suplemento #1 revista la mandrÁgora aÑo 5

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I. E. S. León Felipe – Benavente Pág. 1 EN TORNO AL CENTENARIO por Salustiano Fernández De tiempo en tiempo, volvemos los ojos al pasado con un sentimiento casi religioso. De este sentimiento se dejaba llevar Auguste Comte al concebir su Calendario positivista, conforme al cual cada mes y cada día del año se han de consagrar a la memoria de un hombre que haya influido singularmente en el desarrollo de la Humanidad. Auguste Comte quería algo más: quería que se celebrasen festividades periódicas para honrar la memoria de los bienhechores del hombre. Nada se parece más a este sueño muy ridiculizado después por los que sólo vieron en él lo que tiene de pedantería puerilque la actual costumbre, cada vez más establecida, de conmemorar «centenarios». ALFONSO REYES, Retratos reales e imaginarios, Bruguera, Barcelona, 1984, pág. 21 I (El centenario) Este año celebramos —no sé si con «un sentimiento religioso», pero sí con la expectación que suscitan los grandes acontecimientos o los misterios— uno de esos centenarios de los que habla Alfonso Reyes, el erudito humanista mexicano. Pero lo curioso es que en sentido estric- to no celebramos “la memoria de un hombre” Cervantes, el autor del Quijote, pues como dijera el portugués Miguel Torga, «Cervantes se sacrificó por el Quijote como esas ma- dres que mueren al parir un hijo», sino más bien la memo- ria de una ficción, una creación muy viva de la inventiva humana la del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Manchaque, y esto es cierto de muchos modos, «ha influido singularmente en la Humani- dad». ¿Quién lo duda? Porque ¿podemos imaginar siquiera una Humanidad sin don Quijote? Ya no. Si algo bueno se perdieron quienes murieron antes de que saliera a la luz en aquel abril de 1605, fue precisamente el conocer la seca figura del triste y esforza- do caballero, el reír con las simplezas de Sancho su escudero y cabalgar con ambos tras ínsulas y amores soñados. Y es que todo aquel, sea persona, animal, cosa o presidente de los Estados Unidos, que se asoma a sus andanzas acaba por encontrar aspectos de sí mismo que tenía olvidados. Es la cualidad de las obras maestras: no está en una perfecta estructura (deshilvanada la de Don Quijote, al decir de Nabokov, el minucioso entomólogo y escritor de la célebre Lolita, quien en esta opinión no hacía sino seguir la del cervantista Clemencín, el cual a principios del siglo XIX había escrito: «Cer- vantes escribió una fábula [la del Quijote] con una negligencia y un desaliño que parece inexplicable»), tampoco en su lenguaje pulido (demasiado “pobre de concetos”, al decir del propio Cervantes con modestia personal, pero haciéndose eco de lo que otros juzgaban su “menguado estilo”, como Lope de Vega, quien en fechas cercanas a la publicación del Quijote escribía por carta a un amigo, «ninguno [se refiere a los escritores en ciernes] hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote»), ni en la extraordinaria textu- ra de los hechos narrados (en esta obra, los de «un estrafalario fan- tasma del desierto», al decir de nuestro patrón Léon Felipe), ni en la sublime época que la rodeó y ella reflejaría (la apoteosis de la decadencia, la «fatigada condición de la raza», según el imperial Ramiro de Maeztu), ni qué sé yo (que no sé nada, como diría el griego y ágrafo Sócrates), no, ninguna de estas cosas hace universal y eterna una obra, sino en tener el extraño don de lo abierto, acoge- dor y no excluyente; esa peculiar superficie, puede que rota, desgastada, deshilachada por el tiempo y el mucho uso, pero en la que cualquiera llega a verse reflejado de algún modo o a sentir mediano abrigo. Es lo propio de las obras geniales: que se hallan en todas las lenguas, épocas, personas, lugares como en casa. Y es lo que le pasa a ese libro ingenioso del que celebramos este año sus 400 abriles y que aún sigue manteniéndose en plena forma, tal vez porque como apuntó Torga: «Nosotros llevamos a priori a don Quijote dentro de nuestra alma». Sin embargo, los tiempos cam- bian que es una barbaridad, haciendo a cada paso su propia lectura de este a priori que se hallaría vacío si la vida no lo fuera llenando de materia. De ello, de lecturas de esta obra cuatri- centenaria querría hablar, pero otro día. Enero, 2005 #1

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Revista del IES León Felipe de Benavente (Zamora) Suplemento nº 1 dedicado al Cuarto Centenario del Quijote

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La Mandrágora del «León Felipe» -- Suplemento IV Centenario del Quijote #1 ~ Enero 2005

I. E. S. León Felipe – Benavente I. E. S. León Felipe – Benavente Pág. 4 Pág. 1

LA FILOSOFÍA DE

EL QUIJOTE por Emperatriz Losada

I

Nos dice Giambattista Vico (Ciencia Nueva. LIBRO IV. INTRODUCCIÓN) que las naciones, según los antiguos egipcios y su propia concep-ción de la historia, pasan por tres etapas (tres especies de naturaleza): de los dioses, de los héroes y de los hombres, que se repiten incesan-temente en el tiempo. Si aplicamos este esquema a la historia de la cul-tura occidental, podríamos verla así: la historia de la Grecia clásica habría pasado por una etapa arcaica, mítica (edad de los dioses), una heroica, que correspondería a la descrita por Homero en la Ilíada y la Odisea y habría culminado en la de los hombres, de la razón, con el nacimiento del pensamiento racio-nal. El ascenso de la razón trae un inevitable descenso de la fe religiosa y de la moral a ella asociada, según lo ve Vico. La moral constituye el cimiento del edificio social, su derrumbamien-to acarrea el de la cultura que sostiene. El cris-tianismo nace y se afianza en un clima de exa-cerbación religiosa popular al que eran ajenos, por lo menos al principio, los intelectuales. El auge del cristianismo se da al mismo tiempo que el Imperio Romano se hunde. La Edad Media su-pone un regreso al mito (etapa de los dioses). La época de las novelas de caballerías sería la equi-valente a la que nos describe Homero. La edad del hombre, de la razón, habría comenzado con la Revolución Científica, y, tal vez, nos encon-tremos ahora en una época de crisis previa a una nueva era mítica o de los dioses; pueden apre-ciarse algunos síntomas, por ejemplo, la crecien-te superstición del pueblo, que ha perdido los valores morales tradicionales y se aferra a super-cherías cada vez más extravagantes, a las que llamamos sectas, o enriquece a un número cre-ciente de engañabobos de toda laya, mientras los intelectuales se mantienen ajenos a todo esto. El Quijote nace al principio del siglo XVII, al mismo tiempo que se está iniciando la Revolu-ción Científica. Copérnico había publicado su libro De revolutionibus orbium coelestium (Acerca de las revoluciones de los orbes celestes) en 1543. Kepler y Galileo habían comenzado a tra-bajar alrededor del año 1600. Mientras, la filoso-fía seguía siendo fundamentalmente medieval; aunque, ya desde el siglo XIV, se sentían aires de renovación. Todavía Galileo se va a ver lastrado

por conceptos de origen aristotélico que dificul-tarán sus estudios acerca del movimiento, por ejemplo. Descartes comprendió la necesidad de elaborar una filosofía acorde con los nuevos tiempos y se puso a la tarea. Cervantes no pretendía, seguramente, crear una nueva filosofía, como Descartes. Pero tam-bién él, más o menos conscientemente, se propo-ne rematar una época para dejar el camino des-pejado a la que estaba empezando. Había que acabar con las novelas de caballerías (¿etapa heroica?) para dar lugar a la visión realista de la vida; había que acabar con la visión mágica de la naturaleza (tan renacentista), con la idea de que la naturaleza es un misterio inaccesible para la razón humana, para sumergirse en ella y com-prenderla sin hacerla trasunto de ninguna otra

cosa, sino reconociéndola como nuestra morada, la del ser humano, con su grandeza y sus limitaciones. La concepción mágica de la naturale-za propia del pensamiento mítico (reinstaurado en la sociedad medie-val por el teocentrismo cristiano) y su interpretación simbólica como medio para llegar a conocer mejor al

Creador, que habría dejado en ella su huella, habían llevado a un tipo de literatura plagada de fenómenos sobrenaturales que se aceptaban con naturalidad. Contribuía a esta aceptación también la ignorante credulidad del pueblo, acostumbrado a oír a los predicadores hablar de los hechos mi-lagrosos de los santos y el culto a las reliquias, propiciado por los estafadores que vivían de su comercio. Cuando la razón no conoce, la imagi-nación actúa. Así, en la Edad Media, los mares, por los que no se atrevían a aventurarse al care-cer de medios adecuados para una navegación segura, eran poblados por la imaginación (la loca de la casa, que decía santa Teresa) con todo tipo de monstruos, lo mismo que las tierras poco co-nocidas. Por otra parte, las alucinaciones eran frecuentes en una época de hambrunas e infec-ciones de todo tipo que producían estados febri-les. En suma, entre la gente del pueblo, la reli-gión, la ignorancia, la enfermedad y el hambre favorecían la credulidad y eso permitía que se aceptara como algo real, no como ficción, lo que se contaba en los libros de caballerías o en las vidas de los santos. En la época de Cervantes, cuando ya ha sido atravesado el Atlántico sin encontrar monstruos, cuando en las nuevas tie-rras descubiertas han visto seres humanos como ellos y han aumentado los conocimientos de todo tipo, se convierte en escepticismo la credulidad anterior. La diferencia entre lo que narran las novelas de caballerías y lo que se vive en la reali-dad cotidiana es ahora demasiado grande; hay que restablecer la igualdad entre realidad y escri-tura, y esta es una de las funciones de El Quijote.

(continuará)

EN TORNO AL CENTENARIO

por Salustiano Fernández

De tiempo en tiempo, volvemos los ojos al pasado con un sentimiento casi religioso. De este sentimiento se dejaba

llevar Auguste Comte al concebir su Calendario positivista, conforme al cual cada mes y cada día del año se han de consagrar a la memoria de un hombre que haya influido

singularmente en el desarrollo de la Humanidad. Auguste Comte quería algo más: quería que se celebrasen festividades

periódicas para honrar la memoria de los bienhechores del hombre. Nada se parece más a este sueño −muy ridiculizado

después por los que sólo vieron en él lo que tiene de pedantería pueril− que la actual costumbre, cada vez más

establecida, de conmemorar «centenarios». ALFONSO REYES, Retratos reales e imaginarios,

Bruguera, Barcelona, 1984, pág. 21

I (El centenario)

Este año celebramos —no sé si con «un sentimiento religioso», pero sí con la expectación que suscitan los grandes acontecimientos o los misterios— uno de esos centenarios de los que habla Alfonso Reyes, el erudito humanista mexicano. Pero lo curioso es que en sentido estric-to no celebramos “la memoria de un hombre” −Cervantes, el autor del Quijote−, pues como dijera el portugués Miguel Torga, «Cervantes se sacrificó por el Quijote como esas ma-dres que mueren al parir un hijo», sino más bien la memo-ria de una ficción, una creación muy viva de la inventiva humana −la del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha− que, y esto es cierto de muchos modos, «ha influido singularmente en la Humani-dad». ¿Quién lo duda?

Porque ¿podemos imaginar

siquiera una Humanidad sin don Quijote? Ya no. Si algo bueno se perdieron quienes murieron antes de que saliera a la luz en aquel abril de 1605, fue precisamente el conocer la seca figura del triste y esforza-

do caballero, el reír con las simplezas de Sancho su escudero y cabalgar con ambos tras ínsulas y amores soñados. Y es que todo aquel, sea persona, animal, cosa o presidente de los Estados Unidos, que se asoma a sus andanzas acaba por encontrar aspectos de sí mismo que tenía olvidados. Es la cualidad de las obras maestras: no está en una perfecta estructura (deshilvanada la de Don Quijote, al decir de Nabokov, el minucioso entomólogo y escritor de la célebre Lolita, quien en esta opinión no hacía sino seguir la del cervantista Clemencín, el cual a principios del siglo XIX había escrito: «Cer-vantes escribió una fábula [la del Quijote] con una negligencia y un desaliño que parece inexplicable»), tampoco en su lenguaje pulido (demasiado “pobre de concetos”, al decir del propio Cervantes con modestia personal, pero haciéndose eco de lo que otros juzgaban su “menguado estilo”, como Lope de Vega, quien en fechas cercanas a la publicación del Quijote escribía por carta a un amigo, «ninguno [se refiere a los escritores en ciernes] hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote»), ni en la extraordinaria textu-ra de los hechos narrados (en esta obra, los de «un estrafalario fan-tasma del desierto», al decir de nuestro patrón Léon Felipe), ni en la sublime época que la rodeó y ella reflejaría (la apoteosis de la decadencia, la «fatigada condición de la raza», según el imperial Ramiro de Maeztu), ni qué sé yo (que no sé nada, como diría el griego y ágrafo Sócrates), no, ninguna de estas cosas hace universal y eterna una obra, sino en tener el extraño don de lo abierto, acoge-

dor y no excluyente; esa peculiar superficie, puede que rota, desgastada, deshilachada por el tiempo y el mucho uso, pero en la que cualquiera llega a verse reflejado de algún modo o a sentir mediano abrigo. Es lo propio de las obras geniales: que se hallan en todas las lenguas, épocas, personas, lugares como en casa. Y es lo que le pasa a ese libro ingenioso del que celebramos este año sus 400 abriles y que aún sigue manteniéndose en plena forma, tal vez porque como apuntó Torga: «Nosotros llevamos a priori a don Quijote dentro de nuestra alma».

Sin embargo, los tiempos cam-bian que es una barbaridad, haciendo a cada paso su propia lectura de este a priori que se hallaría vacío si la vida no lo fuera llenando de materia. De ello, de lecturas de esta obra cuatri-centenaria querría hablar, pero otro día.

Enero, 2005 #1

La Mandrágora del «León Felipe» -- Suplemento IV Centenario del Quijote #1 ~ Enero 2005 La Mandrágora del «León Felipe» -- Suplemento IV Centenario del Quijote #1 ~ Enero 2005

I. E. S. León Felipe – Benavente I. E. S. León Felipe – Benavente Pág. 2 Pág. 3 continuará

La Mandrágora del «León Felipe» -- Suplemento IV Centenario del Quijote #1 ~ Enero 2005 La Mandrágora del «León Felipe» -- Suplemento IV Centenario del Quijote #1 ~ Enero 2005

I. E. S. León Felipe – Benavente I. E. S. León Felipe – Benavente Pág. 2 Pág. 3 continuará

La Mandrágora del «León Felipe» -- Suplemento IV Centenario del Quijote #1 ~ Enero 2005

I. E. S. León Felipe – Benavente I. E. S. León Felipe – Benavente Pág. 4 Pág. 1

LA FILOSOFÍA DE

EL QUIJOTE por Emperatriz Losada

I

Nos dice Giambattista Vico (Ciencia Nueva. LIBRO IV. INTRODUCCIÓN) que las naciones, según los antiguos egipcios y su propia concep-ción de la historia, pasan por tres etapas (tres especies de naturaleza): de los dioses, de los héroes y de los hombres, que se repiten incesan-temente en el tiempo. Si aplicamos este esquema a la historia de la cul-tura occidental, podríamos verla así: la historia de la Grecia clásica habría pasado por una etapa arcaica, mítica (edad de los dioses), una heroica, que correspondería a la descrita por Homero en la Ilíada y la Odisea y habría culminado en la de los hombres, de la razón, con el nacimiento del pensamiento racio-nal. El ascenso de la razón trae un inevitable descenso de la fe religiosa y de la moral a ella asociada, según lo ve Vico. La moral constituye el cimiento del edificio social, su derrumbamien-to acarrea el de la cultura que sostiene. El cris-tianismo nace y se afianza en un clima de exa-cerbación religiosa popular al que eran ajenos, por lo menos al principio, los intelectuales. El auge del cristianismo se da al mismo tiempo que el Imperio Romano se hunde. La Edad Media su-pone un regreso al mito (etapa de los dioses). La época de las novelas de caballerías sería la equi-valente a la que nos describe Homero. La edad del hombre, de la razón, habría comenzado con la Revolución Científica, y, tal vez, nos encon-tremos ahora en una época de crisis previa a una nueva era mítica o de los dioses; pueden apre-ciarse algunos síntomas, por ejemplo, la crecien-te superstición del pueblo, que ha perdido los valores morales tradicionales y se aferra a super-cherías cada vez más extravagantes, a las que llamamos sectas, o enriquece a un número cre-ciente de engañabobos de toda laya, mientras los intelectuales se mantienen ajenos a todo esto. El Quijote nace al principio del siglo XVII, al mismo tiempo que se está iniciando la Revolu-ción Científica. Copérnico había publicado su libro De revolutionibus orbium coelestium (Acerca de las revoluciones de los orbes celestes) en 1543. Kepler y Galileo habían comenzado a tra-bajar alrededor del año 1600. Mientras, la filoso-fía seguía siendo fundamentalmente medieval; aunque, ya desde el siglo XIV, se sentían aires de renovación. Todavía Galileo se va a ver lastrado

por conceptos de origen aristotélico que dificul-tarán sus estudios acerca del movimiento, por ejemplo. Descartes comprendió la necesidad de elaborar una filosofía acorde con los nuevos tiempos y se puso a la tarea. Cervantes no pretendía, seguramente, crear una nueva filosofía, como Descartes. Pero tam-bién él, más o menos conscientemente, se propo-ne rematar una época para dejar el camino des-pejado a la que estaba empezando. Había que acabar con las novelas de caballerías (¿etapa heroica?) para dar lugar a la visión realista de la vida; había que acabar con la visión mágica de la naturaleza (tan renacentista), con la idea de que la naturaleza es un misterio inaccesible para la razón humana, para sumergirse en ella y com-prenderla sin hacerla trasunto de ninguna otra

cosa, sino reconociéndola como nuestra morada, la del ser humano, con su grandeza y sus limitaciones. La concepción mágica de la naturale-za propia del pensamiento mítico (reinstaurado en la sociedad medie-val por el teocentrismo cristiano) y su interpretación simbólica como medio para llegar a conocer mejor al

Creador, que habría dejado en ella su huella, habían llevado a un tipo de literatura plagada de fenómenos sobrenaturales que se aceptaban con naturalidad. Contribuía a esta aceptación también la ignorante credulidad del pueblo, acostumbrado a oír a los predicadores hablar de los hechos mi-lagrosos de los santos y el culto a las reliquias, propiciado por los estafadores que vivían de su comercio. Cuando la razón no conoce, la imagi-nación actúa. Así, en la Edad Media, los mares, por los que no se atrevían a aventurarse al care-cer de medios adecuados para una navegación segura, eran poblados por la imaginación (la loca de la casa, que decía santa Teresa) con todo tipo de monstruos, lo mismo que las tierras poco co-nocidas. Por otra parte, las alucinaciones eran frecuentes en una época de hambrunas e infec-ciones de todo tipo que producían estados febri-les. En suma, entre la gente del pueblo, la reli-gión, la ignorancia, la enfermedad y el hambre favorecían la credulidad y eso permitía que se aceptara como algo real, no como ficción, lo que se contaba en los libros de caballerías o en las vidas de los santos. En la época de Cervantes, cuando ya ha sido atravesado el Atlántico sin encontrar monstruos, cuando en las nuevas tie-rras descubiertas han visto seres humanos como ellos y han aumentado los conocimientos de todo tipo, se convierte en escepticismo la credulidad anterior. La diferencia entre lo que narran las novelas de caballerías y lo que se vive en la reali-dad cotidiana es ahora demasiado grande; hay que restablecer la igualdad entre realidad y escri-tura, y esta es una de las funciones de El Quijote.

(continuará)

EN TORNO AL CENTENARIO

por Salustiano Fernández

De tiempo en tiempo, volvemos los ojos al pasado con un sentimiento casi religioso. De este sentimiento se dejaba

llevar Auguste Comte al concebir su Calendario positivista, conforme al cual cada mes y cada día del año se han de consagrar a la memoria de un hombre que haya influido

singularmente en el desarrollo de la Humanidad. Auguste Comte quería algo más: quería que se celebrasen festividades

periódicas para honrar la memoria de los bienhechores del hombre. Nada se parece más a este sueño −muy ridiculizado

después por los que sólo vieron en él lo que tiene de pedantería pueril− que la actual costumbre, cada vez más

establecida, de conmemorar «centenarios». ALFONSO REYES, Retratos reales e imaginarios,

Bruguera, Barcelona, 1984, pág. 21

I (El centenario)

Este año celebramos —no sé si con «un sentimiento religioso», pero sí con la expectación que suscitan los grandes acontecimientos o los misterios— uno de esos centenarios de los que habla Alfonso Reyes, el erudito humanista mexicano. Pero lo curioso es que en sentido estric-to no celebramos “la memoria de un hombre” −Cervantes, el autor del Quijote−, pues como dijera el portugués Miguel Torga, «Cervantes se sacrificó por el Quijote como esas ma-dres que mueren al parir un hijo», sino más bien la memo-ria de una ficción, una creación muy viva de la inventiva humana −la del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha− que, y esto es cierto de muchos modos, «ha influido singularmente en la Humani-dad». ¿Quién lo duda?

Porque ¿podemos imaginar

siquiera una Humanidad sin don Quijote? Ya no. Si algo bueno se perdieron quienes murieron antes de que saliera a la luz en aquel abril de 1605, fue precisamente el conocer la seca figura del triste y esforza-

do caballero, el reír con las simplezas de Sancho su escudero y cabalgar con ambos tras ínsulas y amores soñados. Y es que todo aquel, sea persona, animal, cosa o presidente de los Estados Unidos, que se asoma a sus andanzas acaba por encontrar aspectos de sí mismo que tenía olvidados. Es la cualidad de las obras maestras: no está en una perfecta estructura (deshilvanada la de Don Quijote, al decir de Nabokov, el minucioso entomólogo y escritor de la célebre Lolita, quien en esta opinión no hacía sino seguir la del cervantista Clemencín, el cual a principios del siglo XIX había escrito: «Cer-vantes escribió una fábula [la del Quijote] con una negligencia y un desaliño que parece inexplicable»), tampoco en su lenguaje pulido (demasiado “pobre de concetos”, al decir del propio Cervantes con modestia personal, pero haciéndose eco de lo que otros juzgaban su “menguado estilo”, como Lope de Vega, quien en fechas cercanas a la publicación del Quijote escribía por carta a un amigo, «ninguno [se refiere a los escritores en ciernes] hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote»), ni en la extraordinaria textu-ra de los hechos narrados (en esta obra, los de «un estrafalario fan-tasma del desierto», al decir de nuestro patrón Léon Felipe), ni en la sublime época que la rodeó y ella reflejaría (la apoteosis de la decadencia, la «fatigada condición de la raza», según el imperial Ramiro de Maeztu), ni qué sé yo (que no sé nada, como diría el griego y ágrafo Sócrates), no, ninguna de estas cosas hace universal y eterna una obra, sino en tener el extraño don de lo abierto, acoge-

dor y no excluyente; esa peculiar superficie, puede que rota, desgastada, deshilachada por el tiempo y el mucho uso, pero en la que cualquiera llega a verse reflejado de algún modo o a sentir mediano abrigo. Es lo propio de las obras geniales: que se hallan en todas las lenguas, épocas, personas, lugares como en casa. Y es lo que le pasa a ese libro ingenioso del que celebramos este año sus 400 abriles y que aún sigue manteniéndose en plena forma, tal vez porque como apuntó Torga: «Nosotros llevamos a priori a don Quijote dentro de nuestra alma».

Sin embargo, los tiempos cam-bian que es una barbaridad, haciendo a cada paso su propia lectura de este a priori que se hallaría vacío si la vida no lo fuera llenando de materia. De ello, de lecturas de esta obra cuatri-centenaria querría hablar, pero otro día.

Enero, 2005 #1