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¿Existirá aún la vecindad de la calle de Mesones donde, el 4 de enero de 1928, ofreció su primer programa el vanguardista "Teatro de Ulises" que patrocinó Antonieta Rivas Mercado? ¿Habrá sobrevivido al peso de los años y a los sismos, como la propia casa de la artista y mecenas, todavía en pie en la calle de Héroes? La exposición-homenaje que el Museo del Palacio de Bellas Artes le dedica a la autora de "Un espía de buena voluntad" reúne algunas fotografías de las funciones que ofreció el "Teatro de Ulises" durante su fugaz existencia, que concluyó en julio de 1928. Se le considera -junto con el estridentista "Teatro del Murciélago", de Luis Quintanilla- como uno de los primeros esfuerzos de la escena moderna en un México habituado al teatro de revista y a las obras comerciales. Antonieta Rivas Mercado era una mujer del siglo XX, identificada con las vanguardias artísticas que habían marcado una ruptura definitiva con la estética de la era victoriana. Es sabido que los intelectuales mexicanos de la época porfiriana eran sinceros francófilos: dominaban la lengua gala, estudiaban a sus autores clásicos y tomaban a la Ciudad Luz como el ideal que México debería de emular. Antonieta Rivas Mercado, según la opinión que nos expresó Luis Rius durante una entrevista con el crítico acerca de la muestra de Bellas Artes, representa el enlace o la transición entre los viejos vínculos de la intelectualidad mexicana con la Francia decimonónica y los que se establecieron con la joven Francia de las vanguardias. A diferencia de su padre, el arquitecto Rivas Mercado, quien le reprochaba a Diego Rivera su militancia en el Cubismo, Antonieta se sentía vinculada hondamente con las revolucionarias vertientes artísticas del aún joven siglo XX. Junto al grupo de escritores de la revista "Ulises" -Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y Gilberto Owen-, que le dio su nombre al teatro, la joven aristócrata emprendió el esfuerzo de presentar en la vieja capital de los aztecas y los virreyes las obras de vanguardia que se lanzaban en Europa. Los biógrafos de Antonieta Rivas Mercado, como Luis Mario Schneider ("Obras completas de Antonieta Rivas Mercado", Lecturas Mexicanas, segunda serie, Editorial Oasis-Secretaría de Educación Pública, 1987) y Fabienne Bradu ("Antonieta", Fondo de Cultura Económica, México, 1996), destacan la trascendencia que tuvo el esfuerzo del "Ulises" para sentar las bases de lo que posteriormente había de ser el teatro de búsqueda. Schneider considera que el "Teatro de Ulises", más que una compañía escénica, era un equipo experimental, "a la manera de la Vieux Colombier" (un célebre teatro creado en París, en 1913, para poner en escena piezas las contemporáneas). El investigador cita a Salvador Novo: "Fundamos el 'Teatro de Ulises' en que traducíamos y actuábamos las obras más desconocidas, nuevas y audaces de la época: O'Neill, Cocteau, Lenormand, Yeats, Kathryn S. Blair Fabienne Bradu, doctora en letras romances por la Universidad de París e

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Page 1: Teatro Estridentista

¿Existirá aún la vecindad de la calle de Mesones donde, el 4 de enero de 1928, ofreció su primer programa el vanguardista "Teatro de Ulises" que patrocinó Antonieta Rivas Mercado? ¿Habrá sobrevivido al peso de los años y a los sismos, como la propia casa de la artista y mecenas, todavía en pie en la calle de Héroes?

La exposición-homenaje que el Museo del Palacio de Bellas Artes le dedica a la autora de "Un espía de buena voluntad" reúne algunas fotografías de las funciones que ofreció el "Teatro de Ulises" durante su fugaz existencia, que concluyó en julio de 1928. Se le considera -junto con el estridentista "Teatro del Murciélago", de Luis Quintanilla- como uno de los primeros esfuerzos de la escena moderna en un México habituado al teatro de revista y a las obras comerciales.

Antonieta Rivas Mercado era una mujer del siglo XX, identificada con las vanguardias artísticas que habían marcado una ruptura definitiva con la estética de la era victoriana. Es sabido que los intelectuales mexicanos de la época porfiriana eran sinceros francófilos: dominaban la lengua gala, estudiaban a sus autores clásicos y tomaban a la Ciudad Luz como el ideal que México debería de emular. Antonieta Rivas Mercado, según la opinión que nos expresó Luis Rius durante una entrevista con el crítico acerca de la muestra de Bellas Artes, representa el enlace o la transición entre los viejos vínculos de la intelectualidad mexicana con la Francia decimonónica y los que se establecieron con la joven Francia de las vanguardias.

A diferencia de su padre, el arquitecto Rivas Mercado, quien le reprochaba a Diego Rivera su militancia en el Cubismo, Antonieta se sentía vinculada hondamente con las revolucionarias vertientes artísticas del aún joven siglo XX. Junto al grupo de escritores de la revista "Ulises" -Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y Gilberto Owen-, que le dio su nombre al teatro, la joven aristócrata emprendió el esfuerzo de presentar en la vieja capital de los aztecas y los virreyes las obras de vanguardia que se lanzaban en Europa.

Los biógrafos de Antonieta Rivas Mercado, como Luis Mario Schneider ("Obras completas de Antonieta Rivas Mercado", Lecturas Mexicanas, segunda serie, Editorial Oasis-Secretaría de Educación Pública, 1987) y Fabienne Bradu ("Antonieta", Fondo de Cultura Económica, México, 1996), destacan la trascendencia que tuvo el esfuerzo del "Ulises" para sentar las bases de lo que posteriormente había de ser el teatro de búsqueda. Schneider considera que el "Teatro de Ulises", más que una compañía escénica, era un equipo experimental, "a la manera de la Vieux Colombier" (un célebre teatro creado en París, en 1913, para poner en escena piezas las contemporáneas). El investigador cita a Salvador Novo: "Fundamos el 'Teatro de Ulises' en que traducíamos y actuábamos las obras más desconocidas, nuevas y audaces de la época: O'Neill, Cocteau, Lenormand, Yeats, Kathryn S.

Blair Fabienne Bradu, doctora en letras romances por la Universidad de París e investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, explica por qué el grupo se decidió a emprender su aventura escénica: "Porque no había nada digno que ver en los teatros de la ciudad, estragados por el criterio comercial, la españolización y el mal gusto de los empresarios. También porque había que divertirse".

El ya desaparecido Schneider cita a la propia Antonieta Rivas Mercado, quien declaró a un conocido diario capitalino en mayo de 1928: "Nuestro objeto es evidente. Para cosechar se siembra, pero antes hay que abrir los surcos. Si pretendemos llegar a tener teatro propio, es necesario que los escritores gocen, por lo menos, de práctica visual. A veces, el remedio para la ceguera es una operación. La operación en este caso consiste en presentar obras correspondientes al momento actual. Estamos fijando la sensibilidad contemporánea con creaciones maduras del teatro extranjero. Más tarde presentaremos también clásicos".

La vecindad de la calle de Mesones pertenecía a la mecenas y se le eligió para convertirlo en escenario no sólo por esta circunstancia favorable, sino como un acto de abierta provocación vanguardista hacia los teatros comerciales. La entrada a la función del gran debut fue gratuita, solamente se pedía, a la salida, una propina para el velador.

Los miembros del "Ulises" renunciaron a las figuras establecidas del primer actor y de la primera actriz, en una efímera pero, en su momento, funcional utopía teatral que contó con las aportaciones de Julio Jiménez Rueda, Isabela Corona, la cantante Lupe Medina de Ortega, el pintor Ignacio Aguirre y un muy joven Andrés

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Henestrosa, Celestino Gorostiza. Como escenógrafos intervinieron Roberto Montenegro, Adolfo Best Maugard, Agustín Lazo, amén de Manuel Rodríguez Lozano.

Así, un pequeño pero entusiasta auditorio pudo ver por vez primera en nuestro país las obras de Cocteau y O'Neill, entre otros dramaturgos modernos.

La crítica de aquel tiempo no siempre supo aquilatar el gran esfuerzo que desplegaron los "Ulises"; en cambio, una de las plumas famosas de los años veinte, Jacobo Dalevuelta, elogió la actuación contenida de Antonieta Rivas Mercado, a quien le sentaban asombrosamente bien la nueva moda y la estética de los dorados veinte.

No fue el "Teatro de Ulises" un esfuerzo único: en el número de marzo de 1927 de "Horizonte", el órgano del movimiento estridentista -nos informan Dulce Echeverría Canseco, Mónica Gordillo, Alejandra Rebelo, Minerva López y Abraham Rojas, en el sitio www.filos.unam.mx-, se publicó la notable obra vanguardista "La comedia sin solución" de Germán Cueto. Este columnista tuvo la oportunidad de asistir, en 1997, a una de las cuatro únicas representaciones de la obra bajo la dirección de Antonio Crestani, los días 6, 7, 13 y 14 de septiembre de en la Casa del Lago del Bosque de Chapultepec, como parte del homenaje que el recinto universitario les rindió a los estridentistas.

Un público asombrado y entusiasta se enfrentó a una obra que, a pesar de las décadas, resultó insólita y modernísima. Con sólo tres personajes (interpretados en aquella ocasión por Mónica Torres, José María Mancilla y Antonio Crestani) "La comedia sin solución" consiguió que las obras recién estrenadas parecieran, a su lado, anticuadas. Poco después, en la misma Casa del Lago, se representaron algunas de las piezas para niños de Germán List Arzubide, como parte del homenaje que el recinto universitario les rindió a los estridentistas.

Pocas noticias han llegado hasta hoy respecto al "Teatro del Murciélago"; se sabe que en este esfuerzo participaron Carlos González, Francisco Domínguez, Tina Modotti y Gastón Dinner, pero no existe más información al respecto: sigue pendiente la tarea de recuperar este legado escénico de aquel fiero movimiento artístico

El poeta Manuel Maples Arce, autor de estas líneas de Vrbe, superpoema bolchevique en cinco cantos(1925), también es conocido por haber escritounos años antes, en 1921, el texto del manifiesto “Actual Nº1 Comprimido Estridentista”, una hoja volante o como él mismo la llamó una “hoja de vanguardia” que expresaba de manera fragmentada, sincopada  y casi anárquica, las intenciones iconoclastas de este nuevo movimiento. El manifiesto redactado en catorce partes -además del directorio de vanguardia al final del mismo- hermanaba al estridentismo con otros movimientos de vanguardia europea como el futurismo italiano y el ultraísmo español. A su vez, exaltaba la belleza de la maquinaria y la industria, el ritmo frenético de las ciudades, y la belleza del tranvía y del telégrafo. Maples Arce proclamaba el advenimiento de una nueva era, donde la modernidad y el cosmopolitismo estarían por encima de la tradición y el conservadurismo.

A partir de ese momento, el estridentismo irrumpía como un movimiento plástico y literario que buscaba totalizar la experiencia modernista y el nuevo ritmo de vida de las ciudades, ambos identificados como entes regidores de una nueva fantasía estética. Estos elementos eran para los estridentistas la única manera posible de remontar la ancestral exclusión del país de las rutas del progreso y por ende, de los núcleos artísticos de vanguardia.

La ciudad moderna, industriosa y por qué no, estridente, se volvió una visión, una epifanía. Es así que surge la utopía literaria de la Estridentópolis, ciudad del  futuro donde la tecnología estaría puesta al servicio de la felicidad del proletariado. Este aspecto idealizador de la lucha de clases emanaba de las corrientes de pensamiento socialista –no olvidemos que estamos a pocos años de la revolución rusa y la Revolución mexicana-. De esta manera, el estridentismo, además de ser un movimiento artístico, también se coloreaba de profundos tintes revolucionarios y alguna aspiración política.

En última instancia y pasados los años,  la ciudad utópica o Estridentópolis casi se vuelve una realidad cuando el colectivo estridentista se traslada a un lugar geográfico concreto: la ciudad de Jalapa en

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Veracruz, donde por un tiempo encontrarían las ventajas necesarias para desarrollar su agenda artística.

Posteriormente y bajo distintas circunstancias, el movimiento estridentista asentado en Veracruz llegó a su disolución como colectivo hacia el año de 1927. Sin embargo su influencia continuaría a través de la llamada estética revolucionaria, la cual se valdría de los recursos formales del estridentismo para establecer sus cotas de influencia ideológica en nuestro país.

A propósito de la importancia de la vanguardia estridentista en México y sus originales manifestaciones artísticas, quiero traer a colación la muestra titulada “Vanguardia Estridentista. Soporte de la Estética Revolucionaria” la cual puede visitarse en el Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo hasta el próximo día 25 de octubre. En ella se exhiben alrededor de 130 objetos entre libros, revistas, fotografías y demás obras plásticas provenientes de un total de cuarenta colecciones privadas y públicas diferentes. Me parece que el solo esfuerzo de ubicar, reunir y catalogar tal cantidad de obra por parte de las organizadoras ya puede considerarse una importante aportación al estudio de esta vanguardia mexicana y por lo tanto, una razón más que suficiente para hacer una obligada visita al Museo.

Como les mencioné antes, la selección de obra no se limita únicamente a publicaciones periódicas o libros. La curaduría realizada por Rocío Guerrero –quien se ha dedicado varios años a investigar dicho tema- propone muy atinadamente que una de las características que hacen del estridentismo una auténtica vanguardia artística es el uso de distintos soportes para sus obras: soportes que pueden ser espaciales o materiales. Como ejemplo, en la exposición “Vanguardia Estridentista” se ilustran las tertulias que el grupo llevaba a cabo en el afamado Café de Nadie: escenario de debates, lecturas de poemas (como Vrbe) y exposiciones de fotografía, entre otras actividades.

Como contraparte, en esta exposición también se muestran los libros y revistas donde el diseño gráfico, la poesía, el grabado, el ensayo, la fotografía y las reproducciones pictóricas se agrupan armoniosamente. Cada publicación, como Horizonte o  Irradiador, es un objeto totalizador de la experiencia estridentista, experiencia que va desde el diseño de la portada, las viñetas de página, la tipografía, las ilustraciones y el contenido de los textos.

En cuanto a estas dos últimas revistas vale la pena mencionar que esta es la primera exposición en la que se ha logrado reunir en original los tres números existentes de Irradiador y los diez de Horizontes; además que pueden observarse otros documentos que se consideraban anteriormente perdidos y que las investigadores localizaron y obtuvieron en préstamo después de varios periplos más que inesperados. De hecho, ahora que se han ubicado los ejemplares, me comentó la curadora que muy posiblemente se realicen ediciones facsimilares de los mismos, esto en el marco de la presente exposición.

“Vanguardia Estridentista. Soporte de la Estética Revolucionaria” es una muestra que valora con gran justeza las aportaciones históricas y estéticas del movimiento estridentista entre 1921 y la década de los treinta. Considero que dicha vanguardia no ha perdido un ápice de modernidad: su propuesta aún puede tener presencia en la escena artística y política casi cien años después, ya que por sus elementos formales y contenidos ideológicos nos motiva a la reflexión acerca de cómo podría relacionarse aquel México de la posrevolución con este México que casi desemboca en el esperado 2010

Salvador novo, un divorcio

En 1960, Salvador Novo en la academia mexicana de la lengua pronunció lo siguiente: “Y así como la palabra

no basta para hacer el teatro, tampoco sus demás elementos lo integran si no es aquel equilibrio que es

condición del hombre apetecer, y misión del teatro alcanzar” (p,56). Sin embargo, la palabra en el teatro de

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Novo –la dialogada–, no parece ser, a juzgar por el caso de su obra El divorcio, la más importante, sino más

bien la palabra narrativa, la didascálica, a la que llamaremos aquí segundo discurso. Veamos por qué. El

género dramático está sujeto, en la tradición teatral, a la preponderancia de un discurso dialogado que lo

distingue de los otros géneros, dejando a un lado o dándole menos importancia al discurso narrado, que se

deja ver entre paréntesis, en cursivas, y muchas veces hasta en mayúscula, como tratando de distanciarse de

lo dialogado por los personajes. Para el trabajo que nos ocupa nos hemos propuesto una aproximación a este

segundo discurso en la obra de Novo El divorcio, con el fin de hacer una lectura desde distintas perspectivas,

teniendo como prerrogativa la idea de un Novo-personaje.

La obra El divorcio, escrita en 1924, fue catalogada por su autor como un “drama ibseniano en cinco actos”.

Quizás sería pertinente revisar por qué le llama ibseniano y por qué una pieza tan breve está dividida en cinco

actos y no en escenas.

A la luz de la lectura de la obra nos damos cuenta de una correspondencia estética entre lo expuesto

en sus “razones privadas” y el desarrollo de la obra, a partir de su advertencia de que le llama ibseniano

“porque la acción lleva a cabo lo que el título promete”. En este sentido, podemos presumir que el primer

divorcio ocurre entre lo dialogado y lo narrado; mientras que el segundo divorcio estaría, ahora sí, planteado

en la resolución del drama como tal.

El primer divorcio, que es en el que centraremos nuestra atención, comienza a perfilarse como un solitario

“irrepresentable” teatralmente desde un punto de vista fiel al texto; por lo que queda al autor escénico –vale

decir, el director teatral– la tarea de decodificar el discurso narrado en términos teatrales. Es decir, teatralizar

el espacio narrado creando un nuevo icono de representación, donde no se diluya este segundo discurso.

Ahora bien, si atendemos a la definición de Patrice Pavis en su diccionario de teatro, donde define la

didascalia como “las instrucciones dadas por el autor a sus intérpretes” (p,136), podríamos presumir que las

didascalias en la obra El divorcio carecen de claridad para la representación en algunos momentos: “Nadie ha

podido dormir. Si hubiéramos penetrado en sus mentes, habríamos encontrado que todos tenían razón en

desvelarse” (Novo,61). Traducir teatralmente está narración hace evidente el divorcio entre una manera

tradicional de escribir teatro y una manera reformista, que huye de los patrones establecidos.

Por otro lado, sabemos que el discurso didascálico ha ido evolucionando en la historia del teatro, desde

Shakespeare, Lope de Vega, Ibsen, Chejov, hasta uno de lo más grandes renovadores en este sentido, como

Ramón del Valle Inclán, quien tiene acotaciones en verso y otras que recuerdan las expuestas por Novo:

“Mari-Gaila se desvanece, y desvanecida se siente llevada por las nubes” (Divinas palabras:68). Desde este

punto de vista, Novo también es un renovador, un reformista de la escritura teatral, que da con estructuras

más complejas y emancipadas.

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El objeto de las didascalias, en la obra de Novo, es inscribir en el texto dramático nuevos signos, que se

desmarcan de la acotación tradicional que tiene como función ser indicativa, descriptiva y ordenadora; y

abriendo así un discurso narrativo con características novelescas, en una voz narrativa que no es enunciada

por ningún personaje de ficción. Fernando de Diego en su ensayo Autonomía del discurso didascálico en el

teatro del siglo xx expone al respecto que “El discurso didascálico adquiere características propias. Y el

dramaturgo lo sitúa en paralelo al discurso dialogado” (p,1713). En este sentido, lo paralelo en el caso de El

divorcioresponde a lo que podría ser leído como una intromisión de Novo, que sirve para dejar su

pronunciamiento ideológico en Off , a obscuras, en un inquietante silencio que es el secreto de la

representación: sólo quien lo lea tendrá acceso a estas narraciones omniscientes.

Existen algunos críticos como Guillermo Schmidhuber, que clasifican las acotaciones por su sentido teatral: en

la Apología de las didascalias o acotaciones como elemento sine qua non del texto dramático plantea algunas

categorías como las “acotaciones connotativas” que según él, presentan el testimonio del autor en cuanto a la

percepción del mundo y su intención al crear la obra teatral. En esta clasificación podrían apuntarse las

acotaciones de Novo que dicen: “los ojos fijos, muda la lengua. Cuando salieron tan contentos como por un

trofeo, iban por su hijo a la estación. Benito estudiaba inglés (...) ¡Y ahora! Del tren bajó ¡ay! No solo. Sino con

esa flaca, descarada mujer (...) (p,60).

¿Quién podría enterarse de todo ello, de todo antecedente de los personajes, de no ser por la voz narrativa?

¿Cómo construir la psicología del personaje a partir de lo que no se puede decir? ¿Será que al igual que todo

autor reformista, Novo necesita del silencio como categoría dramática para su obra? ¿O es el “monólogo

interior” el eje donde debe reposar la interpretación del actor? A todas luces este mexicano nos plantea un

reto: el de traducir y decodificar sus signos de manera plausible para que nada quede sin representarse.

Otra posible lectura de este segundo discurso en la obra de Novo, podríamos encontrarla en algunas

consideraciones de Maurice Blanchot y su Diálogo inconcluso, en donde expresa que “ (...) es el autor que

habla, un “yo “ autoritario y complaciente que todavía esta anclado en la vida y que irrumpe sin moderación

(...) esta impresión de que alguien está hablando “por detrás” sin duda pertenece a la singularidad narrativa”

(p,586). La “singularidad” de Novo está dada por las recurrentes interrupciones del diálogo para exponer,

como un apuntador, los pensamientos de los personajes o sus propias percepciones; es decir, que prevalece

así un carácter meramente subjetivo. En la señorita Remington, por ejemplo, escribe: “El edificio es

obviamente público. Lo ha decorado un pintor discutido, pero indiscutible (...) las máquinas, como las

cabezas, están descubiertas, pero no funcionan mucho” (p,55).

Nos preguntamos si está o no denunciando el mal funcionamiento de una entidad pública; pues de

ser así ¿por qué no hacerla evidente en diálogo? ¿será necesario imponer un carácter subjetivo a la

interpretación de estos fragmentos? El divorcio de Novo parece necesitar transparencia en la escenificación

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para hacer evidente la voz de este “apuntador” que como consciencia aparece y desaparece para dejarnos

ver algo. Si bien el teatro ha sido desde siempre un espacio posible para la denuncia, será su misión la de

darle fluidez a estas palabras indecibles, ya que, como expresó Novo, “la palabra no basta para hacer el

teatro”.

En este mismo orden de ideas, Blanchot apunta lo siguiente en cuanto a la voz narrativa: “la tercera

persona se dividió en dos. Por una parte, hay algo que contar. Es lo realobjetivo (...) y, por la otra, lo real se

reduce a ser una constelación de vidas individuales, desubjetividades, “tercera persona” multiplicada y

personalizada, “ego” patente bajo el velo de un “él” de apariencia” (p,588). De ser así, Salvador Novo parece

encubrirse en ese “él de apariencia” para dejar fluir un discurso paralelo personal que reposa justamente en lo

subjetivo.

La división que hace Blanchot nos abre la ventana para otra interpretación del discurso didascálico, y

se trata de ver cómo esta subjetividad, esta voz que aparece para el lector y no así para el público

espectador, se perfila como una incipiente tendencia de lo que más tarde será el exhibicionismo del Novo-

personaje, que parece estar posando desde cada lugar de enunciación, en una excesiva exposición que a su

vez, como sus obras de teatro, muestra lo dicho (el diálogo) y lo no dicho (las didascalias) –que serían, estas

últimas, la manifestación de su “ego”.

Silvia Molloy, en su texto sobre Política de la pose, expone que “los cuerpos se leen (y se

representan) como declaraciones culturales”; y más adelante afirma que para hablar de la pose es necesario

revisar “su proyección teatral” (p,2). El divorcio plantea la posibilidad para el actor de posar, en el sentido de

que debe adoptar una conducta poco natural que lo lleve a representar las confesiones de su autor, quien le

ha dejado unas indicaciones noveladas para ser trasladadas a un espacio visible como el teatro.

Pero insistamos. En El divorcio se acota: “Por su aspecto, el ciudadano con experiencia de la vida

puede diagnosticar que la joven va mucho al cine” (p, 60) y por otro lado, en la Señorita Remington: “El joven

Tirteo cojea visiblemente del pie poético” (p,55). La representación de estas acotaciones apuntan a lo que

afirma Molloy: el “cuerpo como declaración cultural”. El cuerpo y no la palabra, tal como lo exige el discurso

narrado en la obra dramática: “la pose remite a lo no mentado, al algo cuya inscripción es constituida por la

pose misma: la pose por ende representa, es una postura significante” (p,5).

La conexión entre la postura de Molloy y las piezas de Novo se enmarcan así en el espectáculo de

mostrarse, de acentuarse para ser reconocido: la pose de la representación, hacer perceptible de un modo

contundente lo que se muestra, o “mostrar de tal manera que aquello que se muestre se vuelva más visible”

(Molloy p,2). La simulación teatral se sustenta en la verosimilitud que ésta tenga, borrando las fronteras entre

lo “real” y lo ficcional, haciendo de la representación una poética de la verdad, del sentir y no del fingimiento,

como muchos suponen que es el teatro.

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La pose y la simulación encuentran en estas obras de Novo un lugar perfectamente coherente. El

escritor ha escogido las didascalias para exponer “sus razones privadas” y sus razones públicas en boca de

los intérpretes. No obstante detrás de cada diálogo interpone un consejo, una advertencia, una consideración

que denuncia la pose de algunos personajes y que a su vez expone la suya. Si atendemos a lo que dice

Molloy: “la pose dice que es algo; pero decir que se es algo es posar, es decir, no serlo”, Novo posa desde

que titula su obra “drama ibseniano”. Decir que lo es, es posar. Al igual que sus intromisiones entre diálogos

dejan ver, justamente, algunas ideas que podrían ser entendidas como poses discursivas, más allá de los

alcances teatrales que éstas tengan.

Hemos analizado hasta ahora los elementos propios del discurso didascálico y sus repercusiones en

algunas obras de Novo; hemos leído sus acotaciones como estructuras renovadoras, como una “tercera

persona multiplicada” y como poses del autor, y por ende, como una pose exigida para la interpretación.

Todas estas miradas coinciden en un elemento común: la exhibición.

Hablamos de la exposición de un discurso personal que interrumpe otro, la exhibición de un modo de

ver las cosas, la exhibición del cuerpo que debe dar el personaje para que, como apunta Molloy, sea leído

como una “declaración cultural”. Atendamos, entonces, al carácter exhibicionista de Novo a partir de la

condición de exomologésis, expuesta por Michel Foucault en sus Tecnologías del yo. Para ello, podríamos

empezar preguntándonos cuál es la necesidad de exposición a la que se somete Novo desde cada lugar de

enunciación, y si es el teatro el mejor medio para hacer de esto un acto de autorepresentación del “yo”.

Foucault explica que la “exomologésis consistía en un ritual de reconocimiento de sí mismo como

pecador y penitente (...) no es conducta verbal sino un reconocimiento dramático del estatuto propio del

penitente” (p,83). Pues bien, como sabemos, la didascalia no es tampoco una “conducta verbal” sino,

necesariamente, un acto “dramático”. El pecador debe exhibirse como pecador ante Dios y la comunidad y los

personajes de Novo deben exhibirse como lo pide su autor.

En el caso de Novo, el espacio dramático esta dado en estas obras como áreas de exhibición del

“yo”, similares al publicatio sui, otro término que utiliza Foucault en función de comprender la exomologésis, y

que tiene que ver con “una expresión somática y simbólica” de los pensamientos. Esto sería lo que requeriría

la representación de El divorcio: una escenificación “somática”, es decir, corporal y “simbólica”, lo que

equivale a expresarse a través del símbolo teatral.

“Los gestos ostentosos tienen por función mostrar la verdad del estado en el que se encuentra el

pecador. La revelación de sí es al mismo tiempo destrucción del sí” (p,86) en estas palabras de Foucault, se

nos plantea un efecto casi catártico de la exposición: la purificación producto del ritual exhibicionista del drama

del pecador. Exponerme me hace sanar y limpiar mis culpas, no necesito decirlo, sólo dramatizarlo. Y

similarmente, los personajes de Novo no necesitan decir más que lo señalado en los diálogos; en todo caso,

lo que más necesitan es dramatizar lo que está narrado en las acotaciones: las ideas del autor, que es el que

realmente se expone. En otras palabras, tendrían que valerse de la simulación para encarnar la exhibición del

autor, a través del gesto “ostentoso” del teatro.

¿En qué estado se encuentra Novo para recurrir a la permanente muestra de sí mismo? Sería

pertinente rescatar algunas ideas de su personalidad teatral y teatralizada, para comprender su universo

imaginario y su afán “exomologético”, o también su discurso corporal, su pose narrada, su pose actuada y

auto representada. Novo se divorcia de lo formal y se distancia de la tradición teatral, escribiendo obras casi

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narradas, un teatro secreto. Lo llamamos secreto porque es, justamente, en lo no dicho que lo encontramos a

él.

Estudiosos de su obra como Carlos Monsiváis refieren que “a la tradición también se renuncia con

ademanes, y el exhibicionismo gana espacios” (p,81). Parece ser éste el caso de Novo, que como las capas

de una cebolla, cambia una y otra vez de medio comunicativo: crónicas, poesía, ensayos, teatro, para ejercer

el poder de su palabra en un México revolucionado pero sin revolución crítica, de modo que es Novo el

hacedor de esta nueva tradición, de esta denuncia, de esta exposición.

Salvador Novo al igual que el Mercucio de Shakespeare es una “máscara de elocuencia”, un discurso

que tiene un “estuche” para que repose su “yo”, para que se haga manifiesto lo dicho y lo no dicho. Esto, en

alguna medida, hace imposible no girar la mirada hacia su vida y su obra, no pecar de “lujuria de ver” la

abundancia de su pose, de su “exomologésis”, de su “ego”, de la simulación de un “yo” que aparece y

desaparece en su proyecto escritural.

Así este segundo discurso, el didascálico, ofrece en la obra de Novo varias lecturas posibles, que

como dijimos antes, tienen un firme punto común: la exhibición. El discurso novelado es, en la vida de Novo,

más que una innovación estética; es una revolución de su “yo”, que desde 1924 comenzaba a configurarse

manifestándose en él una personalidad entre paréntesis, en cursivas y mayúscula; tal y como las didascalias