobalización. Son los que defien-den que ha llegado la hora de articular una solidaridad trasnacional al margen del eurocentris-mo.

En medio están los socialdemócratas keynesianos, que no critican al Estado del bienestar des-de el neoliberalismo económico ni desde el socialismo libertario. El público al que quiere atraer la socialdemocracia liberal es a los nuevos yuppies, mientras que el socialismo de izquierda

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mira a los activistas radicales. El público de la socialdemocracia clásica sigue siendo el movi-miento obrero organizado y los grandes instrumentos del Estado social como son la educación y la sanidad. Esta posición intermedia remite a muchos de los problemas que agitan hoy a la socialdemocracia: ¿Cómo mantener el apoyo de unas clases medias seducidas por el capitalis-mo popular? El problema para la socialdemocracia es articular su proyecto intentando no per-der los bastiones tradicionales en los que ha centrado su fuerza pero sabiendo que es impres-cindible abrirse a los nuevos colectivos de inmigrantes que no encuentran en las organizacio-nes clásicas el instrumento adecuado para defender sus reivindicaciones.

Es palpable la dificultad de hallar un espacio para los partidos socialistas y para las formaciones de una izquierda a la izquierda de la socialdemocracia. En este campo se han dado muchas fórmulas en los últimos años. No se puede sostener por ello que no haya habido una reflexión importante desde la izquierda sobre los caminos a transitar (Miliband, Bobbio, Habermas, Gi-ddens, Touraine, Ramonet). Amén de la teoría se han buscado fórmulas políticas dentro del campo del socialismo. En primer lugar, se ha ido produciendo una diferenciación cada vez mayor entre partidos y sindicatos. Los sindicados se abren a trabajadores de distintas ideolo-gías y se ha roto la relación especial que hacía que se hablase de dos partes de la misma fami-lia. En segundo lugar, la fórmula clásica del socialismo, la llamada utopía del trabajo, ha ido desapareciendo. Se asume que no es posible una liberación en el tiempo del trabajo. A lo sumo se piensa que es posible amortiguar los efectos de la explotación pero no parece viable evitar el aburrimiento, el hastío, la frustración, la despersonalización de muchos trabajos. Sólo cabe, a lo sumo, pensar en una alienación disipada, amortiguada en el mundo del ocio. Gorz llama a cambiar de utopía. Sólo es posible rescatar espacios de vida fuera de la colonización de esa megamáquina que es el trabajo. Sólo cabe pensar en un tiempo liberado fuera del trabajo y no en el trabajo.

Los sindicalistas y los activistas sociales han ido imaginando caminos que permitan superar esa dicotomía que parece inexorable donde sólo cabe elegir entre alienación laboral y paro, pero muchas de esas propuestas tienen mucho de defensivas: ya que no es posible acabar con el sistema capitalista, intentemos al menos garantizar las reformas que han permitido ir dulcifi-cándolo, humanizándolo.

El socialismo actual

El socialismo ha cambiado en el 45, 68, 89 y una vez más en el 2001. A la defensa del estado social ha habido que unir la lucha por la pervivencia de un mundo laico atravesado por el cho -que entre los fundamentalismos. El socialismo hijo de la Ilustración, de la Revolución Francesa, de lo mejor del liberalismo, vive con preocupación la emergencia de una nueva época de vio-lencia que impide la convivencia pacífica entre las naciones y la armonía dentro de los propios estados. Ante esta realidad, el socialismo democrático vuelve a reivindicar la pervivencia del proyecto ilustrado. En aquellos lugares como Francia donde la cuestión nacional está resuelta existe un debate muy vivo acerca de la pervivencia de los derechos económico-sociales. En el caso español, la ausencia de una tradición nacional compartida mayoritariamente provoca que el debate sobre los derechos económico-sociales ocupe un lugar muy secundario en la vida política: el socialismo español se ha contaminado con los problemas que Pablo Iglesias consi-deraba secundarios. Para los socialistas clásicos, el carácter fundamentalmente obrero del partido exigía estar prevenidos para evitar que los problemas político-institucionales consu-mieran la energía de los socialistas. Al producirse la transición a la democracia, los esfuerzos por consolidar la frágil democracia española provocaron que estos asumieran el papel de la frágil burguesía liberal.

No hay una memoria histórica compartida; las tradiciones políticas hay que repensarlas una y otra vez porque están hechas no sólo de valores sino de lecturas distintas de los mismos he-

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chos. Para el socialista de otros países de Europa los valores constitucionales remiten a una percepción compartida acerca del carácter totalitario del nazismo o del fascismo. En el caso español, todas las fuerzas políticas parlamentarias aceptan los valores liberal-democráticos pero no coinciden en le interpretación de la historia pasada. Para la derecha conservadora el antecedente de la actual democracia remita a la Restauración u para la izquierda a la Segunda República. Por ello, el socialismo democrático tiene la difícil tarea de mantener su especificad y tener una identidad propia; pero tiene que contaminarse con los problemas de una historia de la que nunca se ha podido evadir pero que tiene que reinterpretar una y otra vez para dotar a su proyecto político de un relato creíble.